Lumen Gentium

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LUMEN GENTIUM

CAPÍTULO IV

LOS LAICOS

30. El santo Concilio, una vez que ha declarado las funciones de la Jerarquía, vuelve
gozoso su atención al estado de aquellos fieles cristianos que se llaman laicos. Porque,
si todo lo que se ha dicho sobre el Pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos
y clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, por razón de su condición y
misión, les atañen particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser
considerados con mayor cuidado a causa de las especiales circunstancias de nuestro
tiempo. Los sagrados Pastores conocen perfectamente cuánto contribuyen los laicos al
bien de la Iglesia entera. Saben los Pastores que no han sido instituidos por Cristo para
asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su
eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y
carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra
común. Pues es necesario que todos, «abrazados a la verdad en todo crezcamos en
caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo,
trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación
propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad» ( Ef 4.15-16).

31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de
los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es
decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al
Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y
real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano
en la parte que a ellos corresponde.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden
sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso
ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado
ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de
su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no
puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los
laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando
los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos
y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de
la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están
llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu
evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el
testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto,
de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a
las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y
progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor.
CAPÍTULO V

UNIVERSAL VOCACIÓN A LA SANTIDAD


EN LA IGLESIA

39. La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es
indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu
Santo es proclamado «el único Santo» [121], amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como
su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por
ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los
apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porgue
ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» ( 1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad
de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el
Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que,
con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio
género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente
llamados consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del
Espíritu Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una
condición o estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe
proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.

Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición,
están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad [124], y
esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena. En
el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de
la donación de Cristo, a fin de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su
imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda su alma
a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así, la santidad del Pueblo de Dios
producirá abundantes frutos, como brillantemente lo demuestra la historia de la Iglesia
con la vida de tantos santos.

También son partícipes de la misión y gracia del supremo Sacerdote, de un modo


particular, los ministros de orden inferior. Ante todo, los diáconos, quienes, sirviendo a
los misterios de Cristo y de la Iglesia [129] deben conservarse inmunes de todo vicio,
agradar a Dios y hacer acopio de todo bien ante los hombres (cf. 1 Tm 3,8-10 y 12-
13). Los. clérigos, que, llamados por el Señor y destinados a su servicio, se preparan,
bajo la vigilancia de los Pastores, para los deberes del ministerio, están obligados a ir
adaptando su mentalidad y sus corazones a tan excelsa elección: asiduos en la
oración, fervorosos en el amor, preocupados de continuo por todo lo que es verdadero,
justo y decoroso, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales se añaden
aquellos laicos elegidos por Dios que son llamados por el Obispo para que se
entreguen por completo a las tareas apostólicas, y trabajan en el campo del Señor con
fruto abundante [130].

La santidad de la Iglesia también se fomenta de una manera especial con los múltiples
consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos
[133]. Entre ellos destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por
el Padre (cf. Mt 19, 11; 1 Co 7, 7) para que se consagren a solo Dios con un corazón
que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso (cf. 1 Co 7,
32-34) [134]. Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido
tenida en la más alta estima por la Iglesia, como señal y estímulo de la caridad y como
un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

CAPÍTULO VI

LOS RELIGIOSOS

43. Los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de


obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por
los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don
divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre La
autoridad de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, se preocupó de interpretar estos
consejos, de regular su práctica e incluso de fijar formas estables de vivirlos. Esta es la
causa de que, como en árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del
Señor partiendo de una semilla puesta por Dios, se hayan desarrollado formas diversas
de vida solitaria o comunitaria y variedad de familias que acrecientan los recursos ya
para provecho de los propios miembros, ya para bien de todo el Cuerpo de Cristo
[137]. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros las ventajas de una mayor
estabilidad en el género de vida, una doctrina experimentada para conseguir la
perfección, una comunión fraterna en el servicio de Cristo y una libertad robustecida
por la obediencia, de tal manera que puedan cumplir con seguridad y guardar
fielmente su profesión y avancen con espíritu alegre por la senda de la caridad [138].

