Los Ninos Que Ya No Sonrien - Fran Santana

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Es difícil condensar en unas líneas

el contenido de esta novela.


Digamos simplemente que toda la
ciudad de Bilbao se convierte en el
espejo de una sociedad corrupta,
capaz de albergar el mal absoluto. Y
que el enigma de los niños que ya
no sonríen sobrevuela cada página.
El impactante debut literario de Fran
Santana ha sorprendido tanto a los
lectores como a la crítica. Los niños
que ya no sonríen es una historia
compleja, adictiva, plena de
recovecos y giros inesperados.
Fran Santana

Los niños que


ya no sonríen
ePub r1.0
Titivillus 18.03.15
Título original: Los niños que ya no
sonríen
Fran Santana, 2014

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Dedicado a aquellas
personas maravillosas
a las que la vida no hace
justicia.

Isabel e Isabelita, sois un


ejemplo de ello.
Fiebre
La noto punzante recorriendo mi frente,
correteando con fuerza por mi flujo
sanguíneo, apoderándose de mis
terminaciones nerviosas. Lo hace
hundiéndose en mi mente, en una oleada
que quema y actúa sin paliativos.
Es implacable; me somete. Me
acelera el pulso. Me impide ventilar con
normalidad. Además, noto cómo la
tráquea se cierra. Mi esófago me manda
un sabor amargo. Necesito orinar. Mis
manos tiemblan y mi cuerpo está
empapado en un sudor frío. El mono de
trabajo que visto se pega a mí como una
segunda piel.
Me domina, tiende un dolor seco y
profundo sobre mis ojos. Me escuecen, y
los veo irritados al mirarme en el espejo
de medio cuerpo que hay frente a mí. La
nariz me gotea y hago un amago
instintivo de limpiármela con el dorso
de la diestra, enfundada en un guante
industrial de goma de color negro. Con
el movimiento me topo con la mascarilla
de pintor que cubre parcialmente mi
rostro. La deslizo con torpeza. Después
me limpio como puedo y noto una
liberación repentina.
Nunca he matado a nadie.
Esa corriente febril, a las riendas de
mis pensamientos, no quiere que dude y
por eso me envía otro tipo de señales.
Esas voces. Esos gritos. Esos niños
que han dejado de sonreír.
Sus sonidos llegan nítidos a mí. Lo
hacen acompañados por reflejos del
pasado. Es lo que acaba disipando mis
dudas, lo que apuntala mi confianza en
aquello que he dejado a medias.
Vuelvo a colocarme la mascarilla.
La imagen que me devuelve el espejo se
encuentra salpicada de gotas rojas. El
mismo reflejo me enseña el cuerpo,
sanguinolento y amoratado, que cuelga
sobre unas cadenas que caen desde el
techo, a mi espalda.
Me vuelvo. He conseguido dominar
ese momento de nerviosismo que, entre
erráticos pensamientos, se ha apoderado
de la fragilidad de mis actos.
Frente a mí, el hombre colgado por
las muñecas, totalmente desnudo y
apoyándose a duras penas en los dedos
de los pies, me mira con ojos
suplicantes… En realidad descubro que
está llorando sangre. La mordaza que
penetra su garganta ahoga los gritos y
lamentos.
Pero no me apiado de él. Ahora no.
Ya he vencido las dudas. Me acerco
hasta una mesa de trabajo de madera,
acoplada a la pared del taller. Sobre
ella hay distintas herramientas.
Cualquiera serviría para hacer efectivo
mi plan. Elijo un martillo de larga
empuñadura y una caja pesada con
clavos de tamaño regular. Cojo del
suelo el remo y lo deposito sobre la
mesa. Doce son las puntas que clavo en
la parte ancha y aplastada del remo.
Después me guardo una en el bolsillo
del buzo.
Me dirijo hacia el hombre y levanto,
no sin esfuerzo, el remo con doce
salientes, largos y puntiagudos,
apuntando a su cuerpo. Para manejar el
remo tuve que serrarlo primero por la
mitad, y aun así…, ¡uf!
Entonces golpeo. Vuelvo a golpear.
Y vuelvo.
La sangre fluye y me salpica de
nuevo. He cometido un error: debí
ponerme gafas de protección. Una
cortina roja me ciega a medias.
Es el momento en el que las sombras
que me acompañan en la estancia se
mueven, me rodean y me ponen sus
manos oscuras sobre los hombros.
Sé lo que eso significa.
Suelto el remo, que queda clavado
en el vientre de mi víctima, y saco la
punta que escondo en el bolsillo. El
clavo número trece.
Regreso sobre mis pasos y me
apodero del martillo. Llego hasta el
moribundo, que ahora resuella como un
fuelle por las destrozadas fosas nasales.
Le agarro del pelo y levanto su rostro.
Quiero que me vea. Que se lleve mi
imagen al infierno.
Después culmino «la obra maestra».
Cincelo su final.
Al abandonar el tétrico lugar, las
sombras me acompañan. Cuando el
reflejo de la luna me ilumina, mi
compañía se dispersa. Se funden con la
noche. Ellos, los niños y niñas…
Subo a la furgoneta, que permanece
aparcada junto a la entrada del taller, y
me deshago en su interior del mono de
trabajo negro con letras fluorescentes de
color pistacho que señalan: «Limpiezas
Arroyo».
Todo acaba en una gran bolsa de
basura negra que quemaré al final de la
noche: guantes, mascarilla, botas, la
madera del serrucho o martillo…
Ahora visto un chándal de
mercadillo. Me pongo la capucha de la
sudadera y paso de la parte trasera al
asiento de conductor. Arranco el
vehículo y parto del lugar. Lo hago tras
conectar con una emisora donde Enya
me seduce con su música celestial. Es lo
que me calma definitivamente y sumerge
la fiebre que se ha apoderado de mí,
minutos antes, hasta lo más profundo de
mi ser.
Durante el trayecto me he
incorporado a la A-8, en dirección a
Bilbao. Evito pensar en lo que he dejado
atrás. El pasado hay que olvidarlo,
aunque será difícil: aún quedan deudas
que saldar. Pero esos momentos llegarán
y debo ceñirme al presente.
Precisamente este me lleva hasta el
hermoso parque de Doña Casilda. Allí,
como todos los jueves de estos dos
últimos meses, me reencuentro en un
banco de madera con una joven que
necesita ser escuchada. Refugiada entre
dos árboles que la esconden
parcialmente al abrigo de sus tupidas
ramas, me espera con una sonrisa sin
brillo en los labios.
Nada más sentarme a su lado me
abraza con fuerza, buscando sin duda el
calor de alguien que le transmita
energías para seguir adelante. Acaricio
su cabeza mientras llora sobre mi pecho.
La dejo desahogarse. Hay tanto dolor en
su interior… Una insultante tristeza que
me manifiesta cada siete días.
—Felicidades. —He sacado una
pequeña caja del bolsillo y se la ofrezco
—. Sé que hoy cumples diecisiete. —
Tras desenvolver el papel y abrir la
caja, me mira con asombro—. Refleja
una historia… Quizá algún día la
conozcas.
El silencio nocturno se ve alterado
por las sirenas de ambulancias, coches
patrulla de la Policía Municipal y
camiones de bomberos. Un fuego
devorador danza en la noche bilbaína.
Primera parte
CARTA DE
COMPROMISO
1
Ante ella, sobre la mesa de roble,
estaban las temidas doscientas cartas de
despido. Redactadas y preparadas, a
falta de la correspondiente firma del
señor Márquez.
Para Noelia no era precisamente un
plato de buen gusto formalizar aquellos
papeles, pero formaba parte de su
trabajo y se debía a él. Que algunos de
aquellos doscientos trabajadores
acabaran pasando hambre o expulsados
de sus viviendas por impago de las
hipotecas era un asunto que a ella no le
concernía en absoluto, por mucho que le
incomodara la situación. Bueno, a decir
verdad, lo que más la alarmaba era
pensar que muchos de ellos,
probablemente, acabarían separándose y
rompiendo sus familias, porque la falta
de sustento agota el amor… También la
suya acabó rota, aunque de forma muy
distinta, y aquella furcia del Este de
Europa había puesto punto final a
cualquier intento de reconducir las
cosas. Se había cruzado en el camino de
Yago y se había apoderado del lugar que
debía corresponderle a ella. Al final,
todo aquello la había conducido por una
senda cada vez más transitada: la
angustia por la vida que le quedaba por
recorrer sola.
Aun así, todavía existía un vínculo
que la ataba a su ex: su hija Vanesa.
Intentó calmarse. Notaba los latidos
en la sien como si tuviera un nervio
punzante. Para evadirse de aquellos
pensamientos que siempre la llevaban al
pasado y también para escapar de la
cruda realidad mecanografiada en
aquellos despidos fulminantes, hizo lo
más lógico en su situación, al menos
para ella: abrió el segundo cajón,
situado a mano derecha, y tras apartar a
un lado las cartas de despido,
desparramó sobre la fornida mesa de
roble una suerte de folios ensuciados
por distintas figuras y colores.
En la vida de Noelia Álvarez, había
un único espacio donde se sentía
totalmente realizada, o al menos, no del
todo infeliz. Los viernes por la tarde,
ajustándose a los períodos en que había
clases, impartía talleres de dibujo a una
veintena de niños. Su apuesta era clara:
entre ocho y doce años, para chavales
que quisieran aprender de tan bello arte.
El Ayuntamiento de Etxebarri,
municipio de poco más de diez mil
habitantes y situado a solo kilómetro y
medio de Bilbao siguiendo el curso del
Nervión, le había proporcionado un
pequeño local en la Casa de la Cultura
del barrio de San Antonio. Allí podía
impartir sus clases. La retribución quedó
acordada con un firme apretón de
manos: el coste para los niños vecinos
de la localidad era cero; solo tendrían
que rascarse el bolsillo para la
imprescindible compra de materiales.
Al principio, dos años atrás,
únicamente cuatro niños desafiaron a las
múltiples actividades que se les
presentaban, haciendo un hueco para
esas clases de dibujo; quizás obligados
por sus padres, quién sabe. Pero poco a
poco la cifra fue creciendo hasta llegar a
los veinte alumnos que había en la
actualidad.
Noe miró aquellos dibujos. En su
última clase les había propuesto que
imaginaran que las nubes podían
transformarse en cualquier cosa y les
invitó a que dibujaran lo que creyeran
conveniente, siempre partiendo de la
base de que la nube debía estar presente
delimitando los contornos de las
creaciones. Observó cada dibujo uno a
uno, sonriendo ante los más
imaginativos, hinchando los carrillos
ante los mal formados. Uno de ellos le
llamó mucho la atención. La preocupó.
Incluso la asustó.
Era el de Zaira Gutiérrez, aquella
preciosa niña de ocho años que siempre
se arrebujaba en un rincón, lo más
alejada posible del resto de sus
compañeros, y que mantenía el silencio
por respuesta cuando Noe intentaba
arrancarle unas palabras o una sonrisa.
Sus grandes ojos verdosos siempre
estaban tristes.
La profesora pensaba que los
dibujos podían ofrecerle un perfil
psicológico de cada niño, pero para
nada esperaba encontrarse con una
enorme lágrima roja y algo parecido a
un cinturón colgando como la cola de un
cometa.
«¡Pobre niña!», pensó.
Justo en ese momento de revelación,
el timbre de la puerta sonó cuatro veces,
ayudándola a volver en sí y alejándola
de aquel dibujo que sujetaba entre las
manos.
Miró el reloj de pared, una esfera
luminosa metálica colgada junto al
cuadro con los retratos de los
compañeros de la universidad. Eran las
seis en punto y la gestoría había cerrado
sus puertas, como siempre, media hora
antes. ¿Quién diablos llamaba tan
insistentemente?
Al mirar las cartas de despido,
Noelia, con el ceño fruncido, creyó
hallar en ellas la peor respuesta. Sería
el propio señor Márquez, dispuesto a
repartir «autógrafos» a diestro y
siniestro. Pero no, porque era imposible
del todo. El empresario estaba de viaje
en Dubái, buscando inversores que
pudieran reflotar sus empresas puente, la
tapadera perfecta para su auténtico
objetivo: su inminente desembarco en
política. Al menos eso era lo que había
oído Noelia y lo que comentaban los
inversores estatales, entre los cuales la
figura de aquel ambicioso hombre de
negocios se hacía cada vez más visible
por sus continuos escándalos. El último,
una presunta orgía en una lujosa villa de
Neguri de estilo vasco-montañés con
chicas y chicos menores de edad entre
sus invitados… A ella, que le conocía
personalmente, le costaba creerlo.
Tres veces más, el molesto sonido
del timbre se hizo notar.
Metió los dibujos en el cajón a toda
velocidad, aunque tuvo que agacharse
para recoger el de Zaira, que se le había
escapado de entre las manos para caer
mansamente en el suelo embaldosado en
tonos grises, a los pies de su acuario. Lo
miró una última vez y se dijo que tenía
que hacer algo ya por aquella pequeña.
Se levantó para dirigirse a la entrada
de la Gestoría Álvarez, negocio de su
propiedad situado en la bilbaína calle
Botica Vieja. Dejó atrás su confortable
despacho de muebles nuevos y caros,
avanzó por el pasillo, y se encontró con
que la puerta de la sencilla sala de
espera estaba abierta. Desde su posición
podía ver el interior, decorado con
sillas de plástico naranja y una mesa
central de cristal donde se acumulaban
revistas de economía. Torciendo a mano
derecha llegó hasta el recibidor, un
panel central horizontal tras el que se
encontraba la silla vacía de Maite, su
fiel secretaria desde la apertura de la
gestoría, y los paneles de cristal
separadores donde se instalaban en
horario normal de oficina las tres
analistas y gestoras que tenía
contratadas a tiempo completo: Sara,
Davinia y Yolanda.
Llegó frente a la puerta de cristal
reforzado; al otro lado, un hombre no
dejaba de pulsar el timbre.
Noe, enojada, le señaló con un
índice muy rígido el cartel colgado en el
cristal que, en castellano y euskera,
anunciaba que el local estaba cerrado.
En esos momentos, cuando sus ojos se
encontraron, un escalofrío recorrió el
cuerpo de la mujer. La mirada del
extraño era fija y dura, y sus ojos
parecían inyectados en sangre. Entonces
él alzó la mano y golpeó el cristal.
Instintivamente, Noe se echó hacia atrás,
esperando quizá que aquella manaza
callosa, con suciedad debajo de las
uñas, desintegrara la puerta en mil
cuchillas de pequeñas dimensiones.
—¡Márchese! —gritó airada cuando
el desconocido volvió a golpear la
puerta.
Este lucía una gorra roja de los
Toronto Raptors sobre la cabeza. Iba sin
afeitar, con una encanecida barba
semanal, y vestía una larga gabardina
gris que le llegaba hasta las punteras de
unas zapatillas de deporte sin marca a la
vista. A Noelia le pareció un
perturbado, un posible sujeto peligroso.
Quizás un asesino, o un violador, o
como mal menor, un exhibicionista.
—¡Llamaré a la Policía! —Avisó
Noe, que había retrocedido hasta chocar
con el mostrador y nerviosa, con
movimientos torpes, buscaba el móvil en
el bolsillo de la chaqueta de su
impecable traje.
Se diría que su reacción surtió
efecto, ya que el extraño retrocedió un
paso, y extendió la mano para mostrarle
el sobre rojo que posteriormente
depositó en el buzón metálico adosado a
la fachada del edificio, junto a la puerta
de cristal. Luego se esfumó. A la
carrera. En el último momento, Noe
creyó advertir que el hombre estaba
llorando, o al menos eso fue lo que le
pareció.
Aferrada al mostrador con ambas
manos, con la frente sobre su superficie
y los ojos cerrados, intentó relajarse
aspirando aire para acompasar los
latidos de su agitado corazón.
¿Y si el hombre solo quería hacerle
entrega de aquel sobre? ¿Qué
contendría? ¿Sería algo importante para
la gestoría? ¿O quizá se trataría de algo
personal? Eran preguntas todavía sin
respuesta. Lo que estaba muy claro es
que había hecho bien en no abrir la
puerta. Su aspecto desaliñado y esa
gabardina —raro era lucirla en un día
radiante de primavera, con veintidós
grados— dejaban bien a las claras que
aquel no era un mensajero al uso.
Tres minutos tardó en armarse de
valor y dirigirse al fin hasta la entrada
de su establecimiento. Pegó el rostro
contra el cristal para enfocar los
alrededores, pero no vio nada al otro
lado. Más calmada, abrió la puerta y
salió.
A mano derecha, apenas a unos
doscientos metros distancia, estaba el
edificio común que albergaba el
polideportivo y la ikastola de Deusto.
Una docena de muchachos con chándales
azules entraba con su entrenador en el
primero, llevando balones de baloncesto
bajo el brazo.
Ni rastro del desconocido.
No tenía ni idea de qué podía
contener aquel sobre rojo, pero
necesitaba saberlo con urgencia. Sacó
las llaves del bolsillo y abrió el buzón
con la más pequeña del llavero. Al
mismo tiempo que atrapaba aquella
carta, un reflejo le hizo desviar la
mirada.
Semanas atrás, un acto de
vandalismo urbano ejecutado en aquella
fachada había hecho que la Policía
Autónoma Vasca, cuya comisaría
principal se encontraba cerca, tres
calles más arriba, vigilara aquella zona
a intervalos. Un grafitero había dibujado
una serpiente con las fauces abiertas,
amenazando a un busto con corbata y
con una capucha negra sobre la cabeza.
Cada noche, un coche patrulla de la
Ertzaintza aparcaba cerca en espera de
toparse con el autor de tan siniestro
aviso. Porque sin duda eso era lo que
representaba aquel grafiti. Lo explicaba
muy bien el nombre que habían escrito
bajo el busto:

ÁNGEL MÁRQUEZ,
R. I. P.

