La balada del Guadiana
()
Información de este libro electrónico
Son solo los dos personajes centrales, que comienzan su andadura en la España de la postguerra, con sus lacras de represión, caciquismo y pobreza, similares a las de su vecino portugués; entre los que se mueven otros muchos de identidad arrolladora, que luchan con valentía y sueños de superación, componiendo esta obra de un romanticismo extremo.
No es una novela histórica, por más que el texto se instale en las dictaduras de ambos países, en unas claves de ironía que tratan de quitar hierro a los tremendos acontecimientos que forjaron su negra leyenda y que la autora se encuentra obligada a narrar, al considerar que condicionaron la vida de sus personajes y porque son la esencia de su escritura. Esa transversalidad intrahistórica a la que la mayoría aportamos nuestra parte subversiva para poder sobrevivir… Y sería absurdo tratarla de biográca, cuando apenas se sabe nada de la vida de la protagonista, que existió y dejo unos pocos deslumbrantes datos, con los que ha intentado construir un personaje literario por el único truco de ampliar esa pequeña, verdadera semblanza.
«Me quedé prendada de su transgresora voluntad de supervivencia, que mantuvo hasta el nal de su vida, y no añado nada más porque es el lector quien debe descubrir su increíble trayectoria»
Relacionado con La balada del Guadiana
Libros electrónicos relacionados
La Mancha Queer Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCena para dos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesParís bien vale una Misa Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSobre las ruinas de la ciudad rebelde: La novela que nos muestra el arte mayor de la seda en todo su esplendor en el siglo XVIII Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPresencias extrañas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Vivir en Monte Alto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl bosque de las antas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEfecto Polybius Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCaricias tentadoras Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas cinco estaciones de Vivaldi Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMamadoña: Historia De Una Esclava Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCabalgando sobre un caballo de cartón Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTierra de gracia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCaribes. Cienfuegos II Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAsimilación Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSin monedas para el barquero Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRenacen las sombras Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRíe, payaso, llora: Antología de cuentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl renacer del Guirivilo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFrutos extraños: I Festival de Literatura de Córdoba Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDiez mil heridas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPalabras pesadas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDel Caos nacen las Estrellas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDestierro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl pacto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCenizas del Boom Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesGrimorio único: Para estudiantes, fumetas, divorciados y gente de mal cocinar. Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Habana sin Tacones Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa muerte del saltimbanqui Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMediodía en el tiempo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Ficción general para usted
La milla verde (The Green Mile) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Crimen y castigo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Rebelión en la Granja (Traducido) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Mañana y tarde Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Meditaciones Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Divina Comedia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las olas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5¿Cómo habla un líder?: Manual de oratoria para persuadir audiencias Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cuentos para pensar Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Juego De Los Abalorios Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La mujer helada Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Poesía Completa Calificación: 4 de 5 estrellas4/5100 cartas suicidas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La casa encantada y otros cuentos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Colección de Edgar Allan Poe: Clásicos de la literatura Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El gran Gatsby Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Crítica de la razón pura Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Diálogos I Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Trópico de Cáncer Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La Ilíada y La Odisea Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La matriz del destino: El viaje de tu alma Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Invención De Morel Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Fausto: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Canción sin volumen: Apuntes, historias e ideas sobre salud mental Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La vida tranquila Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Carta de una desconocida Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Memoria de chica Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La llamada de Cthulhu Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Maestro y Margarita Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Categorías relacionadas
Comentarios para La balada del Guadiana
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
La balada del Guadiana - Alejandra O´Sullivan
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
© Alejandra O’Sullivan
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1089-250-7
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
.
Un día lejano de 1984 compré en Lisboa un disco de Amália Rodrigues, homenaje a Valerio, el gran poeta del fado. Recuerdo la portada: era un primer plano de ella, hermosa, con los ojos cerrados, pintados de azul, la boca roja y el pelo azabache cayéndole por los hombros. Oír su voz me dejó completamente enamorado. La escuchaba todos los días, a todas horas, mirando la portada. Su voz tenía la facultad de hacerme viajar por la melancolía de todas las pasiones, los amores y los sueños perdidos, pero la fuerza de su lamento no empujaba a la depresión ni a la amargura, sino que fortalecía tu espíritu. El color de su voz era negro, casi morisco y de una capacidad emocional fuera de lo común. A fuerza de tanto oírla acabé obsesionado, preguntándome: ¿Por qué cierras los ojos? Así fue como escribí María la Portuguesa, como respuesta
.
Carlos Cano
1
María
Le gustaban los hombres y no iba a conformarse con menos… Harta de intentar sobrevivir con un jornal que nunca le iba a permitir comprarse ropa decente, cuando ni siquiera alcanzaba para un puchero de esa categoría, viendo crecer al hijo con la misma escuálida figura del padre que da la falta de alimento consistente, y hasta ella misma parecía estar perdiendo por momentos el único don que Dios le había concedido, últimamente, cada vez que se miraba al espejo, después de dos meses sin pintarse el pelo porque hasta eso le parecía un despilfarro, se llevaba un sobresalto. No entendía cómo había ocurrido, pero ahí estaba el recuerdo de esos besos que de pronto la volvieron loca otra vez y no tuvo tiempo de pensárselo… Las piernas se le abrieron solas y, después de unas horas de placer, se encontró entre las húmedas sábanas de ese triste cuarto de pensión. Ganas le daban de escapar por la ventana para no tener que dar la cara a la hospedera, que la conocía de sobra, y a la que ahora le repateaba enfrentarse, aunque cuando entró colgada de ese prometedor amante iba tan en otro mundo que ni le importó. Dejó vagar la mirada por la habitación hasta encontrarse, sobre la mesilla de noche, de rigor, con ese dinero cuya visión le hizo soltar una risotada y catapultarla a otra dimensión, el poder de compra que tiene la moneda acabada de fabricar, o sacar a la luz, un nuevo personaje en su alma en el que hasta ese momento no se le había ocurrido pensar… Recorría el pequeño espacio que quedaba en torno a la cama dándose palmadas en los muslos, entre la risa que no podía contener y el regusto del placer reciente que seguía bullendo en ella y necesitaba paladear; hasta que no pudo más y su propia mano la ayudó a acabar de rematar esa hermosa faena que por unas horas la había hecho olvidar su infortunada vida. Dentro de ella subsistía irremediablemente la antigua
madre y esposa, que le urgía a marcharse cuanto antes ¡tenía que preparar la cena! O lo que fuera, y estaba a un paseo de su casa que se encontraba casi al final del pueblo; comenzó a vestirse con desgana con la ropa descompuesta por varios sitios y las medias literalmente hechas trizas, sentada en el borde de la cama con una en la mano, mientras con la otra se atusaba las greñas… Aquello no tenía arreglo ninguno, y era lo mejorcito del armario, se lo encasquetó esa tarde para ir al médico aunque ya en ese momento estuviera para tirarlo ¡Eso sería lo que haría! No iba a haber forma de disimular más, lo único que a ella le alimentaba era vivir de manera auténtica, cantarle las cuatro verdades al más pintao, y llevaba un tiempo con la sensación de ser una hipócrita redomada, como habitando un personaje prestado ¡Palante, María! Más valen dos tetas que dos carretas
.
