Los Ninos Que Ya No Sonrien - Fran Santana
Los Ninos Que Ya No Sonrien - Fran Santana
Los Ninos Que Ya No Sonrien - Fran Santana
ÁNGEL MÁRQUEZ,
R. I. P.
Soñaba
con
que
podía
llegar
a
ser
un
ángel
sin
contar
con
el
Diablo.
LA CÉLEBRE
PERIODISTA GLORIA
SÁEZ CONTINÚA
DESAPARECIDA
Sin noticias de la
periodista que obtuvo el
reconocimiento mundial
gracias a su impactante
reportaje de investigación
sobre los niños
desaparecidos en
Mozambique en 2004…
La historia
de los niños
que dejaron
de sonreír
será
difundida…
¿Deseas conocer la
razón, oficial Mellado?
Buscó con rapidez, o más bien con
ansia desmedida, el ratón y movió el
cursor hasta seleccionar la palabra
encuadrada: «Aceptar». En ese momento
apareció una grabación. Una persona
vestida con un buzo naranja, sujeta por
las muñecas por unas cadenas.
Ya totalmente despierto, Yago se
sentó en la silla giratoria del escritorio.
Intuía que le haría falta. No se
equivocaba. Aparecieron en pantalla
dos niñas horriblemente vestidas como
doncellas. Después dos hombres
trajeados, con copas en las manos. A
partir de aquí todo pareció suceder en
cámara lenta. Su mirada de policía se
clavó en cada uno de los detalles: las
máscaras de látex, la ropa doblada, la
mujer agredida, la mancha roja que
cubría medio cuello de uno de los
encapuchados al quedar desnudo.
—Ángel… —se oyó susurrar para
sí.
Le escocían los ojos. Sin duda
emitían señales para que apartara la
vista de aquella abominación, pero no
reparaba en ellos: era su corazón quien
le impulsaba a ver la violación hasta el
final. Aquello constituía una evidencia
para clarificar el asesinato del
empresario de Getxo. Si uno de los
violadores era Márquez, ¿el otro sería
Frederick Ramiro? Cuando los hombres
se esfumaron y aquella indefensa
criatura cayó contra la pared presa de
convulsiones nerviosas, Yago sintió que
la ira crecía en su interior. Pero aún le
quedaba algo que ver. Un hombre
sentado en una butaca de cine, con ropas
negras y capucha blanca, que sostenía
una grabadora en la mano. Al
accionarla, se oyó de pronto una voz
distorsionada:
«Oficial Mellado, ahora entenderás
que tenía poderosos motivos para no
dejar tal salvajada impune, pero esto
solo cumple parte de mis expectativas.
Es el comienzo. La continuación la dejo
en tus manos. Debes encontrar lo que te
he dejado en el lugar de mi última
representación. No te alarmes. Es solo
una foto. Me servirá para probar si
tienes agallas o no. Si te resultará fácil
convertirte en un asesino. Porque ese es
el compromiso que espero de ti. Solo
me complacerás matando al sujeto de la
foto. Será nuestro secreto. Con esto
quiero decir que no admito la
colaboración de tus compañeros.
Engáñalos. Ellos no deben conocer
nuestras intenciones. Por tu bien. Si
cumples, seguirás siendo considerado un
buen poli.
»Como no soy mezquino, me ofrezco
a ayudarte para llegar hasta la foto. Mira
bien la pantalla. Quédate con los
detalles. No pierdas tiempo y actúa con
rapidez. Tienes solo cuarenta y ocho
horas. Ese es el plazo. Si cumples tu
cometido, te recompensaré como si
fueras un héroe. Evitarás que utilice una
carga de explosivos en un lugar público.
Ambos nos sabremos satisfechos y tu
acto impuro no será tan amargo.
Quitarás una vida para salvar muchas.
Por cierto, está conmigo una persona de
la que te olvidaste en los últimos
tiempos. Alguien que lleva tu sangre.
Quizá yo sí pueda darle ese cariño que
demanda. Su ausencia te hará obediente.
El destino nos puede sorprender de
muchas maneras. ¿Qué dice el tuyo? Lo
sabremos si participas. ¿Te atreves?».
Yago se quedó de piedra unos
momentos. Luego, con el rostro
desencajado y los puños crispados,
comenzó a sudar copiosamente. El
maldito cabrón tenía a Vanesa. Ese era
su as en la manga.
Y él, de repente, notó una punzada
de miedo en el estómago. Sin tiempo
para reaccionar, una agria arcada le
subió a la boca, y luego otra…
Frederick y Brigitte.
Enlace 13 Oct 2006
Su intuición se había visto
corroborada. El asesino había logrado
acabar con su objetivo. Por la posición
de las manos, lo había metido en aquel
ataúd boca abajo y provocado la asfixia,
ahogándolo con el combustible que
ahora llenaba sus pulmones. ¿Habría
disfrutado el asesino pensando en la
enconada lucha del señor Ramiro por
sobrevivir, buscando un resquicio que
en realidad no existía?
Observó que más allá había una silla
junto a un andamio de tres cuerpos, y
sobre ella, una pila de ropa bien
doblada. Eso ya no constituía un
misterio para él. Lo que sí vio intrigante
fue el sobre que había encima de la
ropa, con un visible «Oficial Mellado»
inmortalizado con bolígrafo en la cara
frontal de la carta.
Llegó hasta allí, tras abandonar la
alianza sobre el ataúd y volver a
llevarse el pañuelo a la nariz para
vencer las náuseas. Las palabras del
hombre de la grabadora seguían
llegando en oleadas a su memoria,
machacándola. Dentro del sobre, una
foto y una nota. La leyó con ceño
fruncido:
El
tiempo
avanza
raudo.
Ejecuta
el
cometido
por
el
que
estás
aquí.
En aquellos momentos su móvil
vibró en el bolsillo del pantalón. Dejó
caer el pañuelo y contestó. Era su
madre. Estaba histérica, llorando y
gritando. Se trataba de su padre, que se
había caído y golpeado la cabeza contra
el suelo. Estaba inconsciente o muerto,
no lo sabía, pues había un charco de
sangre rodeando su cabeza. Le rogaba
que volviera a casa, que su aita se les
iba…
Yago escuchó el relato de agonía
mientras miraba inconscientemente la
fotografía que había en el interior del
sobre.
Ahora sabía por fin a quién debía
matar.
Estaba tan aturdido que le parecía
estar viviendo una pesadilla. Toda su
vida pendía ya de un hilo. El de aquel
globo que no podía dejar escapar.
No había tenido tiempo de descubrir
la cámara que lo grababa. Ni tampoco,
obviamente, de ver lo que estaba
aconteciendo a su espalda…
18
Noelia había tenido suerte. La misma
que le esquivaba en la vida. Ningún
agente de tráfico se interpuso en su
camino. Abandonó la moto en un
callejón oscuro y poco transitado de la
calle Ripa. A modo de señuelo, dejó las
llaves puestas. Alguien las vería y haría
desaparecer la moto. Un golpe de
fortuna caído desde el cielo. Un objeto
lujoso para vender ipso facto en el
mercado negro.
Ahora estaba frente a la taquilla
marcada. La estación de RENFE estaba
repleta de personas de todas las edades
y razas, de distintos grupos sociales. En
los andenes, o agrupados ante las
máquinas expendedoras. Parecía
inapropiado ver a un señor
impolutamente vestido con traje y
corbata tras aquella treintañera que
vestía como una hippie y con peinado de
rastas, y tras él, un abuelo y sus nietos,
dos gemelos rubios de pelo rizado que
se miraban desafiantes después de una
riña. Pero en aquel espacio todos eran
iguales; como hormigas, algunas soldado
y otras obreras, que querían regresar a
sus moradas para ser reemplazadas por
otras. Gente que ni se miraría y,
posiblemente, se despreciaría en otros
ambientes, pero que allí compartían
espacio y disfrutaban de los mismos
derechos.
Noe sonrió un instante, al imaginar
el gigantesco hormiguero. Pero la
sonrisa se le oscureció al ver la
pegatina. No se trataba de algo
abstracto. Era una perfecta gota roja
impresa. Como el dibujo de Zaira.
Perfilada en la tercera taquilla inferior.
Noe rápidamente pulsó el 3647 en la
pantalla táctil, esperando oír una voz
robotizada: «código incorrecto», y casi
se sorprendió ante el pequeño chasquido
que desplazó unos centímetros la puerta
hacia ella.
Atrapó el tirador con sus manos
sudadas y abrió de golpe. Allí,
encajado, aparecía un maletín de cuero
de color granate, con una hebilla como
cierre. Intentó serenarse. Notaba a su
espalda la presencia de un vigilante de
seguridad con un walkie-talkie y los
ojos clavados en su nuca. Al menos
estaría allí plantado hasta que el espacio
de las taquillas quedara desierto.
Sacó el maletín y a duras penas lo
introdujo en la bolsa de deporte. Sintió
un pánico rotundo cuando golpeó sin
querer uno de los paneles. «Puede
estallar». Las temibles palabras estaban
ahí, clavadas en su mente. Un sudor frío
resbaló por su frente al cerrar la puerta.
Después salió del espacio de las
taquillas con el maletín en la mano,
perdiendo al segundo el interés del
vigilante, que echó a andar hacia un
mendigo que escarbaba en una de las
papeleras.
El enorme reloj acoplado en las
vidrieras de la gran estación de Abando
marcaba las cinco de la tarde. Aún era
pronto para acudir al mesón Godro, pero
sentía el asa del maletín quemándole en
la diestra. Decidió comprar en la
cafetería más cercana un bocata de lomo
con pimientos y queso fundido, y
también un zumo de naranja natural, y
ocupó una de las mesas del local. Ocultó
el maletín debajo de otra de las sillas y
la emprendió a bocados con la baguette.
No tenía apetito, pero se obligó a
actuar con normalidad. Observó a la
gente que subía y bajaba por las
escaleras mecánicas, haciéndose todo el
rato las mismas preguntas. ¿Alguna de
esas personas sería quien le estaba
haciendo aquello? Durante unos minutos
se quedó absorta mirando el vitral que
servía de friso a la cabecera de los
andenes. Retablo alegórico de la
histórica laboriosidad del pueblo vasco.
La colosal vidriera mostraba mineros,
mujeres con un cántaro de leche sobre la
cabeza, jugadores de pelota vasca o
remeros de una trainera… Gente fuerte,
de manos grandes y callosas, y voz
grave y con acento. Gente sin miedo a
nada, ni al trabajo de campo, ni a las
vagonetas que llegaban por los raíles de
las galerías subterráneas de las minas de
hierro, ni al inmisericorde tiempo
preñado de días de incesante lluvia. Y
Noe pensó que era uno de ellos. Que
podía enfrentarse a los hombres
altivamente; ordeñar vacas con brío;
arar las tierras con sus propias manos;
cortar leña con un hacha bien afilada;
incluso podría encargarse de dirigir la
matanza del txerriki o de preparar la
sagarda. No tenía miedo a nada.
Imaginó que lo buscaba sin descanso, lo
agarraba del cuello y lo ataba de los
pies a dos bueyes que pasarían por
caminos llenos de baches y barro.
Recuperaría a su hija y a Zaira.
Hornearía pan para ellas y les
prepararía un buen vaso de leche fresca.
Mientras, el psicópata acababa
desgarrado en caminos inhóspitos. Sería
fuerte y ruda como una auténtica euskal
de baserria, una vasca de caserío,
nacida en una naturaleza de formas
suaves y poco abruptas, con prados
rodeados de un bosque de pinos
radiata…
Pero no había más tiempo que
perder en ensoñaciones poco prácticas
de idílicos paisajes. Desabrochó la
hebilla lentamente y deslizó la tapa para
echar un vistazo al contenido. Volvió a
cerrarlo de golpe. No tuvo ocasión de
ver mucho, pero sí lo suficiente. Eran
fajos de billetes de cien euros. Miró a su
alrededor. Nadie la observaba.
Todavía permaneció en la mesa un
par de horas, bebiendo a sorbos
pequeños el zumo, que se había
calentado y vuelto insípido. Cuando
bajó por las escaleras mecánicas el
reloj marcaba ya las ocho, y al traspasar
la planta inferior de la estación y salir a
la Gran Vía, la noche se estaba
apoderando ya de un cielo plomizo y
melancólico.
Llegó al mesón a la hora convenida.
A las puertas había personas
conversando animadamente y bebiendo
cerveza y kalimotxo en vasos de
plástico. En ellas reconoció a muchos
independentistas radicales. Su estilo en
la ropa y en los peinados no dejaba
lugar a dudas. Olía a marihuana. Allí se
sentía como una extraña, pero nadie se
sorprendió al verla. Más bien la
ignoraban por completo. La mayoría de
las conversaciones tenían lugar en
euskera y Noe no dominaba demasiado
bien el idioma. En el cartelón que había
sobre la entrada había un letrero,
dibujado a mano, con los colores de la
bandera de Euskadi. MESÓN GODRO,
decía.
Accedió al interior. La música que
sonaba era prácticamente arrítmica; solo
sonidos fuertes y deslavazados y un
cantante que expresa sus inquietudes en
la lengua vasca, así que Noe era incapaz
de descifrar bien la letra. Había una
barra alargada donde dos chicas con
rastas servían copas a un ritmo
frenético. Noe se acercó a una de las
muchachas y le dijo a voz en grito:
—¡Tengo que darle esto a Markus!
La chica la miró fijamente, como si
pudiera escanearla con sus intensos ojos
claros.
—¡Yorgi!
A su grito apareció un hombre
robusto, de casi dos metros de estatura,
greñudo y barbudo, que sin decir
palabra comenzó a cachearla con sus
recias manos mientras le decía que era
solo por seguridad.
—Ven —le dijo al fin.
Noe obedeció en silencio y lo siguió
ascendiendo por una escalera metálica
que retumbaba como un tambor a cada
paso. Calculó que aquel chico debía de
pesar, por lo menos, ciento veinte kilos.
La planta de arriba estaba llena de
reservados. Cinco puertas a lo largo de
la pared. El tal Yorgi golpeó la primera
y sin esperar contestación la abrió. De
pronto, empujó a Noe con violencia al
interior de la habitación y cerró la
puerta tras ella.
Tres hombres en el interior. Dos
mujeres. Una de ellas, desnuda y de
enormes senos, copulando sin pudor en
el sillón del fondo con uno de los
varones, sentada sobre sus muslos. Otro
aparecía tirado en una colchoneta
hinchable, con los ojos en blanco por
efecto de la heroína que otra mujer
estaba inyectándole en vena.
La recién llegada dedujo que Markus
debía de ser el hombre con aspecto
extranjero que se encontraba ante una
mesa baja, sentado en el suelo y con las
piernas cruzadas. Estaba esnifando una
raya de cocaína. Alzó la turbia mirada y
le tendió la mano en silencio. Noe dejó
caer el maletín. El joven lo abrió y
desparramó el contenido por el suelo.
Se demoró algunos minutos en contar los
fajos y después sonrió mostrando sus
amarillentos dientes de consumado
fumador.
—¿A qué coño estás esperando, tía?
—le espetó agriamente—. Puedes
marcharte o unirte a la fiesta.
Muda como una estatua de mármol,
Noe obedeció. Salió de tan siniestro
lugar lo más rápido posible. Había
reconocido al instante a los hombres.
Los dos mayores eran los policías que
seguían al tal Markus en el puente de
Deusto. Y Markus era el joven que
rebanó el cuello al hombre de la
gabardina.
19
El comisario Jokin Sagasti esperó a que
la luz pasara a verde para decir la
primera palabra. Se encontraba en la
sala de interrogatorios número 13 frente
al joven detenido, que aparecía con los
ojos hinchados y la nariz un poco
torcida por los golpes. No estaba
esposado y llevaba la misma ropa con la
que lo habían encontrado, aunque le
habían quitado todos sus efectos
personales, incluyendo el cinturón, los
cordones de los zapatos, y la cadena y
los anillos que lucía.
Antes de iniciar las preguntas, el
comisario le concedió generosamente un
vaso de agua mineral.
SAGASTI: ¿Puedes decirme tu
nombre y tu fecha de nacimiento, hijo?
JOVEN: Jaime Ribas Aguirre.
Veinticuatro años. 5 de agosto de 1986.
SAGASTI: Gracias… Quiero que te
relajes y contestes sinceramente a las
preguntas que voy a hacerte.
JAIME: ¿Estoy detenido?
SAGASTI: Primero quisiera tener un
intercambio de impresiones contigo. La
respuesta a esa pregunta dependerá de
tus recuerdos.
JAIME: Puedo negarme a hablar…
SAGASTI: Por supuesto, pero
entonces sabré que ocultas algo y
oficialmente tendrás que pasar por
nuestros técnicos para que seas
«inmortalizado». Te aseguro que
aparecerás en todos los ficheros
policiales del Estado español y la
Europol. Esto último por si un día te
fugas al extranjero.
JAIME: Pero si colaboro…
SAGASTI: Quizás accedamos a
reconocer que todo fue un malentendido
y podrás regresar a casa.
JAIME: Entiendo… Pregunte lo que
quiera entonces.
SAGASTI: ¿Cuál es tu profesión?
JAIME: Informático.
SAGASTI: Quieres decir hacker,
¿verdad?
JAIME: Piense lo que le dé la gana.
SAGASTI: ¿Aprovechas tu tiempo
libre para practicar algún hobby en
especial?
JAIME: Leo… Me encanta leer. Y
voy de farra con mis amigos. Y bebo,
también… Como cualquier chico de mi
edad, supongo.
SAGASTI: ¿Algo más que quizás
estés pasando por alto?
JAIME: No que yo sepa.
SAGASTI: ¿Qué hacías en el interior
del maletero?
JAIME: Iba conduciendo cuando
alguien me echó de la carretera. El resto
creo que ya lo conoce usted.
SAGASTI: ¿Puedes describirme a tu
agresor?
JAIME: No. Todo fue muy rápido.
