Viaje a Nadsgar I. Con el diablo no se juega
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Prueba feaciente de que estamos bloqueados es que me he puesto a escribir un estúpido diario. Quizás, la respuesta a todo resida en Mely. Una muchacha tan bella como misteriosa que parece ser la pieza que completa este extraño puzle… Sin embargo, dicen que cuando el amor puede más que la razón hasta la mente más fría termina cayendo y juega con el diablo."
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Viaje a Nadsgar I. Con el diablo no se juega - Alejandro Barrero Santiago
Prólogo
Los sueños. Hay quienes —entre los que gozan de la suerte de recordarlos— los dejan pasar, sabedores de que no son más que delirios de un subconsciente cansado a lo largo de un duro día. Hay quienes los retienen en su mente, creyendo que se trata de algo, de un indicio, de una profunda alegoría, de una tenue señal que irradia la luz del conocimiento sobre el lúgubre sendero de la vida.
Nos remontamos siglos atrás, a un lugar cuyos orígenes fueron olvidados por los hombres, a una Edad Media Fantástica cuyo esplendor se sumergió inevitablemente en el profundo océano del tiempo. Allí, un joven se ve forzado a refugiarse en el monasterio de Roquel, escapando del hombre que asesinó a su madre. Cuando todo parece indicar que podrá rehacer su vida, en el momento más inesperado, un oscuro sueño que anuncia una extraña profecía cambiará todo por completo.
Ya no quedan hombres que crean en el destino. Ya no quedan hombres que busquen la verdad. Ya no quedan hombres que interpreten los sueños. Todo parece un perturbador cúmulo de casualidades, hasta que Árator de Kellville averigua que todas ellas tienen un terrible punto en común. El señalado por las profecías ha despertado.
Para él es fácil obrar el bien; lo difícil es determinar en qué cara de la moneda se encuentra este.
El tiempo se agota y hay que unir todas las piezas. La clave para resolverlo parece residir en Mely, una muchacha tan hermosa como misteriosa que oculta un gran secreto. Cuando el amor puede más que la razón, los principios más profundos se pueden romper con facilidad y hasta el señalado por las profecías termina cayendo… y juega con el diablo.
Image 15Aquí comienza Con el Diablo no se juega, la primera parte de Viaje a Nadsgar. Prepárate para vivir la historia de una insaciable búsqueda. La historia de aquel que se decidió a actuar. La historia de la forja de un mito.
Querido lector:
Debido a la cantidad de personajes que encontrarás en esta novela, en uno de los anexos del final, hallarás un pequeño diccionario, por si algún nombre se te olvida.
Asimismo, encontrarás un anexo llamado «Lenguaje Arcano» en el que podrás consultar algunas palabras proferidas en dicho idioma.
Estos dos anexos, junto al mapa que acabas de ver, harán que tu experiencia con esta novela sea mucho más gratificante.
Espero que te guste.
1. Historia de taberna: Para amenizar la velada
Os voy a relatar una historia que se lleva contando desde hace unos cuatro años en nuestro condado. Es corta, pero a la gente le gusta. Señor Belgarf, os la dedico a vos, pues en ella aparece también un hombre llamado Belgarf. De hecho, ese Belgarf también es de nuestro pueblo y tiene un hijo que, casualmente, se llama igual que el vuestro. Se podría decir que sois vos en persona. Pero no os preocupéis, pues los bardos y juglares que necesitan llamar de alguna manera a personajes de los que no conocen ni nombre ni descripción, suelen tomar prestada la identidad de algún vecino del condado. Así que no busquéis relación alguna con vuestra persona en la historia. De hecho, incluso yo mismo aparezco en ella perfectamente descrito. Empiezo, así que prestadme atención.
Todo ocurre hace unos años en el pueblo de Kellville, que, para quienes no lo sepáis, es prácticamente, al igual que la mayoría de los pueblos de Oquién, una pequeño núcleo amurallado. No penséis que se trata de un pueblo pequeño de mala muerte escondido entre las montañas. Bien es verdad que, debido a su situación geográfica, fue el último pueblo en el que el monarca Johan el Nigromante puso sus ojos a la hora de terminar la invasión, pero eso no significa nada.
Aquella tarde de otoño era una tarde seca, muy seca, con el cielo anaranjado, como todas. Últimamente, todas las tardes eran iguales, calurosas y rutinarias. Y no solo las tardes, sino que todos los días resultaban iguales para Foss. Todos los días la misma rutina: se iba a cazar al bosque por la mañana y ayudaba a su madre por la tarde. Era cíclico y demoledor.
Foss era un muchacho que rondaba los catorce, con el pelo castaño liso, no muy largo, nariz pequeña y fina y ojos verdes pardos. Durante su infancia, Kellville, situado a los pies de las Nevadas, había sido un lugar de ensueño.
Ahora poco quedaba ya de aquello. Desde que su padre murió en la guerra ya nada era igual: su casa, su forma de vida, sus quehaceres… todo había cambiado. Pero no. Su padre no murió en la guerra. ¡A su padre le asesinaron injustamente durante una guerra que ni le iba ni le venía! O eso se decía Foss cada vez que pensaba en ello. Al principio no podía pensar en otra cosa, pero la verdad era que con los años las heridas se iban cerrando, a pesar de que algunas dejaban una cicatriz de por vida. Antes, tenía a su padre presente en todo momento; ahora, ya no se acordaba tan a menudo de él, pero no le había olvidado en absoluto. Hacía ya seis años de aquello, pero él lo recordaba como si acabase de ocurrir apenas hacía unos días.
Su padre no era más que un humilde agricultor con unas humildes ganancias con las que mantenía a su humilde familia a pesar de los impuestos, que se dispararon al inicio de la guerra. Pero los dioses le quisieron castigar. Quizás para acabar con su dura vida, para librarle de su molesta carga terrenal. Quizás por algún pecado cometido que Foss desconocía o, quizás, simplemente, por voluntad divina.
El caso era que Foss todavía tenía pesadillas con el día de su muerte. Con el día en el que él se quedó huérfano y su madre viuda. El día en el que se quemó su casa. El día en el que su vida dio un giro completo para mal. Tal giro que todavía Foss seguía mareado.
Foss se cargó la leña al hombro, absorto en sus pensamientos. Caminaba con su madre, Marie, por un pequeño sendero que atravesaba el bosque. En otoño la madera tenía una gran demanda para las construcciones, pues los trabajadores rendían más al calor del sol otoñal que ante las gélidas caricias del invierno; y en las épocas frías del año, se precisaba para calentar los hogares. Todo ello tan solo significaba una cosa: trabajo para todo el año talando árboles.
Foss miró al sol, que ya se ponía en su ocaso. Debían apresurarse a llevar los leños a la caseta del bosque que servía para almacenar madera, y debían acabar antes de que anocheciese.
—Foss, hijo, ¿te pasa algo? —le sacó su madre de sus cavilaciones—. Te veo alicaído.
—No es nada, madre —respondió el muchacho sin mucho entusiasmo—. Simplemente, pienso en mis cosas para que el camino no se me haga tan pesado.
—Sabes que no deberías cargar tanto siendo tan joven —comentó Marie mirando los dos fardos de troncos que portaba—. Sabes que no tienes por qué estar aquí. El señor Belgarf no nos exige aún que trabajes.
—Lo sé, madre, pero tú sola no puedes llevar todos estos leños a la caseta.
Guardaron silencio y siguieron caminando por el sendero del bosque Nord Calium. Desde que su padre no estaba en casa, él y su madre se mantenían como podían.