Este estado, si se atiende a la constitución divina y jerárquica de la Iglesia, no es


intermedio entre el de los clérigos y el de los laicos, sino que de uno y otro algunos
cristianos son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y
para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo [139].

44. El cristiano, mediante los votos u otros vínculos sagrados —por su propia
naturaleza semejantes a los votos—, con los cuales se obliga a la práctica de los tres
susodichos consejos evangélicos, hace una total consagración de sí mismo a Dios,
amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria
por un título nuevo y especial. Ya por el bautismo había muerto al pecado y estaba
consagrado a Dios; sin embargo, para traer de la gracia bautismal fruto copioso,
pretende, por la profesión de los consejos evangélicos, liberarse de los impedimentos
que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino y se
consagra más íntimamente al servicio de Dios [140]. La consagración será tanto más
perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo,
unido con vínculo indisoluble a su Iglesia.

Pero como los consejos evangélicos, mediante la caridad hacia la que impulsan [ 141],
unen especialmente con la Iglesia y con su misterio a quienes los practican, es
necesario que la vida espiritual de éstos se consagre también al provecho de toda la
Iglesia. De aquí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según la forma de la
propia vocación, sea con la oración, sea también con el ministerio apostólico, para que
el reino de Cristo se asiente y consolide en las almas y para dilatarlo por todo el
mundo. Por lo cual la Iglesia protege y favorece la índole propia de los diversos
institutos religiosos.
Así, pues, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un símbolo que
puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin
desfallecimiento los deberes de la vida cristiana. Y como el Pueblo de Dios no tiene
aquí ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso, por librar mejor
a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función
de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan ya presentes en
este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención
de Cristo, sea la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del reino celestial. El
mismo estado imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género
de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad
del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían. Finalmente, proclama de
modo especial la elevación del reino de Dios sobre todo lo terreno y sus exigencias
supremas; muestra también ante todos los hombres la soberana grandeza del poder
de Cristo glorioso y la potencia infinita del Espíritu Santo, que obra maravillas en la
Iglesia.

Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos,


aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo
de manera indiscutible, a su vida y santidad.

45. Siendo deber de la Jerarquía eclesiástica apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo


a los mejores pastos (cf. Ez 34, 14), a ella compete dirigir sabiamente con sus leyes la
práctica de los consejos evangélicos [142], mediante los cuales se fomenta
singularmente la caridad para con Dios y para con el prójimo. La misma Jerarquía,
siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por
varones y mujeres ilustres, las aprueba auténticamente después de haberlas revisado y
asiste con su autoridad vigilante y protectora a los Institutos erigidos por todas partes
para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y
florezcan según el espíritu de los fundadores.

Para mejor proveer a las necesidades de toda la grey del Señor, el Romano Pontífice,
en virtud de su primado sobre la Iglesia universal, puede eximir a cualquier Instituto
de perfección y a cada uno de sus miembros de la jurisdicción de los Ordinarios de
lugar y someterlos a su sola autoridad con vistas a la utilidad común [143].
Análogamente pueden ser puestos bajo las propias autoridades patriarcales o
encomendados a ellas. Los miembros de tales Institutos, en el cumplimiento de los
deberes que tienen para con la Iglesia según su peculiar forma de vida, deben prestar
a los Obispos reverencia y obediencia en conformidad con las leyes canónicas, por
razón de su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y
concordia en el trabajo apostólico [144].

La Iglesia no sólo eleva mediante su sanción la profesión religiosa a la dignidad de


estado canónico, sino que, además, con su acción litúrgica, la presenta como un
estado consagrado a Dios. Ya que la Iglesia misma, con la autoridad que Dios le
confió, recibe los votos de quienes la profesan, les alcanza de Dios, mediante su
oración pública, los auxilios y la gracia, los encomienda a Dios y les imparte la
bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.