SAGASTI: ¿Qué coche conducías?
JAIME: Un A6.
SAGASTI: ¿Ese coche es de tu
propiedad?
JAIME: No… Me lo prestó un amigo.
SAGASTI: Ya, un amigo… ¿Y cómo
se llama tu amigo? Lo digo porque el A6
azul marino al que supongo que te
refieres está a nombre de Frederick
Ramiro. ¿Lo conoces?
JAIME: No puedo engañarlo,
¿verdad?
SAGASTI: Verás… Tenemos un
pequeño problema. Ese hombre ha
desaparecido, y a no ser que te quieras
ver implicado, más te vale soltar aquí
todo lo que sabes.
JAIME: Quiero protección.
SAGASTI: Aquí te sobra.
JAIME: ¡No! ¡Protección en la calle!
Cuando salga de aquí… ¿Entiende?
SAGASTI: ¿Por alguna razón?
JAIME: Sí.
SAGASTI: Soy todo oídos. ¿Qué tal si
empiezas por contarme cuál es tu
relación con Frederick Ramiro?
Y ahí Jaime Ribas supo que se había
metido en un lío. Podía negarlo todo… o
podía vender a su jefe. A fin de cuentas,
a estas alturas, ¿qué le debía? Era obvio
que ahí fuera, en la calle, su menor
preocupación ahora mismo sería
quedarse sin trabajo. O andaba muy
equivocado, o la próxima vez le
esperaba una bala y no un maletero.
«Salva tu culo», se dijo y arrancó a
hablar.
JAIME: Trabajaba para él captando
menores de edad a través de la red,
aunque imagino que ya está al tanto de
eso. Le juro que yo no participaba en
nada más. Ramiro es un hijo de puta. No
sabe cuánto le gustan… Pero le juro que
nunca estuve presente en las sesiones
fotográficas. Solo debía reunirme con la
elegida, invitarla al coche de «Vitus»,
que era el alias que él utilizaba, y
llevarla hasta el chalet de Castro
Urdiales. Allí acababa mi misión. Una
pareja me esperaba siempre a pie del
edificio y pasaba a hacerse cargo de los
menores. Yo recibía mis quinientos
euros y regresaba luego andando para
tomar el primer autobús a Bilbao.
SAGASTI: ¿Puedes describir a esa
pareja?
JAIME: Tengo algo mejor, si me
devuelve mi móvil… Les hice una foto.
SAGASTI: Buen chico.
Jaime bebió agua y miró en
dirección al panel de cristal donde se
veían reflejados.
JAIME: ¿Nos están viendo?
SAGASTI: Claro que sí. Y uno de
ellos es psicólogo. Su trabajo es
analizar tu conducta, todo cuando dices
aquí… Es capaz de detectar cualquier
mentira por pequeña que sea.
JAIME: Pues yo pienso lo contrario,
¿sabe? Un comecocos nunca es de fiar.
Una agente entró en la sala con el
móvil del detenido. Se lo entregó al
comisario y abandonó el lugar sin
mediar palabra.
SAGASTI: Toma. Muéstramelos.
Jaime Ribas no tardó ni veinte
segundos en dar con la instantánea. Le
pasó el móvil al comisario y este
observó perplejo a la pareja retratada.
SAGASTI: ¿Estás seguro?
JAIME: Completamente.
SAGASTI: ¿Sabes algo más de ellos?
JAIME: Él se llama Guillermo, creo.
Al menos eso le oí decir un día a la
mujer.
SAGASTI: ¿Sabes que ha sido
asesinado?
JAIME: ¿Asesinado…?
SAGASTI: Se llamaba Guillermo
Gutiérrez y estábamos tras su pista.
JAIME: ¡Joder! No pensará que yo…
No contestó. Gracias a testigos
presenciales, sabían que el asesinato fue
obra de un extranjero, pero algunos
interrogados responden mejor bajo
presión que otros y ese chaval estaba a
punto de venirse abajo. Podía ayudar.
Lanzó otra pregunta.
SAGASTI: En cuanto a la mujer,
¿sabes algo de ella?
El interrogado hizo de pronto un
gesto extraño, como si estuviera
luchando contra los nervios que le
apretaban la garganta, pero se sobrepuso
enseguida.
JAIME: Mis conocimientos me hacen
vivir aislado, en un lugar muy
escondido. Pero esa mujer me encontró,
me hizo una visita. Me chantajeó…
Quería que enterrara algo que pensaban
utilizar pronto.
SAGASTI: ¿Te chantajeó? ¿Qué
enterraste?
JAIME: Sí, oiga… La muy cabrona
tenía fotos de Lucinda y de Iván.
Amenazó con crucificar en una mesa a
mi hermana y a su hijo y esperar a
verlos morir. Cómo iba… Joder, que era
mi sobrino, mi sangre… ¡No tuve
elección! Enterré en la parte de atrás de
mi casa la bolsa que me dio. Una bolsa
enorme.
Algo que acababa de leer en la
prensa de última hora galopaba en la
mente del comisario. Una casualidad
que podía significar un gran paso
adelante. Miró hacia el cristal de
espejo:
SAGASTI: ¡Que alguien traiga el
periódico de hoy! ¿Por dónde íbamos?
Ah, sí… Ibas a contarme qué contenía la
bolsa.
JAIME: Muerte.
SAGASTI: ¿Muerte…?
JAIME: No me dejó verlo, pero sí
dijo que su contenido iba a provocar
muchas muertes en un lugar público.
Habló de cargas explosivas; de una
bomba de fragmentación.
SAGASTI: Y no llamaste a la
Ertzaintza, claro.
JAIME: ¡No podía! ¿Qué habría
hecho usted ante una amenaza
semejante? ¡Sé cómo actúan! Además,
soy captador de menores, soy cómplice
de aquellos pedófilos…
SAGASTI: Estoy de acuerdo contigo.
Estás metido en un buen lío, muchacho,
en uno bien jodido…
Una agente volvió a entrar con un
periódico local en las manos. El ceñudo
comisario buscó la página seis y la puso
ante los ojos del joven.
SAGASTI: ¿Es esta la mujer que te
chantajeó?
El Monarca ya sabía la respuesta,
pero esperó a que el hacker asintiera.
En la página del Deia aparecía una
mujer tumbada en una camilla, al lado
de una ambulancia. Al pie de fotografía,
un párrafo: «Mujer rescatada viva
gracias a una llamada anónima.
Apareció clavada a una mesa en el
Colegio de San Antonio de Etxebarri».
JAIME: ¡Maldita zorra! Bien
merecido se lo tiene…
SAGASTI: Dime el lugar exacto
donde enterraste esos explosivos.
JAIME: Si se lo digo, encontrarán
algo que me llevará a la cárcel de por
vida…
SAGASTI: No te entiendo.
JAIME: Prométame que me liberará y
que se me dará tratamiento de testigo.
No quiero que hurgue nadie en mis
archivos…
SAGASTI: Me imagino por dónde
vas… Lo pensaré. Pero si nos haces
perder el tiempo, te arrepentirás toda tu
vida. Puedes estar seguro de ello.
JAIME: Les ayudaré. Es lo que
quiero. Pero mi trabajo no es
negociable.
SAGASTI: Es estúpido por tu parte
chantajear a la propia Ertzaintza.
JAIME: Si no acepta mi petición, ya
sabe que en cuarenta y ocho horas estaré
en la calle, en espera de un juicio por
complicidad que podría alargarse mucho
tiempo con los abogados que siempre
cuentan los ricos. Para entonces, quizás
hayan utilizado ya el contenido de esa
bolsa. Seguro que no podrá quitarse de
la conciencia el peso de haber dejado
morir a muchos inocentes por
preocuparse tan solo de un pobre chico
como yo.
SAGASTI: ¡Ya me has hartado,
mocoso! Vas a decirme inmediatamente
dónde está tu puto refugio.
Y Jaime le dio la dirección. Pero fue
con una nueva condición…
Aquella grabación era la que había
mostrado a su equipo. Ahora, todos a
excepción de Yago Mellado —
incomunicado y seguramente todavía en
busca de Vanesa— habían acudido al
lugar: desvío a Galbarriatu-Artxanda 12,
el antiguo criadero de conejos.
Jokin Sagasti permaneció dentro del
Focus de camuflaje. No parecía haber
nadie. El resto continuaba emprendiendo
labores de búsqueda. En las manos tenía
aquella noticia de periódico que le dio
Yago en el hospital de Cruces: «Gloria
Sáez desaparecida». La llevaba con él
en el bolsillo y la desplegaba cuando
estaba solo. Tenía la mirada perdida en
el bosque…, pensando…,
recordando…, retrotrayéndose en el
tiempo…
Era una tarde preciosa, con apenas
algunas nubes de algodón de las más
caprichosas formas, que invitaba a
cruzar el pantano. Salió sobre las cinco,
tras echarse una buena siesta, en la
pequeña lancha que siempre tenía
amarrada junto al cobertizo para las
reuniones nocturnas con sus amigos
«semiprofesionales del póquer». Más
bien se autodefinían así. Eran cuatro. Se
reunían en las vacaciones estivales,
reservando siempre la última quincena
de agosto. Pedro era banquero; Jordi,
arquitecto; Agustín, ingeniero industrial.
Normalmente acababan borrachos, y lo
pasaban muy bien. Era aquello una
necesidad imperiosa para vencer el
estrés anual de sus puestos de trabajo, y
unos días exclusivos para sustituir trajes
y corbatas por bermudas y chanclas.
El caso es que aquella tarde Sagasti
había decidido cruzar el pantano de
Villarreal y llegar hasta el pueblo más
cercano, Legutio, para abastecerse de
pizzas congeladas y sobre todo de
vodka, whisky y cervezas.
Olga, su compañera sentimental, no
aprobaba aquellos encuentros, pero
tenía un corazón tan grande que acababa
cediendo, y aprovechaba el tiempo en el
que se quedaba sola para bordar y coser
encargos atrasados.
Regresó sobre las siete de la tarde,
bien surtido de suministros en la parte
delantera de la lancha, disfrutando el sol
que regaba ahora su rostro con tibia
calidez y mirando los surcos que abría
la motora en las silenciosas y calmas
aguas verdosas.
Al avistar el pequeño embarcadero
que servía a los propietarios de aquellas
casas de campo, de pronto sintió
inquietud. Había tres personas sobre el
puente y a Olga la reconoció de
inmediato, inconfundible con aquel
pañuelo azul cubriendo la cabellera.
Según fue acercándose tuvo la certeza
de reconocer al agente que la
acompañaba, y más tarde, a una joven
rubia que daba la mano a Olga. Nada
más llegar saltó a la plataforma de
madera, sin pararse a llevar la lancha
hasta el cobertizo.
Olga salió corriendo a su encuentro.
Se abrazó a él. Llorando, temblando.
—Es ella… Ha vuelto… Mi niña…
Gracias —musitó con intensa emoción.
Jokin miró a la bella pero escuálida
muchacha, que bajó la vista como
avergonzada. Aquella fue la primera vez
que el Monarca vio a Gloria y desde
entonces habían pasado muchísimos
años…
Salió del sopor de sus recuerdos y
guardó rápidamente la página de
periódico. Xabier Elostegi se dirigía
apresuradamente hacia el coche. Por lo
general el Monarca no acudía al trabajo
de campo, y delegaba en sus agentes tal
menester, pero la incertidumbre que le
provocaba que el nombre de Gloria
apareciera en una investigación, cuando
hacía seis meses que no sabía nada de
ella, le obligaba a inmiscuirse de pleno
en el caso.
—Tiene que venir, jefe. Alguien ha
estado aquí antes que nosotros y ha
desenterrado la bolsa. —Sagasti
descendió y comenzó a caminar a la par
que el joven subcomisario, sorteando
hayas—. No hay rastro de los posibles
explosivos. Pero debe ver algo…
Menudo zulo tiene montado el chaval.
Parece una sala de la NASA. Sin duda
puede entrar donde quiera… —El
Monarca se detuvo y miró fijamente el
rostro de su segundo en el CIDE. La
condición que había puesto el hacker
para su cooperación era que el informe
del caso le señalara únicamente como
testigo—. El chico está intranquilo. Han
hecho algún cambio que él desconocía.
No para de repetir que han mancillado
su templo sagrado.
El comisario hizo un gesto cortante
con la mano.
—No te entiendo. Explícate mejor,
hombre.
—Es una grabación que acabamos
de ver… —Elostegi tragó saliva—.
Debería echarle también usted un
vistazo.
Entraron en la cabaña y
descendieron desde la boca del arcón
hasta el insólito sótano cibernético. De
Marco, recostado contra la pared, con
una mano intranquila acariciándose la
barbilla. Vicky Dámaso, acuclillada con
las manos en las rodillas y la vista en el
suelo. Jon Ríos, con rostro hierático,
mirando la imagen congelada en las
pantallas: un sujeto con capucha sentado
en una butaca con una grabadora en la
mano. Mónica Antúnez, por su parte, no
paraba de refregarse las manos sudadas
por los costados del pantalón, mientras
observaba a Jaime sentado en el sofá
pero inclinado ante el panel.
—Ponlo de nuevo —ordenó Elostegi
al hacker.
En las pantallas apareció la chica de
buzo naranja, atada a unas cadenas que
pendían del techo. Pero eso no le ponía
nervioso a Sagasti. Lo que le alarmaba
era que acababa de reconocer a la
víctima de aquella violación…
—Llama al forense —susurró al
oído de su subcomisario—. Que
compruebe si el cadáver de Ángel
Márquez presenta una mancha de
nacimiento… Si es así, necesitaremos
una fotografía. Debemos comprobar las
similitudes con ese tipo.
La grabación terminó y apareció el
sujeto de la grabadora. Inmóvil.
—Debería tener tiempo para
desencriptar los códigos del resto de la
grabación —propuso el hacker,
sonriendo con aire misterioso.
—Gracias, chaval. —El Monarca
posó una mano sobre el hombro de
Jaime—. Nuestra experta se encargará
de eso… ¿Quién coño puede haber
desenterrado la bolsa y dejado esta
grabación? ¿Quién más conocía este
refugio?
—Que yo sepa, nadie. Se lo aseguro.
Pregunten a la arpía que me chantajeó —
repuso el detenido.
Jokin Sagasti se pasó la mano por el
pelo, resoplando luego como un búfalo.
—¡Necesito un nombre! —rugió con
manifiesta impotencia, mirando al
hacker con extraordinaria fijeza.
—¿Cree que le miento? —Se
defendió este. Por un momento reinó el
silencio—. Mire dónde estamos. Me he
pringado trayéndolo a este lugar… ¿No
es motivo suficiente para creerme? —
rezongó al fin con hosquedad.
Justo entonces las pantallas se
apagaron solas. Durante unos segundos.
A continuación mostraron un escenario
de teatro, tal vez de cine. Sobre unos
caballetes había una caja alargada. Más
allá, un hombre de espaldas junto a un
andamio, que recogía algo de una silla.
Alguien a quien conocían. Había sacado
el móvil y hablaba por él. De repente
apareció a su espalda un encapuchado,
totalmente vestido de negro, con una
barra de acero en las manos.
Yago Mellado acababa de bajar la
mano que sujetaba el móvil. Tras gruñir
con incredulidad, Elostegi aprovechó
para sacar el suyo y llamarlo. En las
pantallas, el ertzaina observó su teléfono
durante un instante. Luego, las luces se
apagaron.
Me l amo Nadia
Butalkin y tenía doce años
cuando ocurrió todo. Por
entonces, la Unión Soviética
aún no había comenzado su
desmembración. Vivía en
Brest, importante nudo de
comunicaciones ferroviarias
entre Moscú, Berlín y
Varsovia. Para adecuar el
emplazamiento de mi ciudad
al tiempo presente, diré que
está ubicada en el país que
hoy en día se conoce como
Bielorrusia. La Rusia
Blanca, con inviernos fríos y
veranos frescos y húmedos.
Ahí es, junto a la frontera
polaca, donde comienza mi
historia. Intentaré acordarme
de todo cuanto sucedió, así
que iré poco a poco.
Vivíamos a casi un
kilómetro de la ciudad, en una
colina fértil donde mamá
cultivaba la tierra. Mis padres
y mi hermana Simona.
¿Dónde? En una triste
cabaña. Las velas y las
lámparas de aceite, cuando las
teníamos, nos permitían
distinguir nuestros rostros
cuando la noche l egaba,
porque carecíamos de energía
eléctrica, y solo disponíamos
de una chimenea de piedra
para calentarnos. Por
supuesto, la leña era
imprescindible en nuestro
hogar; y no pocas veces
tanto Simona como yo
acompañábamos a nuestra
madre al bosque en su busca.
Tampoco teníamos agua
potable. La que usábamos nos
la proporcionaba el viejo
señor Igor Veretiko, un
cascarrabias que vivía solo en
un caserón próximo a nuestro
hogar, con un pozo profundo
dentro de su propiedad. A
cambio mamá limpiaba su
vivienda tres veces por
semana, mientras nosotras
esperábamos fuera acarreando
el agua en bidones y cubos.
Las visitas nunca
sobrepasaban la hora, y
cuando mamá volvía,
despeinada y con el rostro
contraído en gestos de dolor,
nosotras teníamos l enos todos
los recipientes. Yo le
preguntaba a mi mamá qué
hacía en el interior de la casa
de aquel hombre y ella siempre
me decía que trabajar, pero
veía la mentira en sus ojos
cada vez que rehuía los míos.
Mi hermana mayor, que tenía
cuatro años más que yo, sí
sabía lo que el viejo le hacía
a mamá, pero nunca me
explicó nada. Tuve que
descubrirlo yo misma un día,
mientras los espiaba y
escuchaba los jadeos de él.
Papá podía haberlo
evitado, pero lo cierto es que
era un extraño para nosotras.
