La Experiencia de Dios

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ESTUDIOS

La experiencia de Dios: «Decid si por


vosotros ha pasado»
SALVADOR ROS GARCÍA
Segovia
«Una cosa sigue siendo cierta: que el ser humano
puede experimentar personalmente a Dios. Y vuestra
pastoral debería, siempre y en cualquier circunstancia,
tener presente esta meta inexorable... Ayudar al hom-
bre a experimentar que siempre ha estado y sigue
estando en contacto con Dios es hoy más importante
que nunca» (K. RAHNER, Palabras de Ignacio de Lo-
yola a un jesuita de hoy, Santander 1990, pp. 10 y
12) 1.

El tema de la experiencia, ajeno o secuestrado durante mucho


tiempo a las preocupaciones de la teología católica, entró por fin
en ella con fuerza en los años del Concilio Vaticano II, gracias a
la obra de autores como J. Mouroux, H. Bouillard, Y. Congar,
K. Rahner, H. U. von Balthasar, H. de Lubac, E. Schillebeeckx,
X. Zubiri, etc., que lo convirtieron en todo un «lugar teológico» y
en tema central de la misma 2. Esta novedad, de la que hoy ya nadie

1
Texto original de 1978 y considerado por el propio Rahner como su
posible testamento espiritual: cf. P. IMHOF-H. BIALLOWONS (eds.), La fe en tiem-
po de invierno. Diálogos con K. Rahner en los últimos años de su vida, Bilbao
1989, p. 124. Por mi parte, y como expresión de gratitud, quiero dedicar estas
páginas a Carmela, Carlos y Kika, cuya experiencia de Dios, precisamente, fue
el origen de nuestra amistad.
2
El secular olvido de la experiencia se explica, entre otros motivos, por
la reducción de la vida religiosa a doctrina, práctica externa, tradición cultural

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 63 (2004), 449-487


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se extraña, nos hizo comprender que sólo se puede hablar de Dios


con sentido sobre la base de experiencias humanas, empezando
porque la palabra «Dios» no es otra cosa que la lexicalización de un
símbolo basado en una experiencia, esto es, por debajo de la palabra
hay un símbolo que remite a su vez a una experiencia 3. Aparte de
que, cuando se viven momentos de cambios profundos, de serias
crisis religiosas como las que se han venido viviendo desde enton-
o pertenencia social, y por la desconfianza de las autoridades oficiales, sobre
todo después de Trento, ante el temor de que el recurso a la experiencia favo-
reciera un subjetivismo que tomase la propia experiencia y sus repercusiones
emocionales o afectivas como criterio de la propia justificación, eliminando así
la referencia a la norma eclesial y a su interpretación de la Escritura. «Uno de
los grandes fallos de la teología postridentina de la Gracia (y causa, a su vez,
de otros muchos déficits de dicha teología) ha estado en esa negativa a abordar
el tema de la experiencia de la Gracia; o, peor aún: en haber supuesto que el
tema estaba definitivamente saldado... y en negativo: no hay ni puede haber
experiencia de la Gracia. Esto se daba como “evidente” hasta que la genialidad
religiosa (aún más que la genialidad teológica) de un K. Rahner comenzó a
hurgar en esa evidencia y a cuestionarla» (J.I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de
hermano. Visión creyente del hombre, Santander 1987, p. 691). El Concilio
Vaticano II, aunque no hizo un desarrollo del tema como tal, y con un uso más
bien escaso del término –en sus 16 documentos la palabra experiencia aparece
49 veces (32 el sustantivo experientia y 17 el verbo experior), la mayor parte
de ellas en la constitución Gaudium et Spes (22 veces: 11 como sustantivo y
11 como verbo)–, contribuyó a preparar un clima apto para recibir la experien-
cia en teología. El texto más significativo a este respecto es el número 8 de la
Dei Verbum, sobre el progreso de la revelación «ex intima spiritualium rerum
experientia quam experiuntur intelligentia», con la experiencia dada de una
inteligencia más profunda de las cosas espirituales. Cf. T. ÁLVAREZ, «Experien-
cia cristiana y Teología Espiritual», en Seminarium 36 (1974) 94-109; F. GIL-
HELLÍN, Constitutio dogmatica de Divina Revelatione Dei Verbum. Synopsis,
Città del Vaticano 1993, pp. 64-65.
3
Como ya indicó E. SCHILLEBEECKX, Interpretación de la fe. Aportaciones
a una teología hermenéutica y crítica, Salamanca 1973: «El lenguaje sólo
comunica sentido cuando articula una experiencia compartida por la comuni-
dad» (p. 16). «El lenguaje teológico poseerá sentido únicamente en el caso
de que, de una u otra forma, tematice la experiencia, iluminándola, aclarándo-
la; y, viceversa, la experiencia de nuestro sentir en el mundo es la que debe
conferir sentido y realidad a nuestro hablar teológico. Si este presupuesto no
se cumple, o dicho de otra manera, si en nuestro lenguaje religioso de la fe
no se da expresión a la experiencia, este lenguaje será carente de sentido, y la
cuestión ulterior de si una interpretación nueva sea “ortodoxa” o “herética”
será ya a priori una cuestión superflua» (p. 19). «La pregunta por el sentido
precede lógicamente a la pregunta por la verdad. Y todo enunciado adquiere
sentido únicamente cuando, de una u otra manera, tematiza una experiencia»
(p. 130).
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ces, la búsqueda de respuestas tampoco podía quedarse en reformas


superficiales, en rehabilitación de fachadas, en operaciones de ciru-
gía estética; si son los fundamentos los que se conmueven, las res-
puestas tienen que llegar a los fundamentos; si el peligro es que se
hayan cegado las fuentes, es a las fuentes y al manantial que las
nutre adonde hay que llegar para encontrar una respuesta.
Afortunadamente, en estos últimos años se ha extendido en la
Iglesia la convicción de que el camino y el lugar para el encuentro del
hombre con Dios pasa por y consiste en la experiencia personal, por-
que «Dios se da a conocer en y mediante experiencias humanas» 4.
Con todo, sin embargo, creo que aún estamos lejos de una suficiente
claridad sobre lo que significa la experiencia de Dios, y más aún de
una acción pastoral adecuada que permita pasar de la convicción teó-
rica, de la justificación de su importancia, a la propuesta de formas
concretas, de caminos de iniciación, de ayudas para su desarrollo y de
maestros que acompañen y guíen en tales procesos 5.
Nuestro intento en estas páginas, más que abundar sobre el tema,
es ofrecer un resumen lo más claro posible para la recta compren-
sión y realización de la experiencia de Dios, o mejor, como pedía el
P. Rahner, para «ayudar al hombre a experimentar que siempre ha
estado y sigue estando en contacto con Dios» 6. Por otra parte, a
sabiendas de que éste es un tema más propicio para los relatos que
para las elucubraciones y los discursos conceptuales, queremos ha-
cerlo dejando hablar a los experimentados, recogiendo algunos de
esos relatos que nos permiten ver las distintas formas de la experien-
cia y lo esencial a todas ellas, aparte de que siempre dice más un
ejemplo –un testimonio– que mil argumentos.

4
E. SCHILLEBEECKX, «Experiencia y fe», en Fe cristiana y sociedad moder-
na, Madrid 1990, p. 94.
5
Cf. J. OÑATE LANDA, De la experiencia a la fe. Una propuesta pedagó-
gica, San Sebastián 2003; J. MARTÍN VELASCO, La transmisión de la fe en la
sociedad contemporánea, Santander 2002; ID., «La educación de la experiencia
religiosa en una sociedad secularizada», en Actualidad Catequética 141 (1989)
31-62; ID., «Los caminos de la experiencia. Aprender a padecer a Dios», en
¿Dónde está Dios? Itinerarios y lugares de encuentro, VIII Semana de Estu-
dios de Teología Pastoral, Estella 1998, pp. 37-90; ID., «La experiencia de
Dios, hoy», en Manresa 75 (2003) 5-25.
6
K. RAHNER, Palabras de Ignacio de Loyola, o. c., p. 12.
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1. EL FENÓMENO DE LA EXPERIENCIA

Aunque en opinión de los filósofos el concepto de experiencia


resulta complejo y huidizo, «difícil de definir», «uno de los menos
ilustrados y aclarados», de «los más vagos e imprecisos», «uno de
los conceptos más enigmáticos de la filosofía» 7, sin embargo, con
mayor o menor precisión, todos nos entendemos al hablar de ella, y
etimológicamente es, desde luego, muy sugestiva: el verbo latino
experior, al igual que el alemán erfahren, indica hacer un viaje
arriesgado, andar sin caminos, buscando los pasos; salir y pasar por
(a través de) lugares sin camino, explorando terrenos nuevos, atra-
vesando dificultades. De ahí que Ortega y Gasset pudiera decir,
medio en broma, que la experiencia es «pensar con los pies» 8, un
conocimiento que se adquiere viviendo, saliendo de uno mismo y en
contacto directo con la realidad, esto es, por medio de una relación
vivida, padecida.
Conscientes de su difícil definición, por tratarse precisamente de
un dato primario, nos acogemos aquí a la dada por Zubiri: «Expe-
riencia significa algo adquirido en el curso real y efectivo de la vida.
No es un conjunto de pensamientos que el intelecto forja con verdad
o sin ella, sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo
con las cosas. La experiencia es, en este sentido, el lugar natural de
la realidad» 9. La expresión de Zubiri es rigurosamente justa: la ex-
periencia es un haber vivido, patrimonio cobrado, recobrado peno-
samente al hilo de la vida.
La experiencia es un conocimiento obtenido por medio de una
relación vivida, distinto al obtenido por el discurso mental o por
la aceptación del saber de otro: «esto visto por experiencia –con-
cluye santa Teresa– que es otro negocio que sólo pensarlo y creer-
lo» (CV 6,3). He aquí, netamente diferenciados, esos tres tipos o
7
Expresiones respectivas de J. MOUROUX, L’expérience chrétienne. Intro-
duction à une théologie, Paris 1952, p. 19; H.-G. GADAMER, Verdad y método,
Salamanca 2003, p. 421; J. FERRATER MORA, Diccionario de Filosofía, vol. 2,
Madrid 1979, p. 1099; K. LEHMANN, Sacramentum Mundi, vol 3, Barcelona
1973, p. 72.
8
J. ORTEGA Y GASSET, «La idea de principio en Leibniz», en Obras Com-
pletas, VIII, Madrid 1962, pp. 174-177.
9
X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1951, p. 154.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 453

niveles de conocimiento, de adhesión a la realidad: pensar, creer,


experimentar. En la actividad del pensamiento, el sujeto se ocupa
en meras representaciones; en la creencia, se basa en noticias in-
directas que se fundan en la autoridad y veracidad de quien las
transmite; en la experiencia, en cambio, se da un conocimiento
directo, sabroso (de sapere), en el que se llega a saber algo no por
noticia externa, sino por haberlo vivido o padecido en el pro-
pio ser: un conocimiento que queda «imprimido en las entrañas»
(CV 6,4), por grabación, a modo de herida o sello. De la superio-
ridad de este conocimiento dan fe las felices exclamaciones tere-
sianas: «es cosa extraña cuán diferentemente se entiende de lo que
después de experimentado se ve» (V 13,12); «cuán diferente cosa
es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán
verdaderas son» (7M 1,7).
Por otra parte, como también es sabido, la misma expresión
experiencia de Dios suscita de por sí bastantes reticencias: el hom-
bre de la calle piensa enseguida en un fenómeno de tipo sentimental,
propio de personas fácilmente sugestionables; otros piensan en fenó-
menos parapsicológicos, extraordinarios; los filósofos y teólogos
objetan que al ser Dios el «totalmente otro», la experiencia que
podamos tener de Él no puede ser en absoluto como la que tenemos
de las realidades intramundanas. Sí, todo eso es verdad, aunque
también hay que decir que sólo puede darse en relación con alguna
experiencia intramundana (y casi siempre, además, muy ordinaria),
esto es, en acontecimientos de la vida diaria, porque como ya dije-
ron los antiguos: gratia supponit naturam, la gracia supone una
entidad creada, de la que Dios se posesiona para convertirla en foco
de su irradiación. De ahí la afirmación de santo Tomás, que «todo
cognoscente conoce a Dios implícitamente en todo lo que cono-
ce» 10, y la conclusión lógica a la que llegaba Zubiri: «la experiencia
de Dios no es una experiencia al margen de lo que es la vida coti-
diana: andar, comer, llorar, tener hijos... No es experiencia al mar-

