Selección de Textos VITA CONSECRATA
Selección de Textos VITA CONSECRATA
Selección de Textos VITA CONSECRATA
De valor inconmensurable es también la aportación dada a la vida de la Iglesia por los religiosos
sacerdotes dedicados íntegramente a la contemplación. Especialmente en la celebración eucarística
realizan una acción de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento de sí mismos, en
comunión con Cristo que se ofrece al Padre para la salvación del mundo entero[57].
Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano
31. Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida
eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse.
Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son
llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según
su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38)[58]. La igual dignidad de todos los
miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la Confirmación y
corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él
constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y
ministerios[59].
Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar
paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se
reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios.
Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para
su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación,
pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma
específica de consagración, en razón de una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del Pueblo de Dios, es fundamento
adecuado de la misión de los laicos, de los que es propio «el buscar el Reino de Dios ocupándose de
las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[60]. Los ministros ordenados, además de esta
consagración fundamental, reciben la consagración en la Ordenación para continuar en el tiempo el
ministerio apostólico. Las personas consagradas, que abrazan los consejos evangélicos, reciben una
nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, las compromete a abrazar —en el celibato,
la pobreza y la obediencia— la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por Él
a los discípulos. Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo,
los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el
carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.
El valor especial de la vida consagrada
32. En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de vida
fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del
único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio
de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio
insustituible los que han recibido el Orden sagrado, especialmente los Obispos. Ellos tienen la tarea
de apacentar el Pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los
Sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es
comunión orgánica, ordenada jerárquicamente[61].
Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida
consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una
manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin
de la Iglesia que es la santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido,
anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del Reino de los cielos presente ya en germen
y en el misterio[62], los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como
ángeles de Dios (cf. Mt 22, 30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino[63], considerada con razón la «puerta»
de toda la vida consagrada[64],es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al
mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de los cónyuges «testigos y
colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con
el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella»[65].
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En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre sí, pero
complementarias. Los religiosos y las religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son en
modo especial imagen de Cristo en oración en el monte[66]. Las personas consagradas de vida
activa lo manifiestan «anunciando a las gentes el Reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados,
convirtiendo a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos»[67].
Las personas consagradas en los Institutos seculares realizan un servicio particular para la venida del
Reino de Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de la secularidad.
Viviendo su consagración en el mundo y a partir del mundo[68], «se esfuerzan por impregnar todas
las cosas con el espíritu evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo»[69].
Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia mediante el testimonio personal de vida
cristiana, el empeño por ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración en el servicio
de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo de vida secular que les es propio[70].
Testimoniar el Evangelio de las Bienaventuranzas
33. Misión peculiar de la vida consagrada es mantener viva en los bautizados la conciencia de los
valores fundamentales del Evangelio, dando «un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el
espíritu de las Bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios»[71]. De
este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia del Pueblo de Dios la exigencia
de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu
Santo (cf. Rm 5, 5), reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada por Dios en el
Bautismo, la Confirmación o el Orden. En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los
sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La vida consagrada, con su misma presencia en la
Iglesia, se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo.
Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben también del testimonio propio de las
demás vocaciones una ayuda para vivir íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la Iglesia
en sus múltiples dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco, se hace más elocuente y
eficaz la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas,
fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios.
Imagen viva de la Iglesia-Esposa
34. Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a
la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo
bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que
se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor.
A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles en
el Cenáculo en espera orante del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 13-14). Aquí se puede ver una imagen
viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don. En Pedro
y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el
ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante
el anuncio de la Palabra, la celebración de los Sacramentos y la atención pastoral. En María está
particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí
misma la vida divina a través de su amor total de virgen.
La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor
virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida
divina en los corazones[72]. La persona consagrada, siguiendo las huellas de María, nueva Eva,
manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra, para colaborar en la formación de la nueva
humanidad con su dedicación incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta plenamente su
maternidad tanto por la comunicación de la acción divina confiada a Pedro, como por la acogida
responsable del don divino, típica de María.
Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en
la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de
diaconía[73].
IV. GUIADOS POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD
Existencia « transfigurada »: llamada a la santidad
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35. « Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo » (Mt 17, 6). Los sinópticos
ponen de relieve en el episodio de la Transfiguración, con matices diversos, el temor de los
discípulos. El atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se sientan atemorizados ante
la Majestad divina que los envuelve. Siempre que el hombre experimenta la gloria de Dios se da
cuenta también de su pequeñez y de aquí surge una sensación de miedo. Este temor es saludable.
Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo lo empuja con una llamada urgente a la «
santidad ».
Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a « escuchar » a Cristo, deben sentir una
profunda exigencia de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo,
esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida consagrada. En efecto, la vocación de las personas
consagradas a buscar ante todo el Reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena
conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en
todos. Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro «transfigurado» de Cristo, son
llamados también a una existencia transfigurada.
A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación final de la II Asamblea extraordinaria del
Sínodo: «Los santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias
más difíciles a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con
asiduidad a Dios santos. Los Institutos de vida consagrada, por la profesión de los consejos
evangélicos, sean conscientes de su misión especial en la Iglesia de hoy, y nosotros debemos
animarlos en esa misión»[74]. De estas consideraciones se han hecho eco los Padres de la IX
Asamblea sinodal, afirmando: «La vida consagrada ha sido a través de la historia de la Iglesia una
presencia viva de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al
prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del
amor, la gran familia de los hijos de Dios»[75].
La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos evangélicos un camino privilegiado hacia
la santidad. Las mismas expresiones con las que la define —escuela del servicio del Señor, escuela
de amor y santidad, camino o estado de perfección— indican tanto la eficacia y riqueza de los medios
propios de esta forma de vida evangélica, como el empeño particular de quienes la abrazan[76]. No
es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados hayan dejado testimonios elocuentes de
santidad y hayan realizado empresas de evangelización y de servicio particularmente generosas y
arduas.
Fidelidad al carisma
36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos sobre el
crecimiento de la santidad en la vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados.
Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada
Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del
Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de
la vida consagrada.
En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el Padre, sobre todo en el
deseo de buscar filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el que la
obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad manifiesta la tensión de un corazón
insatisfecho de cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios
prometió saciar (cf. Mt 5, 6). En esta perspectiva el carisma de cada Instituto animará a la persona
consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios o de Dios, como se dice de santo Domingo[77],
para gustar qué bueno es el Señor (cf. Sal 3334, 9) en todas las situaciones.
Los carismas de vida consagrada implican también una orientación hacia el Hijo, llevando a cultivar
con Él una comunión de vida íntima y gozosa, en la escuela de su servicio generoso de Dios y de los
hermanos. De este modo, «la mirada progresivamente cristificada, aprende a alejarse de lo exterior,
del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría
dejarse conquistar por el Espíritu»[78], y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo
con Él en la difusión de su Reino.
