Cuentos del Abuelo

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De cuentos del Abuelo.

Los cuentos del Abuelo son transcripciones y adaptaciones de relatos escuchados en largas tertulias dominicales, donde mis
abuelos tenían la palabra y yo escuchaba fascinado, en silencio, pero devorando cada palabra. Estos relatos son un
homenaje a esas palabras que aún anidan en mi mente.

A modo de comentario, los diálogos tratan de seguir el modo de hablar de la frontera norte de mi tierra, frontera con Brasil.
Hablamos allí un dialecto llamado portuñol, que no es más que una mezcla de ambos idiomas; por ende, los diálogos aquí
desarrollados no se ajustan del todo al idioma portugués.

El Gallinero.

¡Manuel, Manuel, tem gente no fundo, te acorda Manuel!, gritaba Doña Marisa, sacudiéndolo con
avidez para tratar de despertarlo. Don Manuel se levantó del catre un tanto aturdido, y a medio
vestir corrió hacia la puerta que daba al fondo desde la cocina, alcanzó a divisar un hombre saltando
el tejido de alambre con una bolsa que supuso de arpillera. Encendió el farol a querosene y se
encaminó al gallinero.

Se encontró con el Abuelo en la calle mientras se dirigía a la barraca del barrio para comprar tejido y
madera a fin de reparar el gallinero.

Ab: ¡Bom día Don Manuel!, ¿esta tudo bem?, preguntó el Abuelo al ver el andar taciturno de su
vecino.

DM: ¡Bom día Abuelo!, na verdade nada bem, ontem a noite voltaram a intrá nas casa e levaram
cuatro das mior galinha que tinha; respondió compungido.

Ab: ¡Máis que barbaridade, otra vez!, ¿e os cachorro nao latiram?

DM: Os cachorro latiram, as galinhas cacarearon, a Marisa quase me espanca para me acordar, e
cuando consegui me levantar, alcancei a ver um homen pulando o cerco; e como a cuarta ves este
ano.

Ab: ¡Pero sonho pesado!

DM: Nem me lembra, cuando pego no sonho, pode vir o mundo embaixo que nem me entero.

Ab: ¿E o que o senhor vai fazer?

DM: Eu vinha pensando nisso, tenho um ideia, vou durmir ao lado do galinhero.

Ab: Como e isso, ¿afora?

DM: Sim afora, ponho a catrera incostada ao galinhero e ai nao vai ter de ladrao, vou pegar ele e dar
uma camacada de pau que nunca mais vai esquecer.

El Abuelo no dijo nada; lo acompañó el resto del camino en silencio, meditando en la razón por la
que nunca tuvo un gallinero.
3

La luna derramaba su luz de plata sobre el patio, cuando Don Manuel dispuso la catrera pegada al
gallinero. Miró hacia el interior y pudo ver a las aves durmiendo sobre los palos. Tenía unas 20
gallinas y viéndolas así quietas, bañadas por la luz plateada, recordó con nostalgia cuando cada
mañana apenas el gallo cantaba, recorría otro gallinero con su madre; recordó la sorpresa de
encontrar aquellas cápsulas coloradas que descansaban en nidos de paja, la maravilla de verlas
abrirse sobre un plato, con aquel círculo rojo flotando en medio de un líquido viscoso de color
ámbar. El milagro de ser luego merengues, tortas, ensaladas y sintió sus ojos humedecerse.

La noche estaba tibia así que, recostado sobre la cama boca arriba, contempló los cielos. La Vía
Láctea trazaba su brazo luminoso sobre un manto negro; se entretuvo un rato adivinando
constelaciones, imaginando otras, hasta que Morfeo le fue cerrando los párpados y soñó con gallinas
de plumas blanquísimas y de crestas coloradas, con estrellas brillantes que surcaban los cielos
dejando una estela plateada tras su deambular. Soñó con las manos de su madre batiendo las claras
de los huevos, con tortas doradas como el sol cubiertas de un néctar dulcísimo y se vio abriendo su
boca para probar un bocado, cuando escuchó la voz de su madre, ¡Manuel, Manuel!, y abrió los ojos.

Recortando un cielo tímidamente celeste, distinguió el rostro del Abuelo, el rostro de Marisa que lo
sacudían y decían; ¡Manuel, Manuel, te acorda Manuel, te acorda! Se irguió de la catrera
sobresaltado con el sueño aún pegado a sus párpados y entonces, sin comprender nada, se vio
sentado sobre su catrera en medio de la calle, en medio de aquella calle de tierra que poco a poco
los rayos del sol iban inundando; en medio de la calle, lejos muy lejos, del gallinero.

Epílogo.

Esa tarde antes de desarmar el gallinero, Manuel recorrió por última vez los nidos vacíos, cubiertos
de plumas y en uno de ellos encontró cinco huevos. De gallinas, nunca más quiso saber.