46. Los religiosos cuiden con atenta solicitud de que, por su medio, la Iglesia muestre
de hecho mejor cada día ante fieles e infieles a Cristo, ya entregado a la contemplación
en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos
y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y
haciendo bien a todos, siempre, sin embargo, obediente a la voluntad del Padre que lo
envió [145]

Tengan todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque
implica la renuncia de bienes que indudablemente han de ser estimados en mucho, no
es, sin embargo, un impedimento para el verdadero desarrollo de la persona humana,
antes por su propia naturaleza lo favorece en gran medida. Porque los consejos,
abrazados voluntariamente según la personal vocación de cada uno, contribuyen no
poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual, estimulan continuamente el
fervor de la caridad y, sobre todo, como demuestra el ejemplo de tantos santos
fundadores, son capaces de asemejar más al cristiano con el género de vida virginal y
pobre que- Cristo Señor escogió para si y que abrazó su Madre, la Virgen. Y nadie
piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o
inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven
directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera
más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la
edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea
que trabajen en vano quienes la edifican [146].

Por lo cual, finalmente, el sagrado Sínodo confirma y alaba a los varones y mujeres, a
los Hermanos y Hermanas que en los monasterios, o en las escuelas y hospitales, o en
las misiones, hermosean a la Esposa de Cristo con la perseverante y humilde fidelidad
en la susodicha consagración y prestan a todos los hombres los más generosos y
variados servicios.

47. Todo el que ha sido llamado a la profesión de los consejos esmérese por
perseverar y aventajarse en la vocación a la que fue llamado por Dios, para una más
abundante santidad de la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible,
que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad.

[120] Epist. ad Diognetum 6: ed. Funk, I, p. 400. Cf. San Juan Crisóstomo, In
Mt. hom. 46 (47) 2: PG 58, 478, del fermento en la masa.

[121] Misal Romano, Gloria in excelsis. Cf. Lc, 1, 35; Mc, 1, 24;Lc, 4, 34; Jn, 6, 69 (ho
hagios tou Theou); Hch 3, 14; 4, 27 y 30;Heb, 7, 26; 1 Jn, 2, 20; Ap, 3, 7.

[122] Cf. Orígenes, Comm. Rom. 7, 7: PG 14, 1122B. Ps.- Macario, De Oratione, 11:
PG 34, 861AB. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 3.

[123] Cf. San Agustín, Retract. II, 18: PL 32, 637s. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29
jun. 1943: AAS 35 (1943) 225.

[124] Cf. Pío XI, enc. Rerum omnium, 26 enero 1923: AAS 15 (1923)50 y 59-60:
enc. Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548. Pío XII, const. apost. Provida
Mater, 2 febr. 1947; AAS 39 (1947) 117; aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951)
27-28; aloc. Nel darvi, 1 jul. 1956: AAS 48 (1956) 574s.

[125] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 5 y 6. De perf. vitae spir. c. 18.
Orígenes, In Is. hom., 6, 1: PG 13, 239.
[126] Cf. San Ignacio M., Magn. 13, 1: ed. Funk, I p. 241.

[127] Cf. S. Pío X, exhort., Haerent animo, 4 agos. 1908: AAS 41 (1908) 560s. Cod.
Iur Can. can. 124. Pío XI. enc. Ad catholici sacerdotii, 20 dic. 1935: AAS 28 (1936) 22.

[128] Cf. Pontifical Romano, De ordinatione presbyterorum, en la Exhortación inicial.

[129] Cf. S. Ignacio M., Trall. 2, 3: ed. Funk, I p.244.

[130] Cf. Pío XII, aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958) 36.

[131] Pío XI, enc. Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548s. San Juan
Crisóstomo, In Ephes. hom., 20, 2: PG 62, 136ss.

[132] Cf. San Agustín, Enchir. 121, 32: PL 40, 288. Santo Tomás, Summa Theol. II-II,
q. 184, a. 1. Pío XII, exhort. apost. Menti nostrae, 23 sept. 1950: AAS 42 (1950) 660.