Por último, cada carisma comporta una orientación hacia el Espíritu Santo, ya que dispone la persona
a dejarse conducir y sostener por Él, tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión
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y en la acción apostólica, para vivir en aquella actitud de servicio que debe inspirar toda decisión del
cristiano auténtico.
En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los
diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina
«una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su
misterio»[79], aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de
cada Instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos[80].
Fidelidad creativa
37. Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus
fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de
hoy[81]. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de
las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a
buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión,
adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades,
en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la
convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está
en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor[82].
En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada Instituto la necesidad de una referencia
renovada a la Regla, porque en ella y en las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento,
caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla
ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de
testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial.
Oración y ascesis: el combate espiritual
38. La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante
la infinita trascendencia de Dios: «Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio
cargado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial
y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un
rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34, 33) [...]; el compromiso, para
renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón [...]. Todos, tanto creyentes como no
creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y
a nosotros comprender esa palabra»[83]. Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración
litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración
eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales.
Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la
Iglesia y del propio Instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino
de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana
herida por el pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer
fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz. Es necesario también reconocer y
superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de
bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus
desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con
actitudes de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual más elevada podría empujar a las
personas consagradas a un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles, mientras
que la urgencia de una cualificación legítima y necesaria puede transformarse en una búsqueda
excesiva de eficacia, como si el servicio apostólico dependiera prevalentemente de los medios
humanos, más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres de nuestro
tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos, puede llevar a la adopción de un estilo de vida
secularizado o a una promoción de los valores humanos en sentido puramente horizontal. El
compartir las aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura podría llevar a abrazar formas de
nacionalismo o a asumir prácticas que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y
elevadas a la luz del Evangelio.
El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate espiritual. Se trata de
un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con
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frecuencia representado el combate espiritual en la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él
afronta para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32, 23-31). En esta narración de los
principios de la historia bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético
necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos.
Promover la santidad
39. Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas
consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección. «Es necesario
suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación
personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo,
especialmente del más necesitado»[84].
Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen
capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como
escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección
espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después
realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a
veces heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las personas consagradas «a través de su ser más
íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la
santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio»[85]. El hecho de que todos sean llamados a
la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de
recordarlo a los demás.
«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza renovada
40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo'"» (Mt 17, 7). Como los
tres apóstoles en el episodio de la Transfiguración, las personas consagradas saben por experiencia
que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor sensible que hace exclamar: « Bueno es
estarnos aquí » (Mt 17, 4). Sin embargo, es siempre una vida « tocada » por la mano de Cristo,
conducida por su voz y sostenida por su gracia.
«Levantaos, no tengáis miedo». Esta invitación del Maestro se dirige obviamente a cada cristiano.
Pero con mayor motivo a quien ha sido llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo
todo» por Cristo. De modo especial es válida siempre que, con el Maestro, se baja del «monte» para
tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo sobre su misterio pascual, Lucas emplea
significativamente el término «partida» (éxodos): «Hablaban de su partida, que iba a cumplir en
Jerusalén» (Lc 9, 31). «Éxodo»: término fundamental de la revelación, al que se refiere toda la
historia de la salvación, y que expresa el sentido profundo del misterio pascual. Tema particularmente
vinculado a la espiritualidad de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado. En él se
contiene inevitablemente lo que pertenece al mysterium Crucis. Sin embargo, este comprometido
«camino de éxodo», visto desde la perspectiva del Tabor, aparece como un camino entre dos luces:
la luz anticipadora de la Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.
La vocación a la vida consagrada —en el horizonte de toda la vida cristiana—, a pesar de sus
renuncias y sus pruebas, y más aún gracias a ellas, es camino « de luz », sobre el que vela la mirada
del Redentor: «Levantaos, no tengáis miedo».
CAPÍTULO II
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA SIGNO
DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA
I. VALORES PERMANENTES
A imagen de la Trinidad
41. Durante su vida terrena, Jesús llamó a quienes Él quiso, para tenerlos junto a sí y para
enseñarles a vivir según su ejemplo, para el Padre y para la misión que el Padre le había
encomendado (cf. Mc 3, 13-15). Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían de
formar parte a través de los siglos todos aquellos que estuvieran dispuestos a « cumplir la voluntad
de Dios » (cf. Mc 3, 32-35). Después de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en
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torno a los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en una concreta
experiencia de comunión (cf. Hch 2, 42-47; 4, 32-35). La vida de esta comunidad y, sobre todo, la
experiencia de la plena participación en el misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido el modelo
en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir el fervor de los orígenes y reanudar
su camino en la historia con un renovado vigor evangélico[86].
En realidad, la Iglesia es esencialmente misterio de comunión, «muchedumbre reunida por la unidad
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»[87]). La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza
de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así
en la historia los dones de la comunión que son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos y
las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos. La vida
consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la
Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del
amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación
en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de
solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como los
caminos concretos que a ésta conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven « para » Dios y
« de » Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder reconciliador de la gracia, que destruye
las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales.
Vida fraterna en el amor
42. La vida fraterna, entendida como vida compartida en el amor, es un signo elocuente de la
comunión eclesial. Es cultivada con especial esmero por los Institutos religiosos y las Sociedades de
vida apostólica, en los que la vida de comunidad adquiere un peculiar significado[88]. Pero la
dimensión de la comunión fraterna no falta ni en los Institutos seculares ni en las mismas formas
individuales de vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de su soledad, no se apartan de la
comunión eclesial, sino que la sirven con su propio y específico carisma contemplativo; las vírgenes
consagradas en el mundo realizan su consagración en una especial relación de comunión con la
Iglesia particular y universal, como lo hacen, de un modo similar, las viudas y viudos consagrados.
Todas estas personas, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se
comprometen a vivir el « mandamiento nuevo » del Señor, amándose unos a otros como Él nos ha
amado (cf. Jn 13, 34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la
Cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco
incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal
como es sin « juzgarlo » (cf. Mt 7, 1-2), capacidad de perdonar hasta « setenta veces siete » (Mt 18,
22). Para las personas consagradas, que se han hecho « un corazón solo y una sola alma » (Hch 4,
32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rm 5, 5), resulta una exigencia
interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e
inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía del
Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio
don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del
otro como si fuera del propio»[89].
En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna,
antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede
experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18, 20)[90]. Esto sucede merced al
amor recíproco de cuantos forman la comunidad, un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía,
purificado en el Sacramento de la Reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad, don especial
del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha obediente del Evangelio.
Es precisamente Él, el Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo
Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 3), comunión en la que está la fuente de la vida fraterna. El Espíritu es quien
guía las comunidades de vida consagrada en el cumplimiento de su misión de servicio a la Iglesia y a
la humanidad entera, según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los «Capítulos» (o reuniones análogas), sean
particulares o generales, en los que cada Instituto debe elegir los Superiores o Superioras según las
normas establecidas en las propias Constituciones, y discernir a la luz del Espíritu el modo adecuado
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de mantener y actualizar el propio carisma y el propio patrimonio espiritual en las diversas situaciones
históricas y culturales[91].