Acudía a nuestro lado apenas
seis días al año. Según
mamá, trabajaba en el Parque
Nacional de Belovezhskaya
Pushcha, donde, por lo visto,
era vigilante veinticuatro horas
al día. Como quedaba a
setenta kilómetros de casa, el
trabajo impedía a papá hacer
vida de familia. Su ausencia
nos obligaba a malvivir y
permanecer desprotegidas en
aquella colina adonde nunca
l egaban los repartidores de
leche, ni tampoco el pan
caliente. Era mamá quien una
vez por semana bajaba a la
ciudad para volver con
alimentos, no siempre frescos,
a cambio de los productos de
nuestra huerta y de las pocas
monedas que quedaban en el
viejo cuenco de arcilla de
nuestros ahorros. Cuando
papá regresaba era todo un
acontecimiento. No
reconocíamos a aquel hombre
barbudo y desgreñado, con
ropa sucia y maloliente, pero
siempre traía monedas para
mamá y una tarta para
nosotras. Mientras mamá lo
ayudaba a asearse, tanto
Simona como yo dábamos
cuenta de aquel manjar.
Nuestra felicidad ni siquiera se
veía alterada por el sonido de
los muelles de la cama, ni
aquella especie de gruñidos
que dejaban escapar tanto
una como otro. Cuando
reaparecían ante nosotras
—papá ya era papá
gracias al afeitado—
l evaban una sonrisa cómplice.
Nosotras no podíamos ni
levantarnos con la tripa
hinchada y los labios
manchados de nata, y nos
entraba la risa floja, hasta
acabar l orando de emoción
tendidas en el suelo.
El poco tiempo que
papá pasaba en casa lo
asaltábamos con las mismas
preguntas, y él, pacientemente,
correspondía a nuestros
ruegos. Nos hablaba del
parque donde trabajaba, del
bosque de Belovezhskaya, de
su gran riqueza de animales
y plantas; nombres de especies
que muchas veces nos
resultaban desconocidas y que
él enumeraba exhaustivamente.
Nos hacía pensar en una
especie de lugar mágico que
por las noches ocupaba el
espacio de nuestros sueños.
Quiero hacer mención de
todo esto porque, a la larga,
la curiosidad que nos
despertaban tantos árboles y
animales terminaría
l evándonos a un momento
crucial… En fin. Siempre
acabábamos con la misma
petición por nuestra parte:
—¿Cuándo nos
l evarás a ese sitio tan
maravilloso?
E idéntica promesa por
la suya:
—Algún día, mis
niñas.
Nuestra insistencia
tendría su premio. Pero para
cambiar nuestra vidas…
La última semana que
vimos a mamá, ella la pasó
l orando. Una tragedia había
logrado conmover su
fortaleza. Habían encontrado
a su hermano, que vivía en
Minsk, muerto a orillas del río
Prípiat. A decir verdad, la
muerte de mi tío me dio igual.
No podía comprender por qué
no ayudaba a mamá, siendo
una persona de grandes
recursos económicos, ni
tampoco por qué l evaba más
de tres años sin visitarnos.
¿Tan poco le importábamos?
Pero para mi madre aquello
resultó una conmoción. La
trágica noticia nos l egó de
labios de papá, que se
presentó sin avisar, con un
extraño permiso de siete días
en el zurrón. Fue papá quien
acudió al entierro, mientras
Simona y yo nos
encargábamos de las tareas
del hogar. Mamá se había
atrincherado bajo la manta de
su jergón y no salió de allí en
toda la semana, rehusando la
comida, haciendo sus
necesidades en una jofaina y
temblando con la mirada
perdida en un techo siempre a
falta de una mano de pintura.
Al séptimo día, papá
regresó al hogar, se encerró
con mamá y nos pidió que
saliéramos al campo. Sin
saber lo que nos esperaba,
Simona y yo cogimos
nuestros juguetes y
obedecimos. Nosotras, ya
adoctrinadas en la lectura y la
escritura por mamá —pues
no teníamos medios suficientes
para acudir a la escuela—
l amábamos «juguetes» a los
cuadernos que un par de
años atrás mamá nos había
dado tras una visita al viejo
señor Veretiko.
A Simona le
encantaba dibujar y, además,
lo hacía muy bien. Como
tenía de sobra dibujado todo
el paisaje que rodeaba nuestro
hogar, en los últimos meses
había comenzado a dar
forma, aun sin conocerlos, a
aquellos árboles y animales de
los que nos hablaba papá en
el bosque de Belovezhskaya
Pushcha. Yo, por mi parte,
utilizaba el cuaderno para
escribir. Describía los días
como estados de ánimo.
Sobre todo me fijaba en el
cielo, en sus nubes, en las
estrellas, en el sol, la luna, en
los pájaros que cruzaban
como flechas. Escribía las
cosas tal y como las
apreciaba. Pero en la última
semana había variado mi
idea. No se lo conté ni
siquiera a Simona, pero
había comenzado a escribir
sobre esa enfermedad que
desgarraba a mi mamá y que
yo no sentía por mi tío: la
pena.
Me encontraba
recostada contra la espalda de
mi hermana, ambas sentadas
en la hierba. Ella estaba
pintando un árbol con
pájaros posados en las
ramas. Yo, por mi parte,
reflejaba en mis páginas el
regreso de papá, y cómo ese
día habían aparecido restos
de sangre en la jofaina que
limpié, junto con la orina de
mamá. A lo lejos, pasaban
ante nuestros ojos los
convoyes ferroviarios que
emitían penetrantes silbidos de
aviso ante el paso a nivel sin
barreras, unos de mercancía,
los más largos, y otros de
pasajeros.
Un alarido precedió a
la salida de papá de la casa.
Recuerdo que se me pusieron
los pelos de punta, y que
incluso se me resbaló el
cuaderno desde mis rodillas
hasta el suelo. Nos levantamos
alarmadas. Queríamos
preguntarle a papá qué
ocurría, pero él ni siquiera
nos oía. Nos dijo que
teníamos que marcharnos. No
entendíamos nada, pero nos
tranquilizó cuando dijo que
mamá se pondría bien.
Añadió que en breve l egaría
un médico para atenderla, y
también que había elegido
precisamente ese día para que
lo acompañáramos al bosque
de Belovezhskaya Pushcha,
a conocer todo aquello por lo
que tanto habíamos suspirado.
Sin duda Simona era
reticente a subir al viejo
vehículo de papá; no en vano
tenía dieciséis años recién
cumplidos y era más astuta
que yo, pero acabó
sucumbiendo a la petición de
nuestro padre cuando este le
mostró las fotografías de
bellos parajes que guardaba
en la guantera. La hora y
media que duró el trayecto se
hizo muy pesada, y papá no
abrió la boca. Sujetaba el
volante con fuerza y no
apartaba la vista de la
carretera. Su cara era una
máscara inescrutable. No
sabría decir si estaba
preocupado o no. En ese
entonces quería pensar que sí.
Amaba a mamá y sufría por
ella, nervioso porque no
estaba en su mano curarla o
quizás alejándose por ese
mismo motivo, para no sentir
el padecimiento desde cerca.
La dejaba en manos de un
médico que le sajaría el mal
de cuajo. En aquel momento
de mi infancia, de mi
inocencia, es lo que quería
creer. Papá nos alejaba de la
angustia buscando la paz y
el sosiego que solo la
naturaleza podía ofrecer,
para que no sufriéramos más.
Qué ignorante era por aquel
entonces.
Tengo que confesar que
lo que vi ante mis ojos al
bajar del coche me hizo
olvidar por un instante a
mamá. Si era eso lo que
esperaba papá, lo había
conseguido. Simona l oraba
de alegría, como yo, con esos
ojos l ameantes suyos
encendidos ante el poder que
emana de la naturaleza. Por
fin estábamos en el parque
que nos tenía encandiladas. El
color verde era un resplandor
que hipnotizaba y que l egaba
desde todas partes. Ayudaba
a ello el espléndido día que
hacía, con un cielo limpio y
un sol poderoso que
desparramaba su energía sin
paliativos. Los problemas de
mamá quedaron atrás, vencida
nuestra voluntad por
centelleantes arbustos,
gigantescos árboles de tronco
grueso y multitud de sonidos
que nacían del interior del
frondoso bosque, sin duda
provenientes de animales
desconocidos que parecían
aprobar nuestra l egada.
Entonces se acercó
hasta nosotros un vehículo
con el techo y los laterales al
descubierto. En el interior se
acomodaban tres hombres, dos
de ellos armados con
escopetas de caza. El tercero
arrastraba los bultos pesados
de varios animales. De pelaje
entre pardo rojizo y
amarillento, tenían la
apariencia de gatos
gigantescos, con orejas
puntiagudas salpicadas de
sangre.
—Los linces ya
empiezan a temer al gran
Yurkov —dijo mi padre,
dirigiéndose a uno de los
hombres, que vestía traje de
explorador y lucía una
cicatriz desde la nariz hasta
la sien, bajo el ojo izquierdo.
Este le pasó la escopeta al
acompañante y se acercó a
nosotras. Nos estudió
detenidamente, prestando más
atención a Simona. Sus ojos
eran oscuros e impenetrables.
Luego sonrió, encendió un
puro que guardaba en el
bolsillo de su camisa y exhaló
el humo sobre nosotras.
—Tus hijas, ¿verdad?
Mmm, son muy apetitosas.
Nos reportarán muchos
beneficios.
Papá escuchó sus
palabras y agachó la cabeza
como avergonzado, o tal vez
era solo una reverencia ante
aquel hombre que me ponía
los pelos de punta. En ese
momento quise gritar a papá
que quería marcharme, pero
me lo replanteé al observar su
completa sumisión. ¿Por qué
permitía aquellas palabras?
¿Acaso no iba a hacer nada
por nosotras?… Lo hizo.
Nos entregó al hombre de la
cicatriz. Sus sicarios nos
ataron las manos y nos
arrojaron sin miramientos a la
parte trasera del vehículo. Nos
manchamos con la sangre
dejada por los linces en la
tapicería. Vimos cómo una
inesperada ráfaga de viento
alzaba al aire nuestros
cuadernos, cómo los
desgajaba y enviaba decenas
de hojas entre los árboles que
tanto nos habían maravillado.
—¡Papá! ¡Papá!
—Me desgarré la garganta
gritando. Quería su ayuda.
Su amor. Que nos guiara
por aquel bello lugar. Pero me
silenciaron con una cinta
adhesiva que enseguida
empapé con mis lágrimas.
Miré a mi hermana, y
entonces me asusté más. No
gritaba ni l oraba, ni luchaba
por desatarse. Se había dado
por vencida, conformándose
con el camino que el destino
nos había asignado. Me
susurró un «te quiero». Luego
nos pusieron las capuchas y
la visión se extinguió, al
tiempo que el vehículo se
ponía en movimiento. No
tardaría en dormirme, medio
ahogada por la incómoda
cinta que sellaba mi boca.
Tiempo después me despertaron
a empujones, alguien me sacó
del vehículo y me condujo,
todavía con la capucha
cubriendo mi cabeza, hasta el
interior de un edificio frío y
húmedo, con un fuerte olor a
orines que daba náuseas.
No sé cuánto
permanecí allí, consumiéndome
en mis negros pensamientos
sobre el futuro, pero al fin
alguien abrió la puerta y cayó
de rodillas a mi lado.
—Si te portas bien,
te liberaré. Si has
comprendido, asiente con la
cabeza. Si te revuelves o
gritas, te pegaré —me avisó
un hombre.
Por supuesto que
asentí. Esa voz me daba una
posibilidad. Una posibilidad
para respirar. Para que la
sangre volviera a circular por
mis entumecidas muñecas.
Primero me quitó la
capucha. Me cegó con la
linterna que l evaba en la
mano y aprovechó para
quitarme la cinta de un tirón.
Me despellejó los labios,
aunque conseguí ahogar el
grito de angustia que nacía en
mí. No podía ver nada, pero
sentí libres mis muñecas.
—¿Cómo te
encuentras? —Quiso saber.
—¿Dónde estoy?
¿Dónde está Simona?
—¿Cómo te
encuentras? —repitió.
—Ciega.
—Se te pasará.
¿Algo más?
—Me duele la
espalda.
—Te daré un
analgésico.
Tras introducirme una
pastilla en la boca, me ayudó
a tragar con agua. Me aferré
con ansiedad a su mano para
evitar que apartara la botella
de plástico. No opuso
resistencia, y permitió que
vaciara con ansia todo su
contenido.
—Ahora descansa.
Pronto tu vista se aclarará.
Entonces descubrirás dónde
está tu cena. Aliméntate y
duerme; mañana conocerás el
resto —anunció aquel
desconocido.
—Por favor, mi
hermana… —supliqué,
con el corazón en un puño
—. Dígame dónde está.
Escuché un suspiro.
¿Una vacilación por parte de
mi carcelero?
—La están
preparando para ser ofrecida
—sentenció, en tono glacial.
La puerta se cerró
bruscamente. Me quedé sola, y
poco a poco mi vista se
adaptó a la penumbra. Estaba
encerrada en un cuarto vacío,
y en la pared habían dibujado
una enorme tarántula con
luminiscencia verde. Me
acerqué. En el techo del
cuarto no había bombillas, la
única luz que me l egaba
procedía del resplandor
fosforescente de ese dibujo
terrorífico. Aquellos ojos
negros pintados me
transmitían la verdad. Mi vida
iba a ser tan fría y oscura
como las cuencas de aquel
repelente bicho.
La noche la viví entre
continuas pesadillas. La última
era real, pero no me di cuenta
hasta que me sacaron del
cuarto a empujones. El
carcelero era un hombre
grande; casi tocaba con su
afeitada cabeza el techo y
vestía como un militar, con
uniforme de camuflaje.
Llevaba un juego de l aves
colgando del cinturón y un
bate de béisbol serrado por la
mitad. Me guio por aquel
camino, que más bien parecía
el túnel de una mina de
carbón, y así l egamos ante
una puerta muy antigua,
rematada en un arco en su
parte superior.
Arriba nos esperaba
una mujer alta y gorda —
las carnes de sus brazos se
agitaban a cada paso que
daba—, que se acercó a mí,
me obligó a abrir la boca con
sus asquerosas manos, y me
recorrió dientes y encías con
unos dedos que parecían
salchichas. Después dirigió
su estudio a mi melena rubia,
sin duda en busca de piojos.
Para entonces, estábamos las
dos solas en aquel sitio. El
carcelero había vuelto sobre
sus pasos y me había dejado
en manos de aquella mujer,
que vestía una bata blanca sin
mangas y l evaba el cabello
recogido en una redecilla que
dejaba marcas en su frente.
La mujer me hizo
desnudarme por completo y
me ordenó que me tumbara en
una camilla, donde me
auscultó el corazón.
Enseguida me hizo una
revisión superficial del
estómago, los reflejos de mis
rodillas y también el estado de
mis oídos, nariz, garganta,
pulmones. Luego me hizo
pasar detrás de un biombo, y
me lavó con agua fría de una
palangana y con un cepillo
recio, que me dejó enrojecido
el cuerpo. Me puso un vestido
negro hasta las rodillas,
delantal de lino blanco y cofia
del mismo color sobre la
cabeza. Cuando estuve
preparada a su gusto, me
condujo hasta una puerta
doble que había al final del
habitáculo. Golpeó con los
nudillos y esperó. Una voz
que ya me era conocida
retumbó potente desde el
interior.
—Adelante, te
estamos esperando.
La enfermera abrió la
puerta y me invitó a entrar.
Más bien me obligó,
clavándome las uñas en un
brazo. Me sorprendió lo que
vi al otro lado. En aquella
amplia sala había sillones
diseminados por todas partes.
En el más próximo a mí se
sentaban tres niñas vestidas
como yo, además de dos
niños con traje a medida y
pajarita negra sobre la camisa
blanca.
—Siéntate con ellos.
—La orden provenía del
hombre de la cicatriz, sentado
a su vez sobre un sillón
hundido, al fondo de la
habitación.
En otros sillones
individuales, a mano izquierda
del individuo al que papá se
dirigió como «Yurkov», se
sentaban dos tipos trajeados
con los rostros ocultos bajo
máscaras de cuero.
—Luka, por favor.
—Ocupé el hueco que dejó
en el sofá aquel niño rubio,
que se levantaba a la l amada
de Yurkov—. Sasa, por
favor. —La niña de mi
derecha abandonó también su
lugar—. Servid a los
clientes como es debido.
A un costado existía
una barra de bar con
bandejas. Cada niño cogió
una y la ofreció a los
enmascarados. Allí vi una
botella de champán, un par de
copas alargadas, un plato con
racimos de uvas, un cuenco
con polvo blanco y una
especie de flauta, alargada
como un dedo.
Luka se arrodilló ante
el hombre del traje azul
marino, posó la bandeja en el
suelo y con manos
temblorosas le sirvió media
copa de champán. El cliente
bebió sin apartar la vista del
muchacho. Después
comenzó a tocarlo. Primero
le alborotó el pelo; luego le
acarició la cara. Mientras
tanto, Sasa se había visto
obligada a sentarse en las
rodillas del de traje gris, que
se introducía en la abertura de
la máscara una uva tras otra.
El tipo buscaba los ojos de
Sasa, pero esta los evitaba
avergonzada. Sus ansiosas
manos resbalaban por los
brazos de la chiquilla, que no
dejaba de temblar. Entonces,
con una brusca sacudida, se
la quitó de encima y la tiró al
suelo con bandeja incluida.
De un manotazo se arrebató
la máscara con furia.
—¡Al cliente debes
mirarlo a los ojos, sonreírle,
atender todos sus deseos!
—bramó.
Reconocí a aquel
hombre como uno de los
acompañantes de la cacería
de linces. Entonces aún no lo
sabía, pero se trataba del
hermano menor de Yurkov y,
por desgracia, yo misma
tendría ocasión de conocerle
más adelante.
—No podemos
permitir vacilaciones y por eso
debes ser castigada —decía
—. Tu compañero también
lo será.