Su padre. Ya había vuelto a aparecer en sus pensamientos. Por más que lo intentara, jamás podría dejar de pensar en él y en su vida… y más aún en su muerte. Dio una fuerte patada a un guijarro y miró cómo rodaba por el suelo arenoso antes de meterse entre la maleza de un lado del sendero. Sabía que no debía preguntar, pero no podía seguir en silencio durante todo el camino mientras el anhelo y las dudas le penetraban como fríos puñales clavándose en su cuerpo.
—Madre, ¿te sigues acordando de él?
Ella perdió su mirada al oír la pregunta. Foss, que la conocía bien, esperó pacientemente. Sabía que era una pregunta que no le hubiese gustado que formulara; pero necesitaba oír la respuesta. Necesitaba oírla una vez más.
—Hijo, te he dicho muchas veces que no me olvidaré de él nunca —le miró a los ojos. Su madre le sostenía la mirada con firmeza—. Además, creo que acordamos no sacar el tema.
—Perdona, madre… pero no puedo dejar de pensar en él.
—Sé que es difícil —continuó ella, mirando hacia otro lado—. Aun con el paso de los años es imposible olvidarle, y más en nuestra situación. De momento, concéntrate en no dejar caer los leños y olvida por hoy esas angustias que te carcomen.
Estaba seguro de que, por muy fuerte que intentase parecer su madre, ella sabía tan bien como él que una familia sin un hombre que los alimentase y protegiese no era una familia. La suya se derrumbó junto a su padre.
Ahora se encontraban en el estrato más bajo de la sociedad, junto a ladrones, vagabundos y mendigos. No eran vagabundos, vivían en una casa; no eran ladrones, trabajaban para comer; tampoco esclavos; eran libres, pero pobres.
—Lo siento, Foss, ya sé que es muy duro continuar —finalmente, tras un largo silencio, su madre siguió hablando al borde del sollozo—. Para mí también es prácticamente imposible vivir sin él.
Se le escapó una lágrima que resbaló hasta su barbilla. Foss posó los maderos en el suelo y abrazó a su madre.
Se quedaron unos momentos así, conscientes de que solo se tenían el uno al otro, y luego siguieron caminando cuesta arriba en dirección a la caseta del bosque.
Mientras caminaban, Foss empezó a evocar la trágica noche en que lo perdió todo.
Su padre había recibido una misiva, al igual que todos los hombres en disposición de luchar de Kellville, para unirse al ejército del regente Aliq, que se oponía a las fuerzas enemigas que presionaban desde el sur. El reino estaba derrumbándose por momentos y el regente, a falta de hombres, mandaba armamento a las distintas ciudades y aldeas para que pudieran defenderse junto a los pocos soldados que había en cada lugar.
Por suerte para los ciudadanos de Kellville, su difícil acceso debido al terreno montañoso había hecho que el nuevo monarca, Johan el Nigromante, hubiese decidido tomarla una vez que se proclamó vencedor, tras nueve años de campaña en su lucha por el trono. Desde la inesperada caída del antiguo rey de Vinorg —de quien más tarde se supo que había muerto a manos de su hermano menor, el propio Johan—, los ataques al reino habían sido constantes y el regente Aliq no tuvo tiempo de reorganizar a sus hombres para una buena defensa. Johan partió a Riarda, un reino vecino ubicado al norte de Vinorg, en busca de un ejército, y logró conquistar Vinorg en tan solo nueve años.
Aquella misma mañana, un emisario acababa de repartir los uniformes que faltaban por las granjas de las afueras del pueblo. Después de tantos años de guerra sin afectar demasiado a los habitantes de Kellville, la noticia de que un ejército iba a entrar en el pueblo para terminar la conquista sorprendió a todos. A pesar de que en el reino había caído el regente, ahora exiliado, Aliq les pedía que luchasen.
Foss recordaba muy bien la cara de su padre al ver el uniforme: estaba asustado. Él nunca había visto a su padre asustado. Por esos tiempos, para él su padre era como un dios, un verdadero jefe de guerra inmortal que iba a luchar valientemente contra los enemigos, obteniendo una segura victoria. Desde ese día, Foss empezó a vivir dentro del mundo real mucho antes que el resto de los niños.
Durante esa noche ocurrió todo. Los soldados de Kellville no esperaban ningún ataque en, por lo menos, tres semanas. De todas maneras, ante la imposibilidad de hacerse con la victoria, pensaban rendirse en cuanto se les diese la menor oportunidad.
Los soldados enemigos, sabedores de la débil infantería con la que contaba el pueblo, irrumpieron en él.
Alguien asesinó a los guardias de los portones desde dentro, permitiendo la entrada al ejército del rey. Una vez dentro, quemaron las murallas de madera y todo lo que se les puso de por medio. Tanto los nuevos soldados, que cogieron sus recién adquiridas armas y se unieron al resto, como los soldados de profesión, intentaron inútilmente hacer frente a los guerreros enemigos. A estos, en su gran parte veteranos, no les costó mucho deshacerse de un grupo de aldeanos con una fina protección de cuero y de un reducido número de guardias a cargo de un capitán que cayó muerto al inicio del asedio.
Foss y su madre estaban atemorizados dentro de su casa, al igual que todas las mujeres y niños. Su padre había salido junto al resto de vecinos para intentar expulsar al enemigo. Estaban en silencio, escondidos bajo una mesa, escuchando aterrados los chillidos que se oían fuera, cuando alguien llamó a la puerta con frenesí.
Madre e hijo contuvieron la respiración. Pasaron cinco largos segundos y volvieron a llamar más fuerte.
Ninguno se movió. Volvieron a llamar, esta vez un poco más fuerte. Entonces una voz familiar habló en voz baja.
—¡Abridme!
—Es padre quien trata de entrar —reconoció Foss la voz—. ¡Rápido, hay que abrirle!
—¡¡Abridme, rápido!! —insistió su padre aporreando la puerta—. ¡Abridme!
Foss tardó unos segundos en reaccionar, pero rápidamente se lanzó a abrir la puerta al oír la voz de terror de su padre. Abrió. Entonces todo sucedió muy deprisa. Su padre estaba moribundo, con la cara manchada de sangre. A Foss le costó comprender que esta fuese suya, pero así era. Estaba de pie, delante de la puerta; agarraba con una mano temblorosa una espada ensangrentada mientras que con la otra sostenía un escudo. Le miraba con horror. Fue a abrir la boca para decirle algo cuando su padre puso los ojos en blanco al mismo tiempo que una punta de flecha, que había atravesado la protección de cuero, emergía de su vientre. Se desplomó en el acto.
Su madre chilló. Foss chilló a su vez. Pudo ver, detrás de su padre caído, un guerrero enemigo ataviado con un uniforme riardano. Entre sus manos temblorosas sostenía un arco y en su cara se dibujó lentamente una mueca de miedo y satisfacción que formaba una expresión que Foss no había podido olvidar todavía y dudaba de poder hacerlo algún día.
Seguramente, a juzgar por su edad, se trataría de un soldado recién enrolado que saboreaba su primera víctima.
Tendría apenas unos quince años y, por su reluciente armadura ligera y sus botas con espuelas, se podía adivinar que se trataba del hijo de algún noble que había perdido su caballo en la lucha. Un futuro soldado que venía a arrasar un pueblo para iniciarse en el arte de la guerra matando indefensos campesinos. Hubiese pasado por un chico, dentro de lo que cabía, normal, de no haber sido por sus ojos, de un amarillo reluciente. Foss contempló a su padre en el suelo sin saber cómo reaccionar. Alzó su mirada y sus ojos se encontraron con dos puntos amarillos.
—No creas que he terminado, pequeño —el soldado le miró sonriendo. Acto seguido señaló a la casa—. ¡Prendedla fuego!