Tres días atrás, esas medidas de


seguridad cedieron tras un repentino
ataque de furia de un inspector de la
Ertzaintza, que comprendió que sus
hombres estaban perdiendo el tiempo
allí, y más tras averiguar que el célebre
señor Márquez raramente se pasaba por
la gestoría. Además, se filtró a la prensa
que el consejo que presidía el señor
Márquez, del Grupo Asociado
Mundinova, quería cerrar la fábrica
puesto que apenas dejaba beneficios, y
que se preparaba para efectuar un
despido masivo con todas las de la ley.
Ahora, manchando la piel pintada de
la serpiente sobre los ladrillos caravista
de la fachada, alguien había escrito a
lápiz:

Dime por qué un niño debe


dejar de sonreír.

Sin saber por qué, Noe se vio a sí


misma acariciando con las yemas de los
dedos aquel mensaje. A continuación,
frotó los ladrillos hasta borrar la frase,
tiznándose de paso los dedos.
Una vez de vuelta en su oficina,
cerró impetuosamente la puerta por
dentro con cuatro giros a la izquierda, y
se dirigió al baño. Ubicado a mano
derecha del mostrador, se ocultaba tras
un corto pasillo.
Se miró en el espejo, agarrada con
ambas manos al borde del lavabo. Quien
la observaba al otro lado del cristal
mostraba unos ojos color miel sobre
unas marcadas ojeras, de nariz fina y
labios carnosos, abrillantados por un
suave carmín rojo. Su pelo ondulado,
estropeado por un teñido caoba que
había tapado su naturalidad rubia, caía
sobre sus hombros. En aquel bello
rostro empezaban a marcarse esas
arrugas que comienzan a brotar cerca de
los cuarenta, más evidentes en quienes,
tal y como le sucedía a Noe, odian el
maquillaje. Lo único que se permitía era
ese ligero toque de carmín en los labios,
aunque en parte lo hacía para no
vérselos casi siempre secos y
agrietados.
Abrió el grifo y se lavó las manos.
El agua se volvió oscura por momentos
hasta ser engullida por el desagüe.
Después se refrescó la cara y se la
cubrió con las manos. Se sintió mejor.
Alentada y relajada por esa oscuridad
ficticia, contó hasta sesenta, como hacía
desde niña antes de centrarse en
cualquier actividad de verdadera
importancia, y luego se secó
cuidadosamente con la toalla. Lo hacía
inhalando y exhalando a grandes
bocanadas.
Cuando creyó que ya estaba
preparada para enfrentarse al secreto
del sobre rojo, cogió este de encima de
la tapa del retrete, donde lo había
depositado al entrar, y salió del baño
camino de su despacho.
Una vez allí se dejó caer a plomo
sobre el sillón giratorio de cuero de
elevación neumática, que resopló a su
contacto, y se recostó sobre el cómodo
respaldo. Con el abrecartas plateado en
la mano, tamborileando con su punta en
el muslo derecho, fijó la vista en el
sobre.
¿Y si contuviera ántrax o alguna
sustancia desconocida con los mismos
efectos o peores de aquel polvillo que
tanto amargó a embajadas y cargos
políticos en el pasado? ¿Por qué el
sobre estaba en blanco, por qué no
aparecía un nombre de remitente o de
destinatario?
«Es para ti. Ese hombre te lo mostró
con claridad», razonó tras sopesar las
más pesimistas probabilidades de caer
en una trampa letal.
Su siguiente pensamiento aclaró sus
dudas.
«¿Por qué todas las personas somos
tan previsibles y nos alarmamos por
algo que se sale de lo normal?», se
preguntó, encogiéndose de hombros.
Quizá fuera publicidad o el envío típico
de algún engañabobos que la felicitaba
por ser la ganadora de un cuantioso
premio en metálico a cambio siempre de
algo.
—Enséñame lo que escondes. —
Habló en voz alta, y su tono le sonó
extraño.
Inclinándose sobre la mesa de
madera de roble rasgó al fin el maldito
sobre. Dentro había una hoja escrita a
mano, posiblemente con estilográfica a
juzgar por el color de la tinta azul. Leyó
aquel texto con cierta aprensión:
¿Oyes gritar a los niños?
Pobres.
Por ellos he asesinado. Si le es
esta carta, tu compromiso
conmigo queda sellado…
Con mis actos he encontrado
parte de la paz perdida.
Decirte esto me libera, aunque
a ti te condena.
Es muy duro comprobar que
nadie entiende lo que supone
llevar el peso de todo un
horror sobre los hombros.
Nadie, salvo tú.
Por eso ejecuto a quien me ha
cargado con ese lastre.
Deben reparar la culpa.

Noe cerró los ojos y tuvo que


inspirar hondo. Para aquellas palabras
no estaba preparada. Alguien había
matado y ahora se dirigía a ella por
medio de un texto inquietante. Pero…
¿no iría esa misiva destinada a otra
persona? Se aferró a esa posibilidad con
uñas y dientes. En vano. Lo supo en lo
que tardó en recomponerse, abrir los
ojos y dar la vuelta a aquel endiablado
folio.

No tienes elección, Noelia.


Ahora me perteneces. Tu
compromiso te une a mí.
Elegirás a mi siguiente víctima
entre un hombre trajeado que
acude a un centro comercial, a
una cita deshonesta, o una
bella mujer que busca una
historia que la catapulte al
éxito que merece.
Solo uno de ellos sobrevivirá.
Tomarás esa decisión. Espero
que sea la acertada. Tienes
menos de veinticuatro horas
para pensarlo.
Este sábado, día 9, a las
17.00, el mismo hombre que te
entregó mi mensaje paseará por
el puente de Deusto. A su
paso, solo debes entregarle una
nota con tu elección reflejada
en ella.
¿A quién señalarás?
Si incumples, te prometo que
dejaré que coja a tu familia.
Puedo elegir entre tus padres,
Pablo y Ana, o ese ertzaina…,
o quizá, pieza por pieza.
Si me fallas, me veré obligado
a darte un escarmiento y
cobrarme tu traición. Si acudes
a la Policía, me enteraré. No lo
dudes.
Para liberarte de tu compromiso
deberás seguir mis instrucciones
y yo te recompensaré
ofreciéndote algo que ansías.
Te exhorto a que cumplas por
el bien de tus familiares.
Ahora debes reflexionar. Hay
tiempo…
He juzgado ya a alguien que
conoces. Para persuadirte.
Ayúdame a librarme de estos
gritos. Son ellos. Los niños.
2
Gracias a Dios, el de ayer no había sido
un atentado etarra. La conclusión de los
especialistas competentes del cuerpo de
bomberos y de la Ertzaintza era que el
incendio de los siete vehículos
calcinados en los aparcamientos que
había frente al centro comercial Zubiarte
había sido presuntamente obra de un
pirómano, alguien que habría dado
rienda suelta a su ira en una furgoneta
cargada con productos de limpieza. Esa
noche de jueves se planteó que se
hubiera roto el pacto de ETA de alto el
fuego indefinido; siempre era la primera
y más inquietante posibilidad que se
sopesaba en el Departamento de Interior
del Gobierno vasco cuando ocurrían
hechos como aquellos, pero por suerte
la banda armada no estaba tras el
suceso.
Al menos habían podido sofocar el
fuego e impedir que se extendiera a
otros vehículos y acabara alcanzando el
precioso parque de Doña Casilda. Yago
Mellado Gorostiza, oficial del Cuerpo
Especial de Intervención en Delitos de
la Ertzaintza (CIDE), había recibido
aquella información apenas una hora
antes, de labios de su compañero y
superior Xabier Elostegi, e iba dándole
vueltas mientras entraba al Hospital
Universitario Cruces, situado a la
entrada de Barakaldo, y subía al
ascensor junto a otra decena de
personas.
Hasta ahora, el mayor logro del
CIDE —departamento creado hacía
poco más de un año— había sido la
desarticulación de una peligrosa banda
cuyo modus operandi habitual era dejar
una víctima entre los empleados de los
bancos que robaban, siempre con un
disparo en la cabeza. Lo cierto era que
había sido una acción conjunta con los
Mossos d’Esquadra, la Guardia Civil y
la Policía Nacional, que había acabado
con la detención de la banda de
atracadores más importante que operaba
en España. Los siete detenidos —cuatro
de ellos en el Puerto Exterior de
Santurtzi, dos en Girona y el último, en
Valdemoro (bastante cerca, por cierto,
del Colegio de Guardias Jóvenes Duque
de Ahumada de la Benemérita)— habían
cometido treinta y dos atracos desde
2008 por toda la geografía española,
llevándose suculentos botines y dejando
siempre muerte a su paso. El arresto
había sido posible gracias a la
colaboración de treinta agentes de
cuatro cuerpos policiales distintos, pero
fueron Mellado y sus hombres los que
mantuvieron en Santurtzi un intenso
fuego cruzado con los cuatro
atracadores, y quienes los arrestaron
posteriormente, cuando dos de ellos
resultaron malheridos. Los otros dos
salieron de la nave poco después, con
las manos en alto y la cabeza gacha.
El trayecto en ascensor se hizo en
silencio de camposanto. Todos los
ocupantes tenían gestos serios y de
resignación por sus familiares o
conocidos allí hospitalizados. El
ascensor abrió su puerta en la cuarta
planta y el oficial Yago Mellado —alto,
anchas espaldas y con algunas canas que
ya veteaban su cabello color trigo— se
despidió de sus acompañantes con un
seco «agur».
Ante él se extendía su particular vía
crucis, el largo y ancho pasillo de
siempre que era capaz de recorrer con
los ojos cerrados. De paredes blancas,
se encontraba iluminado por
fluorescentes que emitían una fuerte luz
también blanca, y con unas líneas de
colores pintadas en el suelo de baldosas
resplandecientes. Estaban unidas en el
centro, lo partían en vertical a lo largo
del pasillo. Yago sabía que tenía que
seguir la línea roja, aquella que veinte
metros más allá giraba a la izquierda
para llevarle ante la puerta con la
preocupante señal UCI, Unidad de
Cuidados Intensivos. La línea azul
continuaría su camino hacia Nefrología
y la verde, hasta Cardiología.
Al oficial ya no le hacían falta
señalizaciones para llegar hasta su
destino. En los dos últimos meses y
siempre que su exigente trabajo en la
Ertzaintza se lo permitía, empleaba el
tiempo libre en visitar a Nadine. Era
esta una rubia despampanante, de
veintitrés años de edad y con doble
nacionalidad, rusa y española, que
trabajaba como asistenta en un centro
odontológico. Había recibido una brutal
paliza en la salita donde limpiaba el
material de trabajo, a manos de un
desalmado del que no se tenían
referencias. Para su agresión había
aprovechado el descanso del mediodía
de los especialistas, y empleado una
barra de acero de un metro de longitud,
en la que no se habían encontrado
huellas. No tuvieron tampoco fortuna
con la nota que dejaron sobre el cuerpo
ensangrentado de Nadine, que había
aparecido en posición fetal sobre una
camilla.

Soñaba
con
que
podía
llegar
a
ser
un
ángel
sin
contar
con
el
Diablo.