César.
El homenajeado

Cuando el Abuelo vio a lo lejos a Don Castro tratando de enderezar sus pasos, supo que apenas lo
reconociera se acercaría a pedirle dinero. Imaginó de antemano aquel aliento rancio, los ojos rojos y
esas manos pegajosas tratando de apoyarse en sus hombros; imaginó cuanto le costaría repetirle
por millonésima vez que no le daría dinero, que por muchos años le había auxiliado con cuantiosos
préstamos bajo promesa de pronta devolución y que no había recibido ni un centésimo a la fecha.

En verdad el Abuelo sabía que Don Castro jamás le devolvería un peso; le daba dinero por dos
razones, por no saber decir ¡NO!, y porque era un correligionario político. Pero había una tercera
razón, y era que en verdad lo apreciaba. Un aprecio que arrastraba desde otra época, una época en
que juntos trillaban los barrios soñando sueños con otros trabajadores. El sueño de un mundo
mejor, equitativo; el sueño donde todos tuviesen las mismas oportunidades, el sueño en donde “ya
los hombres no serían lobos de otros hombres”.

¡Abuelo, Abuelo!, ¿cómo anda?, le gritó Don Castro mientras levantaba su brazo y se encaminaba
errático hacia él.

El Abuelo se detuvo en seco y lo esperó con la mano extendida tratando así de mantener la
distancia. Cuando Don Castro alcanzó su destino luego de un sinuoso andar, no solo le tomó de la
mano, sino que también le entornó el otro brazo sobre la espalda y le propinó un fuerte abrazo. El
aroma dulzón y ácido del vino fermentado penetró irritante por las narinas del Abuelo. Aquel
borracho empedernido expulsaba por cada poro de su piel, por cada fibra de su ropa aquel aroma a
vinagre.

¡Abuelo, Abuelo, que gusto verte, justo venía pensando en vos, no sabes, la Negra está embarazada,
una locura, está embarazada ya como de 6 meses y me dice que es un varón, te imaginas, ¡un
varoncito a mis 40 años!

El Abuelo quedó petrificado, sabía que aquel borracho había engendrado en aquella mujer una
chorrera de hijos, sabía de las penurias, de la miseria en que vivían. Sabía que con el dinero que
ganaba con el oficio de zapatero, apenas lograba parar la olla y, cuando lograba juntarse con unos
pesos, los dilapidaba en noches de juerga por los bares malolientes de los suburbios.

¡Qué bien, te felicito!, respondió sin mucha convicción; el ebrio prosiguió.

¡Una locura, pero gracias!, ¡Cuando me lo contó la Negra le dije, si es varón le vamos a poner el
nombre del Abuelo, porque el Abuelo siempre ha estado con nosotros en las buenas y en las malas,
porque es un justo homenaje a este gran amigo, más que un amigo un hermano!, y mientras lo decía
su voz se quebró.

El Abuelo sintió que se le armaba un nudo en la garganta y mientras Don Castro le humedecía con
sus lágrimas el cuello del saco, entornó sus brazos sobre el borracho y le correspondió el abrazo.
3

Durante las semanas siguientes, Don Castro desarrolló una especie de sexto sentido, el cual le
permitía adivinar cuando el Abuelo emprendía alguna caminata por aquella calle de la cual un poeta
dijo una vez, ¡larga, larga, larga como esperanza de pobre! Y larga era, pero no tan extensa como
para que Don Castro no se topara con el Abuelo cada dos o tres días.

No importaba cuan intensa fuera la curda de aquel individuo, a pesar de su andar errático, así como
el vuelo sinuoso pero certero de una polilla, alcanzaba su objetivo. Y como polilla que era, le
devoraba los bolsillos al Abuelo.

¡No sabe cómo creció la panza, su ahijado será grandote!, le decía, ¡Mire Abuelo, yo sé que usted no
es religioso, pero la Negra quiere que sea el Padrino de su tocayo, por eso lo de “su ahijado” !,
agregaba; y el Abuelo desembolsaba los préstamos requeridos, no sea que le faltase algo a la
embarazada y a su homenaje por nacer.

Un día Don Castro desapareció. Al principio el Abuelo no notó esa ausencia, pero luego de caminar
por la larga calle varios días seguidos, sintió que algo andaba mal. Meditó, meditó, y el rostro de Don
Castro se delineó en su mente, ¡Don Castro, el bebé!, exclamó en voz alta en medio de la calle para
sorpresa de otros transeúntes. Decidió entonces, sumamente preocupado, concurrir a la casa de su
amigo para enterarse de lo que había sucedido.

