Visperas Del 98 - Fusi, Juan Pablo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 277

VÍSPERAS DEL 98

Orígenes y antecedentes de la crisis del 98


This page intentionally left blank
J. P. FUSI Y A. NIÑO (Eds.)

VÍSPERAS DEL 98
Orígenes y antecedentes de la crisis del 98

BIBLIOTECA NUEVA
SEGUNDA EDICIÓN

© Juan Pablo Fusi, Antonio Niño y otros, 1997


© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 1997, 2000
Almagro, 38
28010 Madrid (España)

ISBN: 84-7030-435-6
Depósito Legal: M-66-2000
Impreso en: Rogar, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la


cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida
de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico,
químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocompo-
sición, sin permiso previo del editor
índice

Presentación, por Juan Pablo Fusi y Antonio Niño 9


Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo, por José M.
Jover Zamora 15
Estado y sociedad en España durante la década de 1890, por José Álvarez
Junco 47
La vida política: elecciones y partidos, por Carlos Dardé 65
Del «desastre» a la modernización económica, por Antonio Gómez Mendoza.. 75
El Ejército y la Marina antes del 98, por Manuel Espadas Burgos 85
La Armada: proyectos y realidades de una política naval, por Hugo O'Don-
nell y Duque de Estrada 101
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta, por Fernando
Puell de la Villa 115
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar,
por Elena Hernández Sandoica 133
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix, por Jorge Ibarra 151
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897: renovación y
conflicto en el partido autonomista puertorriqueño, por Astrid Cubano
Iguina 163
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española, por
Rosario de la Torre del Río 173
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana, por John L. Offner . 195
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896), por Julio Salom Costa 205
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas, por Vicente
Cacho Viu 221
8 índice

Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898, por Francisco


Villacorta Baños 237
Caldos a escena: una campaña teatral (1892-1896), por José-Carlos Mainer .. 257
Los Estados Unidos a finales del siglo xix, por Edward Malefakis 269
Presentación

Durante los días 23, 24 y 25 de noviembre de 1995, tuvo lugar en


Madrid un congreso historiográfico sobre el tema «Antes del Desastre: orí-
genes y antecedentes de la crisis del 98» organizado por el Departamento de
Historia Contemporánea de la Universidad Complutense. Las comunicacio-
nes enviadas al mismo, un total de treinta y ocho, fueron publicadas en 1996
en forma de libro —con el mismo título del congreso— por el citado Depar-
tamento. Vísperas del 98, este nuevo libro que ahora presentamos, recoge
las ponencias que los organizadores de aquel congreso encargaron expresa-
mente a un importante número de reputados especialistas. Lo que el con-
greso debatió fue la situación de España y las que todavía eran sus colonias,
y de los Estados Unidos, en los prolegómenos de lo que, con razón, se lla-
maría la crisis del 98.
La lógica del congreso citado y, por tanto, de este libro, parecía eviden-
te. Se trataba de explicar los antecedentes, circunstancias y factores que
hicieron posible que se llegara en 1898 a una guerra entre España y los Esta-
dos Unidos, como consecuencia de una insurrección antiespañola en las
colonias (con particular énfasis en Cuba, por razones obvias), y contribuir al
mismo tiempo a explicar el resultado militar de esa guerra. Así, haciendo ya
referencia sólo a este libro, las colaboraciones de los profesores Jover Zamo-
ra y Malefakis ofrecen una visión de conjunto de los dos países —España y
Estados Unidos— que acabarían enfrentándose en 1898. Los trabajos de
Álvarez Junco, Dardé y Gómez Mendoza estudian el Estado y la sociedad
españoles en la década de 1890. Espadas Burgos, Hugo O'Donnell y Fer-
nando Puell de la Villa analizan la realidad del Ejército y de la Marina espa-
ñoles antes del 98 (con la evidente intención de determinar si España estaba
o no preparada para la guerra). Los estudios de los profesores Hernández
Sandoica, Jorge Ibarra y Astrid Cubano se ocupan de la política colonial
española y del despertar de los nacionalismos en Ultramar, esto es, de lo que
fue el detonante último de la guerra. Rosario de la Torre, John L. Offner y
10 Juan Pablo Fusi y Antonio Niño

Julio Salom Costa estudian, paralelamente, la situación internacional de los


años 90, y más concretamente, la política exterior de España en esos años,
también con la misma idea: analizar si las circunstancias internacionales
favorecieron o no la guerra, y si la diplomacia española tuvo otras opciones
que las que llevaron al desastre. Finalmente, y puesto que el 98 provocó una
verdadera crisis de la conciencia nacional protagonizada sobre todo por los
intelectuales de la generación del 98, los textos de Cacho Viu, Villacorta y
José-Carlos Mainer abordan el estudio de aspectos distintos de la actitud
que, ante lo que empezó a conocerse como el problema de España —especie
de reflexión metafísica sobre la esencia de la nación española en la histo-
ria—, tuvieron, antes del 98, distintos intelectuales españoles, también, lógi-
camente, para entender la reacción intelectual tras el desastre en su debida
perspectiva.
Permítasenos que recordemos unos cuantos hechos muy conocidos.
En 1890, Enríe Prat de la Riba (1870-1917), presidente del Centre Escolar,
una entidad cultural catalanista, habló en unos cursos organizados por ese or-
ganismo de la «patria catalana» como única patria de los catalanes. En 1892,
la Unió Catalanista, otra entidad de la misma significación (nacida por ini-
ciativa del Centre Escolar), celebró su primera asamblea —en Manresa— y
reclamó en ella la restauración de las instituciones históricas de Cataluña y
el traspaso de amplias competecias políticas y económicas a la región. Tam-
bién fue en los años 90 cuando Sabino Arana (1865-1903) elaboró los fun-
damentos ideológicos, lingüísticos y políticos del nacionalismo vasco. Por
entonces rebrotó la violencia terrorista de inspiración anarquista, con las
bombas que estallaron en el Liceo de Barcelona (1893) y al paso de la pro-
cesión del Corpus en la misma ciudad (1894). En octubre de 1893, un ata-
que a unas posiciones españolas en las proximidades de Melilla obligó a
enviar precipitadamente una fuerza de 25.000 hombres para restablecer la
situación. Algunos intelectuales —Lucas Mallada en Los males de la patria
y la futura revolución española (1890), Unamuno en En torno al casticis-
mo (1895) y Ángel Ganivet en Idearium español (1897)— expresaban ya
por las fechas citadas su pesimismo por la realidad de España como nación.
En suma, desde principios de los 90, el régimen español, el régimen de
la Restauración, mostraba claros síntomas de desgaste y aun, de falta de di-
rección. Fue en ese contexto cuando estallaron las insurrecciones antiespa-
ñolas —primero en Cuba, en febrero de 1895; luego en Filipinas, en agosto
de 1896— que escalarían hasta desembocar en la guerra y en la crisis del 98.
El énfasis en los antecedentes del 98 que inspira este libro —y que inspiró el
congreso citado al principio— parecía, pues, obligado. Pensamos, además,
que los resultados han sido óptimos.
Ante todo, una nota común en las colaboraciones que aquí se recogen,
presente también en gran parte de la historiografía más reciente, es el intento
de superar la visión catastrofista de aquellos acontecimientos, que here-
damos de la literatura regeneracionista y noventayochista. El tópico del fra-
caso, que según Santos Julia ha dominado como paradigma de interpretación
Presentación 11

de nuestra historia todo el pensamiento español de los siglos xix y x x l , fue


cultivado con ahínco por los regeneracionistas de variada tendencia que tan-
to proliferaron tras el desastre. La derrota ante Norteamérica y la pérdida de
los últimos restos coloniales venían a confirmar esa visión de la historia de
España como una lenta y continua decadencia desde, al menos, la época de
los últimos Austrias. El desastre militar y colonial parecía la culminación del
declive secular que afectaba a todos los aspectos de la vida nacional. El pesi-
mismo, la desconfianza profunda sobre los destinos de la nación que nos
dejaron en herencia los regeneracionistas, impregnaron nuestra visión de
aquellos acontecimientos por muchos años. España se había convertido en
un «marasmo», un «páramo espiritual», un país al margen del progreso, que
era humillado por las naciones modernas y poderosas. La fecha del 98 quedó
marcada como una fecha terrible, una efemérides mítica, no tanto porque los
acontecimientos de aquel año hicieran temblar los cimientos de la nación,
sino porque simbolizaron para una generación intelectual la agonía del país y
la causa de su «dolor de España». A ello contribuiría también la historiogra-
fía posterior, acumulando los juicios negativos sobre ese anacrónico y pinto-
resco siglo xix español, que alejó al país de la marcha de los países más avan-
zados. El 98, para los historiadores de este siglo, ha sido la culminación de
una serie de fracasos históricos: el fracaso de la revolución burguesa, el fra-
caso de la industrialización, el fracaso colonial, el fracaso de su política inter-
nacional, etc. Frente a los modelos británico y francés, la evolución histórica
del país sólo podía ser vista como una frustración. Así, el 98 se ha fijado en
nuestras conciencias como la representación dramática del fracaso del sistema
de la Restauración, del desastre que fue toda la historia del país en el siglo xix
y, aún más, la sima más profunda a la que llegó en su lenta decadencia secular.
Curiosamente, la revisión del tópico del fracaso como paradigma inter-
pretativo de nuestro siglo xix se ha venido produciendo mediante su com-
paración sistemática con la evolución seguida por otros países europeos, no
tanto los más desarrollados de la Europa occidental como los más cercanos
de la cuenca mediterránea. Esta tarea comenzó en el terreno de las relacio-
nes internacionales, cuando el profesor Jover Zamora relacionó nuestro 98
con otras crisis internacionales que padecieron por aquellas fechas países
como Portugal, Italia e incluso Francia 2. La crisis internacional de España
no fue una excepción. Ahora se viene a demostrar que la diplomacia espa-
ñola de la época no estuvo tan al margen del concierto europeo como se
suponía. Los textos que recogemos en este volumen ponen de manifiesto
que la estrategia de «recogimiento» que inspiró la política exterior de la Res-
tauración en los años 90, no obedecía a una voluntad suicida de aislamien-
to, sino a la imposibilidad de obtener garantías en una época caracterizada

1
Santos Julia, «Anomalía, dolor y fracaso de España», Claves de razón práctica, 66,
octubre, 1996, págs. 10-21.
2
José M. Jover Zamora, 1898. Teoría y práctica de la redistribución colonial, Ma-
drid, 1979.
12 Juan Pablo Fusi y Antonio Niño

por el choque de imperialismos. La diplomacia española no permaneció


pasiva esperando el fatal desenlace, sino que emprendió sucesivas iniciativas
para promover una acción colectiva de las potencias europeas que detuvie-
se la intervención norteamericana en el conflicto cubano. El apoyo moral
que se obtuvo no fue, naturalmente, suficiente para impedir la entrada en
guerra de Estados Unidos.
Tampoco se puede afirmar que España no realizó ningún esfuerzo en su
política colonial para conservar los restos de su imperio. Hubo intentos polí-
ticos, obviamente tardíos e insuficientes, por prolongar el dominio colonial
en América, lo que desmiente la impresión de una metrópoli incapaz de
hacer otra cosa que esperar, tras la Paz de Zanjón de 1878, a que estallara
de nuevo la guerra colonial. Hubo pues una política colonial, aunque hipo-
tecada a los intereses de los lobbys hispano-antillanos y supeditada al obje-
tivo supremo de conservar las colonias porque de ello dependía, al menos
así se creía, el sostenimiento de la propia Monarquía española.
A su vez, la historia económica ha ido revisando la tesis del fracaso eco-
nómico, encontrando en la España del xix la misma tendencia de crecimien-
to que en el resto de la Europa más desarrollada, aunque con retraso, y un
comportamiento no muy distinto al de la economía italiana. En el texto de
Antonio Gómez Mendoza que aquí ofrecemos, se resalta la modernización y
dinamismo de la economía española en las postrimerías del siglo xix frente a
las tesis del estancamiento y del inmovilismo. El 98 no supuso una ruptura
desde el punto de vista económico y, además, fue seguido de un período de
intensa modernización gracias al nacionalismo económico y al equilibrio pre-
supuestario de los años inmediatamente posteriores a la derrota.
Las instituciones políticas de la Restauración fueron blanco principal de
la crítica de esos jóvenes airados del 98. Culparon de todos los males de la
patria a los políticos corruptos y caciques que convertían el juego político en
una farsa, y cubrieron de improperios el sistema de la Restauración. Desde
entonces, ese sistema político quedó deslegitimado para generaciones de
historiadores. Pero este juicio también está siendo objeto de una revisión
que pretende fijarse no sólo en los fracasos de la Restauración, sino también
en los logros obtenidos, y que enfatiza la larga duración del sistema, la esta-
bilización que logró del funcionamiento del juego político, la neutralización
del intervencionismo militar, el relativo respeto de las libertades personales
y de los derechos cívicos, y el desarrollo de la vida cultural. En las colabora-
ciones de esta obra, el caciquismo es reexaminado para superar la mera con-
dena moral y descubrir que correspondía a «necesidades funcionales de la
sociedad española de la Restauración, no muy distinta a otros países euro-
peos de la época»; un mecanismo que permitió la estabilización del sistema,
aunque no su democratización, después de tres cuartos de siglo de giros
políticos extremos.
Tres colaboraciones, las de Espadas Burgos, Hugo O'Donnell y Fernando
Puell se dedican a analizar la falta de eficacia del Ejército y la Marina que
intervinieron en las guerras coloniales y en la guerra hispano-norteamericana.
Presentación 13

Se había conseguido, es cierto, acabar con la constante intromisión del cuer-


po de oficiales en la política, pero a cambio de concederle una amplia auto-
nomía y permitir un creciente corporativismo. El Ejército había copiado el
modelo prusiano de milicia, victorioso en 1870, basado en un reclutamiento
e instrucción de masas de soldados. La organización castrense estaba con-
cebida para intervenir en un conflicto convencional, su tropa instruida para
combatir en un escenario europeo y sus mandos mentalizados para enfren-
tarse a unidades de características similares. Esa obsesión por los modelos y
los escenarios europeos fue precisamente la causa de que el Ejército español
no estuviera preparado para la guerra irregular, de que se careciera de un
ejército colonial eficaz y adecuado a las circunstancias concretas de aquellos
territorios. También en la Armada se siguieron los planteamientos tácticos
más modernos entonces, los de la «Jeune Ecole» francesa. Se optó por dotar-
se de cruceros y torpederos, en vez de acorazados, y eso fue la base del fra-
caso del 98. A ello se sumó, además, la improvisación, la carencia de un plan
general de combate y el hecho de que la mitad de la fuerza efectiva no estu-
viera disponible en el momento decisivo del combate.
En el terreno cultural, la literatura regeneracionista tampoco constituyó
una peculiaridad española. Muchos de sus moldes provenían de aquella lite-
ratura francesa que se había enfrentado a la crisis de identidad provocada
por la derrota de 1870. Está claro, por otra parte, que el marco general en el
que prosperó el regeneracionismo estuvo determinado por la crisis intelec-
tual común a toda la cultura europea: el descrédito de la escolástica positi-
vista y la nueva fe en el vitalismo. Como sostiene el profesor Cacho Viu en
su colaboración en este libro, la etapa intersecular fue justamente la más
compleja e internacionalizada del regeneracionismo español, en la que se
confunde la más que centenaria literatura de la decadencia, la literatura de
la crisis común a toda la cultura europea, y la literatura del desastre que
intenta provocar una commoción política aprovechando la derrota de 1898.
Fue, además, la coyuntura en la que aparece en España la figura del intelec-
tual como grupo diferenciado y como categoría política, de forma casi
simultánea a su resonante irrupción en la escena política francesa al hilo del
affaire Dreyfus.
Con todo ello se avanza en la interpretación de la trayectoria española en
la etapa finisecular no ya como una anomalía, sino como una variante más
del conjunto europeo, olvidando el carácter supuestamente específico y sin-
gular de nuestro fracaso. Este cambio de mirada nos permite ver una Espa-
ña no diferente, sino muy parecida al resto de Europa. A ello han contribui-
do también obras como la de Arno J. Mayer3, que nos han enseñado la
Europa de aquel tiempo desde el punto de vista de las pervivencias del Anti-
guo Régimen, y no sólo desde los apuntes de progreso y modernidad. En

3
Arno }. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra,
Madrid, Alianza, 1986.
14 Juan Pablo Fusi y Antonio Niño

toda la Europa liberal había oligarquías que monopolizaban el poder políti-


co, sistemas de clientelismo en el mundo rural muy parecidos a nuestro caci-
quismo, monarquías constitucionales en las que la responsabilidad del Eje-
cutivo ante el Parlamento era más teórica que real, etc. La norma eran las
economías en las que el mundo agrario seguía teniendo más peso que las ac-
tividades urbanas e industriales. Los oficiales del ejército y los hombres de
la diplomacia seguían formando una casta en la que los valores aristocráti-
cos eran aún dominantes. Nada de esto era peculiar de España. Ni siquiera
el pesimismo español de la última década del siglo xix es muy distinto al que
atribuye Mayer al conjunto de la Europa de esos años. Tampoco la concien-
cia de sufrir un desastre nacional fue privativa de España: Francia había
sufrido un trauma más profundo aún en 1871, como consecuencia de la
derrota y de la pérdida de dos provincias del territorio metropolitano. Italia
la padecería como consecuencia de su derrota en Adua (Abisinia) en 1896.
España, como se ve, no siguió un rumbo muy divergente al del resto de
Europa, como se ha creído durante tanto tiempo, ni siquiera en un momen-
to de especial postración nacional.
J. P. Fusi Y A. NIÑO
Aspectos de la civilización española
en la crisis de fin de siglol
JOSÉ M. JOVER ZAMORA

Introducción: «Fin de siglo» y «transición intersecular»


Me ha correspondido el honor de inaugurar las tareas de este Congreso,
dedicado por nuestra Facultad de Geografía e Historia a lo ocurrido en los
años anteriores al Desastre; a los orígenes y antecedentes de la crisis del 98.
Creo necesario partir en mi exposición de una observación previa. Lo que
llamamos comúnmente «crisis de fin de siglo» o «antecedentes del 98» for-
ma parte de un segmento temporal más amplio que constituye, en sí, una
unidad de comprensión histórica. Me refiero a la transición intersecular, es
decir, a una unidad de periodificación que ha venido a compartir con el siglo
la designación de un determinado segmento histórico caracterizado por
unas formas de vida y de civilización peculiares; por la vigencia de unas for-
mas de sociedad, de Estado, de cultura, que la tradición historiográfica nos
ha legado como distintivas de una determinada época. Cualquier referencia
abstracta al siglo xvi, al xvn, al XVHI o al xix suscita en nuestra imaginación
unos determinados modelos de comportamiento que tenemos por caracte-
rísticos de cada una de estas centurias. Pero los historiadores de la econo-
mía, de la cultura o de las relaciones internacionales nos vienen mostrando
desde hace varias décadas cómo, siendo la historia un proceso continuo, la
transición del otoño de la Edad Media al Renacimiento, de la Decadencia es-
pañola del xvii al impulso ascendente del XVHI, o la peculiar fisonomía de la
historia europea entre el Setecientos y el Ochocientos —entre 1789 y 1815—,
constituyen períodos históricos dotados de una unidad interna e incluso de
unos jalones cronológicos que compiten en precisión histórica con las deli-
mitaciones puramente matemáticas de las distintas centurias. En efecto, las

1
Texto ampliado de la conferencia inaugural del Congreso «Antes del Desastre: oríge-
nes y antecedentes de la crisis del 98», pronunciada en la Facultad de Geografía e Historia de
la UCM, el 23 de noviembre de 1995.
16 José M. Jover Zamora

transiciones interseculares han pasado a ser un objeto de conocimiento his-


tórico no menos sustantivo y revelador que los proyectados sobre la clásica
unidad de periodificación —el siglo— que debe su indiscutible e indiscutida
vigencia a la magia de unas cifras rotundas.
Una concepción dicotómica de los siglos que se suceden nos ha impul-
sado, durante muchos años, a hacer de «el siglo xix» y de «el siglo xx»,
incluso en los planes de estudio universitarios, cotos cerrados, comparti-
mientos estancos de una «historia contemporánea» concebida como una
yuxtaposición de dos áreas autónomas. Pero basta una atenta aproximación
a la frontera convencional entre ambos siglos para advertir su artificialidad
real. Otra vez nos viene a la memoria la expresiva metáfora de Huizinga, que
imagina la divisoria entre dos épocas históricas, no como un pico montaño-
so que envía sus aguas, desde la cumbre, en direcciones opuestas; sino como
un espacio meseteño en que se funden las imágenes de ambas vertientes y se
transita paulatinamente de uno a otro paisaje. ¿Qué límites cronológicos
cabe señalar a esa zona intermedia entre el Ochocientos y el Novecientos
que constituye el contexto histórico amplio de nuestro tema? Hay argumen-
tos suficientes, como tendremos ocasión de ir viendo más adelante, para
situar en el bienio 1885-87 los comienzos de la transición intersecular. La
historia política comienza apuntándonos algunos de tales argumentos: la
muerte de Alfonso XII, la Regencia, el predominio liberal, la distinción
moretiana entre «Restauración» y «Regencia» como dos etapas históricas
distintas que requieren distintas orientaciones en política exterior2. En
cuanto al término ad quem de la transición, plantea un problema que no es
éste momento de elucidar. 1905 y, sobre todo, 1914 son sendos jalones que
cuentan con buenos argumentos para reclamar la condición de puerta de
acceso a la plenitud del siglo xx.
Ahora bien, el momento terminal de nuestro tema de hoy se encuentra,
como ya he advertido, en el punto medio de esa transición: en el 98. En el
fondo, no hay análisis de la transición intersecular española en que no
corresponda una posición central al «Desastre» por antonomasia: a la derro-
ta naval, y sobre todo a la trágica separación de Puerto Rico, de Cuba, de
Filipinas. Entre 1885 y 1914, el centro de gravedad de la transición misma
se nos manifestará en el 98, cualquiera que sea el sector histórico a que se
atenga nuestra investigación. Lo que me corresponde tratar aquí y ahora es,
pues, lo que pudiéramos llamar «rama ascendente» de la transición inter-
secular; es decir, esa compleja crisis de fin de siglo que desemboca en el 98.

No pretendo en esta lección inaugural abordar todos y cada uno de los


distintos sectores de la realidad histórica en que se manifiesta la crisis de fin

2
Segismundo Moret, Memoria sobre política internacional, Madrid, 30 de noviembre
de 1888, Archivo de Palacio, Secretaría Particular de S.M., leg. 1008 m.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 17

de siglo. Lo que me dispongo a exponer es un esbozo de uno entre los diver-


sos componentes de tal crisis. Me refiero al tono de la vida; es decir, a las
alteraciones que se aprecian en el talante y en la sensibilidad colectiva, en los
fundamentos humanos de las formas de civilización, que el historiador
detecta como característicos de la coyuntura atravesada en la sociedad espa-
ñola que comienza su andadura por los años finales del Ochocientos3.

1. El pesimismo como signo del tiempo

En la década final del Ochocientos, ha escrito Arno Mayer, la idea de que


lo que se estaba viviendo era un fin de siglo, un fin-de-siécle, «infundía una
sensación de malestar psíquico y de incertidumbre ideológica, una mezcla
desigual de esperanza y temor»; la proximidad de 1900 lo mismo podía sig-
nificar la aurora radiante de una sociedad nueva, que el crepúsculo siniestro
y preñado de amenazas al orden establecido. Esta sensación de crisis inmi-
nente, concluye Mayer, presta contexto —marco abrumador más bien que
lejano telón de fondo, dice él— al proceso intelectual que transcurre con-
temporáneamente; a la revuelta contra el cientificismo y contra la mentali-
dad positivista 4. Mezcla de temor y de esperanza: el enunciado de este bino-
mio trae a nuestra memoria la imagen del arranque de otra transición
intersecular, anterior en cien años a la referida por Mayer, tal y como se pro-
yectó en la mente de Georges Lefebvre; el cual, «al evocar la fuerza que da
vida a la conducta revolucionaria [en 1789], muestra que es resultado de
dos tendencias esenciales y contradictorias: la esperanza y el temor»5. Lo
que resulta apasionante cuando se escribe en 1995, es la reflexión acerca de
la medida en que este par de componentes informan de manera radical la
cultura y la civilización de nuestros días. Pero ésta es otra historia que que-
da al margen de nuestro tema de hoy6.
Bueno será advertir que, en cuanto a España se refiere, esta mezcla de

3
El desarrollo global de este tema, al que he dedicado una larga investigación basada
principalmente sobre fuentes literarias y que aquí me limito a resumir en sus líneas genera-
les, verá la luz en el tomo XXXVII-2 de la Historia de España Menéndez Pidal, dedicado a
la cultura española de la época de la Restauración.
4
Arno J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra
(Versión española: Madrid, Alianza Editorial, 1984), págs. 255 y sigs.
5
Apud Michel Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Barcelona,
Crítica, 1981, pág. 121. La referencia de Vovelle remite a la obra clásica de Georges Le-
febvre, Quatre-vingt-neuf, París, 1939.
6
Algo esbocé sobre tal tema en una conferencia sobre La Historia desde la época
actual, que tuve ocasión de pronunciar en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de
la Universidad Complutense el 8 de mayo de 1996, mientras redactaba estas páginas para su
publicación. La amable invitación del Decano de esta Facultad y de su catedrático de Histo-
ria del Derecho, profesor José Manuel Pérez-Prendes, me permitió ordenar provisionalmente
mis ideas sobre un tema realmente apasionante.
18 José M. Jover Zamora

esperanza y temor, de pesimismo y esperanza, se diría que reparte sus com-


ponentes, grosso modo, entre los dos segmentos de la transición intersecular.
La creciente del pesimismo cubre los años de la Regencia hasta desembocar
en el 98. En efecto, en la España que penetra súbitamente —bienio 1885/87—
en la transición intersecular, lo primero que nos sale al encuentro es la fatí-
dica presencia de unos signos de muerte, más propicios al temor que a la
esperanza, de los cuales se hace eco Caldos con su finísima capacidad de per-
cepción frente a los cambios que van sobreviniendo en su entorno social e
histórico. Para el Caldos que escribe en los umbrales de 1886, el año que aca-
baba de concluir había sido un año siniestro para España y los españoles.
Profundamente impresionado por la epidemia de cólera, por la muerte del
Rey, por la muerte de tres insignes supervivientes de la Revolución del 68
(Topete, Serrano, Don Fernando de Portugal), Caldos dejará en su Cronicón
un sombrío testimonio de su imagen del año que acaba de terminar:
De veras digo a mis lectores, y me lo creerán sin necesidad de juramento,
que no tengo pena porque se haya ido para siempre ese año 85 que tan mal nos
ha tratado. Anoche, a punto que daban las doce, expiró ese desgraciado, entre-
gando su alma al tiempo y su nombre a la historia, que lo escribirá, por lo que a
nuestro país se refiere, con letras muy negras (...). Porque nos trajo terremotos,
inundaciones, malas cosechas, cólera, disturbios y la muerte del Rey 7 .

Estos párrafos no son un mero desahogo ocasional de don Benito; si


recorremos las páginas anteriores de su Cronicón, encontraremos sus moti-
vos en la presencia obsesiva de la muerte. Primero es la epidemia de cólera,
que ocasionara en el año 1885 la muerte de más de 120.000 españoles, y
que proyecta sobre las páginas de Caldos epígrafes que van desde las «pre-
cauciones sanitarias» de noviembre del 84 hasta el «pánico colectivo» de
julio de 1885. Y cuatro meses después sobreviene la muerte de Alfonso XII.
La sobrecogedora parafernalia de las honras fúnebres impresionó profunda-
mente a Caldos; su crónica sobre los «Funerales de un Rey» (19 diciembre)
no sólo expresa una emocionada simpatía, sino también unas reflexiones
políticas que ayudan a entender determinadas actitudes posteriores ante el
régimen político de la Regencia y ante la muerte misma8.
Pero los años que siguen al marcado por Caldos como fatídico no traen
mejores impresiones. Recordemos 1893, el año de la guerra de Melilla, mo-
mento importante en la trayectoria del pesimismo español «fin de siglo»; no-
table no sólo por representar otra sima en el tono de la vida de los españoles,
sino también porque en este otro otoño se movilizan ideas y emociones que

7
Benito Pérez Caldos, Cronicón (1883-1886). Vol. VI de las Obras inéditas ordenadas
y prologadas por Alberto Ghiraldo, Madrid, Renacimiento, 1924, págs. 315-316.
8
Cfr. los dos primeros párrafos de la crónica mencionada, «Funerales de un Rey», con
la doble repulsa frente a los pronunciamientos y a la represión sangrienta que manifestará la
novela —tan hondamente autobiográfica—Ángel Guerra.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 19

veremos actuar, con fuerza prácticamente determinante, cinco años des-


pués: en el 98. En 1913 Augusto Vivero resumirá así la convergencia de
acontecimientos críticos que vino a abatirse sobre aquellos meses:
Terrible fue el balance de los últimos meses del año de 1893. Los sangrien-
tos desórdenes de San Sebastián, enracimáronse con los temerosos motines de
Santander y Gijón. Espantables inundaciones asolaron a Villacañas y noventa
pueblos más en diversas provincias, cubriendo de dolor y miseria a centenares
de familias. La voladura del Cabo Machichaco, henchido de dinamita, volcó
sobre Santander horrores dantescos, en proporciones tales, que la sola remem-
branza escalofría.

Vivero sigue consignando calamidades llamadas a perdurar en las


memorias de las gentes: los atentados de Barcelona —el que hirió a Martí-
nez Campos y el de las bombas del Liceo que costó la vida a dieciocho espec-
tadores—; la agitación carlista en las Vascongadas, la efervescencia catala-
nista. «Y coronando el siniestro cuadro, una guerra, la de Melilla... Frente a
tantos y tales problemas, las discordias intestinas del Gobierno mostrában-
se cada vez más irrefrenables (...)» 9.
En el largo párrafo del cual he extraído las líneas que anteceden, llama la
atención la concentración de eventos catastróficos en aquel año que pasará
a la historia, sobre todo, por los incidentes de Melilla y por el giro que tales
incidentes imprimieron en la mentalidad y en la actitud del Ejército; giro lla-
mado a desempeñar un papel importante en la tramitación del 98 10. Pero la
asociación del recuerdo del año 93 con la vigencia, por tales fechas, de un
determinado clima moral, de un determinado tono en la vida diaria, se mani-
fiesta, de manera harto más expresiva que en los mismos eventos enumera-
dos, en la fuerza de las palabras y en la adjetivación a que recurre el narra-
dor para comunicar la imagen del año siniestro que retiene su memoria:
«sangrientos desórdenes», «temerosos motines», «espantables inundacio-
nes», «dolor y miseria», «horrores dantescos en proporciones tales que la
sola remembranza escalofría»... Ciertamente se trata de un testimonio pos-
terior en veinte años a los acontecimientos referidos; pero su relieve viene
confirmado por la prensa de 1893 n , y sobre todo por la misma huella que
dejó en la memoria histórica de Augusto Vivero.

9
Augusto Vivero, Antología de las Cortes de 1891 a 1895, Madrid, Congreso de los
Diputados, 1913, págs. 505-506.
10
Vid. Carlos Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea,
Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984, págs. 221 y sigs. Véase también: Agustín
R. Rodríguez, El conflicto de Melilla en 1893, en «Hispania», tomo XLIX/171, Madrid, Cen-
tro de Estudios Históricos, CSIC, 1989, págs. 235-266. Cfr.: José Várela Ortega, Aftermath
ofSplendid Disaster: Spanish Politics before and after the Spanish American War of 1898,
en «Journal of Contemporary History», SAGE, London and Beverly Hills, vol. 15, 1980, pági-
nas 317-344.
11
Vid. Agustín Rodríguez, El conflicto de Melilla..., cit. supra.
20 José M. Jover Zamora

Dos años después, otro año aciago: 1895. El 24 de febrero se inicia en


Cuba la última guerra de independencia; pocas semanas antes —13 de ene-
ro— había publicado Cánovas del Castillo en La Época el primer capítulo de
la introducción destinada a encabezar su edición de las Memorias del mar-
qués de la Mina, edición que por cierto no vería la luz hasta 1898. El antici-
po mencionado aparece en las páginas del diario conservador bajo un título
premonitorio: «De la desmembración y repartición de la antigua Monarquía
española.» Como sugirió Fernández Almagro 12, es difícil diagnosticar si se-
mejante epígrafe, colocado a la cabeza de un texto relativo a eventos milita-
res del siglo xvín posteriores al tratado de Utrecht, responde a una conti-
nuación de la ingente obra historiográfica de su autor, o a un sombrío
pronóstico de inmediatos acontecimientos decisivos.
En fin, 1898: el año del Desastre, en el cual toca fondo el pesimismo13.
Pero en el cual, por otra parte, aparecen signos de un cambio de talante que
bien pueden ser tipificados en unos párrafos de Rafael Altamira que he
recordado recientemente en otro lugar14, y en los cuales evoca, pocos meses
después, su situación de ánimo durante el trágico verano del 98, cuando
entre lágrimas de pena y arrebatos de indignación (...) fui llenando cuartillas, ins-
piradas, no por el enorme desaliento que a todos hubiera parecido justificado
entonces, sino por la esperanza, por el afán, mejor dicho, de que surgiera, como
reacción al horrible desastre, un movimiento análogo al que hizo, de la Prusia
vencida en 1808, la Alemania fuerte y gloriosa de hoy día15;

palabras que podrían servir de preludio al cambio de orientación —del pesi-


mismo a la esperanza— que el cambio de siglo parece aportar a la concien-
cia nacional de los españoles.
Por lo demás, pecaría de superficial cualquier intento de explicar el pesi-
mismo propio de la España finisecular sobre la exclusiva base de los hechos
históricos a que acabo de pasar rápida revista. En efecto, si a las crisis y gue-
rras coloniales corresponde la parte del león en tal pesimismo, es indispensa-
ble, para explicar el tono de la vida en los lustros finales del Ochocientos,
tener bien presentes otros factores de la crisis finisecular, tales como la crisis
agraria, los sentimientos de inseguridad de las clases medias ante la emergen-

12
Melchor Fernández Almagro, Cánovas. Su vida y su política, Madrid, Ediciones
Ambos Mundos, 1951, págs. 549 y sigs.
13
Con posterioridad a la fecha en que fue pronunciada esta conferencia, vio la luz mi
introducción al tomo XXXVIII de la Historia de España Menéndez Pidal (La España de
Alfonso XIII. El Estado y la política, 1902-1931), Madrid, Espasa Calpe, 1995, 2 vols., en la
que trato algunos aspectos del 98 estrechamente relacionados con estas páginas; véase espe-
cialmente págs. LXXIX y sigs.
14
Ibid.
15
Rafael Altamira, palabras iniciales del prólogo a la primera edición de su Psicología
del pueblo español (1901). Me he referido a esta actitud de Altamira en una reciente mono-
grafía sobre Restauración y conciencia histórica, de próxima publicación, en AAW, España.
Reflexiones sobre el ser de España, Madrid, Real Academia de la Historia.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 21

cia del movimiento obrero y la presencia organizada de las clases trabajadoras


en las calles de la ciudad, la crisis de la mentalidad positivista, la influencia de
Schopenhauer en determinados medios intelectuales, y tantos otros compo-
nentes de la crisis de finales de siglo que no es momento de sistematizar. Qui-
zá convenga, sin embargo, dedicar unas palabras a dos aspectos de tal crisis
que, por su inmediata relación con lo que venimos llamando el tono de la vida,
requieren atención especial. Me refiero, por una parte, a la medida en que el
pesimismo impregna la conciencia nacional de los españoles a través del sín-
drome de decadencia que he intentado analizar con algún detenimiento en
otro lugar16; y por otra al pesimismo aportado a la sensibilidad religiosa de
amplias capas de la población española por el integrismo 17. La controversia
suscitada por el problema, entonces candente, de la supuesta incompatibili-
dad entre la ciencia y la fe; el conflicto motivado por la contraposición entre
un catolicismo de predominante orientación litúrgico-cultualista y un anticle-
ricalismo cuyas manifestaciones hieren la sensibilidad de los creyentes, con-
tribuyen a un contraste de sensibilidades que se manifiesta muy vivo a través
de la crisis finisecular. Recién iniciado el nuevo siglo, el entonces joven abo-
gado y sociólogo catalán Ramón Albo y Martín expresaba así sus temores:
El siglo xix se ha hundido ya, para no levantarse jamás, en el gran panteón
de la historia. Empieza la humanidad una nueva jornada o centuria, y todos los
hombres, incluso el menos pensador y más frivolo, pregúntanse mutuamente
con inquietud y zozobra ante el temor de una eterna noche que amenaza al uni-
verso ¿qué será de la humanidad en el siglo que comienza? 18.

En resumen: la experiencia española no desmiente la aseveración de


Mayer, según la cual «la idea de la decadencia era inseparable de la de fin de

16
En mi conferencia sobre Restauración y conciencia histórica, cit. en nota anterior.
17
En 1889, la conmemoración de sendos centenarios —el primero de la Revolución
francesa y el XIII de la Unidad católica, cifrada en la conversión de Recaredo al catolicismo—
viene a exasperar, desde motivaciones contrapuestas, la sensibilidad integrista. La revista
Mensajero del Corazón de Jesús y del Apostolado de la Oración, dirigida por padres de la
Compañía de Jesús, prestó una atención asidua a ambas conmemoraciones. El balance del 89,
que aparece en los números de la revista correspondientes a los últimos meses de tal año,
puede parangonarse con el que hemos visto formular por Caldos sobre 1885, si bien des-
de puntos de vista muy distintos. Véase al respecto la excelente obra de Manuel Revuelta, La
Compañía de Jesús en la España contemporánea, tomo II: «Expansión en tiempos re-
cios, 1884-1906», que cubre exactamente, como puede verse, la transición intersecular,
Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1991, especialmente, cap. IV.
18
Ramón Albo y Martín, «La caridad en el siglo xix. Barcelona», en AAW, Algunas ideas
sobre el siglo xix, Barcelona, Obra de Buenas Lecturas, 1901, pág. 157. Las palabras subra-
yadas en el texto lo están en el original. Como en unas palabras de Caldos que menciono más
arriba, llama aquí la atención la consideración del siglo transcurrido, no ya como parte del
propio pasado, sino como algo muerto y enterrado.
22 José M. Jover Zamora

siécle, que infundía una sensación de malestar psíquico y de incertidumbre


ideológica». Tampoco las palabras de Hans Hinterháuser, merecedoras en
este punto de una amplia glosa, que no permite el tiempo ni el espacio dis-
ponibles:
Al mismo tiempo que se contemplaba el moderno desarrollo desde esta
perspectiva pesimista, los temerosos presentimientos de los contemporáneos
confluirían en la gran corriente de conciencia de la decadencia, cuyos epicentros
se situaban en Francia y España, pero que se extendían también, paradójica-
mente, a países como Italia y Alemania, que acababan de lograr entonces la uni-
dad nacional con la que habían soñado durante siglos 19.

2. El horizonte europeo: La crisis de la mentalidad positivista

a) Fin de siglo en la cultura occidental

Hacia el final de los años 80, predomina en Europa un ambiente general


de crisis que se manifiesta en muy distintos sectores: crisis económica, crisis
social, crisis intelectual, crisis en el campo de las relaciones internacionales.
Con respecto a este último, Maurice Baumont encabezó un capítulo relativo
a «la crisis de Europa en 1887» con unas palabras que podrían servir de tér-
mino general de referencia para los distintos sectores en que se manifiesta la
crisis finisecular: «El año 1887 fue el más crítico de todos los vividos por
Europa desde la guerra franco-alemana. El malestar, la inquietud, llegó a
afectar a todo el continente, que atravesaba por entonces años económica-
mente difíciles; un malestar generalizado tanto en Oriente como en Occi-
dente» 20. Esta crisis sobreviene en unas circunstancias que hacen vacilar la
fe en un progreso indefinido, que había impulsado la gran esperanza euro-
pea durante las últimas décadas. La experiencia aportada por el auge del
socialismo y del movimiento obrero, por el conocimiento de las condiciones
de vida reales de las clases trabajadoras, trae consigo una serie de conse-
cuencias algunas de las cuales afectan directamente a nuestro tema. En pri-
mer lugar, la pérdida de fe en un progreso indefectible que la filosofía posi-
tivista, hasta entonces en pleno auge, había confiado a la observación y
experimentación de los fenómenos naturales, al creciente e ilimitado desa-
rrollo de la Ciencia y de la Técnica. En segundo lugar, el descubrimiento de
los abismos de miseria y de sufrimiento humano que encubren las grandes
creaciones de la civilización capitalista, hasta entonces símbolos irrebatibles

19
Hans Hinterháuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, Taurus, 1980, pág. 18. La
primera edición alemana de esta obra —básica para establecer la correlación entre el «fin de
siglo» español y sus coordenadas europeas— es de 1977, Munich, Wilhelm Fink Verlag.
20
Maurice Baumont, L'essor industriel et rimpérialisme colonial (1878-1904),
tomo XVIII de la colección Peuples et Civilisations. Histoire Genérale, dirigida por Louis Hal-
phen et Philippe Sagnac, París, Presses Universitaires de France, 1949, 2.a edic., pág. 134.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 23

de progreso —la Ciudad, la Máquina, la Fábrica—; la emergencia de unos


sentimientos de compasión hacia las capas más desheredadas de la sociedad,
cuyos sufrimientos saltan a un primer plano de atención desde el momento
en que la crisis de una permanente esperanza en el futuro invita a profundi-
zar en el análisis de la realidad presente. Y en tercer lugar y paralelamente,
sentimientos, también, de culpabilidad y de temor frente a una posible
revancha: miedo a «otra» revolución, no ya burguesa, sino proletaria; y ya
no inspirada en la confianza positivista, sino en los principios de unas ideo-
logías —socialismo, sindicalismo, anarquismo— que se revelan súbitamen-
te como fuerzas capaces de movilizar muchedumbres organizadas.
Bajo la hegemonía de la filosofía positivista, el naturalismo se había
manifestado como la proyección de aquélla sobre el campo de las artes. La
crisis de la mentalidad positivista —uno de los aspectos de la crisis finisecu-
lar más directamente relacionados con el tema objeto de estas páginas—
traerá consigo una búsqueda de nuevas concepciones del mundo, de nuevas
formas de expresión artística adecuadas a los nuevos tiempos que se anun-
cian. Si el Positivismo y el Naturalismo habían impuesto su vigencia a partir
de modelos latinos y predominantemente franceses, es de notar que la crisis
de ambos viene a coincidir históricamente con un predominio mundial de
germanos y anglosajones, con una aparición de Rusia en el horizonte occi-
dental, con una «decadencia de las naciones latinas» a la cual me he referi-
do con algún detenimiento en otras páginas 21. En efecto, los nuevos vientos
culturales que soplan sobre Europa proceden del Norte —Schopenhauer,
Wagner, Nietzsche, Marx; Ibsen, Bjórson, Strindberg—, o del mundo esla-
vo, donde entre los años 60 y 80 se había manifestado con fuerza una
nueva concepción del mundo y de la vida humana, una nueva utopía enca-
minada a cambiar revolucionariamente la sociedad, una nueva manera de
novelar, un naturalismo más hondo y espiritual que el de Occidente, prota-
gonizado por Dostoyevski, por Tolstoi, por Turguénef22 . En la misma Fran-
cia es significativo el hecho de que en 1889 coincida la publicación de Le
disciple, de Paul Bourget, sometiendo a crítica los principios del cientificis-
mo, con la de la obra de Henri Bergson (Essai sur les données inmédiates de
la conscience) y su alegato en defensa de la intuición sobre el razonamiento.
En resumen: la sensibilidad, la imaginación, la intuición se disponen a tomar
el relevo o a complementar el culto positivista al racionalismo y a la experi-
mentación. La muerte de Taine en 1892, de Renán en 1893, significan, en un
plano generacional, el ocaso del positivismo clásico. Concluyamos con Bau-
mont: «Por todas partes se manifiesta una sorprendente fermentación de la
vida intelectual (...). Los artistas jóvenes se levantan contra el aparato de las

21
Véase mi introducción, cit. supra, al tomo XXXVIII-1 de la Historia de España Menén-
dez Pidal (La España de Alfonso XIII. El Estado y la política), especialmente págs. XLVIII-LXI.
22
El lector encontrará una visión de conjunto del cambio cultural aludido en el texto, en
la obra de Roland N. Stromberg, Historia intelectual europea desde 1789, traduc. española,
Madrid, Debate, 1990, cap. 5, «La crisis del pensamiento europeo, 1880-1914».
24 José M. Jover Zamora

teorías a la moda, y derriban las glorías establecidas. En su búsqueda de una


orientación, su esfuerzo en pro de una ampliación renovadora de horizontes
se siente atraída por la voluntad nietzscheana de poder, por el individualis-
mo ibseniano, por la religión tolstoiana de la piedad, por los análisis lleva-
dos a cabo por Dostoyevski en las profundidades del alma humana»23.

Para entender la novedad que en la mentalidad y en el tono de la vida de


los españoles trae consigo el despliegue de la crisis de fin de siglo, sería nece-
sario atender a una gama muy amplia de factores. La crisis económica y en
particular la crisis agraria, el cambio social, las guerras coloniales, la crisis
del Estado de la Restauración, la emergencia de los regionalismos y tantos
otros habrían de ser sometidos a examen aquí, ya que todos los componen-
tes de tal crisis son interdependientes y se manifiestan estrechamente conec-
tados. Pero, por otra parte y según dejo apuntado más arriba, no todo es cas-
tizo y endógeno en el cambio que experimenta la manera española de vivir y
sentir la vida misma, la religión, los contrastes sociales, el arte o la civiliza-
ción. La recepción en España de la obra y las ideas de Wagner, de Nietzsche,
de Schopenhauer y de los dramaturgos escandinavos ha sido objeto de dis-
tintos estudios monográficos que sería difícil sintetizar aquí24. En tal recep-
ción correspondió a Cataluña un protagonismo que Jaime Vicens acertó a
esbozar con cálido entusiasmo:
El hecho era que el catalanismo incorporaba Cataluña a Europa de una
manera total e irrenunciable. Si con Mané i Flaquer el regionalismo era la revo-
lución de los «padres de familia», con los jóvenes de 1892 fue la revolución de
los espíritus. Con él entraron en Cataluña el impresionismo, la música de Wag-
ner, los dramas de Ibsen, la filosofía de Nietzsche, la estética modernista, el
deseo de teléfonos y de buenas carreteras, la necesidad de museos y de univer-
sidades, el ambiente de París, de Londres y de Berlín, una ciencia que se llama-
ba economía y utilizaba la estadística, el deseo de ser sinceros y realistas, de
reencontrarse en la polémica tolerante que impulsa por los caminos del pro-
greso 25.

Por lo demás, si nos circunscribimos al período «antes del 98» y a la


España no catalana, conviene no poner demasiado énfasis en el impacto de
la música de Wagner, de la filosofía de Nietzsche o del pesimismo de Scho-
penhauer sobre las pautas de sensibilidad vigentes en las clases medias del

23
Maurice Baumont, ob. cit., pág. 557.
24
Un buen resumen encontrará el lector en la Historia crítica del pensamiento español,
de José Luis Abellán, tomo V (II), Madrid, Espasa Calpe, 1989.
25
Jaume Vicens i Vives, Els catalans en el segle XIX, Barcelona, Teide, 1958, edición
especial de la primera parte del vol. XI de la colección «Biografíes catalanes», serie histórica,
página 295.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 25

país 26. En las novelas realistas del período indicado no es raro encontrar
alusiones poco entusiastas a tales corrientes de pensamiento. Más inme-
diato impacto producirá en la sensibilidad de escritores y artistas españo-
les otra influencia nórdica que, en realidad, no constituía una novedad en
sí misma a la altura de 1885, ya que estaba presente en su cultura de ori-
gen —Rusia— desde dos décadas atrás. Pero que penetra en España, a tra-
vés de Francia, con relativa rapidez gracias a la iniciativa de Emilia Pardo
Bazán.

b) Emilia Pardo Bazán: la recepción de la cultura rusa


En efecto, al acercarnos a los cambios de sensibilidad que se manifiestan
en las letras y las artes españolas al filo del comienzo de los años 90, es pre-
ciso prestar especial atención a la recepción de la cultura rusa a través de
Emilia Pardo Bazán, cuya apertura a las corrientes literarias y culturales pre-
dominantes en Europa puede calificarse de excepcional en el marco de su
generación. En efecto, si La cuestión palpitante había significado, en 1883,
la plena transición del idealismo al realismo en la literatura española, cuatro
años más tarde, en abril de 1887, sus lecciones en el Ateneo de Madrid
sobre La revolución y la novela en Rusia tendrán una repercusión no menos
decisiva en las tendencias que manifiestan las letras españolas durante la dé-
cada final del siglo. Sería muy arriesgado atribuir un papel protagonista a la
hazaña intelectual de doña Emilia en el conjunto del clima moral predomi-
nante en los años 90. Toda mutación apreciable en el tono de la vida respon-
de a un cambio en el clima social generado por una compleja gama de fac-
tores; en consecuencia, siempre será más prudente hablar del valor más o
menos significativo de una aportación, que atribuirle valor exclusivo o deci-
sivo. Es muy difícil determinar la medida en que el cambio promovido en la
sensibilidad colectiva por un intelectual o por un novelista se debe a un
impulso creador, o a una peculiar receptividad frente a tendencias y aspira-
ciones más o menos explícitas que están en el ambiente de la sociedad en
que vive. Pero sin abordar aquí tan difícil cuestión, puede afirmarse que
entre 1887 y 1890 se aprecia un cambio profundo en la novela y en el arte
españoles, y que la nueva sensibilidad que aflora desde entonces en la obra
de un Caldos, de una Pardo Bazán, de un Pereda, de un Palacio Valdés,
«superando» o desbordando su realismo, va a ejercer una considerable in-
fluencia sobre la capa lectora del país. Lo cierto es que, a partir de 1887, so-

26
Es significativo el hecho de que Gonzalo Sobejano comience su espléndido estudio
sobre Nietzsche en España (Madrid, Credos, 1967), con una primera parte dedicada a
«Nietzsche y la generación de 1898»; es recomendable, sin embargo, la lectura de las páginas
que hacen referencia a la crítica española en torno a Nietzsche hasta 1900 (págs. 36-67), y a
«los antecesores» (págs. 153-192), por las indicaciones relativas a escritores de la época ana-
lizada en estas páginas.
26 José M. Jover Zamora

breviene en las letras españolas la recepción de otra manera de novelar; en


el fondo, de otra manera de dar razón de la condición humana, distinta y
más rica de la que estaba en boga en Europa occidental bajo el signo de un
naturalismo de filiación positivista.
La literatura rusa había tenido su época dorada entre los años 60 y los
años 80 del xix; la abolición de la servidumbre en 1861 había significado
el jalón inicial de este movimiento. La publicación de la primera novela lar-
ga de Dostoyevski, Humillados y ofendidos, en 1861-62, tras la vuelta de
su deportación en Siberia; de Crimen y castigo tres años después y de Los
hermanos Karamazov en 1879-80; la publicación de Guerra y paz y de
Ana Karenina de Tolstoi en 1865-69 y 1875-77 respectivamente, pueden
esbozar un sobrio itinerario del formidable auge de la novela y de la cultu-
ra rusas a lo largo de las décadas que quedan apuntadas. Lo que interesa
subrayar en este punto en relación con el tema que nos ocupa es la tre-
menda novedad que aportan Dostoyevski, Tolstoi y Turguénef al panorama
de la novela y de la sensibilidad europea, en la medida en que esta última
se expresa en su literatura. Por lo pronto nos encontramos ante el hallazgo
y la profundización de otra vía, distinta de la occidental, hacia el conoci-
miento de la realidad humana; otra vía fundamentada, no ya en los pro-
gresos de las ciencias naturales ni en una visión escuetamente científica del
mundo, como fuera la inspirada por el positivismo; sino en una profunda
observación psicológica basada en el amor, en la comprensión del otro a
través de sus miserias y de sus sufrimientos, en la reflexión introspectiva.
Pero la revolución consumada por los novelistas rusos de aquella su edad
de oro comportaba, al mismo tiempo, la revelación de un cristianismo más
hondo y auténtico, más evangélico que el vivido a la sazón en Occidente.
Lo que predomina en la impregnación cristiana de la novela rusa no es la
apologética, ni la polémica entre la ciencia y la fe, ni los conflictos entre
Iglesia y Estado. Sino, a través de un patético retorno al Evangelio, la apro-
ximación al marginado, al desvalido, al que sufre. En fin, si bajo el signo
del naturalismo la novela occidental había tendido —de acuerdo con su
raíz positivista— a una consolidación de la sociedad establecida, la novela
rusa, al proyectarse sobre las capas marginadas de la sociedad, lleva en sí
un fermento revolucionario que irrumpe en Occidente como una llamativa
novedad.
Por lo demás, la cronología de la recepción en la cultura española de la
revolución significada por la novela rusa viene a insistir en esa ubicación en
el bienio 1885/87 del comienzo de la crisis finisecular en España, a que ven-
go refiriéndome. En efecto, escribe Pardo Bazán:
La idea de escribir algo de Rusia, su novela y su estado social, cosas que
guardan íntima relación, me ocurrió durante mis invernadas en París, al notar la
fama y éxito que logran en la capital del mundo latino los autores y especial-
mente los novelistas rusos. Recuerdo que fue en marzo de 1885 cuando cayó en
mis manos una novela rusa, que me produjo impresión muy honda: Crimen y
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 27

castigo de Dostoyeusky 27 (...)• Al invierno siguiente no tuve labor de más prisa


que internarme en la región nueva 28.

Pero no es sólo el impacto de una nueva concepción del mundo, de una


nueva sensibilidad, lo que Pardo Bazán descubre a partir de sus nuevas lec-
turas. En un momento en que se esboza el tema de la superioridad de ger-
manos y anglosajones, de la decadencia de las naciones latinas, doña Emilia
vislumbra la aparición en el escenario europeo de una nueva potencia mun-
dial que inicia los caminos de su plenitud histórica:
Líbreme Dios de meterme a profetisa augurando a las demás irremediable
esterilidad o decadencia; me ciño a notar un hecho: Rusia es actualmente el pue-
blo joven de Europa, el último que llega al convite; los restantes se mantienen
principalmente del pasado; éste se arroja impetuoso a conquistar lo futuro.
Corren actualmente para Rusia los días luminosos y matutinos, los días de oro,
los tiempos que habrán de ser clásicos mañana; viven aún parte de los hombres
que las generaciones venideras llamarán gloriosos antepasados. Insisto en ello
para explicar la curiosidad que en Europa despierta el imperio del Norte (...)29.

Su admiración se extiende a la lengua rusa, que no conoce, pero que no


regatea a «una lengua tan caudalosa, de tan espléndido colorido y soberana
flexibilidad y armonía que, en opinión de los filólogos, sólo puede compa-
rarse al griego antiguo»30. Por lo demás, la actitud de Pardo Bazán ante el
universo cultural —novelístico y social— recién descubierto, revela la medi-
da en que el síndrome «fin de siglo» estaba en su ánimo al asumir su gran
experiencia de 1885-87. Observemos su actitud ante el componente revolu-
cionario que lleva en su entraña el auge de la literatura rusa entre los años 60
y 80 del xix:
Para despedida, una confesión sincera. Hay en estos estudios ciertas indeci-
siones y ciertas ambigüedades que no supe evitar. Ni acerté a condenar del todo
la revolución rusa, ni he podido avenirme a sus doctrinas e inventos. Un libro
debe reflejar un estado intelectual, y el mío era ése: incertidumbre, vacilación,
zozobra, sorpresa e interés. No he visto claro, y por eso no he fallado terminan-
temente: que la convicción y la afirmación sólo deben salir a la pluma cuando

27
Primera edición rusa: 1865. Bueno será advertir que doña Emilia transcribe, inspi-
rándose en la grafía francesa, «Turguenef», «Tolstoy» y «Dostoyeusky» (vid. pág. 4). Los
veinte años transcurridos entre la edición original de la novela que tanto conmovió a Pardo
Bazán, y su recepción en Francia, y a través de Francia en España, aportan un dato de interés
para entender la medida en que tanto la distancia geográfica como, sobre todo, el idioma
constituyen, hasta el inicio de la transición intersecular, sendas barreras entre las dos Euro-
pas: oriental y occidental. No está de más recordar, en este punto, que la alianza franco-rusa
—uno de los pilares del sistema europeo hasta mediados del siglo xx— data de 1891-92.
28
La revolución y la novela en Rusia, edic. cit., pág. 3.
29
Ibid., pág. 23-24.
30
Ibid., pág. 10.
28 José M. Jover Zamora

han subyugado la inteligencia. Rusia es, ante todo, un enigma: otros lo resuel-
van si tanto alcanzan; yo no pude31.

En resumen: el descubrimiento de Emilia Pardo Bazán a la altura de 1885-


87, llamado no sé si a subvertir o a complementar aquel otro descubrimien-
to de «la cuestión palpitante», apunta en tres direcciones que se harán visi-
bles en la literatura y en el arte españoles de los años 90. En primer lugar,
los «tremendos análisis psicológicos», claraboya hacia un naturalismo más
profundo que el encerrado en los límites de un determinismo genérico de
tipo biológico o social. En segundo lugar, el desplazamiento de atención,
desde la burguesía o las clases medias, hacia los marginados por la sociedad
burguesa. Y en el fondo, la apertura hacia un cristianismo más cercano al
Evangelio que las formas de religiosidad predominantes a la sazón en Occi-
dente.
¿Pionera de una nueva sensibilidad importada del Oriente europeo, o
intérprete de un sentir colectivo ya implantado en los estratos más profun-
dos de la sociedad española? Dejemos el problema planteado, y pasemos a
ver cómo los tres fermentos mencionados se abren paso en la civilización
española de los años 90.

3. Las manifestaciones de una nueva sensibilidad social


a) ¿Cómo explicar históricamente su aparición?
Es una experiencia común, no ya entre los historiadores, sino en el sim-
ple observador de la vida social que transcurre en su propio entorno, la
constatación de que determinados cambios en la sensibilidad colectiva se
manifiestan simultáneamente en sectores muy heterogéneos de una misma
coyuntura histórica, sin que sea fácil establecer el factor determinante de su
aparición, ni siquiera la relación de causa-efecto o de contagio que pueda
existir entre esas diversas manifestaciones a que acabo de hacer alusión. En
cuanto se refiere al advenimiento de una nueva sensibilidad social, no es
arriesgado esbozar la existencia de una conexión entre el campo de la litera-
tura y el del arte, como tendremos ocasión de apreciar más adelante. Pero
cuando encontramos manifestaciones simultáneas de esa misma sensibili-
dad en campos alejados de la creación literaria o artística, como son el de la
medicina o el de la política social, cualquier intento de establecer una cone-
xión o un principio general capaz de motivar simultáneamente semejante
pluralidad de actitudes análogas, ha de situarnos ante un problema tan
sugestivo como difícil de resolver.
Teniendo en cuenta el momento —entre 1885 y 1890— en que se mani-

31
Ibid., pág. 445; párrafo final de la obra.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 29

fiesta esta sensibilidad social, esta orientación de la atención colectiva hacia


las clases y los grupos más desheredados de la sociedad, nos salen al paso
unas condiciones históricas propias de la situación de referencia y de evi-
dente eficacia en la creación de un ambiente. En efecto, en 1885 converge la
situación emocional ante la presencia de la epidemia y de la muerte que
hemos visto manifestar a Caldos con tanta fuerza expresiva, con una cierta
reviviscencia del clima moral del sexenio democrático —del humanismo
popular tan característico de los años 60—, a partir del acceso de los libera-
les al poder tras la muerte de Alfonso XII. Por otra parte, el conocimiento
de las condiciones de vida de las clases trabajadoras, recibe un gran impul-
so a partir de diciembre de 1883 con la creación de la Comisión de Refor-
mas Sociales32, y sobre todo con la publicación, entre 1889 y 1893, de los
cinco volúmenes de Información oral y escrita llevada a cabo por la misma
Comisión33; verdadera enciclopedia de las condiciones de vida y de trabajo
de las clases populares españolas, por más que la obra, que quedó incom-
pleta, sea parca en testimonios relativos al campesinado meridional. Al
conocimiento de los abismos de miseria que encerraba la gran ciudad con-
tribuyó contemporáneamente en no escasa medida la obra de unos médicos
vocacionalmente interesados por el problema social, tales como el doctor
Juan Bautista Peset34 o el doctor Philipp Hauser35.
Nuestro análisis podría extenderse a no pocos factores coadyuvantes;
desde el clima de crisis económica que arranca de 1886, hasta la misma
emergencia de una pintura y de una literatura impregnadas de esta nueva
sensibilidad, a las que en seguida habré de referirme y que «devuelven» y
potencian, entre determinados sectores y capas sociales previamente dis-
puestos para aceptarlo, un mensaje de compasión. En todo caso, bueno será
no perder de vista el clima histórico en que sobreviene este cambio de sen-
sibilidad. En efecto, al aparecer en el horizonte histórico la inminencia de un
«fin de siglo», no es extraño encontrar en el tono de la vida el presentimien-
to de la crisis de una moral convencional, en un momento en que los signos
indicadores de un profundo cambio social comienzan a multiplicarse.
Guardémonos, por lo demás, de imaginar que estamos ante un fenóme-
no peculiar de nuestra sociedad. Aun sin entrar en análisis de historia com-

32
Véase Juan Ignacio Palacio Morena, La institucionalización de la reforma social en
España, 1883-1924: La Comisión y el Instituto de Reformas Sociales, Madrid, Ministerio de
Trabajo y Seguridad Social, 1988, especialmente págs. 3-51.
33
Hay una excelente edición facsímil de estos cinco volúmenes, al cuidado de Santiago
Castillo, Madrid, Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1985.
34
Topografía médica de Valencia y su zona, Valencia, 1878.
35
Estudios médico-topográficos de Sevilla acompañados de un plano sanitario-demo-
gráfico y 70 cuadros estadísticos, Sevilla, Librería de Tomás Sanz, 1882. Del mismo, Madrid
bajo el punto de vista médico-social, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1902; hay una edi-
ción preparada por Carmen del Moral, Madrid, Editora Nacional, 1979. El doctor Hauser es
autor también de un artículo sobre «El pauperismo en Andalucía y singularmente en Sevilla»,
en Revista de España, núms. 381-382; Madrid, 1884.
30 José M. Jover Zamora

parada —siempre convenientes y aun indispensables—, recordemos que


Jean-Marie Mayeur manifestaba, hace algunos años, su sorpresa ante la esca-
sa atención que la historiografía francesa había prestado a un hecho estima-
do por él como capital: el contraste entre la tranquilidad de ánimo con que
las clases dirigentes conservadoras y las nuevas capas de la burguesía repu-
blicana encajaron los acontecimientos de la Commune y de su represión, y
el «remordimiento social» —son palabras suyas— que manifestarán, en los
años 90, los diversos sectores de la burguesía francesa. «La indiferencia de
veinte años antes deja ahora paso a la curiosidad, al interés, a la piedad; tam-
bién a la voluntad de reformas para impedir la revolución»36.

b) La nueva sensibilidad de las clases medias ante el pueblo


El tema que estamos tratando tiene un plano preferente de observación:
el mundo de las clases medias, y muy especialmente las clases medias de la
ciudad. En realidad son ellas las que dan el tono a la vida española, en la
medida en que éste se manifiesta en la prensa, en la literatura, en las formas
establecidas de civilización. De ellas proceden las élites intelectuales y artís-
ticas, que por otra parte tienen en esa misma capa social el ámbito de difu-
sión de sus creaciones. Esta observación pretende ser, al mismo tiempo que
una constatación de la realidad, una constancia de los límites que he debido
poner a mi exposición.
Partiendo de la posición de estas clases medias en el cuerpo de la socie-
dad española, el cambio sobrevenido en la sensibilidad social se manifiesta,
grosso modo, en un cambio de actitudes con respecto a los dos estratos
colindantes que determinan su posición intermedia. En efecto, el papel refe-
rente que el estrato superior —aristocracia, burguesía de negocios, élites
políticas— solía tener para las clases medias, y en particular para las clases
medias tradicionales, evoluciona rápidamente hacia una repulsa ética, en
nombre de una moral familiar y social, de la que quedan abundantes y
expresivos testimonios en la novela realista del período: así en La Montálvez
de Pereda (1887), en Pequeneces del Padre Coloma (1890), en La Espuma
de Palacio Valdés (1890), o en las novelas de Torquemada de Pérez Caldos
(1889-1895). El reverso de esta posición crítica asumida frente al estrato
superior viene significado por un movimiento de compasión y simpatía
hacia las capas inferiores de la sociedad. En efecto, las clases populares de
la ciudad, que en tiempo del costumbrismo habían sido objeto de mera
curiosidad romántica, y a partir de los movimientos del Sexenio y de la apa-
rición de la Internacional, de temor y de repulsa por parte de las clases
medias tradicionales, pasan ahora a ser objeto de simpatía por sus virtudes;
de compasión por sus sufrimientos.

36
Jean-Marie Mayeur, Les debuts de la Troisiéme République, 1871-1898, París, Édi-
tions du Seuil, 1973, págs. 193-195.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 31

El advenimiento del fin de siglo se manifiesta, pues, en el ámbito de las


clases medias urbanas, por una orientación demófüa que no se limita, como
en otras etapas del siglo xix, a buscar en el pueblo lo característico; a dis-
tinguir en el pueblo la parte «buena» o «sana», definida por su aceptación
del sistema de valores y las normas de buen vivir propuestas por la burgue-
sía; a exaltar la práctica de virtudes tales como el trabajo y la resignación37;
desde las filas progresistas o demócratas, a fomentar una alianza en la cual
el heroísmo del pueblo sirviera de apoyo a un determinado proyecto polí-
tico. La orientación demófila propia del fin de siglo se manifiesta inducida
por el descubrimiento en el pueblo de unas calidades humanas de que care-
ce la burguesía: espontaneidad, sinceridad; tendencia innata a la solida-
ridad, a la ayuda al prójimo; generosidad. La más egregia expresión literaria
de esta nueva sensibilidad se encuentra en Fortunata y Jacinta, de Pérez
Caldos (1887), obra cumbre, en mi sentir, de toda la literatura española del-
siglo xix38.
En fin, sobre el conjunto de motivaciones sociales que dejo apuntadas
recae una sensibilidad propicia a la piedad hacia el marginado: hacia las
capas y las situaciones más miserables de la sociedad: el enfermo; el habitan-
te del tugurio, del hospital, de la cárcel. Una sensibilidad que no podemos
dejar de ver emparentada con una de las características que más honda-
mente llamaron la atención de Emilia Pardo Bazán, en su entonces reciente
descubrimiento de la cultura y de la novela rusas. Que fuera el mismo año
—1887— el que presencia la lectura en el Ateneo de Madrid de La revolu-
ción y la novela en Rusia, de doña Emilia, y la aparición de la epopeya popu-
lar de Caldos, Fortunata y Jacinta, refuerza el valor significativo de tal fecha
en el despegue de nuestro «fin de siglo».

c) La expresión literaria y artística de la nueva sensibilidad

Inmediatamente después del epígrafe que antecede, lo procedente hubie-


ra sido entrar en un análisis de Fortunata y Jacinta, e incluso de la relación
existente entre la gran novela galdosiana y La 'Tribuna, de Emilia Pardo
Bazán (1882); novela esta última en la cual son visibles determinados carac-
teres que lograrán su pleno desarrollo, cinco años después, en Fortunata y

37
Como tendremos ocasión de observar más adelante, el padre Luis Coloma, motivado
sin duda tanto por su extracción social como por su condición de andaluz que vivió las jor-
nadas del 73 y del 92 en tierras jerezanas, se manifestará fiel, a lo largo de su larga trayecto-
ria de escritor, a la concepción conservadora del «pueblo sano» a que acabo de aludir en el
texto.
38
Vid. especialmente, en el sentido apuntado en el texto, Fortunata y Jacinta, parte I,
capítulo V «Viaje de novios». El lector encontrará una referencia más detenida a esta novela,
en cuanto expresión de la sensibilidad social de Caldos, en una conferencia sobre «Caldos en
la crisis de fin de siglo» que preparo actualmente para el VI Congreso Internacional Galdo-
siano que se celebrará en Las Palmas de Gran Canaria en junio de 1997.
32 José M. Jover Zamora

Jacinta; desde la simbolización ginecomórfica del pueblo y de la Revolución,


hasta el atropello de ambas protagonistas populares —Amparo y Fortuna-
ta—, no ya por la nobleza, sino por vastagos de una burguesía comercial
ascendente. De todo ello he de tratar, como he dejado advertido en una nota,
en otro lugar. Por lo pronto vamos a penetrar en la década crítica de los 90,
intentando seguir la trayectoria de un viraje cuyo punto de arranque se
manifiesta, insistentemente, en torno a 1887.
Nelly Clemessy, en su excelente estudio sobre la novela de Pardo Bazán,
puso de relieve la medida en que la revelación y la experiencia transmitida
por los grandes novelistas rusos no fueron estériles. En efecto, «puede afir-
marse que Una cristiana-La prueba, publicada en 1890, marca para la nove-
lista el comienzo de una segunda fase creadora, que se sitúa precisamente en
el momento en que Zola y el naturalismo encarnado en él (a los ojos de
numerosos lectores) habían perdido una gran parte del favor de que goza-
ban algunos años antes en los medios intelectuales españoles»39. Esta lúci-
da observación nos remite a un problema —el de la crisis de la mentalidad
positivista en la España de los años 90— en el cual no puedo entrar aquí40.
En todo caso, bueno será insistir en que ese valor divisorio de los años en
torno a 1890 para separar dos etapas distintas en una trayectoria novelísti-
ca, no es exclusiva de la obra de doña Emilia; observaciones análogas po-
drían ser hechas, sin esfuerzo, sobre la obra de Caldos, de Pereda y de Palacio
Valdés. Por lo demás, el advenimiento de la nueva sensibilidad que tal giro
traduce no agota su significado como manifestación secundaria de un fenó-
meno cultural e ideológico (la crisis del positivismo); más bien hemos de ver
en aquélla el indicador de un desplazamiento coyuntural en el conjunto de
mentalidades y de creencias vigentes en la sociedad española, y principal-
mente entre las clases medias de la ciudad41. Este cambio de sensibilidad
lleva consigo, como uno de sus componentes más característicos, una acti-
tud plena de simpatía hacia las clases trabajadoras; de piedad y de compa-
sión hacia las capas desheredadas o marginadas de la sociedad. En este sen-
tido, es preciso recordar el insuperable valor de testimonio que corresponde
al capítulo que Palacio Valdés dedica en La espuma, novela de 1890, a las
durísimas condiciones de vida y de trabajo de los mineros de Riosa (Astu-
rias), y a la triple reacción que tal situación suscita: la del propietario de las
minas —duque de Requena—, de implacable egoísmo y de absoluta insensi-
bilidad; la del joven médico de las minas —compasión, indignación interna
que se manifiesta en sarcasmo, impotencia, etc.—; la de los jóvenes de bue-

39
Nelly Clemessy, Emilia Pardo Bazán romanciére (La critique, la théorie, la pratique).
París, Centre de Recherches Hispaniques, 1973, 2 vols., tomo I, cap. VII «La fin du siécle».
40
Véase, Diego Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis,
Madrid, Túcar Ediciones, 1975.
41
En las páginas finales de esta conferencia habré de insistir en el carácter coyuntural,
es decir, de corta duración, del cambio de sensibilidad a que vengo refiriéndome. Será oca-
sión, entonces, de apuntar una explicación a tal carácter.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 33

na sociedad que acuden a Riosa en viaje de placer42. El autor sitúa seis años
antes, es decir, hacia 1884, la acción de esta novela.
Esta corriente experimentará un, súbito crescendo, ya a finales de la tran-
sición intersecular —si aceptamos la fecha de 1905 para tal divisoria—, con
obras como Aurora roja, de Baraja (1904), y La horda y La bodega, de
Vicente Blasco Ibáñez, ambas de 1905, esta última constitutiva de un buen
reportaje sobre la situación del campesinado andaluz. Obras expresivas de
una exacerbación de las tensiones sociales, en presencia de las cuales la sen-
sibilidad de las clases medias experimentará una bifurcación: en unos secto-
res, temor y actitud defensiva de formas de vida tradicionales; en otros, unos
sentimientos de compasión y solidaridad hacia las clases populares, que son
portadores, entre las filas de la pequeña burguesía progresista o republica-
na, de una inducción al compromiso político. En efecto, las obras mencio-
nadas, y otras no menos merecedoras de mención correspondientes por lo
general a los primeros años del Novecientos, son ya obras «de combate», de
inmediata implicación política, más relacionadas con la tragedia española
del siglo xx que con el período histórico que ahora nos ocupa.

Volvamos a los años 80 del xix, para apreciar el papel que cupo a la pin-
tura en la expresión de la nueva sensibilidad. Lafuente Ferrari hizo notar,
siguiendo a Beruete, el papel revulsivo que ejerció sobre la inspiración de
nuestros artistas la experiencia vivida en la Exposición de París de 1889, al
ponerse en ésta de manifiesto la crisis de la pintura de Historia, tan cultiva-
da en España en los años de la Restauración. Entonces, escribe Lafuente,
«con cierta brusquedad que puede registrarse en las Exposiciones (...), la
pintura [española] se arroja en brazos de una tendencia realista y prosaica,
de escena cotidiana o de imágenes de la vida de estratos inferiores de la esca-
la social, tratadas muchas veces con un sentimentalismo lacrimoso y ñoño o
con una fría objetividad de cámara fotográfica». Y es así como «hacia 1890
los pintores españoles se entregan a la pintura de asunto cotidiano y vulgar,
a la anécdota social»43. No discuto la valoración estética que formula el
maestro Lafuente Ferrari; pero a mi entender queda claro el valor de esta
pintura como testimonio de una sensibilidad social. El mismo historiador
del arte deja bien clara la cronología del viraje, como así mismo el hecho de
que, en presencia de un desafío procedente de las corrientes internacionales
—el agotamiento del género histórico—, los pintores españoles no se orien-
tan hacia la pintura de significación espiritualista cuya boga comienza en

42
Armando Palacio Valdés, La espuma, cap. XIII «Viaje a Riosa». Véase la introduc-
ción y notas de Guadalupe Gómez-Ferrer a su edición de esta novela, Madrid, Casta-
lia, 1990.
43
Enrique Lafuente Ferrari, Breve historia de la pintura española, 4.a edic., Madrid,
Tecnos, 1953, págs. 507 y sigs.
34 José M. Jover Zamora

Europa (Puvis de Chavannes, Garriere, Fritz von Hude...); sino a una pintu-
ra que cuenta, sugiere Lafuente Ferrari, con «su correlato literario contem-
poráneo. Caldos, en el mejor de los casos; Luis de Val, el autor de folletines
de ínfimo género, en el peor y más corriente». He aquí algunos temas y al-
gunas fechas, suficientemente expresivos por sí mismos: La madre enferma,
de Bordiguon (1887); Huérfanos, de Cabrera Canto (1890); Tienda-Asilo,
de Silvela (1890); El nido de la miseria, de Romañach; Aún dicen que el pes-
cado es caro, de Sorolla (primera medalla en la Exposición Nacional de Be-
llas Artes de 1895); Pobres... y enfermos, de Manaños (1904), etc.44. Mención
especial merece en esta relación, forzosamente sumaria, un óleo de juventud
de Pablo Ruiz Picasso, no sólo por la egregia personalidad del pintor, sino
también por la convergencia en el mismo de tres temas definitivos de la sen-
sibilidad española en el momento de su creación. En efecto, en Ciencia y
Caridad (1897) se manifiesta simultáneamente la enfermedad de una pobre
mujer que contempla angustiada al niño que teme dejar huérfano, la pre-
sencia de un médico pendiente de la enferma, y de una hermana de San
Vicente de Paul que le ofrece una taza de alimento mientras sostiene al hijo
en sus propios brazos45.
Lafuente apunta justamente la filiación francesa, quarante-huitard, de
esta pintura de la realidad social; pero creo que su vigencia en la España de
finales de siglo queda efectivamente más cerca de la épica grandeza de las
novelas de Caldos —pensemos en el final de Fortunata y Jacinta 46—; o, en
otro plano, de la enorme difusión de las novelas por entregas de Luis de Val,
autor de cerca de doscientas, de dos o más tomos, tales como El hijo de la
obrera (doce ediciones), Los ángeles del hogar (once ediciones) o Sola en el
mundo (diez ediciones). Por supuesto que las novelas de Luis de Val (Valen-
cia, 1867-1930) no suelen ocupar mucho espacio en las historias de la lite-
ratura; pero la historia social y la historia de la civilización han de tener en
cuenta su multitudinaria e insistente penetración en los medios populares, y
particularmente en el de las bajas y medianas clases medias. El hecho de que
la pintura del momento (cuyo público no estaba constituido precisamente
por tales capas sociales) trasuntara y sublimara temas y personajes de la
novela por entregas, será expresión, en el orden cultural o estético, de una
decadencia; pero en un plano social denota, sencillamente, una aproxima-

44
Para el análisis de esta manifestación de la sensibilidad social en la pintura de finales
de siglo me ha sido muy útil el estudio de Carmen Enseñat Kufmüller sobre Las clases tra-
bajadoras y su reflejo en la pintura española de la Restauración (1874-1910), tesis doctoral
de cuidada investigación que lamentablemente permanece inédita, Universidad de Valencia,
Facultad de Filosofía y Letras, 1959.
45
Según Rosa María Subirana (apud, Picasso, 1881-1973. Exposición antológica.
Madrid, Ministerio de Cultura, 1981, pág. 66), «para la figura del médico, posó el padre del
artista; para la enferma, una pordiosera que pedía limosna en las inmediaciones del estudio y
que fue contratada con el niño a dos duros por sesión, más los regalos y golosinas que le die-
sen al pequeño (...)».
46
Especialmente parte cuarta, VI, XIII.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 35

ción de la élite artística y de la clase intelectual del país —en el fondo, de sus
clases medias— al mundo de las clases populares.

d) Entre las clases medias y el pueblo: la sombra de una barrera social

Ahora bien, esta aproximación de las clases medias y de la burguesía a las


capas inferiores de la sociedad no trasciende el ámbito de lo emotivo e inclu-
so de cierta boga circunstancial. Un conjunto de normas sociales rígidamen-
te observadas permiten apreciar la presencia de una frontera generalmente
admitida y difícilmente salvable, que separa entre sí, a través de una serie de
costumbres y ritos, el mundo de la burguesía y las clases medias del mundo
de las clases populares. Tal frontera resulta especialmente visible allí donde
la diferenciación estrictamente económica se hace más pequeña o incluso ine-
xistente; porque es entonces cuando se advierte con más nitidez una línea
divisoria marcada exclusivamente por la profesión o el trabajo del cabeza de
familia, por el uso del «don», por la indumentaria, por la calle en que se vive
y aun por el piso en que se habita. Un portero, un artesano o un menestral
podrá ser llamado «señor Felipe»; pero el «don» sólo puede utilizarlo y será
reconocido al que tiene carrera o vive de sus rentas. Las mismas fuentes que
utilizamos para poner de relieve la simpatía hacia las clases populares que
emerge entre las clases medias españolas al comienzo de la crisis de finales de
siglo, nos revelan el calado que mantiene, en el marco de esa nueva sensibili-
dad, cierta conciencia hidalga —en el sentido estrictamente estamental de la
palabra—, presta a mantener la frontera social entre clase media y pueblo.
En efecto, en La Tribuna, de Pardo Bazán; en Fortunata y Jacinta, de Gal-
dós; en diversas páginas de Palacio Valdés, se advierte la presencia de un pro-
blema muy vivo en la mentalidad de las clases medias: un problema al que,
haciendo uso de una reminiscencia clásica sólo válida aquí por su fuerza
expresiva, pudiéramos llamar del reconocimiento o de la negativa del ius con-
nubii a unas clases populares que, pese a la simpatía que suscitan entre aqué-
llas, carecen de las formas de vida y de comportamiento, de los usos sociales
y de la cultura, de los espacios y las relaciones humanas que circundan a esas
capas de las clases medias que por el título profesional —«la carrera»— del
cabeza de familia, por su condición de propietarios, por el emplazamiento y
aderezo de su vivienda e incluso por la parafernalia de sus entierros —no en
vano los había de primera, de segunda y de tercera clase, marcando rígida-
mente una jerarquización social—, se han constituido, más o menos cons-
cientemente, en herederos de la antigua nobleza no titulada: de la hidalguía 47.

47
Véase el significado que doy a esta expresión en mi monografía sobre «Situación
social y poder político en la España de Isabel II», en AAW, Historia social de España. Si-
glo xix, Madrid, Guadiana, 1972, págs. 241-308; reproducido en )over Zamora, Política,
diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo xix, Madrid,
Turner, 1976, págs. 235 y sigs. de esta última edición.
36 José M. Jover Zamora

Como es sabido, doña Emilia, que no oculta la simpatía humana que le inspi-
ra la cigarrera Amparo, «la Tribuna», convierte en tesis central de su novela la
inviabilidad de dos utopías fundidas en el idealismo de esta última: la Federal,
y el cumplimiento de la palabra de matrimonio que le diera —sin ánimo de
cumplirla— Baltasar Sobrado, de una familia de ricos comerciantes, orienta-
do hacia la carrera militar. Por su parte Caldos, en Fortunata y Jacinta, pene-
tra hondamente en el drama humano de Fortunata, víctima de esa negativa
social al ius connubii de las clases populares, y de la falsa moral de una bur-
guesía que califica de «deshonra» en la mujer del pueblo a la consecuencia
estricta de su propio engaño; portadora de una «idea» que la llevó, en los
umbrales de su muerte, a la plenitud de su generosidad. En cuanto a Palacio
Valdés, se manifestará en todo momento discordante, en este orden de cosas,
con unos reflejos sociales muy arraigados en el ámbito social de su pertenen-
cia. En cierta medida, don Armando encuentra en la mujer del pueblo, y en
particular en la mujer campesina, un complemento de vida, de salud, de abne-
gación y de sencillez que puede ser la salvación del joven de clase media urba-
na, desgastado por el apartamiento de la naturaleza que impone la ciudad, los
vicios y el género de vida propios de la capital48. En este sentido, El idilio de
un enfermo (1884), manifiesta una tendencia que está presente en Riverita
(1886) y Maximina (1887), y en tantos otros lugares de su producción nove-
lística. Pero Palacio Valdés no sólo fue teorizador y creyente en esa comple-
mentariedad virtual entre clases medias y clases populares; fue practicante
convencido, como lo demostrará su feliz matrimonio con una florista gadita-
na, convertida así en doña Manolita49.

4. La compasión ante la enfermedad y la muerte

Hace unos pocos años, en una extensa entrevista con Shlomo Ben-Ami
publicada en un periódico madrileño, este excelente historiador, conocido
entre nosotros por su estudio de La Dictadura de Primo de Rivera, manifes-
taba su convicción de que los problemas centrales de la historiografía ya no
son los que han pasado como clásicos, sino otros más inmediatamente
humanos, como la actitud ante la enfermedad, ante la muerte, ante el sufri-

48
Obviamente estamos ante una manifestación típica de ese «menosprecio de Corte y
alabanza de aldea», de ese rechazo de la Ciudad, que constituye una de las características
peculiares de la novela española de finales de siglo, cuya culminación se encuentra quizá en
Pachín González, de Pereda (1895), por más que su modelo más logrado, en el marco de
la literatura peninsular, se encuentre en la gran novela del portugués José María Eca de Quei-
roz, A Cidade e as serras (1901), obra postuma del autor, que había enviado su primer capí-
tulo al editor en 1894; traducción castellana de Eduardo Marquina, Barcelona, Maucci, 1947.
49
Véanse las circunstancias de la boda, estrechamente relacionadas con la evolución
espiritual de don Armando, en el artículo de Guadalupe Gómez-Ferrer, «Palacio Valdés en los
años noventa: la quiebra del positivismo», en AAW, Clarín y La Regenta en su tiempo, Actas
del Simposio Internacional, Oviedo, 1984, especialmente págs. 1094-1095.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 37

miento ajeno, etc., y expresaba al mismo tiempo su extrañeza por la escasa


atención prestada por la historiografía española a este orden de problemas.
En efecto, que yo sepa ha pasado inadvertida en nuestra historiografía la
gran obra de John McManners sobre las actitudes ante la muerte entre cre-
yentes y no creyentes en la Francia del siglo xvm 50 . Una indagación del
orden de la aludida por Ben-Ami puede darnos alguna clave para entender
el tono de la vida en la transición intersecular. En efecto, mientras los médi-
cos —una de las más abnegadas generaciones de médicos que ha presencia-
do la historia española— se esfuerzan en bloquear la epidemia, en denunciar
las condiciones de vida inhumanas, en luchar contra la enfermedad, la so-
ciedad manifiesta una sensibilidad especial ante la muerte que pende de una
decisión o de una inhibición humana. En la literatura española el tema ofre-
ce testimonios sumamente expresivos, tanto anteriores como posteriores al
arco cronológico objeto de estas páginas, que van desde el indignado relato
de la ejecución de un joven carabinero que hace Pedro Antonio de Alarcón
en 185451, hasta el capítulo, pleno de simbolismo, de la novela de Sender,
Míster Witt en el Cantón; allí donde bastó una indecisión, un tirón de las
riendas del caballo, para decidir la muerte de Froilán Carvajal52. En el trans-
curso de nuestra historia será la guerra civil de 1936-39 y sus secuelas in-
mediatas la que ofrezca una siniestra y multitudinaria reiteración de esta tra-
gedia.
No puede decirse que la sensibilidad frente a la pena de muerte se cir-
cunscriba, en el campo de la civilización española, a la coyuntura que esta-
mos analizando. Lo que sí se advierte en tal coyuntura es la agudización de
esa sensibilidad, hasta trascender al ámbito de lo que pudiéramos llamar
«opinión pública». En efecto, el dramático tema de una muerte prevista,
pero cuya ejecución pende de una libre decisión humana, cobra una peculiar
intensidad en la literatura y en el arte de finales del xix. El plano de con-
traste, inmediatamente anterior al cambio que estamos anotando, puede
encontrarse en la descripción de una ejecución como espectáculo público,
que nos ofrece Palacio Valdés como experiencia autobiográfica centrada
cronológicamente en los primeros años 8053. La descripción de semejante
fiesta —palabra que, con el Diccionario de la Academia en la mano y atentos
al relato de don Armando es legítimo emplear— conlleva toda una muestra
de civilización:

50
John McManners, Death and the Enlightenment. Changing altitudes, to Death among
Christians and Unbelievers in Eighteenth-century France, Oxford University Press, 1981.
51
«Lo que se ve con un anteojo», en Cosas que fueron. Cuadros de costumbres, Obras,
Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1921, págs. 127-140.
52
Ramón J. Sender, Míster Witt en el Cantón, Madrid, Espasa Calpe, 1936, cap. VIH.
53
El relato lleva por título «El hombre de los patíbulos» y forma parte del contenido
misceláneo de Aguas fuertes (1884), en Obras Completas, Madrid, Librería de Victoriano
Suárez, 1921, págs. 67-82. Comienza así: «Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame
ocurrencia de ir al Campo de Guardias a presenciar la ejecución de dos reos.»
38 José M. Jover Zamora

Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Montera esta-
ban cuajadas de gente (...). La muchedumbre levantaba incesante y áspero
rumor, sobre el cual se alzaban los gritos de los pregoneros anunciando «la sal-
ve que cantan los presos a los reos que están en capilla», y «el extraordinario de
La Correspondencia». Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red
de San Luis. Los cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban
perezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con las portezuelas
abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos animaban con voces
descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su carruaje: —¡Eh, eh, al patíbu-
lo! ¡Dos reales, al patíbulo! Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de
la Montera, empujado por la ola de la multitud (...).

No son pocas, ni ligeras, las reflexiones que se ofrecen en este punto al


historiador que tiene noticia de la parte del presupuesto nacional que los
Gobiernos españoles destinaban por entonces a la instrucción pública; que
tiene noticia de su comparación con las asignaciones adjudicadas a tal fin
por los restantes Estados europeos, o de lo que significaba de hecho como
espectáculo de masas la «corrida de toros». Por lo demás, la reacción de
Palacio Valdés —que debería andar por los treinta años de su edad al vivir
semejante experiencia— preludia, ya desde sus primeras palabras —«infame
ocurrencia»—, la repulsa de plumas insignes, portavoces de una nueva sen-
sibilidad, que suscitará muy pronto la repetición de semejante espectáculo.
En efecto, todavía en los umbrales de la crisis finisecular, dos aconteci-
mientos de muy distinta fisonomía sociopolítica, pero emparentados por su
referencia a sendas muertes que penden de una decisión, conmueven a la
opinión pública y motivan las reacciones de Pérez Caldos y de Emilia Pardo
Bazán. El primero de tales acontecimientos fue la fracasada sublevación
republicana del general Villacampa en Madrid (19 septiembre 1886), con
los consiguientes consejos de guerra y la deliberación del Consejo de Minis-
tros acerca de las penas de muerte que han de ser objeto de confirmación o
de indulto. Como es sabido, un ardid de Sagasta al comunicar a la prensa la
resolución del Consejo salva la vida de los condenados a muerte (Villacam-
pa, un teniente y un sargento). Tras catorce horas de capilla, la noticia de
que no habrá ejecuciones produce un general alivio en una opinión pública
conmocionada por la disyuntiva —¿habrá o no habrá indulto?— que se aba-
tía sobre los condenados. El otro acontecimiento, «el crimen de la calle de
Fuencarral» (1 de julio de 1888), dio lugar a un largo proceso que mantuvo
en vilo a la opinión pública durante dos años enteros, hasta concluir el 19 de
julio de 1890 con la ejecución de la procesada Higinia Balaguer en garrote
vil, quedando su cadáver expuesto en el patíbulo hasta las cinco y cuarto de
la tarde54. Las implicaciones sociales y políticas del proceso y, sobre todo, la
enorme resonancia lograda a través de la prensa, hicieron del crimen de la

54
Un resumen del proceso y de sus implicaciones se encontrará en el artículo de Fran-
cisco Bergasa, «El crimen de la calle de Fuencarral», en Historia y Vida, núm. 72, Barcelona-
Madrid, 1974, págs. 125-139.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 39

calle de Fuencarral y de la siniestra y acostumbrada parafernalia de su rema-


te un verdadero revulsivo para una sensibilidad colectiva cuya intensificación
contribuyó notablemente a acelerar. Entre los asistentes a la ejecución estaba
Emilia Pardo Bazán, que publicó al año siguiente una novela —La piedra
angular, 1891—, patético alegato contra la pena de muerte en que se advier-
te la convergencia de las lecciones de Dostoyevski y del atroz recuerdo de la
jornada del 19 de julio anterior. Gestación simultánea a La piedra angular de
doña Emilia tuvo una de las más impresionantes obras de Caldos: Ángel Gue-
rra (1890-91), novela de hondo contenido autobiográfico en la cual Caldos
trasciende el problema de la pena de muerte aplicada individualmente por un
tribunal ordinario, para abordar la tragedia sin nombre de los fusilamientos
en masa, vergüenza y horror de la España contemporánea55.
Tres años después de la publicación de La piedra angular y de Ángel Gue-
rra, las ejecuciones de pena capital dejan de ser públicas en virtud de una real
orden de 24 de noviembre de 1894. Según Eduardo Mendoza56 tal medida
suscitó vivas críticas, sin duda por parte de quienes confiaban en el valor
pedagógico de semejante espectáculo. También la pintura española de finales
de siglo dejó testimonios —por cierto de gran calidad— de la nueva sensibi-
lidad ante la pena de muerte. El impresionante lienzo de Julio Romero de
Torres, Conciencia tranquila (1899), que se conserva en el Museo de Bellas
Artes de Asturias, y La familia del anarquista el día de su ejecución (1900),
del valenciano Manuel Benedito, constituyen sendas muestras muy represen-
tativas de tal orientación.
También sería necesaria aquí alguna anotación acerca de los motivos
inmediatos del cambio de sensibilidad que comporta la relativa novedad de
esta actitud frente a la pena de muerte; digo «relativa» porque son muchas
las precisiones de orden ideológico y sociológico que sería preciso hacer
antes de generalizar acerca del antes y el después de semejante giro en la
sensibilidad colectiva. Partiendo de esta reserva, podríamos insertar este
cambio, sin violencia alguna, en el marco de esos sentimientos de simpatía y
compasión hacia las clases populares y marginadas que vimos aparecer un
poco por todas partes en el mundo de las clases medias al promediar la déca-
da de los 80. No es necesario subrayar el hecho de que la inmensa mayoría
de las víctimas de fusilamientos y ejecuciones pertenecen a las capas infe-
riores de la sociedad; el famoso «crimen de la calle de Fuencarral», que tan-
to conmovió a la opinión pública, se saldó con la ejecución de una criada,

55
Me he referido a este tema, de singular relieve en la sensibilidad histórica de Caldos,
en mi análisis de los primeros capítulos de La de los tristes destinos, en AAW, El comenta-
rio de textos, 2. De Caldos a García Márquez, Madrid, Castalia, 1987, págs. 15-110.
56
En su novela La ciudad de los prodigios, Barcelona, Seix Barral, 1986, pág. 227. «Esta
medida —comenta Mendoza— había suscitado críticas vivas: De este modo, leemos, ha per-
dido en España la pena de muerte su ejemplaridad, sin ventaja ni compensación alguna, ya
que los relatos de la prensa no sólo excitan la curiosidad, sino que rodean al criminal de una
aureola perniciosa.»
40 José M. Jover Zamora

como entonces se llamaba a las empleadas en el servicio doméstico. Pero


quizá convenga destacar aquí un par de motivaciones específicas. Por una
parte, los estudios de José Luis y Mariano Peset acerca de la repercusión en
España —e incluso en la novela española— de Lombroso y la escuela posi-
tivista italiana51, subrayan, después de referirse a Bretón de los Herreros,
cómo «más tarde, muchos y muy brillantes escritores españoles utilizaron a
Lombroso. Lo hicieron cuando sus ojos se volvían hacia las clases bajas, en
especial en el estudio de los delincuentes. Pero lo hicieron, en general, sin
conocimiento del valor real de su obra (...). Aunque tampoco era preciso, el
contenido ideológico de las teorías lombrosianas encajaba adecuadamente
en la burguesa España del cambio de siglo»58. Creo que la observación es
correcta: fue un recíproco encaje, antes que un efectivo magisterio intelec-
tual, lo que permite relacionar las teorías de Lombroso con la nueva sensi-
bilidad frente a la pena de muerte que se manifiesta resueltamente en Pardo
Bazán o en Caldos. Porque, por otra parte, lo que motiva a estos últimos
novelistas, como a Palacio Valdés y a tantos otros intelectuales y artistas de
la transición intersecular, es la impregnación en un humanismo popular que
he intentado definir en otras páginas59, y que constituye, en el clima liberal
de la Regencia, un componente importante del cambio de sensibilidad que
estamos intentando analizar.