Aquella especie de acertijo había


desconcertado a todos, y aunque la
investigación seguía su curso rutinario,
cada día que pasaba las posibilidades
de dar con el agresor eran aún más
remotas.
Nadine era la pareja de Yago y lo
había seducido con su impagable
sonrisa, sus interesantes e inteligentes
conversaciones, y cómo no, con su
escultural cuerpo de curvas de infarto y
aquellos ojos azules donde uno podía
perderse hasta la eternidad. Cierto era
que la diferencia de edad —diecisiete
años— y un reciente divorcio habían
hecho a Yago ir con cautela, pero al
final los encantos de la eslava se
impusieron claramente. Al menos hasta
que aquel salvaje quebró la felicidad de
ambos el mismo día que celebraban su
tercer aniversario, enviando a Nadine a
ese lugar intermedio que se extiende
entre la vida y la muerte.
Tras franquear la pesada puerta,
Marga Laínez, la doctora responsable de
seguir la evolución de la joven, salió al
encuentro de Yago con cara de
cansancio. Llevaba el pelo moreno
recogido en una coleta, y tras la bata
abierta era posible imaginar una figura
delgada pero con senos generosos, que
oscilaban a la vista de los ojos lascivos.
Colgado al cuello tenía un
fonendoscopio, y en las manos, un
cuaderno de anotaciones.
Una vez más, se saludaron y tras el
rutinario cruce de palabras —«¿Qué tal
está Nadine?», «Igual»—, la doctora lo
llevó hasta la habitación donde se
encontraba el bulto inerte de su novia.
De él surgían cables, tubos y gomas que
acababan conectados a distintas
máquinas y monitores.
—Lo dejo solo, oficial Mellado…
—Marga le agarró suavemente con la
mano derecha—. En casos como este,
rezar a Dios quizá le dé la fortaleza
suficiente o le ayude a tener paciencia…
—Se aclaró la garganta antes de
sentenciar en tono neutro—: Que vuelva
es casi un milagro.
—Gracias, doctora, pero ese mismo
Dios permitió que Nadine esté en este
estado —repuso él, profundamente
apesadumbrado—. Mi confianza la
deposito en ustedes y en la lucha que
ella mantiene y que yo debo alentar con
mis palabras, allí donde esté en realidad
—concluyó en voz más baja, con ceño
profundo y dientes apretados.
—Médicamente hablando no
podemos hacer más —la especialista
hizo un mohín con los labios—, pero le
entiendo. —Salió del lugar dejando tras
de sí el sonido de sus pisadas.
Yago observó detenidamente a su
amor. Una venda cubría su cabeza. El
traumatismo craneal severo había
provocado un derrame cerebral,
responsable del coma profundo en el
que se hallaba sumida. A estas alturas se
había aprendido de memoria la larga
lista de secuelas de la agresión. Cuatro
costillas rotas, una de las cuales había
perforado el pulmón; fractura de codo;
dislocación de la muñeca derecha;
hematomas por todo el cuerpo; rotura de
la tibia y el peroné, los dedos de los
pies machacados (solo se habían podido
salvar dos en cada pie); hombro
fracturado y bazo completamente
destrozado por los golpes. Lo increíble
es que todavía continuara con vida,
conectada a aquel respirador artificial
por tiempo indefinido.
El oficial de la Policía Autónoma
Vasca tomó con suavidad la mano de la
chica y acarició su suave piel con las
yemas de los dedos. No fue consciente
del tiempo en que permaneció callado
hasta sentir la imperiosa necesidad de
decir algo.
—Anoche lo pasé muy bien, cariño
—dijo con ternura—. Acertaste de pleno
con ese italiano. La ensalada de pasta
que me recomendaste estaba exquisita…
—Suspiró con nostalgia al rememorar
los tiempos felices—. Y esos tortellini
y ravioli alla carbonara… aún me estoy
relamiendo. Eso sí, reconozco que el
Lambrusco me dejó un poco achispado,
pero ahí me la jugaste cuando desististe
de tomar más de una copa.
Con un brillo especial en los ojos,
Yago miraba los de ella y los imaginaba
abiertos.
—Luego ese baile… Cómo te reías
de mí viendo lo patoso que soy en la
pista… ¿Cuántas veces te pisé? ¿Ocho?
¿Tal vez diez? —Lo que parecía una risa
forzada brotó de sus labios, pero se
quedó enseguida en una mueca de dolor.
»Lo otro no debimos hacerlo: como
policía que soy, debo dar ejemplo a la
ciudadanía. Casi me caigo al agua
cuando quise atrapar aquel pato… Y
hacer el amor en aquella arboleda,
donde cualquiera podía habernos
pillado… Sí, es cierto, el riesgo es
placentero, pero tengo más de cuarenta
años y mi cuerpo deja mucho que desear
al desnudo…
Yago se calló y movió la cabeza
como si escuchara, aunque los únicos
sonidos audibles provenían de los
monitores y del fuelle que se inflaba y
desinflaba en la máquina de ventilación
asistida.
—Entiendo, nunca has estado en un
balneario… Yo tampoco… De acuerdo,
probemos, pero ahora las condiciones
las pongo yo. Aceptar tu proposición
equivale a condenarte a que estas
vacaciones las pasemos en Venecia…
Sí, ya lo sé, te da pavor el agua, pero no
te pasará nada, y además, te ataré a mí
con una cuerda para que estés más
segura cuando vayamos en una góndola y
nos perdamos por los pequeños canales
mientras el gondolero nos canta
canciones eternas en italiano… ¿Cómo
dices?… Sí, de acuerdo, no es lo
mismo… No sabes nadar… Siempre
haces conmigo lo que quieres… Venga,
no te enfades, sabes que yo también te
amo… —Las lágrimas corrían por las
mejillas de Yago, para más tarde
encontrar acomodo en las comisuras de
sus ahora temblorosos labios—. Me
tengo que ir, cariño mío. Ya me están
dando el toque. —La figura de Marga
Laínez había aparecido silenciosamente
en la entrada de la habitación—. Ponte
buena, mi amor… Sabes cómo te
necesito a mi lado. Lo sabes bien.
Tras secarse las lágrimas con la
manga de su americana, Yago salió del
lugar, no sin antes intercambiar un gesto
de cabeza con la doctora. Ella cuidaría
bien a su chica, de eso estaba muy
seguro. Sabía que Marga lo apreciaba.
Fuera, el cielo continuaba plomizo y
desdibujado, amenazando sirimiri de un
momento a otro. Una vez dentro de su
coche, situado en el aparcamiento
subterráneo público del barrio de
Cruces, encendió el móvil para
encontrar doce llamadas perdidas de su
jefe máximo directo, Jokin Sagasti. Era
el impulsor de la creación de aquel
nuevo departamento con los agentes más
brillantes de la Ertzaintza. Sin duda,
algo gordo debía de haber ocurrido para
tanta insistencia. También tenía un par
de llamadas perdidas de Xabier
Elostegi, su más apreciado compañero
en el departamento. Fue con él con quien
quiso comunicarse primero, descartando
recibir la segura bronca de Sagasti. Al
quinto tono de llamada, la ronca voz de
fumador de Xabier lo regañó:
—Joder, Mella, ¿dónde coño estás?
—Que le llamaran así, recortando su
apellido, solo se lo permitía a las
personas de confianza, y Xabier tenía
ese privilegio.
—Con Nadine, claro. Kaixo, saluda
por lo menos.
—Ah, perdona… Arratxalde on —
articuló el otro—. Oye, tienes que ir de
inmediato a la discoteca Kids. Ya sabes,
en los pabellones esos de Bolueta…
Siento comunicarte que tu hija está
involucrada en un altercado.
—¡Joder, joder! —bramó Yago,
hastiado: aquello había dejado de ser
una novedad. Notando el pulso alterado,
se tomó unos segundos antes de
proseguir—: Dime qué cojones ha
ocurrido ahí arriba.
—No tengo los datos porque aún no
ha llegado el informe preliminar, pero
los compañeros que patrullaban la zona
llamaron para dar parte. No te
preocupes, hombre, que no ha sido nada
grave.
—De acuerdo, gracias. Oye, ¿se ha
puesto el Monarca en contacto contigo?
—Sí, claro, al no encontrarte… Está
que muerde el cabrón, pero descuida,
que me reuniré con él en representación
del equipo. Te excusaré por un asunto
familiar que no podía esperar —
prometió el ertzaina, y Yago casi pudo
ver cómo se retiraba el pelo de la frente
en un movimiento característico.
—Eres un amigo… —Mellado
resopló, algo más tranquilo—. ¿Intuyes
algo?
—Ya sabes cómo es el Monarca,
aunque creo que es un asunto
relacionado con el cuerpo que
encontraron en el taller de reparación
del Puerto Deportivo El Abra, en Getxo.
—¿Asesinato?
—Te informaré cuando lo sepa… —
prometió Xabier antes de soltar un
aparatoso estornudo—. Barkamena —se
disculpó—. Venga, ejerce tu función de
padre que yo me ocupo de todo. Gero
arte.
—Agur bai —se limitó a contestar
Mellado, pensativo.
3
Yago tuvo que frenar para que pasara la
ambulancia, que salía a gran velocidad
con las luces puestas y la sirena
activada.
Aquella explanada, que se convertía
los domingos en el famoso rastro de
Bolueta, tenía a un lado los pabellones y
al otro, las vías del ferrocarril, y al final
del camino asfaltado, una casona de
fachada oscura con un cartel de neón
sobre la entrada: DISCOTECA KIDS.
Según se acercaba comprobó que había
dos ambulancias más, tres coches
patrulla de la Ertzaintza y un furgón del
mismo Cuerpo policial, los compañeros
de Atestados.
Estacionó su automóvil junto a una
pared de cemento y suspiró. No era la
primera vez que Vanesa se veía envuelta
en problemas. Se secó las manos
sudadas en los pantalones vaqueros y
salió del coche.
Un agente, vestido con una
indumentaria roja y negra y con la
pistola reglamentaria enfundada, le
recibió con gesto serio. Se llamaba
Endika Zubigaray y había sido uno de
sus mejores hombres cuando Mellado
ocupaba su anterior puesto en el cuartel
de Basauri.
—Arratxalde on, oficial —saludó
—. Hemos separado a su hija del resto.
Está en el furgón con Carlos.
—Gracias, agente. ¿Qué ha
ocurrido?
—No le va a gustar: botellón en el
prado que hay tras la discoteca, dos
chicos envalentonados por el alcohol y
con ganas de sexo invitan a unos gramos
de coca a dos chicas y las llevan tras
unos arbustos… —Torció el gesto al
dirigir la mirada hacia la zona—. Total,
que cuando ellas se niegan a mantener
relaciones íntimas, intentan forzarlas por
la brava.
—¡Dios! —Yago levantó la mano
pidiendo un instante con la palma
extendida. Esos segundos le sirvieron
para imaginarse la escena y sentir cómo
se le revolvía el estómago. Tragó saliva
con dificultad y se atrevió a preguntar
—: ¿Lo hicieron?
Zubigaray negó con la cabeza.
—No les dio tiempo —aclaró
después en voz queda—. A lo más que
han llegado estos chicos ha sido a… —
Dudó un instante antes de proseguir en
marcado tono confidencial—: Siento
decírselo…, a unos cuantos bofetones y
puñetazos.
Mellado se pasó la mano por el
rostro. Empezaba a picarle la barba de
tres días.
—¿Qué quiere decir con que «no les
dio tiempo»?
—Según ha declarado Vanesa, un
extraño vestido con prendas oscuras y
con la cabeza cubierta por un
pasamontañas surgió de improviso y
golpeó a los chicos a lo bestia con una
barra de acero, hasta dejarlos sin
sentido. Uno de ellos tiene una rotura
craneal y acaba de ser evacuado de
urgencia al hospital de Basurto. El otro
permanece en una ambulancia, sedado,
con una severa rotura maxilofacial.
—¿Tenemos al agresor? —se
interesó Yago, siguiendo la rutina de
preguntas.
—No, señor, desapareció tal y como
apareció. Pero dejó aquí la barra de
acero —aclaró, ahora con firmeza
profesional.
—¿Alguna descripción del sujeto?
¿Algún testigo que nos aporte algo? —
Quiso saber Mellado, cuya frente
presentaba nuevos surcos de
preocupación.
—La amiga de Vanesa, Elena, tuvo
la mala suerte de que le rompieran las
gafas y los cristales se le clavaron en
los ojos. No sabemos si los salvará la
pobre. Al resto de los jóvenes los hemos
metido dentro de la discoteca. Se está
interrogando a todos aquellos que
estaban en el prado, pero hasta el
momento sin éxito. Es lo de siempre…
Nadie vio ni oyó nada. La mayoría de
estos chicos y chicas están «pasados»
—concluyó con rostro sombrío, buen
conocedor de la situación.
Su superior, sumido en un reflexivo
silencio, asintió levemente con la
cabeza. La vida de los jóvenes se estaba
yendo a la mierda por culpa de las
drogas, de la mala planificación familiar
y, en gran medida, de una sociedad
consumista y desestructurada que, en su
opinión iba camino del abismo. Ponerle
freno a aquello parecía imposible. El
Gobierno central y lo mismo el
autonómico que los políticos de las
respectivas oposiciones, se escupían
responsabilidades, pero solo de cara a
la galería. No hacían absolutamente
nada por solucionar la agotadora crisis
que golpeaba a los más desfavorecidos,
y que salpicaba también a aquellos
jóvenes sin oficio ni beneficio que,
además, necesitaban dinero para
sufragar los vicios a los que se veían
arrastrados. A su lado, Zubigaray
carraspeó antes de continuar, sopesando
bien las siguientes palabras:
—Y en cuanto a su hija, tampoco ha
podido dar ningún dato. Debo decirle
que…, pues que estaba bastante
perjudicada —concluyó con lo primero
que se le ocurrió. Era la forma más
suave de definir su lamentable estado
etílico.
—¿Ebria?
—Sí —confirmó, muy a su pesar, el
agente primero de la Ertzaintza—. Y ha
dado positivo en el control de drogas.
—Llévame ante ella.
El furgón estaba a un lado de la
discoteca, frente a una furgoneta blanca
que el oficial no había visto hasta ahora.
Un equipo de los de Científica se había
presentado en el lugar del altercado.
Endika Zubigaray abrió la puerta de
copiloto del furgón, donde se hallaba
una chica envuelta en una manta, con la
mirada perdida en algún punto del
parabrisas.
—Aita —dijo secamente, sin girar el
cuello. En ese «padre» con el que le
llamaba siempre no había afecto.
—Vámonos a casa, Vanesa —indicó
él con frustración.
La muchacha dejó caer la manta
sobre el asiento y de un salto bajó del
furgón, sin mirar a su padre. Este se
despidió de Zubigaray y le hizo un gesto
al agente de pelo rizado que había
custodiado a su hija hasta el momento; el
otro asintió mordiéndose los labios,
como si comprendiese bien lo duro que
era ser padre y policía al mismo tiempo.
Luego Mellado echó a andar tras su
única hija, que enfilaba el camino hasta
el Passat sin esperarle.
Dentro del vehículo de tecnología
alemana se podía cortar la tensión con
un cuchillo. Las únicas palabras que
salieron de boca del oficial fueron para
ordenar a Vanesa que se pusiera el
cinturón de seguridad. Durante el
trayecto hasta su residencia en
Arrigorriaga, localidad de la comarca
del Gran Bilbao, ninguno de los dos
soltó ni un monosílabo. Al menos con
eso evitaban una conversación en
caliente, de la que podían brotar
palabras altisonantes y en sí muy poco
acertadas.
Al llegar, Yago metió el coche en el
garaje que había construido en el terreno
adyacente a la casa familiar, y dejó que
Vanesa saliera del vehículo y entrara en
el hogar. Cuando la vio perderse tras la
puerta, la ira contenida estalló. Golpeó
sin control el volante y el salpicadero
con los puños hasta despellejárselos.
Después pateó la carrocería interna del
coche por encima de los pedales. Como
si un ataque epiléptico hubiera vencido
la medicación apoderándose de su
cuerpo, golpeaba también su espalda
contra el respaldo del asiento. Segundos
después, dolorido pero con las ideas
más claras, se calmó y quiso relajarse
fumando un pequeño purito que escondía
en la guantera. Nadie sabía que a veces
se permitía aquel pequeño placer, y que
cuando lo hacía, siempre en soledad, era
para celebrar algo o para atemperar los
nervios ante situaciones que,
literalmente, se le iban de las manos.
Unos diez minutos más tarde, ya más
sereno, traspasaba la puerta de entrada.
Su madre, Virginia —una mujer oronda
con el pelo totalmente blanco y un
delantal manchado de algo que parecía
puré—, salió a su paso.
—¿Qué le sucede a la niña? Ha
pasado corriendo sin darnos ni las
buenas noches. La estamos perdiendo,
hijo, la estamos perdiendo… —dijo
quejumbrosa.
—Se ha saltado las clases de
peluquería —mintió su hijo.
—¡Has vuelto a regañarla!
—¿Y el aitite? —inquirió Yago,
intentando cambiar el rumbo de la
conversación. Hablaba de su padre,
pero hasta él había comenzado a
llamarle «abuelo» en los últimos
tiempos: el alzhéimer avanzado le había
echado encima un siglo de un año para
otro.
—Estaba dándole de cenar cuando
Vanesa ha pasado como una exhalación.
—Enseguida estoy con vosotros. Voy
a hablar con ella.
Dejó a su espalda a su ama, inmóvil
como una estatua de mármol, y subió las
crujientes escaleras de madera que, en
espiral, conducían a la planta superior.
Al llegar ante la habitación de su hija
golpeó suavemente la puerta y sintió los
pinchazos de dolor en los nudillos
dañados.
—¿Puedo pasar?
No recibió contestación, pero entró
de todos modos. Al menos por esta vez
no había cerrado con llave.
La encontró sentada sobre la cama,
con un pijama azul claro puesto, y
mirándolo fijamente con esos ojos
oscuros de pupilas dilatadas: dejaban a
las claras que había consumido alguna
sustancia. Su cara estaba pálida, casi tan
blanca como la leche; el esperpéntico
maquillaje aún sin borrar, con el
contorno de los ojos y pestañas pintados
de un negro lúgubre, y los labios
perfilados con un morado oscuro. Se fijó
también en los cuatro piercings
habituales —dos en la ceja izquierda,
uno en la nariz, otro en los labios—; el
ataúd tatuado en el cuello; el pelo
engominado, en forma de cresta; la
cadena, con la cruz invertida apoyada en
el pecho… No reconocía a su hija.
Pensó que, en efecto, la adolescente se
le estaba yendo de las manos.
—¿Estás bien? —preguntó él, con
voz de desesperación y agotamiento.
—Puedes ahorrarte las
preocupaciones.
Aquella áspera respuesta fue como
un disparo a bocajarro. Con paciencia
se sentó en la cama, junto a su hija.
—Está bien, cariño, no quiero saber
cuánto alcohol has tomado ni qué te has
metido, pero esto tiene que cambiar.
Debes marcarte unos objetivos de
provecho y dejar de lado estas fiestas
que, como has podido comprobar,
pueden ser muy peligrosas… —Se
aclaró la garganta, esforzándose para
seguir hablando en tono neutro, sin
alterarse más, pero fue imposible: sintió
cómo empezaba a palpitarle una vena en
las sienes, y de repente estalló—:
¡Hostias, hija, que casi te violan esos
desgraciados! ¿Es que no te das cuenta?
¿Tan estúpida puedes llegar a ser?
Vanesa le devolvió el golpe:
—¿Y no has pensado que tal vez yo
les diera pie?
—Pero ¡qué diablos estás diciendo!
—Yago no daba crédito a lo que
acababa de escuchar—. ¿Estás mal de la
cabeza?
—No, aita… Me dejo llevar por
esta vida, simplemente —repuso ella,
con marcado desdén.
—No quiero oírte más. Eres una
niñata malcriada —le escupió él.
—En efecto, eso es lo que soy… Me
separaste de amatxu.
Hubo una pausa tensa entre ambos. A
Yago jamás se le escapaba la diferencia
y no dejaba de hacerle daño: Vanesa
cada vez era más fría con él, pero aún
llamaba «mamá» a su madre.
—Sabes de sobra que eso no es
así… Lo que te apartó de ella fue su
maldita adicción al alcohol.
—Lo que tú digas, aita. Evitaste
ayudarla porque dejaste de quererla y
ahora me sermoneas con objetivos en la
vida cuando el tuyo fue un asunto de
bragueta, y preferiste sustituir a amatxu
por la carne más joven de esa puta rusa.
Yago no pudo contenerse. Se
lamentaría el resto de sus días de su
visceral respuesta, pero el bofetón fue
tan inesperado como violento, excesivo.
Esa reacción le salió del alma. El
impacto impulsó hacia atrás a Vanesa
como un muñeco de peluche.
Su padre se levantó y se dirigió
hasta la puerta. Allí, en el umbral, se
detuvo para volver la cabeza solo por un
instante.
—A partir de hoy te impondré unas
normas. Y las acatarás aunque tenga que
ponerte un par de escoltas… —insistió
marcando las palabras—. ¿Me has
entendido?
Vanesa se levantó con la diestra
apoyada sobre la enrojecida mejilla.
—A partir de hoy, como tú dices, tus
preocupaciones serán otras… ¡Te lo
aseguro! —amenazó ella, con profundo
resentimiento—. Desde que te separaste
de amatxu me has dejado de lado… ¡Me
culpas a mí cuando ni siquiera te
acordaste de que ayer cumplía diecisiete
años!
4
Había llamado a la concejala de Cultura
del Ayuntamiento de Etxebarri para
excusarse por no asistir al cursillo de
pintura del viernes. Le dijo que estaba
indispuesta, pero la edil, con su habitual
parquedad en palabras, la reprendió por
su mala memoria y le comunicó que
aquel viernes se había suspendido la
clase porque el espacio había sido
ocupado por un desfile organizado por
los comerciantes locales.
El reloj marcaba las once. Noe tenía
los codos clavados en la mesa y las
manos sobre la cara, y observaba la
botella de whisky que había comprado
apenas dos horas antes en el
supermercado de la esquina. Aún estaba
cerrada. Junto a ella se encontraba el
papel que acababa de cambiar su vida.
La mano le temblaba cuando la posó
sobre el cuello de la botella. Por un
momento le pareció escuchar de nuevo
las voces de sus compañeros de
terapia…