Una tardecita de marzo, cuando el calor se había aplacado un poco, el Abuelo emprendió el camino
hacia la casa de los Castro. Hacía años que no caminaba por aquel barrio, lejos del centro y cortado
por las vías del tren. Le costó ubicarse, en pocos años se había poblado en sobremanera con gente
que huía de las carestías del sur. Casas de madera, de costaneros de pino, de tacuaras y barro, casas
de chapas de zinc oxidadas, de cartones, calles plagadas de niños barrigones y perros sarnosos, con
aguas servidas que corrían por canales abiertos en medio de las intrincadas callejuelas. Le embargó
una profunda conmiseración, él mismo había crecido en una pobreza similar, él mismo había sido
uno de aquellos niños barrigones, chapuceando en medio del barro detrás de una pelota.

En un recodo de las vías del tren se ubicaba la vivienda que buscaba, la reconoció porque era una de
las pocas de material. Se recordó ayudando a otros compañeros a levantarla para apoyar al
compañero Castro, zapatero de profesión. Él había contribuido más que nada en administrar los
magros fondos de las donaciones, de comprar los materiales y en más de una ocasión había
agregado dinero de su bolsillo para pagar alguna cuenta. Nunca se lo dijo a nadie, claro está, era
preferible que todos se admiraran del sacrificio colectivo, de que juntos podrían alcanzar grandes
cosas.

Observó por un instante la vivienda antes de palmear las manos sobre el portoncito de fierro y
alambre que daba acceso al terreno. Notó que la estructura original se mantenía inalterada, el
revoque acusaba algunas fisuras y la pintura desconchada saltaba en varios sectores, sin embargo,
como si fueran abscesos, se le habían adosado otras estancias en madera, seguramente dormitorios
para dar cabida a los hijos que fueron llegando.

Palmeó las manos, y un perro se acercó meneando la cola. La puerta se abrió y reconoció a la Negra
que lo miraba con los ojos entrecerrados para verlo mejor. ¿Abuelo?, gritó desde el umbral,
¿Abuelo, e o sinhor?, preguntó, aunque la entonación de su voz se asemejó más a una exclamación
de sorpresa. ¡Pase, pase, nao se faca drama que o cachorro e mais bom que o pao, pase, seja bem
vindo! El Abuelo desplazó el chirriante portoncito y se encaminó hacia la casa cortejado por el perro.

Cuando alcanzó el umbral, la Negra lo recibió con un beso, hacía años que no la veía, y esos años le
habían aumentado el peso y poblado de canas las motas, pero aún conservaba esa sonrisa amplia,
poblada de dientes bien formados y blanquísimos. ¡Abuelo, Abuelo, tanto tempo, eu sempre
perguntaba ao Castro pelo senhor, más pase e sente-se por favor, saiba desculpar a bagunca, estaba
amamentando o bebé!

El Abuelo esbozó una sonrisa mientras penetraba en aquella sala en penumbras, dominada por un
sillón tapizado en rojo y con un coche de bebé a su lado.

¡Bueno!, justamente Don Castro me ha mantenido al tanto del embarazo, pero hace unas semanas
que no lo he vuelto a ver y supuse que sería por el advenimiento de la criatura, ¡Así que decidí pasar
a darle mis saludos y a conocer al bebé!
La mujer lo miró atónita. ¡Este, bom, ja tem como 6 mes!, le dijo, ¡mais obrigado, venha! La negra
tomó a la criatura envuelta en unas sábanas y se la acercó mientras las descorría. ¡Olha que linda
Abuelo, o nome dela e Marisa, como a minha mae! El Abuelo sintió que su estómago se contraía
mientras se descubría ante él una hermosa niña, de cachetes inflados, tez morena y grandes ojos
negros. Sus ojitos vivaces lo miraban con curiosidad.
¿Y Don Castro?, alcanzó a gemir el Abuelo. ¡Castro, o Castro faz meses que se foi das casa, eu nao
aguentaba mais as “borracheras” dele!, ¡Está morando la no Povo Novo!

El Abuelo ya no logró escuchar más; volvió a felicitar a la Negra por la hermosa bebé, le dejó unas
batitas para recién nacido que había comprado para su ahijado y escapó de aquella casa. Caminó por
las calles fangosas un tanto aturdido y desorientado, hasta que una pelota le llegó rodando a sus
pies, ¡Pateia a bola velho, chuta a bola, le gritaron unos niños descalzos, ¡Pateia a bola!, mientras
otros le rodeaban y le pedían una moneda.
Recorrió con sus manos los bolsillos y se topó con el sobrecito con dinero que había traído para el
bebé; había salido tan desconcertado que olvidó entregarlo. ¡Tem uma moedinha!, le exigían. El
Abuelo los miró desde muy lejos, sus rostros sucios, sus vientres abultados, las piernitas brutalmente
delgadas; entonces les entregó el sobre y hundiendo sus manos en los bolsillos se encaminó hacia las
vías.

César.

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