[133] Sobre los consejos en general, cf. Orígenes, Comm. Rom. X 14: PG 14, 1275B.
San Agustín, De S. virginitate, 15, 15: PL 40, 403. Santo Tomás, Summa Theol., I-II,
q. 100, a. 2c (al final); II-II, q. 44, a. 4, ad 3.

[134] Sobre la excelencia de la sagrada virginidad, cf. Tertuliano, Exhort. cast. 10: PL
2, 925C. San Cipriano, Hab. virg., 3 y 22: PL 4, 443B y 461 As. San Atanasio (?), De
virg.: PG 28, 252ss. San J. Crisóstomo, De virg.: PG 48, 533ss.

[135] Sobre la pobreza espiritual cf. Mt 5, 3 y 19, 21; Mc 10, 21, Lc 18, 22. Sobre la
obediencia se aduce el ejemplo de Cristo en Jn 4, 4 y 6, 38; Flp 2, 8-10; Hb 10, 5-7.
Los Santo Padres y los fundadores de las Órdenes ofrecen textos abundantes.

[136] Sobre la práctica efectiva de los consejos, que no se imponen a todos, cf. San J.
Crisóstomo In Mt. hom., 7, 7: PG 57, 81s. San Ambrosio, De viduis, 4, 23: PL 16, 241s.

[137] Cf. Rosweydus, Vitae Patrum, (Amberes, 1628), Apophtegmata Patrum: PG 65.
Paladio, Historia Lausiaca: PG 34, 995ss.: ed. C. Butler, Cambridge, 1898 (1904). Pío
XI, const. apost. Umbratilem, 8 jul. 1924: AAS 16 (1924) 386-387. Pío XII, aloc. Nous
sommes heureux, 11 abr. 1958: AAS 50 (1958) 283.

[138] Pablo VI, aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964) 566.

[139] Cf. Cod. Iur. Can. can 487 y 488, 4º. Pío XII. aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS
43 (1951) 27s. Id. const. apost. Provida Mater, 2 febr. 1947: AAS 39 (1947) 120ss.

[140] Pablo VI, l.c., p. 567.

[141] Cf. Santo Tomás, Summa Theol. II-II, q. 184, a 3 y q. 188 a. 2. San
Buenaventura, Opusc. XI, Apologia Pauperum, c. 3, 3: ed. Opera Quaracchi, t. 8
(1898) p. 245a.

[142] Cf. Conc. Vat. I, esquema De Ecclesia Christi, c. 15, y anot. 48: Mansi, 51, 549s
y 619s. León XII, epist. Au milieu des consolations, 23 dic. 1900: AAS 33 (1900-01)
361. Pío XII, const. apost. Provida Mater, l. c., p. 114s.
[143] Cf. León XIII, const. Romanos Pontifices, 8 mayo 1881: AAS 13 (1880-81) 483.
Pío XII, aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951) 28s.

[144] Cf. Pío XII, aloc. Annus sacer, l.c., p. 28. Id., const. apost. Sedes Sapientiae, 21
mayo 1956: AAS 48 (1956) 355. Pablo VI, aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56
(1964) 570-571.

[145] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 214 s.

[146] Cf. Pío XII, aloc. Annus sacer, l. c., p. 30; aloc. Sous la maternelle protection, 9
dic. 1957: AAS 50 (1958) 39s.

[147] Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz. 693 (1305).

[148] Además de los documentos más antiguos contra todas las formas de evocación
de los espíritus, desde Alejandro IV (27 septiembre 1258), cf. S. C. S. Oficio, De
magnetismi abusu, 4 agos. 1856: AAS (1865) 177-178. Denz. 1653-1654 (2823-2825);
y la respuesta de la S. C. S. Oficio, 24 abr. 1917: AAS 9 (1917) 268: Denz. 2182
(3642).

[149] Véase la exposición sintética de esta doctrina paulina en Pío XII, enc. Mystici
Corporis: AAS 35 (1943), 200 y passim.