Adoraba seguirse llamando a sí misma por ese nombre ahora, María de los Ángeles, le pusieron al nacer… Ahora que ya habían muerto los padres a los que sabía que molestaba con ese recuerdo, que de alguna manera menguaba el valor de su sacrificio en este mundo. ¡Qué lástima ser pobres! No tener nada más que pundonor, como si el que otra mujer la hubiera parido quitara algo de belleza a su gesto, que indudablemente hicieron por sentimentalismo, pero también por dar un poco más de sentido a su vida en una época en la que no tener hijos era casi una lacra; recogieron a esa niña que una vecina parió y al instante dejó huérfana, decían que era un bebé tan grande que la desgarró, y en el momento del parto no había médico cerca que contuviera la hemorragia, o cuando llegó ya estaba muerta. Nadie la reclamó y los escasos parientes que se presentaron, estuvieron encantados con la solución ¡Alguien tenía que darle de comer y cambiarle los pañales! Sin necesidad de mencionar el término adopción, que probablemente nunca se hubiera llevado a cabo de no mediar esa maldita guerra que trastocó sus vidas. Eran gente sencilla, la mujer, andaluza, limpia y ahorradora, y el marido un portugués más, de los muchos que del sotavento algarvio
llegaban en esa época a la zona de Huelva o más allá para trabajar en el campo. Las extensiones de monte bajo y matorral que rodean las riberas del Bajo Guadiana
son de una belleza incontestable, pero en una época en la que la subsistencia dependía casi exclusivamente de la agricultura, ofrecían una dificultad natural para los cultivos, y solo los señores de la tierra
, como se les llamaba en Portugal a los grandes propietarios de fincas, o los señoritos
como decíamos aquí, podían vivir desahogadamente. Los pocos valles cultivados por colonos que quedaban entre los montes eran suelos degradados por la explotación de milenios, y la "Campanha do Trigo", promovida por el Estado Novo, que pretendía duplicar la producción sin respetar la rotación tradicional, provocó un uso abusivo de la tierra que terminó por volverla estéril. Como el salazarismo
parecía estar convencido de que la pobreza formaba parte de la idiosincrasia portuguesa, ni se paró a pensar en la tristeza que provoca el hambre endémica… Lacra a la que no todos se resignaban, la caza furtiva y los robos de ganado eran una constante en la historia de la zona; a pesar de la represión y sus consecuencias, trasgredir las normas era la única forma de sobrevivir ¡De libertades ni se hablaba!. Es época de dictaduras en los dos lados de la raya
¡Perdón!, María La Portuguesa
nace en Ayamonte, en mil novecientos veintitrés, en plena dictadura de Primo de Rivera, y en su futuro país de adopción todavía a la República le quedan un par de decadentes años, hasta ser quitada de en medio por su correspondiente golpe de estado
. La invadía una ternura indescriptible al recordar esos primeros tiempos de los que su madre le hablaba cuando se ponía pesada, y tardó poco en enterarse que era adoptada
, sería siempre una de sus señas de identidad, preferir saber a vivir una mentira por más que esta pudiera atenuar el dolor; de cuando iba a lavar sus pañales a un caño que pasaba no demasiado lejos y desaguaba en ese enorme río rodeado de zaperas, en las que, cuando bajaba la marea, se veía a los hombres agachados rebuscando entre el barro, almejas, navajas o lo que se dignara aparecer… De los traidores temporales de septiembre que le hacían refugiarse con el bebé en el chozo de algún pescador conocido; del regreso, cargada con el pesado cesto de ropa húmeda, salvo que el padre pudiera bajar a buscarlas o quedarse con la pequeña, por esas matadoras cuestas de Ayamonte, donde había unos lavaderos que a ella por el motivo que fuera no le gustaba utilizar … Cómo todas esas vivencias les fueron encariñando con la criatura, una niña sana y preciosa ¡Rubia como un ángel! Que pronto comenzó a sonreír por todo, con una risa que parecía imposible pudiera provenir de una garganta tan chica, como si ya tuviera ganas de desafiar al mundo con ella, de decirle que no pensaba conformarse con cualquier cosa.
Desde siempre tuvo la sensación de identificarse más con el María que resonaba en su interior, como si bajo su piel existiera un personaje contenido, bullendo por salir con su verdadera identidad, que ya intentaron cambiarle una vez, cuando a los trece años tuvieron que salir huyendo de Ayamonte y la inscribieron en el registro de Vila Real como hija propia, con Aurora
que la hacía sentirse como recién salida de colegio de ursulinas, y que al principio debía hacer un esfuerzo por recordar; aunque medio pueblo supiera la verdad de su procedencia y ella no entendiera muy bien el porqué de la farsa, esos padres eran los que la protegían y daban de comer ¿A quién le importaba lo demás? Desde chica lucharon en ella esas dos fuerzas que le soliviantaban de alguna forma extraña, podía ser hasta humilde con los que le daban su cariño, pero le asqueaba tanto la hipocresía que le costaba aceptar la mayoría de los convencionalismos, en un época en que los pobres debían mantener unos esquemáticos modelos de conducta para ser aceptados; de alguna manera, le escocía esa doble personalidad, que al parecer debía practicar, y pronto empezó a sentir que el sarcasmo era la única forma de liberación que de momento tenía… Cuando se encontraba con una amiga fiel, o en algún lugar alejado entre gente extraña, soltaba unas expresiones fuertes para cantar la verdad
que aleteaba en sus venas como una mariposa prisionera, y con el tiempo fue identificándose cada vez más con esa otra versión suya que consideraba más real.