El primero en hablar fue aquel joven de


veinticuatro años con rostro de
cincuentón. Se llamaba Simón Reverte, y
con el pelo rubio cayendo sobre sus ojos
y estos clavados en el suelo, relató con
determinación su drama personal.
—Soy alcohólico. Nunca, hasta
ahora mismo, he querido reconocerlo,
pero ante vosotros el valor que me
abandonó regresa para alejar los miedos
y prejuicios. Gracias por arroparme con
vuestra presencia y por no juzgarme. —
Se tomó unos segundos de pausa,
calibrando sin duda las palabras
necesarias para que el resto de los
presentes en la sala reflexionara sobre
ellas—. Con catorce años tomé mi
primer trago. Me lo ofreció mi padre
cuando estábamos sentados en el sofá,
mirando una fotografía en la que mi
madre tenía en brazos a mi hermanita de
seis meses… —Tragó saliva con mucha
dificultad—. Dos días antes las
habíamos enterrado a las dos en el
cementerio de San Miguel: un borracho
las mató al saltarse un paso de cebra…
La fotografía del suceso salió en todos
los periódicos… Informaron de un
cochecito de bebé volcado en el asfalto,
con la capota azul salpicada de rojo y
dos cuerpos tapados por sábanas…
Para entonces, los ojos de Simón ya
estaban vidriosos y le temblaba la voz.
Se aclaró la garganta hasta tres veces
antes de proseguir:
—Beber ha sido mi terapia hasta el
día de hoy… Han pasado diez años de
aquello y mi padre ya no está conmigo.
—Adoptó una expresión de cansada
resignación—. Un tumor se comió su
hígado, y gracias al doctor Bellas y su
apoyo, espero superar esta enfermedad
porque quiero formar una familia…
Creo que tengo derecho a ello.
El hombre que se sentaba a la
derecha de Simón, vestido de cuero
como un motero de los Ángeles del
Infierno, con un pañuelo rojo en la
cabeza y tupida barba encrespada, se
presentó como Thor, pero el doctor
Bellas, que paseaba sin descanso por
detrás del círculo de sillas, posó su
mano sobre su hombro y le invitó a
confesar que en realidad su nombre y
primer apellido eran Tobías Reyes.
Comenzó a hablar, fijando la mirada en
un punto inconcreto de la pared del
fondo:
—Mi hijo se llama Joel. Hace cinco
años aprovechamos un domingo de mayo
con un calor de muerte para visitar el
pantano. Lo que no sabía es que era una
jugarreta de mi mujer que me había
preparado una fiesta sorpresa de
cumpleaños con mis familiares, amigos
y compañeros de trabajo. Debo aclarar
que por entonces yo era analista
informático, y además de los buenos.
Preparamos una barbacoa de narices y
nos pusimos las botas, además de acabar
con un par de cajas de cerveza… —
Frunció el ceño. Mientras hablaba se
rascaba la barbilla, hundiendo sus dedos
en la espesa barba—. El sitio era
seguro. Desde donde estábamos
podíamos ver la cervecería que
teníamos enfrente y el parque de arena
donde estaban los columpios. Después
de comer llegó el momento de soplar las
treinta y dos velas de una tarta de San
Marcos. Todos alrededor de la mesa de
madera, la puñetera cancioncita de
cumpleaños y demás, y de pronto noté
que faltaba Joel. Nadie se había dado
cuenta, claro, éramos tantos… —Thor
carraspeó—. Lo encontramos diez
minutos después. Se había resbalado por
la pendiente y desnucado contra las
piedras de la orilla… —Expulsó el aire
que tenía retenido en los carrillos y dejó
escapar un largo suspiro.
»Meses después me separé de
Melisa y me eché a la carretera con una
Harley… Cada noche en tugurios
diferentes, donde me metía en peleas y
bebía todo lo que podía y un poco más.
Levantaba tanto vidrio que cuando
amanecía me descubría tirado en un
monte hablando con Joel de mil y una
cosas entre un padre y su hijo de diez
años. Puede que el alcohol me
consumiera, pero eso sí, lograba que
Joel estuviera a mi lado todos los
días… —Quiso sonreír, pero sus labios
esbozaron una mueca y se concedió una
pausa para tomar aliento—. Hasta que
hace tres semanas me habló como una
persona adulta y me hizo prometer que
dejaría de beber. Desde entonces, lo
juro por la memoria de mi hijo, no he
probado gota aunque la tentación es
fuerte y por eso… —parecía que no
acababa de encontrar las palabras
adecuadas—, por eso estoy aquí. He
perdido a mi hijo para siempre, pero
debo cumplir lo que le prometí y
necesito ayuda.
Después llegó el turno de la mujer
de manos inquietas y cuerpo
enflaquecido.
—Me llamo Emma Galdós. Lo que
me arrastró al alcohol fue un hecho
relacionado con el trabajo. Soy…
Bueno, en realidad fui conductora del
tranvía de Bilbao y desde el primer día
siempre me dio miedo ser yo quien se
llevara por delante a algún desaprensivo
que se tirara a las vías. En cada parada
iba pendiente de los que cruzaban las
vías o se asomaban demasiado; de los
críos que jugaban a empujarse; de los
trajeados con maletín que hablaban por
el móvil; de las madres que empujaban
el carrito de bebé; de los ancianos que
no iban acompañados… Los veía a
todos como víctimas potenciales y
aquello me ponía los nervios de punta,
así que cuando llegaba a casa, hecha
polvo, buscaba la calma en un par de
copas de vino… Con el tiempo, los
convertí en cubatas y así dupliqué la
cantidad de alcohol. —La mujer hablaba
con una voz preñada de resentimiento.
Guardó silencio unos segundos para
ordenar sus ideas.
»Hace un par de meses, estaba
esperando mi turno con un fuerte ardor
de estómago, y ocurrió una desgracia. El
coche que debía coger se retrasaba y al
rato nos enteramos de que una niña de
cinco años se había soltado de la mano
de su madre y se había caído a las
vías… Era mi ahijada y sobrina. Mi
compañero frenó a tiempo y no pasó
nada, pero yo había bebido bastante y si
aquel hubiera sido mi turno, yo… —
vaciló apenas un instante—, yo la habría
atropellado y ahora…
No pudo contenerse, así que el
doctor Bellas, siempre previsor, le
acercó un paquete de kleenex. Todos
guardaron un respetuoso silencio,
contagiados por la desesperación de la
mujer que, sacando fuerzas de flaqueza,
apostillaba entre sollozos:
—Me he despedido y llevo desde
entonces sin poder parar de beber. Pero
tengo que frenar. He de conseguirlo. Mi
hermana y mi ahijada necesitan verme
bien; necesitan que esté serena… Por
ellas estoy aquí.
El hombre enorme que había a su
derecha, casi pegado a ella —un
gigantón que debía rondar los 120 kilos
—, le tomó la mano. Su tez era oscura y
tenía unas facciones y un corte de pelo a
cepillo que invitaban a pensar en un
militar, un guardaespaldas o tal vez un
matón para ajustes de cuentas. Cuando la
vio tranquila, soltó su mano, cogió el
vaso de agua que había bajo la silla y
bebió con calma antes de empezar a
hablar. Se llamaba Aldo Yáñez, su
acento pizpireto y embaucador le
delataba como nativo de las islas
Afortunadas, quizá Gran Canaria o, más
factiblemente, Tenerife, y había sido
funcionario de prisiones.
—Hace dos años me destinaron a la
cárcel de Basauri. Ejercí mi labor sin
sobresaltos hasta que conocí a un preso
al que habían acusado de extorsionar y
amenazar de muerte a un empresario
corrupto. El tipo se llamaba Bony y
tenía un hijo de ocho años que acudía,
junto a su madre, todos los sábados a la
sala especial de visitas. Está mejor
acondicionada para que los niños no
tengan que ver la realidad que rodea a
sus familiares. El crío se metía a todo el
mundo en el bolsillo con sus ganas de
jugar y las preguntas que siempre hacía.
A mí comenzó a llamarme «tío Toby»…
—dijo con una breve sonrisa—. Por lo
visto, es un personaje que se convierte
en un ser superpoderoso en unos dibujos
que no sé si son los Gormiti, Bakugan o
algo parecido… Bueno, da igual. El
caso es que el niño, Iván, se encariñó
conmigo, y yo, claro, con él.
»Un día, Bony me pidió un favor.
Llegaba la Navidad y quería hacerle un
regalo. Aquel preso era totalmente
inocente, de eso no me cabía la menor
duda, y solo necesitaba un intermediario
para hacer de Rey Mago, así que sin
pensarlo acepté la propuesta. Quiso
darme el poco dinero que ganaba como
bibliotecario dentro de la prisión, pero
me negué. Le compré al chaval un coche
de carreras teledirigido y la equipación
completa del Athletic, con el dorsal 9 en
la espalda y su nombre, que es lo que
Iván había pedido en la carta a los
Reyes Magos que había hecho llegar a
su padre. Lo pagué todo con la extra de
Navidad y además, incluí aparte una
cantidad en un sobre cerrado, para que
su madre pudiera comprarle ropa y
libros infantiles.
El chicharrero detuvo su relato y
ocultó su rostro con las manos. Fue
entonces cuando disparó con rabia las
restantes palabras.
—El 6 de enero fui a su casa. La
madre me había invitado a comer, para
al menos compartir un rato agradable
ante la falta de la figura paterna. Sin
embargo, en cuanto llegué a su puerta y
la vi entreabierta, aquello se transformó
en una pesadilla. —Inspiró hondo para
tranquilizarse ante el recuerdo—. Sin
pensarlo, entré y vi que el árbol de
Navidad estaba tirado en el suelo, había
un montón de figuritas desparramadas
por todas partes. Una de las bolas de
adorno se había quedado encajada en el
hueco del sofá y vi que estaba manchada
de sangre. De allí partía por el pasillo,
hasta la puerta del fondo, un reguero
rojo que acababa en el aseo. Allí me
encontré a Lucinda, la madre… —Su
rostro se contrajo al rememorar la
escena—. Habían arrancado la cadena
del inodoro y la habían estrangulado con
ella, además de provocarle una incisión
profunda en el estómago con un cuchillo
de cocina que estaba tirado en la
alfombrilla al pie del retrete. Comprobé
el pulso, pero fue en vano. Entonces me
acordé de Iván… A él lo encontré en su
cama, sobre una colcha de Winnie the
Pooh, vestido con la equipación del club
de sus amores y un disparo a bocajarro a
la altura del corazón. En la pared habían
escrito con sangre el nombre de su
padre. —Soltó un resoplido, ahora
parecía un toro bravo a punto de
embestir—. Yo conocía su historia y
podía intuir quién era el responsable,
pero no tenía pruebas y además por lo
visto tenía amigos importantes, le
amparaba la Ley… Días después, Bony
se ahorcó en su celda.
La crudísima historia había
sumergido la estancia en un agobiante
silencio.
—¿Algo más? —Quiso saber el
doctor Bellas, animándolo a concluir su
truculento relato.
Segundos más tarde, Aldo, haciendo
un esfuerzo evidente por contener las
lágrimas, decidió cerrar brevemente su
turno y pasar el testigo.
—Entonces el alcohol entró en mi
vida y por ello estoy aquí… Venga, ojos
dulces, te toca.
Se dirigía a una mujerona de pelo
cortado a lo chico, rubio como el de una
amazona nórdica, de ojos azules, con un
ajustado suéter a juego y pantalones de
cuero que reafirmaban su explosiva
sensualidad y sus curvas. Viéndola como
el complemento sexual ideal para
cualquier macho ibérico, con aquellos
senos imposibles de abarcar con una
mano, nadie esperaba que de sus firmes
palabras surgiera la narración siguiente:
—Silvia Ramos. Madre a los
veintiuno. Un accidente. Con veinticinco
conocí a la mujer de la que me enamoré,
una doctora que no dio importancia a mi
situación. Al contrario, se convirtió en
una auténtica madre para mi hija Yanise,
una amiga comprensiva que me
escuchaba… y una amante excepcional.
—Todos la miraron con sorpresa; los
hombres, porque sus creaciones
mentales, donde acariciaban a aquella
belleza, se derruían cual castillo de
naipes—. Mantuvimos una relación de
siete años hasta que Yanise enfermó y
sufrimos una crisis: mi hija murió de
leucemia y yo culpé a la mujer que
amaba por no salvarla, y a partir de ahí,
me refugié en la bebida… —confesó
con un desasosiego mal disimulado y los
gruesos labios apretados en una apenada
mueca—. Y aquí estoy —dijo mirando
al doctor, que le sonrió
profesionalmente, en una muestra de
comprensión.
—Manuel Gil. Tragaperras, bingos,
juegos de azar, asiduo a clubs nocturnos,
drogas, fiestas y sobre todo alcohol,
demasiado… Mucho era poco —se
presentó el siguiente alcohólico. De voz
algo aflautada, sus ojos grises
conservaban una perenne expresión de
tristeza. Tenía la cara demacrada y le
faltaban muchos kilos para poder
rellenar dignamente el buzo verde de
jardinero que llevaba puesto—. Dios se
alió conmigo concediéndome seiscientos
mil euros en la Bonoloto, y Satanás,
obviamente, me enseñó el camino para
fundirlos. Fue tal la adicción que no me
importó que mi mujer, harta de mis
excesos, me abandonara y se llevara
conmigo a nuestro hijo a casa de sus
padres. Luego mi fortuna derivó en
deudas, contraídas con personas muy
peligrosas… —Torció el gesto para
concederse una pausa y su mirada se
ensombreció aún más—. Meses después
la casa de mis suegros ardió.
Encontraron tres cuerpos calcinados. Mi
hijo no estaba entre ellos. Lo hicieron
desaparecer porque así compensaban
mis deudas. Nunca podría denunciarlos,
y mi hijo crecería entre balas y sangre
hasta convertirse en un sicario de esos
mafiosos hijos de mala madre. Aún
continué bebiendo un año más, hasta que
el doctor me propuso esta terapia y
gracias a él encontré un buen puesto de
trabajo.
Fue entonces cuando le tocó el turno
a ella. El doctor Saúl Bellas, psiquiatra
y psicoterapeuta de terapias agresivas,
era un hombre fibroso a pesar de que
rondaba los sesenta. Según opinaban
muchas mujeres, era muy atractivo
gracias a sus ojos verdes, las canas y
una piel retocada con cremas. Su voz era
melosa e irresistible. En realidad,
llegaba en susurros.
—Ánimo, Noelia. Cuéntanos tu
historia.
Todo sucedía en aquella clínica
donde Yago, con la aquiescencia de sus
padres, la había internado por un plazo
mínimo de dos semanas. El
Observatorio, lo llamaban, y desde
luego no era un centro de
desintoxicación al uso. De entrada, esa
obligación de dar nombre y apellido
—«No podéis renunciar a vosotros
mismos», decía Bellas— les impedía
ampararse tras el escudo del anonimato.
Y no era la única rareza. Noe miró al
doctor. Sus pupilas hablaban por él y
ella se sentía empequeñecer cada vez
más ante el magnetismo que desprendía
aquel curandero de cerebros. Sabía que
de los siete que había sentados en
círculo en la sala de terapias, ella era la
única alojada allí a tiempo completo.
Manuel Gil era el jardinero de la
institución, pero todos los días, a las
siete en punto, una vez cumplido su
horario de trabajo, se marchaba a casa.
El resto solo acudían los martes y los
jueves, tal y como estipulaban los
talonarios que repartió el doctor una vez
aceptados sus pacientes al módico
precio de noventa euros cada cita. Los
que se quedaban internos como ella lo
hacían porque tenían una posición
económica acomodada, o bien porque
necesitaban una habitación de paredes
acolchadas donde hablar con los
agobiantes fantasmas de su mente.
—Libérate… —El doctor hizo
aparecer en su mano diestra una botella
de whisky, medio llena con aquel
líquido ardiente y tan apetecible—. Ya
sabes… Si prefieres beber, solo debes
pedírmelo.
Aquel día no fue capaz siquiera de
un triste monosílabo. Solo lloró.
Noe emergió de nuevo a la realidad y
soltó, como si quemara, el cuello de la
botella de JB. Plantearse siquiera que el
alcohol podría ser una buena solución