5. La sensibilidad religiosa. £1 franciscanismo


Hans Hinterháuser coloca a la cabeza de su estudio sobre Fin de siglo.
Figuras y mitos un primer capítulo que titula «El retorno de Cristo». Esta
corriente de aproximación a la figura de Jesús viene motivada en la cultura
europea de finales del Ochocientos por las nuevas orientaciones filosóficas
a que antes aludí, por un movimiento antinaturalista en el campo de la lite-
ratura y por una moda del ocultismo y del espiritismo a través de los cuales
hombres «sin fe», en el estricto sentido religioso, intentaban ponerse en con-
tacto con lo sobrenatural60. En tanto las apariciones de Lourdes impulsan

57
Colección «Clásicos de la Medicina». Estudio preliminar de José Luis Peset y Mariano
Peset, Madrid, CS de IC, 1975. La introducción comprende un capítulo dedicado a la reper-
cusión de las ideas de Cesare Lombroso en la literatura (págs. 139-197), donde el lector
encontrará nociones y datos de interés para establecer el contexto de nuestro tema.
58
Ibid., págs. 173-174.
59
Vid. Política, diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en
el siglo xix, Madrid, Ediciones Turner, 1976; especialmente los caps. I «Conciencia burguesa
y conciencia obrera en la España contemporánea» y VI «El fusilamiento de los sargentos de
San Gil» (1866) en el relato de Pérez Caldos. Los dos primeros capítulos de La de los tristes
destinos, este último ya citado en su edición original. Véase también, en mi libro sobre La
civilización española a mediados del siglo xix, Madrid, Espasa Calpe, 1991, I, cap. 6 «En la
raíz de los comportamientos colectivos: fraternidad y cainismo».
60
Transcribo casi literalmente de Hinterháuser, Fin de siglo, págs. 16-17.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 41

entre los creyentes esa sed de contactos con el allende, una sed de milagros,
la figura humana de Cristo irrumpe en un primer plano de atención para cre-
yentes y no creyentes. En el fondo, nos encontramos ante una tendencia
renovadora de las exigencias espirituales, un despertar de inquietudes meta-
físicas. «En este contexto —dice Hinterháuser— hay que situar la revalori-
zación de la figura de Cristo, como una de las manifestaciones esenciales de
la crisis espiritual y cultural de la época.»
He recordado más arriba cómo el catolicismo español de finales de siglo
estaba marcado por un cierto pesimismo integrista, que la orientación libe-
ral de la política española a partir de los años 80, y al final de estos últimos
la conmemoración del centenario de la Revolución francesa, vinieron a
intensificar; ya en 1884 el presbítero Félix Sarda y Salvany había dado a la
luz El liberalismo es pecado 61, obra publicada en una edición popular y des-
tinada a una amplia difusión. Por otra parte, hay que contar con la incerti-
dumbre suscitada por el llamado «conflicto entre la ciencia y la fe», cuya
entraña dramática, en un plano escuetamente humano, tuvo su más honda
expresión literaria, en la precisa coyuntura que estamos analizando, en una
novela de Palacio Valdés: La Fe (1892)62. La obsesiva atención a la contro-
versia era la más visible de las características que tal «conflicto» suscitaba en
la predicación. En fin, el catolicismo español manifestaba por entonces un
predominio muy acentuado del culto y de la liturgia, así como un compro-
miso social con las clases más conservadoras de la sociedad llamado a gene-
rar un creciente desvío entre las clases populares. A la sazón el catolicismo
social no tenía en España sino un desarrollo muy incipiente.
En el marco que tan someramente acabo de esbozar se deja sentir, a lo
largo de la crisis de fin de siglo, una vena franciscana, anclada en el Evan-
gelio y en la primacía de la caridad, desentendida del conflicto entre la cien-
cia y la fe, de la controversia e incluso, en cierta medida, del esplendor del
culto. Esta tendencia no es ajena a las corrientes espiritualistas que emergen
tras la crisis de la mentalidad positivista. En efecto, el «retorno de Cristo»
referido por Hinterháuser como característica del fin de siglo europeo tiene
por una de sus manifestaciones más relevantes una orientación franciscana
promovida por un conjunto de escritores entre los cuales cuentan Paul Saba-
tier, autor de una Vie de Saint-Francois d'Ássise (París, 1894), Joergensen
(Copenhague, 1907), y tantos otros. Entre los precursores europeos de tal
orientación hay que contar con Emilia Pardo Bazán, que redactó entre 1879
y 1881 una amplia obra sobre San Francisco de Asís, publicada en este últi-
mo año e integrada en 1903 en su colección de Obras Completas, por cierto
con una referencia de la autora al «renombre y popularidad, supongo que
por lo simpático del asunto», logrado por aquélla a través de sus ediciones

61
Barcelona, Librería y Tipografía Católica, 1885 (3.a edic.).
62
Creo innecesario recordar que obras tan fundamentales para el problema aludido
como Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de Unamuno (1913)
quedan más allá —o más acá— del marco cronológico de nuestro tema.
42 José M. Jover Zamora

anteriores 63; la misma doña Emilia publicará una traducción de las Fioretti
de san Francisco en 1889. En cuanto a la obra de Paul Sabatier, será tradu-
cida al español por Clarín y publicada en La Ilustración Española y Ameri-
cana a partir del 22 de enero de 1897.
El impacto real de este franciscanismo entre el público lector de la Espa-
ña finisecular se manifiesta en la frecuente presencia, en las grandes novelas
españolas de las dos décadas finales del xix, de unos personajes cristianos
que marcan un acusado contraste moral con los tipos clericales que suelen
aparecer en el retablo social de aquéllas. En efecto, el sórdido clericalismo de
don Fermín de Pas cuenta en La Regenta con el contrapunto del obispo
Camoirán —trasunto, al parecer, de un personaje real64—, cuya semblanza
franciscana dejó trazada Clarín en el capítulo doce de su gran novela. Fortu-
nata y Jacinta, de Caldos, cuenta entre la amplia galería de sus personajes
con clérigos como Nicolás Rubín —el hermano de Maximiliano—, o como
don León Pintado, el predicador de las Micaelas que «tronó, como siempre,
contra los librepensadores, a quienes llamó apóstoles del error unas mil y qui-
nientas veces»65. Pero cuenta también con la noble estampa de Guillermina
Pacheco 66, modelo de caridad cristiana y de entrega a los enfermos y deshe-
redados. Don Gil, protagonista de La Fe, de Palacio Valdés, tiene su contra-
figura en el rudo don Miguel, su confesor, cuya semblanza traza el autor en el
capítulo noveno de su novela. No sería difícil allegar más ejemplos.
Pero quizá convenga en este punto detener la atención sobre tres perso-
najes clericales: el fraile Silvestre Moreno, figura de relieve en Una cristia-
na-La prueba, de Emilia Pardo Bazán (1890); don Gil, protagonista de La
Fe, de Palacio Valdés (1892), al que acabo de referirme; y don Nazario
Zaharín o Zajarín, protagonista del Nazarín, de Galdós (1895), los cuales
representan una buena muestra de la presencia de la orientación evangélica
y franciscana en la literatura de los años 90. En efecto, los tres responden,
grosso modo, a la orientación religiosa que acabo de esbozar; pero mues-
tran, en sus respectivas personalidades y en los ambientes sociales en que
sus creadores los sitúan, la diversidad de circunstancias en que el tipo nove-
lesco puede aparecer encarnado. El padre Silvestre Moreno —contrapunto
del seminarista Serafín, «aprendicillo de clérigo» de escasas luces y baja
moral—, personaje importante en Una cristiana-La prueba de Emilia Pardo

63
Emilia Pardo Bazán, San Francisco de Asís, en Obras Completas, tomos XXVII
y XXVIII, Madrid, Pueyo, 1903, 2 vols.
64
«(...) Mi Camoirán más se parece, por ejemplo, al inolvidable Benito Sanz y Forés,
arzobispo de Valladolid, digno antecesor de V.S.I.» (Carta de Clarín al obispo de Oviedo,
Martínez Vigil, fecha de 11 de mayo de 1885, reproducida en el apéndice de la edición de La
Regenta llevada a cabo por José María Martínez Cachero, Barcelona, Planeta, 1963, pági-
nas LXXVIII-LXXXII
65
Parte segunda, IV, cap. IV y parte tercera, VI, cap. VII: semblanza de la vocación de
Nicolás Rubín. Parte segunda, VI, cap. VIII: referencia a la oratoria de don León Pintado.
66
Parte primera, VII, I y II. El personaje reaparece, fiel a su fisonomía inicial, en distin-
tos lugares de la novela.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 43

Bazán (1890), manifiesta su sobriedad espartana, su simpática extraversión


y su implacable rectitud de criterio en el marco de una burguesía rural. El
padre Gil, protagonista de La Fe, de Palacio Valdés, aparece definido en la
trama novelesca a partir de su humildad, de su difícil integración en el mun-
do mesocrático y burgués de una sociedad provinciana, de su inmersión en
el problema de su tiempo —crisis de fe determinada por el cientificismo
ambiente—; problema superado por la fe firme y segura que brota del ejer-
cicio activo de la caridad. En cuanto al Nazarín de Caldos, «un árabe man-
chego natural del mismísimo Miguelturra» (I, II), «hombre de facha moris-
ca» (IV, II), fue descrito por Ruiz Ramón en unos términos que resumen
certeramente los caracteres de la nueva propuesta cristiana67. Un cristianis-
mo de inmediatas raíces evangélicas, fundamentado en una fe ardiente y en
la absoluta primacía de la caridad, de la atención al desvalido y al margina-
do; en el menosprecio del poder y en la renuncia a la consideración social;
en el amor a la naturaleza. Algo que nos recuerda, por otra parte, el mensa-
je de la literatura rusa que Emilia Pardo Bazán expuso por primera vez ante
un público español en 1887.

6. Epílogo. El marco histórico y los límites de la nueva sensibilidad

En distintos lugares de esta conferencia, y sin duda como una de sus


palabras-clave, he hablado de «sensibilidad»; bueno será precisar un tanto la
significación y los contenidos que he querido dar a tal palabra. En principio,
me atengo a la segunda acepción que aparece en el Diccionario de la Aca-
demia, muy expresiva de lo que aquí quiero significar con ella: «propensión
natural del hombre a dejarse llevar de los afectos de compasión, humanidad
y ternura». Cuando esa propensión a la humanidad se manifiesta volunta-
riamente y de manera eficaz en el marco de una sociedad, nos encontramos
ante uno de los más inequívocos signos de civilización, en el sentido cuali-
tativo —opuesto a barbarie— de la palabra.
Ahora bien, no puedo terminar mi lección sin subrayar la transitoriedad
de las formas de civilización que he dejado apuntadas en estas páginas. Tran-
sitoriedad: todo cuanto acontece en la historia es, por definición, transitorio;
pero lo que quisiera expresar aquí con tal palabra es el hecho de que la «nue-
va sensibilidad» que anuncia la entrada en la crisis de fin de siglo, tiene, en su
conjunto, unas dimensiones coyunturales, de corta duración; representa, en
el conjunto de sus manifestaciones, algo así como una primera reacción
colectiva, en el campo de las clases medias, ante la entrada en una nueva fase
histórica —un fin de siglo— cuya principal característica social es la incerti-
dumbre; esa mezcla de temor y de esperanza propia de tales períodos. La
súbita crecida de un pesimismo que impregna todas las dimensiones de la

67
Francisco Ruiz Ramón, Tres personajes galdosianos. Ensayo de aproximación a un
mundo religioso y moral, Madrid, Revista de Occidente, 1964, págs. 178 y sigs.
44 José M. Jover Zamora

vida, la crisis de la mentalidad positivista y la imprevista revelación de otras


concepciones de la vida y de la cultura, los sentimientos de compasión y de
humanidad hacia las clases populares, la conversión de la conciencia religio-
sa predominante en la sociedad hacia una orientación evangélica que busca
en la caridad antes que en la liturgia o en la controversia la raíz del cristia-
nismo, son otros tantos aspectos de la conmoción experimentada por una éli-
te de orientación estrechamente relacionada con un amplio sector de las cla-
ses medias, ante el acceso a lo imprevisible.
Pero todo ello, por muy característico que sea de la crisis finisecular, no
basta, ni mucho menos, para definir la fisonomía de la civilización española
en tal período. El febril dinamismo histórico de este último llevaba en sí otros
factores de cambio, que no necesitarán aguardar al 98, menos a 1905, para
testimoniar que es engañosa toda representación pretendidamente estable de
un segmento de historia humana. Volvamos al bienio 1885-87, en el cual
encontramos el punto de arranque de esa nueva sensibilidad que he dejado
esbozada; en él está también el punto de arranque no sólo de una organiza-
ción del movimiento obrero a partir de la ley de Asociaciones de junio de
1887, sino también de su presencia organizada en las calles de la ciudad a tra-
vés de la manifestación y de la huelga general. El establecimiento del sufragio
universal en abril de 1890, la ocupación de Jerez de la Frontera por los cam-
pesinos (enero 1892), son acontecimientos destinados a consumar un giro en
la mentalidad de las clases medias tradicionales. En pocas palabras: los sen-
timientos de compasión presentes en estas últimas hacia las clases populares
y la ignorancia de la situación real del campesinado meridional68, dejan paso
a unos sentimientos de temor ante la inseguridad que supone para sus formas
de vida la fuerza de una clase ascendente capaz de organizarse férreamente
de acuerdo con ideologías que les son adversas; de ocupar sus calles con
manifestaciones o de paralizar la actividad de sus ciudades a través de la
huelga; de concurrir legalmente, a través del sufragio, al ejercicio de una ciu-
dadanía nominal que alguna vez puede llegar a ser efectiva. En consecuencia,
los reflejos morales de las clases medias pondrán sordina a su crítica de la
corrupción y los vicios de «la espuma» de la sociedad, para proyectarse, en
actitud defensiva, frente a unas clases trabajadoras ajenas a su culto de una
estabilidad social basada en la propiedad, a su impregnación en una concien-
cia social anclada en la vieja hidalguía, e incluso a las manifestaciones exter-
nas de su fe religiosa. En suma: la actitud social de esas clases medias que
hemos adoptado como plano de referencia para analizar la «nueva sensibili-

68
Recuérdese que la imagen del campesinado presente en la literatura del realismo
español, o responde a tierras de la fachada septentrional de la Península —Pereda, Palacio
Valdés, Pardo Bazán—, o está inspirada por una marginación idealizada: Fernán Caballero,
Alarcón, Valera, Gabriel y Galán... Habrá que llegar a 1905 (La Bodega, de Blasco Ibáñez)
para encontrar en la gran novela de la transición intersecular una imagen realista de la situa-
ción del campesino andaluz, y ésta surgida de una pluma cuya connotación política no era
compartida por las clases medias tradicionales.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 45

dad» que aporta la crisis de fin de siglo, no va a tardar en experimentar un


giro de ciento ochenta grados. La añeja frontera entre las clases medias tra-
dicionales y la pequeña burguesía de orientación progresista —en la acepción
estrictamente ochocentista del adjetivo— se ahonda; las clases medias tradi-
cionales, fieles al fermento estamental de sus mores, buscarán como modelo
referente la orientación política y las formas de vida propias del estrato supe-
rior, y principalmente de la nobleza. Dos novelas del padre Coloma: Peque-
neces (1891) y Boy, novela publicada en 1910 pero cuya redacción parece
situarse en 1894 69, ilustran bien, en mi sentir, el giro mencionado, si bien en
el activo jesuíta la idealización estética de la nobleza es compatible con el
mantenimiento condicionado de sus reservas morales70.
Por lo demás, no estamos ante un giro coyuntural. El papel desempeña-
do en la conformación de la sensibilidad social de las jóvenes españolas de
clase media por las novelas de Rafael Pérez y Pérez, escritor sumamente pro-
lífico y cuyas novelas alcanzaron grandes tiradas durante la década que ante-
cede a la guerra civil de 1936, muestra la larga duración del modelo nobi-
liario como escuela de costumbres y arquetipo de personalidades entre las
clases medias tradicionales. Para apreciar la bifurcación experimentada por
la novela española a partir del giro social que dejo apuntado, bastará que
recordemos las dos muestras más expresivas, a mi manera de ver, de la
coyuntura revolucionaria que cierra la transición intersecular, si es que no
preferimos conferir tal función a 1914: Aurora roja, de Baroja, el final de
cuya redacción aparece fechado en diciembre de 1904, y La horda, de Blas-
co Ibáñez, fechada al final en abril-junio 1905.

69
La fecha de publicación en 1910 la tomo, con toda reserva —rio he podido contrastar
el dato—
a
de la Historia de la literatura española, de Juan Hurtado y Ángel González-Palencia
(6. edic., corregida y aumentada, Madrid, Saeta, 1949, pág. 899). En cuanto a 1894 como
fecha de redacción, puede deducirse desde una de sus primeras páginas, allí donde se refiere a
los veinticinco años transcurridos desde el comienzo de la acción narrada (marzo de 1869), y
sobre todo, de la «Semblanza de Boy (fragmento de una novela inédita)», manuscrito del
padre Coloma fechado en 24 de septiembre de 1893, reproducido como apéndice en la edición
de Obras completas, publicada por Editorial «Razón y Fe» y «El Mensajero del Corazón de
Jesús», tomo XV, págs. 263-272. Por lo demás, y como adenda a mi propio texto, conviene no
perder de vista en este punto que la experiencia juvenil de Luis Coloma, nacido en 1851 de
familia acomodada de Jerez de la Frontera, estudiante de Derecho en Sevilla, miembro de la
Compañía de Jesús desde 1873, y que «intervino en política siendo partidario de la restaura-
ción de Isabel II» (Hurtado y González-Palencia), no manifestó nunca excesiva simpatía hacia
el proletariado rural levantado en armas (véase, como ejemplo, Caín, relato publicado en «El
Mensajero del Corazón de Jesús» en 1885, y reproducido en la edición mencionada de Obras
completas, tomo II, Cuadros de costumbres populares, págs. 121 y sigs., especialmente cap. II.
La acción de Caín tiene por marco la Andalucía del Sexenio). A este último marco correspon-
de la ambientación de Boy; pero no perdamos de vista que su redacción corresponde al año
siguiente al de la famosa marcha de los campesinos sobre Jerez (enero 1892).
70
Véase como muestra de la dualidad apuntada su referencia a «la envidiosa antipatía
de la dama de provincia a todo lo que viene de la corte, justa a veces en lo que a moral se
refiere, pero muy parecida de ordinario, en lo tocante a buen tono y elegancia, a la chismo-
grafía de los patos cuando murmuran del cisne» (Boy, cap. I).
46 José M. Jover Zamora

Me he detenido en esta glosa del cambio sobrevenido en la mentalidad


de las clases medias poco después de que Caldos diera a la luz su Fortunata
y Jacinta, tanto por su interés intrínseco como porque creo que constituye
una buena muestra del carácter coyuntural que corresponde, en la civiliza-
ción española de finales de siglo, a la que he llamado en repetidas ocasiones
«nueva sensibilidad». En efecto, yo diría que el cambio de sensibilidad visi-
ble en las letras y en el arte españoles a partir de 1887 constituye la res-
puesta inmediata a la iniciación de la crisis; algo de relevante interés, pero
de corta duración en el proceso de la transición intersecular. En efecto, si el
bienio 1885-87 marca el jalón inicial en el proceso evolutivo de la crisis de
fin de siglo, bueno será no perder de vista que la década inmediata aportará
nuevos componentes al proceso indicado. El conflicto de Melilla en 1893, la
guerra de Cuba iniciada en 1895, la guerra con los Estados Unidos, los
desastres navales y el desastre de la Paz de París, y otros procesos paralelos
de orden social, económico y nacional que no es momento de referir aquí,
porque no ha sido mi propósito exponer en estas páginas la totalidad de un
proceso tan complejo como es la crisis de fin de siglo, permiten vislumbrar
una característica sustantiva en el desarrollo histórico de tal crisis: su com-
plejidad; su desarrollo a través de unas fases sucesivas, determinadas por la
interacción de una serie de factores que es necesario estudiar aisladamente
y en su recíproco engranaje para llegar a entender lo que fue la civilización
española en este decisivo período que vive la transición entre los siglos xix
y xx.
En fin, he dejado para mi conclusión la advertencia más importante. He
insistido en las líneas que anteceden acerca de las distintas fases que cabe
distinguir en la evolución de la sensibilidad de las clases medias españolas
durante los tres lustros que cubre nuestro fin-de-siécle. Ahora bien, durante
tal período, durante la totalidad de la transición intersecular y aun más acá
en el tiempo desde el final de esta última, hay en la historia de la civilización
española otros componentes de larga duración que han debido quedar for-
zosamente al margen de estas páginas. No hay «caracteres permanentes»
ligados a la idiosincrasia de los pueblos; pero sí hay, en el campo de la civili-
zación como en el de la política o la economía, no diré «ondas largas», pero
sí características tan firmemente adentradas en una sociedad que acompa-
ñan en su transcurso a muchas generaciones. Un simple esbozo de los que
he llamado «componentes de larga duración» en la civilización española en la
crisis de fin de siglo, hubiera hecho saltar los límites convencionales puestos
a tal período. Quede para otra ocasión la exposición de este complemen-
to indispensable del tema que ha ocupado en la ocasión presente nuestra
atención.

Madrid, Ciudad Universitaria, mayo 1996.


Estado y sociedad en España
durante la década de 1890
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO

1. Definición del régimen político

El trabajo de los historiadores, tan meticuloso habitualmente en la reco-


pilación de fuentes que llega a jactarse de una imposible «exhaustividad»,
adolece sin embargo más veces de lo que debiera de un cierto desprecio
hacia la conceptualización. Lo contrario de lo que suelen hacer los científi-
cos sociales (para los temas que aquí interesan, sociólogos y politólogos),
que cuando aplican sus saberes a fenómenos del pasado difícilmente pueden
competir con los historiadores en amplitud y exactitud de datos, pero se
basan en conceptos o tipos ideales elaborados con cierto cuidado —lo que
no siempre equivale a fortuna—, presentados, además, de manera explícita.
No quiero, desde luego, entrar aquí en el inmenso tema de las relaciones entre
la historia y la sociología u otras ciencias sociales, y cuáles son las posibilida-
des que abren una y otra forma de conocimiento. Pero, ya que esta interven-
ción se titula «Estado y sociedad en España durante la década de 1890» y
parece que debería aportar algunas definiciones, quisiera comenzar llaman-
do la atención de los historiadores sobre la necesidad de recurrir en sus es-
tudios a los conceptos elaborados por las ciencias sociales.
Con ello de ninguna manera estoy defendiendo la construcción de gran-
des modelos abstractos para entender por vía deductiva los fenómenos sin-
gulares, al igual que desconfío de lo contrario, es decir, la utilización de los
casos concretos para establecer por inducción regularidades históricas que
conduzcan a leyes sobre la evolución humana. Ambos métodos —sobre todo
el segundo— son ideales deseables pero, dados los escasos factores demos-
trablemente comunes a la multiplicidad de situaciones humanas, han con-
ducido a enunciados genéricos basados en muy pocas variables, y por tanto
excesivamente formales y superficiales. A los efectos que interesan en este
artículo, estoy proponiendo algo mucho más modesto, una especie de paso
previo a tal aspiración de cientificidad. Parto de la idea de que, en efecto, la
48 José Álvarez Junco

historia es, o debe convertirse en, una ciencia social cuya única diferencia de
principio respecto de las demás es su concentración en actores, problemas y
sociedades del pasado. Lo cual sin duda limita sus fuentes (en mayor medi-
da cuanto más se aleja en el tiempo la época estudiada) y sus posibilidades
de utilización de instrumentos y técnicas propios de las otras ciencias socia-
les. Desde este último punto de vista, la diferencia fundamental estriba en la
imposibilidad que tiene el historiador de dirigir preguntas intencionadas a la
realidad objeto de su estudio; no puede, en definitiva, experimentar, produ-
cir datos específicamente creados para comprobar o desmentir sus hipótesis,
y tiene que limitarse a construir su teoría sobre datos que le vienen dados de
antemano. Pero esto de ninguna manera excluye que catalogue y explique su
evidencia empírica acumulada por medio de tipos ideales cuidadosamente
elaborados, discutidos por la comunidad científica y, en tanto ésta siga cre-
yéndolos válidos, sistemáticamente aplicados a situaciones similares; en la
medida en que el pasado sea asimilable al presente, estos tipos ideales deben
ser, desde luego, los mismos que utilicen los demás investigadores de la rea-
lidad social. La más amplia y escrupulosa recogida documental, la más sin-
cera intención de superar prejuicios o partidismos políticos o la más aguda
interpretación personal de textos o situaciones son insuficientes para expli-
car el pasado de una manera que merezca ni de lejos el calificativo de cien-
tífica si no se utiliza terminología homologable con la establecida por la
comunidad académica para interpretar las sociedades actuales. Sólo de esta
manera puede superarse la singularidad en el tratamiento de los fenómenos
concretos y colocarlos en condiciones de ser comparados con otros simila-
res, base imprescindible para el ideal científico de búsqueda de regularida-
des y establecimiento de proposiciones generalizabas.
Partiendo de esta actitud, la pregunta en relación con el tema de este
artículo sería: ¿qué nos pueden aportar clasificaciones y conceptuali-
zaciones de sistemas políticos establecidas por la sociología y la ciencia
política que pueda ser relevante para entender el sistema establecido por
Cánovas al restaurarse la monarquía borbónica tras el Sexenio revolucio-
nario de 1868-1874? Es decir, ¿qué calificativo debemos aplicar al régi-
men político español de 1875-1923 para que alguien interesado por estos
fenómenos pero no muy familiarizado con la historia de España se haga
una idea inmediata del tipo de sistema a que nos estamos refiriendo?
Un clásico del pensamiento político, John Stuart Mili, que escribió poco
antes de iniciarse el período que aquí tratamos, llamaba a los gobiernos de
su época «representativos», lo cual es sin duda distinto a «democráticos»!.
El régimen de la Restauración era, en el sentido de Mili, liberal represen-
tativo, y no democrático. Pero los estudios políticos han avanzado mucho
desde entonces y permiten mayores precisiones. La sociología de la moder-
nización, en particular, preocupada por los procesos de cambio desde las

1
J. S. Mili, Representative Government, 1861.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 49

sociedades «tradicionales» hacia las «modernas», se vio obligada a intentar


definir, por un lado, los polos inicial y final del proceso y a precisar, por otro,
formalmente sus fases intermedias. Desde Weber había quedado establecido
que la autoridad, en los regímenes tradicionales, reposa en órganos o fami-
lias (habitualmente, un monarca o unos linajes nobles), con legitimidad de
tipo hereditario y/o religioso, mientras que el proceso de modernización
implica su despersonalización y su apoyo en una legitimidad racional/buro-
crática. Samuel Huntington, en los años 60, añadió la observación de que
las polities tradicionales, por oposición a las modernas, se caracterizaban
por un poder político escaso y además poco concentrado. El proceso de
modernización por tanto se desdoblaría, en el ámbito de lo político, en otros
dos: una transferencia de poder desde grupos regionales, aristocráticos o
religiosos hacia unas instituciones centrales secularizadas; y un aumento de
ese poder, de la capacidad de influencia del Estado sobre la sociedad 2.
Esto significaba excluir del proceso de modernización la idea de demo-
cratización. Podría defenderse, por ejemplo, que las estructuras políticas
españolas se modernizan bajo el franquismo, pese a ser una dictadura, por-
que el poder se centralizó y aumentó el control político sobre el conjunto de
la sociedad y con ello la posibilidad de cambios sociales dirigidos por el
Estado. Para atacar este aspecto del problema, Robert Dahl, también dentro
del paradigma de la modernización, analizó los cambios democratizadores y
propuso la existencia de dos procesos paralelos, que llamó de liberalización
(aceptación de la discrepancia política) y de inclusividad (proporción de la
población a la que se otorga el derecho a participar en la toma de decisiones
o a controlar a quienes las toman). A partir de estas dos variables, llegó a
una clasificación de cuatro tipos de regímenes políticos: hegemonías cerra-
das, oligarquías competitivas, hegemonías incluyentes y poliarquías (o
democracias liberales plenas)3.
Si aceptamos estas conceptualizaciones, creo que podemos caracterizar
inicialmente el sistema establecido por Cánovas como un orden político ni
tradicional ni moderno, sino en vías de modernización (Huntington). Lo
cual no es mucho decir, ya que dentro de esta categoría intermedia caben
infinitas modalidades. Más se avanza si lo definimos como una monarquía
oligárquica competitiva (Dahl). No era una monarquía autocrática, marca-
da por el dominio directo y caprichoso del monarca, ya que por un lado exis-
tían libertades personales y derechos cívicos limitados y por otro, el poder
político diario no se ejercía por el rey sino por una élite política restringida
pero no homogénea, sino constituida por diversos grupos en competencia.
Mas tampoco se trataba de una monarquía constitucional parlamentaria ple-
na, ni mucho menos democrática, pues el sufragio universal masculino era
una farsa (la inclusividad, por tanto, es reducida) y los cambios de gobierno

2
Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies, Yale UP, 1968. Hay tra-
ducción al español, en Buenos Aires, Paidós.
3 Robert Dahl, Polyarchy, Yale UP, 1985.
50 José Álvarez Junco

no dependían de los resultados electorales sino que éstos estaban decididos


de antemano en favor del partido en el poder, situación a la que se llegaba
o de la que se salía por el otorgamiento o la retirada de confianza regia. Este
entramado político visible era sólo la cúpula, además, de una administración
formalmente centralizada pero muy desprovista de recursos (poder político
escaso y poco concentrado, en un proceso de concentración todavía más for-
mal que real) lo cual significaba que en la práctica necesitaba pactar la eje-
cución de sus disposiciones con las élites políticas locales. De aquí el caci-
quismo, sistema que como veremos luego respondía, por una parte, a la
doble realidad rural y urbana del país, y por otra, al abismo entre la centra-
lización oficial y la fragmentación real del poder.

2. ¿Una democracia «burguesa?


En este intento de explicación del régimen político de la Restauración
me parecen especialmente inútiles denominaciones del tipo de monarquía
burguesa o liberalismo burgués. Ni el liberalismo de participación restringi-
da, dominante en el momento de que tratamos, ni su rival por la izquierda
el radicalismo democrático pueden ser llamados, con propiedad, «democra-
cia burguesa». Sin embargo, éste sigue siendo un concepto muy utilizado
entre un sector nada despreciable de los historiadores españoles, afectados
todavía por la impronta marxista de la cultura antifranquista, que en oca-
siones parece más una horma represora del pensamiento creativo que un
paradigma útil para la explicación de la sociedad y de la historia. El concep-
to clave de este esquema interpretativo en relación con los cambios de los
dos últimos siglos es el de «revolución burguesa», gran divisoria de aguas
entre los regímenes políticos del Antiguo Régimen y los sistemas liberal-
representativos, sean restringidos o plenamente democráticos. Es un con-
cepto que he criticado a fondo, hace ya más de diez años 4. Ya que aquella
crítica no suscitó respuestas pero tampoco parece haber sido incorporada
por la producción historiográfica relacionada con los fenómenos revolucio-
narios y los sistemas de poder en la España contemporánea, me permitiré
exponerla de nuevo, de manera muy resumida:
1.° Una cosa es la transición entre los llamados «modos de producción»
y otra las revoluciones políticas. No hay duda de que entre los siglos xvn (en
Inglaterra y Holanda), xvm (en Francia) y xix (en el resto de Europa) se pro-
duce un serio cambio de modelo en la forma de dominio y explotación,
sobre todo de la tierra, el bien productivo fundamental en aquella economía,
y de la mano de obra, que pasan de una situación protegida a otra de mer-
cado libre. Esta transformación coincidió en el tiempo con las revoluciones

4
«A vueltas con la Revolución Burguesa», Zona Abierta, 1985, núms. 36-37, págs. 81-106.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 51

políticas que acabaron con las monarquías absolutas y dieron lugar al esta-
blecimiento de los regímenes liberales modernos. Pero son dos procesos
diferentes y de ninguna manera puede establecerse una relación de causali-
dad general entre los mismos.
2.° La transformación socio-económica puede, si se desea, denominar-
se paso del feudalismo al capitalismo. Pero sólo a condición de que reduz-
camos el feudalismo a su aspecto señorial, esto es, al poder nobiliario sobre
las tierras y sus trabajadores: un poder o dominio eminente, no directo o
útil, sobre las tierras, frecuentemente con facultades jurisdiccionales añadi-
das, y un poder también sobre sus habitantes o trabajadores, vinculados a la
tierra por contratos de arrendamiento hereditarios, no escritos, basados en
la costumbre, y que los reducían de hecho a una situación de semi-libertad
(llamada en general servidumbre). Sólo si equiparamos el feudalismo a la
servidumbre, y eliminamos cualquier otro rasgo en su definición, podemos
decir que había subsistido hasta los umbrales de la llamada Edad Contem-
poránea y que su desaparición se produjo con las revoluciones liberales.
3.° Pero la definición consagrada del feudalismo lo refiere a un sistema
más complejo, en absoluto circunscrito al fenómeno de la servidumbre. Por
feudalismo entendemos una organización política, de soberanía fragmentada
y piramidal, encadenada por lazos de vasallaje. Aunque el vasallaje a veces se
confunde con la servidumbre, son en realidad cosas totalmente distintas, ya
que el primero se refiere a una relación de subordinación político-militar
entre hombres libres y el segundo a las ataduras de la gleba, según explicó
con meridiana claridad Marc Bloch hace muchos años. Y el feudalismo como
sistema de organización política había desaparecido mucho antes, a manos
de las monarquías absolutas triunfantes a comienzos de la Edad Moderna.
4.° Es, sin embargo, justamente al aspecto político del feudalismo, que
había desaparecido a comienzos de la Edad Moderna, al que se remite el para-
digma en cuestión al explicar las revoluciones de los siglos contemporáneos
como una explosión anti-feudal. Pero, en realidad, las revoluciones liberales
no se hicieron contra el feudalismo sino contra las monarquías absolutas, jus-
tamente la fórmula política que había derrotado al feudalismo. No hay, por
tanto, conexión alguna entre las revoluciones liberales y la desaparición de los
grandes poderes nobiliarios que en su día habían rivalizado con la monarquía.
5.° Lo que sí se produce en el mundo contemporáneo es una sustitución
del régimen señorial de tenencia de la tierra por un «modo de producción»,
en esa terminología, capitalista, o de libre mercado, en el que se puede acep-
tar que emerge como dominante un grupo social conocido como «burgue-
sía». Pero esto no tiene nada que ver con revoluciones políticas. Prueba de
ello es que ninguna de las grandes revoluciones políticas se produce en paí-
ses en que la «burguesía» es poderosa: Estados Unidos, por ejemplo, o Ingla-
terra, modelos de evolución política no revolucionaria (a menos que crea-
mos que el cambio crucial se produjo en 1640-88 en Inglaterra y en 1776 en
los Estados Unidos, y que desde aquellas fechas hasta hoy no ha habido nin-
gún cambio sustancial en aquellas sociedades), o Alemania, Holanda o los
52 José Álvarez Junco

países escandinavos. Las revoluciones ocurren en países como Francia, Es-


paña, o Rusia, donde la burguesía es débil o casi inexistente y, más que lucha
de clases entre la burguesía y la aristocracia, lo que hay son desequilibrios
políticos y situaciones de debilidad del Estado. Otra prueba adicional serían
los múltiples estudios empíricos sobre los actores revolucionarios en los que
la burguesía, en el sentido literal del término (los detentadores del capital
industrial, mercantil o financiero) está ausente de los procesos de cambio
político (o, si participa, lo hace de parte del poder); en ellos destacan, en
cambio, intelectuales, funcionarios, e incluso clérigos y aristócratas (estos
últimos, aquellos grupos sociales contra los que se supone que se dirige la
revolución «burguesa», lo que es el summum de la contradicción).
6.° Para concluir con un argumento de autoridad, ninguno de los grandes
estudios socio-políticos de las últimas décadas sobre las revoluciones (desde
el clásico de Barríngton Moore hasta el más reciente de Theda Skocpol, pasan-
do por S. Huntington, T. Gurr, Ch. Johnson o Ch. Tilly)5 utilizan el paradig-
ma de las revoluciones burguesas. Es curioso, sin embargo, que a un sector de
los historiadores, en particular en España, les cueste tanto superarlo.
Menos justificado aun que aplicar el adjetivo «burgués» a las revolucio-
nes liberales es aplicárselo a los regímenes que surgen de ellas. Por una razón
muy sencilla: porque no existe ningún modelo de régimen político burgués
(ni proletario, ni aristocrático, ni vinculado a ninguna otra clase social) y ni
siquiera se sabe lo que tal cosa pueda significar. El dominio social de una cla-
se es perfectamente compatible con muy distintos sistemas de organización
del poder político: «burguesas» se llama a las monarquías oligárquicas del
siglo xix y burguesas deberían considerarse las democráticas del xx, burgue-
sas las repúblicas de este o aquel lado del océano, burgueses los fascismos,
las dictaduras militares... Burgués es algo que no define en absoluto a los re-
gímenes políticos, sino a la forma de dominación social.

3. ¿Una sociedad «burguesa»?

Podría argumentarse que, si el sistema político no lo era, al menos la


sociedad española de finales del xix sí era burguesa. Pero incluso esto es
dudoso, porque no es una sociedad en la que las élites sociales sean los pro-
pietarios del capital industrial, comercial o financiero, sino que la cúspide de
la jerarquía social corresponde a un sector en el que se funden los herederos
de los antiguos estamentos privilegiados, es decir, aristocracia hereditaria e
Iglesia católica, junto con los cargos gubernamentales y militares, los nuevos

5
Ch. Johnson, Revolutionary Change, Londres, Little, Brown and Co., 1966; T. Gurr,
Why Men Rebel, Princeton UP, 1970; Ch. Tilly, From Mobilization to Revolution, Reading,
Mass., Addison-Wesley, 1978; Th. Skocpol, States and Social Revolutions. A Comparative
Analysis ofFrance, Russia and China, Cambridge UP, 1979.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 53

poseedores de tierras desamortizadas y, sólo de manera añadida, familias y


personas que pueden catalogarse como burgueses: industriales vascos o
catalanes, o inversores enriquecidos con las recientes operaciones de urba-
nización, construcción de ferrocarriles o explotación de minas. Tal conjunto
dirigente o «bloque de poder», según Richard Herr se consolidó hacia
mediados del siglo xix, en el cuarto de siglo moderado, y se mantuvo estable
hasta la Primera Guerra Mundial6. Pero ni eran los sectores burgueses, den-
tro de él, los de mayor influencia política o social ni puede establecerse que
este bloque en su conjunto determinara las grandes decisiones políticas.
Como prueba de la independencia del mundo político respecto de los pode-
res socio-económicos basta mencionar el acceso de los militares de éxito a
las más altas esferas de poder o las carreras políticas de directores y redac-
tores de órganos de prensa que se habían ganado un nombre por su capaci-
dad de causar impacto y no por ser los propietarios del medio.
La pervivencia, e incluso predominio, de marcas aristocráticas hasta 1914,
típica de toda Europa según el clásico estudio de Arno Maier, fue espe-
cialmente visible en España. El símbolo institucional de estos residuos del
Antiguo Régimen dentro del bloque de poder oligárquico fue el Senado,
constituido por grandes de España, arzobispos, capitanes generales, altos
funcionarios, políticos de reconocidos servicios al Estado, grandes contribu-
yentes y representantes de corporaciones académicas y profesionales muy
selectivas. Pero no era sólo el poder político institucionalizado. En la vida
diaria, los grupos que ocupaban la cúspide de la pirámide de poder social
imponían la exclusión al resto de los sectores por medio de marcas cultura-
les que no tenían nada de burguesas. No eran, por supuesto, marcas lingüís-
ticas o raciales, como podían serlo en las sociedades americanas recien-
temente independizadas, sino inversiones en bienes raíces y adopción de
formas de vida típicas de la aristocracia rentista del Antiguo Régimen, que
seguían siendo la fuente fundamental de prestigio social.
Otro síntoma del escaso arraigo de los valores burgueses eran los duelos,
a los que también he dedicado algunas páginas en otro lugar 7 . Los duelos no
eran episodios excepcionales, residuales de situaciones aristocráticas ante-
riores. Por el contrario, la práctica del «lance de honor» se incrementó a lo
largo del siglo xix en relación con épocas inmediatamente precedentes.
A partir de los años 1830 la escena política y literaria fue testigo de sonados
lances, que se convirtieron en una verdadera plaga en ciertos círculos socia-
les en la segunda mitad del siglo. Liberales que acabaron en conservadores,
como González Bravo, pero también liberales que murieron como radicales,
como Paúl y Ángulo, fueron ardorosos y contumaces duelistas. Igualmente
se batieron hombres que provenían de todo el espectro político y de un

6
R. Herr, An Historical Essay on Modern Spain, Berkeley UP, 1971; cfr. Jesús Cruz,
Gentlemen, Bourgeois and Revolutionaries. Political Change and Cultural Persistence
among the Spanish Dominant Groups, 1750-1850, Cambridge UP, 1995.
7
El Emperador del Paralelo, Alianza, 1990, cap. 2.
54 José Álvarez Junco

amplio abanico de profesiones: generales como Caballero de Rodas o Sala-


manca, almirantes como Topete o Beránger, miembros de la familia real
como el duque de Montpensier —que perdió sus aspiraciones al trono espa-
ñol por matar en duelo a su atrabiliario pariente don Enrique de Borbón—,
periodistas como Suárez de Figueroa o Gasset, políticos como Istúriz, Men-
dizábal, Rivero, Ríos Rosas o Romanones, y sobre todo escritores como
Espronceda, Andrés Borrego, Alarcón, Campoamor, Clarín o incluso Azorín.
Periodistas, escritores, militares o abogados, es decir, justamente aquellos
sectores donde la revolución liberal encontraba mayores apoyos, tenían un
sentido del honor aristocrático demasiado a flor de piel como para no cues-
tionarlos como representantes de un mundo al que es obstinación seguir defi-
niendo como «burgués».

4. Una monarquía no democrática, pero liberal

Que el régimen no fuera democrático no quiere decir que estemos


hablando de una dictadura o de algún otro tipo de poder autocrático. La
dominación oligárquica es compatible con sistemas legales de inspiración
liberal, es decir, con un relativo respeto por las libertades personales y los
derechos cívicos (siempre que no se incluya entre éstos el derecho al sufra-
gio, que convertiría el sistema en democrático). En el caso español, las refor-
mas legales llevadas a cabo en la segunda mitad de los años 80 convirtieron
un régimen fuertemente autoritario en una monarquía parlamentaria de tipo
liberal. Al aceptar el poder a la muerte de Alfonso XII, el ex revolucionario
Sagasta había prometido implantar las libertades básicas en materia de cre-
encias y cultos religiosos, de reunión y asociación, al igual que prometió jui-
cio por jurados, servicio militar obligatorio, sufragio universal y codificación
del derecho civil. La primera parte de este conjunto de promesas se mate-
rializó, en efecto, en leyes durante los cinco años siguientes, aunque las nor-
mas restringieron las posibilidades prácticas de actuación política competi-
tiva mucho más de lo requerido por un régimen liberal ideal. A pesar de ello,
la regulación legal de las libertades fundamentales proveniente del «gobier-
no largo» sagastino sirvió de base para un cierto florecimiento político y cul-
tural y no hay duda de que, de haberse complementado con unas prácticas
democráticas auténticamente competitivas, podía haber constituido la base
para el nacimiento de una cultura liberal, de respeto a la discrepancia políti-
ca y a los derechos de las minorías.
En este punto, en todo caso, habría que hacer radicales distinciones
entre la vida rural y la urbana. Sólo en las grandes ciudades pudieron ejer-
cerse de manera mínimamente aceptable las libertades reconocidas por
Sagasta, mientras que imponer su reconocimiento a las autoridades rurales
reveló ser punto menos que imposible. Puede decirse que durante todo el
último cuarto del siglo xix el campo vivió al margen incluso del restringido
juego de libertades y competitividad política que consentía el parlamenta-
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 55

rismo oligárquico. Lo mismo había ocurrido, en realidad, durante los tres


cuartos de siglo anteriores. La vida rural sólo se había visto afectada por la
política en la medida en que ésta había adquirido rumbos militares, como
en 1808-14 o 1833-40, cuando partidas armadas o requerimientos de hom-
bres y recursos habían sacudido al campo español. Pasadas las guerras
napoleónicas y carlistas, los pueblos cayeron en una especie de letargo y se
despreocuparon de la política nacional, excepto en la medida en que inten-
taban protegerse de sus consecuencias negativas.
Ni siquiera hay un protagonismo rural en términos de agitación o plan-
teamiento de problemas de orden público. Aunque algunas versiones
románticas, más dominadas por el wishful thinking que por una apreciación
distanciada de los hechos, quieran hacer ver lo contrario, el siglo xix espa-
ñol no fue un período de agitaciones sociales, ni campesinas en particular, a
pesar de serlo de hondas y recurrentes agitaciones políticas. Incluso la enor-
me operación de transferencia de tierras representada por las sucesivas
desamortizaciones se aseguró por la presencia de una policía rural, la Guar-
dia Civil, cuyos métodos pueden criticarse desde un punto de vista ético,
pero de cuya eficacia no caben dudas. Sobre lo que sí caben dudas es sobre
el carácter centralizado o local de esta policía rural (lo cual de nuevo cues-
tiona la modernización del sistema político, en términos de Huntington),
pues en ocasiones la Guardia Civil actuaba más como un poder al servicio
de los caciques y terratenientes locales que como una fuerza delegada del
poder central. El dato que zanja esta cuestión en favor de la centralización
es que, en todas las ocasiones en que se consideraba necesario para el man-
tenimiento del orden público —y no eran pocas—, se recurría al ejército,
rama de la administración ciertamente centralizada y eficaz, al menos para
este cometido. Con lo cual la sumisión de la España agraria estuvo siempre
garantizada, salvo excepciones como la Mano Negra (más un pretexto de las
autoridades locales para reprimir una organización sindical creciente que
una agitación social propiamente dicha) y la breve explosión campesina de
Jerez en enero de 1892. Los airados jóvenes del 98 expresaron repetida-
mente su frustración y su impotencia ante un mundo rural que consideraban
apático, rutinario y adormecido; un mundo en el que reinaba la paz, reco-
nocían, pero la paz de los cementerios.
Algo distinta fue la conflictividad obrera en las zonas urbanas, básicamen-
te alrededor de Barcelona y Bilbao, que a medida que se acercaba el fin de
siglo empezó a percibirse como alarmante. En Barcelona, el sucesivo fracaso
de la orientación relativamente moderada —pese a su radicalismo teórico—
de las dos grandes organizaciones sindicales bakuninistas, la FRE y la FTRE,
orientó a los supervivientes, ya en los años 90, hacia las nuevas tácticas te-
rroristas, importadas de Rusia a través de Italia y Francia; lo cual incrementó
la represión y su distancia respecto de cualquier organización de masas. Los
socialistas, por su parte, al finalizar el siglo eran todavía reducidísimos en
número y prácticamente impotentes, salvo en la margen izquierda del Ner-
vión, donde fueron capaces de hacer serias exhibiciones de fuerza durante los
56 José Álvarez Junco

primeros de mayo de 1890 a 18928. Allí sí se consideró necesario el recurso


al ejército, aunque, al revés que en la Barcelona dominada por los anarquistas,
las medidas fueron más cautelares que de sangrienta represión.
En conjunto, por tanto, se puede concluir que se trataba de una sociedad
con tensiones sociales iniciales —no insoportables— en el mundo laboral
industrial, y con un moderado grado de libertades políticas en los medios
urbanos, que daba lugar también a ciertos conflictos, en general no coinci-
dentes con las tensiones laborales; es decir, que las organizaciones obreristas
más activas no se orientaban hacia la intervención política (que hubiera favo-
recido a los republicanos) y la reforma del Estado en un sentido democrático,
lo cual facilitaba el control gubernamental y el mantenimiento de la situación
establecida. Pero, en todo caso, el fenómeno dominante era el inmovilismo
del sector rural mayoritario. Lo cual nos lleva al problema del caciquismo.

5. El caciquismo

El caciquismo suele interpretarse como una respuesta a la ley de sufra-


gio universal masculino, la última de las promesas de Sagasta, que amplió la
«inclusividad» del sistema de los 850.000 electores de los años 1880 a los
cinco millones posteriores a 1890. La aprobación de tal ley, en los últimos
días del parlamento «largo» de 1886-90, se hizo bajo la condición implícita
de que quien lo pondría en práctica sería un gobierno conservador. Cánovas
había manifestado con toda claridad su intención de manipular el sufragio y
él y sus seguidores lo hicieron de tal manera que, desde aquella fecha hasta
la crisis final del sistema, en 1923, todos los gobiernos que convocaron una
consulta electoral tuvieron asegurado el resultado favorable por amplio
margen. Se suele llamar caciquismo al mecanismo capaz de fabricar tales
resultados electorales. Pero no era un mecanismo simple, sino un conjunto
de mecanismos, que respondía a realidades más complejas y cumplía otras
funciones aparte de las electorales.
Según explicaron hace ya algunos años historiadores como Joaquín Rome-
ro Maura y José Várela, iniciadores de un saludable re-examen del tema tras
setenta años de meras condenas morales, el caciquismo correspondía a necesi-
dades funcionales de la sociedad española de la Restauración, no muy distinta
a otros países europeos de la época. Lo primero que hay que tener en cuenta es
que se trataba de sociedades predominantemente agrarias con centros de deci-
sión política urbanos. El analfabetismo, la dualidad de formas de relación so-
cial y de lenguajes hacían necesaria la existencia del cacique como intermedia-
rio o «intérprete», traductor de las exigencias liberal-urbanas al mundo rural9.

8
J. P. Fusi, Política obrera en el País Vasco, 1880-1923, Madrid, Turner, 1975.
9
J. Várela Ortega, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Res-
tauración (1875-1900), Alianza, 1977; J. Romero Maura, La Rosa de Fuego. El obrerismo
barcelonés de 1899 a 1909, Barcelona, Grijalbo, 1975.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 57

Por otra parte, la participación restringida y el turno pactado cumplían una


función, que no era la democratización del sistema sino su estabilización,
después de tres cuartos de siglo de giros políticos extremados, con constan-
te interferencia militar en la vida civil. El acuerdo entre las élites políticas
para restringir la participación y alternar pacíficamente al frente del poder
ejecutivo servía para convencer a los militares de que el sistema era estable
y para desmontar de esa manera la amenaza de intervenciones pretorianas.
Visto de esa manera, el caciquismo era en cierto modo inevitable y sus efec-
tos no tenían por qué valorarse necesariamente como negativos.
Pero hay más cosas que decir sobre este fenómeno. Otra variable, apor-
tada también por la ciencia política y muy relevante para entender la Espa-
ña de la Restauración, es la distinción elaborada por Almond y Verba entre
un abanico o secuencia de «culturas políticas» que iría desde las más parti-
dpativas a las más alienadas (aquellas en las que se ignora o rechaza el sis-
tema político por parte de la población). Dentro de las culturas participati-
vas, el más alto nivel estaría ocupado por la plebiscitaria y el más bajo por
la cívica, típica del sistema liberal-parlamentario inglés de los siglos xix
y xx, que otras muchas sociedades industriales avanzadas han imitado, con
mayor o menor éxito, más tarde. En la zona intermedia entre la alineación y
la participación se situarían la cultura localista (parochial) y la de súbitos; la
primera se caracteriza porque los miembros de la sociedad orientan su acti-
vidad sólo en función de sus problemas e intereses locales; en la segunda,
tienen interiorizado el proceso político en lo que Almond y Verba llamarían
su fase de output, o producción de resultados, pero no están orientados
hacia las estructuras especializadas en la fase de input (las elecciones, la
vida parlamentaria, el proceso de toma de decisiones). Es importante subra-
yar que una consecuencia habitual de estos dos últimos tipos de cultura polí-
tica es, según Almond y Verba, la apatía generalizada 10.
Desde este punto de vista, la cultura política española de la Restauración
es una mezcla de los modelos localistas (debido al predominio del mundo
rural) y de subditos (por la persistencia de rasgos procedentes de la sociedad
española del Antiguo Régimen, respetados por la revolución liberal en esta
fase oligárquica). Los cambios políticos se legislaban, pero no llegaban fácil-
mente a afectar a la vida social. Y, como corresponde, los españoles de 1900
aceptaban las oscilaciones del poder sin creer que fueran a alterar realmen-
te sus vidas. Los ciudadanos se preocupaban poco por los input del sistema,
aunque, desde luego, procuraban que los resultados de estos avatares fueran

10
G. Almond y S. Verba, The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five
Nations, Princeton UP, 1963. Cfr. la importante tesis doctoral de Javier Moreno Luzón, «El
Conde de Romanones. Caciquismo y política de clientelas en la España de la Restauración»,
UCM, mayo de 1996. Y J. Alvarez Junco, «Redes locales, lealtades tradicionales y nuevas
identidades colectivas en la España del siglo xix», en A. Robles Egea (Comp.), Política en
penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España contemporánea, Madrid, Si-
glo XXI de España, 1996, págs. 71-94.
58 José Álvarez Junco

lo más beneficiosos —o lo menos catastróficos— posibles para su vida par-


ticular, es decir, presionaban para maximizar los output.
Otra variable a tener en cuenta en la valoración del caciquismo es que no
se trata, en contra de lo que hubieran opinado los noventayochistas, de una
situación «feudal», o de mero fraccionamiento del poder o encadenamiento
piramidal del mismo. En la red caciquil la fragmentación del poder local se
combina con algunas exigencias de la racionalidad burocrática y centraliza-
da propia del Estado contemporáneo. Recordemos que se trata de un siste-
ma en vías de modernización. El caciquismo es más bien el producto de la
confluencia de una realidad política, social y económica fragmentada con un
proceso de signo contrario: con un intento de formación de un Estado nacio-
nal que quiere implantar una centralización al estilo francés.
Pero aquí es necesario recordar otra distinción procedente de la sociolo-
gía política. El análisis de un régimen no puede limitarse a sus instituciones
centrales ni mucho menos a sus mecanismos formales. Una cosa es, según
estableció A. Giddens, la concentración de poder en manos del aparato cen-
tral del Estado y otra muy distinta su capacidad de penetración social, por
medio de instrumentos burocráticos y canales de presión n. El Estado espa-
ñol del siglo xix es un excelente ejemplo de progresiva concentración del
poder, en términos formales, siguiendo el modelo bonapartista, pero con
una escasa capacidad de penetración social, por no decir una situación de
impotencia crónica, derivada de una doble crisis: política, por una parte,
debida a la existencia de constantes cambios de gobierno y de régimen, revo-
luciones y guerras civiles; y económica, por otra, ya que tras el endeuda-
miento del final del Antiguo Régimen, la devastación producida por la gue-
rra anti-napoleónica y la pérdida del imperio americano, la situación es de
quiebra técnica, y a lo largo del resto del siglo tendrá que dedicarse a pagar
los intereses de la deuda aproximadamente un tercio del presupuesto anual.
Los gobiernos españoles del xix decretan, pues, como si se tratara de un
Estado centralizado, y en último extremo disponen de los recursos (militares)
para obligar a someterse a una autoridad local que desafíe abiertamente las
órdenes emanadas de Madrid. Pero no disponen de los medios de penetración
necesarios para hacer cumplir todas y cada una de las pequeñas órdenes dia-
rias. Y se ven obligados a confiar en los entes locales, a pesar de que éstos no
sólo no disponen de competencias teóricas sino que están, además, igualmen-
te desprovistos de funcionarios y recursos. Con lo cual se incumple sistemáti-
camente la legalidad, incluso por parte de aquellos que desearían cumplirla.
A la intermediación y el patronazgo propios del cacique se añade, entonces,
un falseamiento general del sistema, falseamiento que los gobernadores civi-
les están dispuestos a tolerar a cambio de resultados electorales favorables.
Una situación de este tipo sólo podía conducir al completo abismo entre
la España real y la España oficial, la apatía política y la movilización extra-

11
A. Giddens, The Nation-State and Violence, Cambridge, Polity Press, 1985.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 59

institucional. No creo que pueda asegurarse, como hace Romero Maura, que
el «origen» del problema era la apatía de la sociedad. Podría perfectamen-
te decirse —como hicieron los partidos de izquierda o los jóvenes airados
del 98— que la relación causa-efecto entre caciquismo y desmovilización
funcionaba en sentido inverso: era la oligarquía política la que no quería, y en
el mejor de los casos no sabía, cambiar el sistema, y era por tanto ella la res-
ponsable de la frustración y la apatía generalizadas, que a continuación toma-
ba como pretexto para gobernar con métodos no participativos. En realidad,
es un círculo vicioso. La apatía es un rasgo mencionado explícitamente en el
modelo de Almond y Verba como habitual en este tipo de situaciones. Lo
mismo podría decirse de la movilización extra-institucional, de las tendencias
insurreccionales y conspirativas que tanto atraían a republicanos, carlistas,
socialistas y anarquistas 12, sin duda heredadas de la guerra de 1808-1814,
del juntismo de los años 30 a 50 y de la revolución de 1868.
Dicho sumariamente, y como conclusión, el caciquismo sería el produc-
to de: a) el intento de aplicación de unas constituciones liberales elaboradas
por élites urbanas a una realidad social abrumadoramente rural; b) el engar-
ce de un proceso de centralización en una cultura fragmentada y localista;
c) la escasa capacidad de penetración del Estado, necesitado de pactar con
los poderes locales para hacer cumplir sus órdenes; d) la carencia de recur-
sos por parte de los propios poderes locales, desprovistos tras la desamorti-
zación de las rentas de los bienes municipales; e) la pervivencía de prácticas
administrativas de tipo patrimonial heredadas de siglos anteriores; f) una
cultura de movilización, creada a lo largo de los avatares políticos del xix,
de tipo insurreccional y anti-electoral; y g) la necesidad de los gobiernos de
asegurarse resultados electorales favorables en unas consultas a la opinión
establecidas no con el fin de fomentar una participación real sino de legiti-
mar formalmente un sistema de turno pactado previamente entre élites oli-
gárquicas (con lo que se lograba evitar la inestabilidad y el pretorianismo).

6. Los partidos políticos


No podemos terminar de entender el funcionamiento del sistema sin
referirnos a los partidos políticos. Pero el término mismo «partidos políti-
cos» parece remitirnos a una realidad actual, y sería profundamente enga-
ñoso trasladarlo literalmente a la España de finales del xix.
Un partido político en el sentido contemporáneo del término debe reu-
nir, según politólogos como La Palombara y Weiner: a) una continuidad que
supere y no dependa de la vida biológica de sus actuales dirigentes; b) una
organización permanente y manifiesta a nivel local, con contactos regulares
con un centro nacional; c) el propósito consciente, por parte de los cuadros

12 E. Ucelay, «Buscando el levantamiento plebiscitario: insurreccionalismo y eleccio-


nes», Ayer, 1995, núm. 20, págs. 49-80.
60 José Álvarez Junco

dirigentes, de tomar y retener el poder, solos o en coalición, y no únicamen-


te de influir sobre él; y d) la intención de atraerse seguidores en las urnas o
de conseguir apoyo popular de alguna otra manera13.
En contraste con esta descripción, lo que se llama habitualmente parti-
dos de notables (de honoratiores, según el término de Weber) se caracteriza,
según Maurice Duverger, porque: a) consisten en comités poco extensos,
bastante independientes unos de otros, generalmente descentralizados; b) no
tratan de multiplicar sus miembros ni de encuadrar grandes masas popula-
res, sino más bien de agrupar personalidades; c) orientan totalmente su acti-
vidad hacia las elecciones y las combinaciones parlamentarias, y conservan
por este hecho un carácter semiestacional; d) su armazón administrativo es
embrionario; e) su dirección está en manos de los diputados y muy marcada
por las personalidades individuales; f) el poder real pertenece a tal o cual
grupo formado alrededor de un líder parlamentario y la vida del partido resi-
de en la rivalidad entre estos pequeños grupos; g) el partido no se ocupa más
que de problemas políticos, reservando un espacio mínimo para la doctrina
y los problemas ideológicos; y h) la adhesión de sus miembros se basa en el
interés o en la costumbre14.
Si repasamos la clásica descripción de Linz, veremos que los partidos
españoles de la Restauración se ajustaban casi a la perfección a este segundo
modelo15. Eran asociaciones, o clubes, que encuadraban a personalidades
prominentes, más que a masas, y su aparato consistía en una red de comités
de reducido número cada uno y dotados de práctica independencia entre sí.
Su vida, casi inexistente durante largos períodos, se galvanizaba sólo en
momentos electorales, con la excepción del grupo parlamentario, único
núcleo permanente y efectivo, al que pertenecía el poder real del partido. Los
asuntos doctrinales o ideológicos recibían una atención escasa, en compara-
ción con los problemas de política estrictamente inmediata. Las rivalidades y
divisiones eran en definitiva personalistas y las fracciones recibían incluso el
nombre del dirigente que las encabezaba. Las razones para la adhesión eran
de tipo clientelístico, lo que a su vez exigía que se dejaran involucrar en el
intercambio de favores característico del sistema, especialmente a nivel local.
La financiación fundamental estaba constituida por las aportaciones de los
magnates del partido, con suscripciones y donativos adicionales del resto de
los miembros. Las rentas de unos y otros podían oscilar, por supuesto, den-
tro de un abanico muy amplio, pero en definitiva eran básicamente agrarias y
correspondían a clases medias o altas (tanto si eran formaciones democráti-
cas como conservadoras ideológicamente), dotadas de cierta formación inte-
lectual o al menos de cierto dominio de las técnicas legales (lo que equivale a
decir que en el grupo predominaban los abogados).

13
J. La Palombara y M. Weiner, Political Parties and Political Development, Prínceton UP,
1969, pág. 6.
14
M. Duverger, Los partidos políticos, México, FCE, 1974, pág. 31.
15
J. Linz, El sistema de partidos en España, Madrid, Narcea, 1967, pág. 60.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 61

Todas estas definiciones afectaban, aunque con matices, tanto a los par-
tidos dinásticos como a la oposición. Las alternativas a la monarquía liberal
oligárquica eran, en términos resumidos, dos: el retorno a la monarquía
autocrática, basada en un sistema de hegemonía cerrada (opción represen-
tada por el carlismo), y el radicalismo democrático de estirpe jacobina, que
en principio debería haber dado paso a una poliarquía. Este último era en
principio el defendido por los herederos de la izquierda progresista y la de la
revolución del 68.
De estas fuerzas de oposición, al finalizar el siglo xix los carlistas se
habían debilitado, en particular tras la pérdida del apoyo vaticano, con el
ralliement y la escisión integrista. Lo cual no les hizo renunciar a sus prepa-
rativos insurreccionales, que intentaron poner en marcha aprovechando
ocasiones como el 98, ni desmontar redes conspirativas que llegarían vivas
hasta 1936. En cuanto a los republicanos, se hallaban divididos, tanto en
torno a estrategias como en torno a la cuestión del unitarismo o del federa-
lismo. Pero sobre todo les dividían rivalidades personales: en ciertos mo-
mentos, cada uno de los cuatro ex presidentes llegó a tener un partido, y a
ellos se añadía el de Ruiz Zorrilla, el más activo en términos de conspiración
militar. Sus actividades, al margen de una oposición parlamentaria que no
pasaba de discursos grandilocuentes e ineficaces y de los tradicionales inten-
tos de seducción de generales por parte de Ruiz Zorrilla, destinados al fra-
caso debido a la nueva orientación conservadora del ejército, se limitaban al
mantenimiento de una difusa cultura popular republicana alrededor de ate-
neos, casinos y prensa, sólo significativa en las grandes ciudades o en zonas
costeras de tradición liberal.
La crisis del 98, más que demostrar la debilidad de la monarquía restau-
rada, demostró en realidad la impotencia que afectaba a la oposición. Ni
supieron ni pudieron intentar una movilización popular que aprovechara el
clima, tan extendido entre los medios políticos e intelectuales, de fin de épo-
ca y de exigencia de responsabilidades.

7. La otra oposición al régimen: intelectuales y anticlericalismo

En esos mismos medios intelectuales, y en políticos no exactamente vin-


culados a partidos, existía también un clima difuso de oposición al régimen
que en ocasiones parecía ofrecer otro tipo de posibilidades para desbloquear
la situación. A lo largo de la primera mitad del siglo xix, los intelectuales lai-
cos y modernizadores se habían comprometido con la revolución liberal y
más tarde habían evolucionado hacia la democracia y el republicanismo.
Tras el fracaso de la última gran fase revolucionaria, el Sexenio 1868-1874,
vieron transcurrir el último cuarto de siglo sumidos en la impotencia y en su
mayor parte se distanciaron de la política de partido. Pero retenían un rasgo
heredado del primer liberalismo: una concepción mitificada de su propia
tarea cultural-liberadora, basada en la creencia en un puente ideal entre ellos
62 José Álvarez Junco

y el «sano pueblo» sometido y explotado hoy por las oligarquías políticas y


sociales pero que habría de redimir mañana al país. Racionalistas y román-
ticos, liberales y socialistas, todos los intelectuales «progresistas» españoles,
desde Larra hasta Machado pasando por los austeros maestros de la Institu-
ción Libre de Enseñanza, compartían la idea de que la «ciencia» o la «ins-
trucción», emancipando al «pueblo», había de ser la principal herramienta
que hiciera posible el progreso de España.
He escrito también sobre esto en otras ocasiones 16 y me limitaré aquí a
aludir, para terminar, a algunos de aquellos argumentos. De acuerdo con el
mitologema populista-cultural de redención nacional, tan típico de la intelec-
tualidad izquierdista española hasta la Guerra Civil, el intelectual se concebía
a sí mismo como el abnegado e idealista Merlín, cuya misión era despertar al
héroe dormido, el Pueblo, y proporcionarle el elixir fortalecedor (la Ciencia)
que le permitiría rebelarse (hacer la Revolución) contra el Mal Padre (Estado)
y reponer en su trono a la Dama (España), soberana, democrática y poderosa,
respetada en el concierto internacional de las naciones. Es una visión muy
similar a la que tuvieron en los años 1860-70 los intelectuales narodniki,
aquellos hijos soñadores y moralistas de los terratenientes rusos, desesperados
por la falta de atención zarista hacia sus propuestas de reforma del país; aun-
que en este caso el antagonista, inevitable en un cuadro mítico-redentorista, es
el clero católico, mucho más que el padre-monarca (rasgo que no deja de ser
curioso en una cultura que se definía básicamente como republicana).
El clero católico es el agente malévolo que frustra la liberación humana
al colocar la ciencia, la herramienta liberadora, fuera del alcance del pueblo.
El clero no es criticado tanto por su poder económico o político como por
su función ética e ideológica. La doctrina católica se ve atacada por su «os-
curantismo», por ser un obstáculo al «progreso», la ley de la historia que
debe conducir a la humanidad a la felicidad social. En el relato escatológico,
el clero es la Serpiente o Dragón que, en el fondo de la cueva tenebrosa (el
«Oscurantismo»), oculta el milagroso Vellocino (la Ciencia) y tiene encade-
nada y secuestrada a la Dama (Madre Patria). La idea que domina todas las
descripciones del clero es que hay en él un elemento «antinatural» —lo con-
trario que el pueblo, quintaesencia de la naturalidad—, habitualmente infe-
rido a partir de las descripciones de la «extraña» vida sexual de curas y mon-
jas, tema que llena más que ningún otro las columnas de la prensa
anticlerical, pero también a partir de las referencias a la actuación política
de las órdenes religiosas, y en particular los jesuítas, como «secta». De esta
manera el clero se convierte en chivo expiatorio de todas las desgracias que
afectan a la Madre Patria.

16
«Alie origini dell'anticlericalismo nella Spagna degli anni Trenta», en Giliana Di Feb-
bo e Claudio Natoli, Spagna anni Trenta. Societá, cultura, istituzioni, Milán, Franco Angelí,
1993, págs. 193-212, y «Los intelectuales: anticlericalismo y republicanismo», en J. L. Gar-
cía Delgado (Ed.), Los orígenes culturales de la II República, Madrid, Siglo XXI, 1993, pági-
nas 101-126.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 63

Los intelectuales, por el contrario, son en este esquema la categoría éti-


ca exactamente opuesta al clero: individuos capaces de llevar una vida inta-
chable, y de renunciar a toda aspiración material, consagrados en exclusiva
a la prédica de sus ideas. Se habla, así, del «sacerdocio» del maestro, tan
ligado a su desposesión, a su privación de bienes y placeres terrenales. Y se
reverencia a «santos laicos», como Pi y Margall, Anselmo Lorenzo, Fermín
Salvochea, Pablo Iglesias o Besteiro, dirigentes (de todas las tendencias)
más valorados por su honradez a prueba de tentaciones que por su profun-
didad intelectual o su sagacidad política. Es, en definitiva, la renuncia al
sexo y al dinero, lo mismo que había marcado la superioridad del «verdade-
ro» sacerdocio, lo que legitima ahora a las nuevas élites como aspirantes a
dirigir a la comunidad. Se revela ahí una honda corriente puritana, que
alcanzará una expresión patente durante la Guerra Civil en los cierres de
tabernas y prostíbulos en las colectividades libertarias.
Este planteamiento está en la base de las recurrentes explosiones anti-
clericales, momentos en que el pueblo, en vez de comportarse de la manera
sobria, justiciera y ejemplar que el mitologema había previsto, resultó entre-
garse a atrocidades, festejos y sadismo contra personas y sobre todo contra
edificios y símbolos eclesiásticos. Los asaltos e incendios de las iglesias y
conventos, las muertes violentas de clérigos, las exhibiciones de cadáveres
de monjas sólo pueden entenderse si se recuerda toda la propaganda previa
contra la «perversión» y el poder «oscuro» de los eclesiásticos.
Lo interesante es que el objetivo anticlerical resultó de enorme capaci-
dad movilizadora y que a partir de 1899-1900 (cuando la Iglesia ya real-
mente no era una amenaza para el liberalismo español, como lo había sido
en los años del carlismo, ni tenía el poder económico anterior a la desamor-
tización) se iniciaría una nueva oleada anticlerical de mayor fuerza y violen-
cia que ninguna anterior. Los jóvenes dirigentes republicanos del momento,
como Blasco Ibáñez en Valencia y Lerroux en Barcelona, decidieron empu-
ñar esta palanca movilizadora y lanzaron al republicanismo por una nueva
vía, que podríamos llamar populista. El anticlericalismo, en realidad, no era
su objetivo último. Lo eran las urnas, lo cual demuestra lo complejos y con-
tradictorios que pueden ser los caminos de la modernización. Aprovechan-
do las posibilidades abiertas por la ley electoral del 1890 y el surgimiento de
culturas urbanas difíciles de controlar por el sistema caciquil, los Lerroux y
Blasco Ibáñez, basados en elementos tan ambiguos como el caudillaje mesiá-
nico y una retórica emocional y mítica que no sólo incluía la afirmación nati-
vista y la negación clerical, sino un constante recurso a valores pre-burgue-
ses como el honor o la caballerosidad, lo que consiguieron fue hacer votar a
suficiente número de electores como para inutilizar la maquinaria caciquil
en sus respectivos feudos.
Pero la modernización del sistema lograda por esta vía fue muy relativa.
Hicieron votar, lo que quiere decir que lograron aumentar la indusividad
política, pero ciertamente no aumentaron la liberalización; es decir, no con-
tribuyeron a crear una cultura de respeto hacia la discrepancia política. Por
64 José Álvarez Junco

el contrario, las perspectivas que abrieron fueron más bien de intolerancia


frente al enemigo y de culto reverencial hacia el propio líder, rayano casi en
lo prefascista. Quizá pueda defenderse que sólo aquel tipo de retórica era
capaz de movilizar a estratos de la población que podían atemorizar al blo-
que oligárquico en el poder y obligarle a ceder posiciones 17. Pero la función
modernizadora de tales estrategias tenía límites claros. Al margen del pro-
blema de la alta disponibilidad y manipulación a que son susceptibles movi-
mientos tan carentes de ideario preciso y de institucionalización formal, es
evidente que la apelación a la regeneración política a partir de un funda-
mentalismo nativista encarnado en el «pueblo», y dirigido contra el clero
católico,"teñía peligrosas consecuencias, como demostró, algo más tarde, la
Semana Trágica. En todo caso, lo cierto es que en la crisis que sacudió al
régimen canovista en los años siguientes a 1898 se esbozaron los problemas
que sacudirían a la Segunda República tres décadas más tarde.

17
Ver J. Culla i Ciará, El republicanisme lerrouxista a Catalunya (1901-1923), Barcelo-
na, Curial, 1986; y Álvarez Junco, El Emperador del Paralelo, ob. cit.
La vida política: elecciones y partidos
CARLOS DARDÉ

En la presente ponencia se analizarán dos cuestiones generales, relativas


a la participación de los ciudadanos en las elecciones y a las características
fundamentales de los partidos políticos, durante la última década del siglo
pasado, en España. En todo sistema representativo de carácter liberal demo-
crático —como era el de la Restauración— elecciones y partidos son los
principales, aunque no los únicos, escenarios y protagonistas, respec-
tivamente, de la vida política. Organizaciones sindicales y patronales, gru-
pos de presión económicos y asociaciones de todo tipo, pueden llegar a
desempeñar un importante papel en la vida política, pero no ocurrió así
durante el período que nos ocupa. Por ello, el análisis de las elecciones y los
partidos está especialmente justificado, si queremos conocer la naturaleza
de la vida política existente en esta época. Lo que se pretende es ofrecer un
estado de la cuestión de los temas indicados, con especial atención a las di-
versas interpretaciones sobre los problemas que plantean, más que una
explicación nueva u original de los mismos.

1. La participación electoral

La década se abrió con una nueva ley electoral que establecía el sufragio
universal masculino como procedimiento casi exclusivo de representación
política y elevaba el techo posible de la participación electoral a la mayor
altura, entre los países europeos de la época l .
Tanto antes como después del sufragio universal, las estadísticas oficia-

1
Porcentajes de electores en R. J. Goldstein, Political Repression in the 19th Century
Europe, Londres, Croom Helm, 1983, págs. 4-32. Sobre la ley electoral de 1890, véase Carlos
Dardé, «El sufragio universal en España: causas y efectos», Anales de la Universidad de Ali-
cante. Historia Contemporánea 7, 1989-90, págs. 85-100 y «Significado político e ideológi-
66 Carlos Dardé

les de participación eran bastante elevadas: en torno al 60-70 por 100. Sin
embargo, todo el mundo sabía que aquellas cifras no correspondían a votos
realmente emitidos por los electores sino que se debían a un fraude generali-
zado. En enero de 1891, el periódico conservador La Época consideraba
que una participación del 20 por 100 del electorado en las próximas elec-
ciones sería «poco; mas con relación al número efectivo de votantes en las
elecciones anteriores, puede ser mucho y representar muy plausible nove-
dad». Pero esta innovación no se produjo en las elecciones celebradas dos
meses más tarde —las primeras después de la aprobación de la nueva ley
electoral— ni en ninguna de las siguientes 2.
La inexistencia de un cuerpo electoral a cuya opinión se debieran los
cambios de gobierno —de acuerdo con la teoría en la que se sustentaba el
entonces vigente sistema parlamentario— era comúnmente admitida, no ya
por las oposiciones sino por los más importantes políticos dinásticos, de for-
ma pública, en el Congreso de los Diputados, y en las más solemnes ocasio-
nes. Cánovas reconocía la inexistencia de un auténtico cuerpo electoral y,
por ello, atribuyó a la Corona un papel arbitral, para repartir el gobierno
entre los partidos, y evitar así el monopolio del poder por parte de uno de
ellos, hecho que, a su juicio, había dado lugar a la intervención militar y la
inestabilidad política durante el reinado de Isabel II. Por su parte, Alonso
Martínez afirmaba que «un cuerpo electoral independiente y que sea el eco
fiel de la opinión pública (...) falta por completo hoy en España»; razón por
la cual, en 1880, apelaba directamente a la voluntad del monarca para que
entregara el poder al recién formado partido fusionista. Después de aproba-
do el sufragio universal, Sagasta se lamentaba de que la nueva ley no hubie-
ra servido para dar al poder moderador, «una pauta, una orientación (...)
para no continuar navegando en la oscuridad» en el ejercicio de su poder
arbitral. Si así hablaban los sustentadores del sistema, no es de extrañar que
sus opositores afirmaran que «cuando el poder no se debe a los comicios,
cuando el poder se debe constantemente a la Corona, no existe el régimen
representativo (...). Con las formas de un régimen parlamentario vivimos en
pleno absolutismo»3.

co de la Ley de Sufragio Universal de 1890», Anales de la Universidad de Alicante. Historia


Contemporánea 10-11, 1993-94, págs. 67-82. Aurora Garrido Martín, «Electors and electo-
ral districts in Spain, 1875-1936», Ponencia presentada al Seminario How did they become
voters? The history of franchise in modern european representational systems, Florencia,
Instituto Universitario Europeo, abril 1995 (en curso de publicación).
2
La Época, 4 de enero de 1891, «La masa neutra». Sobre la importancia del fraude, véa-
se Raymond Carr, Spain, 1808-1975, Oxford University Press, 1982, 2.a ed., pág. 367. José
Várela Ortega, Los amigos políticos, Madrid, Alianza, 1977, pág. 419. Gabriele Ranzato, «La
forja de la soberanía nacional: las elecciones en los sistemas liberales español e italiano», en
Javier Tusell (ed.), El sufragio universal, Ayer 3, 1991, págs. 129-132.
3
Opiniones de Cánovas en sus discursos en el Congreso de 15 de marzo y 3 de mayo de
1876, y 12 de noviembre de 1878, en Antonio Cánovas del Castillo, Discursos Parlamenta-
rios, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1987, págs. 225-229, 280-281 y 330-339;
La vida política: elecciones y partidos 67

Es preciso distinguir, no obstante, entre los ámbitos urbanos y los ru-


rales, como hizo en el Congreso el diputado republicano Gumersindo
de Azcárate, al discutirse la validez de las actas de las elecciones de 1891.
Azcárate basó principalmente su impugnación de los resultados de diversas
circunscripciones en la elevada participación de las secciones rurales, en
agudo contraste con la registrada en las secciones urbanas de las mismas.
Según el diputado republicano, «el problema no es saber si van a las urnas
muchos o pocos electores, sino saber si los que aparecen que han ido fueron
de verdad»; en su opinión, «en muchas partes (...), en comarcas enteras, las
elecciones no se hacen, se escriben»; por ello afirmaba que «las actas más
graves que aquí vienen son las totalmente limpias»4.
En las ciudades, tanto antes como, sobre todo, después del sufragio uni-
versal, el grado de falsificación de las actas electorales era mucho menor. En
ellas, había un cierto número de ciudadanos que efectivamente depositaba
su voto en las urnas. Que después los resultados electorales fueran conse-
cuencia de los votos realmente emitidos por los verdaderos electores —y no
por individuos que, aprovechando los enormes defectos del censo, suplan-
taban la personalidad de electores fallecidos o inexistentes, de acuerdo con
un laborioso plan elaborado por los comités de los partidos— es un proble-
ma diferente. Lo mismo que el hecho de que los votos urbanos quedaran
anegados por los rurales, dados los límites geográficos establecidos para las
circunscripciones. Los casos, conocidos, de Madrid, Barcelona, Valencia,
Bilbao, o de ciudades menores como Alicante, Santander o Vitoria, resultan
suficientemente expresivos de lo indicado5.

también en su discurso del Ateneo de Madrid el 6 de noviembre de 1889, en ídem, Discur-


sos en el Ateneo, Madrid, Fundación Cánovas del Castillo, 1981, págs. 182-183. Manuel
Alonso Martínez, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados (en adelante DSC),
legislatura 1879-80, núm. 190, pág. 4871. Práxedes Mateo Sagasta, DSC, leg. 1891-92, nú-
mero 33, págs. 782-783. José Muro, DSC, leg. 1884-85, núm. 28, pág. 739.
4
DSC, leg. 1891-92, núm. 13, págs. 144-146 y núm. 14, pág. 169
5
Juan Pedro Pérez Amorós, Sociología electoral de Madrid, 1891-1901. Tesis de Licen-
ciatura, inédita, Madrid, Universidad Complutense, 1985. Javier Tussell, «El comportamien-
to electoral madrileño revisitado», en Ángel Bahamonde Magro y L. E. Otero Carvajal (eds.),
La sociedad madrileña durante la Restauración, Comunidad de Madrid, 1989, vol. II, pági-
nas 27-37. Rogelio López Blanco, «Madrid, antes y después del sufragio universal», en
Ayer 3, 1991, págs. 83-98. Joaquín Romero Maura, La Rosa de Fuego, Barcelona, Grijal-
bo, 1975, págs. 124-125. Borja de Riquer, «Los límites de la modernización política. El caso
de Barcelona, 1890-1923», en Manuel Tuñón de Lara (dir.), Las ciudades en la moderni-
zación de España, Madrid, Siglo XXI, 1992, págs. 21-60. Teresa Carnero Arbat, «La moder-
nización del País Valenciano durante la Restauración», en José Luis García Delgado (ed.),
España entre dos siglos, 1875-1931. Continuidad y cambio, Madrid, Siglo XXI, 1991, pági-
nas 251-275. Juan Pablo Fusi, Política Obrera en el País Vasco, Madrid, Turner, 1975, pá-
ginas 375-382. Salvador Forner y Mariano García, Cuneros y caciques, Ayuntamiento de Ali-
cante, 1991. Carlos Dardé, «El sufragio universal en la práctica: la candidatura de José del
Perojo por Santander en 1891 y 1893», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea,
Madrid, Rialp, 1991, págs. 111-123. Antonio Rivera y Pedro Sanz, «Las primeras elecciones
de sufragio universal en Álava, 1890-1891», en Kultura 1, 1984, págs. 76-95.
68 Carlos Dardé

Hasta aquí se ha hablado, sobre todo, de hechos, sobre los que en la épo-
ca existió un acuerdo unánime y que en la historiografía actual —salvo algu-
na notable excepción—6 son también generalmente aceptados. Los proble-
mas surgen, lógicamente, cuando se trata de explicar los hechos citados: el
alejamiento de las urnas de una gran parte de la población masculina que
tenía derecho al voto, por un lado; y las razones de la participación, en aque-
llos que efectivamente lo hicieron, por otro.

a) ¿Por qué no votaban quienes podían hacerlo?

Una primera razón que explica el alejamiento de las urnas es el rechazo


consciente de la política, como consecuencia del rechazo del Estado, practi-
cado por los anarquistas. Un colectivo minoritario aunque difícilmente
cuantificable en la última década del siglo xix, dada la falta de organizacio-
nes anarquistas en España entre la disolución definitiva de la FTRE, en
1888, y la reactivación sindical libertaria, a partir de 19007.
El antipoliticismo no era un rasgo exclusivo del anarquismo dentro del
movimiento obrero español. Aunque no de forma tan radical, también pre-
dominaba entre los socialistas, para quienes la vida política tenía un valor
secundario, frente al carácter central del sindicalismo y la huelga 8.
Al estudiar las causas de la tendencia antipolítica del obrerismo español,
José Álvarez Junco ha ofrecido un marco interpretativo que es aplicable al
problema global de la falta de participación electoral durante la Restaura-
ción. Según Álvarez Junco, se han dado tres interpretaciones historiográfi-
cas de la tendencia antipolítica del obrerismo español basadas, respectiva-
mente, en indelebles características de la raza, el irregular e insuficiente
desarrollo industrial del país y, sobre todo, el carácter oligárquico y exclu-
yente del sistema político de la Restauración, «lo que originaba el distancia-
miento de las clases trabajadoras y generaba formas de protesta anti-sistémi-
cas». Frente a estas interpretaciones, que critica, Álvarez Junco defiende una
cuarta, según la cual, la razón principal del antipoliticismo obrerista en

6
Miguel Martínez Cuadrado, Elecciones y Partidos en España, 1869-1931, Madrid,
Taurus, 1969, que da por supuesta la existencia «real» de los resultados oficiales.
7
Sobre el anarquismo a fin de siglo, véase José Álvarez Junco, La ideología política del
anarquismo español, 1868-1910, Madrid, Siglo XXI, 1991, especialmente págs. 389-395.
George R. Esenwein, Anarchist Ideology and the Working-Class Movement in Spain, 1868-
1898, Berkeley, University of California Press, 1989, págs. 134-215 y Rafael Núñez Floren-
cio, El terrorismo anarquista, 1888-1909, Madrid, Siglo XXI, 1983.
8
Véase Santos Julia, «Poder y revolución en la cultura política del militante obrero espa-
ñol», en Jacques Maurice y cois., Peuple, mouvement ouvrier, culture dans l'Espagne
contemporaine, París, Presses Universitaires de Vincennes, 1990, págs. 179-191. José Álva-
rez Junco, «Movimientos sociales en España: del modelo tradicional a la modernidad post-
franquista», Seminario de Historia Contemporánea, Documentos de trabajo 0195, Madrid,
Instituto Universitario Ortega y Gasset, 1995.
La vida política: elecciones y partidos 69

España no consistía en ninguna causa exógena al movimiento obrero, sino


que «era un producto de la cultura política desarrollada por la propia izquier-
da española» 9.
En relación con el conjunto de la población, y no sólo con la clase traba-
jadora, aunque el tema no ha sido objeto de una atención especial, encon-
tramos en la historiografía los mismos cuatro tipos de interpretaciones. Las
dos primeras —que atribuyen, principal o exclusivamente, la generalizada
falta de participación en las instituciones democráticas a factores raciales o
económicos, respectivamente— no son defendidas en la actualidad, debido,
probablemente, al desprestigio de la visión romántica en que descansaba la
primera, y al mecanicismo implícito en las primeras teorías de la moderni-
zación, que servía de base a la segunda10.
Quedan en pie, por tanto, las otras dos interpretaciones opuestas, ba-
sadas respectivamente en la importancia de la represión y en la debilidad de
una cultura política democrática. Para quienes defienden la primera de ellas,
en la España de la Restauración existió una opinión pública que fue siste-
máticamente reprimida por las élites gobernantes, opinión que se manifestó
abiertamente siempre que las élites se mostraron algo tolerantes n. Por el
contrario, otros autores acentúan la pasividad e indiferencia hacia la políti-
ca de grandes sectores de población, como consecuencia de su falta de socia-
lización política, es decir, de su específica cultura política, o más bien de la
carencia de una cultura política democrática12.
La consideración del otro problema fundamental relativo a la parti-
cipación electoral —el comportamiento de quienes votaban—, nos ayudará
a completar el alcance de estas interpretaciones

b) ¿Por qué votaban quienes efectivamente lo hacían?


En este caso podemos distinguir tres tipos fundamentales de comporta-
miento, de acuerdo con el grado de independencia del elector: éste podía ser
completamente independiente para emitir su voto, o verse mediatizado por
algún tipo de presión, o sentirse claramente coaccionado para hacerlo. Al

9
José Álvarez Junco, «Movimientos sociales...», pág. 4.
10
Gerald Brenan, El Laberinto Español, Barcelona, Ibérica, 1977, págs. 30-32. No es
fácil señalar un ejemplo puro de la segunda interpretación pero las alusiones a la falta de
desarrollo económico como factor explicativo clave de la falta de desarrollo político, han sido
un lugar común en la historiografía.
11
Entre otros, Miguel Martínez Cuadrado, ob. cit, vol. II, págs. 546 y 569. Teresa Car-
nero Arbat, «Política sin democracia en España, 1874-1923», Revista de Occidente 83, 1988,
páginas 43-58 y «Élite gobernante dinástica e igualdad política en España, 1898-1914», His-
toria Contemporánea 8, 1992, págs. 35-73.
12
Entre otros, Joaquín Romero Maura, «El caciquismo», en José Andrés-Galle-
go (Coord.), Revolución y Restauración, 1868-1931, Madrid, Rialp, 1981, pág. 77. José Vá-
rela Ortega, ob. cit., pág. 433.
70 Carlos Dardé

margen de este enfoque queda el caso peculiar de quienes vendían su voto.


Estos cuatro tipos de comportamiento se dieron efectivamente en la España
de la Restauración. El problema consiste en saber cuál fue su extensión e
importancia.
Existe un amplio acuerdo en que tanto los votos independientes como
los votos comprados fueron minoritarios. La confrontación de interpreta-
ciones surge al valorar las presiones o las imposiciones ejercidas sobre los
electores: para unos historiadores predominaron las «mediaciones»; para
otros, la coacción pura y simple. Como puede imaginarse, los historiadores
partidarios de las «mediaciones» son quienes también defienden la falta de
cultura democrática para explicar la escasa participación electoral, mientras
que los que se decantan por la coacción coinciden con quienes resaltan la
importancia de la represión.
Importa dejar bien clara la diferencia existente entre «mediaciones» y
coacciones para fijar bien el problema. Para ello puede ser útil acudir a un
documento de la época: el informe elaborado por el vicecónsul británico en
Gijón, a petición de su embajada, sobre los «sentimientos políticos» en Astu-
rias, con ocasión de las elecciones de 1893. Cuando el vicecónsul escribe:
los campesinos y las clases trabajadoras y artesanas votan lo que les dicen los
propietarios o los patronos.

podemos estar de acuerdo en que aquellos votan coaccionados, dada su


dependencia económica, aunque habría que tener en cuenta la componente
deferencial de su actitud. Pero un distinto tipo de comportamiento queda
patente cuando el informe continúa haciendo referencia a:
las clases medias y los votantes independientes (...) (que) dan su voto a aquellos
que pueden favorecer sus fines particulares o pueden proporcionarles algún
empleo para ellos o para sus hijos y familiares.

Argumento en el que profundiza a continuación:


España está todavía muy atrasada en el desarrollo de sus recursos naturales,
comerciales e industriales y no tiene muchas empresas privadas, por lo que ofre-
ce pocas salidas a los jóvenes que desean seguir una carrera comercial; por
consiguiente, el colocar a los hijos en la administración pública —la única sali-
da posible para una mayoría de jóvenes— es una cuestión de gran importancia,
que supone gran número de votos en todas las elecciones13.

13
En su aplicación a la realidad asturiana del momento, el vicecónsul atribuye a Alejan-
dro Pidal y Mon el papel clave en la provincia. Por una parte, porque «está en buenas rela-
ciones con los mayores propietarios y principalmente con los patronos, que encuentran en él
un defensor de sus intereses dadas sus opiniones fuertemente proteccionistas». Pero también
porque es «un inteligente y astuto manipulador del voto clerical, que desde hace mucho do-
mina»; porque «comprende perfectamente el carácter de sus paisanos y está siempre deseo-
La vida política: elecciones y partidos 71

La figura del político como intermediario, como gestor público de inte-


reses privados, que se constituye en patrono de una relación clientelar, está
ampliamente documentada en la reciente historiografía española 14. Lo mis-
mo que la existencia de coacciones derivadas del control del mercado de
trabajo 15, o de los resortes de la administración pública16.
La conclusión más elemental es el carácter plural de la realidad electoral
española de la época. La tarea pendiente de la historiografía, en este campo,
consiste en evaluar la extensión e importancia de cada uno de los compor-
tamientos indicados, superando cualquier interpretación excluyente.

2. Características de los partidos políticos

Existe un acuerdo unánime en caracterizar a los partidos conservador y


liberal como partidos de notables, según la clasificación establecida por la
ciencia política. Partidos que trataban de integrar en sus filas no a las masas,
sino a un puñado de personajes con influencia propia; con una organización

so de favorecer sus intereses privados cumpliendo sus deseos o encontrando para ellos em-
pleos lucrativos. Ninguna persona recomendada por él —dice— permanece mucho tiempo
sin empleo, a costa del Estado, naturalmente»; y por último, porque «al señor Pidal se atri-
buyen algunas mejoras de utilidad pública para la provincia, tales como el puerto de refugio
que ahora está siendo construido en la bahía de Gijón, la nueva línea de ferrocarril desde Cia-
ño a Soto del Rey que atraviesa una amplia zona minera y la canalización del río Villaviciosa.
Él es el primero que anuncia la aprobación de una Real Orden o la concesión de una carre-
tera, una escuela, un puente u otras materias de interés local, y es infatigable en el servicio de
todos los intereses de las autoridades locales». Wolff a Rosebery, 19 de enero de 1893, Public
Record Office. (Kew. Londres), Foreign Office 72/1924, núm. 19.
14
José Várela Ortega, ob. cit., págs. 369-385, para las redes de los políticos castellanos,
en especial de Germán Gamazo y Manuel Alonso Martínez. José Ayala Pérez, Un político de
la Restauración: Romero Robledo, Antequera, Gráficas del Sur, 1974. María Sierra Alonso,
La familia Ybarra. Empresarios y políticos, Sevilla, Muñoz Moya y Montraveta (eds.), 1992.
Javier Moreno Luzón, Romanones. Historia de un cacicazgo, Tesis de Licenciatura, Univer-
sidad Complutense de Madrid, 1993. Rafael Zurita Aldeguer, El marqués del Bosch y el
conservadurismo alicantino. Patronazgo y clientela en el tránsito del sufragio censitario al
sufragio universal, Tesis Doctoral, Universidad de Alicante, 1994
15
Ejemplos en el ámbito minero, especialmente, María Antonia Peña Guerrero, El sis-
tema caciquil en la provincia de Huelva. Clase política y partidos, 1898-1923, Córdoba,
Ediciones de la Posada, 1993; y en el rural, Eduardo Rodríguez Labandeira, El Trabajo Rural
en España, 1876-1936, Barcelona, Anthropos, 1991, págs. 194-209 y Rafael Ruiz Pérez y
Ricardo Ruiz Pérez, Propiedad de la tierra y caciquismo. (El caso de Dolar en tiempos de
Alfonso XIII), Granada, TAT, 1987.
16
Javier Tusell, Oligarquía y caciquismo en Andalucía, 1890-1923, Barcelona, Planeta,
1976, reconoce el caráter plural del caciquismo pero resalta, sobre todo, la importancia del
«encasillado». Éste es el factor que subrayan, sobre todo, los informes diplomáticos británi-
cos. Por ejemplo, Wyndham a Granville, FO 72/1568, núm. 224, 24 de agosto de 1880: «en
este país, el gobierno ejerce tal influencia en las elecciones, que puede haber pocas dudas de
que los candidatos miniteriales serán elegidos». Y, especialmente, el memorándum elaborado
por el funcionario de la embajada británica en Madrid, Arthur H. Hardinge, incluido en
Foreing Office 72/1705, núm. 42, Morier a Granville, 28 de abril de 1884.
72 Carlos Dardé

muy escasa, basada en los comités; y cuya actividad se reducía práctica-


mente a los períodos de elecciones, aunque en ellos trabajaran, a veces, mu-
cho y duro: estudiando y aprovechando los errores del censo, controlando la
formación de las mesas mediante el nombramiento de interventores, com-
prando votos o «recompensando» los mismos con comida, puros o alcohol,
o también poniéndose al servicio de sus electores que querían votar, para
facilitar su acción. La aprobación del sufragio universal no sirvió en España
para la transformación de estos partidos de notables en partidos de masas
como, por ejemplo, había ocurrido en Inglaterra al ampliarse el censo elec-
toral en 1867.
Ya en 1864, siendo ministro con la Unión Liberal, Cánovas expuso cla-
ramente su opinión sobre lo que eran, y no podían dejar de ser, los partidos
de gobierno en el sistema parlamentario: no eran grupos basados primor-
dialmente en la opinión pública, ni en intereses económicos específicos, sino
que se trataba de «núcleos oficiales», grupos nacidos alrededor del poder,
cuya principal savia era el presupuesto y la influencia política17. Al finalizar
el siglo, esto eran exactamente los partidos conservador y liberal que se tur-
naban en el gobierno.
La estrecha vinculación entre los partidos dinásticos y el poder y sus
recursos, es algo comúnmente aceptado. Menos claro queda en la historio-
grafía el papel que en dichos partidos desempeñaron las ideas, y el tipo de
vinculación que tuvieron con el mundo de los negocios y los intereses eco-
nómicos.
Tanto el partido de Cánovas como el de Sagasta fueron acusados en su
época —y también por parte de la historiografía posterior— de ser partidos
sin ideas, oportunistas que sólo buscaban el poder, dispuestos a sacrificar
cualquier convicción con tal de alcanzarlo. Es cierto que en su lucha por el
poder y en el ejercicio del mismo, los dos partidos dieron abundantes mues-
tras de flexibilidad en los principios y hasta de contradicciones, proba-
blemente menores en el partido conservador que en el liberal. Pero no por
ello puede concluirse que estuvieran completamente desprovistos de ideas,
o que no existiera distinción entre ellos, en este terreno18. Ambos partidos
compartían un fuerte sentimiento nacionalista, junto con los presupuestos
básicos del liberalismo y el capitalismo de la época: sus objetivos comunes
eran hacer compatibles la libertad política y el orden social, y sacar a Espa-
ña del atraso en que se encontraba. Pero conservadores y liberales eran con-
tinuadores de dos diferentes tradiciones del liberalismo español: las que pro-
venían de la Unión Liberal y del partido demócrata, respectivamente, más
que de las identificadas con moderados y progresistas. En los debates cons-
titucionales y en los relativos al ordenamiento jurídico de los principales
aspectos político-sociales, especialmente numerosos en la década de 1880,

17
DSC, leg. 1863-64, núm. 115, págs. 4795-4800.
18
Así Antonio Ramos Oliveira, Historia de España, México, Compañía General de Edi-
ciones, s.a., vol. II, págs. 301-304.
La vida política: elecciones y partidos 73

ambos partidos expusieron doctrinas diferentes que plasmaron en distintos


textos legales. En la década de 1890, la confrontación entre ellos fue menor
—atenuada por las divisones y enfrentamientos dentro de cada partido—
pero no por ello dejaron de tener una significación ideológica propia, que en
el universo moral de la época, predominantemente idealista, constituía su
principal factor de legitimación. Esto no es incompatible con que en la polí-
tica a ras de suelo, en el arraigo que cada partido pudiera tener en una loca-
lidad, los factores ideológicos tuvieran una importancia secundaria, o nin-
guna en absoluto, dado el predominio que ya hemos señalado de las
influencias personales sobre la opinión. En este caso, sí hay una dimensión
madrileña de los partidos de gobierno —de Madrid como capital del Esta-
do— diferente de la naturaleza que éstos tenían a nivel local o provincial.
Respecto a la relación entre los partidos de poder y los intereses
económicos, el consenso es total acerca de que los intereses que dichos par-
tidos trataron de representar fueron los de las clases propietarias, y no los de
las clases más desfavorecidas. Recientemente, Carlos Seco Serrano se ha
referido a una «inflexión social de la Restauración», datando su inicio
precisamente a comienzos de la década de 1890, pero sus limitados frutos
tardarían en llegar19.
Los problemas surgen cuando se trata de concretar la relación específica
entre partidos e intereses. Como ha señalado Juan }. Linz, hay una diferencia
entre quienes destacan «sus vínculos y dependencia o identificación» y los
que, por el contrario, observan «la falta de congruencia» entre ellos20. El aná-
lisis del debate político en torno al proteccionismo, de grupos de presión como
la Liga Agraria, o de las organizaciones patronales, han reforzado la segunda
interpretación21. El mismo Linz ha ofrecido una explicación de la escasa arti-
culación corporativa de los intereses existentes en la España del momento:
en una sociedad en gran medida agraria y subdesarrollada, los grupos de inte-
reses organizados eran menos importantes que los vínculos personales y fami-

19
Manuel Tuñón de Lara, Historia y realidad del poder, Madrid, Edicusa, 1967. Diego
Mateo del Peral, «Aproximación a un estudio sociológico de las autoridades económicas en
España (1868-1915)», en La Banca española de la Restauración, vol. I, Política y Finanzas,
Madrid, Banco de España, 1974. Carlos Seco Serrano, «La inflexión social de la Restaura-
ción: Dato y Canalejas», en Guillermo Gortázar (ed.), Nación y Estado en la España Liberal,
Madrid, Noesis, 1994, págs. 195-208
20
Juan }. Linz, «Política e intereses a lo largo de un siglo en España, 1880-1980», en
M. Pérez Yruela y S. Giner (eds.), El Corporatismo en España, Barcelona, Ariel, 1988, pági-
na 115 (nota 20). Las obras que cita son: Manuel Tuñón de Lara, «La burguesía y la formación
del bloque de poder oligárquico, 1875-1914», en Estudios sobre el siglo xix español, Madrid,
Siglo XXI, 1972, págs. 155-238 y José Várela Ortega, ob. cit., especialmente págs. 204-215.
21
José María Serrano Sanz, El viraje proteccionista de la Restauración: la política
comercial española, 1875-1895, Madrid, Siglo XXI, 1987. Santiago Alba, «Durante la
Regencia. Movimientos organizados de opinión», Nuestro Tiempo, julio 1902, págs. 33-59.
Ignacio Arana Pérez, La Liga Vizcaína de Productores y la política económica de la Restau-
ración, 1894-1914, Bilbao, Caja de Ahorros Vizcaína, 1988.
74 Carlos Dardé

liares entre la clase política y los grandes terratenientes, banqueros, magnates


de los ferrocarriles y muchos de los industriales. Su número y la concentración
de capital hizo que los grupos de intereses organizados fueran menos necesarios
que en otras sociedades con una burguesía más numerosa. En este sentido,
Cataluña es distinta 22.