El hombre agarró a
Sasa del brazo, la arrastró
por el suelo y la encerró tras
una puerta que había más allá
de la barra. Luego volvió por
el chico y repitió el
procedimiento. Cuando
terminó, inhaló el polvo blanco
del cuenco volcado con la
ayuda de la flauta, se desvistió
de cintura para arriba y se
encerró con Sasa y Luka,
tras tomar una recia fusta.
Todavía recuerdo los
angustiosos gritos y el
chasquido del cuero al chocar
con la carne. Fue horrible. No
podía verlo, pero lo sentía
como si los estuvieran
golpeando a mi lado.
Entonces, el hombre de la
cicatriz l egó hasta nosotros e
hizo algo inesperado. Sacó
una pistola y apoyó su cañón
sobre mi frente. Vi el odio en
sus ojos. Me decían que no le
importábamos; que solo
éramos su «mercancía».
—Espero que hayáis
aprendido la lección, porque
no me gusta tener que repetir
las cosas y no tengo
inconveniente en sustituiros si
es necesario —amenazó
con su vozarrón.
Apretó el gatillo una
vez. ¡Clic! Chillé. Me volví
loca de terror. Pataleé sin
control, golpeando sin querer
a mis compañeros. La risa de
Yurkov aún resuena en mi
memoria.
Fui conducida hasta mi
celda. No recuerdo cuándo me
separé del resto de niños y
niñas, ni con quién volví, ni
tampoco el tiempo que tardé.
Solo veía una bala con mi
nombre. Y de fondo escuchaba
los gritos, el susurro de la
fusta, espaldas sangrientas,
nostalgia en carne viva. No
podía comprender por qué
todas esas personas actuaban
de aquella forma. Al fin y al
cabo, también ellos debían de
tener familia, quizás hijos, y
repartirían su amor a sus
seres queridos… Entonces
¿por qué? Papá era como
ellos; si de verdad nos quería,
¿por qué nos había
entregado? Culpaba a aquellos
desconocidos, pero en realidad
pensaba en mi padre. Ellos
solo se limitaron a recoger lo
que él les ofreció. A nosotras.
Eso sí era dolor. No algo
físico, sino emocional. Mi
alma ardía de tristeza, de
pena, de incomprensión.
¿Acaso el amor era una
mentira? ¿Había padres tan
perversos como el mío?
No reparé en el hombre
que se sentó a mi lado hasta
que oí su voz, ronca y l ena
de maldad.
—La enseñanza es
un bastión para la obediencia
—dijo con voz grave. No
respondí a Yurkov. ¿Para qué?
¿Para pedirle que me liberara?
¿Cuál sería el precio de la
libertad? ¿Una bala
perforando mi cabeza?—.
¿Sabes? Eres especial. Solo
me servirás a mí y a mis
clientes más selectos.
Responderé por ti y te
protegeré, siempre que no
cometas tonterías. Lo de la
pistola era solo una treta. Yo
no mato niños, ese no es mi
trabajo. Pero debo hacerme
respetar. ¿Lo entiendes? ¿Tú
me respetas? ¿Confías en mí?
—Mamá…,
Simona…, mi papá…
—susurré, antes de
preguntar—: ¿Por qué?
—Quién sabe —
contestó él, encogiéndose
hombros—. Tal vez tu padre
quería una nueva identidad. O
el pasaporte a otro país. O el
cobro de una deuda. Hay
tantas razones que os hacen
l egar a mí… —Yurkov
detenía las lágrimas con su
mano derecha, reteniéndolas
allí sin ningún motivo—.
Vuestra juventud es un tesoro.
Un negocio demasiado
rentable para dejarlo pasar.
Aquellas palabras
acabaron con mis escasas
fuerzas, pero el hombre no
dejó que me desmayara. Me
recogió entre sus brazos.
Necesitaba consuelo y él me lo
estaba proporcionando. Me
susurraba al oído:
—Tranquila, pequeña,
tranquila.
Lo abracé como si
fuera papá. No sé por qué lo
hice, pero me abandoné a su
gesto tierno. Era demasiado
inocente para deducir que
aquel hombre no tenía
sentimientos, y que su
corazón no era más que un
trozo de hielo ártico. Creo
que me dormí en sus brazos.
Cuando desperté estaba
tendida sobre la camilla donde
aquella robusta enfermera me
había reconocido. No podía
moverme de cintura para
arriba. Pensé en una lesión
irreversible de espalda. En ese
momento oí voces a mi
izquierda. Dos rostros
aparecieron para mirarme.
Yurkov y la enfermera. Pero
ella no me observaba a mí.
Tan solo prestaba atención a
mi hombro derecho. Afirmó
en silencio con la cabeza y
torció la boca.
—¿Cómo estás?
—me preguntó.
—No siento nada de
cintura para arriba —
expliqué, sin saber en realidad
qué pensar.
—Son los efectos de
la anestesia.
¿Me tranquilizaban
esas palabras?
—Anestesia… ¿por
qué? —inquirí con poca
voz. Seguía sin entender.
La mujer no me
respondió, y se limitó a
acercarse a una mesilla con
ruedas para recoger dos
objetos. Al volver junto a mí
traía un pequeño espejo de
plástico color azul en una
mano y, en la otra, dos
pinzas que sujetaban algo
humeante. ¿De qué se
trataba? Cuando la enfermera
dio la vuelta al espejo lo
comprendí todo. Me habían
marcado a fuego la espalda,
como si fuera una res. Era
una tarántula negra cincelada
que me acompañaría siempre.
Al menos habían sido
considerados: me anestesiaron.
Me ahorraron el dolor. Ahora
sabía que no tenía
escapatoria, que les pertenecía
por completo. Era una de sus
«niñas tarántula», como allí
nos l amaban.
—Es hora de
trasladarla a Kamenets —
avisó Yurkov.
En ese preciso
momento alguien me colocó
una mascarilla sobre la nariz
y la boca. Solo oí una
especie de siseo antes de
perder el conocimiento.
La clave la tiene Martina.
Si
lees
esto
es
probable
que
esté
muerta.
Darán
conmigo…
Me
habré
ido
con
ellos.
Con
los
niños
que
dejaron
de
sonreír.
Perdóname
por
alejarme
de
la
manera
en
que
lo
hice.
Temí
por
ti.
Te
amé
y
fui
muy
feliz
a
tu
lado.
Cuando
la
luna
bese
al
sol,
mis
manos
te
recogerán
para,
abrazadas
como
un
solo
cuerpo,
mirar
al
horizonte
eternamente.
Para
la
niña
más
bonita
del
mundo.
Con
la
mayor
de
las
alegría
te
deseam
que
brilles
como
las
estrella
que
lucen
para
ti.
Jokin
Sagas
-
Olga
Sáez
-
Gloria
Sáez
Sagas
CARTA 1:
Me llamo
Agustina. Son ya
seis meses desde que mi
Josué desapareció.
La Policía me pide
paciencia. Me hacen
ver que me
acompañan en el
dolor, pero a mí no
me engañan. ¿Por
qué no me dicen de
una vez que no lo
encontrarán? Ya no
duermo. He perdido
el apetito. Me
agarro a la foto de mi
hijo para sentirlo. Es
lo único que me queda
en la vida. Eso y que
usted tenga la bondad
de hacer todo lo que
esté en sus manos para
que mi niño sea
recordado como se
merece, ya que sé que
no volverá jamás.
CARTA 2:
Estoy esperando a
que llegue la Policía.
Acabo de llamarla. La
sangre de Ernesto me
cubre. Lo he matado
mientras dormía. Son ya
tres meses de la falta
de Alba. Ayer me
confesó que él tiene la
culpa de su
desaparición. Ahora sé
por qué no nos
embargaron la casa. Ese
presunto aplazamiento
que nos dio el banco
era solo una farsa.
Ernesto se la entregó. A
quién, no lo sé. No he
sentido más que
satisfacción cuando le
he cortado el cuello. Mi
niña ha desaparecido
para siempre
, al igual
que el cabrón que lo ha
permitido. Gracias por
entenderme y
preocuparse por mi
Alba. Solo atendiendo mi
misiva me considero ya
ayudada.
CARTA 3:
Lo inevitable
ha sucedido. Mi
mujer se ha
suicidado. Sabía
dónde encontrar
mi vieja pistola.
Soy militar
retirado con
grado de
coronel, y
después de la
muerte de Tony
y Meredith en
un accidente, nos
hicimos cargo de
nuestra nieta
Melisa.
Durante más de
ocho años la
hemos cuidado.
Luego ocurrió.
Hace ya dos años
de su
desaparición. La
dejamos en
aquel
cumpleaños, al
cuidado de la
madre de la
casa. Todas mis
influencias no
han servido para
nada. No hay
rastro ni lo
habrá. ¿Por qué
no acudí con
Mel a aquel
cumpleaños? Te
agradezco que te
hayas puesto en
contacto
conmigo.
Siempre es
agradable saber
que a alguien sí
le importan
nuestras
historias. Hasta
nunca. He de
reunirme con mi
esposa.
CARTA 4:
Hola, no sé si estoy
haciendo lo correcto
al escribirte. Pero
pensé que quizá
pudieras entenderme,
y quizá ayudarme
también. Verás… Sé
de tu investigación
sobre niños
desaparecidos. Es un
consuelo saber que a
alguien les importa de
verdad, pero… ¿podrías
aconsejarme sobre el
cariño desaparecido?
¿Sobre el amor que nos
niegan?
Siento esa pérdida
como si fuera de
alguien real.
A mi madre le han
prohibido verme. Nos
saltamos las normas
reuniéndonos en casa
de mis aitites, pero no
es suficiente. La
necesito y me
necesita. Cada vez
que me ve, llora y me
pide perdón. Me duele
verla así, pero ya
llevamos cuatro años
con este castigo.
La culpa es de mi
aita. Llevo mucho
tiempo esperando que
me preste más
atención, que se ocupe
de mí como hacía
amatxu, pero desde
que se separaron, él
solo se preocupa por su
trabajo y una mujer
con la que está
encoñado y que me
amenaza con pegarme
cada vez que se
queda a solas conmigo.
Muchas veces he
intentado hacérselo
comprender, pero mi
aita no me ha creído y
me ha castigado
porque pensaba que
eran pataletas de una
niña malcriada que no
soportaba la
sustitución de su
amatxu.
Para mí, los días son
tristes. Los aitites, que
viven con nosotros,
tampoco tienen tiempo
para mí porque el
aitite está muy
enfermo y necesita
muchas atenciones.
Pero se les perdona.
Quien de verdad
debería cuidar de mí
y hacerme caso
empieza a ser un
desconocido, al que
veo todos los días.
Mi aita me está
obligando a hacer
cosas que no quiero
hacer. En realidad las
hago solo para llamar
su atención, para que
me quiera y para
sentir que por fin
tengo a alguien a mi
lado. Pero no sirve
para nada. Al
contrario, solo consigo
sacar su lado malo; tal
vez el único que tiene.
Quiero recuperar
todos esos
sentimientos que han
desaparecido, porque
cada vez me
encuentro más sola.
Si por mí fuera,
castigaría a mi aita
para recuperarlo, pero
no sé cómo hacerlo.
Ahora pienso que la
única solución pasa por
que su novia se canse
de él y desaparezca.
A lo mejor así yo
recuperaba lo que me
pertenece. El cariño
de aita.
Perdón por las
molestias. No sé cómo
podrías ayudarme,
pero necesitaba
contárselo a alguien.
Hablar de ello ayuda.
Te ofrezco mi
amistad. Si lo crees
conveniente, cógela.
Mi vida cambió a
partir de entonces. Me quedé
sin fuerzas. Me resigné a la
evidencia y dejé que
transcurrieran los días, los
meses, los años, cumpliendo
con mis obligaciones. Pasaron
niños y niñas, descubrí ultraje
tras ultraje, y atendí a todos
los clientes que Yurkov me
señalaba. Al menos, entre
tanta desgracia puedo decir
que tuve suerte pues solo a él
le debía obediencia. Entendí
por qué no l evaba
numeración como los demás.
Yo era suya. Le pertenecía.
Después de aquel
episodio no volví a ver a
Simona. La bruja Laluska me
informó de que había sido
adquirida por otras personas.
En el tiempo que pasé
allí comprendí ciertas cosas.
Los niños y niñas de entre
diez y quince años
convivíamos en el espacio de
los múltiples susurros, y
trabajábamos como
limpiadores y servidores. Por
el contrario, los que ya tenían
entre dieciséis y dieciocho
años vivían aislados en
cubículos, en oscuros sótanos,
y servían como acompañantes
o para satisfacer las
necesidades más impúdicas.
Este último grupo era muy
reclamado al principio, cuando
todavía eran inocentes en
cuerpo y se les podía sacar
buen partido, por unos meses
al menos, hasta que otros los
sustituían. Eso ocurrió con mi
hermana: cuando dejó de
parecerles rentable le buscaron
acomodo en otro lugar por
una buena cantidad de rublos.
Muy lejos de mí…
No pasó ninguna
noche sin que la recordara.
En mis lágrimas iban sus
sonrisas. Era lo único que me
quedaba de ella; sus recuerdos
más felices…
Fue entonces cuando
me hice con un cuaderno y
unos lápices que sustraje del
despacho de Yurkov. Ocurrió
cierto día que trató de
comprobar si sabía leer y
escribir. Me sentó ante su
mesa y me colocó un libro
enorme bajo los ojos. No
atiné a leer ni una frase
seguida —así pude
engañarlo—, y cuando me
tendió una hoja y un lápiz y
se distrajo mientras me
dictaba, aproveché el
momento. Cuando Yurkov
regresó hasta mí y vio que la
página continuaba en blanco,
aprobó con la cabeza.
«Bien, la mujer debe ser
analfabeta para no entender
los negocios de su señor»,
sentenció mordaz. Una vez
l egué a nuestro espacio de
descanso, escondí rápidamente
aquellos valiosos objetos —
para mí lo eran sin duda—
bajo las mantas de mi jergón.
De esa manera cada
noche escribí, entre susurros,
sobre el resto de mis
compañeros. No quería
olvidarlos y me interesaban
sus vidas anteriores; dónde y
con quién vivían; qué hacían
durante el día; qué les
arrancaba una sonrisa; a qué
querían dedicarse en el
futuro… En fin, documentar
su alegría perdida, secuestrada.
Cada noche elegía a uno, me
tumbaba junto a él y escribía
sus palabras. A pesar de la
tristeza que allí imperaba,
ninguno se opuso. Era el
único momento mágico del que
se nos permitía disfrutar.
Por tal motivo dormía
menos que el resto y mi
cansancio resultaba más
acusado, pero mi satisfacción
era así mayor. Ahora, para
consolarme, vivía para las
historias de los demás.
Un día me sorprendió
l egar a la áspera manta que
me tapaba por las noches y
descubrir un nuevo cuaderno y
más lápices. Aquello trajo sus
consecuencias… Eligieron a
Luka. Quizá porque sabían
que últimamente tenía más
contacto conmigo y con
Sasa. Por entonces ya
habíamos cumplido catorce
años, y estábamos a punto de
pasar al grupo de servicio.
Nos dirigieron a todos a la
enfermería y nos pusieron
contra la pared. En cambio, a
Luka lo sacaron a empujones,
le ataron las manos a la
espalda y lo metieron boca
abajo en una alargada caja
de madera cuya tapa
clavetearon minuciosamente.
En su improvisado
ataúd había unos pequeños
agujeros, «respiraderos» los
l amaban aquellos indeseables,
y durante una hora nos
mantuvieron en el lugar
oyendo los gritos de Luka y
sus lastimosas quejas.
Fue Gustav quien, con
una palanqueta, abrió la tapa
para sacar a mi amigo. Cayó
al suelo redondo, con la cara
amoratada. No podía respirar.
El doctor Richards se inclinó
ante él y le apretó el pecho
con la palma de la mano
antes de aplicarle una
mascarilla de oxígeno. De
esa forma, entre toses, volvió
a recuperar el color.
—¡Vuestro pasado no
le interesa a nadie! —Yurkov
se paseaba entre nosotros,
gritando a pleno pulmón—.
¡Recordar es debilidad! No
quiero nuevos testimonios, y
castigaré a quien me
desobedezca… —Hizo
aparecer entre sus manos mi
cuaderno, repleto de historias
maravillosas—. ¡Esto no
vale nada! ¡Espero que el
castigo os sirva de
escarmiento! Al siguiente no le
abriremos la tapa, sino que
recibirá un baño de
combustible por los
respiraderos.
Esa noche se
separaron de mí. Mis
compañeros me aislaron, me
repudiaron. Los susurros se
volvieron contra mí. Era el
blanco de su ira. Solo Sasa
intentó acercarse, pero no la
dejé. No quería que se
volvieran también contra ella.
Aquella noche arranqué todas
las páginas del nuevo
cuaderno, las hice pedazos
muy pequeños y rompí
también los lápices.
Todos me observaban
en silencio.
—Perdonadme —
dije, realmente avergonzada.
Nadie respondió. Lloré
hasta que me dormí, pensando
en Simona, que desde un
halo luminoso aprobaba mis
buenas intenciones.
Aquel día me
despertaron antes del alba.
Aún no habían l egado
Laluska ni los vigilantes con
los perros. Eran ellos, mis
compañeros. Habían hecho
un círculo a mi alrededor. Me
temí lo peor.
Luka, con el semblante
serio, dio un paso adelante y
me tendió la mano. Se
acercó a mí, me miró
fijamente a los ojos… y
luego me abrazó.
—No debes culparte.
Intentaste que recordáramos
todo eso que añoramos —
susurró—. Por un momento,
pudimos volver a ser quienes
éramos… Los castigos no
nos separarán. Al menos
trataste de hacernos sonreír.
Sasa fue la siguiente
en abrazarme, y después
Viktor, Valery, Natalia…
—Todos somos uno
—acabó por decirme Luka,
casi un minuto después.
Cuando l egaron los
perros, Laluska se sorprendió
de vernos levantados. Todos
teníamos recogidas las mantas
y esperábamos sentados en el
suelo.