10
STO. TOMÁS DE AQUINO, Questiones disputatae de veritate 22, 1 ad a 1.
«Conocimiento aposteriorístico de Dios desde y por el encuentro con el mun-
do», que decía también K. RAHNER, Curso fundamental sobre la fe. Introduc-
ción al concepto de cristianismo, Barcelona 1979, p. 74.
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gen de esto, sino es justamente la manera de experienciar en todo


ello la condición divina en que el hombre consiste» 11.
En este sentido, quizá convenga aclarar que la expresión expe-
riencia de Dios, no siempre bien entendida, tiene ante todo el sig-
nificado primordial de un genitivo subjetivo: experiencia procedente
de Dios, acontecimiento en el que Dios, presente desde siempre en
el hombre, haciéndolo ser y llamándolo a la unión con Él, se le
manifiesta. Por lo cual, como explicaba el mismo Zubiri, «el hom-
bre no es que tenga experiencia de Dios, es que el hombre es expe-
riencia de Dios, es formalmente experiencia de Dios» 12, de Dios que
se da, que se revela en cuanto que se encubre y se encubre en cuanto
que se revela, y sólo de ese modo, como revelación encubierta,
puede invitar al hombre a la fe 13.
11
X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Madrid 1984, p. 333. Y añadía a renglón
seguido: «El hombre, en efecto, tiene que habérselas en este mundo no con las
cosas y además con Dios, cuando de Dios se ocupa. No. El hombre se ocupa
de Dios pura y simplemente ocupándose con las cosas, con las demás personas.
El hombre tiene que ver en este mundo con todo, hasta con lo más trivial. Pero
tiene que ver con todo divinamente. Justo, ahí es donde está la experiencia de
Dios» (ibidem).
12
X. ZUBIRI, o. c., pp. 309, 317, 325. No es un acto humano de visión, sen-
timiento, imaginación, deseo o pensamiento que tenga a Dios por objeto. «La
experiencia de Dios no es la experiencia de un objeto llamado Dios... Dios no es
ni término objetual para el hombre ni es tampoco un estado suyo. Lo que sucede
es que el hombre está fundamentado, y que Dios es la realitas fundamentalis, por
lo que la experiencia de Dios por parte del hombre consiste en la experiencia de
estar fundamentado fundamentalmente en la realidad de Dios. Haciendo mi ser
fundamentalmente es como tengo experiencia de Dios» (p. 326).
13
La tesis fundamental de Zubiri es que la vida humana, toda vida humana,
es el decurso de una experiencia religiosa. «Por esto, sépalo o no lo sepa, todo
hombre tiene experiencia de Dios. No es la experiencia empírica de un objeto,
sino una experiencia metafísica de la fundamentalidad de su ser personal» (p.
204). «Decir que Dios es experiencia del hombre consiste pura y simplemente
en decir que está dándose al hombre en un darse que es experiencia» (p. 317).
Por lo que «la experiencia de Dios puede tener muchos matices. Uno de ellos es
descubrirla y el otro el tenerla encubierta» (p. 343). De manera que, «si el hom-
bre descubre la realidad fundamental, y el ateo no, es que el ateo, a diferencia
del teísta que ha descubierto a Dios, se encuentra con su pura facticidad encu-
briendo a Dios. No es carencia de experiencia de Dios. Es una experiencia en
cierto modo encubierta... Es necesario probablemente apurar aún más la expe-
riencia. Llegará seguramente la hora en que el hombre, en su íntimo y radical
fracaso, despierte como de un sueño, encontrándose en Dios y cayendo en la
cuenta de que en su ateísmo no ha hecho sino estar en Dios» (pp. 343-344).
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 455

Gracias a la experiencia se des-cubre algo que estaba justamente


ahí, pero escondido, una realidad invisible escondida en lo visible,
y que se me ofrece con un sentido y una significación última. Lo
que acontece en la experiencia, por tanto, es una revelación (no en
sentido mítico, sino fenomenológico), en cuanto que cada aconteci-
miento oculta en sí algo revelable que aspira a ser revelado, y a
través del cual terminamos descubriendo que Dios no llega a noso-
tros desde los confines de una trascendencia incandescente, sino
desde los de su misteriosa humanidad 14.
Todo esto, efectivamente, nos lleva a plantear la relación que
existe entre fe y experiencia; una relación tan estrecha que las hace
inseparables, que no puede darse una sin la otra, ni realizarse tam-
poco independientemente, por caminos distintos, como si algunas
personas pudieran ver, tocar, sentir a Dios (tener experiencia) y
otras, en cambio, tuvieran que conformarse con creer, con asentir a
la experiencia de aquéllas. A esta falsa oposición entre fe y expe-
riencia condujo una mala lectura del texto evangélico sobre la incre-
dulidad de Tomás: «Porque me has visto has creído; bienaventura-
dos los que creen sin haber visto» (Jn 20,29), y la misma definición
tradicional de la fe como «creer lo que no vimos», reduciendo la fe
a creencias.

2. FE Y EXPERIENCIA

Se entenderá mejor si partimos de algún hecho concreto. En


1969 José María Gironella preguntó a cien españoles famosos si
creían en Dios. Casi todos respondieron afirmativamente 15. Pero lo

14
La trascendencia de Dios no es la que nosotros pensamos. Dicho de
nuevo con Zubiri: «La trascendencia de Dios no es un estar más allá de las
cosas... la trascendencia es justamente un modo de estar en ellas, aquel modo
según el cual éstas no serían reales en ningún sentido, sino incluyendo formal-
mente en su realidad la realidad de Dios, sin que por ello Dios sea idéntico a
la realidad de las cosas... Y esto es lo esencial de la trascendencia divina: no
es ser “trascendente a” las cosas, sino ser “trascendente en” las cosas mismas»
(X. ZUBIRI, El hombre y Dios, p. 175). Dios está presente en el hombre, de
modo que cualquier aspecto humano puede adquirir significado religioso.
15
J. M.ª GIRONELLA, Cien españoles y Dios, Barcelona 1971.
456 SALVADOR ROS GARCÍA

curioso del caso es que, al preguntarles a continuación si habían


tenido alguna experiencia, respondieron negativamente. Por lo visto,
en aquellos años todo el mundo creía en Dios, pero nadie tenía
experiencia de Dios. Veinticinco años después, interrogó a otros
cien españoles famosos. Esta vez, aproximadamente la mitad creían
en Dios y la otra mitad no. Pero, al igual que había ocurrido en la
primera encuesta, casi todos los que se declararon creyentes dijeron
no haber tenido nunca ninguna experiencia religiosa digna de men-
ción. José María Aznar añadió incluso: «Tampoco la espero ni ex-
perimento deseo alguno de ella» 16. No hay que ser muy perspicaces
para descubrir enseguida la contradicción que anida detrás de estas
respuestas, el «divorcio entre fe y experiencia» que dice Schille-
beeckx 17, pues lo más importante de la fe no es la adhesión intelec-
tual a unas verdades, sino precisamente la experiencia íntima de
Dios: «El concepto de experiencia –advertía H. U. von Balthasar– es
indispensable si se concibe la fe como el encuentro de todo el hom-
bre con Dios» 18. De manera que una fe en la que faltase toda expe-
riencia sería una falta de fe disimulada por la aceptación de una
doctrina o la sumisión a unas normas, todo eso que llamamos creen-
cias, para distinguirlas de la fe misma, y sin la cual serían como un
paquete primorosamente envuelto, pero que no contiene nada.
Muchas veces, lo que la gente suele llamar «dudas de fe», no
son más que «dificultades de creencias», dificultades con nuestras
ideas de Dios, pero que en realidad no suponen ningún peligro para
quien tenga una experiencia personal de Dios, porque en ese caso la
experiencia de fe sabe convivir con la duda –o como dijo el cardenal
Newman, «diez mil dificultades no hacen una duda» 19– ya que ésta

16
ID., Nuevos cien españoles y Dios, Barcelona 1994, p. 50.
17
E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Madrid
1982: «En mi opinión, semejante divorcio entre fe y experiencia es una de las
principales causas de la crisis actual entre los cristianos fieles a la Iglesia» (p.
21). Lo había dicho también el Concilio Vaticano II: «El divorcio entre la fe
y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves
errores de nuestra época» (GS 43).
18
H. U. VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, vol. I, Madrid
1985, p. 201; J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid
1995, p. 42.
19
J. H. NEWMAN, Apología «pro vita sua», Madrid 1977, p. 187.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 457

acaba siendo una oportunidad para conocer mejor a Dios. Esa era
también la convicción de Tolstoi: «Si te viene la idea de que es falso
todo lo que pensabas sobre Dios y de que no hay Dios, no te asustes
por eso. A muchos les sucede así. Si un salvaje deja de creer en su
dios de madera, no es porque no haya Dios, sino porque el verda-
dero Dios no es de madera» 20.
En una situación de cristiandad, o de cristianismo nacional,
donde teóricamente todos tienen fe, nunca se sabe si se tiene fe
en Dios o en quienes hablan de él. En los años sesenta, como
acabamos de ver, bastaba con dejarse llevar para ser cristiano. Hoy,
quien se deje llevar, precisamente por dejarse llevar, habrá dejado
de ser cristiano 21. A eso se refería el famoso pronóstico de Karl
Rahner cuando dijo que «el cristiano del futuro o será un “místi-
co”, es decir, una persona que ha “experimentado” algo, o no será
cristiano, porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en
una convicción unánime, evidente y pública, ni en un ambiente
religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión
personales» 22.
Quizá la palabra «místico» suene demasiado fuerte, pero el
mismo Rahner matizaba su significado cuando añadió que se refería
simplemente a «una persona que ha experimentado algo». La expe-
riencia mística puede alcanzar grados muy diferentes de intensidad.
Ya santa Teresa advertía que en eso de la unión con Dios «hay más
y menos» (5M 1,2; 2,1). Existe la experiencia mística de genios
como Teresa de Jesús o Juan de la Cruz, y existe también lo que
Luis González-Carvajal ha llamado «mística de baja intensidad» 23.
Lo importante es que exista alguna experiencia, porque en ese caso,
20
Cit. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Esta es nuestra fe. Teología para universi-
tarios, Santander 1984, p. 128.
21
Ya en el siglo XIX anunció J. H. Newman que una simple fe heredada
llevaría a las personas cultas a la indiferencia y a las personas sencillas a la
superstición: «una simple fides implícita en las palabras de la ecclesia docens
corre el riesgo de acarrear la indiferencia entre las clases cultivadas y, entre los
más pobres, la superstición» (The Rambler, julio de 1859, p. 230, cit. en J.
GUITTON, El seglar y la Iglesia, Madrid 1969).
22
K. RAHNER, «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de Teología,
vol. VII, Madrid 1969, p. 25.
23
L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Los cristianos del siglo XXI. Interrogantes y
retos pastorales ante el tercer milenio, Santander 2001, p. 97.
458 SALVADOR ROS GARCÍA

