Visperas Del 98 - Fusi, Juan Pablo
Visperas Del 98 - Fusi, Juan Pablo
Visperas Del 98 - Fusi, Juan Pablo
VÍSPERAS DEL 98
Orígenes y antecedentes de la crisis del 98
BIBLIOTECA NUEVA
SEGUNDA EDICIÓN
ISBN: 84-7030-435-6
Depósito Legal: M-66-2000
Impreso en: Rogar, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
1
Santos Julia, «Anomalía, dolor y fracaso de España», Claves de razón práctica, 66,
octubre, 1996, págs. 10-21.
2
José M. Jover Zamora, 1898. Teoría y práctica de la redistribución colonial, Ma-
drid, 1979.
12 Juan Pablo Fusi y Antonio Niño
3
Arno }. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra,
Madrid, Alianza, 1986.
14 Juan Pablo Fusi y Antonio Niño
1
Texto ampliado de la conferencia inaugural del Congreso «Antes del Desastre: oríge-
nes y antecedentes de la crisis del 98», pronunciada en la Facultad de Geografía e Historia de
la UCM, el 23 de noviembre de 1995.
16 José M. Jover Zamora
2
Segismundo Moret, Memoria sobre política internacional, Madrid, 30 de noviembre
de 1888, Archivo de Palacio, Secretaría Particular de S.M., leg. 1008 m.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 17
3
El desarrollo global de este tema, al que he dedicado una larga investigación basada
principalmente sobre fuentes literarias y que aquí me limito a resumir en sus líneas genera-
les, verá la luz en el tomo XXXVII-2 de la Historia de España Menéndez Pidal, dedicado a
la cultura española de la época de la Restauración.
4
Arno J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen. Europa hasta la Gran Guerra
(Versión española: Madrid, Alianza Editorial, 1984), págs. 255 y sigs.
5
Apud Michel Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Barcelona,
Crítica, 1981, pág. 121. La referencia de Vovelle remite a la obra clásica de Georges Le-
febvre, Quatre-vingt-neuf, París, 1939.
6
Algo esbocé sobre tal tema en una conferencia sobre La Historia desde la época
actual, que tuve ocasión de pronunciar en el Salón de Grados de la Facultad de Derecho de
la Universidad Complutense el 8 de mayo de 1996, mientras redactaba estas páginas para su
publicación. La amable invitación del Decano de esta Facultad y de su catedrático de Histo-
ria del Derecho, profesor José Manuel Pérez-Prendes, me permitió ordenar provisionalmente
mis ideas sobre un tema realmente apasionante.
18 José M. Jover Zamora
7
Benito Pérez Caldos, Cronicón (1883-1886). Vol. VI de las Obras inéditas ordenadas
y prologadas por Alberto Ghiraldo, Madrid, Renacimiento, 1924, págs. 315-316.
8
Cfr. los dos primeros párrafos de la crónica mencionada, «Funerales de un Rey», con
la doble repulsa frente a los pronunciamientos y a la represión sangrienta que manifestará la
novela —tan hondamente autobiográfica—Ángel Guerra.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 19
9
Augusto Vivero, Antología de las Cortes de 1891 a 1895, Madrid, Congreso de los
Diputados, 1913, págs. 505-506.
10
Vid. Carlos Seco Serrano, Militarismo y civilismo en la España contemporánea,
Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984, págs. 221 y sigs. Véase también: Agustín
R. Rodríguez, El conflicto de Melilla en 1893, en «Hispania», tomo XLIX/171, Madrid, Cen-
tro de Estudios Históricos, CSIC, 1989, págs. 235-266. Cfr.: José Várela Ortega, Aftermath
ofSplendid Disaster: Spanish Politics before and after the Spanish American War of 1898,
en «Journal of Contemporary History», SAGE, London and Beverly Hills, vol. 15, 1980, pági-
nas 317-344.
11
Vid. Agustín Rodríguez, El conflicto de Melilla..., cit. supra.
20 José M. Jover Zamora
12
Melchor Fernández Almagro, Cánovas. Su vida y su política, Madrid, Ediciones
Ambos Mundos, 1951, págs. 549 y sigs.
13
Con posterioridad a la fecha en que fue pronunciada esta conferencia, vio la luz mi
introducción al tomo XXXVIII de la Historia de España Menéndez Pidal (La España de
Alfonso XIII. El Estado y la política, 1902-1931), Madrid, Espasa Calpe, 1995, 2 vols., en la
que trato algunos aspectos del 98 estrechamente relacionados con estas páginas; véase espe-
cialmente págs. LXXIX y sigs.
14
Ibid.
15
Rafael Altamira, palabras iniciales del prólogo a la primera edición de su Psicología
del pueblo español (1901). Me he referido a esta actitud de Altamira en una reciente mono-
grafía sobre Restauración y conciencia histórica, de próxima publicación, en AAW, España.
Reflexiones sobre el ser de España, Madrid, Real Academia de la Historia.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 21
16
En mi conferencia sobre Restauración y conciencia histórica, cit. en nota anterior.
17
En 1889, la conmemoración de sendos centenarios —el primero de la Revolución
francesa y el XIII de la Unidad católica, cifrada en la conversión de Recaredo al catolicismo—
viene a exasperar, desde motivaciones contrapuestas, la sensibilidad integrista. La revista
Mensajero del Corazón de Jesús y del Apostolado de la Oración, dirigida por padres de la
Compañía de Jesús, prestó una atención asidua a ambas conmemoraciones. El balance del 89,
que aparece en los números de la revista correspondientes a los últimos meses de tal año,
puede parangonarse con el que hemos visto formular por Caldos sobre 1885, si bien des-
de puntos de vista muy distintos. Véase al respecto la excelente obra de Manuel Revuelta, La
Compañía de Jesús en la España contemporánea, tomo II: «Expansión en tiempos re-
cios, 1884-1906», que cubre exactamente, como puede verse, la transición intersecular,
Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1991, especialmente, cap. IV.
18
Ramón Albo y Martín, «La caridad en el siglo xix. Barcelona», en AAW, Algunas ideas
sobre el siglo xix, Barcelona, Obra de Buenas Lecturas, 1901, pág. 157. Las palabras subra-
yadas en el texto lo están en el original. Como en unas palabras de Caldos que menciono más
arriba, llama aquí la atención la consideración del siglo transcurrido, no ya como parte del
propio pasado, sino como algo muerto y enterrado.
22 José M. Jover Zamora
19
Hans Hinterháuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, Taurus, 1980, pág. 18. La
primera edición alemana de esta obra —básica para establecer la correlación entre el «fin de
siglo» español y sus coordenadas europeas— es de 1977, Munich, Wilhelm Fink Verlag.
20
Maurice Baumont, L'essor industriel et rimpérialisme colonial (1878-1904),
tomo XVIII de la colección Peuples et Civilisations. Histoire Genérale, dirigida por Louis Hal-
phen et Philippe Sagnac, París, Presses Universitaires de France, 1949, 2.a edic., pág. 134.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 23
21
Véase mi introducción, cit. supra, al tomo XXXVIII-1 de la Historia de España Menén-
dez Pidal (La España de Alfonso XIII. El Estado y la política), especialmente págs. XLVIII-LXI.
22
El lector encontrará una visión de conjunto del cambio cultural aludido en el texto, en
la obra de Roland N. Stromberg, Historia intelectual europea desde 1789, traduc. española,
Madrid, Debate, 1990, cap. 5, «La crisis del pensamiento europeo, 1880-1914».
24 José M. Jover Zamora
23
Maurice Baumont, ob. cit., pág. 557.
24
Un buen resumen encontrará el lector en la Historia crítica del pensamiento español,
de José Luis Abellán, tomo V (II), Madrid, Espasa Calpe, 1989.
25
Jaume Vicens i Vives, Els catalans en el segle XIX, Barcelona, Teide, 1958, edición
especial de la primera parte del vol. XI de la colección «Biografíes catalanes», serie histórica,
página 295.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 25
país 26. En las novelas realistas del período indicado no es raro encontrar
alusiones poco entusiastas a tales corrientes de pensamiento. Más inme-
diato impacto producirá en la sensibilidad de escritores y artistas españo-
les otra influencia nórdica que, en realidad, no constituía una novedad en
sí misma a la altura de 1885, ya que estaba presente en su cultura de ori-
gen —Rusia— desde dos décadas atrás. Pero que penetra en España, a tra-
vés de Francia, con relativa rapidez gracias a la iniciativa de Emilia Pardo
Bazán.
26
Es significativo el hecho de que Gonzalo Sobejano comience su espléndido estudio
sobre Nietzsche en España (Madrid, Credos, 1967), con una primera parte dedicada a
«Nietzsche y la generación de 1898»; es recomendable, sin embargo, la lectura de las páginas
que hacen referencia a la crítica española en torno a Nietzsche hasta 1900 (págs. 36-67), y a
«los antecesores» (págs. 153-192), por las indicaciones relativas a escritores de la época ana-
lizada en estas páginas.
26 José M. Jover Zamora
27
Primera edición rusa: 1865. Bueno será advertir que doña Emilia transcribe, inspi-
rándose en la grafía francesa, «Turguenef», «Tolstoy» y «Dostoyeusky» (vid. pág. 4). Los
veinte años transcurridos entre la edición original de la novela que tanto conmovió a Pardo
Bazán, y su recepción en Francia, y a través de Francia en España, aportan un dato de interés
para entender la medida en que tanto la distancia geográfica como, sobre todo, el idioma
constituyen, hasta el inicio de la transición intersecular, sendas barreras entre las dos Euro-
pas: oriental y occidental. No está de más recordar, en este punto, que la alianza franco-rusa
—uno de los pilares del sistema europeo hasta mediados del siglo xx— data de 1891-92.
28
La revolución y la novela en Rusia, edic. cit., pág. 3.
29
Ibid., pág. 23-24.
30
Ibid., pág. 10.
28 José M. Jover Zamora
han subyugado la inteligencia. Rusia es, ante todo, un enigma: otros lo resuel-
van si tanto alcanzan; yo no pude31.
31
Ibid., pág. 445; párrafo final de la obra.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 29
32
Véase Juan Ignacio Palacio Morena, La institucionalización de la reforma social en
España, 1883-1924: La Comisión y el Instituto de Reformas Sociales, Madrid, Ministerio de
Trabajo y Seguridad Social, 1988, especialmente págs. 3-51.
33
Hay una excelente edición facsímil de estos cinco volúmenes, al cuidado de Santiago
Castillo, Madrid, Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1985.
34
Topografía médica de Valencia y su zona, Valencia, 1878.
35
Estudios médico-topográficos de Sevilla acompañados de un plano sanitario-demo-
gráfico y 70 cuadros estadísticos, Sevilla, Librería de Tomás Sanz, 1882. Del mismo, Madrid
bajo el punto de vista médico-social, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1902; hay una edi-
ción preparada por Carmen del Moral, Madrid, Editora Nacional, 1979. El doctor Hauser es
autor también de un artículo sobre «El pauperismo en Andalucía y singularmente en Sevilla»,
en Revista de España, núms. 381-382; Madrid, 1884.
30 José M. Jover Zamora
36
Jean-Marie Mayeur, Les debuts de la Troisiéme République, 1871-1898, París, Édi-
tions du Seuil, 1973, págs. 193-195.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 31
37
Como tendremos ocasión de observar más adelante, el padre Luis Coloma, motivado
sin duda tanto por su extracción social como por su condición de andaluz que vivió las jor-
nadas del 73 y del 92 en tierras jerezanas, se manifestará fiel, a lo largo de su larga trayecto-
ria de escritor, a la concepción conservadora del «pueblo sano» a que acabo de aludir en el
texto.
38
Vid. especialmente, en el sentido apuntado en el texto, Fortunata y Jacinta, parte I,
capítulo V «Viaje de novios». El lector encontrará una referencia más detenida a esta novela,
en cuanto expresión de la sensibilidad social de Caldos, en una conferencia sobre «Caldos en
la crisis de fin de siglo» que preparo actualmente para el VI Congreso Internacional Galdo-
siano que se celebrará en Las Palmas de Gran Canaria en junio de 1997.
32 José M. Jover Zamora
39
Nelly Clemessy, Emilia Pardo Bazán romanciére (La critique, la théorie, la pratique).
París, Centre de Recherches Hispaniques, 1973, 2 vols., tomo I, cap. VII «La fin du siécle».
40
Véase, Diego Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España: desarrollo y crisis,
Madrid, Túcar Ediciones, 1975.
41
En las páginas finales de esta conferencia habré de insistir en el carácter coyuntural,
es decir, de corta duración, del cambio de sensibilidad a que vengo refiriéndome. Será oca-
sión, entonces, de apuntar una explicación a tal carácter.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 33
na sociedad que acuden a Riosa en viaje de placer42. El autor sitúa seis años
antes, es decir, hacia 1884, la acción de esta novela.
Esta corriente experimentará un, súbito crescendo, ya a finales de la tran-
sición intersecular —si aceptamos la fecha de 1905 para tal divisoria—, con
obras como Aurora roja, de Baraja (1904), y La horda y La bodega, de
Vicente Blasco Ibáñez, ambas de 1905, esta última constitutiva de un buen
reportaje sobre la situación del campesinado andaluz. Obras expresivas de
una exacerbación de las tensiones sociales, en presencia de las cuales la sen-
sibilidad de las clases medias experimentará una bifurcación: en unos secto-
res, temor y actitud defensiva de formas de vida tradicionales; en otros, unos
sentimientos de compasión y solidaridad hacia las clases populares, que son
portadores, entre las filas de la pequeña burguesía progresista o republica-
na, de una inducción al compromiso político. En efecto, las obras mencio-
nadas, y otras no menos merecedoras de mención correspondientes por lo
general a los primeros años del Novecientos, son ya obras «de combate», de
inmediata implicación política, más relacionadas con la tragedia española
del siglo xx que con el período histórico que ahora nos ocupa.
Volvamos a los años 80 del xix, para apreciar el papel que cupo a la pin-
tura en la expresión de la nueva sensibilidad. Lafuente Ferrari hizo notar,
siguiendo a Beruete, el papel revulsivo que ejerció sobre la inspiración de
nuestros artistas la experiencia vivida en la Exposición de París de 1889, al
ponerse en ésta de manifiesto la crisis de la pintura de Historia, tan cultiva-
da en España en los años de la Restauración. Entonces, escribe Lafuente,
«con cierta brusquedad que puede registrarse en las Exposiciones (...), la
pintura [española] se arroja en brazos de una tendencia realista y prosaica,
de escena cotidiana o de imágenes de la vida de estratos inferiores de la esca-
la social, tratadas muchas veces con un sentimentalismo lacrimoso y ñoño o
con una fría objetividad de cámara fotográfica». Y es así como «hacia 1890
los pintores españoles se entregan a la pintura de asunto cotidiano y vulgar,
a la anécdota social»43. No discuto la valoración estética que formula el
maestro Lafuente Ferrari; pero a mi entender queda claro el valor de esta
pintura como testimonio de una sensibilidad social. El mismo historiador
del arte deja bien clara la cronología del viraje, como así mismo el hecho de
que, en presencia de un desafío procedente de las corrientes internacionales
—el agotamiento del género histórico—, los pintores españoles no se orien-
tan hacia la pintura de significación espiritualista cuya boga comienza en
42
Armando Palacio Valdés, La espuma, cap. XIII «Viaje a Riosa». Véase la introduc-
ción y notas de Guadalupe Gómez-Ferrer a su edición de esta novela, Madrid, Casta-
lia, 1990.
43
Enrique Lafuente Ferrari, Breve historia de la pintura española, 4.a edic., Madrid,
Tecnos, 1953, págs. 507 y sigs.
34 José M. Jover Zamora
Europa (Puvis de Chavannes, Garriere, Fritz von Hude...); sino a una pintu-
ra que cuenta, sugiere Lafuente Ferrari, con «su correlato literario contem-
poráneo. Caldos, en el mejor de los casos; Luis de Val, el autor de folletines
de ínfimo género, en el peor y más corriente». He aquí algunos temas y al-
gunas fechas, suficientemente expresivos por sí mismos: La madre enferma,
de Bordiguon (1887); Huérfanos, de Cabrera Canto (1890); Tienda-Asilo,
de Silvela (1890); El nido de la miseria, de Romañach; Aún dicen que el pes-
cado es caro, de Sorolla (primera medalla en la Exposición Nacional de Be-
llas Artes de 1895); Pobres... y enfermos, de Manaños (1904), etc.44. Mención
especial merece en esta relación, forzosamente sumaria, un óleo de juventud
de Pablo Ruiz Picasso, no sólo por la egregia personalidad del pintor, sino
también por la convergencia en el mismo de tres temas definitivos de la sen-
sibilidad española en el momento de su creación. En efecto, en Ciencia y
Caridad (1897) se manifiesta simultáneamente la enfermedad de una pobre
mujer que contempla angustiada al niño que teme dejar huérfano, la pre-
sencia de un médico pendiente de la enferma, y de una hermana de San
Vicente de Paul que le ofrece una taza de alimento mientras sostiene al hijo
en sus propios brazos45.
Lafuente apunta justamente la filiación francesa, quarante-huitard, de
esta pintura de la realidad social; pero creo que su vigencia en la España de
finales de siglo queda efectivamente más cerca de la épica grandeza de las
novelas de Caldos —pensemos en el final de Fortunata y Jacinta 46—; o, en
otro plano, de la enorme difusión de las novelas por entregas de Luis de Val,
autor de cerca de doscientas, de dos o más tomos, tales como El hijo de la
obrera (doce ediciones), Los ángeles del hogar (once ediciones) o Sola en el
mundo (diez ediciones). Por supuesto que las novelas de Luis de Val (Valen-
cia, 1867-1930) no suelen ocupar mucho espacio en las historias de la lite-
ratura; pero la historia social y la historia de la civilización han de tener en
cuenta su multitudinaria e insistente penetración en los medios populares, y
particularmente en el de las bajas y medianas clases medias. El hecho de que
la pintura del momento (cuyo público no estaba constituido precisamente
por tales capas sociales) trasuntara y sublimara temas y personajes de la
novela por entregas, será expresión, en el orden cultural o estético, de una
decadencia; pero en un plano social denota, sencillamente, una aproxima-
44
Para el análisis de esta manifestación de la sensibilidad social en la pintura de finales
de siglo me ha sido muy útil el estudio de Carmen Enseñat Kufmüller sobre Las clases tra-
bajadoras y su reflejo en la pintura española de la Restauración (1874-1910), tesis doctoral
de cuidada investigación que lamentablemente permanece inédita, Universidad de Valencia,
Facultad de Filosofía y Letras, 1959.
45
Según Rosa María Subirana (apud, Picasso, 1881-1973. Exposición antológica.
Madrid, Ministerio de Cultura, 1981, pág. 66), «para la figura del médico, posó el padre del
artista; para la enferma, una pordiosera que pedía limosna en las inmediaciones del estudio y
que fue contratada con el niño a dos duros por sesión, más los regalos y golosinas que le die-
sen al pequeño (...)».
46
Especialmente parte cuarta, VI, XIII.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 35
ción de la élite artística y de la clase intelectual del país —en el fondo, de sus
clases medias— al mundo de las clases populares.
47
Véase el significado que doy a esta expresión en mi monografía sobre «Situación
social y poder político en la España de Isabel II», en AAW, Historia social de España. Si-
glo xix, Madrid, Guadiana, 1972, págs. 241-308; reproducido en )over Zamora, Política,
diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en el siglo xix, Madrid,
Turner, 1976, págs. 235 y sigs. de esta última edición.
36 José M. Jover Zamora
Como es sabido, doña Emilia, que no oculta la simpatía humana que le inspi-
ra la cigarrera Amparo, «la Tribuna», convierte en tesis central de su novela la
inviabilidad de dos utopías fundidas en el idealismo de esta última: la Federal,
y el cumplimiento de la palabra de matrimonio que le diera —sin ánimo de
cumplirla— Baltasar Sobrado, de una familia de ricos comerciantes, orienta-
do hacia la carrera militar. Por su parte Caldos, en Fortunata y Jacinta, pene-
tra hondamente en el drama humano de Fortunata, víctima de esa negativa
social al ius connubii de las clases populares, y de la falsa moral de una bur-
guesía que califica de «deshonra» en la mujer del pueblo a la consecuencia
estricta de su propio engaño; portadora de una «idea» que la llevó, en los
umbrales de su muerte, a la plenitud de su generosidad. En cuanto a Palacio
Valdés, se manifestará en todo momento discordante, en este orden de cosas,
con unos reflejos sociales muy arraigados en el ámbito social de su pertenen-
cia. En cierta medida, don Armando encuentra en la mujer del pueblo, y en
particular en la mujer campesina, un complemento de vida, de salud, de abne-
gación y de sencillez que puede ser la salvación del joven de clase media urba-
na, desgastado por el apartamiento de la naturaleza que impone la ciudad, los
vicios y el género de vida propios de la capital48. En este sentido, El idilio de
un enfermo (1884), manifiesta una tendencia que está presente en Riverita
(1886) y Maximina (1887), y en tantos otros lugares de su producción nove-
lística. Pero Palacio Valdés no sólo fue teorizador y creyente en esa comple-
mentariedad virtual entre clases medias y clases populares; fue practicante
convencido, como lo demostrará su feliz matrimonio con una florista gadita-
na, convertida así en doña Manolita49.
Hace unos pocos años, en una extensa entrevista con Shlomo Ben-Ami
publicada en un periódico madrileño, este excelente historiador, conocido
entre nosotros por su estudio de La Dictadura de Primo de Rivera, manifes-
taba su convicción de que los problemas centrales de la historiografía ya no
son los que han pasado como clásicos, sino otros más inmediatamente
humanos, como la actitud ante la enfermedad, ante la muerte, ante el sufri-
48
Obviamente estamos ante una manifestación típica de ese «menosprecio de Corte y
alabanza de aldea», de ese rechazo de la Ciudad, que constituye una de las características
peculiares de la novela española de finales de siglo, cuya culminación se encuentra quizá en
Pachín González, de Pereda (1895), por más que su modelo más logrado, en el marco de
la literatura peninsular, se encuentre en la gran novela del portugués José María Eca de Quei-
roz, A Cidade e as serras (1901), obra postuma del autor, que había enviado su primer capí-
tulo al editor en 1894; traducción castellana de Eduardo Marquina, Barcelona, Maucci, 1947.
49
Véanse las circunstancias de la boda, estrechamente relacionadas con la evolución
espiritual de don Armando, en el artículo de Guadalupe Gómez-Ferrer, «Palacio Valdés en los
años noventa: la quiebra del positivismo», en AAW, Clarín y La Regenta en su tiempo, Actas
del Simposio Internacional, Oviedo, 1984, especialmente págs. 1094-1095.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 37
50
John McManners, Death and the Enlightenment. Changing altitudes, to Death among
Christians and Unbelievers in Eighteenth-century France, Oxford University Press, 1981.
51
«Lo que se ve con un anteojo», en Cosas que fueron. Cuadros de costumbres, Obras,
Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1921, págs. 127-140.
52
Ramón J. Sender, Míster Witt en el Cantón, Madrid, Espasa Calpe, 1936, cap. VIH.
53
El relato lleva por título «El hombre de los patíbulos» y forma parte del contenido
misceláneo de Aguas fuertes (1884), en Obras Completas, Madrid, Librería de Victoriano
Suárez, 1921, págs. 67-82. Comienza así: «Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame
ocurrencia de ir al Campo de Guardias a presenciar la ejecución de dos reos.»
38 José M. Jover Zamora
Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Montera esta-
ban cuajadas de gente (...). La muchedumbre levantaba incesante y áspero
rumor, sobre el cual se alzaban los gritos de los pregoneros anunciando «la sal-
ve que cantan los presos a los reos que están en capilla», y «el extraordinario de
La Correspondencia». Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red
de San Luis. Los cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban
perezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con las portezuelas
abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos animaban con voces
descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su carruaje: —¡Eh, eh, al patíbu-
lo! ¡Dos reales, al patíbulo! Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de
la Montera, empujado por la ola de la multitud (...).
54
Un resumen del proceso y de sus implicaciones se encontrará en el artículo de Fran-
cisco Bergasa, «El crimen de la calle de Fuencarral», en Historia y Vida, núm. 72, Barcelona-
Madrid, 1974, págs. 125-139.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 39
55
Me he referido a este tema, de singular relieve en la sensibilidad histórica de Caldos,
en mi análisis de los primeros capítulos de La de los tristes destinos, en AAW, El comenta-
rio de textos, 2. De Caldos a García Márquez, Madrid, Castalia, 1987, págs. 15-110.
56
En su novela La ciudad de los prodigios, Barcelona, Seix Barral, 1986, pág. 227. «Esta
medida —comenta Mendoza— había suscitado críticas vivas: De este modo, leemos, ha per-
dido en España la pena de muerte su ejemplaridad, sin ventaja ni compensación alguna, ya
que los relatos de la prensa no sólo excitan la curiosidad, sino que rodean al criminal de una
aureola perniciosa.»
40 José M. Jover Zamora
57
Colección «Clásicos de la Medicina». Estudio preliminar de José Luis Peset y Mariano
Peset, Madrid, CS de IC, 1975. La introducción comprende un capítulo dedicado a la reper-
cusión de las ideas de Cesare Lombroso en la literatura (págs. 139-197), donde el lector
encontrará nociones y datos de interés para establecer el contexto de nuestro tema.
58
Ibid., págs. 173-174.
59
Vid. Política, diplomacia y humanismo popular. Estudios sobre la vida española en
el siglo xix, Madrid, Ediciones Turner, 1976; especialmente los caps. I «Conciencia burguesa
y conciencia obrera en la España contemporánea» y VI «El fusilamiento de los sargentos de
San Gil» (1866) en el relato de Pérez Caldos. Los dos primeros capítulos de La de los tristes
destinos, este último ya citado en su edición original. Véase también, en mi libro sobre La
civilización española a mediados del siglo xix, Madrid, Espasa Calpe, 1991, I, cap. 6 «En la
raíz de los comportamientos colectivos: fraternidad y cainismo».
60
Transcribo casi literalmente de Hinterháuser, Fin de siglo, págs. 16-17.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 41
entre los creyentes esa sed de contactos con el allende, una sed de milagros,
la figura humana de Cristo irrumpe en un primer plano de atención para cre-
yentes y no creyentes. En el fondo, nos encontramos ante una tendencia
renovadora de las exigencias espirituales, un despertar de inquietudes meta-
físicas. «En este contexto —dice Hinterháuser— hay que situar la revalori-
zación de la figura de Cristo, como una de las manifestaciones esenciales de
la crisis espiritual y cultural de la época.»
He recordado más arriba cómo el catolicismo español de finales de siglo
estaba marcado por un cierto pesimismo integrista, que la orientación libe-
ral de la política española a partir de los años 80, y al final de estos últimos
la conmemoración del centenario de la Revolución francesa, vinieron a
intensificar; ya en 1884 el presbítero Félix Sarda y Salvany había dado a la
luz El liberalismo es pecado 61, obra publicada en una edición popular y des-
tinada a una amplia difusión. Por otra parte, hay que contar con la incerti-
dumbre suscitada por el llamado «conflicto entre la ciencia y la fe», cuya
entraña dramática, en un plano escuetamente humano, tuvo su más honda
expresión literaria, en la precisa coyuntura que estamos analizando, en una
novela de Palacio Valdés: La Fe (1892)62. La obsesiva atención a la contro-
versia era la más visible de las características que tal «conflicto» suscitaba en
la predicación. En fin, el catolicismo español manifestaba por entonces un
predominio muy acentuado del culto y de la liturgia, así como un compro-
miso social con las clases más conservadoras de la sociedad llamado a gene-
rar un creciente desvío entre las clases populares. A la sazón el catolicismo
social no tenía en España sino un desarrollo muy incipiente.
En el marco que tan someramente acabo de esbozar se deja sentir, a lo
largo de la crisis de fin de siglo, una vena franciscana, anclada en el Evan-
gelio y en la primacía de la caridad, desentendida del conflicto entre la cien-
cia y la fe, de la controversia e incluso, en cierta medida, del esplendor del
culto. Esta tendencia no es ajena a las corrientes espiritualistas que emergen
tras la crisis de la mentalidad positivista. En efecto, el «retorno de Cristo»
referido por Hinterháuser como característica del fin de siglo europeo tiene
por una de sus manifestaciones más relevantes una orientación franciscana
promovida por un conjunto de escritores entre los cuales cuentan Paul Saba-
tier, autor de una Vie de Saint-Francois d'Ássise (París, 1894), Joergensen
(Copenhague, 1907), y tantos otros. Entre los precursores europeos de tal
orientación hay que contar con Emilia Pardo Bazán, que redactó entre 1879
y 1881 una amplia obra sobre San Francisco de Asís, publicada en este últi-
mo año e integrada en 1903 en su colección de Obras Completas, por cierto
con una referencia de la autora al «renombre y popularidad, supongo que
por lo simpático del asunto», logrado por aquélla a través de sus ediciones
61
Barcelona, Librería y Tipografía Católica, 1885 (3.a edic.).
