Para Miguel y Amelia, y para su hijo.
Recuerdo que en mi casa había un piano. Yo era un niño y me sentaba frente a él y tocaba una música que sólo yo comprendía. Más tarde, en algún cambio de fortuna familiar, el piano fue vendido. Nadie me dijo nada, por eso debo suponer que no hubo más remedio. Años despué, ya en el piso nuevo, mi madre compró un pequeño piano. Yo tenía quince años y sólo escuchaba discos de jazz. Nunca aprendí música, pero me gustaba teclear mis discos favoritos y disfrutaba acompañando de oído las composiciones que sabía de memoria. Era una pasión vivida en soledad y yo abría la ventana de mi habitación para que alguien pudiera participar de eso que para mí era belleza y placer, alguien que -de alguna forma- pudiera ser un amigo desconocido. Eran momentos de descanso en mi estudio, en los que me evadía totalmente de la esclavitud memorística de las lecciones y me sentía un poco músico de jazz también, evocando la libertad de esas vidas viajeras, siempre en alas de la inspiración del momento, como las que leía en las contraportadas (a veces adivinando una traducción del inglés, idioma que tampoco nunca he llegado a aprender). Uno de esos discos a cuya música intentaba aportar mis notas, fue un doble album de Chick Corea y Herbie Hancock: un duo de piano solo que formaron en los setenta. Recuerdo "Fiesta", recuerdo, casi de memoria, "Lisa", colgada ahora en You Tube (tampoco he aprendido a colocar aquí músicas, espero que Marta me enseñe cuando nos veamos).
Ayer, antes del concierto, estaba muy nervioso. Toda esta historia de soledad adolescente terminaba. Iba a tener la oportunidad de escuchar en directo al propio Herbie Hancock en persona. Y además había conseguido un asiento en la fila cinco. Allí iban reuniéndose ese tipo de personajes que yo hubiera querido ser. Ese chico enclenque descansando la cabeza en el hombro de su compañera, que le acaricia el pelo. Esa pareja de aficionados maduros con sus ropas amplias, gorras y sus cortes de pelo especiales. Gente informal. Todos estos hubieran podido ser mis amigos. Todos compartimos esta música.
Mi emoción crecía y tuve que hacer una llamada, a Cristina, para contarle dónde estaba, pero su teléfono no estaba disponible. Quería decirle que iba a escuchar a una leyenda viva del jazz.
Inevitablemente el concierto me defraudó. Herbie Hancock (ha hecho bien) decidió no quedarse en los setenta (como quizás yo sí me quedé). Hubo mucho ritmo, pero poca melodía. Una música a ratos estridente. Aporreaba el piano bien, sabiamente, pero yo no veía ahí sino energía en bruto, sin una finalidad, sin un sentido. Poca alma.
Decidí no buscar lo que esperaba encontrar y aprovechar el momento, con lo que me ofrecía. Dejar de vivir el recuerdo. Entonces cerré los ojos y escuché. Escuché esa exhibición de un joven músico suizo, que toca la armónica con un sentido del tempo increíble (Gregoire Maret, Ginebra, 1975, un músico que ha tocado con Marcus Miller).
Sus genuflexiones rítmicas junto al guitarrista (el africano Lionel Loueke) generaban bellos momentos de música pura. Y sobre todo la dirección de aquello parecía llevarla un bateria para mí desconocido (Kendrick Scott), formal con su corbata, capaz de engrasar la máquina en cualquier momento, de lanzar o frenar, de galopar o mantener el trote, creativo a tope. Entre todos ellos, Hancock oficiaba de mero pianista (quizás, con sus casi setenta años, su sabiduría consiste en descubrir el genio en los demás y avanzar con los jóvenes por nuevos caminos).
Cuando ya el concierto iba por la mitad, Herbie se quedó solo en el escenario y el piano sono solo. Era música inclasificable. El tema, unas cortas escalas, ascendente y descendente, me hizo imaginar la voz de una niña, una pequeña que juega en la casa y ríe, y después cerre los ojos y escuche esos sonidos como caricias. Pensaba que Herbie pensaría quizás, como yo, en aquellos músicos de jazz que se fueron ya, o en aquellos niños que fuimos y ellos fueron. Se me cortó el rollo y me enfrié durante un buen rato.
Al final del concierto, la música se transformó en un juego intrascendente, en un fin de fiesta, con aires un poco de comedia. "Chamaleon", un antiguo éxito, sacó a Herbie de su piano y con una guitarra-piano lo llevó por todo el escenario, compitiendo en solos con sus compañeros, en una alegre y hueca exhibición de piruetas. Un Herbie Hancock feliz, que acaba de recibir un premio Emy, al mejor disco de jazz de 2007 ("River: The Joni Letters"), y que sigue su camino sin mirar atrás.
Al salir afuera, siento que los discos conservan una música perdida, que el músico verdadero tiene que reinventarse cada día, y que el aficionado verdadero no puede apegarse a sus recuerdos. Evolucionar y seguir vivo.
Y salimos todos disparados a tomar unas tapitas por el Arenal.