—¡Pero esto qué es!
—exclamó.
Ante lo inesperado de
la situación, aquella bruja
señaló a la chica más
cercana a ella —Candy
— para que estirara la
mano y la golpeó con su
vara. Para mayor sorpresa,
segundos después casi un
centenar de manos se
extendieron para recibir el
mismo castigo. Todos, sin
excepción. No nos importaba
el futuro: nos teníamos los
unos a los otros. Aquella
tarde, sin embargo,
comprobaríamos que en
realidad no éramos nadie…
Pero antes de referirme
a ese punto quiero hablar de
mi conversación con Yurkov,
ante el que me condujeron
nada más salir del dormitorio
ese mismo amanecer. Aquel
día no había tareas para mí.
«El señor», como se
hacía l amar, estaba sentado
en un sillón de orejas, cerca
de una chimenea que l enaba
de color sus mejillas. Me
impidió sentarme en una silla
y me ordenó que me arrojase
de rodillas ante él. Le obedecí.
Estaba leyendo mi cuaderno y
asentía con la cabeza, a la
vez que daba profundas
caladas a un puro cubano
cuyo humo me mareaba.
—Tu padre ya me
había hablado de tus
habilidades, pero tú creíste que
podías engañarme. Dejé que
te l evaras el cuaderno para
saber cuáles eran tus
intenciones… Aplaudo tu
valor y la idea de querer
saber sobre los demás. Es un
aspecto que te retrata y te
valoro por ello.
—Entonces por qué
castigó a… —intenté
responder, y él me interrumpió
bruscamente.
—No lo castigué. Lo
endurecí para lo que le
espera. Pronto empezaréis a
l enarme los bolsillos.
—Pero me culpó
delante de todos —objeté,
perpleja.
—Al contrario. Te
señalé por tu inteligencia, en
eso eres distinta a ellos.
—Los puso en mi
contra —insistí ceñuda.
—¿Eso crees…?
No veo la ira sobre tu cuerpo.
Todos esos niños y niñas son
tan inocentes que acaban
rodeando, para sentirse
seguros, a quien parece
rebelarse contra su situación.
Tú.
—Amenazó con…
Volvió a interrumpirme.
—Sé lo que dije,
pero haz una doble lectura.
Amedrentar para obedecer y
uniros para que el miedo
común se vuelva comprensión
hacia lo que os espera.
—Acabar humillados.
Como mi hermana. Y muchos
y muchas más —le contesté
con aplomo.
—¿Humillados, dices?
—inquirió él, aparentemente
perplejo—. No, no pienses
así. Piensa en un despertar de
la realidad. Aunque hay cosas
que no podemos evitar…
—¿Cosas…? —
repetí, sin entender nada.
—Tenemos clientes
que no se conforman con lo
que les ofrecemos…
Buscan en vosotros otro tipo
de servicios, más emociones,
así que nos vemos obligados
a contentarlos para no perder
buenas relaciones comerciales.
—No logro
entenderle…
—Verás… Si
quieres volar alto, no debes
pensar en tus actos. Hay
asuntos que controlo, y otros
que no controlo tanto…
—me explicó, misterioso
—. Lo comprenderás
cuando lo veas porque, al
igual que te comenté que la
mujer de un señor debe ser
analfabeta, también te digo
que si por el contrario es lista
y decidida como tú, es
necesario que conozca todo
cuanto ha de saber sobre los
negocios y los importantes
clientes con los que trata su
amo, por si él sufre un
inesperado accidente…
—¿No le damos
pena? —Quise saber.
Yurkov ladeó la cabeza
antes de contestar:
—Pena es estar
encerrado en una mina de
carbón dieciséis horas al día
con solo ocho años, y
trabajando como un adulto, a
riesgo de contraer
enfermedades pulmonares…
Pena es descubrir que cuando
eres adulto la vida está l ena
de impurezas y también de
balas perdidas…
—Somos niños —
le recordé con inocencia.
—Lo erais. —Él
torció el gesto—. Ahora
servís para algo. Adelanto
vuestra madurez.
—No quiero oírle.
—Es tarde para eso.
Ahora es hora de regresar.
Ah, y l évatelo —dijo Yurkov
Eremenko, tendiéndome el
cuaderno—. Recuérdalos
siempre… Yo morí al nacer.
Nadie me dio esa oportunidad.
Sin más explicación,
se levantó y me dio la
espalda. Después, absorto en
sus pensamientos, se quedó
mirando el fuego de la
chimenea. Pude insistir para
que me contara más, pero no
lo hice. Tenía mi cuaderno y
las historias de todos mis
compañeros. Era más de lo
que necesitaba.
Gustav me agarró del
brazo para sacarme de allí.
Había entrado con tal sigilo
que ni siquiera había advertido
su presencia hasta notar su
fuerte aliento y sus rudas
manos.
Al l egar al dormitorio
común me encerró allí y me
explicó que ese sería mi sitio
hasta que Yurkov me
reclamara de nuevo. Me quedé
sola. Ya ni siquiera sentía
tristeza. Dediqué mi tiempo a
mis compañeros ausentes. Leí
las historias que me habían
contado, y me sentí dichosa
por ello y orgullosa de todos
esos niños y niñas. Todos me
descubrieron, al contarme su
pasado, que fueron inocentes.
A todos los amaba por ello.
Una memoria inquebrantable al
olvido a pesar de las
tormentas del presente.
Pasé las siguientes
horas en compañía de las
letras, de sus significados,
acompañada por el más leal
silencio. Comí sola. Gustav me
sirvió mi frugal comida en el
duro aposento de hormigón.
Me sorprendió que me
revocaran el privilegio de
comer con mis compañeros,
pero así debía ser por orden
expresa de Yurkov. La
explicación a todo esto no
tardaría en conocerla. Si
duro fue presenciar lo
ocurrido a mi hermana, más
duro aún si cabe sería lo que
estaba a punto de ver y
sufrir.
Sentada contra la
pared empecé a enumerar en
voz alta mis compañeros. No
sabía por qué lo hacía, pero
quería dibujarlos en mi
memoria para siempre.
Conocer el sitio que
ocupaban, el compañero con
el que se acostaban espalda
contra espalda, la manta que
los cubría… La vida estaba
l ena de intuiciones, y yo
intuía que ya no volvería a
compartir espacio con ellos.
Razón no me faltaba. A
partir de esos momentos, solo
me acompañarían sus
testimonios.
Ignoro a qué hora me
recogieron, pero sí sé que
algo había cambiado cuando
Laluska me obligó a
ducharme, en un baño donde
todo relucía como el brillo del
sol, incluso los grifos y la
bañera. La joven rubia que
nos había preparado el
desagradable día en que
ultrajaron a mi hermana se
encargó de mí. Se esmeró
lavándome el cabello,
frotándome el cuerpo con una
esponja suave, y usó un gel
que desprendía un maravilloso
olor a rosas. Me cortó las
uñas de pies y manos, y
asimismo, me cepilló los
dientes hasta irritarme las
encías.
Ante un espejo de
cuerpo entero me puso un
vestido blanco, de volantes, que
parecía convertirme en una
auténtica princesa. Lo
acompañó con un tocado de
flores en mis cabellos
trenzados; arduo trabajo que
la chica realizó con
paciencia.
Cuando me l evaron
hasta Yurkov, este me miró sin
dejar de asentir. Pude sentir
cómo me olfateaba, cómo
frenaba su mano en su afán
por tocarme, de espaldas a
mí. «Estás preparada». Esas
fueron sus palabras. Me
preguntó si quería despedirme
del resto de mis compañeros.
La palabra «despedida»
traslucía pérdida, y en ese
momento supe que mi intuición
no me había engañado horas
atrás cuando, sola en el
dormitorio de los múltiples
susurros, el pensamiento l egó
hasta mí para informarme de
que era la última vez que
pisaba aquel espacio tan
maravilloso donde se
fraguaban las emociones
contenidas de nuestra niñez
quebrada.
Por supuesto que
acepté y Yurkov me dijo que
se lo esperaba, pero que para
nada me agradarían las
condiciones en las que iba a
encontrármelos.
Acompañado de mi
«protector» salimos del
edificio y l egamos a una
especie de establo de grandes
dimensiones que hasta ahora
no había visto. En el interior
se hacinaban todos mis
compañeros, aprisionados por
el cuello a un montón de
cuerdas que caían del techo, y
con los rostros tapados por
capuchas blancas.
Tres hombres de buena
presencia, con buzos oscuros,
paseaban entre mis
compañeros con machetes
entre las manos. Miré
suplicante a Yurkov mientras él
me explicaba:
—Te dije que debo
contentar siempre al cliente, y
también que hay enfermizas
obsesiones que no
controlo… Hasta hoy solo
se centraban en los mayores,
pero ahora quieren ir más
allá y se han obstinado en
cazar niños…
¿Cazar?
Me quedé literalmente
sin habla. No escuché las
siguientes palabras. Tres
puertas se abrieron al fondo.
Yuri había descorrido los
cerrojos. En ese instante
comenzó todo. Uno de los
clientes le quitó la capucha a
Viktor, lo miró a la cara
sonriendo como un demente, y
de un certero tajo cortó la
cuerda poco más arriba de su
cabeza.
—¡Escapa! —
exclamó después con brío—.
Vamos, ahí tienes una
posibilidad. Detrás de una de
esas puertas está la libertad.
Viktor, con el nudo
corredizo de la soga
colgando como un collar y las
manos atadas a la espalda,
echó a correr, sin tiempo
material para advertir el
significado de aquel extraño
juego. Mientras tanto, el cliente
que lo había elegido clavaba el
machete en el suelo, recibía de
manos de Yuri una ballesta y
una saca de virotes de punta
triangular y, tras inhalar
fuertemente, salía tras la estela
de aquel pobre desgraciado
entre chillidos enloquecedores.
—Dígame que
escapará…
Vi tristeza en los ojos
de Yurkov ante mi ingenuo
deseo, una súplica en el
fondo, pero no
arrepentimiento.
—Tras esas puertas
hay un laberinto de pasillos y
túneles excavados bajo tierra.
Si tiene pericia, conseguirá
retrasar lo inevitable.
—Haga algo —
rogué con el ánimo encogido
—. Por favor, no lo
permita.
Para entonces, el
segundo cliente, de rasgos
asiáticos, había cortado la
cuerda de Natalia, dejando
descubierto su rostro. Luego la
azuzó para correr con la
punta de su machete.
—No puedo perder a
estos clientes por tres bajas
en el grupo… porque puedo
reemplazarlas. Me ofrecen
grandes fortunas. ¿Entiendes?
Natalia había cruzado
la puerta de la derecha, y
apenas dos minutos después el
cliente salía en su búsqueda
blandiendo una temible katana.
El tercer cliente, un
hombre fornido con la
cabeza totalmente afeitada,
acababa de cortar la cuerda
de su presa. Era Sasa.
Intenté impedirlo. Me escapé
de Yurkov, me entrometí entre
el hombre y mi amiga, le quité
a esta la soga y me la puse
en torno al cuello.
—¿Le valgo yo?
—Quise saber, retadora.
Al sonreír, complacido
por la sorpresa que
seguramente creyó cortesía de
la casa, el hombre enseñó
unos dientes blancos y recios.
—¡Corre! —rugió,
levantando el machete. En ese
momento me di cuenta de que
carecía de mano izquierda, y
que en su lugar tenía un
garfio al estilo de los piratas
—. ¡Corred ambas, y así el
placer será doble!
Agarré a Sasa de un
brazo con desesperación,
pues yo sí tenía las manos
libres, y corrimos hacia la
puerta de la izquierda. No me
importaba lo que ocurriera.
Había desafiado a Yurkov
Eremenko y solo eso ya me
hacía feliz. Morir era mi
bendición.
Pero antes de l egar a
la puerta me abofetearon con
mucha fuerza, y en la
inevitable caída arrastré a
Sasa. Había sido Yuri quien
se había interpuesto en
nuestro camino.
—No hay problema.
Pagaré el doble —ofreció el
del garfio mientras se dirigía
a Yuri. Tenía los brazos
estirados a la altura de los
hombros, como si le pidiera
explicaciones.
—Elije a otros. —
Yurkov había l egado hasta él
—. A ella, no.
—¡No! ¡Quiero a
estas! —protestó el cliente,
de pronto encolerizado.
Yo lo contemplaba todo
desde el suelo, con el labio
partido bañando de sangre mi
rostro y la tierra donde yacía.
Pero mi mayor interés se
dirigió hacia Sasa, quien
temblando se había
acurrucado a mi lado.
No pude contemplar
cómo Yurkov zanjaba la
discusión con un disparo en
la sien del cliente del garfio.
Solo vi a este último,
derrumbado en el suelo,
mirándome con ojos vidriosos
y empapándose en un charco
de sangre mientras Yurkov me
arrastraba por los pies. Me
hizo daño, y la mano de
Sasa resbaló de la mía. Hice
fuerza por recuperarla e
incluso l egaron a rozarse
nuestras yemas… Aún
recuerdo el desgarrador grito
de Sasa cuando nos
separaron, y el l anto que
inundó sus ojos. Yuri tiraba de
ella y Yurkov de mí, pero en
direcciones opuestas.
No volví a verla jamás.
—¡Esta noche estaba
preparada para que todo
fuera maravilloso! ¡Pero
ahora, por insensata, te va a
doler de verdad! —bramó
Yurkov, irritado como pocas
veces. Habíamos entrado en
un pequeño habitáculo con
fardos de heno. Él me había
arrojado encima y me
arrancaba la ropa con
violencia—. ¡Desprecias mi
bondad! ¡Ha l egado el
momento de dar satisfacción
a quien te eligió! —
amenazó con lascivia.
Me manejó a su
antojo. El dolor fue
desgarrador, pero no me dejó
chillar, pues me tapaba la
boca con una mano. Cerré
los ojos y giré la cabeza.
Pensé en mamá, en Simona,
en Sasa, en Luka, en Viktor.
Ya no sentía las bruscas
embestidas ni oía los jadeos
de aquella bestia humana
sobre mí… Al día siguiente
cumpliría quince años —o
esperaba l egar a cumplirlos
— y me imaginé rodeada
de mis amigos y familiares,
soplando las velas de una
tarta como una muchacha
más. En el ínterin, notaba
cómo las lágrimas resbalaban
por mis mejillas.
Esa noche me visitó
otras tres veces. En cada
intervalo aprovechaba para
dar órdenes abruptas. «Echad
a la incineradora el cuerpo
del cliente norteamericano»,
«Castigad a todos los niños
con unas horas más en la
misma postura», «Llevad a la
T-39 —la numeración de
Sasa— al doctor Richards,
para experimentación, y
agregad otros dos elegidos al
azar»… Luego volvía y se
desahogaba conmigo, sin dejar
de chillarme lindezas de todo
tipo cuando comprobaba que
ya no peleaba por evitar sus
actos. Ya no me importaba
nada. Y menos aún, esos
canallas.
Cuando Yurkov se fue,
me ató los brazos a unas
cadenas y me apretó un
brazalete en el cuello, soldado
a una argolla, que me
obligaba a permanecer de pie.
Aquello que tenía aspecto de
celda no era más que una
caballeriza.
Durante unas largas
horas escuché las quejas y
lamentos de mis compañeros
de infortunio. A través de las
rejas los veía ahí, firmes, con
los nudos corredizos en los
cuellos y aquellas cuerdas
tensándose a cada
movimiento. Agradecí que
l evaran el rostro cubierto, y
en parte entendí a aquellos
canallas. Les tapaban los
rostros para ahorrarles la
angustia. El que era elegido
como presa se asustaba ante
lo que veía, pero los que se
libraban volverían al
dormitorio de los múltiples
susurros sin tener del todo
claro por qué les habían
atado las manos a la espalda
y colocado luego aquellas
sogas al cuello. Lo entenderían
como castigo, sin saber que
cualquiera de ellos podía
haber sido el señalado.
Cuando se los l evaron
quise gritarles, l amarlos, pero
la voz no acudía a mi
garganta.
La noche siguiente
Yurkov volvió y se ensañó de
nuevo. Aquella vez ni siquiera
me desató, y lo hizo de pie.
No me habían dado nada de
comer ni de beber, por lo que
acepté el líquido de aquella
botella que él me introdujo en
la boca mientras procuraba su
placer. Creí que me quemaba
viva e intenté escupirlo, pero
Yurkov era muy fuerte. Luego
se me iba la cabeza y ya no
notaba nada, ni sabía lo que
hacía conmigo.
Durante cinco días
más sufrí aquellas
interminables vejaciones. Se
aprovechaba y me
emborrachaba. Llegué a
acostumbrarme a beber fuego.
Una semana después
de iniciado el castigo sexual,
Laluska me alimentó y me
bañó, para posteriormente
volver a encerrarme en la
caballeriza. Allí permanecí
otra semana, sosteniéndome a
base de alcohol y pan. Al
menos Yurkov me dejó de lado.
En su lugar venía el doctor
Richards, que reconocía mi
salud con paciencia.
El día de su regreso
Yurkov me soltó y me obligó a
sentarme en el heno. Aquel
día no me ofreció el alcohol
que mi cuerpo tanto
necesitaba. Solo sus amargas
confidencias:
—Con ocho años mi
padre me l evó a una mina de
carbón. No levantaba mucho
más de seis palmos del suelo
y ya tenía que acarrear
cubos, palear y empujar
vagonetas. No me perdonaron
ni una. El encargado me
cogió ojeriza, y durante años
me hizo la vida imposible. Me
golpeaba con un bastón que
siempre l evaba, orinaba sobre
mí, me impedía beber agua y
me decía que mi comida era
el polvo negro que
desprendían las vagonetas
cuando las limpiaba. El muy
cabrón siempre me dejaba
para el final cuando salíamos
de la mina, y mi padre
aprobaba tal humillación. Le
pagaban muy poco por mí,
pero lo suficiente para
dejarme de lado… Cuando
cumplí los catorce, un
derrumbamiento se lo l evó por
fin al infierno. No vertí ni
una lágrima por él.