para su miedo la había hecho regresar al
pasado, y sin duda no había sido lo más
correcto. Debía mantenerse fuerte.
Quería beber, pero no podía consentirse
ese deseo. No otra vez… Nada de
recaídas. Levantó la botella como si
pesara una tonelada y la posó en uno de
los estantes del mueble trasero, en un
hueco entre libros de contabilidad. Sacó
el pañuelo que llevaba en el bolsillo, lo
desdobló y cubrió con él toda la botella
antes de ocultarla tras uno de los
gruesos tomos.
Se volvió a dejar caer en el asiento.
En media hora llegaría la medianoche y
los primeros segundos del sábado.
Había decidido pernoctar en la gestoría;
necesitaba soledad y pensar. Encontrar
las mil pequeñas pistas que pudieran
arrojar un poco de luz sobre el escrito.
Valoró la posibilidad de llamar a un
restaurante chino próximo y cenar arroz
frito con gambas, pero al final desistió y
se conformó con las barritas energéticas
que llevaba siempre consigo en el bolso.
No sabía si su estómago soportaría un
atracón de arroz, y menos ahora, con los
nervios hurgando en sus entrañas.
Era consciente de que lo que estaba
a punto de hacer era una estupidez, y
más cuando toda la información de la
carta roja colocaba en una diana a sus
familiares. Pero, a pesar de todo,
necesitaba oír sus voces y saber que
estaban bien.
Llamó desde el teléfono fijo de su
despacho, tras buscar en una libreta
vieja y arrugada que yacía en el fondo
del último cajón de la mesa. El número
correspondía a la mansión de sus
padres. Hacía tiempo que había borrado
el número del móvil, como medida
persuasiva en su intención de olvidarlos
para siempre. Con su hija Vanesa no
podía contactar por una maldita decisión
judicial, a todas luces inhumana.
—¿Quién es? —contestó una voz de
persona mayor, cansada y con ese tono
asmático que provoca una enfermedad
respiratoria.
—Buenas noches, Pablo. —Llevaba
años sin llamarle «papá», tampoco
llamaba «mamá» a su madre; la brecha
entre ellos era demasiado grande—.
Solo quería saber cómo está Ana.
—Tu llamada es un insulto para
nosotros.
—Olvida por un momento nuestras
diferencias. Si no quieres hablar
conmigo, pásame con ella. Quizá pueda
decirme cómo está Vanesa, ya que yo
no…
—Tu madre no quiere saber de ti —
replicó aquella voz cascada en tono
desabrido.
—Mientes y lo sabes. Siempre la
has manejado a tu antojo y ese es su gran
problema; no es una mujer libre que
pueda tomar sus propias decisiones.
—No te permito que invadas nuestra
tranquilidad. No vuelvas a llamar.
¡Nunca más! —bramó el anciano, y su
voz hizo que Noe sintiera punzadas de
angustia que ya creía superadas—. Y no
nos preguntes por la niña… No la
mereces.
—¡Espera! ¡Espera! —Noelia sabía
que aún seguía al otro lado, agazapado
como una víbora—. Solo quiero que me
digas si ha sucedido algo extraño.
Cualquier cosa que os haya llamado la
atención.
Al otro lado de la línea solo era
audible el suave siseo de la
insuficiencia respiratoria, con su sonido
susurrante. Así las cosas, era consciente
de que Pablo no aguantaría mucho
tiempo sin conectarse a la bombona de
oxígeno.
—Es absurdo que me preguntes eso
cuando desde hace cuatro años no
quieres saber nada de nosotros. ¿Qué
puede haber más extraño que una
llamada tuya? —Su padre se tomó una
pausa para toser—. Ahora lo entiendo:
te has enterado de que tenemos un
comprador para la casa y estás oliendo
la posibilidad de recibir parte del
dinero de la venta.
Noelia no salía de su asombro.
—¿Cómo…? —exclamó, indignada
—. Pero ¿qué dices? Ni por asomo se
me ocurriría.
—Hemos comprado un chalet en
Plentzia. A tu madre le vendrá bien el
agua del mar para evitar la trombosis. Y
el aire también será beneficioso para
mis pulmones.
—Me alegro. —Esta vez le salió del
corazón. Todavía guardaba sentimientos
hacia ellos, pero muy profundos—. No
quiero vuestro dinero.
Hubo un breve pero tenso silencio.
—¿Cómo conociste a ese hombre?
—Quiso saber él.
—No te entiendo.
—Nos ha hablado mucho de ti, de
vuestra relación laboral y de lo tenaz
que eres cuando te propones algo.
—¿De quién hablas? ¿Te ha dado un
nombre? —Noe notó que un cosquilleo
le recorría la columna.
—Una tarjeta, a ver si la
encuentro… —Se oyó caer un libro—.
Aquí está. Ángel Márquez Gómez.
Y entonces lo supo. Sintió con
angustioso apremio como aquella
terrible posibilidad se abría paso en su
mente. Se oyó otra voz, esta más lejana:
«¡Es mi niña, déjame hablar con ella!».
Noe reconoció a su madre, pero sabía
que tenía que colgar. ¿El desconocido
había estado allí?, ¿haciéndose pasar
por el señor Márquez? Era un aviso
contra ella. La carta cobraba así mucha
más credibilidad.
—Os quiero —se despidió al
teléfono. Lo que empezó siendo una
conversación áspera, llena de reproches,
acabó convirtiéndose en un diálogo más
benévolo con sorpresa final.
«Si incumples, te prometo que
dejaré coja a tu familia».
Esas palabras la señalaban. Ahora
sabía que no debía telefonear a Yago
para que blindara la mansión con
agentes armados. Si lo hacía, alguien
pagaría las consecuencias. Cogió el
marco dorado que había sobre la mesa y
miró fijamente la fotografía de la niña,
vestida de comunión con un traje color
champán.
«Elegirás a mi siguiente víctima».
Tenía dos opciones: el hombre que
acudía a una cita deshonesta o la mujer
que buscaba una historia. Posiblemente
no conocería a ninguno de los dos, pero
sin duda uno de ellos estaba
sentenciado… ¿A quién señalar?
Su hija Vanesa le sonrió desde el
marco, enviándole las fuerzas que
necesitaba ante tamaña decisión.
Sentía mucho lo que le había pasado a
Elena. La había conocido meses atrás en
las prácticas del Centro de Enseñanza
de Estética, en Alameda de Mazarredo,
y aunque propiamente no podía decirse
que fueran amigas, habían congeniado
tan bien que Elena le contó el secreto
para hacerse con un dinero extra los
fines de semana, y costearse así los
porros, el alcohol, y puede que también
algo de cocaína o pastillas.
Ahora, a las tres de la mañana, con
la única luz de la pantalla del ordenador,
Vanesa estaba chateando con un
pervertido al que le iban las menores. El
hombre se hacía llamar Vitus y gracias
al soplo de su compañera de estudios,
ella iba a ser su cita del día siguiente
por la tarde.
El tipo le había preguntado la edad,
y Vanesa había contestado que trece.
«Perfecto», escribió él. Luego le
preguntó si estaba dispuesta a
desnudarse para un reportaje fotográfico
por un montante de doscientos euros.
Aquello dejaba a las claras la naturaleza
de Vitus, pero Vanesa sabía que debía
aceptar la propuesta, necesitaba pasta.
«Perfecto», repitió. Después el cursor
parpadeó durante un largo minuto, hasta
que en la pantalla surgió la nueva y más
atrevida pregunta del desconocido:
«Por quinientos euros más, ¿dejarías
que te grabara mientras te duchas?».
Aquí Vanesa actuó con cabeza.
Quiso dejar pasar un tiempo prudencial
para poner nervioso a aquel cerdo: él
tenía que sentir que esa supuesta niña
con la que chateaba estaría valorando la
respuesta, esperando con expectación
que la inocencia la llevara a aceptar el
dinero. Ya lo tenía decidido, y además
el recuerdo del bofetón llegó con tal
nitidez que su contestación tenía algo de
venganza. «Sí. Perfecto». Tras unas
preguntas más, concertaron la cita a las
seis en punto de ese mismo sábado.
Apagó el ordenador y
cautelosamente salió al pasillo. Abajo
se oía la voz de una mujer que vendía
una crema de veneno de serpiente. Sin
duda su padre estaba ante la televisión,
pero no sabía si dormido o despierto.
Salir por la puerta de entrada era un
riesgo que no quería asumir. Eso
también significaba que no podría entrar
a despedirse de sus abuelos. Desde que
la enfermedad del aitite se había
recrudecido, habían trasladado sus
cosas al cuarto de invitados, junto a la
cocina. El alzhéimer iba consumiéndolo
poco a poco, a la vez que desgastaba a
la amama con las continuas atenciones
que debía dedicar a su marido.
Vanesa volvió a su habitación. Vestía
el chándal que le dieron cuando jugaba
en el equipo de cadetes del Club
Balonmano Kukullaga. Era azul y
naranja, y le quedaba algo pequeño,
pero debía evitar el ruido de las
tachuelas y cadenas de su vestimenta
habitual. Abrió la ventana y alargó la
mano hasta la verja de hierro acoplada a
la fachada lateral, llena de enredaderas
que culebreaban por las rendijas. Con la
mochila a la espalda dejó atrás el
alféizar y se quedó suspendida de la
reja, para más tarde dejarse caer hasta
el suelo.
Con los pies ya firmes en el cuidado
césped de la parte trasera, avanzó con
mucha cautela y saltó con agilidad la
valla de madera. Frente a ella estaba la
carretera empinada de dos direcciones.
A un lado le esperaba un todoterreno
blanco con las luces de emergencia
puestas. Era un BMW X5. Vanesa
recordó el encuentro del día anterior.
Las palabras que escuchó y el regalo
que recibió… No dudó. Allí la esperaba
quien urdió el plan de la cita con Vitus.
Cruzó la carretera corriendo y entró en
el vehículo, que inmediatamente se puso
en movimiento con un poderoso rugido
del motor.
5
Al final le vencieron el cansancio y el
sueño. Se había quitado los zapatos y
los calcetines, y había intentado
calmarse viendo la televisión, tumbado
en el sofá de tres plazas, pero los
disparos y voces que procedían de la
caja tonta no hacían más que recordarle
el sonido del bofetón que le había
propinado a Vanesa.
Cuando despertó, el reloj del vídeo
marcaba las 6.17. Tenía que levantarse.
En algo más de hora y media debía
enfrentarse a una reunión administrativa
en el Centro de Operativos de la
Ertzaintza. Minutos después de haber
pegado a su hija, Xabier le había
llamado para informarle de la hora de la
cita y aconsejarle de paso que
descansara bien. Cuando su amigo le
preguntó por Vanesa, se había limitado a
responderle que estaba bien.
Necesitaba ducharse —los nervios
le habían hecho sudar y se sentía sucio
—, así que apagó el televisor y subió
por las escaleras hasta el baño. Se
desvistió para situarse luego bajo el
estimulante chorro de agua templada que
caía de la alcachofa de la ducha. Estaba
arrepentido de lo que había sucedido la
noche anterior. Olvidar el cumpleaños,
aquella bofetada… No podía dejarse
llevar por ese tipo de arrebatos y menos
aún con su única hija, a la que amaba
por encima de todas las cosas. No era un
buen padre, de sobra lo sabía. No tenía
la comprensión y la paciencia de una
madre; no se atrevía a preguntarle por
sus inquietudes. Ahora se daba perfecta
cuenta de que nunca había tenido una
conversación adecuada con ella. Todo
eran gritos, regañinas y diálogos
triviales para referirse a la limpieza de
la casa o la compra en el supermercado.
Vanesa era rebelde e independiente, y
cometía errores como cualquier
adolescente, pero sabía que él tenía gran
parte de la culpa. Le faltaba tiempo para
atenderla, y sus aitites, obviamente, no
estaban en condiciones. La separación,
tres años y medio atrás, había sido una
losa demasiado grande sobre el ánimo
de su hija y de paso sobre los hombros
de Nadine, que había tenido que cargar
con ese resquemor que Vanesa le tenía
desde el día que Noelia recogió sus
cosas y se marchó, con una orden de
alejamiento.
Después de secarse y ponerse el
albornoz, se afeitó con una desechable
la barba de tres días largos, se masajeó
con aftershave y roció con colonia
barata su cuerpo. Salió del baño con un
denso vapor que siguió sus pasos hasta
desaparecer, y entró en su dormitorio.
Camisa a rayas rojas y azules, una
americana azulona ancha para ocultar la
funda y la reglamentaria, vaqueros
desgastados grises, zapatos negros con
hebilla dorada y el habitual pañuelo
blanco para combatir los estragos que
provocaba en sus ojos y nariz el polen
de primavera. Listo para otro día.
Cuando salió de la habitación, algo
más relajado y con el abundante pelo
rubio mal peinado con los dedos, como
tenía la manía de hacer habitualmente,
eran ya las siete y cuarto. Llegó hasta la
puerta de la habitación de Vanesa y puso
la mano en el picaporte. No siguió
adelante. Demasiado pronto para
despertarla. Quizás un poco más de
tiempo le ayudaría a preparar las
sentidas palabras que pensaba destinar a
su hija. Sabía que para que le perdonase
debía ceder en varios aspectos de su
agrio carácter, pero también era
consciente de que la solución no solo
recaía en él. Cuando un asunto es cosa
de dos, ambos debían estar receptivos y
dispuestos a transigir en algo. Así que
no hizo nada. Solo se besó la palma de
la mano y la posó con los dedos
extendidos sobre la puerta.
—Te quiero, princesa —susurró
entre dientes.
Tras volverse, avanzó por el pasillo
pensando quién era él en realidad. ¿Tal
vez Mister Hyde o el Doctor Jekyll? Al
fin y al cabo, en el intervalo de ocho
horas había pasado de un estado
agresivo a uno reflexivo. ¿Qué culpa
tenía de ello su puesto de trabajo, que le
hacía vivir casi todos los días episodios
de violencia en las calles? ¿Qué agente
de Policía tenía la fortaleza mental
necesaria para no venirse abajo ante un
cadáver, y en especial, claro, si la
víctima era un niño? ¿Qué miembro de
las Fuerzas de Orden no había llorado
alguna vez ante la injusticia? ¿Quién de
ellos había podido aguantar su ira ante
un delincuente que, sabiendo que muy
pronto estaría libre de nuevo, se reía de
ellos en la cara? ¿Qué ertzaina no notaba
a la espalda la sombra alargada del
terrorismo? ¿Cómo olvidar las
sangrientas escenas de aquellos cuerpos
aprisionados entre las cuchillas de acero
de sus vehículos hechos trizas, cuando
empezó en el Cuerpo en el
Departamento de Tráfico? ¿Y aquellas
cargas contra manifestantes de la
izquierda abertzale, cuando era
suboficial de la Brigada Móvil y, como
sus compañeros beltzak[1], debía llevar
un verduguillo para taparse el rostro y
casco rojo, por miedo a ETA, mientras
escuchan insultos de «txakurrak!» y
gritos reivindicativos de «presoak
kalera!»[2] entre gases lacrimógenos y
pelotas de goma? ¿Y aquellas lágrimas
que soltó en el funeral de Santurtzi,
cuando José Luis, su oficial directo y
gran amigo, se pegó un tiro en la boca en
casa de su amatxu porque se le juntó el
divorcio, el abuso de alcohol y la
tensión de tener que mirar todos días los
bajos de su coche privado por miedo a
una bomba lapa? ¿Sería el momento
adecuado para presentar su renuncia?
Este último pensamiento le llegó como
una revelación mientras limitaba su
desayuno a un zumo de naranja y una
tostada con mermelada. Acababa de
abrirse una posibilidad que nunca se
había planteado realmente, y que quizá
fuera la mejor si de verdad quería
recuperar a su hija y una vida marcada
por su destino, y no por una bala o un
navajazo. Siguiendo un símil adecuado
por su afición a la Fórmula 1, la idea
estaba en boxes y calentando motores,
podía ser quizás el comienzo de una
nueva vida.
Lo que aún desconocía es lo que le
deparaba su futuro inmediato. Se
encontraba ante una investigación que le
iba a conducir hasta las puertas del
Averno, y el mismísimo Lucifer le tenía
reservado un trono de fuego.