La misión de la autoridad
43. En la vida consagrada ha tenido siempre una gran importancia la función de los Superiores y de
las Superioras, incluidos los locales, tanto para la vida espiritual como para la misión. En estos años
de búsqueda y de transformaciones, se ha sentido a veces la necesidad de revisar este cargo. Pero
es preciso reconocer que quien ejerce la autoridad no puede abdicar de su cometido de primer
responsable de la comunidad, como guía de los hermanos y hermanas en el camino espiritual y
apostólico.
En ambientes marcados fuertemente por el individualismo, no resulta fácil reconocer y acoger la
función que la autoridad desempeña para provecho de todos. Pero se debe reafirmar la importancia
de este cargo, que se revela necesario precisamente para consolidar la comunión fraterna y para que
no sea vana la obediencia profesada. Si bien es cierto que la autoridad debe ser ante todo fraterna y
espiritual, y que quien la detenta debe consecuentemente saber involucrar mediante el diálogo a los
hermanos y hermanas en el proceso de decisión, conviene recordar, sin embargo, que la última
palabra corresponde a la autoridad, a la cual compete también hacer respetar las decisiones
tomadas[92].
El papel de las personas ancianas
44. En la vida fraterna tiene un lugar importante el cuidado de los ancianos y de los enfermos,
especialmente en un momento como éste, en el que en ciertas regiones del mundo aumenta el
número de las personas consagradas ya entradas en años. Los cuidados solícitos que merecen no se
basan únicamente en un deber de caridad y de reconocimiento, sino que manifiestan también la
convicción de que su testimonio es de gran ayuda a la Iglesia y a los Institutos, y de que su misión
continúa siendo válida y meritoria, aun cuando, por motivos de edad o de enfermedad, se hayan visto
obligados a dejar sus propias actividades. Ellos tienen ciertamente mucho que dar en sabiduría y
experiencia a la comunidad, si ésta sabe estar cercana a ellos con atención y capacidad de escucha.
En realidad la misión apostólica, antes que en la acción, consiste en el testimonio de la propia entrega
plena a la voluntad salvífica del Señor, entrega que se alimenta en la oración y la penitencia. Los
ancianos, pues, están llamados a vivir su vocación de muchas maneras: la oración asidua, la
aceptación paciente de su propia condición, la disponibilidad para el servicio de la dirección espiritual,
la confesión y la guía en la oración[93].
A imagen de la comunidad apostólica
45. La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las personas consagradas,
sea para su renovación constante, sea para el cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se
deduce de las motivaciones teológicas que la fundamentan, y la misma experiencia lo confirma con
creces. Exhorto por tanto a los consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo el
ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas
de los Apóstoles, en la oración común, en la participación en la Eucaristía, y en el compartir los
bienes de la naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2, 42-47). Exhorto sobre todo a los religiosos, a las
religiosas y a los miembros de las Sociedades de vida apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y
a manifestarlo de la manera más adecuada a la naturaleza del propio Instituto, para que cada
comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén, «morada de Dios con los
hombres» (Ap 21, 3).
En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas « de gozo y del Espíritu
Santo » (Hch 13, 52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención
recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan
corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la
comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la
fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar a la humanidad
de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas.
Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestran de
manera fehaciente y concreta los frutos del «mandamiento nuevo».
Sentire cum Ecclesia
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46. A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la
Iglesia-comunión, propuesta con tanto énfasis por el Concilio Vaticano II. Se pide a las personas
consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva
espiritualidad[94] como «testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión" que constituye la cima
de la historia del hombre según Dios»[95]. El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como
una espiritualidad de comunión, promueve un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la
Iglesia en hondura y en extensión. La vida de comunión «será así un signo para el mundo y
una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo [...]. De este modo la comunión se abre a
la misión, haciéndose ella misma misión». Más aun, «la comunión genera comunión y se configura
esencialmente como comunión misionera»[96].
En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia, que se manifiesta en su
plena participación en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los
Pastores, especialmente al Romano Pontífice. En este contexto de amor a la Santa Iglesia, «columna
y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por
«el Señor Papa»[97], el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en
la tierra»[98], la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia[99] de Ignacio de Loyola, la gozosa
profesión de fe de Teresa de Jesús: «Soy hija de la Iglesia»[100]; como también el anhelo de Teresa
de Lisieux: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor»[101]. Semejantes testimonios
son representativos de la plena comunión eclesial en la que han participado santos y santas,
fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en circunstancias a veces harto
difíciles. Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a
las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días.
Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al magisterio
de los Obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada con nitidez ante el Pueblo de Dios por
parte de todas las personas consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la
investigación teológica, en la enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios
de comunicación social[102]. Puesto que las personas consagradas ocupan un lugar especial en la
Iglesia, su actitud a este respecto adquiere un particular relieve ante todo el Pueblo de Dios. Su
testimonio de amor filial confiere fuerza e incisividad a su acción apostólica, la cual, en el marco de la
misión profética de todos los bautizados, se caracteriza normalmente por cometidos que implican una
especial colaboración con la jerarquía[103]. De este modo, con la riqueza de sus carismas, las
personas consagradas brindan una específica aportación a la Iglesia para que ésta profundice cada
vez más en su propio ser, como sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano»[104].
La fraternidad en la Iglesia universal
47. Las personas consagradas están llamadas a ser fermento de comunión misionera en la Iglesia
universal por el hecho mismo de que los múltiples carismas de los respectivos Institutos son
otorgados por el Espíritu para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya edificación deben servir (cf. 1
Co 12, 4-11). Es significativo que, en palabras del Apóstol, el « camino más excelente » (1 Co 12, 31),
el más grande de todos, es la caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas las diversidades e
infunde en todos la fuerza del apoyo mutuo en la acción apostólica. A esto tiende precisamente el
peculiar vínculo de comunión, que las varias formas de vida consagrada y las Sociedades de vida
apostólica tienen con el Sucesor de Pedro en su ministerio de unidad y de universalidad misionera. La
historia de la espiritualidad ilustra profusamente esta vinculación, poniendo de manifiesto su función
providencial como garantía tanto de la identidad propia de la vida consagrada, como de la expansión
misionera del Evangelio. Sin la contribución de tantos Institutos de vida consagrada y Sociedades de
vida apostólica —como han hecho notar los Padres sinodales—, sería impensable la vigorosa
difusión del anuncio evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas regiones del mundo, y
la primavera cristiana que hoy se constata en las jóvenes Iglesias. Ellos han mantenido firme a través
de los siglos la comunión con los Sucesores de Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos
Institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión, con una disponibilidad que,
llegado el caso, ha alcanzado el verdadero heroísmo.