Cinco soldados que se encontraban junto a él entraron vociferando, alzando sus espadas ensangrentadas agresivamente. Violentamente, echaron a Foss y a su madre de la casa y, sin más dilación, la prendieron fuego con unas teas. No les dieron oportunidad de liberar a los animales ni de sacar sus pertenencias. Seguidamente, fueron a la parte trasera de la casa e incendiaron los campos de trigo. Fos miraba atónito cómo se quemaban sus cosechas, su casa, su infancia y su hogar.
—Echad al hombre dentro —ordenó el pequeño noble mientras se ajustaba un guantelete de cota de malla.
—¡No! —Marie corrió hacia el noble, llorando—. ¡Dejadme enterrar su cuerpo! ¡No le queméis, por favor!
Se tiró a las rodillas del chico y estalló a llorar con fuerza.
—¡Por favor!
—¡Sujetad a esta zorra! —el noble le propinó una fuerte patada.
Dos de los soldados sujetaron a Marie y a su hijo mientras los otros, no sin dudar, arrojaban a su padre al interior de la casa para que ardiera con ella.
—Traedme un caballo —ordenó el chico de los ojos amarillos mientras contemplaba con una clara satisfacción en el rostro el fuego que consumía la vivienda—. Y démonos prisa, todavía queda tiempo antes de que la diversión termine.
Dicho esto y una vez que tuvo un caballo, el noble y sus hombres se alejaron, dejando a Foss y a Marie llorando arrodillados frente a su hogar. Dos horas después de aquello, Kellville deponía las armas y se sometía a los riardanos.
Hacía ya mucho de aquello.
El sol se empezaba a fundir con el horizonte, habían llegado ya a la cabaña de madera donde el señor Belgarf tenía su almacén, en el interior del bosque.
—Juraría que la última vez dejé el candado puesto y, si no, debería estar en su sitio —Marie rebuscó debajo de una piedra grande—. Estoy casi segura.
—No te preocupes, madre. Vete a casa y descansa, que yo me quedo aquí y me encargo de buscar el candado. Seguro que ayer con las prisas lo dejaríamos por ahí tirado entre las hierbas.
—De acuerdo, hijo —le miró agradecida—. Pero no te entretengas, anochecerá en breve.
—Tranquila, no temo a los lobos.
—Aun así, ten cuidado. Nunca se sabe.
—Lo tendré, madre —insistió cansado—, lo tendré.
Foss la despidió con la mano según se alejaba y se dispuso a buscar el candado.
Tras media hora de búsqueda, cuando la luz del sol se hubo extinguido del todo, se sentó en el pedrusco a descansar. Más le valía encontrar ese candado porque, si no lo encontraba, el señor Belgarf echaría la culpa de todo a su madre y lo pagarían caro.
Descansaría un rato y luego seguiría buscando. Después de todo, era de noche y al día siguiente tenía que madrugar. Cerró los ojos y se relajó. «Sólo serán unos minutos», se dijo a sí mismo.
Entonces, pasados unos segundos, algo le sacó de su estado de reposo. Parecía un zumbido. «El zumbido de una maldita abeja», adivinó, «ya se irá». Continuó sin darle mayor importancia hasta que llegó un momento en el que no estaba dispuesto a seguir escuchándola. Abrió los ojos y buscó el origen del zumbido. Sus ojos se posaron sobre una telaraña entre dos ramas de un árbol.
Una abeja que se había retrasado mientras volvía a su colmena se retorcía impotente, atrapada entre las redes que no había visto por la oscuridad. En ese momento, una araña negra y gorda empezó a avanzar hacia su presa.
Foss observaba la escena con una mueca, no le iba a gustar demasiado el espectáculo. Aun así, lo contempló en silencio. Entonces, cuando la araña iba a morderla, la abeja dobló su abdomen y la picó. La araña se quedó quieta, con el aguijón clavado. Sus patas se despegaron una a una de la telaraña y cayó. Se quedó allí, muerta, colgando de un hilo.
Foss la miró unos instantes mientras recapacitaba. La abeja había dado su vida para acabar con una araña que seguramente cazaba varias abejas al día, evitando así la muerte de las que pudiesen caer el día siguiente. A pesar de que hubiera muerto de todos modos, el insecto había escogido un camino bastante noble.
Mientras pensaba en eso, varias arañitas intentaban acercarse al cadáver de la abeja. Entonces, sin saber por qué, alargó la mano y cogió a la abeja por las alas. Quizá fuese porque, metafóricamente, él también se sentía atrapado en la red de la sociedad, que jugaba con él y con su madre esperando a poder morderles mientras ellos no podían evitarlo.
Se sentó otra vez en el pedrusco y contempló en su mano el cuerpo del insecto, que aún se movía, lo cual le sorprendió, ya que normalmente las abejas no tardan en morir al desprenderse de su aguijón.
Decidió envolverla en una hoja y ponerla sobre una piedra, a modo de pequeña honra fúnebre. Hacía seis años que había comprendido que todos tenían derecho a ser enterrados. Era cierto que una abeja formaba parte de una cadena alimentaria y que, al salvarla a ella, estaba dejando sin cena a las arañitas; pero ese día bien podía hacerse una excepción. Le llevó unos minutos buscar una hoja apropiada para la abeja pero, finalmente, encontró una y la dejó envuelta en ella sobre una roca. Al darse cuenta de que enterrar un insecto no le iba a llevar a ningún lado, continuó buscando el candado.
Después de otra media hora de búsqueda, dio fin a sus esfuerzos y atrancó la puerta con un madero. Era cuestión de tiempo que el señor Belgarf se percatase de aquello.
Se alejó por el camino del bosque pensando aún en la abeja y más aún en los lobos que bajaban hambrientos de las montañas. En cuanto al candado, el día siguiente sería un nuevo día.
2. Historia de taberna: Lo que dicen que ocurrió
Foss llegó frustrado a casa. Ese día la caza había sido nefasta. Marie se acercó a él en cuanto le oyó llegar.
—No ha ido bien, ¿verdad? —preguntó mientras Foss cerraba la puerta.
—No —le enseñó las manos vacías—. Nada.
—Está bien. No te preocupes —se dio la vuelta hacia la única mesa de la casa, en la que había un viejo frutero con un par de manzanas y otras piezas de fruta—. Esta tarde tengo que ir a limpiar la casa del señor Belgarf y así conseguiré unas monedillas de cobre extras. Lo mejor de todo es que no hace falta que vengas.
—¿Estás segura? Limpiar una casa no es nada fácil y menos aún la gran casa del señor Belgarf.
—Sí, sí. No te preocupes —se le dibujó una sonrisa en los labios—. Hoy puedes ir a escuchar las historias de ese amigo tuyo de la pata.
—¿Te refieres a Fábulo? —Foss se puso serio—. Sabes que no me gusta que le llames así.
—Sí, cariño, nunca me acuerdo de su nombre —respondió Marie distraída, mientras le miraba con una sonrisa inocente—. No lleva mucho en el pueblo. De todas maneras, hoy deberías descansar un poco. Mañana me tienes que ayudar con la leña y tienes que estar despierto.
—Vale, regresaré a la hora de cenar —aceptó finalmente Foss.
—De acuerdo, diviértete, que falta te hace —le despidió mientras le daba un sonoro beso en la frente.