Sus ojos azules estaban un tanto acuosos


y entrecerrados. Le molestaba la intensa
claridad matutina que golpeaba el
parabrisas y le deslumbraba por
momentos. Decidió ponerse las gafas de
sol e intentó aguantar el escozor,
concentrándose en las palabras
metálicas que procedían de la emisora
de FM.
El desvío hacia el cuartel se
presentaba a mano derecha. Abandonó
la N-637 y subió por una pequeña cuesta
de un solo carril, flanqueada a ambos
lados por promontorios con hierba
crecida y postes metálicos con cámaras
de seguridad. Una barrera le hizo frenar.
Bajó la ventanilla, apretó el botón del
comunicador, dio el número de placa y
miró fijamente el aparato, con las gafas
de sol en la mano. Recibido el visto
bueno del primer control, la barrera se
levantó como un resorte. Cuando al fin
llegó a su plaza reservada, Yago
Mellado observó el inmenso edificio del
CIDE, que más bien parecía una
fortificación en la vasta explanada de
varias miles de hectáreas. Estaba oculto
entre los montes, alejado de cualquier
población. A vista de pájaro podían
divisarse algunos caseríos, a cual más
evocador del agro vasco que aún
sobrevivía a la crisis y el relevo
generacional, todos totalmente
controlados. El cuartel debía ser
invisible para el resto de los mortales.
Tras estacionar el coche, bajó por
unas escaleras de terrazo, y girando a
mano derecha caminó por la acera a lo
largo de la fachada estucada con un
blanco grisáceo. El punto de acceso
estaba al final del edificio y, para
traspasarla, tuvo que teclear de nuevo su
número de placa y esperar un escáner
ocular. Las puertas de cristal macizo se
abrieron y un pasillo embaldosado de
azul lo recibió. Poco más allá estaban
los ascensores y el agente de costumbre
tras su mesa de recepción y control.
—Kaixo, Egoitz. —Yago firmó otro
documento y le entregó su arma al
fornido ertzaina uniformado, de tupida
barba y mirada severa.
Hizo detener el ascensor en la planta
segunda, la que correspondía a su
departamento. Un pasillo largo y ocho
puertas. Por una de ellas, la primera a
mano izquierda, vio surgir una cabeza.
—Egun on, bienvenido al hogar. —
Parecía que Xabier Elostegi tenía otro
de sus días guasones.
—Kaixo, egun on —contestó el
recién llegado.
Xabier lucía una gran melena oscura
recogida en una coleta y tenía una
llamativa rasta color pajizo sobre la
sien derecha que hablaba mucho de su
carácter: no mirar al mañana y disfrutar
del presente, llámese este trabajo, surf
en la ola de Mundaka y en las playas de
Sopelana, o coleccionar conquistas de
una noche de lujuria para dar salida al
ardor de la entrepierna. Por mucho que
se afeitara todos los días, tenía marcada
esa sombra de barba de los hombres
velludos, y continuamente enseñaba sus
dientes blancos al sonreír, pues era una
persona muy extrovertida. Ese día vestía
una de sus típicas camisetas con
mensaje: «Estoy nublao de mirar tu
escote», en letras blancas sobre el
amarillo limón de la prenda.
Sencillamente ingobernable.
Oyeron los pasos doblando la
esquina y al segundo la chica de la
limpieza surgió por el fondo, con una
horrenda blusa verde y su inseparable
compañera, la fregona, entre las manos.
Carnosa y torneada, fregaba de aquí
para allá con tenacidad y con un arte que
no se aprende. El olor a limón barría los
restos impuros del sudor que había en el
ambiente. Xabier la miró sonriente y se
quedó hablando con ella. Por su parte,
Yago entró en el despacho del
subcomisario Elostegi, se sentó y cogió
las fotografías que había desordenadas
sobre la mesa.
En la primera foto se veía un rostro
que no era más que una máscara de
sangre, y un torso cruzado por múltiples
heridas. La segunda era una panorámica
del lugar, y mostraba el interior de un
taller náutico con infinidad de
herramientas repartidas entre las
paredes y las mesas de trabajo, y una
pequeña embarcación de madera vuelta
del revés —de unos diez metros de
eslora, con arreglos en el casco y
todavía a medio pintar— al fondo. A su
lado, apoyados en la única pared
despejada, se apreciaban al menos una
decena de remos sin barnizar, separados
con papel de periódico, y un motor fuera
borda. Pero lo más sorprendente estaba
en el centro. Eran unas cadenas que
surgían del techo y sujetaban por las
muñecas a un hombre desnudo, bañado
en sangre y con un remo clavado en el
estómago.
Elostegi regresó de su recorrido a la
máquina de café con dos vasos de
plástico humeantes. A continuación
cerró la puerta, se sentó frente a Yago y
bebió con impaciencia un sorbo de su
dosis de cafeína.
Xabier Elostegi era joven, quizá
demasiado para el puesto que ocupaba
de subcomisario. Con veintinueve años,
era un recomendado de las academias
formativas por su fogosidad y por sus
calificaciones sobresalientes. Aparte de
ello, había ganado muchos puntos extra
por su viaje a Suiza como auxiliar
administrativo de Jefatura, cuando
participaron en el caso de un asesino en
serie obsesionado con acabar con todos
los homosexuales de Zúrich, matándolos
a hachazos y empalándolos con
atizadores de hierro como broche final
de su macabra obra. Por si faltaba algo
para añadir a su curriculum y dado que
hablaba un inglés fluido, había pasado
un par de meses en la inabarcable urbe
del río Hudson, como la sombra de un
criminólogo que le habló sobre los
asesinos en serie, y asimismo, de una
patrulla nocturna del NYPD, el
Departamento de Policía de Nueva
York, destinada al siempre conflictivo
Bronx. Y si aquellos no eran méritos
suficientes para justificar el rango que
ostentaba, sus aptitudes se veían
reforzadas día a día. Fue él quien
decidió intervenir en el tiroteo en el
puerto de Santurtzi, y también el que
logró herir a uno de los delincuentes con
su arma corta de fuego. Podía pasarse
setenta y dos horas a pleno rendimiento
involucrado en un caso porque había
nacido para esto. Pero era demasiado
joven para morir…, y aquel nuevo
departamento equivalía a peligro. Por
suerte era soltero, sin ningún
compromiso sentimental a la vista.
Yago llevaba con él desde el
comienzo del CIDE y ya estaba
acostumbrado a sus excentricidades,
aunque cada día lo sorprendía un poco
más. Pero claro, ahí no quería meterse.
Bastante positivo era no ir de uniforme y
poder vestir normal de paisano, o
alocadamente como Elostegi. De
incógnito podían ejercer su trabajo con
mejores resultados y, además, sin el
peligro de un cañón de arma
apuntándoles a la vuelta de cualquier
esquina.
—¿El resto? ¿La reunión? —
inquirió, estaba deseando empezar
aquello.
—Se ha pospuesto una hora. El
Monarca tiene visita de muy altos
vuelos.
—Entonces al grano. Calentemos
antes de la batalla —afirmó el oficial
con rotundidad no exenta de ironía.
—Muy bien, Mella… ¿Qué opinas?
—Quiso saber Xabier, fijando un
momento su atención más allá de la
ventana abierta, en el llamativo paso de
una bandada de golondrinas que piaban
con su peculiar y agudo sonido.
—Un asesinato con ensañamiento.
—Con el ceño muy fruncido, Yago
volvió a recoger las fotografías—. El
autor se ha dejado llevar por la ira o por
la excitación, quién sabe… Eso depende
de su perfil. Se ha ensañado con la
víctima y después del golpe de gracia ni
siquiera se molesta en ocultar el arma
del crimen. Creo que está satisfecho con
el resultado, que lo aborda como si
fuera una obra de arte.
—Valoración brillante. Nunca me
defraudas, oficial —le contestó su
inmediato superior, entornando los ojos.
—Ya… El cuerpo aparece desnudo.
Aun así, no creo que podamos
establecer una conexión sexual.
—Aunque nunca debemos darlo por
descartado, claro —alegó Elostegi, que
esos instantes se masajeaba
distraídamente la frente con el pulgar e
índice diestros.
—Ante una tortura de estas
dimensiones, lo más lógico es suponer
que el verdugo ha sido vejado alguna
vez por la víctima… —Yago hizo una
pausa para aclarar mejor las ideas que
le bullían en la mente—. Por otra parte,
desnudarlo puede ser un símbolo… ¿No
crees? Como una forma de destapar sus
vergüenzas, sus secretos…
Probablemente se conocían.
—¿A qué tipo de asesino podemos
estar enfrentándonos?
El oficial dejó escapar un leve
suspiro:
—Difícil pregunta… No hay muchos
datos para valorar todavía, y puede ser
un experto interrogador para quien la
tortura sea un método habitual. O bien
una persona que asesina por primera vez
y con cada golpe logra fortalecer su
autoestima. —Dubitativo, arrugó la nariz
—. No sé… Es difícil digerir la
situación y hacer una valoración
preliminar correcta. La ropa aparece
bien doblada en una silla… ese detalle
me intriga, y la planificación no tiene
que ver con nada a lo que nos hayamos
enfrentado hasta el momento.
—La forma en que le ha destrozado
el rostro… —se apresuró a decir
Xabier.
—Tal vez quería dificultar su
identificación.
—O desfigurarlo por algún otro
motivo que desconocemos.
Mellado se encogió de hombros.
—Puede ser… —concedió luego a
su interlocutor, que lo miraba fijamente
—. Pasemos a las pistas. ¿Huellas?
¿Algún rastro que nos sirva? —se
interesó mientras ladeaba la cabeza.
—Muchas y variadas, pero es
normal: en esa nave trabajan siete
reparadores, dos barnizadores, tres
carpinteros, un par de mecánicos… Y
por allí pasan también los clientes,
deportistas del club de remo,
patrocinadores… En fin, mucho trabajo
para los de Científica, y quizá ninguna
pertenezca al asesino.
—Lo más probable. En cuanto al
remo…
—Acababan de barnizarlo y no
hemos encontrado huellas en él, ni en las
puntas clavadas. Lo serraron por la
mitad, aunque el serrucho no ha
aparecido, ni tampoco el… —dijo
Xabier con frustración mal disimulada.
Una potente canción de Metallica, «My
apocalypse», lo había interrumpido, así
que atrapó el móvil que vibraba sobre la
mesa—. Kaixo, egun on… Sí, señor,
está conmigo. Le estaba informando…
De acuerdo, vamos de inmediato. Agur.
Al colgar, Elostegi hizo un
significativo movimiento de cabeza
indicando a su compañero y amigo que
debían levantarse. Yago, por su parte,
dio un trago a su café y puso cara de
fastidio. Estaba frío y sabía a rayos.
—El Monarca quiere que exponga
ante todos la información de la que
disponemos… Mella, prométeme que no
me interrumpirás —dijo el subinspector
con afectada gravedad.
Yago le devolvió una media sonrisa.
Salieron del despacho para dirigirse
a la puerta entreabierta que había al
final del pasillo. La sala de reuniones
era amplia y en ella hacía calor porque
ese día el aire acondicionado estaba
averiado. Incluso a esas horas, el sol
golpeaba de pleno el amplio ventanal.
Había una mesa alargada, que brillaba
de tal manera que uno podía verse
reflejado en su superficie, y una docena
de sillas forradas en cuero marrón. Al
final de la estancia se situaban otra mesa
—esta mediana y color crema— y una
plancha de corcho con chinchetas sobre
la pared.
Yago se quitó la americana y la
colgó de un galán que había en un
rincón. Para mayor comodidad, se
remangó la camisa y se desabrochó los
dos primeros botones. Tenía el vello de
los pectorales sudado y apelmazado. «A
la mierda la ducha de la mañana», pensó
con incomodidad. Aquel calor resultaba
agobiante. Lo único agradable era el
olor a limón propio de los productos de
limpieza, pero se esfumó en cuanto Jokin
Sagasti, alias «el Monarca», el último
en llegar, cerró tras de sí la puerta de la
sala de reuniones.
Tras un lacónico «kaixo», expresado
con su característica voz profunda y
sonora, el comisario llegó hasta la mesa
del fondo y se sentó en ella, con los
brazos cruzados y un rostro duro, más
bien congelado. Unas gafas, quizá
demasiado pequeñas para sus enormes
ojos marrones, colgaban del puente de la
recta nariz. Sus espesas cejas grisáceas
y el pelo peinado en una raya bien
marcada, del mismo tono, le conferían
un aspecto de seriedad y persona
responsable. A pesar de sus sesenta
años no presentaba amago de barriga
cervecera ni papada prominente; muy al
contrario, tenía la constitución de un
chaval deportista en la veintena.
Marcaba un pecho de toro que a ese
paso iba a acabar desgarrando la camisa
a rayas verdes y blancas, la corbata
italiana a juego y la chaqueta gris del
traje. Sus bíceps provocaban arrugas
montañosas en la chaqueta, bien
formados y cuidados por incontables
horas de machaque con un entrenador
personal en el gimnasio, y por largas
horas bateando las pelotas que
descansaban en la hierba del elitista
club privado de golf de La Galea, en la
costa de Getxo. El apodo del Monarca
se lo tenía bien ganado por su
disciplina, rectitud, y también porque
podía dictar y hacer lo que le viniera en
gana en aquel departamento a su entera
disposición. Con él en plantilla jamás
había recortes presupuestarios, a pesar
de la crisis económica in crescendo que
también golpeaba a Euskadi.
El suboficial Jon Ríos Madariaga
estaba en una silla de la mesa central,
pulverizando su nariz con Nasacort.
Comisario aparte, a sus cincuenta años
era el más veterano de la unidad, medía
casi un metro noventa y era delgado y
fibroso como pocos. Le faltaba medio
lóbulo de la oreja izquierda, secuela de
un enfrentamiento contra un proxeneta
que casi le rebanó la garganta. Sentado
en el lado más cercano a la mesa donde
se apoyaba Jokin Sagasti, le daba la
espalda a Mellado: Yago estaba seguro
de que Jon le odiaba por ocupar un
puesto que consideraba más apropiado
para él, y que no quería dignarse
siquiera a dirigirle una mirada.
Unas sillas más atrás, Vicky Dámaso
desenvolvía un caramelo de menta. Era
rubia de bote, atractiva como pocas;
frisaba los treinta y dejaba ver su cola
de caballo por el hueco trasero de la
gorra negra que llevaba sobre su cabeza,
con la leyenda BIHOTZ, «corazón»,
escrita en grandes letras escarlatas. Sus
pechos rotundos se dejaban imaginar en
la sudadera gris con capucha. En sus
tiempos de adolescente había hecho sus
pinitos como modelo, pero cuando se
presentó al casting de Miss España
representando a Bizkaia, y un seboso
miembro del jurado la invitó a una
sesión privada en una cama de sábanas
de seda, Vicky agarró las partes
pudendas del hombre y se las retorció
con tanta fuerza que el tipo llegó a
morderse la lengua. Siempre que
contaba aquella anécdota sus
compañeros tenían que reprimir una
mueca de dolor. Después de aquel
tragicómico episodio abandonó su
restringida dieta y buscó acomodo, con
mucho tino por cierto, como agente de la
Ertzaintza. Su habilidad en los
interrogatorios detectando mentiras y —
al decir de sus compañeros— «los
huevos que le echaba» cuando se
enfrentaba a cualquier delincuente
aunque le sacara una cabeza y sesenta
kilos de peso, la habían conducido al
nuevo departamento en una primera
valoración de posibles candidatos.
Frente a ella estaba sentada Mónica
Antúnez, la chica lista del grupo.
Experta en ordenadores, diplomada en
Psicología Criminal y potencial
campeona del mundo a la hora de
descifrar jeroglíficos imposibles, era
más alta y fornida que Vicky, y su pelo,
negro como el azabache, estaba cortado
a media melena. Tenía la nariz achatada
—quién diría que ocupó sus horas
muertas boxeando para la Federación
Vasca—, labios carnosos y un hoyuelo
en la barbilla. Vestía con ropas sencillas
y holgadas, aunque lo que no variaba
nunca eran unas horribles botas negras
con hebillas cruzadas en forma de aspa.
Por último estaba Nick de Marco,
argentino reciclado en vasco con apenas
diez años de edad, cuando su madre
encontró a su segundo marido en
España. Era el chico para todo del
grupo, y a pesar de su sensual voz de la
Pampa, podía mostrarse como un tipo
cerebral y duro. Reprendía al
delincuente con mirada de hielo del
Perito Moreno, actuando con
contundencia dentro de los parámetros
de la legalidad en cuanto a violencia se
trataba. Su cabeza era una bola de billar,
y lucía una cuidada perilla. Ojos
saltones y un tatuaje con el número 10 en
la base de la nuca. Otro prisionero de
los que veneraban como Dios al pibe
Maradona. Cómo no, tras el chaleco de
cuero una camiseta de la selección
argentina de fútbol. Sin duda el mejor
disfrazado de todos de civil. Estaba
recostado contra la pared, el más
cercano a Yago, junto al expendedor de
agua mineral.
Tocaron a la puerta y apareció
Sandra Urrasti, la secretaria,
administrativa y reina del papeleo.
Portaba en las manos unas hojas y
también una cámara de vídeo. Llevaba
el pelo castaño alborotado como casi
siempre, con el nerviosismo habitual
acentuado por un tic en los ojos, y con
maquillaje administrado en dosis
industriales que le daban un aspecto de
ánima viviente. Casi plana de pecho,
vestía una sobria camisa blanca y una
falda azul marino hasta las rodillas.
Empezó a repartir los informes entre
los asistentes, y al acabar se fue rauda
hasta los ventanales. Bajó las persianas,
encendió los fluorescentes y se dispuso
a grabar la sesión ante la sorpresa del