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diálogo abierto y cordial entre Obispos y Superiores de los diversos Institutos. La especial atención
por parte de los Obispos a la vocación y misión de los distintos Institutos, y el respeto por parte de
éstos del ministerio de los Obispos con una acogida solícita de sus concretas indicaciones pastorales
para la vida diocesana, representan dos formas, íntimamente relacionadas entre sí, de una única
caridad eclesial, que compromete a todos en el servicio de la comunión orgánica —carismática y al
mismo tiempo jerárquicamente estructurada— de todo el Pueblo de Dios.
La fraternidad en un mundo dividido e injusto
51. La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la
espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y
más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad,
sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas.
Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo —frecuentemente laceradas por pasiones e
intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas sobre la vías a seguir—, las
comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de
diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de
una comunión capaz de poner en armonía las diversidades.
Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la propia vida el
valor de la fraternidad cristiana y la fuerza transformadora de la Buena Nueva[117], que hace
reconocer a todos como hijos de Dios e incita al amor oblativo hacia todos, y especialmente hacia los
últimos.
Comunión entre los diversos Institutos
52. El sentido eclesial de comunión alimenta y sustenta también la fraterna relación espiritual y la
mutua colaboración entre los diversos Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica.
Personas que están unidas entre sí por el compromiso común del seguimiento de Cristo y animadas
por el mismo Espíritu, no pueden dejar de hacer visible, como ramas de una única Vid, la plenitud del
Evangelio del amor. Permaneciendo siempre fieles a su propio carisma, pero teniendo presente la
amistad espiritual que frecuentemente ha unido en la tierra diversos fundadores y fundadoras, estas
personas están llamadas a manifestar una fraternidad ejemplar, que sirva de estímulo a los otros
componentes eclesiales en el compromiso cotidiano de dar testimonio del Evangelio.
Resultan siempre actuales las palabras de san Bernardo a propósito de las diversas Órdenes
religiosas:
Comunión y colaboración con los laicos
54. Uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia como comunión en estos últimos años ha sido la
toma de conciencia de que sus diversos miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de
colaboración e intercambio de dones, con el fin de participar más eficazmente en la misión eclesial.
De este modo se contribuye a presentar una imagen más articulada y completa de la Iglesia, a la vez
que resulta más fácil dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de
los diferentes dones.
En el caso de los Institutos monásticos y contemplativos, las relaciones con los laicos se caracterizan
principalmente por una vinculación espiritual, mientras que, en aquellos Institutos comprometidos en
la dimensión apostólica, se traducen en formas de cooperación pastoral. Los miembros de los
Institutos seculares, laicos o clérigos, por su parte, entran en contacto con los otros fieles en las
formas ordinarias de la vida cotidiana. Debido a las nuevas situaciones, no pocos Institutos han
llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados
por tanto a participar de manera más intensa en la espiritualidad y en la misión del Instituto mismo. En
continuidad con las experiencias históricas de las diversas Órdenes seculares o Terceras Órdenes,
se puede decir que se ha comenzado un nuevo capítulo, rico de esperanzas, en la historia de las
relaciones entre las personas consagradas y el laicado.
Para un renovado dinamismo espiritual y apostólico
55. Estos nuevos caminos de comunión y de colaboración merecen ser alentados por diversos
motivos. En efecto, de ello se podrá derivar ante todo una irradiación activa de la espiritualidad más
allá de las fronteras del Instituto, que contará con nuevas energías, asegurando así a la Iglesia la
continuidad de algunas de sus formas más típicas de servicio. Otra consecuencia positiva podrá
12
consistir también en el aunar esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la misión:
movidos por el ejemplo de santidad de las personas consagradas, los laicos serán introducidos en la
experiencia directa del espíritu de los consejos evangélicos y animados a vivir y testimoniar el espíritu
de las Bienaventuranzas para transformar el mundo según el corazón de Dios[125].
No es raro que la participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y fecundas implicaciones
de algunos aspectos del carisma, suscitando una interpretación más espiritual, e impulsando a
encontrar válidas indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos. Cualquiera que sea la actividad
o el ministerio que ejerzan, las personas consagradas recordarán por tanto su deber de ser ante todo
guías expertas de vida espiritual, y cultivarán en esta perspectiva «el talento más precioso: el
espíritu»[126]. A su vez, los laicos ofrecerán a las familias religiosas la rica aportación de su
secularidad y de su servicio específico.
Laicos voluntarios y asociados
56. Una manifestación significativa de participación laical en la riqueza de la vida consagrada es la
adhesión de fieles laicos a los varios Institutos bajo la fórmula de los llamados miembros asociados o,
según las exigencias de algunos ambientes culturales, de personas que comparten, durante un cierto
tiempo, la vida comunitaria y la particular entrega a la contemplación o al apostolado del Instituto,
siempre que, obviamente, no sufra daño alguno la identidad del Instituto en su vida interna[127].
Es justo tener en gran estima el voluntariado que se nutre de las riquezas de la vida consagrada; pero
es preciso cuidar su formación, con el fin de que los voluntarios tengan siempre, además de
competencia, profundas motivaciones sobrenaturales en su propósito y un vivo sentido comunitario y
eclesial en sus proyectos[128]. Debe tenerse presente también que, para que sean consideradas
como obras de un determinado Instituto, aquellas iniciativas en las que los laicos están implicados
con capacidad de decisión, deben perseguir los fines propios del Instituto y ser realizadas bajo su
responsabilidad. Por tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección, éstos responderán de la
misma a los Superiores y Superioras competentes. Es conveniente que todo esto sea considerado y
regulado por normas específicas de cada Instituto, aprobadas por la Autoridad Superior, en las cuales
se prevean las competencias respectivas del Instituto mismo, de las comunidades y de los miembros
asociados o de los voluntarios.
Las personas consagradas, enviadas por sus Superiores o Superioras y permaneciendo bajo su
dependencia, pueden participar con formas específicas de colaboración en iniciativas laicales,
particularmente en organismos e instituciones que se ocupan de los marginados y que tienen como
finalidad aliviar el sufrimiento humano. Esta colaboración, si está sustentada y animada por una fuerte
y clara identidad cristiana, y respeta el carácter propio de la vida consagrada, puede hacer brillar la
fuerza iluminadora del Evangelio en las situaciones más oscuras de la existencia humana.
En estos años no pocas personas consagradas han entrado a formar parte de alguno de
los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo. Con frecuencia los interesados se benefician
especialmente en lo que se refiere a la renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en
algunos casos esto crea malestar y desorientación a nivel personal y comunitario, sobre todo cuando
tales experiencias entran en conflicto con las exigencias de la vida comunitaria y de la espiritualidad
del propio Instituto. Es necesario por tanto poner mucho cuidado en que la adhesión a los
movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la disciplina del propio
Instituto[129], con el consentimiento de los Superiores y de las Superioras, y con disponibilidad para
aceptar sus decisiones.