como escribía hace poco Juan Martín Velasco, hay menos distancia
entre quienes realizan la experiencia mística en sus grados más ele-
mentales y quienes la realizan en sus niveles más altos «que la que
separa a los primeros de los que “no han pasado por ahí”; de los
que, por muy meticulosa que sea su práctica religiosa y por muy
extenso y profundo que sea su conocimiento de las doctrinas religio-
sas, no han realizado personalmente, no han vivido el contacto con
el Misterio al que se refiere su fe» 24.
Todo esto quiere decir que no hay fe sin experiencia, que la fe
requiere experiencia y está llamada a desarrollarse en experiencia.
Pero también que ésta es fruto de aquélla, pasa por y se desarrolla
en el interior de la fe, donde se realiza como experiencia acogida:
«Yo sé que quien esto no creyere no lo verá por experiencia» (1M
1,4), advertía santa Teresa, en cuya afirmación resuena el eco de una
larga tradición cristiana: «Cree y verás, pues quien no crea no tendrá
experiencia, y quien no tenga experiencia no conocerá» 25. Las múl-
tiples experiencias, por más gustosas y ciertas que sean, proceden
siempre de la fe, medio único para la unión con Dios, como repite
una y otra vez san Juan de la Cruz: «el alma no se une con Dios en
esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por el imaginar, ni por
otro cualquier sentido, sino sólo por la fe según el entendimiento, y
por esperanza según la memoria, y por amor según la voluntad» (2S
6,1). En la fe Dios no se hace objeto de nuestros actos, sino luz
gracias a la cual todo aparece de forma nueva; de ahí que la expe-
riencia de Dios se dé para el hombre en los acontecimientos de la
vida humana a la nueva luz que abre para ellos la aceptación creyen-
te, esperanzada y amorosa de Dios.
La experiencia y la fe, por tanto, son correlativas, se necesitan
mutuamente y crecen juntas en un proceso de trascendimiento por el
que Dorothee Sölle llegó a decir que «sólo se puede “creer” cuando
ya se ha muerto alguna vez» 26 (por cuanto que la fe tiene algo de
expropiación de sí mismo), desde experiencias profundas como la
24
J. MARTÍN VELASCO, El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid
1999, p. 291.
25
Cf. H. U. VON BALTHASAR, o. c., p. 255s.
26
D. SÖLLE, Viaje de ida. Experiencia religiosa e identidad humana, San-
tander 1977, p. 34.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 459

que ella vivió con motivo de su separación matrimonial y tres años


de lucha contra la idea del suicidio:
«Aquella muerte supuso para mí la total destrucción de mi
primer proyecto vital. Todo aquello sobre lo que yo había
construido, lo que había esperado, creído y deseado, quedaba
aniquilado. Supongo que será algo semejante a la experiencia
de la muerte de un ser muy querido, sólo que en la historia de
un matrimonio y de su separación juega necesariamente un
papel mucho más importante el momento de culpabilidad y la
conciencia de haber olvidado, omitido o hecho mal algo en
forma irreparable, conciencia que no puede ser acallada por
ninguna especie de fatalismo. He necesitado más de tres años,
no para «despacharla», sino únicamente para sobreponerme a
las sugestiones al suicidio que me acompañaban constante-
mente. El deseo de morir era la única esperanza, el único
pensamiento. En un talante semejante, durante un viaje a tra-
vés de Bélgica, entré una vez en una de esas iglesias góticas.
La expresión «orar» me parece ahora falsa: toda yo era un
grito. Grité pidiendo ayuda, y esa ayuda sólo podía imaginár-
mela de dos maneras: o que mi marido volviese a mí o que yo
muriese, finalizando así para siempre este morir constante. En
esa iglesia, absorta yo en mi clamor, me vino a la mente una
palabra de la Biblia: «Que te baste mi gracia».
Yo debía estar por entonces en pleno túnel. No sabía en
verdad qué podía significar la palabra teológica «gracia»,
cuando toda la realidad de mi vida tenía que ver con ella. Pero
«Dios» me «había dicho» precisamente esa frase. Salí de la
iglesia y desde aquel momento ya no volví a pedir que mi
marido volviese a mí (todavía seguí por mucho tiempo pidien-
do el poder morir). Comencé a aceptar con la dimensión de
una cabeza de alfiler que mi marido siguiese otro camino, su
propio camino. Me sentía acabada y Dios había hecho añicos
mi primer proyecto. Él no me había consolado como un psi-
cólogo que me explicase que eso era previsible, no me propu-
so los atemperantes que suelen ser corrientes en la sociedad:
me tiró rostro por tierra. No se trataba ni siquiera de la muerte
460 SALVADOR ROS GARCÍA

que yo deseaba; tampoco era, por supuesto, la vida. Era otra


clase de muerte.
Posteriormente he constatado que todos los que creen,
cojean un poco, como Jacob después de haber luchado con el
ángel. Esto no se lo puede uno desear a nadie, pero tampoco
se lo puede evitar por indoctrinación. La experiencia de la fe
es igual de insustituible que la del amor físico. El que la
gracia realmente «baste» para vivir y que «nada» nos pueda
separar del amor de Dios, ni siquiera la propia muerte, son
experiencias que podemos relatar a posteriori, pero que no
podemos anticipar planificándolas o construyéndolas» 27.

3. LAS VARIEDADES DE LA EXPERIENCIA

El título de este apartado nos recuerda el de la famosa obra de


W. James 28, que abrió camino a toda una serie de reflexiones sobre
las incontables formas de la experiencia religiosa, «tantas como
hombres hay religiosamente dotados en la tierra», que diría después

27
ID., o. c., pp. 35-37. Así como en la noche, valga la expresión, «todos
los gatos son pardos», en el horizonte de la experiencia todas las cosas hablan
de lo mismo, también la Escritura, y de ahí su valor para el reconocimiento de
la experiencia. De sobra conocía ella el texto «Te basta mi gracia, la fuerza se
realiza en la debilidad» (2Cor 12, 9), pero ahora, en el ámbito de la experien-
cia, el efecto es otro. Expresiones parecidas ponía Rahner en boca de san
Ignacio sobre su experiencia en Manresa: «Dios mismo. Era Dios mismo a
quien yo experimenté; no palabras humanas sobre Él. Lo que digo es que
sucedió así; y me atrevería incluso a añadir que, si dejarais que vuestro escep-
ticismo acerca de este tipo de afirmaciones (escepticismo amenazado por un
subrepticio ateísmo) llegara a sus últimas consecuencias y desembocara en la
amargura de vivir, entonces podríais hacer esa misma experiencia. Porque es
precisamente entonces cuando se produce un acontecimiento en el que (junto
a la pervivencia biológica) se llega a experimentar la muerte como algo radical;
y es en ese mismo instante cuando Dios se ofrece a sí mismo. (No es de
extrañar, pues, que yo mismo estuviera a punto de quitarme la vida en Man-
resa). Y aunque esa experiencia ciertamente constituye una gracia, ello no
significa que en principio se le niegue a nadie» (K. RAHNER, Palabras de Ig-
nacio de Loyola, o. c., p. 8).
28
W. JAMES, Las variedades de la experiencia religiosa, Barcelona 1986
(ed. inglesa 1902).
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 461

otro famoso psicólogo 29. Esa multiforme variedad explica también


los múltiples intentos de clasificación por parte de analistas y estu-
diosos. A título de ejemplo, Martín Velasco las ha descrito en seis
grandes grupos: 1) experiencias oceánicas que ponen al sujeto ante
el umbral de lo sagrado, con testimonios como los de E. Ionesco,
Arthur Koestler, Romain Rolland; 2) experiencias claramente reli-
giosas, de presencia de Dios con o sin mediación perceptiva, en las
que incluye los relatos autobiográficos de santa Teresa (V 27-28) y
de Manuel García Morente; 3) experiencias místicas de unión con
Dios, no puntuales o esporádicas, sino como estado habitual, cual se
refleja en santa Teresa y san Juan de la Cruz; 4) experiencias de la
gracia o de la vida cotidiana, como las descritas por el Padre Rah-
ner; 5) experiencias carismáticas de visión, aparición o revelación
particular, el oír voces como Juana de Arco o el ver la figura de la
Virgen María como Bernardette Soubirous; y 6) experiencias reli-
giosas bajo formas no religiosas, la experiencia de la nada, la ausen-
cia de Dios, manifestaciones del nihilismo contemporáneo en las
que el misterio brilla literalmente por su ausencia 30.
Aquí, a riesgo de ser demasiado simplistas, vamos a detenernos
sólo en dos tipos de experiencias: las que podrían considerarse de
carácter extraordinario y las de forma más ordinaria, en hechos de
la vida cotidiana. En cuanto a la primera, de manera extraordinaria
y en circunstancias especiales, es la que vivió el filósofo Manuel
García Morente en su exilio de París, «en la noche del 29 al 30 de
abril de 1937, aproximadamente a las dos de la madrugada», cuando
tras escuchar el oratorio de Berlioz La infancia de Cristo, que le
sumergió en una deliciosa paz, de repente sintió que Cristo estaba
con él en la habitación; experiencia que, tres años después, en sep-

29
G. W. ALLPORT, The individual and his religion. A psychological inter-
pretation, London 1951, p. 30. Ya lo dijo también el poeta León Felipe: «Nadie
fue ayer,/ ni va hoy,/ ni irá mañana/ hacia Dios/ por este camino/ que yo voy./
Para cada hombre guarda/ un rayo nuevo de luz el sol.../ y un camino virgen/
Dios» (Versos y oraciones de caminante, Buenos Aires, 1963, p. 35), camino
que tiene que ver con los rasgos de su personalidad, de su carácter, con el
itinerario de su formación y con el conjunto de su biografía.
30
Cf. J. MARTÍN VELASCO, «Las variedades de la experiencia religiosa», en
A. Dou (ed.), La experiencia religiosa, Madrid 1989, pp. 19-74; ID., La expe-
riencia cristiana de Dios, Madrid 1995, pp. 19-35.
462 SALVADOR ROS GARCÍA

tiembre de 1940, puso por escrito en setenta cuartillas de letra bien


apretada y con ese título precisamente de El «hecho extraordina-
rio», un relato que «sigue el itinerario clásico de los grandes en-
cuentros con Dios» y además de «tal claridad, que bien podría servir
para exponer en el aula el fenómeno místico» 31:
«En el relojito de pared sonaron las doce de la noche. La
noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz
extraordinaria... Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan
minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el
hilo de los sucesos en el momento en que me despertaba bajo
la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir
exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turba-
ción, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarra-
ble, que iba a suceder ya mismo, en ese mismo momento, sin
tardar. Me puse de pie tembloroso y abrí de par en par la
ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.
Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé
petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no
lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más
luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una
o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no
tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí.
Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le per-
cibía; percibía su presencia con la misma claridad con que
percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro
sobre blanco– que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sen-
sación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el
olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente,
con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de
que era Él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones.
¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí
presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar
31
Dicho así, respectivamente, por F. CASTELLI, «L’aventura spirituale del
filosofo García Morente», en La Civiltà Cattolica 4 (1957) p. 557, y P. SÁINZ
RODRÍGUEZ, «Manuel García Morente. Aula de honradez», en ABC 26 de di-
ciembre de 1985.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 463

nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se


me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener
nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en
mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la con-
vicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnoti-
zado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y
que hubiera deseado que todo aquello –Él allí– durara eterna-
mente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo
gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo
sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo
pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia,
que dijérase no tenía corporeidad, como si yo todo hubiese
sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una
caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que ema-
naba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como
la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna
sensación concreta de tacto.
¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé.
Terminó. En un instante desapareció... ¿Cuánto tiempo duró
su presencia? Ya he dicho que no lo sé... Puede ser que
Su presencia no haya durado más que minutos o incluso un
brevísimo instante. No tengo sobre esto ninguna convicción
firme.
Como el recuerdo del Hecho vivido por mí no se aparta de
mi espíritu, y no ha habido día, desde que me aconteció, que
no lo rememore y piense en Él, poco o mucho, no es extraño
que en mis lecturas esté siempre atento a ver si encuentro
descrito en alguna parte algo de lo que yo experimenté. Hace
poco tiempo leí un pasaje de Santa Teresa en donde se descri-
be algo parecido. Está en el capítulo 27 de la Vida... El hecho
aquí descrito por la Santa es, pues, justamente el que yo viví:
una percepción sin sensaciones, una percepción puramente
espiritual. Hay, sin embargo, diferencias profundas entre la
vivencia tenida por la Santa y la tenida por mí. A la Santa
acompáñale la presencia de Nuestro Señor largo tiempo, días
y días, es decir, habitualmente. A mí no. Fue sólo un breve
464 SALVADOR ROS GARCÍA

espacio de tiempo, quizá segundos, quizá una hora, en la noche


del 29 al 30 de abril de 1937. Y no ha vuelto a repetirse
jamás» 32.