62
Creo innecesario recordar que obras tan fundamentales para el problema aludido
como Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos, de Unamuno (1913)
quedan más allá —o más acá— del marco cronológico de nuestro tema.
42 José M. Jover Zamora
anteriores 63; la misma doña Emilia publicará una traducción de las Fioretti
de san Francisco en 1889. En cuanto a la obra de Paul Sabatier, será tradu-
cida al español por Clarín y publicada en La Ilustración Española y Ameri-
cana a partir del 22 de enero de 1897.
El impacto real de este franciscanismo entre el público lector de la Espa-
ña finisecular se manifiesta en la frecuente presencia, en las grandes novelas
españolas de las dos décadas finales del xix, de unos personajes cristianos
que marcan un acusado contraste moral con los tipos clericales que suelen
aparecer en el retablo social de aquéllas. En efecto, el sórdido clericalismo de
don Fermín de Pas cuenta en La Regenta con el contrapunto del obispo
Camoirán —trasunto, al parecer, de un personaje real64—, cuya semblanza
franciscana dejó trazada Clarín en el capítulo doce de su gran novela. Fortu-
nata y Jacinta, de Caldos, cuenta entre la amplia galería de sus personajes
con clérigos como Nicolás Rubín —el hermano de Maximiliano—, o como
don León Pintado, el predicador de las Micaelas que «tronó, como siempre,
contra los librepensadores, a quienes llamó apóstoles del error unas mil y qui-
nientas veces»65. Pero cuenta también con la noble estampa de Guillermina
Pacheco 66, modelo de caridad cristiana y de entrega a los enfermos y deshe-
redados. Don Gil, protagonista de La Fe, de Palacio Valdés, tiene su contra-
figura en el rudo don Miguel, su confesor, cuya semblanza traza el autor en el
capítulo noveno de su novela. No sería difícil allegar más ejemplos.
Pero quizá convenga en este punto detener la atención sobre tres perso-
najes clericales: el fraile Silvestre Moreno, figura de relieve en Una cristia-
na-La prueba, de Emilia Pardo Bazán (1890); don Gil, protagonista de La
Fe, de Palacio Valdés (1892), al que acabo de referirme; y don Nazario
Zaharín o Zajarín, protagonista del Nazarín, de Galdós (1895), los cuales
representan una buena muestra de la presencia de la orientación evangélica
y franciscana en la literatura de los años 90. En efecto, los tres responden,
grosso modo, a la orientación religiosa que acabo de esbozar; pero mues-
tran, en sus respectivas personalidades y en los ambientes sociales en que
sus creadores los sitúan, la diversidad de circunstancias en que el tipo nove-
lesco puede aparecer encarnado. El padre Silvestre Moreno —contrapunto
del seminarista Serafín, «aprendicillo de clérigo» de escasas luces y baja
moral—, personaje importante en Una cristiana-La prueba de Emilia Pardo
63
Emilia Pardo Bazán, San Francisco de Asís, en Obras Completas, tomos XXVII
y XXVIII, Madrid, Pueyo, 1903, 2 vols.
64
«(...) Mi Camoirán más se parece, por ejemplo, al inolvidable Benito Sanz y Forés,
arzobispo de Valladolid, digno antecesor de V.S.I.» (Carta de Clarín al obispo de Oviedo,
Martínez Vigil, fecha de 11 de mayo de 1885, reproducida en el apéndice de la edición de La
Regenta llevada a cabo por José María Martínez Cachero, Barcelona, Planeta, 1963, pági-
nas LXXVIII-LXXXII
65
Parte segunda, IV, cap. IV y parte tercera, VI, cap. VII: semblanza de la vocación de
Nicolás Rubín. Parte segunda, VI, cap. VIII: referencia a la oratoria de don León Pintado.
66
Parte primera, VII, I y II. El personaje reaparece, fiel a su fisonomía inicial, en distin-
tos lugares de la novela.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 43
67
Francisco Ruiz Ramón, Tres personajes galdosianos. Ensayo de aproximación a un
mundo religioso y moral, Madrid, Revista de Occidente, 1964, págs. 178 y sigs.
44 José M. Jover Zamora
68
Recuérdese que la imagen del campesinado presente en la literatura del realismo
español, o responde a tierras de la fachada septentrional de la Península —Pereda, Palacio
Valdés, Pardo Bazán—, o está inspirada por una marginación idealizada: Fernán Caballero,
Alarcón, Valera, Gabriel y Galán... Habrá que llegar a 1905 (La Bodega, de Blasco Ibáñez)
para encontrar en la gran novela de la transición intersecular una imagen realista de la situa-
ción del campesino andaluz, y ésta surgida de una pluma cuya connotación política no era
compartida por las clases medias tradicionales.
Aspectos de la civilización española en la crisis de fin de siglo 45
69
La fecha de publicación en 1910 la tomo, con toda reserva —rio he podido contrastar
el dato—
a
de la Historia de la literatura española, de Juan Hurtado y Ángel González-Palencia
(6. edic., corregida y aumentada, Madrid, Saeta, 1949, pág. 899). En cuanto a 1894 como
fecha de redacción, puede deducirse desde una de sus primeras páginas, allí donde se refiere a
los veinticinco años transcurridos desde el comienzo de la acción narrada (marzo de 1869), y
sobre todo, de la «Semblanza de Boy (fragmento de una novela inédita)», manuscrito del
padre Coloma fechado en 24 de septiembre de 1893, reproducido como apéndice en la edición
de Obras completas, publicada por Editorial «Razón y Fe» y «El Mensajero del Corazón de
Jesús», tomo XV, págs. 263-272. Por lo demás, y como adenda a mi propio texto, conviene no
perder de vista en este punto que la experiencia juvenil de Luis Coloma, nacido en 1851 de
familia acomodada de Jerez de la Frontera, estudiante de Derecho en Sevilla, miembro de la
Compañía de Jesús desde 1873, y que «intervino en política siendo partidario de la restaura-
ción de Isabel II» (Hurtado y González-Palencia), no manifestó nunca excesiva simpatía hacia
el proletariado rural levantado en armas (véase, como ejemplo, Caín, relato publicado en «El
Mensajero del Corazón de Jesús» en 1885, y reproducido en la edición mencionada de Obras
completas, tomo II, Cuadros de costumbres populares, págs. 121 y sigs., especialmente cap. II.
La acción de Caín tiene por marco la Andalucía del Sexenio). A este último marco correspon-
de la ambientación de Boy; pero no perdamos de vista que su redacción corresponde al año
siguiente al de la famosa marcha de los campesinos sobre Jerez (enero 1892).
70
Véase como muestra de la dualidad apuntada su referencia a «la envidiosa antipatía
de la dama de provincia a todo lo que viene de la corte, justa a veces en lo que a moral se
refiere, pero muy parecida de ordinario, en lo tocante a buen tono y elegancia, a la chismo-
grafía de los patos cuando murmuran del cisne» (Boy, cap. I).
46 José M. Jover Zamora
historia es, o debe convertirse en, una ciencia social cuya única diferencia de
principio respecto de las demás es su concentración en actores, problemas y
sociedades del pasado. Lo cual sin duda limita sus fuentes (en mayor medi-
da cuanto más se aleja en el tiempo la época estudiada) y sus posibilidades
de utilización de instrumentos y técnicas propios de las otras ciencias socia-
les. Desde este último punto de vista, la diferencia fundamental estriba en la
imposibilidad que tiene el historiador de dirigir preguntas intencionadas a la
realidad objeto de su estudio; no puede, en definitiva, experimentar, produ-
cir datos específicamente creados para comprobar o desmentir sus hipótesis,
y tiene que limitarse a construir su teoría sobre datos que le vienen dados de
antemano. Pero esto de ninguna manera excluye que catalogue y explique su
evidencia empírica acumulada por medio de tipos ideales cuidadosamente
elaborados, discutidos por la comunidad científica y, en tanto ésta siga cre-
yéndolos válidos, sistemáticamente aplicados a situaciones similares; en la
medida en que el pasado sea asimilable al presente, estos tipos ideales deben
ser, desde luego, los mismos que utilicen los demás investigadores de la rea-
lidad social. La más amplia y escrupulosa recogida documental, la más sin-
cera intención de superar prejuicios o partidismos políticos o la más aguda
interpretación personal de textos o situaciones son insuficientes para expli-
car el pasado de una manera que merezca ni de lejos el calificativo de cien-
tífica si no se utiliza terminología homologable con la establecida por la
comunidad académica para interpretar las sociedades actuales. Sólo de esta
manera puede superarse la singularidad en el tratamiento de los fenómenos
concretos y colocarlos en condiciones de ser comparados con otros simila-
res, base imprescindible para el ideal científico de búsqueda de regularida-
des y establecimiento de proposiciones generalizabas.
Partiendo de esta actitud, la pregunta en relación con el tema de este
artículo sería: ¿qué nos pueden aportar clasificaciones y conceptuali-
zaciones de sistemas políticos establecidas por la sociología y la ciencia
política que pueda ser relevante para entender el sistema establecido por
Cánovas al restaurarse la monarquía borbónica tras el Sexenio revolucio-
nario de 1868-1874? Es decir, ¿qué calificativo debemos aplicar al régi-
men político español de 1875-1923 para que alguien interesado por estos
fenómenos pero no muy familiarizado con la historia de España se haga
una idea inmediata del tipo de sistema a que nos estamos refiriendo?
Un clásico del pensamiento político, John Stuart Mili, que escribió poco
antes de iniciarse el período que aquí tratamos, llamaba a los gobiernos de
su época «representativos», lo cual es sin duda distinto a «democráticos»!.
El régimen de la Restauración era, en el sentido de Mili, liberal represen-
tativo, y no democrático. Pero los estudios políticos han avanzado mucho
desde entonces y permiten mayores precisiones. La sociología de la moder-
nización, en particular, preocupada por los procesos de cambio desde las
1
J. S. Mili, Representative Government, 1861.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 49
2
Samuel Huntington, Political Order in Changing Societies, Yale UP, 1968. Hay tra-
ducción al español, en Buenos Aires, Paidós.
3 Robert Dahl, Polyarchy, Yale UP, 1985.
50 José Álvarez Junco
4
«A vueltas con la Revolución Burguesa», Zona Abierta, 1985, núms. 36-37, págs. 81-106.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 51
políticas que acabaron con las monarquías absolutas y dieron lugar al esta-
blecimiento de los regímenes liberales modernos. Pero son dos procesos
diferentes y de ninguna manera puede establecerse una relación de causali-
dad general entre los mismos.
2.° La transformación socio-económica puede, si se desea, denominar-
se paso del feudalismo al capitalismo. Pero sólo a condición de que reduz-
camos el feudalismo a su aspecto señorial, esto es, al poder nobiliario sobre
las tierras y sus trabajadores: un poder o dominio eminente, no directo o
útil, sobre las tierras, frecuentemente con facultades jurisdiccionales añadi-
das, y un poder también sobre sus habitantes o trabajadores, vinculados a la
tierra por contratos de arrendamiento hereditarios, no escritos, basados en
la costumbre, y que los reducían de hecho a una situación de semi-libertad
(llamada en general servidumbre). Sólo si equiparamos el feudalismo a la
servidumbre, y eliminamos cualquier otro rasgo en su definición, podemos
decir que había subsistido hasta los umbrales de la llamada Edad Contem-
poránea y que su desaparición se produjo con las revoluciones liberales.
3.° Pero la definición consagrada del feudalismo lo refiere a un sistema
más complejo, en absoluto circunscrito al fenómeno de la servidumbre. Por
feudalismo entendemos una organización política, de soberanía fragmentada
y piramidal, encadenada por lazos de vasallaje. Aunque el vasallaje a veces se
confunde con la servidumbre, son en realidad cosas totalmente distintas, ya
que el primero se refiere a una relación de subordinación político-militar
entre hombres libres y el segundo a las ataduras de la gleba, según explicó
con meridiana claridad Marc Bloch hace muchos años. Y el feudalismo como
sistema de organización política había desaparecido mucho antes, a manos
de las monarquías absolutas triunfantes a comienzos de la Edad Moderna.
4.° Es, sin embargo, justamente al aspecto político del feudalismo, que
había desaparecido a comienzos de la Edad Moderna, al que se remite el para-
digma en cuestión al explicar las revoluciones de los siglos contemporáneos
como una explosión anti-feudal. Pero, en realidad, las revoluciones liberales
no se hicieron contra el feudalismo sino contra las monarquías absolutas, jus-
tamente la fórmula política que había derrotado al feudalismo. No hay, por
tanto, conexión alguna entre las revoluciones liberales y la desaparición de los
grandes poderes nobiliarios que en su día habían rivalizado con la monarquía.
5.° Lo que sí se produce en el mundo contemporáneo es una sustitución
del régimen señorial de tenencia de la tierra por un «modo de producción»,
en esa terminología, capitalista, o de libre mercado, en el que se puede acep-
tar que emerge como dominante un grupo social conocido como «burgue-
sía». Pero esto no tiene nada que ver con revoluciones políticas. Prueba de
ello es que ninguna de las grandes revoluciones políticas se produce en paí-
ses en que la «burguesía» es poderosa: Estados Unidos, por ejemplo, o Ingla-
terra, modelos de evolución política no revolucionaria (a menos que crea-
mos que el cambio crucial se produjo en 1640-88 en Inglaterra y en 1776 en
los Estados Unidos, y que desde aquellas fechas hasta hoy no ha habido nin-
gún cambio sustancial en aquellas sociedades), o Alemania, Holanda o los
52 José Álvarez Junco
5
Ch. Johnson, Revolutionary Change, Londres, Little, Brown and Co., 1966; T. Gurr,
Why Men Rebel, Princeton UP, 1970; Ch. Tilly, From Mobilization to Revolution, Reading,
Mass., Addison-Wesley, 1978; Th. Skocpol, States and Social Revolutions. A Comparative
Analysis ofFrance, Russia and China, Cambridge UP, 1979.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 53
6
R. Herr, An Historical Essay on Modern Spain, Berkeley UP, 1971; cfr. Jesús Cruz,
Gentlemen, Bourgeois and Revolutionaries. Political Change and Cultural Persistence
among the Spanish Dominant Groups, 1750-1850, Cambridge UP, 1995.
7
El Emperador del Paralelo, Alianza, 1990, cap. 2.
54 José Álvarez Junco
5. El caciquismo
8
J. P. Fusi, Política obrera en el País Vasco, 1880-1923, Madrid, Turner, 1975.
9
J. Várela Ortega, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Res-
tauración (1875-1900), Alianza, 1977; J. Romero Maura, La Rosa de Fuego. El obrerismo
barcelonés de 1899 a 1909, Barcelona, Grijalbo, 1975.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 57
10
G. Almond y S. Verba, The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five
Nations, Princeton UP, 1963. Cfr. la importante tesis doctoral de Javier Moreno Luzón, «El
Conde de Romanones. Caciquismo y política de clientelas en la España de la Restauración»,
UCM, mayo de 1996. Y J. Alvarez Junco, «Redes locales, lealtades tradicionales y nuevas
identidades colectivas en la España del siglo xix», en A. Robles Egea (Comp.), Política en
penumbra. Patronazgo y clientelismo políticos en la España contemporánea, Madrid, Si-
glo XXI de España, 1996, págs. 71-94.
58 José Álvarez Junco
11
A. Giddens, The Nation-State and Violence, Cambridge, Polity Press, 1985.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 59
institucional. No creo que pueda asegurarse, como hace Romero Maura, que
el «origen» del problema era la apatía de la sociedad. Podría perfectamen-
te decirse —como hicieron los partidos de izquierda o los jóvenes airados
del 98— que la relación causa-efecto entre caciquismo y desmovilización
funcionaba en sentido inverso: era la oligarquía política la que no quería, y en
el mejor de los casos no sabía, cambiar el sistema, y era por tanto ella la res-
ponsable de la frustración y la apatía generalizadas, que a continuación toma-
ba como pretexto para gobernar con métodos no participativos. En realidad,
es un círculo vicioso. La apatía es un rasgo mencionado explícitamente en el
modelo de Almond y Verba como habitual en este tipo de situaciones. Lo
mismo podría decirse de la movilización extra-institucional, de las tendencias
insurreccionales y conspirativas que tanto atraían a republicanos, carlistas,
socialistas y anarquistas 12, sin duda heredadas de la guerra de 1808-1814,
del juntismo de los años 30 a 50 y de la revolución de 1868.
Dicho sumariamente, y como conclusión, el caciquismo sería el produc-
to de: a) el intento de aplicación de unas constituciones liberales elaboradas
por élites urbanas a una realidad social abrumadoramente rural; b) el engar-
ce de un proceso de centralización en una cultura fragmentada y localista;
c) la escasa capacidad de penetración del Estado, necesitado de pactar con
los poderes locales para hacer cumplir sus órdenes; d) la carencia de recur-
sos por parte de los propios poderes locales, desprovistos tras la desamorti-
zación de las rentas de los bienes municipales; e) la pervivencía de prácticas
administrativas de tipo patrimonial heredadas de siglos anteriores; f) una
cultura de movilización, creada a lo largo de los avatares políticos del xix,
de tipo insurreccional y anti-electoral; y g) la necesidad de los gobiernos de
asegurarse resultados electorales favorables en unas consultas a la opinión
establecidas no con el fin de fomentar una participación real sino de legiti-
mar formalmente un sistema de turno pactado previamente entre élites oli-
gárquicas (con lo que se lograba evitar la inestabilidad y el pretorianismo).
13
J. La Palombara y M. Weiner, Political Parties and Political Development, Prínceton UP,
1969, pág. 6.
14
M. Duverger, Los partidos políticos, México, FCE, 1974, pág. 31.
15
J. Linz, El sistema de partidos en España, Madrid, Narcea, 1967, pág. 60.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 61
Todas estas definiciones afectaban, aunque con matices, tanto a los par-
tidos dinásticos como a la oposición. Las alternativas a la monarquía liberal
oligárquica eran, en términos resumidos, dos: el retorno a la monarquía
autocrática, basada en un sistema de hegemonía cerrada (opción represen-
tada por el carlismo), y el radicalismo democrático de estirpe jacobina, que
en principio debería haber dado paso a una poliarquía. Este último era en
principio el defendido por los herederos de la izquierda progresista y la de la
revolución del 68.
De estas fuerzas de oposición, al finalizar el siglo xix los carlistas se
habían debilitado, en particular tras la pérdida del apoyo vaticano, con el
ralliement y la escisión integrista. Lo cual no les hizo renunciar a sus prepa-
rativos insurreccionales, que intentaron poner en marcha aprovechando
ocasiones como el 98, ni desmontar redes conspirativas que llegarían vivas
hasta 1936. En cuanto a los republicanos, se hallaban divididos, tanto en
torno a estrategias como en torno a la cuestión del unitarismo o del federa-
lismo. Pero sobre todo les dividían rivalidades personales: en ciertos mo-
mentos, cada uno de los cuatro ex presidentes llegó a tener un partido, y a
ellos se añadía el de Ruiz Zorrilla, el más activo en términos de conspiración
militar. Sus actividades, al margen de una oposición parlamentaria que no
pasaba de discursos grandilocuentes e ineficaces y de los tradicionales inten-
tos de seducción de generales por parte de Ruiz Zorrilla, destinados al fra-
caso debido a la nueva orientación conservadora del ejército, se limitaban al
mantenimiento de una difusa cultura popular republicana alrededor de ate-
neos, casinos y prensa, sólo significativa en las grandes ciudades o en zonas
costeras de tradición liberal.
La crisis del 98, más que demostrar la debilidad de la monarquía restau-
rada, demostró en realidad la impotencia que afectaba a la oposición. Ni
supieron ni pudieron intentar una movilización popular que aprovechara el
clima, tan extendido entre los medios políticos e intelectuales, de fin de épo-
ca y de exigencia de responsabilidades.
16
«Alie origini dell'anticlericalismo nella Spagna degli anni Trenta», en Giliana Di Feb-
bo e Claudio Natoli, Spagna anni Trenta. Societá, cultura, istituzioni, Milán, Franco Angelí,
1993, págs. 193-212, y «Los intelectuales: anticlericalismo y republicanismo», en J. L. Gar-
cía Delgado (Ed.), Los orígenes culturales de la II República, Madrid, Siglo XXI, 1993, pági-
nas 101-126.
Estado y sociedad en España durante la década de 1890 63
17
Ver J. Culla i Ciará, El republicanisme lerrouxista a Catalunya (1901-1923), Barcelo-
na, Curial, 1986; y Álvarez Junco, El Emperador del Paralelo, ob. cit.
La vida política: elecciones y partidos
CARLOS DARDÉ
1. La participación electoral
La década se abrió con una nueva ley electoral que establecía el sufragio
universal masculino como procedimiento casi exclusivo de representación
política y elevaba el techo posible de la participación electoral a la mayor
altura, entre los países europeos de la época l .
Tanto antes como después del sufragio universal, las estadísticas oficia-
1
Porcentajes de electores en R. J. Goldstein, Political Repression in the 19th Century
Europe, Londres, Croom Helm, 1983, págs. 4-32. Sobre la ley electoral de 1890, véase Carlos
Dardé, «El sufragio universal en España: causas y efectos», Anales de la Universidad de Ali-
cante. Historia Contemporánea 7, 1989-90, págs. 85-100 y «Significado político e ideológi-
66 Carlos Dardé
les de participación eran bastante elevadas: en torno al 60-70 por 100. Sin
embargo, todo el mundo sabía que aquellas cifras no correspondían a votos
realmente emitidos por los electores sino que se debían a un fraude generali-
zado. En enero de 1891, el periódico conservador La Época consideraba
que una participación del 20 por 100 del electorado en las próximas elec-
ciones sería «poco; mas con relación al número efectivo de votantes en las
elecciones anteriores, puede ser mucho y representar muy plausible nove-
dad». Pero esta innovación no se produjo en las elecciones celebradas dos
meses más tarde —las primeras después de la aprobación de la nueva ley
electoral— ni en ninguna de las siguientes 2.
La inexistencia de un cuerpo electoral a cuya opinión se debieran los
cambios de gobierno —de acuerdo con la teoría en la que se sustentaba el
entonces vigente sistema parlamentario— era comúnmente admitida, no ya
por las oposiciones sino por los más importantes políticos dinásticos, de for-
ma pública, en el Congreso de los Diputados, y en las más solemnes ocasio-
nes. Cánovas reconocía la inexistencia de un auténtico cuerpo electoral y,
por ello, atribuyó a la Corona un papel arbitral, para repartir el gobierno
entre los partidos, y evitar así el monopolio del poder por parte de uno de
ellos, hecho que, a su juicio, había dado lugar a la intervención militar y la
inestabilidad política durante el reinado de Isabel II. Por su parte, Alonso
Martínez afirmaba que «un cuerpo electoral independiente y que sea el eco
fiel de la opinión pública (...) falta por completo hoy en España»; razón por
la cual, en 1880, apelaba directamente a la voluntad del monarca para que
entregara el poder al recién formado partido fusionista. Después de aproba-
do el sufragio universal, Sagasta se lamentaba de que la nueva ley no hubie-
ra servido para dar al poder moderador, «una pauta, una orientación (...)
para no continuar navegando en la oscuridad» en el ejercicio de su poder
arbitral. Si así hablaban los sustentadores del sistema, no es de extrañar que
sus opositores afirmaran que «cuando el poder no se debe a los comicios,
cuando el poder se debe constantemente a la Corona, no existe el régimen
representativo (...). Con las formas de un régimen parlamentario vivimos en
pleno absolutismo»3.
Hasta aquí se ha hablado, sobre todo, de hechos, sobre los que en la épo-
ca existió un acuerdo unánime y que en la historiografía actual —salvo algu-
na notable excepción—6 son también generalmente aceptados. Los proble-
mas surgen, lógicamente, cuando se trata de explicar los hechos citados: el
alejamiento de las urnas de una gran parte de la población masculina que
tenía derecho al voto, por un lado; y las razones de la participación, en aque-
llos que efectivamente lo hicieron, por otro.
6
Miguel Martínez Cuadrado, Elecciones y Partidos en España, 1869-1931, Madrid,
Taurus, 1969, que da por supuesta la existencia «real» de los resultados oficiales.
7
Sobre el anarquismo a fin de siglo, véase José Álvarez Junco, La ideología política del
anarquismo español, 1868-1910, Madrid, Siglo XXI, 1991, especialmente págs. 389-395.
George R. Esenwein, Anarchist Ideology and the Working-Class Movement in Spain, 1868-
1898, Berkeley, University of California Press, 1989, págs. 134-215 y Rafael Núñez Floren-
cio, El terrorismo anarquista, 1888-1909, Madrid, Siglo XXI, 1983.
8
Véase Santos Julia, «Poder y revolución en la cultura política del militante obrero espa-
ñol», en Jacques Maurice y cois., Peuple, mouvement ouvrier, culture dans l'Espagne
contemporaine, París, Presses Universitaires de Vincennes, 1990, págs. 179-191. José Álva-
rez Junco, «Movimientos sociales en España: del modelo tradicional a la modernidad post-
franquista», Seminario de Historia Contemporánea, Documentos de trabajo 0195, Madrid,
Instituto Universitario Ortega y Gasset, 1995.
La vida política: elecciones y partidos 69
9
José Álvarez Junco, «Movimientos sociales...», pág. 4.
10
Gerald Brenan, El Laberinto Español, Barcelona, Ibérica, 1977, págs. 30-32. No es
fácil señalar un ejemplo puro de la segunda interpretación pero las alusiones a la falta de
desarrollo económico como factor explicativo clave de la falta de desarrollo político, han sido
un lugar común en la historiografía.
11
Entre otros, Miguel Martínez Cuadrado, ob. cit, vol. II, págs. 546 y 569. Teresa Car-
nero Arbat, «Política sin democracia en España, 1874-1923», Revista de Occidente 83, 1988,
páginas 43-58 y «Élite gobernante dinástica e igualdad política en España, 1898-1914», His-
toria Contemporánea 8, 1992, págs. 35-73.
12
Entre otros, Joaquín Romero Maura, «El caciquismo», en José Andrés-Galle-
go (Coord.), Revolución y Restauración, 1868-1931, Madrid, Rialp, 1981, pág. 77. José Vá-
rela Ortega, ob. cit., pág. 433.
70 Carlos Dardé
13
En su aplicación a la realidad asturiana del momento, el vicecónsul atribuye a Alejan-
dro Pidal y Mon el papel clave en la provincia. Por una parte, porque «está en buenas rela-
ciones con los mayores propietarios y principalmente con los patronos, que encuentran en él
un defensor de sus intereses dadas sus opiniones fuertemente proteccionistas». Pero también
porque es «un inteligente y astuto manipulador del voto clerical, que desde hace mucho do-
mina»; porque «comprende perfectamente el carácter de sus paisanos y está siempre deseo-
La vida política: elecciones y partidos 71
so de favorecer sus intereses privados cumpliendo sus deseos o encontrando para ellos em-
pleos lucrativos. Ninguna persona recomendada por él —dice— permanece mucho tiempo
sin empleo, a costa del Estado, naturalmente»; y por último, porque «al señor Pidal se atri-
buyen algunas mejoras de utilidad pública para la provincia, tales como el puerto de refugio
que ahora está siendo construido en la bahía de Gijón, la nueva línea de ferrocarril desde Cia-
ño a Soto del Rey que atraviesa una amplia zona minera y la canalización del río Villaviciosa.
Él es el primero que anuncia la aprobación de una Real Orden o la concesión de una carre-
tera, una escuela, un puente u otras materias de interés local, y es infatigable en el servicio de
todos los intereses de las autoridades locales». Wolff a Rosebery, 19 de enero de 1893, Public
Record Office. (Kew. Londres), Foreign Office 72/1924, núm. 19.
14
José Várela Ortega, ob. cit., págs. 369-385, para las redes de los políticos castellanos,
en especial de Germán Gamazo y Manuel Alonso Martínez. José Ayala Pérez, Un político de
la Restauración: Romero Robledo, Antequera, Gráficas del Sur, 1974. María Sierra Alonso,
La familia Ybarra. Empresarios y políticos, Sevilla, Muñoz Moya y Montraveta (eds.), 1992.