La dignidad y el papel de la mujer consagrada
57. La Iglesia revela plenamente su multiforme riqueza espiritual cuando, superada toda
discriminación, acoge como una auténtica bendición los dones derramados por Dios tanto en los
hombres como en las mujeres, estimándolos en su igual dignidad. Las mujeres consagradas están
llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con
alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio
de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre[130]. Esta misión se ha dejado ver en el Sínodo, en el
cual varias de ellas han participado y en el que han tenido ocasión de hacer oír su voz, por todos
escuchada y apreciada. Gracias a sus aportaciones han surgido algunas indicaciones útiles para la
vida de la Iglesia y para su misión evangelizadora. Ciertamente no es posible desconocer lo fundado
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de muchas de las reivindicaciones que se refieren a la posición de la mujer en los diversos ámbitos
sociales y eclesiales. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina ayuda
también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de
situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y
eclesial.
La Iglesia, que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo
proféticamente, promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones del Señor.
En este contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia,
puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de
su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por
ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su
capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva evangelización, como de las otras formas de acción misionera, es
impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas.
Nuevas perspectivas de presencia y de acción
58. Urge por tanto dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las
mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran
las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente.
Es necesario también que la formación de las mujeres consagradas, no menos que la de los
hombres, sea adecuada a las nuevas urgencias, y prevea el tiempo suficiente y las oportunidades
institucionales necesarias para una educación sistemática, que abarque todos los campos, desde el
aspecto teológico-pastoral hasta el profesional. La formación pastoral y catequética, siempre
importante, adquiere un interés especial de cara a la nueva evangelización, que exige también de las
mujeres nuevas formas de participación.
Se puede pensar que una formación más profunda, a la vez que ayudará a la mujer consagrada a
comprender mejor los propios dones, será un estímulo para la necesaria reciprocidad en el seno de la
Iglesia. Se espera mucho del genio de la mujer también en el campo de la reflexión teológica, cultural
y espiritual, no sólo en lo que se refiere a lo específico de la vida consagrada femenina, sino también
en la inteligencia de la fe en todas sus manifestaciones.
los fieles laicos, ellos los realizan con su identidad de consagrados, manifestando de este modo el
espíritu de entrega total a Cristo y a la Iglesia según su carisma específico.
Por este motivo los Padres sinodales, con el fin de evitar cualquier ambigüedad y confusión con la
índole secular de los fieles laicos[145], han querido proponer el término de Institutos religiosos de
Hermanos[146]. La propuesta es significativa, sobre todo si se tiene en cuenta que el término
hermano encierra una rica espiritualidad. «Estos religiosos están llamados a ser hermanos de Cristo,
profundamente unidos a Él, primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29); hermanos entre sí por el
amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por el
testimonio de la caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más
necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia»[147]. Viviendo de una
manera especial este aspecto de la vida a la vez cristiana y consagrada, los « religiosos hermanos »
recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos sacerdotes la dimensión fundamental de la
fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y mujer, proclamando a todos la
palabra del Señor: « Y vosotros sois todos hermanos » (Mt 23, 8).
No existen impedimentos para que en estos Institutos religiosos de Hermanos, cuando el Capítulo
general así lo disponga, algunos miembros reciban las Órdenes sagradas para el servicio sacerdotal
de la comunidad religiosa[148]. No obstante, el Concilio Vaticano II no incita explícitamente a seguir
esta praxis, precisamente porque desea que los Institutos de Hermanos permanezcan fieles a su
vocación y misión. Esto vale también por lo que se refiere a la condición de quien accede al cargo de
Superior, considerando que éste refleja de manera especial la naturaleza del Instituto mismo.
Diversa es la vocación de los hermanos en aquellos Institutos que son llamados « clericales » porque,
según el proyecto del fundador o por tradición legítima, prevén el ejercicio del Orden sagrado, son
regidos por clérigos y, como tales, son reconocidos por la autoridad de la Iglesia[149]. En estos
Institutos el ministerio sagrado es parte integrante del carisma y determina su índole específica, el fin
y el espíritu. La presencia de hermanos representa una participación diferenciada en la misión del
Instituto, con servicios que se prestan en colaboración con aquellos que ejercen el ministerio
sacerdotal, sea dentro de la comunidad o en las obras apostólicas.
Institutos mixtos
61. Algunos Institutos religiosos, que en el proyecto original del fundador se presentaban como
fraternidades, en las que todos los miembros —sacerdotes y no sacerdotes— eran considerados
iguales entre sí, con el pasar del tiempo han adquirido una fisonomía diversa. Es menester que estos
Institutos llamados « mixtos », evalúen, mediante una profundización del propio carisma fundacional,
si resulta oportuno y posible volver hoy a la inspiración de origen.
Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que en tales Institutos se reconozca a todos los
religiosos igualdad de derechos y de obligaciones, exceptuados los que derivan del Orden
sagrado[150]. Para examinar y resolver los problemas conexos con esta materia se ha instituido una
comisión especial, y conviene esperar sus conclusiones para después tomar las oportunas
decisiones, según lo que se disponga de manera autorizada.
Nuevas formas de vida evangélica
62. El Espíritu, que en diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas formas de vida
consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia, bien alentando en los Institutos ya existentes el
compromiso de la renovación en fidelidad al carisma original, bien distribuyendo nuevos carismas a
hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a los retos
del presente. Un signo de esta intervención divina son las llamadas nuevas Fundaciones, con
características en cierto modo originales respecto a las tradicionales.
La originalidad de las nuevas comunidades consiste frecuentemente en el hecho de que se trata de
grupos compuestos de hombres y mujeres, de clérigos y laicos, de casados y célibes, que siguen un
estilo particular de vida, a veces inspirado en una u otra forma tradicional, o adaptado a las
exigencias de la sociedad de hoy. También su compromiso de vida evangélica se expresa de varias
maneras, si bien se manifiesta, como una orientación general, una aspiración intensa a la vida
comunitaria, a la pobreza y a la oración. En el gobierno participan, en función de su competencia,
clérigos y laicos, y el fin apostólico se abre a las exigencias de la nueva evangelización.
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Si de una parte hay que alegrarse por la acción del Espíritu, por otra es necesario proceder con el
debido discernimiento de los carismas. El principio fundamental para que se pueda hablar de vida
consagrada es que los rasgos específicos de las nuevas comunidades y formas de vida estén
fundados en los elementos esenciales, teológicos y canónicos, que son característicos de la vida
consagrada[151]. Este discernimiento es necesario tanto a nivel local como universal, con el fin de
prestar una común obediencia al único Espíritu. En las diócesis, el Obispo ha de examinar el
testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y fundadoras de tales comunidades, su
espiritualidad, la sensibilidad eclesial en el cumplimiento de su misión, los métodos de formación y los
modos de incorporación a la comunidad; evalúe con prudencia eventuales puntos débiles, sabiendo
esperar con paciencia la confirmación de los frutos (cf. Mt 7, 16), para poder reconocer la autenticidad
del carisma[152]. Se le pide sobre todo que ponga especial cuidado en verificar, a la luz de criterios
claros, la idoneidad de quienes solicitan el acceso a las Órdenes sagradas[153].