Si al hablar de las influencias electorales nos hemos referido a la gestión


pública de intereses privados, ahora parece necesario dejar constancia de la
importancia de la gestión de intereses públicos a través de relaciones privadas.
Los partidos de oposición —republicanos, socialistas, carlistas y los in-
cipientes partidos nacionalistas— ofrecen una realidad muy diferente a la de
los partidos del turno, ya que en ellos encontramos el predominio de la opi-
nión sobre la influencia y una apelación a la sociedad cuya expresión más
palpable fue la creación de estructuras como los círculos republicanos y
carlistas, el batzoki nacionalista vasco o la casa del pueblo socialista. Tanto
por sus ideas como por su organización, estos partidos representaban el
futuro. Sin embargo, hacia 1890, a pesar de que, en la mayoría de los casos,
su arraigo social era probablemente mayor del que mostraban sus escasos
resultados electorales, su alcance era todavía muy limitado 23.
En conclusión, la transición que se estaba dando en Europa de una po-
lítica de minorías a otra de masas —en la que la opinión acerca de cuestio-
nes generales estaba sustituyendo a las influencias personales y los factores
locales, y en la que las fuerzas corporativas eran cada vez más poderosas—
había comenzado a producirse en España, con algunas iniciativas en el terre-
no de la participación, el asociacionismo y la representación, pero su desa-
rrollo era todavía muy limitado en la última década del siglo. Gracias a las
muchas investigaciones realizadas en los últimos años, conocemos bien
algunos casos particulares y, sobre todo, han quedado claros una serie de
conceptos que nos permiten entender la vida política de la época. Carece-
mos, sin embargo, de una síntesis que abarque su diversidad y dé una expli-
cación de la predominante falta de movilización política de la España de fin
de siglo.

22
Juan J. Linz, ob. cit., pág. 77.
23
Sobre estos partidos, véase Carlos Dardé, «La larga noche de la Restauración, 1875-
1900», en Nigel Townson (ed.), El Republicanismo en España, 1830-1977, Madrid, Alian-
za, 1994, págs. 113-135. Jordi Canal, «Sociedades políticas en la España de la Restauración:
el carlismo y los círculos tradicionalistas», Historia Social 15, 1993, págs. 29-49. Santiago
Castillo, 1870-1909, vol. I de Manuel Tuñón de Lara (dir.), Historia del Socialismo Español,
Barcelona, Conjunto Editorial, 1989. Javier Corcuera Atienza, Orígenes, ideología y organi-
zación del nacionalismo vasco, 1876-1904, Madrid, Siglo XXI, 1979.
Del desastre a la modernización económica
ANTONIO GÓMEZ MENDOZA

Como es sabido, la desmoralización provocada por el desastre del 98 dio


paso a un proceso de regeneración que alcanzó a todos los ámbitos de la
sociedad española. En lo económico, ha sido habitual afirmar que el desen-
lace de la rebelión cubana tuvo parecidos efectos a los que había producido
la guerra de Crimea en la Rusia zarista o los de la capitulación del shoguna-
to japonés a manos de las potencias occidentales l. En comparación con esos
dos países, se dio una diferencia que importa destacar. En el caso español, se
malogró la oportunidad de establecer las bases de una economía moderna:
no existió «despegue» en el sentido que otorga Rostow al término, es decir,
la regeneración no fue acompañada por una aceleración sustancial en el rit-
mo de crecimiento de la renta per cápita en los años posteriores. Aun sin la
existencia de una fractura tan intensa como la acontecida en Japón o Rusia
en los albores de sus respectivas industrializaciones, la estructura económi-
ca del país sí experimentó una cierta modernización, emulando algunas de
las manifestaciones más sobresalientes ocurridas en naciones situadas a la
vanguardia económica del mundo.
Aquel proceso que se sustentó en un nacionalismo económico de hondo
calado, vino enmarcado por dos hitos: una reforma presupuestaria en 1900 y
un reforzamiento del arancel en 1906, lo que colocó a España en posición des-
tacada en el ranking de la protección europea. Mediante el equilibrio de las
cuentas del Estado, el ministro de Hacienda Fernández Villaverde pretendió
reducir la creación de dinero con el fin de atajar las elevadas tasas de inflación
que había desencadenado la contienda cubana en 18952. La apreciación sub-
siguiente de la peseta en torno a un 31 por 100 respecto a 1898, año en que la
cotización exterior tocó fondo, incentivó la entrada de capital extranjero en

1
Carr, 1970, pág. 452.
2
Tortella, 1994, págs. 352-54.
76 Antonio Gómez Mendoza

una cuantía que ascendió, en lo que atañe exclusivamente a la repatriación de


capitales indianos, a unos dos mil millones de pesetas oro3. Complementando
esas remesas, los capitales foráneos permitieron incrementar los depósitos
bancarios, propiciando la constitución de entidades financieras de relieve,
tales como el Hispanoamericano (1900), Vizcaya (1901) y el Español de Cré-
dito (1902)4. Gracias a ese proceso, el negocio bancario que había sido pura-
mente comercial hasta el momento, se diversificó, reforzando su presencia en
la industria y participando en una renovación de la agricultura.
La información disponible para Bilbao es reveladora a ese respecto.
Muestra que, en los dos primeros años del siglo, se constituyeron unas 250
sociedades con un capital nominal de 543 millones de pesetas, lo que repre-
senta un promedio superior a dos millones de pesetas por empresa. El con-
traste con el período comprendido entre 1886 y 1899 es evidente. En dichos
años, se domicilió sólo una cincuentena de sociedades cuyo tamaño medio
fue sensiblemente inferior (680.000 ptas) 5 . Preciso es señalar que el grueso
de la inversión se canalizó a comienzos del nuevo siglo hacia sectores de alto
riesgo y, por ende, de incierta rentabilidad: unos, como el hidro-eléctrico por
su carácter novedoso (17 por 100 de la inversión nominal en Bilbao), otros
en cambio, como la industria básica (34 por 100), las entidades financieras
y las compañías de seguros (47 por 100) por la crisis general que afectaba a
la economía española e internacional6.
El análisis de grandes patrimonios ha revelado que los capitales de ori-
gen cubano se invirtieron en Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos,
países que tenían una fuerte imbricación con la economía de la Gran Antilla
en los decenios finales del siglo xix7. Otros capitales fueron desviados hacia
España, en mayor cuantía incluso antes de 1898 que después de esa fecha 8.
A la vista de estos desarrollos, la pregunta clave debe incidir en las razones
que guiaron a los inversores a optar por la economía española como mejor
colocación para sus ahorros antes y después de 1898 ¿Por qué no se canali-
zó el grueso de los capitales indianos hacia plazas financieras de mayor sol-
vencia como, de hecho, había ocurrido durante buena parte del siglo xix?
Sería, en efecto, lo esperable de un comportamiento racional si los indianos
hubieran percibido que la incapacidad militar para conservar las últimas
Antillas tenía como telón de fondo un agotamiento de la economía metro-
politana. La traducción de los signos llegados de España les habría inducido
a invertir sus dineros en países que, por tener un mayor nivel de desarrollo
económico, ofrecían mayores expectativas de ganancia.
Distinguiré dos tipos de factores que incidieron en el comportamiento de

3
Comín, 1988, II, pág. 525; Maluquer, 1987, pág. 72.
4
Maluquer, 1987, págs. 72-3; García Ruiz y Tortella, 1994, págs. 405-06.
5
Harrison, 1978, págs. 80-2.
6
Ibid., cuadro 24, pág. 81.
7
Bahamonde y Cayuela, 1992, págs. 54-6.
8
Ibid., pág. 60.
Del desastre a la modernización económica 77

los inversores. Comenzando por los factores de atracción, hay que resaltar el
giro hacia una política de corte nacionalista que, al reservar el mercado interior
a los productos españoles, brindó nuevas oportunidades de inversión a los aho-
rradores, permitiéndoles albergar la esperanza de obtener importantes réditos.
Sin embargo, la política restrictiva ejecutada por Fernández Villaverde conte-
nía otras facetas con un componente disuasorio, capaz de anular aquel estímu-
lo inicial. Por un lado, era presumible que surgieran dificultades a la exporta-
ción a causa de una combinación de factores, entre los que destacaré la pérdida
de los últimos mercados reservados en ultramar y la apreciación de la peseta.
Una divisa más cara equivalía a un menor poder de penetración para unas, ya
de por sí, poco competitivas manufacturas españolas, al tiempo que los pro-
ductos de importación se abarataron en el mercado interior. La pérdida de
Cuba y Puerto Rico significó la exclusión de los tejidos de algodón catalanes,
del calzado mallorquín y de las harinas castellanas de esas plazas comerciales 9.
Por supuesto, los potenciales inversores no podían presagiar, a comienzos de
siglo, que la industria algodonera española sería capaz de compensar la pérdi-
da de los dos mercados antillanos con exportaciones a la Argentina y Uruguay
en un volumen superior al remitido previamente hacia el mercado cubano10.
Por otro lado, la voluntad declarada de restablecer el equilibrio presupuestario
a través de una contención del gasto público debía mermar la participación del
Estado en la economía. La evolución del gasto así lo atestigua. En el período
1898 a 1906, el gasto corriente creció a una tasa de un 0,4 por 100, diez veces
más lenta que en los años 1892-1898. En pesetas constantes, la inflexión fue
todavía más abrupta pues se registró una tasa negativa de un 0,1 por 100n.
A esos dos factores, habría que añadir la ausencia de una red comercial entre
España y Cuba, lo que debe atribuirse a la falta de vinculación entre sus dos
economías12. Es presumible, por último, que el consumo privado se viera afec-
tado por la desmoralización que hizo mella en la sociedad española, provocan-
do desconfianza en las perspectivas de futuro de la economía.
¿Cómo discernir si los factores de atracción predominaron sobre los de
expulsión? Si suponemos que fueron mutuamente excluyentes, sería preciso
buscar la explicación a la intensificación de la corriente inversora hacia
España en el efecto-demostración que ejerció sobre los ahorradores la for-
mación de capital en sectores industriales nuevos de otros países. Condición
necesaria para inclinar el fiel de la balanza hacia esa opción, sería entonces
la existencia de un proceso previo de modernización de la estructura pro-
ductiva española en la medida suficiente para crear un entorno favorable13.

9
Maluquer de Motes, 1974, págs. 341-43.
10
Sudriá, 1983, pág. 376.
11
Comín, 1988, II, pág. 575.
12
Bahamonde y Cayuela, 1992, págs. 67-9; Maluquer, 1974, págs. 345 y sigs.
13
En un libro de reciente publicación, David Ringrose ha sostenido una hipótesis pare-
cida aunque en referencia a un período mucho más dilatado, para rechazar la idea del atraso
secular de la sociedad española. Véase Ringrose, 1996.
78 Antonio Gómez Mendoza

En ese sentido, argumentaré que el regeneracionismo subsiguiente al desas-


tre del 98 no hizo sino reforzar unas tendencias que se hallaban latentes en
la economía española. De ahí que, a mi entender, 1898 pierda en lo tocante
a la economía buena parte de la connotación de fractura que se le ha otor-
gado desde otras perspectivas como la política, cultural o ideológica. En lo
económico, no existió un antes y un después de 1898, sino continuidad en el
esfuerzo por modernizar la estructura del país. En suma, sin la existencia en
los años previos a 1898 de una modernización que afectó a un amplio aba-
nico de sectores productivos, resultarían inexplicables los cambios acaeci-
dos en el primer tercio del siglo xx.
Es de advertir que el tono moderadamente optimista de mi planteamien-
to entra en conflicto con las estimaciones de que disponemos sobre la evo-
lución de la renta nacional. A tenor de esas estimaciones, el ritmo de cre-
cimiento se redujo en el último decenio del siglo. Con una tasa del 0,83
por 100, 1890-1901 destaca claramente frente a lo realizado en 1860-1890
(1,42 por 100) y en 1901-1911 (2,32 por 100)14. La mediocridad de los
resultados alcanzados en aquel período se acrecienta si los comparamos con
países de nuestro entorno que exhibieron mayor viveza en razón de su atra-
so relativo. Tal fue el caso de Italia cuyo «despegue» en 1896 permitió a este
país acortar en cuatro puntos la distancia que le separaba de la renta com-
binada de Inglaterra y Francia15. En consecuencia, utilizando la tipología de
Gerschenkron, se podría afirmar que el comportamiento español fue asimi-
lable al de una economía de tipo temprano. Por supuesto, no emuló casi nin-
guno de sus logros.
Por el contrario, la modernización que he sugerido para el período anterior
a la independencia cubana, está avalada por el comportamiento del índice de
producción industrial. Sirviéndonos de las estimaciones realizadas por Ca-
rreras, encontramos que 1891-1901 registró un aumento sustancial (2,65
por 100) respecto de los decenios anterior y posteriores, pues no fue supera-
do hasta 1921-1931 (3,4 por 100)16. Sorprende la escasa vitalidad del índice
en la primera veintena del nuevo siglo a pesar de la fuerte inyección de capital
extranjero que sirvió para apuntalar la modernización de la economía17.
Una vez comprobado el carácter contradictorio de los indicadores cuan-
titativos de la renta nacional y del producto industrial lo que responde, a mi
juicio, a su escasa fiabilidad —aspecto que se evitará en el futuro mediante
una reelaboración cuidadosa de los índices a partir de datos primarios—,
pasaré seguidamente a enumerar algunas pruebas de tipo cualitativo que
sustentan la hipótesis que propugno, es decir, la presencia de un proceso
modernizador anterior al cambio de siglo que se prolongó en los primeros
decenios del nuevo.

14
Carreras, 1990, pág. 39.
15
Tortella, 1994, pág. 2.
16
Carreras, 1990, pág. 76.
17
Maluquer, 1987, pág. 66.
Del desastre a la modernización económica 79

Comenzando por el sector primario, es de observar que la salida a la cri-


sis agrícola y pecuaria finisecular se concretó en la reserva del mercado
nacional bajo el paraguas protector del arancel de 1891. En el debe de este
viraje proteccionista, hemos de colocar la pervivencia de un sistema cereal
para el que España no contaba apenas con ventajas absolutas y ni siquiera
comparativas. Aunque continuó primando el monocultivo de cereal sin ape-
nas cambios en la forma de cultivar la tierra, coexistieron factores arcaicos,
los más, con otros modernos, los menos, que empezaron a dejarse notar en
la agricultura de fines de siglo xix. La evolución en el uso del suelo agrícola
es un indicador válido para medir el alcance que revistieron aquellos cam-
bios: viñedos, frutales, plantas industriales, raíces y tubérculos así como pro-
ductos hortícolas aumentaron su participación desde un 19 por 100 en 1860
a un 25 por 100 en vísperas del desastre18. Estos procesos demostraron una
mayor sensibilidad de los agricultores para responder a los estímulos del
mercado, tanto nacional como extranjero, en extensas áreas de la periferia
peninsular lo que tuvo como contrapunto el inmovilismo castellano y extre-
meño, regiones donde no se registraron variaciones significativas en el uso
del suelo.
Por consiguiente, puede afirmarse que dos sistemas agrícolas entraron
en contacto en el último decenio del siglo xix. El uno, atrincherado en las
coordenadas de siempre; el otro, mucho más dinámico y emprendedor, a la
búsqueda de nuevos márgenes de beneficio. En el centro de ese mosaico de
comportamientos, la eterna pugna entre el riesgo y las nuevas oportunidades
de inversión. En el seno de aquella agricultura arcaizante, se dejaron sentir
los latidos de un factor nuevo como fue la mayor integración del mercado.
Respondió a la posibilidad material de realizar envíos de mercancías de una
forma más regular, rápida y barata que antaño. A ese respecto, el tendido de
una red ferroviaria a escala nacional desempeñó un papel primordial. En los
trayectos de larga distancia, el tren no encontró competencia para canalizar
los excedentes agrícolas, las materias primas de origen mineral y los pro-
ductos fabriles de tipo medio. En 1913, la vía férrea movilizó la mitad de los
cereales cosechados en España, 1/3 de las harinas consumidas, 3/4 de los
vinos comercializados y un 40 por 100 de los carbones minerales 19. En cam-
bio, las manufacturas destinadas al consumo doméstico utilizaron los meca-
nismos de comercialización tradicionales por carretera. La mejor integra-
ción del mercado no respondió únicamente a la modernización del
transporte. También contribuyó a ello la mayor difusión de la información lo
que fue posible gracias al tendido de la red telegráfica que permitió un mejor
conocimiento sobre la marcha de las cosechas y sobre las oscilaciones de los
precios en los mercados regionales 20.

18
Garrabou y Sanz, 1985, II, pág. 103.
19
Gómez Mendoza, 1982, págs. 188-9, 219 y 1989, pág. 77.
20
Bahamonde y cois., 1992; Sánchez Albornoz, 1975 y Sánchez Albornoz y Carne-
ro, 1981.
80 Antonio Gómez Mendoza

La ausencia de mecanización en el campo español redujo a un mínimo


los aumentos de la productividad lo que, a su vez, impidió al sector prima-
rio convertirse en un gran mercado para la industria, salvo en contadas
excepciones. De este modo, la estrechez del mercado interior ha quedado
ligada en la historiografía contemporánea a la mayoría de las hipótesis expli-
cativas sobre la falta de una industrialización en tiempos de la Restauración,
en consonancia con las pautas que marcaban los países de la Europa noroc-
cidental21. La debilidad de la demanda interior fue responsable del pequeño
tamaño de las empresas y probablemente estuvo relacionada con el com-
portamiento excesivamente conservador que demostraron muchos empresa-
rios. Ambas características redundaron en un encarecimiento de los costes
lo que restó competitividad a los productos españoles. Si a ello sumamos las
taras de partida a las que tuvo que enfrentarse la industria tales como, por
ejemplo, la dependencia energética y técnica respecto de otros países, la
escasa capacitación de la mano de obra y la estrechez de los mercados finan-
cieros, aclararemos entonces algunas de las motivaciones que guiaron a los
industriales a forzar en 1891, ante los poderes públicos, la imposición de
unas tarifas arancelarias lo suficientemente elevadas como para compensar
sus desventajas absolutas y comparativas. A este respecto, cabe señalar que
la transformación de las funciones de producción fruto de la segunda revo-
lución industrial vivida por la economía alemana en el último cuarto del
siglo xix contribuyó a crear nuevas oportunidades de inversión que mitiga-
ron anteriores cuellos de botella. En el terreno energético, por ejemplo, los
nuevos adelantos técnicos se concretaron en la aparición de la electricidad.
Para las economías que, como la española, sufrían carencias notables en
recursos hulleros e hidráulicos, la electricidad eliminó cortapisas que habían
impedido en el pasado la aplicación de técnicas muy intensivas en carbón.
La implantación de la industria del cemento portland en los albores del si-
glo xx constituye un ejemplo claro del abanico de posibilidades industriales
que se abrieron a los inversores 22.
Hasta fechas recientes ha sido costumbre leer en la historiografía que la
industria española permaneció estancada en las postrimerías del siglo xix y
que, además, exhibió una buena dosis del inmovilismo que caracterizó al
sector primario. Sin embargo, estancamiento e inmovilismo han ido dejan-
do paso en las investigaciones más recientes a modernización y dinamismo.
Estudios de corte más microeconómico que los abordados por Carreras y
Prados, han revelado la existencia de dos realidades en la industria españo-
la a fines de siglo xix. Por un lado, una industria arcaica, propia de una
sociedad tradicional cuyos rasgos más llamativos fueron el atraso técnico,
el reducido tamaño de las unidades de producción y la utilización de fuen-
tes de energía y de materias primas de tipo preindustrial. Su implantación

21
Nadal, 1975.
22
Gómez Mendoza, 1987, págs. 326-7.
Del desastre a la modernización económica 81

fue universal pero, sin duda, predominó este tipo de industria en el sector
de bienes de consumo y en el alimentario. Por otro lado, industrias moder-
nas que destacaron por las técnicas y materiales que utilizaron, por la gene-
ralización del empleo del vapor en una primera instancia y más tarde de la
electricidad, por su mayor escala y por estar mucho más abiertas al merca-
do exterior. Este tipo de empresas no quedó circunscrito a ninguna indus-
tria en particular. Encontramos ejemplos tanto en el ramo alimentario
como en la industria de bienes de consumo o de bienes de equipo. Los
ejemplos son numerosísimos y no es mi intención agotarlos realizando una
enumeración exhaustiva 23.
En la industria harinera, los viejos molinos de agua y viento fueron gra-
dualmente sustituidos por las nuevas fábricas del litoral que hacían uso del
vapor para mover los cilindros del moderno sistema austrohúngaro 24. La
aplicación del vapor, la sustitución de las viejas muelas y prensas de viga
permitieron el rápido prensado de la aceituna lo que elevó la calidad del
aceite de oliva. En el ramo de las conservas, se generalizaron los métodos
esterilizados que acabaron por suplantar a las tradicionales salazones25.
Procesos similares se reprodujeron en la elaboración de pastas para sopa,
galletas y chocolates.
En cuanto a las industrias básicas, resultó de una importancia crucial la
modernización de la siderurgia vasca. Los nuevos hornos instalados entre
1885 y 1887 por las empresas Altos Hornos y la Vizcaya permitieron obte-
ner planchas de acero por los procedimientos Bessemer y Siemens-Martin lo
que benefició a la industria de bienes de equipo. En particular, permitió el
establecimiento de astilleros modernos y talleres de material ferroviario. La
Ley de Escuadra de 1887 encargó a los recién inaugurados Astilleros del
Nervión, de Bilbao tres cruceros y varios torpederos para reequipar la arma-
da. Los talleres de La Maquinista Terrestre y Marítima, de Barcelona y los de
Portilla & White, de Sevilla se encargaron de construir la maquinaria26.
Estas iniciativas que, como queda dicho fueron posibles gracias a los avan-
ces logrados en la siderurgia, coincidieron con el desarrollo de una impor-
tante industria de construcciones mecánicas que se encargó de montar bue-
na parte de las adiciones al parque de vagones y coches de viajeros de los
ferrocarriles. Desde 1882, se venían construyendo vagones y coches en los
talleres de la Sociedad Material para Ferrocarriles y Construcciones sitos en
Barcelona. Por su parte, La Maquinista había iniciado el montaje de peque-
ñas locomotoras para líneas de vía estrecha. A estos pioneros, se les unieron
otras dos fábricas a comienzos de siglo xx: la Sociedad Española de Cons-
trucciones Mecánicas, de Beasaín y Cardé y Escoríaza, de Zaragoza. Fruto
de estas incoporaciones, la producción de material ferroviario cobró mayor

23
A este respecto, Nadal, 1995, constituye una obra de consulta obligada.
24
Nadal, 1978, págs. 26-28.
25
Ibid., págs. 32-34.
26
Gómez Mendoza, 1988b, págs. 29-30.
82 Antonio Gómez Mendoza

intensidad. Entre 1894 y 1913, se fabricaron 71 locomotoras, 863 coches,


190 furgones y 15.558 vagones. Esas cifras tan abultadas permitieron que
un 70 por 100 de las adiciones al parque móvil de los ferrocarriles fuera de
fabricación española 27.
Los progresos descritos no se explicaron tan sólo por la reserva del mer-
cado interior que favorecieron el arancel y la depreciación de la peseta pro-
vocada por la decisión de no ligarla al patrón oro, por cuanto aquel auge
precedió a ambos en el tiempo. Deben explicarse más bien por una corrien-
te modernizadora que alcanzó al conjunto de la industria fabril y cuyo ori-
gen cabría atribuir a una variedad de causas: Primero, las escasas expectati-
vas de rentabilidad que ofrecía la tierra a los inversores en un momento de
coyuntura agrícola recesiva. Segundo, la nueva oleada de industrialización
que abarató los costes energéticos de los países pobremente dotados en
recursos hulleros. Tercero, la expansión de la demanda propiciada, en una
primera fase, por la integración del mercado interior y, en una segunda fase
en los años 1890, por una mayor capacidad exportadora de productos inter-
medios gracias a la evolución del tipo de cambio. Cuarto, el efecto demos-
tración y las externalidades que generaron los talleres ferroviarios de repa-
raciones en ciudades como Barcelona, Madrid y Valladolid. Quinto y último,
un mayor compromiso del sector público que asistió a la industria estable-
ciendo los cimientos de un marco jurídico apropiado y canalizando pedidos
hacia ella. No obstante, la ausencia de continuidad y de insistencia le impi-
dió cobrar el protagonismo que habría de alcanzar en el decenio de 1920.
Por supuesto, la dicotomía descrita en el terreno agrícola entre lo moder-
no y lo tradicional también estuvo presente en el terreno industrial. No ol-
videmos que la industria de la construcción residencial — sin duda, el prin-
cipal sector en aquel período por el valor de su producción y por el núme-
ro de personas empleadas— atravesó momentos de abatimiento atribuibles
a la lentitud del proceso urbanizador. Con una tasa de crecimiento anual de
la población urbana de un 0,43 por 100, el período quedó muy lejos del
1 por 100 anual registrado en el decenio de 1920, cuando la construcción
residencial se convirtió en uno de los motores de la economía española 28.
También hubo desaceleración de las obras públicas motivada por la menor
actividad en el tendido de la red de ferrocarriles de vía ancha que no palió la
mayor inversión en carreteras y en obras marítimas 29.
Para concluir, quiero insistir en la idea de una coexistencia de dos agri-
culturas, dos industrias y dos sistemas de transporte en la España de la cri-
sis cubana. Si no aceptamos el surgimiento, desde luego tímido y en peque-
ña escala, de una ruptura con los métodos de cultivo ancestrales, de una
creciente diversificación de cosechas, de la aparición de un utillaje moderno
y de la aplicación de abonos químicos con anterioridad al 98, mal podremos

27
Gómez Mendoza, 1988a, págs. 117-20.
28
Gómez Mendoza, 1986.
29
Gómez Mendoza, 1991, págs. 189-203.
Del desastre a la modernización económica 83

entender la culminación de este proceso en el primer tercio del siglo xx. Si


no valoramos, en su justa medida, el comienzo de un proceso de sustitución
de importaciones fabriles que afectó a un amplio abanico de ramos indus-
triales, unos tradicionales, como el alimentario, y otros modernos, como la
construcción de calderas, de material de transporte, de materiales de cons-
trucción o de productos químicos, mal comprenderemos los indudables
logros del nuevo siglo. En definitiva, el antes y el después del 98 troca la idea
de fractura que estuvo presente en otras esferas de la sociedad española por
la idea de la continuidad en los avances de la modernización económica.

Bibliografía citada

BAHAMONDE, A. y CAYUELA, J. (1992), Hacer las Américas. Las élites coloniales


españolas en el siglo xix, Madrid.
CARR, R. (1970), España, 1808-1930, Barcelona.
CARRERAS, A. (1990), Industrialización Española: estudios de historia cuantitativa,
Madrid.
COMÍN, F. (1988), Hacienda y Economía en la España Contemporánea (1800-1936),
Madrid, 2 vols.
COMÍN, F. y MARTÍN ACEÑA, P. (eds.) (1991), Historia de la Empresa Pública en
España, Madrid.
GARCÍA Ruiz, J. L. y HERNÁNDEZ ANDREU, J. (1994), «Trayectorias divergentes, para-
lelas y convergentes: la historia del Banco Hispano Americano y del Banco Cen-
tral, 1901-1965», en García Ruiz y Hernández Andreu (eds.), Lecturas de His-
toria Empresarial, págs. 401-28.
GARRABOU, R. y SANZ, J. (1985), «La agricultura española durante el siglo xix:
¿Inmovilismo o cambio?», en Garrabou y Sanz (eds.), Historia Agraria de la
España Contemporánea, Barcelona, vol. II, págs. 7-192.
GÓMEZ MENDOZA, A. (1982), Ferrocarriles y Cambio Económico en España. Una
nueva historia económica, Madrid.
— (1986), «La industria de la construcción residencial : Madrid, 1820-1935», en
Moneda y Crédito 177, págs. 53-82.
— (1987), «La formación de un cártel en el primer tercio del siglo xx: la in-
dustria del cemento portland», en Revista de Historia Económica V, 2, pági-
nas 325-61.
— (1988a), Ferrocarril, Industria y Mercado en la Modernización de España,
Madrid.
— (1988b), «Government and the development of shipbuilding in Spain, 1850-1935»,
en Journal ofTransport History 9, 1, págs. 19-36.
— (1991), «Las obras públicas, 1850-1935», en Comín y Martín Aceña (eds.), pági-
nas 177-204.
HARRISON, J. (1978), An Economic History ofModern Spain, Manchester.
MALUQUER DE MOTES, }. (1974), «El mercado colonial antillano en el siglo xix», en
Nadal, J. y Tortella, G. (eds.), Agricultura, Comercio Colonial y Crecimiento
Económico en la España Contemporánea, Barcelona, págs. 268-94.
84 Antonio Gómez Mendoza

MALUQUER DE MOTES, J. (1987), «De la crisis colonial a la guerra europea: veinte


años de economía española», en Nadal, J. y cois. (1978), págs. 62-104.
NADAL, J. (1975), El Fracaso de la Revolución Industrial en España, 1813-1913,
Barcelona.
— (1978), «La industria fabril española en 1900. Una aproximación», en Nadal
y cois. (1978), págs. 23-61.
NADAL, J. y cois, (eds.) (1978), La Economía Española en el siglo xx. Una perspec-
tiva histórica, Barcelona.
NADAL, J. y CATALÁN, J. (eds.) (1995), La Cara Oculta de la Industrialización Espa-
ñola. La modernización de los sectores no líderes (siglos xix y xx), Madrid.
RINGROSE, D. (1996), España, 1700-1900. El mito del fracaso, Madrid.
SÁNCHEZ ALBORNOZ, N. (1975), Los Precios Agrícolas durante la segunda mitad del
siglo xix, Madrid.
— y CARNERO, T. (1981), Los Precios Agrícolas durante la segunda mitad del si-
glo xix. Vino y Aceite, Madrid.
SUDRIA, C. (1983), «La exportación en el desarrollo de la industria algodonera espa-
ñola, 1875-1920», en Revista de Historia Económica I, 2, págs. 369-86.
TORTELLA, G. (1994), El Desarrollo de la España Contemporánea. Historia Econó-
mica de los siglos xix y xx, Madrid.
El Ejército y la Marina antes del 98
MANUEL ESPADAS BURGOS

El Ejército y el sistema canovista


Difícilmente se puede definir mejor la situación del Ejército, tras el pac-
to que lo instala en el esquema del régimen de la Restauración que con unas
palabras de Manuel Azaña, en las que refiriéndose a su situación aislada, lo
que no quería decir ajena a la vida nacional, sobre la que seguiría incidien-
do, afirmaba: «El ejército era un cantón aparte, regido por una oligarquía de
generales; con el pretexto de la técnica, o invocando la abnegación patrióti-
ca, ni el Parlamento ni los Gobiernos (no se diga los organismos de inspec-
ción económica del Estado) han querido ni podido enterarse a fondo de lo
que ocurría en el Ministerio de la Guerra. El sistema consistía en cerrar lo
ojos sobre las mayores enormidades, para evitar conflictos»l.
Se ha caracterizado al régimen de la Restauración como el del asenta-
miento del civilismo en la vida pública española, tras el llamado «régimen de
los generales» característico del reinado de Isabel II e inmediato al continuo
ruido de sables del Sexenio democrático. Tenía en efecto Cánovas motivos
más que justificados para huir, en su proyecto de restauración monárquica, del
«modelo» de ejército de la época isabelina. Tampoco tenía mejor experiencia
de los años del Sexenio. Y se veía en la necesidad de estar permanentemente
parando o desviando los innumerables proyectos restauradores que, acaudi-
llados por una u otra figura militar, eran atendidos y tutelados por la simpleza
política y por la vieja rutina de doña Isabel, que ni entonces ni luego llegaría a
comprender el proyecto canovista ni a darle su apoyo, como no fuera a rega-
ñadientes. En carta a la reina, le decía Cánovas: «Tenemos por último el mili-
tarismo que tantos disgustos ha causado a Vuestra Majestad y traído tantos

1
Manuel Azaña, «El conde de Romanones juega a los soldados», en Obras Completas,
México, Oasis, 1968, tomo I, pág. 437.
86 Manuel Espadas Burgos

males al país; es decir, la ambición desencadenada de los generales, que hasta


aquí se contentaban con ser todos jefes de partido o presidentes del Consejo
de Ministros, pero que de hoy en adelante han de aspirar a ser presidentes de
la República o jefes vitalicios del Estado.» El propósito de Cánovas apuntaba
al modelo del «rey soldado», a que «tan pronto como don Alfonso esté en
España, tendrán en él un verdadero jefe y que bajo él servirán a la Patria, no a
la ambición de generales convertidos en caudillos»2. En efecto, Alfonso XII
encarnaría el modelo del rey soldado, ya consolidado en otras monarquías
europeas, especialmente en la germana. Aparte de los consejos de Cánovas,
admirador de la monarquía y del sistema prusianos3, el propio Guillermo I le
insistiría en que «el mejor camino para consolidar la monarquía y fortalecer el
país consistía en una estrecha unión entre el trono y el ejército», si bien desde
Alemania siempre pareció demasiado tenue esa unión en la vida española y los
propios representantes diplomáticos del Kaiser —Hatzfeld y Solmes—apun-
taban a que «era imposible al monarca intervenir en un avispero político como
era la cuestión del ejército, el cual, pese a la Restauración, seguía estando
intensamente politizado y constituyendo un poderoso instrumento sobre el
que los partidos políticos se disputaban su influencia» 4.
La monarquía de Alfonso XII llegó precisamente por el medio que nun-
ca Cánovas hubiese elegido, un pronunciamiento militar. De ahí que, entre
otras causas, el protagonismo militar durante la Restauración fuese mayor
que el inicialmente diseñado en el proyecto canovista. Con todo, ha sido un
punto de coincidencia de los analistas del régimen el nivel de civilismo que
aquel alcanzó, al menos entre el comienzo del régimen y la fecha de 1906,
en que se aprobó la «ley de jurisdicciones». Tornando tales hitos, Carlos
Seco considera el civilismo como «una realidad indiscutible en el Estado de
la Restauración» y entiende el «empeño civilista de Cánovas» precisamente
como reacción al pasado isabelino: «Estaba decidido a acabar con las inter-
ferencias militares en la escena política; como estaba decidido a evitar el
monopolio del poder por un partido, el moderado»5. Aun admitiendo que
tal retroceso de la injerencia militar en la vida pública parece evidente, al
menos en la primera década de la Restauración, el peculiar civilismo de la

2
Cánovas a Isabel II, 15 febrero 1874, Archivo Real Academia de la Historia, en M. Es-
padas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 2.a ed., 1990,
página XXXIX.
3
Después de las batallas de Sadowa (1866) y sobre todo de Sedán (1870), el ejército
prusiano constituyó un modelo a admirar y a imitar. La eficacia de los Estados Mayores, de
los sistemas de reclutamiento y de movilización, así como el nivel técnico, muy patente en la
renovación del armamento y en el desarrollo de las comunicaciones, contribuyeron a esa fas-
cinación que hizo mella en tantos países de Europa y, por supuesto, en España, donde las
obras de Clausewitz, el gran teórico de la guerra, y su puesta en práctica por estrategas como
Von Moltke, fueron ejemplos a seguir hasta muy entrado el siglo xx.
4
Cfr. Julio Salom, España en la Europa de Bismarck, Madrid, CSIC, 1967, págs. 395-96.
5
Carlos Seco, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, 1984,
página 193.
El Ejército y la Marina antes del 98 87

Restauración sigue siendo objeto de debate y necesita ser matizado y situa-


do en su justa proporción. Hubo un evidente alejamiento del estamento
militar de la acción política, pero —en correspondencia— hubo un proceso
de acentuado ensimismamiento corporativista del ejército, que obtuvo de
los poderes públicos un cierto y convenido estatuto de autonomía. Éste era
el pacto tácito: El ejército se alejaba de la política y el gobierno no se inmis-
cuía en la esfera de lo castrense. Así, como escribe Fernando Puell, «la ofi-
cialidad, a cambio de desentenderse de los asuntos públicos, adquirió el
monopolio de la gestión militar y convirtió la institución castrense en un
coto cerrado que no admitía interferencias del exterior» 6. O, como observa-
ba años después Manuel Azaña, «dejando a los militares campar por sus res-
petos, sindicarse, administrarse y organizarse a su antojo»7. Para Gabriel
Cardona, Cánovas «no impuso la supremacía del poder estatal, sino que pro-
curó contentar a los viejos generales políticos y hacer del rey la verdadera
cabeza del ejército. Cánovas concedió a los generales total libertad en los
asuntos internos de la milicia. A cambio los apartó de la política. Y cuando
alguno de ellos mostró aspiraciones más altas, Cánovas lo quemó» 8.
No cabe olvidar, por otro lado, el papel de garante del orden, tanto del
constitucional como del social, que se le atribuyera al ejército durante el
régimen de la Restauración y, en ese contexto, la militarización de impor-
tantes parcelas de la administración y la militarización de la política de
orden público y de la administración de justicia9. Garante el ejército no sólo
de la integridad nacional y del orden constitucional, como también del
orden social, la declaración del estado de guerra se utilizó no sólo en aque-
llas ocasiones y zonas dominadas por un conflicto bélico —caso del carlis-
mo— sino por incidentes de orden público del más variado carácter, desde
atentados terroristas, huelgas del más diverso origen y tipología, a levanta-
mientos campesinos o simples algaradas de subsistencias o motines contra
los consumos, sin olvidar las todavía frecuentes intentonas militares, con
nivel o no de pronunciamiento. La situación de excepcionalidad del orden
constitucional fue muy utilizada por el régimen, especialmente y como es de
comprender, en sus primeros años 10.

6
Fernando Puell de la Villa, Origen, vida y reclutamiento del infante español (1700-
1912). Tesis doctoral inédita, Madrid, UNED, 1996, tomo I, pág. 353.
7
M. Azaña, ob. cit., tomo I, pág. 552.
8
Gabriel Cardona, El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil,
Madrid, Siglo XXI, 1983, pág. 44.
9
Cfr. Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-
1983),
10
Madrid, Alianza Editorial, 1983.
El 18 de julio de 1874 el gobierno Zavala había declarado el estado de sitio en todo el
territorio nacional. El 14 de marzo de 1875 se declararía, también para todo el territorio nacio-
nal, el estado de guerra. Ambos serían levantados por Real Orden del gobierno de Cánovas de
10 de enero de 1877, a excepción del territorio bajo el mando del general en jefe del Ejército
del Norte (artículo 5.°). Todavía el 22 de mayo de 1876 se impondría el estado de guerra en
las provincias vascas a causa de la agitación originada por la supresión del régimen foral.
88 Manuel Espadas Burgos

El avance de la «cohesión del estamento militar», como la define el soció-


logo S. E. Finer, los niveles de solidaridad interna, de autocrítica pero de vis-
ceral rechazo de la crítica externa, de corporativismo, en último término, y de
desarrollo de un complejo entramado burocrático tanto dentro de la institu-
ción militar como en su particular inserción en la sociedad civil, fueron una
de las notas más características del conflicto civilismo-militarismo en el seno
del sistema de la Restauración n. Y lo que percibió el joven Azaña especial-
mente en los años de las crisis coloniales y en la gran polémica nacional que
siguió al «desastre», la que conduciría a la «ley de jurisdicciones» de 1906 y
al plano inclinado de las «Juntas de Defensa» de 1917, cuando escribía
Ramón Pérez de Ayala: «Desde el primero de junio del 17 había surgido en
España un poder autónomo, al margen de los poderes constitucionales: el
Ejército. El Ejército se había colocado amenazador frente al corrupto mundi-
llo de los políticos profesionales. El Ejército decíase que exigía que España
fuese gobernada con mayor seriedad, decoro y competencia. Como eso mis-
mo es lo que venían pidiendo los partidos de la izquierda, estos coligieron de
la actitud del Ejército que contarían con su beneplácito, ya que no con su
cooperación, el día que intentasen concluir el viejo e indecoroso sistema de la
política profesional»12.

Tiempo de reformas

Los problemas que se detectan desde el propio seno del ejército y los
que, desde fuera, se observan en su proceso de inserción y de articulación en
el sistema de la Restauración y en la sociedad de la época, conducen a un cli-
ma de reformas que saldrán a la vida parlamentaria y a la opinión pública
especialmente durante la década de los años 80, coincidiendo con los gabi-
netes liberales. El principal de estos proyectos reformistas es el respaldado
por el general Manuel Cassola, ministro de la Guerra en el llamado «gobier-
no largo» de Sagasta.
Cuando en la sesión del Congreso de los Diputados del 1 de marzo de 1888,
uno de los defensores del proyecto de Cassola, el diputado José Canalejas,
presentaba la situación, enumeraba los problemas que, a su juicio, se detec-
taban en el ejército: «Deficiente estado de organización, poco nivel cultural
de la tropa, falta de una clase de suboficiales, sueldos insuficientes, proble-
ma de ascensos, material escaso y anticuado, organización regional ine-
ficaz.»

11
Cfr. Rafael Núnez Florencio, Militarismo y antimilitarismo en España (1888-1906).
Prólogo de M. Espadas Burgos, Madrid, CSIC, 1990. Así como la ya citada de Manuel Ball-
bé, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alian-
za, 1983.
12
Art. de Pérez de Ayala, en La Nación de Buenos Aires, abril 1918. En Federico Bra-
vo Morata, La República y el Ejército, Madrid, Fenicia, 1978, pág. 164.
El Ejército y la Marina antes del 98 89

Comencemos por el problema económico y su inseparable dimensión


social. Lo que en la época se empezaba a denominar como «cuestión social».
«Las mejoras de las clases obreras» o «la cuestión social», términos que se
utilizaron desde la tribuna del Congreso de los Diputados a las páginas de la
prensa, constituyeron uno de los problemas más acuciantes con que tuvie-
ron que enfrentarse los gobiernos de la Restauración. Régimen sustentado
esencialmente en las llamadas clases medias 13 y atemorizado, desde su naci-
miento, por los «excesos» del incipiente movimiento obrero que ya había
conmocionado a Europa con las jornadas parisinas de la Commune, tuvo
que afrontar la realidad social cuando uno de los fundamentos del régimen,
el orden público, fuese trastornado por revueltas campesinas de carácter
anarquista tales como fueron los acontecimientos de la llamada mano negra
en 1883.
Todo ello condujo a que ese mismo año se constituyera la Comisión de
Reformas Sociales, término en que quedó abreviada la Comisión para el
estudio de las cuestiones que interesan a la mejora y bienestar de las clases
obreras, tanto agrícolas como industriales y que afectan a las relaciones entre
el capital y el trabajo. Creada por Real Orden del 5 de diciembre de 1883,
durante el gobierno de Posada Herrera, contó con la inicial presidencia
de don Antonio Cánovas del Castillo, al que sucedería el 25 de enero si-
guiente don Segismundo Moret. La secretaría de la Comisión estuvo, desde
sus comienzos, desempeñada por un hombre tan ligado a la Institución Libre
de Enseñanza como don Gumersindo de Azcárate.
La llamada información oral de la Comisión se inició el 26 de octubre
de 1884, en el paraninfo de la Universidad Central, en la calle de San Ber-
nardo, con una larga sesión, en la que participaron diversos oradores, tan
significativos del movimiento obrero como Pablo Iglesias, Antonio García
Quejido o Matías Gómez Latorre. Presidía la sesión don Segismundo Moret.
Las numerosas intervenciones, entre las que se encontraban las aportacio-
nes de diversos organismos de la vida madrileña, como el Ateneo, la Institu-
ción Libre de Enseñanza o el Fomento de las Artes, entre otras, pasaron
revista a la amplia problemática de la clase obrera, desde sus respectivos
puntos de observación, con mayor o menor carga política y con niveles muy
variados de dramatismo 14. La Comisión recabó información de numerosos
grupos, instituciones y sectores de la sociedad española. Consideramos muy
significativo el que encargó a la Institución Libre de Enseñanza, que emitió
un amplio informe de doce apartados, que iban desde el análisis del «estado
de las clases obreras» hasta «la religión y la educación de las clases obre-
ras» 15. Queremos destacar el apartado VII del Informe titulado «La educa-

13
Cfr. Manuel Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid,
CSIC, 1990, 2.a ed., pág. 375.
14
Cfr. La clase obrera española a finales del siglo XIX, Madrid, Zero, 1970.
15
Los cuatro primeros epígrafes del informe se reproducen en La clase obrera españo-
la a finales del siglo xix, pág. 69 y sigs.
90 Manuel Espadas Burgos

ción del soldado y la condición de la clase obrera», ya que la ILE considera-


ba al ejército «como organismo capaz de contribuir a la resolución del
urgente problema social». Una de las referencias más amplias y de los
comentarios más minuciosos sobre este apartado lo encontramos en un
libro, característicamente institucionista, como es el del capitán de Estado
Mayor Joaquín Fanjul Misión social del ejército 16. Ya se había creado para
entonces el Instituto de Reformas Sociales, que debería poner en práctica
los resultados de los estudios de la Comisión creada en 1883. Fanjul se
extraña de que en el Instituto no haya una representación militar y de que
«al ejército se le utilice para reprimir huelgas y no se le tenga en cuenta para
una acción social importante en que su experiencia y su conocimiento de la
realidad social podrían ser muy útiles» 17.
Para Fanjul, muy en la línea de lo que ya estaba en debate en el vecino
ejército francés, el problema del ejército y de su incidencia en la cuestión
social, procedía esencialmente del modelo de oficial que saliese de las aca-
demias. De ahí el interés por la opinión de organismo tan representativo de
la reforma pedagógica como la ILE y de su criterio sobre cómo el ejército
«ennoblece, mejora y educa» al hombre sino cómo debe preparar al oficial
que debe ser el instrumento de esa educación.
El Ejército no sólo era espectador, más o menos comprometido, ante el
problema de la «cuestión social», especialmente en lo que afectaba a las cla-
ses trabajadoras. Sino que se sentía a su vez víctima de ella, por la precaria
situación económica de sus miembros. Durante el debate sobre las refor-
mas, la cuestión de «los sueldos insuficientes» fue una de las aducidas. Jus-
tamente en el artículo primero, punto uno, del proyecto de Cassola había
una expresa referencia al «aumento de sueldos» 18 .
La literatura testimonial sobre tal cuestión se mostró copiosísima en
referencias concretas a la tan mesocrática pregunta de cómo llegar a fin de
mes. Mario de Yveja, autor de uno de esos tantos libros acerca de «las ne-
cesidades del ejército español», ofrece entre las que considera «grandes
necesidades del ejército español», la del «aumento de sueldo» y la sitúa en
una amplia y minuciosa casuística, donde se enumeran los bajos sueldos, las
misérrimas pensiones, la infrahumana situación de los cuarteles, entre otras
muestras de «marginación social». Es el caso del capitán que cobra cincuen-
ta duros mensuales: «Las combinaciones que echaba la familia para ir
pasando era dejar lo que no se podía y cuando había que pagarlo, dejar otra
partida en blanco, y así sucesivamente» 19. El viejo sistema de «ir trampean-

16
Joaquín Fanjul, Misión social del Ejército. Sociología militar, Madrid, Imp. de Eduar-
do Arias, 1907.
17
Ibid., pág. 73.
18
Cfr. Manuel Espadas Burgos, «Ejército y cuestión social en la España de fin de siglo»,
en la revista Torre de los Lujanes, Madrid, 1996, núm. 31, págs. 57-64.
19
Mario de Yveja, La milicia y sus excesos. Cuadros de costumbres militares contem-
poráneas, Valladolid, Mariano del Olmo, 1889, pág. 64.
El Ejército y la Marina antes del 98 91

do». Esta precaria situación económica ocupaba no pocas páginas de la


prensa y se hacía visible especialmente en la sección de anuncios, donde
aparecían textos como éste: «Se hacen préstamos a señores oficiales.» Como
se hacía también presente en el testimonio literario de la época, sobre todo
en la novela, uno de cuyos protagonistas característicos podría ser la figura
del prestamista, del usurero, paradigma del cual pudiera ofrecerse en el Tor-
quemada de Caldos 20.
Incluso llegó a justificarse, desde la propia opinión militar, el interven-
cionismo del ejército en esta necesidad de resolver su precaria situación: «El
Ejército quedará separado de la política el día que no tenga hambre y haya
más legalidad en la carrera. El Ejército no es político, ni lo ha sido. El Ejér-
cito lo que tiene es necesidad» 21.

Los problemas internos

Los problemas de estructura y de organización interna del ejército esta-


ban también, como hemos visto, en la raíz de las reformas que se debían
implantar. Una de las mayores dificultades en la promoción de ascensos,
cuestión de crucial importancia en todo colectivo profesional, la constituía
el excesivo número de oficiales con que, por aquellas fechas, contaba el ejér-
cito. Consecuencia de la propia historia del siglo, de los conflictos civiles
(las guerras carlistas y los levantamientos cantonalistas) y de las guerras co-
loniales (Marruecos, Cuba, etc.) se había producido una inflación de los
niveles de jefes y oficiales. A ello también había contribuido el ascenso
colectivo de 3.000 sargentos consecuencia de la revolución del 68. Como
escribe Fernando Puell, «las plantillas vigentes, de por sí abultadas, sólo con-
sumían 41 coroneles, 103 tenientes coroneles, 188 comandantes, 969 capi-
tanes, 1.716 tenientes y 1.671 alféreces, mientras que en la escalilla figura-
ban 200 coroneles, 550 tenientes coroneles, 1.250 comandantes, casi 3.000
capitanes, 3.500 tenientes y 3.500 alféreces. En total, 4.688 vacantes para
cerca de 12.000 empleos efectivos, lo que dejaba en sus casas y a medio
sueldo en la llamada situación de reemplazo, a más de 7.000 de ellos» 22.
Comparativamente, si vemos la situación de otros países en la proporción de
mandos/tropa, nos encontramos:

20
Como escribe Francisco Villacorta, «al comienzo de Torquemada en la hoguera, Gal-
dós hace una recopilación de víctimas del usurero: empleados, cesantes, militares, funciona-
rios bien situados pero con mayores pretensiones, viudas del montepío civil y militar...». Cfr.
Francisco Villacorta Baños, «Visión galdosiana de la sociedad de la Restauración: Las nove-
las del ciclo de Torquemada», en Revista de Literatura, XLI, núm. 81, 1979, págs. 68-116.
Véase también Pilar Faus Sevilla, La sociedad española del siglo xix en la obra de Pérez Gal-
dós, Valencia, 1972.
21
Mario de Yveja, ob. cit., pág. 81.
22
Fernando Puell, ob. cit., pág. 411.
92 Manuel Espadas Burgos

Alemania España
Coroneles O'll % 0'53 %
Jefes Infantería 0'43 % 2'30 %
Jefes Caballería 0'55 % 2'60 %

Esta situación se hacía especialmente grave en las Armas generales, es


decir, en Infantería y Caballería, donde las posibilidades de ascenso por
méritos de guerra conducían a ese desequilibrio respecto de los cuerpos fa-
cultativos. La «escala cerrada» de estos últimos, que impedía la posibilidad
de ascenso por méritos de guerra fue otro de los caballos de batalla del refor-
mismo militar, especialmente presente en las armas generales donde se
había impuesto el criterio de aceptar grados superiores al del empleo, bien
por méritos de campaña e incluso por méritos adquiridos en tiempos de paz.
Tal dualidad de grado y empleo, que constituía una desventaja en las armas
generales, conducía a una constante llamada a la supresión de esta dualidad.
En el plano militar, una de las aportaciones del siglo xix había sido la
creación de ejércitos nacionales, nacidos al hilo del proceso revolucionario
burgués. La identidad ciudadano-soldado mostraba uno de los principios de
aquel proceso. Si el ciudadano, como tal, gozaba de unos derechos civiles,
era también responsable de su defensa, como lo era de la defensa de la
nación. Obras como las de Jomini, en especial el Traite des grandes opera-
tions militaires (1804) y el Précis de l'art de la guerre (1829), o la de Clau-
sewitz, Von Kriege (1832) aportaron los principios teóricos para la consti-
tución y desarrollo operativo de estos ejércitos nacionales y de los grandes
cambios que, en el viejo arte de la guerra, había introducido su aparición.
Esta lectura de ambos teóricos de la guerra, muy extendida en Europa y aun
en los Estados Unidos, se hizo todavía más presente tras la guerra franco
prusiana de 1870, en especial por lo que se refiere a la obra de Clausewitz,
leída y estudiada —no siempre digerida— en todas las academias militares
de occidente.
Este planteamiento que preveía conflictos breves, con participación de
grandes masas de combatientes, suponía una revisión de los sistemas de re-
clutamiento, acorde con aquella concepción de la defensa de la patria como
un deber ciudadano. El modelo prusiano se ofreció para algunos países de
Europa como un ejemplo a seguir. La Constitución del Reich había estable-
cido en 1814 el servicio militar obligatorio, disposición que sería incorpora-
da por la Constitución de la Alemania del Norte en 1867, que establecía que
todo varón de nacionalidad alemana debía servir con las armas desde los 20
a los 39 años, tres de los cuales lo serían en servicio activo, cuatro en la re-
serva y el resto en la reserva de la propia región, en el Landwehr.
En España, el reclutamiento se había efectuado con el sistema de quin-
tas a lo largo de casi todo el siglo xvm y una buena parte del xix. La Cons-
titución de 1812 lo estableció como deber del ciudadano en el artículo 361:
El Ejército y la Marina antes del 98 93

«Ningún español podrá excusarse del servicio militar cuando y en la forma


en que fuere llamado por la ley.» Pero fue la de 1869 la que defacto lo esta-
bleciese por primera vez. Sería una de las disposiciones que se incorporaran
a la Constitución de 1876 y a la Ley Constitutiva del Ejército de 1878.
Habría que diferenciar entre el período en que la fijación del contingen-
te era anterior al sorteo y aquel otro en que el cupo se determinaba después
del sorteo. En el primer caso, el ministerio de la Guerra pedía al de Gober-
nación los hombres que juzgaba necesarios y éste fijaba la cifra del contin-
gente, que se repartía entre todas las provincias y, dentro de éstas, entre sus
pueblos y aldeas en proporción al número de mozos alistados. El artícu-
lo 169 de la ley de 1882 establecía el modo de distribución del contingente
fijado, que se debía obtener mediante la aplicación de una regla de tres: el
cupo local se hallaba multiplicando el cupo total por el número de reclutas
de la localidad y dividiendo ese producto por el total de reclutas del reem-
plazo en toda la nación.
Aquellos que en el sorteo fuesen favorecidos por números altos, queda-
rían libres de toda obligación militar. Sin embargo cuando, durante el régi-
men de la Restauración, se cambió el método, el sorteo no tuvo por objeto
establecer quiénes serían soldados y quiénes quedarían exentos del servicio,
sino determinar entre los mozos del reemplazo —todos los cuales eran sol-
dados según la ley— quiénes deberían servir en activo y quiénes no, aunque
quedasen disponibles.
Las leyes de reclutamiento de 1882 y 1885 estimaban en doce años la
duración del servicio militar obligatorio, graduados de la siguiente forma:
1) Mozos en caja de reclutas, 2) soldados en servicio activo permanente, 3) re-
serva activa, 4) reclutas en depósito o condicionales y 5) segunda reserva.
El sorteo, cuyo desarrollo establecía el artículo 63, se celebraba el segun-
do domingo de febrero, a las siete de la mañana en todos los ayuntamientos
de España. Terminado éste, el artículo 77 de la ley reformada de 1885, esti-
pulaba que se citara «inmediatamente por edicto a los mozos sorteados para
que, en el lugar que se designe se presenten a fin de celebrar el acto de cla-
sificación y declaración de soldados en el primer domingo de marzo». Era
precisamente este mes el dedicado a solucionar todo tipo de incidencias y
también a gestionar la posible redención o sustitución previstas en el artícu-
lo 172 (151 de la ley de 1885): «Se permite redimir el servicio ordinario de
guarnición en los cuerpos armados, mediante el pago de 1.500 pesetas,
cuando el mozo debiere prestar dicho servicio en la península, y de 2.000
cuando le correspondiese servir en Ultramar. Los mozos redimidos queda-
rán en la situación de reclutas en depósito durante el mismo tiempo que los
demás de su llamamiento.» El artículo siguiente establecía los plazos para
hacer efectiva la redención. Era preciso ingresar la citada cantidad en la Caja
General de Depósitos o en cualquier delegación de Hacienda y posterior-
mente, el propio mozo o persona que los representase, entregaría el docu-
mento acreditativo del pago en la Caja de recluta correspondiente. El plazo
establecido para la redención del servicio en la península era de dos meses,
94 Manuel Espadas Burgos

desde el día de ingreso en Caja, y para Ultramar se ampliaba dicho plazo


hasta diez días antes del embarque. El artículo 154 de la ley de 1885 deter-
minaba las circunstancias en que se debería devolver la cantidad entregada
para la redención. Una de ellas se daba cuando el redimido denunciaba la
existencia o el paradero de un prófugo o de un mozo no alistado. Si bien este
premio a la delación se suprimiría al revisar la ley de 1885.
La otra forma de eximirse del servicio activo era la sustitución, contem-
plada en el artículo 159: «Los individuos que por razón del número obteni-
do en el sorteo general resulten destinados a los ejércitos de Ultramar,
podrán sustituirse con individuos de su misma zona en cualquier situación
o con licenciados del Ejército.» Se preveía también que un hermano pudie-
ra ser el sustituto y se limitaban algunas circunstancias de éste, como la
edad, que no podía superar los 35 años o la obligada condición de soltero o
de viudo sin hijos.
Existía también, a este respecto, un amplio testimonio de médicos mili-
tares acerca de los inconvenientes de la temprana llamada a filas de los
mozos, así como de las precarias condiciones sanitarias en que se desenvol-
vía su vida en las unidades. La literatura acerca de estos puntos es copiosí-
sima y revela una crítica desde el propio seno de las instituciones militares.
El subinspector de Sanidad Militar Felipe Ovilo y Canales analizaba la cues-
tión a partir de premisas como que «con la ley de reclutamiento vigente no
es posible tener ejército digno de ese nombre». Dicha Ley de Reclutamiento
y Reemplazo establecía el día 1 de noviembre para el ingreso en Caja de
todos los mozos que cumplan desde el 1 de enero al 31 de diciembre los die-
cinueve años. Y comenta Ovilo: «A esa edad el hombre no está formado
aún.» Las consecuencias de esta temprana llamada a filas, junto a «la mise-
ria orgánica heredada, la pobre alimentación del pueblo y la falta de educa-
ción física», conduce a los altos límites de mortalidad muy superiores a otros
ejércitos europeos. Valga un caso concreto. Mientras durante el servicio
militar en Bélgica, la mortandad era de 23 soldados por cada 10.000, en
España para esa misma cifra era de 158»23. No sabemos si en esta propor-
ción incluye las tasas de mortandad en Cuba, lo que haría totalmente inade-
cuada tal comparación.
El amplio eco social que el sistema de redención o de sustitución tuvo ha
sido ya objeto de diversos estudios y monografías, comenzando por las que
publicara en la revista Recerques Nuria Sales 24. Posteriormente han venido
estudios más detallados, de la propia Nuria Sales, de Albino Feijóo o últi-
mamente de Fernando Puell de la Villa25. Aparte de algunos artículos míos,

23
F. Ovilo y Canales, La decadencia del Ejército. Estudio de higiene militar, Madrid,
Fernando Fe, 1899.
24
Nuria Sales, Servei militar i societat a l'Espanya del segle xix, en Recerques, Barcelo-
na, núm. 1, 1970, págs. 145-183.
25
Nuria Sales, Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos, Barcelona, Ariel, 1974.
Albino Feijóo, Quintas y protesta social en el siglo xix español, Tesis inédita, Departamento
El Ejército y la Marina antes del 98 95

que directa o indirectamente tocaban el tema 26. Junto a toda una produc-
ción literaria en torno al tema hay una inmensa publicidad en forma de folle-
tos, artículos de prensa, aleluyas, «aucas», canciones, etc. Autores del pres-
tigio de Leopoldo Alas Clarín, con El sustituto; de José María de Pereda, con
La leva; de Emilia Pardo Bazán, con La tribuna; de Villaescusa, con La odi-
sea de un quinto; de Cecilia Bóhl de Faber, la Fernán Caballero, con El quin-
to, por citar sólo algunos constituyen ejemplos del impacto social que el pro-
blema tenía en España.
Como también existe una importante vertiente económica, aún necesita-
da de mayor investigación: la del número de compañías de seguros, de mon-
tepíos y fondos de resistencia al reclutamiento que surgieron por diversas
partes de España. Es el caso de La Peninsular creada por Pascual Madoz, o
de la Caja de Seguros y Seguro Mutuo de Quintas, fundada por Ramón Me-
sonero Romanos, o de tantas aparecidas en Cataluña, cuya poderosa bur-
guesía se eximía así de las guerras coloniales.
Por su parte el testimonio, tanto el militar como el civil, desde la prensa
o desde tribunas muy diversas, es inabarcable. Es un amplísimo alegato, al
que nos hemos referido en algunos de los trabajos citados, en favor de la
supresión de esas antisociales formas de exención y las consecuencias que,
en la propia opinión pública y en las corrientes antimilitaristas habían teni-
do. «A las Antillas y a Filipinas marchó, no la flor de la juventud española
sino la flor de la juventud proletaria de España; la menos interesada, por ella
y por sus familias, en el éxito afortunado de nuestras espantosas guerras
coloniales; la que menos entendía que, al luchar, luchaba por abstracciones
como la de la integridad de la patria o por conceptos como el de la honra
nacional; la que sólo percibió que los que tuvieran dos mil pesetas para
entregarlas al Estado, quedaron tranquilos en la Península, mientras que
quien no las pudo reunir perecía en la manigua cubana y en las selvas vírge-
nes del arhipiélago magallánico» 27. El conde de Romanones, de su etapa al
frente del Ayuntamiento de Madrid, recordaba aquel peso de la guerra en
Ultramar: «Como alcalde, había de acudir a diario a la estación para despe-
dir a las tropas que partían para Cuba, presenciando escenas desgarradoras
e imborrables. Era aquello una ola de amargura sin un rayo de esperanza ni
un dejo de entusiasmo: era la despedida de cuantos iban a morir por una
causa no sentida» 28. La resistencia al servicio militar —tema todavía nece-
sitado de investigación— era la norma. El jurista militar Casto Barbasen

de Historia Contemporánea, Universidad Complutense, 1992. Fernando Puell de la Villa,


Origen, vida y reclutamiento del infante español (1700-1912), Tesis inédita, Departamento
de Historia Contemporánea, UNED, 1996.
26
M. Espadas Burgos, «Orden social en la mentalidad militar española a comienzos del
siglo xx», en España, 1898-1936: Estructuras y cambio, Madrid, UIMP, 1984
27
«Juan Soldado», El Ejército. Trabajo que obtuvo el premio de la guarnición de Vi-
toria en los juegos florales organizados por el Ateneo Científico, Literario y Artístico, Vito-
ria, 1899.
28
Conde de Romanones, Notas de una vida, Madrid, Renacimiento, s.a., tomo I, pág. 157.
96 Manuel Espadas Burgos

Lagueruela reconocía que «salvo rarísimas excepciones», los reclutas «vie-


nen todos a filas contra su voluntad; algunos con indiferencia, los más con
pesar y no pocos con profunda aversión. Con deseo, con ilusión y entusias-
mo no viene ninguno» 29. Las cosas se veían de otra manera desde el gobier-
no, para el que la redención en metálico constituía un ingreso nada desdeña-
ble 30, mientras que, por su parte, la prensa conservadora veía en el servicio
militar la natural contribución de los pobres al Estado: «Exigir que todas las
clases sociales hagan la vida de cuartel y se confundan en una misma mane-
ra de ser resulta muy difícil en el mundo militar como en el civil (...). De la
misma manera que el sastre hace su ropa y el rico la compra, el pobre sirve
a su patria haciendo el servicio de cuartel, propio de su estado social, su ma-
nera de vivir y su cultura; mientras que el rico contribuye con parte de su
fortuna a cubrir el presupuesto militar. Esto es lo justo y lo que, en buenos
principios, debe aceptarse hoy»31.
Casi todos estos problemas a los que hemos aludido estaban en el proyec-
to reformista del general Manuel Cassola, ministro de la Guerra en el gobier-
no de Sagasta. En la propuesta de Cassola estaba el servicio militar obligato-
rio, la supresión de la dualidad en el sistema de ascensos, la creación del
Estado Mayor. El debate parlamentario en torno a este proyecto se inició en la
sesión del Congreso de 23 de junio de 1887 y se prolongó durante toda esa
legislatura y la siguiente, alcanzando su máxima tensión en los meses de mar-
co y abril de 1888. En aquella actividdad parlamentaria, como escribe Fer-
nando Puell, «el general reformista se reveló como un convincente orador»32.
Refiriéndose a la cuestión del servicio militar y respondiendo a Cánovas,
decía Cassola en la sesión del Congreso del 8 de marzo de 1888: «Nosotros
hemos querido que vengan al ejército todas las clases sociales porque de esta
suerte llegarán a estar representadas en el ejército todas las energías, todos
los entusiasmos y todo el honrado interés de las fuerzas vivas del país y no
suceda que el ser soldado venga a parecer como una especie de oficio vil,

29
Casto Barbasen, Memorias de un defensor, Madrid, 1887, vol. I, pág. 128. Cit. en
Carlos Gil Andrés, Protesta popular y orden social en La Rioja de fin de siglo, 1890-1905,
Logroño, IER, 1995, pág. 73.
30
Feijóo establece los siguientes ingresos en el Tesoro procedentes del capítulo de la
redención y muy significativos en los años en que la guerra se recrudece en Ultramar:
1894 9 millones de ptas.
1895 35 millones de ptas.
1896 42 millones de ptas.
1897 38 millones de ptas.
1898 35 millones de ptas.
1899 12 millones de ptas.
(A. Feijóo, ob. cit., pág. 517).
31
La Época, 13 agosto 1895.
32
F. Puell de la Villa, «El general Cassola, reformista militar de la Restauración», en
Revista de Historia Militar, núm. 45, 1979, pág. 58. También «Las reformas del general
Cassola», en ibid., núm. 46, 1979.
El Ejército y la Marina antes del 98 97

puesto que sólo lo ejercen los hijos de las familias más infelices y menos
afortunadas del país»33. La resistencia a los planes de Cassola terminó por
imponerse. Como escribe Fernando Puell, «hay que comprender que Cassola
estaba removiendo toda la base social de la oligarquía parlamentaria con su
propuesta de servicio militar obligatorio»34.

Ejército y Prensa

En plena época de desarrollo de la prensa periódica, el ejército contaba


con una amplia y representativa prensa periódica, con títulos tan conocidos
como La Correspondencia Militar, cuya publicación abarca el amplio perío-
do de 1877 a 1932, El Correo Militar o El Ejército Español y revistas de tipo
profesional como el Memorial de Infantería (1852-1936), el Memorial de
Artillería (1844-1936), la de Estudios Militares (1881-1927) o la Revista
General de Marina, fundada en 1877, entre otras publicaciones. Pero, al
tiempo, tenían el ejército y, en general, los temas militares, significativa pre-
sencia en las páginas de la prensa periódica no específicamente militar. En
ese contexto, hay que señalar la presencia de profesionales del ejército entre
los autores de artículos de opinión así como de oradores en círculos muy sig-
nificativos de la vida cultural, tales como el Ateneo de Madrid, la Real Socie-
dad Geográfica o la Institución Libre de Enseñanza, entre otros35. Las rela-
ciones entre la institución militar y la prensa se fueron deteriorando en los
últimos años del siglo, muy especialmente en la década de los 90, en que hay
un permanente conflicto de competencias entre las jurisdicciones militar y
civil. Conflicto que ya tenía claros antecedentes en la ley de imprenta de 1864,
siendo precisamente ministro de la Gobernación Cánovas del Castillo, que
viene a presentarse como un precedente de la ley de jurisdicciones de 1906.
Aparte de su citado libro sobre la génesis y desarrollo del antimilitarismo, la
comunicación presentada a este congreso de Rafael Núñez Florencio es
sumamente reveladora de ese conflicto, al analizar el Boletín de Justicia
Militar, que aparece en enero de 1891. La tensión, creciente a lo largo de la
década, revela un ejército que ve en el periodista al crítico «que no pierde
ripio para ponerle en solfa», lo que le obliga a «cerrar filas» y a «defender-
se», mientras recuerda que, en gran medida, fue Cánovas el causante de tal
actitud antimilitar, por «el abandono en que tuvo al Ejército en los siete pri-
meros años de la Restauración»36. Esta conciencia de acoso y de menospre-
cio social llevará a incidentes tan llamativos como el asalto de los periódicos
El Resumen y el Globo, en marzo de 1895, y la petición al gobierno de una

33
En Diario de Sesiones del Congreso, núm. 66, legislatura 1887-88.
34
F. Puell, en Historia de las Fuerzas Armadas, Madrid, Alhambra, 1987, tomo III, pá-
gina 170.
35
Rafael María de Labra, El Ateneo de Madrid, Madrid, 1906.
36
El Ejército Español, 25 marzo 1894.
98 Manuel Espadas Burgos

comisión de generales a fin de que se reformara el artículo séptimo del Códi-


go de Justicia Militar, poniendo bajo la jurisdicción del Ejército «los delitos
e injurias contra éste y la patria aunque fueran realizados mediante impren-
ta». El camino hacia la ley de jurisdicciones de 1906 quedaba ya muy abo-
nado.

Las reformas de la Marina

Aunque inmediatamente la ponencia de Hugo O'Donnell se referirá


específicamente a la Marina, quiero dedicar unos minutos a esta segunda
parte del título que se ha dado a mi ponencia. Joaquín Sánchez de Toca
publicaba en 1898 una obra titulada Del poder naval en España y su políti-
ca económica para la nacionalidad ibero-americana37. En ella partía Sán-
chez de Toca de la coincidencia de tres obras, de autores extranjeros, que
habían llamado la atención sobre aquella dimensión del poder en el mundo.
Eran Alfred T. Mahan, con su obra The Influence ofSea Power on History;
el inglés Callwell, autor del libro Effect of Maritime Command on Lana
Campaings since Waterloo y el italiano Manfroni, con su libro La Marina
d'Italia. Era unánime su convicción en «la primacía del poder naval en la
potencia y destino de las naciones». De ahí el contraste con la situación de
España. «Hemos ido quedando atrás en el progreso de la gran guerra», afir-
maba Francisco Sírvela ya bajo los efectos del 98, reconociendo que «se ha
resentido especialmente la Marina, pues lo que resulta con toda claridad del
horrible ejemplo de la guerra pasada es que nuestra armada estaba organi-
zada y vivía para el supuesto de que no había que tener más adversarios que
combatir que carlistas, tagalos o marroquíes. Cuando se ha encontrado con
una marina moderna, pertrechada y municionada, ha sucumbido, con demos-
traciones de heroísmo admirable y de resignación sublime (...), pero sin
lograr eficacia militar alguna»38.
Sin salimos del siglo xix, Trafalgar había sido continuo referente de la
maltrecha situación en que había quedado la Armada. Hubo, a lo largo del
siglo, como señala Hugo O'Donnell en su ponencia, una «lenta reacción
española». A la altura de 1860 esta recuperación se había hecho bastante
visible al punto de figurar España como cuarta potencia naval, gracias sobre
todo a las seis fragatas blindadas, dos de las cuales, la Numancia y la Vito-
ria, aún estaban operativas en vísperas del 98.
La tesis doctoral de Agustín Rodríguez repasó minuciosamente los planes
de modernización de la Armada39, tipificados en diversos programas nava-

37
La edición original, con prólogo de Francisco Silvela, Madrid, 1898. Hay reedición de
1986, Madrid, Edit. Naval.
38
J. Sánchez Toca, ob. cit., prólogo.
39
Agustín Rodríguez González, Política naval de la Restauración, Prólogo de José
María Jover, Madrid.
El Ejército y la Marina antes del 98 99

les, algunos de los cuales quedaron sólo en el papel. Fueron los del Almi-
rante Duran y Lira, ministro de Marina (diciembre 1879-febrero 1881); del
Vicealmirante Pavía (febrero 1881-enero 1883) y del Vicealmirante An-
tequera (enero 1884-junio 1885), ninguno de los cuales se llevó a cabo,
aunque alguno se ejecutase muy parcialmente. En el informe que el Contra-
almirante Duran y Lira presentara al Consejo de Ministros en 1880 hacía
hincapié en «el peligro que viene del Norte, del naciente poder japonés» y
«de los mismos representantes europeos» que «se apresuran a pedir a sus
respectivos países el aumento de sus escuadras en los mares de Oriente» 40,
lo que evidencia cómo la preocupación venía no sólo de la posible necesidad
de una defensa de Cuba o de Puerto Rico, sino del peligro que ya se oteaba
para los territorios del Pacífico, como pronto se evidenciaría con la crisis de
las Carolinas en 1885.
El plan de Antequera sería sustituido por el presentado por Moret en
mayo de este último año, que preveía una inversión de 253 millones de pese-
tas en un período de diez años, pero que pronto sería retirado, sustituido por
el plan de Rodríguez Arias, en 1887, que, en palabras de Agustín Rodríguez,
se convertiría en «la máxima expresión de la política naval de la Restaura-
ción». Su principal objetivo era la construcción de siete grandes cruceros y
diez cañoneros torpederos. Algunos de estos barcos saldrían de astilleros
españoles, pero también se contó con los encargados a astilleros extranjeros,
principalmente británicos, tales como los de Wyvenhoe, de la empresa
«Forrest & Son Limited». De allí salieron las cañoneras Estrella, Flecha,
Ligera, Satélite y Vigía. En agosto de 1895 se habían encargado a los astille-
ros de Glasgow tres cañoneras de 300 Tms., la Hernán Cortés, la Pizarro y
la Núñez de Balboa, todas ellas destinadas «para vigilar las costas de Cuba».
Hubo que lamentar por aquellos años una serie de pérdidas no debidas
expresamente a la guerra sino de tipo accidental, pero que causaron especial
impacto en la Armada. Tal fue el caso de la desaparición del crucero Reina
Regente, con su tripulación de 400 hombres, al mando del capitán de navio
Francisco de Paula Sanz Andino. Había llevado a Tánger a los miembros de
la delegación marroquí que firmaron los acuerdos posteriores a la crisis de
Melilla de 1893. En su viaje de regreso y posiblemente como consecuencia de
una tempestad desapareció en el Atlántico. Otra tragedia sería el hundimien-
to del crucero Sánchez Barcáiztegui producido el 18 de septiembre de 1895 a
la salida del puerto de La Habana, embestido por el vapor Moriera, que hacía
el servicio de correos entre diferentes puertos de la isla. En ese accidente per-
dió la vida el comandante general del apostadero de La Habana, general Del-
gado Parejo. Unos días más tarde, el 8 de octubre, se perdía el crucero Cris-
tóbal Colón, varado en los bajos de Buena Vista, muy próximos a La Habana.
Después de la catástrofe del Reina Regente fue la mayor pérdida que sufría la
Armada en aquella década que se cerraría con el «desastre» del 98.

40
En Agustín Rodríguez, ob. cit., pág. 201.
This page intentionally left blank
La Armada: proyectos y realidades
de una política naval
HUGO O'DONNELL Y DUQUE DE ESTRADA

1. Evaluación de las amenazas al imperio español durante


las dos últimas décadas del siglo xix

Tras la gran emancipación americana, hecho consolidado en el primer


tercio del siglo y una de cuyas causas militares había sido la carencia de una
flota de guerra suficiente para mantener rutas y comunicaciones, España,
además de su territorio metropolitano peninsular e insular, conserva en el
Caribe, como restos de su reino indiano, las islas de Cuba y Puerto Rico; en
Asia, el archipiélago filipino; y en África los reciente e incipientemente
explorados territorios guiñéanos.
La característica más ostensible de los flecos del antiguo imperio era sin
duda su lejanía, junto con su dispersión. La ausencia de una amenaza real
externa por parte de las potencias coloniales tradicionales, ocupadas en sus
extensos territorios, fue un hecho que permitió atender con una cierta eficacia
la amenaza interior representada por las diversas insurrecciones cubanas y fili-
pinas. La aparición de nuevos poderes navales en el teatro respectivo (China,
Japón, Estados Unidos, etc.) o con ambiciones neocoloniales en la zona (Ale-
mania) originó una permanente situación de riesgo de conflicto al calor de la
práctica indefensión de los territorios españoles, su escasa capacidad de res-
puesta, y la existencia de amplias lagunas en la ocupación efectiva que daban
pie a la consideración de res nullius por las nuevas partes interesadas.
Poco a poco, algunas de las diversas amenazas localizadas especialmen-
te en extremo Oriente se van neutralizando entre sí para acabar por redu-
cirse a una sola, pero clara e inmediata: los Estados Unidos.
El problema de las Carolinas frente a Alemania se resolvió sin conflicto
abierto por el laudo papal de 17 de diciembre de 1885; en la batalla de Yalu
el almirante chino Ting, con una flota moderna de acorazados, cruceros y
torpederos es derrotado por Japón cuya amenaza se disuelve momentánea-
mente al verse obligado por las potencias a limitar sus ambiciones tras el tra-
102 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

tado de Shimonoseki (17-IV-95), obteniendo España garantías por la Decla-


ración de Tokio de agosto de ese mismo año.
Diversas circunstancias, ajenas a nuestra actuación, nos habían benefi-
ciado, concienciándonos a posteriori de que sólo una bien pertrechada mari-
na de guerra podía atender los diversos frentes y apoyar y hacer efectiva la
acción diplomática y militar tendente a conservar las colonias.

2. La isla de Cuba en los planes de los Estados Unidos

Desde su independencia de Gran Bretaña, los Estados Unidos tenían en


mente la posibilidad de reforzar su posición estratégica y su proyección al
subcontinente meridional mediante el dominio del Caribe.
Al dejar la presidencia Jefferson en 1809 confesó respecto a Cuba que «su
agregación a nuestra confederación es precisamente lo necesario para afilar
nuestro poder como nación a su máximo punto» l. Además hubiera redon-
deado la política de adquisiciones en la línea de la compra de Luisiana a Fran-
cia en 1803 y la que sucedería respecto a las Floridas a España en 1819.
En 1848 había tenido lugar una oferta de compra por cien millones de
dólares y en 1854 ocurre el denominado «Incidente de Ostende» en el que
los embajadores de los Estados Unidos en Francia, Gran Bretaña y España,
a la vez que ofrecían 130 millones de dólares por la adquisición de Cuba,
manifestaban que, caso de rechazarse la oferta, la Isla debía ser arrebatada
por la fuerza. Él incidente se resolvió ante la enérgica protesta del gabinete
O'Donnell, pero desde entonces la vieja aspiración cubana permaneció viva
en la mente y planes de muchos políticos y tratadistas militares, que hoy día
denominaríamos «halcones», hasta Thayer Mahan y Roosevelt para cuya
idea de crear una escuadra potente, mayor que las de Alemania y Japón, con
dos divisiones, en el Atlántico una y otra en el Pacífico, unidas por un canal
transí símico (el de Panamá iniciado en 1888), la Cuba española constituía
un obstáculo estratégico.

3. La carrera armamentista naval americana

Desde el fin de la Guerra de Secesión comienza para los Estados Unidos


un proceso acelerado de expansión, no sólo continental (conquista del Oes-
te, guerra con México, compra de Alaska) amenaza de la que ni siquiera se
ve libre su poderoso vecino británico, la colonia del Canadá, como se puede
aún constatar en las grandes fortificaciones modernas de Quebec, sino ultra-
marino —ocupación de Midway, derecho a las instalaciones en Hawai (Pearl

1
Recogido por R. Candía Araiza, La artillería española en Santiago de Cuba durante la
guerra Hispano-Americana. Tesina inédita del Museo Naval, Ms. 2430, pág. s.n.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 103

Harbour) y Samoa (Pago Pago)— que necesariamente había de reflejarse en


el aspecto naval a cuyo incremento también coadyuvaban el aumento de las
reservas del tesoro y la búsqueda de nuevos mercados ultramarinos con el
consecuente «boom» de la marina mercante que habían impuesto la super-
producción agrícola e industrial. Se daban los requisitos que la doctrina del
capitán de navio Mahan expondría a fin de siglo, para hacer de un país un
«poder naval»2.
En la década de 1880 la nación comenzó a reconstruir su armada, reen-
trando en la era de la coraza cuyo nacimiento había ayudado a impulsar
durante la Guerra de Secesión, veinte años antes.
En esa época la opinión preponderante era contraria a los grandes
buques, sustentadora de una marina adecuada para proteger los intereses y
defender las costas nacionales; pequeña en comparación con las europeas
pero la mejor en cuanto a construcción y medios ofensivos y defensivos.
El concepto de la New Navy fue muy debatido en el Congreso a prin-
cipios de 1883; diecinueve flotas eran entonces superiores a la estadouni-
dense.
A los americanos, dotados de ya gran capacidad industrial siderúrgica
para cubrir las necesidades tanto en blindajes como en cañones, les fue fácil
incorporarse, con asesoramiento inglés, a la carrera armamentista europea.
En este año se comienza la construcción de los buques A, B, C, D, de los
cuatro primeros cruceros de acero (Atlanta, Boston, Chicago y Dolphin), el
famoso White Squadron que mostraría por todo el mundo tanto su pabellón
como su nuevo talante.
Sin embargo, la orientación del House Naval Affairs Commitee era la de
construir una marina ofensiva respetable que no fuese, sin embargo, de gran-
des buques de combate. En esta línea y entre los años 1884 y 1890 el Con-
greso autorizó la construcción de ocho cruceros protegidos y tres no protegi-
dos, más diversos cañoneros de acero y monitores, y para finales de 1988 se
contaba con 68 buques de todo tipo y 40 más en construcción.
Pero los programas se hacen para llevar a cabo misiones determinadas y
frecuentemente con enemigos potenciales en mente. La adquisición en In-
glaterra por Brasil del crucero acorazado Riachuelo, el más poderoso buque
de guerra del Hemisferio Occidental, y del crucero protegido Esmeralda por
Chile, ponían a merced de estas dos naciones las costas atlánticas y pacíficas
estadounidenses, respectivamente.
La tesis expansionista de Mahan se vio reforzada con estos argumentos
y, poco a poco, fue prevaleciendo la idea de construir acorazados, únicos
buques realmente capaces de conseguir el «sea power», el dominio del mar.
Los Estados Unidos entraban en la carrera de los «predreadnought» con
la autorización de construir el Texas y el Maine, acorazados de segunda cla-

2
La doctrina de A. T. Mahan fue recogida en un libro que, traducido por J. Cervera y G. So-
brini, apareció en España con el título Influencia del Poder Naval en la Historia (1660-1783),
El Ferrol, 1901.
104 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

se, orientados ofensivamente, con buena protección y armamento y un exce-


lente radio de acción.
En 1889 el Secretario de Marina recomendaba construir 192 buques de
los que diez fueran acorazados (battleships) de gran resistencia y 5.400
millas de autonomía.
El Congreso, sin embargo, donde este tipo de buques era síntoma de
imperialismo y agresión, no autorizó sino tres de 8.500 Tms., los de la clase
Indiana.
En 1892 se autoriza la construcción del lowa. La depresión de 1893
paró momentáneamente las autorizaciones, pero en diciembre de 1894 el
presidente Cleveland pidió al Congreso tres nuevos acorazados que queda-
ron en dos, los de la clase Kearsarge, que no se botaron hasta el 24 de mar-
zo de 1898 y no participaron en la guerra con España.
En la última década del siglo se pasó de disponer de seis buques de gue-
rra para la defensa costera, a 68, entre los que se contaban cuatro acoraza-
dos de primera clase, con una capacidad ofensiva y defensiva equiparable a
los más potentes buques europeos (ingleses, franceses e italianos).
La fuerza de la amenaza americana se había ido intensificando patente,
paulatina e inexorablemente.

4. La reacción española

A pesar de que la independencia de la América española había tenido


lugar ante todo por la crisis del poder naval, la inconstancia y alteraciones
políticas del siglo (desde 1833 a 1898 se suceden en España 84 gobiernos
distintos, con varios cambios de régimen, guerras civiles y pronunciamien-
tos) impiden que se atienda a la Marina con el tiempo y continuidad que ello
requiere en una época que se caracteriza por la revolución de los armamen-
tos, pasándose en poco tiempo del barco de madera y velas al acorazado de
carbón. España vivirá obsesionada por sus problemas internos, partidistas y
sin verdadera proyección nacional, hasta en los momentos más inmediatos
al desastre frente a los Estados Unidos.
El resurgir de la Armada isabelina financiada en parte con los ingresos de
la Desamortización, permite que en la década de 1860 España posea buques
modernos y sea la cuarta potencia naval tras Gran Bretaña, Francia e Italia,
por delante de Rusia y los Estados Unidos que tenían más buques blindados,
pero costeros o fluviales, lo que permite una política de prestigio ultramari-
no que se refleja en la Guerra del Pacífico y que hace abortar las intenciones
yanquis respecto a Cuba, al amparo de nuestras seis fragatas blindadas de las
que la Numancia y la Vitoria, seguirán en las listas de la Armada y se conta-
rá con ellas (con grandes modificaciones especialmente artilleras) 35 años
después de su botadura, en vísperas de la guerra hispano-norteamericana.
La especial realidad de una nación como España precisaba de una polí-
tica naval que prioritariamente definiese las necesidades y objetivos, lo que
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 105

tal vez nunca se pudo llevar a cabo al no disponerse hasta 1895 del Estado
Mayor General de la Armada.
Coincidentes los sucesivos gobiernos en la necesidad de contar con una
flota suficiente, las divergencias surgieron a la hora de determinar las carac-
terísticas de ésta y el tipo de unidades a flote escogido para las diversas nece-
sidades, ya que las cualidades variaban. Armamento, protección, velocidad,
y autonomía se podían combinar de diferente manera dando origen a los
diversos buques adaptados a los diferentes servicios y en los que la cualidad
sobresaliente se obtenía en detrimento de las otras.
En el acorazado de gran desplazamiento (entre 10 y 15.000 Tms.), pre-
dominaban los factores armamento y protección. En los oceánicos su gran
desplazamiento permitía atender también a la velocidad y a la autonomía.
Los denominados guardacostas, para defensa del litoral, sacrificaban veloci-
dad y autonomía al armamento y protección.
En el crucero protegido la protección se reducía a la cubierta y pequeñas
zonas blindadas en artillería principal y puente de mando: inicialmente faja
blindada en flotación y luego casi todo el costado.
En el crucero no protegido se sacrificaban armamento y protección a la
velocidad y la autonomía. Su casco era de madera con forro de cobre para
combatir la «broma» tropical.
Los cañoneros, de unas 500 Tms., protegidos o no, tenían las cuatro cua-
lidades muy disminuidas y eran incapaces de enfrentarse a barcos superio-
res, pero eran baratos y útiles como guardacostas y en apoyo de operaciones
en tierra.
El torpedero sacrificaba todo, incluidos tamaño, protección y autono-
mía, a la velocidad y al armamento de torpedos y no podía operar con mar
movida.
Las necesidades en la combinación de estas unidades era diferente según
se optase por una marina transoceánica, una marina metropolitana, o una
marina colonial.
Una marina transoceánica exigía buques de gran autonomía, gran poder
artillero, gran blindaje y suficiente velocidad: acorazados y cruceros prote-
gidos. Dentro de este tipo los diferentes astilleros mundiales ofrecían dife-
rentes características. La necesidad se cifraba en un número reducido de
unidades, pero modernas y costosas.
Si se atendía a las necesidades meramente metropolitanas se podían su-
primir los modelos transoceánicos de gran autonomía de cada tipo de buque.
Una flota colonial precisaba cañoneros y marina sutil; numerosos y dis-
persos aunque de poca utilidad frente a invasores foráneos.
A falta de una política definida de gran alcance, las necesidades inme-
diatas fueron las que durante mucho tiempo impusieron su criterio y aca-
baron por diversificar los esfuerzos en una flota mixta que no satisfacía ple-
namente ninguna de ellas, basada en la falsa seguridad de un buen número
de unidades, muy poco homogénea y marcadamente defensiva en su con-
junto.
106 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

Los años que siguieron a la «Gloriosa» supusieron un gran deterioro del


material de mayor desplazamiento existente sin que las nuevas construcciones
pasasen de medianas y pequeñas unidades destinadas a cooperar con el Ejér-
cito en la guerra civil y en las colonias, y de tres corbetas blindadas, Aragón,
Castilla y Navarra, de casco de madera, con cañones en batería y aparejo, que
resultaron anticuadísimas a su entrega, tras diez años de permanencia en gra-
das, a pesar de que aún figuraban como cruceros de 1 .a clase en las listas de
1898, participando el Castilla, con su máquina inmóvil en el combate de Ca-
vite. Numerosos cañoneros se construyeron en la Península y en el Arsenal de
Cavite y 30 del tipo activo se encargaron por cierto en los Estados Unidos.
En 1880 el Contraalmirante Duran, ante la actividad que demuestran las
modernas potencias orientales y pensando únicamente en la seguridad de
Filipinas, presenta un plan en el que se incluye por primera vez un acoraza-
do, junto con tres cruceros y dos transportes. Tres años más tarde el Viceal-
mirante Pavía presenta otro, esta vez general, y por lo tanto mucho más
amplio, que incluye nada menos que seis acorazados, seis cruceros protegi-
dos de primera clase, doce avisos, cuarenta cañoneros y cuatro transportes,
tratando de conseguir una buena escuadra y un gran refuerzo colonial.
El Contraalmirante Antequera, ministro del ramo, presenta en 1884 un
proyecto aún más completo y ambicioso en el que inicialmente se proponen
conseguir cinco acorazados oceánicos, seis costeros, dos cruceros blindados,
un crucero de 1 .a clase (ya que había como veremos otros cinco en construc-
ción de urgencia), nueve de 2.a clase, uno de 3.a (ya había diez encargados),
treinta y dos torpederos, cuatro transportes y setenta y seis guardacostas. Mo-
dificado en comisión parlamentaria, quedó en ocho acorazados, ocho cruceros
de 1 .a clase, siete de 2.a, cuarenta guardacostas, treinta cañoneros, sesenta y
cinco torpederos y cuatro transportes, de ellos uno especial para torpederos.

5. El torpedero como solución universal


En este plan aparece un nuevo tipo de buque y se da cabida a una nueva
concepción táctica que había surgido en 1882 de manos del almirante francés
Aube quien había revalorizado la función del torpedero, cuyas primeras uni-
dades, los Castor y Pollux, se habían adquirido en Francia (La Seyne, 1878) y
eran de los primitivos «de botalón».
El torpedo automóvil que había sido inventado por el CF austríaco
Lupps en 1868 y fabricado por Whitehead, había sustituido ya a a los torpe-
dos de botalón que se afirmaban en una percha colocada en la proa de los
pequeños buques de vapor que se abandonaban y dirigían contra el objetivo
al llegar a sus inmediaciones.
En 1877 había sido adoptado el torpedo automóvil Whitehead por Espa-
ña con las mejoras introducidas por Joaquín Bustamante, que dirigiría la
Escuela de Torpedos y sería jefe de Estado Mayor de la escuadra de Cerve-
ra, muriendo en tierra en Santiago, en 1898.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 107

Hasta 1891 no fue adoptado el torpedo por los Estados Unidos en su


tipo nacional Howell, de mejores rendimientos que el Whitehead, pero úni-
camente en cruceros y acorazados, no siendo partidarios en igual medida
que en Europa de los torpederos.
El torpedo constituía un peligro difícil de evitar, aunque no fue realmen-
te práctico hasta que en 1900 le fue aplicado el giroscopio. Los acorazados
y buques mayores se llenaron de piezas de pequeño calibre y tiro rápido o
automático para destruirlos en cuanto se notase su estela, reflectores y pos-
teriormente, redes Bullivan.
Los torpederos eran muy rasos, de poco calado y mucho andar (su única
defensa era presentar poco blanco y poder escapar), destinados a lanzar tor-
pedos, pudiendo ser de costa o de escuadra, estos últimos aguantando gran-
des mares.
Ante la revolución tecnológica y táctica que suponía el torpedo, algunos
teóricos de esta denominada «Jeune Ecole» se preguntaban si el valor del
acorazado había desaparecido, ya que los torpederos y cañoneros dotados
de espolón eran ideales:

— Para rechazar cualquier fuerza de bloqueo y asegurar la salida de los


barcos de puerto.
— Evitar la proximidad de los acorazados ante el temor de verse torpe-
deados.
— Escapar de cualquier intento de entablar combate gracias a su velo-
cidad que también les permitiría interrumpir el tráfico marítimo.