»Por entonces, mi
hermano Yuri tenía siete años
y nuestro padre ya preparaba
su ingreso en las minas. Tras
la muerte de mi padre impedí
que Yuri pasara por lo mismo
que yo había pasado. Con
mis ahorros le envié a él y a
mamá a casa de mi tía, que
también era viuda y trabajaba
como matrona. Mamá quiso
oponerse, pero yo, a pesar de
mi corta edad, era ya lo
bastante maduro para decidir
incluso por ella… En las
minas, el encargado cada vez
me odiaba más y
comenzaron las palizas. Al
principio no me defendía pero
cuando un día inventó una
serie de amonestaciones para
que el capataz no me pagara,
le rompí la nariz de un
cabezazo. Acabé en el
calabozo de la Policía, cuyo
comandante en jefe era íntimo
amigo del encargado… Me
torturaron, me golpearon y un
día, tres de ellos me
violaron… —En aquellos
momentos Yurkov, con el
rostro crispado, hizo una
pausa antes de continuar su
durísimo relato—: Uno era
ese cerdo. Juré vengarme…
»Cuando salí de la
cárcel, recuperé el puesto en
la mina, pero a cambio de la
mitad del salario… Tenía ya
diecisiete años y fui a por él.
Lo atrapé en un túnel, a
solas, meses después de mi
reingreso. Acabé con los
puños despellejados, y cuando
quise clavarle el pico en los
cojones, tres hombres que
volvían de otro túnel me lo
impidieron. Pasé otras dos
noches en calabozos, pero al
tercer día me subieron a un
furgón de Policía y me
l evaron a un bosque, donde
me esperaba ese encargado,
acompañado del comisario
jefe… Me rajaron la cara
con el cristal de una botella
rota —dijo señalando la
cicatriz que partía en dos su
rostro—, y después el
cabrón cogió la pistola de su
amigo y me metió una bala
en la cabeza… Me dieron
por muerto. Pero sobreviví,
todo gracias a la providencial
ayuda de un ermitaño que
merodeaba los bosques. Aquel
cerdo se l amaba Oleg
Butalkin, y desgraciadamente,
murió de un infarto poco
después… Pero tenía dos
hijos: Lail y Olga, tu madre,
que además estaba
encinta… Ya ves que he
sabido esperar mi oportunidad,
y ya me he cagado en la
memoria de ese hijo de puta.
Me miró con dureza.
La historia me hacía
comprender muchas cosas que
hasta ahora no comprendía.
Oleg, mi abuelo, había sido el
responsable de que Yurkov se
convirtiera para siempre en un
ser sin alma.
—¿Por qué no me
ha matado? —Quise saber.
—Qué mejor manera
de recordar al demonio que
mezclando nuestros destinos.
Engendrar un descendiente que
l eve mi sangre y la de quien
me convirtió en lo que soy
ahora… Lo preparé todo
para que tu primera vez
fuera una buena experiencia,
pero lo echaste a perder.
—¡No! ¡No diga eso!
¡No quiero oírle! —le
supliqué con angustia. Solo
quería beber.
—Ahora que el
doctor Richards me ha
confirmado que estás
embarazada, se acabó. Pasas
de pleno derecho a ser la
mujer del señor y la madre de
mi hijo… Me perteneces y
me obedecerás, y de ti
dependerá ser analfabeta o
lista…
Sin tiempo para
valorar mi nueva situación le
pregunté con angustia:
—¿Qué será de mis
compañeros?
—Los que han
sobrevivido irán con los
mayores a compartir lecho y
espacio.
No lo entendía.
—¿Cómo que los que
han sobrevivido?
—Hace ya una
semana hubo fuego en los
barracones. Casi la mitad
murieron en el incendio.
Cuando sofocamos las l amas,
no había más que cuerpos
calcinados.
—Sasa…
Luka… —susurré apenas.
Me temblaba la voz.
—Los nombres aquí
no existen. Solo son
productos numerados —
sentenció Yurkov, lapidario.
Aquel mismo día me
trasladaron. Laluska,
acompañada de dos fornidos
guardaespaldas, me acompañó.
Primero en una destartalada
camioneta que cruzó
desfiladeros, montañas y
caminos de tierra durante un
largo día, y posteriormente, en
un barco de mercancía que
nos arropó en sus bodegas
durante una interminable
semana hasta l egar por fin al
puerto de Barcelona. Allí
permaneceríamos un par de
meses en el chalet de un
amigo de Yurkov, a las
afueras de la ciudad.
En mi cuarto mes de
gestación nos trasladamos a
Madrid. Los sobornos y la
corrupción me proporcionaron
identidades nuevas. Pasé a ser
ciudadana española de pleno
derecho, al igual que la tía de
Yurkov, que fue quien se hizo
cargo de mí a partir de aquel
día. Aquella oronda mujer que
estaría a mi lado segundo tras
segundo era la enfermera que
me inspeccionó el primer día
y quien selló a fuego en mi
espalda la marca de Yurkov
para indicar que era de su
propiedad: la tarántula.
Poco después vino al
mundo una preciosa niña. La
repudié desde el primer día.
Me negué a cogerla en
brazos. Es más, me negué a
mirarla, a amamantarla.
Surgió de mí, pero era fruto
de una violación tras otra.
Yurkov l egó días
después para conocerla. Me
amenazó con matarme si no
cumplía como madre, y para
hacer más grande mi dolor, el
miserable le dio su apellido y
el de mi abuelo materno:
Nadine Eremenko Butalkin.
Obedecí a
regañadientes, pero con un
único plan en mente: ganarme
su confianza para escapar.
Pareció surtir efecto, ya que
las aguas se amansaron y
dejé de estar tan vigilada.
Desde que l egamos a
España supe que no tendría
otra oportunidad: para
escapar, necesitaba
confundirme con el resto,
aprender el idioma hasta el
punto de poder dejar atrás mi
pasado, mi vida entera. No
podía regresar a Bielorrusia
—tampoco me quedaban
motivos para hacerlo— y vi
en este nuevo país la
posibilidad de empezar de
cero. Semana tras semana,
mes tras mes, fui aprendiendo
el idioma gracias a una
pequeña radio, a la prensa
que cogía a escondidas y a
las conversaciones que
espiaba entre los
colaboradores españoles de
Yurkov… Y al final l egó el
día.
El ruso aprovechó su
estancia en Madrid para
cerrar sus turbios negocios:
supe que había secuestrado a
la hija de un millonario para
extorsionarlo y que colaborara
en la explotación de una mina
de diamantes en África a
cambio de la vida de su hija.
La vi cuando la trajeron con
los ojos vendados hasta
nuestra finca: la muchacha
tendría mi edad y el parecido
físico era realmente
asombroso. Como su padre
no se plegó a sus exigencias,
los hombres de Yurkov
ahogaron a la chica en la
bañera y enterraron sus restos
en un bosque, cerca de
nuestra casa. Yo misma pude
ver dónde lo hacían. Luego
ellos y su jefe se marcharon
de regreso a Rusia: el
negocio no había sido posible,
y la joven pasó a ser noticia
en los informativos en la
sección de desapariciones.
El día que me escapé,
me corté el pelo a lo chico
como lo l evaba ella y cogí su
documentación, que tomé de
su ropa tras desenterrarla. La
volví a enterrar con mis
documentos de identificación y
corrí, a través de la inmensa
l anura, hasta l egar al pueblo
más cercano: Pinto. Allí,
abrigada por la oscuridad que
me proporcionaban los
árboles del bosque, hice algo
de lo que no me creía capaz.
Me corté con una piedra
afilada la piel del hombro. Me
deshice de aquella maldita
marca grabada a fuego.
Luego me golpeé la cabeza
con la misma piedra.
Mareada y sangrando en
abundancia salí de mi
escondite hasta l egar a una
pareja que se besaba en un
banco del parque. Sé que me
desmayé ante ellos. De esa
manera escapé de aquel
infierno l eno de indeseables.
Los días siguientes fui
noticia. La hija del millonario
había sido por fin
encontrada, aunque sufría una
amnesia evidente y aún no
había dicho una palabra. ¿Y
Yurkov? Imagino que l egó a
saberlo, oiría los rumores
acerca de la «resurrección»
de la hija de Pablo Álvarez.
Supongo que ataría cabos,
pero aunque durante años
esperé verlo al doblar cada
esquina, lo cierto es que no
volvió a dar señales de vida.
Llegué a preguntarme si es
que, a lo mejor, en el fondo
hasta me quería…
Voy
a
perder
a
mi
marido
y
a
mi
hija.
Lo
único
que
espero
del
futuro
es
que
el
tiempo
cure
las
heridas,
y
que
algún
día
podamos
estar
de
nuevo
juntos.
Si
no,
no
sé
qué
será
de
mí.
Daría
mi
vida
por
recuperarlos.
Sin
ellos
no
vale
nada.
No
vale
nada.
Aldo arrugó el mensaje que llevaba
consigo desde que rompió esa botella, y
tras hacer una irregular bola con él, lo
arrojó a la papelera que había junto a la
moto. También dos fotografías, en las
que Lucinda e Iván aparecían juntos,
sonrientes. Prendió un fósforo y lo echó
a la papelera. Tenía que darse prisa,
pues solo unas calles más abajo se
encontraba el cuartel de la Policía
Municipal de Basauri, y sus miembros
habían reaccionado de inmediato ante el
estruendo que acababa de perturbar la
paz nocturna y sus crucigramas a medio
hacer. Al menos, las sirenas horadaban
las primeras luces del alba, cubierta
ahora por un velo de polvo. Cuando por
la abertura de la papelera surgió la
llamarada, Aldo bajó la visera del
casco.
En el bolsillo interior de la chaqueta
llevaba el diario de Noelia. Aquel que
había requisado de su bolso, y que
contaba los días desde la terapia en El
Observatorio. Nadie debía saber sobre
ellos.
Bueno, sí. Aquellos malditos
asesinos para quienes los niños eran
únicamente un negocio, «mercancía», el
más lucrativo de todos.
«En tiempos rotos hay que pasar a la
acción y no vivir de la intención. Ese
momento está aquí. Entre nosotros»,
pensó Aldo al tiempo que daba gas a la
moto.
41
El aliento de la noche dejó de ser el
silencio y las luces de ambulancias,
coches patrullas y hasta un camión de
bomberos lo llenaron todo. La irracional
partitura de los más madrugadores; el
vaho de las respiraciones dibujando
formas fantasmales; las prisas de los
sanitarios de la DYA[6], cubriendo con
mantas térmicas a unos niños
temblorosos y asustados a pesar de
saberse a salvo; la infatigable paciencia
de los agentes municipales y ertzainas,
preguntando por doquier en su afán de
saber qué demonios había pasado; las
rudas pisadas de los bomberos
trastabillándose entre los escombros,
buscando un halo de vida, tal vez un
hueco por donde escuchar la voz de ese
herido que podría ser rescatado.
Y, arrodilladas, dos mujeres que se
abrazaban, una todavía una adolescente
y recogiendo ese abrazo maternal que
creyó perdido para siempre.
—Perdóname, cariño, perdóname.
—La ansiedad de Noelia se hacía más
que patente en sus palabras, temblorosas
y repetitivas.
Como contrapeso, la entereza de su
hija era la roca en la que podía
apoyarse.
—No tienes de qué culparte —
afirmó esta con ojos brillantes—. Tú
eres mi amatxu y te quiero. Y si todo
esto ha servido para algo, es para dejar
claro que debemos estar unidas.
—Pero te he puesto en peligro por
una historia del pasado… —replicó
Noe.
Sonriente, como quien acepta que
por un momento los papeles están
cambiados, Vanesa acariciaba la nuca de
su madre, la consolaba.
—No es verdad, amatxu —negó con
ternura antes de proseguir en tono
confidencial, casi en un susurro—: Ellos
me han protegido… Nos han
protegido…
Por encima del hombro de su madre,
miraba al fondo, donde Zaira,
resguardada bajo una manta que solo
dejaba al descubierto su cara de ángel,
estaba escuchando al médico que
parecía interesarse por su estado.
Noelia movió la cabeza, incapaz de
reprimir ese llanto que se había vuelto
constante y que resbalaba hasta empapar
el hombro izquierdo de su hija. Su única
hija. La única a la que de verdad había
considerado como tal.
—Empezaremos de nuevo, amatxu,
y quiero que estés a mi lado para
siempre —afirmó la muchacha.
—Eso no depende solo de mí, hija
mía; no depende solo de mí —replicó
Noelia en voz queda con el rostro
repentinamente apesadumbrado. La
esperanza tras el encuentro con Yago
había dado paso al bajón de adrenalina,
la tensión acumulada, el cansancio… De
golpe, sentía un velo de cautela
cubriendo sus hombros.
—Claro que depende de ti,
amatxu… —saltó Vanesa, esperanzada
—. No te arrugues ahora. Sabes que te
necesito. Lucha por nosotras.
Se hizo una larga pausa entre ellas, y
Vanesa acompañó sus siguientes
palabras con una sonrisa de aliento.
—Vuelve con aita, por favor. Daos
una nueva oportunidad. Él te quiere, lo
sé, más de lo que deja ver. —La joven
dejaba fluir por primera vez sus
emociones. Ahora lo sabía, igual que
sabía que su padre también la quería a
ella; claro que sí.
Durante un par de minutos cesaron
las palabras y madre e hija
permanecieron absortas al ruido que las
envolvía, y al ir y venir de los presentes,
que danzaban de aquí para allí
cumpliendo con sus obligaciones.
—Ellos querían que te diera algo…
—Fue Vanesa quien rompió el silencio y
deshizo el abrazo para hurgar en la
mochila que descansaba en el asfalto—.
Me dijeron que te pertenecía. Que era tu
sueño no realizado. El final de un deseo;
que es lo que debes recordar.
Apretando los labios, Noelia hizo un
gesto de rechazo.
—¡No! —exclamó—. De verdad,
cariño, gracias, pero no quiero nada de
nadie tan violento y capaz de semejantes
actos… —Colocó luego la mano sobre
la cara de su hija en una caricia—. ¿No
te lo dicho, amor? Lo voy a contar todo
para que los detengan y sean juzgados.
Esos criminales no se merecen menos —
concluyó, acompañándose de un
elocuente gesto de repugnancia.
Entonces Vanesa dejó en el suelo los
papeles y la agarró de los hombros.
—Te entiendo. Haz lo que creas
conveniente, aunque te advierto que yo
me voy a negar a hablar de ellos a la
Ertzaintza. —Noelia iba a protestar,
pero su hija continuó hablando para
impedírselo—. Ellos me han escuchado,
me han protegido, me han hecho ver que
existen los justos. Sí, es así, aunque
sientas que estas palabras sean
horrorosas. Mira a todos estos niños que
nos rodean. Piensa en sus familiares, en
la alegría que sentirán al estar, de nuevo,
junto a sus hijos desaparecidos… Claro
que los métodos quizá no sean los más
apropiados, y no sé en qué has estado
envuelta hasta llegar aquí, pero entre
tanto daño, ellos han sido para muchos
un soplo de aire fresco. Estos niños
volverán con los suyos y con el tiempo
rescatarán esa sonrisa que les fue
arrebatada… —Ella misma esbozó una
sonrisa cómplice—. ¿No suelen decir
que los niños olvidan antes que los
adultos?
Incrédula por momentos, Noelia
observaba complacida la madurez de
aquella mocosa a la que tanto quería, y
que le hablaba ahora con palabras tan
poderosas como acertadas. Sí, quizá
tuviera razón.
—Han sido crueles, cariño. El
sufrimiento ha sido excesivo.
—Tú eres fuerte. Y tienes
principios. Serás capaz de ver qué es lo
justo, de mirar hacia el futuro y dejar
atrás el pasado…
Buscó después en la mochila, y dejó
a la vista una preciosa araña de cristal.
—¿Y cómo tienes tú eso? —se
interesó su madre, perpleja.
—Me la regalaron ellos a través de
la única persona que me ha escuchado
en los últimos tiempos. —No tenía ni
idea de lo que significaba esa araña,
pero el día de su cumpleaños ellos
estaban ahí, a su lado, donde no estaban
ni su aita ni su amatxu, que eran los que
deberían haber estado—. Ellos me han
hecho felices por unos días. Es más de
lo que tenía un mes atrás.
Noelia encajó la reprimenda con la
cabeza gacha y asintiendo en silencio.
Le dolió ver el regalo que le habían
hecho a su hija. Un objeto espeluznante
que la retrotraía hasta el pasado más
lejano, el mismo que había corrido a su
encuentro en las últimas horas. Sí, para
darle sentido a la venganza de un grupo
ejecutor que por fin hizo justicia a su
hermana, a ella y también a tantos niños
indefensos que no tuvieron ocasión de
elegir o de crecer siquiera.
—No puedo negarte que tienes razón
y me duele reconocerlo, pero esa araña
simboliza muchas cosas negativas,
mucho daño infligido. Debes
desembarazarte de ella, cariño. Hazlo,
por favor te lo pido —suplicó
finalmente, ahora con voz apagada.
—Si tú quieres, la ocultaré de tu
vista, claro que sí… Pero no voy a
desprenderme de ella porque para mí
significa amistad, me habla de personas
que me han sabido valorar en todo
momento —concluyó Vanesa, ceñuda y
con tono casi de reproche.
Con rostro apesadumbrado, Noelia
giró la cabeza para encontrarse con la
mirada furtiva de su ex, que permanecía
apoyado en el capó de un coche patrulla.
Estaba conversando con Nick de Marco,
quien sujetaba dos vasos humeantes de
plástico. Interrumpió su diálogo para
brindarle una sonrisa cansada, eso sí,
pero llena de sentimientos encontrados.
—La vida es un péndulo y hay quien
se arriesga a pararlo, o muere o vive
con un nuevo principio. —Las palabras
de Noelia eran apenas audibles, casi un
susurro—. Yo estoy dispuesta a
considerar esta última opción. Sí, eso
es. Un nuevo comienzo, cariño.