resto, si bien nadie hizo amago de
reprenderla por ello.
Mellado se sentó y Xabier Elostegi
se dirigió hasta la zona de la mesa
donde estaba el comisario. A un
asentimiento de este se volvió hacia sus
compañeros y habló en tono muy
profesional:
—La víctima ha sido identificada
como Ángel Márquez Gómez.
Yago Mellado sintió un
estremecimiento al escuchar ese nombre.
Se removió en su asiento.
—Lo hallaron a las seis de la
madrugada del viernes dos de los
empleados que comenzaban su jornada
en el taller de abastecimiento y
reparaciones del Puerto Deportivo de
Getxo. Según precisa el forense, a juzgar
por el estado del cadáver, la víctima
habría fallecido entre las 21 y las 22
horas del jueves día 7. Lo encontraron
atado a unas cadenas que pendían de las
vigas del techo y que se utilizan para
izar las embarcaciones más pesadas
durante las reparaciones. Por esta
circunstancia podemos pensar que el
asesino es un hombre robusto. Levantar,
inmovilizar y atar a alguien de noventa
kilos requiere una gran fuerza física, no
está al alcance de cualquiera… —Paseó
su mirada por cada uno de los rostros—.
El taller está algo apartado de la zona
central del Puerto Deportivo y se llega a
él por un puente de madera. El vigilante
jurado nunca se acerca hasta allí, porque
en realidad se encuentra fuera de la
propiedad que debe cubrir, así que,
resumo, nuestro asesino acabó con la
víctima sin testigos y amparado por la
oscuridad y el silencio. Antes de
ejecutar al señor Márquez debió de
tomarse su tiempo para golpearlo sin
piedad; probablemente con el remo,
como atestiguan las contusiones y
roturas del cadáver.
—Salvando la complejidad del
caso, y más cuando la víctima es una
persona de tanta relevancia…, ¿qué
podemos deducir sobre la forma de
actuar y el sitio elegido, aparte de lo ya
comentado? —preguntó Vicky, al tiempo
que descruzaba y volvía a cruzar las
piernas bajo la mesa.
—Sin duda que el asesino buscaba
tranquilidad y notoriedad. Notoriedad
porque es un emplazamiento próximo a
las instalaciones destinadas a las
personas más pudientes. Podéis
imaginaros lo que cuestan algunos de los
mejores yates que hay allí. Auténticas
fortunas. La deducción resulta así de
fácil. Eligió ese lugar y mató a una
persona, que nadaba en la abundancia,
tal vez como advertencia al resto de
privilegiados. Quizá sea una forma de
acojonarlos y de insinuarles que la
siguiente víctima podría ser uno de
ellos… —Xabier se aclaró la garganta
antes de proseguir en tono convincente
—: Por otra parte, el asesino sabía que
allí no iba a molestarle nadie. Eso es
precisamente lo que nos lleva a pensar
que o bien conocía el lugar o ha tenido
un cómplice que le ha facilitado la
información necesaria. Por no hablar de
la llave para entrar en la instalación, ya
que se ha constatado que la cerradura no
estaba forzada. Hemos de contemplar
cualquiera de las dos hipótesis.
—Entonces debemos centrar la
investigación en un círculo que incluya a
trabajadores, proveedores y clientes —
intervino Jon Ríos, siempre con su tono
resabido—. Y por supuesto, a los
dueños de las embarcaciones, sean
quienes sean.
—¿Huellas? —preguntó Vicky.
—El serrucho y el martillo que
utilizó el asesino se han esfumado y el
remo no presenta huellas. Y en la ropa
de la víctima no hemos encontrado nada
que nos ayude.
—¿Por dónde empezamos? —De
Marco daba voz a lo que todos
pensaban: de momento, el caso se
presentaba complicado.
El joven subcomisario carraspeó y
permaneció callado un instante.
—Hablamos de un asesino
metódico, que sabía lo que quería y
cuándo cometer el crimen. En cuanto al
móvil, aún no podemos descartar
ninguna vía: así, a bote pronto, se me
ocurren robo, deudas de juego,
confrontación por drogas, simple placer
sádico…
—Esto está más claro que el agua —
interrumpió Jon Ríos Madariaga—.
Venganza contra un tipo corrupto. No
nos pongamos la venda en los ojos, que
todos conocemos en mayor o menor
medida los chanchullos del difunto
señor Márquez.
Yago, que había permanecido en
completo silencio, no pudo aguantar el
envite y se encaró con su subalterno.
—La verdad del móvil nos la dirá la
investigación en curso, Ríos —bramó
con incomodidad manifiesta—. Mientras
tanto, no consentiré esa clase de
comentarios de patio de vecinos.
Jokin Sagasti, que sabía muy bien
cómo templar gaitas entre su personal
para no echar más leña al fuego, no hizo
ningún amago de intervenir. Solo puso la
mano sobre el hombro de Elostegi para
evitar que este interfiriera entre aquellos
dos, que ahora intercambiaban duras
miradas. En la boca de Ríos empezó a
asomar una sonrisilla. En realidad esa
discusión había empezado años atrás, y
todos lo sabían.
—Vamos —protestó aún con una
media sonrisa—. Todos sabemos que…
—He dicho que basta —zanjó Yago
—. No quiero oírte ni una palabra, sin
pruebas que las respalden.
—Yo obedezco a mis instintos y me
guío por ellos. Sabes que el señor
Márquez estaba tras aquellas apuestas
deportivas ilegales, y que le
proporcionaron diez millones de euros
de beneficio. De hecho, lo sabes mejor
que yo. —La insinuación de Jon le supo
amarga—. Estamos tanteando el terreno,
y toda posibilidad es factible. Su
nombre salió cuando intervenimos en
aquella operación de tráfico de menores
en…
Con la palma bien extendida,
Mellado golpeó con fuerza la alargada
mesa.
—¡Basta! —repitió—. ¡Soy tu
superior y no permito esa clase de
conjeturas en esta sala!
—Ríos —aquí fue cuando intervino
Elostegi, respaldado por su superior—,
De Marco y Dámaso te acompañarán al
escenario del crimen. Quiero que
interrogues a todos los empleados,
clientes y propietarios de yates en el
club, camareros de los restaurantes
próximos y personas de los
alrededores… —Intercambió una
mirada con su amigo Mellado y luego
sonrió a Jon. El subcomisario era el
hombre perfecto para dirigir un equipo;
ningún otro sabía manejar la tensión
como lo hacía él—. Ah, y si te da
tiempo, ponte un traje de buzo y habla
también con los chicharros y las lubinas
del Abra, que quizás hayan visto algo
sospechoso. —Sonreía—. Y no quiero
volver a verte por aquí hasta que
presentes un informe con algo positivo
donde rascar. Así que anda y mueve el
culo. Espabila, que ya estás tardando —
concluyó.
Jon Ríos se tensó como la cuerda de
un arco de competición y giró la cabeza
para mirar al Monarca, quien dio luz
verde a las palabras de Elostegi con un
leve asentimiento de cabeza. En un
minuto, acompañado por el argentino y
Vicky, abandonó la estancia con los
puños apretados, tras dedicarle una
última mirada rezumante de rencor a
Yago Mellado.
Frío como un glaciar pirenaico, el
comisario pronunció pausadamente:
—Señorita Urrasti, borre luego este
desagradable incidente y mande una
copia limpia a la dirección que antes le
remití… —Circunspecta, la secretaria
apagó la cámara—. Buena exposición,
Elostegi. Preséntate en el Anatómico y
que el forense te dé la valoración
definitiva sobre el cuerpo del señor
Márquez… —Le dedicó una mirada de
inteligencia—. Que te acompañe
Antúnez, y que compruebe si ha habido
algún modus operandi similar en alguna
parte. Quizás en internet hallemos alguna
pista. Nunca se sabe.
Antes de salir, Xabier Elostegi se
acercó hasta Yago y le apretó el brazo.
—Entiendo que hayas saltado, pero
sé fuerte… —dijo el subcomisario, con
una voz que sugería complicidad—.
Piensa que aún te quedan cosas por
descubrir. Información que he omitido
por orden expresa del comisario.
Mellado lo miró sorprendido
mientras su inmediato superior
jerárquico le brindaba una de sus
sonrisas y aprovechaba ese momento de
confusión para salir raudo por la puerta,
tras Sandra Urrasti y Mónica Antúnez.
Ahora en la estancia solo quedaban
ellos: el Monarca y él.
Fue Jokin quien se acercó y se sentó
junto a Yago tras recoger una carpeta
azul.
—¿Cómo está Vanesa? —se
interesó.
—Bien, señor.
—Me alegro. —Era obvio que
alguien le había informado de la
lamentable situación que vivió el día
anterior.
—En realidad, la culpa es mía,
señor.
Perplejo, el Monarca arqueó las
cejas y Yago siguió hablando.
—Mi relación con ella no es buena.
Está tan enquistada que no sé cómo
ponerle freno —resopló,
acompañándose con una mueca de
impotencia antes de continuar—: Bueno,
quizá sí lo sepa, claro, pero tenga miedo
a dar ese paso.
—No debes culparte. Hoy en día,
todos los adolescentes son iguales.
Siguen las iniciativas de la mayoría;
muchas de ellas, nocivas.
—Me pongo…, me pongo en su
lugar, señor… —balbuceó Mellado,
deprimido como pocas veces en su vida
—. Debe de ser duro que te separen de
tu ama, convivir con la nueva pareja de
tu aita y que este no disponga ni de un
minuto para escuchar tus problemas. Por
eso me culpo. Ayer perdí los nervios y
le di una bofetada. —Sentía que su
lengua pesaba como el granito azul de
Extremadura que tenía en el jardín de su
casa y una pena profunda le enturbiaba
los ojos—. Hasta ese punto podía
llegar… He estado reflexionando y sé
que mi hija me necesita, que espera de
mí, a la vez, ese papel de ama, esos
consejos de aita que nunca le he
ofrecido… —Bajó la cabeza y la
primera lágrima cayó sobre el dorso de
su mano, y luego otra y otra—. Me he
centrado demasiado en el trabajo, en
Nadine, sin querer darme cuenta de en
quién tenía que depositar en realidad
todas mis energías… Soy un
desgraciado… —Notó una intensa
bocanada de frustración y suspiró con
amargura—. Dios, yo he creado la
deslealtad de Vanesa a la vida y la he
invitado, con mi dejadez, a que sea una
chica difícil que se mete en problemas
para que alguien le haga caso.
Jokin Sagasti, sin duda el comisario
más duro de toda la Policía Autónoma
Vasca, el intransigente, el mismo que no
parecía sentir ni padecer ante nadie ni
nada, se sintió conmovido y comenzó a
darle palmaditas sobre la mano, en un
inusual gesto de consuelo. Después le
acercó un kleenex.
—Te entiendo —afirmó en tono
afectuoso, no exento de cierto
paternalismo—. Cualquier hijo de
policía puede verse afectado. Es normal
que muchas veces, en nuestro tiempo
libre, se nos presenten los dramas de las
operaciones a las que nos enfrentamos a
diario. Para nosotros resulta muy difícil,
por no decir que imposible, separar la
vida laboral y la familiar. Estamos
bloqueados por lo que somos… Y sabe
Dios que todos los que son padres están
expuestos.
El oficial Yago Mellado Gorostiza
sintió una descarga de emoción cuando
le confesó a su superior con voz queda
pero penetrante:
—Después de este caso quizá pida
una excedencia para pasar un tiempo con
Vanesa: ir al cine, charlar, comer en el
Burger… Además de eso, quiero ir al
monte con ella, que pintemos la casa
juntos, acompañarla a comprar ropa…
—Una extraña media sonrisa pareció
iluminar su desencajado rostro mientras
guardaba silencio—. En fin, ya sabe…
Disfrutar de mi hija y de las cosas
sencillas que nos ofrece la vida. Me
necesita, y yo la necesito a ella mucho
más de lo que creía. ¿Sabe?, pienso que
quizá no sea tarde todavía para
recuperarla.
—Sería la única razón por la que
aceptaría la marcha de mi mejor hombre
—convino el comisario—. ¿Lo sabe
Elostegi?
—No, señor, solo usted. He creído
conveniente que sea el primero en
enterarse de lo que me bulle en la
cabeza. —Ya rehecho moralmente, de
los labios de Yago escapó un asomo de
sonrisa tras soltar la última lágrima—.
Gracias por su comprensión. De todos
modos, antes quiero encontrar al asesino
de Ángel Márquez. Durante muchos años
él fue como un padre para mí… Ya sabe
que siempre me ha apoyado y ayudado.
—Por eso mismo precisamente he
decidido meterme en un lío de cojones,
amparándome en lo que sé y en lo que te
conozco… —El rostro del comisario
había vuelto a transformarse en una
máscara gélida que no auguraba nada
bueno—. Te advierto que he tenido que
ocultar algo que te concierne.
El oficial de la Ertzaintza se quedó
atónito.
—¿Cómo…? —Articuló, ahora con
una voz tan hueca que a él mismo le
sonó extraña.
—He pedido a Elostegi que
manipulara la información. Hay datos
que he preferido separar para hablarlos
contigo en privado —matizó Sagasti,
ahora muy grave—. Comenzaré con la
reunión que he mantenido esta mañana
con esos chupatintas burócratas del
Departamento de Interior.
El comisario sacó una caja de
puritos del bolsillo interior de su
chaqueta y le ofreció uno a Yago. Este lo
cogió, pero al llevar los ojos hasta el
cartel que había sobre la máquina
expendedora de agua lo volvió a dejar
en la caja metálica. El Monarca se
levantó con su ejemplar ya en los labios,
y sin miramientos, arrancó el cartel
bilingüe de PROHIBIDO FUMAR -
ERRETZEN y lo tiró a la papelera, donde
se mezcló con vasos de plástico
aplastados.
—Soy el responsable y me apetece
saltarme las normas —afirmó mientras
rascaba un fósforo en la caja de cerillas.
Mellado, por su parte, había recuperado
el suyo y acercado un vaso de plástico
con agua como improvisado cenicero
para no dejar huellas de ceniza en el
suelo—. La muerte de Ángel es un
incidente que puede romper el
dinamismo económico que sus empresas
aportan a nuestro castigado Gobierno
autónomo. Era un gran intermediario a la
hora de obtener capital de inversores
extranjeros. Sus socios de Mundinova,
accionistas europeos acaudalados,
sondeaban la posibilidad de trasladar su
núcleo duro fuera de España y
suspender la creación de un centro de
laboratorios de alta tecnología en el
Parque Tecnológico de Zamudio. Esto
sería un drama para nuestro Gobierno, y
por ello se han personado como
interlocutores los de Interior con
órdenes muy concisas: encontrar o crear
un culpable para que los socios de
Mundinova no vean en esta muerte una
amenaza contra ellos. El proyecto del
centro científico en los nuevos terrenos
tiene que seguir adelante a cualquier
precio. Reportará beneficios a Euskadi,
al Estado español y un respeto
diplomático del resto de países de la
Unión Europea. Después de
recalcármelo, me han comunicado que
quieren resultados o se verán obligados
a inventarlos, con las miras puestas en
cierto grupo de ecologistas… —Sacudió
su diestra con gesto crítico—. Nos dan
una semana, más o menos lo que va a
durar la cobertura mediática y la
paciencia de esos tíos tan ricos que
creen que todo lo pueden.
—Dígame que no es verdad. —El
ertzaina hervía de indignación por lo
que acababa de escuchar.
—Somos marionetas, Yago, simples
marionetas del puto sistema
capitalista… —Jokin Sagasti soltó aire
antes de matizar—: Pero nosotros, eso
sí, debemos encontrar al verdadero
asesino antes de que señalen a un
inocente, a un pringado más, y muestren
que solo era un psicópata drogado hasta
las cejas que escogió al azar al señor
Márquez.
—Para no implicar a los ecologistas
y para mayor gloria y tranquilidad del
Grupo Mundinova, claro —completó
Mellado.
—Y como satisfacción de nuestros
dirigentes, que verán cómo una fuente de
ingresos tan apreciada sigue con sus
inversiones. —Una mueca furtiva cruzó
rápida por el pétreo rostro del
comisario—. A la par hay algo que va
mucho más lejos. Existe la posibilidad
de que multimillonarios árabes entren a
formar parte del Consejo de
Administración del Grupo Mundinova,
con unas aportaciones económicas
desorbitadas. Sería para la construcción
de complejos de lujo en zonas del sur
peninsular. Hay intenciones de convertir
Almuñécar y Matalascañas en algo
parecido a Las Vegas. El dinero entrará
a espuertas en el Estado español, y el
turismo crecerá a gran escala… El
Gobierno central no puede permitirse
perder a ese grupo y los socialistas de
Vitoria lo apoyan incondicionalmente.
Ambos cruzaron una mirada que en
sí no necesitaba de más palabras. Luego
de un silencio espeso, Mellado subrayó:
—Esas artes no son de nuestra
incumbencia. Atraparé a ese cabrón…
—Chasqueó la lengua antes de prometer
con afectada solemnidad—: Lo haré por
Ángel.
—No lo dudo, y es lo que espero de
ti. —Más relajado y con todo deleite, el
comisario dio una bocanada y continuó
hablando—: Ahora te informaré de los
hechos ocultados. Por lo visto, alguien
tiene una fijación especial contigo.
—Explíquese, por favor.
—Verás… Como remate al crimen,
le hundieron un clavo en la espalda, tan
profundo como para perforarle el
pulmón. Y esa punta sujetaba la nota que
tengo aquí.
Jokin le acercó la carpeta azul con
medio rostro sumergido en las volutas
de humo de su purito. El oficial abrió y
observó una página de bloc mediano,
con manchas de sangre y el agujero de
una punta en la cabecera.
Querido
inspector
Mellado:
Le
r esultará
duro
saber
que
su
vida
ahora
me
pertenece
por
completo
y
pronto
sabrá
por
qué.
Muy
pronto.
Debería
ser
más
inteligente.
Juegue
a
adivinar.
¿Se
fía
de
Nadine?
¿Sabe
si
le
oculta
algo?
Las
mayor es
sorpr esas
las
esconden
las
personas
amadas…
¿Sabe
lo
que
se
siente
cuando
se
mata
a
alguien?
Puede
llegar
a
ser
una
liberación…,
la
suya
y
la
mía.