Javier Moreno Luzón, Romanones. Historia de un cacicazgo, Tesis de Licenciatura, Univer-
sidad Complutense de Madrid, 1993. Rafael Zurita Aldeguer, El marqués del Bosch y el
conservadurismo alicantino. Patronazgo y clientela en el tránsito del sufragio censitario al
sufragio universal, Tesis Doctoral, Universidad de Alicante, 1994
15
Ejemplos en el ámbito minero, especialmente, María Antonia Peña Guerrero, El sis-
tema caciquil en la provincia de Huelva. Clase política y partidos, 1898-1923, Córdoba,
Ediciones de la Posada, 1993; y en el rural, Eduardo Rodríguez Labandeira, El Trabajo Rural
en España, 1876-1936, Barcelona, Anthropos, 1991, págs. 194-209 y Rafael Ruiz Pérez y
Ricardo Ruiz Pérez, Propiedad de la tierra y caciquismo. (El caso de Dolar en tiempos de
Alfonso XIII), Granada, TAT, 1987.
16
Javier Tusell, Oligarquía y caciquismo en Andalucía, 1890-1923, Barcelona, Planeta,
1976, reconoce el caráter plural del caciquismo pero resalta, sobre todo, la importancia del
«encasillado». Éste es el factor que subrayan, sobre todo, los informes diplomáticos británi-
cos. Por ejemplo, Wyndham a Granville, FO 72/1568, núm. 224, 24 de agosto de 1880: «en
este país, el gobierno ejerce tal influencia en las elecciones, que puede haber pocas dudas de
que los candidatos miniteriales serán elegidos». Y, especialmente, el memorándum elaborado
por el funcionario de la embajada británica en Madrid, Arthur H. Hardinge, incluido en
Foreing Office 72/1705, núm. 42, Morier a Granville, 28 de abril de 1884.
72 Carlos Dardé
17
DSC, leg. 1863-64, núm. 115, págs. 4795-4800.
18
Así Antonio Ramos Oliveira, Historia de España, México, Compañía General de Edi-
ciones, s.a., vol. II, págs. 301-304.
La vida política: elecciones y partidos 73
19
Manuel Tuñón de Lara, Historia y realidad del poder, Madrid, Edicusa, 1967. Diego
Mateo del Peral, «Aproximación a un estudio sociológico de las autoridades económicas en
España (1868-1915)», en La Banca española de la Restauración, vol. I, Política y Finanzas,
Madrid, Banco de España, 1974. Carlos Seco Serrano, «La inflexión social de la Restaura-
ción: Dato y Canalejas», en Guillermo Gortázar (ed.), Nación y Estado en la España Liberal,
Madrid, Noesis, 1994, págs. 195-208
20
Juan }. Linz, «Política e intereses a lo largo de un siglo en España, 1880-1980», en
M. Pérez Yruela y S. Giner (eds.), El Corporatismo en España, Barcelona, Ariel, 1988, pági-
na 115 (nota 20). Las obras que cita son: Manuel Tuñón de Lara, «La burguesía y la formación
del bloque de poder oligárquico, 1875-1914», en Estudios sobre el siglo xix español, Madrid,
Siglo XXI, 1972, págs. 155-238 y José Várela Ortega, ob. cit., especialmente págs. 204-215.
21
José María Serrano Sanz, El viraje proteccionista de la Restauración: la política
comercial española, 1875-1895, Madrid, Siglo XXI, 1987. Santiago Alba, «Durante la
Regencia. Movimientos organizados de opinión», Nuestro Tiempo, julio 1902, págs. 33-59.
Ignacio Arana Pérez, La Liga Vizcaína de Productores y la política económica de la Restau-
ración, 1894-1914, Bilbao, Caja de Ahorros Vizcaína, 1988.
74 Carlos Dardé
22
Juan J. Linz, ob. cit., pág. 77.
23
Sobre estos partidos, véase Carlos Dardé, «La larga noche de la Restauración, 1875-
1900», en Nigel Townson (ed.), El Republicanismo en España, 1830-1977, Madrid, Alian-
za, 1994, págs. 113-135. Jordi Canal, «Sociedades políticas en la España de la Restauración:
el carlismo y los círculos tradicionalistas», Historia Social 15, 1993, págs. 29-49. Santiago
Castillo, 1870-1909, vol. I de Manuel Tuñón de Lara (dir.), Historia del Socialismo Español,
Barcelona, Conjunto Editorial, 1989. Javier Corcuera Atienza, Orígenes, ideología y organi-
zación del nacionalismo vasco, 1876-1904, Madrid, Siglo XXI, 1979.
Del desastre a la modernización económica
ANTONIO GÓMEZ MENDOZA
1
Carr, 1970, pág. 452.
2
Tortella, 1994, págs. 352-54.
76 Antonio Gómez Mendoza
3
Comín, 1988, II, pág. 525; Maluquer, 1987, pág. 72.
4
Maluquer, 1987, págs. 72-3; García Ruiz y Tortella, 1994, págs. 405-06.
5
Harrison, 1978, págs. 80-2.
6
Ibid., cuadro 24, pág. 81.
7
Bahamonde y Cayuela, 1992, págs. 54-6.
8
Ibid., pág. 60.
Del desastre a la modernización económica 77
los inversores. Comenzando por los factores de atracción, hay que resaltar el
giro hacia una política de corte nacionalista que, al reservar el mercado interior
a los productos españoles, brindó nuevas oportunidades de inversión a los aho-
rradores, permitiéndoles albergar la esperanza de obtener importantes réditos.
Sin embargo, la política restrictiva ejecutada por Fernández Villaverde conte-
nía otras facetas con un componente disuasorio, capaz de anular aquel estímu-
lo inicial. Por un lado, era presumible que surgieran dificultades a la exporta-
ción a causa de una combinación de factores, entre los que destacaré la pérdida
de los últimos mercados reservados en ultramar y la apreciación de la peseta.
Una divisa más cara equivalía a un menor poder de penetración para unas, ya
de por sí, poco competitivas manufacturas españolas, al tiempo que los pro-
ductos de importación se abarataron en el mercado interior. La pérdida de
Cuba y Puerto Rico significó la exclusión de los tejidos de algodón catalanes,
del calzado mallorquín y de las harinas castellanas de esas plazas comerciales 9.
Por supuesto, los potenciales inversores no podían presagiar, a comienzos de
siglo, que la industria algodonera española sería capaz de compensar la pérdi-
da de los dos mercados antillanos con exportaciones a la Argentina y Uruguay
en un volumen superior al remitido previamente hacia el mercado cubano10.
Por otro lado, la voluntad declarada de restablecer el equilibrio presupuestario
a través de una contención del gasto público debía mermar la participación del
Estado en la economía. La evolución del gasto así lo atestigua. En el período
1898 a 1906, el gasto corriente creció a una tasa de un 0,4 por 100, diez veces
más lenta que en los años 1892-1898. En pesetas constantes, la inflexión fue
todavía más abrupta pues se registró una tasa negativa de un 0,1 por 100n.
A esos dos factores, habría que añadir la ausencia de una red comercial entre
España y Cuba, lo que debe atribuirse a la falta de vinculación entre sus dos
economías12. Es presumible, por último, que el consumo privado se viera afec-
tado por la desmoralización que hizo mella en la sociedad española, provocan-
do desconfianza en las perspectivas de futuro de la economía.
¿Cómo discernir si los factores de atracción predominaron sobre los de
expulsión? Si suponemos que fueron mutuamente excluyentes, sería preciso
buscar la explicación a la intensificación de la corriente inversora hacia
España en el efecto-demostración que ejerció sobre los ahorradores la for-
mación de capital en sectores industriales nuevos de otros países. Condición
necesaria para inclinar el fiel de la balanza hacia esa opción, sería entonces
la existencia de un proceso previo de modernización de la estructura pro-
ductiva española en la medida suficiente para crear un entorno favorable13.
9
Maluquer de Motes, 1974, págs. 341-43.
10
Sudriá, 1983, pág. 376.
11
Comín, 1988, II, pág. 575.
12
Bahamonde y Cayuela, 1992, págs. 67-9; Maluquer, 1974, págs. 345 y sigs.
13
En un libro de reciente publicación, David Ringrose ha sostenido una hipótesis pare-
cida aunque en referencia a un período mucho más dilatado, para rechazar la idea del atraso
secular de la sociedad española. Véase Ringrose, 1996.
78 Antonio Gómez Mendoza
14
Carreras, 1990, pág. 39.
15
Tortella, 1994, pág. 2.
16
Carreras, 1990, pág. 76.
17
Maluquer, 1987, pág. 66.
Del desastre a la modernización económica 79
18
Garrabou y Sanz, 1985, II, pág. 103.
19
Gómez Mendoza, 1982, págs. 188-9, 219 y 1989, pág. 77.
20
Bahamonde y cois., 1992; Sánchez Albornoz, 1975 y Sánchez Albornoz y Carne-
ro, 1981.
80 Antonio Gómez Mendoza
21
Nadal, 1975.
22
Gómez Mendoza, 1987, págs. 326-7.
Del desastre a la modernización económica 81
fue universal pero, sin duda, predominó este tipo de industria en el sector
de bienes de consumo y en el alimentario. Por otro lado, industrias moder-
nas que destacaron por las técnicas y materiales que utilizaron, por la gene-
ralización del empleo del vapor en una primera instancia y más tarde de la
electricidad, por su mayor escala y por estar mucho más abiertas al merca-
do exterior. Este tipo de empresas no quedó circunscrito a ninguna indus-
tria en particular. Encontramos ejemplos tanto en el ramo alimentario
como en la industria de bienes de consumo o de bienes de equipo. Los
ejemplos son numerosísimos y no es mi intención agotarlos realizando una
enumeración exhaustiva 23.
En la industria harinera, los viejos molinos de agua y viento fueron gra-
dualmente sustituidos por las nuevas fábricas del litoral que hacían uso del
vapor para mover los cilindros del moderno sistema austrohúngaro 24. La
aplicación del vapor, la sustitución de las viejas muelas y prensas de viga
permitieron el rápido prensado de la aceituna lo que elevó la calidad del
aceite de oliva. En el ramo de las conservas, se generalizaron los métodos
esterilizados que acabaron por suplantar a las tradicionales salazones25.
Procesos similares se reprodujeron en la elaboración de pastas para sopa,
galletas y chocolates.
En cuanto a las industrias básicas, resultó de una importancia crucial la
modernización de la siderurgia vasca. Los nuevos hornos instalados entre
1885 y 1887 por las empresas Altos Hornos y la Vizcaya permitieron obte-
ner planchas de acero por los procedimientos Bessemer y Siemens-Martin lo
que benefició a la industria de bienes de equipo. En particular, permitió el
establecimiento de astilleros modernos y talleres de material ferroviario. La
Ley de Escuadra de 1887 encargó a los recién inaugurados Astilleros del
Nervión, de Bilbao tres cruceros y varios torpederos para reequipar la arma-
da. Los talleres de La Maquinista Terrestre y Marítima, de Barcelona y los de
Portilla & White, de Sevilla se encargaron de construir la maquinaria26.
Estas iniciativas que, como queda dicho fueron posibles gracias a los avan-
ces logrados en la siderurgia, coincidieron con el desarrollo de una impor-
tante industria de construcciones mecánicas que se encargó de montar bue-
na parte de las adiciones al parque de vagones y coches de viajeros de los
ferrocarriles. Desde 1882, se venían construyendo vagones y coches en los
talleres de la Sociedad Material para Ferrocarriles y Construcciones sitos en
Barcelona. Por su parte, La Maquinista había iniciado el montaje de peque-
ñas locomotoras para líneas de vía estrecha. A estos pioneros, se les unieron
otras dos fábricas a comienzos de siglo xx: la Sociedad Española de Cons-
trucciones Mecánicas, de Beasaín y Cardé y Escoríaza, de Zaragoza. Fruto
de estas incoporaciones, la producción de material ferroviario cobró mayor
23
A este respecto, Nadal, 1995, constituye una obra de consulta obligada.
24
Nadal, 1978, págs. 26-28.
25
Ibid., págs. 32-34.
26
Gómez Mendoza, 1988b, págs. 29-30.
82 Antonio Gómez Mendoza
27
Gómez Mendoza, 1988a, págs. 117-20.
28
Gómez Mendoza, 1986.
29
Gómez Mendoza, 1991, págs. 189-203.
Del desastre a la modernización económica 83
Bibliografía citada
1
Manuel Azaña, «El conde de Romanones juega a los soldados», en Obras Completas,
México, Oasis, 1968, tomo I, pág. 437.
86 Manuel Espadas Burgos
2
Cánovas a Isabel II, 15 febrero 1874, Archivo Real Academia de la Historia, en M. Es-
padas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid, CSIC, 2.a ed., 1990,
página XXXIX.
3
Después de las batallas de Sadowa (1866) y sobre todo de Sedán (1870), el ejército
prusiano constituyó un modelo a admirar y a imitar. La eficacia de los Estados Mayores, de
los sistemas de reclutamiento y de movilización, así como el nivel técnico, muy patente en la
renovación del armamento y en el desarrollo de las comunicaciones, contribuyeron a esa fas-
cinación que hizo mella en tantos países de Europa y, por supuesto, en España, donde las
obras de Clausewitz, el gran teórico de la guerra, y su puesta en práctica por estrategas como
Von Moltke, fueron ejemplos a seguir hasta muy entrado el siglo xx.
4
Cfr. Julio Salom, España en la Europa de Bismarck, Madrid, CSIC, 1967, págs. 395-96.
5
Carlos Seco, Militarismo y civilismo en la España contemporánea, Madrid, 1984,
página 193.
El Ejército y la Marina antes del 98 87
6
Fernando Puell de la Villa, Origen, vida y reclutamiento del infante español (1700-
1912). Tesis doctoral inédita, Madrid, UNED, 1996, tomo I, pág. 353.
7
M. Azaña, ob. cit., tomo I, pág. 552.
8
Gabriel Cardona, El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil,
Madrid, Siglo XXI, 1983, pág. 44.
9
Cfr. Manuel Ballbé, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-
1983),
10
Madrid, Alianza Editorial, 1983.
El 18 de julio de 1874 el gobierno Zavala había declarado el estado de sitio en todo el
territorio nacional. El 14 de marzo de 1875 se declararía, también para todo el territorio nacio-
nal, el estado de guerra. Ambos serían levantados por Real Orden del gobierno de Cánovas de
10 de enero de 1877, a excepción del territorio bajo el mando del general en jefe del Ejército
del Norte (artículo 5.°). Todavía el 22 de mayo de 1876 se impondría el estado de guerra en
las provincias vascas a causa de la agitación originada por la supresión del régimen foral.
88 Manuel Espadas Burgos
Tiempo de reformas
Los problemas que se detectan desde el propio seno del ejército y los
que, desde fuera, se observan en su proceso de inserción y de articulación en
el sistema de la Restauración y en la sociedad de la época, conducen a un cli-
ma de reformas que saldrán a la vida parlamentaria y a la opinión pública
especialmente durante la década de los años 80, coincidiendo con los gabi-
netes liberales. El principal de estos proyectos reformistas es el respaldado
por el general Manuel Cassola, ministro de la Guerra en el llamado «gobier-
no largo» de Sagasta.
Cuando en la sesión del Congreso de los Diputados del 1 de marzo de 1888,
uno de los defensores del proyecto de Cassola, el diputado José Canalejas,
presentaba la situación, enumeraba los problemas que, a su juicio, se detec-
taban en el ejército: «Deficiente estado de organización, poco nivel cultural
de la tropa, falta de una clase de suboficiales, sueldos insuficientes, proble-
ma de ascensos, material escaso y anticuado, organización regional ine-
ficaz.»
11
Cfr. Rafael Núnez Florencio, Militarismo y antimilitarismo en España (1888-1906).
Prólogo de M. Espadas Burgos, Madrid, CSIC, 1990. Así como la ya citada de Manuel Ball-
bé, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid, Alian-
za, 1983.
12
Art. de Pérez de Ayala, en La Nación de Buenos Aires, abril 1918. En Federico Bra-
vo Morata, La República y el Ejército, Madrid, Fenicia, 1978, pág. 164.
El Ejército y la Marina antes del 98 89
13
Cfr. Manuel Espadas Burgos, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Madrid,
CSIC, 1990, 2.a ed., pág. 375.
14
Cfr. La clase obrera española a finales del siglo XIX, Madrid, Zero, 1970.
15
Los cuatro primeros epígrafes del informe se reproducen en La clase obrera españo-
la a finales del siglo xix, pág. 69 y sigs.
90 Manuel Espadas Burgos
16
Joaquín Fanjul, Misión social del Ejército. Sociología militar, Madrid, Imp. de Eduar-
do Arias, 1907.
17
Ibid., pág. 73.
18
Cfr. Manuel Espadas Burgos, «Ejército y cuestión social en la España de fin de siglo»,
en la revista Torre de los Lujanes, Madrid, 1996, núm. 31, págs. 57-64.
19
Mario de Yveja, La milicia y sus excesos. Cuadros de costumbres militares contem-
poráneas, Valladolid, Mariano del Olmo, 1889, pág. 64.
El Ejército y la Marina antes del 98 91
20
Como escribe Francisco Villacorta, «al comienzo de Torquemada en la hoguera, Gal-
dós hace una recopilación de víctimas del usurero: empleados, cesantes, militares, funciona-
rios bien situados pero con mayores pretensiones, viudas del montepío civil y militar...». Cfr.
Francisco Villacorta Baños, «Visión galdosiana de la sociedad de la Restauración: Las nove-
las del ciclo de Torquemada», en Revista de Literatura, XLI, núm. 81, 1979, págs. 68-116.
Véase también Pilar Faus Sevilla, La sociedad española del siglo xix en la obra de Pérez Gal-
dós, Valencia, 1972.
21
Mario de Yveja, ob. cit., pág. 81.
22
Fernando Puell, ob. cit., pág. 411.
92 Manuel Espadas Burgos
Alemania España
Coroneles O'll % 0'53 %
Jefes Infantería 0'43 % 2'30 %
Jefes Caballería 0'55 % 2'60 %
23
F. Ovilo y Canales, La decadencia del Ejército. Estudio de higiene militar, Madrid,
Fernando Fe, 1899.
24
Nuria Sales, Servei militar i societat a l'Espanya del segle xix, en Recerques, Barcelo-
na, núm. 1, 1970, págs. 145-183.
25
Nuria Sales, Sobre esclavos, reclutas y mercaderes de quintos, Barcelona, Ariel, 1974.
Albino Feijóo, Quintas y protesta social en el siglo xix español, Tesis inédita, Departamento
El Ejército y la Marina antes del 98 95
que directa o indirectamente tocaban el tema 26. Junto a toda una produc-
ción literaria en torno al tema hay una inmensa publicidad en forma de folle-
tos, artículos de prensa, aleluyas, «aucas», canciones, etc. Autores del pres-
tigio de Leopoldo Alas Clarín, con El sustituto; de José María de Pereda, con
La leva; de Emilia Pardo Bazán, con La tribuna; de Villaescusa, con La odi-
sea de un quinto; de Cecilia Bóhl de Faber, la Fernán Caballero, con El quin-
to, por citar sólo algunos constituyen ejemplos del impacto social que el pro-
blema tenía en España.
Como también existe una importante vertiente económica, aún necesita-
da de mayor investigación: la del número de compañías de seguros, de mon-
tepíos y fondos de resistencia al reclutamiento que surgieron por diversas
partes de España. Es el caso de La Peninsular creada por Pascual Madoz, o
de la Caja de Seguros y Seguro Mutuo de Quintas, fundada por Ramón Me-
sonero Romanos, o de tantas aparecidas en Cataluña, cuya poderosa bur-
guesía se eximía así de las guerras coloniales.
Por su parte el testimonio, tanto el militar como el civil, desde la prensa
o desde tribunas muy diversas, es inabarcable. Es un amplísimo alegato, al
que nos hemos referido en algunos de los trabajos citados, en favor de la
supresión de esas antisociales formas de exención y las consecuencias que,
en la propia opinión pública y en las corrientes antimilitaristas habían teni-
do. «A las Antillas y a Filipinas marchó, no la flor de la juventud española
sino la flor de la juventud proletaria de España; la menos interesada, por ella
y por sus familias, en el éxito afortunado de nuestras espantosas guerras
coloniales; la que menos entendía que, al luchar, luchaba por abstracciones
como la de la integridad de la patria o por conceptos como el de la honra
nacional; la que sólo percibió que los que tuvieran dos mil pesetas para
entregarlas al Estado, quedaron tranquilos en la Península, mientras que
quien no las pudo reunir perecía en la manigua cubana y en las selvas vírge-
nes del arhipiélago magallánico» 27. El conde de Romanones, de su etapa al
frente del Ayuntamiento de Madrid, recordaba aquel peso de la guerra en
Ultramar: «Como alcalde, había de acudir a diario a la estación para despe-
dir a las tropas que partían para Cuba, presenciando escenas desgarradoras
e imborrables. Era aquello una ola de amargura sin un rayo de esperanza ni
un dejo de entusiasmo: era la despedida de cuantos iban a morir por una
causa no sentida» 28. La resistencia al servicio militar —tema todavía nece-
sitado de investigación— era la norma. El jurista militar Casto Barbasen
29
Casto Barbasen, Memorias de un defensor, Madrid, 1887, vol. I, pág. 128. Cit. en
Carlos Gil Andrés, Protesta popular y orden social en La Rioja de fin de siglo, 1890-1905,
Logroño, IER, 1995, pág. 73.
30
Feijóo establece los siguientes ingresos en el Tesoro procedentes del capítulo de la
redención y muy significativos en los años en que la guerra se recrudece en Ultramar:
1894 9 millones de ptas.
1895 35 millones de ptas.
1896 42 millones de ptas.
1897 38 millones de ptas.
1898 35 millones de ptas.
1899 12 millones de ptas.
(A. Feijóo, ob. cit., pág. 517).
31
La Época, 13 agosto 1895.
32
F. Puell de la Villa, «El general Cassola, reformista militar de la Restauración», en
Revista de Historia Militar, núm. 45, 1979, pág. 58. También «Las reformas del general
Cassola», en ibid., núm. 46, 1979.
El Ejército y la Marina antes del 98 97
puesto que sólo lo ejercen los hijos de las familias más infelices y menos
afortunadas del país»33. La resistencia a los planes de Cassola terminó por
imponerse. Como escribe Fernando Puell, «hay que comprender que Cassola
estaba removiendo toda la base social de la oligarquía parlamentaria con su
propuesta de servicio militar obligatorio»34.
Ejército y Prensa
33
En Diario de Sesiones del Congreso, núm. 66, legislatura 1887-88.
34
F. Puell, en Historia de las Fuerzas Armadas, Madrid, Alhambra, 1987, tomo III, pá-
gina 170.
35
Rafael María de Labra, El Ateneo de Madrid, Madrid, 1906.
36
El Ejército Español, 25 marzo 1894.
98 Manuel Espadas Burgos
37
La edición original, con prólogo de Francisco Silvela, Madrid, 1898. Hay reedición de
1986, Madrid, Edit. Naval.
38
J. Sánchez Toca, ob. cit., prólogo.
39
Agustín Rodríguez González, Política naval de la Restauración, Prólogo de José
María Jover, Madrid.
El Ejército y la Marina antes del 98 99
les, algunos de los cuales quedaron sólo en el papel. Fueron los del Almi-
rante Duran y Lira, ministro de Marina (diciembre 1879-febrero 1881); del
Vicealmirante Pavía (febrero 1881-enero 1883) y del Vicealmirante An-
tequera (enero 1884-junio 1885), ninguno de los cuales se llevó a cabo,
aunque alguno se ejecutase muy parcialmente. En el informe que el Contra-
almirante Duran y Lira presentara al Consejo de Ministros en 1880 hacía
hincapié en «el peligro que viene del Norte, del naciente poder japonés» y
«de los mismos representantes europeos» que «se apresuran a pedir a sus
respectivos países el aumento de sus escuadras en los mares de Oriente» 40,
lo que evidencia cómo la preocupación venía no sólo de la posible necesidad
de una defensa de Cuba o de Puerto Rico, sino del peligro que ya se oteaba
para los territorios del Pacífico, como pronto se evidenciaría con la crisis de
las Carolinas en 1885.
El plan de Antequera sería sustituido por el presentado por Moret en
mayo de este último año, que preveía una inversión de 253 millones de pese-
tas en un período de diez años, pero que pronto sería retirado, sustituido por
el plan de Rodríguez Arias, en 1887, que, en palabras de Agustín Rodríguez,
se convertiría en «la máxima expresión de la política naval de la Restaura-
ción». Su principal objetivo era la construcción de siete grandes cruceros y
diez cañoneros torpederos. Algunos de estos barcos saldrían de astilleros
españoles, pero también se contó con los encargados a astilleros extranjeros,
principalmente británicos, tales como los de Wyvenhoe, de la empresa
«Forrest & Son Limited». De allí salieron las cañoneras Estrella, Flecha,
Ligera, Satélite y Vigía. En agosto de 1895 se habían encargado a los astille-
ros de Glasgow tres cañoneras de 300 Tms., la Hernán Cortés, la Pizarro y
la Núñez de Balboa, todas ellas destinadas «para vigilar las costas de Cuba».
Hubo que lamentar por aquellos años una serie de pérdidas no debidas
expresamente a la guerra sino de tipo accidental, pero que causaron especial
impacto en la Armada. Tal fue el caso de la desaparición del crucero Reina
Regente, con su tripulación de 400 hombres, al mando del capitán de navio
Francisco de Paula Sanz Andino. Había llevado a Tánger a los miembros de
la delegación marroquí que firmaron los acuerdos posteriores a la crisis de
Melilla de 1893. En su viaje de regreso y posiblemente como consecuencia de
una tempestad desapareció en el Atlántico. Otra tragedia sería el hundimien-
to del crucero Sánchez Barcáiztegui producido el 18 de septiembre de 1895 a
la salida del puerto de La Habana, embestido por el vapor Moriera, que hacía
el servicio de correos entre diferentes puertos de la isla. En ese accidente per-
dió la vida el comandante general del apostadero de La Habana, general Del-
gado Parejo. Unos días más tarde, el 8 de octubre, se perdía el crucero Cris-
tóbal Colón, varado en los bajos de Buena Vista, muy próximos a La Habana.
Después de la catástrofe del Reina Regente fue la mayor pérdida que sufría la
Armada en aquella década que se cerraría con el «desastre» del 98.
40
En Agustín Rodríguez, ob. cit., pág. 201.
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La Armada: proyectos y realidades
de una política naval
HUGO O'DONNELL Y DUQUE DE ESTRADA
1
Recogido por R. Candía Araiza, La artillería española en Santiago de Cuba durante la
guerra Hispano-Americana. Tesina inédita del Museo Naval, Ms. 2430, pág. s.n.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 103
2
La doctrina de A. T. Mahan fue recogida en un libro que, traducido por J. Cervera y G. So-
brini, apareció en España con el título Influencia del Poder Naval en la Historia (1660-1783),
El Ferrol, 1901.
104 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada
4. La reacción española
tal vez nunca se pudo llevar a cabo al no disponerse hasta 1895 del Estado
Mayor General de la Armada.
Coincidentes los sucesivos gobiernos en la necesidad de contar con una
flota suficiente, las divergencias surgieron a la hora de determinar las carac-
terísticas de ésta y el tipo de unidades a flote escogido para las diversas nece-
sidades, ya que las cualidades variaban. Armamento, protección, velocidad,
y autonomía se podían combinar de diferente manera dando origen a los
diversos buques adaptados a los diferentes servicios y en los que la cualidad
sobresaliente se obtenía en detrimento de las otras.
En el acorazado de gran desplazamiento (entre 10 y 15.000 Tms.), pre-
dominaban los factores armamento y protección. En los oceánicos su gran
desplazamiento permitía atender también a la velocidad y a la autonomía.
Los denominados guardacostas, para defensa del litoral, sacrificaban veloci-
dad y autonomía al armamento y protección.
En el crucero protegido la protección se reducía a la cubierta y pequeñas
zonas blindadas en artillería principal y puente de mando: inicialmente faja
blindada en flotación y luego casi todo el costado.
En el crucero no protegido se sacrificaban armamento y protección a la
velocidad y la autonomía. Su casco era de madera con forro de cobre para
combatir la «broma» tropical.
Los cañoneros, de unas 500 Tms., protegidos o no, tenían las cuatro cua-
lidades muy disminuidas y eran incapaces de enfrentarse a barcos superio-
res, pero eran baratos y útiles como guardacostas y en apoyo de operaciones
en tierra.
El torpedero sacrificaba todo, incluidos tamaño, protección y autono-
mía, a la velocidad y al armamento de torpedos y no podía operar con mar
movida.