Es probable que lo hubiera idealizado con los años, pero qué hermoso era Ayamonte en esa época; si cerraba los ojos aún podía ver esa cuesta en la que le tocó nacer, una de las que enlazan la Villa con la Ribera, con sus casas revocadas de cal brillando al sol, los edificios desconchados de los almacenes que daban al río, grandes y alargados con sus zócalos de colores y los portones de hierro abiertos, por los que no era raro ver una ventruda barca con medio cuerpo fuera, derramando en torno los materiales que entrañaba sus construcción o mantenimiento, mientras era calafateada o reparada… Las cuerdas de pulpos amojamados que colgaban de las puertas ensartados en palos, formando negruzcas estrellas orgánicas que ella sabía que había que sacar y guardar a diario, igual que se seguía haciendo en Vila Real, que daban al pueblo un aire primitivo de gente cavernaria y completaban con sus emanaciones el indescriptible olor a salitre que se colaba por todas partes, con el que siempre identificaría ese lugar. Como si las estrechas y empinadas calles propiciaran el zascandileo del aire que se iba impregnando de todas esas emanaciones que la enardecían, impulsándole a moverse y subir a lo más alto que hubiera, a esas ruinas de mala fama donde se encontraban los amantes al anochecer, restos del antiguo castillo de los Señores de Ayamonte, tan importantes que, según el maestro, una vez quisieron independizarse y hacerse reyes, desde las que se veía medio Portugal
; le hacía gracia entonces que su padre hablara de esa extensión fronteriza con tanto cariño, como si ella no supiera que había tenido que salir de allí porque ser más pobres que las ratas. Una niña larguirucha y rubieta que no paraba de vagabundear en todo el día, a pesar de las reprimendas de la madre que quería que aprendiera a ser una mujer de provecho
; para ella, entonces, las agujas tenían dos puntas y todo ese fregoteo le parecía lo más tonto del mundo, cuando el viento se encargaba al momento de volver a llenar todo de polvo, eso cuando no llovía y no había forma de evitar meter el barro dentro… Qué decir de cuando el padre llegaba del campo hecho un ecce homo, se quitaba la camisa y salía volando medio monte. El aire era entonces un espíritu cómplice que le corría por la piel, susurrándole al oído una música hermosa que le impelía a tumbarse con indolencia al sol y dejar pasar el tiempo con la sola embriaguez de vivir…Conocía cada rincón del pueblo como si fuera la prolongación de su casa, y La Ribera se le quedó pronto en nada, antes de tomar la comunión
ya se había hartado de pasearse por todos ellos… de bañarse junto a los arenales del río sin camisa
, se decía entonces, curiosamente esa prenda y la braga eran el traje de baño de aquella época… De esa guisa pescaba cangrejos con un cesto de mimbre y un palo.
Se había vuelto a quedar adormecida, ya apenas se notaba el reflejo del río, y asomándose por la ventana se entreveía a lo lejos el luminoso del Hotel Guadiana, las luces del embarcadero y al frente, dejando en medio un ancho y oscuro pasillo de agua, algún punto brillante en Isla Canela. Seguía sin ganas de moverse, después de todo ¿cuándo tenía ella oportunidad de estar sola en un cuarto caliente? Ahora que le habían venido recuerdos tan hermosos… Por primera vez sintió que había sido más feliz en ese pueblo de su infancia, los portugueses eran gente triste, o esa impresión daba su música y su parquedad ( asuntos que con el tiempo aprendió a valorar y hasta acabaron formando parte de su espíritu) aunque solo pensaba en la época de la antes de la asquerosa guerra
, a partir de ahí, ese hermoso pueblo del recuerdo se convirtió en lo más parecido al infierno, y lo menos malo que te podía pasar era que te matara un falangista… Se vio andando en otoño, su estación preferida, ya no hacía demasiado calor y todo rebosaba una quietud somnolienta, por las alejadas márgenes del río, cuando empezaban a estrecharse y se alzaban cuajadas de arbustos, y entre ellos había muchas zarzas cargadas de moras que con el gancho que el padre le preparó era capaz de recoger, hasta las de las ramas más altas; a veces iba con alguna amiga pero pronto se acostumbró a regodearse en la soledad, le parecía imposible sentirse mal en esas riberas, sentada sobre las raíces de los árboles y entre el zumbido de las preciosas libélulas… Remangarse a gusto la falda para lavarse los pies, regresar con la cesta llena de esos deliciosos frutos morados y alguna canción que acabara de aprender, que siempre le parecía la más hermosa del mundo; después la madre los maceraba con vino y azúcar y le hacía bromas sobre sus labios encarnados, aunque las más de las veces la sermoneaba sobre los peligros de ir por sitios tan solitarios, podía caerse en una zarza, pillarle una avenida traicionera, que no eran inusuales en esa época que tanto llovía en las sierras, o encontrarse algún desalmado. Algunas veces la acompañaba ella misma, a pesar del trajín que se traía, siempre tenía alguna visita que hacer a un enfermo o ir a rezar a san Antonio, al que no paraba de pedir cosas, según decía era un santo muy milagroso y amigo de los pobres, casi se muere de la risa el día que se enteró de que era portugués, ese Padua
le sonaba a ella a lugar exótico y lejano, por lo menos de Francia, Santo Antonio
le decían en Vila Real… Le recordó en esa iglesia donde la bautizaron y donde hizo la primera comunión, cuando todavía se creía todo lo que el cura decía y hasta le confesaba sus grandísimos pecados que en ella siempre eran el mismo, hasta que se enteró de que al bandido
le gustaba lo que a la mayoría de los hombres y se juró no volver a contar sus intimidades nunca más, y menos a un cura.
Sintió calor, entreabrió la ventana y junto con la brisa del río que allí casi era mar, le llegaron los ruidos del trajín de la cocina del hostal y la voz de un borracho tempranero que cantaba una canción al viño verde
, tan ácido que hacía casi un agujero en el estómago… A pesar de todo, siguió gustándole arrodillarse allí junto a su madre, a la vera del altar del santo que tenía en los brazos al Niño Jesús, cubierto con el ramo de su primera comunión; lo único propio que había llevado ese día, completando el traje de unas supuestas primas, que corriendo como una loca, rompió por la tarde… Le estaba largo, pisó el bajo y una tira de ancha tela se deslizó bajo sus pies, todavía podía ver el desgarrón y la descompuesta cara de la madre, porque ya en esa época, lo que fuera normal en cualquier niña parecía que a ella la estigmatizara de alguna forma ¡Como si nadie más hubiera roto el vestido de esa tonta ceremonia! Que quizás ni siquiera hubiera debido llevar, pero esos padres necesitaban excederse siempre que había ocasión y demostrar que era tratada como hija propia. Todos esos gestos alimentaban sus recuerdos que tenían momentos mágicos, como los de aquel maravilloso día (debía de ser por la Virgen de Agosto, el único de todo el verano que el padre no trabajaba) en el que iban a visitar a los parientes del Molino Cañal
, una prima de la madre casada con el molinero; vivían casi sobre el mismo río del que salía un canal que movía la enorme rueda y antes de entrar bajo la casa formaba una balsa bien grande en la que se cogían unas truchas exquisitas… Dejaban a los niños bañarse desnudos, sin ser conscientes de ese primo mayor que en cuanto podía la arrinconaba entre los arbustos, le cogía la mano y se la restregaba por la bragueta abultada, lo que verdaderamente en esa época no sabía si le gustaba. Había que salir andando temprano, esos raros días de excursión, por el camino que pasaba junto a la caseta de los carabineros, ante la que paraban a informar y mostrar un papel que después guardaban con cuidado, y a pesar de ser tan chica, ya entonces le repateaban esas muestras de respeto que el padre mostraba ante ese hombre que parecía despreciarlos, aunque sus hijos fueran a su misma escuela, también podían evitar el trámite pasando un poco más abajo, como a veces sugería la madre, pero el hombre prefería acatar la autoridad, con esa humildad del extranjero que desea siempre hacer lo mejor para ser aceptado… Oscuros entresijos que desde siempre la hicieron mirar con recelo a los que llevaban uniforme, pero después la madre escabechaba esos peces con mucho vinagre para que durante varios días disfrutaran de la comida más exquisita del verano, y todas esas pequeñas miserias quedaban olvidadas.