Pero esa experiencia, así descrita, como algo único e irrepetible,


no tiene por qué ser un «hecho extraordinario», puesto que «Dios no
está lejos de ninguno de nosotros, sino que en él vivimos, nos
movemos y existimos» (Hch 17,27-28; Rom 10,8). San Juan de la
Cruz lo expresó con toda claridad: «Dios está como el sol sobre las
almas para comunicarse a ellas» (LB 3,47). No es manifestación
divina lo que falta, sino receptividad humana. «¡Señor, Dios mío!,

32
M. GARCÍA MORENTE, El «hecho extraordinario», 2.ª ed., Madrid 1999,
pp. 41-46. En cuanto a los criterios de discernimiento, el autor no tiene incon-
veniente en considerar esa experiencia como una especie de alucinación, «pro-
ducto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz» (p.
37), pero reconoce a renglón seguido que aquello «tuvo un efecto fulminante»
en su alma. En primer lugar, de reconocimiento, ahora ve lo que antes no veía:
«Ese es Dios, ese es el verdadero Dios; esa es la Providencia viva –me dije a
mí mismo–. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hom-
bres, que sufre con ellos, que los consuela» (pp. 37-38). Y en segundo lugar,
la entrega de la propia voluntad, de la propia vida, expresada en las palabras
del Padrenuestro: «Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y
¡horror! ¡se me había olvidado. Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndo-
me mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocu-
rrían buenamente; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padre-
nuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí
fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos, logré restablecer
íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas... Sea lo que fuere,
el hecho es que me veía a mí mismo hecho otro hombre... Y postrado de
rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de París, recité con
íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando libremente mi voluntad
en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo» (pp. 38-41). Él mismo,
además, concluye con una excelente interpretación: «A lo sumo, podría quizá
suponer que Dios, queriendo afianzar mi conversión con una gracia tan profun-
da que se me grabase inolvidablemente en mi alma, permitió que se produjese
en mi mente ese fenómeno subjetivo cuyo recuerdo indeleble fuese capaz de
ayudarme a perseverar victorioso frente a todas las asechanzas, dificultades e
inconvenientes que por necesidad habían de oponerse a mi vocación» (p. 50).
Cf. J. MARTÍN VELASCO, «La conversión de Manuel García Morente. Breve
comentario de su relato autobiográfico», en La experiencia cristiana de Dios,
Madrid 1995, pp. 215-238; ID., «La experiencia de Dios y los criterios de su
autenticidad. A propósito de un texto de Manuel García Morente», en Revista
Española de Teología 57 (1997) 129-143.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 465

no eres Tú extraño a quien no se extraña contigo. ¿Cómo dicen que


te ausentas Tú?» (D 49). De manera que si sus visitas nos resultan
extrañas, extraordinarias, no se debe a la falta de actos de presencia
por su parte, sino a la falta de atención por la nuestra. Lo realmente
extraño sería que la experiencia de Dios se realizase sólo en acon-
tecimientos especiales, al margen de la vida. Esos momentos espe-
ciales habría que verlos más bien como llamaradas que surgen al
soplo de determinadas circunstancias, cuando el Espíritu quiere, pero
que tienen su rescoldo en una persona toda ella habitada, en una
vida toda ella visitada 33.
Teniendo en cuenta la afirmación de Zubiri, que la realidad se
hace presente, se manifiesta originariamente en la vida como expe-
riencia y en cuanto experiencia 34, vamos a referirnos ahora a esas
otras experiencias de la vida ordinaria, en las que, sin necesidad de
hechos extraordinarios, el hombre puede descubrir la presencia gra-
tificante de Dios sosteniendo su ser y abriéndolo más allá de sí
mismo, «hallando a nuestro Señor Dios en todas las cosas», como
decía san Ignacio en su famosa carta 35. A este tipo de experiencias
se refería Karl Rahner con el nombre de «experiencia de la gracia»,
«experiencia del espíritu», la «mística de cada día», descritas con
todo detalle y en términos muy convincentes:
«¿Podemos tener en esta vida una experiencia de la gracia
de Dios?... ¿Hemos tenido en alguna ocasión la experiencia de
33
Así lo cree también J. MARTÍN VELASCO, «La experiencia de Dios, hoy»,
en Manresa 75 (2003) p. 20: «Durante mucho tiempo han sido las experiencias
de trascendencia y las basadas en el sentimiento de la presencia de Dios las que
representaban los modelos y el prototipo de toda experiencia cristiana, mientras
que las que ahora llamamos experiencias de Dios en medio de la vida eran
consideradas el eco de esos otros momentos culminantes, la lava ya enfriada de
la erupción incandescente que representarían las experiencias extraordinarias.
Hoy, en cambio, somos muchos los que pensamos que son las experiencias en
la vida diaria las que constituyen la base de toda otra experiencia y que las
llamadas experiencias extraordinarias son una especie de llamarada que produ-
cen las brasas de las experiencias en la vida ordinaria».
34
X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 1951, p. 154.
35
Carta al P. Antonio Brandao, 1 junio 1551. A eso se refería también
santa Teresa con su célebre expresión «entre los pucheros anda el Señor» (F
5,8). Y ese es el secreto de todos los místicos de todos los tiempos, que saben
ver a Dios en todo.
466 SALVADOR ROS GARCÍA

lo espiritual en el hombre?... De todo esto sólo se puede hablar


tímidamente, aludiendo tal vez a casos en que es posible pen-
sar en una experiencia espiritual de Dios... ¿Hemos callado en
momentos en que quisiéramos habernos defendido de algún
trato injusto? ¿Hemos perdonado aun sin recibir recompensa
ninguna por ello, aun cuando nuestro perdón callado fue acep-
tado como algo perfectamente natural?... ¿Hemos hecho algún
sacrificio sin que nuestro gesto haya merecido ningún agrade-
cimiento ni reconocimiento, incluso sin sentir una satisfacción
interior? ¿Nos hemos decidido en alguna ocasión a hacer algo
siguiendo exclusivamente la voz de la conciencia, sabiendo
que debíamos responder solo de nuestra decisión, sin poder
explicársela a nadie?... ¿Hemos tratado alguna vez de actuar
puramente por amor a Dios, cuando no nos arrebataba ningún
entusiasmo, cuando nuestra acción parecía un salto en el vacío
y casi resultaba absurda?... ¿Tuvimos algún gesto amable para
alguien sin esperar la respuesta del agradecimiento, sin sentir
siquiera la satisfacción interior de ser desinteresados?... Si
encontramos tales experiencias en nuestra vida es que hemos
tenido la experiencia de Dios a que nos referimos: la expe-
riencia de lo Eterno» 36.

Este tipo de experiencias corresponden a la estructura misma del


hombre, y por eso son accesibles a todo hombre, como el mismo
Rahner reiteraba en otros lugares de su abundante obra teológica:
«Cada persona la realiza según su situación histórica e
individual. El hombre sólo debe admitirla y desenterrarla de
entre los escombros del quehacer diario. Permítasenos decir
otra vez, a pesar de que estemos repitiendo lo mismo siempre
y casi con las mismas palabras que: cuando se da una esperan-
za total que prevalece sobre todas las demás esperanzas par-
ticulares, que abarca con su suavidad y con su silenciosa pro-
mesa todos los crecimientos y todas las caídas; cuando se
acepta y se lleva libremente una responsabilidad donde no se
36
K. RAHNER, «Sobre la experiencia de la gracia», en Escritos de Teología,
vol. III, Madrid 1961, pp. 103-105.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 467

tienen claras perspectivas de éxito y de utilidad; cuando se


acepta con serenidad la caída en las tinieblas de la muerte
como el comienzo de una promesa que no entendemos; cuan-
do se da como buena la suma de todas las cuentas de la vida
que uno mismo no puede calcular pero que Otro ha dado por
buenas, aunque no se puedan probar; cuando se corre el riesgo
de orar en medio de tinieblas silenciosas sabiendo que siem-
pre somos escuchados, aunque no percibimos una respuesta
que se pueda razonar o disfrutar; cuando uno se entrega sin
condiciones y esta capitulación se vive como una victoria;
cuando el caer se convierte en un verdadero estar de pie;
cuando se experimenta la desesperación y misteriosamente se
siente uno consolado sin consuelo fácil... Allí está Dios y su
gracia liberadora; allí conocemos a quien nosotros, cristianos,
llamamos Espíritu Santo de Dios; allí se hace una experiencia
que no se puede ignorar en la vida... Esta es la mística de cada
día, el buscar a Dios en todas las cosas. Aquí está la sobria
embriaguez del Espíritu de la que hablan los Padres de la
Iglesia y la liturgia antigua y a la que nos está permitido
rehusar o despreciar por su sobriedad» 37.
37
ID., Experiencia del Espíritu, Madrid 1977, pp. 47-53. Todas estas ex-
periencias coinciden en que el sujeto que las realiza, más que percibir la pre-
sencia de Dios visiblemente, sensiblemente, percibe que no habría sido posible
vivir lo visible sino como un regalo de lo invisible, como una auténtica gracia.
Son experiencias en las que, como se decía en aquel canto litúrgico, «cuando
un pobre nada tiene y aún reparte/, cuando un hombre pasa sed y agua nos da/,
cuando el débil a su hermano fortalece/, va Dios mismo en nuestro mismo
caminar», porque dar de beber a alguien que tiene sed no deja de ser una
experiencia humana, pero cuando eso se hace teniendo uno mismo sed, con o
sin conciencia de lo que se hace, es indudable que va Dios mismo en nuestro
mismo caminar. En momentos así, cuando parecía que nuestra generosidad se
había agotado, y ejercemos una generosidad que sólo puede venir de más allá
de nosotros mismos; cuando nos parecía imposible perdonar, y nos encontra-
mos perdonando, etc., hacemos la experiencia efectiva de un poder que nos
sobrepasa. Y es que «el hombre vive literalmente asesiado por ofertas de gracia
que –tal vez de modo tácito e incógnito, pero real– le llegan, le interpelan y le
mueven a una respuesta», de manera que «lo que experimentamos ingenuamen-
te muchas veces como natural, es ya experiencia de lo sobrenatural, pulsión
debida a –e informada por– la gracia», y «todas esas experiencias, las más
cabalmente humanas y humanizadoras, son siempre experiencias de la gracia»
(J. L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, San-
468 SALVADOR ROS GARCÍA

En términos parecidos se ha expresado recientemente Luis Gon-


zález-Carvajal, que además de incluirse en la terminología empleada
de «místico de baja intensidad», ha querido hacer ver lo «sencillo»
que es tener experiencia de Dios:
«Después de mi ordenación, varios amigos coincidieron
en preguntarme qué se sentía «siendo cura». Al principio yo
les respondía que me sentía a veces como un robot al que
dirigían desde lejos. Me ocurrían cosas que no acertaba a
expresar de otra forma. Por ejemplo, una tarde, cuando estaba
a punto de comenzar la eucaristía en la parroquia, llamaron
desde el Hospital Oncológico provincial para ver si podía
sacarles de un apuro, porque les había fallado el sacerdote que
se había comprometido a celebrarla allí con los enfermos. No
lo pensé dos veces. Encargué a un niño que estaba jugando a
la puerta de la iglesia que buscara al otro sacerdote para que
me sustituyera en la parroquia, cogí el coche y me fui al
«Onco». Por el camino se me ocurrió pensar que había actua-
do con demasiada precipitación. Podría ocurrir que no encon-
traran al otro sacerdote y, «para vestir a un santo, desvestía a
otro». Pero, como la cosa ya no tenía arreglo, seguí adelante.
Como otras veces, después de celebrar la eucaristía en el salón
de actos del Oncológico, recorrí las plantas llevando la comu-
nión a quienes no podían levantarse de la cama. Al regresar al
salón de actos, estaba esperándome una mujer llorando como
una Magdalena. Me explicó que no había pisado la iglesia
desde que salió del colegio –de hecho, estaba casada civil-
mente– y aquella tarde, subiendo en el ascensor para visitar a
su madre que estaba internada, oyó a unos enfermos que iban
a misa y, sin saber muy bien por qué, les siguió. Algo le había
impactado –no sabía si fue la homilía o el ver a enfermos
como su madre participando en aquella celebración– y sintió
la necesidad de reconciliarse con aquel Dios de su infancia
que tan olvidado tenía. Quería confesarse allí mismo. Yo le

tander 1991, p. 397). Aquí hay un amplísimo campo de entendimiento con


muchos no creyentes que tienen ese mismo tipo de experiencias y las viven con
profundidad.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 469