Las necesidades en la combinación de estas unidades era diferente según
se optase por una marina transoceánica, una marina metropolitana, o una
marina colonial.
Una marina transoceánica exigía buques de gran autonomía, gran poder
artillero, gran blindaje y suficiente velocidad: acorazados y cruceros prote-
gidos. Dentro de este tipo los diferentes astilleros mundiales ofrecían dife-
rentes características. La necesidad se cifraba en un número reducido de
unidades, pero modernas y costosas.
Si se atendía a las necesidades meramente metropolitanas se podían su-
primir los modelos transoceánicos de gran autonomía de cada tipo de buque.
Una flota colonial precisaba cañoneros y marina sutil; numerosos y dis-
persos aunque de poca utilidad frente a invasores foráneos.
A falta de una política definida de gran alcance, las necesidades inme-
diatas fueron las que durante mucho tiempo impusieron su criterio y aca-
baron por diversificar los esfuerzos en una flota mixta que no satisfacía ple-
namente ninguna de ellas, basada en la falsa seguridad de un buen número
de unidades, muy poco homogénea y marcadamente defensiva en su con-
junto.
106 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada
3
Informe técnico recogido por J. Oubiña Oubiña, Historia Marítima Española, Ma-
rín, 1982, pág. 160.
108 Hugo O'Donnell y Duque de Estrada
Una flota de estas características parecía poder atender a todas las nece-
sidades a la vez, posibilidad que se hacía aún más atractiva si se adoptaban
los postulados de la «Jeune Ecole» que abarataban sustancialmente los gas-
tos, ya que por el precio de un acorazado se podían comprar docenas de tor-
pederos que podían hundirlo.
Por otra parte, el plan incluía un transporte especial para torpederos por
lo que se podrían utilizar en cualquier parte incluso los no oceánicos.
Ninguno de los tres planes fue aprobado, tal vez porque la costumbre no
incluía planificaciones generales coordinadas, sino que se iban encargando
buques y series de buques según carencias y presupuestos.
De esta forma se habían botado y se encargarían los pequeños cruceros
de construcción inglesa Velasco y Gravina, los seis de la serie Infanta Isabel,
de construcción nacional, y los cuatro General Lezo, que serían clasificados
como cruceros de 2.a y 3.a clase y de los que todos, menos el Colón y el Gra-
vina, continuarían en las listas de la Armada en mayo de 1898 con una anti-
güedad de entre diecisiete y diez años, aunque sólo el don Antonio de Ulloa
y el don Juan de Austria participarían en el combate, en Cavite. Buques sin
protección, lentos, pequeños y escasos de armamento.
Durante el primer ministerio Pavía se encargaron a la industria nacio-
nal tres cruceros que tardaron nueve años en construirse, por no estar com-
pletos los planos y no estar acopiado el material, por lo que nacieron anti-
cuados. A pesar de su autonomía considerable, carecían de artillería gruesa
y protección, siendo además lentos. En vista de sus malas condiciones béli-
cas se propuso convertirlos en transportes, pero cualquier crucero auxiliar
reunía mejores cualidades, a pesar de ser clasificados como cruceros de 1 .a
clase atendiendo sólo a su desplazamiento. De ellos el Reina Cristina sería
insignia de Montojo en Cavite, lo que nos da una idea del nivel de la escua-
dra de Filipinas, el Alfonso XII se encontraba en La Habana con sus calde-
ras inutilizadas y el Reina Mercedes, inservible en Santiago, sería hundido
en su bocana.
cipal eran dos cañones de 320 mm) y veloz, alcanzando los 20 nudos sin
acusar los defectos de otros análogos extranjeros. Sin embargo, tenía escasa
autonomía que no pasaba de las 3.000 millas, cuando sus similares pasaban
todos de las 5.000. Su artillería podía haber sido más homogénea y mono-
calibre y sus torres, dobles, con lo que hubiera aumentado el poder ofensivo
ahorrando pesos.
Cuando verdaderamente fue necesario, se encontraba en los astilleros de
la Seyne a donde se le había enviado en 1896 a reformar su propulsión y su
artillería. Terminadas las obras zarpa con el Carlos V en la Escuadra de
Reserva hacia Filipinas; en Port-Said es retenido por dificultades diplomáti-
cas y económicas y regresa a España sin haber tenido ocasión de combatir
cuando era el único barco que se podía haber medido con los acorazados y
cruceros acorazados americanos.
Como consecuencia de la decisión del ministro Beránger, se botaba en 1887
el crucero protegido de 1 .a clase Reina Regente en los astilleros escoceses de
Clydebank, modelo del Lepanto (Ferrol, 1891) y del Alfonso XIII (Carta-
gena, 1893).
A pesar de su limitado desplazamiento (4.700 Tms.) alcanzaba los 20
nudos y estaba bien armado, aunque no muy protegido. Su comandante
había aconsejado sustituir las piezas de 24 cms por otras de 20 cms para dis-
minuir los pesos altos.
El buque se perdería en circunstancias trágicas en 1895. Sus dos herma-
nos, a pesar de aliviárseles los pesos altos, resultaron especialmente inútiles.
El Alfonso XIII no pudo superar sus pruebas de mar y el Lepanto, cuya arti-
llería principal se había reducido a 16 cms no estaba listo en el 98 por su
muy defectuoso comportamiento.
En marzo de 1886 se contrataban en Inglaterra dos pequeños cruceros
coloniales el Isla de Cuba y el Isla de Luzón, construyéndose un tercero
similar en Cartagena. Se trataba de unos buques sin más pretensión que las
misiones locales, clasificados en las listas de mayo de 1898 como cruceros
de segunda clase, ambos combatirían y sucumbirían en Cavite.
10. Conclusiones
La elección de los cruceros como núcleo de combate fue el error más sig-
nificativo de la reacción española, pero ciertamente no el único.
La en otros aspectos comprensible predisposición de los gobiernos libe-
rales de favorecer la industria nacional, perjudicó el producto que en
muchos casos resultó de desecho, encareciendo y alargando los plazos de
entrega del aprovechable.
A pesar de los numerosos e inequívocos síntomas, la declaración de gue-
rra acabó cogiendo por sorpresa a España en sus preparativos navales.
A finales de octubre de 1897, cuando Cervera toma el mando de la
Escuadra, el Pelayo está modernizándose en Tolón; el Carlos V, la Numan-
cia, la Victoria y el Alfonso XIII sometidos a grandes reparaciones y el Colón
carece de su artillería principal; ¡no se puede contar con más del 50 por 100
de la fuerza efectiva!
Pero la imprevisión no se restringe a los barcos, sino que se extiende a
las bases navales y a las estaciones de carboneo. La vieja aspiración de la
Armada del traslado de la base de Cavite a Subig, más fácilmente defendi-
ble, no se acomete hasta la ruptura de hostilidades, debiendo volver la flota
a Cavite por no estar listas las nuevas defensas ni haber llegado los cañones
prometidos ni las imprescindibles minas.
4
F. García Sanz, Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes, comercio y
política exterior (1890-1914), Madrid, 1994, pág. 178.
La Armada: proyectos y realidades de una política naval 113
5
Recogido por A. R. Rodríguez González, Política naval de la Restauración (1875-1898),
Madrid, 1988. Obra que estimamos básica para el conocimiento de este tema, y que ha ser-
vido de fundamento para este trabajo.
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«El Grito de Baire»:
frustración de una vocación europeísta
FERNANDO PUELL DE LA VILLA
El Ejército
1
«Si hay clase en España menos corroída por la podredumbre y la codicia, ésa es la cla-
se militar. La fantasía nacional se ofrece en el soldado con los rasgos más simpáticos e ino-
fensivos; y sea por la ordenanza y la disciplina a que están sometidos, sea por el modo atina-
do con que entienden la dignidad y la hidalguía, los cuerpos militares ofrecen más cohesión,
más compañerismo, más noble conducta que las Corporaciones civiles. Son la honradez, el
patriotismo y la generosidad el fondo de su carácter; y si se citan raros casos de fraudes y des-
pilfarres en la milicia, de los hombres civiles aprendieron las malas tretas los muy contados
jefes y oficiales que abusaron.» Mallada, L[ucas], Los males de la Patria y la futura revolu-
ción española. Consideraciones generales acerca de sus causas y efectos. Primera parte: Los
males de la Patria, Madrid, Manuel Ginés Hernández, 1890, pág. 296.
2
Algunas ideas sobre la reorganización del Ejército, Madrid, R. Vicente, 1869, pág. 10.
118 Fernando Puell de la Villa
3
Los tratadistas militares resaltaban el hecho de que el tiempo que mediaba entre la
declaración formal de guerra y el inicio real de los combates había ido estrechándose duran-
te el siglo xix. En la primera guerra entre Rusia y Turquía, en 1853, transcurrieron más de
tres meses desde la ruptura de hostilidades hasta que sus ejércitos se batieron por primera vez
en el campo de batalla. A los seis años, en la guerra entre franceses y austríacos, el plazo se
redujo a 23 días y en la austro-prusiana de 1866 a menos de una semana. Este mismo perío-
do se mantuvo en la franco-prusiana y en la hispano-americana. Francisco y Díaz, Francisco
de, Estudios de estrategia y organización del Ejército y Armada, Valladolid, Colegio de San-
tiago, 1899, pág. 506.
120 Fernando Puell de la Villa
inviable tener sobre las armas a varios cientos de miles de soldados, no que-
daba otra solución que transformar los ejércitos permanentes en producto-
res de masas de soldados reservistas. Así, su misión primordial dejó de ser
la guerra para pasar a ser la preparación para la guerra.
La España de la Restauración, recogida en su interior y sin litigios fronte-
rizos, pudo haber obviado la masificación de su ejército. Desde años anterio-
res, se habían alzado algunas voces dentro del propio colectivo para protestar
contra el absurdo de aumentar el contingente en tiempo de paz 4. Esta misma
opinión era compartida por los analistas internacionales, considerando que
nuestra situación geoestratégica nos ponía «al abrigo de ataques extranjeros y
en libertad completa para dedicar las fuerzas a las artes de la paz»5. Pero para
ello era preciso comenzar por licenciar a la nutrida oficialidad heredada del
período isabelino y recrecida durante las guerras del Sexenio. Aunque no exis-
ta constancia de que Cánovas se planteara esta opción, no cabe duda de que
carecía de la libertad de acción necesaria para emprenderla y que, circunstan-
cialmente, era más fácil y lógico aceptar el modelo prusiano y dar así ocupa-
ción a los doce mil oficiales existentes. Para esto era preciso reclutar el mayor
número de soldados posible. Durante la Restauración coexistieron tres plan-
teamientos distintos sobre esta cuestión. Las clases acomodadas, principal
baluarte del régimen, optaron por la reimplantación del sistema de quintas
isabelino y estaban decididas a impedir cualquier ensayo de universalizar el
servicio, tras haber sufrido en sus carnes las consecuencias del decreto-ley
que lo impuso en época de Castelar. El pueblo, que había llegado a identificar
sus afanes abolicionistas con un aumento de la presión reclutadora durante el
Sexenio, aceptó el retorno al sistema anterior sin excesivas protestas, orien-
tando sus reivindicaciones hacia temas de índole laboral. Los oficiales, incli-
nados hasta entonces hacia el voluntariado, habían experimentado lo inviable
de esta solución e intuido la eficacia militar y las ventajas corporativas del
reclutamiento prusiano, por lo que abogaron por la constitución de un gran
ejército de masas, integrado por todos los jóvenes del país.
El debate sobre el sistema de reclutamiento, que en otros países concita-
ba una gran atención de la opinión pública, quedó restringido en España a
una disputa de carácter técnico y de ámbito castrense. Sólo durante el Par-
lamento largo, cuando Cassola ocupó la cartera de Guerra y propuso la
implantación del servicio obligatorio, llegó a convulsionarse la clase política
4
Milans del Bosch, Lorenzo, Proyecto de una nueva organización del Ejército español,
Madrid, J. A. García, 1869, pág. 8.
5
Editorial de The Times citado por el teniente coronel Fabián Navarro Muñoz, Apuntes
para un ensayo de organización militar en España, Madrid, Fortanet, 1884, pág. 24. En un
concienzudo análisis sobre el potencial militar español, un coronel servio también había
observado: «Dada la actual situación de España, en cuanto a sus recursos financieros, su
mejor sistema militar consiste en organizar la defensa menos costosa posible de su territorio,
y destinar todos los recursos posibles a la creación rápida de una considerable marina de gue-
rra.» Becker, Waldemar de, De la reorganización militar de España, Madrid, La Correspon-
dencia Ilustrada, 1882, pág. 32.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 121
Los oficiales
6
Independientemente de la agresividad verbal, manifestada en artículos de prensa, con-
ferencias y folletos, mostrada por los oficiales hacia los políticos civiles, la guarnición de
Madrid asaltó dos periódicos madrileños en marzo de 1895; la de La Habana repitió el inci-
dente en enero de 1898 y de nuevo la de Madrid en 1905. Por estas causas, en el 95 cayó el
gobierno de Cánovas; en el 98 los norteamericanos enviaron el Maine y en 1905 se implantó
la Ley de Jurisdicciones.
122 Fernando Puell de la Villa
7
«Hasta que tropecé con esta realidad, jamás me había detenido a considerar seriamen-
te la miseria y el atraso de mi país». Hidalgo de Cisneros, Ignacio, Cambio de rumbo, Barce-
lona, Laia, 1977, tomo 1, pág. 87.
8
Informe realizado por la Institución Libre de Enseñanza, para dar cumplimiento a la
Real Orden de 5 de diciembre de 1883, Madrid, s. imp., 1883, cap. VII «La educación del
soldado y la condición de la clase obrera».
9
Ceballos Quintana, Enrique, El talismán de Juan Soldado, Madrid, Montegrifo y
Compañía, 1879, pág. 5.
10
Barado, Francisco, Nuestros soldados. Narraciones y episodios de la vida militar en
España, Barcelona, Henrich y Cía., s.a., pág. 18. Se ha manejado la 2.a edición de esta obra,
publicada hacia 1910, pero el original se redactó en 1889.
124 Fernando Puell de la Villa
El soldado
1
' Ruiz Fornells, Enrique, La educación moral del soldado, Toledo, Vda. e hijos de Juan
Peláez, 1894, pág. 50.
12
Proyecto de reglamento general de seguridad e higiene del trabajo, Madrid, Instituto
de Reformas Sociales, 1906, pág. 12.
13
La estatura media, sobre datos del reclutamiento de 1891, se fijó respectivamente en
1,607 y 1,598 m. Olóriz y Aguilera, Federico, La talla humana en España, Madrid, Nicolás
Moya, 1896, pág. 61.
14
«La cuestión obrera y su nuevo carácter», discurso pronunciado en el Ateneo de Ma-
drid el 10 de noviembre de 1890, en Problemas contemporáneos, Madrid, Pérez Dubrull, 1890,
tomo III, pág. 514.
15
Diario de Sesiones del Senado, 16 de julio de 1899.
16
El Ejército español. Colección de fotografías instantáneas. 288 autotipias reflejo de la
vida de cuartel y de campaña de nuestros soldados, Barcelona, Luis Tasso, s.a.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 125
17
Todavía a los veinte años del Sexenio, en una de las escasas obras reivindicativas de
las virtudes de la tropa, podemos detectar este clima de desconfianza: «Tenemos el mejor sol-
dado del mundo y no basta que un día azaroso nos lo manifieste inquieto y desgobernado, por
causas cuya culpabilidad puede alcanzar a todos en mayor proporción que a él, para que per-
damos la fe en sus virtudes; no basta para deprimirle el verle un instante invadido de inmo-
derada fiebre, que le condujo al vértigo y amenazó dislocar la organización del ejército».
González Parrado, Julián, Divagaciones militares, Manila, M. Pérez Hijo, 1886, pág. 11.
126 Fernando Puell de la Villa
18
«El soldado español es muy agradecido —comentaba el general Pavía para explicar
aquella especie de caudillaje— y necesita de la atención y del cariño de su general como del
aire que respira. Un obsequio, una dádiva, una expresión o frase cariñosa lo entusiasma, le
alivia el cansancio y las dolencias hasta olvidarlas, deseando mayores fatigas, y se bate con
coraje y alegría». Pavía y Rodríguez de Alburquerque, Manuel, El Ejército del Centro, desde
su creación en 26 de Julio de 1874 hasta el 1.° de Octubre del mismo año, Madrid, Manuel
Minuesa de los Ríos, 1878, pág. 104.
19
Barado, ob. cit., pág. 17.
20
Fanjul, Joaquín, Misión social del Ejército, Madrid, Eduardo Arias, 1907, pág. 106.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 127
21
Ibáñez Marín, José, La educación militar, Madrid, Felipe Marqués, 1899, pág. 66.
22
El fusil Remington, modelo 1871, sustituyó al Berdan en dicho año. Era copia del rifle
patentado por el ingeniero norteamericano que le dio nombre, comenzado a utilizar durante
la Guerra de Secesión y popularizado en las campañas contra los indios del medio oeste.
Medía 1,361 ms y armaba una bayoneta piramidal de 76 centímetros; su peso no llegaba a los
cuatro kilos y medio. Barado, Francisco y Genova, Juan, Armas portátiles de fuego. El moder-
no armamento de la Infantería y su influencia en el combate, Barcelona, La Academia, 1881,
páginas 205-207.
23
Según un testimonio de 1894, los fusiles Mauser «no se han entregado todavía a las tro-
pas, siendo probable que se tarde algún tiempo en verificarlo». Álamo Castillo, Rafael, Com-
pendio de organización y legislación militar, Manresa, A. Esparbé, 1894, pág. 361. «En Cuba y
Filipinas —decía uno de los primeros regeneracionistas— se han estado batiendo nuestros sol-
dados sin que la mayoría de ellos hubiera tirado siquiera una vez en su vida al blanco». Torre Her-
mosa, Marqués de, ¿Nos regeneramos?... Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1899, pág. 199.
24
Dolía, Ángel, «Los campos de instrucción y de tiro», en Memorial de Infantería, junio
1912, págs. 670-679.
128 Fernando Puell de la Villa
El principal trabajo de la tropa, durante los otros dieciséis meses que les
faltaban para licenciarse, sería prestar servicio de armas o mecánico. El res-
to de los soldados se limitaban a pasar listas y revistas de policía, equipo,
armamento, etc., y a inundar las calles de la ciudad durante las dos horas
que les quedaban libres antes de las comidas del mediodía y de la tarde. Una
revista de aparato ante algún general o cubrir carrera en la procesión del
patrón de la ciudad servían para romper la rutina diaria. Muy de tarde en
tarde, excepto en las áreas más conflictivas, su unidad podría ser empleada
para controlar un conflicto laboral25.
Los servicios pasaron a ocupar un importantísimo lugar en la vida del
soldado. Además de los contemplados en las Ordenanzas —la guardia de
prevención, para la seguridad de los cuarteles, y la de plaza, reliquia de un
pasado en el que la seguridad del reino dependía de su cordón fronterizo de
fortificaciones—, la nueva forma de vida militar obligó a crear otros para
atender a la conservación y mantenimiento de los cuarteles. Diariamente,
cada compañía designaba cuatro aguadores —para limpiar y abastecer las
cubas de la cocina y los dormitorios—, dos soldados de compra —que acom-
pañaban al furriel al mercado— y otros dos de provisiones —con la tarea de
distribuir el pan y el combustible de cocinas y lámparas—. Cada quince días,
cuando un capitán se hacía cargo de la cocina del batallón, nombraba un
cierto número de rancheros fijos para cocinar y atender los fuegos, comple-
mentados por los que considerara precisos cada día para auxiliar a los ante-
riores. Aparte, en cada dormitorio, se designaba un cuartelero, encargado de
mantener el orden, impedir sustracciones de prendas y equipos y conservar
limpio el local, y un servicio de imaginarias nocturnos, que velaban el sue-
ño de sus compañeros, atendían a los enfermos y mantenían ardiendo las
lámparas de aceite.
25
«Si se formara una estadística minuciosa del cometido a que se destinan en el día los
hombres de un regimiento o batallón, se sacaría una impresión bien triste. El número de com-
batientes efectivos acaso resultase inferior al de la suma compuesta por músicos y ordenan-
zas, rancheros, destinos fuera de cuerpo, escribientes y cornetas». Navascués, Felipe de, ¡¡La
próxima guerra!! Estudios político-militares sobre la Europa contemporánea y reorganiza-
ción militar de España, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1895, pág. 377. Para el estudio
de las implicaciones militares en conflictos de orden público es de rigor la consulta de Ball-
vé, Manuel, Orden público y militarismo en la España constitucional (1812-1983), Madrid,
Alianza, 1983.
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 129
nuestro imperio colonial y escenario de los tres años de guerra por la inde-
pendencia y de los tres meses de conflicto internacional entre España y los
Estados Unidos.
Como punto de partida, debe tenerse en cuenta que el Estado decimonó-
nico, centrado en los problemas peninsulares y muy mediatizado por la per-
manente escasez de medios materiales, pecó de falta de perspectiva y no
supo, o no pudo, dotar a nuestras posesiones ultramarinas con un ejército
colonial eficaz y adecuado a las circunstancias concretas de aquellos territo-
rios. Así, las dos grandes insurrecciones cubanas —la de 1868 y la que ahora
nos ocupa— le cogieron prácticamente por sorpresa. La primera finalizó, tras
diez años de guerra y cien mil soldados muertos, por extenuación total de los
dos bandos combatientes26. Aunque sea cierto que la conflictividad peninsu-
lar durante el Sexenio no permitió dedicar mayor atención al conflicto cuba-
no hasta 1876, no es menos verdad que una reacción más enérgica en los
momentos iniciales del levantamiento hubiera liquidado en semanas lo que se
inició como una revuelta localizada en un área muy poco poblada del país y
que adolecía de graves problemas de liderato, debidos a disputas entre los
diversos cabecillas por conflictos de localismo e incompatibilidad de caracte-
res. En contraste, la reacción militar ante la llamada guerra chiquita, cuando
aún permanecía desplegado el núcleo del ejército de Martínez Campos, fue
rápida, eficaz y contundente, impidió la extensión de la revuelta hacia las
zonas no afectadas y la debilitó en las que se había originado 27.
Pero desde 1880 hasta el inicio de la Guerra de Independencia, las tropas
españolas volvieron al sedentarismo que había sido la norma hasta 1868. La
estructura militar vigente en la Isla, en febrero de 1895, había sufrido todo
tipo de recortes, en consonancia con la penuria del tesoro público; además, la
inflexibilidad burocrática de los responsables del Ministerio de la Guerra se
había opuesto a todas las propuestas realizadas sobre la conveniencia y nece-
sidad de crear un ejército colonial. Por ello, pese al ingente esfuerzo humano,
financiero y material puesto en marcha por Cánovas y Azcárraga, aquella
estructura se mostró impotente para poner fin al levantamiento de Martí.
Sólo tras la dimisión de Martínez Campos y la llegada de Weyler a Cuba se
abordó el conflicto bélico de forma sistemática y ordenada. Para entonces, la
26
El estudio más concienzudo de esta campaña es el de Ramiro Guerra y Sánchez, La
guerra de los Diez Años (1868-1878), La Habana, Cultural S.A., 1950, 2 vols. También, des-
de el punto de vista español, existen varios trabajos interesantes, como el del oficial de Volun-
tarios Eugenio Antonio Flores, La guerra de Cuba. Apuntes para su historia, Madrid, A. de
San Martín, 1895. La relación más completa del número de bajas que ocasionó el conflicto
figura en la obra de Tesifonte Gallego y García, La insurrección cubana, crónicas de la cam-
paña. Vol. I La preparación de la guerra, Madrid, Imp. Central de los Ferrocarriles, 1897.
27
No se cuenta, por el momento, con un estudio completo para el análisis de esta cam-
paña y, a pesar de su tono autojustificativo, las memorias del general Camilo García de Pola-
vieja y del Castillo, Relación documentada de mi política en Cuba. Lo que vi, lo que hice, lo
que anuncié, Madrid, Emilio Minuesa, 1898, continúan siendo la mejor aproximación a la
misma.
130 Fernando Puell de la Villa
28
Cuadro de la composición y organización del Ejército español en las posesiones de
Ultramar, Madrid, Depósito de la Guerra, 1895.
29
De las 350 páginas del texto de geografía de los alumnos de la Academia General
Militar, creada en 1883, sólo se dedicaban ocho a Cuba y Puerto Rico y ninguna a Filipinas.
En el texto de historia, no existían referencias al pasado y presente de las posesiones ultra-
marinas: «Al mismo tiempo que le son familiares los difíciles nombres de las llanuras rusas y
las cuencas balkánicas, se halla tan ignorante en todo cuanto se refiere a la geografía cubana,
que marcha a la Isla en las mismas condiciones en que iría a Japón». Barrios y Carrión, Leo-
poldo, Sobre la historia de la Guerra de Cuba. Algunas consideraciones, Barcelona, Revista
Científico-Militar, 1888-90, pág. 203.
30
La burocracia militar española aplicó frecuentemente conceptos más afines al mode-
lo de guerras continentales que a la que se luchaba en suelo cubano. Además, los acontecí-
«El Grito de Baire»: frustración de una vocación europeísta 131
Introducción
dibujan con toda claridad los factores de origen interior, peninsular, a su vez
derivados de la pactada confrontación política bipolar y el funcionamiento del
turno de partidos, bajo control dinástico, previsto en la Constitución del 76.
En ese marco hay que situar la participación —muy minoritaria— de
algunos elementos discrepantes, aprisionados en una discusión pública que
bien podemos llamar, a pesar de su pobreza general de ideas, el «debate
colonial antillano»: unos cuantos interesados en la materia, descontentos
por un asimilismo mal llevado y peor comprendido, amén de algunos inte-
reses económicos divergentes de la orientación dominante, o unos cuantos
militares de trayectoria «americana», e incluso de algún «nuevo» ideólogo de
la colonización. En el núcleo central de ese conjunto vario se instalarían
republicanos y abolicionistas (restos, en fin, del liberalismo progresista jun-
to a la minoría dispersa de los demócratas), que vieron de este modo co-
yuntura propicia para inscribir su práctica (de oposición directa al sistema
político) en la franja delgada que albergaba entre otras pocas cosas, como
herencia irrenunciable del Sexenio, el reclamo de la autonomía para las co-
lonias. Una autonomía pensada y deseada, extensamente, a tenor de las
reglas y del comportamiento propios del liberalismo anglosajón. (La desgra-
cia mayor de los autonomistas españoles como reformadores consistía, no
obstante, en que iban a demandar esa política —rechazada como «foránea»
y por ende peligrosa por los no autonomistas, obviamente— en un país con
hechura oligárquica, un país cuya tradición liberal seguía malviviendo salpi-
cada de malformaciones y rechazos, y que —en el cuarto final del siglo xix—
no iba a dejar más que delgados márgenes para radicalismos izquierdistas.)
Las directrices reformistas adoptadas desde la metrópoli en materia
colonial, especialmente las implantadas en la década de los 80 —algunas
ciertamente menores y sin trascendencia, pero otras quizá no tanto—, afec-
taron también a Filipinas y las posesiones orientales, aunque en escala y
extensión mucho menores. Tan insensibles resultaron ser aquellas directri-
ces de reforma, desde el punto de mira jurídico-internacional y militar pre-
valeciente en la lógica de las grandes potencias, que poco puede sorprender
al observador no precavido el que, al socaire de los sucesos deplorables de
la guerra hispano-filipina, aquellas posesiones oceánicas acabaran finalmen-
te incluidas en la liquidación formal del antiguo imperio español, en diciem-
bre de 1898 en París.
Sin embargo, parece claro que fueron solamente unos pocos, en la Espa-
ña de la Restauración, los que creyeron seriamente que con la reformas lle-
vadas a Ultramar se estuviera ofreciendo una oportunidad efectiva, real y
verdadera, a la prolongación a medio plazo de algún tipo de vínculo polí-
tico-administrativo entre España y Cuba. Muchos menos aún habría con-
vencidos de que podría prolongarse un ápice aquel convenio, desigual y lar-
go, gracias a las virtudes del autonomismo, tal y como ocurría con las más
felices y desarrolladas posesiones inglesas. Incluso puede dudarse con moti-
vo, a mi modo de ver, de que quienes impulsaron desde arriba el proyecto de
reforma que se consideró más atrevido (la llamada «ley Maura») atendieran
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 141
a él. Se trataba, está claro, del credo convincente de la democracia, tan lejos
ya a esa hora del tinglado político alzado en la Península, en donde había
sucumbido bajo el torbellino tormentoso del «Sexenio», también por el ago-
bio de la insurrección colonial.