El 3 de julio de 1898 en Santiago de Cuba se demostraría la falsedad de


esas premisas con los destructores Pintón y Furor que sucumbirían ante la
granizada de proyectiles enemigos nada más aparecer por la boca del puer-
to, mucho antes de poderse situar en posición de tiro (sus torpedos apenas
alcanzaban unos centenares de metros), recibiendo hasta 25 impactos del
calibre superior al 57 3 . Si bien no es menos cierto que fueron empleados a
retaguardia de la formación y no aprovechando el factor sorpresa que hubie-
se estado de su parte caso de haber sido empleados con independencia del
resto de la escuadra, ya que fue el Teresa el buque descubierto por el lowa.
Por otra parte, su empleo táctico preveía la utilización de un enjambre de
estas unidades que dispersase el fuego del enemigo.
En todo caso, las potencias europeas se apresuraron a construir pequeñas
unidades torpederas y a dotar de tubos lanzatorpedos sus unidades mayores.
Para España el plan mixto de Antequera modificado por la Comisión
Parlamentaria tenía la virtud de ser ecléctico entre los partidarios de los aco-
razados y los de la escuela francesa.

3
Informe técnico recogido por J. Oubiña Oubiña, Historia Marítima Española, Ma-
rín, 1982, pág. 160.
108 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

Una flota de estas características parecía poder atender a todas las nece-
sidades a la vez, posibilidad que se hacía aún más atractiva si se adoptaban
los postulados de la «Jeune Ecole» que abarataban sustancialmente los gas-
tos, ya que por el precio de un acorazado se podían comprar docenas de tor-
pederos que podían hundirlo.
Por otra parte, el plan incluía un transporte especial para torpederos por
lo que se podrían utilizar en cualquier parte incluso los no oceánicos.
Ninguno de los tres planes fue aprobado, tal vez porque la costumbre no
incluía planificaciones generales coordinadas, sino que se iban encargando
buques y series de buques según carencias y presupuestos.
De esta forma se habían botado y se encargarían los pequeños cruceros
de construcción inglesa Velasco y Gravina, los seis de la serie Infanta Isabel,
de construcción nacional, y los cuatro General Lezo, que serían clasificados
como cruceros de 2.a y 3.a clase y de los que todos, menos el Colón y el Gra-
vina, continuarían en las listas de la Armada en mayo de 1898 con una anti-
güedad de entre diecisiete y diez años, aunque sólo el don Antonio de Ulloa
y el don Juan de Austria participarían en el combate, en Cavite. Buques sin
protección, lentos, pequeños y escasos de armamento.
Durante el primer ministerio Pavía se encargaron a la industria nacio-
nal tres cruceros que tardaron nueve años en construirse, por no estar com-
pletos los planos y no estar acopiado el material, por lo que nacieron anti-
cuados. A pesar de su autonomía considerable, carecían de artillería gruesa
y protección, siendo además lentos. En vista de sus malas condiciones béli-
cas se propuso convertirlos en transportes, pero cualquier crucero auxiliar
reunía mejores cualidades, a pesar de ser clasificados como cruceros de 1 .a
clase atendiendo sólo a su desplazamiento. De ellos el Reina Cristina sería
insignia de Montojo en Cavite, lo que nos da una idea del nivel de la escua-
dra de Filipinas, el Alfonso XII se encontraba en La Habana con sus calde-
ras inutilizadas y el Reina Mercedes, inservible en Santiago, sería hundido
en su bocana.

6. £1 único acorazado español de la época

Como el mejor ejemplo de la ausencia de planes meditados y del triunfo


casi habitual de la improvisación, podemos citar el caso del Pelayo.
En 1884 sobraban del presupuesto de Marina doce millones de pesetas,
circunstancia que el ministro Antequera comunicó al Presidente del Gobier-
no Cánovas, quien propuso la adquisición de un barco grande en el extran-
jero.
Fabricado en Francia pero casi español por lo mucho que intervino nues-
tra Marina en su construcción (inspector de construcción don Pascual Cer-
vera y Topete) fue contratado por el almirante Antequera en 1884 en los
astilleros «Forges et Chantiers de la Mediterranée» (botadura 5 de febrero
de 1887). Calificado como barco excelente, bien armado (su artillería prin-
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 109

cipal eran dos cañones de 320 mm) y veloz, alcanzando los 20 nudos sin
acusar los defectos de otros análogos extranjeros. Sin embargo, tenía escasa
autonomía que no pasaba de las 3.000 millas, cuando sus similares pasaban
todos de las 5.000. Su artillería podía haber sido más homogénea y mono-
calibre y sus torres, dobles, con lo que hubiera aumentado el poder ofensivo
ahorrando pesos.
Cuando verdaderamente fue necesario, se encontraba en los astilleros de
la Seyne a donde se le había enviado en 1896 a reformar su propulsión y su
artillería. Terminadas las obras zarpa con el Carlos V en la Escuadra de
Reserva hacia Filipinas; en Port-Said es retenido por dificultades diplomáti-
cas y económicas y regresa a España sin haber tenido ocasión de combatir
cuando era el único barco que se podía haber medido con los acorazados y
cruceros acorazados americanos.
Como consecuencia de la decisión del ministro Beránger, se botaba en 1887
el crucero protegido de 1 .a clase Reina Regente en los astilleros escoceses de
Clydebank, modelo del Lepanto (Ferrol, 1891) y del Alfonso XIII (Carta-
gena, 1893).
A pesar de su limitado desplazamiento (4.700 Tms.) alcanzaba los 20
nudos y estaba bien armado, aunque no muy protegido. Su comandante
había aconsejado sustituir las piezas de 24 cms por otras de 20 cms para dis-
minuir los pesos altos.
El buque se perdería en circunstancias trágicas en 1895. Sus dos herma-
nos, a pesar de aliviárseles los pesos altos, resultaron especialmente inútiles.
El Alfonso XIII no pudo superar sus pruebas de mar y el Lepanto, cuya arti-
llería principal se había reducido a 16 cms no estaba listo en el 98 por su
muy defectuoso comportamiento.
En marzo de 1886 se contrataban en Inglaterra dos pequeños cruceros
coloniales el Isla de Cuba y el Isla de Luzón, construyéndose un tercero
similar en Cartagena. Se trataba de unos buques sin más pretensión que las
misiones locales, clasificados en las listas de mayo de 1898 como cruceros
de segunda clase, ambos combatirían y sucumbirían en Cavite.

7. Los buques que combatirían en Santiago de Cuba

Corresponden al plan de escuadra del año 1887 aprobado durante el


mandato ministerial de Rodríguez Arias y presentado por Beránger. El pro-
yecto preveía que la construcción de todas las unidades se llevaría a cabo en
diez años, para lo que deberían ser concedidos unos créditos de 19 millones
de pesetas anuales. Se proveería a la escuadra de los siguientes buques:

— 11 cruceros de 1 .a veloces y de buen porte (21 nudos y entre 3.200 y


4.500 Tms. inicialmente aunque por RO de 13 de octubre se decide que se
reduzcan a seis de 6.500 Tms.).
— 6 cruceros de 2.a (de 1.500 a 2.000 Tms.).
110 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

— 4 cruceros-torpederos de 2.a (1.100 Tms. y 21 nudos).


— 96 torpederos de 1.a (de 100 a 200 Tms. y 24 nudos de velocidad).
— 42 torpederos de 2.a (entre 60 y 70 Tms. y 24 nudos).
— 1 transporte de 3.000 Tms.
A estas unidades se debían añadir otras para servicios especiales y guar-
dacostas: 12 cañoneros, 16 cañoneros-torpederos y 20 lanchas de vapor.
En el momento de la aprobación del plan estaban a punto de entregarse
o en pruebas de mar el acorazado Pelayo, el crucero de 1 .a Reina Regen-
te, otros nueve cruceros más, dos cruceros-torpederos y cuatro torpederos
de 1.a por lo que para 1897 España debería contar con:

— Un acorazado (el Solitario}.


— 12 cruceros de 1.a clase.
— 13 cruceros de 2.a clase.
— 100 torpederos de 1.a clase.
— 50 torpederos de 2.a clase.
— 32 cañoneros.
— 20 lanchas de vapor.
— 1 transporte.

Este proyecto supone el triunfo de la facción enemiga de los acorazados


y partidaria de sustituirlos por cruceros y torpederos, base del fracaso del 98,
porque los cruceros eran buenos barcos para todo menos para enfrentarse
con acorazados, porque de hecho a pesar de los grandes proyectos y espe-
ranzas puestos en los torpederos, éstos no iban a tener más que una repre-
sentación simbólica en el combate.
Tras sucesivas modificaciones en número y tonelaje de los buques el Plan
de Escuadra quedó reducido a seis cruceros acorazados, uno protegido y diez
cañoneros torpederos, con lo que los partidarios de los torpederos pierden
a su vez definitivamente de la misma manera que los de los acorazados,
ambos en beneficio de los cruceros.
De los seis cruceros acorazados o de 1 .a clase previstos, únicamente tres
estarían listos en el 98: los trillizos Almirante Oquendo, Vizcaya e Infanta
María Teresa construidos en los astilleros del Nervión. De excelentes cua-
lidades, dentro de sus dimensiones no despreciables (7.000 Tms.) reunie-
ron las más apetecibles circunstancias ofensivas, defensivas y de marcha
con una velocidad de 20 a 25 millas por hora, una autonomía de 9.700
millas, artillería principal de 28 cms y buen blindaje de acero. Clasificados
como acorazados de 2.a clase, perecieron en Santiago de Cuba frente a ver-
daderos acorazados.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 111

8. Los grandes ausentes


Los tres cruceros acorazados restantes no podrían intervenir en la con-
tienda por diferentes motivos. El ferrolano Cardenal Cisneros, el cartagene-
ro Cataluña y el gaditano Princesa de Asturias (7.000 Tms.), botados en
1897, no llegaron a enfrentarse por retraso debido a modificaciones del pro-
yecto original que llegaron a asemejarlos al Vizcaya disminuyendo su arti-
llería principal. En el 98 fueron clasificados como acorazados de 2.a.
El crucero protegido del plan definitivo acabaría siendo de gran des-
plazamiento, el Carlos V (9.235 Tms.), motivo por el cual fue clasificado
como acorazado de primera a pesar de que su artillería principal no pasase
de los 28 cms y su protección no fuese completa. Su máquina era una de las
mejores, alcanzando una velocidad de 20 nudos y con buena autonomía
(12.000 millas).
Construido en los Astilleros de Vega-Murguía de Cádiz, cuando estalla-
ron las hostilidades estaba en Francia poniendo a punto su artillería princi-
pal, por lo que sólo se pudo contar con él para la escuadra de Cámara.
Con la construcción de los nuevos cañoneros programados y de otros
que se adquirieron o fabricaron, se alcanzó la cifra de 87; mientras que los
torpederos disponibles pasaron a ser 22.

9. Las últimas adquisiciones y los últimos intentos


Tanto el denominado Plan Beránger, como las adquisiciones últimas
obedecen a un momento de gran nerviosismo en el que se comprende que la
guerra se echa encima y la Marina no está preparada.
El primero se reduce a modernizaciones que afectan al Pelayo, a las fra-
gatas, ahora acorazados de 2.a, Numancia y Victoria, que por decidirse en
1896 no llegarán a tiempo para ser de utilidad, y al desarrollo del destruc-
tor, de cuyo tipo de cañonero-torpedero llegaría a contarse con 16 unidades,
participando como es sabido el Furor y el Plutón en el combate de Santiago.
Se pretendió infructuosamente hacerse con otro acorazado de 1 .a el Feli-
pe II, que debía reunir algunas de las características de que carecían los
otros dos: gran autonomía, calado que le permitiese pasar Suez y desplaza-
miento suficiente para ir bien armado. El desencadenamiento de los aconte-
cimientos impidió su adquisición.
Las gestiones para comprar en Inglaterra dos cruceros encargados por
Brasil, no sólo fracasaron, sino que fueron comprados por nuestros enemi-
gos, pasando a ser el Albany y el New Orleans.
Con un poco más de tiempo se podría haber modernizado la escuadra.
La única adquisición de buques mayores llevada a cabo a última hora fue la
del crucero Cristóbal Colón, el más moderno de la flota española, comprado
a la compañía Ansaldo de Genova y botado en septiembre de 1896, al inicio
de 1898 aún permanecía desprovisto de sus cañones de grueso calibre
112 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada

Armstrong de 254 mm; el general Guillen comisionado para probarlos seña-


ló graves deficiencias en las pruebas por lo que el ministro Bermejo se negó
a aceptarlos ni siquiera provisionalmente ya que al parecer incluso uno de
ellos, construido en realidad para el acorazado italiano Dándolo ya había
sido rechazado.
A pesar de la opinión de Cervera de «tomarlos aunque sean caros y
malos sin perder tiempo para que el barco esté armado cuanto antes y pue-
dan estar oportunamente listas sus municiones», el Colón partió a medio
armar hacia el combate.
La aparente debilidad del gobierno español se justificaba en el deseo de
adquirir inmediatamente otro de los Garibaldi y dos torpederos grandes,
rogando «no aceptar eventuales propuestas de compra por parte de los Esta-
dos Unidos de América del Norte»4.
Ante las presiones de ambos países, Italia optó por dejar pasar el tiempo
hasta la declaración de guerra alegando que la necesidad de mantener la
neutralidad hacía imposible acceder a las tardías demandas españolas.
Con ello acabaron también las ilusiones por comprar el Cario Alberto,
que en España se conocía ya como Habana y el crucero acorazado Bastir,
ambos de 6.000 Tms.

10. Conclusiones
La elección de los cruceros como núcleo de combate fue el error más sig-
nificativo de la reacción española, pero ciertamente no el único.
La en otros aspectos comprensible predisposición de los gobiernos libe-
rales de favorecer la industria nacional, perjudicó el producto que en
muchos casos resultó de desecho, encareciendo y alargando los plazos de
entrega del aprovechable.
A pesar de los numerosos e inequívocos síntomas, la declaración de gue-
rra acabó cogiendo por sorpresa a España en sus preparativos navales.
A finales de octubre de 1897, cuando Cervera toma el mando de la
Escuadra, el Pelayo está modernizándose en Tolón; el Carlos V, la Numan-
cia, la Victoria y el Alfonso XIII sometidos a grandes reparaciones y el Colón
carece de su artillería principal; ¡no se puede contar con más del 50 por 100
de la fuerza efectiva!
Pero la imprevisión no se restringe a los barcos, sino que se extiende a
las bases navales y a las estaciones de carboneo. La vieja aspiración de la
Armada del traslado de la base de Cavite a Subig, más fácilmente defendi-
ble, no se acomete hasta la ruptura de hostilidades, debiendo volver la flota
a Cavite por no estar listas las nuevas defensas ni haber llegado los cañones
prometidos ni las imprescindibles minas.

4
F. García Sanz, Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes, comercio y
política exterior (1890-1914), Madrid, 1994, pág. 178.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 113

No se disponía de un plan general de combate previo que hubiese per-


mitido tener a los buques de antemano en el teatro de operaciones.
Ante la carencia de estaciones propias y del citado plan, nuestra diplo-
macia debía haber tenido resueltas las posibles incidencias que luego se
darían en Curacao y Suez.
La prensa mientras tanto alardeaba de disponer de más de 150 barcos de
guerra de todo tipo que, como diría Costa, «los más son cadáveres..., pero
cadáveres que comen y urge sepultarlos»5.

5
Recogido por A. R. Rodríguez González, Política naval de la Restauración (1875-1898),
Madrid, 1988. Obra que estimamos básica para el conocimiento de este tema, y que ha ser-
vido de fundamento para este trabajo.
This page intentionally left blank
«El Grito de Baire»:
frustración de una vocación europeísta
FERNANDO PUELL DE LA VILLA

Hasta 1893 los militares españoles vivieron pendientes de la conflictiva


situación internacional que presagiaba una inminente ruptura de hostilida-
des entre las grandes potencias, latente desde la erupción de los nacionalis-
mos balcánicos y centroeuropeos. Formados en su inmensa mayoría en Aca-
demias de notable nivel técnico y pedagógico, émulos del modelo castrense
prusiano, cuya táctica y organización conocían al detalle desde Sadowa y
Sedán, ansiaban el momento de entrar en acción y anhelaban que España se
viera implicada en cualquiera de las sucesivas crisis prebélicas del período
de la Paz armada para poner en práctica las enseñanzas recibidas en su
juventud. Las revistas profesionales seguían con atención la política de
alianzas, la cuestión de los Balcanes era objeto de reportajes, análisis y cro-
quis, muchos oficiales expresaban a diario meditados comentarios sobre la
cambiante situación en la prensa militar y otros volcaban sus inquietudes en
los innumerables tratados del arte de la guerra editados durante la Restau-
ración.
Pero, en octubre de aquel año, una cabila rifeña se encargó de poner fin
a todo este cúmulo de brillantes expectativas. La insensatez de los ingenie-
ros responsables de la construcción de un fortín y la inexperiencia de Mar-
gallo, comandante general de Melilla, en el trato con los cabileños elevaron
a tragedia un pequeño incidente. Su desgraciada muerte se aprovechó por la
gran prensa para magnificar el incidente y Sagasta se vio forzado a poner el
ejército en pie de guerra. La movilización dejó en evidencia las carencias de
nuestro sistema militar ante propios y extraños y, en buena medida, debe
atribuirse a este desventurado episodio el que, a los dieciséis meses, preci-
samente el día que se refrendaba en Madrid el tratado de paz con el Sultán,
se leyeran proclamas independentistas en decenas de poblaciones cubanas,
confiados los organizadores de la insurrección en nuestra incapacidad béli-
ca para someterlos.
No es el objeto de esta ponencia analizar lo ocurrido a partir del domin-
116 Fernando Puell de la Villa

go de Carnaval de 1895, sino presentar una radiografía de la estructura mili-


tar española de hace cien años. En líneas generales, puede afirmarse que
Martí y sus compañeros no andaban descaminados en sus apreciaciones.
Y no tanto porque el Estado español fuera incapaz de movilizar y transpor-
tar las unidades necesarias para ahogar el movimiento sedicioso, como en
seguida se vio, sino porque nuestra organización castrense estaba concebida
para intervenir en un conflicto convencional; su tropa, instruida para com-
batir en un escenario europeo; y sus mandos, mentalizados para enfrentarse
a unidades de características similares a las nuestras.
Lo sorprendente era que la naturaleza de los conflictos en los que había
tomado parte activa el ejército decimonónico había sido siempre muy seme-
jante a la del iniciado en 1895. Con la sola excepción de la Guerra de las
Naranjas, la de la Independencia, los escasos combates con las tropas de
Angulema y las incruentas expediciones a Portugal, Italia y México, en el
resto de sus intervenciones hubo de hacer frente a situaciones donde lo habi-
tual fue la irregularidad: guerras carlistas, africanas, cantonales o antillanas.
Sin embargo, el cuerpo de oficiales nunca se resignó a abdicar de su tradi-
ción Carolina, plasmada en las sabias Ordenanzas de 1768, y la doctrina,
táctica y estilo de mando inculcados en la Academia le condicionaban de por
vida a despreciar la guerra de guerrillas y reverenciar la maniobra, el des-
pliegue y la batalla campal.
Y tampoco era porque a lo largo de su vida profesional hubieran teni-
do ocasión de practicar lo aprendido. Frustrando su elitista formación aca-
démica, el capítulo de instrucción del presupuesto de Guerra no permitía
la realización de grandes maniobras, ni ejercicios de brigada o división.
Los más afortunados dirigían simulacros bélicos con participación de uno
o dos batallones completos, pero lo habitual era enseñar los giros y movi-
mientos del orden cerrado en el patio del cuartel a la tropa, mientras la ofi-
cialidad se ejercitaba frente al cajón de arena, ponderaba las ventajas del
orden abierto en cuartos de banderas, trataba de regenerar al soldado o se
lamentaba de la situación del ejército en centros culturales, folletos y pe-
riódicos.
Llegados a este punto podría pensarse que el ejército de 1895 era el
organismo más ineficaz y desorganizado del Estado y no era ésta la realidad.
Evidentemente había perdido el esplendor alcanzado en el siglo xvm, cuan-
do la oficialidad monopolizaba los puestos de la Administración estatal y sus
centros de enseñanza irradiaban progreso científico. El general declive de-
cimonónico afectó, como era lógico, a esta institución, cuyos miembros se
veían además obligados a competir —social, económica y culturalmente—
con los profesionales surgidos de la Universidad y las Escuelas técnicas.
Pero fueron precisamente ellos los responsables de que esta imagen sea tan
catastrófica. Enamorados de su carrera, la sometieron a un proceso de auto-
crítica tan violento que sus escritos ocultan los muchos valores que la ador-
naban, obsesionados en resaltar exclusivamente sus aspectos negativos,
mientras algunos autores civiles, en la línea de lo que después se llamaría
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 117

regeneracionismo, nos permiten entrever cuánto de positivo existía en la ins-


titución castrense *.

El Ejército

Aquel ejército de 1895 no había sufrido grandes modificaciones estruc-


turales desde que Fernando VII, en las trascendentales reformas de 1828,
que rompieron definitivamente con el modelo ilustrado, sentó las bases del
sistema que Narváez pulió durante la Década moderada. Ambos proyectos
potenciaron el papel de las unidades de continuo servicio, en detrimento del
de las tropas de la Casa Real y del de las milicias provinciales. El ejército
regular asumió la mayor parte de las misiones repartidas hasta entonces
entre los tres grupos citados y dos cuerpos de nueva creación —Guardia
Civil y Carabineros— heredaron la tradición profesional de la Guardia Real
y del Real Cuerpo de Carabineros y se les encomendaron las tareas que has-
ta entonces realizaban los batallones provinciales.
No obstante, determinados aspectos organizativos fueron cambiando en
el transcurso del siglo. «La colocación del excesivo personal que tenemos
sobrante de Jefes y Oficiales por efecto de una guerra de siete años y de
nuestras vicisitudes políticas posteriores» —decía el teniente general Rafael
Izquierdo en 1869— condicionó las sucesivas reorganizaciones castrenses,
al tratar de acoplar una plantilla de cuadros de mando sobredimensionada
con relación a la política militar del Estado y excesiva para las posibilidades
presupuestarias del país 2. El problema había ido surgiendo al mesocratizar-
se las escalillas, con lo que los oficiales dependían únicamente de sus suel-
dos como medio de vida, y consolidarse los empleos después de la primera
guerra carlista. Es más, durante el reinado de Isabel II y el Sexenio se dupli-
caron los cuadros de mando —sin que aumentara el número de soldados—
cuando se estableció la costumbre de premiar con un ascenso a los oficiales
y sargentos participantes en cada uno de los hechos que provocaban un
cambio político.
El ejército de la Restauración, nutrido fundamentalmente por quintos
—soldados eventuales— bajo el mando de una oficialidad muy corporativi-

1
«Si hay clase en España menos corroída por la podredumbre y la codicia, ésa es la cla-
se militar. La fantasía nacional se ofrece en el soldado con los rasgos más simpáticos e ino-
fensivos; y sea por la ordenanza y la disciplina a que están sometidos, sea por el modo atina-
do con que entienden la dignidad y la hidalguía, los cuerpos militares ofrecen más cohesión,
más compañerismo, más noble conducta que las Corporaciones civiles. Son la honradez, el
patriotismo y la generosidad el fondo de su carácter; y si se citan raros casos de fraudes y des-
pilfarres en la milicia, de los hombres civiles aprendieron las malas tretas los muy contados
jefes y oficiales que abusaron.» Mallada, L[ucas], Los males de la Patria y la futura revolu-
ción española. Consideraciones generales acerca de sus causas y efectos. Primera parte: Los
males de la Patria, Madrid, Manuel Ginés Hernández, 1890, pág. 296.
2
Algunas ideas sobre la reorganización del Ejército, Madrid, R. Vicente, 1869, pág. 10.
118 Fernando Puell de la Villa

zada, lo integraban las armas generales —Infantería y Caballería—, los cuer-


pos facultativos —Artillería, Ingenieros y Estado Mayor—, los auxiliares
—Jurídico, Intendencia, Intervención, Sanidad, Tren, Clero, Veterinaria y
Equitación— y los político-administrativos —Oficinas, Topógrafos, Practi-
cantes, Obreros y Porteros—. Su misión, según la ley Constitutiva de 1889,
era «mantener la independencia e integridad de la Patria y el imperio de la
Constitución y las leyes», con la colaboración, en este último cometido, de
los Institutos de la Guardia Civil, «para prestar auxilio en la ejecución de las
leyes y para la seguridad del orden, de las personas y de las propiedades» y
de Carabineros, «para la represión y persecución del contrabando». Eviden-
temente, existía una gran desproporción entre misión y efectivos y, aún más,
entre cuadros y tropa.
El hito trascendental para la reforma de las estructuras castrenses debe
establecerse en las sucesivas victorias prusianas sobre Austria y Francia en
1866 y 1870. Esta coyuntura determinó el ocaso de los ejércitos de plantilla
fija, cuyas bajas se reemplazaban a medida que se producían, y entró en
escena un modelo de milicia especializada en la preparación de enormes
masas de maniobra, compuestas por la totalidad de la población masculina
del país. La tropa, tras un breve período de instrucción en los cuarteles, no
se licenciaba como hasta entonces, sino que pasaba a integrarse en reservas
movilizables, que eran llamadas a filas en caso de guerra. En España, la ci-
tada coyuntura europea coincidió con el proceso revolucionario iniciado
en 1868, que, como es bien sabido, estuvo muy interrelacionado con la polí-
tica de reclutamiento.
La influencia de la Guerra Franco-Prusiana de 1870 mantuvo latentes a
lo largo de estos años dos importantes temas de organización: el debate
sobre el servicio militar de inspiración prusiana y la articulación de los bata-
llones operativos en grandes unidades orgánicas, con estructura estable en
época de paz y capaces de encuadrar con suficiente agilidad a la masa de
reservistas en caso de necesidad.
La derrota francesa había demostrado que las movilizaciones masivas
necesitaban una infraestructura previa para encuadrar con eficacia a los
reservistas. Hasta entonces, las pequeñas unidades únicamente se agrupa-
ban en divisiones durante los períodos de operaciones, dislocándose de nue-
vo al volver al pie de paz. Los generales tampoco ejercían un mando orgáni-
co sobre unidades fijas, sino que desempeñaban el papel de comandantes
territoriales —capitanes generales o gobernadores— con jurisdicción sobre
las tropas acuarteladas o acantonadas en su plaza o provincia. Sólo los coro-
neles, al objeto de aumentar sus vacantes, mandaban las llamadas medias
brigadas, compuestas por dos batallones de cazadores.
Durante estos años, se volcaron ríos de tinta con propuestas para organi-
zar establemente las divisiones y asignar un cuerpo de ejército a cada capita-
nía general, con infraestructura suficiente para movilizar, encuadrar y equipar
a los reservistas de su jurisdicción territorial. López Domínguez, ministro de
la Guerra en 1893, planteó el llamado presupuesto de paz y plasmó en una ley
«El Grito de Baire»; frustración de una vocación europeísta 119

estas pretensiones, organizando la Infantería en unidades de instrucción,


orientadas a preparar a grandes contingentes de hombres para la guerra, y en
dotarla de la infraestructura necesaria para movilizar a los reservistas. Se hizo
coincidir el número de regimientos con el de provincias, asignando dos a cada
una de ellas —uno en activo y otro de reserva—, encuadrados en dieciséis
divisiones y éstas en siete cuerpos de ejército. La Península se dividió, a efec-
tos de movilización, en siete regiones militares, cuyo capitán general era, a la
vez que jefe del cuerpo de ejército en ella estacionado, responsable del control,
adiestramiento y movilización de los reservistas de su jurisdicción. Para ello,
las regiones se compartimentaron en zonas de reclutamiento, tantas como
provincias, responsables de dotar de hombres al regimiento de reserva que
tenían asignado. La tropa servía tres años en el regimiento activo de su demar-
cación, pasaba después al primer batallón del de reserva y al sexto año al
segundo. La oposición popular a la pérdida de status social que suponía la
desaparición de la figura del capitán general en muchas ciudades —Badajoz,
La Coruña, Granada, Murcia, Oviedo y Pamplona— echó por tierra este plan,
finalizando el siglo sin haberse llegado a estabilizar el sistema.
En los últimos decenios del siglo xix, todas las potencias europeas se
prepararon para la guerra con un tesón que no había tenido paralelo en nin-
guna otra época de su historia. Los gastos militares crecieron vertiginosa-
mente, las armas se transformaron en mecanismos complejos y todos los
países se aplicaron en instruir para la guerra a la totalidad de su población
masculina. La principal razón de ser de este masivo alistamiento era dispo-
ner de grandes reservas movilizables, pues todos los tratadistas estaban con-
vencidos de que los futuros conflictos serían muy breves y que la victoria la
obtendría el país que fuera capaz de reunir mayores masas de maniobra en
menor plazo de tiempo3.
Es preciso recordar que, hasta la época que hoy nos ocupa, el modelo
ideal de soldado había sido el profesional de la Ilustración o el veterano cur-
tido en los combates del período liberal. En ambos casos, el único ejército
disponible era el que estaba sobre las armas. Su misión principal era guar-
necer las plazas fuertes fronterizas y hallarse disponible para hacer frente a
una posible amenaza exterior o interior. A partir de 1870, todo el esquema
anterior quedó en entredicho. El desplome del Segundo Imperio frente al
ejército prusiano condujo a los Estados al convencimiento de que algo seme-
jante podría haberles ocurrido a ellos y que, como económicamente era

3
Los tratadistas militares resaltaban el hecho de que el tiempo que mediaba entre la
declaración formal de guerra y el inicio real de los combates había ido estrechándose duran-
te el siglo xix. En la primera guerra entre Rusia y Turquía, en 1853, transcurrieron más de
tres meses desde la ruptura de hostilidades hasta que sus ejércitos se batieron por primera vez
en el campo de batalla. A los seis años, en la guerra entre franceses y austríacos, el plazo se
redujo a 23 días y en la austro-prusiana de 1866 a menos de una semana. Este mismo perío-
do se mantuvo en la franco-prusiana y en la hispano-americana. Francisco y Díaz, Francisco
de, Estudios de estrategia y organización del Ejército y Armada, Valladolid, Colegio de San-
tiago, 1899, pág. 506.
120 Fernando Puell de la Villa

inviable tener sobre las armas a varios cientos de miles de soldados, no que-
daba otra solución que transformar los ejércitos permanentes en producto-
res de masas de soldados reservistas. Así, su misión primordial dejó de ser
la guerra para pasar a ser la preparación para la guerra.
La España de la Restauración, recogida en su interior y sin litigios fronte-
rizos, pudo haber obviado la masificación de su ejército. Desde años anterio-
res, se habían alzado algunas voces dentro del propio colectivo para protestar
contra el absurdo de aumentar el contingente en tiempo de paz 4. Esta misma
opinión era compartida por los analistas internacionales, considerando que
nuestra situación geoestratégica nos ponía «al abrigo de ataques extranjeros y
en libertad completa para dedicar las fuerzas a las artes de la paz»5. Pero para
ello era preciso comenzar por licenciar a la nutrida oficialidad heredada del
período isabelino y recrecida durante las guerras del Sexenio. Aunque no exis-
ta constancia de que Cánovas se planteara esta opción, no cabe duda de que
carecía de la libertad de acción necesaria para emprenderla y que, circunstan-
cialmente, era más fácil y lógico aceptar el modelo prusiano y dar así ocupa-
ción a los doce mil oficiales existentes. Para esto era preciso reclutar el mayor
número de soldados posible. Durante la Restauración coexistieron tres plan-
teamientos distintos sobre esta cuestión. Las clases acomodadas, principal
baluarte del régimen, optaron por la reimplantación del sistema de quintas
isabelino y estaban decididas a impedir cualquier ensayo de universalizar el
servicio, tras haber sufrido en sus carnes las consecuencias del decreto-ley
que lo impuso en época de Castelar. El pueblo, que había llegado a identificar
sus afanes abolicionistas con un aumento de la presión reclutadora durante el
Sexenio, aceptó el retorno al sistema anterior sin excesivas protestas, orien-
tando sus reivindicaciones hacia temas de índole laboral. Los oficiales, incli-
nados hasta entonces hacia el voluntariado, habían experimentado lo inviable
de esta solución e intuido la eficacia militar y las ventajas corporativas del
reclutamiento prusiano, por lo que abogaron por la constitución de un gran
ejército de masas, integrado por todos los jóvenes del país.
El debate sobre el sistema de reclutamiento, que en otros países concita-
ba una gran atención de la opinión pública, quedó restringido en España a
una disputa de carácter técnico y de ámbito castrense. Sólo durante el Par-
lamento largo, cuando Cassola ocupó la cartera de Guerra y propuso la
implantación del servicio obligatorio, llegó a convulsionarse la clase política

4
Milans del Bosch, Lorenzo, Proyecto de una nueva organización del Ejército español,
Madrid, J. A. García, 1869, pág. 8.
5
Editorial de The Times citado por el teniente coronel Fabián Navarro Muñoz, Apuntes
para un ensayo de organización militar en España, Madrid, Fortanet, 1884, pág. 24. En un
concienzudo análisis sobre el potencial militar español, un coronel servio también había
observado: «Dada la actual situación de España, en cuanto a sus recursos financieros, su
mejor sistema militar consiste en organizar la defensa menos costosa posible de su territorio,
y destinar todos los recursos posibles a la creación rápida de una considerable marina de gue-
rra.» Becker, Waldemar de, De la reorganización militar de España, Madrid, La Correspon-
dencia Ilustrada, 1882, pág. 32.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 121

y, con ella, gran parte de la clase media y no pocos militares, aterrorizados


ante la posibilidad de que sus propios hijos tuvieran que ingresar en los insa-
lubres cuarteles de la época, compartiendo cama y mesa con los zafios cam-
pesinos y los miserables de los suburbios urbanos.
Así pues, hasta 1895 la legislación de reclutamiento no había sufrido
importantes modificaciones. Los principales cambios introducidos se orien-
taron a reducir el tiempo de servicio en filas, que pasó de cuatro a dos años,
y aumentar hasta doce el que pasaban los quintos en situación de reserva.
Para acallar la voz de los que denunciaban la injusticia de un sistema que
condenaba a ser carne de cañón exclusivamente a los que carecían de bienes
de fortuna para enviar al servicio a un sustituto, bien contratado directamen-
te o encomendando esta tarea al Estado, las sucesivas normas de recluta-
miento dispusieron el ingreso en las distintas situaciones de reserva existen-
tes a la totalidad del cupo sorteado. Esta solución no pasó de ser una ficción
legal, puesto que presupuestariamente era imposible convocar a asambleas
de instrucción a las reservas, como marcaba la ley. Además, tanto la campa-
ña de Melilla de 1893, como las movilizaciones de reservistas enviados a
Cuba y Filipinas, demostraron la falacia de aquella solución; a las colonias
marcharon los pobres infelices de siempre y los privilegiados quedaron en sus
casas protegidos por el sistema de exenciones legales, concebidas para salva-
guardar intereses individuales, legítimos únicamente en época de paz.

Los oficiales

La macrocefalia del ejército, iniciada en Vergara, se había convertido en


una cuestión endémica, y bastante más acusada, durante la Restauración.
Y muy ligada a ésta, pero con mucha mayor trascendencia para que el Estado
pudiera resolverla, se alzaba la tutela arbitral asumida por el cuerpo de ofi-
ciales sobre la vida política nacional. Al consolidarse en el poder los políticos
civiles, después de una larga experiencia de consejos de ministros presididos
por un militar, los gobiernos de Alfonso XII y María Cristina pusieron en
manos de los generales el monopolio de los temas castrenses, atendiendo al
razonamiento de que eran de carácter técnico, con el compromiso de que las
fuerzas armadas permanecerían al margen de la lucha de partidos.
Este pacto se mantuvo ininterrumpido hasta 1923; no obstante, los gra-
ves incidentes intermedios protagonizados por la cada vez más levantisca
oficialidad6. De resultas del mismo, el ejército se transformó en una corpo-

6
Independientemente de la agresividad verbal, manifestada en artículos de prensa, con-
ferencias y folletos, mostrada por los oficiales hacia los políticos civiles, la guarnición de
Madrid asaltó dos periódicos madrileños en marzo de 1895; la de La Habana repitió el inci-
dente en enero de 1898 y de nuevo la de Madrid en 1905. Por estas causas, en el 95 cayó el
gobierno de Cánovas; en el 98 los norteamericanos enviaron el Maine y en 1905 se implantó
la Ley de Jurisdicciones.
122 Fernando Puell de la Villa

ración desmesurada, poco operativa y plagada de organismos burocráticos


de dudosa rentabilidad. Los innumerables generales tenían asegurado un
cómodo papel institucional, gozaban de una privilegiada posición social y de
un generoso sueldo, que conservaban intacto hasta su muerte. La oficiali-
dad, en una proporción de uno por cada cinco soldados, rumiaba su frus-
tración en los cuarteles o sesteaba en las dependencias ministeriales, regio-
nales, provinciales y locales; sujeta a un salario escueto, sólo incrementado
por razón de ascenso, cuya fecha parecía no llegar nunca; menospreciada
por la pujante burguesía, envidiada por la clase funcionarial que cesaba al
cambio de director general y viviendo al margen de la clase media, a la que
miraba por encima del hombro.
El rasgo más distintivo de aquel ejército era su monolitismo corporativo.
Sin embargo, es preciso profundizar en esta afirmación. Para el oficial fini-
secular, ejército y oficialidad eran una sola cosa y la reiteración de este men-
saje llegó a identificar, hasta nuestros días, ambos conceptos. Pero el cuerpo
de oficiales no lo integraban cuantos lucieran estrellas en la bocamanga,
sino sólo los pertenecientes a las armas generales y cuerpos facultativos y,
dentro de éstos, únicamente los procedentes de las cuatro Academias de
Toledo, Valladolid, Segovia y Guadalajara. Ante cualquier recorte de sus
privilegios o frente a lo que consideraran vejatorio para sus intereses, el ejér-
cito-corporación alzaba su indignada y unánime voz, augurando terribles
males para la Patria. Entre tanto, esos dos grandes bloques mantenían sote-
rradas rencillas internas que, al transcurrir el tiempo, tendrían desastrosas
consecuencias.
En el período que nos ocupa, la disputa estaba centrada en la llamada
cuestión del dualismo. Infantería y Caballería mantenían sus escalas abier-
tas, lo que significaba la posibilidad de subir puestos en el escalafón por
méritos, normalmente de guerra. Artillería, Ingenieros y Estado Mayor eran
cuerpos de escala cerrada, observándose con rigor el sistema de antigüedad
para cubrir las vacantes producidas en los empleos superiores. Sin embargo,
era costumbre premiar con grados el mérito de un determinado trabajo cien-
tífico o la prestación de algún servicio distinguido. Estos grados no tenían
efectividad en el seno de las unidades, aunque daban lugar a enojosos pro-
blemas de precedencia si un facultativo graduado coincidía en los servicios
de plaza, o en cualquier acto social, con otro de categoría superior efectiva.
Mayores agravios comparativos se ocasionaban en el momento de cubrir las
vacantes de general; el gobierno estaba facultado para ascender a cualquier
coronel, hecha abstracción de su antigüedad y cuerpo de procedencia, por lo
que los graduados eran también elegibles y, en la práctica, preferidos al
coronel que por turno se creía con derecho a ascender. En 1887, el general
Cassola intentó unificar los sistemas de ascenso, abriendo las escalas en
todas las armas y suprimiendo el dualismo. Al presentar esta reforma con
otras que difícilmente podían ser aceptadas por el Parlamento, el proyecto
se hizo inviable y dio lugar a la primera crisis militar de importancia de la
Restauración. La efervescencia de las armas generales llegó a tal extremo
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 123

que Sagasta, después de cesar a Cassola, hubo de decretar la supresión de


los grados y apresurarse a tramitar una ley adicional a la constitutiva para
solventar la cuestión. Los facultativos se sometieron a lo inevitable, pero sal-
vaguardaron la pureza de su sistema de ascensos exigiendo a los integrantes
de estos cuerpos la firma de un compromiso, el día que abandonaban la Aca-
demia, por el que juraban renunciar a los ascensos por méritos de guerra.
En los cuartos de banderas latía la opinión generalizada de que era pre-
ciso rentabilizar de alguna forma el tiempo que pasaban los soldados en el
cuartel. Los oficiales achacaban a las penurias presupuestarias no poder
cumplir la misión que tenían encomendada: preparar a los jóvenes para una
fortuita movilización, instruyéndoles para la guerra mediante ejercicios tác-
ticos y de tiro. En el fondo de sus conciencias y aunque ninguno lo declara-
ra abiertamente, muy pocos debían creer que nuestro país se vería envuelto,
en el futuro inmediato, en un conflicto europeo. Sin embargo, el contacto
cotidiano con sus hombres, que les permitía conocer de primera mano su
lamentable situación económica, social y cultural 7 , así como su implicación
en los conflictos laborales, les situaban en una perfecta plataforma para
poder evaluar que la cuestión social entrañaba mayor riesgo para el Estado
que una eventual amenaza exterior. Este conjunto de factores condicionó la
vocación pedagógica de la oficialidad española. El primer aldabonazo lo dio
la Institución Libre de Enseñanza al plantear la siguiente propuesta a la
Comisión Informativa de Reformas Sociales:
Masa inmensa de nuestra juventud ingresa en el servicio militar y hace,
durante un período más o menos largo, la vida de cuartel. ¿Podría conseguirse
que, sin merma de lo que a la vida militar corresponde, ganara en educación y
que se encontrara, terminado el tiempo de su empeño, en mejores condiciones
de las que, como hijo de la clase obrera, tenía antes de ingresar en las filas? 8.
Si bien esta propuesta no alcanzó eco alguno, la idea debía flotar en el
ambiente. Desde los primeros años de la Restauración, comenzaron a publi-
carse pequeños folletos para que la tropa se aficionara a la lectura, «redac-
tados con estilo sencillo y ameno, al alcance de la inteligencia del soldado» 9
y los oficiales aspiraban a «devolver a la Patria» jóvenes más cultos y más
perfectos 10.

7
«Hasta que tropecé con esta realidad, jamás me había detenido a considerar seriamen-
te la miseria y el atraso de mi país». Hidalgo de Cisneros, Ignacio, Cambio de rumbo, Barce-
lona, Laia, 1977, tomo 1, pág. 87.
8
Informe realizado por la Institución Libre de Enseñanza, para dar cumplimiento a la
Real Orden de 5 de diciembre de 1883, Madrid, s. imp., 1883, cap. VII «La educación del
soldado y la condición de la clase obrera».
9
Ceballos Quintana, Enrique, El talismán de Juan Soldado, Madrid, Montegrifo y
Compañía, 1879, pág. 5.
10
Barado, Francisco, Nuestros soldados. Narraciones y episodios de la vida militar en
España, Barcelona, Henrich y Cía., s.a., pág. 18. Se ha manejado la 2.a edición de esta obra,
publicada hacia 1910, pero el original se redactó en 1889.
124 Fernando Puell de la Villa

El soldado

El mando militar recibió con desconfianza la creciente riada de obreros


urbanos que venían ingresando en las filas del ejército. A su clásica creencia
de que las gentes de la ciudad eran menos robustas que las del campo, aho-
ra podían aducir un elemento más para reforzar sus argumentos: «traen
infiltrados los principios disolventes tan en boga» l 1. Otros organismos ofi-
ciales compartían también estos alegatos a favor de la fuerza y vitalidad de
los campesinos. Por ejemplo, el Instituto de Reformas Sociales justificaba su
decisión de no reglamentar las condiciones bajo las que se desarrollaba el
trabajo de la población agrícola, porque «el medio en que viven los obreros
del campo hace más por su salud que todos los reglamentos que pudieran
publicarse» 12. Más objetivamente, un ilustre investigador confirmaba estas
suposiciones demostrando estadísticamente, en su discurso de ingreso en la
Real Academia de Medicina, que los hombres que trabajaban al aire libre
medían, como término medio, casi un centímetro más que los que lo hacían
en el interior de un taller13.
Es más difícil demostrar con certeza que la influencia de los principios
disolventes, a los que hacía referencia el teniente Ruiz Fornells, afectara úni-
camente al comportamiento de los soldados de origen urbano. Sería más
objetivo señalar la progresiva presencia de brotes aislados de solidaridad
con las masas obreras en una porción suficientemente significativa de reclu-
tas, sin que sea posible determinar su origen urbano o rural. En 1890, Cáno-
vas aún podía afirmar que el ejército sería «por largo plazo, quizá para siem-
pre, robusto sostén del orden social y un invencible dique de las tentativas
ilegales del proletariado»14. Poco menos de nueve años después, Weyler se
verá obligado a reconocer la posibilidad de que «los soldados hagan causa
común con las clases bajas», si se les sacaba a la calle para combatir en con-
flictos de orden público de naturaleza laboral15.
En los últimos años de la Regencia, probablemente en 1897, una editorial
barcelonesa reunió, en un grueso volumen, 288 fotograbados que recogían
diversos aspectos de la vida cotidiana del soldado de la época16. En estas

1
' Ruiz Fornells, Enrique, La educación moral del soldado, Toledo, Vda. e hijos de Juan
Peláez, 1894, pág. 50.
12
Proyecto de reglamento general de seguridad e higiene del trabajo, Madrid, Instituto
de Reformas Sociales, 1906, pág. 12.
13
La estatura media, sobre datos del reclutamiento de 1891, se fijó respectivamente en
1,607 y 1,598 m. Olóriz y Aguilera, Federico, La talla humana en España, Madrid, Nicolás
Moya, 1896, pág. 61.
14
«La cuestión obrera y su nuevo carácter», discurso pronunciado en el Ateneo de Ma-
drid el 10 de noviembre de 1890, en Problemas contemporáneos, Madrid, Pérez Dubrull, 1890,
tomo III, pág. 514.
15
Diario de Sesiones del Senado, 16 de julio de 1899.
16
El Ejército español. Colección de fotografías instantáneas. 288 autotipias reflejo de la
vida de cuartel y de campaña de nuestros soldados, Barcelona, Luis Tasso, s.a.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 125

imágenes, inestimable testimonio para estudiar las costumbres, el equipo y


las instalaciones militares de finales del siglo pasado, se ven centenares de
ojos fijos en la cámara, desfilan decenas de rostros fascinados por el milagro
de la fotografía. Llega, sin embargo, a sentirse una cierta frustración al no
poder profundizar en esas miradas, al no llegar a conocer lo que se escondía
detrás de aquellos semblantes, que disimulaban su juventud adoptando una
actitud severa ante el fotógrafo, sin dejar que un gesto frivolo o una sonrisa
veleidosa perturbaran la solemnidad del momento.
Este documento gráfico es muy útil a la hora de contrastar otras infor-
maciones que nos hablan sobre el porte exterior y la vida cotidiana de la tro-
pa de este período, así como las procedentes de las múltiples fuentes que
ofrecen datos y cifras sobre su talla, peso, estado sanitario, dieta, vestuario,
armamento, etc. Pero ni el álbum, ni las estadísticas nos sirven para desve-
lar el enigma escondido detrás de aquellas hieráticas figuras, nada que deje
traslucir cómo pensaban y opinaban, cuáles eran sus procesos mentales,
hacia dónde se orientaban sus inquietudes, qué tópicos de conversación les
interesaban. La literatura militar de la Restauración, abundantísima sobre
otros temas, fue muy parca en ofrecer indicios que posibiliten un análisis
preciso de la evolución de la mentalidad de las clases de tropa. Lógicamente
la inmensa mayoría de los autores eran generales, jefes u oficiales, pero tam-
poco resulta sencillo extraer demasiadas conclusiones de los contados textos
firmados por cabos y sargentos, ni incluso de los escritos y cartas redacta-
das por algún soldado o por escritores civiles que relataban vivencias de los
años pasados en el cuartel.
Quizá esta falta de referencias signifique que, a lo largo de todos estos
años, continuaba retumbando en las conciencias de unos y otros el eco del
¡abajo los galones! de los motines cuarteleros de 1873, soterrado, mediati-
zando las relaciones entre tropa y oficialidad. Porque, en todas esas páginas,
se adivina una cierta falta de fluidez, un exceso de rigidez, un notable for-
malismo en los testimonios relativos al comportamiento de la tropa y una
casi total carencia de alusiones o anécdotas que nos permitan sondear en su
mentalidad. Y, en las contadas ocasiones que los escritores militares de fina-
les del siglo xix se desvíen de su tema preferido —los problemas de organi-
zación castrense— y centren su atención en cualquier aspecto relacionado
con el soldado, será para precisar sus carencias culturales, denunciar la
influencia subversiva del obrerismo o definir la metodología más adecuada
para enseñarle a apreciar los valores venerados por el mando 17 .

17
Todavía a los veinte años del Sexenio, en una de las escasas obras reivindicativas de
las virtudes de la tropa, podemos detectar este clima de desconfianza: «Tenemos el mejor sol-
dado del mundo y no basta que un día azaroso nos lo manifieste inquieto y desgobernado, por
causas cuya culpabilidad puede alcanzar a todos en mayor proporción que a él, para que per-
damos la fe en sus virtudes; no basta para deprimirle el verle un instante invadido de inmo-
derada fiebre, que le condujo al vértigo y amenazó dislocar la organización del ejército».
González Parrado, Julián, Divagaciones militares, Manila, M. Pérez Hijo, 1886, pág. 11.
126 Fernando Puell de la Villa

La ruptura de los vínculos tradicionales que unían al mando con la tro-


pa —su falta de entendimiento, derivada tal vez de una pérdida de confian-
za mutua— va a ser la característica más distintiva del soldado de este perío-
do, el rasgo que más lo diferenció del que había ingresado en los cuarteles
hasta entonces. El oficial del Antiguo Régimen ejerció el mando sin plan-
tearse siquiera que el soldado pudiera desobedecerle; ambos creían que el
jefe actuaba por delegación divina. Los del período liberal mandaban cam-
pechanamente a sus hombres, considerándolos como una especie de hijos
adoptivos que la Nación había puesto a su cuidado. Así, los premiaban con
largueza y los castigaban con dureza, igual que lo haría cualquier padre de
familia en su casa. En realidad, hasta se jactaban de aquel ambiente pater-
nalista, que les permitía conocer a fondo a sus veteranos y establecer con
ellos unos vínculos, mezcla de amor, temor y respeto, que daban excelentes
resultados prácticos 18.
Pocos años después, los jefes más antiguos se referían con añoranza a los
tiempos en los que, gracias al estilo de mando que conocieron en su juven-
tud, «el espíritu militar, el compañerismo y el amor a la bandera eran quizá
mayores que en nuestros días»; a la vez admitían, no obstante, la dificultad
de aplicar dichos métodos en el marco social nacido del Sexenio: «las ideas,
el trato, los recursos materiales de la época son distintos»19. Los oficiales
recién salidos de la academia, en cambio, ponían en entredicho la eficacia
del paternalismo y preferían representar el papel de educadores de la juven-
tud, encargados de perfeccionar cultural y patrióticamente a los españoles.
Casi todos los muchachos al cumplir los veinte años, si medían más de
1,540 metros, no tenían enfermedades graves, ni especiales circunstancias
familiares, eran llevados a primeros de abril desde su pueblo a la capital de
provincia para ingresar en el ejército. De la caja de reclutamiento pasaban a
un cuartel y se convertían en reclutas, término que ahora comenzó a utili-
zarse para designar al soldado durante su período de instrucción. Su hora-
rio reservaba dos horas y media por la mañana, y tres más por la tarde, dedi-
cadas a perfeccionar el saludo, con o sin armas, los giros y las distintas
modalidades del paso de desfile. Otra hora asignada a la instrucción teórica
se complementaba a veces con una conferencia sobre agricultura, moral o
religión, recibida con «el hastío más grande bajo el disfraz del silencio y de
la fingida atención y aun agrado, propios de la disciplina de los oyentes»20.
Al acabar la primavera, después de pasar mucho tiempo en el patio del cuar-

18
«El soldado español es muy agradecido —comentaba el general Pavía para explicar
aquella especie de caudillaje— y necesita de la atención y del cariño de su general como del
aire que respira. Un obsequio, una dádiva, una expresión o frase cariñosa lo entusiasma, le
alivia el cansancio y las dolencias hasta olvidarlas, deseando mayores fatigas, y se bate con
coraje y alegría». Pavía y Rodríguez de Alburquerque, Manuel, El Ejército del Centro, desde
su creación en 26 de Julio de 1874 hasta el 1.° de Octubre del mismo año, Madrid, Manuel
Minuesa de los Ríos, 1878, pág. 104.
19
Barado, ob. cit., pág. 17.
20
Fanjul, Joaquín, Misión social del Ejército, Madrid, Eduardo Arias, 1907, pág. 106.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 127

tel aprendiendo a marchar con un fusil, su coronel les tomaba el juramento


a la bandera en el mismo lugar y accedían al título de soldado. En otoño
hacían instrucción de compañía y batallón, o algún ejercicio de tiro al blan-
co en el cuartel. Esporádicamente, las compañías realizaban una marcha
hasta cualquier descampado de las afueras para realizar un simulacro béli-
co, «en presencia del público socarrón y burlesco, poco compasivo con el
pobrete que se tambalea»21. Y, en muy contadas ocasiones, participaban en
unas maniobras a pequeña escala. En resumen, su vida militar propiamente
dicha se limitaba a un máximo de ocho meses de instrucción, más o menos
intensiva.
Si la preparación para el combate de aquellos hombres dejaba bastante
que desear desde el punto de vista táctico, su instrucción de tiro fue prácti-
camente nula. El fusil Remington de repetición, que ya utilizaba cartuchos
muy parecidos a los actuales, se declaró reglamentario durante el Sexenio y
todos los soldados de Alfonso XII y María Cristina lo tuvieron en sus manos,
hasta que el general Azcárraga ordenó reemplazarlo por el Mauser de 7 mm
el 30 de noviembre de 189222. Sin embargo, pocos de ellos llegaron a dis-
parar con estas armas y la carencia de prácticas se suplió con intensivas
sesiones teóricas de tiro y balística 23.
Sin duda poco más podía acometerse cuando en toda España sólo exis-
tían dos campos de tiro de propiedad estatal: Carabanchel, en Madrid y Pa-
terna, en Valencia, más otros dos arrendados en Burgos y Valladolid, ambos
con limitaciones de uso en función de las labores agrícolas. De ellos, ningu-
no tenía capacidad para que pudiera desplegar una brigada de tres batallo-
nes, ni profundidad suficiente para el tiro de artillería. A título orientativo,
mientras la superficie total de los cuatro campos españoles no llegaba a las
tres mil hectáreas, Alemania dedicaba más de ciento cincuenta mil a esta
función y los militares franceses consideraban que las cincuenta mil existen-
tes en su país no garantizaban el nivel mínimo de instrucción, por lo que
auguraban los mayores riesgos para la supervivencia nacional24.

21
Ibáñez Marín, José, La educación militar, Madrid, Felipe Marqués, 1899, pág. 66.
22
El fusil Remington, modelo 1871, sustituyó al Berdan en dicho año. Era copia del rifle
patentado por el ingeniero norteamericano que le dio nombre, comenzado a utilizar durante
la Guerra de Secesión y popularizado en las campañas contra los indios del medio oeste.
Medía 1,361 ms y armaba una bayoneta piramidal de 76 centímetros; su peso no llegaba a los
cuatro kilos y medio. Barado, Francisco y Genova, Juan, Armas portátiles de fuego. El moder-
no armamento de la Infantería y su influencia en el combate, Barcelona, La Academia, 1881,
páginas 205-207.
23
Según un testimonio de 1894, los fusiles Mauser «no se han entregado todavía a las tro-
pas, siendo probable que se tarde algún tiempo en verificarlo». Álamo Castillo, Rafael, Com-
pendio de organización y legislación militar, Manresa, A. Esparbé, 1894, pág. 361. «En Cuba y
Filipinas —decía uno de los primeros regeneracionistas— se han estado batiendo nuestros sol-
dados sin que la mayoría de ellos hubiera tirado siquiera una vez en su vida al blanco». Torre Her-
mosa, Marqués de, ¿Nos regeneramos?... Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1899, pág. 199.
24
Dolía, Ángel, «Los campos de instrucción y de tiro», en Memorial de Infantería, junio
1912, págs. 670-679.
128 Fernando Puell de la Villa

El principal trabajo de la tropa, durante los otros dieciséis meses que les
faltaban para licenciarse, sería prestar servicio de armas o mecánico. El res-
to de los soldados se limitaban a pasar listas y revistas de policía, equipo,
armamento, etc., y a inundar las calles de la ciudad durante las dos horas
que les quedaban libres antes de las comidas del mediodía y de la tarde. Una
revista de aparato ante algún general o cubrir carrera en la procesión del
patrón de la ciudad servían para romper la rutina diaria. Muy de tarde en
tarde, excepto en las áreas más conflictivas, su unidad podría ser empleada
para controlar un conflicto laboral25.
Los servicios pasaron a ocupar un importantísimo lugar en la vida del
soldado. Además de los contemplados en las Ordenanzas —la guardia de
prevención, para la seguridad de los cuarteles, y la de plaza, reliquia de un
pasado en el que la seguridad del reino dependía de su cordón fronterizo de
fortificaciones—, la nueva forma de vida militar obligó a crear otros para
atender a la conservación y mantenimiento de los cuarteles. Diariamente,
cada compañía designaba cuatro aguadores —para limpiar y abastecer las
cubas de la cocina y los dormitorios—, dos soldados de compra —que acom-
pañaban al furriel al mercado— y otros dos de provisiones —con la tarea de
distribuir el pan y el combustible de cocinas y lámparas—. Cada quince días,
cuando un capitán se hacía cargo de la cocina del batallón, nombraba un
cierto número de rancheros fijos para cocinar y atender los fuegos, comple-
mentados por los que considerara precisos cada día para auxiliar a los ante-
riores. Aparte, en cada dormitorio, se designaba un cuartelero, encargado de
mantener el orden, impedir sustracciones de prendas y equipos y conservar
limpio el local, y un servicio de imaginarias nocturnos, que velaban el sue-
ño de sus compañeros, atendían a los enfermos y mantenían ardiendo las
lámparas de aceite.

La situación militar cubana en 1895


El panorama descrito en las páginas anteriores puede servir de base para
comprender la situación general del ejército español en las fechas inmedia-
tamente anteriores al trascendental momento de 1895. A continuación,
como colofón de esta conferencia, se analizarán algunos aspectos puntuales
de la guarnición de Cuba, punto de origen de la insurrección que dio fin a

25
«Si se formara una estadística minuciosa del cometido a que se destinan en el día los
hombres de un regimiento o batallón, se sacaría una impresión bien triste. El número de com-
batientes efectivos acaso resultase inferior al de la suma compuesta por músicos y ordenan-
zas, rancheros, destinos fuera de cuerpo, escribientes y cornetas». Navascués, Felipe de, ¡¡La
próxima guerra!! Estudios político-militares sobre la Europa contemporánea y reorganiza-
ción militar de España, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1895, pág. 377. Para el estudio
de las implicaciones militares en conflictos de orden público es de rigor la consulta de Ball-
vé, Manuel, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid,
Alianza, 1983.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 129

nuestro imperio colonial y escenario de los tres años de guerra por la inde-
pendencia y de los tres meses de conflicto internacional entre España y los
Estados Unidos.
Como punto de partida, debe tenerse en cuenta que el Estado decimonó-
nico, centrado en los problemas peninsulares y muy mediatizado por la per-
manente escasez de medios materiales, pecó de falta de perspectiva y no
supo, o no pudo, dotar a nuestras posesiones ultramarinas con un ejército
colonial eficaz y adecuado a las circunstancias concretas de aquellos territo-
rios. Así, las dos grandes insurrecciones cubanas —la de 1868 y la que ahora
nos ocupa— le cogieron prácticamente por sorpresa. La primera finalizó, tras
diez años de guerra y cien mil soldados muertos, por extenuación total de los
dos bandos combatientes26. Aunque sea cierto que la conflictividad peninsu-
lar durante el Sexenio no permitió dedicar mayor atención al conflicto cuba-
no hasta 1876, no es menos verdad que una reacción más enérgica en los
momentos iniciales del levantamiento hubiera liquidado en semanas lo que se
inició como una revuelta localizada en un área muy poco poblada del país y
que adolecía de graves problemas de liderato, debidos a disputas entre los
diversos cabecillas por conflictos de localismo e incompatibilidad de caracte-
res. En contraste, la reacción militar ante la llamada guerra chiquita, cuando
aún permanecía desplegado el núcleo del ejército de Martínez Campos, fue
rápida, eficaz y contundente, impidió la extensión de la revuelta hacia las
zonas no afectadas y la debilitó en las que se había originado 27.
Pero desde 1880 hasta el inicio de la Guerra de Independencia, las tropas
españolas volvieron al sedentarismo que había sido la norma hasta 1868. La
estructura militar vigente en la Isla, en febrero de 1895, había sufrido todo
tipo de recortes, en consonancia con la penuria del tesoro público; además, la
inflexibilidad burocrática de los responsables del Ministerio de la Guerra se
había opuesto a todas las propuestas realizadas sobre la conveniencia y nece-
sidad de crear un ejército colonial. Por ello, pese al ingente esfuerzo humano,
financiero y material puesto en marcha por Cánovas y Azcárraga, aquella
estructura se mostró impotente para poner fin al levantamiento de Martí.
Sólo tras la dimisión de Martínez Campos y la llegada de Weyler a Cuba se
abordó el conflicto bélico de forma sistemática y ordenada. Para entonces, la

26
El estudio más concienzudo de esta campaña es el de Ramiro Guerra y Sánchez, La
guerra de los Diez Años (1868-1878), La Habana, Cultural S.A., 1950, 2 vols. También, des-
de el punto de vista español, existen varios trabajos interesantes, como el del oficial de Volun-
tarios Eugenio Antonio Flores, La guerra de Cuba. Apuntes para su historia, Madrid, A. de
San Martín, 1895. La relación más completa del número de bajas que ocasionó el conflicto
figura en la obra de Tesifonte Gallego y García, La insurrección cubana, crónicas de la cam-
paña. Vol. I La preparación de la guerra, Madrid, Imp. Central de los Ferrocarriles, 1897.
27
No se cuenta, por el momento, con un estudio completo para el análisis de esta cam-
paña y, a pesar de su tono autojustificativo, las memorias del general Camilo García de Pola-
vieja y del Castillo, Relación documentada de mi política en Cuba. Lo que vi, lo que hice, lo
que anuncié, Madrid, Emilio Minuesa, 1898, continúan siendo la mejor aproximación a la
misma.
130 Fernando Puell de la Villa

ineficacia militar española había creado las condiciones políticas precisas


para justificar la intervención americana en el conflicto.
En el momento de producirse la insurrección, la guarnición cubana, tras
las reorganizaciones de 1882 y 1893, había quedado reducida a 13.842
hombres, más 4.530 guardias civiles, 176 policías y 943 voluntarios con
sueldo. Aunque sobre el papel se hallaba organizada en grandes unidades,
en realidad estaba distribuida entre las seis provincias (Santiago de Cuba,
Centro, Las Villas, Habana, Matanzas y Vuelta Abajo), donde a su vez se
desperdigaba en guarniciones permanentes, comandancias militares, pues-
tos y destacamentos. Existían siete regimientos de infantería de línea, com-
puestos por dos batallones de cuatro compañías cada uno, un batallón de
cazadores, dos regimientos de caballería de a cuatro escuadrones, un grupo
de artillería pesada con una batería de montaña, un batallón mixto de inge-
nieros, una sección de intendencia y un grupo de sanidad. Los voluntarios
estaban encuadrados en doce compañías de guerrillas, más las Escuadras de
Santa Catalina del Guaso y el Escuadrón de Voluntarios de Camajuaní,
rodeados del prestigio de sus heroicas hazañas durante la guerra grande 28.
Estas tropas tenían los mismos defectos que condicionaron su falta de
preparación en 1868: poca y desperdigada fuerza, falta de instrucción, esca-
sez de haberes, subalimentación, armas inadecuadas, sanidad deficiente y
una casi absoluta ignorancia del terreno en el que habrían de moverse29.
Incluso las lecciones tácticas aprendidas tras tantos años de combate activo
parecían olvidadas. El campo de batalla, como en el pasado, exhibía otra vez
la misma severidad climática y los usuales riesgos sanitarios. Los procedi-
mientos tácticos no se modificaron inicialmente, obviando la concentración
de puestos y destacamentos en grandes unidades, y se prefirió intervenir en
pequeñas columnas para intentar atender los múltiples focos insurrectos.
Éstos, con un conocimiento del terreno muy superior y con el apoyo de la
población, se dispersaban tras hostilizar el movimiento de las columnas. Las
órdenes de operaciones de las unidades obedecían a directrices impartidas
desde La Habana, cuyo Estado Mayor seguía el criterio prevalente en los
burocráticos organismos militares madrileños, últimos responsables del
negligente estado de los asuntos en las fuerzas armadas de la colonia30. Sólo

28
Cuadro de la composición y organización del Ejército español en las posesiones de
Ultramar, Madrid, Depósito de la Guerra, 1895.
29
De las 350 páginas del texto de geografía de los alumnos de la Academia General
Militar, creada en 1883, sólo se dedicaban ocho a Cuba y Puerto Rico y ninguna a Filipinas.
En el texto de historia, no existían referencias al pasado y presente de las posesiones ultra-
marinas: «Al mismo tiempo que le son familiares los difíciles nombres de las llanuras rusas y
las cuencas balkánicas, se halla tan ignorante en todo cuanto se refiere a la geografía cubana,
que marcha a la Isla en las mismas condiciones en que iría a Japón». Barrios y Carrión, Leo-
poldo, Sobre la historia de la Guerra de Cuba. Algunas consideraciones, Barcelona, Revista
Científico-Militar, 1888-90, pág. 203.
30
La burocracia militar española aplicó frecuentemente conceptos más afines al mode-
lo de guerras continentales que a la que se luchaba en suelo cubano. Además, los acontecí-
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 131

al intensificarse los enfrentamientos se agilizó la toma de decisiones, en las


que la urgencia terminaría superando cualquier otra consideración.
La efectividad en el combate es el criterio último por el que cualquier sis-
tema militar debe ser evaluado. En este sentido particular, las primeras
intervenciones del ejército español en Cuba dejaron mucho que desear, dado
que no se supo sacar ventaja de las dos únicas bazas que obraban en su
favor: su clara superioridad numérica y su abrumadora potencia de fuego en
comparación con la de los rebeldes. Nunca se logró una victoria decisiva
capaz de dar fin de una vez y por todas a la sucesión de pequeños combates,
que se fueron innecesariamente prolongando. Estas palpables deficiencias
llevaron al colapso económico de la colonia y dieron paso a la eventual y
desgraciada intervención extranjera en la Isla.
Cuba marcó durante cerca de un siglo las relaciones de la institución cas-
trense con la sociedad española y condicionó la vocación africanista de los
militares del siglo xx. Lo uno, porque el Ejército de Tierra, remontados los
descalabros iniciales, llegó a sofocar casi por completo la insurrección y no se
consideró batido por las tropas norteamericanas. Sin embargo, al regresar a
la Península, fue sometido a todo tipo de vejámenes y convertido en chivo
expiatorio del desastre colonial, con lo que aprendió a renegar del sistema
político vigente, delegó en el Monarca la defensa de sus intereses y se refugió
en un patriotismo idealizado que poco tenía que ver con los sentimientos rea-
les de la población. Lo segundo, porque una parte de la oficialidad, proba-
blemente la más vocacional, idealista y profesional, quiso recuperar el presti-
gio institucional perdido en Ultramar y secundó con entusiasmo la tímida
política intervencionista en el Norte de África, acostumbrándose además a
vivir de espaldas a Europa.

mientos políticos en España influyeron marcadamente cualquiera de las decisiones que se


tomaron, desde el número y sistema de reclutamiento de las sucesivas expediciones al nom-
bramiento o cese del capitán general. Por otra parte, el clima político cubano obedecía a la
influencia del poderoso y cohesionado grupo de españoles afincado en la colonia, firmemen-
te aferrado a sus convicciones lealistas.
This page intentionally left blank
La política colonial española
y el despertar de los nacionalismos en ultramar
ELENA HERNÁNDEZ SANDOICA

Introducción

En los últimos veinte años de su gobierno colonial en Cuba, España reali-


zó un esfuerzo por conservar los restos de su imperio. Si afirmar esto llamara
a sorpresa, dicho de esta manera, nadie con todo podrá negar la multiplicidad
de maniobras políticas emprendidas en el Caribe por la Administración pe-
ninsular a raíz de la Paz del Zanjón, aunque no lograsen prolongar sino a
medio plazo el dominio colonial en América. Maniobras de duración y orien-
tación diversas, no siempre combinadas entre sí, en ocasiones claramente
contradictorias y, de puro tardías e insuficientes, apenas aplaudidas incluso
por quienes las propugnaron en su día.
Hasta aquí se han estudiado poco esas reformas administrativas y políti-
cas de los años 80 y 90 del siglo xix, y sólo ahora una historiografía que cau-
telosamente bordeaba el período —la cubana— ha decidido trabajar en él.
Desde la perspectiva que a nosotros nos cumple, la de los historiadores
españoles, ha crecido recientemente la atención a la política colonial como
objeto preciso, a sus actores y a sus estructuras, procurando restituir a los
años 80 su dimensión y su carácter propios, de manera que no queden tan
sólo reducidos a un paréntesis de espera, a un silencio preñado de tensiones
entre una guerra colonial y otra.
Los cambios que se produjeron en la situación colonial durante el tiem-
po corto que precede al Desastre, vistos en perspectiva caballera (o metro-
politana), y dándole mayor atención a Cuba que a Puerto Rico o al resto del
imperio, van a ser el objeto de mi atención aquí. Pero, antes de seguir, adver-
tiré de que también pueden considerarse importantes, si nos desplazamos
más atrás en el siglo, los cambios —promovidos por liberales y unionistas—
que en Cuba precedieron a la «guerra larga» del 68. Cambios que, a pesar de
las expectativas suscitadas entre algunos criollos, no lograron el suficiente
alcance y satisfacción de horizontes como para evitar a las dos partes en
134 Elena Hernández Sandoica

conflicto, cubanos y españoles, el coste de una larga representación violen-


ta, de un cruento enfrentamiento.
Lo que hubo de suceder al fin no fue otra cosa sino el pago aplazado de
la hipoteca que llevaba consigo una imperfecta resolución temporal (allá
por los años 70) de los antagonismos sociales y políticos en ascenso, el
efecto final y dilatado del fracaso de aquel reformismo —entonces sí, que-
rido y aplaudido por destacados grupos de presión en Cuba— que afloró
intermitente hasta la mitad de los años 60 del siglo xix. De ahí se seguiría
una imprevista «guerra de diez años» (1868-1878) y una expansión cre-
ciente a su raíz, en la ciudad y el campo, de la desafección de los criollos
ante un poder central no menos arrogante que envejecido y pobre, vacilan-
te y cruel.
Fuente primera de aquella voluntad exasperada, resuelta en fin a acabar
de una vez con lazos agobiantes, sería sin duda el liberalismo de principios
de siglo. Pero el miedo a la mezcla racial, al predominio étnico de los escla-
vos —si es que eran liberados—, aplacaría sucesivamente a las ideas. Pero
antes o después la libertad se hizo fuerte en una muy compleja sociedad
colonial que, en sus diversos grupos y sectores, valoraría largamente, de
modo tentativo, horizontes distintos de mejora: anexionismo, autonomía o
independencia. Triunfó por fin este último designio, porque, si hay que reco-
nocer que los cubanos tenían una metrópoli altanera y ruin, asfixiante y muy
torpe, no menos cierto era el temor reiterado de Martí: por parte de aquel
«Norte revuelto y brutal», siempre al acecho, casi ningún isleño podría esca-
par al sufrimiento de ofensa o menosprecio.
Volviendo ahora a las reformas coloniales abordadas en la segunda par-
te de los años 50 y primera mitad de los 60, apenas interesa aquí saber qué
intervención hubieron de tener en ellas sectores antillanos ligados a la vida
intelectual y productiva, pero es seguro que habría de ser amplia. Parece cla-
ro que, frente al permanentemente rígido comportamiento del «españolis-
mo» cubano, la presión combinada de unos cuantos ensayos de reforma
política (sostenida desde la propia sociedad colonial, en una parte al menos)
y del incremento de la población blanca (para tranquilizar a los sectores más
agobiados por lo que se llamaba entonces la «cuestión racial»), hubo de dar
sus frutos optimistas. Las reformas, en el marco de un «asimilismo» menos
imperfecto, lograron despertar verdadero interés, y hasta generarían espe-
ranzas en las élites criollas. De su frustración, ruda e imprevista, vendría en
consecuencia el conflicto abierto: el fracaso de las medidas comerciales y fis-
cales pedidas (el fracaso de la liberalización arancelaria) y la brusca irrup-
ción, seguidamente, de la reacción política y social, en el 67, acarrearon de
rechazo la respuesta violenta y la insurrección. Por bien intencionadas que
fueran las reformas coloniales imaginadas durante el Sexenio (varias y, algu-
na, lúcida), ninguna llegaría a prosperar. Pusieron, sin embargo, en guardia
permanente a los partidarios —aquí y allá— del statu quo colonial.
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 135

Reformas para después de una guerra

Después de la guerra «larga», y aun antes de que concluyese, forzoso


parecía empezar desde el principio. La nueva serie de reformas que acom-
paña al Zanjón (1878), que recorre la década completa de los años 80 y que
desemboca —muy tarde ya— en la autonomía de noviembre del 97, se pre-
sentaba, al menos en teoría, como una nueva oportunidad para el reforza-
miento de los lazos. Un nuevo intento que debería adaptarse, es claro, al
cambio de las circunstancias en la Isla (prospera entonces excepcionalmen-
te el proyecto completo de la autonomía, política y fiscal, a partir del ejem-
plo canadiense del 67). Pero se trataba de un reto que bien podía resultar, en
cambio, lo que en efecto acabaría siendo: aplazamiento apenas dilatado, vio-
lento al fin por fuerza, de la separación definitiva. Un tiempo en el que Espa-
ña condujo su estrategia hacia el plano interior, dirigiendo toda maniobra a
asegurar la concentración de los beneficios coloniales depositados en manos
de particulares (todos ellos apoyos socioeconómicos y profesionales de la
clase política de la Restauración: industriales catalanes y vascos, navieros y
hombres de negocios en torno a Antonio López, ejército y altos cargos de la
Administración civil, etc.). Explotación urgente y reforzada, pues, la que
hubo de derivarse de tal obra en conjunto, a la vez que se alentaba desde
arriba, parsimoniosamente, una migración masiva a las Antillas que —así
ocurrió, por cierto— facilitó de modo decisivo la «españolización» de aque-
llos territorios.
Al saber cómo hubieron de ir, finalmente, las cosas para ambos conten-
dientes (la política peninsular y los reformistas antillanos, de cualquier espe-
cie y color que éstos fuesen), cabe al observador la tentación de concluir que
aquel estrepitoso colofón que agotó finalmente el reformismo era fácil de
antemano preverlo. Y que medidas de transformación administrativas o
políticas (incluso económicas, en los años 80) hasta tal punto tímidas, tar-
días o favorecedoras de intereses peninsulares en la Isla, se hallaban de ante-
mano condenadas a sufrir el repudio o la esterilidad. Ya se tratase del acer-
camiento —con todo, inconfundiblemente autoritario— del pacificador
Martínez Campos hacia las oligarquías criollas, durante la guerra, o de las
más flexibles normas de orden público que se siguieron ya en tiempos de paz
para dar cauce a amplios movimientos populares (sindicatos, asociaciones,
cofradías, cabildos encubiertos, etc.), lo cierto viene a ser que una política
de derechos civiles (sólo a medias políticos) tan evidentemente paliativa
como ésa —en absoluto preventiva, pues— mal iba a acomodarse a la adver-
tencia sabia que, por su parte, hiciera Tocqueville: en materia política sólo
pueden triunfar aquellos movimientos que tienen el acierto de lograr ade-
lantarse al adversario.
El ensayo español en la Gran Antilla de una cierta política reformista, por
fin —era parte integrante de lo pactado con los insurrectos en el Zanjón—, lo
iniciaría Martínez Campos como Capitán general. Aunque la intención siem-
pre se inclinó a vaciar de contenido esas reformas, a adjetivarlas con mistifi-
136 Elena Hernández Sandoica

caciones o largos suspensos, su ritmo rápido (sobre todo después de que se


diese la «guerra chiquita», entre el verano del 79 y noviembre de 1880) no
es incompatible con su banalidad deliberada. Inspiraría el trayecto en su
conjunto el sentir dilatado, en la Península, de que una pérdida segura se
avecinaba; la noción subterránea de que era inevitable —por más tiempo—
el derrumbe del imperio español en las Antillas (sospecha que había circu-
lado con carácter difuso desde los 50 y se volvió después algo más que un
tópico). A pesar de la intransigencia o el radicalismo conservacionista,
inmovilista, era aquel un temor que asaltaba en España a los más sabedores
del estado real de las colonias, con independencia del alcance que pudieran
otorgar a reformas concretas, como la municipal o la legalización de los par-
tidos. La autonomía legal (siempre golpeando ante una puerta sin cesar
cerrada) era para los alfonsinos, los unionistas de Cuba y la propia Corona,
el principio del fin: «Dicen que con la autonomía se perderá Cuba», amo-
nestó la Regente a Sagasta a finales del año 97, como Primer ministro, ya
avanzada la guerra. «¡Más perdida que está...!», obtuvo por respuesta.
En un contexto de tensión creciente, los partidos fueron creados en
Cuba (1881) a imagen de los peninsulares, en un intento de bascular cons-
tantemente sobre la mayoría españolista. Sucedió sin embargo que —des-
bordando a sus modelos metropolitanos— el partido de la Unión Constitu-
cional y el Liberal Cubano —cada uno con sus bases, sus ideas y sus
intereses distintos—, vivieron igualmente arraigados en la vida local y colo-
nial, en todo dependientes de los afanes económicos y profesionales propios.
Unos quince años después de aquel arranque, a mediados de la última déca-
da del siglo xix, los políticos españoles de la Restauración —con su torpeza
y todo, si se quiere— comprobarían la precariedad y los inconvenientes de
aquella situación extremadamente convencional. Pero ello no habría de lle-
varles, en cualquier caso, al abandono de la empresa o a la tolerancia: sino a
la reacción, por el contrario. Los políticos apuraban así, hasta el mismo
final, aquel riesgo consciente y calculado de sustracción o pérdida que, vis-
to en su perspectiva de conjunto, bien lejos de evitar el desastroso desenla-
ce bélico que al final sobrevino en febrero del 95, lo hacía por el contrario
verosímil, incluso necesario para algunos quizá.
Algo menos se sabía en cambio, sobre la indefinición de un horizonte
colonial extenso (África, Oceanía o Asia... América ya no, por descontado).
Un horizonte que para España iba a ser cada vez más difícil y estrecho de
alcanzar. A pesar de la fugaz ilusión africanista que cruzó la Península en los
años 80, apenas tenía España ya, para poner a prueba una «nueva» política
de expansión colonial, sino un pequeño y escondido lugar: el que le conce-
dieron las grandes potencias, aun a regañadientes, en la costa noroccidental
africana. Esa nueva política africana tendría naturalmente sus ideólogos,
vigías expectantes en los bordes políticos de la Restauración, tratando de
someterla a prueba, de ver su resistencia, con la gestión en África y la expe-
riencia nueva de la aculturación. (Así entiendo yo al menos la enérgica
actuación, «moderna» y colonial, de gentes como Costa a principios de los
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 137

años 80, colonialista apasionado pero —a la par— abolicionista juntamente,


como correspondía a aquel liberalismo anglosajón en su día aprendido en la
Institución Libre.) Más allá sin embargo de aquella propaganda africanista
de los años 1883 a 1885 (congresos, suscripciones, algaradas y manifesta-
ciones por las calles) y del asentamiento propiciado por una «sociedad de
africanistas» con más profesorado que milicia, apenas si llegaría a perfilarse
claro —hasta doblarse el siglo— un mazo de medidas aplicadas para poner
en marcha esa «nueva política» de actuación colonial.
De modo más concreto, y en relación a América, se conocía con bastan-
te certeza cuáles eran las causas de que fuese imposible retener por más
tiempo aquellos territorios insulares a los que se gustaba de llamar «provin-
cias» (así se hacía al menos, casi en toda ocasión, desde los años 30). Y muy
en especial, escapaba al control aquella «isla de azúcar» a la que, compren-
siblemente, se daba más valor, la más lograda y rica en el Caribe entero. Se
oponían a la continuidad de aquel dominio todo tipo de circunstancias y
situaciones: endógenas y exógenas, forjadas día a día en el plano exterior
—las relaciones con Estados Unidos serán, no hay que insistir en ello, deci-
sivas—, e insertas en el nudo mismísimo del lazo colonial y de su trayecto-
ria histórica concreta, su acontecer preciso y bien diferenciado (una cosa era
así lo que ocurría en Cuba y otra en verdad distinta, por diversas razones, lo
que venía afectando a Puerto Rico).
No parecía causar grandes preocupaciones Puerto Rico a los primeros
hombres de la Restauración, con su hacienda saneada y con su experimento
liberal de autonomía que había entrado en vigor en el año 1873 (para ser
suspendido, por cierto, en el 74). La colaboración de los autonomistas puer-
torriqueños siempre habría de ser fundamental para la administración me-
tropolitana, y apenas se empañó esa relación con el viraje hacia la indepen-
dencia, después de los sucesos del 87. La situación no llegaría nunca a
compararse a la prolongada inquietud reinante en Cuba —un conflicto colo-
nial permanente y en progresiva ramificación—, donde las élites criollas libe-
rales se habían visto severamente castigadas por los gobiernos democráticos
peninsulares al haber alentado —o acaso permitido, negligentemente— una
rebelión contra la égida peninsular, tan brusca y tan masiva, como la que
siguió al grito de desesperación y agotamiento de la Demajagua.
Las razones que, al final de la década de 1880, afectaban al conjunto de
la relación colonial entre España y sus islas antillanas haciendo que se co-
lumpiaran inestables en la escena política tanto protagonistas como expec-
tativas —por una parte u otra de la relación—, eran no obstante en primera
instancia de índole político-internacional: las mutaciones de orientación
política en la Casa Blanca y, con ellas, las nuevas directrices de la política
exterior de cara a la expansión regional del mercado americano. (Trascendió
en especial este viraje a la política comercial con España: el tratado bilateral
de comercio de 1891, el llamado Foster-Cánovas.) Pero también es preciso
citar la nueva actitud inglesa en función de cambiantes intereses financieros,
comerciales y geoestratégicos, los reequilibrios globales del poder mundial,
138 Elena Hernández Sandoica

con su evolución imprevista y urgente, etc. Todas esas razones habrían de


revelarse para España al cabo de la década, y a pesar del optimismo de su
primer quinquenio, obstáculos imposibles ya de remontar.
A su vez, aquel manojo de circunstancias externas entraba en combina-
ción con un conjunto amplio de variables nacional-estatales también inte-
rrelacionadas entre sí. En el caso español es preciso traer a colación la pér-
dida de peso relativo —agudizada en la segunda mitad de los 80— frente a
otras potencias, la conflictividad social mal encauzada, la debilidad misma
del diseño estatal/nacional, etc. Variables sociopolíticas eminentemente,
pero también de origen económico: la estrechez del mercado interior, su
inflexibilidad ya crónica, la índole sustitutoria de ese mercado interior débil
—y además fragmentado— que adoptó la plataforma colonial, convertida a
su vez en mercado protegido en exceso, etc. Circunstancias, en fin, que
habrían de escapar, a todas luces, al control de los participantes españoles
en el juego complejo de la política exterior y la diplomacia, pero que dista-
ban en cambio de ser desatendidas por los actores internacionales. En ese
contexto de desigual atención e información ha de ser situado, a mi modo de
ver, el papel protagonista de Inglaterra y sus combinaciones de interés estra-
tégico acerca de España y sus colonias (siempre contando, es evidente, con
los intereses de terceros en ellas). Actuaciones que, vistas en su conjunto,
arrojan una luz cenital sobre la penosa dificultad española —bajo los distin-
tos regímenes habidos, y a pesar del suplementario aval que quizá supusie-
ra, al final, la dinastía— para concertar garantías diplomáticas reales en tor-
no a sus residuos coloniales. Y, desde luego —no menos importante esta
otra cosa—, para procurar sin demasiado estorbo una nueva expansión
territorial extraeuropea. (Garantías que no fueran ficticias, hay que aclarar
quizá: no tan sólo retóricas, como manifestación coyuntural de la costumbre
o habitual expresión de la deferencia diplomática.)
La política exterior de los liberales, a pesar de su atrevido esfuerzo por
romper el cerco —a pesar de su osadía tal vez—, esfuerzo manifiesto en dis-
tintos planos, vendría a revelar en toda su crudeza la falta de recursos mate-
riales, autosostenidos, para impedir la descomposición endógena del anti-
guo sistema colonial español, convirtiéndose el intento final, a medio plazo,
en un obseso grito de no retroceder. El dominio metropolitano español en
las colonias antillanas continuará entre tanto durante un tiempo incierto,
basado como siempre en la severa represión militar y civil y en un control
político recrudecidamente centralizado, sordo y ajeno a cualquier tentativa
de liberalización política y comercial. Una situación, pues, acaso inmejora-
ble —al menos idealmente— para encender la mecha de los nacionalismos.
La afirmación de una cultura propia, de pertenencia a una comunidad dis-
tinta —y alejada— de las oligarquías dominantes, un sentir compartido por
días entre sectores varios de arraigo colonial, iba ya siendo antiguo en
ambas islas; pero sus trayectorias diferentes —en Cuba y en Puerto Rico—
son siempre arborescentes e interruptas (el anexionismo cubano es, desde
esta perspectiva, un asunto nada difícil de explicar), y apenas puede hablar-
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 139

se de una sola trayectoria o «idea nacional» lineal, ni —hasta bien avanzado


el siglo xix— me parece correcto imaginar un proceso homogéno de identi-
dad etnocultural en aquellas Antillas españolas, articulado en un continuum
ideológico capaz de sostener la praxis pertinente.

Asimilismo y autonomía, dos modelos políticos incompatibles


Con su fuerte militarización de la sociedad civil (los «voluntarios» lo
empapaban todo, con su conducta intolerantemente ardiente a favor de esa
España lejana, que decía no querer otra cosa sino el mantenimiento del sta-
tu quo), la opción asimilista restrictiva se convierte en la situación idónea
para hacer a los nacionalismos incipientes coincidir por un tiempo, conver-
giendo con ella, con la ambición de expansión caribeña desarrollada pro-
gresivamente por un grupo de políticos y hombres de negocios norteame-
ricanos. (Una ambición que hasta entonces había sido, también, tan sólo
intermitente y a veces casual.) La intervención de los Estados Unidos sobre
las Antillas españolas, la anexión, quedaría legitimada así a priori, para
muchos cubanos descontentos, una vez comprobada la consolidación de la
presencia yanqui en la vida económica y comercial de la isla (el tratado del 91,
promovido por el llamado «Movimiento Económico» insular, aclaraba obvia-
mente la cuestión). Más complicada era la aceptación ubicua de esa misma
presencia a modo de tutela cultural difusa —o como referente intelectual—,
en competencia fuerte ante los patrones culturales europeos —Francia, In-
glaterra, Alemania también en cierto modo—, una pugna de referencias y
modelos en la que España acabaría siendo la forzosa ausente, con el correr
del siglo. Frente a la tendencia anexionista (vista con creciente complacen-
cia en Norteamérica, tras superar obstáculos), la afirmación febril de inde-
pendencia salida de los clubes de la emigración o los cenáculos nacionalistas
de la propia Isla (Martí ante todo, y su Partido Revolucionario), el empeño
en defender la identidad política de la nación cubana frente a la densa som-
bra del vecino del Norte (al fin venido a ser, por fuerza de las cosas, la solu-
ción mejor a un conflicto insoluble), nada podrían hacer por aliviar a todos
el fatal desenlace. Y, como consecuencia de la propia guerra —su duración
y encono, su enrevesada complejidad social y diplomática—, nada pudo
impedir en Cuba y Puerto Rico («informal» una vez, la otra sin ambages) la
sucesión de un poderío colonial por otro.
Algunos otros elementos característicos de la situación general previa al
desenlace del 98 conviene destacarlos también desde ahora. Vista desde el
exterior, se trataba de una situación que parecía dirigirse sin remedio hacia
aquel desenlace que precisamente se quería evitar —mediante el ejercicio de
la intolerancia y el despecho— por parte del gobierno de turno metropoli-
tano. Se veía acercarse el final de la dominación, la catástrofe —forzosa-
mente triste y depresiva— para una España de irregular futuro y de incierto
pronóstico, como nación y Estado. Una situación, en cuyo primer plano se
140 Elena Hernández Sandoica

dibujan con toda claridad los factores de origen interior, peninsular, a su vez
derivados de la pactada confrontación política bipolar y el funcionamiento del
turno de partidos, bajo control dinástico, previsto en la Constitución del 76.
En ese marco hay que situar la participación —muy minoritaria— de
algunos elementos discrepantes, aprisionados en una discusión pública que
bien podemos llamar, a pesar de su pobreza general de ideas, el «debate
colonial antillano»: unos cuantos interesados en la materia, descontentos
por un asimilismo mal llevado y peor comprendido, amén de algunos inte-
reses económicos divergentes de la orientación dominante, o unos cuantos
militares de trayectoria «americana», e incluso de algún «nuevo» ideólogo de
la colonización. En el núcleo central de ese conjunto vario se instalarían
republicanos y abolicionistas (restos, en fin, del liberalismo progresista jun-
to a la minoría dispersa de los demócratas), que vieron de este modo co-
yuntura propicia para inscribir su práctica (de oposición directa al sistema
político) en la franja delgada que albergaba entre otras pocas cosas, como
herencia irrenunciable del Sexenio, el reclamo de la autonomía para las co-
lonias. Una autonomía pensada y deseada, extensamente, a tenor de las
reglas y del comportamiento propios del liberalismo anglosajón. (La desgra-
cia mayor de los autonomistas españoles como reformadores consistía, no
obstante, en que iban a demandar esa política —rechazada como «foránea»
y por ende peligrosa por los no autonomistas, obviamente— en un país con
hechura oligárquica, un país cuya tradición liberal seguía malviviendo salpi-
cada de malformaciones y rechazos, y que —en el cuarto final del siglo xix—
no iba a dejar más que delgados márgenes para radicalismos izquierdistas.)
Las directrices reformistas adoptadas desde la metrópoli en materia
colonial, especialmente las implantadas en la década de los 80 —algunas
ciertamente menores y sin trascendencia, pero otras quizá no tanto—, afec-
taron también a Filipinas y las posesiones orientales, aunque en escala y
extensión mucho menores. Tan insensibles resultaron ser aquellas directri-
ces de reforma, desde el punto de mira jurídico-internacional y militar pre-
valeciente en la lógica de las grandes potencias, que poco puede sorprender
al observador no precavido el que, al socaire de los sucesos deplorables de
la guerra hispano-filipina, aquellas posesiones oceánicas acabaran finalmen-
te incluidas en la liquidación formal del antiguo imperio español, en diciem-
bre de 1898 en París.
Sin embargo, parece claro que fueron solamente unos pocos, en la Espa-
ña de la Restauración, los que creyeron seriamente que con la reformas lle-
vadas a Ultramar se estuviera ofreciendo una oportunidad efectiva, real y
verdadera, a la prolongación a medio plazo de algún tipo de vínculo polí-
tico-administrativo entre España y Cuba. Muchos menos aún habría con-
vencidos de que podría prolongarse un ápice aquel convenio, desigual y lar-
go, gracias a las virtudes del autonomismo, tal y como ocurría con las más
felices y desarrolladas posesiones inglesas. Incluso puede dudarse con moti-
vo, a mi modo de ver, de que quienes impulsaron desde arriba el proyecto de
reforma que se consideró más atrevido (la llamada «ley Maura») atendieran
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 141

realmente a cualquier tipo de correlación estrecha, operativa y práctica,


entre la petición abierta de cierta opinión pública metropolitana —desigual,
reducida y fragmentaria— y el dictado formal, por los sectores antillanos
implicados, de unas pautas de liberalización que dejaran a España por un
tiempo seguir, de alguna forma, con su gobierno en Cuba.
Un giro este, el del autonomismo, que ya no deseaban en su mayoría, a
la altura de 1893, los sectores criollos más politizados. Y, menos todavía,
aquellos opinantes que, desde el lado cubano de la situación, se hallaban
más directamente conectados con los recursos del aparato productivo. El
proyecto reformista del 93, abortado en la propia Península por los defen-
sores a ultranza del statu quo, apenas contenía nada que pudiera satisfacer
realmente a los liberales autonomistas en la Isla: «Descentralización centra-
lizadora», lo llamó Govín, con certera ironía. Y su fracaso sería visto enton-
ces, desde la propia Cuba, como un engaño más de los poderes metropolita-
nos, como un malentendido intolerable o quizá, finalmente, como un torpe
producto residual de la incapacidad e incomprensión —de nuevo manifies-
tas— del partido liberal español. Llamarle «autonomía» a lo que no lo era,
vendría a golpear entonces las sensibilidades, más que a sorprender.