Era la hora en la que Fábulo contaba sus historias de cuando estuvo en la legión. Muchos chicos de Kellville iban a escucharle antes de ir a comer y, aunque tenía menos tiempo que ellos, Foss iba siempre que podía. Le gustaba mucho ver a Fábulo contando sus historias con ese énfasis y ese brillo en sus ojos negros. Él era un malhablado guerrero ya retirado. El hombre practicaba mañanas y tardes con los chiquillos para luego ganar algún dinerillo en las tabernas por las noches. Hacía treinta y nueve años —fecha en la que siempre insistía— que luchó en las guerras del lago Uranto, y había llegado a ser de los mejores guerreros de su tiempo. Sin embargo, debido a sus tullimientos tuvo que dejar el ejército y dedicarse a contar sus aventuras de pueblo en pueblo a cambio de un puñado de monedas. Siempre solía quedarse unos meses en cada pueblo. Por lo menos hasta que se le acababa el repertorio y se veía obligado a trasladarse.
Era un hombre delgado aunque con mucha musculatura, según él ablandada ya por los años sin ejercicio. Pero, a decir verdad, cualquiera que se fijase un poco más allá de su apariencia, que dejaba ver algunos rasgos seniles como su grisáceo pelo, podría decir que seguía en forma. Una tremenda cicatriz de guerra le iba desde el ojo derecho a la parte izquierda de la barbilla pasando por debajo de la nariz. Aquella era su seña más distintiva, o al menos la más admirada por los chiquillos, ya que en los tiempos que corrían las cicatrices y mutilaciones no eran más que méritos de guerra y signos de hombría. Fábulo tenía un rostro anguloso y curtido, presidido por una nariz fina y recta. Su pelo, que alguna vez fue de un negro oscuro, era abundante y le llegaba por los hombros. Por último, Fábulo tenía una pierna de madera en lugar de pierna derecha. Esta comenzaba debajo de su rodilla y, aunque lo trataba de disimular usando botas altas, su cojera no pasaba desapercibida a nadie. Cualquier hombre con una pierna de madera usaría una muleta para ayudarse a caminar, pero fue siempre tal el orgullo de Fábulo que aprendió a moverse con bastante soltura.
Cuando narraba sus aventuras, Foss se imaginaba convertido en un guerrero en las batallas de Fábulo, matando enemigos y dragones, siendo aclamado con vítores por sus compañeros, sacando a su madre de la miseria y habitando en un castillo y… muchas otras cosas; pero luego volvía a la realidad.
Ese día, Fábulo se disponía a narrar el origen de la Guerra Negra, nombre que había recibido la guerra que el rey Johan emprendió durante nueve años para conquistar Vinorg. Ya la había contado muchas veces, pero nadie decía nada; simplemente disfrutaban al ver al guerrero tan volcado y escenificando. Para Foss era la séptima, pero esa historia en particular era su preferida, así que se dispuso a escucharla. Fábulo estaba en la Plaza Mayor, cuyo centro estaba ocupado por un gran árbol. Se encontraba sentado en un banco de piedra de forma circular, a modo de anillo, que rodeaba al árbol. Ya se había hecho bastante popular entre los muchachos que acudían a verle y entre la gente cuyas casas daban a la plaza, que muchas veces se quedaban en los balcones escuchando los relatos. Fábulo se aclaró su potente voz y empezó a narrar.
—Bien, escuchad con atención. ¿Os he contado alguna vez el origen de… —continuó con un cierto tono de misterio— la Guerra Negra?
—No, qué va —mintieron todos.
—Bien, pues escuchadla atentamente, ya que es una historia que pasará a la Historia —dijo riéndose de su juego de palabras—. Esto me recuerda a cuando el general Moifás…
—Fábulo, comienza ya —dijo uno—. Que al final te vas por las ramas.
—Bien, bien… Diablo de chico con las prisas —masculló—. ¿Por dónde iba?
—No habías empezado —le ayudó Foss.
—Foss, no te había visto venir —Fábulo se llevó la mano a la frente, a modo de saludo militar.
—Ya sabes que vengo cuando puedo, capitán —le devolvió el saludo Foss.
Las tardes que no tenía que ayudar a su madre se quedaba hablando con Fábulo y, con el paso del tiempo, se habían hecho amigos. De hecho, Fábulo era el único amigo que tenía. Antes, cuando vivía bien, cuando estaba su padre, tenía muchos amigos; pero desde que entró en esa situación de pobreza, solo veía rechazo. Foss rehuía a los otros chicos en la medida de lo posible, de modo que había pasado a ser una especie de bicho raro.
—Queda disculpado, soldado. ¿Por dónde iba?
—No habías empezado —insistió Foss.
—Pues bien, todo comenzó con el reinado de Leonard el Justo, nuestro antiguo monarca, que, reinando con sabiduría y justicia, llegó a ser tan querido por el pueblo como lo había sido su padre: Asar el Navegante.
»Leonard el Justo tuvo un hijo, y ese nacimiento arruinó los planes de su hermano Johan, que pretendía la corona desde hacía años. Johan era sospechoso de nigromante y Leonard nunca hubiese dejado el reino en sus manos. Al ver frustradas sus aspiraciones al trono, Johan asesinó a su hermano y transformó al recién nacido en un gorrión. Se instaló en Vinorg como nuevo rey pero, ante el rechazo del pueblo, de la mayoría de los condes y del marqués de Riadas del Este, tuvo que huir al norte, a Riarda. Allí se instaló en un clan bárbaro que le dispensó una buena acogida. Gracias a su astucia, el Nigromante logró anexionar algunos otros clanes de hombres del norte al suyo. Pronto se ganó la confianza de todos y, cuando el clan hubo crecido lo suficiente, declaró la guerra a Vinorg.
»Al principio no contó con muchas victorias pero, saben los dioses cómo, contrató mercenarios suficientes para poner en graves apuros al reino. Los bravos soldados vinorgienses defendieron nuestros dominios y nuestra bandera hasta la muerte que, a la mayoría, no les tardó en llegar. ¿Por qué? Porque los condes de Cicea y Luntamborg traicionaron al regente Aliq y se unieron a Johan.
—¿Fue un falk el que te hizo la cicatriz? —interrumpió uno.
—Sí. Siempre hay alguno que me pregunta lo mismo. Estos chicos de hoy en día… siempre en las nubes y no prestáis atención a las cosas importantes. ¡Cuando yo era un mozalbete, como vosotros, bien que se sabía lo que era respeto y obediencia! Nunca hacía falta que nos repitiesen las cosas dos veces —a pesar de las palabras de Fábulo, Foss sabía que en realidad se moría de ganas por contar de nuevo la historia de su cicatriz—. Fue un falk, un maldito hombre león. Son criaturas rápidas y fuertes. Fue una noche de verano en el desierto de Möl. Esos seres ven en la oscuridad como si estuviesen a plena luz del día.
—Yo quiero escuchar la historia de nuevo —insistió una niña ataviada con un vestido verde de lino—. Cuéntala.
—Vale. Puede que la cuente cuando termine con la Guerra Negra. Mmm… ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! El caos y la destrucción se cernieron sobre el reino de manera irremediable cuando cayó nuestra capital, Sifva. Todos los habitantes adinerados ya se habían hecho amigos de los enemigos —escupió abundantemente sobre el arenoso suelo—. Con eso cortaron nuestras posibilidades de ganar para siempre. Sin embargo, todos ellos cometieron un grave error.
Hicieron caso omiso de los rumores. No creyeron que una mítica ciudad amurallada estaba reuniendo fuerzas para oponerse a Johan en algún punto de las montañas Onegas, al sur del reino.
—¿Y tú crees que existe esa ciudad en las montañas Onegas, Fábulo? —preguntó Foss con entusiasmo—. ¿Son ciertos esos rumores?