El descontento político y social acumulado desde atrás entre los «saca-
rócratas» (y otros grupos superiores criollos) iba a ampliar, masivamente
entonces, su ámbito concreto de irradiación. La idea nacional desplegaría
todo su potencial de conflictividad: la situación reinante ya a principios de
los años 90, muy posiblemente, pudiera definirse —more sociológico—
como un ejemplo claro de conflicto social intergrupal provisto de diversos
polos, y articulado en torno a un núcleo firme de origen político. Los conti-
nuos esfuerzos de «españolización» que habrían de desplegar —a menudo
de manera espontánea, otras veces indirectamente inducida— colectivos
subalternos de población española (grandes corrientes migratorias de las
zonas más pobres de la Península, a partir de los años 80, canarios y galle-
gos muchos de ellos), no hicieron sino agudizar entre los naturales del país
el sentimiento básico de la creciente diferencia, la percepción de pertenen-
cia a ámbitos materiales distintos.
Además de la propaganda política martiana, ciertamente, las medidas de
refuerzo demográfico de la población peninsular contribuirían a reforzar
la naturaleza interclasista e interracial —con todas las objeciones que pueda
hacerse a su desarrollo político, si se quiere— de la denominada «cubani-
dad», que así emergía como un frente sólido y macizo, abierto sin embargo,
a la adhesión voluntaria de los peninsulares que lo desearan, los «españoles
buenos» de José Martí. Y acabarían, en suma, por poner en pie, armada de
razones antiguas contra los españoles, a una nación mestiza en busca de un
Estado, un Estado donde darle forma desencadenando sin retorno posible
una cruenta guerra —que, como siempre, se quería corta— para dar fe de
hasta qué punto era decisiva y firme su voluntad secesionista. (La operación
de armas se había ensayado ya en el 68, finalmente sin éxito, y antes aun
resultaría soñada varias veces, mas aplazada al fin en diversos momentos,
por los escrúpulos racistas de las oligarquías habaneras.)
Sería aquel triunfo de la nueva nación, su advenimiento, un triunfo anun-
ciado. Una ruptura radical preñada de amenazas para los últimos españoles
que «hicieron las Américas», aquellos que pisaron la tierra americana con el
encargo de prolongar gobierno o acrecentar fortuna, obsesionados por lle-
varse consigo de retorno un beneficio rápido, dinero extraordinario como
fruto abundante del privilegio arancelario o de la corrupción funcionarial.
Militares de alta graduación, administradores diversos de la política peninsu-
lar, negociantes y grandes comerciantes —pero también una fracción incierta
de los inmigrantes de a pie, afectados de una manera u otra—, vivieron la
zozobra y la precariedad del equilibrio tenso que sostenía a Cuba. Pero
la mayor parte no iba a ceder siquiera un ápice en la contrarréplica, a su vez.
Inestabilidad por tanto, que en modo alguno equivale a decir que fuera
aquel temor de la ruptura, del desenlace brusco, el principal obstáculo para
La política colonial española y el despertar de los nacionalismos en ultramar 143
Conclusiones
En las dos décadas que precedieron al Desastre, la política española en
las colonias antillanas vino a regirse por tres principios. Ante todo, por la
defensa y el sostenimiento de la monarquía borbónica, como emblema y
encarnación de una fórmula política de garantía, insustituible, para los inte-
reses socioeconómicos en presencia. En segundo lugar, se basó esa política
en una valoración insuficiente del margen de juego permitido por la oposi-
ción existente entre el liberalismo peninsular y el liberalismo de base anti-
llana, moviéndose posturas en el marco de una ambigüedad calculada. (Una
oposición, claro está, que nunca habría de verse resuelta: ambos liberalis-
mos se revelarían del todo incompatibles al final, viniendo a reforzar esta
segunda oposición aquella otra primera, básica para el juego político de los
partidos peninsulares, entre conservadores y liberales.) Vistas las cosas des-
de sus contornos, da toda la impresión de que se trata de ceguera política de
los gobernantes, de una incapacidad colonial específica que se manifestaba
por ejemplo, día a día, en la atención insuficiente concedida al aumento ver-
tiginoso de la distancia cultural que se abría entre metropolitanos y criollos
—sólo medidas centralizadoras de unificación educativa, más contraprodu-
centes que otra cosa—.
Y en tercer lugar, caracterizaría también a la política colonial española
en América y Oceanía en su etapa final, una satisfacción creciente a cargo
del Estado, con medidas casi siempre fragmentarias —y no, como en un
tiempo tendimos los historiadores a opinar, con acuerdos globales—, de las
apetencias particulares de los lobbys de interés colonial. Hablar de frag-
mentariedad, naturalmente, no tiene por qué comportar debilidad en la
explotación llevada a cabo por hispano-antillanos, pero sí podría implicar
cierta mejora simétrica, al menos en teoría, respecto a las condiciones gene-
rales en que habrían de desarrollarse y expandirse los intereses propios de
los criollos. Pero el entrar a fondo en la compleja trama de la larguísima con-
frontación (o, a veces, desigual combinación) de intereses entre ambos con-
juntos sociales bien diferenciados, el peninsular y el antillano (distintos des-
de luego entre sí, pero ni del todo independientes ni, aun menos, separados)
no es asunto en el que podamos detenernos ahora.
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Los nacionalismos hispano-antillanos
del siglo xix
JORGE IBARRA
1
Paul Estrade, «Observaciones sobre el carácter tardío y avanzado de la toma de con-
ciencia nacional en las antillas españolas», Ibero-Americana Pragensia, núm. 5, 1991.
152 Jorge ¡barra
2
Roberto Cassá y Genaro Rodríguez, «Algunos procesos formativos de la identidad na-
cional dominicana», Estudios Sociales, año XXI, núm. 90, Santo Domingo, abril-junio, 1992.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 153
3
Roberto Cassá, Historia Social y Económica de la República Dominicana, tomo II,
Santo Domingo, Buho, 1989.
154 Jorge Ibarra
4
Levi Marrero, Cuba. Economía y Sociedad: Siglo xvm, volumen 6, Madrid, Playor, 1978,
páginas 18-23.
5
Juan Pérez de la Riva, El Barracón, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1975.
6
Imilcy Balboa Navarro, «La ganadería en Cuba entre 1827 y 1868», Nuestra Historia,
número 1, Caracas, 1991.
156 Jorge Ibarra
7
Jorge Ibarra, «Crisis de la esclavitud patriarcal cubana», Anuario de Estudios Ameri-
canos, XLIII, Sevilla, 1986, págs. 391-417.
— «Regionalismo y esclavitud patriarcal en los departamentos oriental y central
de Cuba», Estudios de Historia Social, núms. 44-47, enero-diciembre, Madrid, 1988, pági-
nas 115-137.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 157
8
Jorge Ibarra, Ideología mambisa, La Habana, Editorial Cocuyo, 1969.
9
Manuel Moreno Fraginals y José J. Moreno Masó, Guerra, migración y muerte (El ejér-
cito español en Cuba como vía migratoria), Colombres, Editorial Júcar, 1993.
158 Jorge Ibarra
10
Fernando Picó, Historia General de Puerto Rico, Río Piedras, Huracán, 1986.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 159
11
Rosa Marazzi, «El impacto de la inmigración a Puerto Rico de 1800 a 1830: análisis
estadístico», Revista de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico, XVIII, 1-2, junio 1974,
página 37 y Estela Cifré de Louviel, «Los inmigrantes del siglo xix. Su contribución a la forma-
ción del pueblo puertorriqueño», Revista de Cultura Puertorriqueña, núm. 7, abril-junio, 1960.
12
Ángel G. Quintero Rivera, Patricios y plebeyos: burgueses, hacendados, artesanos y
obreros, Río Piedras, Puerto Rico, Huracán, 1988.
13
Olga Jiménez de Wagenheim, El grito de Lares: sus causas y sus hombres, Río Pie-
dras, Puerto Rico, Huracán, 1985.
160 Jorge Ibarra
14
Loida Figueroa, Breve historia de Puerto Rico, tomo 1, Río Piedras, Puerto Rico,
Edil, 1979.
15
Manuel Maldonado Dennis, Puerto Rico: una interpretación histórico social, Méxi-
co DF, Siglo XXI, 1969.
16
Astrid Cubano, «Política radical de Puerto Rico: conflictos de intereses en la forma-
ción del Partido Autonomista Puertorriqueño», Anuario de Estudios Americanos, LI-2, 1994.
Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo xix 161
17
Germán Delgado Pasapera, Puerto Rico: sus luchas emancipadoras, Río Piedras,
Puerto Rico, Cultural, 1984, pág. 551.
18
Fernando Picó, 1898: La guerra después de la guerra, Río Piedras, Puerto Rico,
Huracán, 1987 y Laird Bergard, Coffee and the Growth ofAgrarian Capitalism in Ninete-
enth-Century Puerto Rico, New Jersey, University of Princeton Press, 1983.
162 Jorge Ibarra
1
Balanzas Mercantiles de Puerto Rico.
2
Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico (siglo xix), II, págs. 127-128.
164 Astrid Cubano Iguina
3
Citado por Cruz Monclova, ibid. II, 115.
4
Véase Dulce María Tirado, «Las raíces sociales del liberalismo criollo: el Partido Libe-
ral Reformista (1870-1875)», Tesis de Maestría, Departamento de Historia, Universidad de
Puerto Rico, 1981; José Gautier Dapena, Trayectoria del pensamiento liberal puertorriqueño
en el siglo xix, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1963.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 165
1. Café y oligarquía
de las redes de crédito y mercancías del mundo del café. Los socios de las
más poderosas casas comerciales españolas encabezaban los comités del
Partido Incondicional y controlaban las actividades políticas de sus agentes
o comerciantes dependientes a cargo de sucursales en los pueblos del inte-
rior y barrios rurales, quienes a su vez actuaban como caciques políticos
ante los agricultores de una zona. Esto permitió al Partido Incondicional do-
minar las elecciones de diputados a Cortes, Diputación Provincial y gobier-
nos municipales.
El sistema oligárquico evolucionó con alto grado de autonomía. Aunque
las decisiones importantes siempre se tomaban en Madrid, el régimen de la
Restauración nunca desatendía las opiniones de la élite comercial colonial,
una parte integrante del gran pacto oligárquico de los 90. A cambio, la élite
colonial aceptaba que algunos de sus diputados a Cortes fuesen candidatos
designados por los políticos de España, según las necesidades de los parti-
dos de allá.
5
Ángel Acosta Quintero, fosé Julián Acosta y su tiempo, San Juan, Instituto de Cultura
Puertorriqueña, 1965.
6
Véase Revista de agricultura industria y comercio, José de Jesús Domínguez, La auto-
nomía administrativa en Puerto Rico, Mayaguez, 1887.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 167
7
Astrid Cubano Iguina, «Política radical y autonomismo en Puerto Rico: conflictos de
intereses en la formación del Partido Autonomista Puertorriqueño (1887)», Anuario de Estu-
dios Americanos, LI, 2 (1994), págs. 167-169.
8
Véase casos de Román Baldorioty de Castro y Ramón Marín, en Lidio Cruz Monclova,
Baldorioty de Castro: su vida, sus ideas, San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1973;
Cayetano Coll y Tosté, Puertorriqueños ilustres, Barcelona, Rumbo, 1973.
9
Reproducido por Boletín Mercantil, 20 de abril de 1887.
168 Astrid Cubano Iguina
10
Antonio S. Pedreira, El año terrible del 87, Río Piedras, Edil, 1968 (reimpresión de
1935); Coll y Tosté, Puertorriqueños ilustres..., pág. 331.
11
Pilar Barbosa de Rosario, Un lustro crucial (1893-1898), Río Piedras, Editorial Uni-
versidad de Puerto Rico, 1986, págs. 12-20; Julián Blanco y Sosa, Los nuevos aranceles y el
presupuesto, San Juan, Tip. Arturo Córdova, 1892, pág. 4.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 169
12
Luis Muñoz Rivera, Obras completas, Prosa, enero-diciembre de 1893, San Juan, Ins-
tituto de Cultura Puertorriqueña, pág. 37.
13
Lidio Cruz Monclova, Historia de Puerto Rico (siglo xix), Río Piedras, Editorial Uni-
versitaria, III, parte 2, pág.56.
14
Boletín Mercantil, 20 de mayo de 1892. Para la propuesta autonomista del 87 véase
José de Jesús Domínguez, La autonomía administrativa en Puerto Rico, Mayaguez, Tip.
Comercial, 1887.
15
Boletín Mercantil, 22 de junio de 1890.
170 Astrid Cubano Iguina
Urge conseguir que nuestros jóvenes suban a las grandes carreras del Esta-
do para que sirvan desde allí la causa del pueblo. Urge educar a las muchedum-
bres y generar en ellas el patriotismo, el sentimiento del deber y el culto a la
libertad 16.
16
Luis Muñoz Rivera, Obras completas, enero-diciembre de 1893, págs. 223-224.
Política colonial y autonomismo en Puerto Rico, 1887-1897... 171
17
Astrid Cubano Iguina, El hilo en el laberinto. Claves de la lucha política en Puerto
Rico (siglo xix), Río Piedras, Huracán, 1990, págs. 142-143,
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La situación internacional de los años 90
y la política exterior española
ROSARIO DE LA TORRE DEL Río
1
Jover Zamora, José María, «Los caracteres de la política exterior de España en el si-
glo xix», en Política, diplomacia y humanismo popular en la España del siglo xix, Madrid,
Turner, 1976, pág. 86.
174 Rosario de la Torre del Río
ticular. Los liberales, cuya política domina los años 80, tampoco pudieron
enlazar con la política de sexenio. Más allá de la retórica de la ejecución, la
política exterior de los liberales girará también en torno a Alemania.
En realidad, fueron los liberales de Sagasta los que, con la firma de los
Acuerdos Mediterráneos, un subsistema en conexión con el sistema conti-
nental de la Triple Alianza, proporcionaron a España la ocasión de un
acercamiento al sistema bismarckiano. Sin embargo, las Notas de 6 de mayo
de 1887 intercambiadas por los Gobiernos de Roma y Madrid fueron poco
más que declaraciones antifrancesas en favor del statu quo del Mediterráneo
Occidental. El acuerdo no suponía ni reconocimiento de los intereses espa-
ñoles ni, por supuesto, garantía de los mismos. Su finalidad era la de fortale-
cer el principio monárquico y contribuir a la consolidación de la paz me-
diante el compromiso, por parte de España, de no llegar a ningún acuerdo
con Francia que pudiera ser entendido como dirigido contra cualquiera de
las potencias firmantes de la Triple; los compromisos recíprocos se limitaban
a la abstención de todo ataque no provocado y al mantenimiento del statu
quo del Mediterráneo Occidental.
En cualquier caso, ni conservadores ni liberales habían sido capaces de
resolver las contradicciones entre los objetivos compartidos de salvaguardar
el régimen, prevenir una acción de otra potencia en Marruecos y conservar
las colonias del Caribe y del Pacífico y la fuerza del conjunto de vínculos de
tipo económico, ideológico y cultural que ligaban a España con Francia e
Inglaterra, y que configuraban estados y tendencias de la opinión pública,
y las dificultades que se derivaban de una política bismarckiana que poten-
ciaba la política colonial francesa en el norte de África 2.
2
Salom Costa, Julio, España en la Europa de Bismarck, Madrid, CSIC, 1967, y «La
Restauración y la política exterior de España», en Corona y Diplomacia. La Monarquía espa-
ñola en la historia de las relaciones internacionales, Madrid, Escuela Diplomática, 1988,
páginas 137-182.
3
Girault, R., Diplomatie européenne et impérialismes (1871-1914), vol. I de la colec-
ción Relations internationales contemporaines, París, Masson, 1979. Langer, L. W., The
Diplomacy of Imperialism: 1890-1902, Nueva York, 1951. Langhorne, R., The Collapse of
the Concert of Europe. International Politic 1890-1914, Londres, Macmillan Press, 1981.
Renouvin, Pierre, Historia de las relaciones internacionales. Siglos xix y xx, Madrid,
Akal, 1982. Taylor, A. J. P, The Strugglefor Mastery in Europe, 1848-1918, Oxford, Claren-
don Press, 1954.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 175
4
El segundo Gobierno Sagasta se había extendido de noviembre de 1885 a julio
de 1890. Los gobiernos de los 90 tienen la siguiente cronología: el quinto Gobierno Cano-
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 177
vas, de julio de 1890 a diciembre de 1892; el tercer Gobierno Sagasta, de diciembre de 1892 a
marzo de 1895; el sexto Gobierno Cánovas, de marzo de 1895 a octubre de 1897; el cuarto Go-
bierno Sagasta, de octubre de 1897 a marzo de 1899. El Duque de Tetuán es ministro de Esta-
do a lo largo de los cinco años en que gobierna Cánovas (julio de 1890 a diciembre de 1892 y
marzo de 1895 a octubre de 1897). Durante los tres años y medio en que Sagasta preside el
Gobierno, se suceden cinco ministros de Estado, cuatro antes de la crisis del 98: el Marqués de
la Vega de Armijo (diciembre de 1892 a abril de 1893, cuatro meses escasos), Segismundo
Moret (abril de 1893 a noviembre de 1894, un año y medio), Alejandro Groizard (noviembre
de 1894 a marzo de 1895, cuatro meses), Pío Gullón (octubre de 1897 a mayo de 1898, siete
meses) y el Duque de Almodóvar del Río (mayo de 1898 a marzo de 1899, diez meses).
5
Serrano Sanz, José M.a, El viraje proteccionista en la Restauración. La política comer-
cial española 1875-1895, Madrid, Siglo XXI, 1987.
178 Rosario de la Torre del Río
6
Jover Zamora, José María, «La época de la Restauración. Panorama político-social, 1875-
1902», en Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923), vol. VIII de la
Historia de España dirigida por Manuel Tuñón de Lara, Barcelona, Labor, 1981, pági-
nas 269-406 y pág. 345.
7
Renouvin, Fierre, ob. cit., pág. 337.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 179
8
Becker y González, Jerónimo, Historia de las relaciones exteriores de España durante
el siglo xix. Apuntes para una Historia Diplomática, vol. III (1868-1900), Madrid, Impren-
ta de Jaime Ratés, 1924, págs. 729-764.
9
ídem., págs. 765-769.
180 Rosario de la Torre del Río
segura de Gibraltar, que siempre había sido necesaria para hacer posible la
conjunción entre las flotas del Canal y del Mediterráneo, lo era ahora toda-
vía más como consecuencia de la «moral junction» que había tenido lugar
entre las flotas de Cronstadt y de Toulon10. Sobre esta base, no es extraño
que el Foreign Office se mostrase muy interesado en febrero de 1894 por las
noticias aparecidas el día 13 en Le Temps de París sobre una supuesta deci-
sión del Gobierno español de fortificar algunas posiciones cercanas a la
bahía de Algeciras. El Ministerio de Exteriores, el embajador en Madrid, el
secretario de Colonias, el gobernador de Gibraltar, el Almirantazgo y su
División de Inteligencia, intercambiaron una nutrida correspondencia entre
el 17 de febrero y el 7 de abril con la intención de indagar en la noticia y de
valorar sus consecuencias a corto y medio plazo. Después de llegar al
convencimiento de que la noticia del periódico francés podría ser cierta,
aunque no fuera inmediata la construcción de las fortificaciones previstas en
Sierra Carbonera, la correspondencia entre los distintos organismos del Go-
bierno británico se centró en el análisis de la distancia que podía cubrir la
nueva artillería en relación con la distancia entre el puerto y los puntos más
altos y cercanos de la bahía de Algeciras. Para empezar, se señaló el riesgo
que supondrían esas baterías en un momento en el que se pensaba construir
un nuevo muelle en el puerto de Gibraltar, y se afirmó la necesidad de no
avanzar en esa dirección hasta que el Gobierno español no hubiera dado
marcha atrás en su proyecto n.
Pues bien, si todo esto supone la base de un largo contencioso hispano-
británico que tendrá en el 98 el importante desarrollo señalado por José
María Jover y por mí misma12, la documentación británica permite ampliar
la relación entre estas primeras tomas de posición del Gobierno de Londres
y lo que ocurrirá en 1898 gracias a la documentada intervención de Se-
gismundo Moret, que aparece en la correspondencia del embajador británi-
co en Madrid, sir Henry Drummond Wolff, tanto ahora, en el 94, como des-
pués, en el 98, como un interlocutor especialmente cualificado con el que
hablar de problemas internacionales. Moret consideraba que aunque la
cuestión de Gibraltar fuera para España una cuestión de «patriotismo teóri-
co», la nueva situación del Mediterráneo, tras la visita a Francia de la escua-
dra rusa, los incidentes en Marruecos y los debates de la Cámara de los
Lores sobre la seguridad de Gibraltar, exigía del Gobierno español medidas
10
Public Record Office, Kew, Richmond, Inglaterra (PRO). Correspondencia del
Foreign Office (FO). Impresos confidenciales, 425, volumen 219, documento 50. Declara-
ción del marqués de Salisbury en la Cámara de los Lores el 20 de diciembre de 1892.
11
PRO, FO 425/222, documentos 13-20.
12
Jover Zamora, José María, «Gibraltar en la crisis internacional del 98», en Política, di-
plomacia y humanismo popular en la España del siglo xix, Madrid, Túrner, 1976, pági-
nas 431-488. De la Torre del Río, Rosario, «Gibraltar y el planteamiento del problema de la
garantía exterior», capítulo 8 de Inglaterra y España en 1898, Madrid, EUDEMA, 1988,
páginas 249-292; y «La crisis de 1898 y el problema de la garantía exterior», en Hispania,
Madrid, Centro de Estudios Históricos (CSIC), tomo XLVI, 1986, págs. 115-164.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 181
13
PRO, FO 425/222. Documento 21. Sir Henry Drummond Wolff, embajador británi-
co en Madrid, al conde de Kimberley, ministro británico de Asuntos Exteriores, Madrid, 14
de marzo de 1894, despacho 85, secreto y confidencial.
14
PRO, FO 425/222. Documento 25. Almirantazgo a Asuntos Exteriores, Londres, 31
de marzo de 1894, confidencial.
182 Rosario de la Torre del Río
15
García Sanz, Fernando, Historia de las relaciones entre España e Italia. Imágenes,
comercio y política exterior (1890-1914), Madrid, CSIC, 1993, págs. 47-83.
16
De la Torre del Río, Rosario, Inglaterra y España en 1898, Madrid, EUDEMA, 1988.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 183
17
Becker, ob. cit., pág. 821.
18
De la Torre del Río, Rosario, «En torno al 98. Ingleses y españoles en el Pacífico», en
}uan Bautista Vilar (ed.), Las relaciones internacionales en la España contemporánea, Mur-
cia, Universidad de Murcia, 1989, págs. 211-222.
184 Rosario de la Torre del Río
bres, mucho más dinero y mucho más tiempo y que el Gobierno de los Esta-
dos Unidos, con intereses en la isla que la guerra perjudicaba, podría inter-
venir. Ninguna potencia ignoraba que, desde comienzos de 1896, los norte-
americanos, a través de la Legación de España en Washington, venían
animando de manera informal al Gobierno de Madrid a que realizase refor-
mas en la Isla y a que contase con su ayuda para resolver el problema19.
Desde el mismo momento en que se planteó la posibilidad de la inter-
vención norteamericana en el conflicto cubano, la diplomacia española se
orientará en una dirección que no abandonará: ante la evidencia de que no
era posible conseguir una garantía internacional formal para la continuidad
de la soberanía de España en Cuba, los Gobiernos de Cánovas y de Sagasta
intentarán concitar una acción colectiva de las grandes potencias europeas
bajo la dirección de Inglaterra para evitar la intervención norteamericana
primero, para limitar los costes de la derrota después. Pues bien, en esa línea
diplomática, los ministros de Estado españoles contarán con un aliado
insospechado: el embajador británico sir Henry Drummond Wolff.
La correspondencia entre el embajador Wolff y el marqués de Salisbury,
primer ministro y secretario de Estado de Asuntos Exteriores del Reino Uni-
do desde 1895, muestra los esfuerzos del embajador por empujar a su
Gobierno en favor de España. Su cariño y admiración hacia la Reina Regen-
te, su solicitud por el destino de la Dinastía, su alta valoración de los intere-
ses británicos en el Mediterráneo, consolidada por su experiencia política y
diplomática en zonas donde el Imperio Británico se enfrentaba al Imperio
Ruso, su percepción de los peligros que se derivaban para los intereses bri-
tánicos de la reciente alianza del Imperio Ruso con la República Francesa,
su conocimiento de los planteamientos que el Almirantazgo había hecho
sobre la seguridad de Gibraltar y su creencia en el valor de España como
aliado mediterráneo de Inglaterra, llevarán al embajador, que mantendrá
una relación muy amistosa y confiada con Segismundo Moret, partidario de
un entendimiento hispano-británico, a entrevistarse una y otra vez con los
embajadores de las otras potencias en Madrid, dando la sensación de un
interés británico por los problemas españoles que era exclusivamente suyo,
a bombardear al Foreign Office con una serie de telegramas y despachos en
los que va desgranando sus múltiples conversaciones con unos y otros y en
los que va resaltando en cada momento los argumentos que, a la vista de las
siempre lacónicas respuestas de Salisbury, considera que mejor pueden con-
vencer al primer ministro. Todos los esfuerzos de Wolff se fueron estrellan-
do contra la firme posición de un primer ministro que tenía una idea muy
estricta de su propia posición: la orientación de la política exterior británica
la formulaba él, que era el responsable ante el Parlamento; de sus subordi-
nados esperaba información, no consejos. Sobre esta base, frente a su
19
Offner, John L., An Unwanted War. The Diplomacy of the United States and Spain
over Cuba, 1895-1898, Londres, The University of North Carolina Press, 1992.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 185
20
He explicado y documentado con mayor precisión y amplitud la posición de la diplo-
macia británica en los años anteriores al «Desastre», en «1895-1898: Inglaterra y la búsque-
da de un compromiso internacional para frenar la intervención norteamericana en Cuba»,
Hispania, en prensa.
21
PRO, FO. Correspondencia general con España, 72, volúmenes 2003, 2006 y 2024.
186 Rosario de la Torre del Río
22
PRO, FO 72/2025. El marqués de Salisbury, primer ministro y ministro para Asuntos
Exteriores, a Wolff, Londres, 28 de mayo de 1896, despacho 67, confidencial, borrador a
máquina.
23
De la Torre del Río, Rosario, «Antes de la guerra. Inglaterra y la intervención de las
potencias europeas en el conflicto hispano-norteamericano», capítulo 2 de Inglaterra y Espa-
ña en 1898, págs. 67-98. Véase también Ferrara, Orestes, Tentativas de intervención euro-
pea en América, 1896-1898, La Habana, Editorial Hermes, 1933.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 187
24
PRO, FO 72/2025. Salisbury a Wolff, Londres, 2 de julio de 1896, telegrama 29.
25
En esa fecha, los Gobiernos de Londres y París se dirigieron al Gobierno de Washington
en estos términos: «Vista vuestra declaración de que no toleraréis que una potencia europea
se apodere de Cuba, nosotros declaramos a nuestra vez, que no consentiremos que pase
del dominio de España al de otro país, y para obviar todo recelo mutuo instamos al Gobier-
no de Washington a asociarse a una declaración de las tres potencias renunciando a la pose-
sión de la Isla de Cuba», Ferrara, Orestes, ob. cit., págs. 48-49.
188 Rosario de la Torre del Río
que sólo un rápido acuerdo con los rebeldes podrá evitar la intervención de
la república norteamericana26.
El 28 de julio, el duque de Tetuán comunicó a los Gobiernos de las
potencias lo que después considerará el borrador del memorándum que pre-
paraba; el texto permite finalmente precisar las dos cosas que deseaba el
Gobierno de Cánovas: en primer lugar, que las potencias instasen al Gobier-
no norteamericano a que asumiera un compromiso rotundo, formal y públi-
co de no permitir que desde su territorio se proporcionase ayuda a los cuba-
nos; en segundo lugar, que las potencias ofrecieran al embajador de España
en Washington su apoyo y ayuda en las gestiones que realizase sobre este
asunto cerca del Gobierno norteamericano 27.