Del nacionalismo emergente al fervor nacional

A medio plazo, sin embargo, las novedades y las alteraciones en la situa-


ción colonial que, a ojos de los gobernantes españoles, resultaban más duras
de aceptar vendrían a ser precisamente éstas: las derivadas de la agudización
de los nacionalismos antillanos. Es decir, las procedentes del crecimiento y
difusión de una voluntad política organizativa cada día más madura, conta-
giosamente participativa e interclasista y —casi obligada, por tanta frustra-
ción de autonomía— finalmente independentista, por encima de cualquier
otra opción. Era la cristalización democrática de una idea nacional aflorada
de antiguo y soterrada; una idea que, en el transcurso de la «guerra larga»,
ampliaría en la ciudad y el campo sus bases sociales, aprovechando en par-
te los canales de participación abiertos finalmente por el escueto reformis-
mo peninsular.
Además, para la emigración política en Tampa o Cayo Hueso una «nación
cubana», como germen de estado independiente, iba llegando a ser (1892) un
proyecto político factible. Contaba el aparato de la independencia cada vez
con mayores apoyos en dinero, en hombres y pertrechos llegados desde fue-
ra, del exilio europeo o neoyorquino —conspiradores del 68, más los traba-
jadores del tabaco expulsados de la Isla por razones políticas—, aparentan-
do una fuerza creciente de aglutinación entre clases y grupos muy diversos,
con su prensa, sus reuniones y sus mítines. Acabaría entonces de hacerse el
movimiento con un ideario político y social muy atractivo, distinto por prin-
cipio —como el día y la noche— del de los gobernantes españoles y aquella
omnipresente oligarquía hispano-colonial, ambos furiosamente enfrentados
142 Elena Hernández Sandoica

a él. Se trataba, está claro, del credo convincente de la democracia, tan lejos
ya a esa hora del tinglado político alzado en la Península, en donde había
sucumbido bajo el torbellino tormentoso del «Sexenio», también por el ago-
bio de la insurrección colonial.
El descontento político y social acumulado desde atrás entre los «saca-
rócratas» (y otros grupos superiores criollos) iba a ampliar, masivamente
entonces, su ámbito concreto de irradiación. La idea nacional desplegaría
todo su potencial de conflictividad: la situación reinante ya a principios de
los años 90, muy posiblemente, pudiera definirse —more sociológico—
como un ejemplo claro de conflicto social intergrupal provisto de diversos
polos, y articulado en torno a un núcleo firme de origen político. Los conti-
nuos esfuerzos de «españolización» que habrían de desplegar —a menudo
de manera espontánea, otras veces indirectamente inducida— colectivos
subalternos de población española (grandes corrientes migratorias de las
zonas más pobres de la Península, a partir de los años 80, canarios y galle-
gos muchos de ellos), no hicieron sino agudizar entre los naturales del país
el sentimiento básico de la creciente diferencia, la percepción de pertenen-
cia a ámbitos materiales distintos.
Además de la propaganda política martiana, ciertamente, las medidas de
refuerzo demográfico de la población peninsular contribuirían a reforzar
la naturaleza interclasista e interracial —con todas las objeciones que pueda
hacerse a su desarrollo político, si se quiere— de la denominada «cubani-
dad», que así emergía como un frente sólido y macizo, abierto sin embargo,
a la adhesión voluntaria de los peninsulares que lo desearan, los «españoles
buenos» de José Martí. Y acabarían, en suma, por poner en pie, armada de
razones antiguas contra los españoles, a una nación mestiza en busca de un
Estado, un Estado donde darle forma desencadenando sin retorno posible
una cruenta guerra —que, como siempre, se quería corta— para dar fe de
hasta qué punto era decisiva y firme su voluntad secesionista. (La operación
de armas se había ensayado ya en el 68, finalmente sin éxito, y antes aun
resultaría soñada varias veces, mas aplazada al fin en diversos momentos,
por los escrúpulos racistas de las oligarquías habaneras.)
Sería aquel triunfo de la nueva nación, su advenimiento, un triunfo anun-
ciado. Una ruptura radical preñada de amenazas para los últimos españoles
que «hicieron las Américas», aquellos que pisaron la tierra americana con el
encargo de prolongar gobierno o acrecentar fortuna, obsesionados por lle-
varse consigo de retorno un beneficio rápido, dinero extraordinario como
fruto abundante del privilegio arancelario o de la corrupción funcionarial.
Militares de alta graduación, administradores diversos de la política peninsu-
lar, negociantes y grandes comerciantes —pero también una fracción incierta
de los inmigrantes de a pie, afectados de una manera u otra—, vivieron la
zozobra y la precariedad del equilibrio tenso que sostenía a Cuba. Pero
la mayor parte no iba a ceder siquiera un ápice en la contrarréplica, a su vez.
Inestabilidad por tanto, que en modo alguno equivale a decir que fuera
aquel temor de la ruptura, del desenlace brusco, el principal obstáculo para
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 143

el logro feliz de sus particulares metas e intereses, la razón de su encono


mayor y más notorio, de su premura codiciosa y avara. Mucho menos aun,
la justificación moral de las medidas drásticas, generadoras de un clima de
violencia perpetuo, encaminadas a evitar aquel temido desenlace, en fin.
Desenlace previsto —quiero insistir en ello—, sin dudarlo apenas, a no mu-
cho tardar. Pero el temor no impediría tampoco como ya dijimos —antes
bien lo contrarío— el refuerzo masivo, regionalmente variado y múltiple,
de la presencia hispana en las Antillas, la densificación de esa corriente
demográfica (mercantil en principio, y en este campo catalana o vasca) que
era ya antigua en su tradición. Muchos más españoles, y de origen más
vario, sólo en parte conscientes de aquella política —defensiva y tardía—
basada en el intento apresurado de diluir a la nación en marcha, fueron a
las Antillas a instalarse, a lo largo de esa década y media de crisis de domi-
nio que se abre entre 1878 y 1895. Un tiempo que resultaría decisivo, en
sus componentes sociales y en sus consecuencias económicas, para lo que
habría de venir después.

La naturaleza del colonialismo español


Entre tanto, como fruto maduro de un alejamiento y una desafección cre-
cientes que habrían de estallar en aquel fin de siglo, el problema principal de
España respecto a sus colonias había ido adoptando un peculiar cariz. De
1868 en adelante, el asunto de la viabilidad o no de las colonias antillanas
para España (su rentabilidad fiscal, su contribución impositiva al Tesoro
público) había trascendido el foco original, el eje de tensión acostumbrado
hasta entonces a lo largo del siglo. Es decir: la metrópolis se toparía entonces
con la que ya era pregunta central en toda discusión sobre los territorios colo-
niales. Era un tópico propio de la etapa antimercantilista inglesa (a veces con-
fundido, por los propios publicistas primero y por los historiadores después,
con un «anticolonialismo» verdadero) el preguntarse, al cabo, qué era lo que
obtenía el país entero, de una manera u otra, de sostener colonias.
Cuál habría de ser la rentabilidad para la hacienda pública de las pose-
siones antillanas en el seno de la economía española —no tan grande quizá,
para algunos autores muy recientes, como en un tiempo la mayoría creyera;
imponderable en cambio, casi, para otros—, fueron entonces en el Parla-
mento y en la prensa españoles, décadas después de que hubiera sucedido en
Inglaterra, temas de discusión acalorada. Ello daría entrada a la cuestión
—mitad política, mitad económica— de cuál fuese el valor de esas mismas
colonias, bajo la protección y el privilegio de Ejército y Estado, para los
lobbys y los oligopolios, en su actuación extraterritorial sin límites, ayuna de
control.
La manera por la que se conduce este doble proceso en la España de la
Restauración es extraordinariamente transparente y clara, útil sobremane-
ra para ilustrar cómo pueden de hecho encadenarse redes diversas de reía-
144 Elena Hernández Sandoica

cienes complejas entre poder político y poder económico. A la altura de 1878,


una década después de que la Isla de Cuba hubiera dejado de ser fiscal-
mente rentable para el Tesoro público en España, se había en cambio so-
lidificado ya, en todos sus extremos, la cruel paradoja de que esa misma
Isla aparentaba ser más precisa que nunca para los intereses metropolita-
nos en presencia. (Eso es, sin duda alguna, lo que, sinceramente, creían
también desde antiguo los gobernantes, los políticos en su mayoría, y lo que
nunca dejarían de proclamar —es claro— los actores sociales, comercian-
tes y financieros que habían contribuido sustantivamente, con dinero cuba-
no, a la Restauración.)
La relación inversa dependiente entre metrópolis y colonia (España y
Cuba), en virtud del notable peso específico socioeconómico y militar alcan-
zado por esta última, había trascendido cualquier ámbito periférico de actua-
ción y había desbordado esa entidad subordinada propia, específica de lo
colonial, invirtiéndose en cierto modo los papeles. Los intereses hispano-an-
tillanos, verdaderos grupos de presión, controlaron con autonomía relativa y
en su beneficio directo las riendas de la política colonial en las Antillas. Sin
preocuparse verdaderamente de ponerle nombre específico a lo que preten-
dían (salvo que ese nombre se acoplara por fin, llegado un punto, al rótulo de
«ministerio de Ultramar»), sin mostrar demasiada preocupación, en cual-
quier caso, por el carácter o la naturaleza privativa de esa política precaria
(ello es lo que justifica sin duda la percepción extensa de que, en verdad, no
hubo en España política colonial alguna). Y además —lo que no puede per-
derse de vista, por lo evidente de su desequilibrio— sin que las élites criollas,
capaces y bien formadas, obtuvieran un incremento simultáneo de los bene-
ficios obtenidos, una correspondencia ajustada en las reformas, y una parti-
cipación equilibrada en los gobiernos local y central.
Se abriría de este modo la tijera en cuyo centro podemos situar a la
administración colonial: de un lado, en la rica colonia, la separación que
oponía inconciliablemente los intereses de los productores criollos y de los
comerciantes españoles —con excepciones siempre—, pero antagonismo
creciente y conocido. Ambos grupos —cubanos sacarócratas y ricos espa-
ñoles— irían acompañados a su vez, a un lado y otro del eje divisor, de muy
distintos sectores sociales, de intereses complejos y enredados y de
muy variada capacidad de opinión y decisión. En la Península, por su par-
te, la divergencia se arraigaba en la aversión de los sectores financieros y
corporativos a las indecisiones y cambios del Sexenio, y se ampliaría gra-
cias a la específica estructura sociopolítica de la Restauración: la presión
conservadora y oligárquica llevaría hasta el centro mismísimo del Estado
y sus bases sociales aquel conglomerado de intereses de raíz antillana
—cubanos sobre todo, una vez más—. Era el fin esperado en una trayec-
toria que acabó convirtiendo la razón económica particular —a su vez por
razones diversas de índole política— en un eje esencial de la propia políti-
ca, en parte inseparable y sustantiva de su estructura misma, de su nerva-
dura o armazón.
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 145

Eso es lo que explica, ciertamente, que el asunto de la conservación o


pérdida de las colonias antillanas fuese para los patrocinadores de la
monarquía alfonsina —y en general, para los partidarios del modelo políti-
co canovista— un asunto central, inmarcesible, inmóvil o intocable. Tan
inestable y dependiente de circunstancias políticas periféricas, sin embar-
go, como arraigado en razones económicas profundas, sustantivas. Des-
pués de los primeros años de la puesta en funcionamiento del sistema res-
tauracionista (y hasta su abolición, en fin, por la Dictadura del general
Primo), la cuestión principal residiría no tanto en indagar a propósito de
cómo conservar intacta la estructura original del sistema político peninsu-
lar, en cómo preservar las esencias de aquel marco jurídico y social estable-
cido en el año 1876, sino —incluso a sabiendas de que ese marco iba sien-
do progresivamente pervertido— en cómo prolongar su funcionalidad, en
ver cuál fuese el modo más certero de garantizar su eficacia global. Se tra-
taba de un entramado artificial (oligárquico y caciquil, ya lo sabemos) pen-
sado, claro está, para la Península como eje territorial, pero que hunde sus
raíces —aunque a veces se olvide— en la poderosísima realidad material de
las viejas colonias. Muy especialmente, en lo que Cuba era —y signifi-
caba— desde antiguo para las élites oligárquicas y moderadas españolas, en
especial para los protagonistas preeminentes de aquel acuerdo financiero
y militar que, con el objeto primordial de erradicar la inseguridad entraña-
da por el republicanismo demócrata, de aminorar sus riesgos materiales e
ideológicos, daría paso por fin, en el 75, al restablecimiento militar de la
desprestigiada monarquía borbónica.
El complejo entramado sociopolítico ideado por Cánovas, con la dinas-
tía como piedra angular, siguió considerándose por sus propios artífices y
ejecutores, durante todo el tiempo, como absolutamente dependiente de la
conservación de esas mismas colonias que, en muy amplia medida, lo habían
hecho posible de modo material. Aunque los hechos demostrarían luego que
quienes creían en esa dependencia estrecha no tenían, ciertamente, razón;
que el sistema político de la Restauración española, en buena parte debido a
los malabarismos —conceptuales y estratégicos— que realizara Maura, y
merced a la resistencia innegable del tinglado —obra esta vez de muchos, el
deshacer la oposición al mismo—, iba efectivamente a sobrevivir, aún por
mucho tiempo, a la tan temida «catástrofe» colonial. Pero ese mismo miedo
catastrofista al hundimiento de la monarquía —compartido en los círculos
diplomáticos extranjeros, y quizá por ellos mismos alentado en más de una
ocasión— seguiría inspirando, curiosamente, distintas actuaciones políticas
años después. Inspiraría, por descontado, la gestión entera de un Antonio
Maura, quien quedaría toda su larga vida fuertemente impresionado por el
fracaso de su proyecto colonial del 93. Un fracaso que muy posiblemente, y
excepto en lo que hace al rechazo levantado entre el estamento militar, nun-
ca llegaría del todo a entender.
146 Elena Hernández Sandoica

Razones para una guerra inútil y esperada

El que, a partir de febrero de 1895, tanto conservadores como liberales se


arriesgaran a fondo en esa operación que de antemano se sabía costosa, de
afirmación y defensa dinásticas a ultranza (identificándola con la simple
defensa del statu quo}, empantanándose en una dura guerra colonial de nue-
vo y con los Estados Unidos como arbitro impaciente, resulta ser una decisión
política que urge revisar a fondo. Se trataba de una guerra que militarmente
se hará más difícil que la anterior, que acabará resultando desgarradora en
su aspecto social y, esta vez desde el principio, resultará suicida en el plano
económico; una guerra que todos querían pronto concluir y que no parecía
acabar nunca, en cambio. Las dos partes quisieron alzarse, claro está, con la
victoria, una victoria que permitiera albergar la esperanza de una paz dura-
dera. Afirmar esto, lisa y llanamente, no contradice la otra percepción, más
común por momentos, de que se estaba entrando en la recta final. Una per-
cepción abiertamente explícita en los estratos altos de la toma política de
decisiones, aunque ocultada al grueso de la opinión civil y militar, hasta
extremos muy burdos. Y una convicción cada vez más exacta en sus contor-
nos, hasta entonces vagos, presente por doquier en la correspondencia
diplomática anglófona —y en sus ecos forzosos—, importante también en
los intercambios reservados de las élites de opinión, tanto políticas como
financieras.
Una idea que está, por ello mismo, permanente y activa (aunque esta vez
de manera indirecta) en el apresurado nerviosismo de los comerciantes
peninsulares, en su prisa no oculta por apurar al máximo el tiempo de los
aranceles favorables. Un tiempo que les estaba siendo concedido de más —y
ellos lo sabían—, acrecentado aún el privilegio desde la ley de relaciones
comerciales del 82, siempre bajo el paraguas protector de la soberanía
peninsular. Del total de colonias retenidas aún, Cuba era sobre todo —se
sospecha por muchos y abiertamente se comenta entonces, en Cataluña
sobre todo— la colonia que antes habría de perderse. Nada se sospechaba,
claro está, de las otras, y fue precisamente entonces cuando se empezó a
pensar más seriamente en Filipinas (los tabacos y su manufactura como
capítulo principal) y bastante menos en el norte de África, como mercados
nuevos. (Cosa bien distinta es que, hasta que no hubo más remedio casi,
productores y hombres de negocios españoles llevaran adelante, efectiva-
mente, aquel desplazamiento territorial de focos de inversión.)
Quienes creyeron que se acercaba el tiempo de alejarse de Cuba —co-
mercial, política y fiscalmente— repitieron en los años 80, aunque quizá sin
mucha convicción, un manojo de estereotipos fáciles a propósito de la colo-
nización nueva. Una manera de ampliar esferas de actuación e influencia, se
decía, distinta y antagónica de aquella otra colonización desmesurada y vie-
ja, pretexto moralmente dudoso para prácticas comerciales y fiscales obso-
letas. Nació así una polémica parlamentaria —pronto olvidada— en torno al
retroceso del librecambio y sus efectos políticos y mercantiles —sociales
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 147

sólo en parte—. Pero pocos productores o inversores se arriesgaron a crear


empresas, animándose a iniciar una explotación colonial directa sobre otros
territorios, mal resguardados políticamente por una potencia débil como era
la española, en la época del nuevo reparto colonial. (Excepción conocida es,
desde luego, la manufactura y el transporte de los tabacos filipinos, asumi-
dos por sectores cuyos intereses antillanos están fuera de toda discusión.)
Pero ésta no sería sino la excepción: el temor, el recuerdo constante del ries-
go que entrañó la «guerra larga», su corolario de insurrecciones varias, la
actividad creciente de los nacionalistas cubanos en el exterior, en lugar de
acelerar la búsqueda de sustituciones coloniales entre los productores y los
comerciantes españoles, sirvió ante todo para forzar la situación hallada, y
condujo a tratar de mantener a toda costa, mediante las armas, las cosas
como estaban. A un precio que se sabía enormemente alto en vidas huma-
nas, en coste social. Aunque no tanto, ni muchísimo menos, en coste finan-
ciero.
La convicción generalizada de que se estaba entrando en la recta final
llevó, en efecto, a los capitalistas hispano-antillanos a proseguir su esfuerzo
natural sin reparar en medios, activando los instrumentos a su alcance y for-
zando a la Administración a someter a su disposición aquellas otras armas,
aquellos instrumentos, de los que ellos mismos, como particulares, no dis-
ponían privilegiadamente aún (el caso de la Compañía Trasatlántica se reve-
la ejemplar). Acaso explica esto la obstinación final de las medidas adopta-
das, la cerrazón populachera y sorda de una política que sólo en apariencia
venía a evidenciarse como un sinsentido: el llevar tantos hombres a la mani-
gua sin esperanza alguna de verlos regresar triunfantes, el hecho de sacrifi-
car, inútilmente, tantas vidas de pobres. Y otorga a los comportamientos
colectivos de los sectores medios de la población, cohesionados en torno a
una guerra que se quiso que fuera (¿deliberadamente?) inevitable —com-
portamientos nada incomprensibles a la luz del relámpago eufórico de los
años 80—, una tramoya rígida, una naturaleza como de ficción.
A pesar de la general certidumbre de la separación, poco a poco intuida
por el conjunto de los sectores en presencia y, con efectos antagónicos, por
todos esos sectores compartida —o precisamente por esa certidumbre mis-
ma—, la clase política de la Restauración haría dejación de la «política como
negociación» en Cuba, de la política entendida como pacto (es decir, de la
autonomía) y sólo trataría, casi unánimemente, de impedir que sobrevinie-
ra, bajo su responsabilidad directa, el fatal desenlace. Se llegaría al final
empleando medidas de fuerza ciega, sacrificando una parte del Ejército,
liquidando la flota virtualmente, arrostrando el peligro de la impopularidad
y tratando de hacer frente al desorden interior que se esperaba mediante un
ejercicio, asombrosamente elemental y rústico, de control de opinión. Un
ejercicio al que contribuyó la prensa decisivamente (cierta prensa «moder-
na» muy en especial, liberal pero antiseparatista), especialmente cuando,
por fin, apareció en escena, para alivio de todos, un enemigo felizmente dis-
tinto: el «tocinero yanqui».
148 Elena Hernández Sandoica

El comportamiento suicida que caracterizó el episodio último fue una


manera de asegurar, sorteando el frágil equilibrio de factores, aquel objetivo
supremo de defensa dinástica que imprime al conjunto su significación
mayor. Un objetivo estimado como de orden superior a cualquier otro, y por
el que se estaba dispuesto a pagar un altísimo precio territorial, dispuesto a
permitir cualquier amputación. Salvar la monarquía como garantía del sis-
tema era, a la vez, ratificarla como última razón de ser del sistema mismo.
Quienes más perderían con la desmembración colonial, materialmente
hablando, habrían recibido, además, durante todo el tiempo (en la fase de
prevención del conflicto, a lo largo de él y en el proceso de su resolución,
aunque esta vez de manera más focalizada, mas restringida o desmayada)
señales evidentes de que, desde lo alto, se velaba por sus intereses, de que se
estaba haciendo lo imposible (mensaje destinado a industriales catalanes y
harineros de Castilla, ante todo) por permitirles, a unos y a los otros, conti-
nuar disfrutando, sine die, de la situación.
No hay grandes elementos de sorpresa, pues, en lo que sucedió en el año
notable del 98. Era lo que se pensaba habría de acontecer más tarde o más
temprano —salvando los detalles y las circunstancias de cada representa-
ción particular—, en tanto no variaran los elementos claves de la situación.
Toda la política colonial de los años 80, la resignada desestimación, incluso,
de aquello que la desarbolada ley de Maura hubiera podido suponer quizá
(si es que podemos concederle crédito al proyecto maurista como desactiva-
dor potencial de un nacionalismo cada vez más compacto e interclasista en
Cuba, lo que es más que dudoso, a mi modo de ver), son cosas que se expli-
can suficientemente —me parece— a la luz del enfoque que propongo: todo
iba a valer, seguramente, mientras fuera posible mantener en Cuba los lazos
y cadenas de intereses que servían de común vertebrador aquí mismo, en la
Península. Se trataba tan sólo de un aplazamiento, de una moratoria indefi-
nida, cuyos plazos exactos nadie se arriesgaría nunca a fijar de antemano. Y
todo movimiento a corto plazo, dentro de ese paréntesis de regalo, había de
resultar rentable, sin lugar a dudas. Incluso más que nunca en ciertos casos
—desde el punto de vista económico—, como bien se vio.
Puede que, de otra manera, con más seguridad y confianza en la viabili-
dad de un futuro conjunto, razonablemente compartido en virtud de intere-
ses concordables (y que no revirtieran, antes o después, en beneficio de los
Estados Unidos, cada vez más dispuestos a la anexión), Madrid hubiera lle-
gado a introducir en Cuba una cierta autonomía, como intento de conten-
ción de la desafección política creciente. Un acuerdo imaginario en el que
hubieran debido participar las fuerzas en presencia: las exteriores y las inte-
riores, los poderes ya consolidados —reconocidos desde tiempo atrás— y
aquellos otros radicales, nuevos, del separatismo antillano más decidido
—del filipino también, en cada caso— que hacía poco habían aparecido muy
pujantes, democráticos en su fundamentación política y, por ello, tan con-
vincentes como idóneos para una mayoría interracial.
Pero, como es sabido, Madrid despreciaría en cambio las medidas políti-
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 149

cas. Desatendió también, hasta muy tarde, reclamos apaciguadores de política


económica y fiscal, medidas arancelarias vivamente anheladas por una mayo-
ría de los grupos criollos como último recurso. Tan sólo esperaría el Ministe-
rio a que el prohibicionismo y las medidas clásicas, represivas, de carácter civil
y militar, surtieran sus efectos. Y, en esa coyuntura de sobreexplotación, hubo
quien todavía pudo beneficiarse sin molestias (de manera privada o colectiva,
pero siempre intensísima) de las ventajas de una relación colonial enquistada
(obviamente en estado terminal), en la que los actores intervenían estructu-
ralmente exasperados, en permanente estado de tensión y alerta.

Conclusiones
En las dos décadas que precedieron al Desastre, la política española en
las colonias antillanas vino a regirse por tres principios. Ante todo, por la
defensa y el sostenimiento de la monarquía borbónica, como emblema y
encarnación de una fórmula política de garantía, insustituible, para los inte-
reses socioeconómicos en presencia. En segundo lugar, se basó esa política
en una valoración insuficiente del margen de juego permitido por la oposi-
ción existente entre el liberalismo peninsular y el liberalismo de base anti-
llana, moviéndose posturas en el marco de una ambigüedad calculada. (Una
oposición, claro está, que nunca habría de verse resuelta: ambos liberalis-
mos se revelarían del todo incompatibles al final, viniendo a reforzar esta
segunda oposición aquella otra primera, básica para el juego político de los
partidos peninsulares, entre conservadores y liberales.) Vistas las cosas des-
de sus contornos, da toda la impresión de que se trata de ceguera política de
los gobernantes, de una incapacidad colonial específica que se manifestaba
por ejemplo, día a día, en la atención insuficiente concedida al aumento ver-
tiginoso de la distancia cultural que se abría entre metropolitanos y criollos
—sólo medidas centralizadoras de unificación educativa, más contraprodu-
centes que otra cosa—.
Y en tercer lugar, caracterizaría también a la política colonial española
en América y Oceanía en su etapa final, una satisfacción creciente a cargo
del Estado, con medidas casi siempre fragmentarias —y no, como en un
tiempo tendimos los historiadores a opinar, con acuerdos globales—, de las
apetencias particulares de los lobbys de interés colonial. Hablar de frag-
mentariedad, naturalmente, no tiene por qué comportar debilidad en la
explotación llevada a cabo por hispano-antillanos, pero sí podría implicar
cierta mejora simétrica, al menos en teoría, respecto a las condiciones gene-
rales en que habrían de desarrollarse y expandirse los intereses propios de
los criollos. Pero el entrar a fondo en la compleja trama de la larguísima con-
frontación (o, a veces, desigual combinación) de intereses entre ambos con-
juntos sociales bien diferenciados, el peninsular y el antillano (distintos des-
de luego entre sí, pero ni del todo independientes ni, aun menos, separados)
no es asunto en el que podamos detenernos ahora.
This page intentionally left blank
Los nacionalismos hispano-antillanos
del siglo xix
JORGE IBARRA

La presente comunicación se propone reconstruir algunos hitos del pro-


ceso de formación nacional dominicano, puertorriqueño y cubano en la
segunda mitad del siglo xix. Uno de los primeros hechos que salta a la vista
de los historiadores es el atraso de Las Antillas hispánicas en incorporarse al
proceso emancipador del continente americano.
Se han propuesto diversas interpretaciones a propósito del rezago histó-
rico antillano. Algunas de éstas se basan esencialmente en hechos demográ-
ficos, militares y geográficos. Ahora bien, aun cuando a nuestro modo de
ver, estos factores incidieron en la evolución histórica de la región, la hipó-
tesis historiográfica que se acercaría más a una explicación de conjunto de
las causas de su retraso histórico sería la que lo atribuyese a la existencia de
economías de plantación en Cuba y Puerto Rico. El adelanto del Santo
Domingo español en el logro de su independencia con relación a las islas
hermanas, se debería precisamente a la ausencia de una economía planta-
cionista en su territorio. Desde luego, los supuestos historiográficos conce-
bidos en estos términos deben ser cotejados cuidadosamente en el proceso
histórico real de la región objeto de nuestro estudio l.
Una primera aproximación a la evolución del Santo Domingo español, nos
enfrenta desde un primer momento con un evidente desfase histórico. En ese
país no se formó una economía de plantaciones y su característica fundamen-
tal fue la de ser una colonia desamparada y relegada por su metrópoli. Desde
la primera mitad del siglo xvm, los señores de hatos y corrales dominicanos,
vendían el ganado de sus haciendas a la parte francesa de la isla, aplicada al
fomento de plantaciones azucareras. La revolución haitiana provocaría la rui-
na del régimen plantacionista, trayendo por consecuencia la decadencia de la

1
Paul Estrade, «Observaciones sobre el carácter tardío y avanzado de la toma de con-
ciencia nacional en las antillas españolas», Ibero-Americana Pragensia, núm. 5, 1991.
152 Jorge ¡barra

hacienda ganadera dominicana. Desde entonces, el Santo Domingo español


quedó expuesto a las agresiones de los haitianos y de Francia. España no se
encontraba en condiciones ni disposición de librar una guerra en defensa de
los pobres y desvalidos señores de haciendas dominicanos, ni de la mayorita-
ria población negra y mulata de la isla. Ahora bien, la existencia de vínculos
comunes de cultura, psicología y religión entre la oligarquía terrateniente
dominicana y la metrópoli, así como el temor fundado a que el dominio hai-
tiano o francés significase su reducción a un papel subordinado o la emanci-
pación de los esclavos de sus haciendas, influyó en la decisión de enfrentar las
amenazas procedentes del exterior. Éstas serían las razones que determinaron
la guerra victoriosa librada por los señores de hacienda dominicanos, dirigidos
por Juan Sánchez, contra las tropas de ocupación francesas que mandaba el
General Louis Ferrand en 1804, guerra cuyo único propósito sería la restau-
ración del poder colonial de España en Santo Domingo, a pesar de que ésta se
desentendió de la suerte dominicana durante la ocupación francesa 2.
La década de 1820 evidenció que tanto en Santo Domingo, como en
Cuba y Puerto Rico, había una minoría ilustrada independentista proceden-
te de la clase media. Mientras la intelectualidad dominicana se enfrentaba a
los señores de hacienda y a sectores abolicionistas del estamento negro y
mulato libre, en Cuba y Puerto Rico, los ideólogos independentistas encon-
traban la oposición de los plantadores azucareros criollos y de los comer-
ciantes españoles. De hecho, los independentistas antillanos no lograron
enraizar políticamente en la clase media de donde procedían, ni atraer a su
causa a los estamentos de negros y mulatos libres. En Santo Domingo, el
acceso al poder del independentista Núñez de Cáceres, evidenció la debili-
dad del movimiento en que se sustentaba. Incapaz de proclamar la abolición
de la esclavitud y de solicitar sin vacilaciones el apoyo decidido de las Repú-
blicas centro y sudamericanas, el dirigente independentista dominicano,
ante la amenaza de una inminente invasión haitiana, cedió tranquilamente el
gobierno al presidente haitiano Boyer.
Cuando a fines de la década de 1820, México y Colombia, desistieron de
alentar movimientos independentistas en Las Antillas hispánicas, la prédica
revolucionaria de la intelectualidad cubana y puertorriqueña cedió paso a la
política reformista e integracionista de los plantadores azucareros con el
poder colonial. Otra evidencia de que el independentismo antillano de los
años 20 fue más un reflejo de las excitaciones de las nuevas repúblicas his-
panoamericanas, que un movimiento orgánico de los distintos estamentos
coloniales contra la metrópoli.
A partir de 1820, los caminos de Santo Domingo, por una parte, y de
Cuba y Puerto Rico, por otra, se bifurcarían aún más. El independentismo
dominicano, perdería fuerzas durante las primeros lustros de la ocupación

2
Roberto Cassá y Genaro Rodríguez, «Algunos procesos formativos de la identidad na-
cional dominicana», Estudios Sociales, año XXI, núm. 90, Santo Domingo, abril-junio, 1992.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 153

haitiana, mientras la abolición de la esclavitud le impartiría una nueva fiso-


nomía a la nación en formación. El renacimiento del espíritu independen-
tista dominicano estaría vinculado en parte a las reivindicaciones de una
autonomía lingüística, cultural y religiosa de base hispánica frente a la domi-
nación haitiana. Entre las medidas tomadas por los ocupantes haitianos que
contribuyeron a la definitiva integración etnocultural y social del proceso de
formación nacional dominicano se encuentran: 1) Abolición de la esclavitud
y del sistema de estamentos colonial. 2) Confiscación de las tierras de la
Iglesia y de los terratenientes criollos emigrados y su repartición entre los
libertos y campesinos negros y mulatos, lo que dio lugar a la formación de
una clase media rural. 3) Estímulo a la producción mercantil de los vegue-
ros y a las actividades de los comerciantes en el Cibao.
La abolición de la esclavitud patriarcal de las haciendas, sentó las bases
para la formación del pueblo dominicano. El desplazamiento de la clase terra-
teniente como clase hegemónica y la supresión de las barreras raciales y de
castas propició la creación de vínculos estrechos de solidaridad entre los ele-
mentos constitutivos de la nacionalidad en formación. Santo Domingo dejó de
ser una sociedad de amos y esclavos para convertirse en una sociedad de hom-
bres libres. En el Cibao se formó una vigorosa y emprendedora clase media,
agricultura y comercial, agente protagonice del proceso de formación nacional
dominicano. Ahora bien, el propósito expresado por Boyer en el sentido de
que la parte española de la Isla se unificase en hábitos y costumbres a Haití,
suprimiendo las diferencias culturales, fracasó en la medida que encontró la
oposición de la clase media y de la oligarquía birracial dominicana. El movi-
miento oposicionista a la integración en la nación haitiana se dividió en dos
vertientes principales: 1) la tendencia democrática, liderada por la intelectua-
lidad trinitaria, partidaria de la más estrecha unidad entre blancos, mulatos y
negros dominicanos y de la independencia absoluta de Haití. 2) el separatismo
hispanófilo de los señores de hacienda, esencialmente restauracionista y con-
servador, contaba con el apoyo de la Iglesia y era dirigido por el hatero Pedro
Santana. Un sector de la clase terrateniente abogaba por la anexión a Francia
y estaba dirigido por Buenaventura Báez, maderero del norte de la Isla. El
triunfo del movimiento separatista dominicano contra los ocupantes haitianos
de 1843 a 1844, evidenció bien pronto la incompatibilidad de los propósitos
revolucionarios trinitarios y las aspiraciones restauracionistas de los hateros
dominicanos. Si bien el movimiento trinitario se distinguió por la movilización
ideológica de la población urbana, no logró formar una fuerza lo suficiente-
mente compacta para enfrentar el ejército de peones y aparceros que dirigía el
terrateniente Santana, autor principal de la derrota haitiana. Un golpe de
mano reaccionario lanzaría a las cárceles y al exilio a la dirección revoluciona-
ria trinitaria, encabezada por el Presidente Juan Pablo Duarte3.

3
Roberto Cassá, Historia Social y Económica de la República Dominicana, tomo II,
Santo Domingo, Buho, 1989.
154 Jorge Ibarra

El período histórico subsiguiente, el período de la Primera Repúbli-


ca (1844-1861) se caracterizará por el surgimiento de un nuevo tipo de lide-
rato terrateniente. Los dirigentes hateros que se destacaron en la lucha contra
la ocupación haitiana, Santana y Báez, se sucederían en el poder haciendo
tabla rasa de las instituciones democráticas burguesas (constitución, poder
ejecutivo, legislativo, judicial, pluripartidismo, etc.), las cuales sólo consti-
tuían el decorado del escenario donde se ejercía de manera irrestricta el
poder de los caudillos.
El peligro que representaban para la hegemonía terrateniente las amena-
zas de invasiones haitianas, el poder emergente de una burguesía cibaeña
enemiga, el carácter levantisco de las masas negras y mulatas urbanas, la
proliferación de caciques locales revelaban la fragilidad e inestabilidad de su
poder. La debilidad interna de los caudillos los inclinaba a buscar el apoyo
militar y económico de las potencias capitalistas. Las diversas solicitudes
anexionistas de Santana y Báez a Estados Unidos, Francia y España fracasa-
rían ante la falta de interés o de coyunturas propicias en esos países para
apoderarse de la nación caribeña. Sólo ante la inminencia de la Guerra Civil
estadounidense prosperarían los cabildeos anexionistas de Santana con
España. Las potencias europeas apoyarían la anexión de la República Domi-
nicana por su antigua metrópoli y la invasión de México por Francia, apro-
vechando las difíciles circunstancias por las que atravesaba Estados Unidos.
El retorno a la situación colonial en la década de 1860 puso de manifiesto la
incompatibilidad de la cultura, la psicología y la autoconciencia nacional
dominicana con las orientaciones y pautas, políticas y culturales, trazadas
por las autoridades coloniales hispánicas. De no haber arraigado profunda-
mente los sentimientos de pertenencia e identidad nacional en el pueblo
dominicano, éste no hubiera sido capaz de insurreccionarse espontánea-
mente, por su cuenta, contra el poder colonial para restablecer la república.
A diferencia de Cuba y Puerto Rico, Santo Domingo no tuvo una clase
plantacionista vinculada estructuralmente al poder colonial y la metrópoli se
mostró desinteresada en mantener su dominio sobre la isla durante la pri-
mera mitad del xix. La esclavitud patriarcal de las haciendas dominicanas
propició un tipo de sociedad más integrada psicológica, étnica y cultural-
mente, que las sociedades de esclavitud plantacionista que se constituyeron
en la primera mitad del xix en Cuba y Puerto Rico. Por último, la abolición
de la esclavitud dominicana contribuyó a definir en fecha más temprana el
perfil del pueblo nación dominicano.
Si bien en el caso cubano la lucha por la constitución de un Estado
nacional, alcanzó cotas más altas en la segunda mitad del siglo xix en el caso
puertorriqueño, el proceso de integración etnocultural y etnosocial no pare-
ce haber marchado a la zaga de los avances que tenían lugar en la mayor de
Las Antillas. En otras palabras, mientras la gestación paulatina y laboriosa
de las nacionalidades cubana y boricua es resultado de un proceso de larga
duración, que abarca desde el Descubrimiento hasta mediados del siglo xix,
los movimientos de liberación por la constitución de un pueblo nación y un
Los nacionalismos hispano-antíllanos del siglo xix 155

Estado nación en las islas hermanas, se desarrollan en la coyuntura de corta


duración de la segunda mitad del siglo.
El lento proceso de formación de la nacionalidad cubana durante los pri-
meros siglos de la colonización tiene lugar bajo un régimen de esclavitud
patriarcal cuya base es la hacienda ganadera. Desde fines del siglo xvi se
comenzará a fomentar la producción azucarera en pequeña escala en las
haciendas. La presencia de los trapiches y pequeños ingenios en las hacien-
das ganaderas hasta mediados del siglo xvm no determinó transformaciones
cualitativas en la mentalidad de los terratenientes, en la estructura de la
tenencia de la tierra, en la orientación fundamental de la producción hacia
el mercado interno, ni en el trato al esclavo. Durante la década de 1740 ten-
drá lugar la primera acumulación considerable de capitales en la Isla, como
consecuencia de la creación de la Real Compañía de Comercio. A partir de
entonces no serán sólo los grandes terratenientes los que se dediquen al cul-
tivo de la caña: funcionarios enriquecidos y grandes comerciantes, efectua-
rán inversiones en plantaciones con el propósito de producir azúcar en gran
escala para el mercado exterior 4. La expansión de la plantación azucarera
que se inicia desde el hinterland de la región habanera a principios del si-
glo xvm y que se detuvo tan sólo en la Jurisdicción de Cienfuegos un siglo
después, tuvo la virtualidad de dividir a la Isla en dos grandes regiones
socio-históricas: 1) la región plantacionista, ubicada en el extremo occiden-
tal de la Isla, y 2) la región de haciendas ganaderas, la cual se extenderá des-
de las Jurisdicciones de Santa Clara y Sancti Spíritus hasta el Valle del Cau-
to 5 . Durante el período que corre desde principios del siglo xvm hasta la
década de 1840 la región ganadera centroriental de la isla estuvo subordi-
nada económicamente a la región plantacionista occidental. El ganado en
pie era vendido a las grandes plantaciones azucareras para satisfacer las ne-
cesidades de consumo de las dotaciones de esclavos. También era empleado
ganado de labor para el acarreo de las cañas y bocoyes de azúcar. Un análi-
sis comparativo de los censos de 1841 y 1861 nos permite valorar el estan-
camiento progresivo de las producción de ganado en las regiones centro-
rientales de la Isla 6. Los plantadores habaneros y matanceros sustituyeron
en gran medida las compras del ganado centroriental por el tasajo importa-
do de Uruguay, exento de una tributación pesada, sino que estimularon la
explotación intensiva pecuaria en los potreros de la región occidental. En
Cuba, como en el Santo Domingo español, la estrecha dependencia de la
hacienda con relación a la plantación, determinó en última instancia la deca-
dencia y crisis de la primera.
La escasez de capitales, créditos, vías de comunicación, tecnología,

4
Levi Marrero, Cuba. Economía y Sociedad: Siglo xvm, volumen 6, Madrid, Playor, 1978,
páginas 18-23.
5
Juan Pérez de la Riva, El Barracón, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975.
6
Imilcy Balboa Navarro, «La ganadería en Cuba entre 1827 y 1868», Nuestra Historia,
número 1, Caracas, 1991.
156 Jorge Ibarra

esclavos y la abusiva tributación impuesta por la metrópoli en la Junta de


Información celebrada en Madrid en 1866 decretaron la crisis definitiva del
sistema centroriental de haciendas. Así mismo, el crecimiento demográfico
acelerado de la población libre en las zonas rurales de los Departamentos
Central y Oriental de la Isla, comenzó a sentar las bases para el reemplazo
del trabajo esclavo en las haciendas, en los ingenios y en los trapiches típi-
cos. A partir de entonces comenzó a tomar fuerza la idea de que sólo la aboli-
ción de la esclavitud y transformaciones democráticas consecuentes podrían
garantizar la supervivencia económica de los terratenientes centrorientales.
Mientras los señores de haciendas de esa región, en virtud del trato pater-
nalista que le dispensaban a sus esclavos, peones y aparceros, se encontra-
ban en condiciones de dirigir a sus mesnadas criollas en una sublevación
contra el poder colonial, los plantadores ausentistas de occidente no podían
arriesgarse a insurreccionar a sus dotaciones de esclavos africanos, por
temor a perder la vida a manos de ellos. Los esclavos criollos aculturados de
la región centroriental no sólo trabajaban la mitad de la jornada laboral de
los esclavos africanos de la plantación occidental, sino que eran propietarios
de los conucos que les asignaban sus patriarcales amos, cuyo producto les
permitía comprar la libertad y convertirse en peones, aparceros o campesi-
nos independientes. Por otra parte, los señores de haciendas centrorientales
pertenecían a familias de la oligarquía criolla cuyos orígenes se remontaban
a uno o más siglos de arraigo en la Isla, con una cultura y una psicología
social propia, mientras que un sector considerable de la clase plantacionista
occidental estaba integrada por parvenus españoles, funcionarios enriqueci-
dos y comerciantes de igual procedencia, estrechamente identificados con la
Madre Patria por los vínculos de la cultura y el sentimiento nacional. Otra
diferencia fundamental es que los señores de hacienda radicaban largos
períodos de tiempo en sus propiedades conviviendo con sus esclavos y peo-
nes, en regiones inaccesibles por lo que debían moderar su trato con la clien-
tela rural, mientras que los plantadores ausentistas de occidente se pasaban
sólo temporadas de una o dos semanas al año en sus plantaciones, despreo-
cupándose de los malos tratos que sus negros recibían a mano de los mayo-
rales. La esclavitud patriarcal centroriental propiciaría la formación de una
sociedad más integrada cultural, psicológica y étnicamente que la sociedad
plantacionista occidental7. Uno de los elementos básicos de esta conforma-
ción será la existencia de un estamento de negros y mulatos libres más nu-
meroso e influyente. De acuerdo con la enumeración censal de 1778 mien-
tras en la región centroriental el sector de gente de color libre alcanzaba
el 23 por 100 de la población, en la región occidental alcanzaba sólo el 13

7
Jorge Ibarra, «Crisis de la esclavitud patriarcal cubana», Anuario de Estudios Ameri-
canos, XLIII, Sevilla, 1986, págs. 391-417.
— «Regionalismo y esclavitud patriarcal en los departamentos oriental y central
de Cuba», Estudios de Historia Social, núms. 44-47, enero-diciembre, Madrid, 1988, pági-
nas 115-137.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 157

por 100. Estos patrones demográficos se conservaron en sus grandes líneas


generales hasta la década de 1860.
La fusión de la ideología independentista y abolicionista en el proyecto
revolucionario de los señores de hacienda que insurgieron bajo la dirección
de Carlos Manuel de Céspedes, en octubre de 1868, sentó las bases para la
formación del pueblo nación cubano. Al proclamarse en la Constitución de
Guáimaro la igualdad jurídica, la libertad política y la confraternidad étnica
se creaban las condiciones para la constitución de un bloque nacional popu-
lar entre las clases y estratos objetivamente opuestos al dominio colonial.
Este bloque nacional popular se fraguaría como resultado de los vínculos
que se articularían entre el poder revolucionario, el gobierno de la Repúbli-
ca en Armas, y el pueblo nación cubano. La condición de ciudadanos exten-
dida por igual a los parias de la sociedad colonial —esclavos, castas, campe-
sinos— y a los señores de haciendas, estrechó los lazos de solidaridad entre
los elementos constitutivos del pueblo nación emergentes. Los pardos y mo-
renos de la colonia, por una parte, y los blancos criollos, por otra, se reco-
nocieron por primera vez como cubanos más allá de cualquier connotación
racial. Por otra parte, los bayameses, santiagueros, camagüeyanos, villare-
ños, habaneros y matanceros comenzaron a reconocerse como cubanos.
Una conciencia nacional común a todos los partidarios de la independencia
comenzó a sobreponerse a la conciencia de grupo étnico y a la conciencia
regional. No obstante, el bloque histórico nacional que se constituye duran-
te la Guerra Grande en la región centroriental de la Isla, no pudo integrar la
región plantacionista occidental, en la medida que la guerra contra el colo-
nialismo no puede extenderse más allá de la jurisdicción de Las Villas. Sig-
nificativamente, en las pocas jurisdicciones de la región centroriental donde
predomina la economía de plantaciones, la revolución encuentra la oposi-
ción de los plantadores, alineados con el poder colonial español. Revolución
y plantación son términos irreconciliables en el proceso independentista
cubano 8.
Sectores de la clase obrera y de la clase media criolla de la región occi-
dental, partidarios de la separación de España, se vieron obligados a emigrar
o fueron deportados masivamente. El ejército de ocupación colonial español
durante los diez años que duró la Guerra Grande reunió bajo las armas cer-
ca de 180.000 hombres. Más que todos los soldados que pelearon bajo el
mando español durante las gestas independentistas centro y sudamericanas9.
La reducción de la guerra a la región centroriental, como resultado de
pugnas regionalistas que comenzaron a tomar fuerza, determinó que hacia
1876 resurgiesen con fuerza en el campo revolucionario tendencias disloca-
doras del proceso de formación nacional. De esa manera, supervivencias
anexionistas y autonomistas, presentes en el Ejecutivo y la Cámara, tenden-

8
Jorge Ibarra, Ideología mambisa, La Habana, Editorial Cocuyo, 1969.
9
Manuel Moreno Fraginals y José J. Moreno Masó, Guerra, migración y muerte (El ejér-
cito español en Cuba como vía migratoria), Colombres, Editorial Júcar, 1993.
158 Jorge Ibarra

cías localistas en algunas jurisdicciones del campo revolucionario y el racismo


de una fracción liquidacionista, coincidieron a fines de la década de 1870
para dar al traste con el esfuerzo independentista. En la Protesta de Baraguá,
la clase terrateniente centroriental y su intelectualidad orgánica, fue susti-
tuida por una clase media rural y urbana, partidaria de continuar la guerra.
Desde entonces este sector cuyas figuras más representativas en la emigra-
ción serían Antonio Maceo, Máximo Gómez y José Martí, dirigiría el bloque
histórico nacional.
La consistencia de los vínculos forjados en la articulación del bloque his-
tórico nacional fueron puestos a prueba en el período 1878-1895. El Parti-
do Autonomista, organización representativa de la clase plantacionista occi-
dental y defensora del status colonial, se propuso inútilmente subrogarse en
lugar de las dirigencias históricas independentistas al frente del pueblo
nación cubano.
La guerra de 1895, en la medida que incorporó a la región occidental del
país al proceso revolucionario y tuvo una mayor representación popular en
las distintas instancias de poder, pudo coronar el proceso de formación
nacional. La nueva dirección revolucionaria sorteó los escollos que repre-
sentaban las tendencias disgregadoras del anexionismo, el autonomismo, el
regionalismo y el racismo y logró consolidar el bloque histórico nacional.
Los patrones demográficos de Puerto Rico parecen haberse conformado
desde el siglo xvn. Si bien en 1530 había 1.500 esclavos de una población
de 3.000 personas, o sea, un 50 por 100; en 1765 había unos 5.037 esclavos
en una población de 44.883 personas, para un 11 por 100 del total. La cons-
titución del régimen de plantación esclavista y la integración de Puerto Rico
en el mercado mundial no varió en lo esencial esta proporción, que se con-
servó hasta la abolición de la esclavitud. Otra característica estable de la
estructura etnosocial puertorriqueña fue la proporción de criollos blancos
con relación a los criollos negros y mulatos, equivalente de 5 a 4 en todas las
enumeraciones censales del siglo xix. Las cifras del censo de 1775 son elo-
cuentes con relación al peso de la economía campesina y de la hacienda
ganadera. Así unas 5.311 estancias de menos de dos caballerías ocupaban
cerca del 17 por 100 de toda la tierra cultivada y unas 237 grandes hacien-
das ganaderas poseían el 82,4 por 100. Con la implantación del sistema de
plantaciones en la década de 1820 se alteraría sustancialmente la propor-
ción referida. Así, en 1822, un 80,6 por 100 de la tierra cultivada estaría
dedicada a la agricultura, y sólo un 12,5 por 100 a la ganadería 10.
El carácter patriarcal de la esclavitud, la condición independiente y libre
de los estancieros y artesanos criollos, de diversa procedencia étnica, senta-
ron las bases para la formación de los primeros rasgos de una personalidad
colectiva. El proceso de integración etnocultural y la autoconciencia de una
identidad diferenciada del español se encontraban tan avanzadas como en

10
Fernando Picó, Historia General de Puerto Rico, Río Piedras, Huracán, 1986.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 159

Cuba en el siglo xvm. La formación de una economía de plantaciones en


Puerto Rico se iniciaría en la década de 1820. Su atraso con respecto a
Cuba, donde comenzó en fecha tan temprana como 1740, se debe sobre
todo al hecho de que la marginación de la pequeña isla de las principales
rutas de la navegación en el mar Caribe, impidió la formación de una eco-
nomía de servicios y consiguientemente de una acumulación de capitales lo
suficientemente acrecida como para alentar la produción azucarera en gran
escala para el mercado internacional. El hecho sociológico de más trascen-
dencia en el caso puertorriqueño es que los plantadores que desplazan a los
señores de haciendas ganaderas, no forman parte de la clase criolla terrate-
niente original, sino que son en su gran mayoría comerciantes catalanes,
corsos, mallorquines, ingleses y daneses de la Isla de St. Thomas n. De ese
modo, Puerto Rico no cuenta con una clase criolla tradicionalmente arrai-
gada en la tierra, que sostuviera relaciones patriarcales con las clases rurales
subalternas como Cuba y Santo Domingo. No olvidemos que la clase terra-
teniente centroriental cubana y la dominicana desempeñaron un papel pro-
tagonice en la formación del bloque histórico nacional. Puerto Rico carece-
rá, por consiguiente, de una clase económica rectora, autóctona, capaz de
representar los sentimientos e intereses nacionales en los inicios del movi-
miento revolucionario. No existen vínculos de cultura, psicología y en oca-
siones de lengua, entre los plantadores europeos y las clases criollas subal-
ternas. Por otra parte, en tanto extranjeros, tienden a alinearse con el poder
colonial español, antes que con los sectores nacionales. Los plantadores de
Borinquen, sin embargo, no cuentan con suficientes capitales para comprar
sus esclavos y maquinarias en el mercado mundial. De ahí que la adminis-
tración colonial acuda al expediente de someter a la población campesina
libre a relaciones de servidumbre mediante la Ley de la Libreta, que los ata
a la propiedad de los plantadores 12.
Un sector de cafetaleros criollos medios que daba los primeros pasos en
su integración al mercado mundial, endeudados con el capital comercial espa-
ñol y agobiados por la tributación del fisco, decidieron insurreccionarse con-
tra el dominio colonial en 1868, en Lares. El movimiento revolucionario tomó
como primeras medidas la abolición de la esclavitud y la libreta. Como los
revolucionarios del ingenio Demajagua, los de Lares se pronunciaron contra:
1) la discriminación de los criollos en los empleos coloniales, 2) la política fis-
cal española y 3) los préstamos onerosos del capital comercial español13.

11
Rosa Marazzi, «El impacto de la inmigración a Puerto Rico de 1800 a 1830: análisis
estadístico», Revista de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, XVIII, 1-2, junio 1974,
página 37 y Estela Cifré de Louviel, «Los inmigrantes del siglo xix. Su contribución a la forma-
ción del pueblo puertorriqueño», Revista de Cultura Puertorriqueña, núm. 7, abril-junio, 1960.
12
Ángel G. Quintero Rivera, Patricios y plebeyos: burgueses, hacendados, artesanos y
obreros, Río Piedras, Puerto Rico, Huracán, 1988.
13
Olga Jiménez de Wagenheim, El grito de Lares: sus causas y sus hombres, Río Pie-
dras, Puerto Rico, Huracán, 1985.
160 Jorge Ibarra

Como es sabido, la revolución de Lares fue localizada y rápidamente


aplastada por las tropas españolas, sus principales dirigentes fueron juzga-
dos y apresados. Con una celeridad no acostumbrada, la metrópoli españo-
la diseñó una nueva política colonial para Puerto Rico que contribuyó pode-
rosamente a la formación de un movimiento reformista de la clase
plantacionista, el cual disgregaría a las fuerzas emergentes del independen-
tismo. En un corto período de tiempo, España abolió la esclavitud e indem-
nizó a sus dueños, suprimió la libreta, suspendió las facultades omnímodas
de los Capitanes Generales, amnistió a los insurgentes apresados de Lares,
alentó la formación del sistema político bipartidista, decretó el derecho de
una representación puertoriqueña a Cortes y la libertad de prensa. Este con-
junto de medidas iban encaminadas no sólo a fomentar ilusiones entre los
plantadores criollos y extranjeros de Borinquen, sino a disuadir a los revo-
lucionarios cubanos en el sentido de que, sin necesidad de sostener una gue-
rra prolongada y cruenta, podían hacer realidad, sin derramamientos de san-
gre, muchas de sus aspiraciones por la vía legal y pacífica14.
Las medidas revolucionarias de Lares no pudieron ser capitalizadas por
las dirigencias independentistas, pues le correspondió al gobierno de
Madrid hacerlas realidad, con el apoyo y auspicio del sector liberal de la cla-
se plantacionista. De ese modo se neutralizó en gran medida el predicamen-
to del independentismo en la población rural, blanca y negra. En otras pala-
bras, la metrópoli le arrebató la iniciativa histórica a los independentistas.
La rapidez con que obró el gobierno colonial le permitió concertar un blo-
que histórico de intereses interclasistas con los grandes plantadores y mer-
caderes, que excluyó a la dirección independentista 15.
Otro factor que contribuyó a pacificar el país después de Lares fue, sin
duda, el auge sostenido de los precios del café hasta fines del siglo y la supe-
ración de la crítica situación económica que atravesará el sector medio cafe-
talero de donde procedieron los revolucionarios boricuas del 68. Por otra
parte, este sector pasó a depender cada vez más de los préstamos del capital
comercial español y de los mercados de España y de Cuba, donde vendía las
dos terceras partes del café exportado. Astrid Cubano ha planteado que entre
los pequeños y medios cafetaleros «había una indiferencia consciente por el
proyecto autonomista de 1887 y un apoyo pasivo al régimen vigente» 16. La
crisis de la industria azucarera boricua, en la segunda mitad del xix, neutra-
lizó el papel hegemónico que habían desempeñado los plantadores azucare-
ros al frente del bloque histórico de orientación reformista y facilitó el ascen-
so de los grandes plantadores cafetaleros y comerciantes a su dirección.

14
Loida Figueroa, Breve historia de Puerto Rico, tomo 1, Río Piedras, Puerto Rico,
Edil, 1979.
15
Manuel Maldonado Dennis, Puerto Rico: una interpretación histórico social, Méxi-
co DF, Siglo XXI, 1969.
16
Astrid Cubano, «Política radical de Puerto Rico: conflictos de intereses en la forma-
ción del Partido Autonomista Puertorriqueño», Anuario de Estudios Americanos, LI-2, 1994.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 161

Las investigaciones más recientes de los historiadores puertorriqueños


permiten hacernos una idea más clara de los alcances y fuerza del indepen-
dentismo boricua. La ausencia de una clase criolla influyente y poderosa en
el medio rural que pudiera haber desempeñado un papel dirigente contra el
poder colonial español no descartó, de por sí, la posibilidad objetiva de la
integración de un bloque histórico nacional bajo la dirección de la clase
media. En ese sentido, los planes de organizar el desembarco de expediciones
armadas que tuvieran apoyo por parte del campesinado no carecieron de sen-
tido. Procedentes de Estados Unidos y el Caribe, más de trescientos comba-
tientes puertorriqueños, de los cuales cincuenta y dos alcanzaron el grado de
oficiales en el Ejercito Libertador cubano, arribaron a las playas cubanas.
Desde luego, el único medio de comprobar si existían o no condiciones
para un movimiento armado rural en Puerto Rico, es que en realidad se
hubiera efectuado el desembarco de las expediciones armadas que se gesta-
ron y fracasaron en el exterior en virtud de la oposición del Delegado del
Partido Revolucionario Cubano en Estados Unidos, Tomás Estrada Pal-
ma 17. El hecho de que hubiera condiciones de pobreza y explotación extre-
mas en el agro puertorriqueño, como han puesto de relieve Fernando Picó y
Laird Bergard, no implicaba, por supuesto, que el campesinado hubiera
secundado un alzamiento revolucionario. Sin embargo, algunos aconteci-
mientos signados por la violencia rural que tuvieron lugar en la década de
1890, parecen evidenciar que las masas rurales no eran reacias a adoptar
actitudes drásticas, de ruptura con el orden social. Así, los incendios de los
establecimientos de los grandes comerciantes españoles por campesinos y
peones en 1887, las huelgas del proletariado azucarero de 1895 y las parti-
das campesinas que se organizaron en 1898, a raíz de la invasión estadouni-
dense, son hechos que develan potencialidades insurgentes entre los traba-
jadores rurales y el campesinado. Hay también una variedad de testimonios
contradictorios sobre la existencia de condiciones revolucionarias en el cam-
po, que permiten construir hipótesis diversas al respecto. En fin, todavía
queda mucho por investigar en relación con las condiciones políticas y so-
ciales existentes en la década de 1890 18.
El análisis comparativo del proceso de formación nacional cubano,
dominicano y puertorriqueño arroja luz sobre el carácter antitético de la
plantación esclavista en relación con los movimientos independentistas. En
la medida que la esclavitud patriarcal con base en la hacienda ganadera
constituyó la formación dominante en Santo Domingo, el movimiento de li-
beración nacional no encontró la oposición organizada que implicaba la
existencia de la plantación azucarera y pudo anticiparse a Cuba y Puerto

17
Germán Delgado Pasapera, Puerto Rico: sus luchas emancipadoras, Río Piedras,
Puerto Rico, Cultural, 1984, pág. 551.
18
Fernando Picó, 1898: La guerra después de la guerra, Río Piedras, Puerto Rico,
Huracán, 1987 y Laird Bergard, Coffee and the Growth ofAgrarian Capitalism in Ninete-
enth-Century Puerto Rico, New Jersey, University of Princeton Press, 1983.
162 Jorge Ibarra

Rico en la consecución de la independencia. En el caso cubano, la plantación


expresó su oposición invariable a la corriente independentista, que repre-
sentaron en la segunda mitad del xix los patriarcales señores de hacienda
centrorientales y la clase media rural y urbana de todo el país. En lo que con-
cierne a Puerto Rico, los plantadores azucareros y cafetaleros, en la segunda
mitad del xix, se opusieron a todos los movimientos independentistas, orga-
nizados por sectores de las clases medias rurales y urbanas del país.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico,
1887-1897: renovación y conflicto en el Partido
Autonomista Puertorriqueño
ASTRID CUBANO IGUINA

En la década de 1870, mientras el este de Cuba luchaba su primera gue-


rra de independencia (Guerra de los Diez Años), Puerto Rico se encontraba
en vías de modificar su relación con España. En esos años, la creciente eco-
nomía del café ofrecía el contexto propicio para una solución reformista del
régimen colonial. Desde la década de 1860, España venía comprando una
tercera parte de la cosecha de café de Puerto Rico, a pesar de los impuestos
aduaneros que gravaban su entrada en la Península *. La otra tercera parte
(que a veces, como en 1872, se elevaba a la mitad) se exportaba a Cuba gra-
cias a las redes del comercio español en ambas islas. El resto iba a una diver-
sidad de puertos europeos, también gracias a las redes del comercio catalán
y mallorquín.
Los nuevos grupos de interés agroexportador facilitaron la inserción de
Puerto Rico en el proyecto liberal por la evidente indiferencia de ese sector
económico ante cuestiones como la abolición de la esclavitud, y su marcado
interés por un sistema político más representativo, por fortalecer el comercio
con España y por moderar la influencia económica de los Estados Unidos en
las islas, que era consecuencia de las exportaciones azucareras. Los gobiernos
municipales de las zonas productoras y/o exportadoras de café caían en manos
de las nuevas redes comerciales, y se hacían eco de ese proyecto. Los diputa-
dos a Cortes por el distrito electoral que comprendía a Arecibo y a Aguadilla,
dos puertos que prosperaban gracias a las exportaciones de café, defendían la
hispanidad de Puerto Rico a la vez que las reformas liberales, que se creían
necesarias «como una obra patriótica que pusiera un dique al progreso siem-
pre creciente de la Doctrina de Monroe»2. Su programa de reformas econó-
micas daba prioridad al comercio libre entre España y Puerto Rico:

1
Balanzas Mercantiles de Puerto Rico.
2
Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico (siglo xix), II, págs. 127-128.
164 Astrid Cubano Iguina

La declaración de cabotaje para el comercio entre Puerto Rico y la penínsu-


la es una necesidad imperiosa, cuya satisfacción evitaría muchos males y pro-
duciría el inmenso beneficio de unificar los intereses de ambos pueblos3.

Tras la restauración monárquica, Puerto Rico pudo conservar algunas de


las ganancias esenciales de la etapa liberal, especialmente la representación
en Cortes y la Diputación Provincial, limitadas por una ley electoral que
daba derecho al voto sólo a grandes y medianos contribuyentes del tesoro.
También existía la importantísima limitación de no aplicarse a Puerto Rico
la carta de derechos del individuo que regía en España (el Título I de la
Constitución), quedando así el gobierno colonial capacitado para mantener
el orden sin los límites impuestos por los más básicos derechos humanos.
Sin embargo, se habían creado instituciones para que los grupos de intere-
ses coloniales pudiesen plantear sus procupaciones y ejercer presión en la
toma de decisiones gubernamentales.
El Partido Liberal Reformista, un frente criollo amplio y diverso que
había sido fundado en 1870 y encabezado por terratenientes y profesionales,
toleró mal la Restauración. Buena parte de su membrecía popular quedó
excluida de la práctica electoral. Otros miembros fueron perseguidos por
sus creencias doctrinarias, particularmente los de orientación autonomista.
La colonia quedó en manos de los grupos que anteponían la adhesión incon-
dicional al régimen español a cualquier otra idea política. Cabían dentro de
la legalidad sólo los que aceptaban el autoritarismo gubernamental y su
compromiso de evitar las alteraciones al orden público con los medios que
juzgase oportunos 4.
El programa de modernización legal e institucional seguía lentamente su
curso. Por ejemplo, las leyes de Relaciones Comerciales eran una promesa de
futuro en el tema de la entrada libre de impuestos de las exportaciones puer-
torriqueñas a España. Contrario a lo que ocurría en Cuba, donde a fines de
los 80 se acentuaba la integración a la órbita económica norteamericana,
Puerto Rico cada vez funcionaba mejor dentro del proyecto colonial español.
El sector claramente expansivo de la economía en los años 80 ya no era el
azúcar y esto colocaba las relaciones con España en un nuevo plano. En 1885
ya las exportaciones de café superaban a las de azúcar por más de cuatro
millones de pesos. Había un flujo continuo de inmigrantes catalanes y
mallorquines que poblaron el interior de Puerto Rico con sus establecimien-
tos comerciales y sus fincas de café. Eran ellos, junto con los corsos que se
establecieron en el sudoeste montañoso, y algunas otras grandes casas co-
merciales vascas y alemanas que se interesaron en el nuevo negocio, los

3
Citado por Cruz Monclova, ibid. II, 115.
4
Véase Dulce María Tirado, «Las raíces sociales del liberalismo criollo: el Partido Libe-
ral Reformista (1870-1875)», Tesis de Maestría, Departamento de Historia, Universidad de
Puerto Rico, 1981; José Gautier Dapena, Trayectoria del pensamiento liberal puertorriqueño
en el siglo xix, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1963.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 165

promotores de ese cultivo de exportación en las redes del comercio penin-


sular, mediterráneo y noreuropeo, que todos muy bien conocían.

1. Café y oligarquía

El auge cafetalero de 1886-1896 ocurrió en una etapa de precios inter-


nacionales en alza. Se forjaron estrechas relaciones comerciales entre cafi-
cultores y comerciantes, sin que el endeudamiento persistente del productor
generase grandes tensiones, ya que el precio favorable de la siguiente cose-
cha permitía liquidar deudas y reemprender los préstamos para el resto del
año. Sin embargo, había otros problemas que generaban tensiones políticas,
aparte de que conducían a la pobreza creciente a un plazo más largo. Los
principales promotores de la economía del café desarrollaron una marcada
tendencia a repatriar una parte sustancial de las ganancias a España. El
hecho de que las casas comerciales más grandes hicieran esa opción de no
reinvertir sus ganancias en la isla sugiere que la economía agroexportadora
de Puerto Rico estaba dejando de ofrecer posibilidades de expansión en los
términos de competitividad que requería la concurrencia al mercado inter-
nacional. Los precios de la tierra se elevaron mucho en la década de 1880.
Era un recurso escaso en el densamente poblado interior del café. Los
aumentos en producción para aprovechar la bonanza de precios del café se
lograban aumentando la densidad de los cultivos, pero con pérdidas gra-
duales en productividad por el agotamiento del terreno.
En la segunda mitad de la década de 1880 la economía del café empezó
a depender de la devaluación monetaria para ser internacionalmente com-
petitiva. Aprovechando la devaluación internacional de la moneda de más
uso en Puerto Rico, el peso de plata mexicano, el gobierno colonial había
fijado un valor más alto a esa moneda para efectos de los pagos internos,
específicamente contribuciones al estado y salarios. En una isla densamente
poblada, donde la economía campesina había sido casi completamente
reemplazada por los cultivos de exportación y la población urbana dependía
de alimentos importados, la devaluación creaba problemas inmediatos.
Los comerciantes se involucraban en toda una gama de especulaciones a
que se prestaba la situación de devaluación continua. Constituían un estra-
to de origen español vinculado entre sí por lazos de parentesco y nacionali-
dad, y superpuesto al conjunto de la población nativa. Es cierto que mostra-
ban una marcada tendencia a diversificar sus inversiones. Fundaban
fábricas de jabón, cueros, ron y establecimientos similares para los que se
contaba con materia prima local. Pero el sistema que ellos mismos contri-
buían a crear, que empobrecía a la población urbana y le quitaba capacidad
de consumo, era el principal obstáculo al crecimiento de la demanda y limi-
taba la expansión de sus empresas.
Este sistema, aunque creaba enemigos, se mantenía estable. Estaba muy
bien organizado en lo político. Las decisiones políticas se tomaban a través
166 Astrid Cubano Iguina

de las redes de crédito y mercancías del mundo del café. Los socios de las
más poderosas casas comerciales españolas encabezaban los comités del
Partido Incondicional y controlaban las actividades políticas de sus agentes
o comerciantes dependientes a cargo de sucursales en los pueblos del inte-
rior y barrios rurales, quienes a su vez actuaban como caciques políticos
ante los agricultores de una zona. Esto permitió al Partido Incondicional do-
minar las elecciones de diputados a Cortes, Diputación Provincial y gobier-
nos municipales.
El sistema oligárquico evolucionó con alto grado de autonomía. Aunque
las decisiones importantes siempre se tomaban en Madrid, el régimen de la
Restauración nunca desatendía las opiniones de la élite comercial colonial,
una parte integrante del gran pacto oligárquico de los 90. A cambio, la élite
colonial aceptaba que algunos de sus diputados a Cortes fuesen candidatos
designados por los políticos de España, según las necesidades de los parti-
dos de allá.

2. La fundación del Partido Autonomista

Un contradictorio conjunto de intereses sirvió de base a la fundación del


Partido Autonomista Puertorriqueño (PAP) en 1887. En el plano de lo pura-
mente político existía la preocupación por los pobres resultados electorales
del antiguo Partido Liberal Reformista. El liderato tradicional se oponía al
cambio con la esperanza de que la prevaleciente tónica centralizadora con-
dujese a la asimilación de Puerto Rico al proceso de modernización legal e
institucional metropolitano, lo que debería llevar a la igualdad en materia de
derechos individuales y derechos electorales5.
Los correligionarios descontentos con la pasiva actitud del liderato libe-
ral-reformista se movilizaron para fundar el PAP. Entre los disidentes más
destacados que optaron por el autonomismo, figuran algunos plantadores
azucareros. Los dueños de ingenios, a pesar de que seguían constituyendo el
sector más capitalizado de la economía colonial, estaban en desventaja
numérica frente a los intereses del café. Los más dinámicos querían solucio-
nes para la crisis azucarera desatada tras la caída de los precios internacio-
nales en 1883 por debajo de los niveles mínimamente rentables. Este grupo,
con el apoyo de abogados prominentes y de estudiosos de la economía libe-
ral, esperaba que la toma del poder por los criollos se tradujese en un plan
estatal para crear una agroindustria azucarera tecnológicamente moderna y
competitiva a nivel internacional6.
Por otro lado, una de las variantes del proceso de modernización centra-

5
Ángel Acosta Quintero, fosé Julián Acosta y su tiempo, San Juan, Instituto de Cultura
Puertorriqueña, 1965.
6
Véase Revista de agricultura industria y comercio, José de Jesús Domínguez, La auto-
nomía administrativa en Puerto Rico, Mayaguez, 1887.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 167

lizadora, la reforma tributaria, afectaba a los principales terratenientes de


municipios azucareros. La reforma pretendía establecer un régimen tributa-
rio más acertado, con lo que amenazaba a los plantadores azucareros que
tradicionalmente habían logrado, mediante su participación en los gobier-
nos municipales, rebajar las sumas declaradas de producción imponible y
mantener cuantiosas deudas al tesoro por concepto de contribuciones atra-
sadas 7. Algunos de los plantadores que ingresaron en las filas del autono-
mismo en 1887, esperaban un gobierno criollo más atento a sus necesidades
dadas las condiciones de crisis de precios en el sector del azúcar.
Había también mucho resentimiento entre profesionales en el área de las
ciencias y de las letras. El gobierno de la Restauración había implantado
políticas de españolización de la educación y de la vida pública colonial en
general. Las oportunidades de promoción de maestros y otros profesionales
de mediano ingreso se vieron dramáticamente recortadas. Estos grupos, que
ya eran autonomistas en 1874, constituyeron una parte del liderato autono-
mista de los años 808.
Pero ninguno de los grupos mencionados arriba constituyó el impulso
decisivo del autonomismo del 87. La membrecía determinante, es decir, la
que dominó las asambleas de delegados autonomistas de 1887 a 1896, fue
la resultante de la movilización de diversos sectores urbanos al comenzar la
devaluación de la moneda en la segunda mitad de la década de 1880. Como
población urbana sin acceso a la tierra, comerciantes importadores, profe-
sionales y grupos afines no encontraron más alternativa que presionar
mediante la movilización política. Estos grupos dotaron de fuerza social al
autonomismo de 1887 y lograron con frecuencia superar la influencia del
poderoso pero reducido grupo de plantadores azucareros en la toma de deci-
siones dentro del Partido.
Las tendencias radicales brotaban con facilidad. A poco tiempo de funda-
do el nuevo Partido, la rivalidad comercial entre criollos y españoles se mez-
cló con la prédica nativista del autonomismo. En abril de 1887 se empezó a
promover la defensa de lo nativo en términos económicos bastante radicales:
No entreguéis vuestras hijas a ninguno que no sea autonomista, ...si tenéis
que comprar vuestros trajes hacedlo en establecimientos autonomistas... Los
conservadores vienen a esta provincia sedientos de dinero y luego de hacer capi-
tal, se marchan a disfrutarlo a lejanos países... Con la autonomía nos gobernamos
mejor, no pagamos tantas contribuciones, no habrá tantos empleados y los que
hubiese los nombraremos nosotros; serán más honrados, más baratos y mejores9.

7
Astrid Cubano Iguina, «Política radical y autonomismo en Puerto Rico: conflictos de
intereses en la formación del Partido Autonomista Puertorriqueño (1887)», Anuario de Estu-
dios Americanos, LI, 2 (1994), págs. 167-169.
8
Véase casos de Román Baldorioty de Castro y Ramón Marín, en Lidio Cruz Monclova,
Baldorioty de Castro: su vida, sus ideas, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1973;
Cayetano Coll y Tosté, Puertorriqueños ilustres, Barcelona, Rumbo, 1973.
9
Reproducido por Boletín Mercantil, 20 de abril de 1887.
168 Astrid Cubano Iguina

No es posible conocer la extensión real de las actividades de las socieda-


des secretas que intentaron implantar el boicot contra las casas de comercio
españolas10. Sin embargo, la población caficultora mantenía cuentas
corrientes en las casa comerciales españolas y cierto nivel de endeudamien-
to que le restaba capacidad para atender a las propuestas criollistas. Tam-
poco tenían los comerciantes criollos capacidad para operar en la escala y
nivel de eficiencia (y posiblemente de precios) de los grandes almacenes
exportadores de café, que eran a la vez importadores y distribuidores de ali-
mentos y manufacturas. El resultado más inmediato del boicot fue provocar
a los incondicionales, quienes incitaron al gobierno colonial a arrestar para
interrogatorios mediante torturas a numerosos sospechosos de colaborar en
el boicot. Crearon así uno de los episodios más conflictivos de la historia de
la dominación española en Puerto Rico, aunque el gobierno de Madrid se
apresuró a detener los arrestos en noviembre de 1887.
Mientras, en la Asamblea de Ponce de marzo de 1887 había sido funda-
do el PAP, manifestando desde el comienzo sus fisuras internas. Se percibían
las tensiones entre los que esperaban convertir al nuevo partido en una pro-
puesta auténticamente liberal y republicana y los que, atendiendo a la mode-
ración del autonomismo cubano, pensaban en una política favorable al sec-
tor azucarero. Era evidente que los fundadores no lograban consenso en
temas de política económica (moneda, azúcar), como tampoco en temas de
tácticas y modos de presionar al gobierno. Muchos dirigentes rechazaron el
boicoteo, que creaba tensiones y provocaba la represión gubernamental.
Baldorioty de Castro, primer jefe del partido, precariamente logró funcionar
como figura de compromiso entre las facciones mal acopladas de la nueva
entidad.
En los años que siguieron a la muerte de Baldorioty en 1889, se notan las
presiones de correligionarios que, abandonando el republicanismo liberal de
los primeros años, querían llevar al Partido a la integración en la práctica
política de la Restauración española. Lo importante para líderes como Julián
Blanco y Sosa era conseguir políticas económicas favorables en materia de
aranceles, ya que en 1893, con el tratado de comercio con los Estados Uni-
dos en vigor y para recompensar las bajas en las rentas de aduanas, se había
perjudicado a todas las actividades agroexportadoras que no se vinculaban
al mercado estadounidense. Para Blanco y Sosa era aconsejable unirse al
grupo más moderado del incondicionalismo para elegir candidatos favora-
bles y presionar por cambios concretos, especialmente del aranceln. Muñoz
Rivera, por su parte, aconsejaba que el Partido asumiese una actitud positi-
va hacia la devaluación de la moneda, porque reducía los costos de produc-

10
Antonio S. Pedreira, El año terrible del 87, Río Piedras, Edil, 1968 (reimpresión de
1935); Coll y Tosté, Puertorriqueños ilustres..., pág. 331.
11
Pilar Barbosa de Rosario, Un lustro crucial (1893-1898), Río Piedras, Editorial Uni-
versidad de Puerto Rico, 1986, págs. 12-20; Julián Blanco y Sosa, Los nuevos aranceles y el
presupuesto, San Juan, Tip. Arturo Córdova, 1892, pág. 4.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 169

ción para el sector agroexportador12. Pero estas posturas eran derrotadas


repetidamente en las asambleas generales, donde se ratificaban los ideales
liberales originales.
Las sucesivas derrotas de las actitudes posibilistas y negociadoras en las
asambleas del PAP confirman la orientación republicana y liberal del auto-
nomismo de la primera mitad de los 90. A pesar de que los disidentes posi-
bilistas les acusaban de utópicos, la mayoría de los asambleístas se mantenía
fiel a los preceptos originarios. La cuestión del alto costo de la vida en las
ciudades y el problema monetario dotaban al republicanismo liberal de
metas concretas, aunque no fácilmente alcanzables.
Ante la imposibilidad de arrebatar victorias electorales significativas a los
incondicionales, aun después de rebajarse en 1893 a diez pesos la cuota con-
tributiva a pagar para ejercer el derecho al voto, los autonomistas se habían
ido marginando de la vida política13. Al verse impotentes frente a la mayoría
agricultura que les abrumaba en los más importantes frentes electorales,
optaron por la táctica del abstencionismo, que contó con el respaldo de la
mayoría de los delegados a las asambleas autonomistas. No se encontraba
forma de poner límites al poder de una oligarquía que había logrado legitimar
su posición de autoridad ante la numerosa población agricultura.
A mediados de los 90 algunos de los argumentos más solidos del auto-
nomismo de 1887 habían dejado de tener vigencia. Una de las propuestas
que más consenso generaba, la del control nativo del presupuesto y el
empleo público para lograr así una administración más barata, se tambalea-
ba ante los persistentes superávit que presentaba el tesoro insular. La eleva-
da asignación presupuestaria a la partida de gastos militares no era ya fácil-
mente tildada de gasto innecesario14. Se justificaba ampliamente con la
creciente necesidad de mantener la integridad del sistema colonial antillano,
es decir, mantener a Cuba dentro del mismo y conservar el tabaco y el café
de Puerto Rico el acceso libre de impuestos al mercado cubano. Ante el con-
senso abrumador entre masa caficultora y administración oligárquica, la
acusación de que los autonomistas sólo buscaban ocupar cargos para vivir
del presupuesto encontraba eco15.
Lo cierto es que al liderato posibilista le quedaban pocas propuestas sal-
vo un vago nacionalismo integrador que exigía los cargos públicos para los
criollos de clase media con el fin de desarrollar el sentido patriótico popular,
tal y como lo había expresado uno de sus voceros:

12
Luis Muñoz Rivera, Obras completas, Prosa, enero-diciembre de 1893, San Juan, Ins-
tituto de Cultura Puertorriqueña, pág. 37.
13
Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico (siglo xix), Río Piedras, Editorial Uni-
versitaria, III, parte 2, pág.56.
14
Boletín Mercantil, 20 de mayo de 1892. Para la propuesta autonomista del 87 véase
José de Jesús Domínguez, La autonomía administrativa en Puerto Rico, Mayaguez, Tip.
Comercial, 1887.
15
Boletín Mercantil, 22 de junio de 1890.
170 Astrid Cubano Iguina

Urge conseguir que nuestros jóvenes suban a las grandes carreras del Esta-
do para que sirvan desde allí la causa del pueblo. Urge educar a las muchedum-
bres y generar en ellas el patriotismo, el sentimiento del deber y el culto a la
libertad 16.

La red oligárquica que dominaba al país se mantenía intacta aun después


de comenzar la insurrección cubana en 1895. La guerra de Cuba persuadió al
gabinete encabezado por Antonio Cánovas del Castillo para iniciar en 1897 la
implantación de un régimen autónomo, una estrategia destinada a pacificar
a los rebeldes cubanos y convencer a la opinión internacional de que España
estaba dispuesta a modernizar el sistema político de las colonias. En Puerto
Rico, los incondicionales afinaban su maquinaria electoral, preparándose
para asumir el poder bajo el nuevo estatuto autonómico. La guerra de Cuba
y los rumores de que pronto surgiría un brote rebelde en Puerto Rico dota-
ban de alto grado de cohesión y disciplina al Partido Incondicional, pues
cualquier disidencia podía ser tildada de separatismo.
A la vez, la parte más posibilista del liderato del Partido Autonomista
acordó en un viaje a Madrid a fines de 1896, la fusión con el Partido Liberal de
España que encabezaba Práxedes Mateo Sagasta. La fusión, aprobada en
asamblea del PAP por el 60 por 100 de los votos, se realizó en febrero de 1897.
La oposición eventualmente abandonará el PAP para formar el Partido Auto-
nomista Ortodoxo, adherido a los ideales republicanos de siempre. El resul-
tado de toda esta compleja trama política fue que al subir Sagasta como jefe
del gobierno a fines del 97, se otorgó a Puerto Rico la Carta Autonómica.
¿Qué provocó el cambio hacia el posibilismo a comienzos del 97, cuan-
do hasta entonces esa opción no recibía más que derrotas contundentes en
las asambleas del Partido? La respuesta es que no se trata fundamentalmen-
te de un cambio de opinión de la membrecía autonomista del 87, como se
suele interpretar en la historiografía política puertorriqueña que se concen-
tra en el estudio de las opiniones del liderato. Los seguidores del autono-
mismo de orientación urbana y liberal se mantuvieron en la tendencia orto-
doxa y republicana. Se trata más bien de la constitución de un nuevo
partido, el Liberal Fusionista, con base social diferente. Este partido nació
de los antiguos líderes posibilistas que ahora se veían capaces de sustituir a
los incondicionales en el control del voto del amplio sector caficultor. A par-
tir de 1897 cuentan, no sólo con la posibilidad de movilizar a la clase traba-
jadora rural, a la que accederán mediante la aprobación del sufragio univer-
sal masculino, según lo pactado con Sagasta, sino también con la posibilidad
de reclutar a los terratenientes del mundo del café. El apoyo de estos últimos
era indispensable para obtener el voto de los jornaleros.
Es importante reconstruir el contexto en que tuvo lugar la creación del
nuevo partido autonomista. La caída de los precios del café que empezó
en 1896-97 creó tensiones de inmediato y contribuyó a disolver la hegemo-

16
Luis Muñoz Rivera, Obras completas, enero-diciembre de 1893, págs. 223-224.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 171

nía de los comerciantes en la ruralía puertorriqueña. Entre diciembre de


1897 y abril de 1898, los meses anteriores a las primeras elecciones bajo la
Carta Autonómica, que dieron el triunfo absoluto a los fusionistas, los
comerciantes incondicionales habían estado retirando capitales del negocio
del café. Exigían la liquidación de cuentas a los caficultores que mostraban
menos solvencia ante la reciente baja de precios. Algunos optaban por vol-
ver al área del azúcar, lo que se estaba convirtiendo en un inversión más
atractiva porque la guerra de Cuba ocasionaba una baja en la producción
azucarera de esa isla y creaba mayor demanda en los Estados Unidos. Tam-
bién hubo comerciantes que optaron por repatriar sus capitales a España.
Los más poderosos, los que habían jugado un papel político destacado en el
antiguo régimen que se estaba desmontando tras la concesión de la Carta
Autonómica, temían las represalias de sus enemigos políticos que desde
fines del 97 estaban en el poder, y realizaron transferencias masivas de sus
ganancias acumuladas en el negocio del café 17. Lo cierto es que en los meses
anteriores a las elecciones una seria crisis financiera amenazaba la economía
del café. Todo el sistema de lealtades políticas y dependencia económica cui-
dadosamente tejido en las dos décadas anteriores se derrumbó.
El régimen bajo la Carta Autonómica fue demasiado breve (derribado
tras la invasión estadounidense de julio de 1898) y se desenvolvió en una
situación de crisis general por el bloqueo comercial norteamericano duran-
te la guerra Hispanoamericana. Carecería de importancia preguntarse cuál
fue su orientación política básica, si no fuera porque la respuesta a esa pre-
gunta tal vez desvele una gran cantidad de elementos de continuidad res-
pecto de la previa política caciquista. La experiencia político-partidista de
fin de siglo seguramente imprimió características estables a la práctica polí-
tica puertorriqueña de las primeras décadas del siglo xx.

17
Astrid Cubano Iguina, El hilo en el laberinto. Claves de la lucha política en Puerto
Rico (siglo xix), Río Piedras, Huracán, 1990, págs. 142-143,
This page intentionally left blank
La situación internacional de los años 90
y la política exterior española
ROSARIO DE LA TORRE DEL Río

Los años 90 del siglo xix marcaron un importante viraje en la política


internacional, un giro que tenía que ser percibido correctamente por el
Gobierno de Madrid si quería ajustar su política exterior a las nuevas con-
diciones de la política europea. No debemos olvidar que, en el cuadro gene-
ral de la política mundial, la España de 1890 seguía siendo una pequeña
potencia periférica e introvertida; una pequeña potencia que se había ido
empequeñeciendo todavía más a lo largo del siglo xix con pérdidas territo-
riales, guerras civiles destructoras e inestabilidad política mientras sus veci-
nos se fortalecían con la industrialización; una pequeña potencia que había
entrado en el mundo de ambiciones encontradas del imperialismo con terri-
torios ricos, dispersos, mal comunicados y mal defendidos; una pequeña
potencia que seguía considerando que la seguridad del statu quo colonial
frente a terceros dimanaba de la garantía de las grandes potencias l. El vira-
je internacional de los años 90 no podía dejar indiferente a esa pequeña
potencia.
La España de la Restauración había diseñado una política exterior que
intentaba responder a los profundos cambios ocurridos en Europa en los
años 1870-73. Consciente de que no era posible la continuidad con la políti-
ca exterior de los moderados, Cánovas del Castillo, en la segunda mitad de
los años 70, buscó la seguridad de la Monarquía en la conexión con la Euro-
pa que empezaba a liderar la Alemania bismarckiana. El recogimiento caño-
vista intentó evitar tanto el aislamiento como el compromiso, esforzándose
en presentar una buena imagen externa del Estado español y en mantener y
mejorar las relaciones con las potencias en general y con Alemania en par-

1
Jover Zamora, José María, «Los caracteres de la política exterior de España en el si-
glo xix», en Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo xix, Madrid,
Turner, 1976, pág. 86.
174 Rosario de la Torre del Río

ticular. Los liberales, cuya política domina los años 80, tampoco pudieron
enlazar con la política de sexenio. Más allá de la retórica de la ejecución, la
política exterior de los liberales girará también en torno a Alemania.
En realidad, fueron los liberales de Sagasta los que, con la firma de los
Acuerdos Mediterráneos, un subsistema en conexión con el sistema conti-
nental de la Triple Alianza, proporcionaron a España la ocasión de un
acercamiento al sistema bismarckiano. Sin embargo, las Notas de 6 de mayo
de 1887 intercambiadas por los Gobiernos de Roma y Madrid fueron poco
más que declaraciones antifrancesas en favor del statu quo del Mediterráneo
Occidental. El acuerdo no suponía ni reconocimiento de los intereses espa-
ñoles ni, por supuesto, garantía de los mismos. Su finalidad era la de fortale-
cer el principio monárquico y contribuir a la consolidación de la paz me-
diante el compromiso, por parte de España, de no llegar a ningún acuerdo
con Francia que pudiera ser entendido como dirigido contra cualquiera de
las potencias firmantes de la Triple; los compromisos recíprocos se limitaban
a la abstención de todo ataque no provocado y al mantenimiento del statu
quo del Mediterráneo Occidental.
En cualquier caso, ni conservadores ni liberales habían sido capaces de
resolver las contradicciones entre los objetivos compartidos de salvaguardar
el régimen, prevenir una acción de otra potencia en Marruecos y conservar
las colonias del Caribe y del Pacífico y la fuerza del conjunto de vínculos de
tipo económico, ideológico y cultural que ligaban a España con Francia e
Inglaterra, y que configuraban estados y tendencias de la opinión pública,
y las dificultades que se derivaban de una política bismarckiana que poten-
ciaba la política colonial francesa en el norte de África 2.

1. La nueva situación internacional de los años 90


A finales de los años 80, los principales objetivos del canciller alemán,
aislar a Francia y neutralizar a Rusia, se encontraban garantizados. La caída
de Bismarck, el 18 de marzo de 1890, marcó el inicio de un viraje en la polí-
tica exterior del Reich alemán cuyas consecuencias cambiarán por completo
el panorama internacional de los años 903. Bajo la influencia de Von Hols-

2
Salom Costa, Julio, España en la Europa de Bismarck, Madrid, CSIC, 1967, y «La
Restauración y la política exterior de España», en Corona y Diplomacia. La Monarquía espa-
ñola en la historia de las relaciones internacionales, Madrid, Escuela Diplomática, 1988,
páginas 137-182.
3
Girault, R., Diplomatie européenne et impérialismes (1871-1914), vol. I de la colec-
ción Relations internationales contemporaines, París, Masson, 1979. Langer, L. W., The
Diplomacy of Imperialism: 1890-1902, Nueva York, 1951. Langhorne, R., The Collapse of
the Concert of Europe. International Politic 1890-1914, Londres, Macmillan Press, 1981.
Renouvin, Pierre, Historia de las relaciones internacionales. Siglos xix y xx, Madrid,
Akal, 1982. Taylor, A. J. P, The Strugglefor Mastery in Europe, 1848-1918, Oxford, Claren-
don Press, 1954.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 175

tein, el Gobierno de Berlín renunció a mantener un lazo secreto con Rusia y


abandonó, de esa manera, el rasgo esencial de la política bismarckiana.
A partir de ese momento empezó a prepararse el acontecimiento que mar-
cará la historia internacional europea de la década: el Imperio Ruso, aislado,
orientará su política hacia la alianza con la Francia republicana. La política
francesa de los empréstitos rusos había preparado el terreno y cuando la
ocasión se presente, el Gobierno de París se aferrará a ella en seguida. La
renovación de la Triple Alianza el 6 de mayo de 1891 y las simultáneas alu-
siones del Gobierno italiano a los acuerdos mediterráneos de 1887 termina-
rán de decidir al Zar de Rusia.
La situación europea establecida por el tratado de Frankfurt y mantenida
gracias al sistema bismarckiano se había transformado con el restableci-
miento del equilibrio entre los Estados continentales. Las posibilidades que
se le ofrecerán en lo sucesivo a la política alemana quedaban limitadas. Si
bien la alianza era sólo defensiva y el Zar había tenido buen cuidado en no
comprometerse con los deseos del Gobierno de París de recuperar Alsacia y
Lorena; los franceses experimentarán una fuerte sensación de alivio y un
fuerte sentimiento de confianza que espoleará su política de expansión colo-
nial. Asegurados en el continente, podían lanzarse fuera de él sin la necesidad
de contar con la buena voluntad del Gobierno alemán. La política francesa
podía tener en adelante una mayor autonomía en las empresas mundiales.
La política colonial francesa había venido preocupando al Reino Unido.
La diplomacia británica no había cesado de vigilar y obstaculizar y, aunque
los conflictos no fueron graves, para contener a Francia, Inglaterra había
recurrido a Alemania en varias ocasiones. En este contexto, la alianza fran-
co-rusa, aunque fuera dirigida únicamente contra Alemania, podía inquietar
al Gobierno británico si la solidaridad de las dos potencias se afirmaba y se
manifestaba fuera de Europa. El reforzamiento de las políticas coloniales de
franceses y rusos como consecuencia de su reciente alianza venía, en princi-
pio, a ratificar lo acertado de la política exterior que los británicos habían
iniciado en 1887, aceptando una colaboración indirecta con la Triple Alian-
za para tener mejor en jaque a Francia y Rusia. Pero esta política sólo sería
posible si el Reich alemán permanecía fiel a la concepción bismarckiana y
subordinaba los intereses extraeuropeos a los europeos.
A partir de 1893, el esfuerzo de expansión de las grandes potencias a
expensas de los Estados débiles se manifestó a un ritmo acelerado. En los
años 90, mientras los viejos litigios europeos quedaban adormecidos, la
expansión colonial se colocará en el centro de las relaciones políticas de las
grandes potencias. Entre las rivalidades imperialistas y los compromisos
diplomáticos establecidos en Europa existirá una doble relación: por una par-
te, cada Estado, en su política expansiva, tendrá en cuenta la situación euro-
pea que le aconseje tomar en consideración los intereses de otros Estados; por
otra parte, los incidentes que jalonarán el choque de los imperialismos podrán
llevar a los Estados implicados a revisar la línea general de su política y a bus-
car nuevos aliados. Como consecuencia de esa doble relación entre las rivali-
176 Rosario de la Torre del Río

dades imperialistas y los compromisos diplomáticos, la política europea de


estos años tendrá un alto grado de indeterminación. Aunque el proceso his-
tórico que se desarrolla en la década no haga otra cosa que consolidar la alian-
za franco-rusa como contrapeso de la Triple Alianza, a lo largo de estos años
de rivalidades extraeuropeas, se fueron dibujando otras posibilidades en las
relaciones entre los Estados europeos. Existió, en primer lugar, la posibilidad
de una alianza continental que agrupase a Alemania, Rusia y Francia. La ini-
ciativa correspondió al Gobierno alemán, que deseaba debilitar la alianza
franco-rusa y mantener a raya a Inglaterra, y aparecerá varias veces entre 1895
y 1898. La segunda posibilidad será la de una alianza anglo-germana; surgi-
rá varias veces entre 1898 y 1901 y la iniciativa será británica.
Las dos posibilidades, con un alcance a primera vista muy amplio,
quedarán reducidas a deseos o proyectos abortados. Los compromisos con-
traídos por las grandes potencias no se modificarán en estos años. Las
iniciativas alemanas de acercamiento a Francia no parecen ser otra cosa que
un medio para inducir a Inglaterra a una negociación para facilitar la expan-
sión alemana. Cuando, más tarde, sea Inglaterra la que busque el acerca-
miento anglo-germano, la rivalidad naval entre los dos Estados anunciada
desde 1898, impedirá cualquier acercamiento. Sólo después de 1898 y de la
crisis de Fashoda, se producirá el primer cambio importante en los compro-
misos contraídos por las grandes potencias, pero éste no discurrirá ni por los
caminos de la alianza continental ni por los de la alianza anglo-germana,
sino por los del fortalecimiento de la alianza franco-rusa.

2. Las grandes líneas de la política exterior española en los años 90


Éste es el contexto internacional en el que desarrolla España su política
exterior en los años previos a la crisis de 1898. La caída de Bismarck en mar-
zo de 1890 coincide con los últimos meses del segundo Gobierno Sagasta, por
lo que serán los conservadores del quinto Gobierno Cánovas los que tengan
que empezar a tener en cuenta las nuevas circunstancias. La primera parte de
los años 90 queda cubierta por los dos años y cinco meses de este Gobierno y
por los dos años y tres meses del tercer Gobierno Sagasta. Los años inmedia-
tamente anteriores a la crisis del 98 corresponden a los dos años y seis meses
del sexto Gobierno Cánovas y a los primeros meses del cuarto Gobierno Sagas-
ta. Si son Cánovas y Sagasta, en turnos de aproximadamente dos años y medio,
los máximos responsables de la política española de este período, la respon-
sabilidad de la política exterior recae en seis ministros de Estado, uno sólo,
el duque de Tetuán, en los dos gobiernos conservadores, y cinco distintos —el
marqués de la Vega de Armijo, Segismundo Moret, Alejandro Groizard, Pío
Gullón I y el duque de Almodóvar del Río— en los dos gobiernos liberales 4.

4
El segundo Gobierno Sagasta se había extendido de noviembre de 1885 a julio
de 1890. Los gobiernos de los 90 tienen la siguiente cronología: el quinto Gobierno Cano-
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 177

Teniendo en cuenta el estado actual de nuestros conocimientos, las gran-


des cuestiones que dominaron la acción exterior de España en los años 90
fueron, a mi juicio, siete: 1) el viraje proteccionista que acompañó el inicio
de la década y la negociación de nuevos acuerdos comerciales que podían
fundamentar o desbaratar la orientación previa de la política exterior del
país; 2) los problemas derivados de la percepción británica de los riesgos
para la seguridad de Gibraltar de la nueva situación estratégica del Medite-
rráneo Occidental; 3) el fracaso de la segunda renovación de los Acuerdos
Mediterráneos; 4) los problemas planteados en Filipinas por la victoria japo-
nesa de 1895, por el inicio de la insurrección en el Archipiélago y por los
temores españoles ante una posible intervención británica siguiendo el mo-
delo norteamericano en Cuba; 5) la decisión española de buscar una garan-
tía internacional para Cuba en el momento en el que estallaba una insurrec-
ción muy difícil de controlar; 6) la negociación del memorándum de 1896 y
el fracaso de la principal iniciativa canovista para hacer frente a los cada vez
más evidentes esfuerzos norteamericanos para intervenir en el conflicto; y
7) el recurso a las potencias en el inicio de la crisis de 1898 para frenar las
iniciativas norteamericanas. Las dos primeras cuestiones dominarán la pri-
mera mitad de los años 90, durante los casi cinco años en los que se suce-
den el quinto Gobierno Cánovas y el tercer Gobierno Sagasta. A partir del
año 1895 la situación internacional y nacional se tensa y se encadenan las
otras cinco cuestiones que manejarán el sexto Gobierno Cánovas y el cuar-
to Gobierno Sagasta.