dije que la confesión convenía madurarla un poco más. Estu-


vimos hablando mucho rato. Luego fue varias veces por la
parroquia con su marido y acabó confesándose. Yo pensaba:
¿Quién me mandaría ir aquella tarde al «Onco»? (porque, tal
como temía, en la parroquia se quedaron sin misa; no encon-
traron al otro sacerdote). Y respondía que me sentía como «un
robot dirigido desde lejos».
Pondré todavía un segundo ejemplo. Otro día, al salir de
Madrid recogí a tres auto-stopistas y, para mi sorpresa, nada
más subir al coche, empezaron a decir burradas de la iglesia
y de los curas. Al cabo de un rato, corregí una información
completamente distorsionada que tenían. Cuando, poco tiem-
po después, corregí una segunda información, uno de ellos
comentó: «Oye, tú entiendes mucho de esto, ¿no?». Respondí
con sencillez: «Sí, es que yo soy cura». Se produjo entonces
un silencio embarazoso. Luego uno de ellos lo rompió para
pedirme perdón –llamándome de usted, por cierto– por «haber
hablado de lo que no entendían». Yo quité importancia al
asunto, y en seguida empezamos a hablar de cuestiones reli-
giosas en un tono completamente distinto. Al despedirme me
preguntaron en qué parroquia estaba. A dos de ellos no volví
a verlos nunca, pero el otro fue por la parroquia y acabó
incorporándose al grupo de jóvenes. Y cuando me preguntaba
«¿quién me mandaría, precisamente aquel día, recoger a esos
tres auto-stopistas?» (porque no suelo hacerlo habitualmente),
volvía a contestarme a mí mismo que me sentía «como un
robot dirigido desde lejos».
Podría seguir recordando otros casos parecidos, pero estos
dos bastan para explicar lo que quiero decir; además, ya he
pasado bastante apuro contándolos. Un día, meditando sobre
los Hechos de los Apóstoles, se me abrieron los ojos de repen-
te. Al releer aquel episodio en el que el Espíritu Santo mandó
a Felipe ponerse en camino a través del desierto –es decir, por
una ruta un tanto «absurda» para cualquier evangelizador,
porque lo lógico era no cruzarse con nadie– y se encontró con
el carro detenido de aquel ministro etíope a quien, tras una
conversación, acabaría bautizando (Hch 8,26-39), caí en la
470 SALVADOR ROS GARCÍA

cuenta de que tenía cierto «aire de familia» con las cosas que
a mí me estaban ocurriendo. En seguida empecé a rememorar
otras expresiones parecidas que hasta entonces me habían
resultado un tanto herméticas: «el Espíritu Santo dijo: “sepa-
radme a Bernabé y a Saulo para la misión que les he enco-
mendado”» (Hch 13,2); «el Espíritu me dijo que fuera con
ellos sin dudar» (Hch 11,12); «intentaron dirigirse a Bitinia,
pero el Espíritu Santo no se lo permitió» (Hch 16,7), etc., etc.
De modo –me dije– que lo de «un robot dirigido desde lejos»
era, sencillamente, ¡estar guiado por el Espíritu Santo!
Naturalmente, yo había estudiado teología y «sabía» que
el Espíritu Santo actúa desde dentro de los hombres, pero
hasta entonces no tenía experiencia personal de ello. Y había
seguido sin tener experiencia si la palabra de Dios no me
hubiera facilitado la clave que necesitaba para interpretar
correctamente lo que me estaba pasando... Pues bien, esto tan
sencillo es la experiencia de Dios. Nada tiene que ver, por lo
tanto, con visiones ni levitaciones –yo nunca me he desplaza-
do de un lado para otro volando, como San José de Cuperti-
no–, pero puedo asegurar que, cuando se produce, es una
fuente de gozo inefable» 38.
En cualquier caso, extraordinario u ordinario, la experiencia de
Dios llega siempre de un modo incoativo, no como una acción aca-
bada, sino progresiva. Inicialmente puede presentarse bajo formas
distintas, con grados y niveles diferentes, acompañada de fenóme-
nos sensibles más o menos extraordinarios, o bien desnuda y sustan-
cial, sin otra mediación que la sustancia del alma y el acto del
encuentro. Pero lo importante es que se llega a saber algo no por
noticia externa, sino por haberlo vivido o padecido en el propio ser,
como un claro de conciencia en el que se abre un espacio de visi-
bilidad de algo que está «cabe sí», que decía santa Teresa (V 10,1;
27,2). Michel de Certeau lo explicaba de esta manera:
«En la historia personal como en la historia de la huma-
nidad hay cortes, momentos privilegiados que aparecen como
38
L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Los cristianos del siglo XXI, o. c., pp. 99-103.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 471

tales. Llega algo que sorprende y que marca un comienzo.


Nadie ignora esos momentos a veces secretos y dilucida-
dos mucho tiempo después de haberse producido. Aconteci-
mientos que nos remueven, que nos cambian, y de los que
sólo nos damos cuenta más tarde. Quizá sea este uno de los
aspectos más característicos del Evangelio: los discípulos, los
apóstoles, los testigos no acaban de comprender “tras el im-
pacto” lo que les ha llegado. El sentido y la inteligencia vie-
nen después del acontecimiento. Hay un retraso en el enten-
der. Dios pasa y no se le reconoce más que “de espaldas”,
nos dice la Biblia, esto es, cuando ya ha pasado, después del
impacto... ¿Qué son esos momentos? Una ruptura, un es-
tallido, un traspaso de límites. Pasa un poco en la experiencia
lo que pasaría si hoy tomáramos el metro para ir a la Plaza
de la Ópera y al salir viésemos de repente el mar en lugar de
la Ópera. Llega, de golpe, algo diferente. Esto no se expre-
sa, se experimenta. ¡En lugar de lo que cabía esperar, allí,
en medio del decorado habitual, está el mar! Toda experien-
cia, la que nos cuenta el Evangelio o la que nos cuentan tan-
tos místicos, comporta estos momentos. “Éxtasis” personal,
si se quiere, o experiencia colectiva de un grupo sorprendi-
do por lo que pasa dentro de él, iluminación intelectual en
ciertos casos, brusca intuición que desplaza (sin que se sepa
muy bien cómo) la organización de una vida y el tipo de
relaciones que se tiene con los demás... En la experiencia
individual como en la historia hay “momentos” que hacen
decir: Dios está ahí» 39.

Quizá convenga aclarar que la experiencia de Dios no nos lleva


de un lugar donde no está Dios a otro donde sí está, sino de una
situación en la que el sujeto ignoraba la presencia de Dios a otra en
la que toma conciencia de esa presencia y consiente a ella, llegando
de ese modo a la constatación misma de Jacob: «Dios está aquí y yo
no lo sabía» (Gen 28,16).
39
M. DE CERTEAU, «L’expérience spirituelle», en Christus 17 (1970) pp.
490-491.
472 SALVADOR ROS GARCÍA

4. ESTRUCTURA DE LA EXPERIENCIA

A pesar de su variedad, de las múltiples formas y casos posibles,


en toda experiencia intervienen siempre estos tres elementos: el
hombre como sujeto paciente, el Misterio como término de la expe-
riencia, y la relación misma que los une.
1) El sujeto de la experiencia.–Aunque en la experiencia par-
ticipen las diferentes facultades humanas (sentidos, potencias, sen-
timientos, afectos), el verdadero sujeto es el hombre todo, que entra
en contacto con la realidad divina desde el fondo indiferenciado de
sí mismo. A esto se refieren los místicos cuando dicen que la expe-
riencia de Dios ocurre «de mi alma en el más profundo centro», «en
una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es» (7M 1,7), en el
hondón o sustancia del alma, en la cima de la mente. Y de ahí
también la reiterada afirmación de Zubiri, que el hombre no es que
haga o tenga experiencia de Dios, sino que formalmente es expe-
riencia de Dios 40.
En la experiencia el hombre es sujeto como no lo es en nin-
guna otra acción; en ella se siente concernido por entero, percibe
claramente el res tua agitur que decían los antiguos: se trata de
ti mismo, te va en ello el ser. En la relación con los sujetos
humanos siempre quedan zonas de la propia persona inaccesibles
a esa relación; hay soledades a las que no llega nadie. Sólo la
relación con el Tú eterno toca la sustancia del alma y sólo en ella
el sujeto lo es de la forma infinitamente plena a la que le llama
su capacidad de infinito.
Siendo el ser humano el sujeto de la experiencia, hay que añadir
que lo es de una forma peculiar, con la conciencia de ser más sujeto
pasivo que activo; de ahí que la respuesta por su parte sea un «heme
aquí», de reconocimiento y aceptación personal de lo que ahí se le
hace presente, un ponerse por entero a su disposición, elemento sin
el cual no hay auténtica experiencia religiosa.
2) El término de la experiencia.–El término de la experiencia,
que a medida que se progresa en ella va apareciendo cada vez más
como el verdadero sujeto y centro del que parte la iniciativa, es el
40
X. ZUBIRI, o. c., p. 325.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 473

Misterio, realidad trascendente, totalmente otra en relación con el


hombre y con todas las realidades de su mundo. Trascendente no
significa lejanía de la realidad y de las personas. Precisamente por
ser absolutamente trascendente puede ser y es inmanente en la tota-
lidad de lo real haciéndolo ser, dándole de ser, fundamentándolo.
Nicolás de Cusa, habiendo leído en san Agustín que Dios es total-
mente otro (totus alius), dijo con toda razón que por eso mismo es
no-otro (non aliud) en relación con todo lo creado 41.
Por ser trascendente en el sentido explicado, la Presencia del
Misterio no es como la de los demás objetos, una presencia exter-
na que se añada o se sume a otras; no es una presencia dada, sino
«dante», originante, que hace ser, que «ha creado mis entrañas,
me ha tejido en el seno materno» (Sal 139,13; 71,6); presencia
denominada por san Agustín como el interior intimo meo et supe-
rior summo meo, más íntima que mi propia intimidad y supe-
rior a lo más alto de mi ser, y que le permite decir al místico sin
asomo de panteísmo: «el centro del alma es Dios» (LB 1,12), «el
hombre es Dios por participación de Dios» (LB 2,34; 2S 5,7; 2N
20,5) 42. Pero por eso mismo, Presencia sólo accesible al hombre
a través de un acto de trascendimiento, aceptando un más allá de
lo que él puede concebir, consintiendo a un ser del que no puede
disponer.
41
Cf. N. DE CUSA, Du non-autre, ed. H. Pasqua, Paris 2002.
42
SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6,1. O como san Agustín dice en otro
lugar, dando a entender que Dios no sólo es lo más íntimo de mí mismo, sino
que es mi misma fuente de vida más íntima: «Si mi cuerpo vive de mi alma,
mi alma vive de Ti» (Confesiones X 20,29); «Tu Dios es para ti incluso la vida
de tu vida» (ibid., X, 6,10), expresión que repetirá después Teresa de Jesús:
«¡Oh vida de mi vida y sustento que me sustentas!» (7M 2,6). Y el precioso
comentario de von Balthasar: «El hombre, en su más íntima entraña está dia-
lógicamente diseñado. Su inteligencia está dotada con una luz propia exacta-
mente adecuada para lo que necesita, para escuchar al Dios que le habla. Su
voluntad es tan superior a todos los instintos y tan abierta a todos los bienes
como para seguir sin coacciones los atractivos del bien más beatificante. El
hombre es el ser con un misterio en su corazón, que es mayor que él mismo.
Está construido como tabernáculo, ceñido de un misterio sagrado... Dios no es
el Tú como si fuera respecto a mí otro yo extraño. Está en el yo, pero también
sobre el yo; por estar sobre el yo como Yo absoluto, está en el yo humano
como su más honda raíz y fundamento» (H. U. VON BALTHASAR, La oración
contemplativa, Madrid 1985, p. 16).
474 SALVADOR ROS GARCÍA

3) La relación misma.–El acto del encuentro puede aparecer


de múltiples formas y con una gama muy variada de sentimientos:
de un cierto temor que no se confunde con el miedo, de anonada-
miento y de profunda paz a la vez, de oscuridad y certeza, etc. Pero
lo decisivo de la experiencia, lo que ésta pone en juego, es el acto
de creer, la actitud teologal (fe-esperanza-caridad) por la que el
hombre se descentra de sí mismo, sale de sí, cae en la cuenta de que
Dios, el bien supremo, estaba en la raíz de su proceso de búsqueda
suscitando su mismo deseo (de manera que el que intentaba encon-
trar a Dios, se descubre encontrado por Él), y a partir de ahí adopta
una nueva orientación de su vida, consiente a una radical revolución
existencial (lo que en el lenguaje religioso llamamos «conversión»),
en la que él ya no es el centro único de todo, acepta a Dios como
lo único necesario, pasa de una actitud de posesión a otra de desasi-
miento y pobreza espiritual.
Además de dinamizar la existencia del que la padece, de generar
energías que ninguna otra realidad es capaz de engendrar, la expe-
riencia es también por sí misma dinámica, dinamogénica, en el sen-
tido progresivo de que le va haciendo tomar conciencia de una pre-
sencia constituyente que nunca pasa a ser totalmente constituida, del
Dios semper maior y por eso mismo semper adveniens; experiencia
que sólo puede ser comprendida adecuadamente como epéxtasis, en
tensión permanente, como verdadero motor de la vida, que eso es lo
que quiere decir la expresión «el justo vive de la fe» (Rom 1,17;
Heb 10,38) 43.