Lo que más echaba en falta eran las canciones, decían que ella no tenía mala voz, pero era consciente de no poseer ese don mágico que hacía que de algunas gargantas (de las entrañas parecían salir) brotaran unos sonidos graves y potentes que podían llegar a emitirse entre susurros… Adoraba esos bajos y desde siempre entendió que cantar no es gritar, los tonos altos había que recogerlos pronto para que esa música transmitiera poesía y no chirridos de verbena; su vecino Antonio Zambrano le había enseñado todas estas cosas, hablándole a menudo como si fuera una persona mayor, y no una niña que después debía enfrentarse a los padres, a los que disgustaba la amistad que mantenía con ese hombre que vivía solo y, salvo cantar en alguna boda, no tenía oficio conocido, pero al que nunca faltaba un café espesito y un buen tabaco… De vez en cuando pescaba un jamón o unos chorizos y organizaba una fiesta en el patio compartido por los dos vecinos, que no terminaba mientras hubiera vino. Aunque el espacio tuviera recovecos suficientes para individualizar más o menos a las dos familias, María esos días no podía dormir, no por la bulla, a la que estaba acostumbrada desde siempre, había algo muy fuerte en esos saraos que la atraía irremediablemente y la obligaba a estar en vela, intentando captar lo que pudiera de lo que allí se cocía; esas voces roncas, risas o quejidos le revelaban un mundo sensual y extraño al que, de alguna manera, deseaba tener acceso, además, eran tan pobres que tampoco podían permitirse el lujo de rechazar de pleno la amistad del hombre, que nunca se olvidaba de ellos, y de vez en cuando se servía de la niña para hacerles llegar su compasión. La ambivalencia de su espíritu se iba alimentando de todos esos descubrimientos, al parecer no existir una verdad única, y los vagos
de vidas desorganizadas, esa clase de gente de la que en teoría ella debía alejarse, podían ser más humanos que la tendera que siempre le estaba recordando lo que la debían… Aún había algo más claro, inmediato y rotundo que esa casi elemental filosofía ¡eran más felices! Vivían modestamente, como casi todo el mundo en la época, y no se lavaban todos los días porque tampoco sudaban tanto como los jornaleros… pero esas zambras particulares que se permitían en cuanto podían, horas de cante y baile, de las que a veces brotaban voces tan hermosas que a ella le ponían literalmente el vello de punta, probablemente les compensaban de las penalidades, allí pasaba algo que se le escapaba, que conectaba a esas gentes con el Universo, y la música parecía ser el hilo conductor, el pasaporte hacia esa oscura magia. Cantar se cantaba por todas partes en esos años, era la única forma de liberación de la gente, y ella intentaba aprenderse las canciones que escuchaba, aunque no entendiera muy bien el porqué de todos esos desamores que lloraban las cantantes, habiendo tantos hombres, pero no podía evitar el cantarlas, compensando su carencia de voz con unas dotes interpretativas que redondeaban las lecciones de Antonio; contrariamente a su impulsiva y loca forma de expresión, cuando cantaba parecía concentrarse y conseguir secuenciar bien el recitado. Era una estupenda narradora de historias, especie entre la que las amigas acabaron encajándola, cuenta las tragedias como nadie
decían de ella; adoraba esos relatos sobre amores insatisfechos, colmaos, toreros y batas de cola, y se pasaba horas inmersa en su ensoñación, deseando tanto formar parte de ese mundo que más de una vez pensó en fugarse a Sevilla, o donde fuera… Pero vino la guerra
, empezaron las torturas, los fusilamientos y solo había tiempo para llorar, y para colmo tuvieron que marcharse a Vila Real, donde parecía que únicamente hubiera sitio para la gente formal y ella debiera enterrar esos maravillosos flashes de los que se había nutrido su infancia.
A pesar de ser ya noche cerrada, la pereza le impedía hacer el mínimo gesto para marchase, y en uno de sus deambuleos por el cuarto se acercó otra vez a la ventana; ya sólo se veían los adoquines blancos chiquitos, como trocitos de queso viejo cortado de cualquier forma, a la luz mortecina de los faroles que alumbraba una estrecha franja alargada que se iba difuminando rápidamente en un grande y oscuro vacío, acentuado por el hecho de que, sobre todo en invierno, en cuanto anochecía no pasaba un alma por esa calle. No era zona de cafés, y solo cuando una luna de buen tamaño se dignaba aparecer, extendía sobre es negro pasillo de agua un camino de plata vieja con el que al astro le gustaba regalarse en sus mejores días. Se recostó contra el cabecero con los billetes estrujados en un mano, eso daba para medias de nailon y unos zapatos malos, lo que más odiaba en este mundo; no es que no le importara llevar ropa corriente, pero ella era muy mañosa y con la ayuda de una vecina que tenía máquina de coser podía sacar una obra de arte de un trozo de percal, que su buen cuerpo se encargaba de rellenar adecuadamente, pero cuando se miraba los pies mal calzados se ponía literalmente enferma. Los zapatos contaban la historia de una desde la cuna, nada más triste que las duras pieles de imitación que le quitaban dignidad a todo el cuerpo… Esas extremidades eran mucho más que mecanismos de movimiento, de alguna forma oscura parecían sustentar la base de su alma, y moverlas sobre unos zapatos de tafilete y buen tacón, suaves y discretos, de esos que apenas sonaban al andar, era como ir bailando descalza… ¡Su máxima aspiración! Sobre todo desde que descubrió que esos susodichos miembros estaban inexcusablemente enlazados con la magia del sexo.
Así lo entendía desde el día en que experimentó placer con un hombre por primera vez, nada que ver con el tonto manoseo de un domingo por la tarde entre amigas, que ya se había hartado de practicar en Ayamonte. Como todo lo bueno que le había pasado en la vida tenía que ver con calor, riberas, agua y arenales, aunque esta vez fuera en la orilla del mar que en Vila Real parecía estar más cerca, no había tantos esteros que atravesar para llegar a él. En teoría eran más pobres que cuando vivían al otro lado de la raya, tuvieron que marcharse con lo puesto y empezar de cero, pero el padre era emprendedor
y consiguió (a cambio de un cantidad mensual, generalmente en especie) que le prestaran un carrito y un mulo viejo; con ellos se dedicó a recoger cartones y toda la chatarra que apareciera por la zona, que en esa época era bien poca, todo se reutilizaba hasta la más pura extinción; sacaba poco más que para el pienso del animal y, a fuerza de acumular chismes, la casa se convirtió pronto en lo más parecido a un vertedero, lo que a la niña la soliviantaba, pero el vehículo les permitía acercarse algún domingo hasta la playa de Monte Gordo, al cercano Hortas, o hasta Manta Rota, lugar de origen del hombre y donde había dejado algunos amigos y familiares, y con esos pequeños desplazamientos se fue ella confeccionando el mapa mental en el que prácticamente discurriría toda su vida. En los años treinta la gente de los pueblos próximos al mar se acercaban a las playas algún día de fiesta de verano o primavera en que el tiempo prometiera, y la salida constituía una especie de excursión para familias y amigos que la organizaban repartiéndose la responsabilidad de pertrechos y viandas; los que más disfrutaban esos días eran los niños y los jóvenes, las personas mayores, que no solían bañarse ni prácticamente ponerse en bañador, se dedicaban a vigilar a la gente menuda, beber, comer y jugar a las cartas hasta bien entrada la tarde, bajo el sombrajo de rigor.