3. El viraje proteccionista y la negociación de nuevos


acuerdos comerciales
En la primera parte de los años 90, la cuestión internacional de más
amplio calado que afecta a la política exterior de España es la negociación
en cascada de una serie de tratados comerciales a través de los que el
Gobierno de Madrid intenta, de manera general, hacer efectiva la nueva
orientación proteccionista de su política comercial5. En efecto, el último día

vas, de julio de 1890 a diciembre de 1892; el tercer Gobierno Sagasta, de diciembre de 1892 a
marzo de 1895; el sexto Gobierno Cánovas, de marzo de 1895 a octubre de 1897; el cuarto Go-
bierno Sagasta, de octubre de 1897 a marzo de 1899. El Duque de Tetuán es ministro de Esta-
do a lo largo de los cinco años en que gobierna Cánovas (julio de 1890 a diciembre de 1892 y
marzo de 1895 a octubre de 1897). Durante los tres años y medio en que Sagasta preside el
Gobierno, se suceden cinco ministros de Estado, cuatro antes de la crisis del 98: el Marqués de
la Vega de Armijo (diciembre de 1892 a abril de 1893, cuatro meses escasos), Segismundo
Moret (abril de 1893 a noviembre de 1894, un año y medio), Alejandro Groizard (noviembre
de 1894 a marzo de 1895, cuatro meses), Pío Gullón (octubre de 1897 a mayo de 1898, siete
meses) y el Duque de Almodóvar del Río (mayo de 1898 a marzo de 1899, diez meses).
5
Serrano Sanz, José M.a, El viraje proteccionista en la Restauración. La política comer-
cial española 1875-1895, Madrid, Siglo XXI, 1987.
178 Rosario de la Torre del Río

de diciembre de 1891 fueron suprimidas todas las franquicias de la ley


de 1882 y se empezaron a poner las bases de la futura ley proteccionista que,
en 1906, intentará culminar el proceso teniendo en cuenta las consecuencias
económicas del Desastre de 1898. Desde el punto de vista político-interna-
cional, el sentido del viraje proteccionista ha sido entendido por José María
Jover no sólo como un reflejo defensivo de la economía nacional, sino como
la consecuencia de la relación de España con un contexto internacional pre-
sidido por el despegue del gran capitalismo, por la creciente concurrencia
entre las grandes potencias industriales y por la marcha hacia el nuevo
imperialismo 6. El viraje proteccionista español coincide con un momento en
el que la política comercial proteccionista estaba siendo adoptada por la
mayor parte de las grandes potencias industriales y en el que proliferaban las
guerras aduaneras. Como señala Fierre Renouvin7, las nuevas tarifas
aduaneras eran, en el espíritu de sus promotores, un «arma de combate» y
las negociaciones comerciales de estos años ocuparán un lugar muy impor-
tante en la acción diplomática de todos los Estados; sobre todo cuando la
diplomacia vincule las negociaciones comerciales con las negociaciones
políticas, cosa que ocurrió en el caso español.
En los años 1891-1893, España negoció con Francia un nuevo tratado
comercial como consecuencia de la denuncia francesa del tratado vigente
hasta febrero de 1892. La denuncia del tratado hispano-francés obligaba al
Gobierno español a denunciar todos aquellos tratados cuya cláusula de
nación más favorecida podía impedir a España negociar con la necesaria
libertad. En enero de 1891, España denunció los acuerdos comerciales que
tenía vigentes con Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Reino Unido, Italia,
Países Bajos, Rusia, Suecia-Noruega y Suiza y se aprestó a negociar unos
nuevos. Durante el año 1891, Francia fijó su nuevo Arancel y, conocido éste,
España hizo público el suyo el 31 de diciembre de ese año. El juego entre las
dos tarifas no funcionó y la negociación encayó en las diferencias sobre el
valor de las nuevas tarifas aplicadas a los vinos. Llegó el 1 de febrero de 1892,
dejó de regir el viejo tratado y ambos países empezaron a aplicar sus tarifas
máximas. La guerra aduanera duró cuatro meses; después, los franceses
buscaron un modus vivendi, anual y renovable, que permitiese negociar sin
prisa. Mientras tanto, España negoció acuerdos provisionales con Austria-
Hungría, Italia y Alemania y acuerdos definitivos con Suecia-Noruega, Paí-
ses Bajos y Suiza. La nueva negociación hispano-francesa se inició en los
meses de junio y julio de 1892, pero cuando ambos Gobiernos parecían dis-
puestos a fijar sus posiciones, se produjo la caída del Gobierno español que
venía negociando, el Gobierno Cánovas, y se formó un nuevo Gobierno Sa-

6
Jover Zamora, José María, «La época de la Restauración. Panorama político-social, 1875-
1902», en Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923), vol. VIII de la
Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara, Barcelona, Labor, 1981, pági-
nas 269-406 y pág. 345.
7
Renouvin, Fierre, ob. cit., pág. 337.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 179

gasta que, con su política comercial vacilante y contradictoria, condujo las


negociaciones con Francia hacia un acuerdo limitado al año 1894 en el que
España aceptaba posiciones francesas que el Gobierno Cánovas había re-
chazado con anterioridad 8.
Para entender los problemas de la negociación hispano-francesa, tene-
mos que tener en cuenta las vicisitudes que había corrido, en la segunda
mitad de 1892, el tratado hispano-alemán, el primero de los nuevos tratados
comerciales con las grandes potencias que el Gobierno Cánovas pudo llevar
a la ratificación de las Cortes. En efecto, denunciado en enero de 1891 el
tratado en vigor y establecido el 31 de diciembre el nuevo Arancel español,
los Gobierno de Madrid y de Berlín prepararon un modus vivendi que fue
prorrogado varias veces con objeto de mantener una situación aceptada por
las dos partes hasta que pudiese entrar en vigor el tratado que se estaba
negociando. La negociación culminó a mediados de 1892 y el Gobierno lo
presentó a las Cortes en el mes de agosto. Los proteccionistas impidieron la
ratificación; el Gobierno fue derrotado en la primera batalla, cuando se eli-
gió la comisión del Senado que tenía que preparar el dictamen. La Comi-
sión, en la que cuatro de sus siete miembros eran opuestos a la ratificación,
acordó abrir una información entre los sectores económicos del país; con la
excepción de los industriales del corcho, todos los sectores industriales fue-
ron contrarios al proyecto. El tratado estaba muerto y con él morían tam-
bién los tratados que se estaban negociando con los otros dos miembros de
la Triple Alianza: Austria-Hungri'a e Italia. A mediados de 1893, con los
liberales en el poder, las relaciones comerciales hispano-alemanas se deterio-
raron todavía más con la decisión del Kaiser de imponer a los productos es-
pañoles su tarifa general; la respuesta española, aplicando a los productos
alemanes su tarifa máxima puso en marcha una guerra aduanera que se
extendió hasta julio de 1896, cuando el nuevo Gobierno Cánovas promulgó
una ley que volvió a colocar los productos alemanes en la segunda tarifa
siempre que los productos españoles obtuvieran un mejor trato 9.

4. España y el problema de la seguridad de Gibraltar

La coincidencia de la necesidad británica de ampliar el puerto de Gibral-


tar para dar cabida a barcos cada vez más grandes con los avances de la arti-
llería pesada y con la nueva situación creada en el Mediterráneo como con-
secuencia de la alianza franco-rusa, no podía pasar desapercibida en el
Parlamento de Londres que el 20 de diciembre de 1892 fue objeto de una
declaración solemne del Gobierno señalando que la posesión completa y

8
Becker y González, Jerónimo, Historia de las relaciones exteriores de España durante
el siglo xix. Apuntes para una Historia Diplomática, vol. III (1868-1900), Madrid, Impren-
ta de Jaime Ratés, 1924, págs. 729-764.
9
ídem., págs. 765-769.
180 Rosario de la Torre del Río

segura de Gibraltar, que siempre había sido necesaria para hacer posible la
conjunción entre las flotas del Canal y del Mediterráneo, lo era ahora toda-
vía más como consecuencia de la «moral junction» que había tenido lugar
entre las flotas de Cronstadt y de Toulon10. Sobre esta base, no es extraño
que el Foreign Office se mostrase muy interesado en febrero de 1894 por las
noticias aparecidas el día 13 en Le Temps de París sobre una supuesta deci-
sión del Gobierno español de fortificar algunas posiciones cercanas a la
bahía de Algeciras. El Ministerio de Exteriores, el embajador en Madrid, el
secretario de Colonias, el gobernador de Gibraltar, el Almirantazgo y su
División de Inteligencia, intercambiaron una nutrida correspondencia entre
el 17 de febrero y el 7 de abril con la intención de indagar en la noticia y de
valorar sus consecuencias a corto y medio plazo. Después de llegar al
convencimiento de que la noticia del periódico francés podría ser cierta,
aunque no fuera inmediata la construcción de las fortificaciones previstas en
Sierra Carbonera, la correspondencia entre los distintos organismos del Go-
bierno británico se centró en el análisis de la distancia que podía cubrir la
nueva artillería en relación con la distancia entre el puerto y los puntos más
altos y cercanos de la bahía de Algeciras. Para empezar, se señaló el riesgo
que supondrían esas baterías en un momento en el que se pensaba construir
un nuevo muelle en el puerto de Gibraltar, y se afirmó la necesidad de no
avanzar en esa dirección hasta que el Gobierno español no hubiera dado
marcha atrás en su proyecto n.
Pues bien, si todo esto supone la base de un largo contencioso hispano-
británico que tendrá en el 98 el importante desarrollo señalado por José
María Jover y por mí misma12, la documentación británica permite ampliar
la relación entre estas primeras tomas de posición del Gobierno de Londres
y lo que ocurrirá en 1898 gracias a la documentada intervención de Se-
gismundo Moret, que aparece en la correspondencia del embajador británi-
co en Madrid, sir Henry Drummond Wolff, tanto ahora, en el 94, como des-
pués, en el 98, como un interlocutor especialmente cualificado con el que
hablar de problemas internacionales. Moret consideraba que aunque la
cuestión de Gibraltar fuera para España una cuestión de «patriotismo teóri-
co», la nueva situación del Mediterráneo, tras la visita a Francia de la escua-
dra rusa, los incidentes en Marruecos y los debates de la Cámara de los
Lores sobre la seguridad de Gibraltar, exigía del Gobierno español medidas

10
Public Record Office, Kew, Richmond, Inglaterra (PRO). Correspondencia del
Foreign Office (FO). Impresos confidenciales, 425, volumen 219, documento 50. Declara-
ción del marqués de Salisbury en la Cámara de los Lores el 20 de diciembre de 1892.
11
PRO, FO 425/222, documentos 13-20.
12
Jover Zamora, José María, «Gibraltar en la crisis internacional del 98», en Política, di-
plomacia y humanismo popular en la España del siglo xix, Madrid, Túrner, 1976, pági-
nas 431-488. De la Torre del Río, Rosario, «Gibraltar y el planteamiento del problema de la
garantía exterior», capítulo 8 de Inglaterra y España en 1898, Madrid, EUDEMA, 1988,
páginas 249-292; y «La crisis de 1898 y el problema de la garantía exterior», en Hispania,
Madrid, Centro de Estudios Históricos (CSIC), tomo XLVI, 1986, págs. 115-164.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 181

para proteger el comercio y la seguridad del Estrecho; después de señalar la


posición española sobre el particular, Moret sugería la necesidad de buscar
un mayor acercamiento hispano-británico que, adelantándose a futuras
complicaciones europeas, fortaleciese a los británicos en Gibraltar antes de
que éstos sintieran la necesidad de buscar ese fortalecimiento en la amplia-
ción de los límites de la plaza13.
Mientras el Gobierno de Londres tomaba nota de las posibilidades de
un acercamiento hispano-británico, el Almirantazgo informaba a Exterio-
res de su posición sobre el problema que podría plantearse en el futuro si
España colocaba baterías de artillería pesada en Álgeciras o en Sierra Car-
bonera: mientras que se tratase sólo de España, no parecía que existiese
causa de inquietud, pero en la eventualidad de una guerra con Francia en la
que España fuera su aliada, y a la vista de los cálculos realizados, la posi-
ción de Gibraltar podría peligrar. Teniendo en cuenta que la flota francesa
se encontraría en Toulon y que, para mantener su posición en el Mediterrá-
neo, la flota británica tendría que concentrarse en Gibraltar, el Gobierno
debería decidir si los planes militares británicos debían incluir en el futuro
la posibilidad de ocupar Sierra Carbonera en caso de inicio de hostilidades
con Francia; si fuera posible asegurar la neutralidad española, la cuestión
no se plantearía, pero si España fuera dudosa, sería necesario actuar a tiem-
po y con rapidez 14.

5. £1 fracaso de la segunda renovación de los Acuerdos Mediterráneos

El 4 de mayo de 1887, Moret y el embajador italiano conde Maffei,


firmaron en Madrid un acuerdo secreto, de cuatro años de duración, que
vinculó a España con la política de la Triple Alianza en general y con su
estrategia de aislar a Francia en particular; desde que conocieron la exis-
tencia del Acuerdo, los conservadores españoles no dejaron de manifestar
sus recelos ante la nueva vinculación de España. A pesar de sus reticencias,
el duque de Tetuán renovó el acuerdo por otros cuatro años en mayo de
1891 pensando, posiblemente, en el fortalecimiento del principio monár-
quico en el momento en que la crisis portuguesa del ultimátum parecía estar
a punto de terminar con la Monarquía en el país vecino. Pero cuatro años
después, en 1895, el acuerdo no se renovó. En ese momento estaban en jue-
go las relaciones comerciales de España con los miembros de la Triple Alian-
za y Roma y Berlín entenderán que la actitud española respecto a las ne-
gociaciones comerciales era una muestra clara de su inclinación progresiva

13
PRO, FO 425/222. Documento 21. Sir Henry Drummond Wolff, embajador británi-
co en Madrid, al conde de Kimberley, ministro británico de Asuntos Exteriores, Madrid, 14
de marzo de 1894, despacho 85, secreto y confidencial.
14
PRO, FO 425/222. Documento 25. Almirantazgo a Asuntos Exteriores, Londres, 31
de marzo de 1894, confidencial.
182 Rosario de la Torre del Río

hacia Francia. El Gobierno italiano acusará a Moret de una posición ambi-


gua hacia la Triple, y la negativa actitud alemana facilitará el viraje.
Como ha documentado Fernando García Sanz15, el 8 de octubre, el
duque de Tetuán envió al embajador de España en Roma unas instrucciones
que no dejan lugar a dudas sobre la posición española: el ministro consi-
deraba que, a aquellas alturas, las relaciones con Francia y con Inglaterra
iban siendo progresivamente más cordiales (Francia había abierto la Bolsa de
París a la contratación de los billetes hipotecarios de Cuba en una cantidad
superior a 150 millones de pesetas) y el Acuerdo con la Triple parecía inne-
cesario; no había servido para evitar los problemas con Alemania y no pare-
cía necesario para entenderse con Inglaterra mientras que, por el contrario,
de renovarse con publicidad, Francia podría tomar represalias cerrando su
mercado financiero y alentando a los republicanos; España debía desligarse
de la Triple sin brusquedades, reiterando su amistad y su garantía de que no
entraría en ninguna otra coalición internacional.

6. Los problemas internacionales en el área de Filipinas


Aunque no fuera más que por la importancia que tiene todo lo que afec-
ta a Asia Oriental en la crisis del 98 16, no debemos olvidar los problemas
que afectan a Filipinas y que son, en los años 90, fundamentalmente dos: el
de las consecuencias de la guerra chino-japonesa de 1895 y el que plantea-
ba la necesidad de que la insurrección filipina no contase con apoyos
exteriores desde las colonias británicas.
Para España, la guerra chino-japonesa de 1895 se inscribía en la cues-
tión que había dominado su política en el Pacífico durante los años 70 y 80:
el problema de la incertidumbre de los límites de unas posesiones que esta-
ban muy deficientemente ocupadas en un momento en el que el derecho de
descubrimiento estaba siendo sustituido por el derecho de ocupación. Los
conflictos entonces suscitados se habían ido resolviendo sobre la base de la
apertura, por parte de España, de unos mercados que no podía monopolizar.
La aparición de Japón como un nuevo poder en Asia Oriental fue seguida
con atención por el Gobierno español. La contundente victoria japonesa y la
firma, el 17 de abril de 1895, del Tratado de Simonoseki, concedía al ven-
cedor una posición en China que no aceptarán Rusia, Francia y Alemania.
Conocida la decisión de intervenir de esas tres potencias, España, que
durante la guerra había tenido tres ministros de Estado distintos —Moret,
Groizard y Tetuán—, intentará sumarse a dicha intervención con objeto de
dejar constancia clara de su posición en la zona. Más allá de las buenas pala-
bras, las potencias ni siquiera dieron tiempo a que España formulase sus

15
García Sanz, Fernando, Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes,
comercio y política exterior (1890-1914), Madrid, CSIC, 1993, págs. 47-83.
16
De la Torre del Río, Rosario, Inglaterra y España en 1898, Madrid, EUDEMA, 1988.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 183

reclamaciones y el 23 de abril presentaron al Gobierno japonés su ultimá-


tum. El duque de Tetuán hubiese deseado que las potencias hubiesen presio-
nado a Japón para que renunciara también a Formosa y las Pescadores pero,
consciente de su posición, se conformó con la posterior declaración de Japón
de que la anexión de Formosa e islas adyacentes excluía toda reclamación
sobre las islas situadas al sur y sudeste de Formosa17. A partir de ese momen-
to, las relaciones de los dos países evolucionaron positivamente y el 2 de ene-
ro de 1897 se firmó un nuevo Tratado de amistad y un Protocolo sobre
nacionalizaciones que evitaba el apoyo japonés a los insurgentes filipinos.
El problema internacional que podía plantear la insurrección filipina
de 1896 tenía que ver con la necesidad española de prevenir que los insur-
gentes recibieran apoyos desde un conjunto de puntos exteriores que esta-
ban bajo la soberanía del Imperio Británico. A la vista de lo que estaba ocu-
rriendo en el Caribe con los independentistas cubanos, no cabe duda que
España podía temer la reacción de Inglaterra. Sin embargo, de 1896 a 1898
encontramos en este asunto un comportamiento de las grandes potencias en
general y de Inglaterra en particular, satisfactorio para las autoridades
españolas. El Gobierno de Londres no parece que intentase sacar ventajas
políticas de la posición de debilidad en la que la insurrección filipina colocó
al poder español en la zona. La correspondencia diplomática hispano-britá-
nica sobre expediciones filibusteras desde las colonias británicas, sobre ven-
ta de armas y de municiones con destino a los rebeldes y sobre la presencia
de la Junta filipina en Hong Kong así lo atestigua18.

7. En busca de una garantía internacional para Cuba

El 24 de febrero de 1895 se reanudó la insurrección en Cuba. El levan-


tamiento, que tuvo su primer foco en el este, se extendió con relativa facili-
dad y, antes de que la insurrección cumpliera un año, los rebeldes estaban
luchando en las cercanías de La Habana. La insurrección, y las dificultades
para atajarla de manera inmediata, provocaron la caída del tercer Gobierno
Sagasta que fue sustituido por el sexto Gobierno Cánovas en marzo de 1895.
De manera inmediata, el general Martínez Campos fue enviado a la isla para
ponerse al frente de los esfuerzos militares del nuevo Gobierno conservador;
su dimisión en enero del 86 dejaba constancia de que esos esfuerzos no
habían teniendo ningún éxito.
Las dificultades del Gobierno español colocaron a los Gobiernos de las
grandes potencias europeas en la situación de tener que considerar que la
vuelta a la normalidad en Cuba iba a ser una cuestión de muchos más hom-

17
Becker, ob. cit., pág. 821.
18
De la Torre del Río, Rosario, «En torno al 98. Ingleses y españoles en el Pacífico», en
}uan Bautista Vilar (ed.), Las relaciones internacionales en la España contemporánea, Mur-
cia, Universidad de Murcia, 1989, págs. 211-222.
184 Rosario de la Torre del Río

bres, mucho más dinero y mucho más tiempo y que el Gobierno de los Esta-
dos Unidos, con intereses en la isla que la guerra perjudicaba, podría inter-
venir. Ninguna potencia ignoraba que, desde comienzos de 1896, los norte-
americanos, a través de la Legación de España en Washington, venían
animando de manera informal al Gobierno de Madrid a que realizase refor-
mas en la Isla y a que contase con su ayuda para resolver el problema19.
Desde el mismo momento en que se planteó la posibilidad de la inter-
vención norteamericana en el conflicto cubano, la diplomacia española se
orientará en una dirección que no abandonará: ante la evidencia de que no
era posible conseguir una garantía internacional formal para la continuidad
de la soberanía de España en Cuba, los Gobiernos de Cánovas y de Sagasta
intentarán concitar una acción colectiva de las grandes potencias europeas
bajo la dirección de Inglaterra para evitar la intervención norteamericana
primero, para limitar los costes de la derrota después. Pues bien, en esa línea
diplomática, los ministros de Estado españoles contarán con un aliado
insospechado: el embajador británico sir Henry Drummond Wolff.
La correspondencia entre el embajador Wolff y el marqués de Salisbury,
primer ministro y secretario de Estado de Asuntos Exteriores del Reino Uni-
do desde 1895, muestra los esfuerzos del embajador por empujar a su
Gobierno en favor de España. Su cariño y admiración hacia la Reina Regen-
te, su solicitud por el destino de la Dinastía, su alta valoración de los intere-
ses británicos en el Mediterráneo, consolidada por su experiencia política y
diplomática en zonas donde el Imperio Británico se enfrentaba al Imperio
Ruso, su percepción de los peligros que se derivaban para los intereses bri-
tánicos de la reciente alianza del Imperio Ruso con la República Francesa,
su conocimiento de los planteamientos que el Almirantazgo había hecho
sobre la seguridad de Gibraltar y su creencia en el valor de España como
aliado mediterráneo de Inglaterra, llevarán al embajador, que mantendrá
una relación muy amistosa y confiada con Segismundo Moret, partidario de
un entendimiento hispano-británico, a entrevistarse una y otra vez con los
embajadores de las otras potencias en Madrid, dando la sensación de un
interés británico por los problemas españoles que era exclusivamente suyo,
a bombardear al Foreign Office con una serie de telegramas y despachos en
los que va desgranando sus múltiples conversaciones con unos y otros y en
los que va resaltando en cada momento los argumentos que, a la vista de las
siempre lacónicas respuestas de Salisbury, considera que mejor pueden con-
vencer al primer ministro. Todos los esfuerzos de Wolff se fueron estrellan-
do contra la firme posición de un primer ministro que tenía una idea muy
estricta de su propia posición: la orientación de la política exterior británica
la formulaba él, que era el responsable ante el Parlamento; de sus subordi-
nados esperaba información, no consejos. Sobre esta base, frente a su

19
Offner, John L., An Unwanted War. The Diplomacy of the United States and Spain
over Cuba, 1895-1898, Londres, The University of North Carolina Press, 1992.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 185

percepción de la importancia de la amenaza rusa a la libertad de comercio


en Asia Oriental, el destino de las colonias españolas era un asunto verda-
deramente menor. Sus intentos para persuadir a los Estados Unidos de que
se colocaran junto a Inglaterra para frenar futuros avances de Rusia en una
dirección muy peligrosa para intereses fundamentales británicos no queda-
rán comprometidos por ningún gesto a favor de España después de haber
soportado estoicamente, a finales de 1895 y principios de 1896, la in-
tempestiva intromisión de la doctrina Monroe en el litigio de la frontera
entre Venezuela y la Guayana Británica 20.
El fracaso del general Martínez Campos, el nombramiento del general
Weyler, la brutalidad de sus medidas y la falta de un horizonte de conclusión
de un conflicto que les perjudicaba, llevaron a los Estados Unidos a pasar de
los ofrecimientos oficiosos de mediación a la concreción que supuso la Nota
de 10 de abril de 1896. Diez días después, el embajador británico en Madrid
comunicaba al Foreign Office que el nuevo Gobierno italiano salido de la
crisis de Adua había propuesto a España, a través de su embajador en Roma,
una nueva negociación para renovar los Acuerdos Mediterráneos y que el
duque de Tetuán consideraba que las complicaciones cubanas hacían difícil
su aceptación. El 23 de abril, el embajador podía informar con más detalle
de la propuesta del conde Nigra, sostenida por la diplomacia austríaca, así
como de la inmediata respuesta del duque de Tetuán: la guerra de Cuba
había alterado la situación y no deseaba ofender a Francia a menos que
obtuviera apoyo en la cuestión cubana. En los siguientes días, la posición
española se va afirmando: teniendo en cuenta la situación creada por la gue-
rra de Cuba, el duque de Tetuán no quería un acuerdo que apareciera como
directamente dirigido contra Francia; quería «apoyo frente a las preten-
siones de los Estados Unidos» y se uniría a la Triple Alianza y a Inglaterra,
incluso de manera pública, si las potencias concernidas apoyaban a España
en la cuestión cubana. En este contexto, el embajador Wolff transmitió al
marqués de Salisbury el deseo de Tetuán de contar con el consejo del primer
ministro británico21.
El 28 de mayo Salisbury preparó su respuesta. Si exceptuamos algún
telegrama para pedir más información sobre la posible negociación hispano-
francesa, Salisbury no había contestado a ninguno de los despachos y tele-
gramas que le venía enviando su embajador en Madrid; por esta razón, este
despacho tiene, a mi juicio, una gran importancia porque fija, ante la pri-
mera iniciativa española para articular una acción de las potencias europeas
para frenar a Estados Unidos en Cuba, la posición del Gobierno británico
sobre las mismas bases que mantendrá a lo largo de todo el 98: Salisbury

20
He explicado y documentado con mayor precisión y amplitud la posición de la diplo-
macia británica en los años anteriores al «Desastre», en «1895-1898: Inglaterra y la búsque-
da de un compromiso internacional para frenar la intervención norteamericana en Cuba»,
Hispania, en prensa.
21
PRO, FO. Correspondencia general con España, 72, volúmenes 2003, 2006 y 2024.
186 Rosario de la Torre del Río

empezaba explicando su falta de respuesta a los informes del embajador:


por muy profundo que fuera su deseo de paz entre España y los cubanos,
consideraba que no se había abierto camino para ninguna acción británica
que pudiera acelerar el resultado; pero, para prevenir cualquier malenten-
dido rompía su silencio y hacía llegar al embajador su posición: por muy
lamentable que fuera la devastación y la pérdida de vidas que acompañaban
a este conflicto, nada parecía, a su juicio, haber ocurrido que justificase el
ofrecimiento de asistencia material a los combatientes; sobre esta base, el Go-
bierno británico debía evitar decir cualquier cosa que pudiera llevar a
alguien a pensar que Inglaterra podría cambiar de opinión. Este plantea-
miento no significaba que Inglaterra no sintiera la más profunda simpatía
por una España en dificultades; Inglaterra estaba interesada en que España
fuera próspera y fuerte y debía lamentar cualquier calamidad que detuviera
su progreso; como la separación de Cuba sería un serio golpe para su posi-
ción internacional, Salisbury se mostraba convencido de que el Gobierno de
la Reina Regente utilizaría la primera oportunidad razonable que tuviera
para garantizar a los habitantes de Cuba las medidas de autonomía que pue-
dan asegurar el buen gobierno de la Isla. El primer ministro británico termi-
naba su despacho señalando a su embajador que quedaba autorizado para
expresar al Gobierno español sus simpatías hacia una política autonómica
en Cuba y su disposición a utilizar sus buenos oficios si se consideraba que
podía contribuir a una pacificación basada en la autonomía22.

8. El «memorándum» de 1896 y el fracaso de la principal


iniciativa canovista

Sobre la base de estas palabras, del interés alemán en la renovación del


Tratado comercial y del interés italiano y austríaco en la renovación de los
Acuerdos Mediterráneos, el duque de Tetuán va a preparar la estrategia que
buscará implicar a todas las grandes potencias europeas en una acción
colectiva que detuviese las iniciativas norteamericanas en Cuba. He tenido
ocasión de estudiar, con cierto detalle, el papel de la diplomacia británica a
lo largo de las semanas que van de la llegada de Stewart L. Woodford a San
Sebastián al inicio de la guerra hispano-americana23, a través de este estu-
dio, me parece evidente que todo lo que ocurre alrededor del memorándum
del 96 es especialmente significativo para entender los problemas que se

22
PRO, FO 72/2025. El marqués de Salisbury, primer ministro y ministro para Asuntos
Exteriores, a Wolff, Londres, 28 de mayo de 1896, despacho 67, confidencial, borrador a
máquina.
23
De la Torre del Río, Rosario, «Antes de la guerra. Inglaterra y la intervención de las
potencias europeas en el conflicto hispano-norteamericano», capítulo 2 de Inglaterra y Espa-
ña en 1898, págs. 67-98. Véase también Ferrara, Orestes, Tentativas de intervención euro-
pea en América, 1896-1898, La Habana, Editorial Hermes, 1933.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 187

plantearán durante el mes de abril del 98 porque la tramitación del memo-


rándum del 96 fue, a mi juicio, el ensayo general del comportamiento de las
potencias en la crisis que precede a la guerra; un ensayo general que nos per-
mite entender mejor muchas cosas de la crisis del 98.
El embajador británico, que fue informado por el duque de Tetuán de
sus intenciones el 20 de junio, conoció también el deseo alemán de buscar
un acuerdo entre las potencias para defender el principio monárquico. Salis-
bury no cambió su posición: no enviará instrucciones precisas hasta que no
conozca la naturaleza de la propuesta en la que piensa el ministro español;
pero considera que cualquier iniciativa colectiva debía ser recibida favora-
blemente por Rusia, que no tenía intereses directos en la cuestión y que esta-
ba en buenos términos con Estados Unidos; en cualquier caso, el primer
ministro recordaba que Estados Unidos no actuaba, por principio, en con-
cierto con las potencias europeas 24.
El 3 de julio, el duque de Tetuán seguía insistiendo en que fuera Londres
quien centralizase la acción de las potencias cuando comunica formalmente
al embajador británico la ruptura de las exploraciones previas para negociar
la renovación de los Acuerdos Mediterráneos y el sentido que tendrá la ini-
ciativa que ha puesto en marcha para concitar la acción colectiva de las
potencias: una intervención análoga a la que realizaron en 1852 los Gobier-
nos británico y francés 25 y que ahora debería contar con el protagonismo de
las seis grandes potencias. Así, sin precisar la acción que solicitaba, pero
colocando como referencia una Nota formal que se correspondía con una
situación internacional completamente distinta, pero en la que Inglaterra y
Francia habían pedido a los Estados Unidos que renunciaran a la posesión
de la Isla de Cuba, el duque de Tetuán intentó explorar hasta dónde estaban
dispuestas a llegar las potencias antes de redactar su memorándum.
El Gobierno austro-húngaro, a través del embajador británico en Viena,
hizo saber al Gobierno de Salisbury su buena disposición para participar en
la acción colectiva que solicitase España, una acción colectiva que, por
supuesto no podría dar a España la garantía de que seguiría en posesión de
Cuba, pero que podría evitar la catástrofe que para el Trono se derivaría de
una intervención norteamericana. La respuesta de Londres recomendaba
prudencia a la hora de ofrecer buenos oficios a un Estado tan susceptible
para estas cosas como Estados Unidos y en la cercanía de una campaña pre-
sidencial. En cualquier caso, todas las potencias parecen de acuerdo en que
España no podrá terminar con la insurrección en los próximos meses y en

24
PRO, FO 72/2025. Salisbury a Wolff, Londres, 2 de julio de 1896, telegrama 29.
25
En esa fecha, los Gobiernos de Londres y París se dirigieron al Gobierno de Washington
en estos términos: «Vista vuestra declaración de que no toleraréis que una potencia europea
se apodere de Cuba, nosotros declaramos a nuestra vez, que no consentiremos que pase
del dominio de España al de otro país, y para obviar todo recelo mutuo instamos al Gobier-
no de Washington a asociarse a una declaración de las tres potencias renunciando a la pose-
sión de la Isla de Cuba», Ferrara, Orestes, ob. cit., págs. 48-49.
188 Rosario de la Torre del Río

que sólo un rápido acuerdo con los rebeldes podrá evitar la intervención de
la república norteamericana26.
El 28 de julio, el duque de Tetuán comunicó a los Gobiernos de las
potencias lo que después considerará el borrador del memorándum que pre-
paraba; el texto permite finalmente precisar las dos cosas que deseaba el
Gobierno de Cánovas: en primer lugar, que las potencias instasen al Gobier-
no norteamericano a que asumiera un compromiso rotundo, formal y públi-
co de no permitir que desde su territorio se proporcionase ayuda a los cuba-
nos; en segundo lugar, que las potencias ofrecieran al embajador de España
en Washington su apoyo y ayuda en las gestiones que realizase sobre este
asunto cerca del Gobierno norteamericano 27.
Los representantes europeos en Madrid pasaron del entusiasmo a la
reserva y de la reserva a la indiferencia; es evidente que, cuando se acercó el
momento de poner en práctica el plan, los Gobiernos frenaron a los embaja-
dores. El 27 de julio, la proclamación formal de la neutralidad norteamerica-
na en la guerra de Cuba por parte del Gobierno Cleveland terminará de
enfriar la anterior actividad a pesar de los esfuerzos del duque de Tetuán para
ligar la acción que solicitaba con la posible mayor agresividad de la nueva
Administración McKinley. El detonante de la nueva situación será el encar-
gado de Negocios norteamericano en Madrid, Harris Taylor, que, enterado de
lo que se preparaba, se apresuró a señalar al duque de Tetuán, y a sus colegas
en Madrid, que Estados Unidos consideraría la presentación del memorán-
dum como un acto inamistoso. El 10 de agosto Taylor se entrevistó con
Tetuán y al día siguiente Tetuán le comunicó a Cánovas que, ante la reacción
del encargado de Negocios norteamericano, se había visto obligado a prome-
ter la suspensión de la presentación formal del memorándum a las potencias.
Los embajadores en Madrid, que conocían la reacción de Taylor, aconsejaron
la retirada del memorándum considerando que la proclamación de neutrali-
dad que acababa de realizar el presidente Cleveland podía calmar los temo-
res españoles. Se abría un compás de espera que la diplomacia española pare-
cía abordar con demasiado optimismo: en su despacho al presidente del
Consejo del 11 de agosto de 1896, el ministro de Estado minimizaba su fra-
caso: aunque no se pueda alcanzar una acción colectiva de las potencias
europeas para frenar a Estados Unidos, al menos se ha conseguido crear en
ellas un estado de ánimo favorable a España que podría ser la base de una
acción futura, para cuando los republicanos, que se instalarán el 4 de marzo

26
PRO, FO 72/2025. Embajador británico en Viena a Salisbury, Viena 4 y 9 de julio
de 1896, despachos 215 y 217, secretos y confidenciales.
27
Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (AMAE). Archivo histórico (H). Políti-
ca, política exterior, EE.UU., legajo 2416. El duque de Tetuán, ministro español de Estado, a
todos los embajadores españoles cerca de las grandes potencias, Madrid, 28 de julio de 1896.
Un estudio pormenorizado de la política que está detrás de la preparación, envío y fracaso del
memorándum, en Robles Muñoz, Cristóbal, «Negociar la paz en Cuba (1896-1897)», en
Revista de Indias, 1993, vol. LUÍ, núm. 198, págs. 493-527.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 189

de 1897 en la Casa Blanca, vuelvan a la carga. El duque de Tetuán tendrá


ocasión de comprobar lo infundado de sus esperanzas cuando quiera volver
a concitar una acción colectiva de las potencias europeas tras la reiteración
de la oferta de mediación que le hace, el 23 de septiembre, Stewart L. Wood-
ford, el nuevo representante del Gobierno de los Estados Unidos.

9. El recurso a las potencias en el inicio de la crisis de 1898


Desde octubre de 1896, punto final de la iniciativa del duque de Tetuán,
hasta septiembre de 1897, llegada a España del Encargado de Negocios de
la nueva Administración norteamericana, mientras la situación en Cuba se
deterioraba, la diplomacia española permaneció a la espera de aconteci-
mientos. La atención del Gobierno español y de las Embajadas y Legaciones
de las grandes potencias en Madrid se tensará cuando se acerque la pre-
sentación de cartas credenciales del nuevo encargado de Negocios nor-
teamericano. Se supone que Woodford llegará provisto de instrucciones
estrictas y precisas sobre la cuestión cubana. El embajador británico, que
transmite su impresión de un país sumido en la indiferencia, el fatalismo y
la inercia, considera que los dos partidos turnantes están decididos a conce-
der la autonomía a Cuba y a descargar la responsabilidad de esta impopular
medida en la Regente; sus entrevistas con Taylor le permiten establecer un
cuadro muy vivido de la percepción norteamericana de lo que estaba pasan-
do en Cuba, de lo que podría esperarse del Gobierno Cánovas y de las
posibilidades de un Gobierno Sagasta28.
Steward L. Woodford llegó a San Sebastián el 2 de septiembre de 1897;
para evitar pérdidas de tiempo que pudieran ser mal interpretadas, entrega-
rá sus cartas credenciales en el lugar de veraneo de la Corte. El 23 de sep-
tiembre, después de presentar a la Reina Regente sus cartas credenciales,
Woodford se entrevistó con el duque de Tetuán y le entregó una Nota con la
exigencia norteamericana de que España pusiera fin a la guerra en Cuba
utilizando la mediación de los Estados Unidos. El ministro español tuvo que
aplazar, como era lógico, la respuesta; Cánovas había sido asesinado el 8 de
agosto y el duque de Tetuán dejaba su puesto pocos días después de la entre-
vista con el representante norteamericano. El cambio de gobierno no pare-
ció modificar los límites de la diplomacia española; el Gobierno liberal de
Sagasta, con Moret en el Ministerio de Ultramar y con Pío Gullón en el de
Estado, rechazó la mediación norteamericana, considerando que la Nota de
Woodford suponía la suspensión de la soberanía española en Cuba, y recu-

28
PRO, FO 72/2005. Wolff a Salisbury, San Sebastián 16 de octubre y Madrid, 9 y 24
de noviembre y 3 de diciembre de 1896. FO 72/2033. Wolff a Salisbury, Madrid, 8 y 16 de
febrero, 15, 17, 18 y 19 de marzo y 14 y 17 de abril de 1897. FO 72/2056. Wolff a Salisbury,
San Sebastián, 11 y 13 de julio de 1897. FO 72/2056. Wolff a Salisbury, San Sebastián, 9
y 13 de septiembre de 1897.
190 Rosario de la Torre del Río

rrió a la acción diplomática cerca de las potencias europeas para obligar a


Estados Unidos a desentenderse del asunto; de esta manera, en septiembre
de 1897 comenzaba una importante gestión diplomática que implicará a
todas las grandes potencias y al Vaticano y que no terminará hasta el estalli-
do de la guerra hispano-norteamericana 29.
La nueva iniciativa diplomática es protagonizada por la Regente, que se
dirige al emperador de Austria-Hungría; éste, por su parte, aprovecha las
maniobras militares que está realizando con los alemanes para informar del
asunto al Kaiser Guillermo. De manera paralela, el nuevo Gobierno español se
dirige al embajador de Francia en Madrid para ponerle al comente de sus dese-
os; el Gobierno francés se pone en comunicación con el Gobierno ruso. En un
primer momento sólo el Kaiser parece interesado de verdad en el asunto; sin
embargo, su ministro de Exteriores, Bernhard von Bülow, será mas precavido,
recordará los intereses alemanes en Estados Unidos y colocará la política ale-
mana en un segundo plano, cediendo la iniciativa y esperando la definición de
posturas de las demás potencias30. Aunque tampoco el ministro austríaco de
Exteriores Goluchowsky quiera asumir ningún compromiso previo, la presión
del emperador Francisco José logrará finalmente que Austria-Hungría ponga
en marcha la gestión a principios de diciembre. Mientras tanto, España pre-
sionará en dos direcciones paralelas: el Gobierno tratará de comprometer a
cada bloque —Triple Alianza y Alianza franco-rusa— dando la impresión de
que el otro estaba dispuesto a actuar, y la Regente escribirá a varios monarcas
pidiéndolos que apoyasen la gestión de sus Gobiernos. A pesar de los esfuer-
zos del embajador Wolff para convencer a Salisbury de que Rusia y Francia se
«habían puesto en marcha», el Gobierno británico no responde a ninguna de
las sugerencias que se formulan. A lo largo de estos meses, todas las potencias
se limitan a darse por enteradas de los por otra parte inconcretos deseos espa-
ñoles de contar con su colaboración. En general, cada una se reserva a la espe-
ra de conocer con claridad las intenciones de las demás mientras señalan algo
que se convertirá en un lugar común a lo largo de todas estas semanas: la
importancia de la posición que adoptase Inglaterra. A pesar de los nuevos
informes de Wolff detallando los dilemas a los que se enfrentaba la política de
Sagasta, las malas formas de los conservadores romeristas hacia la Regente y
sus temores sobre un desenlace desastroso de la crisis española, el marqués de
Salisbury se limitará a repetir sus anteriores expresiones y consideraciones31.

29
De la Torre del Río, Rosario, «Antes de la guerra. Inglaterra y la intervención de las
potencias europeas en el conflicto hispano-norteamericano», capítulo 2 de Inglaterra y Espa-
ña en 1898, págs. 67-98.
30
Álvarez Gutiérrez, Luis, «La diplomacia alemana ante el conflicto hispano-norteame-
ricano de 1897-1898: primeras tomas de posición», en Híspanla, LIV/1, núm. 186,1994,
páginas 201-256.
31
PRO, FO 72/2035, Wolff a Salisbury, Madrid, 17 de octubre de 1897, despacho 272,
verdaderamente secreto y confidencial. PRO, FO 72/2056, Wolff a Salisbury, Madrid, 18 de
octubre de 1897, despachos 273 y 275, secretos y confindenciales. PRO, FO 72/2036, Salis-
bury a Wolff, Londres, 19 de octubre de 1897, telegrama 34, borrador.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 191

Como todas las potencias continentales estaban pendientes de lo que


hiciera Inglaterra, y como Inglaterra no hacía nada, la iniciativa española
quedó paralizada hasta que, el 15 de febrero de 1898, la destrucción del Mai-
ne en el puerto de La Habana y sus consecuencias, relanzó la llamada españo-
la a las grandes potencias con una solicitud formal dirigida a Berlín y París.
De nuevo las gestiones tienen como protagonista a la Regente y al Gobierno
y de nuevo Alemania y Francia se muestran dispuestas a hacer una gestión
diplomática en Washington si otra potencia —ahora se piensa en Austria-
Hungría— tomaba la iniciativa. El mutismo británico llevará a la Regente a
dirigirse a la Reina Victoria en unos términos verdaderamente patéticos32.
En la última decena de marzo, las grandes potencias van decidiendo su
intervención diplomática en Washington conscientes de las dificultades que
tenía España para aceptar un compromiso que pudiera satisfacer a los norte-
americanos. Pensando en ello, von Bülow sugerirá al Gobierno español el
recurso a una mediación papal, paralela y autónoma, para completar la
acción de las potencias33. El 29 de marzo la crisis hispano-norteamericana
volverá a acelerarse; en esa fecha, el general Woodford entregó a Sagasta, en
presencia de Gullón y Moret, ministros de Estado y Ultramar respectiva-
mente, el famoso apunte que resume las exigencias de su Gobierno: inme-
diata pacificación de la isla de Cuba, negociación de la paz a través del presi-
dente McKinley y revocación de la orden de los reconcentrados. El Gobierno
español, que aceptará la petición sobre los reconcentrados, siguió sin mos-
trarse dispuesto a colocar el problema de Cuba en las manos de los Estados
Unidos y no aceptó la concesión de un alto el fuego que no habían pedido los
insurrectos. Consciente de que, con sus negativas, empeoraba la situación, el
Gobierno español vuelve a dirigirse a las potencias en busca de apoyo.
Finalmente, a comienzos de abril, coincidirán en Washington las dos
acciones diplomáticas. Por un lado, monseñor Ireland intentará parar la gue-
rra que se avecina negociando la suspensión de hostilidades en Cuba. Por
otro lado, los representantes de las seis grandes potencias europeas seguirán
las indicaciones de sus Gobiernos y prepararán una Nota para ser entregada
al presidente McKinley. No debemos olvidar que el Vaticano no tenía re-
presentación diplomática ante el Gobierno norteamericano y que, por lo tan-
to, no era posible la integración de Ireland en el contexto de las potencias;
además, cada una de las acciones diplomáticas va a tener un sentido distinto:
las potencias intentaban ejercer una cierta presión moral frente a los partida-
rios de la guerra en Washington para fortalecer la posición del presidente,

32
De la Torre del Río, Rosario, Inglaterra y España en 1898, pág. 81.
33
Offner, John, «President McKinley's final attempt to avoid war with Spain», en Ohio
History, vol. 94, summer-autum 1985, págs. 125-138. «Washington Mission: Archbishop Ire-
land on the eve of the Spanish-American War», en The Catholic Historical Review,
volumen LXXIII, october 1987, págs. 562-575. Robles Muñoz, Cristóbal, «1898: la batalla
por la paz. La mediación de León XIII entre España y los Estados Unidos», en Revista de
Indias, 1986, vol. XLVI, núm. 177, págs. 247-289.
192 Rosario de la Torre del Río

considerando que éste era contrario a esa solución, y el Vaticano buscaba


facilitar al Gobierno español la puesta en marcha de medidas dolorosas y que
se suponían muy anti-populares. Pero la Nota de las potencias tardará en
hacerse realidad. Inglaterra había realizado consultas en Washington sobre el
particular y el presidente había señalado a su embajador que una acción de
ese tipo no sería aceptada por considerarla prematura34.
Finalmente, en los primeros días de abril se van materializando las dos
acciones diplomáticas que convergen en Washington. El día 3, España, pen-
sando que McKinley aceptaba la mediación papal, se comprometió a acep-
tar la propuesta de cese de hostilidades de León XIII, y pidió a Washington
que retirase sus barcos de las Antillas. En Washington, sir Julián Pauncefo-
te, embajador británico y decano del cuerpo diplomático en la capital norte-
americana, terminó de redactar la Nota de común acuerdo con el secretario
de Estado norteamericano Day, en la confianza mutua de que la iniciativa
europea podría calmar la agitación popular en Estados Unidos. El 6 de abril
se reunieron los embajadores de las seis grandes potencias europeas en la
Embajada británica y aprobaron la Nota que Pauncefote y Day habían
redactado. Los reunidos esperaban que su Nota, que apelaba a los «senti-
mientos de humanidad y moderación» del presidente y del pueblo nortea-
mericano, expresaba la esperanza de que el «humanitarismo y la puramente
desinteresada» mediación de ambos, ayudaría a restablecer y mantener el
orden en Cuba. La Nota fue entregada por los seis embajadores en la Casa
Blanca el día 7 de abril; McKinley les recibió amistosamente y les dio las gra-
cias por sus esfuerzos en favor de la paz. Aunque ni la intervención de mon-
señor Ireland ni la de las potencias consiga apartar a los Estados Unidos de
la línea política que venía desarrollando en la cuestión cubana, el Gobierno
español mantendrá su compromiso de suspender las hostilidades en Cuba.
Para que la medida sea mejor aceptada por la opinión pública, Gullón,
siguiendo el consejo de von Bülow, pondrá en marcha una iniciativa para
que las potencias le entreguen en el Ministerio el día 9 de abril una Nota en
ese sentido, como corolario de las gestiones realizadas en Washington35.
La Nota del 7 de abril no fue en ningún caso un acto hostil hacia los
Estados Unidos; no fue ni siquiera un acto de presión diplomática y la Admi-
nistración norteamericana así lo interpretó. Otra cosa muy distinta hubiese
sido la presentación de la segunda Nota que preparó pocos días después el
embajador Pauncefote. En efecto, enfurecido por las expresiones del men-
saje que el presidente McKinley envió al Congreso de los Estados Unidos
el 11 de abril, el embajador británico cometió el que posiblemente sea el
único error de una brillante y larga carrera diplomática; sin consultar con su
Gobierno, el embajador convocó el día 14 de abril a los embajadores de las
otras cinco potencias y sometió a la consideración de sus respectivos
34
Neale, R. G., Great Britain and the United States Expansión: 1898-1900, Michigan
University Press, 1966, págs. 16-36.
35
De la Torre del Río, Rosario, Inglaterra y España en 1898, págs. 87-88.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 193

Gobiernos el texto de una nueva Nota que debería ser entregada, si contaba
con las aprobaciones correspondientes, a los embajadores de Estados Uni-
dos en las capitales de las seis potencias europeas. Pauncefote proponía
dejar claro ante los norteamericanos que la intervención armada que prepa-
raban no contaba con «el apoyo y la aprobación del mundo civilizado» a
pesar de que lo acabase de afirmar así su presidente en su mensaje al Con-
greso; el embajador consideraba que había que valorar las concesiones que
acababa de realizar España y que las potencias debían declarar formalmente
«su incapacidad para apoyar una intervención armada cuya justicia no admi-
ten» 36. Londres desautorizará la iniciativa de Pauncefote y éste no volverá a
cometer más errores. Es interesante tener en cuenta que el Gobierno britá-
nico no comunicó a las otras potencias que desautorizaba la iniciativa de su
embajador, con lo que las respuestas que recibió la iniciativa de Pauncefote
tienen que ser entendidas como respuestas a una iniciativa del Gobierno bri-
tánico; pues bien, sólo el Gobierno austríaco se mostró dispuesto a seguir
adelante. Por supuesto, la segunda Nota nunca será presentada.
A estas alturas de nuestro conocimiento de la cuestión, podemos resumir
la situación señalando que toda la actividad diplomática desplegada por el
Gobierno Sagasta desde octubre de 1897 hasta abril de 1898 sólo consiguió
que las grandes potencias hicieran una protesta moral en favor de España y
eso porque Inglaterra se colocó a la cabeza de esa mínima intervención euro-
pea; en ningún momento hubo, por lo que sabemos hasta ahora, la más ligera
posibilidad de que alguna de las seis grandes potencias, sola o con aliados,
aceptase participar en una mediación armada. La posibilidad de una coalición
hostil a los Estados Unidos, coalición de la que habló mucho la prensa y en la
que creyó la opinión pública española y norteamericana, no fue mas que un
fantasma. Inglaterra nunca bloqueó una coalición hostil a los Estados Unidos
aunque la opinión pública española se lo recriminase y la opinión pública nor-
teamericana se lo agradeciese. No debemos olvidar que tanto la política britá-
nica como la de las demás potencias estaban dictadas por sus propios intere-
ses y no por consideraciones morales o por la simpatía que sintiesen por la
Regente o por su Gobierno. La disputa cubana sólo afectaba directamente a
los cubanos, a los españoles y a los norteamericanos y, en términos de fuerza,
como los que dominan en esta etapa de la era de los imperios, la alianza y la
gratitud de una España en quiebra valían poco; las buenas relaciones con
Estados Unidos eran mucho más importantes, para Inglaterra y p¿?ra todas las
demás potencias. Sólo Alemania podía, en principio, tener un interés un poco
especial en el asunto porque el Kaiser y sus Gobiernos tenían puestos los ojos
en las colonias españolas del Pacífico; sin embargo, como hemos visto, tam-
bién se mostraron prudentes antes de protagonizar cualquier postura de fuer-
za frente a los Estados Unidos, incluso cuando se trataba sólo de fuerza moral.

36
Grenville, J. A. S., Lord Salisbury and Foreign Policy. The Cióse of the Nineteenth
Century, Londres, 1964, págs. 203-212.
This page intentionally left blank
La política norteamericana
y la guerra hispano-cubana
JOHN L. OFFNER
(Traducción: Gabriel Vázquez)

La política exterior de los Estados Unidos es en gran medida un reflejo


de la política interna del país. Este trabajo pretende relacionar brevemente
esta afirmación con la intervención de los Estados Unidos en la guerra his-
pano-cubana.
Durante la década de 1890, la inestabilidad política de la nación fue inu-
sitadamente acentuada. La lucha por el control del gobierno era muy dura,
ya que el partido en el poder establecía los aranceles, determinaba la base
monetaria y dictaba las leyes laborales y de empresa. Desde el final de la
guerra civil hasta 1890, el partido republicano y el demócrata eran similares
en tamaño, y los votantes tendían a adherirse fuertemente a un partido o al
otro. Sin embargo, en 1890 el equilibrio político se decantó abruptamente
en favor de los demócratas. En las elecciones nacionales, arrasaron a los re-
publicanos, logrando 231 escaños en la Cámara de Representantes; los repu-
blicanos sólo conservaron 92, y los partidos pequeños consiguieron ocho.
Dos años más tarde, los demócratas eligieron a Grover Cleveland para la
Casa Blanca. No obstante, el éxito demócrata no duraría. En 1893 comenzó
una profunda depresión, y al año siguiente los republicanos ganaron 242
escaños en la Cámara; los demócratas se quedaron con 105, y los partidos
minoritarios siguieron en ocho l .
Cuando comenzó la guerra de independencia de Cuba en 1895, muchí-
simos norteamericanos simpatizaron con la causa cubana. El público estaba
generalmente a favor del derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos, y
pensaban que un modelo de gobierno como la república era preferible a la
monarquía. Más aún, muchos norteamericanos tenían prejuicios contra la
católica España y el colonialismo europeo; para mucha gente la revuelta
1
U. S. Congress, Congressional Directory, LII Congreso, primera sesión, Washing-
ton, 1891. U. S. Congress, Congressional Directory, LIV Congreso, primera sesión, Was-
hington, 1895. El censo de 1890 aumentó el número de escaños de la Cámara.
196 JohnL. Offner

cubana parecía ser, tras más de un siglo, el último peldaño de la lucha de los
americanos por la independencia de Europa 2.
Los legisladores de todos los partidos en el Congreso compartieron el
sentimiento popular, y comenzaron a usar el eslogan «Cuba libre» como un
atractivo electoral. A pesar del peso de la opinión pública y de los congre-
sistas, la administración Cleveland vaciló en apoyar la causa cubana. Los
cubanos no parecían tener un gobierno civil responsable, y sus operaciones
militares estaban dañando la economía de la isla. La inversión estadouni-
dense, que se estimaba en no menos de cincuenta millones de dólares, esta-
ba siendo destruida, y el comercio entre los Estados Unidos y Cuba cayó
de más de 100 millones de dólares al año en 1893 a menos de 27 millones
en 18973. Además, la naturaleza de la revuelta cubana no estaba clara.
Algunos mantenían que la gran mayoría de la población cubana respaldaba
la causa rebelde, incluyendo terratenientes y comerciantes de élite; para
otros los sublevados eran poco más que una banda de pirómanos y bandidos
surgidos de las clases inferiores. Cuando el Secretario de Estado Olney obtu-
vo evidencias de incendios provocados por cubanos en campos de caña de
azúcar y molinos propiedad de los Estados Unidos, se volvió anticubano 4.
Oponiéndose a la independencia cubana y buscando poner fin a la gue-
rra, Cleveland animó a España a garantizar la suficiente autonomía política
y económica a Cuba como para devolver la tranquilidad a la isla. España, no
obstante, desestimó el consejo de Cleveland, y los insurrectos cubanos con-
tinuaron reclamando la independencia total 5 .
El Congreso, dominado por los republicanos, adoptó una táctica distin-
ta. En abril de 1896, los republicanos del Congreso, fuertemente apoyados
por congresistas demócratas, aprobaron resoluciones no vinculantes solici-
tando a la administración Cleveland que reconociese la beligerancia de
Cuba. Muchos congresistas creían que el derecho de beligerancia permitiría
a los insurgentes procurarse armas legalmente en los Estados Unidos, y que
esto llevaría a la independencia de Cuba. En el Senado, treinta y cinco repu-
blicanos y veinticinco demócratas votaron a favor de las resoluciones; el
voto de la Cámara fue de 186 republicanos y cincuenta y seis demócratas a

2
Linderman, Gerald E, The Mirror of War: American Society and the Spanish-Ameri-
can War, Ann Arbor, 1974, págs. 114-115, 119-137.
3
Secretario del Tesoro, Statistical Abstract of the United States, 1898, Washington,
1899, págs. 92, 104-105. Secretario de Estado, «Annual Report of 1896», en Papers Relating
to the Foreing Relations ofthe United States, Washington, 1897, pág. Ixxxv, a partir de aho-
ra citado como FRUS.
4
Eggert, Gerald G., Richard Olney: Evolution of a Statesman, University Park, 1974,
páginas 254-263. Atkins, Edwin E, Sixty Years in Cuba: Reminiscences, Cambridge, 1926, pá-
ginas 213-214. Summers, Festus P., ed., The Cabinet Diary ofWilliam L. Wilson, 1896-97,
Chapel Huí, 1957, págs. 78-79. Olney a Cleveland, 25 de septiembre 1985, en Richard Olney
Papers, microfilm 59, Biblioteca del Congreso, Washington, DC.
5
Olney a Dupuy de Lome, 4 de abril 1896, y Dupuy de Lome a Olney, 4 de junio 1896,
en FRUS, 1897, págs. 540-548.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 197

favor de reconocer la beligerancia. Cuando Cleveland ignoró las resolucio-


nes del Congreso, éste, liderado por la mayoría republicana, se convirtió en
el abogado nacional de la Cuba libre 6.
Durante el verano de 1896, tanto la convención nacional republicana
como la demócrata adoptaron posturas favorables a la independencia de
Cuba, pero la republicana fue más enérgica. El partido republicano se iden-
tificó con la guerra «heroica» de los cubanos contra la «crueldad y opresión»
de los españoles. Ya que España había «perdido el control» de Cuba, los
Estados Unidos debían «restaurar la paz y dar la independencia» a Cuba. La
plataforma del partido demócrata simplemente simpatizó con la «lucha
heroica» del pueblo cubano «por la libertad y la independencia»7.
A pesar de la retórica de la plataforma, durante la campaña de otoño,
McKinley y Bryan ignoraron Cuba para concentrarse en los temas del dine-
ro y los aranceles. La campaña presidencial de 1896 fue agria y duramente
disputada. Los demócratas, los «republicanos de plata» del oeste, y los po-
pulistas se unieron para apoyar la campaña de moneda de plata y reducción
de aranceles de William Jennings Bryan, mientras William McKinley unió a
los republicanos y a los «demócratas de oro» del este tras el patrón oro.
McKinley derrotó con solidez a Bryan, y los republicanos salieron con 202
escaños en la Cámara y una oposición de 150. Sin embargo, el Senado esta-
ba más equilibrado; de los 88 escaños del Senado, los republicanos de
McKinley retuvieron solamente 46. La pequeña mayoría republicana en el
Senado no era fiable ya que algunos senadores a menudo se oponían al pre-
sidente en asuntos clave. Muchos, por ejemplo, apoyaban una política de
fuerza mucho más incisiva en Cuba que la del presidente 8.
Tras la elección de noviembre, Cleveland estableció los términos en los
que los Estados Unidos intervendrían en la guerra. En su mensaje anual al
Congreso, de diciembre de 1896, Cleveland advirtió que los Estados Unidos
no esperarían indefinidamente a que España pusiese fin a una insurrección
que estaba en punto muerto; Washington intervendría cuando fuera eviden-
te que la soberanía de España sobre la isla se hubiese «extinguido», y la pro-
longación de sus «desesperados» esfuerzos militares estuvieran causando un
«sacrificio inútil de vidas humanas» y destrucción de propiedades 9.
McKinley llevó a la Casa Blanca una serie de metas de política exterior
del partido republicano. Durante su primera etapa como congresista,
McKinley había apoyado muchas de las iniciativas diplomáticas de Benja-

6
U. S. Congress, Congressional Record, LIV Congreso, primera sesión, Washing-
ton, 1896, págs. 2256-2257, 3586-3587, a partir de ahora citado como Cong. Record.
1
McKee, Thomas H., ed., The National Conventions and Platforms ofAll Political Par-
ties, 1789-1900, Baltimore, 1900, págs. 297, 301-303.
8
La oposición en el Senado contaba con treinta y tres demócratas, cinco populistas y
tres independientes. Había un escaño vacío. Jones, Stanley L., The Presidential Election
of!896, Madison, 1964, págs. 332-350.
9
Cleveland, Grover, «Message to the Congress», 7 de diciembre 1896, en FRÜS, 1896,
páginas xxix-xxxv.
198 JohnL. Offner

min Harrison, último presidente republicano. La administración Harrison


había presionado para lograr la anexión de las islas Hawaii, la construcción
de un canal en Nicaragua, la ampliación de la Armada, la adquisición de
bases navales en el Caribe y una restricción de la influencia europea en todo
el continente. De estas iniciativas, las que McKinley más había apoyado eran
anexionar las islas Hawai y construir un canal en el istmo. No se había mos-
trado tan entusiasta en cuanto a la construcción de buques de guerra y a la
instalación de bases navales en el Caribe10.
En cuanto a la insurrección cubana, McKinley había mantenido silencio
de cara al público. En privado, dudaba de que la autonomía que buscaba
Cleveland trajera la paz; en su lugar, el nuevo presidente abogaba por la
independencia, y esperaba que Cuba pudiera comprar su libertad a España.
Por añadidura, McKinley estaba dispuesto a actuar más rápida y enérgica-
mente, postura que cumplía las expectativas de muchos legisladores repu-
blicanos que habían condenado la pasividad de Cleveland, y que querían
una rápida puesta en práctica del programa del partido n.
En mayo de 1897, durante una sesión extraordinaria del Congreso, el
Senado reconsideró las resoluciones aprobadas por el anterior Congreso en
abril de 1896, favorables a reconocer la beligerancia de Cuba. McKinley tra-
tó de influir en los senadores republicanos para que rechazaran las reso-
luciones, y de este modo, tener tiempo para organizar su administración y
formular su política respecto a Cuba. Cuando se realizó la votación del Se-
nado, doce republicanos siguieron el consejo de McKinely y votaron contra
la medida. Sin embargo, dieciocho republicanos y veintidós demócratas
aprobaron las resoluciones. La Cámara, de mayoría republicana, respondió
mejor a McKinley; pospuso la consideración del asunto cubano hasta que el
Congreso se reuniese en diciembre. El voto del Senado a favor de reconocer
la beligerancia de Cuba había demostrado la débil posición de McKinley
ante los representantes, y constituía un aviso al partido republicano de que
si la administración McKinley no actuaba con rapidez, los demócratas se
convertirían en los principales defensores de la independencia de Cuba 12 .
La administración McKinley comenzó su política sobre Cuba buscando
informaciones fiables. En mayo de 1897, McKinley envió a William J. Calhoun
a Cuba; su informe del mes siguiente decía que la mayoría de los cubanos
apoyaba el levantamiento y que los esfuerzos militares españoles no lo de-
tendrían. Calhoun describió a un pueblo cubano diezmado por el hambre y

10
Socolofsky, Homer E. y Spetzer, Alian B., The Presidency of Benjamín Harrison, Law-
rence, 1987, págs. 100, 106, 125-128, 144-152.
11
Quesada a Estrada Palma, 14 de enero, 19 de julio 1897, en Cuba, Partido Revolu-
cionario Cubano, Correspondencia diplomática de la legación cubana en Nueva York duran-
te la guerra de independencia de 1895-1898, vol. 5, La Habana, 1946, págs. 88-89, 118-19.
Heath, Perry S., «The Work of the President», en The American-Spanish War. A History by
the WarLeaders, Norwich, 1899, pág. 282. Washington Post, 29 de mayo 1897.
12
Cong. Record, LV Congreso, primera sesión, pág. 1186.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 199

las enfermedades; muchos civiles habían muerto en campos de concentra-


ción españoles y muchas más vidas estaban en peligro. También advirtió de
que si España continuaba su campaña militar, gran parte de la población de
la isla moriría13.
La siniestra descripción y la alarmante predicción de Calhoun hacían
realidad los criterios humanitarios que Cleveland anunciara en 1896 como
suficientes para la intervención de los Estados Unidos contra la dominación
española. McKinley condenó inmediatamente la campaña militar y el pro-
grama de concentración del general Valeriano Weyler, y dio instrucciones al
ministro Stewart L. Woodford de advertir a España de que los Estados Uni-
dos no tolerarían una guerra de desgaste e incivilizada. El presidente esta-
bleció un límite de tiempo: el gobierno español tenía hasta el 31 de octubre
para terminar la guerra o tomar medidas para asegurar que su conclusión
fuera rápida, y ponerlas en práctica14. Hay que reseñar que el ultimátum de
octubre de McKinley expiraba sólo dos días antes de las elecciones de
noviembre en Estados Unidos. Una vez advertida España, McKinley consi-
deró que reconocer la beligerancia cubana era el primer paso para acabar
con el dominio español en la isla. El presidente esperaba una solución pací-
fica, pero consideraba la guerra como lo más probable15.
Antes de que Woodford pudiera poner en práctica la política de mano
dura dictada por McKinley, en España subió un nuevo gobierno al poder, y
prometió la autonomía para Cuba, la destitución de Weyler, una guerra lim-
pia, y el fin de los campos de concentración. McKinley agradeció esta ini-
ciativa española, pensando que abriría el camino hacia la independencia
total de Cuba. Por ello, en lugar de reconocer la beligerancia cubana, la
administración McKinley amplió el plazo para que España reaccionase has-
ta principios de diciembre, cuando los representantes volvieran a Washing-
ton para asistir a la apertura del Congreso y el presidente diera su mensaje
anual16.
Mientras España cambiaba su política hacia Cuba, en once estados de
Estados Unidos se celebraban elecciones menores. Aunque estas elecciones
se centraban en temas locales y la participación fue bajísima, los demócratas
dieron muestras de cobrar fuerza. El estado clave era Ohio. La designación

15
Calhoun, William }., «Report on the Cuban Question», en Comunicados de agentes
especiales, 1794-1906, Departamento de Estado, grupo de registro 59, archivos nacionales,
Washington, DC.
14
Sherman a Dupuy de Lome, 26 de junio 1898, en FRUS, 1897, págs. 507-508. Sher-
man a Woodford, 16 de julio 1897, en FRUS, 1898, págs. 558-561. Woodford a McKin-
ley, 10 de octubre 1897, en caja 185, John Basset Moore Papers, Biblioteca del Congreso,
Washington, DC.
15
Woodford a McKinley, 10 y 19 de agosto, 22 de septiembre, 17 de octubre, en caja
185, Moore Papers. Wolff a Salisbury, 9 de septiembre 1897, en FO 72, 2056, Public Record
Office, Londres.
16
Woodford a Sherman, 13 de noviembre 1897, en FRUS, 1898, págs. 600-602. Wood-
ford a McKinley, 14 de noviembre 1897, en caja 85, Moore Papers.
200 John L. Offner

por parte de McKinley del senador John Sherman de Ohio como Secretario
de Estado había dejado una vacante en el Senado. El gobernador de Ohio,
republicano, había propuesto a Mark Hanna para el puesto, pero sería la
elección de otoño de 1897 la que diera la lista para la legislatura estatal, y
dijera si Hanna seguiría en el Senado. Las elecciones de Ohio fueron sor-
prendentemente reñidas. Al principio, parecía que los demócratas se lleva-
rían el estado, pero cuando se completó el escrutinio los republicanos alcan-
zaron la victoria por escaso margen. Ohio era el estado natal de McKinley,
así que esa apurada victoria fue tomada como una derrota de los republica-
nos. En otros sitios, los resultados fueron más predecibles: los demócratas
ganaron en estados de la frontera y del sur, y en la ciudad de Nueva York, y
los republicanos en Nueva Inglaterra. Sin embargo, los expertos comproba-
ron una disminución de las mayorías republicanas en el norte y un mayor
número de votantes demócratas. El New York Times resumía: «Ha sido un
año Demócrata» 17.
Al comenzar 1898, McKinley no quería darle a España mucho tiempo
para solucionar el problema cubano. En septiembre de 1898 comenzaría la
campaña para las elecciones nacionales que culminaría con la votación de
noviembre. Sería la primera prueba importante para la administración
McKinley. Si para el comienzo de la campaña, McKinley aún no había ase-
gurado la independencia en Cuba, los demócratas tendrían en ello un argu-
mento importante. Pero había más complicaciones. Había que dar una solu-
ción a Cuba antes de septiembre, ya que la estación húmeda comenzaba en
la isla en mayo, y la lluvia detendría las actividades militares españolas. Para
que la autonomía tuviera éxito, España tendría que otorgarla como máximo
en abril, antes de que la estación lluviosa diese ventaja militar a los insu-
rrectos. De este modo, McKinley tenía hasta abril para obtener pruebas
convincentes de los progresos de los españoles en la finalización de la gue-
rra en Cuba, o intervenir por la fuerza en favor de la independencia de la isla
para que «Cuba libre» fuera en noviembre un argumento en favor de los
republicanos 18.
Una serie de acontecimientos inesperados a comienzos de ese año situa-
ron a Cuba en el centro de la política de Estados Unidos. La autonomía pare-
cía no funcionar, a tenor de las vehementes denuncias de los insurrectos
cubanos y de los disturbios en La Habana liderados por oficiales españoles
contrarios a ella. Aunque los amotinados de La Habana no amenazaban a
ciudadanos estadounidenses, la administración McKinley decidió proteger
los intereses de Estados Unidos emplazando el U.S.S. Maine en el puerto de
la ciudad. La publicación de la carta privada de Dupuy de Lome seguida del
hundimiento del Maine concentró la atención de los Estados Unidos en
Cuba. Cuando a finales de marzo el tribunal naval de los Estados Unidos

17
New York Times, 3 de noviembre 1897.
18
Woodford a McKinley, 2 de marzo 1898, en FRUS, 1898, págs. 673-675.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 201

informó que la explosión del Maine fue provocada por una mina submarina,
el pueblo americano fue casi unánime en su condena a España y en su deseo
de expulsar a los españoles de Cuba por la fuerza de las armas 19.
La administración McKinley se preparó para el conflicto al transformar
estos acontecimientos imprevistos la escena política americana. Tras los dis-
turbios de La Habana, McKinley ordenó al Departamento de Estado que
reuniese los informes consulares que describían la terrible situación de los
civiles cubanos que vivían en campos de concentración 20. Si tenía lugar una
intervención, McKinley quería basarla en el trato inhumano de los españoles
a la población de Cuba. En marzo, McKinley consintió en que el senador
Redfield Proctor informase al Senado de su reciente visita a Cuba, donde
había sido testigo de los horrores de los campos de concentración. El gráfico
relato de Proctor hizo que muchos americanos apoyaran una intervención
militar. La prensa religiosa abogó casi unánimemente por el uso de la fuerza
para acabar con el desgobierno español en la isla, y por primera vez, la pren-
sa de negocios dejó de oponerse a la guerra. El 11 de abril, fecha en que
McKinley solicitó la autorización del Congreso para una intervención militar,
el Departamento de Estado sacó a la luz los informes del consulado de los
Estados Unidos sobre la concentración. Con esta maniobra, McKinley justi-
ficaba la intervención de los Estados Unidos como un acto humanitario21.
Detrás de la evolución de estos acontecimientos súbitos (Dupuy de
Lome, el Maine, Proctor), estaban las inminentes elecciones nacionales. Los
líderes y diputados del partido republicano ejercieron fuertes presiones
sobre McKinley para que actuase con rapidez y decisión 22. A finales de mar-
zo, cuando se dio a conocer el informe de la Marina sobre la causa de la
explosión del Maine, cerca de la mitad de los miembros de base republica-
nos del Congreso amenazaron con unirse a los demócratas para votar la
declaración inmediata de guerra23. El liderato de estos republicanos disi-
dentes venía de Illinois, lowa y Nebraska, estados con una fuerte oposición
demócrata y populista. Para calmar el malestar republicano, McKinley pro-
metió a los diputados de su partido que apoyaría una votación del Congreso
sobre Cuba si le concedían unos pocos días para intentar una nueva ronda
de negociaciones 24.

19
May, Ernest R., Imperial Democracy: The Emergence of America as a Great Power,
Nueva York, 1961, págs. 133-147. «Report on the Maine Disaster», en Literary Digest, 16
(1898), págs. 422-424.
20
Cong. Record, LV Congreso, segunda sesión, págs. 772-773.
21
Cong. Record, LV Congreso, segunda sesión, págs. 2916-2919. «Senator Proctor on
Cuba's Desolation», en Literary Digest, 16, 1898, pág. 361. «Right of Intervention», Ibid.,
páginas 471-472.
22
Jessup, Philip C., Elihu Root, Nueva York, 1938, 2:96-97. Lodge a Higginson, 4 de
abril 1898, en Henry L. Higginson Papers, Harvard University, Cambridge, Massachusetts.
23
Washington Post, 30, 31 de marzo 1898. Washington Star, 29, 30 de marzo 1898.
24
Washington Post, 30 de marzo 1898. Chandler, «Memorándum», 28 de marzo 1898,
en William Chandler Papers, Biblioteca del Congreso, Washington, DC.
202 John L. Offner

Aferrándose a una sugerencia de tregua temporal de los españoles, McKin-


ley pidió a España que ofreciera a los cubanos un armisticio de seis meses.
McKinley quería que España negociara un tratado con los insurgentes duran-
te el alto el fuego. Si los españoles no conseguían un acuerdo para octubre,
McKinley impondría una solución que culminara con la independencia de
Cuba25. De todos modos, el plan diplomático del presidente no satisfacía a
muchos congresistas republicanos; no querían ponerse del lado de España
para imponer un acuerdo a Cuba, y ponían objeciones a posponer una solu-
ción incierta al problema cubano hasta octubre, víspera de las elecciones26.
Tanto los españoles como los insurrectos rechazaron la propuesta de ar-
misticio de McKinley, así que los diputados republicanos presionaron para
una intervención militar inmediata en Cuba. El camino hacia la guerra se inte-
rrumpió brevemente cuando España ofreció una suspensión de las hostilida-
des. Él gobierno español, no obstante, no incluía a los Estados Unidos como
arbitro, y los cubanos rechazaron la oferta rápidamente. En Washington,
McKinley intentó que el Congreso esperase a ver el resultado de la iniciativa
española, pero los líderes republicanos del Congreso fueron inflexibles, y su
oposición acabó con los esfuerzos diplomáticos de Estados Unidos 27.
Una vez tomada la decisión de ir a la guerra, las metas de los Estados Uni-
dos cambiaron rápidamente. El objetivo primero de Cleveland y McKinley
había sido restaurar la paz en Cuba para proteger vidas y propiedades y faci-
litar el comercio. Sin embargo, los objetivos de la guerra se ajustaron a los
objetivos de la política exterior republicana tal como habían sido definidos a
principios de la década por la administración Harrison. En cuanto a Cuba,
McKinley había mostrado interés en varias ocasiones por comprar la isla para
solucionar el conflicto. Pero muchos senadores republicanos eran reacios a
ello; no querían añadir un nuevo estado a la nación. Los republicanos mante-
nían una precaria mayoría en el Senado, y la introducción de dos senadores
cubanos, que quizá fueran demócratas, podía afectar negativamente al control
republicano 28. Descartada la anexión, hubo disensión entre la administración
McKinley y el Congreso sobre quién debía gobernar la isla. La mayoría de los
legisladores, incluyendo muchos republicanos, querían reconocer la Repúbli-
ca de Cuba. McKinley se oponía por varias razones: quería libertad de acción
en Cuba, y si el gobierno cubano tenía la soberanía legal, las tropas estadou-
nidenses que invadieran la isla estarían bajo jurisdicción cubana. Además, el
Departamento de Estado sostenía que la República de Cuba sólo existía sobre

25
Day a Woodford, 27 de marzo 1898, en FRUS, 1898, págs. 711-712.
26
Washington Post, 30 de marzo 1898.
27
Cambon a Hanotaux, 11 de abril 1898, en NS 22, Espagne, Archives de Ministére des
Affaires Étrangéres, París, a partir de ahora citado como FAMAE. Garraty, John A., Henry
Cabot Lodge: A Biography, Nueva York, 1953, pág. 189. Para una visión española del con-
greso, véase Polo de Bernabé a Gullón, 31 de marzo 1898, en el Archivo histórico, Política,
Estados Unidos, Legajo 2.424, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid.
28
Cambon a Hanotaux, 11 de marzo 1898, en NS 20, Espagne, FAMAE. Washington
Post, 20 de febrero 1898.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 203

el papel, ya que el poder estaba en manos de los militares. Por añadidura, el


reconocimiento de la República de Cuba podría poner en peligro las reclama-
ciones a los insurrectos por daños en propiedades americanas. Por todo ello,
McKinley se resistió con firmeza a todos los intentos del Congreso de legitimar
la república en Cuba. El presidente estaba de acuerdo en que Cuba debía ser
independiente de España, pero la intención de la administración McKinley era
controlar los asuntos exteriores de la isla y emplear varios años en acoplar un
gobierno que protegiese vidas y propiedades 29.
Con respecto a España, McKinley decidió eliminarla del Nuevo Mundo.
Su administración resolvió anexionar Puerto Rico y otras varias islas meno-
res españolas, como la Isla de Pinos y Culebra, que servirían de bases nava-
les en el Caribe30.
En suma, para los presidentes Cleveland y McKinley los ingredientes
políticos esenciales fueron la opinión pública favorable a la liberación de
Cuba, la competencia de los partidos políticos por el gobierno de Estados
Unidos, las acciones del Congreso y las elecciones nacionales. En la lucha
por ganar el control del gobierno de los Estados Unidos, el partido repu-
blicano abanderó la causa de terminar con el dominio español en Cuba. Cle-
veland se opuso a «Cuba libre», pero estableció la justificación necesaria
para intervenir, una base que McKinley adoptó. El control del Congreso por
parte de McKinley era débil. Durante mayo de 1897 la mayor parte de los
republicanos del Senado votaron a favor de reconocer la beligerancia de
Cuba. Los resultados favorables a los demócratas en las elecciones parcia-
les de noviembre de 1897 aumentaron la presión sobre el partido republi-
cano para resolver el problema de Cuba antes de las siguientes elecciones.
La explosión del Maine y el discurso de Proctor llevaron a muchos ameri-
canos a considerar necesario que los Estados Unidos utilizaran su poder
para resolver el conflicto cubano. El informe de la Marina americana sobre
el Maine precipitó lo que más temía la administración McKinley: los dipu-
tados republicanos se negaron a continuar por la vía diplomática y recla-
maron una acción militar inmediata. Amenazado con perder el control
legislativo y el del partido, McKinley cedió a las presiones de los congresis-
tas republicanos. A pesar de todo, el presidente tuvo más éxito imponiendo
al Congreso su política de guerra. Definió los objetivos estadounidenses en
el Caribe, y éstos se ajustaban perfectamente a las metas de política exterior
que había perseguido la administración Harrison a principios de la década.
Así, la política interior jugó un papel importante en la justificación, fechas
y objetivos de la intervención de los Estados Unidos.

29
Holbo, Paul S., «Presidential Leadership in Foreign Affairs: William McKinley
and the Turpie-Foraker Resolution», en American Historical Review, 72 (1967), pági-
nas 1321-1335.
30
Moore, «Memorándum on Terms of Settlement», 9 de mayo 1898, en caja 186, Morre
Paper s.
This page intentionally left blank
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896)
JULIO SALOM COSTA

Introducción'

Planteado el tema como una explicación de la no renovación de los


acuerdos mediterráneos de 1887 y 1891 en cuanto ello pueda contribuir a
explicar en alguna medida el desastre del 98, se advierte en seguida que tal
explicación no puede lograrse con la simple referencia a una decisión, un
hecho o un episodio, sino que es la conclusión y resultado de un cierto pro-
ceso histórico en la política exterior de la época.
El acuerdo mediterráneo hispano-italiano de 1887 lo había llevado a
cabo Moret intentando realizar una llamada «política activa» o «de ejecu-
ción» como reacción a la política prudente, de abstención o neutralista ante
las alianzas europeas predicada por Cánovas, y que podernos llamar «de
recogimiento» utilizando un término que se encuentra en el lenguaje diplo-
mático de la época. Ahora bien, esta política del pacto de 1887, que es una
aproximación a la Triple Alianza, entra en crisis al año siguiente mismo en
razón de las torpezas del nuevo ministro de Estado, marqués de la Vega de
Armijo. Tiene que ser precisamente Cánovas, cuando vuelva al poder en
1890, el que recoja ese legado y renueve el 14 de mayo de 1891 el pacto
secreto. Se trataría, pues, en apariencia de un hecho paradójico si no tuvié-

1
Siglas de las notas:
AEF: Archives Étrangéres de France (París).
CP: Correspondence Politique.
AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid).
BDFA: British Documenta on Foreign Affairs: Reports and Papers from the Foreign Offi-
ce Confidential Print (1991)
DDF: Documents Diplomatiques Franjáis (París).
RAH: Archivo de la Real Academia de la Historia (Madrid).
CB: Colección Benomar.
206 Julio Salom Costa

ramos en cuenta cuál es la verdadera concepción canovista, pragmática y


flexible en cierto grado dentro de su apartamiento deliberado de alta políti-
ca europea, la cual ofrecía, según él, demasiados riesgos dada la escasa
capacidad política y militar de España. Respetando este postulado general,
no huye Cánovas de orientaciones concretas y de compromisos limitados y
factibles si las circunstancias lo aconsejan y, de este modo, llega a adoptar el
instrumento creado por Moret y a utilizarlo según sus propias ideas, es decir,
asimilándolo en cierto sentido a la política de «recogimiento».
Si tratamos de seguir la evolución, hasta su extinción, de esta línea de los
pactos mediterráneos integrados en esa política exterior, distinguiremos en
un desenvolvimiento discontinuo tres fases bien delimitadas, que responden
a la alternancia en el poder de los dos partidos turnantes:

En \aprimera (Gobierno Cánovas, 1890-92) se produce esa asimilación


del pacto a la política canovista. El estadista conservador, que en un prin-
cipio había juzgado el convenio como «menos peligroso» de lo que había
imaginado —puesto que no conocía su carácter puramente defensivo del
statu quo marroquí— pero también «más inútil y contrario a los intereses
permanentes de España» —sin duda por considerar que su planteamiento
frente a Francia pudiera perturbar ulteriores acercamientos a este país—,
terminó por apreciar su utilidad y lo renovó y aplicó cuando lo consideró
necesario.
La segunda fase (Gobierno Sagasta, 1893-95) presencia, por el contra-
rio, el estancamiento y la crisis de la política de los pactos mediterráneos, y
ello durante la gestión y en gran parte por obra del mismo político que la
había iniciado, Moret. Él conflicto de Melilla muestra el peligro que encie-
rra la apertura de la cuestión marroquí y también la inoperancia del sistema
de aquellos pactos, lo que le impulsa a buscar nuevas orientaciones en dis-
tintas direcciones.
La tercera fase (Gobierno Cánovas, 1895-96) será la del fin de los acuer-
dos mediterráneos ante la gravedad del conflicto de Cuba. Aquel sistema,
herido primeramente por los giros de la etapa anterior, revela al fin su inca-
pacidad frente al problema colonial atlántico de España.

Puesto que esta última fase es la que interesa estrictamente al tema —la
no renovación del pacto—, nos centraremos en ella, haciendo solamente una
breve referencia previa a las anteriores para entender mejor su evolución y
extinción.

1. La primera fase. Integración del pacto en la política canovista (1890-92)

Nos limitaremos a apreciar esta integración en algunos aspectos de la


renovación del convenio en 1891.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 207

a) Las causas y la limitación de los resultados. Son condiciones y pro-


blemas inmediatos los que deciden la renovación del acuerdo mediterráneo
por Cánovas. Esquemáticamente considerados, serían los siguientes:
Marruecos. La cuestión que parecía entonces ser la más importante de la
política exterior española llegaba precisamente a fines de los años 80 a una
nueva etapa de mayor competición de influencias entre las potencias, una
vez fracasados los proyectos de reformas en el Imperio mediante una confe-
rencia internacional. En esta reactivada rivalidad la política de Francia,
impulsada por importantes fuerzas económicas y por el influyente lobby
colonialista, tiene por objetivos los oasis de la frontera argelino-marroquí y
la penetración político-económica, mostrándose en este último aspecto su-
perior a la acción española, no obstante la interesante obra realizada por
ésta durante el quinquenio liberal. Frente a tal peligro, al que se suman la
actividad de Gran Bretaña, Italia y Alemania, el pacto de defensa del statu
quo puede ser apreciado como un instrumento muy útil. Sin embargo, pron-
to será Inglaterra, con su nueva política impositiva (misión de Euan Smith),
la que suscite mayores temores. España sigue, a pesar del pacto, pendiente
de la incierta alternativa entre Londres y París.
Portugal. La amenaza de una revolución en Portugal con motivo de la
emoción y la agitación suscitadas por la «crisis del ultimátum» (enero de
1890) provocada por Inglaterra, y sus probables repercusiones en España si
llegase a ser derrocada la monarquía portuguesa, es —creemos—el motivo
de más peso inmediato en la decisión de renovación del pacto. Éste tiene,
efectivamente, un fin de defensa institucional de la monarquía que si bien se
expresa solamente en una frase del preámbulo de su texto, llega a alcanzar
una importancia creciente por la utilización que de él harán los gobiernos y
la Corona españoles. Éste que podemos llamar «factor monárquico» actúa
como objetivo y como instrumento de la política exterior española; la invo-
cación a la solidaridad de las monarquías europeas se utiliza, primeramente,
frente a la acción revolucionaria de los republicanos en el exilio, y luego
como argumento respecto a los problemas coloniales, alegándose que un
desastre en este ámbito afectaría fatalmente al régimen monárquico español.
Este mismo peligro es el que acechaba en Portugal desde enero de 1890, y
de ahí que la «cuestión portuguesa», desarrollada en varias fases, esté siem-
pre presente para la diplomacia española. Pero también aquí el pacto reno-
vado de 1891 muestra su limitación especialmente por la defección de Ale-
mania de los planes conjuntos de las potencias amigas para respaldar una
eventual intervención española en el país vecino.
La relación con las grandes potencias. Puede considerarse igualmente
como causa de la renovación el deseo de Cánovas de establecer, por medio
del pacto con Italia, un mayor contacto amistoso —sin compromisos de
alianza, por supuesto— con Gran Bretaña ante todo, y también con Alema-
nia. Con Austria-Hungría se mantenía siempre el lazo dinástico, pero sus
intereses estaban lejos de los españoles. Se intentó con poco éxito mejorar la
208 Julio Salom Costa

relación con Alemania, que había llegado a niveles bajos. Sin embargo, lo
que más interesaba era la relación con Gran Bretaña, considerándose favo-
rable, por esta razón, el entendimiento general existente en esta etapa entre
esa potencia y la Triple Alianza. Ahora bien, ese entendimiento fue sobrees-
timado; Salisbury puso siempre límites a los esfuerzos alemanes para ligar
más estrechamente a Inglaterra con la Triple Alianza. Por otra parte, subsis-
tió la desconfianza entre Londres y Madrid por la cuestión de Marruecos;
puede considerarse acertada la prudencia con que Cánovas y su ministro de
Estado, duque de Tetuán, actuaron en el asunto del oasis de Tuat.
Si esta breve referencia a las causas y a los resultados de la adopción por
Cánovas del pacto nos la explican en gran parte, otros aspectos nos ayuda-
rán a comprender mejor la significación de dicha adopción.
b) La negociación. Dos hechos de ésta contribuyen a entender cómo tal
renovación no varió sustancialmente la concepción canovista respecto al no
compromiso y a la búsqueda ocasional de iniciativas positivas. En primer
lugar, su oposición a dar mayor amplitud y alcance —en definitiva, mayor
compromiso— al pacto en el momento de su renovación, como pensó Cris-
pi que se podía hacer. Precisamente fue la forma más bien vaga e indetermi-
nada del convenio lo que permitió su incorporación a la política canovista.
En segundo lugar, la posibilidad de una orientación más activa se advier-
te en la reserva ahora incluida en un anexo sobre la interpretación del statu
quo marroquí como no afectando a los derechos que España tenía sobre
Santa Cruz de Mar Pequeña, en virtud del tratado de Uad-Ras, ni tampoco
a las operaciones militares que España pudiera verse obligada a efectuar en
defensa de sus plazas norteafricanas. Aquí vemos realmente un objetivo, no
conseguido, de mejorar la mala situación de Ceuta y Melilla mediante una
posible ampliación de su territorio circundante a través de un hipotético
intercambio con los derechos establecidos sobre Santa Cruz.
c) La relación con Francia. Aunque de carácter exclusivamente defen-
sivo, el pacto lo era explícitamente respecto a Francia, estableciendo la obli-
gación de no pactar con ella en contra de las potencias de la Triple Alianza.
Este punto estaba en principio en contradicción con el pensamiento siempre
presente en Cánovas de mejorar las relaciones con la República a pesar de
las dificultades existentes entre los dos países, teniendo en cuenta no sola-
mente la conveniencia política y económica, sino las afinidades de todo tipo
que creía existentes entre ambos pueblos. Lo más interesante en este aspec-
to es que el conocimiento por los gobiernos de París del pacto secreto y de
su renovación no alteró aparente y oficialmente las relaciones entre los dos
Estados por ese motivo. Los franceses pudieron ver el texto del convenio
—que conocieron posiblemente por espionaje—, comprobando su naturale-
za no ofensiva al tiempo que sus escasos efectos en la política marroquí; su
interés por la relación con España se sobrepuso a la mala impresión produ-
cida por la acción secreta del gobierno español.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 209

2. Segunda fase. Crisis del pacto durante el gobierno liberal de 1893-95


Durante la etapa de los gobiernos liberales presididos por Sagasta desde
diciembre de 1892 a marzo de 1895 el sistema de los pactos mediterráneos
llegó a un estancamiento precisamente cuando la cuestión marroquí mues-
tra de nuevo sus riesgos con el conflicto de Melilla y cuando se inicia la últi-
ma guerra cubana.
Los cambios en la política europea ya manifestados en la etapa anterior
son ahora más patentes e inciden claramente en la española. La fuerza de la
nueva alianza franco-rusa se confirma con la visita de la flota rusa a Tolón
el 13 de octubre de 1893, lo que produce una notable impresión y hace pen-
sar —incluso en España— en una transformación de la balanza del poder en
el Mediterráneo. Si a ello unimos el desarrollo de las políticas proteccionis-
tas, el resultado es el de unos años de evidente inquietud, por algún tiempo
localizada en la cuestión marroquí.
En el ámbito español lo más destacable políticamente es la división de los
grupos liberales gobernantes, motivada especialmente por la cuestión arance-
laria, y expresada consiguientemente en la política exterior. Comenzada ésta
con una gestión de pocos meses de Vega Armijo al frente del Ministerio de
Estado, no consiguió éste restablecer la buena relación con Alemania y fue al
fin sustituido —posiblemente tras presiones de la Regente— por Moret, quien
se encontró pronto con el conflicto de Melilla, en el que jugaban contrapuestas
fuerzas interiores y exteriores, y que reveló una vez más la falta de unidad de
acción del «pacto mediterráneo». A partir de aquí, Moret, temiendo la apertu-
ra del problema marroquí en esas condiciones, buscó sucesivamente nuevas y
diversas orientaciones: aproximación a Inglaterra; superación del antagonismo
anglo-francés mediante un proyecto de protectorado tripartito; por último, ante
la reactivación del problema de Gibraltar por las iniciativas defensivas britá-
nicas originadas por los cambios europeos, un acercamiento a Francia, acep-
tando algunos objetivos de ésta en Marruecos. Pero su derrota frente a los pro-
teccionistas en el asunto del tratado comercial con Alemania, provoca su caída.
Su sucesor, Groizard, representa la voluntad de la Regente de evitar la
quiebra de los acuerdos mediterráneos del 4 de mayo, apreciados como víncu-
los con las monarquías europeas y consiguiente apoyo de la propia monarquía
española. Sin embargo, la crisis del sistema se manifiesta ahora en el mismo
lazo directo con Italia. El ministro del Exterior del Gobierno Crispí, Blanc, ha
visto con recelo los gestos de Moret hacia Francia y considera inútil un pacto
secreto con España. Su exigencia de que se haga público en el caso de su even-
tual renovación en 1895 plantea ya la cuestión de su pervivencia.

3. Tercera fase. Los pactos mediterráneos y el problema de Cuba (1895-96)


Con la formación del Gobierno Cánovas el 23 de marzo de 1895 comienza
la fase última y decisiva del proceso. En ella se reafirma desde el principio el
recogimiento canovista, si bien orientado ahora especialmente a lograr apoyos
210 Julio Salom Costa

de Gran Bretaña y Francia. La amistad de la primera es particularmente nece-


saria ante la gravedad creciente del conflicto cubano; la de la segunda, tam-
bién lo es en el orden comercial y financiero, así como en el de mediación para
participar en las negociaciones de las grandes potencias con el Japón al térmi-
no de la guerra chino-japonesa y obtener, con ello, seguridades sobre Filipinas.
La amistad con Francia se quiere hacer compatible con el mantenimien-
to de la política del statu quo en Marruecos, superando en esta área la ini-
cial falta de continuidad respecto a los compromisos contraídos anterior-
mente por Moret en París. A pesar de ello, los franceses pudieron percibir
que el ministro de Estado, duque de Tetuán, denotaba, dentro de su postura
general de evitar acuerdos de mayor alcance con cualquier potencia, una
inclinación preferente hacia Inglaterra2. La acción diplomática española en
este período insiste especialmente, en efecto, en reforzar la relación amisto-
sa con Gran Bretaña, consiguiéndose crear una situación que hizo posible el
que Tetuán escribiese repetidamente que las relaciones con el Reino Unido
«no pueden ser más íntimas ni más cordiales»3. A esto contribuyó sobre
todo la buena disposición del embajador Henry Drummond Wolff, quien lle-
gó a actuar en ocasiones como consejero del ministro de Estado.
En contraste con estas relaciones relativas a las dos potencias occidenta-
les, persistía la deliberada frialdad de Alemania por la cuestión comercial, y
se mantenía también la postura crítica y exigente del ministro italiano Blanc
hacia la posibilidad de renovación del pacto secreto. El gobierno español, en
cambio, era partidario en principio de la renovación, lo que siempre signifi-
caría la existencia de unos lazos potencialmente útiles con potencias monár-
quicas, pero haciéndolo del mismo modo que se había hecho en 1891, o sea
sin ampliar su contenido y manteniendo el secreto; dado su alcance limita-
do, no se consideraba que fuera incompatible con la amistad sin alianza sos-
tenida con Londres y París. En consecuencia, envió de nuevo a Roma con el
fin de preparar la renovación, superando las quejas y pretensiones de Blanc,
al anterior embajador en Berlín y Roma, el conde de Benomar, el más deci-
dido partidario de la vinculación española con la Triple Alianza.