Los representantes europeos en Madrid pasaron del entusiasmo a la
reserva y de la reserva a la indiferencia; es evidente que, cuando se acercó el
momento de poner en práctica el plan, los Gobiernos frenaron a los embaja-
dores. El 27 de julio, la proclamación formal de la neutralidad norteamerica-
na en la guerra de Cuba por parte del Gobierno Cleveland terminará de
enfriar la anterior actividad a pesar de los esfuerzos del duque de Tetuán para
ligar la acción que solicitaba con la posible mayor agresividad de la nueva
Administración McKinley. El detonante de la nueva situación será el encar-
gado de Negocios norteamericano en Madrid, Harris Taylor, que, enterado de
lo que se preparaba, se apresuró a señalar al duque de Tetuán, y a sus colegas
en Madrid, que Estados Unidos consideraría la presentación del memorán-
dum como un acto inamistoso. El 10 de agosto Taylor se entrevistó con
Tetuán y al día siguiente Tetuán le comunicó a Cánovas que, ante la reacción
del encargado de Negocios norteamericano, se había visto obligado a prome-
ter la suspensión de la presentación formal del memorándum a las potencias.
Los embajadores en Madrid, que conocían la reacción de Taylor, aconsejaron
la retirada del memorándum considerando que la proclamación de neutrali-
dad que acababa de realizar el presidente Cleveland podía calmar los temo-
res españoles. Se abría un compás de espera que la diplomacia española pare-
cía abordar con demasiado optimismo: en su despacho al presidente del
Consejo del 11 de agosto de 1896, el ministro de Estado minimizaba su fra-
caso: aunque no se pueda alcanzar una acción colectiva de las potencias
europeas para frenar a Estados Unidos, al menos se ha conseguido crear en
ellas un estado de ánimo favorable a España que podría ser la base de una
acción futura, para cuando los republicanos, que se instalarán el 4 de marzo
26
PRO, FO 72/2025. Embajador británico en Viena a Salisbury, Viena 4 y 9 de julio
de 1896, despachos 215 y 217, secretos y confidenciales.
27
Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (AMAE). Archivo histórico (H). Políti-
ca, política exterior, EE.UU., legajo 2416. El duque de Tetuán, ministro español de Estado, a
todos los embajadores españoles cerca de las grandes potencias, Madrid, 28 de julio de 1896.
Un estudio pormenorizado de la política que está detrás de la preparación, envío y fracaso del
memorándum, en Robles Muñoz, Cristóbal, «Negociar la paz en Cuba (1896-1897)», en
Revista de Indias, 1993, vol. LUÍ, núm. 198, págs. 493-527.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 189
28
PRO, FO 72/2005. Wolff a Salisbury, San Sebastián 16 de octubre y Madrid, 9 y 24
de noviembre y 3 de diciembre de 1896. FO 72/2033. Wolff a Salisbury, Madrid, 8 y 16 de
febrero, 15, 17, 18 y 19 de marzo y 14 y 17 de abril de 1897. FO 72/2056. Wolff a Salisbury,
San Sebastián, 11 y 13 de julio de 1897. FO 72/2056. Wolff a Salisbury, San Sebastián, 9
y 13 de septiembre de 1897.
190 Rosario de la Torre del Río
29
De la Torre del Río, Rosario, «Antes de la guerra. Inglaterra y la intervención de las
potencias europeas en el conflicto hispano-norteamericano», capítulo 2 de Inglaterra y Espa-
ña en 1898, págs. 67-98.
30
Álvarez Gutiérrez, Luis, «La diplomacia alemana ante el conflicto hispano-norteame-
ricano de 1897-1898: primeras tomas de posición», en Híspanla, LIV/1, núm. 186,1994,
páginas 201-256.
31
PRO, FO 72/2035, Wolff a Salisbury, Madrid, 17 de octubre de 1897, despacho 272,
verdaderamente secreto y confidencial. PRO, FO 72/2056, Wolff a Salisbury, Madrid, 18 de
octubre de 1897, despachos 273 y 275, secretos y confindenciales. PRO, FO 72/2036, Salis-
bury a Wolff, Londres, 19 de octubre de 1897, telegrama 34, borrador.
La situación internacional de los años 90 y la política exterior española 191
32
De la Torre del Río, Rosario, Inglaterra y España en 1898, pág. 81.
33
Offner, John, «President McKinley's final attempt to avoid war with Spain», en Ohio
History, vol. 94, summer-autum 1985, págs. 125-138. «Washington Mission: Archbishop Ire-
land on the eve of the Spanish-American War», en The Catholic Historical Review,
volumen LXXIII, october 1987, págs. 562-575. Robles Muñoz, Cristóbal, «1898: la batalla
por la paz. La mediación de León XIII entre España y los Estados Unidos», en Revista de
Indias, 1986, vol. XLVI, núm. 177, págs. 247-289.
192 Rosario de la Torre del Río
Gobiernos el texto de una nueva Nota que debería ser entregada, si contaba
con las aprobaciones correspondientes, a los embajadores de Estados Uni-
dos en las capitales de las seis potencias europeas. Pauncefote proponía
dejar claro ante los norteamericanos que la intervención armada que prepa-
raban no contaba con «el apoyo y la aprobación del mundo civilizado» a
pesar de que lo acabase de afirmar así su presidente en su mensaje al Con-
greso; el embajador consideraba que había que valorar las concesiones que
acababa de realizar España y que las potencias debían declarar formalmente
«su incapacidad para apoyar una intervención armada cuya justicia no admi-
ten» 36. Londres desautorizará la iniciativa de Pauncefote y éste no volverá a
cometer más errores. Es interesante tener en cuenta que el Gobierno britá-
nico no comunicó a las otras potencias que desautorizaba la iniciativa de su
embajador, con lo que las respuestas que recibió la iniciativa de Pauncefote
tienen que ser entendidas como respuestas a una iniciativa del Gobierno bri-
tánico; pues bien, sólo el Gobierno austríaco se mostró dispuesto a seguir
adelante. Por supuesto, la segunda Nota nunca será presentada.
A estas alturas de nuestro conocimiento de la cuestión, podemos resumir
la situación señalando que toda la actividad diplomática desplegada por el
Gobierno Sagasta desde octubre de 1897 hasta abril de 1898 sólo consiguió
que las grandes potencias hicieran una protesta moral en favor de España y
eso porque Inglaterra se colocó a la cabeza de esa mínima intervención euro-
pea; en ningún momento hubo, por lo que sabemos hasta ahora, la más ligera
posibilidad de que alguna de las seis grandes potencias, sola o con aliados,
aceptase participar en una mediación armada. La posibilidad de una coalición
hostil a los Estados Unidos, coalición de la que habló mucho la prensa y en la
que creyó la opinión pública española y norteamericana, no fue mas que un
fantasma. Inglaterra nunca bloqueó una coalición hostil a los Estados Unidos
aunque la opinión pública española se lo recriminase y la opinión pública nor-
teamericana se lo agradeciese. No debemos olvidar que tanto la política britá-
nica como la de las demás potencias estaban dictadas por sus propios intere-
ses y no por consideraciones morales o por la simpatía que sintiesen por la
Regente o por su Gobierno. La disputa cubana sólo afectaba directamente a
los cubanos, a los españoles y a los norteamericanos y, en términos de fuerza,
como los que dominan en esta etapa de la era de los imperios, la alianza y la
gratitud de una España en quiebra valían poco; las buenas relaciones con
Estados Unidos eran mucho más importantes, para Inglaterra y p¿?ra todas las
demás potencias. Sólo Alemania podía, en principio, tener un interés un poco
especial en el asunto porque el Kaiser y sus Gobiernos tenían puestos los ojos
en las colonias españolas del Pacífico; sin embargo, como hemos visto, tam-
bién se mostraron prudentes antes de protagonizar cualquier postura de fuer-
za frente a los Estados Unidos, incluso cuando se trataba sólo de fuerza moral.
36
Grenville, J. A. S., Lord Salisbury and Foreign Policy. The Cióse of the Nineteenth
Century, Londres, 1964, págs. 203-212.
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La política norteamericana
y la guerra hispano-cubana
JOHN L. OFFNER
(Traducción: Gabriel Vázquez)
cubana parecía ser, tras más de un siglo, el último peldaño de la lucha de los
americanos por la independencia de Europa 2.
Los legisladores de todos los partidos en el Congreso compartieron el
sentimiento popular, y comenzaron a usar el eslogan «Cuba libre» como un
atractivo electoral. A pesar del peso de la opinión pública y de los congre-
sistas, la administración Cleveland vaciló en apoyar la causa cubana. Los
cubanos no parecían tener un gobierno civil responsable, y sus operaciones
militares estaban dañando la economía de la isla. La inversión estadouni-
dense, que se estimaba en no menos de cincuenta millones de dólares, esta-
ba siendo destruida, y el comercio entre los Estados Unidos y Cuba cayó
de más de 100 millones de dólares al año en 1893 a menos de 27 millones
en 18973. Además, la naturaleza de la revuelta cubana no estaba clara.
Algunos mantenían que la gran mayoría de la población cubana respaldaba
la causa rebelde, incluyendo terratenientes y comerciantes de élite; para
otros los sublevados eran poco más que una banda de pirómanos y bandidos
surgidos de las clases inferiores. Cuando el Secretario de Estado Olney obtu-
vo evidencias de incendios provocados por cubanos en campos de caña de
azúcar y molinos propiedad de los Estados Unidos, se volvió anticubano 4.
Oponiéndose a la independencia cubana y buscando poner fin a la gue-
rra, Cleveland animó a España a garantizar la suficiente autonomía política
y económica a Cuba como para devolver la tranquilidad a la isla. España, no
obstante, desestimó el consejo de Cleveland, y los insurrectos cubanos con-
tinuaron reclamando la independencia total 5 .
El Congreso, dominado por los republicanos, adoptó una táctica distin-
ta. En abril de 1896, los republicanos del Congreso, fuertemente apoyados
por congresistas demócratas, aprobaron resoluciones no vinculantes solici-
tando a la administración Cleveland que reconociese la beligerancia de
Cuba. Muchos congresistas creían que el derecho de beligerancia permitiría
a los insurgentes procurarse armas legalmente en los Estados Unidos, y que
esto llevaría a la independencia de Cuba. En el Senado, treinta y cinco repu-
blicanos y veinticinco demócratas votaron a favor de las resoluciones; el
voto de la Cámara fue de 186 republicanos y cincuenta y seis demócratas a
2
Linderman, Gerald E, The Mirror of War: American Society and the Spanish-Ameri-
can War, Ann Arbor, 1974, págs. 114-115, 119-137.
3
Secretario del Tesoro, Statistical Abstract of the United States, 1898, Washington,
1899, págs. 92, 104-105. Secretario de Estado, «Annual Report of 1896», en Papers Relating
to the Foreing Relations ofthe United States, Washington, 1897, pág. Ixxxv, a partir de aho-
ra citado como FRUS.
4
Eggert, Gerald G., Richard Olney: Evolution of a Statesman, University Park, 1974,
páginas 254-263. Atkins, Edwin E, Sixty Years in Cuba: Reminiscences, Cambridge, 1926, pá-
ginas 213-214. Summers, Festus P., ed., The Cabinet Diary ofWilliam L. Wilson, 1896-97,
Chapel Huí, 1957, págs. 78-79. Olney a Cleveland, 25 de septiembre 1985, en Richard Olney
Papers, microfilm 59, Biblioteca del Congreso, Washington, DC.
5
Olney a Dupuy de Lome, 4 de abril 1896, y Dupuy de Lome a Olney, 4 de junio 1896,
en FRUS, 1897, págs. 540-548.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 197
6
U. S. Congress, Congressional Record, LIV Congreso, primera sesión, Washing-
ton, 1896, págs. 2256-2257, 3586-3587, a partir de ahora citado como Cong. Record.
1
McKee, Thomas H., ed., The National Conventions and Platforms ofAll Political Par-
ties, 1789-1900, Baltimore, 1900, págs. 297, 301-303.
8
La oposición en el Senado contaba con treinta y tres demócratas, cinco populistas y
tres independientes. Había un escaño vacío. Jones, Stanley L., The Presidential Election
of!896, Madison, 1964, págs. 332-350.
9
Cleveland, Grover, «Message to the Congress», 7 de diciembre 1896, en FRÜS, 1896,
páginas xxix-xxxv.
198 JohnL. Offner
10
Socolofsky, Homer E. y Spetzer, Alian B., The Presidency of Benjamín Harrison, Law-
rence, 1987, págs. 100, 106, 125-128, 144-152.
11
Quesada a Estrada Palma, 14 de enero, 19 de julio 1897, en Cuba, Partido Revolu-
cionario Cubano, Correspondencia diplomática de la legación cubana en Nueva York duran-
te la guerra de independencia de 1895-1898, vol. 5, La Habana, 1946, págs. 88-89, 118-19.
Heath, Perry S., «The Work of the President», en The American-Spanish War. A History by
the WarLeaders, Norwich, 1899, pág. 282. Washington Post, 29 de mayo 1897.
12
Cong. Record, LV Congreso, primera sesión, pág. 1186.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 199
15
Calhoun, William }., «Report on the Cuban Question», en Comunicados de agentes
especiales, 1794-1906, Departamento de Estado, grupo de registro 59, archivos nacionales,
Washington, DC.
14
Sherman a Dupuy de Lome, 26 de junio 1898, en FRUS, 1897, págs. 507-508. Sher-
man a Woodford, 16 de julio 1897, en FRUS, 1898, págs. 558-561. Woodford a McKin-
ley, 10 de octubre 1897, en caja 185, John Basset Moore Papers, Biblioteca del Congreso,
Washington, DC.
15
Woodford a McKinley, 10 y 19 de agosto, 22 de septiembre, 17 de octubre, en caja
185, Moore Papers. Wolff a Salisbury, 9 de septiembre 1897, en FO 72, 2056, Public Record
Office, Londres.
16
Woodford a Sherman, 13 de noviembre 1897, en FRUS, 1898, págs. 600-602. Wood-
ford a McKinley, 14 de noviembre 1897, en caja 85, Moore Papers.
200 John L. Offner
por parte de McKinley del senador John Sherman de Ohio como Secretario
de Estado había dejado una vacante en el Senado. El gobernador de Ohio,
republicano, había propuesto a Mark Hanna para el puesto, pero sería la
elección de otoño de 1897 la que diera la lista para la legislatura estatal, y
dijera si Hanna seguiría en el Senado. Las elecciones de Ohio fueron sor-
prendentemente reñidas. Al principio, parecía que los demócratas se lleva-
rían el estado, pero cuando se completó el escrutinio los republicanos alcan-
zaron la victoria por escaso margen. Ohio era el estado natal de McKinley,
así que esa apurada victoria fue tomada como una derrota de los republica-
nos. En otros sitios, los resultados fueron más predecibles: los demócratas
ganaron en estados de la frontera y del sur, y en la ciudad de Nueva York, y
los republicanos en Nueva Inglaterra. Sin embargo, los expertos comproba-
ron una disminución de las mayorías republicanas en el norte y un mayor
número de votantes demócratas. El New York Times resumía: «Ha sido un
año Demócrata» 17.
Al comenzar 1898, McKinley no quería darle a España mucho tiempo
para solucionar el problema cubano. En septiembre de 1898 comenzaría la
campaña para las elecciones nacionales que culminaría con la votación de
noviembre. Sería la primera prueba importante para la administración
McKinley. Si para el comienzo de la campaña, McKinley aún no había ase-
gurado la independencia en Cuba, los demócratas tendrían en ello un argu-
mento importante. Pero había más complicaciones. Había que dar una solu-
ción a Cuba antes de septiembre, ya que la estación húmeda comenzaba en
la isla en mayo, y la lluvia detendría las actividades militares españolas. Para
que la autonomía tuviera éxito, España tendría que otorgarla como máximo
en abril, antes de que la estación lluviosa diese ventaja militar a los insu-
rrectos. De este modo, McKinley tenía hasta abril para obtener pruebas
convincentes de los progresos de los españoles en la finalización de la gue-
rra en Cuba, o intervenir por la fuerza en favor de la independencia de la isla
para que «Cuba libre» fuera en noviembre un argumento en favor de los
republicanos 18.
Una serie de acontecimientos inesperados a comienzos de ese año situa-
ron a Cuba en el centro de la política de Estados Unidos. La autonomía pare-
cía no funcionar, a tenor de las vehementes denuncias de los insurrectos
cubanos y de los disturbios en La Habana liderados por oficiales españoles
contrarios a ella. Aunque los amotinados de La Habana no amenazaban a
ciudadanos estadounidenses, la administración McKinley decidió proteger
los intereses de Estados Unidos emplazando el U.S.S. Maine en el puerto de
la ciudad. La publicación de la carta privada de Dupuy de Lome seguida del
hundimiento del Maine concentró la atención de los Estados Unidos en
Cuba. Cuando a finales de marzo el tribunal naval de los Estados Unidos
17
New York Times, 3 de noviembre 1897.
18
Woodford a McKinley, 2 de marzo 1898, en FRUS, 1898, págs. 673-675.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 201
informó que la explosión del Maine fue provocada por una mina submarina,
el pueblo americano fue casi unánime en su condena a España y en su deseo
de expulsar a los españoles de Cuba por la fuerza de las armas 19.
La administración McKinley se preparó para el conflicto al transformar
estos acontecimientos imprevistos la escena política americana. Tras los dis-
turbios de La Habana, McKinley ordenó al Departamento de Estado que
reuniese los informes consulares que describían la terrible situación de los
civiles cubanos que vivían en campos de concentración 20. Si tenía lugar una
intervención, McKinley quería basarla en el trato inhumano de los españoles
a la población de Cuba. En marzo, McKinley consintió en que el senador
Redfield Proctor informase al Senado de su reciente visita a Cuba, donde
había sido testigo de los horrores de los campos de concentración. El gráfico
relato de Proctor hizo que muchos americanos apoyaran una intervención
militar. La prensa religiosa abogó casi unánimemente por el uso de la fuerza
para acabar con el desgobierno español en la isla, y por primera vez, la pren-
sa de negocios dejó de oponerse a la guerra. El 11 de abril, fecha en que
McKinley solicitó la autorización del Congreso para una intervención militar,
el Departamento de Estado sacó a la luz los informes del consulado de los
Estados Unidos sobre la concentración. Con esta maniobra, McKinley justi-
ficaba la intervención de los Estados Unidos como un acto humanitario21.
Detrás de la evolución de estos acontecimientos súbitos (Dupuy de
Lome, el Maine, Proctor), estaban las inminentes elecciones nacionales. Los
líderes y diputados del partido republicano ejercieron fuertes presiones
sobre McKinley para que actuase con rapidez y decisión 22. A finales de mar-
zo, cuando se dio a conocer el informe de la Marina sobre la causa de la
explosión del Maine, cerca de la mitad de los miembros de base republica-
nos del Congreso amenazaron con unirse a los demócratas para votar la
declaración inmediata de guerra23. El liderato de estos republicanos disi-
dentes venía de Illinois, lowa y Nebraska, estados con una fuerte oposición
demócrata y populista. Para calmar el malestar republicano, McKinley pro-
metió a los diputados de su partido que apoyaría una votación del Congreso
sobre Cuba si le concedían unos pocos días para intentar una nueva ronda
de negociaciones 24.
19
May, Ernest R., Imperial Democracy: The Emergence of America as a Great Power,
Nueva York, 1961, págs. 133-147. «Report on the Maine Disaster», en Literary Digest, 16
(1898), págs. 422-424.
20
Cong. Record, LV Congreso, segunda sesión, págs. 772-773.
21
Cong. Record, LV Congreso, segunda sesión, págs. 2916-2919. «Senator Proctor on
Cuba's Desolation», en Literary Digest, 16, 1898, pág. 361. «Right of Intervention», Ibid.,
páginas 471-472.
22
Jessup, Philip C., Elihu Root, Nueva York, 1938, 2:96-97. Lodge a Higginson, 4 de
abril 1898, en Henry L. Higginson Papers, Harvard University, Cambridge, Massachusetts.
23
Washington Post, 30, 31 de marzo 1898. Washington Star, 29, 30 de marzo 1898.
24
Washington Post, 30 de marzo 1898. Chandler, «Memorándum», 28 de marzo 1898,
en William Chandler Papers, Biblioteca del Congreso, Washington, DC.
202 John L. Offner
25
Day a Woodford, 27 de marzo 1898, en FRUS, 1898, págs. 711-712.
26
Washington Post, 30 de marzo 1898.
27
Cambon a Hanotaux, 11 de abril 1898, en NS 22, Espagne, Archives de Ministére des
Affaires Étrangéres, París, a partir de ahora citado como FAMAE. Garraty, John A., Henry
Cabot Lodge: A Biography, Nueva York, 1953, pág. 189. Para una visión española del con-
greso, véase Polo de Bernabé a Gullón, 31 de marzo 1898, en el Archivo histórico, Política,
Estados Unidos, Legajo 2.424, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid.
28
Cambon a Hanotaux, 11 de marzo 1898, en NS 20, Espagne, FAMAE. Washington
Post, 20 de febrero 1898.
La política norteamericana y la guerra hispano-cubana 203
29
Holbo, Paul S., «Presidential Leadership in Foreign Affairs: William McKinley
and the Turpie-Foraker Resolution», en American Historical Review, 72 (1967), pági-
nas 1321-1335.
30
Moore, «Memorándum on Terms of Settlement», 9 de mayo 1898, en caja 186, Morre
Paper s.
This page intentionally left blank
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896)
JULIO SALOM COSTA
Introducción'
1
Siglas de las notas:
AEF: Archives Étrangéres de France (París).
CP: Correspondence Politique.
AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid).
BDFA: British Documenta on Foreign Affairs: Reports and Papers from the Foreign Offi-
ce Confidential Print (1991)
DDF: Documents Diplomatiques Franjáis (París).
RAH: Archivo de la Real Academia de la Historia (Madrid).
CB: Colección Benomar.
206 Julio Salom Costa
Puesto que esta última fase es la que interesa estrictamente al tema —la
no renovación del pacto—, nos centraremos en ella, haciendo solamente una
breve referencia previa a las anteriores para entender mejor su evolución y
extinción.
relación con Alemania, que había llegado a niveles bajos. Sin embargo, lo
que más interesaba era la relación con Gran Bretaña, considerándose favo-
rable, por esta razón, el entendimiento general existente en esta etapa entre
esa potencia y la Triple Alianza. Ahora bien, ese entendimiento fue sobrees-
timado; Salisbury puso siempre límites a los esfuerzos alemanes para ligar
más estrechamente a Inglaterra con la Triple Alianza. Por otra parte, subsis-
tió la desconfianza entre Londres y Madrid por la cuestión de Marruecos;
puede considerarse acertada la prudencia con que Cánovas y su ministro de
Estado, duque de Tetuán, actuaron en el asunto del oasis de Tuat.
Si esta breve referencia a las causas y a los resultados de la adopción por
Cánovas del pacto nos la explican en gran parte, otros aspectos nos ayuda-
rán a comprender mejor la significación de dicha adopción.
b) La negociación. Dos hechos de ésta contribuyen a entender cómo tal
renovación no varió sustancialmente la concepción canovista respecto al no
compromiso y a la búsqueda ocasional de iniciativas positivas. En primer
lugar, su oposición a dar mayor amplitud y alcance —en definitiva, mayor
compromiso— al pacto en el momento de su renovación, como pensó Cris-
pi que se podía hacer. Precisamente fue la forma más bien vaga e indetermi-
nada del convenio lo que permitió su incorporación a la política canovista.
En segundo lugar, la posibilidad de una orientación más activa se advier-
te en la reserva ahora incluida en un anexo sobre la interpretación del statu
quo marroquí como no afectando a los derechos que España tenía sobre
Santa Cruz de Mar Pequeña, en virtud del tratado de Uad-Ras, ni tampoco
a las operaciones militares que España pudiera verse obligada a efectuar en
defensa de sus plazas norteafricanas. Aquí vemos realmente un objetivo, no
conseguido, de mejorar la mala situación de Ceuta y Melilla mediante una
posible ampliación de su territorio circundante a través de un hipotético
intercambio con los derechos establecidos sobre Santa Cruz.
c) La relación con Francia. Aunque de carácter exclusivamente defen-
sivo, el pacto lo era explícitamente respecto a Francia, estableciendo la obli-
gación de no pactar con ella en contra de las potencias de la Triple Alianza.
Este punto estaba en principio en contradicción con el pensamiento siempre
presente en Cánovas de mejorar las relaciones con la República a pesar de
las dificultades existentes entre los dos países, teniendo en cuenta no sola-
mente la conveniencia política y económica, sino las afinidades de todo tipo
que creía existentes entre ambos pueblos. Lo más interesante en este aspec-
to es que el conocimiento por los gobiernos de París del pacto secreto y de
su renovación no alteró aparente y oficialmente las relaciones entre los dos
Estados por ese motivo. Los franceses pudieron ver el texto del convenio
—que conocieron posiblemente por espionaje—, comprobando su naturale-
za no ofensiva al tiempo que sus escasos efectos en la política marroquí; su
interés por la relación con España se sobrepuso a la mala impresión produ-
cida por la acción secreta del gobierno español.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 209
2
AEF, CP, vol. 926, Reverseaux a Hanotaux, Madrid, 6-IV-95.
3
Por ejemplo, el 23 de julio de 1895, RAH, CB leg. 9/7398.
4
La questione marocchina e gli accordi italo-spagnoli dal 1887 e dal 1891. Milán, 1964,
volumen II, págs. 196 y sigs.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 211
5
RAH, CB, leg. 9/7399. Tetuán a Benomar, Madrid, 30-VIII-95.
6
Ibid., Tetuán a Benomar, Madrid, 8-X-95.
7
DDF, vol. 12, Monbel a Hanotaux, Tánger, 15-V-95.
212 Julio Salom Costa
8
RAH, CB, leg. 9/7399, Benomar a Tetuán, Roma, 28-X-95.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 213
9
10
Ibid.
AMAE, Política, Italia, leg. 2532.
214 Julio Salom Costa
11
RAH, CB, leg. 9/7399, Tetuán a Benomar, Madrid, 3-VI-96.
12
Ibid., Benomar a Tetuán, Roma, 26-111-96.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 215
13
Ibid., Tetuán a Benomar, Madrid, 18-IV-96.
216 Julio Salom Costa
14
BOFA, IF, vol. 26, Doc. 203, Drummond Wolff a Salisbury, Madrid, 26-IV-96.
15
Curato, ob. cit., II, págs. 590-591.
16
Sobre la posterior actuación de Drummond Wolff y la reacción de Salisbury a la mis-
ma me remito a la excelente obra de Rosario de la Torre, Inglaterra y España en 1898,
Madrid, 1988, págs. 69-72.
17
Curato, ob. cit., II, págs. 577-587.
18
RAH, CB, leg. 9/7399, Telegramas de Tetuán a Benomar del 30 y 31-V-96.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 217
ma empresa tendría que resultar ingrata sin que pudiera, por supuesto, re-
chazarla sin más. La única posibilidad que encuentra Tetuán para resolver el
problema es la misma transformación del pacto ligándolo al objetivo cuba-
no, aunque debió de percibir, sin duda, la práctica imposibilidad de que esa
solución fuera aceptada por los aliados. Si, como era de esperar, se rechaza-
ba, volvería a su plan primitivo. Según explica a Benomar, «la iniciativa de
Rudini explorándonos respecto a la renovación del pacto me contrarió el
programa, obligándome a modificarlo. Si la Triple Alianza aceptase en prin-
cipio el garantizarnos de una u otra forma contra toda agresión o interven-
ción extranjera en Cuba, cosa que bien sé que es difícil, no me pesaría la
modificación de mi primera idea, pero si esa garantía no se nos da, volveré
sobre él, buscando el acuerdo, y para negociar esto necesito no verme liga-
do por la renovación del pacto. Bien sé que la Triple Alianza no la tendre-
mos favorablemente dispuesta si no procedemos con mucho tacto, pero en
cambio espero que contaremos con Inglaterra, Francia y Rusia por lo
menos, sin que nos exijan nada en cambio».
¿En qué basaba el ministro esta confianza? En este punto no contamos
más que con las referencias vagas e indirectas a la promesa de un apoyo
diplomático debida sin duda a la buena disposición y gestiones de Drum-
mond Wolff. Lo que pueda haber además de esto no lo quiere decir Tetuán
por carta, y escribe: «De silla a silla podría darle a usted mayores explica-
ciones, pero con lo dicho entiendo tendrá usted bastante para comprender
la conveniencia de no apremiar ni hacer nada para que el pacto se renueve,
y esperar tranquilamente la respuesta que Rudini llegue a darle. Si ésta fue-
se tal que pusiese término a la exploración, como no habrá sido porque no
estuviéramos en principio dispuestos a responder a sus deseos, nos quedaría
el camino abierto para proponer después directamente a todos los gobiernos
amigos el acuerdo a que antes me refiero, que si es inferior en eficacia a lo
que ahora pido, será en consideración a que, por corresponder a la manco-
munidad de intereses monárquicos (palabra incompleta:., -les), marítimos y
comerciales, no nos ligará ningún otro compromiso (sic)» 19.