—Por supuesto, ¡que me parta un rayo! —rió carrasposamente—. Hijo, créeme, si tuviese dos piernas como tú, yo ya estaría allí, te lo aseguro. Su nombre… ¿de verdad no habéis oído mencionar el nombre de esta ciudad? —bajó el tono de voz, haciéndolo audible únicamente para los chicos—. Si escucháis con atención podréis escucharlo. ¿Dónde? Lo oiréis en conversaciones nocturnas en los bajos fondos de las ciudades, a los que nadie presta atención. Os lo dirán los borrachos de tabernas, que hablan más de la cuenta. En los susurros de las criaturas de los bosques y en el trinar de los pájaros se oye este nombre sin cesar. Y, amigos, si alguna vez lo escucháis, estad seguros de su existencia. ¿Os preguntáis aún por el nombre? —su voz se hizo prácticamente inaudible—. Ócrima.
Todos guardaron silencio. Foss repitió para sí lentamente el nombre de aquella ciudad, asimilando la información.
—Dicen que estaba situada en Cacils. Hace siglos fue una ciudad de tantas, hasta que unas pestes exterminaron la zona. Ócrima fue totalmente evacuada y, con el tiempo, cayó en el olvido. Ni siquiera cuando las pestes cesaron y la región volvió a la vida, repararon en Ócrima. Pero se rumoreó que, años después, el regente Aliq, que había oído hablar de la mítica ciudad cuando era un niño, decidió que ese sería el mejor punto estratégico para aguantar al invasor. Dedicó dos años enteros a que sus tropas peinasen las Onegas, hasta que finalmente la encontró. Más adelante contrató a magos y druidas para que desinfectasen completamente la zona y movió allí la mayoría de sus tropas… Aunque eso no es más que una leyenda —añadió, rompiendo el momento de misterio—. Nadie puede asegurar que Ócrima existiese alguna vez. Tampoco que Aliq se exiliase allí. De hecho, lo más probable es que Ócrima, de haber existido, se convirtiese en un nido gigante de grifos.
—¿Os entretiene escuchar a este viejo, que no dice más que sandeces incoherentes? —un muchacho se acercaba acompañado por otros tres—. Además, todo el mundo sabe que ni los falks, ni los grifos, ni la mierda de Ócrima existen. Solo son leyendas vacías.
—¡Bah, calla! Tú no tienes ni edad suficiente para tener opinión propia —dijo Fábulo en un crujido de voz, mirando desde el banco al chico, que le devolvía la mirada con un aire burlón—. Un hombre que ha estado en la guerra sabe de sobra todos los peligros que acechan, ¡y los falks son uno de ellos! Si no, ¡mira mi cicatriz!
—¡Y tú tienes demasiada edad para tener opinión, carcamal! —replicó enfurecido el fornido muchacho, que no estaba acostumbrado a que le llevasen la contraria—. Además, esa estúpida cicatriz te la harías cayéndote por las escaleras de tu casa. Perdón, ni siquiera eso. Tu casa es tan minúscula que no tiene más de un piso… —
con esas últimas palabras del muchacho sus amigos rieron con ganas—. Había muchas casas en alquiler, si no querías alojarte en la taberna muchos meses, y tú fuiste a elegir la más destartalada. ¿Ese es el premio que reciben «los valientes soldados de la legión»? Cuando llegaste pensé que no eras más que un pobre inválido físico… aunque ahora comienzo a pensar que quizás también seas un inválido mental.
Fábulo hizo ademán de levantarse para dar su merecido a aquellos insolentes. Pero los chicos sabían que no lo haría a mucha velocidad por culpa de su pierna. Dos de los amigos del muchacho le sujetaron por los hombros para que este no se terminara de levantar. Fábulo meditó un momento antes de agarrarles a ambos por la pechera para luego ir a por aquel muchacho que hablaba, Tork. Sabía que no podía ponerle la mano encima a ese crío por ser hijo de quien era.
Volvió a gruñir más fuerte y a proferir maldiciones. Tork sabía que había tocado la moral de Fábulo y se sonreía para sí.
—¡Deja de gruñir! —le espetó Tork, no contento con lo que había molestado ya—. ¿Vamos a seguir escuchando a este canalla?
—Claro que no, Tork —respondió uno de sus amigos, deseoso de terminar la faena—. Yo creo que aún no se ha enterado.
—Sí —le secundó otro—, me parece que no sabe que en Kellville está prohibido difamar al rey.
—Ya has oído, basura —poniéndole la pierna en el pecho, Tork empujó a Fábulo hacia atrás haciéndole caer del banco—. No vuelvas a contar historias en las que el rey parece el malo y los soldaditos vinorgienses los buenos… o entonces vendrá mi padre.
Fábulo se golpeó la cabeza contra el árbol al caer. Se quedó en el suelo sin respiración por unos segundos, con los ojos abiertos, antes de empezar a boquear.
—Vámonos, chicos —Tork, ya aburrido, se dio la vuelta—, podemos estar dos días más viendo cómo se levanta.
Se fueron por un pasillo que abrieron los chicos que minutos antes escuchaban a Fábulo. Cuando Tork pasó al lado de Foss le miró con una mueca burlona. Para Tork, Foss era una «presa habitual» con la que gustaba de entretenerse cada vez que le veía, pero ese día ya había tenido suficiente con Fábulo.
—No eres más que un desgraciado —masculló Foss—. Podrías dedicarte a partirte el lomo trabajando como los demás, si tanto te aburres.
Tork no tardó en reaccionar y rápidamente giró sobre sus talones. El puñetazo hizo que Foss cayese de espaldas. En el suelo, recibió una lluvia de patadas de Tork y sus amigos. Pudo notar que sangraba por la boca e intentó protegerse, llevándose las manos a la cabeza.
Los demás contemplaron la escena, atónitos, con demasiado miedo para intervenir. Muchos ya habían regresado a sus hogares. Incluso las personas asomadas a las ventanas que escuchaban las historias habían cerrado los postigos y hacían caso omiso a lo que pasaba allí abajo. «Juegos de niños», decían.
—Y que no se vuelva a repetir —terminó Tork, autoritario, señalando con un rechoncho dedo a Foss—. Vámonos.
Foss se quedó en el suelo, viéndoles marchar mientras se sentía completamente impotente. Tork era mayor que él y mucho más fuerte, lo que le permitía aprovecharse. Era un chico grande incluso para sus dieciséis años. Ancho de hombros y corpulento, tenía la nariz muy respingona y pequeña. Lucía un pelo ligeramente anaranjado y rizado y sus resaltados pómulos, en combinación con su oronda tripa, le daban un aspecto de rollizo cochinillo.
Cuando Tork y los otros desaparecieron, los tres chicos que quedaban ayudaron a levantar a Foss y seguidamente a Fábulo.
—Idos a casa —dijo Fábulo, dolorido. Ninguno de los chicos se movió ni dejó de contemplar al bardo—. ¡Idos ya, diantre, aquí no hay nada que ver!
Sin duda, el empujón de Tork no le había dolido tanto como sus palabras. Foss sentía mucha lástima por el pobre Fábulo. Le dolía ver cómo el valiente guerrero se veía impotente delante de un chico de dieciséis años.
Cuando Foss llegó a su casa, una pequeña morada hecha de madera y paja que contaba con tan solo dos habitaciones, su madre le esperaba con escasa comida sobre la mesa.
—Hijo, te dije que no te retrasaras —le reprochó mientras servía sopa tibia sobre dos cuencos de madera.
—Ya —dijo secamente Foss.
—Y no me has hecho caso —Marie terminó de llenar los cuencos de sopa con un cazo.
—Ya.
—¿Te pasa algo?
—No.