Ocurrió un día de Corpus, cuando el aire caliente bate los arenales y hasta licua la resina de los pinos, durante la siesta de una de esas comidas en la playa con los parientes. En ese primer verano portugués, con catorce años, una aburrida María se alejó descalza por entre las dunas al albur de su indolencia… con la arena y las ralas hierbas azotándole suavemente las piernas, mientras las chicharras reventaban el aire con sus cantos; sintió una fuerte necesidad de empaparse a solas de toda esa desmesurada naturaleza, y sentándose junto a unos pinos en una hondonada arenosa se subió la falda y sacudió con fuerza los pies como jugando con los elementos. Tan embelesada en esa onírica atmósfera, que considerada su ambiente natural, no sintió llegar al primo ese, o lo que fuera, un chico bien mayor que la había seguido y le cayó encima como si hubiera sido invitado; no se le ocurrió gritar, forcejeó un poco, más por mantener su carácter que por principios y cuando se quiso dar cuenta él le estaba tocando el sexo mientras la aplastaba con toda su fuerza… tuvo la debilidad de concentrarse un momento en esa sensación y ya estuvo perdida… Sintió un dulzor mezclado con angustia placentera que le apretaba la garganta y se le iba subiendo a la boca, con la que solo deseaba morder los labios del muchacho que, al sentir que ella había aflojado la lucha, cambió un poco la estrategia para ralentizar el placer, comenzando a bajar y subir las manos por sus piernas y muslos, como para hacerla desear más la caricia suprema, y aunque después llegó el clímax y sintió que una especie de maravillosa corriente eléctrica le recorría la espalda hasta la nuca, siempre identificaría el comienzo de la maravilla por las placenteras sensaciones en esa zona de su cuerpo que comenzaba en los pies.
Ya había tenido algún escarceo con chicos de su edad, pero él fue su primer amante; cuando ese día se quedó otra vez sola, sintió una paz y lucidez raras que le hacían percibir con más intensidad y matices los sonidos y perfumes del entorno dunar, como si eso que le había ocurrido fuera la chispa que le faltaba para convertirse en una criatura más de la naturaleza que la envolvía en ese instante… Permaneció allí sin moverse un ápice hasta que anocheció y oyó que la llamaban unas voces que sonaban muy lejanas, como ajenas al paraíso por el que ahora vagaba. Despertó de un pequeño sueño, sintiendo su cuerpo entero concentrado en algún punto del pecho, respiraba plenamente y en cada inhalación parecían subírsele a la boca todas las fisuras ocultas de su cuerpo que le seguían pidiendo caricias sin fin. La cosa no era fácil, el primo tenía novia formal
y el poco tiempo que le dejaba libre el trabajo tenía que dedicárselo; además era pescador y se embarcaba a veces durante toda una semana para ir a la anchoa
hasta Casablanca o donde fuera. Vila Real tenía todavía una industria conservera de cierta entidad cuyo prestigio venía de antiguo; de hecho su fundación se debió en parte a la abundancia de pesca de atunes, caballas o sardinas y sus correspondientes industrias de salazones, iniciadas por gentes del levante peninsular, sobre todo catalanes y valencianos que se asentaban en sus playas para la temporada de pesca y que vieron destruidos sus asentamientos por el terremoto de Lisboa y consiguiente maremoto. El marqués de Pombal, promotor del proyecto, con su racionalista sentido tan a la moda del XVIII, pretendió construir una ciudad donde todos pudieran ser controlados y fiscalizados, pero ellos no estaban dispuestos a financiar los gastos de una corona, ajena a sus sentimientos, con el sudor de cada captura; recogieron sus pertrechos y se trasladaron a la cercana playa española de La Higuerita
por donde los atunes se paseaban igualmente dos veces al año, y junto al pozo de José Faneca, del que salía una hermosa higuera que dio nombre a la isla en la que vivía el primer habitante de esos esteros, se asentaron junto con una buena porción de portugueses que quisieron acompañarles en su aventura. En cualquier caso, el intento del marqués de Pombal tampoco fue en vano, y en torno a ese pequeño lugar de San Antonio de Arenilla se erigió en menos de seis meses una villa racional y moderna al estilo de la época con sus calles rectilíneas y trazado cuadrilongo, imitando la Baixa de Lisboa (donde ya el citado marqués ya había hecho sus pinitos) A pesar de esa mencionada deserción, la industria conservera se convirtió en la base de su economía, que continuó creciendo hasta fines del siglo XIX, cuando el empresario portugués Sebastián Ramírez, creador o propulsor de un tipo de enlatados higiénicos de sardinas y otros pescados que se extendió por toda Europa, le dio el impulso definitivo montado allí su fábrica.
Ella le buscó con la persistencia que los adolescentes ponen en ese tipo de asuntos, no dejando día de acercarse al puerto a la llegada de las traineras, y la madre, que había comenzado a intuir que aquella niña estaba de alguna manera tocada por eso que los antiguos griegos llamaban fuego sagrado, ya no podía retenerla, se volvió respondona, al tiempo que reivindicaba unos derechos que ni ella misma tenía muy claros, y cuando se calmaba se la comía a besos, la ayudaba en la tareas domésticas y hasta echaba una mano al padre en ese oficio que odiaba… porque hasta el fin de sus días sintió que esos dos seres que le habían recogido eran lo más grande que tenía, algo que ningún dinero podría nunca comprar, tan oscuro y maravilloso que rayaba en lo divino, o lo era sin más, y lo hubiera entendido muy bien de conocer lo que sus predecesores romanos tenían tan claro, cuando a la muerte de sus progenitores les convertían en dioses lares. El muchacho la entreveía por allí mientras iba terminando la faena y al principio se hacía el loco, pero pronto ni los sarcasmos de los colegas consiguieron intimidarle; buscaban cualquier rincón para el desahogo, alguna caseta atestada de redes con un olor casi insoportable a pescado seco que a los dos volvía locos… hasta el punto de que ella se creyó totalmente enamorada, sin que el otro hubiera pronunciado una palabra en ese sentido. Sus ausencias la hacían tejer una red de ilusiones, típica de cualquier iniciación sexual, que ella confundía con el amor; aunque ese carácter rebelde que ya apuntaba maneras le evitó caer en la simple persecución del hombre, no pensaba suplicar a nadie jamás, además esos días de su ausencia eran mucho tiempo y ni siquiera tuvo que hacerse tantas reflexiones, pronto hubo otros que aliviaron sus ansias, pero siempre tuvo a ese primo por su primer amante, durante los coitos había confidencias íntimas y el muchacho tomaba precauciones para no preñarla, con el valor añadido del morbo que propiciaba el parentesco. Era un hombre legal
y se casó con la novia de siempre, a cuya boda acudió la prima y consiguió su último trofeo; no fue algo premeditado, había bebido tanto, a pesar de los manotazos de la madre, que tras cada sorbo se le aparecía más guapo, y no pudo o no quiso resistirse… él también había trasegado lo suyo y ya durante la comida se fueron erotizando, debido a los encontronazos que propiciaba la ronda obligatoria de agradecimiento, que el novio debía hacer tras las espaldas de los sentados comensales, y que ella circunvalaba en sentido contrario como si fuera una segunda novia, mientras iba tomando sorbitos de sus copas. Se comieron juntos el pastel de boda en la bodega de la quinta
, donde cantó en un escenario por primera vez, y aunque el público de ese día ya la hubiera escuchado en otras ocasiones, las miradas de toda esa gente expectante la envolvieron en un aura de exhibición artística que parecía provocar un placer añadido al cante y la enronquecida voz ganaba con ello... Tenía ya cerca de dieciséis años, una mujer en toda la extensión de la palabra, y su especial físico contribuía de alguna manera a redondear la imagen.