43
El término epéxtasis lo utiliza sobre todo san Gregorio de Nisa para
caracterizar el dinamismo de la vida mística en correspondencia con el texto
paulino de Flp 3,13: «olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por
delante» (epecteinomenos), como tensión permanente originada por el deseo de
Dios, por una sed que no hace más que aumentar a medida que se aproxima a
su objeto: «El participar de los bienes eternos acrecienta el deseo a medida que
participa más de ellos... El que sube no se detiene jamás, va de ascenso en
ascenso, sin que tengan fin los grandes descubrimientos. El deseo del que sube
jamás se satisface con lo andado, sigue un deseo más intenso, luego otro, más
profundo aún, y otro y otros, que impulsan al alma a elevarse sin cesar por la
ruta del infinito, anhelando siempre bienes superiores» (Homilías sobre el
Cantar de los cantares 8,1). Ese era el testimonio de un teólogo francés que,
tras haberse convertido en su juventud, confesaba: «tengo conciencia de haber
sido visitado y desde entonces no hago más que decirme y buscar por quién»
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 475

A tenor de esta estructura, de estos tres elementos, podríamos


definir la experiencia de Dios como un estado teo-pático, en el que
la realidad de Dios es padecida más que sabida, non solum discens
sed patiens divina, no sólo aprendiendo sino padeciendo las cosas
divinas, como ya había dicho el Pseudo-Dionisio en fórmula que
después santo Tomás acogió e hizo suya 44.
A propósito de la expresión dionisiana del pati divina, la tradi-
ción espiritual cristiana la ha entendido (en relación también con el
texto bíblico de Heb 5,8: «y aunque era Hijo aprendió sufriendo a
obedecer») como una acción de Dios en la que el hombre no inter-
viene más que consintiendo, y que tiene mucho de sufrimiento, de
padecimiento en el sentido más riguroso: sufriendo su peso, su mano,
el deslumbramiento de su luz que ciega. Hacer la experiencia de
Dios consistirá, pues, en padecer a Dios, en dejarse iluminar por la
luz que irradia en nosotros, ver todas las cosas a su luz, ver la
realidad con sus ojos 45.

(J. P. JOSSUA, Un homme cherche Dieu, Paris 1979, p. 7). Y la definición de


Michel de Certeau: «es místico aquel o aquella que no puede dejar de caminar
y que, con la certeza de lo que le falta, sabe de cada lugar y de cada objeto que
no es eso; que no es posible fijar ahí la residencia, que no es posible conten-
tarse con ello» (M. DE CERTEAU, La faiblesse de croire, Paris 1987, p. XIV).
44
Cf. Los Nombres de Dios 2, 9, en Obras Completas del Pseudo Dionisio
Areopagita, ed. Teodoro H. Martín, Madrid 1990, p. 288; Summa Theologica
I-II, q. 22, art. 3; II-II, q. 45, art. 2. Cf. P. AGAESSE-M. SALES, «Pati divina»,
en Dictionnaire de Spiritualité X, pp. 1955-1958.
45
Como escribía Rahner en su meditación sobre la palabra “Dios”: «Oí-
mos padeciendo la palabra “Dios”... Si no se oyera así, entonces se percibiría
como una palabra obvia y sin más transfondo que las de la vida cotidiana,
como una palabra junto a otras, y en consecuencia habríamos oído algo que
sólo tiene en común con la verdadera palabra “Dios” el sonido fonético» (K.
RAHNER, Curso fundamental sobre la fe, p. 73). No hay experiencia auténtica
de Dios que no pase por este acontecimiento. Es lo que los místicos llaman la
«pena sabrosa» (V 16,4; 29,13), la «regalada llaga», que «hace gozar tanto más
sabor y deleite cuanto más dolor y tormento se siente» (LB 2,7). Simone Weil
lo expresaba así: «Es en la desdicha misma donde resplandece la misericordia
de Dios, en lo más hondo de ella, en el centro de su amargura inconsolable. Si,
perseverando en el amor, se cae hasta el punto en que el alma no puede retener
ya el grito “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, si se permanece en ese
punto sin dejar de amar, se acaba por tocar algo que no es ya la desdicha, que
no es la alegría, que es la esencia central, intrínseca, pura, no sensible, común
a la alegría y al sufrimiento y que es el amor mismo de Dios» (S. WEIL, A la
espera de Dios, Madrid 1993, pp. 56-56).
476 SALVADOR ROS GARCÍA

5. RASGOS ESENCIALES DE LA EXPERIENCIA MÍSTICA

Si antes decíamos que la fe requiere experiencia y la comporta


necesariamente, y que esa experiencia por elemental que sea no es
distinta de la de los místicos, de quienes la han realizado en sus más
altos grados, porque la experiencia mística es un desarrollo peculiar
de la fe, habrá que concluir que toda fe viva tiene algo de mística
y que cualquier creyente es un místico en potencia. Pues bien, a la
luz de las realizaciones más eminentes de la vida mística, vamos a
ver ahora los principales rasgos que caracterizan la experiencia de fe
identificable como mística 46.
1) Experiencia cierta y oscura.–El primer dato que transmiten
los testigos o que se percibe en la lectura de los testimonios es el
carácter extraordinario del hecho, algo inolvidable que marcó un
hito en su vida. Santa Teresa lo refiere con toda claridad: «Creo
cierto me aprovechó, porque fui mejorando mucho desde entonces»
(V 9,3); «sea Dios alabado, que me dio vida para salir de muerte tan
mortal» (V 9,8); «después de estas dos veces de tan gran compun-
ción y fatiga de mi corazón, comencé más a darme a oración y a
tratar menos en cosas que me dañasen, fueron creciendo las merce-
des espirituales» (V 9,9); «digo otra vida nueva: la de hasta aquí era
mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de
oración es que vivía Dios en mí. Sea el Señor alabado que me libró
de mí» (V 23,1). De ahí la preocupación por fijar con exactitud la
fecha y las circunstancias en que tuvo lugar, como si se tratara de
hacer el acta de un nuevo nacimiento, el del hombre nuevo, el co-
mienzo de una nueva vida 47.
46
Para completar estas notas, remitimos a la obra citada de J. MARTÍN
VELASCO, El fenómeno místico, pp. 319-356.
47
En el Memorial de Pascal, bajo la cruz que lo encabeza, se encuentra en
primer lugar la fecha escrupulosamente anotada: «El año de gracia de 1654.
Lunes 23 de noviembre, día de san Clemente papa y mártir, y de otros santos
en el martirologio. Víspera de san Crisógono mártir y otros. Desde alrededor
de las diez y media de la noche a alrededor de las doce y media» (B. PASCAL,
Oeuvres Complètes, Paris 1954, pp. 553-554). También García Morente empie-
za anotando con exactitud la hora: «En el relojito de pared sonaron las doce de
la noche». Y para el último momento, que no sabe a qué hora fue, hace todo
tipo de cálculos, se informa del paso de los trenes por la estación vecina,
porque cuando aquello terminó oyó un tren que entraba, y termina diciendo:
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 477

Ese carácter extraordinario se explica por la fuerte impresión de


realidad, como no se da en relación con ningún otro sujeto, y que
subjetivamente se traduce en dos rasgos aparentemente contrapues-
tos, pero inseparablemente unidos: la oscuridad de la experiencia y
a la vez su más absoluta certeza, «una certidumbre que en ninguna
manera se puede dejar de creer» (V 18,14), de manera que antes se
dudaría de la objetividad de los sentidos que de la realidad que se
manifiesta. El testimonio teresiano da buena fe de ello en esta dra-
mática escena: «Luego fui a mi confesor, harto fatigada, a decírselo.
Preguntóme que en qué forma lo veía. Yo le dije que no lo veía.
Díjome que cómo sabía yo que era Cristo. Yo le dije que no sabía
cómo, mas que no podía dejar de entender estaba cabe mí y lo veía
claro y sentía... Preguntóme el confesor: ¿quién dijo que era Jesu-
cristo? Él me lo dice muchas veces, respondí yo; mas antes que me
lo dijese se imprimió en mi entendimiento que era Él. Si una per-
sona que yo nunca hubiese visto, sino oído nuevas de ella, me vi-
niese a hablar estando ciega o en gran oscuridad y me dijese quién
era, lo creería, mas no tan determinadamente lo podría afirmar ser
aquella persona como si la hubiere visto. Acá sí, que, sin verse, se
imprime con una noticia tan clara que no parece se puede dudar; que
quiere el Señor esté tan esculpido en el entendimiento, que no se
puede dudar más que lo que se ve, ni tanto. Porque en esto algunas
veces nos queda sospecha si se nos antojó; acá, aunque de presto dé
esta sospecha, queda por una parte gran certidumbre que no tiene
fuerza la duda» (V 27,3-5; CC 53,28) 48.
«Según esto, debió durar su presencia poco más de una hora... Supongo, pues,
que su presencia comenzó hacia las dos y terminó poco después de las tres de
la madrugada» (El «hecho extraordinario», o. c., p. 44).
48
Esta conciencia de realidad y de certidumbre oscura la repite García
Morente cuatro veces en un sólo párrafo: «Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no
lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí... Yo no veía nada, no oía nada, no
tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí... No tenía nin-
guna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni
en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no
podía caberme la menor duda de que era Él. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo
sé. Pero sé que Él estaba allí» (o. c., p. 42). «Es absolutamente cierto que yo
he experimentado todo eso que he descrito» (p. 47). También Pascal en su
Memorial, cuando tras la cruz y la fecha comienza de forma abrupta: «Fuego.
Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los
sabios. Certeza. Certeza» (o. c., pp. 553-554).
478 SALVADOR ROS GARCÍA