Se sentó a la mesa con la vana esperanza de que su madre no insistiera. Como era de esperar, a Marie le bastó una mirada para percatarse de la herida.
—Pero… ¡por todos los dioses, estás sangrando!
—No es nada.
—Una pelea, ¿verdad? —afirmó, según se giraba para buscar un paño y remojarlo con agua—. ¿Quién ha sido?
—El hijo del señor Belgarf, Tork Belgarf.
—¿Él?… Lo siento, Foss —Marie se quedó callada mientras le humedecía el labio—, ya sabes que no podemos hacer nada contra ese hombre y su familia. Sé fuerte, hijo.
3. Historia de taberna: El amargo final
Esta vez no podía fallar. Debía conseguir cazar algo, por muy pequeño que fuese, para subsistir. Tan temprano, el bosque de Nord Calium estaba repleto de animales que no necesitaban esconderse, a falta de cazadores madrugadores. Ya se había enterado de que, como se temió desde el primer momento, Fábulo había renegado de contar más historias, a menos que fuese en las tabernas y de noche, «cuando los críos del diablo durmiesen».
Tork era lo peor que le había ocurrido nunca. Desde que trabajaba para su padre, Tork se había encargado de hacerle la vida imposible en la medida que había podido. Distraído, Foss cogió una rama del suelo y empezó a blandirla en el aire, a modo de espada.
—¿Así que crees que puedes darme un puñetazo porque eres más grande que yo? —dijo en voz alta mirando a un Tork imaginario—. ¡Pues toma esta, Tork Belgarf!
Gritó mientras daba un mandoblazo al aire con la rama.
—¡Y esta!
Foss empezó a descargar una batería de golpes contra todo tipo de vegetación que se interponía entre él y su rama, hasta que se quedó mirando a una delgada planta que, para su propia desgracia, asomaba por encima del resto.
—¿Te rindes? ¿No? Pues se acabó para ti —dijo Foss mientras daba el golpe final a la planta.
Lanzó la rama hacia la espesura y continuó su camino. Después de andar un buen trecho, contempló de nuevo la vieja caseta cuyo candado seguía sin aparecer. Llegó hasta la puerta y se sentó sobre la gran piedra que siempre habían usado para ocultar el candado cuando no estaba puesto.
Mirando al suelo, distraído, descubrió la hoja que días atrás había contenido el pequeño cuerpo del insecto.
Pero había algo que no terminaba de encajar. Se quedó mirando a la planta, sorprendido de su descubrimiento. La hoja estaba marchitada por completo, como si el sol la hubiera achicharrado. Extrañado, alargó la mano hacia ella con curiosidad y la levantó. La abeja seguía en su interior. Pero algo fuera de lo normal ocurría con ella…
Foss se fijó mejor. La abeja aún se movía. Seguía viva.
Era bastante extraño, por no decir imposible. De todas maneras, bien podía tratarse de otra abeja. Pero, en ese caso, ¿qué había ocurrido con el cadáver de la otra? Sin dejarle seguir recapacitando, la abeja emprendió el vuelo, zumbando alrededor de Foss.
La intentó espantar con las manos nerviosamente. Bien era sabido que las picaduras de abeja eran muy dolorosas, y no quería tener la oportunidad de comprobarlo por su cuenta. Tras unos cuantos manotazos sin éxito, la abeja terminó por salir disparada en otra dirección.
Foss contempló cómo se alejaba a gran velocidad hacia unos árboles. Entonces se le pasó por la cabeza que quizás hubiera algún panal cerca. En su región, Oquién, era raro ver colmenas y la miel era una sustancia muy preciada, pues se daba casi exclusivamente en los territorios de más allá del desierto de Möl. Si Foss lograba descubrir una colmena podría hacer suficiente dinero como para estar varias semanas sin tener que salir a cazar. Sin pensárselo dos veces, el muchacho se encaminó por donde le había parecido ver al pequeño insecto alejarse.
En efecto, varios árboles después, el muchacho divisó lo que parecía ser una colmena. Las abejas entraban y salían por doquier, en un nervioso zumbar, manteniendo en plena actividad al enjambre. Estaba embobado mirándolas cuando vio cómo una ardilla bastante grande se acercaba a la colmena desde una rama.
Foss cogió lentamente, sin hacer ruido, una piedra y buscó en sus bolsillos su vieja honda. Por ese bicho peludo el carnicero le podía dar algo. Esperó en silencio el momento de lanzar la piedra. Levantó el brazo listo para lanzar. No podía voltear demasiado la piedra o la ardilla se espantaría. Tenía que hacerlo todo en un movimiento.
Tampoco podía fallar o el animal saldría huyendo.
Entonces, como a una orden invisible, gran parte del enjambre se lanzó contra el roedor. Este empezó a revolverse entre la nube de insectos hasta que finalmente cayó del árbol. Una vez en el suelo, tras revolcarse unos segundos, el animal se quedó prácticamente inmóvil, agonizando, y las abejas le abandonaron para volver a sus actividades. Foss no perdió el tiempo en buscar las inexistentes explicaciones, buscó una rama y atrajo para sí el cuerpo del animal con precaución. Cuando le tuvo en su poder, apartó los cuerpos de los insectos que habían muerto mientras picaban a su víctima y comprobó que tenía toda la piel hinchada. Levantó por la cola al enorme roedor. Pesaba bastante más de lo que había imaginado. El carnicero le daría lo suyo por el ejemplar. Lástima por la hinchada piel, quizás el peletero no le iba a querer dar el precio justo por su aspecto.
Cuando volvió al hogar, su madre estaba en casa del señor Belgarf; así que, tras comer lo que le había dejado preparado, decidió irse solo a almacenar leña para adelantar trabajo. La tarea era agotadora de por sí, pero haciéndolo sin compañía lo era aún más.
Llevaba una hora cargando leña y guardándola en la caseta cuando se dispuso a cerrar la puerta e, instintivamente, fue a poner el candado. Tardó unos momentos en recordar que seguía extraviado. Enfadado, dio una patada a lo que parecía una piedra, que se perdió entre unos arbustos.
No pudo creer lo que veía. La «piedra» que había salido volando tras el puntapié se trataba del susodicho candado. Se dirigió a los arbustos y lo cogió con cuidado. No estaba como lo recordaba. A ese candado lo habían forzado, estaba roto. Foss se extrañó: ¿quién iba a querer forzar un candado de una caseta en mitad de Nord Calium? De todas maneras, a él poco le importaba. Lo mejor era no involucrarse ni decir nada al señor Belgarf.
Cuanto menos supiese, mejor para él y para su madre. Quizás el herrero lo pudiese solucionar con unos cuantos martillazos y algunas monedas de cobre.
Caía la noche cuando llegó a casa. Su madre estaría cocinando la poca cena que se habría podido permitir.
—Madre, ya he llegado.
Silencio.
—Madre, que ya estoy aquí. ¡He encontrado el candado!
Nuevamente, obtuvo el silencio por respuesta.
—¿Madre?
Definitivamente, su madre no estaba en casa. Imaginó que seguiría trabajando, así que decidió ir a buscarla a casa del señor Belgarf.
Según caminaba por las oscuras calles de Kellville, iba pensando en la ocupación de su madre. Más que una labor digna, era una continua explotación. En su opinión, ella vivía prácticamente esclavizada en la sastrería más lujosa y rica de la región, la del señor Belgarf. Trabajaba como costurera, junto a otras mujeres, a las que apenas pagaban. Al contrario que el resto de sus compañeras, cuando no estaba tejiendo telas, se dedicaba a hacer cualquier tarea doméstica para aumentar su sueldo.
Cuando llegó, golpeó con los nudillos en la puerta de rica madera de la casa de los Belgarf.