Escuchó el pitido del tren que partía del Hotel Guadiana, donde tenía su última parada… Habría llevado a algún cliente, una mujer acomodada de Lisboa a la que hubieran recomendado baños de yodo, al estraperlista de turno que viniera a cerrar un buen negocio, incluso a alguna guapa equívoca con el pelo rubio platino, de esas que casi no se permitían pisar el suelo porque a todas partes les llevaban en coche, pensándolo bien no le importaría nada cambiarse por una de ellas. Siempre que pasaba delante miraba la ecléctica fachada de azulejos de esa hospedería como si resumiera el manual del buen gusto, el hotel más elegante de la zona que contaba hasta con su propio apeadero de tren, y mandado edificar por los descendientes del mencionado empresario Sebastián Ramírez que llegaron a regentar un auténtico emporio conservero. Un edificio que el arquitecto Ernst Korroch fabricó en la avenida frente al río, aglutinando los estilos arquitectónicos de principios de siglo XX, entre los que acabó dominando un art nouveau muy portugués (similar al que se puso de moda en otras ciudades del país, que se integra maravillosamente en la construcción tradicional) Aunque su aparente ostentación y esa altura extra que lo elevaba un tanto en el espacio se diseñó para complacer la megalomanía del hijo del fundador de la citada industria, al tiempo que se le deslustraban los azulejos el edificio se iba imbricando cada vez más con los linderos, que también se iban adecuando a los nuevos tiempos. Le fastidiaba tremendamente el ver a menudo, sobre todo si hacía buen tiempo, a la familia del propietario sentada en una mesa del porche delantero, ante la que parecía que todo el mundo hubiera de descubrirse, raro el hombre que no se quitaba el sombrero al pasar, sobre todo si había señoras… Según decían eran de los más ricos de Portugal, aunque ella no contribuyera en absoluto a fomentar su fortuna, hasta los arenques los compraba de contrabando. ¡Ay! Si algún día atravesaba esa puerta se iban a enterar las señoronas, que ya habían empezado a criticarla sin que hasta el momento le hubiera sacado un escudo a ninguno de sus maridos.
De las que realmente estaba empezando a hartarse era de las vecinas, no de todas, alguna había a la que debía buenos favores, pero la mayoría hacía tiempo que le daba la espalda y hablaba mal de ella a la menor ocasión; siempre había pensado que era algo que le importaba un bledo, y le reventaba ese tonto escozor que sentía ante sus desprecios… Igual se creían que eso iba a hacerles a ellas mejores, a la mayoría daba pena verlas, amarillas de pura carencia de buenos alimentos, sus niños con los ojos pitañosos rodeados de unas eternas legañas que no había modo de eliminar, hasta le daban cierta lástima, y a menudo se sentía como un poco por encima de ellas; se daba un manotazo cada vez que esa reflexión le venía a la mente sin que pudiera explicárselo ¡Sería idiota! Con el tiempo le comentó ese pensamiento a Caetano, el amante más culto que iba a tener nunca, que la tranquilizó como sólo él sabía, mencionándole la frase de un poeta francés de nombre raro que le quedó grabada para siempre Vuestro desprecio me hace libre
, versión María, me evita perder el tiempo en quereros
¡Parecía escrita para ella! Además de hacerle ver que cierta gente que había sufrido sus mismas pesadillas en este mundo. La idea la consolaba en alguna medida, pero en cuanto pudiera se iría de allí, llevaba viviendo más de veinte años en la misma casa que los padres compraron con todo lo que llevaban ahorrado, y si ya era una ruina en su día, ahora se caía literalmente a pedazos, el marido le hizo un remozado cuando se casaron, con mejor intención que medios y ningún arte ¡Ahí seguía! Haciendo aguas por todos lados, ninguna ventana cerraba bien y cuando soplaba el viento, que era casi a diario, parecía que estuvieran en alta mar… Ese frío húmedo que no había forma de paliar por más que te echaras una porción de mantas, aunque no recordaba que eso le molestara cuando aún vivía la madre, capaz de convertir cualquier cuchitril en un palacio, y en esa cocina, que procuraba tener siempre limpia, mantenía a raya al mismísimo invierno, encendiendo temprano la placa para que ella pudiera lavarse bien en la pila. Recordaba con placer esos días de domingo en los que con su ayuda se fregoteaba entera y se ponía la ropa limpia que había estado calentándose en las cuerdas que colgaban sobre el fogón… La mesa con sus impolutas enagüillas en el centro, cubriendo la buena copa
de picón que ella sabía componer como nadie —En el bajo Guadiana
había todavía en la época bastantes carboneros que se pasaban buena parte de su vida en la sierra componiendo esos misteriosos conos de leña que acababan convertidos en los avíos del brasero, amén de servir para alimentar las fraguas y alguna pequeña industria de la zona— En ella hacía las tareas del colegio, que terminaba bien pronto, aprendía a zurcir calcetines y escuchaba la novela, audición a la que se apuntaba siempre la vecina costurera; con el tiempo, el padre apañó una estufa de gas y una hornilla que colocó sobre la cocina de hierro, que nunca más volvió a encenderse y el mundo empezó a degradarse… Desde entonces tenía metido en las entrañas el olor del butano que además acentuaba la humedad, cuando no provocaba algún accidente por las composturas caseras que se les fueron haciendo a gomas y llaves, y soñaba a diario con liberarse de ese cruz de todos los inviernos.