4. El fin del pacto

Del desarrollo de esta negociación tenemos la información proporciona-


da por Federico Curato en su importante obra4, si bien este historiador
señala, con razón, las lagunas que ofrece la documentación española acerca
de las motivaciones de las posiciones de nuestros políticos. Podemos supe-
rar en parte esta carencia por medio de la correspondencia sostenida entre

2
AEF, CP, vol. 926, Reverseaux a Hanotaux, Madrid, 6-IV-95.
3
Por ejemplo, el 23 de julio de 1895, RAH, CB leg. 9/7398.
4
La questione marocchina e gli accordi italo-spagnoli dal 1887 e dal 1891. Milán, 1964,
volumen II, págs. 196 y sigs.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 211

el embajador Benomar y el ministro de Estado. Hay en la negociación una


primera parte en la cual los esfuerzos del embajador chocan una y otra vez
con las suspicacias y críticas del italiano, que no quería comprender la nece-
sidad del secreto para el gobierno español. Se justificaba, por parte españo-
la, esta necesidad aludiendo a la posibilidad de reacciones hostiles por par-
te de Francia al conocerla sin que, llegado este caso, pudiera España contar
con un respaldo garantizado por las potencias de la Triple, tal y como se
daba para Italia dentro de esta alianza; pero no menos importante debió ser
el temor ante las previsibles reacciones de la opinión pública española si fue-
se conocido el pacto secreto. Blanc presentó además una lista de quejas
sobre la anterior conducta española que era, en opinión de Curato, «una
mezcla de verdad y deformación de verdad», pero en la que cabe descubrir
su desconfianza hacia la anterior política de Moret respecto a Francia.
Ante la persistencia de esta actitud, Tetuán terminó por adoptar otra de
reserva. Ordenó a su embajador que dejara pasar deliberadamente varios
meses, y el 30 de agosto ya se mostró contrario personalmente a la renova-
ción, escribiendo que «para entendernos con Inglaterra no necesitamos a
Italia, y si lo que se pretende es que nos enfriemos con Francia, no nos con-
viene, y menos ahora». Se refería con esto último a la ayuda financiera que
se recibía del país vecino, cuidando de precisar: «sin que por esto se entien-
da que tengamos contraído, pretendamos ni nos convenga contraer ningún
género de compromiso político en Europa ni en Marruecos con el gobierno
francés». En lo que tocaba a Inglaterra, una coordinación con ella en Ma-
rruecos implicaba ya la coordinación con Italia si se tenía en cuenta la estre-
cha unión entre ambas potencias5.
La decisión final de Cánovas y Tetuán de dejar morir en paz el acuerdo
mediterráneo llegó con un despacho del ministro de Estado a Benomar del 8
de octubre 6 en el que se explicaba tal decisión por una diversidad de moti-
vos. En primer lugar, haciéndose un bosquejo de la situación internacional
de España, se subrayaba la importancia prioritaria de las relaciones con
Gran Bretaña y Francia, relaciones que eran cada día más cordiales y venta-
josas. Londres ayudaba «con verdadero interés» en la cuestión de Cuba;
París abría su Bolsa a valores españoles y facilitaba una gran operación ban-
caria que permitiría disponer de hasta 1.500 millones de pesetas en oro para
acudir a las necesidades de la guerra. Se recalcaba, en todo caso, que todo
ello no implicaba acuerdo o compromiso concreto alguno. Podríamos decir
que se despliega aquí la teoría canovista del «no compromiso», sin que se
advierta el reverso desventajoso que tenía. Francia no fue más allá, efectiva-
mente, de su petición de que se cumpliesen las promesas de Moret, pero la
falta de una alianza o de compromisos concretos le permitía más libertad de
acción en Marruecos7, contando además con medios para influir en la polí-

5
RAH, CB, leg. 9/7399. Tetuán a Benomar, Madrid, 30-VIII-95.
6
Ibid., Tetuán a Benomar, Madrid, 8-X-95.
7
DDF, vol. 12, Monbel a Hanotaux, Tánger, 15-V-95.
212 Julio Salom Costa

tica española, empezando por la prensa y las agencias de información, y ter-


minando por el temor de la Corona y los gobiernos españoles a que se diese
mayor libertad de acción a los revolucionarios exiliados. Menos seguridad
podía ofrecer, por otra parte, la futura política de Inglaterra a pesar de la
«inmejorable amistad» de que hablaba Tetuán ya que éste reconocía que el
nuevo Gobierno Salisbury no tenía «todavía bien trazadas las líneas de su
política internacional», habiéndose integrado en él liberales unionistas,
como Joseph Chamberlain, de tendencia imperialista.
Se hacía, en segundo lugar, una valoración del pacto que, teniendo en
cuenta la frialdad de Alemania y los recelos de Italia, se revelaba como nega-
tiva. «¿Qué vamos ganando con la renovación del pacto en una u otras condi-
ciones? —se preguntaba Tetuán— ¿De qué nos ha servido hasta ahora? ¿Lo
hemos aprovechado siquiera para contener y disipar el mal humor de Alema-
nia? ¿Podemos confiar en que éste se disipará por el hecho de que el pacto se
renueve? ¿Lo necesitamos para marchar de acuerdo en lo que nos convenga
con Inglaterra, con quien estamos en relaciones tan íntimas y amistosas, o
más, que pueda estarlo Italia? En cambio, ¿qué daño tan inmenso no podría
producirnos el hecho de que Francia en estos momentos se enfriara con nos-
otros, nos cerrara el mercado y abriera un poco nada más la mano a los tra-
bajos de nuestros revolucionarios?...». El ministro de Estado recordaba que el
pacto, aparte su escaso valor en la anterior crisis marroquí, no había servido
para que la Triple Alianza sostuviera en la crisis portuguesa al gobierno espa-
ñol, el cual tuvo que buscar el apoyo de Inglaterra y Rusia. Sin desconocer el
valor de la relación con Italia por sí misma —aunque no faltasen roces por la
cuestión romana y en la marroquí—, ese valor se borraba por la conducta tor-
tuosa de Blanc y el deseo español de no suscitar la hostilidad de Francia.
Todas estas apreciaciones se enmarcaban —no debemos olvidarlo— en
la propia evolución experimentada por la política europea desde 1891, año
en que había tenido lugar la anterior renovación del pacto. Ya no ofrecía
duda la firmeza de la alianza franco-rusa; la relación de Gran Bretaña con
Alemania era más incierta y, en conjunto, la fluidez de las relaciones entre
las grandes potencias ofrecía cambios y episodios desconcertantes, como
eran el acercamiento franco-alemán o el germano-ruso, a lo que se añadían
los rumores y signos sobre el debilitamiento interno de la Triple Alianza.
Contando, sin duda, también con la realidad de este marco europeo, las
constataciones y valoraciones de los gobernantes españoles concluyeron en
la decisión de no renovar por segunda vez el convenio del 4 de mayo. Las
instrucciones del ministro de Estado al embajador fueron que condujera la
negociación en el sentido «no de un fracaso ostensible, pero sí de que no lle-
gue a la renovación». Con ello se correspondía a las insinuaciones del minis-
tro italiano de que quizá lo mejor era «dejar las cosas como están, y limitar-
nos a hacer para cada caso un acuerdo especial»8. El resultado final fue que

8
RAH, CB, leg. 9/7399, Benomar a Tetuán, Roma, 28-X-95.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 213

Benomar tuvo que cumplir el 28 de octubre —sin duda, muy a su pesar— la


orden de que comunicase a Blanc que su gobierno correspondía al deseo de
«dejar las cosas como estaban», ratificando, eso sí, su amistad y lealtad hacia
Italia. Blanc aceptó en seguida la no renovación, comentando: «Los orienta-
les dicen que todo lo que se escribe queda muerto; no escribamos, pues» 9.
Pero lo cierto es que el «acuerdo verbal» que sustituyó al escrito nació más
muerto que éste; se redujo a unas retóricas protestas de amistad, por más
que afirmase —en el despacho del embajador español en el que se le daba
forma— que España «con pacto o sin pacto procederá en perfecto acuerdo
con Italia, Alemania y Austria en todo lo que se refiere al sostenimiento del
principio monárquico y en los demás asuntos en que son comunes los inte-
reses...». El ministro italiano correspondió a estas seguridades, haciéndose
constar que se creaba una situación de mutua y cordial confianza que se
desarrollaría en ulteriores acuerdos especiales 10. No tenemos noticia de que
se fuera más allá de estas palabras.

5. El pacto y el problema de Cuba

Con el acuerdo verbal del 29 de octubre de 1895 parece que se ha extin-


guido la línea política del pacto secreto mediterráneo nacida en 1887, y ello
justificadamente si tenemos en cuenta su vida difícil y las divergencias fina-
les entre Roma y Madrid sobre su interpretación. Así lo entiende el gobier-
no español, que se apresta a desarrollar una nueva estrategia diplomática
frente a las peligrosas complicaciones que podía traer consigo la guerra de
Cuba. Sin embargo, el surgimiento de la posibilidad de una resurrección del
convenio en el siguiente y crucial año de 1896, le obliga a volver sobre el
asunto, al tiempo que nos da a nosotros la oportunidad de calibrar mejor su
significación en la problemática exterior española y deducir las causas más
hondas de su extinción.
Esa posibilidad se presentó desde el principio muy oscura. Originada
por algunos cambios sobrevenidos en la política europea con el nuevo año,
también tenía que chocar con otras nuevas condiciones opuestas a la misma
tanto en esa política como en la española. En el marco europeo el año se
había iniciado con una brusca tensión entre Gran Bretaña y Alemania con
motivo del «telegrama Krüger» (3 de enero), lo que produjo una aproxima-
ción anglo-francesa (tratado del 15 de enero sobre Siam) y otra aproxi-
mación anglo-rusa. En febrero se dibujaba, con la revolución cretense, otro
conflicto en el Oriente Próximo, y el 1 de marzo tenía lugar el desastre mili-
tar italiano de Adua, que causó profunda impresión en Europa y que originó
la caída del Gobierno Crispí y la formación de otro presidido por Rudini,

9
10
Ibid.
AMAE, Política, Italia, leg. 2532.
214 Julio Salom Costa

con Caetani de Sermoneta en Exterior. Este gobierno sería el que encauzase


la nueva propuesta de renovación del pacto hispano-italiano.
Por lo que se refiere a España, se había entrado en 1896 con una alar-
mante agravación de la guerra de Cuba de la que era testimonio el relevo de
Martínez Campos por Weyler el 18 de enero, a lo que se añadían las noticias
de Estados Unidos sobre discusiones en el Senado favorables a los insurrec-
tos. Aunque la marcha de Martínez Campos originó una retirada temporal
de Tetuán del Ministerio de Estado —en el que fue sustituido por Elduayen,
sin que esto significase cambio alguno—, el 5 de marzo volvió el duque al
Ministerio dispuesto a emprender su nueva estrategia centrada en una
acción colectiva de las grandes potencias para prevenir iniciativas contrarias
por parte de Estados Unidos. El plan empezaba con la Circular del 10 de
marzo, que debía ser, según el ministro, «el punto de partida para, aprove-
chando la primera oportunidad, provocar el acuerdo deseado de las Grandes
Potencias dirigiéndome a ellas directa y oficialmente, apoyado..., sin necesi-
dad de que España contraiga ningún compromiso previo, por algunos de los
principales Gobiernos» n. Aunque Tetuán no esperaba ninguna acción de
Washington «por ahora», calculaba que podrían surgir dificultades hacia
mayo o junio, y quería saber «lo que podemos esperar de Europa» si se invo-
caban intereses comunes generales y la defensa del principio monárquico.
Es en esta situación cuando le llegaron al ministro de Estado las prime-
ras noticias de que, en una conversación sostenida en Roma entre el nuevo
primer ministro Rudini y el embajador Benomar el 26 de marzo, aquél había
informado a éste de una iniciativa del gobierno austríaco para otra renova-
ción del pacto del 4 de mayo sin modificaciones, es decir, abandonando las
peticiones hechas anteriormente por Blanc. La procedencia de la iniciativa
hace pensar inmediatamente que su origen estaba en la Reina Regente, pero
lo cierto es que el replanteamiento del asunto sorprendió al gobierno espa-
ñol. Benomar, siempre ansioso de conservar el vínculo con la Triple, subra-
yó que «la iniciativa de ambos Gobiernos (de Viena y Roma), en momentos
difíciles para España, tiene valor verdadero»; pero, como sabía cual era la
mayor preocupación en Madrid, sugirió que el pacto podría ser renovado
«pidiendo como condición precisa que se firme al mismo tiempo un Proto-
colo separado que pudiera publicarse, asegurando a España la posesión de
Cuba en esta u otra forma» 12.
Sugerencia ciertamente utópica —nacida tal vez de la sobreestimación
que Benomar hacía tanto del peso del «factor monárquico» como de la
influencia de la Triple Alianza— pero que daría mucho juego en los días
siguientes.
La propuesta llegaba a España en un momento de particular tensión. Por
un lado, las noticias de la guerra y de Norteamérica habían provocado un

11
RAH, CB, leg. 9/7399, Tetuán a Benomar, Madrid, 3-VI-96.
12
Ibid., Benomar a Tetuán, Roma, 26-111-96.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 215

debate de prensa sobre la política exterior, las posibilidades de alianzas y el


aislamiento internacional; por otro, el 4 de abril se había entregado a nues-
tro representante en Washington la Nota Olney, que planteaba un grave dile-
ma a Cánovas y que no fue contestada hasta el 22 de mayo. Pocos días des-
pués de recibida estudiaban Cánovas y Tetuán la nueva propuesta sobre el
pacto mediterráneo que el ministro de Estado, según confesaba, hubiera
preferido no recibir en las circunstancias en que se encontraban. La situa-
ción a que había llegado la guerra de Cuba —escribía Tetuán el 18 de abril—
«nos obliga a comprender en cualquier pacto que concertáramos, o com-
promiso que contrajéramos, las garantías necesarias y posibles, en una u
otra forma, en favor de nuestra soberanía en aquella isla». Sólo en el caso de
que Italia y sus aliados aceptaran esa condición, y si Inglaterra daba su con-
formidad, se podía negociar la renovación13.
Realmente decisiva podía ser en toda gestión sobre Cuba la posición de
Inglaterra, y de ahí la importancia del sondeo que Tetuán hizo a Drummond
Wolff el 25 de abril, de cuyo resultado habrían podido depender tal vez deci-
siones trascendentes no sólo en relación con el pacto mediterráneo sino
incluso respecto a la respuesta que se diera a la Nota Olney. Pero aún hubo
más, puesto que en esa entrevista el ministro de Estado hizo lo que podemos
considerar una verdadera propuesta de alianza al gobierno británico, pre-
tendidamente justificada por imperativos geográficos y antecedentes diver-
sos. España estaba dispuesta —habría afirmado Tetuán— a estrechar lazos
con Gran Bretaña hasta el punto de no tomar iniciativa alguna sin hablar
antes con ella, y de llegar, con pactos o sin ellos, al grado máximo de enten-
dimiento aun sin una alianza escrita cuya dificultad para la política británi-
ca era conocida. Se rompía aquí, al parecer (y si aceptamos el valor total de
la fuente inglesa que nos informa) el temor al compromiso que define la
acción canovista, en grado que no podernos concretar, y por imperativos del
peligro que llegaba desde América. En lo que se refería al convenio medite-
rráneo, Tetuán expuso la dificultad en que se encontraba España, con un ejér-
cito de 130.000 hombres en Cuba, de unirse a cualquier combinación euro-
pea; pero explicó que el caso sería distinto si la Triple Alianza le respaldase
en sus dificultades antillanas, y de ahí la petición de garantías sobre Cuba.
Ahora bien, respecto a este último punto, Wolff planteó en seguida la
clave de la cuestión, es decir, cómo se podía unir la cuestión de Cuba con las
mediterráneas a que afectaba el pacto y que eran las que interesaban direc-
tamente a todos los participantes en el mismo con la excepción de Alemania.
A esto no pudo contestar el ministro español más que hablando de los inte-
reses comunes generales que se invocarían constantemente en lo sucesivo
por la diplomacia española: la defensa del Derecho público y del principio
monárquico; el peligro para las comunicaciones interoceánicas en el istmo
centroamericano en el caso de un dominio exclusivo yanqui; la imposibili-

13
Ibid., Tetuán a Benomar, Madrid, 18-IV-96.
216 Julio Salom Costa

dad de una Cuba independiente por las diferencias raciales de su población


y por el anexionismo de Estados Unidos. Con ello, la discusión se centró en
la respuesta a la Nota Olney, para la cual Tetuán pidió el consejo de Salis-
bury, insinuando que el gobierno español podría aceptar cualquier propues-
ta excepto la separación de la isla de la metrópoli14.
No conocemos la respuesta británica a estas propuestas y sondeos, aun-
que parece ser que sí se prometió apoyo diplomático en el conflicto cubano,
desligándolo del convenio mediterráneo, y también que Londres orientaría
más tarde a España en dirección a Rusia, alegando que ésta podía ser la
cabeza más apropiada de una gestión colectiva de las potencias, y pensando
realmente en eludir un enfrentamiento con Estados Unidos 15. En cuanto al
intento de mayor acuerdo o de alianza con Inglaterra, es de suponer que, a
pesar de la buena voluntad de Drummond Wolff, encontrase ya la frialdad
de Salisbury16.
Por otra parte, ese mismo día 25 de abril cumplía Benomar en Roma las
instrucciones de Tetuán y exponía a Caetani de Sermoneta la condición
española para la renovación del pacto, o sea, la inclusión, de un modo u otro,
de una garantía de la posesión española de Cuba. Como era de esperar, des-
pués de prolongadas comunicaciones entre los Gabinetes de Roma, Viena y
Berlín, el resultado final fue un rechazo de la pretensión española: de forma
brutal, por Alemania; admitiendo, con muchos condicionamientos, un cier-
to apoyo moral, por Austria; de forma diplomática y amistosa, por Italia. Así
lo informó Sermoneta al embajador español el 17 de junio 17.
Lo que interesa destacar en esa negociación de los miembros de la Triple
Alianza es la actitud que el ministro de Estado español adopta ante ella. Sos-
tiene firmemente el carácter irrenunciable de la condición impuesta para la
renovación, y corta de forma terminante la posibilidad de cualquier iniciati-
va de Benomar para suavizar la demanda y llegar a un arreglo 18. Su pensa-
miento queda claro en su despacho del 3 de junio, texto decisivo que ilumi-
na sobre su postura ante las dos opciones políticas que se le ofrecen: seguir
con su plan de acción colectiva de las grandes potencias o volver a la línea
del pacto mediterráneo. En realidad, la elección ya estaba hecha: «...nunca
tuve interés en la renovación del pacto pero sí en que, como sucedió, no
resultase que por resistencia nuestra dejase de renovarse, y continúo con la
misma opinión. En cambio lo tengo, y muy verdadero, en un acuerdo con las
Grandes Potencias que nos sea favorable en la cuestión cubana». Por ello, la
llegada de la propuesta de renovación cuando ya estaba inmerso en esta últi-

14
BOFA, IF, vol. 26, Doc. 203, Drummond Wolff a Salisbury, Madrid, 26-IV-96.
15
Curato, ob. cit., II, págs. 590-591.
16
Sobre la posterior actuación de Drummond Wolff y la reacción de Salisbury a la mis-
ma me remito a la excelente obra de Rosario de la Torre, Inglaterra y España en 1898,
Madrid, 1988, págs. 69-72.
17
Curato, ob. cit., II, págs. 577-587.
18
RAH, CB, leg. 9/7399, Telegramas de Tetuán a Benomar del 30 y 31-V-96.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 217

ma empresa tendría que resultar ingrata sin que pudiera, por supuesto, re-
chazarla sin más. La única posibilidad que encuentra Tetuán para resolver el
problema es la misma transformación del pacto ligándolo al objetivo cuba-
no, aunque debió de percibir, sin duda, la práctica imposibilidad de que esa
solución fuera aceptada por los aliados. Si, como era de esperar, se rechaza-
ba, volvería a su plan primitivo. Según explica a Benomar, «la iniciativa de
Rudini explorándonos respecto a la renovación del pacto me contrarió el
programa, obligándome a modificarlo. Si la Triple Alianza aceptase en prin-
cipio el garantizarnos de una u otra forma contra toda agresión o interven-
ción extranjera en Cuba, cosa que bien sé que es difícil, no me pesaría la
modificación de mi primera idea, pero si esa garantía no se nos da, volveré
sobre él, buscando el acuerdo, y para negociar esto necesito no verme liga-
do por la renovación del pacto. Bien sé que la Triple Alianza no la tendre-
mos favorablemente dispuesta si no procedemos con mucho tacto, pero en
cambio espero que contaremos con Inglaterra, Francia y Rusia por lo
menos, sin que nos exijan nada en cambio».
¿En qué basaba el ministro esta confianza? En este punto no contamos
más que con las referencias vagas e indirectas a la promesa de un apoyo
diplomático debida sin duda a la buena disposición y gestiones de Drum-
mond Wolff. Lo que pueda haber además de esto no lo quiere decir Tetuán
por carta, y escribe: «De silla a silla podría darle a usted mayores explica-
ciones, pero con lo dicho entiendo tendrá usted bastante para comprender
la conveniencia de no apremiar ni hacer nada para que el pacto se renueve,
y esperar tranquilamente la respuesta que Rudini llegue a darle. Si ésta fue-
se tal que pusiese término a la exploración, como no habrá sido porque no
estuviéramos en principio dispuestos a responder a sus deseos, nos quedaría
el camino abierto para proponer después directamente a todos los gobiernos
amigos el acuerdo a que antes me refiero, que si es inferior en eficacia a lo
que ahora pido, será en consideración a que, por corresponder a la manco-
munidad de intereses monárquicos (palabra incompleta:., -les), marítimos y
comerciales, no nos ligará ningún otro compromiso (sic)» 19.
Como vemos, Tetuán culmina su exposición con la fórmula guía del
recogimiento canovista: el no compromiso. Sigue valorando este hecho
como un elemento de tal importancia que compensa en cierto sentido la
«menor eficacia» relativa que reconoce tienen los argumentos e invocacio-
nes que va a utilizar en sus peticiones a las grandes potencias. Podríamos
preguntarnos cómo se creía posible el hacer compatible la elusión sistemáti-
ca de todo compromiso de alto nivel, olvidando deliberadamente el «do ut
des» diplomático, con objetivos de tanta entidad como eran los de conservar
las colonias española en pleno apogeo del imperialismo. Ello no obsta para
que se reconozca la gran dificultad o práctica imposibilidad de coordinar los
fines del acuerdo mediterráneo con el logro de una protección diplomática

19 RAH, CB, leg. 9/7399, Tetuán a Benomar, Madrid, 3-VI-96.


218 Julio Salom Costa

en previsión de acciones norteamericanas en el conflicto cubano; y que se


comprenda, en consecuencia, que el ministro de Estado prefiriese buscar
otra solución por el problemático camino del apoyo de las grandes poten-
cias, contando quizá con promesas que desconocemos.
En consecuencia, una nueva y última tentativa de renovación del pacto
que fue presentada por el Gabinete de Viena (tal vez por sugerencias de la
Regente) el 1 de julio y en la cual la inclusión de una cláusula nueva se redu-
cía a un apoyo diplomático respecto a Cuba, estaba igualmente condenada
al fracaso. El día 7 Tetuán comunicó al embajador italiano la renuncia defi-
nitiva a la renovación desprovista del añadido cubano anteriormente solici-
tado. Estaba entregado ya de lleno a su propio plan de acción colectiva cifra-
do en el Memorándum del 28 de julio, que terminaría también en fracaso y
que queda fuera de nuestro tema 20.

Conclusiones
Mientras se esfumaba, así, toda una línea diplomática que se había ocul-
tado durante años a la opinión pública al tiempo que se predicaba a ésta el
neutralismo y la abstención, la sensación de peligro había hecho brotar, en
la prensa y en las Cortes, el debate abierto sobre política exterior del que
solamente había habido manifestaciones ocasionales anteriormente. Y se
producía con la lógica desorientación y exageración debida a la desatención
anterior y a la impreparación consiguiente. Ésta sería la primera conclusión
negativa que podría extraerse del análisis de esta diplomacia secreta si qui-
siéramos lograr una apreciación de lo que significó en la evolución de los
problemas internacionales de España.
Pero la conclusión negativa mayor sobre la línea de los pactos medite-
rráneos tiene que estar forzosamente ligada a su función en el conjunto de
la política exterior de la Restauración, en la cual se insertó pretendiendo ser,
en su origen, un elemento de activación frente al recogimiento canovista.
Asimilada realmente a éste, no dejaba de constituir, pese a su carácter estric-
tamente defensivo —del statu quo marroquí; del régimen monárquico—,
una orientación exterior concreta que pudo ser la base de mayores desen-
volvimientos políticos. En uno y otro sentido, esa orientación fracasó, tanto
por los condicionamientos político-económicos del escenario europeo como
por los fallos de la diplomacia española. Pero lo realmente crucial no es tan-
to ese fracaso como la valoración que pueda hacerse de la orientación mis-
ma en el conjunto de la problemática internacional española de la época.
Desde este punto de vista, es evidente su contemplación única y exclusiva de

20
Fue estudiado hace años por Orestes Ferrara, Tentativa de inervención europea en
América, La Habana, 1933; y recientemente por Rosario de la Torre, ob. cit., págs. 67 y
siguientes, y por Cristóbal Robles, «Negociar la paz en Cuba (1896-1897)», Revista de
Indias, núm. 198, mayo-agosto 1993.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 219

un área geopolítica —el Estrecho, Marruecos— de esa problemática, y apo-


yándose además en factores más bien inciertos. La política de la Triple
Alianza, centrada predominantemente en el ámbito continental, solamente
dejaba como elemento más interesado en el Mediterráneo occidental a Ita-
lia, que desarrollaba una política variable en Marruecos. La relación anglo-
alemana, aparte de no ofrecer garantía alguna de solidez, no era factor de
importancia dado el desinterés ya demostrado por Alemania hacia la rela-
ción con España. El factor monárquico y dinástico, por último, daba ya
muestras en este período de su insuficiencia como instrumento político.
Pero, más allá de estas limitaciones, era la parcialidad de la concepción
de los pactos mediterráneos la que le confiere su condición negativa. Es
decir, el que no respondiera a un planteamiento gobal de una política exte-
rior —no ciertamente fácil— atenta conjuntamente a esos imperativos geo-
políticos peninsulares y de los archipiélagos españoles, y a los impuestos por
unas posesiones coloniales caracterizadas por su dispersión geográfica y su
debilidad defensiva. Un planteamiento tanto más necesario y urgente cuan-
to que ya era perceptible que el imperialismo colonial iniciaba en estos años
una nueva fase histórica que podía llamarse ya propiamente mundial.
This page intentionally left blank
Crisis del positivismo, derrota de 1898
y morales colectivas
VICENTE CACHO Viu

El hecho de anteponer la crisis del positivismo, fenómeno de índole inte-


lectual, a la innegable influencia que la derrota ultramarina de 1898 tuvo
sobre las morales colectivas propuestas por el regeneracionismo español
antes del cambio de siglo, obedece a un propósito definido de subrayar el
orden cronológico y, en consecuencia genético, en el que esos diversos acon-
tecimientos se relacionan entre sí. Dentro de la multiforme escuela regene-
racionista, se reservará el calificativo de «morales colectivas» para aquellas
propuestas modernizadoras, transformadoras del país que presenten, a la
vez y de una manera sostenida, un nivel aceptable de teorización y un grado
consistente de aceptación social. Dos son las corrientes regeneracionistas
que, a mi modo de ver, superan ese doble listón: la constituida por una
minoría intelectual que, nucleada en torno a Madrid, propugnaba la moder-
nización de España a través de la ciencia; y una moral nacionalista en Cata-
luña, objeto de elaboración muy precisa a partir del último decenio del siglo
y cuya proyección social contribuyó sin duda a acelerar el desastre del 98.
A pesar de sus evidentes desemejanzas, ambas propuestas transpiran un fino
aire liberal, síntoma evidente de su carácter modernizador. Otras variantes
regeneracionistas, a las que sin duda habrá de aludirse en algún momento,
quedarán relegadas, o bien a la condición de meros arbitrismos, faltos de
reflexión teórica, por grande que fuera el prestigio de quienes los propusie-
ron, o bien al apartado que podría calificarse, tomando en préstamo el tér-
mino a la crítica cinematográfica, de morales «de autor», cuya formulación,
sobresaliente en determinados casos individuales, no se corresponde sin
embargo con ninguna necesidad social inmediata que les proporcionase la
irradiación ambiental imprescindible para considerarlas, con un mínimo de
propiedad, como morales colectivas.
Veamos, pues, conforme a la línea argumental que acaba de adelantarse,
de qué modo el hundimiento, primero, de las grandes certidumbres positi-
vistas, y la pérdida, después, de nuestro ya empequeñecido imperio colonial
222 Vicente Cacho Viu

de Ultramar, influyeron sobre las morales colectivas racional y nacionalista,


fueron la ocasión desencadenante de una arrebatada literatura arbitrista, o
suscitaron en mentes preclaras, disidentes de las convicciones regeneracio-
nistas más comúnmente aceptadas, propuestas singulares desatendidas.

El fracaso con que se había saldado, a finales de 1874, el sexenio democrá-


tico, puso dramáticamente de manifiesto la existencia de múltiples deficien-
cias estructurales en la sociedad española, lo cual propició una revaluación a
fondo de nuestra tradición liberal, en la doble vertiente regeneracionista
antes indicada, la que confiaba en la ciencia y la que se remitía a la identidad
nacional. La teorización provocada por aquella adversa experiencia, y que
bien podría calificarse como pensamiento «de posguerra», abundó en fórmu-
las a medio y largo plazo para la regeneración del país, dada la imperiosa
necesidad de subsanar ante todo, tomándose el tiempo que hiciera falta,
cuantos fallos profundos habían sido detectados en la psicología colectiva.
Al trauma castizo que supuso para los análisis regeneracionistas el sexe-
nio, de mayor trascendencia sin duda que el originado un cuarto de siglo
después por el desastre de 1898, vinieron a superponerse además las secue-
las de un acontecimiento internacional de primera magnitud: la derrota de
Francia en 1870 frente a Alemania, a consecuencia de la cual dejó de ser la
grande nation del continente europeo. El nuevo equilibrio de fuerzas re-
sultante hizo que, en adelante, los mismos pensadores y literatos franceses
fuesen insensiblemente encaminando a las culturas tributarias de Francia
—entre las que nos contábamos—, hacia las dos grandes potencias, Inglate-
rra y Alemania, que litigaron en adelante por el dominio del Occidente y su
irradiación mundial. La Francia «all'ocaso, regina delle stirpi latine», como
bellamente la definía el lombardo Stefano Jacini l , continuó siendo para los
países europeos meridionales el cordón umbilical con el resto del mundo,
mediatizando por tanto, conformándolo a su manera, el influjo ejercido por
esos dos modelos disímiles de desarrollo europeo, autoritario el alemán,
aureolado de un mítico prestigio científico, y cifra del liberalismo mundial el
encarnado por el Reino Unido. Los estímulos recibidos de esa crisis de iden-
tidad en la que empezaba a verse sumida Francia, al ser proyectados en el
terreno abonado por las desgracias propias, contribuyeron a rejuvenecer
una más que bicentenaria literatura de la decadencia, de esa suntuosa deca-
dencia en la que España y su Monarquía multinacional se hallaba implicadas
cuando menos desde el siglo xvn.
Tal era el contexto intelectual, sumariamente descrito, en el que iban a

1
Stefano Jacini, «Pensieri sulla política italiana», Nuova Antología, 15, 16 de mayo
de 1889, pág. 214.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 223

desenvolverse las formulaciones regeneracionistas, fuesen de orden racional


o nacionalista, mientras la Restauración política iba cerrando las heridas
abiertas en la convivencia colectiva por las luchas civiles del sexenio. La
moral de la ciencia, de la que fue máximo exponente la Institución Libre de
Enseñanza con sede en Madrid, encontró un referente teórico inmediato en
la política educativa de la III República francesa, por más que sus logros en
la circunstancia española apenas si existieran, al no hallar las propuestas ins-
titucionistas el apoyo oficial, de todo punto necesario en un país como el
nuestro donde la enseñanza estaba casi tan fuertemente estatalizada como
en Francia. El correlato europeo del nacionalismo catalán ha de buscarse, en
cambio, en áreas doctrinales muy distintas a las del centralismo jacobino
imperante en Francia. Las reiteradas referencias localizables en fuentes cata-
lanistas de todo tipo al modelo checo, al reino de Bohemia, integrado enton-
ces en el Imperio de los Habsburgos y ahora una República prestigiada mer-
ced a su Presidente-filósofo, pueden servirnos, al ser invocadas hoy, para
visualizar adecuadamente la creciente tendencia liberal y parlamentaria que
fue prevaleciendo en el seno de esa teorización nacionalista, no asimilable
en absoluto al adversarial nationalism, al nacionalismo de disidencia y con-
traposición antiliberales que tanto auge iba cobrando coetáneamente en
Francia2.
Al igual que los patriotas bohemios aceptaron como marco de referencia
política hasta 1918 el conglomerado de dominios regios e imperiales verte-
brados en torno a Viena —la inefable Kakania del novelista Musil—, la meta
política a la que aspiraba la totalidad moral de los teóricos del catalanismo
era la autonomía del Principado dentro de la presente Monarquía española,
aun afirmando de antemano la soberanía a se de Cataluña. Esa gradación de
lealtades entre la nación propia y un Estado cuya legitimidad histórica no se
cuestionaba, distinción sin la cual no cabe propiamente hablar de naciona-
lismo, era lo que entonces no digería, ni tampoco digiere ahora, el paleona-
cionalismo español, del que siempre han procedido las poco verosímiles sos-
pechas de separatismo catalán.
Permítaseme añadir una última nota para caracterizar esa moral nacio-
nalista, necesitada siempre de más aclaraciones que la moral iluminista de
modernización por la ciencia, cuyo lenguaje resulta comparativamente
mucho más unívoco. El nacionalismo catalán, tanto en su teoría como en su
proyección política, denota una presencia confesional cuya actuación en
nada se asemeja al inmovilismo jurásico atribuible a determinados sectores
del catolicismo español. Esa diferencia, que me parece indudable por mucho
que puedan matizarse las denuncias hechas habitualmente al paleocatolicis-
mo pseudotradicional, yo la atribuiría al compromiso asumido por algunos
clérigos ilustrados, y por la juventud intelectual de que se habían rodeado,

2
Sudhir Hazareesingh, Political Traditions in Modern France, Oxford University
Press, 1994, págs. 139-140 y 148.
224 Vicente Cacho Viu

con el nacionalismo catalán cuando éste empezó a reformularse en unos tér-


minos políticos lo suficientemente pluralistas como para responder a las
necesidades reales de una comunidad histórica con el grado de desarrollo
alcanzado ya por la sociedad catalana. Los grupos con mayor riesgo de incu-
rrir en el integrismo son, generalmente, los que se hallan en paro político, y
ése no era el caso de los catalanistas católicos.

II

El resquebrajamiento de la cúpula positivista, que había constituido la últi-


ma gran escolástica de la vida cultural decimonónica, fue el fenómeno que hoy
se considera determinante de la crisis finisecular común a toda la cultura
europea. Esa crisis, objeto de una amplísima bibliografía en los últimos dece-
nios, había ido gestándose paralelamente en diversos escenarios culturales
europeos, aun cuando no causase estado, por lo menos para el área latina, has-
ta tanto se produjo su cristalización en París a mediados de los años 80.
Aunque sea brevísimamente, habremos de reiterar aquellas característi-
cas de la crisis del positivismo imprescindibles para entender luego su inci-
dencia sobre las morales colectivas propuestas en el cambio de siglo. La más
decisiva de todas ellas, determinante a su vez de cuantas otras puedan seña-
larse, fue —y recurriremos una vez más a la formulación singularmente pre-
cisa que hizo en un primer momento Unamuno— la pérdida de «la fe abso-
luta en la razón humana»—, tenida hasta entonces como la vía cognoscitiva
más fiable por el iluminismo europeo, suplantada en adelante por «la fe rela-
tiva en el hombre todo, que es más que razón»3; adquirían con ello carta de
naturaleza como vías igualmente válidas de conocimiento, la intuición y la
revelación, tomadas ambas en el sentido más lato posible. A partir de ese
giro copernicano cognoscitivo, es fácil explicarse cuantas otras característi-
cas parezcan perfilar el pensamiento europeo pospositivista. Retengamos
tan sólo dos de ellas, que reaparecerán más adelante en nuestro argumento:
la visión intimista del mundo que, al ser contemplado desde el propio yo,
nos revela aspectos casi olvidados durante la etapa positivista, hasta retro-
traernos a la mejor herencia del romanticismo, vitalmente releída ahora; y la
urgencia que experimenta el intelectual, en este fin de siglo, de «ir al pue-
blo», de refrendar en el inconsciente colectivo sus intuiciones individuales,
en las que se había refugiado como en una chalupa ante el naufragio de las
certidumbres positivistas: «II nous faut rétablir», confesaba Barres por esas
fechas, «la concordance entre la pensée, parfois chancelante, de notre élite
et Finstinct sur de nos masses» 4.

3
Miguel de Unamuno, Manuscritos socialistas, edición de M. D. Gómez Molleda,
Madrid, Narcea, 1978, pág. 98.
4
Maurice Barres, Scénes et doctrines du nationalisme, Félix Juven, París, 1902 (Pión,
París, 1925, pág. 108).
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 225

III

La conmoción de largo alcance que hizo tambalearse la máquina impo-


nente del positivismo trajo consigo un rejuvenecimiento del relieve cultural
europeo, a cuya superficie afloraron durante el período intersecular corrien-
tes nuevas, hasta entonces prácticamente subterráneas, que irían abriéndo-
se paso de forma tumultuosa. A partir de la década final del siglo, el rege-
neracionismo llegó a cobrar vuelos hasta entonces insospechados, tanto por
obra de los que, señoreando el curso de esos acontecimientos, supieron
reformular convincentemente ambas morales colectivas en Madrid y Barce-
lona, como de quienes al compás de la crisis tradujeron su estado de ánimo
en propuestas «de autor» para sacar de su impasse a la sociedad española.
La crisis finisecular introdujo, en efecto, un factor de perplejidad en los pa-
rámetros comúnmente empleados para tipificar las sociedades europeas más
evolucionadas: su superioridad venía atribuyéndose unánimemente al desa-
rrollo homogéneo y continuado de una serie de valores racionales, que eran
precisamente los que ahora comenzaron a ponerse en tela de juicio.
Este fenómeno cultural de primera magnitud afectó, como no podía ser
menos, al análisis de los males que aquejaban a la sociedad española y, en con-
secuencia, a los remedios propuestos para atajarlos. Se desvanecía así el con-
senso sobre las metas a alcanzar que había caracterizado hasta entonces al
regeneracionismo del área latina, y muy particularmente al francés des-
de 1870: en comparación con esta etapa positivista, el regeneracionismo espa-
ñol de entresiglos se nos presenta como explosionado en multitud de direccio-
nes contradictorias entre sí, que le confieren un creciente atractivo intelectual,
aunque comprometan gravemente la univocidad de su lenguaje y, en conse-
cuencia, su potencialidad comunicativa más allá de círculos restringidos. El
modo tan distinto como afectó además la crisis a una y otra moral colectiva, la
científica y la nacionalista, vino a añadir una nueva diferencia, a las muchas ya
existentes, entre los ambientes intelectuales de Madrid y de Barcelona.
Las relaciones entre ambas ciudades experimentaron durante la etapa
intersecular un cambio sustancial, al convertirse Barcelona en capital autó-
noma de cultura. La influencia francesa, intensificada en adelante, se recibi-
rá de forma directa, evitando las funciones de mediación desempeñadas has-
ta entonces por la capital de España y, lógicamente, por la lengua castellana,
tildada no sin un cierto espíritu de provocación como «intermediari inútil
entre el cátala i el francés» por un ilustre arquitecto modernista, presidente
con el tiempo de la Mancomunitat Catalana5. La optimización del eje Bar-
celona-París era la única alternativa que tenía la cultura catalana, una vez
independizada de Madrid, para aspirar a su plena homologación europea.
El motivo aducido para afirmar la imperiosa necesidad de ese secesio-

5
Josep Puig i Cadafalch, «La unitat de l'idioma», La Veu de Catalunya, 20 de enero
de 1900.
226 Vicente Cacho Viu

nismo cultural fue, precisamente, el conocimiento de primera mano que un


sector de la generación finisecular barcelonesa tenía de los estadios iniciales
de la crisis finisecular: sus reiteradas estancias en París les permitieron con-
figurar el movimiento literario y artístico que habitualmente denominamos
«modernismo», a la par que otras vanguardias del mundo cultural latino,
incluidas las hispano-americanas, con una cierta anticipación cronológica
respecto a Madrid. Sean cuales fueran sus verdaderas causas, semejante des-
fase cultural, tan pasajero como evidente, vino a dar visos de verosimilitud
a las aspiraciones modernizadoras de la secesión cultural barcelonesa: «la
qüestió per Catalunya», sostendrá privadamente Maragall, «es europe'ítzar-
se, tallant mes o menys lentament la corda que la Higa a la Moría» 6. Esta
imagen del decadentismo modernista, aplicada a la España del momento,
refleja hasta qué punto resultó decisiva la crisis finisecular en la formación
de los estados de ánimo que iban a prevalecer en adelante entre las minorías
intelectuales catalanas. El voluntarismo al que obedecía inicialmente ese
«grito» independentista fue transformándose en una situación consolidada,
a medida que el triunfo del catalanismo en el terreno político permitió la ins-
titucionalización gradual de una cultura privativa en la propia lengua. Lo
realmente importante es que esa personalidad cultural se ha mantenido sin
interrupción, sobreviviendo a las dramáticas alternativas de la vida colecti-
va española con mayor fortuna que la autonomía dentro del Estado español,
el otro aspecto del resurgir nacionalista al que luego nos referiremos.
La exaltación vitalista desencadenada por la crisis finisecular prestó una
ayuda inestimable al proceso de secesionismo cultural, aun cuando su aplica-
ción indiscriminada a la teorización interna de la propia identidad pudo
haber comprometido el consenso terminológico que acababan de lograr los
doctrinarios del nacionalismo catalán, dentro de los más puros moldes posi-
tivistas. Esa labor la había llevado a cabo otro sector de la generación finise-
cular distinto del de los modernistas, a quienes terminaría imponiéndose por
su mayor olfato político, y que se había formado mayoritariamente en las filas
del catalanismo católico. Su figura más sobresaliente, Enríe Prat de la Riba,
supo evitar las sirtes, a la vez de la cerrazón integrista proclive al carlismo, de
donde procedían bastantes catalanistas, y de las afirmaciones ensoñadoras a
las que tan dados eran algunos novísimos: uno y otro extremismo hacía peli-
grar el propósito decidido que tenían los jóvenes nacionalistas de mantener
su discurso teórico por encima de cualquier afinidad partidista o preocupa-
ción confesional, salvaguardando igualmente la inteligibilidad casi inmediata
de sus premisas, con tal de facilitar su futura aceptación masiva. Fue muy
probablemente la conciencia del riesgo de su insularización en una minoría
de intelectuales, lo que empujó al nacionalismo catalán en sentido opuesto a
cualquier tipo de veleidad interpretativa en la ola voluntarista, preservándo-

6
Joan Maragall, carta a Joaquim Freixas, 15 de octubre de 1898, en Obras completas,
Barcelona, Selecta, 1960, tomo 1, pág. 978.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 227

se así un corpus doctrinal estable, que ha sobrevivido sustancialmente indem-


ne a la inevitable erosión del tiempo y de las teorizaciones sociales rivales.

IV

La crisis del positivismo incidió de forma más pronunciada, con efectos


cuando menos potencialmente devastadores, sobre la moral colectiva de la
ciencia. La negación de la validez universal de la razón no dejaba de afectar
igualmente a los fundamentos cuasi deterministas de la teorización nacio-
nal, que servían para conferir respetabilidad «científica» al principio áureo
de la distinción entre la nación y el Estado, como realidades independientes
entre sí, afincada la primera de ellas en un plano social profundo, y fruto el
último de un compromiso político. Pero, en el caso de la moral racionalista,
lo que estaba en juego no era tan sólo, como sucedía con las pretensiones
nacionalistas, una clave expositiva, sino el núcleo mismo de su propuesta
colectiva, que descansaba en la afirmación inequívoca de aquellos valores
morales, enriquecedores de la condición humana, que se consideraban inhe-
rentes al cultivo de la ciencia y, en lógica concatenación, al desarrollo de la
técnica, la implantación de una política educativa y el disfrute generalizado
de los productos culturales.
A la conmoción general que entrañaba el cuestionamiento de los funda-
mentos racionales de la cultura occidental, venía a unirse como un factor
perturbador más en el ambiente intelectual madrileño, al que ahora hemos
de referirnos, el escaso desarrollo ambiental que había alcanzado, a salvo de
unas cuantas personalidades sobresalientes, el cultivo positivo de las cien-
cias, fuesen las sociales o las consagradas al estudio de la naturaleza. La
popularidad del sabio como referente social suscitador de un respeto indis-
cutido hacia la Ciencia apenas sí se produjo en España sino de forma aisla-
da, y más tardíamente, en torno al Premio Nobel Ramón y Cajal. Por lo que
hace a la Institución Libre de Enseñanza, el hecho de que no lograse su pro-
pósito inicial de convertirse en una Universidad libre y laica, ámbito virtual
más estimulador para el desarrollo de la investigación que los anquilosados
centros docentes oficiales, y el desinterés mostrado por los Gobiernos del
turno entre liberales y conservadores por los problemas macro-educativos
y su incidencia transformadora en la sociedad, habían acabado por erosio-
nar la credibilidad como panacea regeneracionista de las reformas pedagó-
gicas, presentadas infatigablemente por don Francisco Giner y sus discípu-
los como la única fórmula verdaderamente radical para el mejoramiento del
país.
La confluencia de las dos circunstancias adversas que acabamos de des-
cribir, una genérica en todo el Occidente de triunfo del vitalismo con la con-
siguiente erosión de los valores del intelecto, y otra específicamente españo-
la de subdesarrollo científico, hicieron quebrar en la generación finisecular
emergente, fuera del reducido círculo institucionista, la seguridad en la
228 Vicente Cacho Viu

moral de la ciencia, que había sido aún moneda común mientras transcurría
su primera etapa formativa. En uno u otro momento de los años 90, según
la peripecia biográfica de cada uno, se produjo en los finiseculares el des-
moronamiento de su fe inicial en las certezas positivistas, orfandad de la que
nunca se consolarían del todo, por mucho que el centelleo de la duda y el
afloramiento de vetas profundas del alma humana hasta entonces desaten-
didas o pospuestas, hinchiese de una mayor verosimilitud sus escritos de
juventud. En la preocupación por los destinos colectivos que éstos reflejan
se fue produciendo un desplazamiento sutil, desde el género ya conocido de
la publicística remozada sobre la decadencia, hacia una nueva literatura hija
de la crisis cultural, que interioriza progresivamente los defectos detectados
en la psicología colectiva de los españoles, en función de un interés crecien-
te por aspectos que ni son estrictamente racionales ni tienen tampoco su
remedio en las recetas iluministas que se inspiraban en la potenciación
meramente cognoscitiva del espíritu humano.
La obra maestra de esa literatura finisecular de la crisis quizá sea la serie
de cinco artículos que Unamuno publicó, en 1895, En tomo al casticismo,
si bien el desinterés con que fueron inicialmente recibidos no hiciese presa-
giar su posterior influencia seminal, una vez que fueron recogidos en libro
siete años después, cuando ya el desastre del 98 había popularizado el ejer-
cicio de introspección nacional tan deslumbrantemente llevado a cabo por
Unamuno. La evolución posterior de su pensamiento, en función de una cri-
sis estrictamente personal para la que nada cuentan las desventuras colecti-
vas ultramarinas, le llevó a mantener un contrapunto continuo frente a las
extrapolaciones avasalladoras del conocimiento científico, cuya impotencia
para resolver los interrogantes últimos de la condición humana venía expe-
rimentado, y bien angustiosamente, en propia carne. El cristianismo agónico
desprovisto de connotación dogmática alguna, que predicó en adelante
como posible moral colectiva para los españoles, halló escasísimo eco fuera
de quienes compartieran en alguna medida su pathos trascendente, aun
cuando el radicalismo liberal que aplicó sin cesar a los más variados asuntos
patrios haya terminado por calar en amplísimos y en ocasiones impensados
estratos de nuestra conciencia colectiva.

Si bien es verdad que el curso teórico del regeneracionismo sólo cir-


cunstancialmente se vio afectado por la derrota española de 1898, su inci-
dencia pública, sobre todo la de sus formulaciones más estridentes, vino
determinada por los cambios que la derrota trajo consigo, a niveles más o
menos profundos, en el clima político y en la imaginación popular. El des-
prestigio inevitable que arrojó sobre la España oficial la forma como se pro-
dujo la derrota, sin que tampoco se exigieran después responsabilidades
efectivas a las oligarquías que venían turnándose en el poder, originó un cía-
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 229

mor generalizado contra el aberrante funcionamiento del parlamentarismo


en el régimen nacido de la Constitución de 1876, que convertía de hecho al
Monarca en arbitro de la vida política en sustitución de la opinión popular,
a pesar de que se hubiera establecido en 1890 el sufragio universal masculi-
no. La denuncia de esa innegable realidad caciquil admitía, no obstante, lec-
turas políticas muy diversas, según que se aspirara a abrir verdaderos cauces
de expresión a la voluntad popular o propiciar más bien soluciones or-
topédicas autoritarias, salvadoras de la patria española en inminente peligro
de desintegración. El nacionalismo catalán optó, como luego veremos, por
la primera vía y puso en pie a partir de 1901 un partido nuevo, de carácter
sectorial —circunscrito a Cataluña— y orientación conservadora, cuyo com-
portamiento fue progresiva e irreversiblemente democrático. Por la línea
autoritaria se decantó, en cambio, la llamada «literatura del Desastre», esto
es, la publicística que a raíz de la derrota trató de esclarecer las responsabi-
lidades en que hubieran podido incurrir las instancias del poder, del Rey
—o la Regente— abajo, con tal de provocar un cataclismo político que die-
ra paso a un poder de excepción.
La pretensión no era nueva, ni obedecía tan sólo a la coyuntura españo-
la. Antes y al margen de la crisis del 98, la desconfianza hacia los principios
iluministas, cuando menos tendencialmente igualitarios, estaba contribu-
yendo a potenciar en todo el Occidente una cierta mística de la autoridad,
de la que se esperaba la recuperación de su perdida cohesión interna para
aquellas sociedades que, dentro de su retraso, empezaban a experimentar
los problemas anejos a una incipiente industrialización. El movimiento
generalizado de protesta que, desde mediados de los años 80, apuntaba
«contra el mundo de los hechos y de la razón, contra el materialismo y el
positivismo», lo hacía también «contra la mediocridad de la sociedad bur-
guesa y el estancamiento de la democracia parlamentaria»7. Mientras se
había mantenido incólume la creencia en el progreso continuo e irreversible,
las inclinaciones democratizadoras de todo intelectual proclive a la moder-
nización podían darse por supuestas; desde la quiebra de la confianza omní-
moda en la razón, hay que atenerse en cada caso a las actitudes individuales
comprobadas y constantes. A ese elemento teórico de indecisión se uniría en
seguida el desconcierto que originaron los primeros anuncios de la futura
sociedad de masas entre la inteligencia europea. Aunque no compartiera
necesariamente los temores del establishment a perder las riendas del poder,
le afectaba de modo muy directo una doble cuestión de fondo: la posible
amenaza que suponía para la cultura liberal el triunfo político de una
muchedumbre, en la que aún no se dejaban sentir los efectos transformado-
res de la moral de la ciencia en el sentido de una mayor tolerancia social; y
la angustia por parte de la minoría ilustrada de verse abocada a un igualita-

7
Sternhell, «Paul Dérouléde and the origins of modern French nationalism», Journal of
Contemporary History, 6, núm. 4, octubre, 1971, pág. 47.
230 Vicente Cacho Viu

rismo injusto, que obstaculizaría en adelante el desempeño de sus obliga-


ciones, sin beneficio inmediato alguno para aquellas masas aún ignaras 8.
La inflexión experimentada por el nacionalismo francés con el vertigino-
so ascenso y la caída dramática de Boulanger, «le brav' general» que con-
mocionó la legislatura de 1885 a 1889, produjo en los mentideros de la Villa
y Corte madrileña un primer brote de interés en torno a los poderes de
excepción, mucho antes por tanto de que las guerras coloniales resucitasen
el fantasma de los milites gloriosi, y de que la influencia de Nietszche lleva-
ra a sopesar las ventajas que tendría para el país la aparición de un «gran
hombre». En los debates promovidos por Joaquín Costa en el Ateneo de
Madrid, como presidente de la sección de ciencias históricas, se discutió por
primera vez en 1895 la posibilidad de una dictadura tutelar que solucionase
el decaimiento patrio; el aventurerismo político del futuro portaestandarte
de la literatura del Desastre, fruto de su constante febrilidad por dar con ata-
jos castizos que sincoparan nuestra regeneración, es por consiguiente ante-
rior a las derrotas coloniales, aunque sólo después de éstas hallasen sus pro-
puestas una amplia audiencia colectiva.
Costa andaba ya buscando soluciones más expeditivas para el cambio
social que la revolución pedagógica defendida por la Institución, cuyos idea-
les conocía bien por haberlos compartido un tiempo. Idéntico desánimo
ante la falta de sensibilidad modernizadora mostrada por las huestes políti-
cas liberales llevó a bastantes coetáneos de Giner, espectadores igualmente
críticos de la Restauración monárquica desde sus orígenes, a inclinarse por
fórmulas extraparlamentarias, con lo que vinieron a engrosar las filas de la
literatura del Desastre. Por lo que respecta a los miembros de la generación
finisecular emergente, la exaltación vitalista del poder y la afirmación del
derecho de los mejores, basadas una y otra en una lectura parcial de la obra
de Nietzsche, les decantaron, siquiera fuese dubitativamente, hacia fórmu-
las autoritarias, que nunca pasaron de ser meras imaginaciones especulati-
vas, tratándose de intelectuales poco dados a la acción. No hallando tampo-
co estímulo en los exabruptos de Costa, por lo mucho que tenían de
desahogo personal, semejantes incitaciones juveniles a tirar por la calle de
en medio denotaban tan sólo un desasosiego generacional, al no sentirse
capaces de brindar a sus connacionales, a raíz del desastre, una moral públi-
ca coherente.
La circunstancia, además, de que la derrota militar no fuese seguida de
una súbita conmoción política renovadora, que era lo que muchos intelec-
tuales esperaban tomando como ejemplo lo acaecido en Francia en 18709,
contribuyó a convencerles de que la solución a los problemas del país seguía
pasando por los remedios menos dramáticos que venían proponiendo las

8
Cari E. Schorske, Fin-de-siécle Vienna. Politics and Culture, Alfred A. Knopf, Nueva
York, 1980, pág. 6 (traducción al castellano, Gustavo Gilí, Barcelona, 1982).
9
Vicente Cacho Viu, «Francia 1870-España 1898», en Homenaje al Profesor Pabón,
Revista de la Universidad Complutense, núm. 113, julio, 1978, págs. 131-161.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 231

morales colectivas. El discurso autoritario se agostaría muy pronto ante la


inexistencia, reconocida con amargura por el mismo Costa, de una segunda
España distinta de la oficial, susceptible de acceder, mediante un proceso
quirúrgico, al poder. Frente a los embates del voluntarismo vitalista, procli-
ve a barajar soluciones drásticas para los problemas españoles, acabó triun-
fando un cierto rigor positivista, que primaba los planteamientos de fondo:
Taine prevalecía al fin sobre Nietzsche. En el plano político inmediato, la
vuelta de los liberales al poder en marzo de 1901, encabezados como siem-
pre por Sagasta, a pesar de haberle tocado presidir el gabinete del desastre,
puso de manifiesto que el turno de partidos en nada había variado; el régi-
men parlamentario, desmintiendo los anuncios apocalípticos en sentido
contrario, estaba a salvo aunque fuese a costa de perpetuar su aberrante fun-
cionamiento.
La inquietud regeneracionista suscitada a raíz de 1898, pese a la super-
ficialidad de la mayoría de sus análisis, contribuyó con todo a que una serie
de gabinetes liberales hiciesen aprobar, urgidos por la minoría intelectual,
algunas medidas legislativas favorables a la difusión de la ciencia, institu-
cionalizando en 1907 el sistema de pensiones de estudio fuera de España,
del que se beneficiarían en adelante tantos miembros eminentes de la nueva
juventud. La travesía por el yermo educativo que la Institución Libre venía
afrontando desde su misma fundación en 1876, parecía llegar a su fin, trein-
ta años después, con la Junta para Ampliación de Estudios, organismo para-
estatal dependiente del Ministerio de Instrucción Pública.
El envío masivo de becarios fuera de España y la progresiva creación de
centros pilotos de investigación y docencia o de formación universitaria
integral, aunque siempre constreñidos en su alcance por la desconfianza del
mundo político oficial, nunca del todo disipada, venía en efecto a hacer rea-
lidad una parte de los sueños pedagógicos de Giner, ya entrado para enton-
ces en la ancianidad. No sería por tanto él, ni siquiera discípulos suyos ins-
titucionistas de antiguo, quienes llevaron a cabo aquella empresa sino un
grupo de hombres y de mujeres de la nueva generación, la homologada en
toda Europa como «de 1914», afincada de lleno en la seguridad del vitalis-
mo pospositivista; el líder indiscutido del ambiente cultural madrileño, con
irradiación en toda España salvo Cataluña, fue, hasta el estallido de la gue-
rra civil, José Ortega y Gasset. Su exaltación de los valores morales de la
ciencia, y la continua insistencia en la necesidad de que los estudiosos espa-
ñoles se acomodaran a los usos de la comunidad académica internacional,
chocaron con la oposición frontal de Unamuno en su particular cruzada
contra la tiranía espiritual del racionalismo europeo.

VI
La ventaja inicial que había supuesto para la teorización nacionalista
catalana la rápida percepción en los círculos progresivos barceloneses de la
232 Vicente Cacho Viu

crisis del positivismo, volvió a repetirse con ocasión del desastre ultramarino
cuyas consecuencias inmediatas fueron mucho más favorables para el catala-
nismo, a la hora de saltar al terreno de la lucha política, que los escasos éxi-
tos conseguidos por la moral de la ciencia en punto a su aceptación en las
esferas oficiales madrileñas. El optimismo democrático estimulado por los
triunfos electorales de la Lliga Regionalista contribuyó a disolver el antipar-
lamentarismo que latía como en el resto de España, durante la década final
del siglo, entre las minorías intelectuales barcelonesas. La experiencia trau-
mática del sexenio democrático, dado su desenlace centralista con la Restau-
ración, hizo que desde sus primeras formulaciones teóricas el catalanismo
viviese «de una negación», cuyo punto focal se localizaba en el turnismo polí-
tico, ya que «la uniformidad y centralización mayores se hallan más en los
partidos que en el mismo Estado» 10. El estrecho filo que separaba las críticas
sobre la esencia misma del parlamentarismo y las circunscritas a su aberran-
te funcionamiento en España, fue también traspasado con frecuencia por los
hombres de la Restauración en Cataluña; ésa sería la herencia equívoca reci-
bida inicialmente sin discrepancia por la generación finisecular.
La exaltación de la autoridad constituyó igualmente una moda pasajera
en los ambientes barceloneses nacionalistas, si bien sus manifestaciones
resultasen siempre más comedidas que en Madrid, tamizadas como estaban
por un doble filtro: la influencia, todavía avasalladora, de las doctrinas posi-
tivistas de Taine; y una desconfianza instintiva hacia cuantos líderes nuevos,
militares o civiles, empezaban a despuntar en el horizonte español. La nece-
sidad de que todo proceso modernizador se desarrollara en sintonía con la
constitución profunda del país, llegó a convertirse para el catalanismo con-
servador en un axioma, invocado de continuo para descalificar el régimen
parlamentario, cuya presunta incompatibilidad con el temperamento nacio-
nal le llevaba a convertirse irremediablemente en una farsa; más adelante,
sin embargo, ese mismo argumento de adecuación a los dictados de la propia
tradición, central en la obra de Taine, se utilizaría para desechar cualquier
posible proyecto de cambio repentino por obra de un gobernante decidido.
Además, el fiasco que supuso la entrada del general Polavieja en el gabinete
conservador de 1899, operación en la que habían confiado, si no los jóvenes
nacionalistas, otros patriotas de más edad y un sector importante del empre-
sariado barcelonés, vino a cortar de raíz cualquier posible veleidad de tipo
personalista en el descenso del catalanismo a la arena política. La prudente
actitud de distanciamiento ante la probabilidad de una regeneración súbita,
mantenida al igual que la Institución Libre de Enseñanza en Madrid por la
juventud catalanista, sólo resultaba psicológicamente posible en quienes se
sintieran identificados con un proyecto colectivo preciso, planteado a más
largo término.

10
Josep Pella i Porgas, «Marcha del regionalismo catalán», La España Regional, 2, octu-
bre, 1886, pág. 158.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 233

A partir de 1901 el nacionalismo catalán empezó a obtener en su propio


espacio electoral, entre la Lliga Regionalista y las formaciones nacionalistas
más a la izquierda, suficientes victorias como para convencerse de las ven-
tajas, muy superiores a los riesgos, que suponía para el logro de sus objeti-
vos la aceptación, sin más, del juego parlamentario. Esa reconciliación del
catalanismo conservador con el sufragio popular, en función de sus éxitos
electorales, propició de inmediato una relectura democrática de la tradición
catalana de gobierno, tenida hasta entonces como radicalmente opuesta a la
filosofía política y a las prácticas del parlamentarismo. Los políticos en ejer-
cicio, significativamente más numerosos en las filas catalanistas que en cual-
quier otra familia del regeneracionismo, empezaron a defender esa estrate-
gia participativa que, aun emprendida «sense fe en el parlamentarisme com
a sistema», era preciso practicarla «amb l'entusiasme del que troba un medi
eficag de propaganda» n. Importaba mucho, además, que el pueblo catalán
se acostumbrase cuanto antes a ejercitar su libertad y «meréixer-la abans
que la hi retornin, que no le sigui retornada primer d'haver-la meres-
cuda» 12. Tales argumentos a favor de la aceptación de la lucha electoral
—su eficacia propagandística, su valor como gimnasia política— recorda-
ban a los empleados de tiempo atrás por diversos partidos socialistas euro-
peos, igualmente necesitados de hacer llegar a sus bases un mensaje de inte-
gración política totalmente opuesto al aislacionista que con anterioridad les
habían transmitido.
La conversión a la democracia, sin embargo, no se produjo sólo ni quizá
predominantemente en función del ingreso en la política española. Para
guardar una conveniente distancia moral respecto al juego con cartas mar-
cadas que mantenían imperturbablemente el Monarca y los partidos turnan-
tes, bastaba con el apoyo que el electorado dio siempre, en medio de las nor-
males oscilaciones del voto, a los candidatos nacionalistas y con una cierta
limpieza en el ejercicio del sufragio, más incontrovertible en Barcelona que
en ciertas comarcas rurales donde el caciquismo en vez de extinguirse cam-
bió simplemente de signo. Fueron más bien exigencias internas de la políti-
ca privativa catalana las que impusieron una actuación democrática para
asegurar, mediante los pactos obligados con diversas minorías, la goberna-
bilidad en manos nacionalistas de Ayuntamientos, Diputaciones y, a partir
de 1914, de la Mancomunitat de Catalunya, en la que se vinieron a reunir
una serie de servicios confiados hasta entonces a los órganos provinciales de
gobierno.
Más indispensable aún resultaba un amplio consenso social para proce-
der, desde aquellas instancias de poder, a la normalización cultural exigida
por los planteamientos nacionalistas y para la que se requería la colabora-

1
' Lluís Duran i Ventosa, «El catalanismo i les eleccions», La Veu de Catalunya, 1, fe-
brero, 1905.
12
Francesc Cambó, Memóries (1944-1946), Barcelona, Alpha, 1981, pág. 53, (traduc-
ción castellana, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pág. 53).
234 Vicente Cacho Viu

ción no-partidista de los intelectuales y, muy especialmente, el concurso


colectivo para devolver al catalán su rango de idioma público y culto. Un
único ejemplo bastará para ilustrar esa necesidad, antes de poner definitiva-
mente término a nuestra exposición: a falta de un Estado que regulase la
indispensable estandarización lingüística, no cabía sino apelar a la colectivi-
dad catalanoparlante para que aceptase «espontániamente, lliurement» las
nuevas formas ortográficas emanadas del entorno cultural nacionalista de la
Diputación de Barcelona, haciéndolas efectivas en la práctica «per unánim
plebiscit de tots els catalans» 13. Nada, en efecto, resultaba más adecuado a
la vocación multitudinaria de un nacionalismo modernizador que buscar la
fundamentación de todas sus reivindicaciones, fuesen culturales o de
gobierno, en «la voluntat deis ciutadans que, en el Dret públic modern, es la
llei suprema» 14.
El tránsito del nacionalismo al catalanismo político hizo, en resumen,
que el elemento decisorio de la propia identidad fuera insensiblemente des-
plazándose, por razones inicialmente pragmáticas, desde una concepción
fijista y antiliberal de la tradición, hacia el reconocimiento del papel pri-
mordial que corresponde a la voluntad mayoritaria, verificada fiablemente
por vía democrática. Los intentos de configurar un nacionalismo catalán por
vía autoritaria estaban en consecuencia condenados de antemano al fracaso,
por coherente que fuese su planteamiento teórico, en la onda de las corrien-
tes protofascitas que fueron cobrando cuerpo doctrinal antes de la Gran
Guerra, entre los desplazados del poder, a izquierda y derecha, por el reali-
neamiento democrático de la política francesa. La labor llevada a cabo en
ese sentido por la personalidad eminente de Eugeni d'Ors nos ofrece un
modelo acabado de moral pública «de autor», sólo equiparable, tanto en
fuerza expositiva como por la soledad creada en su torno, a las propuestas
unamunianas en sentido diamentralmente opuesto, defendiendo a ultranza
un radicalismo de entraña religiosa.

VII

En cualquier caso, la incidencia inmediata del regeneracionismo, fuese


de obediencia racional o nacionalista, sobre la política de partidos y su rota-
ción en el gobierno resultó prácticamente inexistente mientras se mantuvo
en España —hasta 1923— el régimen parlamentario. El regeneracionismo

13
Enríe Prat de la Riba, «Per la llengua catalana», La Veu de Catalunya, 31 de enero
de 1913, en Per la llengua catalana, edición de Jaume Bofill i Mates, Barcelona, Edicions de
«La Revista», 1918, pág. 70.
14
ídem, Pelgovern de Catalunya, alocución a los diputados de la Mancomunitat, Sitges,
23 de mayo de 1917 (La Veu de Catalunya, 24 de mayo de 1917), en Nacionalisme. Textos
extrets del seus llibres, escrits i discursos, antología de Prat de la Riba por Antoni Rovira i
Virgili, Barcelona, Editorial Catalana, 1918, pág. 135.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 235

verbal del que se impregnó a partir del 98 el discurso de la política estable-


cida hizo posibles las concesiones parciales ya examinadas y que, si bien po-
tenciaban de algún modo las nuevas morales colectivas, en nada alteraron
los usos del poder ni menos aún sus estructuras legales. Ni la Junta para
Ampliación de Estudios, con la que nunca acababan de sintonizar altas ins-
tancias de poder en la España del momento, nunca fue empleada como pun-
ta de lanza para una reforma educativa generalizada, ni la Mancomunitat de
Catalunya, impedida en sus funciones al no recibir transferencia alguna de
la administración central, pudo estimular emulación autonómica alguna en
el resto del país. No es, pues, en el campo de la actividad política, sino de la
concienciación social, donde han de ser calibrados los efectos conseguidos a
medio plazo por una y otra propuesta colectivas en punto al enriquecimien-
to espiritual de sus respectivos espacios civiles.
Literatura de la decadencia, literatura de la crisis, y literatura del desas-
tre, se entremezclaron en la práctica, como lo han hecho en nuestra argu-
mentación, durante la etapa intersecular, que resultó ser la más compleja e
internacionalizada del regeneracionismo español. Cuantos proyectos se
barajaron entonces sobre el porvenir del país sólo son susceptibles de reduc-
ción a una unidad de sentido si se tiene en cuenta su progresivo desliza-
miento teórico desde una fundamentación positivista inicial hacia el univer-
so centelleante del vitalismo. Las dos morales colectivas que hemos venido
examinando, la científica y la nacionalista, fueron las únicas que resolvieron
satisfactoriamente el problema de su continuidad en el tiempo, al ser asu-
midas y rectificadas sus propuestas por sucesivas generaciones de intelec-
tuales en sintonía con sectores sociales crecientemente más amplios.
This page intentionally left blank
Pensamiento social y crisis
del sistema canovista 1890-1898
FRANCISCO VILLACORTA BAÑOS

La fecha de 1898 se ha incorporado al acervo de las efemérides míticas de


la historia española. Apenas es posible encontrar un acontecimiento de algu-
na significación a lo largo del presente siglo que no haya sido sopesado, en
positivo o en negativo, a la luz de los significados, frecuentemente contradic-
torios, con que se ha identificado aquella fecha. Y no resulta difícil encontrar
razones que expliquen tal relevancia. Con independencia de las valoraciones
particulares que en cada campo de análisis quepa efectuar, con independencia
de la continuidad esencial con que las grandes magnitudes históricas —econó-
micas, demográficas, mentales e incluso políticas— se desarrollan en el tiem-
po, con independencia incluso de la idoneidad metodológica de un «aconteci-
miento» para dar razón de cambios históricos complejos, lo cierto es que nada
a partir del final de siglo volverá a percibirse en los mismos términos confia-
dos y positivistas del siglo declinante. El mito nace precisamente de esta con-
ciencia, ampliamente difundida a lo largo del siglo xx, de etapa fundacional,
organizadora de un nuevo tiempo histórico. El 98 representa, en este sentido,
un enclave cronológico fundamental de nuestra memoria histórica contempo-
ránea, que clausura el mundo de experiencias colectivas de los españoles del
siglo xix y abre las puertas a las inquietudes y problemas del mundo actual.
No es esta constatación una invitación desmitificadora al uso, que pre-
tenda sustituir las imágenes de las hornacinas. El análisis del mito no con-
siste para el historiador en la condena de una falsa conciencia, mucho
menos en el panegírico de una realidad virtual que, a pesar de ello, organiza
legítima y consiguientemente la vida colectiva de los individuos, en virtud de
un supuesto providencialismo religioso o nacionalista. Se trata más bien,
conforme a las modernas consideraciones políticas y antropológicas sobre la
cuestión l , de poner de relieve una estructura permanente de la acción y del
1
El mito, señalaba Lévi-Strauss, no es un mero relato alegórico de la realidad, sino una
de las formas posibles en que se manifiesta el diálogo de las potencias humanas con aquella
238 Francisco Villacorta Baños

pensamiento humanos, es decir, una constante antropológica de su cultura,


y de situarlo, por lo tanto, en el amplio espectro de las perspectivas herme-
néuticas del hecho histórico.
Viene esto a cuento de la operación que el presente trabajo pretende
desarrollar. Cuando se releen los textos más importantes del complejo inte-
lectual del fin de siglo y se les confronta con la ya abrumadora historiogra-
fía sorprende en ocasiones las interpretaciones excesivamente textuales que
han inspirado, como si, al modo costiano, nuestros padres nacionales, los
Reyes Católicos, tuviesen que volver a recordarnos cómo se regenera una
nación decadente o Viriato indicarnos los caminos de la «democracia pro-
pietaria» para solucionar el problema social. O como si, para reencontrar el
camino nacional, fuese en verdad conveniente realizar el sueño del catedrá-
tico valenciano de derecho, Pérez Pujol, de restablecer las antiguas costum-
bres celtibéricas anteriores a la dominación romana, que evocaba Unamuno
en su polémica con Ganivet2.
Parece obvio que este tipo de pensamiento arbitrario sólo puede mos-
trarnos su sentido si se le transfiere de la textualidad a la contextualidad, y
de ésta a los elementos más cargados de sentido simbólico y de connotacio-
nes emotivas, es decir, a los componentes de un sistema de pensamiento que
se dirige, más que a la razón, al sentimiento y a las representaciones colecti-
vas; un sistema de pensamiento que desde la obra pionera de G. Sorel, Réfle-
xions sur la violence, ha adquirido cada vez más importancia en los análisis
de la ciencia política del siglo xx. Aplicado a nuestro tema y a nuestra épo-
ca, diríamos que tal pensamiento finisecular sólo adquiere su contextualidad
si se le inscribe en un mitologema político, del que somos deudores en nues-
tra propia visión contemporánea de aquella efemérides.
De lo dicho se deducen algunas conclusiones para el planteamiento del
presente trabajo. Lo primero, que no se busca una relectura global del pen-
samiento social de final de siglo, sino sólo poner de relieve una dimensión
de él que a veces se ha relegado injustificadamente3. Y lo segundo, que
cuando se subraya la dimensión mítica de ese pensamiento, no se le quiere

realidad. No se explica sólo, como quería Malinowski, por su papel organizador, teórico y
práctico, de las experiencias humanas, sino por su función reveladora de las estructuras del
espíritu humano. Una síntesis accesible a estos temas en Mytes et politique, bajo la dirección
de Ch.-O. Carbonell, Toulouse, Instituí d'études politiques, 1990.
2
No se trata de ejemplos arbitrarios. Los análisis de Costa sobre esas figuras históricas
están realizados en tal perspectiva. La polémica, a propósito de el Idearium español y En tor-
no al casticismo, se encuentra en «El porvenir de España», en Obras Completas de M. de
Unamuno, vol. III, Madrid, Escélicer, 1968, págs. 637-677.
3
Y sorprendentemente aún más por parte de la investigación reciente que por los suce-
sores directos del pensamiento finisecular. Azaña en concreto dedicó buena parte de sus
reflexiones acerca del problema de España a desmontar las mitificadoras lucubraciones
de sus maestros regeneracionistas. Un análisis muy pertinente al respecto puede verse en
J. M. Marco, La inteligencia republicana: Manuel Azaña, 1897-1930, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1988, especialmente págs. 189-205.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 239

catalogar globalmente, sino sólo algunos supuestos, algunas conclusiones,


algunas propuestas que no se derivan racionalmente —científicamente si se
quiere, en el sentido científico moderno de un método objetivo y riguroso y
de unas conclusiones contrastadas— de los respectivos campos de estudio,
sino que se dan explícita o implícitamente por supuestos; que se derivan,
por consiguiente, de una exigencia política o social contemporánea más que
de una lógica científica; o que apelan a fundamentos misteriosos o irracio-
nales, intraducibies en los términos de esa metodología. Las páginas que
siguen aclararán con datos concretos la índole de aquellos supuestos 4.
Pues bien, a partir de lo dicho se puede avanzar ya la proposición central
de la que partimos: que todo el pensamiento crítico de final de siglo puede
ser contemplado a la luz de un proceso de revisión de las bases teóricas del
sistema político liberal español, en el amplio sentido sociológico que ha
adquirido ya en esta época, en el que la reformulación de sus elementos sim-
bólicos y míticos resulta fundamental. Esta tarea afectaría integradamente a
tres de sus elementos matrices, como son la historia, la nación y el gobierno
político.
Vamos a ver cuáles son los datos que avalan la hipótesis mencionada. Es
preciso hacer referencia, en primer lugar, a un contexto intelectual y políti-
co favorable a esta operación de mitificación ideológico-política o, si se
quiere, de incorporación de lo irracional a la vida política. García Pelayo, en
un libro ya antiguo sobre mitos y símbolos políticos, precursor de estos
temas en lengua castellana, constataba con carácter general que, por con-
traposición al carácter racional de la utopía, el mito implicaba radicalmente
una adhesión existencial ligada a orígenes y a expectativas vitales de índole
misteriosa e irracional, y de ahí su activa presencia en la vida política de
final del siglo xix, «cuando se pone a discusión el mundo burgués» 5 . Cabría
añadir también cuando aquel mundo resulta sacudido por una crisis radical
que pone en cuestión la legitimidad de sus facciones dirigentes, como es el
caso de la España de final de siglo. El clima intelectual en que se desenvol-
vieron aquellos fenómenos políticos resulta ya bastante conocido, como
para eximirnos de una detallada enumeración. Estamos en presencia de la
crisis del paradigma positivista, con la aparición de nuevas influencias filo-
sóficas, Nietzsche y Shopenhauer fundamentalmente6, con la reaparición

4
Es obligado hacer referencia en estos preliminares a la amplia obra de síntesis de
J. L. Abellán, Historia del pensamiento español, donde se puede encontrar una útil guía
de las cuestiones intelectuales planteadas y de sus principales interpretaciones. Los volúme-
nes I y II del tomo V corresponden a la etapa cronológica que estamos tratando, publicados
en Madrid, Espasa Calpe, 1989.
5
García Pelayo, M., Mitos y símbolos políticos, Madrid, Taurus, 1964, págs. 32-35.
6
De entre la abrumadora bibliografía existente escogemos una brillante síntesis recien-
te, la de P. Cerezo Galán, «El pensamiento filosófico. De la generación trágica a la generación
clásica. Las generaciones del 98 y el 14», en La Edad de Plata de la cultura española (1898-
1936), vol. I, Identidad, pensamiento y vida. Tomo XXXIX de la Historia de España Menén-
dez Pidal. Madrid, Espasa Calpe, 1993, págs. 131-315.
240 Francisco Villacorta Baños

del sujeto en el análisis histórico, tal y como ponía de relieve Altamira en su


obra de 1891 La Enseñanza de la Historia y en sus Adiciones de 1898 a la
misma obra7; método histórico que lo mismo podía traer a colación el tra-
dicional papel histórico de las grandes individualidades, recuperando la
vigencia de autores como Carlyle 8, que podía poner el acento sobre el vue-
lo romántico, de raíz alemana, de las individualidades colectivas, como la
nación, o sobre el comportamiento colectivo irracional de las masas confor-
me lo analizaban los novísimos teóricos de la psicología social como Tarde,
Le Bon o Sighele.
Desde estos campos y desde los más específicos del análisis político y
jurídico se constataba fehacientemente la profunda crisis de los mecanismos
de control e integración social y de organización política del régimen liberal.
La nómina de los tratadistas europeos y americanos citados por los princi-
pales teóricos políticos españoles, como Giner, Azcárate, Posada, Santa-
maría de Paredes, Gil y Robles, Altamira, Costa, Sánchez de Toca y otros
podría ser interminable. Su simple localización en las coordenadas de la teo-
ría política y jurídica del siglo xix sobrepasaría con mucho las posibilidades
de este trabajo. Conviene, no obstante, destacar lo que de todos ellos es
posible extraer como contribución a un análisis particular del caso español,
especialmente en aquellos tres apartados recogidos más arriba.
La historia ha sido por tradición una disciplina especialmente abonada
para la configuración mítica de los pueblos y de los sistemas de gobierno. El
origen y el centro organizan, en la cosmología mítica de los antropólogos y de
los teóricos políticos, el tiempo histórico. Sobre ello existe ya una abundante
y bien fundada bibliografía, desde la que representa la fórmula de «invención
de la tradición» de Hobsbawm —fórmula en que está escrita buena parte la
historia de las instituciones y de los movimientos sociales del siglo xix—, has-
ta la más radical de «construcción social de la realidad» de los sociólogos de la
realidad cotidiana Berger y Luckmann 9. No obstante, lo característico de la
época es que esa genealogía histórica se levantaba sobre los cimientos del
naturalismo de la segunda mitad de siglo, con frecuencia impregnados ya del
misticismo finisecular, para configurar en los casos más extremos una concep-
ción histórica —en sentido amplio, sea historia política, jurídica social o lin-

7
Recogidas en su obra De Historia y Arte, Madrid, 1898, págs. 32-36.
8
Su obra Los Eroes se traduce al castellano en 1893, con una introducción de Leopol-
do Alas. Coincide con una renovada actualidad de aquel autor en Francia y Alemania y con
la aparición de un buen número de obras que desde campos tan diversos como la antropolo-
gía, la psicología, la medicina, el derecho penal, la filosofía o la historia se pronuncian a favor
de la teoría de las grandes individualidades como fuerzas directoras en la historia. Algunas de
ellas en el artículo citado de Altamira y el titulado «El problema de la dictadura tutelar en la
historia», del mismo autor, en ob. cit., págs. 154-157.
9
Un excelente resumen en E. Lamo de Espinosa, J. M. González García y C. Torres
Albero, La sociología del conocimiento y de la ciencia, Madrid, Alianza, 1994, págs. 401-429.
La obra del mencionado título de aquellos sociólogos se encuentra publicada en castellano en
Madrid, Martínez de Murguía, 7.a reimpresión, 1984.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 241

güística— formada por una red de lazos primigenios, frecuentemente miste-


riosos, de raíz romántica, que enlazaban el pasado y el presente de una mane-
ra semejante a como actuaba biológica y temporalmente el principio vital.
Porque, en efecto, si tuviésemos que elegir un concepto-resumen de la
concepción histórica de esta época ése sería el de Organicismo, es decir, el
análisis de la organización estructural y de la evolución de los pueblos, de las
instituciones, de los sistemas de gobierno, del derecho, etc., conforme al
modelo de constitución orgánica y al ciclo vital del ser vivo, generalmente
del ser vivo humano. Y también de sus circunstancias de plenitud y degene-
ración, de salud y enfermedad, de fisiología y patología, que son los térmi-
nos habituales empleados en el diagnóstico y terapéutica de los desajustes
sociales y políticos del momento.
No quiere esto decir que existiese, al mismo tiempo, un acuerdo absoluto
sobre aquel concepto. Vicente Santamaría de Paredes, en una amplia síntesis
de 1896 acerca de su contenido y alcance10, acertaba a discernir adecuada-
mente, por una parte, lo que tenía de categoría política general, correctora de
la doctrina del «pacto social» y, por otra parte, los principios filosóficos que
en cada autor o en cada escuela amparaban aquella categoría política, desde
la metafísica panteísta del idealismo alemán, el idealismo armónico krausis-
ta, el historicismo jurídico o las más modernas concepciones del positivismo
crítico u ontológico. En suma, de todos ellos Santamaría de Paredes extraía
varias acepciones fundamentales de organismo vigentes en la ciencia política
moderna. La primera, a la que denominaba psicológica, concebía el organis-
mo social como una entidad de naturaleza espiritual, que se calificaba según
los casos de alma colectiva, corpus mysticum, espíritu del pueblo u organis-
mo ético, que en su origen remitía a fuentes tan dispares como el idealismo
alemán, el krausismo o el teocratismo contrarrevolucionario de De Bonald.
La naturalista radical, por el contrarío, se emplazaba en el extremo contrario
del espectro, intentante descubrir las leyes de los fenómenos sociales a partir
del principio físico de polaridad que, de modo idéntico a como actuaba en su
propio reino, determinaba las actitudes de individualidad y sociabilidad
humanas. Entre medias, la corriente antropológica, ocupaba el lugar más
sobresaliente en la teoría política y sociológica contemporánea. El organismo
social, como el humano —era su enunciado básico— no se resumía en una
simple adición —de órganos, de funciones, de individuos, de instituciones,
etcétera— sino que constituía una entidad sustantiva superior a sus elemen-
tos componentes. No era, pues, una generalización abstracta sino un verda-
dero ser colectivo. En consecuencia, existía al lado de los reinos clásicos de la
naturaleza, uno más, el reino social, sujeto a idéntico proceso de organiza-
ción y evolución. Porque, en efecto, además del principio realista de unidad
sustantiva caracterizaba a esta corriente otro de importancia equivalente: el
de su funcionamiento conforme a leyes de desarrollo.

10
Santamaría de Paredes, V., El concepto de organismo social, Madrid, 1896.
242 Francisco Villacorta Baños

Una disciplina nueva, la sociología, era la que con mayor riqueza de


medios había entrado a viviseccionar las implicaciones de una tal concep-
ción de la sociedad humana, hasta el punto de absorber finalmente casi todo
su contenido. En ella es donde había asentado más firmemente sus raíces el
naturalismo evolucionista, desde el monismo extremo de Haeckel, el biolo-
gismo más o menos espiritualista de Lilienfeld, Sháffle, Spencer y Fouillée
hasta las modernas tendencias de la sociología dualista, ya plenamente
inserta en la crisis del pensamiento finisecular, de Durkheim, Tarde o Ward.
Ni que decir tiene que era también la disciplina en la que iban a coinci-
dir las posiciones más claramente organicistas de los teóricos españoles.
Existen ya valiosos estudios sobre sus principales figuras y todos ellos coin-
ciden en dedicar una destacada atención a esta particular perspectiva de la
historia y de la estructura de las sociedades humanas que les es común, aun-
que con sus particulares matices de autor ll.
Las consecuencias de este casi común punto de referencia orgánico y
evolutivo van a ser considerables. En primer término en el de la propia con-
sideración de lo histórico. Las particulares exigencias del modelo biológico
elegido tenían que conducir necesariamente a una dialéctica histórica coin-
cidente con el plan de la naturaleza, en la que, por una parte, individuo y
sociedad respondían a un mismo y necesario proceso evolutivo resultante de
la acción de idéntica fuerza vital o espíritu creador; una dialéctica en la que,
por otra parte, a semejanza del proceso de la naturaleza, el pasado se encon-
traba eternamente integrado en el presente. Así se cerraba el círculo dialéc-
tico, según el cual la sociedad era un individuo y el individuo resumía en sí
toda la sociedad y el proceso evolutivo que la había generado. Era, en expre-
sión de Ganivet, como «una reducción fotográfica de la sociedad», que se
nutriese además de «los elementos ideales que la sociedad conserva como
almacenados» 12. Así se anudaba también el hilo de una continuidad históri-
ca que se acreditaba precisamente porque coincidía con los datos de la evo-
lución, y al mismo tiempo de la permanencia a través de esos cambios, de
una naturaleza, de un plan cósmico, fuese de índole física o espiritual.
No se trataba simplemente de estrictas categorías lógicas. Esta dialéctica
inspiraba algunos de los elementos de interpretación histórica más caracte-
rísticos del final del siglo. La labor histórica, en palabras de Unamuno, con-
sistía en «buscar la razón de ser del presente momento histórico, no en el

1
' Desde el ya lejano análisis del plan de la sociología de Azcárate, de P. Jobit, Les édu-
cateurs de l'Espagne contemporaine. I, Les krausistes, París, Boccard, 1936, págs. 140-147
y 152-154, hasta los estudios ya clásicos sobre las dos principales figuras de la sociología
española del siglo xix: Posada y Sales y Ferré. Véase Laporta, Francisco J., Adolfo Posada:
política y sociología en la crisis del liberalismo español, Madrid, Edicusa, 1974 y Núñez
Encabo, M., Manuel Sales y Ferré: los orígenes de la sociología en España, Madrid, Edicu-
sa, 1966.
12
Idearium Español, en Obras Completas, prólogo de M. Fernández Almagro, Madrid,
Aguilar, 1943, 1943, vol. I, pág. 228.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 243

pasado, sino en el presente total intra-histórico; ver en las causas de los


hechos históricos vivos revelaciones de la substancia de ellos, que es su cau-
sa eterna», es decir, buscar lo eterno presente, la «Humanidad eterna», la
«continuidad zoológica» o «el legado de la especie» 13.
En efecto, esta dialéctica histórica de raíces hegelianas por virtud de la
cual el pasado está en el presente y el presente, si se le quiere recomponer
con bases sólidas y autenticidad, está en el pasado, constituía el nudo inter-
pretativo de la identidad castiza nacional del Unamuno finisecular, el de En
torno al casticismo, el casticismo no como calificación de lo singular y lo
caduco que ha permanecido incrustado al término —sentido con el que el
propio Unamuno lo utilizaba a veces— sino como verdadera esencia in-
trahistórica de valor universal, «la tradición eterna», del pueblo español, que
es su concepto central de la relación entre pasado y presente.
Otro libro clave de este momento, el Idearium español de Ganivet,
subrayaba con idéntico énfasis las potencialidades del pasado en la ineludi-
ble tarea política del presente, descontando obviamente las diferencias que
le oponían en esta época a Unamuno en la percepción de la historia nacional
y en la proyección actual de sus activos. «Cuanto en España se construya con
carácter nacional debe estar sustentado sobre los sillares de la tradición»,
sentaba prácticamente al inicio de la obra. Para hacer de ella una nación
moderna en marcha de nuevo por el camino de la historia eran precisos un
ideal y una organización, pero para que éstos cuajasen y se afirmasen, para
que no fuesen de puro artificio, «/habían/ de acomodarse a nuestra consti-
tución natural», no deberían romper —afirmaba en otro lugar— la «unidad
histórica» de una nación ya formada, porque «un rompimiento con el pasa-
do sería una violación de las leyes naturales, un cobarde abandono de nues-
tros deberes, un sacrificio de lo real por lo imaginario» 14.
Había en la concepción histórica de Ganivet, no obstante, un elemento
rotundamente contrapuesto al universalismo humanista en que desemboca-
ba la dialéctica del casticismo histórico unamuniano. Era otro de esos ele-
mentos de interpretación histórica difundidos en el final de siglo, que per-
sonificaba la unidad de lo individual y lo colectivo: el concepto-mito del
carácter nacional. Lo ha estudiado Caro Baroja poniendo de relieve lo que
desde sus más remotos orígenes tenía de movimiento reflejo de los intereses
y de las pasiones de índole nacionalista, que, para mayor amenaza, se expre-
saba en los términos fundamentalistas e irracionales del mito 15.
Nos interesa en todo caso añadir aquí, como contribución teórica a su
versión finisecular, lo que debía en esta etapa a sus raíces naturalistas, al
establecer una estrecha simbiosis entre el funcionamiento de la psicología

13
En torno al casticismo, en Obras Completas, Madrid, Escélicer, 1966, vol. 1, pági-
nas 794-795 y 798-800.
14
Idearium español, edic. cit., págs. 110, 136 y 221-222.
15
Caro Baroja, J., El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, Madrid,
Seminarios y Ediciones, 1970.
244 Francisco Villacorta Baños

individual, la responsabilidad colectiva y el decurso histórico. El carácter


nacional constituía el núcleo organizador del plan histórico de la naturaleza,
aquel, decía Ganivet, «al que están adheridas todas las envueltas que van
transformando en el tiempo la fisonomía de un país» (pág. 114), y que él
cifraba en la tierra, en el espacio físico, recalificando el concepto de espíritu
territorial. De él procedían los caracteres de la estructura psicológica del
país, tanto los que conformaban la constitución ideal de la nación —el estoi-
cismo místico, el idealismo, el sentido puro de la justicia, la sensibilidad reli-
giosa y artística— como aquellos otros que constituían más bien enferme-
dades de la inteligencia y de la voluntad colectivas, compendiados en un
rasgo español por excelencia como era la abulia 16. La combinación de todos
ellos configuraba la peculiar dialéctica social e histórica del pueblo español,
concordante con las formas en que se manifestaban en la psicología indivi-
dual los mencionados caracteres ideales y morbosos: acción y atonía, exalta-
ción y estoicismo místico, genio e imitación.
También sobre ellos sentaba Joaquín Costa lo que calificaba de una ley
de la historia española, resultado del carácter particular de la raza. Esa ley
era la de ser al mismo tiempo avanzadilla y lastre de las grandes invenciones
e ideales de la historia universal, desplegando todo el genio y la energía de
la raza en su desvelamiento en beneficio del progreso humano y convirtién-
dose a continuación en el mayor lastre para su efectivo cumplimiento. Tal
fractura histórica tenía en el fondo todos los rasgos de una enfermedad del
espíritu. España era una «nación impresionista, pronta a entusiasmarse de
momento, pero /carecía/ de la perseverancia, de la fortaleza, de la tenacidad
que /eran/ menester para obrar grandes cosas» 17.
Es cierto que ni en Costa ni en Ganivet, según hemos visto, tal equiva-
lencia entre carácter e historia nacionales proyectaba ninguna sombra deter-
minista sobre el futuro de la nación, aun enraizando en ambos casos, al
menos en apariencia, en inequívocas referencias naturalistas. Tal vez porque
su naturalismo no tenía nada de materialista, sino de un vago misticismo
romántico que daba antes por sentada la nación que sus hipotéticos funda-
mentos biológicos y territoriales y que la evolución que la había creado. Tal
vez también porque, dada la unidad indisoluble de aquellos elementos
—individuo, pueblo, Estado— del plan histórico de la naturaleza las res-

16
Bien es cierto que los lazos concretos de este aparente determinismo entre territorio
y psicología nacional no fueron examinados con detenimiento por Ganivet y que, como decía
M. Fernández Almagro en la introducción a las Obras Completas citadas, lo único que podía
llenar de contenido ese vacío era la historia nacional, la tradición, ese «tradicionalismo extre-
mo» en que, en definitiva, venía a resolverse «la vaga y mal contrastada doctrina ganivetiana
del espíritu territorial», págs. XLII-XLIII.
17
Cita de Costa, J., «Porvenir de la raza española», discurso de 1883 en el Congreso
Español de Geografía Colonial y Mercantil. Recogido en Reconstitución y europeización de
España y otros escritos, edición de S. Martín-Retortillo y Baquer, Madrid, Instituto de Estu-
dios de Administración Local (IEAL), 1981, pág. 70. También, «Una ley de la historia espa-
ñola», en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, VII, 165, 1883, págs. 380-382.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 245

ponsabilidades se diluían considerablemente. Eduardo Pérez Pujol, siguien-


do las orientaciones de la sociología católica, especialmente Gratry, señalaba
en la introducción al Curso de Derecho Político de Santamaría de Paredes
que el principio filosófico general que explicaba las enfermedades político-
sociales era el de la responsabilidad compartida de aquellos tres elementos,
y lógicamente el de la equivalencia entre la ley de la evolución de la especie
y la ley de la evolución moral del individuo y de los Estados, de forma que la
prosperidad o decaimiento de éstos era consecuencia inevitable del mérito o
de la culpa del Estado total en las manifestaciones de su voluntad colectiva,
incluyendo en ella lo mismo las instituciones sociales y políticas que el indi-
viduo 18.
Esta perspectiva acercaba considerablemente las evanescentes lucubra-
ciones naturalistas e históricas del problema nacional a las cuestiones políti-
cas del día. Porque, en efecto, la concepción organicista que estamos anali-
zando tenía también destacadas implicaciones en ese campo, inseparables y
hasta prioritarias sobre las puramente filosóficas. Ya se tratase del derecho
político (Azcárate, Posada, Santamaría de Paredes, Gil y Robles), de la
sociología (Sales y Ferré y Posada), de la antropología (Antón, Salillas
y Dorado Montero), de la tradición literaria (Menéndez Pidal), del munici-
pio (Azcárate, Posada y Romera), de la agricultura (Mallada, Costa, Posada
y Altamira), de la historia del derecho (Costa, Azcárate e Hinojosa), por
citar sólo algunos campos a donde llegó esa búsqueda y, dentro de ellos, sólo
a unos cuantos nombres muy representativos, todos confluían en la afirma-
ción de una historia natural de los pueblos, de las instituciones, de los regí-
menes jurídicos, de la literatura nacional, de las costumbres, desde sus más
primitivos orígenes, que había sido quebrantada sistemáticamente a lo largo
de la historia española, por intereses particulares del absolutismo monár-
quico primero, por el escaso acierto del racionalismo liberal, a continuación,
para recuperar el hilo interrumpido de la continuidad nacional.
Una primera consecuencia era que la llamada a la tradición, tan precia-
da de las corrientes políticas conservadoras, desde el carlismo al doctrina-
rismo, comenzase a ser considerada también por el reformismo como fuen-
te de inspiración, y que, como decía Azcárate, «lejos de estimar que la
solución de las dificultades presentes estribe en aligerar a la sociedad del
peso de la tradición se /atreve/ a censurar que se haya prescindido demasia-
do de ella en el camino andado». Siempre, hacía la salvedad a continuación,
que no se la adoptase como principio filosófico absoluto al modo de ciertas
corrientes del positivismo o de la escuela histórica, sino como manifestación
parcial y transitoria de los ideales de la razón, que se desenvolvían necesa-
riamente en el tiempo de manera fragmentaria e incompleta 19.
Otra conclusión inmediata era que la historia española en todos esos

18
Editado en Madrid, Ricardo Fe, sexta edición, 1898, pág. 36.
19
Azcárate, G. de, «El municipio en la Edad Media», en Municipio y Regionalismo,
estudio preliminar por J. de Azcárate y E. Orduña, Madrid, IEAL, 1979, pág. 6.
246 Francisco Villacorta Baños

campos estaba hecha de fracturas, que en su conjunto proporcionaban la


imagen de un rompecabezas nacional de difícil ensamblaje histórico y polí-
tico. Nada más consecuente, por lo tanto, que interpretar la decadencia
española contemporánea como una consecuencia del quebrantamiento de
los designios de aquella historia natural, con independencia de que se car-
gase la responsabilidad sobre las morbosas debilidades del carácter nacio-
nal, se pusiese más bien el acento en la interrupción de la vida natural del
pueblo y de sus instituciones más peculiares o se la considerase fruto de una
coyuntura histórica que torció desde fuera, por intereses dinásticos extrana-
cionales, el curso de la historia española. En todos los casos se confluía
sobre otro de los arquetipos históricos más difundidos del momento: el de la
interrupción de la historia de España en alguna de sus vicisitudes tempora-
les o, en la versión unamuniana, su relegamiento al mar de fondo de la
intrahistoria, bien en su primer proceso formativo, el de la monarquía nacio-
nal, bien en el segundo, el del Estado nacional, o incluso, como era el caso
de Ganivet, el de la virginidad histórica de España, es decir, la ausencia de
un momento histórico que se pudiese llamar español a secas20. Y, como
corolario de estas interpretaciones, la ineludible empresa política del pre-
sente de anudar los cabos sueltos de la continuidad histórica española.
Todos los autores que hemos citado colaboraron de un modo u otro,
manifiesta o subyacentemente, en esta ingente tarea de sacar a la luz la ver-
dadera tradición nacional. Lo analizaremos más adelante con algún deteni-
miento, vinculado al gran mito desencadenante de la energía regeneradora
del final de siglo: el pueblo. Cabe, no obstante, recoger aquí, a modo de sin-
gular, y en ocasiones pintoresco, muestrario de lo que otros muchos autores
hacían, adhiriéndolo al ropaje de la argumentación científica y a sus resulta-
dos, algunos ejemplos de la labor llevada a cabo de «recuperación» históri-
ca adecuadamente moldeada a las exigencias del presente. Nos referimos a
la relectura histórica de algunos de los personajes, acontecimientos y luga-
res-símbolo de la historia española. Costa, en su desmesura voluntarista, nos
los ofrece en bandeja. En sentido estricto se puede decir que su labor de his-
toriador a duras penas se la puede desvincular de aquel objetivo, desde sus
escarceos en la antigüedad ibérica hasta su recuperación de los vestigios
coetáneos del derecho consuetudinario. Contentémonos, ante la imposibili-
dad material de su detenida exégesis y aun a riesgo de simplificar excesiva-
mente, con el telegráfico recuento de algunas de sus conclusiones: la pro-
tohistoria vaccea o el equilibrio de la «democracia propietaria»; Viriato o la
lucha por la propiedad de la tierra, la única vía de solución del problema