—¿Quién va?—preguntó después de un rato la voz del señor Belgarf al otro lado de la puerta.
—Soy Foss, ¿está mi madre dentro?
—¿A estas horas de la noche? No. Ya se han ido todas las mujeres. ¡Lárgate de una maldita vez! No quiero que la gente piense que tengo mendigos en mi puerta.
Foss sabía que probablemente su madre continuaba allí, porque el señor Belgarf le hacía trabajar más tiempo que el acordado. Ese hombre estaba obsesionado con ella. Si su padre siguiese allí, nada de eso pasaría. Así que se quedó por allí a esperar, ya que si su madre no estaba ni en casa ni allí dentro no podía estar en ningún sitio.
El señor Belgarf era un hombre gordo con cara de pocos amigos que en su piel rosada lucía un fino bigote sudoroso. El señor Belgarf era la persona más sudorosa que Foss había conocido nunca. De hecho, pensaba que si alguna vez se secaban los pozos, solo a base de sudor del señor Belgarf podría sobrevivir todo Kellville. El señor Belgarf también era la peor persona que Foss conocía. Seguro que era más malévolo y cruel que los monstruos de las historias de Fábulo. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que no le gustaba para nada el señor Belgarf.
Además, Foss pensaba que lo peor que había hecho el señor Belgarf era haber tenido un hijo. Tork era el peor muchacho que Foss conocía y, siempre que se topaban por la calle, aprovechaba para molestarle junto a sus amigos, quienes retenían y golpeaban a Foss sin que este pudiese hacer nada, como una abeja en una telaraña.
Tork odiaba a Foss, o de eso estaba convencido este último. Su desprecio por él era absoluto. Siempre que le veía, le acosaba con sus tres amigos, empezando con habituales frases como «¿a dónde vas tan temprano?», o «tienes cara cansada, ¿unos golpecitos para despejarte?» Pero la que debía ser su preferida, la que más daño le hacía, era canturrear «mirad, chicos, el hijo del cobarde». Pues la muerte de su padre, para los Belgarf, había sido debida a que huyó en la batalla en lugar de plantarle cara al enemigo, por lo que murió siendo atacado por la espalda, como cobarde que era.
—Mirad, chicos, el hijo del cobarde.
No podía ser cierto. Rápidamente, Foss se giró y sí, en efecto, allí, detrás de él, se encontraban Tork y sus tres amigos sonriendo con malévola expresión. Foss quiso correr pero ya era demasiado tarde, estaba entre la pared y la mano de Tork, que le agarró por el pescuezo como si de un ganso se tratase.
—¿A dónde vas tú solo? No falta nada para que los guardias arresten a todo aquel que salga de su casa. Ya sabes, el toque de queda.
—¿Sí, no te parece muy tarde? —añadió uno de sus compinches, llamado Jako—. No vamos a dejar que te arresten, somos buena gente.
—¿Y no tienes frío? —Menoto se frotó los puños.
—Nosotros te podemos calentar —terminó el tercero, al que todos llamaban Sirón.
Foss se dispuso a salir disparado entre ellos para huir. Se zafó de la mano de Tork y echó a correr. Pero Menoto le puso la zancadilla y el resto se le echó encima. Le dieron la vuelta y empezaron a abofetearle. Foss tenía que respirar entre torta y torta. Era agobiante.
Un rato después, Tork y sus amigos se cansaron de darle y entraron en casa.
—Ten cuidado de no quedarte en la calle. ¿Te hemos calentado lo suficiente? —rio Tork según se iba—. La próxima vez te podemos mandar al inframundo para que saludes a tu padre.
Foss no lo pudo soportar; podían pegarle a él, pero no iba a permitir que ensuciasen la memoria de su padre.
—¡Bellaco! —le gritó según se incorporaba—. Algún día me las pagarás todas juntas, Tork, eso no lo dudes. Cuando pase el tiempo y te olvides de mí, volveré a por ti y también a por ellos.
—Te vas a arrepentir —dicho esto, Tork le tumbó de nuevo dándole una patada en la boca del estómago—.
¿Qué se siente? ¿Arrepentimiento, tal vez?
Nuevamente, Foss se levantó lentamente, temblando, y miró a Tork sonriendo. Los cuatro pudieron ver que sus dientes estaban llenos de sangre.
—¿No me has oído, Tork? Nunca olvidaré esto.
—Se está levantando de nuevo… —Jako dio un ligero paso atrás—. Creo que no le has dado suficientemente fuerte, Tork… ¿no?
—También a por ti, Jako —Foss avanzó—. Y no creáis, Menoto y Sirón, que olvidaré vuestros rostros.
—¿Cómo puede seguir en pie? —Menoto se puso discretamente tras Tork—. Le has debido dar de refilón.
—Esta vez estamos ya cansados —Tork intentaba mantener su posición burlona, a pesar de estar ligeramente preocupado al ver cómo Foss se levantaba después de esa última patada, que bien sabía que había sido contundente—. Venga, te dejamos ir, ¡vete!
Tork y los otros pasaron de largo y se metieron en la casa de los Belgarf rápidamente. Foss, por su parte, intentó llegar a su hogar lo más rápido que pudo a pesar de sus magulladuras para no tener problemas con los guardias.
Una hora más tarde, su madre llegó a casa. No hizo falta más que una mirada para que su hijo se percatara de que cojeaba.
—¡Madre! ¿Qué ha pasado?
—El señor Belgarf, hijo —se limitó a responder ella. Cuando se acercó, Foss pudo ver un cardenal en uno de sus pómulos—. Ya sabes que no le gusta que tú andes husmeando cerca de su morada. Estaba convencido de que fui yo la que te dije que vinieras.
—Pero madre, ¡denúnciale a los guardias de una vez!
—Ya sabes que él es muy influyente en Kellville y tiene amigos poderosos. Bastante tenemos con que me deje trabajar en su casa y con su madera —dijo sonriendo tristemente—. Ahora vamos a la cama, que aún quedan unas horas para que amanezca.
—De acuerdo… pero esto no quedará así. Algún día, cuando sea un hombre, se las haré pagar todas de una vez.
—No digas bobadas y vete a dormir. Yo estoy bien. Solo faltaba que tú te metieses en más líos.
—No podemos seguir así… —Foss trató de cambiar de tema y se llevó la mano al bolsillo— Mira, madre, al fin encontré el cand… ¡No! No está.
—¿Qué?
—Encontré el candado —se palpó la ropa nerviosamente—. Pero lo olvidé cerca de las puertas de Kellville. Me paré a descansar en el camino y me puse a juguetear con él… Me lo debí dejar olvidado en aquel tronco. Ahora vuelvo, voy por él.
—¡No vayas ahora! Es de noche y en poco los guardias arrestarán a todo aquel que salga.
—Me da tiempo, si voy corriendo lo traeré. Si espero a mañana puede que alguien se lo quede.
Antes de que Marie pudiese decir nada, Foss salió corriendo por la puerta en dirección a la salida del pueblo.
Llevaba un buen rato corriendo, sujetando con una mano su tripa dolorida, cuando llegó a un tronco que había a un lado del camino que conducía a Kellville. Pasó una aguda mirada por su alrededor hasta que vio el pequeño objeto metálico. Lo recogió del suelo. Afortunadamente, nadie había reparado en él. Se disponía a volver cuando se encontró a un hombre grande y harapiento en mitad del camino. Qué raro, no le había oído acercarse. La luz de la luna iluminó su rostro cuando terminó de aproximarse.
—Hola —el hombre saludó con una mano sucia y ancha antes de volver a llevársela a la espalda—. ¿Te has perdido? ¿Necesitas ayuda?