La relación con el primo le descubrió algo más que el placer, le gustaba el hombre en sí mismo incluso empezó a pensar que le necesitaba para sentirse completa; como cualquier mujer corriente de la época tenía ideas un tanto románticas sobre las relaciones amorosas y de vez en cuando se permitía soñar con uno que colmara todas sus ansias, presintiendo que, en ella, eso no vendría por el camino convencional. Durante esa larga adolescencia, prácticamente todos sus amantes tuvieron el mismo perfil, preferiblemente mayores y de zonas alejadas, probablemente por tratar de esconder sus inevitables deseos, pero sobre todo porque le gustaban los extraños ¡Mejor si eran extranjeros! El desconocimiento mutuo te convierte en un ser nuevo que puedes reinventar a tu antojo… A veces tonteó con algún paisano, también ellos utilizaban el otro lado de la raya para devaneos de ese tipo y el negocio del contrabando siempre estuvo relacionado con el de la prostitución. La zona caliente de las quintas
(usuales lugares de aprovisionamiento de los contrabandistas) se situaba en su mayoría en esos denominados montes
, poblados del Nordeste Algarvio, sobre todo de la zona de la Sierra de Alcoutín, que se encontraba a medio camino entre el Guadiana y la carretera que va de Vila Real de Santo Antonio a Mértola; en ellas debía parar necesariamente toda esa fauna relacionada con el tema, ya fuera para esperar aprovisionamiento, contactos, o que se pasara la amenaza del tipo que fuera, en forma de tormentas o carabineros. Si tenía buenas galas que ponerse se colaba en algún café de la Calle Real, donde solían parar los negociantes de más altos vuelos, hombres que buscaban placeres más refinados con mujeres jóvenes que todavía no se hubieran dado al vicio
, como se decía en la época… como si su madurez le impidiera relacionarse con los de su edad a los que encontraba insulsos; su amiga Graça, tan pobre como ella y a la que quería como a una hermana, la acompañaba algunas veces en sus devaneos, pero se acostumbró pronto a ir sola, la mayoría de las niñas de su edad no estaban en situación de compartir sus experiencias en ningún sentido.
No buscaba compañía masculina solo por el placer sexual, era especialmente sensible a la amistad, y en una época en la que, en Portugal, tocar temas de política constituía un acto casi subversivo, ella fue capaz de encontrarse con algunos de los hombres que en esos momentos estaban luchando contra el poder; así se enteró de que ese, según la propaganda oficial, maravilloso Estado Novo no era la única posibilidad. En su camino se cruzaron algunos de los disidentes políticos que pasaron por Vila Real, que quizás la veían tan desprotegida como ellos, y tan dispuesta a ofrecer sinceramente sus servicios que más de uno le brindó su confianza y ocasiones hubo con el tiempo de agradecérsela; aunque nunca dominó todas las claves que regían la política del país, le faltaban los conocimientos adecuados para enlazar las circunstancias históricas que les habían conducido hasta ese momento, con el tiempo tuvo claro los pilares básicos en los que se asentaba el salazarismo
. Ese anacrónico sistema político que pretendió prolongar, en el Portugal de pleno siglo veinte, las ideas decimonónicas sobre la importancia de los imperios y el mantenimiento de las sacrosantas tradiciones; aunque los que tuvieran que pagar las consecuencias de esa obsoleta ideología fueran los mismos de siempre, que hubieron de acostumbrarse a la pobreza endémica que el Estado presumía de practicar, hasta el punto de intentar darle la vuelta a la realidad con la proclamación de ese orgullosamente solos
pronunciado por el dictador ante el aislamiento internacional, que definía mejor que nada la perturbada ideología que quiso trasmitir a su desamparado pueblo, el cual, en cuanto la Europa desarrollada comenzó a despegar después de la Segunda Guerra Mundial, emigró a donde pudo, al igual que su vecino. La vida de María se fue enriqueciendo con todas esas aportaciones nuevas, y a los diecisiete años se encontró inmersa en una psiquis y un territorio que a su manera creía controlar, aunque ella también limpiaba, cosía y hablaba de novios como el resto de las chicas de su edad, su espíritu trascendía a esa realidad cotidiana y buscaba siempre lo extraordinario. Le gustaba descubrir vidas que estuvieran tocadas de alguna manera por el romanticismo, y las de esos hombres que luchaban en la sombra contra el poder tenían en la mayoría de los casos tintes suficientes para satisfacer su curiosidad… al igual que las de muchos que robaban sistemáticamente para poder sobrevivir, a pesar de los castigos que ello conllevaba, o las de los contrabandistas que exponían permanente su vida; parecía que la única forma de vivir con dignidad fuera contraviniendo las normas al nivel que a cada uno le tocara, justo la filosofía que necesitaba descubrir para afianzar su personaje de mujer fuerte y rebelde, pero capaz de sentir ternura y compasión por los desgraciados.
Todo ese orbe suyo encontró su epicentro en el puerto, a donde le gustaba ir aunque solo fuera para ver llegar y partir las canoas que hacían el trayecto entre Ayamonte y Vila Real, y ese espacio parcialmente acotado cobró un significado esencial en su particular mapa mental. Nunca llegó a gustarle del todo esa ciudad, pero necesitaba impregnarse de sus lugares recónditos, hecho que le ocurre a la mayoría de los que tienen alguna carencia afectiva del tipo que sea, debido a un problema físico o psíquico, que se refugian en los espacios marginales monumentales o naturales como otros en sus buenos salones; este le ofrecía la ventaja de un accesible territorio exótico
que de alguna manera dividía el espacio que ella podía abarcar, dejando a un lado la urbe convencional, se extendía hacia el sur entre una deslavazada zona de almacenes y chozos que se alargaba sin solución de continuidad hasta ese periférico mundo de los astilleros, ubicados casi ya sobre los arenales que terminaban en la solitaria punta de Monte Gordo, para acercarse al cual, había que tener más tiempo y otra disposición mental. Los pescadores se acostumbraron a su presencia como a la de la media docena de gatos que aparecían en cuanto empezaban a descargar y al igual que ellos, la niña no siempre estaba de buen humor, y sabían demás que no debían decirle cualquier cosa como a una chiquilla corriente ¡Era muy suya! Podía no caerle bien un piropo subido de tono, o sencillamente no tener ganas de hablar; la veían moverse por entre palos y redes con cierto aire de princesa mitológica que hubiera condescendido a hacer una parada allí y cuya imagen pudiera desvanecerse en cualquier momento. Como en cuanto pisaba la arena o sentía el mar cerca se quitaba los zapatos, se desplazaba sin hacer el más mínimo ruido, yendo a lo suyo con aspecto de tener una agenda muy apretada, aunque si estaba de buenas podía hasta regalarles una hermosa copla, que en su garganta siempre sonaba a algo glamuroso y mistérico, elevándoles unos instantes por encima de su humilde condición. En caso de tener necesidad de poner más tierra de por medio, lo que ocurría de tarde en tarde, no todos los días se embroncaba con alguien querido y necesitaba desaparecer, se acercaba hasta esas susodichas factorías, donde entre grandes cascarones de madera, podía camuflar discretamente su melancolía y encontrar la paz suficiente para recomponer los destrozos de su alma; los astilleros eran un laberinto de bultos de los más diversos tamaños, troncos, barriles de brea o hierros de mil formas, y medio escondida tras una colina de chatarra conseguía pasar desapercibida, mientras observaba el trabajo de los carpinteros o calafateadores, cuyos ruidos le llegaban envuelto en olor a madera recién cortada o al de cola mezclada con el vapor, salobre ya a esa altura, que expelía el agua del río, en lucha con la marea que amenazaba con anular su esencia. Desde el amanecer trabajaban allí un montón de hombres de todas las edades, hasta los niños y los viejos tenían cometidos no siempre remunerados… Como más de una vez, al final era descubierta, tuvo algún novio más entre ellos, pero todos se esfumaron cuando conoció a Lino y se enamoró como si acabara de inventar el concepto.