En virtud de este mismo principio de discernimiento, no pueden ser comprendidas en la categoría
específica de vida consagrada aquellas formas de compromiso, por otro lado loables, que algunos
cónyuges cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la
perfección de la caridad su amor «como consagrado» ya en el sacramento del matrimonio[154],
confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus deberes
para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia[155]. Esta obligada puntualización acerca de
la naturaleza de tales experiencias, no pretende infravalorar dicho camino de santificación, al cual no
es ajena ciertamente la acción del Espíritu Santo, infinitamente rico en sus dones e inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y de impulsos innovadores, parece conveniente crear una Comisión para
las cuestiones relativas a las nuevas formas de vida consagrada, con el fin de establecer criterios de
autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de discernir y de tomar las oportunas decisiones [156].
Entre otras tareas, tal Comisión deberá valorar, a la luz de la experiencia de estos últimos decenios,
cuáles son las formas nuevas de consagración que la autoridad eclesiástica, con prudencia pastoral y
para el bien común, pueda reconocer oficialmente y proponer a los fieles deseosos de una vida
cristiana más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas a las precedentes instituciones, las
cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado. Las nuevas formas son
también un don del Espíritu, para que la Iglesia siga a su Señor en una perenne dinámica de
generosidad, atenta a las llamadas de Dios que se manifiestan a través de los signos de los tiempos.
De esta manera se presenta ante el mundo con variedad de formas de santidad y de servicio, como
«señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»([157].
Los antiguos Institutos, muchos de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por el crisol
de pruebas durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden enriquecerse entablando un diálogo e
intercambiando sus dones con las fundaciones que ven la luz en este tiempo nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida consagrada, desde las más antiguas a las
más recientes, así como la vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán la fidelidad al Espíritu
Santo, que es principio de comunión y de perenne novedad de vida.
III. MIRANDO HACIA EL FUTURO
Dificultades y perspectivas
63. En algunas regiones del mundo, los cambios sociales y la disminución del número de vocaciones
está haciendo mella en la vida consagrada. Las obras apostólicas de muchos Institutos y su misma
presencia en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha ocurrido otras veces en la historia,
hay Institutos que corren incluso el riesgo de desaparecer. La Iglesia universal les está sumamente
agradecida por la gran contribución que han dado a su edificación con el testimonio y el servicio[158].
La preocupación de hoy no anula sus méritos ni los frutos que han madurado gracias a sus esfuerzos.
En otros Institutos se plantea más bien el problema de la reorganización de sus obras. Esta tarea,
nada fácil y no pocas veces dolorosa, requiere estudio y discernimiento a la luz de algunos criterios.
Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido del propio carisma, promover la vida fraterna, estar
atentos a las necesidades de la Iglesia tanto universal como particular, ocuparse de aquello que el
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mundo descuida, responder generosamente y con audacia, aunque sea con intervenciones
obligadamente exiguas, a las nuevas pobrezas, sobre todo en los lugares más abandonados[159].
Las dificultades provenientes de la disminución de personal y de iniciativas, no deben en modo
alguno hacer perder la confianza en la fuerza evangélica de la vida consagrada, la cual será siempre
actual y operante en la Iglesia. Aunque cada Instituto no posea la prerrogativa de la perpetuidad, la
vida consagrada, sin embargo, continuará alimentando entre los fieles la respuesta de amor a Dios y
a los hermanos. Por eso es necesario distinguir entre las vicisitudes históricas de un determinado
Instituto o de una forma de vida consagrada, y la misión eclesial de la vida consagrada como tal. Las
primeras pueden cambiar con el mudar de las situaciones, la segunda no puede faltar.
Esto es verdad tanto para la vida consagrada de tipo contemplativo, como para la dedicada a las
obras de apostolado. En su conjunto, bajo la acción siempre nueva del Espíritu, está destinada a
continuar como testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios y al prójimo, como
memoria viviente de la fecundidad, incluso humana y social, del amor de Dios. Las nuevas
situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada
uno se le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo que se debe evitar
absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución
numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión. Por el
contrario, perseverando fielmente en ella, se confiesa, y con gran eficacia incluso ante el mundo, la
propia y firme confianza en el Señor de la historia, en cuyas manos están los tiempos y los destinos
de las personas, de las instituciones, de los pueblos y, por tanto, también la actuación histórica de sus
dones. Los dolorosos momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas para
que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección de Cristo, haciéndose así signo visible
del paso de la muerte a la vida.
Nuevo impulso de la pastoral vocacional
64. La misión de la vida consagrada y la vitalidad de los Institutos dependen indudablemente de la
fidelidad con la que los consagrados responden a su vocación, pero tienen futuro en la medida en
que otros hombres y mujeres acogen generosamente la llamada del Señor. El problema de las
vocaciones es un auténtico desafío que interpela directamente a los Institutos, pero que concierne a
toda la Iglesia. En el campo de la pastoral vocacional se invierten muchas energías espirituales y
materiales, aunque los resultados no siempre se corresponden a las expectativas y a los esfuerzos
realizados. Sucede que, mientras las vocaciones a la vida consagrada florecen en las Iglesias
jóvenes y en aquellas que han sufrido persecuciones por parte de regímenes totalitarios, escasean en
otros países tradicionalmente ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad pone a prueba a las personas consagradas, que a veces se interrogan
sobre su efectiva capacidad de atraer nuevas vocaciones. Es necesario tener confianza en el Señor
Jesús, que continúa llamando a seguir sus pasos, y encomendarse al Espíritu Santo, autor e
inspirador de los carismas de la vida consagrada. Así pues, a la vez que nos alegramos por la acción
del Espíritu que rejuvenece a la Esposa de Cristo haciendo florecer la vida consagrada en muchas
naciones, debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de la mies para que envíe obreros a su
Iglesia, para hacer frente a las exigencias de la nueva evangelización (cf. Mt 9, 37-38). Además de
promover la oración por las vocaciones, es urgente esforzarse, mediante el anuncio explícito y una
catequesis adecuada, por favorecer en los llamados a la vida consagrada la respuesta libre, pero
pronta y generosa, que hace operante la gracia de la vocación.
La invitación de Jesús: « Venid y veréis » (Jn 1, 39) sigue siendo aún hoy la regla de oro de la
pastoral vocacional. Con ella se pretende presentar, a ejemplo de los fundadores y fundadoras, el
atractivo de la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo a la causa del
Evangelio. Por tanto, la primera tarea de todos los consagrados y consagradas consiste en proponer
valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del seguimiento de Cristo, alimentando y
manteniendo posteriormente en los llamados la respuesta a los impulsos que el Espíritu inspira en su
corazón.