Esta certidumbre oscura, sin apoyo perceptivo alguno, la expre-


sa genialmente san Juan de la Cruz en un par de versos: «Que bien
sé yo la fonte que mana y corre,/ aunque es de noche». Y ésta es
para santa Teresa la «señal clara y verdadera» de la experiencia de
Dios: «Pues tornando a la señal que digo es la verdadera, ya veis
esta alma que la ha hecho Dios boba del todo para imprimir mejor
en ella la verdadera sabiduría, que ni ve, ni oye, ni entiende en el
tiempo que está así, que siempre es breve, y aun harto más breve le
parece a ella de lo que debe de ser. Fija Dios a sí mismo en lo
interior de aquel alma de manera que, cuando torna en sí, en ningu-
na manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Con tanta
firmeza le queda esta verdad, que aunque pase años sin tornarle
Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que
estuvo...¿Cómo lo vio o cómo lo entendió, si no ve ni entiende? No
digo que lo vio entonces, sino que lo ve después claro; y no porque
es visión, sino una certidumbre que queda en el alma que sólo Dios
la puede poner... y quien no quedare con esta certidumbre, no diría
yo que es unión de toda el alma con Dios» (5M 1,7-11).
2) Experiencia inmediata.–Inmediata no quiere decir cara a
cara, la visión directa de Dios que excede las posibilidades humanas
(cf. Ex 32,20), sino que esa fuerte impresión de realidad, esa cer-
tidumbre oscura, ese conocimiento que procura la experiencia no
pasa a través de las imágenes de los sentidos, de la imaginación o
de las representaciones de nuestras ideas, sino que es grabado por
Dios directamente en la sustancia del alma. Es Dios hecho Presencia
que se comunica inmediatamente al hombre por un «toque de la
Divinidad en el alma, sin forma ni figura alguna intelectual ni ima-
ginaria», que dice san Juan de la Cruz, «y así el mismo Dios es
el que allí es sentido y gustado» (2S 26,5; CB 19,4; LB 2,8). Es
Dios mismo, repiten todos los testigos: «Ese es Dios, ese es el ver-
dadero Dios, Dios vivo; esa es la Providencia viva –me dije a mí
mismo–. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los
hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y
les trae la salvación» 49. Así lo refiere también Karl Rahner en el
testimonio interpretado de san Ignacio: «Lo que digo es que expe-
49
M. GARCÍA MORENTE, o. c., pp. 37-38.
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 479

rimenté a Dios, al innombrable e insondable, al silencioso y, sin


embargo, cercano... Experimenté a Dios más allá de toda imagina-
ción plástica. A Él, que, cuando por su propia iniciativa se aproxima
por la gracia, no puede ser confundido con ninguna otra cosa... Dios
mismo. Era Dios mismo a quien yo experimenté; no palabras huma-
nas sobre Él» 50.
3) Experiencia pasiva.–Lo decíamos antes, en la experiencia el
hombre es sujeto como no lo es en ninguna otra acción, pero con la
conciencia de ser más sujeto pasivo que activo, porque la experiencia
es algo que acaece y se padece, algo que irrumpe en su vida y de cuya
aparición no dispone él mismo, aun cuando haya dado pasos para dis-
ponerse a ella. Santa Teresa lo expresa muy bien al utilizar la forma
verbal «acaecióme», en pasiva: «Acaecíame en esta representación
que hacía de ponerme cabe Cristo, y aun algunas veces leyendo, ve-
nirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ningu-
na manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda engolfada
en él» (V 10,1). Por eso todos los autores califican estas experiencias
de «infusas», «infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios que, si la
dan lugar, inflama al alma en espíritu de amor» (1N 10,6), «en que de
secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin
ella hacer nada ni entender cómo» (2N 5,1), «lo cual acaece secreta-
mente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás poten-
cias, por cuanto las dichas potencias no la alcanzan, sino que el Espí-
ritu Santo la infunde y ordena en el alma, sin ella saberlo, ni
entenderlo cómo sea» (2N 17,2).
50
K. RAHNER, Palabras de Ignacio de Loyola..., pp. 7-8. Este conocimiento
inmediato es por amor y podría compararse al que tiene el niño respecto de su
madre, cuya presencia conoce y distingue sin ningún proceso deductivo, sim-
plemente por el contacto amoroso. Comparación que santa Teresa desarrolló
con verdadera fruición: «Porque así como un niño no entiende cómo crece ni
sabe cómo mama, que aun sin mamar él ni hacer nada, muchas veces le echan
la leche en la boca, así es aquí, que totalmente el alma no sabe de sí ni hacer
nada, ni sabe cómo ni por dónde (ni lo puede entender) le vino aquel bien tan
grande. No sabe a qué lo comparar, sino al regalo de la madre que ama mucho
al hijo y le cría y regala» (MC 4,4). Ya antes, en el Camino de Perfección,
había empleado esta misma imagen con sucesivos retoques (CE 53,5; CV 31,9),
donde a su vez un censor la refrendó con la siguiente nota: «Por esta compa-
ración se puede entender cómo es posible amar sin entender lo que se ama, que
es dificultoso de entender» (CV 31,9: fol. 144v).
480 SALVADOR ROS GARCÍA

La pasividad es un rasgo que caracteriza a toda relación religio-


sa, puesto que la iniciativa siempre es de Dios y sin su previa pre-
sencia sería imposible buscarlo o echarlo de menos. Pero en esta
forma eminente de relación religiosa que es la experiencia mística la
pasividad se ve radicalizada en un estado teopático, de consenti-
miento, y es tan característica que los propios místicos la convierten
en el criterio por excelencia para discernir la entrada en ese estado
y el paso de la meditación a la contemplación (2S 13; 1N 10). La
pasividad, la contemplación, no es sinónimo de inactividad, ni de-
ben confundirse con ociosidad o dejación, con inercia o automatis-
mo. La contemplación no excluye el ejercicio de la libertad. Al
contrario, en la pasividad mística tenemos la máxima realización de
la libertad, una realización que se torna celebración gozosa al ele-
varla a la vida misma de Dios, «al estado de esta divina unión que
consiste en tener el alma según la voluntad, con tal transformación
en la voluntad de Dios, de manera que no haya cosa contraria en ella
a la voluntad de Dios, sino que en todo y por todo su movimiento
sea voluntad solamente de Dios» (1S 11,2) 51.
4) Experiencia simple y sencilla.–La experiencia es siempre
un dato primario, y por tanto indiferenciado, se caracteriza por la
enorme simplificación de los actos que intervienen en ella. San Juan
de la Cruz habla de un «toque delicado», sutilísimo, que «ningún
bulto ni tomo tiene, por cuanto es sustancial, toque de sustancias, de
sustancia de Dios en sustancia del alma» (LB 2,20-21; CB 19,4),
«un toque sutilísimo que el Amado hace al alma, aun cuando ella
está más descuidada, de manera que la enciende el corazón en fuego
de amor» (CB 25,5). Y por eso, por no ser un hecho diferenciado,
sino algo que se da sin especificación de actos, consecuentemente
tampoco se puede percibir cosa particular, sino una simple «noticia
general amorosa» (1S 13,4; LB 3,34), «una abisal y oscura inteli-
gencia divina» (CB 15,22) que paradójicamente «comprende mucho
y se alcanza más que por mucho relatar el entendimiento» (V 15,7),
51
García Morente, desde su experiencia, escribe al respecto: «Ahí está el
toque, ahí está la esencia de la Humanidad: aceptar a la vez sumisa y libremen-
te. El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre de la
voluntad de Dios... ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice
supremo de la condición humana» (o. c., pp. 40-41).
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 481

mucho más «que cuanto el entendimiento con trastornar la retórica


por ventura puede hacer» (V 15,9). De aquí la distinción que hace
santa Teresa entre la ciencia que de Dios pueden tener los letrados
y la sabiduría que procura la experiencia contemplativa: «No se
espante ni le parezcan cosas imposibles: todo es posible al Señor;
sino procure esforzar la fe y humillarse de que hace el Señor en esta
ciencia a una viejecita más sabia por ventura que a él, aunque sea
muy letrado» (V 34,12) 52.
Esta simplicidad de la experiencia no significa empobrecimien-
to, sino simplificación de los actos como consecuencia de la supe-
ración del uso ordinario de las diferentes facultades humanas, una
maravillosa concentración en lo esencial que pacifica el alma ente-
ra 53. Por eso, como había dicho el Pseudo-Dionisio, «cuanto más
alto volamos menos palabras necesitamos, porque lo inteligible se
presenta cada vez más simplificado» 54. Y de ahí el consejo de san
Juan de la Cruz cuando arremete contra ciertos maestros espirituales
que, «no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu»,
sofocan y echan a perder excelentes vocaciones contemplativas «ins-
truyéndolas por otros modos rateros que ellos han usado o leído por
ahí, que no sirven más que para principiantes», y así, porque «no
saben qué cosa es espíritu, hacen a Dios grande injuria y desacato
metiendo su tosca mano donde Dios obra, porque le ha costado
mucho a Dios llegar a estas almas hasta aquí, y precia mucho haber-
las llegado a esta soledad y vacío de sus potencias y operaciones,
para poderles hablar al corazón» (LB 3,31.54). De manera que en
este estado, «en ninguna manera la han de imponer en que medite
52
La misma distinción hacía Blondel: «El hombre generoso, el que ha
practicado esa experiencia metafísica que es el sacrificio, sabe que la caridad
es superior al egoísmo, y eso sin necesidad de razonamiento. Hay incluso que
decir que si no hubiera aprendido a saberlo de esa manera, jamás habría llegado
a saberlo de forma abstracta» (M. BLONDEL, Pages religieuses, Paris 1942). A
este conocimiento experiencial se refería también J. H. Newman cuando distin-
guía entre «asentimiento nocional», el que prestamos a determinadas nociones
que logramos comprender, y «asentimiento real» que significa percibir de for-
ma real, conocer algo por haberlo vivido personalmente.
53
Cf. J. MARITAIN, Distinguer pour unir ou les dégrés du savoir, Paris
1946, p. 867.
54
Cf. Teología Mística 3, en Obras Completas del Pseudo Dionisio
Areopagita, o.c., p. 376.
482 SALVADOR ROS GARCÍA

ni se ejercite en actos, ni procure sabor ni fervor, porque sería poner


obstáculo al principal agente que, como digo, es Dios, el cual oculta
y quietamente anda poniendo en el alma sabiduría y noticia amoro-
sa, sin especificación de actos, y así entonces el alma también se ha
de andar sólo con advertencia amorosa de Dios, sin especificar ac-
tos, habiéndose, como habemos dicho, pasivamente, sin hacer de
suyo diligencias, con la advertencia amorosa simple y sencilla, como
quien abre los ojos con advertencia de amor» (LB 3,33; 2S 13,4).
5) Carácter totalizador.–La experiencia afecta a la totalidad de
la persona, es vivida por el sujeto todo entero, más allá de la diferen-
ciación en sentidos, potencias y facultades: «un dilatamiento o ensan-
chamiento en el alma que la habilita para que quepa todo en ella»,
que dice santa Teresa (4M 3,9), o como dice también san Juan de la
Cruz con admirable expresión dirigida a su Amado: «dándote todo al
todo de mi alma porque toda ella tenga a ti todo» (CB 6,6). En la
experiencia el hombre se siente radical y enteramente implicado, sien-
te que todo él está en juego y que se juega su destino del todo.
La experiencia a su vez es totalizadora, tiene los mismos ojos de
la fe que permiten una determinada forma de «visión»: la de la reali-
dad en su misteriosa totalidad y unidad, la realidad en la que Dios
está conectado vivencialmente con el núcleo profundo del universo
entero, como fundamento de gracia y amor, no al lado de las cosas ni
sobre ellas, sino como sustancia de ellas, como amor gratuito, y por
ello como Realidad eminentemente personal, y así, «por cuanto en
este caso se une el alma con Dios, siente ser todas las cosas Dios, en
aquella posesión siente serle todas las cosas Dios» (CB 14,5) 55.
El carácter totalizador de la experiencia tiene su manifestación
más clara en la transformación que opera en la persona: «Sea lo que
fuere –concluye García Morente–, el hecho es que me veía a mí
mismo hecho otro hombre. ¡Qué exacta es la frase de san Pablo

55
Para captar la importancia de este rasgo en la obra de san Juan de la
Cruz basta abrir las Concordancias de sus escritos por la palabra «todo» y ver
que, con sus 2.774 presencias, es la cuarta palabra más empleada del registro
léxico sanjuanista, casi ocho veces más que el término «nada» (373 presen-
cias), con el que a veces se ha pretendido identificar su doctrina. Una sorpresa
semejante a la que produce la comparación de otros dos términos: «amor»
(1.806 veces) y «noche» (424).
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 483

acerca de los dos hombres!» 56. Santa Teresa, por su parte, repite
incansablemente: «cuando hablo de estas cosas, de pocos días acá,
paréceme son como de otra persona» (CC 1,22), «que ni me parece
vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me
gobierna y da fuerza» (CC 3,10), pues «yo, con ser la que soy,
parezco otra» (V 15,7), «digo otra vida nueva» (V 23,1-2), «porque
todos los que me conocían veían claro estar otra mi alma» (V 28,13;
38,8; 39,23). La experiencia mística da lugar a una nueva forma de
ser, abre el horizonte mental del sujeto, le hace clarividente, libera
en su interior las más poderosas energías para la acción y le procura
el progreso en la caridad 57.
6) Experiencia fruitiva.– La experiencia de Dios no es un simple
acto de conocimiento. En ella participa el hombre entero. Por eso va
acompañada de sentimientos y con una intensidad que los convierte
en estados de ánimo de alguna manera específicos, incomparables a
los que pueden producirse en otras situaciones de la vida. Con su
característica sobriedad, santo Tomás resumía este rasgo en su co-
nocida definición cognitio Dei experimentalis et affectiva, conoci-
miento experiencial y afectivo de Dios 58. Y san Juan de la Cruz lo