También era mayor que ella pero no lo suficiente para saber lo que se le venía encima con esa niña/mujer tan despierta, que con solo diecisiete años empezó a beberle los vientos una tarde de abril, cuando con los primeros calores, el muchacho se medio desnudó para que el sudor le corriera libremente y poder seguir trabajando. La boda tuvo que celebrarse sin más remedio, aunque con el tiempo recurrió varias veces a la curandera
, en aquellos momentos sintió algo muy fuerte unido a la concepción de esa criatura que tenía que ver con el amor que sentía por el padre y otras varias fuerzas irresistibles, como si deseara llenarse del amante hasta reventar ―El planteamiento me es ajeno, pero se lo he oído comentar a alguna amiga al respecto de su primer embarazo deseado, como también he escuchado confesiones de varios amigos que parecen delatar una idea muy primitiva del amor o la relación sexual, en el deseo de preñar a la mujer que adoraban por encima del placer del coito― Debió confundir un tanto ese ardor suyo con el amor de madre y lo vio justificado y hasta santificado por primera vez, como si ese hijo le diera el pasaporte válido para hartarse sin escrúpulos de ningún tipo; el niño y el enamoramiento le sujetaron un tiempo que no fue demasiado largo, aunque a ella sí se lo pareció… Durante unos años estuvo contándose las mismas manidas historias que la mayoría de las mujeres de este mundo, y junto con la invasión de los pañitos de ganchillo casi se podían escuchar los pensamientos sobre la bendición de un hogar, una familia respetable, casa decente, sitio en la sociedad… Pero el marido era sólo era un hombre, que además trabajaba muchas horas; eran los años cuarenta, las jornadas de trabajo de los dos países mucho más largas que las actuales, y el término weekend todavía no se había traducido a nivel popular, la mayoría de los días llegaba extenuado y únicamente los domingos se podía contar con él a un nivel medianamente decente
. La cosa no tardó mucho en quedar meridianamente clara y de los trapicheos con los que ella completaba el exiguo jornal del astillero, surgían muchas posibilidades que no siempre estaba dispuesta a rechazar.
El mundo del contrabando era lo que más le atraía de todo ese orbe humano que habitaba la zona, no tardó en enterarse que el padre utilizaba el carricoche para tareas un poco más fructíferas que las de la chatarra, moviendo bajo ella de un lado para otro todo lo que pillaba; el pueblo entero estaba enredado en el negocio, era rara la familia que no tenía algún miembro metido directamente en él… Todo el mundo trataba de sobrevivir al precio que fuera, en una época en la que hasta el pan era exorbitantemente caro y sólo los ricos podían permitírselo en abundancia. La participación se hacía a niveles parejos a la estructura social, hasta las mismas autoridades metían la mano en el negocio, y aunque María tuvo durante muchos años otras actividades más lucrativas, siempre estuvo relacionada con él de alguna manera; tenía tantas ramificaciones que era difícil eludirlo, en una época en la que además el trueque constituía una forma de economía bastante común, estaba tan acostumbrada a ir a comprar un corte de tela y entregar a cambio una botella de coñac o lo que correspondiera, cada precio del mercado tenía su equivalente en especie, que si alguien le hubiera dicho que aquello era ilegal se hubiera muerto de la risa… Con el tiempo lo utilizó porque no había otra forma de obtener un perfume fino, pero fue solo al final de su vida cuando tuvo que enterarse de verdad de las miserias que el negocio conllevaba. Durante los años cincuenta, antes de dedicarse a la prostitución de altura, solo se ocupaba de pequeños tratos que surgían sobre la marcha; cargaba con alcanfor que le seguía consiguiendo el primo (que a la vuelta de las aguas marroquís paraba en Isla Cristina o donde fuera que lo hubiera) y se lo llevaba a las burguesas, a las que no parecía correcto ir a determinados lugares para almidonarse las enaguas, y de sus casas salía con lentejas, tocino o lo que se terciara. El contrabando de la raya
es tan antiguo como el mismo concepto de frontera (que comenzó a forjarse allá por la Baja Edad Media, cuando después de echar a los musulmanes los distintos reinos se disputaron su territorio) y fue consolidando su carácter con los años, atravesando los avatares de la misma; por más bandos
que los gobernantes se cansaran de pronunciar, la gente tenía que comer y para conseguirlo no había otra que contravenirlos (de ahí el término tan adecuado al negocio). Si Vila Real era pobre en aquellos años, Ayamonte estaba en la miseria, los que habían conseguido sobrevivir a las purgas y demás formas del genocidio que acababa de asolar al país, se arrastraban como podían por ese larguísimo invierno de la posguerra. La zona cayó pronto en manos de los nacionales
, al día siguiente del alzamiento
los sublevados tomaron Huelva para evitar que la armada, fiel a la República, dominara el Atlántico, y por la necesidad de tener acceso libre al Portugal de Salazar que les ayudó en lo que pudo. A pesar del levantamiento de los milicianos y la organización de las huelgas mineras, la Columna Carranza
avanzó avasalladora y a fines de agosto había aplastado toda la provincia. El alcalde socialista de Ayamonte era un hombre moderado que al parecer intentó detener a los mineros, que a los pocos días del golpe militar aparecieron intentado destruir iglesias y otros desmanes típicos de la contienda… poco pudo hacer cuando los falangistas empezaron a fusilar gente solo por ser contrarios al régimen
. El siete de septiembre fue el día más negro de todos, sobrepasándose la cifra del centenar de muertos, según los datos de las fosas comunes recién descubiertas, y muchos hombres y hasta familias enteras tuvieron que esconderse en la sierra o apuntarse a la lucha: el campo quedó abandonado y debido al sistema de gran propiedad, sólo unos pocos señoritos
mantenían un nivel de vida decente. Lo único que palió un poco la miseria de la época fue el contrabando, a la inversa de lo que había ocurrido en los años anteriores, ahora eran los pobres portugueses
los que surtían al país de productos de primera necesidad, harina, huevos, gallinas y hasta cerdos atravesaban el Guadiana de noche por los más variopintos medios; el comercio era de tal magnitud que se acondicionaron un sinfín de habitáculos para su almacenamiento y distribución, solían ser ventas
de las afueras, o las mencionadas quintas
, como se les solía llamar en Portugal a esas casas grandes que, situadas en los cruces de caminos, servían de almacén, taberna u hospedería, según se terciara.
En una de esas quintas
empezó a cantar María para paliar un poco la estrechez del matrimonio, el glamur del enamoramiento se