20
La historia de España, decía Unamuno, se interrumpió en el siglo xvi como historia,
no como intrahistoria, En torno..., edic. cit., pág. 796. «Ahí (en el último cuarto del siglo xv
y primero del xvi), dirá por su parte Costa algunas fechas más tarde, puede decirse que aca-
bó nuestro papel como órgano de progreso en la historia del mundo», en Oligarquía y Caci-
quismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, estudio
introductorio de Alfonso Ortí, edición de Madrid, Revista del Trabajo, 1975, vol. I, pág. 194.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 247

social, la significación que hace de él «un como revolucionario de los tiem-


pos modernos injerto en un héroe de Hornero»; el Cid o el espíritu de inde-
pendencia y de integración orgánica de la nacionalidad española21; Santa
Gadea o el imperio de la ley, «lección para la España actual»; los Reyes Cató-
licos o el programa político de regeneración ante una situación nacional tan
crítica como la contemporánea: partido popular constitucionalista y antioli-
gárquico, orden jurídico y social, represión del caciquismo, fomento del pro-
greso económico, fomento de la cultura nacional, revolución fiscal con el
rescate de las rentas públicas enajenadas en provecho de los poderosos22.
A partir de todo lo que llevamos dicho parece claro que en el centro de
esta empresa de reinterpretación histórica estaban aquel segundo gran obje-
tivo mitificador de que hablábamos al principio: la nación, y una cuestión
práctica coetánea de índole política. Lo que se buscaba, más allá de las ana-
logías biológicas sin salida, eran las líneas ideales de una continuidad histó-
rica nacional, que había sido traicionada con el transcurrir de los tiempos
hasta conducir al lamentable estado contemporáneo de decadencia. Lo que
interesaba sobre todo, y en mayor medida cuanto más se reforzaba el punto
de mira político, eran los factores interpretativos históricos y sociológicos
más susceptibles de iluminar los conflictos políticos y sociales del día y de
recuperar la nación para la vida histórica moderna.
En algunos casos, fijando la mirada sobre los males del sistema parla-
mentario, como hacía Adolfo Posada en sus Estudios sobre el régimen par-
lamentario en España, de 1891, se reandaba con minuciosidad el proceso
de su implantación a lo largo del siglo, para concluir finalmente que ni por

21
«Es, pues, el Cid, en la epopeya española, noble y villano, legítimo y bastardo, hijo-
dalgo e hijo de sus obras, labrador, menestral y guerrero, infanzón y ciudadano, excomulga-
do y santo, vasallo de un rey y señor de reyes vasallos, príncipe soberano y par de emperador.
Lleva la voz de todas las clases, y simboliza no la fusión, sino la concordia y armonía entre
ellas y la unidad orgánica de la nación», en «Representación política del Cid en la epopeya
española», escrito de 1878, recogido en Reconstitución..., edic. cit., pág. 144. Su «programa
político» lo resumirá más adelante en los siguientes términos: «respecto de Europa y el Impe-
rio, la autarquía de la nación, más absoluta; respecto del Pontificado, la condenación del
ultramontanismo y la independencia civil del Estado; respecto de África, el rescate del terri-
torio; respecto del Islam, la tolerancia, considerando a sus creyentes como elemento inte-
grante de la nacionalidad; respecto de la Península, la unión federativa de sus reinos; respec-
to del organismo social, la concordia de todas sus clases; respecto del municipio, la
autonomía civil y administrativa; tocante a las relaciones entre la autoridad y los subditos, el
imperio absoluto de la ley y de la constitución, mientras no se reformen por las vías legales;
respecto del organismo del Estado, la monarquía representativa (que no ha de confundirse
con la parlamentaria), o sea, el gobierno compartido por el rey, la nobleza y los concejos, el
self-government de las clases, el juicio de los pares, el rey obligado a estar a derecho como el
último ciudadano; y, por último, respecto de la tiranía, el derecho de insurrección», escrito de
1885, en ibid., págs. 265-266.
22
Los análisis históricos a que se refieren todas estas conclusiones recorren múltiples
páginas de la obra de Costa. No es el caso citarlos detenidamente aquí. Remitimos a una refe-
rencia bibliográfica costiana inprescindible: la obra de G. J. G. Cheyne, Estudio bibliográfico
de la obra de Joaquín Costa (1846-1911), edición de Zaragoza, Guara, 1981.
248 Francisco Villacorta Baños

su concepción ni por su práctica podía, en rigor, esperarse algo diferente a


lo sucedido. Había surgido en el mismo proceso de constitución de España
como nacionalidad contemporánea en la lucha contra Napoleón. Los legis-
ladores de Cádiz y los historiadores y juristas ulteriores (Martínez Marina,
Jovellanos y Flórez Estrada) habían buscado en la España de las municipali-
dades, concejos y de las Cortes históricas los antecedentes de las nuevas ins-
tituciones representativas. Pero su obra resultó «esencialmente revoluciona-
ria» por las circunstancias históricas particulares y porque, lo mismo que
sucedió en Francia, las nuevas instituciones surgieron como derivación de
una idea racional de la soberanía y no de una continuidad histórica de ejer-
cicio territorial y corporativo de esa soberanía 23.
En otros casos se apuntaba más bien hacia los fundamentos sociales de
tal peripecia histórica. Ése era el caso de la teoría del cacicato como «cons-
titución idiosincrásica del país» (pág. 386), como su «fisiología» histórica
más que su «patología» biológica (pág. 388), elaborada por Rafael Salillas
en 1895, bastante antes de la conocida encuesta ateneísta de comienzos de
siglo sobre Oligarquía y Caciquismo, y recogida después, en el marco de un
estudio literario-antropológico más amplio, en su libro El delincuente espa-
ñol. Hampa (antropología picaresca) 24. Era la historia, según Salillas, la
que había formado la contextura del carácter nacional a través de su cons-
tante «ejercicio educador que encamina la vida en tal o cual sentido» (pági-
na 388). Pero la historia española había estado movida por el espíritu de
conquista y de anulación del vencido, en el proceso de unificación nacional
y religiosa, primero, en las empresas imperiales y colonizadoras después, en
el ejercicio del dominio político interior a través de los partidos finalmente.
Así, la verdadera dialéctica histórica española era la del poder omnímodo,
que no residía donde debiera —en la ley, en la Constitución— sino allí don-
de «la costumbre lo /acumulaba/ y lo /mantenía/», es decir, en «las afinida-
des entre intereses personales» (pág. 386), en la suplantación del Estado por
parte de los comités de los partidos, en el enmascaramiento de la Constitu-
ción por parte de la llamada representación nacional.
Bien puede decirse que estas interpretaciones se enmarcaban en el mis-
mo proceso teórico que consagraba el rechazo de la historia externa, de la
nación-minoría frente a la nación-pueblo que se decantaba de la intrahisto-
ria nacional española, el auténtico sujeto colectivo de valor universal del
casticismo español del Unamuno de 1895; que se situaban, por tanto, en
una de las más interesantes líneas de interpretación del 98: la elaboración
por parte de un selecto plantel de políticos e intelectuales —políticos funda-
mentalmente del espectro republicano, intelectuales formados en el crisol
idealista del krauso-institucionismo— del mito de la nación-pueblo antioli-

23
Posada, A., Estudios sobre el régimen parlamentario en España, Madrid, Biblioteca
Económica Filosófica, 1891, págs. 107-119.
24
Salillas, R., «Teoría del caciquismo», en Revista Política Ibero-Americana, I, 3, 1895,
págs. 378-390. El libro es de 1898.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 249

gárquica y anticaciquil25. Más adelante intentaremos apuntar algunos inevi-


tables interrogantes en torno a los vínculos entre el grupo y su ideología.
Para seguir ahora con la línea central de nuestro estudio podemos inte-
rrogarnos ya más concretamente dónde se buscaba aquel pueblo-nación
esencial, intrahistórico, no degenerado por la acción histórica de las mino-
rías gobernantes, que había encarnado la continuidad nacional española,
qué potencialidades presentaba, por otra parte, en la ingente labor de escla-
recimiento y de reforma de los problemas políticos y sociales de la España
finisecular. El interrogante subyace a muchas de las inquietudes doctrinales
y de los alardes eruditos de los jóvenes universitarios del final de siglo. Enu-
meraremos algunas de sus propuestas, aunque sólo sea someramente.
Se le buscaba, como hacía, entre otros, Adolfo Posada, en el estudio de
las sociedades primitivas para desvelar el proceso de constitución de sus
entidades naturales como la familia, el agrupamiento tribal y la organización
política, especialmente las instituciones locales -y el Estado, proponiendo
como él mismo decía, el método realista, es decir, la consideración de todos
estos entes, de acuerdo con el organicismo krausista, como algo más que un
mero agregado de individuos, como sujetos colectivos de derecho, unidades
sustantivas étnicas y políticas de la vida del Estado al que hacen pervivir en
el espacio y en el tiempo en virtud de una activa energía convergente 26.
Se buscaba ese pueblo también en el estudio de la propiedad comunal,
como hizo Rafael Altamira bajo la dirección de su maestro Azcárate. Ale-
jandro Nieto ha emplazado muy certeramente este tema .en un universo «ine-
quívocamente populista», empeñado en «liberar al pueblo... de las presiones
jurídicas del individualismo, dejándole recuperar sus impulsos comunita-
rios» 27. Porque, efecto, la propiedad comunal, según Altamira, había sido
uno de los elementos constituyentes de la identidad colectiva originaria, y
porque seguía siendo, aun a despecho de su insignificancia económica en el
momento presente, un indicador bastante fiel del grado de integración soli-
daria de una comunidad, que neutralizaba las formas más extremas de
pobreza y el cáncer del pauperismo, a diferencia de lo que sucedía allí don-
de la propiedad individual se había impuesto de manera absoluta. «La
defensa de estas instituciones (de derecho comunal) —concluía en el último
párrafo de su estudio— no es la defensa de doctrinas conservadoras y reac-

25
Aunque referida a la encuesta de 1901, no se puede pasar por alto al respecto el
imprescindible estudio introductorio de A. Orti a la edic. cit. de Oligarquía y Caciquismo,
donde se analiza minuciosamente el contenido de este mito.
26
Es conocida la atención prestada por este excepcional jurista, a partir de unas bases
organicistas renovadas, a la reforma del régimen local y a los nuevos problemas de la organi-
zación política y urbanística de la ciudad moderna. Sobre estos aspectos de la obra de Posa-
da, existen interesantes datos en el estudio preliminar de F.-A. Diez González en la recopila-
ción de algunos Escritos municipalistas y de la vida local, Madrid, IEAL, 1979.
27
La propiedad comunal fue el tema de la tesis doctoral de Rafael Altamira, defendida
en diciembre de 1887. Historia de la propiedad comunal, estudio prelimiar de A. Nieto,
Madrid, IEAL, 1981, cita de pág. 16.
250 Francisco Villacorta Baños

donarías, sino la defensa de la autonomía y sustantividad de la vida del pue-


blo, en la cual, son aquellas, expresión de su conciencia jurídica» (pág. 440).
Obviamente se estaba haciendo referencia, de forma más general, a los
estudios de derecho consuetudinario propulsados por Costa desde su primer
trabajo de 1880 sobre el Alto Aragón, bajo aquella misma premisa de «sal-
var a las poblaciones rurales... de los males económicos que la descentrali-
zación y el egoísmo individualista habían echado sobre ellas»28. A partir de
esa fecha participaron en la labor un considerable número de juristas e his-
toriadores, desde el mismo Altamira hasta Unamuno. La Academia de Cien-
cias Morales y Políticas lo utilizó como asunto preferente de sus concursos
públicos anuales 29. En 1885 M. Pedregal, J. Serrano y G. González de Lina-
res colaboraron con Costa en sacar a la luz los Materiales para el estudio del
derecho municipal consuetudinario de España, que, junto con el primer tra-
bajo de 1880 y otros añadidos se reeditarán en 1902 en dos volúmenes bajo
el título Derecho consuetudinario y economía popular en España. El propio
Costa había insistido en el tema cuatro años antes con su Colectivismo agra-
rio en España. Doctrinas y hechos. Se trataba, como ha visto de nuevo
A. Nieto, de «la forma más pura de regeneracionismo, puesto que reflejan
una disconformidad absoluta con la política legislativa y un esfuerzo deses-
perado por reencontrar la sustancia de España en los campos y en las gentes
alejados del doctrinarismo gubernamental»30.
Se buscaba también este pueblo en la historia general del derecho espa-
ñol, sobre todo en los estudios de Eduardo de Hinojosa y su escuela, ras-
treando en él las huellas de la tradición jurídica germánica, a la que se debía
el concepto político de Nación, de Pueblo, frente a la tradición romanista de
la Civitas, del Estado. Esta interpretación tenía especial relevancia a la hora
de analizar otro de los asuntos preferentes en esa búsqueda mitificada del
pueblo. Se trataba del estudio del municipio histórico, especialmente el de
la Edad Media, el momento en que la comunidad gentilicia primitiva —el
pueblo parental— se había convertido en territorial y se había organizado
autónomamente, sin perder por ello su naturaleza colectiva. Apenas se pue-
de encontrar otro asunto que mereciese más unánime atención por parte de
todo el grupo, y por algunas razones que son fácilmente comprensibles. El
municipio era el espacio político sobre el que recaían, por una parte, las
principales acusaciones de corrupción del sistema representativo y en el
que, por otra parte, se plasmaban de forma más natural las potencialidades

28
R. Altamira, del prólogo a la segunda edición de su obra, 1929, tomo VII de sus
Obras Completas, recogido en la edición citada de 1981, pág. 31. Sobre la dimensión agraria
del regeneracionismo, Orti, Alfonso, «Política hidráulica y cuestión social: orígenes, etapas y
significados del regeneracionismo hidráulico de Joaquín Costa», en Agricultura y Sociedad,
32, julio-septiembre, 1984, págs. 11-107; también, la obra de Maurice, J. y Serrano, C., Joa-
quín Costa: crisis de la Restauración y populismo, 1875-1911, Madrid, Siglo XXI, 1977.
29
A partir de 1898 la Academia convocó anualmente, además de su tema de concurso
ordinario, uno especial sobre esta cuestión/Esta costumbre pervivió al menos hasta 1918.
30
Nieto, A., estudio preliminar, ob. cit., pág. 23.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 251

del mitificado concepto de pueblo. Se había formado por desarrollo natural


de la comunidad gentilicia y en su renacimiento territorial en la Edad Media,
sobre el crisol del germanismo jurídico, había acaparado las funciones de la
organización política total del bien común, es decir, había actuado como un
casi Estado. Había surgido además como comunidad de resistencia frente a
los poderes feudales, democrática en su funcionamiento, autónoma en el
sentido político que conllevaba el principio histórico del selfgovernment
inglés, y por su unión con la Monarquía en la lucha contra la nobleza terri-
torial había contribuido a crear el Estado moderno31. En definitiva, había
creado, como decía Posada, «un elemento social y político de muchísimo
alcance», organizando «las capas inferiores de la sociedad y /dando/ perso-
nalidad jurídica a la burguesía»32. Apenas se podría encontrar, en resumen,
otro terreno más abonado para plantar el árbol de la regeneración, que apor-
tase a la organización política actual los frutos de una base local organizada
de forma autónoma, democrática y anticaciquil sobre la que recrear el Esta-
do contemporáneo.
Y en fin, se buscaba también este pueblo en el estudio de la lengua y de la
literatura nacionales. Merece subrayarse el extraordinario impulso cobrado
desde este final de siglo —es cierto que a partir de ilustres predecesores, el
más próximo Menéndez Pelayo— por los estudios filológicos y literarios, en
la formación de lo que ya se conoce convencionalmente como la escuela espa-
ñola 33. No es eso, sin embargo, lo que cabe glosar en el presente trabajo, sino
los presupuestos de tipo nacional-populista, con frecuencia implícitos, que le
servían de acicate. La lengua constituía para el Unamuno de En torno al cas-
ticismo el fondo más profundo en que habían encarnado las representaciones
subconscientes de un pueblo y que sustentaba más sólidamente su continui-
dad intrahistórica. Era el intérprete privilegiado del ideal nacional, del pro-
yecto colectivo que se había generado en el pacto originario —«la razón
intrahistórica de la patria»— fundante de la nación34. Su gran activo eran las
grandes obras de la literatura «nacional»; su logro más genuino, las creacio-
nes literarias colectivas, especialmente los romances antiguos, donde se
encontraba como cristalizado el genio histórico de la raza. No es necesario

31
Con tales rasgos se describía la vida del municipio histórico español. Los retenemos
de tres accesibles aportaciones de otros tantos autores clave: Azcárate, G. de, «La vida local»,
discurso en el Ateneo de Madrid, 1891, en Municipalismo..., págs. 51-122; Posa-
da, A., «Aspecto sociológico de la vida local», en Estudios municipalistas..., págs. 145-170 e
Hinojosa, E. de, «El origen del régimen municipal en León y Castilla», en La Administración,
julio, 1896, págs. 417-436.
32
Posada, A., Estudios..., págs. 113-114.
33
Datos más esenciales en Portóles, José, Medio siglo de filología española (1896-
1952): positivismo e idealismo, Madrid, Cátedra; Abad, Francisco, Diccionario de lingüísti-
ca de la escuela española, Madrid, Credos, 1986 y Mainer, José-Carlos, «De historiografía
literaria española: el fundamento liberal», en Estudios de historia de España. Homenaje a
Manuel Tuñón de Lara, Madrid, Universidad M. Pelayo, 1981, tomo 2, págs. 439-472.
34
Unamuno, M. de, En torno..., edic. cit., pág. 801.
252 Francisco Villacorta Baños

retomar aquí el testimonio de Costa, que percibió más certeramente que


nadie las posibilidades mitificadoras del pasado histórico y literario. Salillas
los utilizó también como apoyatura hermenéutica de sus interpretaciones his-
tórico-antropológicas acerca de la constitución y del carácter nacionales en
su mencionado libro Hampa, dando por supuesto, en consecuencia, que
recogían, en la forma privilegiada que sólo puede hacerlo el lenguaje y la psi-
cología colectiva, la relación antropológica con el medio de que aquellos se
nutrían. Y en general toda la obra de Menéndez Pidal y su escuela en esta
época se encontraba marcada, como dice Mainer, por el intento de construir
una historia literaria de intransferible personalidad, «compañera inseparable
de la trabajosa lid de un idioma y una nación... en el mosaico de la España
cristiana» (pág. 461); una personalidad en la que lo colectivo no era única-
mente una de las partes en el binomio de la comunicación literaria, sino su
verdadera matriz genética. Había en esta concepción, aun con específicos
matices populistas, bastante del espíritu público que en todos los países euro-
peos, según el mismo autor, había alumbrado la «historia literaria nacional»
como logrado fruto de una satisfactoria integración política y de un consen-
so colectivo acerca del respectivo pasado (pág. 449).
Podríamos seguir con la enumeración, pero creemos que es suficiente
para adentrarnos en la visión del 98 que más fecundos logros ha proporcio-
nado a la historiografía: la de su significación populista35. A partir de ella es
posible además acceder al tercer estadio de mitificación que mencionábamos
al principio: el del gobierno político. Parece bastante comprensible que la
búsqueda de este nuevo pueblo se situase en el contexto mencionado, dadas
las dificultades que encontraba el grupo político-intelectual para enlazar con
el pueblo real, sometido al yugo de la oligarquía y el caciquismo. El mito del
pueblo (campesino) y, con cierta frecuencia, la marginación política real de
sus propulsores, son acreditaciones ya tópicas del populismo inicial36.
Se halla implícito aquí, por tanto, un problema de sociología política e
intelectual de particular interés, que sólo podremos enunciar de forma
somera: la relación orgánica entre sistema ideológico y grupo social, lo que
los rasgos de aquel sistema revelan acerca de la extracción social, la forma-
ción intelectual, los mecanismos de estratificación y de ascenso social y la

35
Véase a propósito del populismo español Orti, A., «Para analizar el populismo:
Movimiento, Ideología y discurso populistas. (El caso de Joaquín Costa: populismo agrario
y populismo españolista imaginario», en Historia Social, 2, 1988, págs. 75-98; del mismo
autor, la introducción citada a Oligarquía...; Serrano, C., Le tour du peuple. Crise nationa-
le, mouvements populaires et populisme en Espagne (1890-1910), Madrid, Casa de Veláz-
quez, 1987. Con carácter más general, Álvarez Junco, J. (Comp.), Populismo, caudillaje
y discurso demagógico, Madrid, CIS-Siglo XXI, 1987 y Álvarez Junco, J. y González Lean-
dri, R. (Comps.), El populismo en España y América, Madrid, Catriel, 1994, especialmente
páginas 110-138.
36
Es obligada la referencia al libro clásico sobre esta cuestión de Venturi, Franco, El
populismo ruso, Madrid, Alianza, 1981. Observaciones muy pertinentes asimismo en Berlín,
Isaiah, Pensadores rusos, México, FCE, 1992, especialmente, págs. 391-439.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 253

particular posición respecto a la vida política de todos ellos. Hay algunas


claves de esta cuestión en el desarrollo del republicanismo después de la
desoladora experiencia de la I República. Suárez Cortina ha visto con preci-
sión cómo la incapacidad política y organizativa de las diferentes corrientes
republicanas de las primeras etapas de la Restauración podía compaginarse
perfectamente con un amplio caudal de iniciativas de reforma educativa y
social y con una profunda renovación doctrinal del liberalismo español;
cómo, en concreto, desde final de siglo el republicanismo español, a través
de viejas o renovadas organizaciones, se acomodará, con particularidades, a
las nuevas exigencias sociales de la vida política, a través de tres mecanis-
mos presentes, en general, en la política europea del momento: creando sus
propias redes de clientelismo paralelas a las de los partidos dominantes, ten-
tando el espejismo de la movilización populista e incorporando a sus pro-
gramas algunas matizaciones jurídicas y políticas del sistema liberal de tipo
corporativo37.
Pero hay otras claves de más genérico alcance, que nos remiten a un par-
ticular fenómeno sociológico del final de siglo: la aparición del intelectual
como grupo diferenciado. Algo conocemos ya al respecto, aunque desgra-
ciadamente más centrado en las puras manifestaciones externas del fenóme-
no que en los fundamentos sociales y profesionales profundos en los que
enraizaba. Como hemos puesto de relieve en otro lugar38 tomando como
referencia los más recientes estudios acerca de este mismo tema en otros
países, Francia y Rusia sobre todo, la autoconciencia del grupo intelectual se
desencadenó inseparablemente vinculada a la íntima historia material del
hombre de cultura en el siglo xix, a los mecanismos institucionales de valo-
ración y recompensa establecidos para ellos por el orden liberal y a sus con-
flictivas relaciones con el sistema político. Fueron estos factores de orden
material, profesional e ideológico los que anudaron los vínculos de identi-
dad y solidaridad en los hombres de cultura y los que hicieron que el fe-
nómeno de los «intelectuales» —adoptando como tal el modelo francés— y
al menos algunas manifestaciones del fenómeno populista —en su versión
rusa— guardasen estrecho parentesco en sus fundamentos —el grupo inte-
lectual en el orden político y social de la burguesía europea del xix— y ex-
presiones muy diversas en su adaptación a diferentes estados sociales y polí-
ticos 39.
Retornando a nuestro carril central, no se puede pasar por alto que, al

37
Suárez Cortina, M., «Manuel Azaña et le republicanismo démocratique sous la Res-
tauration (1900-1923), en Azaña et son temps, colloque international... Montauban, 1990;
Madrid, Casa de Velázquez, 1993, págs. 67-97. Aquí existe también abundante bibliografía
sobre el tema.
38
Villacorta Baños, E, Culturas y mentalidades en el siglo xix, Madrid, Sínte-
sis, 1993, especialmente págs. 145-159.
39
La bibliografía esencial, en el libro citado anteriormente. Sobre la «intelligetsia rusa»,
el también ya mencionado de Berlín, Pensadores rusos..., págs. 229-265.
254 Francisco Villacorta Baños

margen de la difícil aprehensión del fenómeno populista, en el terreno políti-


co se trata de una relación asimétrica entre un líder —político o intelectual—
y un pueblo que no habla por sí mismo o que, si lo hace, es a través de un len-
guaje no espontáneo, ritualizado, que le ha sido conferido por el propio líder;
un lenguaje no formalizado políticamente en los términos restrictivos en lo
hacia el doctrinarismo, pero tampoco en el de la integración plena de las orga-
nizaciones de masas en el sistema político y jurídico dominante. Tal vez no
exista mejor expresión de este asimétrico diálogo que el lenguaje de su verda-
dera historia natural en el que, según los autores que venimos tratando, se
manifestaría el pueblo. Sin saberlo y a su pesar, como el burgués de Moliere.
Parece evidente que nos estamos refiriendo en último extremo a una
relación política de nuevo cuño que irrumpe decididamente en esta etapa
crítica del liberalismo europeo; una relación que, como el propio populismo,
tendrá líneas divergentes de derivación hacia las derechas y hacia las
izquierdas políticas, pero cuyo núcleo originario es esencialmente el mismo:
el interrogante acerca de las relaciones entre la minoría dirigente y las
masas, ese tema central de la teoría política del siglo xx40. Retornando al
terreno español, parece también claro que se trata de la relación política que
en términos costianos se acuñó con el término del cirujano de hierro y que
para escapar a toda identificación personalista tal vez conviniese sustituir
por el de tutela política, entendiendo por tal un tipo de patronato o amparo
de carácter excepcional en particulares circunstancias de atonía o desorden
de un pueblo o una nación soberanos41. Bajo este título la cuestión traspa-
saba el universo intelectual cestista para convertirse en un dilema general
del liberalismo en crisis en el que terciaban otros destacados teóricos, y no
sólo españoles 42.

40
Continúa siendo muy esclarecedor el libro de Hughes, Stuart H., Conciencia y socie-
dad. La reordenación del pensamiento social europeo, 1890-1930, Madrid, Aguilar, 1972.
En el citado libro Populismo, caudillaje..., se halla un interesante análisis teórico de R. Mar-
tín Arranz sobre el liderato carismático, págs. 73-99.
41
Viene al caso aquí la polémica creada por el ya lejano libro de E. Tierno Calvan, Cos-
tó y el regeneracionismo, Barcelona, Barna, 1961, que vinculaba el costismo a unas raíces
psicológicas e intelectuales prefascistas. Todos los estudiosos posteriores se han visto impeli-
dos a continuación a tomar partido en pro o en contra de esa interpretación. Desde luego, si
nos atenemos al talante y a las propias palabras de Costa, existen tantos motivos para soste-
ner una como otra posición. Sin embargo, es necesario subrayar que la hipótesis prefascista
del profesor Tierno resulta mucho más realista que las que circunscriben su acción quirúrgi-
ca en un espacio acotado por los límites legales de lo que el propio Costa denominaba «pre-
sidencialismo» al estilo norteamericano. Las cuestiones políticas han de dirimirse en el mar-
co de las posibilidades reales de la práctica política y no en el de la mera definición
constitucional. Algunos datos de estas diversas interpretaciones en Díaz, Elias, La filosofía
social del krausismo español, Madrid, Edicusa, 1973, especialmente, págs. 195-306.
42
En defensa de este sistema excepcional de poder Costa llamará más tarde en su ayu-
da a ilustres teóricos políticos españoles y extranjeros, entre los que se encontraban Dorado
Montero, Giner de los Ríos, Altamira, J. Stuart Mills, Ihering, Holtzendorff o Renán, además
de sus propias reflexiones al respecto, ya antiguas, en la obra La vida del Derecho, de 1876.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 255

Con el rótulo de Tutela de pueblos en la Historia se organizó en 1895,


en la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid, una informa-
ción, promovida por el propio Costa, que, pese a su relativo fracaso, aportó
algunos datos interesantes 43. De entrada, que lo del cirujano de hierro cons-
tituía una preocupación ligada al complejo intelectual del final de siglo y no
derivado específicamente del acontecimiento particular del 98. Y después
que la cuestión se insertaba también plenamente en la modulación mítica
del pensamiento finisecular que venimos señalando. La nómina de persona-
jes cuya filiación histórica se proponía examinar, desde Hammurabi de Babi-
lonia a Bismarck44, daba una idea del mitificado escenario histórico pro-
puesto a consideración. El propio Costa glosó en ella la figura de Viriato,
con la significación de revolucionario social ya mencionada. Hinojosa difun-
dió allí su ya conocida visión del Régimen municipal de España en la Edad
Media.
Pero, sin duda, la aportación más centrada en el tema corrió a cargo de
R. Altamira con un amplio informe sobre El problema de la dictadura tute-
lar en la Historia. Interesa especialmente de él un punto que viene al caso de
lo que estamos tratando: la cuestión central de las relaciones entre el tutor
político y la colectividad, el pueblo, que era, según Altamira, toda la cues-
tión de la dictadura. Para Altamira ese tipo de tutela política que implicaba
la dictadura sólo podía admitirse si se la asimilaba a la institución de dere-
cho privado conocida por ese nombre, que salvaguardase el derecho y dig-
nidad del pueblo, aunque en suspenso provisionalmente, y si implicaba una
conformidad o incluso una aspiración, instintiva o reflexiva, del sujeto
social, hasta el punto de afirmar que, dada la forma, lenta pero inevitable, en
que se manifestaba históricamente la acción de las masas, esa dictadura
tutelar de la minoría culta podía considerarse hasta cierto punto impuesta
por un factor de determinación social45.

Había en sus juicios acerca de estos autores una, al parecer, inconsciente confusión entre las
formas excepcionales del ejercicio del poder político previstas constitucionalmente y aquellas
otras que podían derivarse de una filosofía política general más centrada sobre una teleología
dogmática que sobre los procedimientos políticos al uso. La concepción semisacralizada del
Derecho en el krausismo y su íntima vinculación a la Ética no eran, sin duda, las mejores bases
para una definitiva secularización del campo político. Sin duda sobre todo ello se fundamen-
taba la apreciación casi provocativa del profesor Tierno Calvan cuando avanzaba su conven-
cimiento de que en el krausismo había «elementos para derivar la idea de una dictadura popu-
lar, moral y jurídicamente justificada», ob. cit., pág. 188. Argumentación de Costa en «Los
siete criterios de gobierno», discurso de 1906, en Reconstitución..., edic. cit., pág. 323-324.
43
Datos sobre la misma en la introducción a su libro Tutela de pueblos en la Historia,
Madrid, Biblioteca Costa, vol. XI, s.a., págs. V-XIV.
44
Personajes objeto de atención serían también, entre otros: Hammurabi, Moisés, Masi-
nisa, Sertorio, Julio César, Trajano, Teodosio, Mahoma, Cario Magno, Alfredo el Grande,
Cromwell, Abderrahman I, Gregorio VII, Isabel la Católica, Pedro I de Rusia, Washington e
Iwakoura. Tutela..., pág. VIL
45
Publicada inicialmente en la revista La Administración en 1896. Recogida en 1898 en
el citado libro De Historia..., págs. 107-172.
256 Francisco Villacorta Baños

Es evidente que estamos ante una respuesta, enturbiada, como hemos


visto por las propias palabras de Altamira, por la ambivalencia de la meto-
dología naturalista y la ambigüedad de lo mítico, de un pensamiento liberal
en crisis, que ante el anquilosamiento de los mecanismos de liderato y parti-
cipación política clásicos —los que alimentaban los tópicos de la crisis del
parlamentarismo de final de siglo— ante las dificultades para vertebrar polí-
tica y organizativamente un nuevo proyecto liberal integrador de esa magni-
tud política fundamental del final de siglo: las masas, el pueblo mitificado de
todas sus reflexiones, iba vaciando poco a poco el mito central del cambio
político de todo un siglo —la Revolución, con mayúscula, de Costa o Malla-
da— en otro regido por la acción decisiva del demiurgo político, empeñado
en la recreación o restauración de la nación, que era, en definitiva, el anhe-
lo implícito de estos reformadores del final de siglo.
Cuando Costa cierra su resumen de la obra histórica de los Reyes Cató-
licos lo culmina con estas palabras que creemos las más idóneas para resu-
mir el sentido general del pensamiento del fin de siglo que queríamos trans-
mitir en estas páginas: «quien hiciera ahora eso en España, la habría
salvado: habría salvado un pueblo; mejor aún, lo habría creado de nuevo:
más que segundo fundador de España, sería su Rómulo» 46.

46
En Reconstitución..., pág. 99.
Caldos, a escena:
una campaña teatral (1892-1896)
JOSÉ-CARLOS MAINER

Ahora que se acercan las fechas de su centenario, convendrá despojar


a 1898 de su condición de fetiche cronológico y mucho más todavía de su
inevitable asociación con una «generación» de intelectuales marcados de por
vida con el estigma de esa fecha. Si algo ha de ser el 98 en la historiografía
futura será la encrucijada de fuerzas y tendencias que en 1888, 1892, 1896
ó 1897 señalaron los rumbos de una crisis de Estado configurado por la Res-
tauración y la incomodidad de un espectro de vida social que ya no cabía en
la estrecha banda de legitimidad que el poder político otorgaba. Desde el
carlismo y el neocatolicismo hasta el anarquismo y el socialismo, pasando
por el liberalismo, los regionalismos y el conservadurismo, todos los ingre-
dientes activos presentes en la vida pública nacional sufrieron en estos años
una crisis de conciencia y de programa —un 98 colectivo— que los adaptó
a los nuevos referentes sociales: los marcados por la vida urbana, la expan-
sión de las clases medias y proletarias, el auge de la opinión a través del
periódico y, en no pequeño grado, la profesionalización del escritor y del
artista visible en la comparecencia pública de calificaciones como «intelec-
tuales», «modernistas» o incluso «bohemios» que empezaban a circular. Pero
sucedió que el hecho —o los hechos— se produjeron también en una activa
dinámica internacional de crisis de valores (apogeo de la modernidad artís-
tica, filosofías de una nueva moral, descrédito del positivismo científico,
nuevos horizontes del naturalismo y del simbolismo) y, por supuesto, en el
marco de una supersticiosa congoja colectiva ante un calendario que marca-
ba inexorablemente un fin de siglo. Pero eso no fue patrimonio exclusivo de
una presunta «generación del 98» que ya no existe sino en los manuales más
resistentes a los dictámenes del sentido común: lo vivieron con la misma
intensidad tanto los escritores que tuvieron como experiencia histórica de
juventud la «Gloriosa» como aquellos otros que vieron con desazón en sus
años mozos el alborear del decenio de los 90.
Para entonces, Benito Pérez Caldos, nacido en 1843, era el escritor
258 José-Carlos Mainer

nacional del siglo xix que encarnaba —como Dickens, Balzac o Tolstoi—
una singular captación de su tiempo histórico y una activa comunión espiri-
tual con su público. Esta representatividad social parecía reservada en el
siglo xix a los cultivadores de la novela y, en otro grado, a los de la poesía.
Era el caso de Hugo con Los miserables y con La leyenda de los siglos. O el
de Galdós, con los Episodios Nacionales —historia moral de la formación
de la España liberal— y la serie de «Novelas Contemporáneas», esforzado
catálogo de las durezas y miserias de aquella sociedad. Las únicas formas
teatrales decimonónicas que gozaron de tal favor fueron la ópera y, en menor
medida, el drama histórico; solamente al final de la centuria, gracias al tea-
tro naturalista —pensemos en Ibsen—, la representación escénica de lo con-
temporáneo estuvo preparada para ser laboratorio de la alquimia que reunía
autores y públicos. Significativamente, el Galdós dramaturgo fue siempre un
heredero fiel de las líneas maestras del teatro decimonónico: gustó de la
ambición del drama romántico y escribió alguno en su juventud, disfrutó
fervorosamente de la ópera (como demuestran sus «Revistas musicales»
de 1867 en La Nación sobre Verdi o Rossini y, a mayor abundamiento, la
descripción de las fantasías musicales de las hermanas Escobio en Miau) e
intuyó precozmente una forma personal de teatro de ideas y símbolos de
cuño naturalista a través de sus primeras «novelas dialogadas» para las que
apeló a los antecedentes de La Celestina y las obras de Shakespeare *.
Su paso de la novela al teatro fue, además, achaque común de muchos
otros grandes narradores de su tiempo. Cuando estrenó Realidad sin dema-
siado éxito, lo comentó con gracejo su amiga Emilia Pardo Bazán en las
páginas de Nuevo teatro crítico: «En el cerebro del Dickens español se desa-
rrollaba poco a poco la serie de raciocinios que impulsaron a todos sus cole-
gas de Francia a intentonas dramáticas, no siempre coronadas por el éxito.
Zola, Daudet, los Goncourt, han corrido el albur de la escena y —fuerza es
decirlo paladinamente— se ganaron sus correspondientes silbas; de tal
modo que les sirvieron de título para fundar un banquete de los autores sil-
bados, donde no pudo tomar asiento I van Turgueniev hasta que juró haber
sido silbado en Rusia*2. Leopoldo Alas —que también estrenó un único dra-
ma, Teresa, apenas tres meses después del fracaso galdosiano de Los conde-
nados— fue otro ejemplo español de esa voluntad fallida de «intimar otra
vez con el temible público, para hacer vibrar con más intensidad sus fibras
y despertar su embotada sensibilidad artística».
La llegada de Galdós al teatro obedeció a una compleja mezcla de moti-
vos estéticos e ideológicos que a menudo no es fácil separar. Por un lado, el
narrador que había explorado todos los recursos narrativas de introspección
psicológica —el monólogo, el sueño, etc.— y todos los recursos descriptivos

1
Theodore A. Shakket, Galdós y las máscaras. Historia teatral y bibliografía anotada,
Verona, Universitá degli studi di Padova, 1982.
2
«Realidad», en Nuevo teatro crítico, Obras completas, III, Madrid, Aguilar, 1973, pági-
na 1.105.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 259

de contextualización de los conflictos, descubre la importancia de la sola


voz humana como expresión de la intimidad y, a la vez, parece renunciar a
las posibilidades del relato para poder centrarse en nudos arguméntales más
cerrados. El escritor naturalista, en definitiva, siente la tentación del simbo-
lismo, el narrador echa de menos la preponderancia del diálogo y el inven-
tor de tantas realidades entrelazadas prefiere ahora la concentración de una
trama única. En el fondo de todo ello, hay una cierta fatiga de los usos nove-
lescos habituales pero, a la par, un deseo de dar cauce nuevo a las inquietu-
des de una progresiva decepción en cuanto al orden burgués que se instau-
ra entre 1868 y 1890: cada vez más, los temas de Caldos son la ruina moral
de las clases altas españolas, la confianza en bastardos e ilegítimos como
renovadores de la vida social, la simpatía por los rebeldes (en su aspecto
positivo o negativo), la confianza en una utopía basada en el amor y el tra-
bajo físico, la añoranza de una religión de generosidad y entrega, la función
de la mujer heroica como mediadora de la redención social. Son los temas
que ha cultivado el autor en sus últimas novelas y que el teatro despliega con
fervor a veces ingenuo y torpe pero siempre atractivo.
Son las suyas piezas muy largas y que casi nunca se ajustan a la habitual
división en tres actos por los que discurrían la exposición, nudo y desenlace
del teatro convencional: solamente ocho de ellas tienen esa disposición,
mientras que cuatro se desarrollan en cinco actos, nueve en cuatro —que es
la fórmula predilecta— y dos en dos actos. También buscó Caldos innovar
la expectativa de ese público tradicional, acostumbrado a los paños calien-
tes de la comedia al uso: tres de sus obras se llaman «tragicomedias» y ocho
prefieren el marbete de «dramas», como si quisieran señalar de antemano la
mayor intensidad de su desarrollo. Arriba señalaba la admiración del autor
por Shakespeare y su interés y aprecio por la ópera: el tono lírico de algunas
escenas, la longitud de algunos parlamentos, la rotundidad de algunos
caracteres, el buscado contrapeso de lo trágico y lo cómico, la resistencia a
renunciar a personajes secundarios... son rasgos que, de un modo u otro,
deben mucho a esas admiraciones, como la prolijidad de los planteamientos
iniciales y la abundancia de escenas dejan ver todavía la mano hecha al mun-
do de lo novelesco. Conviene recordar que Caldos no tuvo apenas antece-
dentes en la escena española: fue uno de los primeros escritores en abando-
nar el verso y en ampliar las reducidas posibilidades temáticas del llamado
«teatro de declamación», pero ni las compañías —dirigidas por sus engo-
lados primeros actores—, ni los empresarios dados a la rutina, ni sus cole-
gas de éxito estuvieron a la altura de su esfuerzo. Que Caldos admirara el
teatro de Echegaray —ambicioso y enérgico pero retórico y anticuado—
y que el viejo escritor fuera su primer asesor escénico dice, en rigor, bastan-
te de lo poco que daba de sí la escena de su época y exculpa a nuestro autor
de muchos de sus defectos.
Buscó, con todo, una nueva teatralidad y no solamente la calidad del tex-
to. Casi todas sus obras consiguen algún efecto escénico impresionante. En
Realidad, la primera que se estrenó, se comentó mucho la aparición en el
260 José-Carlos Mainer

acto final del espectro de Federico Viera (conseguido mediante un hábil jue-
go de espejos), aunque tal efecto se repitió diez años después en Electra con
la aparición de la sombra de la madre de la protagonista. En La loca de la
casa, una función parecida la hubo de tener la efectista salida de Victoria
vestida con blancos hábitos de monja y una palma en la mano, al final del
primer acto: una «escena de locura» que se repite en Gerona, Electra y
Casandra por ejemplo, y que no debió ser ajena al gusto operístico por esce-
nas de ese cariz confiadas a la protagonista (recuérdese la Lucía de Lam-
mermoor de Donizetti o Ipuritani de Bellini). No pocas veces, esa afición al
melodrama hizo que Caldos recurriera a efectos musicales. Al caer el telón
en el último acto de Doña Perfecta, los clarines militares recuerdan la inevi-
table victoria del ejército liberal, como las campanas que repican en la con-
clusión de Mariucha celebran la victoria de los amantes y las dramáticas
matracas de Santa Juana de Castilla, el triste final de una España posible al
margen del Imperio. La inocencia infantil subraya la sublimidad del sacrifi-
cio colectivo en Gerona (con el desfile del batallón de niños a los sones de
una briosa sardana que escribió Felip Pedrell) o en los cantos de las criatu-
ras que jalonan los momentos culminantes de Electra. En Amor y ciencia,
más explícitamente todavía, Caldos pide en la acotación correspondiente
que se interprete el allegro de la Novena Sinfonía de su dilecto Beethoven
para enfatizar la elevación humanitaria del final de la obra3.
En otras ocasiones fueron los decorados los que cumplían la misión de
excitar la fantasía del espectador: así, en numerosas e intensas escenas noc-
turnas o en ámbitos estéticamente relevantes de suyo (pensemos en los pai-
sajes altoaragoneses de Los condenados o en las viñetas monumentales de
Gerona que presiden la obra homónima o en las fantasías clasicistas de Bár-
bara). Pero quizá la más clara apelación a la fantasía imaginativa fue la
representación de la «pastorela» en Alma y vida muestra de «teatro dentro
del teatro» que, como leemos en el prólogo, dio no pequeño trabajo literario
al autor y cuya inclusión solamente se explica por el deseo de dejar volar la
fantasía en una pieza tan claramente herida por el síndrome nacional de
1898. El público, sin embargo, apreció más otros efectos («efectos de cosas
reales» les llamó Caldos en carta de abril de 1894 a la actriz María Guerre-
ro 4) que, unidos a símbolos de manifiesta obviedad, alcanzaron a menudo

3
Sobre Caldos y la ópera pueden leerse las observaciones de Federico Sopeña en «El
Arte en las formas y maneras de amar: la ópera», Arte y sociedad en Caldos, Madrid, Gre-
dos, 1970, págs. 50-56, además de sus reseñas operísticas juveniles —que ya había publica-
do José Pérez Vidal— compiladas en el volumen de William H. Shoemaker, Los artículos de
Caldos en «La Nación», Madrid, ínsula, 1972. Por lo que se refiere a su beethovenismo, véa-
se la monografía de Vernon A. Chamberlin, Caldos and Beethoven: «Fortunata y Jacinta», a
Symphonic Novel, Londres, Támesis Books, 1977, que estudia la sinfonía «Heroica» del com-
positor de Bonn como modelo estructural del relato.
4
Carmen Menéndez Onrubia, El dramaturgo y los actores. Epistolario de Benito Pérez
Caldos, María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, CSIC, 1984, Anejos de la Revista
Segismundo, 10, pág. 69.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 261

notorio aplauso: señalemos entre ellos el diálogo sobre la masa de las cos-
quillas y la lucha de clases en La de san Quintín, que granjeó al autor fama
de peligroso socialista; el ingenuo paralelismo establecido entre la revela-
ción del amor de la protagonista y Máximo y el proceso de fundición en el
laboratorio que se desarrolla en Electra; la convergencia entre las reflexio-
nes de Paulina, la esposa que fue adúltera, y las meticulosas mediciones de
medicamentos en Amor y ciencia; la frase final —«He matado a la hidra que
asolaba la tierra»— que cierra la intensa tragedia de Casandra. Al lado de
esto, Galdós buscó en lo cómico la descarga natural del patetismo. Rara es
la obra que no tiene un personaje o personajes de esa laya: Ginés en Los con-
denados, Bonaire en La fiera y Sacris en Sor Simona podrían parecer here-
deros de los «graciosos» del teatro áureo, aunque más bien lo son del humo-
rismo compensatorio shakespeariano; el ridículo matrimonio Varona de
Amor y ciencia o la pintoresca tía Margarita de Celia en los infiernos están
tratados en una clave de farsa que roza ya lo esperpéntico.
A pesar de estos cuidados, Galdós no siempre se sintió bien entendido
por el público y la crítica (a la que aborrecía), ni satisfecho con la represen-
tación de sus obras. El prólogo que puso a la edición de Los condenados,
tras el fracaso de su estreno en 1894, es una pieza muy reveladora de este
despecho, tanto como es interesante para establecer los términos de la poé-
tica teatral galdosiana. Pocos meses después de escribirlo, el escritor se
desahogaba con María Guerrero: «Los dichosos peligros del teatro, y los
exagerados miramientos y transacciones con el público casi siempre com-
puesto de imbéciles, ya me van cargando a mí, y ello será causa de que yo
abandone definitivamente un arte de mentiras y tontería en que todo es con-
vencional y fuera de la realidad de la vida. En todo el mundo hay progreso,
y proceso educativo. En el arte dramático no, y parece que el público es cada
día más tonto y más infantil»5. El prólogo de Alma y vida, ya en 1903, vuel-
ve a estar salpicado de prevenciones y sarcasmos que quizá eran más hijos
de su insatisfacción íntima que problemas reales. En todo caso, el «fracaso»
de Galdós es el fracaso del teatro de su tiempo y lo compensó la devoción de
no escasos fieles. Ramón Pérez de Ayala fue uno de ellos y, sin lugar a dudas,
el crítico que mejor entendió la significación de su dramaturgia. En 1914,
comentando el estreno de Sor Simona, definía el aplauso del público como
«férvido, vehemente, desapoderado» y subrayaba: «Conozco pocos espec-
táculos tan patéticos como esos instantes, obligados ya, y como quien dice
litúrgicos, de todo estreno o representación galdosiana, en que apenas cerra-
da la cortina sobre la representación escénica, vuelve a alzarse ante el crea-
dor, quien, adelantándose premioso y ciego, guiado en una manera de vene-
ración filial por sus criaturas, llega hasta el proscenio y allí permanece,
inmóvil y rígido, con esa su prestancia perdurable... en tanto que del públi-
co se levanta al vuelo una bandada copiosa de corazones que va, con aleta-

5
Ibid., pág. 121.
262 José-Carlos Mainer

zos sonoros e impacientes, a circuirle la clara sien, como corona alada en


redor de una torre» 6.
Caldos escribió sus obras teatrales en dos fases bien delimitadas, en
medio de las cuales se halla la fecha agorera de 1898. El primer ciclo teatral
del escritor se abrió en 1892 y se concluyó en 1896. Cinco años más tardó
en volver a las tablas con Electra, uno de sus mayores éxitos y uno de los epi-
sodios más singulares de la conciencia radical española, y no volvió a aban-
donar la escena hasta el estreno de Santa Juana de Castilla, ya en 1918. Pero
el significado subversivo de Electra en la batalla anticlerical, de la Mariucha
de 1903 en la campana regeneracionista o de la Casandra de 1910 en la lucha
electoral de la Conjunción Republicano-socialista, sólo puede entenderse a la
luz del diálogo que, por espacio de aquel primer lustro de 1892-1896, nues-
tro escritor había mantenido con los patios de butacas madrileños: un pro-
ceso de educación y reflexión públicas que reflejó muy bien la temperatura
intelectual «antes del desastre».
Realidad (estrenada el 15 de marzo de 1892) fue el primer drama de
Caldos que vio la luz, aunque el primero en escribirse fue La de San Quin-
tín. En cierto modo, es una obra aparte ya que brotó directamente del mun-
do narrativo de las «Novelas contemporáneas» y por una suerte de necesi-
dad interna de su desarrollo estético: Caldos la había publicado inicialmente
como novela epistolar con el título de La incógnita y luego como novela dia-
logada ya con el rótulo definitivo. Fue Emilio Mario, primer actor y director
del Teatro de la Comedia, quien sugirió el paso definitivo hacia las tablas y
quien la estrenó. Y cumple reconocer que ningún material era más adecua-
do: novela, novela dialogada o drama, Realidad es un contrapunteo de voces
humanas donde la relatividad de cada opinión, el legítimo egoísmo de cada
punto de vista, las humanísimas razones de cada cual, edifican la poliédrica
«realidad». Realidad que es social y nunca absoluta, como resultado de la
tensión entre lo íntimo y lo público, entre lo que se hace y lo que se puede
decir. Y este descubrimiento queda patente —y justificado así el título de la
obra— cuando Infante dice a Augusta, tras que ella huya de la casa donde se
ha suicidado su amante: «Es un hecho que hemos escamoteado a la reali-
dad» (acto V, escena III).
En tal sentido, la obra tiene mucho que ver con un tema que obsesionó
a la literatura universal de la segunda mitad del xix y que en España encar-
nó, sobre todo, José de Echegaray (El gran galeota se había estrenado el 25
de marzo de 1881): la fuerza de la opinión pública y de la maledicencia en
sociedades muy dadas a la hipocresía. Lo que, a la vez, engarza con otro
tema galdosiano (y no menos universal en su tiempo): las razones del adul-
terio femenino que no era una simple curiosidad de varones por un enigma
excitante sino una compleja reflexión social sobre la constitución de la fami-
lia burguesa y que solamente se podía entender en el camino de vuelta de

6
Las máscaras, en Obras Completas, III, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 32.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 263

aquella sensibilidad romántica que previamente había liberado la pasión


amorosa de las heroínas. Lo original y valioso de Realidad es lo lejos que
Caldos supo llevar aquí la reflexión sobre ambos propósitos, a vueltas con
unos personajes de muy ricos perfiles (Joaquín Casalduero apuntó una in-
fluencia de la Ana Karenina de Tolstoi que parece poco verosímil): el mari-
do, Orozco, es tan racionalista y comprensivo que acaba por tener algo de
hierático e inhumano; la adúltera, Augusta, es una mezcla de rebeldía y
debilidad, de voluntariosidad y fatalismo («me siento menos arrepentida
que culpable», dice). En el fondo, ambos son muy distintos pero su terque-
dad y su destino los hermanan en el espléndido diálogo... de monólogos que
cierra la obra («me he quedado solo como el que vive en el desierto» dice él;
«me siento divorciada, sola, como si en un páramo viviera», dice ella, acto V,
escena IV). Junto a ellos, Federico Viera, el adúltero, es un perdulario lleno
de rara dignidad (que contrasta con el repugnante egoísmo de su padre, Joa-
quín) y cuyo infantilismo afectivo se explica por su orfandad de madre.
Tres obras posteriores —La loca de la casa, La de San Quintín y algo más
tarde Voluntad— tuvieron como raíz última la moral económica. Son el fru-
to de una creciente preocupación por la crisis española y de una conciencia
prerregeneracionista —todavía está lejos 1898— que hacen que Caldos vea
agotada a la vieja clase media (que fue la protagonista predilecta de su gran
ciclo narrativo) y en ruinas a la aristocracia financiera y especuladora. Su sue-
ño de redención alia a menudo los restos de la vieja nobleza y la emergente
clase proletaria; más que la sacralización del dinero le interesa la energía, la
generosidad, la productividad, el progreso, la tecnología y, sobre todo, la
fuerza de voluntad. Precisamente lo que echa de menos en la vida colectiva
española y lo que le hace aflorar esa América llena de potencialidades a la que
encaminan sus pasos los héroes de La de San Quintín, en la que el Pepe Cruz
de La loca de la casa ha hecho su fortuna y donde es enviado en la misma
obra el desdeñado y romántico Daniel (el tema de la riqueza americana rea-
parece en Mariucha, El tacaño Salomón y Antón Caballero).
En La loca de la casa (que al parecer deriva de un cuento del autor, El
sacrificio, que se dio a conocer en 1985), la síntesis salvadora —tan típica
de la dialéctica moral de Caldos— se establece entre Victoria Moneada,
monja, noble, abnegada y soñadora, y Pepet Cruz, el hombre duro y resenti-
do que se ha hecho a sí mismo desde la nada: se funden el misticismo corre-
gido por la ambición y viceversa. No es casual que la obra se ambiente en
Cataluña —espejo de progreso económico en la España del xix— y consta
que el autor pidió consejo a su amigo, el novelista Narcís Oller, para perfilar
(sin mucha fortuna) ese contexto. Allí es donde Caldos intuía que podía
nacer un nuevo paisaje moral, hecho del complejo espíritu reformador tere-
siano que alienta en Victoria («del misterio de las conciencias se alimentan
las almas superiores», acto IV), el interés algo sórdido por la ganancia y el
ahorro que encarna Pepet y, en fin, ese pragmatismo local que sabe resumir
Jaime: «¡Las leyes, la moral, la religión! Todo ese conjunto artificioso es el
soberano constitucional, que reina y no gobierna. Quien manda de verdad es
264 José-Carlos Mainer

la Naturaleza» (acto IV, escena VIH). Y esa Naturaleza triunfa sobre el pre-
juicio místico y sobre el rencor social en una dialéctica de reconcialiación de
opuestos que el autor tiene muy presente, como si fuera el primer discípulo
de Hegel: «Eres el mal —apostrofa Victoria a su marido en la frase final—,
y si el mal no existiera, los buenos no sabríamos qué hacer... ni podríamos
vivir.»
En La de San Quintín —que, como sabemos, fue la primera concepción
dramática del escritor— hay algún parentesco con La loca de la casa (el pin-
toresco Farfán de los Godos es un noble tronado como allí lo eran la mar-
quesa y sus hijos) pero lo más nuevo es la comparecencia de la angustia bur-
guesa: el mundo familiar de los Buendía carece, pese a su riqueza, de
objetivos vitales y el mezquino don César recuerda algo de lo trazado en la
poderosa serie narrativa de Torquemada. La inevitable alianza salvadora se
establece aquí entre una aristócrata, Rosario de San Quintín, y un bastardo
de esa burguesía, Víctor (cuyo nombre es significativamente la versión mas-
culina del que lleva la heroína de La loca de la casa). Se advertirá que ese
tema de la ilegitimidad como reto al orden burgués y como signo de regene-
ración reaparecerá, más adelante, en El abuelo y en Amor y ciencia. Y si en
La loca de la casa se coqueteaba con el socialismo por cuenta de la caridad
(«nivelando, ¿sabes?, nivelando», decía una Victoria que no teme a la pala-
bra «socialista... así se dice»), aquí la escena VIII del acto II resultó —con
toda su ingenuidad— todavía más explícita ante el pacato público de la
Regencia: es el famoso y ya aludido episodio de las rosquillas que amalga-
man en su masa las dos aristocracias (yemas y azúcar) con la sólida base del
pueblo (la harina).
Frente a estas dos obras, Voluntad (estrenada en diciembre de 1895),
tiene un tono de comedia ligera mucho menos logrado: «La obra —escribía
Caldos a María Guerrero— es muy bourgeoise, de tonos suaves, quiero
decir que en ella no hay tonos dramáticos», aunque poco después le confe-
saba que dudo mucho que esta obra prosaica y bourgeoise les guste «a esas
recuas que llamamos público» 7 . La palabra titular suscita, sin embargo,
todo un clima espiritual finisecular: voluntad —recordemos, sin ir más
lejos, el título azoriniano de 1902— es la potencia del alma que falta a la
familia Berdejo, atónita ante la ruina de su comercio de telas y educadora
fallida del pedante Serafinito —que se define nada menos que como lom-
brosiano y frecuentador del Ateneo— y de una Trinita que toca a Chopin al
piano (ambos muchachos pertenecen a la galería de «niños góticos» galdo-
sianos encabezada por el Manolito Peña de El amigo Manso). Pero tampo-
co tiene voluntad el compañero de la protagonista, Alejandro, que es un
hijo genuino de un romanticismo antañón, fantástico y fatalista pero, en
realidad, un egoísta redomado que más adelante resucitará —hecho perso-
naje dramático y claramente negativo— en el Rogelio de Casandra. Y es

7
El dramaturgo y los actores, ob. cit., págs. 109 y 118.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 265

Isidora Berdejo, la hija pródiga, condenada por que quiso ser libre, la que
al fin todo lo salva, dinero y paz doméstica: precursora así de la Mariucha
del drama de 1903 y redentora quizá de otra Isidora, la Rufete de La des-
heredada, a quien perdió la ambición frivola de un título nobiliario y la
generosa falta de caletre. Pocos momentos más reveladores de la nueva sín-
tesis establecida entre el romanticismo poético y del cálculo mercantil que
el que protagonizan Isidora y Alejandro en la escena IX del acto II: el hom-
bre se ha presentado como el espécimen del intelectual romántico («este
soñador, este delirante, que aborrece los negocios, las carreras, la política y
el matrimonio, que sólo ama las ideas puras, que es religioso a su modo,
poeta a su modo, sin hacer versos, artista por entusiasmo») y cautiva cul-
pablemente a la muchacha que le amó, pero ésta le somete a la prueba de
ayudarle en sus cuentas. Y las palabras de amor se van deslizando al com-
pás de los números de la contabilidad que uno y otro van cantando: como
en las rosquillas de La de San Quintín, se alian de nuevo la vulgaridad y el
espíritu en síntesis salvadora.
Un año antes, con Los condenados (diciembre de 1894), Caldos soñó
con ofrecer en estado puro una tragedia renovadora y cosechó un fracaso
que le hizo mucho daño, como es perceptible en un prólogo al que ya he alu-
dido. No faltaban, empero, lo que el autor creía elementos inmejorables: el
escenario quería evocar el pueblo pirenaico de Ansó donde todavía se vestía
el traje tradicional (Caldos había viajado a aquella zona e incluso quiso
comprar uno de aquellos atuendos para su actriz predilecta, María Guerre-
ro) y los caracteres y la trama querían apelar —en época de fervores regio-
nales— a la quintaesencia noble y ruda que se atribuye a lo aragonés (no se
olvide que estamos en una época de regionalismos telúricos y simplistas que
muy pronto invadirán la zarzuela: conviene no olvidar que la más famosa de
las noventayochescas, Gigantes y cabezudos, tomó como escenario la Zara-
goza adonde volvían los «repatriados» de Cuba). Caldos había pensado en
un drama de rivalidades masculinas entre José León y Paternoy, pero exi-
gencias del reparto obligaron a envejecer al último, en cuyo pergeño Carmen
Menéndez Onrubia —autora del mejor libro de conjunto sobre el teatro del
autor 8— ha creído ver infundadamente rasgos de la tragedia del poeta cata-
lán Jacint Verdaguer (el inspirador, sin embargo, del personaje central de la
novela Nazarín). De todo ello quedó un tono encendidamente romántico
(José León, con su pasado oscuro, parece sacado de la galería de los Herna-
ni y los Don Alvaro, de Víctor Hugo o del Duque de Rivas), la historia de un
amor ardiente e imposible (también la locura de Salomé tiene el abolengo de
una Lucia de Lammermoor) y hasta un gracioso, el ex seminarista Cines,
como elemento de constraste. Resulta, en fin, de lo más operístico del autor
y no deja de ser llamativo que en su epistolario con Tolosa Latour la llame

8
Introducción al teatro de Benito Pérez Caldos, Madrid, CSIC, 1983, Anejos de la Re-
vista Segismundo, 7, págs. 57-62.
266 José-Carlos Mainer

hasta tres veces / damnati, como si fuera un título del repertorio italiano 9.
Con tales elementos, la obra se convierte en un apasionado diálogo entre la
oscura fatalidad encarnada en el ciego odio de Lorenzo Barbués y los veci-
nos de Ansó y la generosidad del noble Paternoy de la caritativa Santamona
que tiene como fondo el sino aciago de los amantes. La sentencia final, en
boca de Salomé, enlaza con grandeza shakespeariana (y verdiana, casi
mejor) el amor y la muerte, el castigo y la gloría: «Me debo a la expiación;
me seduce el suicidio; me enamora la muerte», ha dicho José León y Salomé
proclama «con iluminismo y acento místico» que «quiero que venga a mí...
le condeno a muerte» (acto III, escena XIV).
La tragedia tentó siempre a Caldos y al mismo género de drama elevado
pertenecen Gerona, Doña Perfecta y La fiera, todas los cuales comparten
además el ser reelaboraciones de textos o de temas ya tratados en su ejecu-
toria narrativa anterior: las dos primeras obras son adaptaciones del episo-
dio nacional y de la novela homónimas mientras que La fiera se ambienta en
el período de la Regencia de Urgell y podría insertarse muy bien en las
memorias de Cenara de Barahona que conforman el episodio de la segunda
serie, Los Cien Mil Hijos de San Luis. Las tres tienen dos cosas en común,
además de su aliento de tragedia, su ambientación regional muy marcada
(ya anticipada en La loca de la casa y Los condenados, como hemos dicho)
y su común propósito de ser un alegato en favor de la piedad contra la gue-
rra civil, un fantasma viejo pero que parecía retoñar en las discordias ideo-
lógicas del fin de siglo. Con Doña Perfecta (estrenada en enero de 1896),
Caldos creyó haber logrado su mejor obra. A su propósito escribía a su buen
amigo, el doctor Tolosa Latour, que «Doña Perfecta es lo mejor que he
hecho para el teatro: la más patética, la más concisa, la más teatral en una
palabra y la más interesante» 10. Para lograrlo mitigó el conflicto original (la
pretensión matrimonial de Pepe Rey con respecto a su prima Rosarito que
busca estorbar su hipócrita tía Perfecta) y mucho más todavía los ribetes far-
sescos de las dos primeras versiones novelescas en favor de un drama más
ideológico y colectivo que tiene como centro el repudio de la España tradi-
cional —cifrada en esa Orbajosa que produce ajos y carlistas— al estado
moderno de cuño liberal. El matón Caballuco justifica a los bandidos por-
que «es el odio a las contribuciones, al Gobierno, a ese maldito Madrid que
no nos manda aquí más que gente perdida», mientras que el hipócrita Jacin-
to comparte el aborrecimiento de la ciudad alegando que «Orbajosa, señor
don José, es un pueblo de muchísimo orgullo, de muchísimo tesón» (acto III,
escena IX). Por eso, a la vez que estalla el conflicto personal y la venganza
de la tía, la llegada de los soldados para defender la ciudad contra el carlis-
mo es saludada por unos como «¡la brutal soldadesca!» y por otros, con las

9
Ruth Schmidt, Cartas entre dos amigos del teatro: Manuel Tolosa Latour y Benito
Pérez Caldos, Las Palmas, Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1969, págs. 84, 85 y 87.
10
Ibid., pág. 105.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 267

voces «¡es la patria amada, es nuestra madre!». Y no deja de ser revelador


que el autor modifique la frase final de Pasolargo en la novela —«¡Viva
Órbajosa y muera Madrid!»— por un grito más explícito y más vinculado a
cuanto se debatía en la circunstancia política del fin de siglo: «¡Viva Órba-
josa y muera la Nación!» A la altura de 1896 Caldos no veía que el reaccio-
narismo fuera un trasunto del pleito de la periferia con el centro sino un ata-
que frontal a la imagen colectiva y solidaria de la Nación. Su liberalismo se
había convertido en nacionalismo liberal.
Estos elementos de reflexión patriótica son muy explícitos en La fiera
(estrenada en diciembre de 1896) donde se encarnan en una historia de
amor —Berenguer y Susana— destinada a pugnar con la mentira. Berenguer
no quisiera engañar, como es propio de su condición de espía y conspirador,
pero se ve obligado a hacerlo en pleno territorio enemigo y, al cabo, advier-
te que tan crueles son los suyos (los intrigantes masones) como los reaccio-
narios que han constituido la Regencia de Urgell de 1822 en defensa de los
derechos de Fernando VII como rey absoluto, mientras éste había de acep-
tar en Madrid los gobiernos liberales del Trienio constitucional. Susana,
vitalista como las mejores heroínas galdosianas, educada en Francia, lo ve
claro: «No más guerrilleros, no más espadones, llámense realistas, llámense
patriotas.» Y el mismo Juan, su enamorado y fanático realista, reconoce que
«vivimos en pleno terror. España es una jaula de locos delirantes. Las ideas
no son ya ideas, sino furores. Luchamos ellos y nosotros no por vencer al
contrario, ni aun para someterlo, sino para destruirlo» (acto II, escena IV).
Todos son iguales: no dos fieras sino, como concluye Berenguer, «una sola
fiera, señor; una sola fiera con dos cabezas, la idea exaltada y el orgullo des-
pótico las engendraron» (acto III, escena VI). Aquí la reconciliación se hace
imposible; Berenguer habrá de matar, para poder huir de Urgel, a San Vale-
rio y al propio Juan y —al igual que sucedía en el final desesperado de La de
San Quintín, cuando Rosario y Víctor salen para América— Susana le exige
que «huyamos a regiones de paz» y el joven responde «con desvarío», «huya-
mos, sí; que estos... estos resucitan» (acto III, escena VIII).
El preocupante sometimiento de la normalidad y de la vida a los perver-
sos dictados del orgullo patriótico estuvo también presente en Gerona
(estrenada el 3 de febrero de 1893), donde de modo significativo el tema de
la locura se convierte en un leitmotiv capital de toda la trama: loca, por víc-
tima de la crueldad de la guerra, está Josefina Nomdedeu; desvaría Juan
Montagut, su antiguo enamorado, que llega a batirse por una futesa con
Alvaro Castillo; loco, el mismo Nomdedeu cuando roba la cesta de comida,
y locos benignos los jóvenes que, a las órdenes de Paquita, celebran un ban-
quete imaginario en la ciudad sitiada. Y, con todo, el caviloso Nomdedeu,
viejo racionalista, representa la razón frente al empecinamiento resistente
del general Álvarez de Castro (que sólo aparece significativamente mudo en
escena al final del acto III). Las palabras de Caldos —a través de Nomde-
deu— revelan el temor de un hombre que veía alzarse en los años 90 ame-
nazas y horrores que el país ya había conocido a comienzos del siglo xix:
268 José-Carlos Mainer

«¡La historia! ¡Que la parta un rayo! ¡Esa trompetera escandalosa no tiene


poca parte de culpa en los males que nos afligen! ... ¡La historia es el foco
miasmático de donde proviene la inhumana peste del heroísmo y de...!»
(acto III, escena X). Muy pronto, aquella invocación tendría triste realidad
a la vista del heroísmo baldío de la guerra de Cuba. Como escribía Caldos al
final de sus Memorias de un desmemoriado: «Con silencioso y traicionero
andar venía hacia España el siniestro 98.»
Los Estados Unidos a finales
del siglo xix
EDWARD MALEFAKIS
(Traducción: Gabriel Vázquez)

La historia de los Estados Unidos siempre ha oscilado entre períodos de


idealismo y de materialismo. La guerra de Independencia estuvo impregna-
da de idealismo, con el pueblo americano luchando para crear una nueva
sociedad basada en las libertades individuales. En la década de 1860, esta
tradición se expandió en una gran guerra civil contra la esclavitud. A princi-
pios del siglo xx, el idealismo americano intentó, en primer lugar, ampliar su
propia democracia a través del Movimiento Progresista, y después, bajo
Woodrow Wilson, buscó establecer las bases para la paz y la justicia entre
las naciones. En la década de 1930, Franklin Roosevelt redefinió la relación
entre el Estado y la sociedad para dar al gobierno un papel más activo y posi-
tivo en la ayuda a sus ciudadanos. Tras la Segunda Guerra Mundial, los Esta-
dos Unidos no utilizaron el inmenso poder que habían adquirido para lograr
ventajas imperialistas a corto plazo, sino que a través del Plan Marshall y
otras medidas, contribuyeron a la aparición de un nuevo y, a pesar de todos
sus defectos, mejor orden mundial. Y en la década de 1960, los idealistas
americanos lucharon, no sólo para detener la guerra de Vietnam, sino tam-
bién para mejorar las relaciones interraciales y establecer los derechos de las
mujeres y de grupos marginados, como los homosexuales y los disminuidos.
Intercalados con estas fases de idealismo, se dieron largos períodos en
los que predominó el materialismo. Las últimas dos décadas hemos vivido
una época de este tipo, con la llegada al poder del «reaganismo» y la nueva
mayoría republicana. Los años 20 de este siglo fueron otra era materialista,
y también lo fue el último tercio del siglo xix. Y aunque el largo período
transcurrido desde la firma de la Constitución hasta la guerra de Secesión es
más difícil de definir, el materialismo fue a menudo su rasgo predominante,
especialmente entre 1840 y 1860.
Mi intervención de hoy se centra en la época en que el materialismo
logró sus más altas cotas, en el último tercio del siglo xix. Nunca antes los
valores materialistas habían ganado tal trascendencia en los Estados Unidos;
270 Edward Malefakis

nunca después —al menos hasta ahora— dominarían durante tanto tiempo.
Los años 70, 80 y 90 del siglo pasado fueron «los años dorados» por exce-
lencia, una «era de codicia» como se la llamó en el título de un libro, una
«era de excesos» por usar el título de otro libro. Pero si estas décadas estu-
vieron muy lejos de ser las más nobles, también estuvieron entre las más
creativas y dinámicas de la historia de América. Tuvieron lugar extraordi-
narias transformaciones, que serían fundamentales en la creación de la
América del futuro. Es esta gran transformación en conjunto lo que quiero
analizar aquí, no sólo el desarrollo específico de los años 90, que fue una
parte de ella.
Mi estudio abarca desde prácticamente el final de la guerra civil hasta el
comienzo del siglo xx y se centra en tres temas principales: primero, el
asombroso cambio material que se produjo, convirtiendo a los Estados Uni-
dos de una potencia más en una auténtica superpotencia, aunque pocos se
dieran cuenta en aquel momento. Segundo, los efectos de esta transforma-
ción material en la sociedad americana. Y por último, el impacto de los cam-
bios antes citados en la visión que América tenía de sí misma, en lo que
podría llamarse su orientación espiritual.
Ya desde los días de Napoleón y Tocqueville, los observadores perspica-
ces habían previsto el inmenso poder que algún día tendrían los Estados
Unidos. Pero este poder aún no se había manifestado en 1870. Desde luego,
los Estados Unidos se habían convertido ya en una de las naciones punteras
del mundo, pero no había ningún aspecto de la vida en el que se pudiera
considerar líder mundial. Demográficamente, sus 40 millones de habitantes
estaban por debajo de los 41 millones de Alemania, y no superaban en
mucho los 36 millones de Francia. En industria tampoco era aún un líder. En
cuanto a las dos materias primas más importantes de la época, carbón y hie-
rro, su producción era similar a la de Alemania y aproximadamente una ter-
cera parte de la de Inglaterra; además, en la nueva industria del acero que se
estaba desarrollando estaba muy por detrás de estas dos naciones. En el pro-
ducto de consumo del momento, textiles de algodón, las fábricas de los Esta-
dos Unidos disponían de un huso por cada cinco de los ingleses. En trans-
portes, la flota mercante americana era menor que la inglesa y se adaptaba
más lentamente a la nueva era de barcos de vapor. En finanzas, Estados Uni-
dos era un enano frente a Inglaterra, y tal vez también frente a Francia y Ale-
mania. Esto último sucedía a una escala pasmosa; por ejemplo, en 1869
había en los Estados Unidos una inversión extranjera quince veces superior
a la inversión americana en otros países.
Al estar relativamente poco industrializados, los Estados Unidos estaban
también menos urbanizados que las naciones más avanzadas de Europa. La
ciudad más grande, Nueva York, tenía un tamaño menor que el de París y
unas dos quintas partes del de Londres en 1870. Tomando el sector urbani-
zado en su totalidad, sólo el 10 por 100 de la población de América vivía en
ciudades de más de 100.000 habitantes, por un 26 por 100 de la de Gran
Bretaña. En ciudades tan nuevas y pequeñas, también las instituciones cul-
Los Estados Unidos a finales del siglo xix 271

turales estaban menos desarrolladas. Nueva York aún no tenía una orquesta
sinfónica importante, ni un palacio de la ópera, ni un museo. Cualquier
evento cultural de altura que se disfrutaba en Estados Unidos era traído por
artistas europeos. La ingeniería ya era fuerte, pero la ciencia y la matemáti-
ca estaban muy por debajo de los niveles europeos. Lo mismo ocurría en
otros campos del saber. La primera revista profesional histórica, por ejem-
plo, no se creó hasta 1895, casi cuatro décadas después que su equivalente
alemán y dos décadas más tarde que el francés. Una de las enseñas de la
América de hoy en día, su sistema de enseñanza superior, no estaba aún
desarrollado. No existía ninguna auténtica universidad, solamente pequeñas
escuelas universitarias, la mayor de las cuales, Harvard, tenía menos de mil
alumnos. Y aún habría de pasar décadas antes de que un intelectual esta-
dounidense tuviese una repercusión importante fuera de su país.
Solamente en la agricultura eran los Estados Unidos claros líderes. Pro-
ducían menos trigo que Francia, y mucha menos cebada y avena que Fran-
cia y Alemania. Pero estaba sobradamente compensado por su abrumadora
supremacía en otros productos. Su cosecha de maíz era varias veces mayor
a la de toda Europa junta, y ningún país del mundo se le acercaba en la cría
de ganado vacuno y ovino. América también era el número uno en el culti-
vo de algodón y tabaco. Fue gracias a su fuerza como nación agrícola, y
como proveedora de otras materias primas, como madera y productos mine-
rales, que los Estados Unidos pudieron participar del comercio mundial
durante la mayoría del siglo xix. Por ejemplo, en 1870, menos de una quin-
ta parte (18,6 por 100) del valor de las exportaciones norteamericanas pro-
venía de bienes manufacturados o semimanufacturados. Más de cuatro
quintas partes se obtenían del sector primario.
Todo esto cambió radicalmente durante las tres últimas décadas del si-
glo xix. Para 1900, los Estados Unidos casi habían duplicado su población,
convirtiéndose en el mayor de los países desarrollados por mucho, con vein-
te millones de habitantes más que Alemania y casi cuarenta más que Fran-
cia. Su crecimiento económico fue aún más asombroso. Este período de la
llamada «segunda Revolución Industrial» vio un desarrollo industrial sin
precedentes en toda Europa, en especial en Alemania. Pero los avances
europeos palidecían ante lo que ocurría en los Estados Unidos. De estar por
detrás de Gran Bretaña y Alemania en producción de carbón, hierro y ace-
ro, ahora les superaron ampliamente. En hierro y carbón, la producción se
multiplicó por ocho en tres décadas, llegando a ser un tercio mayor que la
de cualquiera de sus dos rivales. En acero, el cambio fue aún más especta-
cular, ya que para entonces la producción americana se acercaba a la de Ale-
mania y Gran Bretaña juntas. Y más aún, con el petróleo, América añadió
una nueva e inmensa fuente de potencial industrial a su arsenal que ningu-
na otra nación desarrollada (si exceptuamos la dudosamente desarrollada
URSS) tendría jamás. Al mismo tiempo que iba ganando esta supremacía
industrial, consolidaba su posición en otros campos. En transportes, cons-
truyó casi el doble número de kilómetros de ferrocarril que toda Europa jun-
272 Edward Malefakis

ta, incluida Rusia. En finanzas, los depósitos de los bancos norteamericanos


se multiplicaron entre 1870 y 1900 por 6,5 a precios constantes. Y en agri-
cultura, la superioridad de los Estados Unidos se hizo aun mayor que antes.
Con la apertura de nuevos y vastos territorios en el Oeste, y la aplicación
cada vez mayor de conocimientos tecnológicos, las cosechas de casi todos
los productos crecían rápidamente. Si se combinan todos los cereales excep-
to el maíz, la producción durante estas tres décadas creció en Francia y Ale-
mania en un 27 por 100 mientras que en los Estados Unidos aumentó en
un 277 por 100, diez veces más. Y si se añade el maíz, la desproporción es
aún mucho mayor. Nunca antes había una nación aumentado las bases mate-
riales de su civilización tan rápidamente en comparación con el resto del
mundo, con la posible excepción de Gran Bretaña durante la Revolución
Industrial original. Nunca después darían los Estados Unidos un salto tan
grande hacia delante con respecto a los demás, excepto quizá en las dos gue-
rras mundiales, cuando sus principales competidores se destrozaron en con-
flictos fratricidas.
Un progreso material tan extraordinario no podía haber sucedido sin
unos cambios fundamentales en los valores sociales subyacentes. En el últi-
mo tercio del siglo xix, por primera vez, los intereses empresariales empe-
zaron a dictar su ley. Aunque la vieja visión jeffersoniana de una América
agraria, bucólica, no estaba del todo extinta, ahora daba paso a una Améri-
ca de industriales y empresarios. Lo mismo ocurría con las viejas élites; los
personajes locales y regionales que habían dominado la sociedad americana
hasta entonces, quedaron a partir de este momento en segundo plano, por
detrás de los nuevos ricos con negocios a nivel nacional. Una nueva pers-
pectiva de pensamiento, el darwinismo social, en la forma especialmente
dura que le dio el filósofo más influyente del momento, Herbert Spencer,
pervirtió el viejo ideal americano de individualismo, transformándolo de un
valor que ensalzaba a las personas de cualquier estrato social, a una división
de la sociedad entre los que triunfaban y los que fracasaban. Al mismo tiem-
po, surgió una nueva mitología para disfrazar la extrema polarización de la
sociedad que implicaba el darwinismo social. Esto se mostró claramente en
las novelas del tipo de las de Horacio Alger, con personajes que pasan de
«los harapos a la riqueza», y que fueron publicadas por cientos y disfrutaron
de una extraordinaria popularidad desde 1870 hasta finales de siglo.
La religión no opuso mucha resistencia al ascenso de los intereses mer-
cantiles. Durante la mayor parte de este período, los Estados Unidos siguie-
ron siendo un país de abrumadora mayoría protestante, y de un protestan-
tismo que tendía a ser severo y estrecho, carente del fervor que lo había
caracterizado en ocasiones anteriores, y muy dispuesto a aceptar el darwi-
nismo social de la sociedad seglar contemporánea.
Tampoco el Estado ofreció un contrapeso suficiente. Aunque los Estados
Unidos y España diferían radicalmente en casi todo, en esta época compar-
tían algunos rasgos políticos. Los partidos políticos americanos eran tan gri-
ses y carentes de objetivos como los españoles. Los republicanos habían
Los Estados Unidos a finales del siglo xix 273

dejado de ser el partido de Abraham Lincoln y los demócratas aún no habían


sido transformados por Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y Harry Tru-
man. Existía un vacío ideológico, que producía unos efectos de pasividad y
falta de inspiración en el gobierno parecidos a los de la España caciquista.
De vez en cuando, algún tipo de legislación aparentemente progresiva sería
aprobada pero, como sucedió en España con la Ley de Sufragio Universal
de 1890, con poco efecto; su aplicación fue limitada, debido a la debilidad del
poder ejecutivo y a las interpretaciones perversas que de la ley hacía el muy
conservador sistema judicial de la época. La alternancia en el gobierno de
republicanos y demócratas constituyó un curioso caso de turno pacífico, en el
que ninguno de los dos partidos tenían la visión o la voluntad para afrontar
los gigantescos problemas que el cambio socioeconómico acumulaba a su
alrededor. El contraste entre la pasividad estatal y el dinamismo empresarial
queda claro al pensar en los nombres que recordamos de este período. Los
presidentes Hayes, Garfield, Arthur, Cleveland, Harrison e incluso McKinley
son actualmente personajes brumosos, mientras que los grandes hombres de
negocios —Rockefeller, los Vanderbilt, Carnegie y J. P. Morgan— dominan la
memoria popular de esa época.
En cierto sentido, los Estados Unidos tenían aún más problemas que Es-
paña a causa de su especialmente débil gobierno central. Él crecimiento eco-
nómico y la pujanza demográfica de la América del siglo xix tuvieron menos
repercusión en los altos poderes del Estado que en ninguna otra sociedad en
la historia. El gobierno central era capaz de organizar esfuerzos masivos en
tiempos de crisis, como había quedado demostrado en la guerra civil. Pero
en tiempo de calma, la vieja tradición de un Estado débil se reafirmaba. Hoy
en día nos sorprende hasta qué punto esto era cierto. Entre 1877 y 1893, por
ejemplo, el ejército y la Armada de Estados Unidos sumados nunca alcanza-
ron los 40.000 hombres, es decir, la mitad que las fuerzas armadas españo-
las, aunque la población de los Estados Unidos era cinco veces mayor que la
de España. Si analizamos los datos presupuestarios, dado que aquellos refle-
jan todas las actividades de un Estado, Washington representaba menos de
una tercera parte del total del presupuesto gubernamental. Los gobiernos
estatales gastaban cerca de una octava parte. Así, la mayoría de los fondos
públicos (casi un 60 por 100) se desembolsaban en los miles de municipios
repartidos por todo el país. El poder financiero del Estado estaba dispersado
hasta un punto inimaginable en Europa desde el siglo xvn, e impensable en
los Estados Unidos actualmente. Igualmente impensable es el hecho de que
de los escasos ingresos que recibía el gobierno federal, más de la mitad pro-
cedían de aranceles aduaneros, y poco más de un tercio de los impuestos.
Con unos poderes fiscales tan limitados, Washington no podía ejercer
mucho control sobre las grandes empresas aunque quisiera, y además la ideo-
logía dominante no le permitía ni planteárselo. Entre 1870 y 1900, los Estados
Unidos se acercaron al máximo al cumplimiento del sueño liberal del siglo xix
de un «Estado guardián», que se limitara a proteger la legalidad existente y a
arbitrar las diferencias que surgieran, no entre clases sociales, sino entre inte-
274 Edward Malefakis

reses de propietarios enfrentados. Tampoco los gobiernos estatales y locales


podían hacer lo que el gobierno central no hacía. Los municipios solían estar
controlados por los intereses de cualquier negocio importante que existiese
allí, y lo mismo sucedía con los gobiernos estatales, en especial en territorios
nuevos con poca población, donde los intereses mineros y del ferrocarril eran
muy poderosos. Este es el sistema de fuerzas que subyacía en la utopía del
hombre de negocios de finales del siglo xix: los impuestos eran casi inexisten-
tes; las compañías de ferrocarril y madereras, los ganaderos y la minería reci-
bían enormes concesiones de tierra por parte de los gobiernos federal y esta-
tales; a nivel local y estatal, los gobiernos respondían a menudo a las huelgas
llamando a la policía o a la milicia para aplastar a los trabajadores.
Las clases trabajadoras, menos organizadas en los Estados Unidos que en
la mayor parte de Europa al haber un gran número de obreros que eran inmi-
grantes indefensos, eran claras víctimas de la ética social reinante. Otros gru-
pos fueron también olvidados en este frenesí de enriquecimiento. Para uno de
estos grupos, los indios, esto no era nada nuevo, ya que habían sido maltrata-
dos constantemente desde el siglo xvii sin que ninguna voz se alzara en su
defensa. Pero el capítulo final y quizá el más cruel de su destrucción se escri-
bió en este período, cuando el ferrocarril facilitó el acceso a las tierras del Oes-
te donde se habían refugiado las últimas tribus libres. A medida que se descu-
brían recursos minerales en estas áreas, y los blancos llegaban en gran número
reclamando las tierras para el cultivo y la cría de ganado, los indios eran expul-
sados sin piedad de sus territorios y confinados en pequeñas regiones estériles
en las que apenas podían subsistir. Las «guerras indias», como se las llamó, se
convirtieron en la principal actividad del ejército; se trataba de masacres con
un solo ganador posible, y llevaron a los indios a un grado de desesperación tal
que muchos se adhirieron a las nuevas religiones de la Danza Fantasma, las
cuales buscaban una trágica recuperación de esperanza prometiendo a sus
seguidores hacerlos invulnerables a las balas del hombre blanco mediante cier-
tos rituales.
Los negros fueron las otras víctimas indirectas de la nueva fiebre mate-
rialista. Desde 1840 hasta finales de la década de 1860, se habían beneficia-
do de las campañas de los blancos del Norte, no sólo para abolir la esclavi-
tud, sino también para asegurarles la igualdad en todo. Pero este idealismo
se desvaneció rápidamente después de la guerra civil, y a partir de 1870 el
recién derrotado Sur, donde aún vivía la gran mayoría de los negros, pudo
montar un contraataque a todos los niveles. A medida que las leyes de Jim
Crow y los linchamientos se extendieron, la idea de igualdad para los negros
se convirtió en una burla; les habían rescatado de la esclavitud para sumir-
los en una servidumbre en muchos aspectos peor que la medieval o la zaris-
ta, ya que la suya venía acompañada de una hostilidad abierta de toda la
sociedad. Aún podía oírse voces de protesta, pero la actitud general en el
resto del país era la de aceptar cada vez más la interpretación de los blancos
del Sur de los acontecimientos. Este movimiento culminó en 1896, cuando
al aprobar la perniciosa doctrina «separados pero iguales», el Tribunal Su-
Los Estados Unidos a finales del siglo xix 275

premo legalizó el apartheid «de facto» que había surgido en el Sur, permi-
tiendo que el asunto permaneciera sin ser cuestionado hasta 1950.
El nuevo materialismo también afectó a la política exterior, aunque
menos directamente de lo que se suele creer. Algunos empresarios opinaban
que los Estados Unidos debían extender su poder en el extranjero para
garantizar mercados externos para sus cada vez mayores excedentes de pro-
ducción; otros pedían protección para sus inversiones particulares, en Cuba
por ejemplo. Pero en conjunto, empresarios y banqueros no mostraban gran
interés por una política exterior activa, ya que ésta representaría un aumen-
to de los impuestos y podría llevar a un aumento del poder estatal que des-
truiría la utopía del «Estado guardián» en la que vivían. De hecho, una de las
varias fuentes del incipiente imperialismo de la década de 1890 tenía un
trasfondo curiosamente anticomercial: unos pocos intelectuales aducían que
el progreso material no era una causa suficientemente noble para la vida de
la nación, y que los Estados Unidos debían buscar la gloria fuera de sus fron-
teras. Otra fuente, más fuerte, era el racismo que empapaba América gracias
a la mezcla de darwinismo social y protestantismo cerrado que hemos visto
antes; exceptuando a los ingleses, alemanes, y quizá franceses, el mundo
estaba habitado por gentes débiles y fracasadas (entre ellos los españoles) a
los que les vendría bien una inyección de energía americana.
A pesar del extendido desprecio por los extranjeros y los extraordinarios
avances materiales que había experimentado, América no se sentía tan segu-
ra como la arrogante autoconfianza del momento parecía sugerir. Como
todos los booms económicos, éste fue interrumpido por un crack en 1893,
que durante tres años sumió a la nación en la peor depresión que sufriría
hasta la bancarrota mundial de los años 30. Al mismo tiempo, los intelec-
tuales empezaron a lamentar el final de la frontera; el extraordinario don
natural de que había disfrutado América durante tanto tiempo, abundante
tierra virgen, parecía estar agotado. Además, una nueva ola de radicalismo
había empezado a cuajar entre los trabajadores industriales a finales de la
década de 1880, se había extendido a los pequeños granjeros a principios de
los 90, y empezaba a tener representación política en el movimiento popu-
lista. Por último, la élite americana estaba preocupada porque el imperialis-
mo europeo en África y Asia podía hacer inútil el crecimiento industrial de
los Estados Unidos cerrando los mercados mundiales a sus productos.
Pero, al contrario de lo que se ha afirmado muchas veces, los Estados
Unidos no fueron a la guerra con España para evitar una revolución social
ni como un primer paso hacia el imperialismo. Estos factores existían, pero
eran sólo dos elementos de una compleja mezcla de causas. El movimiento
populista ya había sufrido un serio retroceso en las elecciones de 1896, y la
alianza entre los obreros industriales y los pequeños granjeros empezó a des-
moronarse en vez de fraguar. Hawai, Puerto Rico y las Filipinas podían ser
anexionados y Cuba convertida en un protectorado, pero la debilidad intrín-
seca del imperialismo americano se ponía de manifiesto no sólo por la fuer-
te oposición interna a estas acciones, sino también por la ausencia de con-
276 Edward Malefakis

secuencias importantes derivadas de ellas. Para Estados Unidos, la guerra


de 1898 fue en exceso breve y fácil para tener consecuencias estructurales
profundas del tipo que tuvo para España. Generó algunos cambios margi-
nales, sin duda, se hizo más pronunciada la ya posesiva actitud norteameri-
cana hacia el Caribe, la modernización de la Marina iniciada en 1890 avan-
zó con mayor rapidez, y las fuerzas armadas estadounidenses no volverían
a descender por debajo de los 100.000 hombres, más del doble de las déca-
das de 1870 a 1890. Pero dado que la frontera norteamericana no estaba
totalmente cerrada, Estados Unidos siguió primordialmente preocupado por
el desarrollo de su propia economía y el resto del mundo continuó parecien-
do excesivamente remoto para que los norteamericanos otorgaran una fuer-
te prioridad a la política exterior. Esto queda avalado por la respuesta esen-
cialmente pacífica que dio Washington a la crisis de China del año 1900, a
la guerra Ruso-Japonesa de 1904-1905, y a otra serie de crisis que conmo-
cionaron al mundo hasta 1914 y en este año. A pesar de su mayor número
de soldados y al programa de construcción naval, y pese al activismo en polí-
tica exterior de Theodore Roosevelt (primer presidente verdaderamente
fuerte desde Lincoln), Estados Unidos siguió privándose de los materia-
les fundamentales de guerra: hombres y dinero. Aun con 100.000 hombres,
las fuerzas armadas norteamericanas no eran más que una fracción de las de
cualquiera de las cinco grandes potencias europeas. E incluso en fecha tan
tardía como 1913, en vísperas de la gran Guerra Mundial, los gastos del
gobierno federal seguían siendo menos de la mitad de los de las autoridades
estatales y locales.
A comienzos de siglo empezaron a producirse, claro está, cambios im-
portantes, pero sus causas fueron casi enteramente internas y principalmen-
te surgidas de la reacción contra los excesos materialistas que habían carac-
terizado las tres décadas precedentes. El sustrato profundamente idealista
de Estados Unidos empezó a reafirmarse una vez más. Dicha reafirmación
adoptó formas tan diversas que no es posible analizarlas aquí; pero entre las
más perceptibles de las nuevas corrientes aparecidas en torno a 1900 se
encuentran las siguientes:

a) La aparición de una corriente contraria al mundo financiero que,


aunque no llegó a ser predominante, adquirió, no obstante, gran fuerza den-
tro del sistema de valores norteamericano. Esta corriente no iba dirigida
contra el ámbito de los negocios en general, sino contra las grandes empre-
sas que tan poderosas habían llegado a ser en los decenios anteriores. En el
nivel gubernamental se manifestó a partir de 1901 con la vigorosa aplica-
ción de la legislación anti-trust existente desde 1890, pero nunca seriamen-
te impuesta hasta entonces. En la sociedad, este cambio se reflejó en un des-
censo de popularidad de la literatura del estilo de Horatio Alger, en la que se
exaltaba la riqueza, y en el enorme éxito que empezaron a tener escritores
que denunciaban los excesos capitalistas, como Lincoln Steffens y Upton
Sinclair.
Los Estados Unidos a finales del siglo xix 277

6) El cambio, más gradual, que empezó a percibirse entre las mismas


clases acaudaladas. El despilfarro que había caracterizado los años de 1880
y 1890, en que se construyeron las grandes mansiones de la Quinta Aveni-
da y los lujosos palacetes de Newport, fue cediendo lentamente ante nuevas
convenciones que hacían hincapié en la obligación de los adinerados de
emplear al menos una parte de su riqueza en beneficio de la sociedad.
Andrew Carnegie fue pionero de este cambio en la década de 1890, pero
hasta el primer decenio del nuevo siglo no se consolidó con cierta consis-
tencia la sistemática filantropía a gran escala que ha sido una de las virtudes
del capitalismo estadounidense desde entonces.
c) La nueva sensibilidad se reveló también en la estima de que fueron
objeto reformadores sociales de la índole de Jane Addams y Jacob Reis, y en
la aparición de movimientos reformistas urbanos para luchar contra la
corrupción municipal y las míseras condiciones de vida de los indigentes de
las ciudades. También después de 1900, con el crecimiento de la AFL (Ame-
rican Federation of Labor) y la mayor frecuencia de fallos judiciales a su
favor, empezaron los sindicatos obreros a poseer cierta continuidad y esta-
bilidad. Todas estas fuerzas, y otras más, cristalizaron en el Movimiento Pro-
gresivo que iba a revitalizar la política norteamericana en el siguiente dece-
nio. Desde luego, ni dicho movimiento ni la nueva sensibilidad que subyacía
al mismo tenían mucho que ofrecer a negros e indios; para la mayoría de
los blancos, tanto aquellos como sus padecimientos siguieron siendo tan
invisibles como antes.
d) Esta nueva sensibilidad vino acompañada por la gestación de una cul-
tura más sofisticada, en la que parcialmente quedó plasmada, con la creación
de las instituciones culturales que habían faltado en los años 1870 —una
amplia red de bibliotecas, importantes universidades dedicadas a la investi-
gación, museos, salas de conciertos, etc.— y con la aparición por primera vez
de intelectuales y artistas de categoría mundial como Henry James, William
James y John Singer Sargent.
e) También operaron factores aun más intangibles. Aunque es difícil
demostrar la relación, el nuevo talante posterior a 1900 reflejaba también
el gran cambio demográfico que estaba produciéndose. Por primera vez,
Estados Unidos dejó de ser una sociedad abrumadoramente protestante y
empezó a avanzar rápidamente hacia la sociedad multi-étnica y multi-reli-
giosa que es hoy día. En 1870, el 86,5 por 100 de todos los residentes naci-
dos en el extranjero provenían de Gran Bretaña, Alemania, Escandinavia e
Irlanda, y sólo el 1,7 por 100 eran oriundos de Europa oriental y meridio-
nal. Hacia 1900, las cifras respectivas eran 66,4 por 100 y 19,4 por 100, y
al llegar 1920 las proporciones se habían invertido; en aquel momento,
eran menos numerosos los europeos del norte (39,6 por 100) que los del
este y el sur (45,7 por 100) entre los habitantes de origen extranjero. Espa-
ña (que tuvo siempre —tanto en el pasado como en el futuro— con dife-
rencia las tasas más bajas de emigración a Estados Unidos en relación a su
población) fue el único país que no contribuyó en esta riada. Los inmi-
278 Edward Malefakis

grantes afluyeron desde todos los demás puntos de la periferia europea,


acrecentando la heterogeneidad de los sistemas de valores de Estados Uni-
dos. Los judíos de Rusia y Europa oriental, que junto a los italianos fueron
los más numerosos de los nuevos inmigrantes, resultaron de especial im-
portancia a este respecto.
Por éstas y otras razones, el crudo materialismo que había caracterizado
el último tercio del siglo xix fue sustituido a partir de 1900 por unos Esta-
dos Unidos más complejo y más idealista. Sin embargo, no había sido el ma-
terialismo lo que había inducido a Estados Unidos a ir a la guerra contra
España, dado que en modo alguno constituyó la base de ninguna de sus ini-
ciativas menores en política exterior del período 1870-1900. Aquel duro
materialismo se expresó, más bien, en relación ante todo con los asuntos
internos de este gran país-continente, cuyas vastas dimensiones y aislamien-
to había sido siempre causa de que se preocupara primordialmente por sí
mismo, una característica que sólo finalizaría con las dos guerras mundiales
del siglo xx.

También podría gustarte