—No, gracias —Foss intentó proseguir su camino mirando al suelo.
—¿En serio? Qué lástima —el hombre le cortó el paso—, hoy me siento bondadoso, deja que te ayude.
—Veo Kellville desde aquí, no necesito ayuda, gracias.
—Pequeño amigo, por si no lo has entendido aún, lo último que voy a hacer es ayudarte —el hombre extrajo un gran garrote de madera de su espalda—. La verdad es que estamos de suerte. El mismo día que nos lo encargan sales solo de Kellville. Eres un verdadero chollo.
No le dejó respirar y descargó sobre él un rápido mazazo que esquivó con dificultad. El hombre soltó una andanada de golpes con la intención de noquearle. Finalmente, uno de ellos alcanzó la pierna derecha de Foss, tirándole al suelo. El muchacho le miró momentos antes de ser golpeado con brusquedad en la cabeza.
Volvió en sí en un lugar húmedo y oscuro. Se llevó las manos a la cabeza y notó sangre seca. Trató de incorporarse. Se sentía mareado. Hizo un esfuerzo por no caer de nuevo al suelo e intentar levantarse del todo. Una vez estuvo de pie, avanzó en la oscuridad con cuidado de no caer. Tras haber palpado las cuatro paredes, enrejadas por completo, supo que estaba atrapado.
Se hallaba en una jaula, encerrado. Trató de ver más allá. Nada. Todo era oscuridad. Transcurrió una lenta hora en la que se dedicó a esperar sentado a que alguien viniese y le anunciase su suerte. Se enderezó cuando oyó unos pasos.
—¿Hola? —preguntó asustado.
—Shh... Calla —dijo una voz masculina desde las tinieblas que rodeaban las afueras de la jaula—. Levántate, rápido.
—¿Quién sois? —preguntó Foss, al límite de sus fuerzas—. ¿Vais a matarme?
—Yo no. Soy alguien que quiere ayudarte —respondió la voz, que le sonaba terriblemente familiar—. Escúchame, confía en mí. Bébete este brebaje.
El chico vio cómo una mano le alargaba una jarra de arcilla en la penumbra.
—¿Qué es? —dijo mientras olía desconfiado su interior.
—Bébelo y te sacaré de aquí.
Foss sopesó rápidamente su situación y sus posibilidades de escapar. Finalmente, decidió confiar en el extraño y bebió.
Se despertó en el claro del bosque en el que solía reponer fuerzas cuando iba a cazar. Era grande y espacioso, con un lago en el centro donde alguna vez se había bañado. ¿Habría sido todo un sueño? No podía ser, menuda pesadilla.
De todas maneras, no sabía cuánto tiempo llevaba dormido. Seguramente el cansancio acumulado de tantos días le habría hecho pasar la noche en el lago. Ahora era de día y los pájaros ya empezaban a recibir a los primeros rayos de sol con sus trinos. Se desperezó y se dirigió a Kellville.
Cuando llegó al pueblo, ya camino de su casa; todo estaba como siempre. ¿Todo? Foss se percató de que algo fallaba. Se detuvo y escudriñó todo lo que pasaba a su alrededor. Entonces se dio cuenta de lo que ocurría. La gente le rehuía.
Foss se plantó delante de la panadera con la intención de hablar con ella, pero esta se echó a un lado y siguió caminando rápidamente, mirando al suelo. Tras callejear un poco, un molinero, amigo de su madre, se acercó a él y le hizo una seña para que le siguiese en silencio. Llegaron a un oscuro callejón procurando que nadie los viese. Se arrodilló junto a él sin decir palabra y puso una mano sobre su hombro.
—Foss, chico, ¿dónde estabas? En el pueblo se hablaba de que las brujas o los lobos habían dado buena cuenta de ti.
—Me quedé dormido en el bosque, simplemente eso. ¿Qué pasa aquí?
—Tienes que irte lejos, muchacho, tienes que huir.
—¿Huir por qué? ¿Y mi madre?
El molinero cerró los ojos antes de abrirlos para mirarle con tristeza.
—Alguien… ha cometido una locura. Un accidente, dicen.
Foss le miró atónito y esperó con miedo sus palabras imaginándose todo lo ocurrido. El hombre le miró a los ojos antes de sacarle de dudas.
—Belgarf.
4. Árator
—¡Bravo!
—No ha estado nada mal.
—¡Te has ganado unas perras! Sigues en forma.
Miré en derredor para contemplar la escena. Siete hombres que alcanzaban la cumbre de su borrachera me contemplaban divertidos mientras aplaudían torpemente. Estábamos sentados en una mesa en la esquina más oscura de una taberna, llena de borrachos desconsolados, beodos felices, campesinos, juerguistas, putas, guardias y demás hombres con ganas de divertirse.
—Esa historia es realmente buena, Fábulo —el hombre más grande de todos me felicitaba por octava vez, poniéndome una de sus manos grasientas en la espalda con fuerza desmesurada—. ¿Te la has inventado tú? ¿O quizás es de algún otro bardo?
Yo nunca había visto un cadáver en descomposición, tampoco era que tuviese ganas, pero la verdad era que su olor no debía distar mucho del aliento del enorme sujeto que se sentaba a mi derecha.
—Es una historia que se lleva contando desde hace pocos años en las aldeas vecinas —eché una mirada fugaz al hombre que se sentaba frente a mí. Era el único que no había tomado nada y, en estos momentos, estaba más pálido que las sábanas recién lavadas, con su sudoroso y fino bigote dejando caer de vez en cuando una gotita de sudor sobre su rosácea piel—. Aunque es original de la región de Oquién.
—¿Qué fue del chico? —ese maldito gigante borracho me estaba matando lentamente cada vez que me vomitaba su aliento aunque, a decir verdad, prefería que siguiese siendo tan amigable antes que hacerle enfadar.
Hice acopio de valor y le respondí con tranquilidad, reprimiendo las arcadas.
—Bueno, hay quien dice que murió de pena; otros, que se marchó para siempre del pueblo para intentar rehacer su vida y escapar, pero que murió igualmente; y, algunos, que sobrevivió y sigue esperando su momento para vengarse.
—¡Eso es imposible! —por fin, el hombre pálido de enfrente articuló palabra—. ¡Nadie podría sobrevivir solo en esas condiciones!
Hablaba rápido y nervioso. Yo estaba logrando lo que quería.
—Tranquilícese, es solo una historia. Todo el mundo sabe que un chico de esa edad y sin ayuda no hubiese podido hacer nada —le dediqué una de mis mejores sonrisas, aunque dudé de que pudiera apreciarla del todo debido a las sombras que me proporcionaba mi capucha—. Aunque igual sí que le ayudaron… ¿quién sabe?
—Tiene razón, señor. Las historias de Fábulo son siempre fantásticas —por fin el mazacote abría la boca para aportar algo que me ayudase—. Además, ¿no le recuerda a ese mocoso de hace unos años? El del bosque. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí, Árator!
—¿Te refieres al de hace cuatro años? —dijo un hombre delgado y moreno que estaba a su lado.
—¡Sí! —saltó el bizco que antes estaba cantando con otros dos—. Ya me acuerdo… Je, je, qué jodido, ¿te acuerdas de…?
—¡Calla, imbécil! Has bebido demasiado —el hombre de enfrente, el del fino bigote, estaba a punto de salirse de sus casillas y su voz sonaba por encima del tono del gentío de la taberna.
—En realidad todos hemos bebido demasiado —dirigí mi mirada al hombre pálido de enfrente—. ¿Verdad, señor Belgarf?
—Sí, Fábulo, tienes razón —dijo masajeándose la