Vanesa volvió a tenderle entonces
los dibujos, hechos con trazos infantiles.
—Los hemos dibujado Zaira y yo a
partir de unas fotografías que ellos nos
enseñaron, aunque ni nos hemos
acercado —explicó con una alegre
sonrisa—. Sé que dibujamos muy mal
pero creo que entenderás su significado.
La madre recogió los dibujos y los
observó con detenimiento. Acabó
llorando y riendo a la vez. Se volvió a
abrazar a su hija y la apretó contra sí
con más fuerza. Vanesa era lo más
importante. Alguien acababa de
confirmárselo en aquellos trazos de
papel que tenían un significado muy
especial, al menos para ella. «Lo daré
todo por ti, hija mía, todo», se dijo en su
interior.
Lo que parecía un bosque, en uno de
los dibujos; animales variados en otro; a
su vez, en el siguiente, dos niñas
ridículamente retratadas con piernas
como palillos y agarradas de la mano le
recordaban a Noelia que aquel pasado
tuvo destellos ilusionantes a pesar de
todas las desgracias que le siguieron.
Una hermana y una esperanza común. En
el parque de Belovezhskaya Pushcha.
Ese momento mágico donde dos
hermanas podían mantenerse unidas para
siempre.
La ficción podía mantener la
esperanza, tal como atestiguaban
aquellos dibujos. Lo que había ocurrido
también desbloqueaba parte de esa
felicidad y Noelia decidió rescatar del
ayer aquellos recuerdos y devolverles el
peso que en realidad tenían dentro de su
agitada existencia. A Simona le
encantaba dibujar y ese era su legado
para recordar a su hermana hasta el fin
de sus días.
Había llegado el momento de
olvidar el resto y subirse al péndulo del
destino. Ahora los niños iban a estar
protegidos por las mismas personas que
en las últimas horas, en el fondo, la
habían ayudado. El sufrimiento pasado
se compensaba con nuevas
oportunidades. Y ella las tenía al
alcance de la mano.
42
Yago Mellado no quitaba ojo a sus seres
más queridos. Noelia y Vanesa
permanecían abrazadas, unos metros
más allá, arrodilladas y susurrándose
confidencias que no conseguía escuchar
mal que le pesara en esos momentos.
Verlas tan juntas le ilusionaba: solo
verlas ya le enternecía como nunca, pero
verlas además así de unidas le hacía
comprender lo estúpido que había sido.
Sonrió con una mueca de triunfo.
Nick de Marco, junto a él, había
hecho la llamada pertinente para que
liberaran a Jokin Sagasti, tras ser
informado por Yago, y ahora estaba
intentando tranquilizar a su superior con
palabras intrascendentes que este no
escuchaba, aunque de vez en cuando
volvía la cabeza para mirarlo
distraídamente a los ojos.
En realidad Mellado, extrañamente,
se sentía feliz y no parecían preocuparle
en absoluto las consecuencias que sin
lugar a dudas tendría aquella noche, tan
infausta como sorprendente, y que aún
no había terminado… Se sentía en paz
consigo. Había matado a un compañero,
un grupo de fanáticos le había
manipulado hasta cotas insospechadas…
y aun así sentía que había hecho lo
correcto. La lección más dolorosa era
que hasta las fuerzas del orden
constituían un objetivo que podía ser
maniatado y eliminado. Él mismo había
sido títere como castigo a su mal
proceder como padre.
Xabier Elostegi llegó hasta su
posición quitándose unos guantes
desechables y con el rostro contraído.
Se sacudió la sudadera negra para
desprender el polvo acumulado allí.
—Esto es un desastre, Mella, una
auténtica putada. Va a ser una
investigación de pelotas la que nos
espera desde Interior… —Miró
fijamente a Yago antes de continuar en
tono grave—: Amigo, vas a tener que
dar muchas explicaciones, y sabes que
me duele decírtelo.
—He registrado la pistola como
prueba —intervino De Marco,
levantando casi a la altura de sus ojos
una bolsa transparente donde se
encontraba el arma de fuego corta que
Yago había llevado consigo, la misma
que le había quitado al Monarca en su
asalto nocturno horas atrás.
—No entiendo por qué no te
molestaste en ponernos al tanto —
intervino de nuevo Xabier, muy serio.
No concebía aún que su amigo y
subalterno asegurase que había sido él
el responsable de la muerte de un
compañero—. Si habías conseguido
pruebas contra Jon Ríos, tenías que
habernos avisado. —Le lanzó una
mirada de advertencia—. ¡Joder, Mella,
que somos un equipo! —exclamó de
pronto, furioso como se encontraba.
Mellado suspiró hondo antes de
replicar en voz baja:
—Mira a tu alrededor, todos estos
menores… Los hemos rescatado. Eso es
lo que de verdad importa. —Carraspeó
dos veces para aclararse la garganta y
tragó saliva con cierta dificultad—. Sí,
asumo plenamente lo de disparar contra
Jon, pero él apuntaba a Noe en esos
momentos… Hice lo que marca el
reglamento, defenderme, defender a los
míos. Xabier, ha sido en defensa propia
ante una situación que se me escapaba
de las manos.
El subcomisario trenzó los dedos, un
movimiento característico en él cuando
se encontraba muy incómodo.
—Mentir nunca ha sido lo tuyo,
Mella —afirmó luego, rotundo—.
Hemos encontrado el cadáver de Jon en
el Seat Alhambra, no donde tú dices que
le pegaste cuatro tiros. Además, los de
la Científica están trabajando ahora
mismo dentro del vehículo en busca de
pruebas, y espero que pronto me den
algún dato que me aclare si de verdad ha
sido cosa tuya o si te estás equivocando
al culparte porque andas más aturdido
que un adolescente tras su primer polvo.
Yago escuchó cada palabra de su
inmediato superior en el CIDE, pero no
comentó nada al respecto. Era
imposible. Él había visto el cuerpo de
Jon Ríos caído en aquel siniestro
subterráneo. Lo había abatido a tiros.
¿Qué estaba diciendo Xabier? Claro,
movimientos de ajedrez de quien le
había manejado hasta ahora como a un
peón en una partida. Pero ¿qué podía
decir? «Mira, Xabier, tienes razón. Mis
cómplices no tienen rostro. Se deshacen
en las paredes y fuman el aliento de los
humanos». Se le dibujó una sonrisilla
mordaz solo de pensarlo.
—No sé qué decirte… —replicó al
fin, con aire ausente.
—Si estás buscando el premio al
mejor comediante, solo te queda
confesar que en realidad eres un
terrorista islámico. Vamos, que has
puesto unos artefactos para reivindicar
que te magullas las rodillas sobre una
alfombra mágica por un ser que te va a
dar la paz en el mundo de las hostias en
cascada. —Elostegi, que más bien
mascaba cada palabra, no escondía su
enfado.
El oficial de la Ertzaintza se encogió
de hombros.
—Ante eso no tengo respuesta,
Xabier —dijo después con voz cansina
—. De repente todo ha temblado y
cuando hemos salido de las naves del
Metro, el edificio se había venido abajo.
He tenido que volver a meter a todos
estos niños dentro para que la polvareda
no los asfixiara.
—Ya, lo que tú digas… Siento
soltártelo así, pero la has cagado pero
bien, socio. Estás ante una montaña tan
grande de mierda que no vas a poder
esquivarla. —Xabier Elostegi se frotó el
puente de la nariz e hizo un mohín con
los labios—. Lo que me cabrea de
verdad es que encima tendrás mi apoyo.
—Resopló con fuerza antes de concluir
con amargura—: Lo tendrás aunque seas
un auténtico capullo.
Apareció una Berlingo con los
cristales traseros tintados y con Vicky
Dámaso al volante.
—¿Y ahora? —Planteó Mellado.
—Ahí lo tienes —repuso Elostegi, y
el vaho distorsionó por unos segundos
su rostro. En un gesto de apoyo, Nick de
Marco apretó un hombro del oficial.
—Suerte con el Monarca, la vas a
necesitar —le susurró casi al oído.
Frotándose las magulladas muñecas,
Sagasti surgió por el lado del copiloto.
Al instante, Xabier se acercó para
ponerle al corriente de las últimas e
importantes novedades. Por su parte, De
Marco, con la bolsa de la pistola en la
mano, se dirigió donde Vicky para
intercambiar impresiones. Aunque lo
negara siempre, entre sonrisas irónicas,
el argentino bebía los vientos por su
compañera de departamento.
A Yago le dio la impresión de que
Xabier tardaba siglos en concluir su
charla con el Monarca. Quizá estaba
haciéndole un favor, amansando a la
fiera antes del presumible banquete.
Jokin Sagasti le escuchaba atentamente,
evitando en todo momento cruzar una
mirada con Yago. Su rostro parecía
cincelado en mármol, aunque si abriese
la boca en esos momentos, a nadie le
extrañaría que saliera fuego de ella.
Elostegi no paraba de gesticular, y
de vez en cuando giraba el anillo que
lucía en la mano izquierda. La
investigación no iba a resultar nada
sencilla: los datos que le transmitía al
comisario jefe eran solo un adelanto de
las largas noches, con sus días, que
esperaban al grupo CIDE hasta poder
dar carpetazo a un caso con más aristas
que los Picos de Europa.
El Monarca asintió por fin con la
cabeza, recompensó al subcomisario con
un leve atisbo de sonrisa de compromiso
profesional —aunque quizá era en
realidad un retortijón en el bajo vientre
— y le comentó algo que no llegó a
oídos de un expectante Yago Mellado.
Luego Jokin se acercó al fin, ignorando
por completo al responsable de la
Científica —un hombretón, exjugador de
baloncesto, vestido por entero de blanco
y que había salido a su paso para
hacerle un comentario importante—. No
era precisamente el momento adecuado.
—Aquí lo tenemos, el miembro más
envidiado de la Ertzaintza —dijo el
Monarca nada más llegar. Parecía
destilar una fina ironía que no pegaba
nada con su carácter habitual, frío y
distante. A su espalda, el responsable de
la Científica le levantaba el dedo
corazón, molesto con la desfachatez del
comisario—. El oficial que pone sus
cojones por delante para allanarnos el
camino a los demás. El amigo que te
regala unas cuerdas para asegurar tu
seguridad, como compromiso de lealtad
claro. El hombre de honor que va a salir
en todas las portadas de las prensa y en
los medios audiovisuales como un héroe
que ha rescatado a unos pobres niños.
Será la hostia, chico. Te convertirás en
un ejemplo para el resto de miembros de
este Cuerpo, y en la envidia de otras
Fuerzas de Seguridad del Estado, y la
gente te parará por la calle para
saludarte y te invitarán a café.
Volvió a acariciarse las doloridas
muñecas, dejando así un poso de unos
segundos de insoportable silencio en los
que el Monarca atravesaba con su
penetrante mirada al padre de Vanesa.
—Sí, señor, aquí tenemos al
infalible Yago Mellado Gorostiza, el
puto amo de la barraca. No sabes lo que
envidio ese par de huevos… ¡No puedo
creer lo que has hecho! —Pero en medio
de tanto sarcasmo, Yago podía ver que
Sagasti estaba a punto de explotar, harto
ya de contener su rabia. No se
equivocaba—. Por si no lo sabes aún,
eres el mayor estúpido que jamás haya
servido a mis órdenes y ya son años…
—Los ojos del comisario
relampaguearon—. Órdenes que te has
saltado a la torera al pasártelas por la
entrepierna aprovechándote de mi
amistad y de la absoluta confianza que
tenía puesta en ti. Eres un capullo de
órdago, un cabeza cuadrada que ha
puesto en peligro a todo el mundo y que
ha tenido incluso los santos huevos de
ajusticiar por la brava a un compañero.
Como insistes, lo entenderé así, porque
Ríos la ha palmado y no va a darnos la
réplica. Te has convertido en lo mismo
contra lo que luchabas: un mercenario,
un delincuente, un pervertido de la
sangre que riega su incapacidad con
decisiones peculiares y llenas de
vanidad e inconsistencia moral.
A pesar de sentir una punzada de
rabia ante tan demoledoras acusaciones,
Mellado hizo de tripas corazón y replicó
con una tranquilidad exasperante que le
sorprendió incluso a él mismo.
—No espere que le lleve la
contraria, señor. Haga lo que considere
oportuno y punto. Lo demás me da
exactamente igual a estas alturas de la
película.
Encajando mal el golpe, Sagasti
lanzó a su subordinado una mirada
iracunda.
—Me has decepcionado y me has
humillado —subrayó sombrío, luego de
una pausa para recuperar el aplomo
perdido durante unos tensos segundos.
—Sabía que intentaría detenerme,
señor. No tenía más alter…
—La investigación dirá lo que sea
oportuno —zanjó Sagasti—. No puedo
pasar por alto que, tras lo de hoy, hay un
antes y un después entre nosotros.
Quisiera encontrar una razón coherente
para todo esto, pero ahora mismo y a la
vista de los deleznables actos que has
cometido, lo veo complicado… —Hizo
un alto para rascarse el cuello en un acto
reflejo que todos en la unidad conocían
—. Lo que te espera va a ser duro. Qué
digo duro, será durísimo. Te verás
expuesto a interrogatorios interminables,
y no acabarán hasta averiguar toda la
verdad… —Torció el gesto, antes de
concluir con voz más grave—: Jamás me
esperé esto de ti. Ahora me doy cuenta
de que tenía que haberte dado un par de
hostias en el hospital y, por supuesto,
haberte denegado el tiempo extra que me
pediste.
Tras aquel rapapolvo, el ertzaina
negó varias veces con la cabeza.
—No voy a negar que he actuado
mal, señor. Quizá he sido injusto —dijo
con voz firme, sin fisura alguna de
debilidad—. Me muevo por impulsos,
eso es cierto, y si estos impulsos me han
llevado al final de mi carrera, lo
asumiré por completo. Es más, sé que
podría intentar convencerle de que la
muerte de Jon era una cuestión de pura
supervivencia, pero no voy a buscar
excusas, señor. He hecho algo
inadmisible y pagaré las consecuencias
hasta el final, aceptaré sin rechistar lo
más mínimo todo lo que me ocurra a
partir de hoy.
Yago sabía que muchas veces no nos
hacemos las preguntas adecuadas, el por
qué ocurren las cosas y la razón de que
no podemos evitar los problemas. No
hay explicación aparente, claro, y por
eso hacemos lo que consideramos justo.
Liberado por fin del peso que sentía,
entendió que aquel era un momento
decisivo en su vida. Y que aunque no
fuera el final esperado, aquello sí
constituía de facto el final de su carrera
profesional en la Policía Autónoma
Vasca. «Aunque a cambio, he
recuperado a mi hija, y también a
Noelia», se dijo antes de torcer el gesto
y concluir con voz hueca:
—Hay salidas que solo aparecen al
final del camino. Salidas con
compensaciones —pensó en Noe y
Vanesa—, nuevos principios, aun
cuando vengan de la mano de recuerdos
que serán una losa en el alma. Y los
principios siempre traen esperanza,
nuevas oportunidades en la vida.
Cruzó la mirada con su ex y su hija,
que asistían expectantes a la escena. A
pesar del cansancio y de la tensión
acumulada en las últimas horas, arrancó
a sus labios una sonrisa que
correspondieron sus dos seres tan
queridos. Las amaba más de lo que
pensaba, y haría lo que fuera por ellas.
Claro que sí. Lo que fuera, sin límites
con tal de protegerlas.
El Monarca guardó silencio. Para él,
la muerte de Jon Ríos también supondría
una losa en adelante, más aún si en
verdad era Yago su asesino. Había
muchas preguntas abiertas, y tendría que
dar muchas explicaciones a sus
superiores pero no era el momento de
pensarlo y el secreto al que estaba
obligado le impedía compartir sus
preocupaciones con nadie. De entrada,
bastante tenía con enviar a alguno de sus
hombres a dar la noticia a la viuda de
Ríos. Y a su hija. ¿Cómo podría
explicarles?
Con la mirada fija en su protegido,
Sagasti se llevó la mano al bolsillo
interior de su chaqueta y extrajo la carta
que Yago le había dejado tras atarle en
su propia casa. No la había leído. No
había querido. Y después de escuchar la
confesión de Yago al respecto de Ríos,
estaba seguro de que había hecho lo
correcto.
Rompió la carta que Yago le había
dejado delante de sus narices.
—Cuando hablamos sobre los
explosivos en el hospital, me comentaste
que sabías cómo detenerlo —le recordó
—. Por lo que veo aquí, nos hemos
debido de equivocar de objetivo: al
parecer te equivocabas. Hemos
encontrado en una taquilla de Abando la
bolsa que buscábamos con explosivos y
sin duda ha sido un perfecto señuelo,
porque en vez de bombas hemos
encontrado juguetes… ¿Algo que
apuntar sobre esto?
—Siento haber creído que podía
cambiar las cosas —se apresuró a decir
—. Ha sido irresponsable por mi parte.
—Has estado sometido a una tensión
insoportable para salvar a Vanesa. Para
mí, eso es evidente.
El aludido sorbió ruidosamente por
la nariz antes de aclarar en voz baja:
—Quizá la que necesitaba para
darme cuenta de lo que me estaba
perdiendo. Soy un pésimo padre y fui un
pésimo marido. Y por si fuera poco, os
he fallado a ti y al equipo. No merezco
la placa que llevo, soy un insulto para el
Cuerpo. Mi trabajo termina hoy. He sido
débil…, demasiado —concluyó
meditabundo, casi en un susurro amargo.
—Quítate eso de la cabeza. No
puedo permitirme perder dos hombres
en una sola noche —afirmó el
comisario: Sagasti no podía creer que
Yago hubiese matado a Jon como insistía
en insinuar, o al menos es lo que quería
pensar hasta tener todos los datos en la
mano—, pero sí aceptaré que te tomes
un tiempo de reflexión. Quiero que
recapacites sobre quién o quiénes te han
hecho esto, y nos ofrezcas la posibilidad
de dar con su paradero… —Jokin
Sagasti suavizó su gesto y algo en la
mirada que le dirigió hizo que Yago se
pusiese alerta.