[150] Cf., v.gr. San Agustín,Enarr. in Ps. 85, 24: PL 37, 1099. San Jerónimo, Liber
contra Vigilantium 6: PL 23, 344. Santo Tomás, In 4 Sent., d 45, q. 3, a. 2. San
Buenaventura, In 4 Sent., d. 45, a. 3. q. 2, etc.

[151] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 245.

[152] Cf. innumerables inscripciones en las catacumbas romanas.

[153] Cf. Gelasio I, Decretal De libris recipiendis 3: PL 59, 160: Denz. 165 (353).

[154] Cf. San Metodio, Symposion VII, 3: GCS (Bonwetsch) 74.

[155] Cf. Benedicto XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et


canonizationis Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann : AAS 14 (1922) 23; otras aloc
de Pío XII «de Sanctis»: Inviti all'eroismo, en «Discursos y radiomensajes» t. I-3
(Roma 1941-1942) passim; Pío XII, Discorsi e Radiomessaggi, t. 10, 1949, p. 37-43.

[156] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 581.

[157] Cf. Hb 13, 7; Eccli 44-50; Hb 11, 3-40. Cf. también Pío XII. enc. Mediator Dei:
AAS 39 (1947) 582-583.

[158] Cf. Conc. Vaticano I, const. de fe católica Dei Filius c. 3: Denz. 1794 (3013).

[159] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 216.

[160] Con relación a la gratitud hacia los santos, cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae
christianae veteres I (Berlín 1925) n. 2008, 2382 y passim.
[161] Conc. Tridentino, decr. De invocatione... Sanctorum: Denz. 984 (1821).

[162] Brevario Romano. Invitatorium in festo Sanctorum Omnium.

[163] Cf. v. gr., 2 Tes 1, 10.

[164] Conc. Vaticano II, const. sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium, c. 5, n. 104:
AAS 56 (1964) 125-126.

[165] Cf. Misal Romano canon de la misa romana.

[166] Cf. Conc. Niceno II, act. 7: Denz. 302 (600).

[167] Cf. Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz. 693 (1304).

[168] Conc. Tridentino, decr. De invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum et


sacris imaginibus: Denz. 984-988 (1821-1824); decr De Purgatorio: Denz., 983 (1820);
decr. De iustificatione can. 30: Denz., 840 (1580).

[169] Misal Romano, del Prefacio concedido a las diócesis de Francia.

[170] Cf. San Pedro Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae christianae, c. 3
(ed. crit. F. Streicher) I, p. 15-16, n. 44 y p. 100-101, n. 49.

[171] Cf. Conc. Vaticano II, const. sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium, c. 1, n. 8:
AAS 56 (1964) 401.

[172] Símbolo constantinopolitano: Mansi, 3, 566. Cf. Conc. Efesino, ibid. 4, 1130 (cf.
ibid., 2, 665 y 4, 1071); Conc. Calcedonense, ib. 7, 111-116; Conc. Constantinopolitano
II, ibid. 9, 375-396, Misal Romano, en el Credo.

[173] Misal Romano, en el Canon.

[174] S. Augustín, De s. virginitate, 6: PL 40, 399.

[175] Cf. Pablo VI, Alocución en el Concilio, die 4 dic. 1963: AAS 56 (1964) 37.

[176] Cf. San Germán Const., Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328A; In Dorm., 2,
357. Anastasio Antioch., Serm. 2. de Annunt. 2: PG 89, 1377 AB; Serm. 3, 2: col.
1388C. San Andrés Cret., Can. in B. V. Nat. 4: PG 97, 1321B; In B. V. Nat. 1,
812A; Hom. in dorm. 1, 1068C. San Sofronio, Or. 2 in Annunt. 18: PG 87 (3), 3237BD.

[177] San Ireneo, Ad. haer. III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123.

[178] San Ireneo, ibid.; Harvey, 2, 124.

[179] San Epifanio, Haer. 78, 18: PG 42, 728CD-729AB.