Al entusiasmo del primer encuentro con Cristo debe seguir, como es obvio, el esfuerzo paciente de
saber corresponder cada día a la gracia recibida, haciendo de la vocación una historia de amistad con
el Señor. Para ello, la pastoral vocacional utilizará los recursos apropiados, como la dirección
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espiritual, para alimentar aquella respuesta de amor personal al Señor que es condición
indispensable para convertirse en discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra parte, si la abundancia
vocacional que se manifiesta en varias partes del mundo justifica el optimismo y la esperanza, la
escasez en otras regiones no debe inducir al desánimo ni a la tentación de un fácil y precipitado
reclutamiento. Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que
aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la Iglesia[160]. Se requiere, por tanto, la
colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como es propio de un servicio que
forma parte integrante de la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis
exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso
favoreciendo la actividad vocacional de cada Instituto[161].
Esta colaboración activa de todo el Pueblo de Dios, sostenida por la Providencia, suscitará sin duda
la abundancia de los dones divinos. La solidaridad cristiana está llamada a solventar las necesidades
de la formación vocacional en los países económicamente más pobres. La promoción de vocaciones
en estos países por parte de los diversos Institutos ha de hacerse en plena armonía con las Iglesias
del lugar, a partir de una activa y prolongada inserción en su actividad pastoral[162]. El modo más
auténtico para secundar la acción del Espíritu será el invertir las mejores energías en la actividad
vocacional, especialmente con una adecuada dedicación a la pastoral juvenil.
evidencia, pero, sobre todo, mostrarán la belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma en
que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría espiritual añadirán también aquellas que provienen
de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda, tanto en el discernimiento vocacional,
como en la formación del hombre nuevo auténticamente libre. El principal instrumento de formación
es el coloquio personal, que ha de tenerse con regularidad y cierta frecuencia, y que constituye una
práctica de comprobada e insustituible eficacia.
De cara a tareas tan delicadas, resulta verdaderamente importante la preparación de formadores
idóneos, que aseguren en su servicio una gran sintonía con el camino seguido por toda la Iglesia.
Será conveniente crear estructuras adecuadas para la formación de los formadores, posiblemente en
lugares que permitan el contacto con la cultura en la que será ejercido después el propio servicio
pastoral. En esta obra formativa, los Institutos más arraigados ayuden a los de fundación más
reciente, mediante la aportación de algunos de sus mejores miembros[168].
Una formación comunitaria y apostólica
67. Puesto que la formación debe ser también comunitaria, su lugar privilegiado, para los Institutos de
vida religiosa y las Sociedades de vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza la iniciación en
la fatiga y en el gozo de la convivencia. En la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios ha
puesto a su lado, aceptando tanto sus cualidades positivas como sus diversidades y sus límites.
Aprende especialmente a compartir los dones recibidos para la edificación de todos, puesto que « a
cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común » (1 Co 12, 7)[169]. Al
mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde la primera formación, debe mostrar la dimensión
intrínsecamente misionera de la consagración. Por ello, en los Institutos de vida consagrada, será útil
introducir durante el periodo de formación inicial, y con el prudente acompañamiento del formador o
formadora, experiencias concretas que permitan ejercitar, en diálogo con la cultura circundante, las
aptitudes apostólicas, la capacidad de adaptación y el espíritu de iniciativa.
Si de una parte es importante que la persona consagrada se forme de modo progresivo una
conciencia evangélicamente crítica respecto a los valores y antivalores de la cultura, tanto de la suya
propia como de la que encontrará en el futuro campo de trabajo, de otra debe ejercitarse en el difícil
arte de la unidad de vida, de la mutua compenetración de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos
y hermanas, haciendo propia la experiencia de que la oración es el alma del apostolado, pero también
de que el apostolado vivifica y estimula la oración.
Necesidad de una ratio completa y actualizada
68. Se recomienda también a los Institutos femeninos y a los masculinos, por lo que se refiere a los
religiosos hermanos, un periodo explícitamente formativo, que se prolongue hasta la profesión
perpetua. Esto vale substancialmente también para las comunidades claustrales, que han de elaborar
un programa adecuado para lograr una auténtica formación para la vida contemplativa y su peculiar
misión en la Iglesia.
Los Padres sinodales han invitado vivamente a todos los Institutos de vida consagrada y a las
Sociedades de vida apostólica a elaborar cuanto antes una ratio institutionis, es decir, un proyecto de
formación inspirado en el carisma institucional, en el cual se presente de manera clara y dinámica el
camino a seguir para asimilar plenamente la espiritualidad del propio Instituto. La ratio responde hoy a
una verdadera urgencia: de un lado indica el modo de transmitir el espíritu del Instituto, para que sea
vivido en su autenticidad por las nuevas generaciones, en la diversidad de las culturas y de las
situaciones geográficas; de otro, muestra a las personas consagradas los medios para vivir el mismo
espíritu en las varias fases de la existencia, progresando hacia la plena madurez de la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la renovación de la vida consagrada depende principalmente de la formación,
también es verdad que ésta, a su vez, está unida a la capacidad de proponer un método rico de
sabiduría espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva a quienes desean
consagrarse a asumir los sentimientos de Cristo, el Señor. La formación es un proceso vital a través
del cual la persona se convierte al Verbo de Dios desde lo más profundo de su ser y, al mismo
tiempo, aprende el arte de buscar los signos de Dios en las realidades del mundo. En una época de
creciente marginación de los valores religiosos por parte de la cultura, este aspecto de la formación
resulta doblemente importante: gracias a él la persona consagrada no sólo puede continuar a « ver »
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con los ojos de la fe a Dios en un mundo que ignora su presencia, sino que consigue incluso hacer «
sensible » en cierto modo su presencia mediante el testimonio del propio carisma.
[52] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44.
[53] Cf. Exhort. ap. Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 7: AAS 76 (1984), 522-524.
[54] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 44; Discurso en la
audiencia general (26 de octubre de 1994), 5: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, 28 de octubre de 1994, 3.
[55] Cf. ib., 42.
[56] Cf. Ritual Romano, Rito de la profesión religiosa: Solemne bendición o consagración de los
profesos, n. 67, y de las profesas, n. 72; Pontifical Romano, Rito de la consagración de las Vírgenes,
n. 38: Solemne oración de consagración; Eucologion sive Rituale Graecorum, Officium parvi habitum
id est Mandiae, 384-385; Pontificale iuxta ritum Ecclesiae Syrorum Occidentalium id est
antiochiae, Ordo rituum monasticorum, Typis Polyglottis Vaticanis 1942, 307-309.
[57] Cf. S. Pedro Damián Liber qui appellatur «Dominis vobiscum» ad Leonem eremitan: PL 145, 231-
252.
[58] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 32; Código de derecho
canónico, c. 208; Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 11.
[59] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 4;
Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 4; 12; 13; Const. past. Gaudium et Spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 32; Decr. Apostolicam Actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 3;
Exhort. ap. postsinodal Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 20-21: AAS 81 (1989), 425-428;
Congregación para la doctrina de la fe, Carta Communionis Notio, a los obispos de la Iglesia Católica
sobre algunos aspectos de la Iglesia entendida como comunión (28 de mayo de 1992), 15: AAS 85
(1993), 847.