»Me han informado de que hemos
atrapado al Tarántula, pero se ha
cobrado un alto precio. —Yago no
esperaba el cañonazo moral que le
aguardaba—. Es sobre Nadine… Ha
sido asesinada.
Sintiéndose desfallecer, se llevó las
manos al cuello, allí donde nacía una
angustia interna que, al parecer, quería
devorarlo por momentos.
—¿Cómo… ha sido? —Apenas
pudo articular con voz trémula. Sentía la
lengua pesada como una losa de granito.
El comisario aspiró hondo antes de
explicarle, ahora en tono repentinamente
amable, todo lo que la noche había
traído consigo: mientras Yago le
observaba con un rictus amargo, Sagasti
le contó que Nadine era la hija de
Yurkov Eremenko, que había vivido un
amor de engaño, una farsa en toda regla.
Le dijo que a veces la vida es un voltaje
continuado de malas hierbas que brotan
por donde pasamos… Luego tosió y
cambió de tema. En el fondo, sentía
aprecio por Yago, no quería hurgar en
una herida que debía hacer mucho daño.
—No aceptaré tu renuncia —le
repitió el Monarca—, ni te libraré de
culpa, claro está, pero por Dios, acepta
el impasse de reflexión que te ofrezco.
Esto solo es el comienzo de una larga
lucha que no sé muy bien adónde nos
puede llevar mañana a todos… —Tragó
saliva y le pidió algo que, a estas
alturas, a ninguno de ellos le sorprendió
en realidad—: Por eso quiero que tú,
obviamente, estés aquí, a mi lado, con el
equipo que formamos.
Incrédulo aún por la verdadera
identidad de Nadine, Mellado sacudió la
cabeza y apretó los labios.
—Es demasiado tarde… —
respondió como hablando consigo
mismo—. Para casi todo es demasiado
tarde… —Las lágrimas habían
empezado a recorrer sus mejillas, a la
par que, avergonzado, observaba de
reojo a Noelia y a Vanesa—. El rey
tiene que tener su príncipe, y es a él a
quien debe atrapar si quiere acabar con
esos putos rusos. Yo ya estoy fuera del
juego…
Con la mirada perdida en ninguna
parte y tras encogerse de hombros, Yago
se encaminó al encuentro de aquellas a
quienes de verdad amaba.
Fiebre
La última vez que la sentí, mis dedos
resbalaron entre los suyos cuando nos
separaron. Nadia acudió en mi ayuda
cuando aquel hombre con un garfio por
mano me eligió como presa para su
oscuro disfrute.
Uno de los hombres de Yurkov me
arrastró y me llevó a un sótano bajo la
enfermería. Aquella noche Yuri me
forzó, después de que el doctor Richards
me hiciera tragar las pastillas que
utilizaba para drogar a los mayores
antes de sus «encuentros» con los
clientes.
A partir de esa noche me encerraron
en un recinto industrial, donde el doctor
experimentaba a su antojo con nuestros
cuerpos. Buscaba ampliar su
conocimiento del cerebro, y sus
conejillos de Indias eran los niños y
niñas menos agraciados. Utilizaba
pastillas, nos aplicaba electrodos en la
cabeza, nos atravesaba con grandes
agujas o nos operaba a cráneo abierto.
Por suerte, yo no pasé por ninguna de
esas pruebas —una fuerte gripe me
debilitó durante unos días y el doctor
Richards no se atrevió a hurgar en mí
hasta que la fiebre no remitiera—,
aunque, eso sí, las contemplé desde mi
camilla y llegué a sentirlas como en mi
propia piel.
El día que trajeron a Luka me asusté
de verdad. Le dieron a probar unas
cápsulas negras y lo encerraron en una
jaula. Se volvió loco. Se golpeaba
contra los barrotes de acero, tenía la
mirada perdida. Cuando se tranquilizó,
lo devolvieron al dormitorio común,
pero los efectos no habían desaparecido.
Allí atacó a Laluska: le arrebató su vara
y tiró al suelo el quinqué que llevaba
todas las noches en su inspección
nocturna. El fuego se prendió enseguida
en las mantas. Por eso muchos de mis
compañeros murieron allí, abrasados,
sin escapatoria posible.
Yo no estaba en el dormitorio, pero
pude oír todos los incidentes de labios
de Gustav, que informó en persona al
doctor. Cuando ambos salieron de allí, a
la carrera, descuidando lo que dejaban
atrás, me escapé hacia el bosque en
compañía de otros dos niños. Nunca
supe si Luka sobrevivió a aquel infierno.
Cuando tres días después llegué a un
pueblo, lo hice sola. Mis compañeros de
fuga fallecieron por el camino,
exhaustos, deshidratados. Días después
me acogió una familia polaca que no
tenía hijos, una familia acomodada que
se apiadó de mí al conocer la parte de la
historia que les conté y que me trataron
siempre con enorme cariño. A mis otros
padres, a los de verdad, a los que me
vendieron a Yurkov, jamás quise volver
a verlos. Tres años después llegamos a
España, ya que mi nuevo padre era
diplomático y lo trasladaron al
Consulado de Polonia en Bilbao.
Con el tiempo tuve una hija, Yanise,
hija de aquel polaco, un incidente por
pura gratitud. Él compró mi silencio
dándome un hogar para independizarme,
y también un sustento anual muy
generoso. Yanise tenía cuatro años
cuando me enamoré de una mujer. Marga
era doctora, pero ni ella pudo impedir
que una leucemia se llevase a mi hija.
No me quedaban fuerzas para vivir hasta
que…
Tiempo después, Gloria Sáez me
encontró y me abrió las puertas de la
Agencia de par en par. Hasta hace bien
poco he ejercido como secretaria.
Recogía cartas de padres angustiados y
luego las catalogaba. Archivaba todas y
cada una de ellas, y almacenaba las
fotos de esos niños desaparecidos que
nos hacían llegar.
Ahora, y de pleno derecho, me
puedo sentir como integrante activo de
la Agencia. Disfruté matando a Ángel
Márquez y Frederick Ramiro, y también,
cómo no, a aquellos hijos de puta que
me habían estado proporcionando foxy
hasta hacía poco. Para el otro, Markus,
el plan tenía más recorrido. Él era el
ahijado de Yurkov Eremenko y quien les
había ofrecido las pruebas palpables de
la llegada del capo a Bilbao, y la de
Yuri, el hermano menor. La droga que le
hacía soltar información como un
crucero suelta amarras en su marcha de
cualquier puerto importante del mundo.
El síndrome de abstinencia que la
droga ha provocado en mí está
remitiendo ya. Por eso me encontraba
tan febril últimamente, pero la
adrenalina que mi cuerpo liberaba cada
vez que comenzaba la acción era un
buen antídoto. Gloria me dijo que me
ayudaría a superarlo, y tenía razón.
Ahora mi droga es otra: hacer justicia.
Mis terrores del pasado han
desaparecido. Desde que me escapé
siempre me ha acompañado la misma
pesadilla. Soy otra vez Sasa, como lo fui
de niña, y veo aquel edificio, aquellos
niños y niñas envueltos en llamas, o
muertos en espíritu, y aquel dormitorio
donde nuestras palabras, siempre en
susurros, nos servían de constante
apoyo.
Ahora se ha hecho justicia por ellos.
Los niños y niñas se han ido de mi
mente. Con ellos conviví la época más
espantosa de mi vida. Se sienten
satisfechos, y no volverán. Entienden
que ahora me deba a otros niños, a niños
que sufren y desaparecen hoy y ahora, y
lo aprueban. Gracias, amigos, hasta
siempre.
Alma me comenta lo de las uñas. La
miro. Me alegra saber que mientras todo
ocurría —la limpieza en AVESCO, el
rescate de Vanesa, Zaira y el resto de los
niños, la muerte de Nadine Eremenko y
la posterior detención de Yurkov— ella
permanecía inconsciente en el hospital.
Miento cuando le digo que he cambiado
de tierra varias macetas. Ella no debe
saber que he enterrado el cuerpo de
Jaime donde horas antes Jon Ríos
sepultó a Markus.
Parece conformarse con mi
respuesta. Sigue en estado de shock por
el relato que acaba de leer sobre Nadia.
Gloria quería que ese diario antiguo que
un día escribió mi amiga transformada
ya en Noelia, cayera en manos de Alma.
De todos modos, solo es una copia
traducida, el original se lo quedó
Gloria.
Alma está dispuesta a ir en busca de
Juan Guillón. Cuando habló con él en
AVESCO tuvo la sensación de que lo
había visto antes y al fin lo ha
reconocido como el fotógrafo que
acompañó a Gloria en Mozambique,
años atrás… Ella ignora lo sucedido.
No sabe que ahora es tarde para dar con
él.
Primero quiere bañarse, y yo no me
opongo. Me tumbo tras ella, con mis
manos embadurnando de jabón sus
pechos. Se estremece y deja caer su
cabeza contra mi cuerpo. Desciendo en
vertical hacia su vientre y más abajo
aún… Ya no soy Sasa, ya no soy Silvia,
ahora soy Silvana. Identidades para un
fantasma. Yo misma.
Un último destello del pasado me
sacude. Gloria y Noelia son niñas. Se
llaman Simona y Nadia. Son preciosas y
me sonríen. Como el resto.
Oigo los gemidos de Alma y estos se
llevan mis pensamientos. Contemplo el
tatuaje que aún llevo en el hombro, junto
al cuello. Allí nace una rosa de la que
surgen diez ramificaciones, todas con
espinas, que caen sobre mi espalda. No
me resultó difícil darle ese aspecto.
Debajo se oculta una marca infame. El
fin de mi infancia.
Alma se vuelve y me besa justo ahí.
Después, en los labios.
Instantes preciosos que caducarán
pronto, pero de los que voy a disfrutar
mientras me sea posible.
La vida nunca compensa
debidamente los agravios, pero puede
tener momentos, al menos segundos, que
nivelan con hechos como este la alegría
perdida. Las caricias de una mujer a la
que sonreír y querer.
En tiempos rotos y sin esperanza,
¿qué nos quedaría si no aceptamos las
borrosas compensaciones del destino?
La nada. La soledad.
Hasta ese límite hemos llegado.
Ahora le pondremos remedio. Es
nuestra hora.
Epílogo
Desde el primer momento supe que no
era ella, aunque la acepté porque la
necesitábamos. Mi mujer no podría
soportar seguir viviendo sin nuestra hija,
la necesitaba para no desangrarse en
vida. Además, mi hija y ella eran como
dos gotas de agua. Mientras se
recuperaba de una horrible herida en el
hombro y un supuesto estado de shock
—que contribuyó para que durante casi
un largo año no dijera palabra—, y
luego, imagino que cuando confió al fin
en lo aprendido, un leve acento eslavo
la delataba. Mi mujer achacó las
novedades al momento traumático, pero
no era ciega. Nunca me lo dijo, pero
también intuía que no era nuestra niña.
Las mujeres son muy listas, aunque se
acobardan ante la pérdida. Al menos es
lo que quiero creer…
Mis sospechas se confirmaron
cuando encontré en el armario de su
habitación, bien escondidos bajo el
hueco del último cajón, un cuaderno y el
diario que había escrito desde su
llegada. No pude resistir la tentación de
leerlos y lo di a traducir por partes a
gente de mi total confianza, sin añadir
una palabra sobre su procedencia.
Cuando me lo devolvieron, no podía ni
quería creer lo que mostraban aquellas
páginas. Era horrible. Como terrible
también fue conocer lo que le había
ocurrido a mi niña, y por qué esa chica
había suplantado su identidad. Tardé
mucho en asimilarlo. Ignoré la amenaza
de Yurkov Eremenko, al no acceder a su
chantaje. Con ello había escrito el
destino de mi hija… Era mi culpa, solo
mía…
Después de conocer la verdad, pasé
muchas noches en vela. Esperaba a que
mi esposa se durmiera para encerrarme
en el despacho, y después daba rienda
suelta a mi profunda melancolía. Una
tristeza que acabaría aportando claridad
a mi mente. «¿Por qué no hacer algo?»,
me preguntaba todas esas madrugadas en
vela. Pero ¿qué…? Fue un largo período
improductivo, miles de ideas circulaban,
como remolinos sin control, por mi
mente, aunque no me atrevía a dar el
paso con ninguna. Para entonces, nuestra
«hija» nos había hecho abuelos.
La respuesta a mis desvelos la
encontré por fin en internet. Leí cientos
de cartas y testimonios sobre padres que
buscaban a sus hijos, sobrinos, nietos y
amigos desaparecidos. Aún tenían
esperanzas, y aquello realmente me
sobrecogió… Mandé diseñar una página
web a una persona de mi entera
confianza, y así creé una sociedad de
apoyo a esas personas a las que les
habían arrebatado a sus seres queridos.
Fue un acierto, además de un rotundo
éxito…
Decidí invertir gran parte de mi
fortuna en ese plan. Puse mucho dinero y
medios para seguir adelante con mi idea,
pero lo que había leído en el diario de
Nadia seguía clavado en mi alma, y mi
interés derivó hacia algo más
profundo… Quería seguir escuchando a
aquellas personas con graves dolencias
emocionales; deseaba comprenderlas,
unirlas, ayudarlas. Sin embargo, la ira y
la venganza me incitaban a valerme de
esa iniciativa para crear un poder
oculto, en la sombra. Esa fortaleza que
ninguna institución gubernamental,
administrativa o armada, quieren dar:
equilibrar el desagravio contra la
infancia de esos niños desaparecidos.
Alguien tenía que tomar las riendas.
Aportar las soluciones. No me resultó
difícil entrevistarme con la persona
adecuada. Si tienes tanto dinero, todo
está realmente al alcance de la mano.
Era el momento de ir mucho más allá.
Creé la Agencia. El asunto económico
fue cosa mía. Del personal, formación y
armamento se encargó mi mano derecha.
Dejamos claros los objetivos y las
normas. Protectores del menor, y sin
ninguna piedad contra las ratas que se
valían de ellos. Los testimonios,
documentos y cartas enviados a la
Sociedad de Ayuda al Familiar de Niños
Desaparecidos nos sirvieron de
información, así como de perfecta
tapadera…
Ante los ojos de la Ley y el fisco,
éramos una organización benéfica sin
ánimo de lucro que aportaba ayuda
psicológica a personas afectadas; pero,
por supuesto, no estaban al tanto de
nuestras verdaderas intenciones. Cuando
mi hombre de máxima confianza te
contrató y supe quién eras, intuí que iba
por el camino correcto y que había
tomado la decisión más acertada. Vi el
vídeo de la conversación que
mantuvisteis, y en esos momentos sentí
como propia la rabia que mostraban tus
palabras. Tu historia aparecería
hilvanada con la que había leído en el
diario de Nadia: eras la mejor apuesta
para encauzar aún más este ambicioso
proyecto, tan arriesgado pero a la vez
tan necesario. Aparte, ambos teníamos
cosas en común: Nadia, la pena por los
menores desaparecidos, el deseo de
poner freno a todos aquellos bastardos.
Los mismos objetivos e inquietudes para
reparar parte de lo irreparable.
Delegué en ti los preparativos y los
castigos, y ahora sé que no me
equivoqué. Te felicito por ello y felicito
también a los compañeros que han hecho
posible que un pasado cruel para el más
débil haya sido redimido… Sé que has
sufrido al verte obligada a utilizar a
Noelia, que te costó obedecer mi orden,
pero quiero que entiendas que ella
necesitaba estímulos. No quiero que lo
veas como un castigo por escudarse en
mi hija para salvarse. En los últimos
tiempos, Noelia se estaba alejando de
nosotros. Empezaba a ser un alma en
pena y la sombra de su alcoholismo
jamás había desaparecido del todo, más
aún desde que la separaron de mi nieta.
Atemorizarla era la mejor opción. Hacer
que luchara por algo. Vivir para algo.
Pero todo ha ido bien.
Volvió a llamarnos, y aunque en esa
conversación me vi obligado a mentirle
de nuevo para espolear sus pasos, antes
de colgar me dijo que nos quería. Al fin
hemos vuelto a reunirnos. Todos. Mi
plan la ha hecho crecer emocionalmente,
y ha reflotado una familia que estuvo
rota. No es mi auténtica hija, pero no
importa, porque la siento como si lo
fuera. Nos ha dado una nieta. ¿Qué sería
de mi esposa de saber a ciencia cierta
que su nieta no lleva su sangre… aunque
lo intuya? He acabado aceptando su
engaño, y la he hecho más fuerte.
Muchas veces el peligro y la
incertidumbre te hacen agarrarte de
nuevo a la vida para que valores lo que
tienes… Y eso es lo que he conseguido
de ella. Ambas habéis consumado
vuestra venganza. No es suficiente para
reparar lo que os sucedió, pero al menos
calmará los viejos fantasmas.
Te preguntarás por qué te cuento
todo esto. Es muy sencillo. He tomado
una decisión. Te he elegido a ti para
sustituirme. Ya soy mayor, y necesito
descansar y disfrutar de los míos. He
dedicado mucho tiempo a aliviar el
daño. Ahora me debo a mi mujer, a mi
nieta… A mi hija. Y te elijo a ti para dar
continuidad a este cometido.
La Agencia crece. Tenemos aliados
en Estados Unidos y también Europa.
Personas con grandes recursos que se
unen a nuestra causa. Poco a poco
vamos lográndolo, aunque aún nos
queda mucho camino por recorrer.
El futuro te pertenece. Lo harás bien.
Al menos hemos conseguido meter entre
rejas a ese desgraciado, aunque no
debemos parar hasta verlo agonizar.
Pronto saldrá libre y para entonces,
estaremos esperándolo. Esa es mi última
orden. Matar a ese malnacido. Mientras
tanto, esto debe continuar…