Hay Fantasmas en Mi Cuarto
Hay Fantasmas en Mi Cuarto
Hay Fantasmas en Mi Cuarto
No sé quién apagó la luz; pero mi cuarto quedó oscuro. Debía avanzar; pero... ¿hacia dónde? Sentía la presencia de ellos
acosándome en el silencio. Sí, lo sabía, estaban allí, en algún rincón mirándome desde arriba o al ras del piso. Un jadeo
orientó mis pasos, una risa sarcástica los desvió. ¡Auuuuuuuuuuu...! Se alternaron los sonidos: risas..., gemidos...,
risotadas..., aullidos. Tropecé, giré velozmente. Estaban allí, lo sabía. Los dedos de mis manos buscaban a tientas una
porción de algo conocido: la madera lateral de mi cama, la punta redondeada de mi mesa de luz, el almohadón con
flecos, los pelos lanudos de mi muñeca. Tambaleé, mis ojos aquietados no parpadearon, busqué contra lo que supuse
que era la ventana cerrada, pero estaba abierta, un aire fresco de tormenta la delató. Mi codo derecho rozó con algo: la
pila de cajas vacías de zapatos se vino abajo; ruidos pequeños, risas grandes. Apenas me detuve. Mi pie corrió una caja y
seguí paso a paso, como mi corazón. De repente, un silencio expectante y traicionero copó el lugar: nadie reía, nadie
jadeaba; pero yo sabía que estaban ahí, ocultos, conteniendo el aire, hasta que, en un instante sin medida, palpé la
forma de un rostro caliente..., un cuerpo enrollado, agitado. La luz de la lámpara del techo y la voz de Nicolás quebraron
el sortilegio: –¡No vale Eloísa...!, espiaste. Tenés que empezar de nuevo. Ofendida, me arranqué el pañuelo de mis ojos;
una lluvia de colores brillantes se mezcló con mi rabia y le dije: –Sos un tramposo. Yo al cuarto oscuro no juego más. Y
mientras me alejé presurosa, los demás salieron de sus escondites para seguir- me con sus caras de fantasmas
desilusionados. Lo sabía.
No sé quién apagó la luz; pero mi cuarto quedó oscuro. Debía avanzar; pero... ¿hacia dónde? Sentía la presencia de ellos
acosándome en el silencio. Sí, lo sabía, estaban allí, en algún rincón mirándome desde arriba o al ras del piso. Un jadeo
orientó mis pasos, una risa sarcástica los desvió. ¡Auuuuuuuuuuu...! Se alternaron los sonidos: risas..., gemidos...,
risotadas..., aullidos. Tropecé, giré velozmente. Estaban allí, lo sabía. Los dedos de mis manos buscaban a tientas una
porción de algo conocido: la madera lateral de mi cama, la punta redondeada de mi mesa de luz, el almohadón con
flecos, los pelos lanudos de mi muñeca. Tambaleé, mis ojos aquietados no parpadearon, busqué contra lo que supuse
que era la ventana cerrada, pero estaba abierta, un aire fresco de tormenta la delató. Mi codo derecho rozó con algo: la
pila de cajas vacías de zapatos se vino abajo; ruidos pequeños, risas grandes. Apenas me detuve. Mi pie corrió una caja y
seguí paso a paso, como mi corazón. De repente, un silencio expectante y traicionero copó el lugar: nadie reía, nadie
jadeaba; pero yo sabía que estaban ahí, ocultos, conteniendo el aire, hasta que, en un instante sin medida, palpé la
forma de un rostro caliente..., un cuerpo enrollado, agitado. La luz de la lámpara del techo y la voz de Nicolás quebraron
el sortilegio: –¡No vale Eloísa...!, espiaste. Tenés que empezar de nuevo. Ofendida, me arranqué el pañuelo de mis ojos;
una lluvia de colores brillantes se mezcló con mi rabia y le dije: –Sos un tramposo. Yo al cuarto oscuro no juego más. Y
mientras me alejé presurosa, los demás salieron de sus escondites para seguir- me con sus caras de fantasmas
desilusionados. Lo sabía.