[60] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[61] Cf. ib., Exhort. ap. postsinodal Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988) , 20-21: AAS 81
(1989), 425-428.
[62] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 5.
[63] Cf. Concilio de Trento, ses. XXXIV, c. 10: DS 1810; Pio XII, Carta enc. Sacra Virginitas (25 de
marzo de 1954), AAS 46 (1954), 176.
[64] Cf. Propositio 17.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 41.
[66] Cf. ib., 46.
[67] Ib.
[68] Cf. Pío XII, Motu proprio Primo feliciter (12 de marzo de 1948), 6: AAS 40 (1948), 285.
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[69] Código de derecho canónico, c. 713 § 1; cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, c.
563 § 2.
[70] Código de derecho canónico, c. 713 § 2. En este mismo c. 713 § 3 se habla específicamente de
los «miembros clérigos».
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[72] S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrits autobiographiques, B, 2 v: «Ser tu esposa, oh Jesús... ser
en mi unión contigo, madre de las almas».
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 8;
10; 12.
[74] Sínodo de los Obispos, II Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub verbo Dei
mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II A, 4: Ench. Vat. 9, 1753.
[75] Sínodo de los Obispos, IX Asamblea ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994),
IX: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1994, 6.
[76] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 184, a, 5, ad 2; II-II, q. 186, a. 2, ad 1.
[77] Cf. Libellus de principiis Ordinis Praedicatorum. Acta Canonizationis Sancti Dominici: Monumenta
Ordinis Praedicatorum historica 16 (1935), 30.
[78] Carta ap. Orientale Lumen (2 de mayo de 1995), 12: AAS 87 (1995), 758.
[79] Congregación para los religiosos e institutos seculares y Congregación para los
Obispos, Criterios pastorales sobre relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae
Relationes (14 de mayo de 1978), 51: AAS 70 (1978), 500.
[80] Cf. Propositio 26.
[81] Cf. ib., 27.
[82] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 2.
[83] Carta ap. Orientale Lumen (2 de Mayo de 1995), 16: AAS 87 (1975), 762.
[84] Carta ap. Tertio Millennio Adveniente (10 de Noviembre de 1994), 42: AAS 87 (1995), 32.
[85] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii Nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 69: AAS 68 (1976), 58.
[86] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa, 15; S. Agustín, Regula ad servos Dei, 1, 1: PL 32, 1372.
[87] S. Cipriano, De Oratione Dominica, 23: PL 4, 553; cf. Conc. ecum. Vat. II, Const .dogm. Lumen
Gentium, sobre la Iglesia, 4.
[88] Cf. Propositio. 20.
[89] S. Basilio, Las reglas más amplias, Interrog. 7: PG 31, 931.
[90] S.Basilio, Las reglas más breves, Interrog. 225: PG 31, 1231.
[91] Cf. Congregación para los religiosos y los institutos seculares, Instr. Elementos esenciales de la
doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa dirigidos a los Institutos dedicados a obras apostólicas (31
de mayo de 1983), 51: Ench. Vat. 9, 235-237; Código de derecho canónico, c.631 § 1; Código los
cánones de las Iglesias Orientales, c. 512 § 1.
[92] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994,
47-53: Ciudad del Vaticano 1994, 43-47; Código de derecho canónico, 618; Propositio 19.
[93] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994),
68: Ciudad del Vaticano 1994, 63-64; Propositio 21.
[94] Propositio 28.
[95] Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Doc. Vida y misión de los religiosos en la Iglesia, I. Religiosos y promoción humana (12 de agosto de
1980), II, 24: Ench. Vat. 7, 455.
[96] Exhort. ap. postsinodal Christifideles Laici (30 de diciembre de 1988), 31-32: AAS 81 (1989), 451-
452.
[97] Regula Bullata, I, 1.
[98] Cartas 109, 171, 196.
[99] Cf. Ejercicios espirituales, Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos
tener, en particular la Regla 13.
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[100] Dichos, n. 217.
[101] Manuscrits autobiographiques, B, 3 v.
[102] Cf. Propositio 30, A.
[103] Cf. Exhort. ap. Redemptionis Donum (25 de marzo de 1984), 15: AAS 76 (1984), 541-542.
[104] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 1.
[105] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Communionis Notio, a los obispos de la Iglesia
Católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 de mayo de 1992),
16: AAS 85 (1993), 847-848.
[106] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la iglesia, 13.
[107] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, 11.
[108] Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos,
Criterios pastorales sobre las relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae
Relationes (14 de mayo de 1978), 11: AAS 70 (1978), 480.
[109] Cf. ib.
[110] Cf. Código de derecho canónico, c. 576.
[111] Cf. Código de derecho canónico, c. 586; Congregación para los religiosos y los institutos
seculares y Congregación para los obispos, Criterios pastorales sobre las relaciones entre los obispos
y religiosos en la Iglesia Mutuae Relationes (14 de mayo de 1978), 13: AAS 70 (1978), 481-482.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18.
[113] Cf. Código de derecho canónico, cc. 586 § 2; 591; Código de los cánones de las Iglesias
orientales, c. 412 § 2.
[114] Cf. Propositio 29, 4.
[115] Cf. ib., 49, B.
[116] Ib., 54.
[117] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994),
56: Ciudad del Vaticano, 1994, 48-49.
[118] Apología a Guillermo de Saint Thierry, IV, 8: PL 182, 903-904.
[119] Cf. Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 23.
[120] Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos,
Criterios pastorales sobre las relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae Relationes (14
de mayo de 1978), 21, 61: AAS 70 (1978), 486; 503-504; Código de derecho canónico, cc. 708-709.
[121] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Perfectae Caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida
religiosa, 1; Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 46.
[122] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.
[123] Mensaje a la XIV Asamblea general de Conferencia de religiosos de Brasil (1 de julio de 1986),
4: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 16 de noviembre de 1986, 9.
[124] Cf. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los
Obispos, Criterios pastorales sobre las relaciones en la Iglesia Mutuae Relationes (14 de mayo de
1978), 63; 65: AAS 70 (1978), 504-505.
[125] Cf. Conc.. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia, 31.
[126] S. Antonio M. Zaccaria, Scritti. Sermone II, Roma 1975, 129.
[127] Cf. Propositio 33, A y C.
[128] Cf. ib., 33, B.
[129] Cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
Instr. La vida fraterna en comunidad «Congregavit nos in unum Christi amor» (2 de febrero de 1994),
62: Ciudad del Vaticano 1994, 55-56; Instr. Potissimum Institutioni (2 de febrero de 1990), 92-
93: AAS 82 (1990), 123-124.
[130] Cf. Propositio 9, A.
[131] Cf. ib., 9.
[132] Carta enc. Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995), 99: AAS 87 (1995), 514.
[133] Congregación para los religiosos y los Institutos Seculares, Instr. Venite seorsum, acerca de la
vida contemplativa y de la clausura de las monjas (15 de agosto de 1969), V: AAS 61 (1969), 685.
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