Como vemos, Tetuán culmina su exposición con la fórmula guía del
recogimiento canovista: el no compromiso. Sigue valorando este hecho
como un elemento de tal importancia que compensa en cierto sentido la
«menor eficacia» relativa que reconoce tienen los argumentos e invocacio-
nes que va a utilizar en sus peticiones a las grandes potencias. Podríamos
preguntarnos cómo se creía posible el hacer compatible la elusión sistemáti-
ca de todo compromiso de alto nivel, olvidando deliberadamente el «do ut
des» diplomático, con objetivos de tanta entidad como eran los de conservar
las colonias española en pleno apogeo del imperialismo. Ello no obsta para
que se reconozca la gran dificultad o práctica imposibilidad de coordinar los
fines del acuerdo mediterráneo con el logro de una protección diplomática
Conclusiones
Mientras se esfumaba, así, toda una línea diplomática que se había ocul-
tado durante años a la opinión pública al tiempo que se predicaba a ésta el
neutralismo y la abstención, la sensación de peligro había hecho brotar, en
la prensa y en las Cortes, el debate abierto sobre política exterior del que
solamente había habido manifestaciones ocasionales anteriormente. Y se
producía con la lógica desorientación y exageración debida a la desatención
anterior y a la impreparación consiguiente. Ésta sería la primera conclusión
negativa que podría extraerse del análisis de esta diplomacia secreta si qui-
siéramos lograr una apreciación de lo que significó en la evolución de los
problemas internacionales de España.
Pero la conclusión negativa mayor sobre la línea de los pactos medite-
rráneos tiene que estar forzosamente ligada a su función en el conjunto de
la política exterior de la Restauración, en la cual se insertó pretendiendo ser,
en su origen, un elemento de activación frente al recogimiento canovista.
Asimilada realmente a éste, no dejaba de constituir, pese a su carácter estric-
tamente defensivo —del statu quo marroquí; del régimen monárquico—,
una orientación exterior concreta que pudo ser la base de mayores desen-
volvimientos políticos. En uno y otro sentido, esa orientación fracasó, tanto
por los condicionamientos político-económicos del escenario europeo como
por los fallos de la diplomacia española. Pero lo realmente crucial no es tan-
to ese fracaso como la valoración que pueda hacerse de la orientación mis-
ma en el conjunto de la problemática internacional española de la época.
Desde este punto de vista, es evidente su contemplación única y exclusiva de
20
Fue estudiado hace años por Orestes Ferrara, Tentativa de inervención europea en
América, La Habana, 1933; y recientemente por Rosario de la Torre, ob. cit., págs. 67 y
siguientes, y por Cristóbal Robles, «Negociar la paz en Cuba (1896-1897)», Revista de
Indias, núm. 198, mayo-agosto 1993.
Del recogimiento al aislamiento (1890-1896) 219
1
Stefano Jacini, «Pensieri sulla política italiana», Nuova Antología, 15, 16 de mayo
de 1889, pág. 214.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 223
2
Sudhir Hazareesingh, Political Traditions in Modern France, Oxford University
Press, 1994, págs. 139-140 y 148.
224 Vicente Cacho Viu
II
3
Miguel de Unamuno, Manuscritos socialistas, edición de M. D. Gómez Molleda,
Madrid, Narcea, 1978, pág. 98.
4
Maurice Barres, Scénes et doctrines du nationalisme, Félix Juven, París, 1902 (Pión,
París, 1925, pág. 108).
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 225
III
5
Josep Puig i Cadafalch, «La unitat de l'idioma», La Veu de Catalunya, 20 de enero
de 1900.
226 Vicente Cacho Viu
6
Joan Maragall, carta a Joaquim Freixas, 15 de octubre de 1898, en Obras completas,
Barcelona, Selecta, 1960, tomo 1, pág. 978.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 227
IV
moral de la ciencia, que había sido aún moneda común mientras transcurría
su primera etapa formativa. En uno u otro momento de los años 90, según
la peripecia biográfica de cada uno, se produjo en los finiseculares el des-
moronamiento de su fe inicial en las certezas positivistas, orfandad de la que
nunca se consolarían del todo, por mucho que el centelleo de la duda y el
afloramiento de vetas profundas del alma humana hasta entonces desaten-
didas o pospuestas, hinchiese de una mayor verosimilitud sus escritos de
juventud. En la preocupación por los destinos colectivos que éstos reflejan
se fue produciendo un desplazamiento sutil, desde el género ya conocido de
la publicística remozada sobre la decadencia, hacia una nueva literatura hija
de la crisis cultural, que interioriza progresivamente los defectos detectados
en la psicología colectiva de los españoles, en función de un interés crecien-
te por aspectos que ni son estrictamente racionales ni tienen tampoco su
remedio en las recetas iluministas que se inspiraban en la potenciación
meramente cognoscitiva del espíritu humano.
La obra maestra de esa literatura finisecular de la crisis quizá sea la serie
de cinco artículos que Unamuno publicó, en 1895, En tomo al casticismo,
si bien el desinterés con que fueron inicialmente recibidos no hiciese presa-
giar su posterior influencia seminal, una vez que fueron recogidos en libro
siete años después, cuando ya el desastre del 98 había popularizado el ejer-
cicio de introspección nacional tan deslumbrantemente llevado a cabo por
Unamuno. La evolución posterior de su pensamiento, en función de una cri-
sis estrictamente personal para la que nada cuentan las desventuras colecti-
vas ultramarinas, le llevó a mantener un contrapunto continuo frente a las
extrapolaciones avasalladoras del conocimiento científico, cuya impotencia
para resolver los interrogantes últimos de la condición humana venía expe-
rimentado, y bien angustiosamente, en propia carne. El cristianismo agónico
desprovisto de connotación dogmática alguna, que predicó en adelante
como posible moral colectiva para los españoles, halló escasísimo eco fuera
de quienes compartieran en alguna medida su pathos trascendente, aun
cuando el radicalismo liberal que aplicó sin cesar a los más variados asuntos
patrios haya terminado por calar en amplísimos y en ocasiones impensados
estratos de nuestra conciencia colectiva.
7
Sternhell, «Paul Dérouléde and the origins of modern French nationalism», Journal of
Contemporary History, 6, núm. 4, octubre, 1971, pág. 47.
230 Vicente Cacho Viu
8
Cari E. Schorske, Fin-de-siécle Vienna. Politics and Culture, Alfred A. Knopf, Nueva
York, 1980, pág. 6 (traducción al castellano, Gustavo Gilí, Barcelona, 1982).
9
Vicente Cacho Viu, «Francia 1870-España 1898», en Homenaje al Profesor Pabón,
Revista de la Universidad Complutense, núm. 113, julio, 1978, págs. 131-161.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 231
VI
La ventaja inicial que había supuesto para la teorización nacionalista
catalana la rápida percepción en los círculos progresivos barceloneses de la
232 Vicente Cacho Viu
crisis del positivismo, volvió a repetirse con ocasión del desastre ultramarino
cuyas consecuencias inmediatas fueron mucho más favorables para el catala-
nismo, a la hora de saltar al terreno de la lucha política, que los escasos éxi-
tos conseguidos por la moral de la ciencia en punto a su aceptación en las
esferas oficiales madrileñas. El optimismo democrático estimulado por los
triunfos electorales de la Lliga Regionalista contribuyó a disolver el antipar-
lamentarismo que latía como en el resto de España, durante la década final
del siglo, entre las minorías intelectuales barcelonesas. La experiencia trau-
mática del sexenio democrático, dado su desenlace centralista con la Restau-
ración, hizo que desde sus primeras formulaciones teóricas el catalanismo
viviese «de una negación», cuyo punto focal se localizaba en el turnismo polí-
tico, ya que «la uniformidad y centralización mayores se hallan más en los
partidos que en el mismo Estado» 10. El estrecho filo que separaba las críticas
sobre la esencia misma del parlamentarismo y las circunscritas a su aberran-
te funcionamiento en España, fue también traspasado con frecuencia por los
hombres de la Restauración en Cataluña; ésa sería la herencia equívoca reci-
bida inicialmente sin discrepancia por la generación finisecular.
La exaltación de la autoridad constituyó igualmente una moda pasajera
en los ambientes barceloneses nacionalistas, si bien sus manifestaciones
resultasen siempre más comedidas que en Madrid, tamizadas como estaban
por un doble filtro: la influencia, todavía avasalladora, de las doctrinas posi-
tivistas de Taine; y una desconfianza instintiva hacia cuantos líderes nuevos,
militares o civiles, empezaban a despuntar en el horizonte español. La nece-
sidad de que todo proceso modernizador se desarrollara en sintonía con la
constitución profunda del país, llegó a convertirse para el catalanismo con-
servador en un axioma, invocado de continuo para descalificar el régimen
parlamentario, cuya presunta incompatibilidad con el temperamento nacio-
nal le llevaba a convertirse irremediablemente en una farsa; más adelante,
sin embargo, ese mismo argumento de adecuación a los dictados de la propia
tradición, central en la obra de Taine, se utilizaría para desechar cualquier
posible proyecto de cambio repentino por obra de un gobernante decidido.
Además, el fiasco que supuso la entrada del general Polavieja en el gabinete
conservador de 1899, operación en la que habían confiado, si no los jóvenes
nacionalistas, otros patriotas de más edad y un sector importante del empre-
sariado barcelonés, vino a cortar de raíz cualquier posible veleidad de tipo
personalista en el descenso del catalanismo a la arena política. La prudente
actitud de distanciamiento ante la probabilidad de una regeneración súbita,
mantenida al igual que la Institución Libre de Enseñanza en Madrid por la
juventud catalanista, sólo resultaba psicológicamente posible en quienes se
sintieran identificados con un proyecto colectivo preciso, planteado a más
largo término.
10
Josep Pella i Porgas, «Marcha del regionalismo catalán», La España Regional, 2, octu-
bre, 1886, pág. 158.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 233
1
' Lluís Duran i Ventosa, «El catalanismo i les eleccions», La Veu de Catalunya, 1, fe-
brero, 1905.
12
Francesc Cambó, Memóries (1944-1946), Barcelona, Alpha, 1981, pág. 53, (traduc-
ción castellana, Madrid, Alianza Editorial, 1987, pág. 53).
234 Vicente Cacho Viu
VII
13
Enríe Prat de la Riba, «Per la llengua catalana», La Veu de Catalunya, 31 de enero
de 1913, en Per la llengua catalana, edición de Jaume Bofill i Mates, Barcelona, Edicions de
«La Revista», 1918, pág. 70.
14
ídem, Pelgovern de Catalunya, alocución a los diputados de la Mancomunitat, Sitges,
23 de mayo de 1917 (La Veu de Catalunya, 24 de mayo de 1917), en Nacionalisme. Textos
extrets del seus llibres, escrits i discursos, antología de Prat de la Riba por Antoni Rovira i
Virgili, Barcelona, Editorial Catalana, 1918, pág. 135.
Crisis del positivismo, derrota de 1898 y morales colectivas 235
realidad. No se explica sólo, como quería Malinowski, por su papel organizador, teórico y
práctico, de las experiencias humanas, sino por su función reveladora de las estructuras del
espíritu humano. Una síntesis accesible a estos temas en Mytes et politique, bajo la dirección
de Ch.-O. Carbonell, Toulouse, Instituí d'études politiques, 1990.
2
No se trata de ejemplos arbitrarios. Los análisis de Costa sobre esas figuras históricas
están realizados en tal perspectiva. La polémica, a propósito de el Idearium español y En tor-
no al casticismo, se encuentra en «El porvenir de España», en Obras Completas de M. de
Unamuno, vol. III, Madrid, Escélicer, 1968, págs. 637-677.
3
Y sorprendentemente aún más por parte de la investigación reciente que por los suce-
sores directos del pensamiento finisecular. Azaña en concreto dedicó buena parte de sus
reflexiones acerca del problema de España a desmontar las mitificadoras lucubraciones
de sus maestros regeneracionistas. Un análisis muy pertinente al respecto puede verse en
J. M. Marco, La inteligencia republicana: Manuel Azaña, 1897-1930, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1988, especialmente págs. 189-205.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 239
4
Es obligado hacer referencia en estos preliminares a la amplia obra de síntesis de
J. L. Abellán, Historia del pensamiento español, donde se puede encontrar una útil guía
de las cuestiones intelectuales planteadas y de sus principales interpretaciones. Los volúme-
nes I y II del tomo V corresponden a la etapa cronológica que estamos tratando, publicados
en Madrid, Espasa Calpe, 1989.
5
García Pelayo, M., Mitos y símbolos políticos, Madrid, Taurus, 1964, págs. 32-35.
6
De entre la abrumadora bibliografía existente escogemos una brillante síntesis recien-
te, la de P. Cerezo Galán, «El pensamiento filosófico. De la generación trágica a la generación
clásica. Las generaciones del 98 y el 14», en La Edad de Plata de la cultura española (1898-
1936), vol. I, Identidad, pensamiento y vida. Tomo XXXIX de la Historia de España Menén-
dez Pidal. Madrid, Espasa Calpe, 1993, págs. 131-315.
240 Francisco Villacorta Baños
7
Recogidas en su obra De Historia y Arte, Madrid, 1898, págs. 32-36.
8
Su obra Los Eroes se traduce al castellano en 1893, con una introducción de Leopol-
do Alas. Coincide con una renovada actualidad de aquel autor en Francia y Alemania y con
la aparición de un buen número de obras que desde campos tan diversos como la antropolo-
gía, la psicología, la medicina, el derecho penal, la filosofía o la historia se pronuncian a favor
de la teoría de las grandes individualidades como fuerzas directoras en la historia. Algunas de
ellas en el artículo citado de Altamira y el titulado «El problema de la dictadura tutelar en la
historia», del mismo autor, en ob. cit., págs. 154-157.
9
Un excelente resumen en E. Lamo de Espinosa, J. M. González García y C. Torres
Albero, La sociología del conocimiento y de la ciencia, Madrid, Alianza, 1994, págs. 401-429.
La obra del mencionado título de aquellos sociólogos se encuentra publicada en castellano en
Madrid, Martínez de Murguía, 7.a reimpresión, 1984.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 241
10
Santamaría de Paredes, V., El concepto de organismo social, Madrid, 1896.
242 Francisco Villacorta Baños
1
' Desde el ya lejano análisis del plan de la sociología de Azcárate, de P. Jobit, Les édu-
cateurs de l'Espagne contemporaine. I, Les krausistes, París, Boccard, 1936, págs. 140-147
y 152-154, hasta los estudios ya clásicos sobre las dos principales figuras de la sociología
española del siglo xix: Posada y Sales y Ferré. Véase Laporta, Francisco J., Adolfo Posada:
política y sociología en la crisis del liberalismo español, Madrid, Edicusa, 1974 y Núñez
Encabo, M., Manuel Sales y Ferré: los orígenes de la sociología en España, Madrid, Edicu-
sa, 1966.
12
Idearium Español, en Obras Completas, prólogo de M. Fernández Almagro, Madrid,
Aguilar, 1943, 1943, vol. I, pág. 228.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 243
13
En torno al casticismo, en Obras Completas, Madrid, Escélicer, 1966, vol. 1, pági-
nas 794-795 y 798-800.
14
Idearium español, edic. cit., págs. 110, 136 y 221-222.
15
Caro Baroja, J., El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo, Madrid,
Seminarios y Ediciones, 1970.
244 Francisco Villacorta Baños
16
Bien es cierto que los lazos concretos de este aparente determinismo entre territorio
y psicología nacional no fueron examinados con detenimiento por Ganivet y que, como decía
M. Fernández Almagro en la introducción a las Obras Completas citadas, lo único que podía
llenar de contenido ese vacío era la historia nacional, la tradición, ese «tradicionalismo extre-
mo» en que, en definitiva, venía a resolverse «la vaga y mal contrastada doctrina ganivetiana
del espíritu territorial», págs. XLII-XLIII.
17
Cita de Costa, J., «Porvenir de la raza española», discurso de 1883 en el Congreso
Español de Geografía Colonial y Mercantil. Recogido en Reconstitución y europeización de
España y otros escritos, edición de S. Martín-Retortillo y Baquer, Madrid, Instituto de Estu-
dios de Administración Local (IEAL), 1981, pág. 70. También, «Una ley de la historia espa-
ñola», en Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, VII, 165, 1883, págs. 380-382.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 245
18
Editado en Madrid, Ricardo Fe, sexta edición, 1898, pág. 36.
19
Azcárate, G. de, «El municipio en la Edad Media», en Municipio y Regionalismo,
estudio preliminar por J. de Azcárate y E. Orduña, Madrid, IEAL, 1979, pág. 6.
246 Francisco Villacorta Baños
20
La historia de España, decía Unamuno, se interrumpió en el siglo xvi como historia,
no como intrahistoria, En torno..., edic. cit., pág. 796. «Ahí (en el último cuarto del siglo xv
y primero del xvi), dirá por su parte Costa algunas fechas más tarde, puede decirse que aca-
bó nuestro papel como órgano de progreso en la historia del mundo», en Oligarquía y Caci-
quismo como la forma actual de gobierno en España: urgencia y modo de cambiarla, estudio
introductorio de Alfonso Ortí, edición de Madrid, Revista del Trabajo, 1975, vol. I, pág. 194.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 247
21
«Es, pues, el Cid, en la epopeya española, noble y villano, legítimo y bastardo, hijo-
dalgo e hijo de sus obras, labrador, menestral y guerrero, infanzón y ciudadano, excomulga-
do y santo, vasallo de un rey y señor de reyes vasallos, príncipe soberano y par de emperador.
Lleva la voz de todas las clases, y simboliza no la fusión, sino la concordia y armonía entre
ellas y la unidad orgánica de la nación», en «Representación política del Cid en la epopeya
española», escrito de 1878, recogido en Reconstitución..., edic. cit., pág. 144. Su «programa
político» lo resumirá más adelante en los siguientes términos: «respecto de Europa y el Impe-
rio, la autarquía de la nación, más absoluta; respecto del Pontificado, la condenación del
ultramontanismo y la independencia civil del Estado; respecto de África, el rescate del terri-
torio; respecto del Islam, la tolerancia, considerando a sus creyentes como elemento inte-
grante de la nacionalidad; respecto de la Península, la unión federativa de sus reinos; respec-
to del organismo social, la concordia de todas sus clases; respecto del municipio, la
autonomía civil y administrativa; tocante a las relaciones entre la autoridad y los subditos, el
imperio absoluto de la ley y de la constitución, mientras no se reformen por las vías legales;
respecto del organismo del Estado, la monarquía representativa (que no ha de confundirse
con la parlamentaria), o sea, el gobierno compartido por el rey, la nobleza y los concejos, el
self-government de las clases, el juicio de los pares, el rey obligado a estar a derecho como el
último ciudadano; y, por último, respecto de la tiranía, el derecho de insurrección», escrito de
1885, en ibid., págs. 265-266.
22
Los análisis históricos a que se refieren todas estas conclusiones recorren múltiples
páginas de la obra de Costa. No es el caso citarlos detenidamente aquí. Remitimos a una refe-
rencia bibliográfica costiana inprescindible: la obra de G. J. G. Cheyne, Estudio bibliográfico
de la obra de Joaquín Costa (1846-1911), edición de Zaragoza, Guara, 1981.
248 Francisco Villacorta Baños
23
Posada, A., Estudios sobre el régimen parlamentario en España, Madrid, Biblioteca
Económica Filosófica, 1891, págs. 107-119.
24
Salillas, R., «Teoría del caciquismo», en Revista Política Ibero-Americana, I, 3, 1895,
págs. 378-390. El libro es de 1898.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 249
25
Aunque referida a la encuesta de 1901, no se puede pasar por alto al respecto el
imprescindible estudio introductorio de A. Orti a la edic. cit. de Oligarquía y Caciquismo,
donde se analiza minuciosamente el contenido de este mito.
26
Es conocida la atención prestada por este excepcional jurista, a partir de unas bases
organicistas renovadas, a la reforma del régimen local y a los nuevos problemas de la organi-
zación política y urbanística de la ciudad moderna. Sobre estos aspectos de la obra de Posa-
da, existen interesantes datos en el estudio preliminar de F.-A. Diez González en la recopila-
ción de algunos Escritos municipalistas y de la vida local, Madrid, IEAL, 1979.
27
La propiedad comunal fue el tema de la tesis doctoral de Rafael Altamira, defendida
en diciembre de 1887. Historia de la propiedad comunal, estudio prelimiar de A. Nieto,
Madrid, IEAL, 1981, cita de pág. 16.
250 Francisco Villacorta Baños
28
R. Altamira, del prólogo a la segunda edición de su obra, 1929, tomo VII de sus
Obras Completas, recogido en la edición citada de 1981, pág. 31. Sobre la dimensión agraria
del regeneracionismo, Orti, Alfonso, «Política hidráulica y cuestión social: orígenes, etapas y
significados del regeneracionismo hidráulico de Joaquín Costa», en Agricultura y Sociedad,
32, julio-septiembre, 1984, págs. 11-107; también, la obra de Maurice, J. y Serrano, C., Joa-
quín Costa: crisis de la Restauración y populismo, 1875-1911, Madrid, Siglo XXI, 1977.
29
A partir de 1898 la Academia convocó anualmente, además de su tema de concurso
ordinario, uno especial sobre esta cuestión/Esta costumbre pervivió al menos hasta 1918.
30
Nieto, A., estudio preliminar, ob. cit., pág. 23.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 251
31
Con tales rasgos se describía la vida del municipio histórico español. Los retenemos
de tres accesibles aportaciones de otros tantos autores clave: Azcárate, G. de, «La vida local»,
discurso en el Ateneo de Madrid, 1891, en Municipalismo..., págs. 51-122; Posa-
da, A., «Aspecto sociológico de la vida local», en Estudios municipalistas..., págs. 145-170 e
Hinojosa, E. de, «El origen del régimen municipal en León y Castilla», en La Administración,
julio, 1896, págs. 417-436.
32
Posada, A., Estudios..., págs. 113-114.
33
Datos más esenciales en Portóles, José, Medio siglo de filología española (1896-
1952): positivismo e idealismo, Madrid, Cátedra; Abad, Francisco, Diccionario de lingüísti-
ca de la escuela española, Madrid, Credos, 1986 y Mainer, José-Carlos, «De historiografía
literaria española: el fundamento liberal», en Estudios de historia de España. Homenaje a
Manuel Tuñón de Lara, Madrid, Universidad M. Pelayo, 1981, tomo 2, págs. 439-472.
34
Unamuno, M. de, En torno..., edic. cit., pág. 801.
252 Francisco Villacorta Baños
35
Véase a propósito del populismo español Orti, A., «Para analizar el populismo:
Movimiento, Ideología y discurso populistas. (El caso de Joaquín Costa: populismo agrario
y populismo españolista imaginario», en Historia Social, 2, 1988, págs. 75-98; del mismo
autor, la introducción citada a Oligarquía...; Serrano, C., Le tour du peuple. Crise nationa-
le, mouvements populaires et populisme en Espagne (1890-1910), Madrid, Casa de Veláz-
quez, 1987. Con carácter más general, Álvarez Junco, J. (Comp.), Populismo, caudillaje
y discurso demagógico, Madrid, CIS-Siglo XXI, 1987 y Álvarez Junco, J. y González Lean-
dri, R. (Comps.), El populismo en España y América, Madrid, Catriel, 1994, especialmente
páginas 110-138.
36
Es obligada la referencia al libro clásico sobre esta cuestión de Venturi, Franco, El
populismo ruso, Madrid, Alianza, 1981. Observaciones muy pertinentes asimismo en Berlín,
Isaiah, Pensadores rusos, México, FCE, 1992, especialmente, págs. 391-439.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 253
37
Suárez Cortina, M., «Manuel Azaña et le republicanismo démocratique sous la Res-
tauration (1900-1923), en Azaña et son temps, colloque international... Montauban, 1990;
Madrid, Casa de Velázquez, 1993, págs. 67-97. Aquí existe también abundante bibliografía
sobre el tema.
38
Villacorta Baños, E, Culturas y mentalidades en el siglo xix, Madrid, Sínte-
sis, 1993, especialmente págs. 145-159.
39
La bibliografía esencial, en el libro citado anteriormente. Sobre la «intelligetsia rusa»,
el también ya mencionado de Berlín, Pensadores rusos..., págs. 229-265.
254 Francisco Villacorta Baños
40
Continúa siendo muy esclarecedor el libro de Hughes, Stuart H., Conciencia y socie-
dad. La reordenación del pensamiento social europeo, 1890-1930, Madrid, Aguilar, 1972.
En el citado libro Populismo, caudillaje..., se halla un interesante análisis teórico de R. Mar-
tín Arranz sobre el liderato carismático, págs. 73-99.
41
Viene al caso aquí la polémica creada por el ya lejano libro de E. Tierno Calvan, Cos-
tó y el regeneracionismo, Barcelona, Barna, 1961, que vinculaba el costismo a unas raíces
psicológicas e intelectuales prefascistas. Todos los estudiosos posteriores se han visto impeli-
dos a continuación a tomar partido en pro o en contra de esa interpretación. Desde luego, si
nos atenemos al talante y a las propias palabras de Costa, existen tantos motivos para soste-
ner una como otra posición. Sin embargo, es necesario subrayar que la hipótesis prefascista
del profesor Tierno resulta mucho más realista que las que circunscriben su acción quirúrgi-
ca en un espacio acotado por los límites legales de lo que el propio Costa denominaba «pre-
sidencialismo» al estilo norteamericano. Las cuestiones políticas han de dirimirse en el mar-
co de las posibilidades reales de la práctica política y no en el de la mera definición
constitucional. Algunos datos de estas diversas interpretaciones en Díaz, Elias, La filosofía
social del krausismo español, Madrid, Edicusa, 1973, especialmente, págs. 195-306.
42
En defensa de este sistema excepcional de poder Costa llamará más tarde en su ayu-
da a ilustres teóricos políticos españoles y extranjeros, entre los que se encontraban Dorado
Montero, Giner de los Ríos, Altamira, J. Stuart Mills, Ihering, Holtzendorff o Renán, además
de sus propias reflexiones al respecto, ya antiguas, en la obra La vida del Derecho, de 1876.
Pensamiento social y crisis del sistema canovista 1890-1898 255
Había en sus juicios acerca de estos autores una, al parecer, inconsciente confusión entre las
formas excepcionales del ejercicio del poder político previstas constitucionalmente y aquellas
otras que podían derivarse de una filosofía política general más centrada sobre una teleología
dogmática que sobre los procedimientos políticos al uso. La concepción semisacralizada del
Derecho en el krausismo y su íntima vinculación a la Ética no eran, sin duda, las mejores bases
para una definitiva secularización del campo político. Sin duda sobre todo ello se fundamen-
taba la apreciación casi provocativa del profesor Tierno Calvan cuando avanzaba su conven-
cimiento de que en el krausismo había «elementos para derivar la idea de una dictadura popu-
lar, moral y jurídicamente justificada», ob. cit., pág. 188. Argumentación de Costa en «Los
siete criterios de gobierno», discurso de 1906, en Reconstitución..., edic. cit., pág. 323-324.
43
Datos sobre la misma en la introducción a su libro Tutela de pueblos en la Historia,
Madrid, Biblioteca Costa, vol. XI, s.a., págs. V-XIV.
44
Personajes objeto de atención serían también, entre otros: Hammurabi, Moisés, Masi-
nisa, Sertorio, Julio César, Trajano, Teodosio, Mahoma, Cario Magno, Alfredo el Grande,
Cromwell, Abderrahman I, Gregorio VII, Isabel la Católica, Pedro I de Rusia, Washington e
Iwakoura. Tutela..., pág. VIL
45
Publicada inicialmente en la revista La Administración en 1896. Recogida en 1898 en
el citado libro De Historia..., págs. 107-172.
256 Francisco Villacorta Baños
46
En Reconstitución..., pág. 99.
Caldos, a escena:
una campaña teatral (1892-1896)
JOSÉ-CARLOS MAINER
nacional del siglo xix que encarnaba —como Dickens, Balzac o Tolstoi—
una singular captación de su tiempo histórico y una activa comunión espiri-
tual con su público. Esta representatividad social parecía reservada en el
siglo xix a los cultivadores de la novela y, en otro grado, a los de la poesía.