[180] San Jerónimo, Epist. 22, 21: PL 22, 408. Cf. San Agustín, Serm. 51, 2, 3: PL 38,
335; Serm. 232, 2: 1108. San Cirilo Jeros., Catech. 12, 15: PG 33, 741AB. San J.
Crisóstomo, In Ps. 44, 7: PG 55, 193. San J. Damasceno, Hom. 2 in dorm. B. M. V. 3:
PG 96, 728.

[181] Cf. Conc. Lateranense, año 649, can. 3: Mansi, 10, 1151. San León M., Epist. ad
Flav.: PL 54, 759, Conc. Calcedonense: Mansi, 7, 462. San Ambrosio, De instit. virg.:
PL 16, 320.

[182] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 247-248.

[183] Cf. Pío IX, bula Ineffabilis, 8 dic. 1854: Acta Pii IX, 1, I, p. 616: Denz., 1641
(2803).

[184] Cf. Pío XII, const. apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950: AAS 42 (1950); Denz.
2333 (3903). Cf. San J. Damasceno, Enc. in dorm. Dei genitricis hom. 2 y 3: PG 96,
722-762, en especial 728B. San Germán Constantinop., In S. Dei gen. dorm. serm. 1:
PG 98 (3), 340-348; serm., 3: 361. San Modesto Hier., In dorm. SS. Deiparae: PG 86
(2); 3277-3312.

[185] Cf. Pío XII, enc. Ad caeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954) 633-636; Denz.,
3913ss. Cf. San Andrés Cret., Hom. 3 in dorm. SS. Deiparae: PG 97, 1089-1109. San J.
Damasceno, De fide orth. IV, 14: PG94, 1153-1161.

[186] Cf. Kleutgen, texto reformado De mysterio Verbi incarnati, c. 4: Mansi, 53, 290.
Cf. San Andrés Cret., In nat. Mariae, serm. 4: PG 97, 865A. S. Germán
Constantinop., In annunt. Deiparae: PG 98, 321BC. In dorm. Deiparae, III: 361D. San
J. Damasceno, In dorm. B. V. Mariae hom. 1, 8: PG 96, 712BC-713A.

[187] Cf. León XIII, enc. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AAS 15 (1895-96) 303. San
Pío X, enc. Ad diem illum, 2 febr. 1904: Acta I, p. 154; Denz. 1978a (3370). Pío XI,
enc. Miserentissimus, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928) 178. Pío XII, mensaje radiof., 13
mayo 1946: AAS 38 (1964) 266.

[188] San Ambrosio, Epist. 63: PL 16, 1218.

[189] San Ambrosio, Expos. Lc. II 7: PL 15, 1555.

[190] Cf. Ps.-Pedro Dam., Serm. 63: PL 144, 861AB. Godofredo de San Víctor, In nat.
B. M., ms. París, Mazarine, 1002 fol. 109r. Gerhohus Reich. De gloria et honore Filii
hominis, 10: PL 194, 1105AB.

[191] San Ambrosio, Expos. Lc. II 7 y X 24-25: PL 15, 1555 y 1810. San Agustín, In
Io. Tr., 13, 12: PL 35, 1499. Cf. Serm. 191, 2, 3: PL 38, 1010, etc. Cf. también Ven.
Beda, In Lc. expos. I, c. 2: PL 92, 330. Isaac de Stella, Serm. 51: PL 194, 1863A.

[192] Cf. Breviario Romano, antífona «Sub tuum praesidium», de las primeras vísperas
del Oficio Parvo de la Santísima Virgen.

[193] Cf. Conc. Niceno II, año 187: Mansi, 13, 378-379; Denz. 302 (600-601). Conc.
Trident., ses. 25: Mansi, 33, 171-172.
[194] Cf. Pío XII, mensaje radiof., 24 oct. 1954: AAS 46 (1954) 679; enc. Ad caeli
Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954) 637.

[195] Cf. Pío XI, enc. Ecclesiam Dei, 12 nov. 1923: AAS 15 (1923) 581. Pío XII,
enc. Fulgens corona, 8 sept. 1953: AAS 45 (1953), 590-591.

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