56
M. GARCÍA MORENTE, o. c., p. 39. «Me encontré distinto, muy distinto,
aunque bien veía que era el mismo. Empecé a sentir una especie de desdobla-
mieno de la personalidad. Aquel del espejo era el otro, el de ayer, el de hace
mil años; éste, en cambio, éste a quien consideraba dentro de mí, el nuevo, me
parecía tan tierno, tan frágil, que el menor choque podía quebrarlo en mil
pedazos» (p. 40).
57
Efectos puestos de relieve por H. Bergson, saliendo al paso de interpre-
taciones patológicas: «Hay, sin embargo, una salud intelectual sólidamente
asentada, excepcional, que se reconoce sin dificultad, se manifiesta en el gusto
por la acción, la facultad de adaptarse y readaptarse a las circunstancias, la
firmeza unida a la elasticidad, el discernimiento profético de lo posible y lo
imposible, un espíritu de sencillez que supera complicaciones, en fin, un sen-
tido común superior. ¿No es esto lo que se encuentra en los místicos de los que
hablamos? ¿Y no podrían tales místicos servir de modelos para la definición de
la robustez intelectual?» (H. BERGSON, Les deux sources de la morale et de la
religion, en Oeuvres, Paris 1959, p. 1169).
58
STO. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologica II-II, q. 97, art. 2. Definición
que recoge san Ignacio en sus Ejercicios: «Porque no el mucho saber harta y
satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios
espirituales 2). Cf. F. ELIZONDO, «Conocer por experiencia. Un estudio de sus
modos y valoración en la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino», en
Revista Española de Teología 52 (1992) 5-50 y 187-227.
484 SALVADOR ROS GARCÍA

condensaba genialmente en un sólo verso: «que a vida eterna sabe»


(LB 2,21-22).
Para entender mejor este carácter fruitivo, recordemos la distin-
ción que hace santa Teresa entre contentos y gustos: los primeros
son el resultado de nuestra acción (la meditación, las obras virtuosas
que hacemos) y van envueltos con nuestras pasiones (4M 1,4); los
gustos, en cambio, comienzan en Dios y los siente el natural, pero
al surgir de la inmediatez de la Presencia, la transparentan de alguna
manera, ensanchan el corazón a la medida de Dios, es decir colabo-
ran en el trascendimiento del propio yo, «ensanchando todo nuestro
interior y produciendo unos bienes que no se pueden decir, ni aun
el alma sabe entender qué es lo que se le da allí» (4M 2,6), unas
repercusiones que se caracterizan por una cierta ambivalencia afec-
tiva de dolor y gozo –la «pena sabrosa», el «cauterio suave»– y que
convierte a esos contentos en un gusto diferente de todos los gustos
que comporta el mundo 59.
Esta experiencia en la que el sujeto no conoce sabiendo sino
padeciendo a Dios es, sobre todo en sus últimos grados, una ex-
periencia intensamente fruitiva, en la que «todos los sentidos gozan
en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer» (V
38,2; MC 4,7). Es un padecimiento gozoso, en el que «el más puro
padecer trae más íntimo y puro entender, y por consiguiente, más
puro y subido gozar, porque es de más adentro saber» (CB 36,12).
«Y de este bien del alma –sigue diciendo san Juan de la Cruz– a
veces redunda en el cuerpo la unción del Espíritu Santo y goza
toda la sustancia sensitiva, todos los miembros y huesos y médu-
las, no tan remisamente como comúnmente suele acaecer, sino con
sentimientos de grande deleite y gloria, que se siente hasta los
últimos artejos de pies y manos» (LB 2,22). Lo mismo afirma santa
Teresa: «Es sobre todos los gozos de la tierra y sobre todos los

59
A este tipo de repercusión se refiere san Ignacio con la «consolación de
ánima sin causa precedente» (Ejercicios espirituales 313-316). Ya san Agustín
hablaba de esa ambivalencia afectiva: «¿Quién puede comprender esto? ¿Quién
será capaz de describirlo? ¿Qué es aquello que dirige hacia mí sus destellos y
que golpea mi corazón sin lesionarlo? Me siento invadido de temor y de ardor.
De temor, en cuanto soy desemejante a él. De ardor, en cuanto soy semejante
a él» (Confesiones XI, 9,1).
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 485

deleites y sobre todos los contentos y más, que es diferente su


sentir» (5M 1,6) 60.
Para llegar ahí, el hombre ha tenido que pasar por el camino
purificador de la noche oscura como fase ineludible, más aún, como
dimensión constitutiva de ese padecimiento gozoso de Dios que
culmina en la unión amorosa con Él. Porque la peculiaridad del
místico no es, como algunos piensan, la de un privilegiado «viden-
te» de apariciones, la de una experiencia directa del misterio al
margen de la fe. Es más bien todo lo contrario: la de un profeta de
la presencia oscura de Dios. De ahí su frecuente recurso al símbolo
de la noche como expresión, ante todo, de esa condición misteriosa
de Dios presente en el alma y que, por exceder las facultades huma-
nas del conocimiento ordinario, constituye para ella una tiniebla,
una noche oscura, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz,
pues al ser ésta tan sobreabundante resulta cegadora para la capaci-
dad limitada de la mente humana. Por eso los místicos hablan, no de
tinieblas a secas, sino de «rayo de tiniebla», de «tenebrosa nube/ que
a la noche esclarecía», que es a la vez tenebrosa y esclarecedora, que
ciega tanto como alumbra e ilumina deslumbrando, «nube de gran-
dísima claridad» (7M 1,6), y cantan a esa noche diciendo: «aquesta
me guiaba/ más cierto que la luz del mediodía», «noche amable más
que el alborada».
En este sentido, pues, el símbolo de la noche nos remite primor-
dialmente a la naturaleza misma de Dios y a la peculiar forma de
darse, de hacerse presente esa realidad divina, misterio insondable:
Dios es noche, dice expresamente Juan de la Cruz (2S 2,1). Y desde
aquí es como hay que comprender el sentido y la función de la
noche en la experiencia mística, no como una fase del itinerario del
hombre hacia Dios por la que tenga que pasar y superar definitiva-
mente, sino como una dimensión constitutiva de la experiencia, de
toda relación que el hombre pueda mantener con Él, lo que no debe

60
Así lo manifestaba también García Morente: «su presencia me inundaba
de tal y tan íntimo goce, que nada es comparable al deleite sobrehumano que
yo sentía» (o. c., p. 43). Y Pascal en su famoso Memorial, en el papel cosido
al forro de su casaca y encontrado poco después de su muerte, repetía cuatro
veces la palabra alegría en la misma línea: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas
de alegría» (B. PASCAL, o. c., pp. 553-554).
486 SALVADOR ROS GARCÍA

confundirse con una especie de juego o capricho de Dios por escon-


derse, y menos aún con una voluntad de someter al hombre al su-
frimiento, cosa difícilmente comprensible en un Dios que es todo
amor (1Jn 4,16), que consiste en amar.
7) Experiencia inefable.–Se ha insistido tanto en este carácter
inefable de la experiencia mística que puede dar la impresión de ser
algo exclusivo de ella, como si sólo la experiencia mística fuera
inefable, cuando en realidad eso es lo que ocurre en toda experiencia
humana (la experiencia del amor, la experiencia estética), que por
más que se intente decir, rebasa siempre los límites del lenguaje y
resulta indecible. Mucho más al tratarse de una realidad enraizada
en el Misterio y percibida en la fe: «¡Oh Dios mío, quién tuviera
entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras
obras como lo entiende mi alma!» (V 25,17).
Esta inefabilidad viene atestiguada en todos sus niveles, tanto en
el orden descriptivo (la dificultad de comunicar a otros el contenido
de esa experiencia, tan difícil como explicar la diferencia de los
colores a un ciego de nacimiento), como en el orden causal (la
incapacidad que siente el sujeto de explicarse la razón de ser, el
origen, la aparición y el desarrollo de la experiencia). De ahí el
consejo teresiano: «Hemos de dejar en todas estas cosas de buscar
razones para ver cómo fue; pues no llega nuestro entender a enten-
derlo, ¿para qué nos queremos desvanecer? Basta ver que es todo-
poderoso el que lo hace; y pues no somos ninguna parte por diligen-
cias que hagamos para alcanzarlo sino que es Dios el que lo hace,
no lo queramos ser para entenderlo» (5M 1,11; V 18,14).
Pero lo inefable no es sólo lo que no se puede decir, sino tam-
bién lo que fuerza a decir. Y esa es precisamente la fecunda para-
doja de los místicos, que a pesar de decir insistentemente que esa
experiencia es inefable, «que no hay vocablos para declarar cosas
tan subidas de Dios como en estas almas pasan, de las cuales el
propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo y gozarlo y callarlo
el que lo tiene» (LB 2,21), ellos no cesan de hablar. Eso sí, con otro
tipo de lenguaje, puesto que la palabra denotativa no basta, esto es,
con «palabras que son más para sentir que para decir» (7M 2,1),
con un lenguaje “herido”, trascendido por un conjunto de signos
metarracionales (comparaciones, imágenes, metáforas, oxímoros, pa-
LA EXPERIENCIA DE DIOS... 487

radojas, alegorías, símbolos) que puedan llevar al lector en pos de


otro sentido: a «un entender no entendiendo,/ toda ciencia trascen-
diendo» 61.
Tal recurso al lenguaje paradójico no nace del capricho de difi-
cultar la comprensión del lector, sino que, con su misma apariencia
de contradicción interna, constituye el único modo de poder atisbar
algo de Dios. Dicho de otro modo, lo mismo que la brújula busca
siempre el polo y cuando la colocamos en la zona polar gira loca-
mente, así también la razón humana apunta nerviosa, antinómica-
mente, cuando se la coloca en ese norte suyo que es Dios. Por eso
el lenguaje paradójico del místico es el que mejor refleja la natura-
leza misma de la fe, pues como bien afirmó Saint-Cyran, «la fe está
constituida por una serie de contrarios unidos por la gracia» 62.
Y cuando se han agotado todos los recursos posibles, palabras,
comparaciones, imágenes, símbolos, lágrimas, todo lo que el hom-
bre dispone para comunicarse, sigue quedando «un no sé qué» que
se ha escapado a todos esos esfuerzos, que es experimentado en
forma de herida y de ausencia y que es la mejor señal de que esa
Presencia inconfundible es inapresable por el hombre, porque es la
Presencia del Misterio. Por eso, «aunque más ganas tuviese de de-
cirlo, y más significaciones trajese, siempre se quedaría secreto y
por decir» (2N 17,3). De ahí ese final abrupto, lleno de patetismo,
con que san Juan de la Cruz termina sin terminar el comentario de
la Llama: «En aquel aspirar de Dios yo no querría hablar, ni aun
quiero; porque veo claro que no lo tengo de saber decir, y parecería
menos si lo dijese... Y por eso, aquí lo dejo» (LA 4,17).

61
Cf. M. BALDINI, Il linguaggio dei mistici, Brescia 1990, con amplia nota
bibliográfica en pp. 140-146.
62
Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, ¡Noticias de Dios!, Santander 1997, p. 30. A
propósito de la paradoja en el lenguaje religioso, he aquí la valoración que
hacía Jung: «Por modo extraño, la paradoja es uno de los supremos bienes
espirituales; el carácter unívoco, empero, es un signo de debilidad. Por eso una
religión se empobrece interiormente cuando pierde o disminuye sus paradojas;
el aumento de las cuales, en cambio, la enriquece, pues sólo la paradoja es
capaz de abrazar aproximadamente la plenitud de la vida, en tanto que lo
unívoco y lo falto de contradicción son cosas unilaterales y, por tanto, inade-
cuadas para expresar lo inasible» (C. G. JUNG, Psicología y alquimia, Buenos
Aires 1957, p. 26).

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