Era el caso de Hugo con Los miserables y con La leyenda de los siglos. O el
de Galdós, con los Episodios Nacionales —historia moral de la formación
de la España liberal— y la serie de «Novelas Contemporáneas», esforzado
catálogo de las durezas y miserias de aquella sociedad. Las únicas formas
teatrales decimonónicas que gozaron de tal favor fueron la ópera y, en menor
medida, el drama histórico; solamente al final de la centuria, gracias al tea-
tro naturalista —pensemos en Ibsen—, la representación escénica de lo con-
temporáneo estuvo preparada para ser laboratorio de la alquimia que reunía
autores y públicos. Significativamente, el Galdós dramaturgo fue siempre un
heredero fiel de las líneas maestras del teatro decimonónico: gustó de la
ambición del drama romántico y escribió alguno en su juventud, disfrutó
fervorosamente de la ópera (como demuestran sus «Revistas musicales»
de 1867 en La Nación sobre Verdi o Rossini y, a mayor abundamiento, la
descripción de las fantasías musicales de las hermanas Escobio en Miau) e
intuyó precozmente una forma personal de teatro de ideas y símbolos de
cuño naturalista a través de sus primeras «novelas dialogadas» para las que
apeló a los antecedentes de La Celestina y las obras de Shakespeare *.
Su paso de la novela al teatro fue, además, achaque común de muchos
otros grandes narradores de su tiempo. Cuando estrenó Realidad sin dema-
siado éxito, lo comentó con gracejo su amiga Emilia Pardo Bazán en las
páginas de Nuevo teatro crítico: «En el cerebro del Dickens español se desa-
rrollaba poco a poco la serie de raciocinios que impulsaron a todos sus cole-
gas de Francia a intentonas dramáticas, no siempre coronadas por el éxito.
Zola, Daudet, los Goncourt, han corrido el albur de la escena y —fuerza es
decirlo paladinamente— se ganaron sus correspondientes silbas; de tal
modo que les sirvieron de título para fundar un banquete de los autores sil-
bados, donde no pudo tomar asiento I van Turgueniev hasta que juró haber
sido silbado en Rusia*2. Leopoldo Alas —que también estrenó un único dra-
ma, Teresa, apenas tres meses después del fracaso galdosiano de Los conde-
nados— fue otro ejemplo español de esa voluntad fallida de «intimar otra
vez con el temible público, para hacer vibrar con más intensidad sus fibras
y despertar su embotada sensibilidad artística».
La llegada de Galdós al teatro obedeció a una compleja mezcla de moti-
vos estéticos e ideológicos que a menudo no es fácil separar. Por un lado, el
narrador que había explorado todos los recursos narrativas de introspección
psicológica —el monólogo, el sueño, etc.— y todos los recursos descriptivos
1
Theodore A. Shakket, Galdós y las máscaras. Historia teatral y bibliografía anotada,
Verona, Universitá degli studi di Padova, 1982.
2
«Realidad», en Nuevo teatro crítico, Obras completas, III, Madrid, Aguilar, 1973, pági-
na 1.105.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 259
acto final del espectro de Federico Viera (conseguido mediante un hábil jue-
go de espejos), aunque tal efecto se repitió diez años después en Electra con
la aparición de la sombra de la madre de la protagonista. En La loca de la
casa, una función parecida la hubo de tener la efectista salida de Victoria
vestida con blancos hábitos de monja y una palma en la mano, al final del
primer acto: una «escena de locura» que se repite en Gerona, Electra y
Casandra por ejemplo, y que no debió ser ajena al gusto operístico por esce-
nas de ese cariz confiadas a la protagonista (recuérdese la Lucía de Lam-
mermoor de Donizetti o Ipuritani de Bellini). No pocas veces, esa afición al
melodrama hizo que Caldos recurriera a efectos musicales. Al caer el telón
en el último acto de Doña Perfecta, los clarines militares recuerdan la inevi-
table victoria del ejército liberal, como las campanas que repican en la con-
clusión de Mariucha celebran la victoria de los amantes y las dramáticas
matracas de Santa Juana de Castilla, el triste final de una España posible al
margen del Imperio. La inocencia infantil subraya la sublimidad del sacrifi-
cio colectivo en Gerona (con el desfile del batallón de niños a los sones de
una briosa sardana que escribió Felip Pedrell) o en los cantos de las criatu-
ras que jalonan los momentos culminantes de Electra. En Amor y ciencia,
más explícitamente todavía, Caldos pide en la acotación correspondiente
que se interprete el allegro de la Novena Sinfonía de su dilecto Beethoven
para enfatizar la elevación humanitaria del final de la obra3.
En otras ocasiones fueron los decorados los que cumplían la misión de
excitar la fantasía del espectador: así, en numerosas e intensas escenas noc-
turnas o en ámbitos estéticamente relevantes de suyo (pensemos en los pai-
sajes altoaragoneses de Los condenados o en las viñetas monumentales de
Gerona que presiden la obra homónima o en las fantasías clasicistas de Bár-
bara). Pero quizá la más clara apelación a la fantasía imaginativa fue la
representación de la «pastorela» en Alma y vida muestra de «teatro dentro
del teatro» que, como leemos en el prólogo, dio no pequeño trabajo literario
al autor y cuya inclusión solamente se explica por el deseo de dejar volar la
fantasía en una pieza tan claramente herida por el síndrome nacional de
1898. El público, sin embargo, apreció más otros efectos («efectos de cosas
reales» les llamó Caldos en carta de abril de 1894 a la actriz María Guerre-
ro 4) que, unidos a símbolos de manifiesta obviedad, alcanzaron a menudo
3
Sobre Caldos y la ópera pueden leerse las observaciones de Federico Sopeña en «El
Arte en las formas y maneras de amar: la ópera», Arte y sociedad en Caldos, Madrid, Gre-
dos, 1970, págs. 50-56, además de sus reseñas operísticas juveniles —que ya había publica-
do José Pérez Vidal— compiladas en el volumen de William H. Shoemaker, Los artículos de
Caldos en «La Nación», Madrid, ínsula, 1972. Por lo que se refiere a su beethovenismo, véa-
se la monografía de Vernon A. Chamberlin, Caldos and Beethoven: «Fortunata y Jacinta», a
Symphonic Novel, Londres, Támesis Books, 1977, que estudia la sinfonía «Heroica» del com-
positor de Bonn como modelo estructural del relato.
4
Carmen Menéndez Onrubia, El dramaturgo y los actores. Epistolario de Benito Pérez
Caldos, María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, CSIC, 1984, Anejos de la Revista
Segismundo, 10, pág. 69.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 261
notorio aplauso: señalemos entre ellos el diálogo sobre la masa de las cos-
quillas y la lucha de clases en La de san Quintín, que granjeó al autor fama
de peligroso socialista; el ingenuo paralelismo establecido entre la revela-
ción del amor de la protagonista y Máximo y el proceso de fundición en el
laboratorio que se desarrolla en Electra; la convergencia entre las reflexio-
nes de Paulina, la esposa que fue adúltera, y las meticulosas mediciones de
medicamentos en Amor y ciencia; la frase final —«He matado a la hidra que
asolaba la tierra»— que cierra la intensa tragedia de Casandra. Al lado de
esto, Galdós buscó en lo cómico la descarga natural del patetismo. Rara es
la obra que no tiene un personaje o personajes de esa laya: Ginés en Los con-
denados, Bonaire en La fiera y Sacris en Sor Simona podrían parecer here-
deros de los «graciosos» del teatro áureo, aunque más bien lo son del humo-
rismo compensatorio shakespeariano; el ridículo matrimonio Varona de
Amor y ciencia o la pintoresca tía Margarita de Celia en los infiernos están
tratados en una clave de farsa que roza ya lo esperpéntico.
A pesar de estos cuidados, Galdós no siempre se sintió bien entendido
por el público y la crítica (a la que aborrecía), ni satisfecho con la represen-
tación de sus obras. El prólogo que puso a la edición de Los condenados,
tras el fracaso de su estreno en 1894, es una pieza muy reveladora de este
despecho, tanto como es interesante para establecer los términos de la poé-
tica teatral galdosiana. Pocos meses después de escribirlo, el escritor se
desahogaba con María Guerrero: «Los dichosos peligros del teatro, y los
exagerados miramientos y transacciones con el público casi siempre com-
puesto de imbéciles, ya me van cargando a mí, y ello será causa de que yo
abandone definitivamente un arte de mentiras y tontería en que todo es con-
vencional y fuera de la realidad de la vida. En todo el mundo hay progreso,
y proceso educativo. En el arte dramático no, y parece que el público es cada
día más tonto y más infantil»5. El prólogo de Alma y vida, ya en 1903, vuel-
ve a estar salpicado de prevenciones y sarcasmos que quizá eran más hijos
de su insatisfacción íntima que problemas reales. En todo caso, el «fracaso»
de Galdós es el fracaso del teatro de su tiempo y lo compensó la devoción de
no escasos fieles. Ramón Pérez de Ayala fue uno de ellos y, sin lugar a dudas,
el crítico que mejor entendió la significación de su dramaturgia. En 1914,
comentando el estreno de Sor Simona, definía el aplauso del público como
«férvido, vehemente, desapoderado» y subrayaba: «Conozco pocos espec-
táculos tan patéticos como esos instantes, obligados ya, y como quien dice
litúrgicos, de todo estreno o representación galdosiana, en que apenas cerra-
da la cortina sobre la representación escénica, vuelve a alzarse ante el crea-
dor, quien, adelantándose premioso y ciego, guiado en una manera de vene-
ración filial por sus criaturas, llega hasta el proscenio y allí permanece,
inmóvil y rígido, con esa su prestancia perdurable... en tanto que del públi-
co se levanta al vuelo una bandada copiosa de corazones que va, con aleta-
5
Ibid., pág. 121.
262 José-Carlos Mainer
6
Las máscaras, en Obras Completas, III, Madrid, Aguilar, 1963, pág. 32.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 263
la Naturaleza» (acto IV, escena VIH). Y esa Naturaleza triunfa sobre el pre-
juicio místico y sobre el rencor social en una dialéctica de reconcialiación de
opuestos que el autor tiene muy presente, como si fuera el primer discípulo
de Hegel: «Eres el mal —apostrofa Victoria a su marido en la frase final—,
y si el mal no existiera, los buenos no sabríamos qué hacer... ni podríamos
vivir.»
En La de San Quintín —que, como sabemos, fue la primera concepción
dramática del escritor— hay algún parentesco con La loca de la casa (el pin-
toresco Farfán de los Godos es un noble tronado como allí lo eran la mar-
quesa y sus hijos) pero lo más nuevo es la comparecencia de la angustia bur-
guesa: el mundo familiar de los Buendía carece, pese a su riqueza, de
objetivos vitales y el mezquino don César recuerda algo de lo trazado en la
poderosa serie narrativa de Torquemada. La inevitable alianza salvadora se
establece aquí entre una aristócrata, Rosario de San Quintín, y un bastardo
de esa burguesía, Víctor (cuyo nombre es significativamente la versión mas-
culina del que lleva la heroína de La loca de la casa). Se advertirá que ese
tema de la ilegitimidad como reto al orden burgués y como signo de regene-
ración reaparecerá, más adelante, en El abuelo y en Amor y ciencia. Y si en
La loca de la casa se coqueteaba con el socialismo por cuenta de la caridad
(«nivelando, ¿sabes?, nivelando», decía una Victoria que no teme a la pala-
bra «socialista... así se dice»), aquí la escena VIII del acto II resultó —con
toda su ingenuidad— todavía más explícita ante el pacato público de la
Regencia: es el famoso y ya aludido episodio de las rosquillas que amalga-
man en su masa las dos aristocracias (yemas y azúcar) con la sólida base del
pueblo (la harina).
Frente a estas dos obras, Voluntad (estrenada en diciembre de 1895),
tiene un tono de comedia ligera mucho menos logrado: «La obra —escribía
Caldos a María Guerrero— es muy bourgeoise, de tonos suaves, quiero
decir que en ella no hay tonos dramáticos», aunque poco después le confe-
saba que dudo mucho que esta obra prosaica y bourgeoise les guste «a esas
recuas que llamamos público» 7 . La palabra titular suscita, sin embargo,
todo un clima espiritual finisecular: voluntad —recordemos, sin ir más
lejos, el título azoriniano de 1902— es la potencia del alma que falta a la
familia Berdejo, atónita ante la ruina de su comercio de telas y educadora
fallida del pedante Serafinito —que se define nada menos que como lom-
brosiano y frecuentador del Ateneo— y de una Trinita que toca a Chopin al
piano (ambos muchachos pertenecen a la galería de «niños góticos» galdo-
sianos encabezada por el Manolito Peña de El amigo Manso). Pero tampo-
co tiene voluntad el compañero de la protagonista, Alejandro, que es un
hijo genuino de un romanticismo antañón, fantástico y fatalista pero, en
realidad, un egoísta redomado que más adelante resucitará —hecho perso-
naje dramático y claramente negativo— en el Rogelio de Casandra. Y es
7
El dramaturgo y los actores, ob. cit., págs. 109 y 118.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 265
Isidora Berdejo, la hija pródiga, condenada por que quiso ser libre, la que
al fin todo lo salva, dinero y paz doméstica: precursora así de la Mariucha
del drama de 1903 y redentora quizá de otra Isidora, la Rufete de La des-
heredada, a quien perdió la ambición frivola de un título nobiliario y la
generosa falta de caletre. Pocos momentos más reveladores de la nueva sín-
tesis establecida entre el romanticismo poético y del cálculo mercantil que
el que protagonizan Isidora y Alejandro en la escena IX del acto II: el hom-
bre se ha presentado como el espécimen del intelectual romántico («este
soñador, este delirante, que aborrece los negocios, las carreras, la política y
el matrimonio, que sólo ama las ideas puras, que es religioso a su modo,
poeta a su modo, sin hacer versos, artista por entusiasmo») y cautiva cul-
pablemente a la muchacha que le amó, pero ésta le somete a la prueba de
ayudarle en sus cuentas. Y las palabras de amor se van deslizando al com-
pás de los números de la contabilidad que uno y otro van cantando: como
en las rosquillas de La de San Quintín, se alian de nuevo la vulgaridad y el
espíritu en síntesis salvadora.
Un año antes, con Los condenados (diciembre de 1894), Caldos soñó
con ofrecer en estado puro una tragedia renovadora y cosechó un fracaso
que le hizo mucho daño, como es perceptible en un prólogo al que ya he alu-
dido. No faltaban, empero, lo que el autor creía elementos inmejorables: el
escenario quería evocar el pueblo pirenaico de Ansó donde todavía se vestía
el traje tradicional (Caldos había viajado a aquella zona e incluso quiso
comprar uno de aquellos atuendos para su actriz predilecta, María Guerre-
ro) y los caracteres y la trama querían apelar —en época de fervores regio-
nales— a la quintaesencia noble y ruda que se atribuye a lo aragonés (no se
olvide que estamos en una época de regionalismos telúricos y simplistas que
muy pronto invadirán la zarzuela: conviene no olvidar que la más famosa de
las noventayochescas, Gigantes y cabezudos, tomó como escenario la Zara-
goza adonde volvían los «repatriados» de Cuba). Caldos había pensado en
un drama de rivalidades masculinas entre José León y Paternoy, pero exi-
gencias del reparto obligaron a envejecer al último, en cuyo pergeño Carmen
Menéndez Onrubia —autora del mejor libro de conjunto sobre el teatro del
autor 8— ha creído ver infundadamente rasgos de la tragedia del poeta cata-
lán Jacint Verdaguer (el inspirador, sin embargo, del personaje central de la
novela Nazarín). De todo ello quedó un tono encendidamente romántico
(José León, con su pasado oscuro, parece sacado de la galería de los Herna-
ni y los Don Alvaro, de Víctor Hugo o del Duque de Rivas), la historia de un
amor ardiente e imposible (también la locura de Salomé tiene el abolengo de
una Lucia de Lammermoor) y hasta un gracioso, el ex seminarista Cines,
como elemento de constraste. Resulta, en fin, de lo más operístico del autor
y no deja de ser llamativo que en su epistolario con Tolosa Latour la llame
8
Introducción al teatro de Benito Pérez Caldos, Madrid, CSIC, 1983, Anejos de la Re-
vista Segismundo, 7, págs. 57-62.
266 José-Carlos Mainer
hasta tres veces / damnati, como si fuera un título del repertorio italiano 9.
Con tales elementos, la obra se convierte en un apasionado diálogo entre la
oscura fatalidad encarnada en el ciego odio de Lorenzo Barbués y los veci-
nos de Ansó y la generosidad del noble Paternoy de la caritativa Santamona
que tiene como fondo el sino aciago de los amantes. La sentencia final, en
boca de Salomé, enlaza con grandeza shakespeariana (y verdiana, casi
mejor) el amor y la muerte, el castigo y la gloría: «Me debo a la expiación;
me seduce el suicidio; me enamora la muerte», ha dicho José León y Salomé
proclama «con iluminismo y acento místico» que «quiero que venga a mí...
le condeno a muerte» (acto III, escena XIV).
La tragedia tentó siempre a Caldos y al mismo género de drama elevado
pertenecen Gerona, Doña Perfecta y La fiera, todas los cuales comparten
además el ser reelaboraciones de textos o de temas ya tratados en su ejecu-
toria narrativa anterior: las dos primeras obras son adaptaciones del episo-
dio nacional y de la novela homónimas mientras que La fiera se ambienta en
el período de la Regencia de Urgell y podría insertarse muy bien en las
memorias de Cenara de Barahona que conforman el episodio de la segunda
serie, Los Cien Mil Hijos de San Luis. Las tres tienen dos cosas en común,
además de su aliento de tragedia, su ambientación regional muy marcada
(ya anticipada en La loca de la casa y Los condenados, como hemos dicho)
y su común propósito de ser un alegato en favor de la piedad contra la gue-
rra civil, un fantasma viejo pero que parecía retoñar en las discordias ideo-
lógicas del fin de siglo. Con Doña Perfecta (estrenada en enero de 1896),
Caldos creyó haber logrado su mejor obra. A su propósito escribía a su buen
amigo, el doctor Tolosa Latour, que «Doña Perfecta es lo mejor que he
hecho para el teatro: la más patética, la más concisa, la más teatral en una
palabra y la más interesante» 10. Para lograrlo mitigó el conflicto original (la
pretensión matrimonial de Pepe Rey con respecto a su prima Rosarito que
busca estorbar su hipócrita tía Perfecta) y mucho más todavía los ribetes far-
sescos de las dos primeras versiones novelescas en favor de un drama más
ideológico y colectivo que tiene como centro el repudio de la España tradi-
cional —cifrada en esa Orbajosa que produce ajos y carlistas— al estado
moderno de cuño liberal. El matón Caballuco justifica a los bandidos por-
que «es el odio a las contribuciones, al Gobierno, a ese maldito Madrid que
no nos manda aquí más que gente perdida», mientras que el hipócrita Jacin-
to comparte el aborrecimiento de la ciudad alegando que «Orbajosa, señor
don José, es un pueblo de muchísimo orgullo, de muchísimo tesón» (acto III,
escena IX). Por eso, a la vez que estalla el conflicto personal y la venganza
de la tía, la llegada de los soldados para defender la ciudad contra el carlis-
mo es saludada por unos como «¡la brutal soldadesca!» y por otros, con las
9
Ruth Schmidt, Cartas entre dos amigos del teatro: Manuel Tolosa Latour y Benito
Pérez Caldos, Las Palmas, Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1969, págs. 84, 85 y 87.
10
Ibid., pág. 105.
Caldos, a escena: una campaña teatral (1892-1896) 267
nunca después —al menos hasta ahora— dominarían durante tanto tiempo.
Los años 70, 80 y 90 del siglo pasado fueron «los años dorados» por exce-
lencia, una «era de codicia» como se la llamó en el título de un libro, una
«era de excesos» por usar el título de otro libro. Pero si estas décadas estu-
vieron muy lejos de ser las más nobles, también estuvieron entre las más
creativas y dinámicas de la historia de América. Tuvieron lugar extraordi-
narias transformaciones, que serían fundamentales en la creación de la
América del futuro. Es esta gran transformación en conjunto lo que quiero
analizar aquí, no sólo el desarrollo específico de los años 90, que fue una
parte de ella.
Mi estudio abarca desde prácticamente el final de la guerra civil hasta el
comienzo del siglo xx y se centra en tres temas principales: primero, el
asombroso cambio material que se produjo, convirtiendo a los Estados Uni-
dos de una potencia más en una auténtica superpotencia, aunque pocos se
dieran cuenta en aquel momento. Segundo, los efectos de esta transforma-
ción material en la sociedad americana. Y por último, el impacto de los cam-
bios antes citados en la visión que América tenía de sí misma, en lo que
podría llamarse su orientación espiritual.
Ya desde los días de Napoleón y Tocqueville, los observadores perspica-
ces habían previsto el inmenso poder que algún día tendrían los Estados
Unidos. Pero este poder aún no se había manifestado en 1870. Desde luego,
los Estados Unidos se habían convertido ya en una de las naciones punteras
del mundo, pero no había ningún aspecto de la vida en el que se pudiera
considerar líder mundial. Demográficamente, sus 40 millones de habitantes
estaban por debajo de los 41 millones de Alemania, y no superaban en
mucho los 36 millones de Francia. En industria tampoco era aún un líder. En
cuanto a las dos materias primas más importantes de la época, carbón y hie-
rro, su producción era similar a la de Alemania y aproximadamente una ter-
cera parte de la de Inglaterra; además, en la nueva industria del acero que se
estaba desarrollando estaba muy por detrás de estas dos naciones. En el pro-
ducto de consumo del momento, textiles de algodón, las fábricas de los Esta-
dos Unidos disponían de un huso por cada cinco de los ingleses. En trans-
portes, la flota mercante americana era menor que la inglesa y se adaptaba
más lentamente a la nueva era de barcos de vapor. En finanzas, Estados Uni-
dos era un enano frente a Inglaterra, y tal vez también frente a Francia y Ale-
mania. Esto último sucedía a una escala pasmosa; por ejemplo, en 1869
había en los Estados Unidos una inversión extranjera quince veces superior
a la inversión americana en otros países.
Al estar relativamente poco industrializados, los Estados Unidos estaban
también menos urbanizados que las naciones más avanzadas de Europa. La
ciudad más grande, Nueva York, tenía un tamaño menor que el de París y
unas dos quintas partes del de Londres en 1870. Tomando el sector urbani-
zado en su totalidad, sólo el 10 por 100 de la población de América vivía en
ciudades de más de 100.000 habitantes, por un 26 por 100 de la de Gran
Bretaña. En ciudades tan nuevas y pequeñas, también las instituciones cul-
Los Estados Unidos a finales del siglo xix 271
turales estaban menos desarrolladas. Nueva York aún no tenía una orquesta
sinfónica importante, ni un palacio de la ópera, ni un museo. Cualquier
evento cultural de altura que se disfrutaba en Estados Unidos era traído por
artistas europeos. La ingeniería ya era fuerte, pero la ciencia y la matemáti-
ca estaban muy por debajo de los niveles europeos. Lo mismo ocurría en
otros campos del saber. La primera revista profesional histórica, por ejem-
plo, no se creó hasta 1895, casi cuatro décadas después que su equivalente
alemán y dos décadas más tarde que el francés. Una de las enseñas de la
América de hoy en día, su sistema de enseñanza superior, no estaba aún
desarrollado. No existía ninguna auténtica universidad, solamente pequeñas
escuelas universitarias, la mayor de las cuales, Harvard, tenía menos de mil
alumnos. Y aún habría de pasar décadas antes de que un intelectual esta-
dounidense tuviese una repercusión importante fuera de su país.
Solamente en la agricultura eran los Estados Unidos claros líderes. Pro-
ducían menos trigo que Francia, y mucha menos cebada y avena que Fran-
cia y Alemania. Pero estaba sobradamente compensado por su abrumadora
supremacía en otros productos. Su cosecha de maíz era varias veces mayor
a la de toda Europa junta, y ningún país del mundo se le acercaba en la cría
de ganado vacuno y ovino. América también era el número uno en el culti-
vo de algodón y tabaco. Fue gracias a su fuerza como nación agrícola, y
como proveedora de otras materias primas, como madera y productos mine-
rales, que los Estados Unidos pudieron participar del comercio mundial
durante la mayoría del siglo xix. Por ejemplo, en 1870, menos de una quin-
ta parte (18,6 por 100) del valor de las exportaciones norteamericanas pro-
venía de bienes manufacturados o semimanufacturados. Más de cuatro
quintas partes se obtenían del sector primario.
Todo esto cambió radicalmente durante las tres últimas décadas del si-
glo xix. Para 1900, los Estados Unidos casi habían duplicado su población,
convirtiéndose en el mayor de los países desarrollados por mucho, con vein-
te millones de habitantes más que Alemania y casi cuarenta más que Fran-
cia. Su crecimiento económico fue aún más asombroso. Este período de la
llamada «segunda Revolución Industrial» vio un desarrollo industrial sin
precedentes en toda Europa, en especial en Alemania. Pero los avances
europeos palidecían ante lo que ocurría en los Estados Unidos. De estar por
detrás de Gran Bretaña y Alemania en producción de carbón, hierro y ace-
ro, ahora les superaron ampliamente. En hierro y carbón, la producción se
multiplicó por ocho en tres décadas, llegando a ser un tercio mayor que la
de cualquiera de sus dos rivales. En acero, el cambio fue aún más especta-
cular, ya que para entonces la producción americana se acercaba a la de Ale-
mania y Gran Bretaña juntas. Y más aún, con el petróleo, América añadió
una nueva e inmensa fuente de potencial industrial a su arsenal que ningu-
na otra nación desarrollada (si exceptuamos la dudosamente desarrollada
URSS) tendría jamás. Al mismo tiempo que iba ganando esta supremacía
industrial, consolidaba su posición en otros campos. En transportes, cons-
truyó casi el doble número de kilómetros de ferrocarril que toda Europa jun-
272 Edward Malefakis
premo legalizó el apartheid «de facto» que había surgido en el Sur, permi-
tiendo que el asunto permaneciera sin ser cuestionado hasta 1950.
El nuevo materialismo también afectó a la política exterior, aunque
menos directamente de lo que se suele creer. Algunos empresarios opinaban
que los Estados Unidos debían extender su poder en el extranjero para
garantizar mercados externos para sus cada vez mayores excedentes de pro-
ducción; otros pedían protección para sus inversiones particulares, en Cuba
por ejemplo. Pero en conjunto, empresarios y banqueros no mostraban gran
interés por una política exterior activa, ya que ésta representaría un aumen-
to de los impuestos y podría llevar a un aumento del poder estatal que des-
truiría la utopía del «Estado guardián» en la que vivían. De hecho, una de las
varias fuentes del incipiente imperialismo de la década de 1890 tenía un
trasfondo curiosamente anticomercial: unos pocos intelectuales aducían que
el progreso material no era una causa suficientemente noble para la vida de
la nación, y que los Estados Unidos debían buscar la gloria fuera de sus fron-
teras. Otra fuente, más fuerte, era el racismo que empapaba América gracias
a la mezcla de darwinismo social y protestantismo cerrado que hemos visto
antes; exceptuando a los ingleses, alemanes, y quizá franceses, el mundo
estaba habitado por gentes débiles y fracasadas (entre ellos los españoles) a
los que les vendría bien una inyección de energía americana.
A pesar del extendido desprecio por los extranjeros y los extraordinarios
avances materiales que había experimentado, América no se sentía tan segu-
ra como la arrogante autoconfianza del momento parecía sugerir. Como
todos los booms económicos, éste fue interrumpido por un crack en 1893,
que durante tres años sumió a la nación en la peor depresión que sufriría
hasta la bancarrota mundial de los años 30. Al mismo tiempo, los intelec-
tuales empezaron a lamentar el final de la frontera; el extraordinario don
natural de que había disfrutado América durante tanto tiempo, abundante
tierra virgen, parecía estar agotado. Además, una nueva ola de radicalismo
había empezado a cuajar entre los trabajadores industriales a finales de la
década de 1880, se había extendido a los pequeños granjeros a principios de
los 90, y empezaba a tener representación política en el movimiento popu-
lista. Por último, la élite americana estaba preocupada porque el imperialis-
mo europeo en África y Asia podía hacer inútil el crecimiento industrial de
los Estados Unidos cerrando los mercados mundiales a sus productos.
Pero, al contrario de lo que se ha afirmado muchas veces, los Estados
Unidos no fueron a la guerra con España para evitar una revolución social
ni como un primer paso hacia el imperialismo. Estos factores existían, pero
eran sólo dos elementos de una compleja mezcla de causas. El movimiento
populista ya había sufrido un serio retroceso en las elecciones de 1896, y la
alianza entre los obreros industriales y los pequeños granjeros empezó a des-
moronarse en vez de fraguar. Hawai, Puerto Rico y las Filipinas podían ser
anexionados y Cuba convertida en un protectorado, pero la debilidad intrín-
seca del imperialismo americano se ponía de manifiesto no sólo por la fuer-
te oposición interna a estas acciones, sino también por la ausencia de con-
276 Edward Malefakis