Atónito como se había quedado, al


oficial se le resbaló la encuadernación
plastificada. Tiró con rabia lo que le
quedaba de purito al vaso, y se acarició
pensativo la barbilla.
—Solo Elostegi conoce la existencia
de esta nota —apuntó el comisario en
marcado tono confidencial—. A los de
Interior se lo he ocultado. En el
momento en que me pidieron que
grabara la reunión, entendí que el resto
del Departamento CIDE solo debía ser
informado de lo estrictamente necesario.
Jon Ríos no te tiene en estima, eso los
dos lo sabemos, y podía haber metido la
pata. Consideré oportuno tener al equipo
ocupado en una investigación que no nos
va a llevar a nada práctico… —Esbozó
una sonrisa maliciosa—. Cada vez estoy
más convencido de que el asesino no se
encuentra entre los hombres y mujeres
que trabajan o disfrutan en el Puerto
Deportivo de Getxo. Sería demasiado
fácil… No sé adónde nos llevará este
maldito asunto, pero por lo que más
quieras, da con ese cabrón. Piensa en
quién te puede haber señalado…
Solucionemos esto antes del plazo que
me han marcado. Preocupémonos por el
asesinato y dejemos en manos de los
políticos y burócratas la diplomacia y
sus consecuencias. —Miró a su
subordinado con inusitada gravedad, y
este sintió una punzada de aprensión—.
Pero que te quede muy claro que, cuando
esto acabe, pienso centrarme en
averiguar todos los actos que
transgredan la Ley en ese Grupo
Mundinova. Aunque tu amigo acabe
salpicado hasta las cejas y el Gobierno
central y también el de Vitoria,
cabreados como no te imaginas.
—A él eso ya no le importa —
sentenció Yago, lapidario, y aún
impactado por el contenido de la nota.
Ahora tenía un reto: acabar como un
buen policía antes de dejarlo todo…
6
Las traineras se deslizaban por la ría del
Nervión/Ibaizábal, impulsadas por el
titánico esfuerzo de hombres que, en
camisetas de tirantes, eran guiados por
las indicaciones de los patronos a voz
en grito. Las ondas que formaban los
remos en sintonía formaban bellos
círculos concéntricos que morían al
paso de la siguiente embarcación.
Noe miró el reloj de pulsera.
Quedaban cinco minutos para las 17.00
y ella ya estaba situada en el lugar
indicado. Apoyada en la valla de hierro
del viejo puente levadizo de Deusto, con
la Torre Iberdrola a su derecha —aún no
inaugurada con sus 165 metros de altura,
el helipuerto y cuarenta y un pisos—,
miraba unas aguas que por fin eran
limpias, muy distintas de las que hace
años parecían, con la marea baja, un
hediondo charco de arcilla. Para mayor
asombro de propios y extraños, la
mejora de Bilbao había sido increíble.
Todo había empezado por una
depuración total de la ría y la
construcción, a la par, de un inmenso
paseo que iba desde El Arenal hasta el
puente de Deusto, con las Torres Isozaki
como dos impactos visuales. Era allí
donde familias enteras se
entremezclaban con patinadores,
ciclistas aficionados, jóvenes haciendo
footing o paseando a sus perros, y
visitantes que llegaban a Bilbao para
visitar el museo Guggenheim. En ese
paseo que bordeaba la ría en su margen
izquierda había un enorme parque de
columpios y atracciones de cuerdas, y
siempre que el tiempo acompañaba lo
invadían decenas de niños que no
dejaban de saltar, correr y hacer
oposiciones a equilibristas, todo ello
mientras sus padres los observaban
sentados en los bancos de madera o en
la terraza de las cafeterías. Cerca estaba
el glamuroso Guggenheim, abordado por
turistas y curiosos que no dejaban de
sacar fotos a su original estructura,
desde las dos orillas de la ría, y también
a las figuras que decoraban sus
alrededores. Era de reseñar también el
puente de Calatrava, que se alzaba
imponente sobre la ría y unía el paseo
de Abandoibarra con el Campo de
Volantín, calle que llegaba hasta el
edificio decimonónico del
Ayuntamiento. Y la mejora no solo se
podía apreciar en aquel lugar. La
remozada Gran Vía, con anchas zonas
peatonales y árboles bien cuidados, era
digna de admiración, por no hablar de la
plaza de Moyua —conocida
popularmente como Elíptica— y sus
llamativos jardines con flores de
distintos colores y césped bien
recortado, junto a una fuente que no
dejaba de llorar y que cientos de
cámaras fotográficas inmortalizaban a lo
largo del día.
Un repentino improperio hizo
volverse a Noe hacia la carretera, donde
un coche de color naranja tuneado, con
música discotequera a todo volumen,
acababa de hacer un arrogante y
peligroso zigzag entre un Mondeo gris y
un Volvo azul. El ocupante de este
último vehículo asomó la cabeza por la
ventanilla, insultando a aquellos niñatos
que se creían los amos del asfalto. A
cambio recibió un gesto despectivo con
el dedo medio y una aceleración brusca
de aquella nave con ruedas, acompañada
de un rugido descomunal que surgió del
doble tubo de escape.
Noe volvió a mirar la hora en su
reloj de pulsera. Un minuto. Los latidos
de su corazón iban más rápidos que el
segundero. Cerró los ojos e intentó
relajarse con los sonidos que la
rodeaban. Sabía que eso la calmaría, o
al menos, así debería ser.
Un llanto. El niño rompió de pronto
en lágrimas porque el cordel que
llevaba atado en el dedo pulgar se había
soltado. El enorme globo de helio, con
la figura de Bob Esponja, ascendía por
los cielos en busca del cementerio de
los globos perdidos. Por detrás, la voz
paciente de la madre que intentaba
calmarlo con la mentira piadosa de que
le compraría otro.
Escuchó el insistente timbre de una
bicicleta quejándose de la cercanía de
un coche. La pareja que pasó a su lado
manteniendo una tensa charla sobre su
hipoteca. Jóvenes que hacían
entrechocar las botellas de ginebra y ron
que llevaban en las bolsas de
supermercado. El estallido de un globo
de chicle. La melodía horrorosa de la
guitarra de un joven con rastas, apostado
en una esquina del puente y tirado en la
acera en compañía de un perro agotado.
Voces, carcajadas, bocinas, pasos,
chasquidos, un avión en las alturas…
De pronto sintió que algo la rozaba.
Una tela o quizás una mano. El olor
sustituyó a los sonidos. Olía a sudor, al
aliento fuerte propio de los problemas
gástricos… No abrió los ojos. Sabía que
era él, su contacto, la gabardina.
Llegaba un minuto tarde y estaba
tocándole la mano izquierda. La apartó
de allí, la metió en su bolso y sacó un
papel doblado. Sintió cómo
prácticamente se lo arrancaban de los
dedos… Unos pasos se alejaron y con
ellos, aquel olor que provocaba náuseas.
Fue en ese momento cuando Noe abrió
los ojos, al sentir que aquel enigmático
personaje se había distanciado lo
suficiente. No se equivocaba. Le daba la
espalda unos veinte metros más allá.
Pero de improviso se detuvo. Se volvió
y la miró con severidad. En su mano, el
folio arrugado con la respuesta de Noe.
El hombre de la gabardina sacó un
móvil del bolsillo e hizo una llamada.
Parecía angustiado, aunque quizás solo
estaba sorprendido por lo que acababa
de leer.
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Detengan
al ladrón! —gritó una recia voz
masculina.
Noe apartó la vista de su contacto y
giró la cabeza hacia la izquierda. Un
joven, que apartaba a empujones a los
paseantes, llegaba corriendo perseguido
por dos hombres. Por su cabeza rapada
y rasgos eslavos, parecía un inmigrante
de la Europa del Este. Llevaba en la
mano un bolso de mujer. Al pasar junto a
Noe, la golpeó con el hombro e hizo que
perdiera el equilibrio. Uno de los
perseguidores saltó sobre ella en un ágil
intento de esquivarla, y lo logró por
apenas centímetros.
Noe, tumbada de espaldas sobre la
acera, se incorporó sobre los codos. El
perseguido había capturado un rehén y le
sujetaba a modo de escudo con una
navaja abierta en el cuello. Los dos
perseguidores le pedían calma con las
manos extendidas, mientras buscaban en
el costado las pistolas que escondían
bajo las americanas. El joven
delincuente había dejado el bolso en el
suelo. Arrastraba precisamente al
hombre de la gabardina y se apoyaba en
la barandilla del puente. Un brazo
rodeaba el torso del insólito mensajero
y el otro se movía para que la hoja de la
navaja creara un hilillo rojo en su
garganta.
—¡Suéltalo! ¡No compliques más las
cosas! —voceó uno de los agentes que
iba de paisano, sin dejar de apuntarlo
con su arma de fuego reglamentaria.
Noe se había incorporado y, hecha
un manojo de nervios, observaba atónita
la escena. Al contrario que los demás
testigos, no reculó en previsión de una
bala perdida. Los ojos del hombre de la
gabardina estaban muy abiertos y fijos
en ella, como si la agresión no fuera lo
realmente importante.
Entonces ocurrió todo. El agente que
había hablado dio un paso más y el
ladrón perdió los nervios. Una profunda
sonrisa roja se abrió en el cuello del
rehén, que se desplomó en silencio
mientras el joven intentaba saltar la
valla del puente sobre la ría. Se oyó una
detonación. Al principio no supieron si
la bala había alcanzado al agresor, ya
que este había desaparecido tras la valla
en un abrir y cerrar de ojos. Apenas
escucharon el choque de un cuerpo
contra el agua, unos quince metros más
abajo, y entonces empezaron los gritos
histéricos y un denso murmullo entre
quienes habían presenciado tan violento
suceso que parecía sacado de un filme.
Una mujer se desmayó y un bebé rompió
a llorar en brazos de su padre. Los dos
agentes se asomaron a la barandilla y
acto seguido salieron corriendo tras la
estela del delincuente, ría abajo al
aprovechar la bajamar. Ni siquiera se
detuvieron para atender a la víctima. Era
algo impropio de unos agentes
cualificados, pero sin duda buscaban
una mención de honor en su
departamento.
Así las cosas, Noe fue la única
persona que no parecía paralizada entre
los espectadores de aquella tragedia.
Fue ella la que se acercó al hombre y se
arrodilló ante él. No tuvo reparos en
emplear sus manos para taponar la
herida, pero la sangre, que salía a
borbotones, se le escurría entre los
dedos. Era demasiado tarde. El de la
gabardina intentó hablar, aunque el
sonido era solo un gorjeo, gárgaras de
líquido escarlata que lo asfixiaban. Sus
ojos se fueron apagando, pero aún
reunió fuerzas para untarse los dedos de
la diestra en la pechera de la gabardina
y escribir algo sobre una mejilla de
Noe.
Ella lo miraba fijamente cuando
exhaló el último aliento. No sabía si era
felicidad o tristeza lo que sentía. Ese
varón ya no incomodaría más a sus
padres, haciéndose pasar por otra
persona. Con su muerte debería haberse
acabado aquella especie de broma
macabra. Pero ¿se trataba en realidad de
un simple intermediario?
De pronto lo recordó. El teléfono
móvil. Eso era. Acababa de hacer una
llamada.
Lo encontró tirado junto al cadáver.
Cuando lo cogió y escondió en el bolso,
una brisa repentina que parecía llegar
para llevarse las impurezas de la
pólvora y el olor a óxido de la sangre
levantó en el aire la nota que
aprisionaba:
No
puedo
tomar
esa
decisión.
Solo
la
mano
de
Dios
debería
señalar
la
muerte
de
una
persona.

Noe se levantó y miró las manos,


empapadas de sangre. El mundo parecía
haberse detenido. Los sonidos le
llegaban desde muy lejos. La gente había
salido de su sopor cotidiano y ahora la
rodeaban, en un tardío esfuerzo por
auxiliar a la víctima.
Consiguió salir del corro. Nadie se
lo impidió. Un héroe fortuito comenzó a
practicar un masaje cardiovascular a la
víctima. ¿Qué pretendía? ¿Su momento
de gloria en la portada de un periódico o
en un informativo? ¿Por qué no había
sido tan valiente solo unos minutos
antes?
Al otro lado del concurrido puente
que comunicaba Abandoibarra con
Deusto, un videoaficionado estaba
grabándolo todo y ahora enfocaba a
Noe, con las manos llenas de sangre y
algo escrito en la mejilla izquierda. Se
olvidó de ella cuando llegaron las
ambulancias y los coches patrulla de
municipales y ertzainas con sus luces y
sirenas.
7
¿Zaira?
Noe, de nuevo, estaba mirándose en
el espejo del baño de su gestoría. Ahora
podía ver lo que el hombre de la
gabardina había escrito en su mejilla.
Era el nombre de «Zaira», escrito entre
interrogaciones. La única Zaira de la
que tenía conocimiento era su alumna,
aquella solitaria niña de Etxebarri que
pintaba lágrimas de sangre.
¿Casualidad?
Bajó la vista y vio cómo el agua se
teñía de rojo al contacto con sus manos.
Se iba haciendo rosácea a medida que
era eliminada por el agua del grifo y el
jabón de manos. Una vez limpias, se
agachó y metió el rostro en el lavabo
para frotarse con fuerza la mejilla
tatuada con sangre. Sintió la boca seca
como la estopa y bebió con ansia.
Odiaba hacer eso. Era muy maniática y
solo le gustaba beber agua embotellada,
pero ahora su mente se lo permitía,
sumida como estaba en otros
pensamientos. Aprovechó la postura
para mojarse la nuca y humedecerse el
pelo. Lloraba y sus lágrimas se
mezclaban con el agua del grifo.
Necesitaba liberarse, acababa de vivir
un episodio angustioso y era ahora
cuando su ánimo se venía abajo. Era una
mujer frágil. Eso pensaba de ella misma.
Creía que no había sabido
desenvolverse acertadamente en las
pruebas que le había planteado la vida.
Y ahora esto.
Al levantarse, no le importó que el
agua resbalara por su rostro. Tras un
minuto, sacudió la cabeza como hacen
los perros para secarse, e incontables
gotas salpicaron el espejo. Lágrimas
impresas sobre el cristal. Tras sentarse
en la tapa del inodoro, se secó el pelo y
la cara.
Había regresado a su despacho en
estado de shock, sintiendo aún sobre su
rostro la presión de los dedos húmedos
del hombre de la gabardina. Había
desandado sus pasos casi sin ser
consciente de ello. Sin reparar en las
miradas de los demás. Sin reparar en la
sangre que pintaba su cara. Sin terminar
de entender nada hasta que se vio de pie
ante el espejo y la amenaza cobró una
nueva forma insospechada. Propensa a
las migrañas, acudió en busca de las
pastillas que guardaba en el cajón. Eran
antidepresivos, recetados por su nuevo
psiquiatra. Aquellas cápsulas le hacían
sentirse bien, pero la adormecían
demasiado. Y también eran adictivas.
Decidió descartarlas y en su lugar tomó
dos aspirinas sin agua. Siempre llevaba
una caja en el bolso. Era muy previsora,
una hipocondríaca de matrícula de
honor.
Se dejó caer en una silla de visita, y
fue entonces cuando se dio cuenta de que
alguien había estado allí. ¿Fue mientras
ella se encontraba fuera o quizá mientras
se limpiaba ante el espejo? ¿Puede que
aún estuviera dentro? La idea cruzó por
su cabeza. Fue un segundo. Ahora mismo
toda su atención estaba fija en su mesa.
Una de sus muchas manías era
amontonar todos los papeles a mano
derecha, y ahora las cartas de despido
estaban a mano izquierda… clavadas a
la madera de roble por un enorme
cuchillo de caza.
Oyó un ruido a su espalda y se
agarró con fuerza a los brazos de la
silla. Sentía cómo los pasos se
acercaban a ella. Chapoteando.
Con un rápido movimiento giró el
cuerpo para enfrentarse a su agresor,
pero no encontró a nadie. De nuevo
escuchó un ruido. Procedía del acuario
del despacho. Alguien acababa de echar
comida a los peces, y eran ellos quienes
emitían esos leves chasquidos al
ascender rápidos a la superficie.
Entonces se fijó en el buzo, una pequeña
figura con una escafandra y un diminuto
baúl del tesoro, que debería encontrarse
en el fondo del acuario. Pero no estaba
ahí. Alguien lo había posado sobre la
mesa, y el baúl había sido sustituido por
una cajita de plástico.
Sin importarle quién había allanado
de forma subrepticia su lugar de trabajo,
sin recapacitar siquiera si esa persona
podía encontrarse aún en el interior de
su gestoría, Noe bordeó su escritorio,
ocupó el sillón y cogió la caja que el
submarinista de plástico sujetaba con su
peso.
En el interior de la cajita encontró
una cápsula negra que dejó caer sobre la
madera. La recogió y la levantó hasta
sus ojos, sosteniéndola entre el pulgar y
el índice. ¿Qué clase de medicamento
era aquel? Pronto iba a saberlo. Y
también comprendería que el
compromiso que la ataba al autor de la
misiva tomaba una nueva e impensable
dimensión.
De pronto, las letras comenzaron a
brotar en la pantalla del ordenador.

Vanesa estaba dando buena cuenta de las


patatas fritas y de la hamburguesa con
queso, cebolla y pepinillos. A su lado
estaba el desconocido con el que se
había citado: pagaba él. Vitus no pasaría
de los veintipocos, guapo, alto y
delgado, con el pelo teñido color plata.
Vestía como cualquier joven de su edad
y para nada encajaba con el perfil de
supuesto pervertido con el que había
chateado. Es más, la hija del oficial
Mellado intuía que, con su planta, podía
ligar con quien quisiera. Aún no sabía
que la vida esconde infinidad de
secretos…
Estaban sentados a una mesa junto a
la escalera mecánica del centro
comercial. Vitus se había presentado y
hablado lo justo. Observó a aquella
chica disfrazada de gótica con una
marcada sonrisa de complacencia.
—¿De verdad tienes trece años? —
preguntó con desconfianza. Esperó
pacientemente a que ella terminase su
Menú Gigante Burger para entrar en
materia.
—¿Y qué importa eso, si estoy
dispuesta a hacer todo lo que quieras?
Vitus se encogió de hombros.
—Bien, bien… —convino luego, al
cabo de un breve silencio—. Supongo
que tienes razón.
—Mira, me viene de perlas un
dinero extra, y a ti creo que puede
interesarte una chica decidida, ¿no? —
Vanesa arqueó las finas cejas de forma
harto significativa—. Pues esa soy yo —
concluyó con decisión.
—¿Te importaría enseñarme el
carné?
—¿Por… por qué? —balbuceó ella.
—Quiero saber tu edad. Hay unas
reglas.
Vanesa sacó una cartera negra, con
un llamativo ataúd rojo en relieve, y le
tendió el documento oficial. Vitus, cuya
expresión era impenetrable, se quedó
pensativo más de un minuto.
—Acabas de cumplir diecisiete —
subrayó al fin.
—Siento haberte engañado.
—La verdad es que aparentas
menos.
—Y me has calado. Qué lástima.
Supongo que entonces no te interesará
—adujo Vanesa, acompañándose de una
mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Bueno, no era la idea pero… Creo
que podrá valer. —Vitus se recostó
sobre la mesa para acortar distancias, y
de pronto habló en susurros—: En
realidad, tienes la edad perfecta para el
reportaje. Y además, eres distinta a las
otras… Mmm, cómo lo diría, misteriosa.
Las fotos se harán en mi chalet, es la
condi…
—No me importa —lo interrumpió
Vanesa, tras llevarse la servilleta de
papel a los labios.
—Me alegra oírte decir eso. Sal a la
puerta trasera por los garajes
subterráneos que hay en la zona de ocio
—propuso con cierta frialdad—. Te
recojo allí en diez minutos, ¿okey?
—Sí. Pero ya te digo que si no me
adelantas la pasta gansa, me negaré a
todo lo que te gustaría ver de mí —
replicó sin tapujos y con la cabeza
ladeada.
—No te preocupes, te pagaré por
adelantado.
El joven se levantó y acarició la
barbilla de Vanesa, que le dejó hacer
mientras fingía una mirada de colegiala
embobada. Cuando Vitus besó con
suavidad sus labios, ella agarró su
cabeza y tras la caricia, con un gesto de
picardía, le susurró al oído:
—Prométeme que después del
reportaje habrá más de estos.
Su cuerpo irradiaba calor. Vitus
debió de entenderlo así, ya que cuando
se separó sus palabras indicaban deseo.
—Me dejaré someter a tu voluntad
—respondió, divertido.
—No te arrepentirás…
Vanesa le guiñó un ojo cómplice y
deslizó suavemente su mano izquierda
por el costado, recorriendo su figura
hasta detenerse en las caderas.
Vitus se alejó por el ancho pasillo
que llevaba a las tiendas de moda.
Vanesa esperó un minuto. Acto seguido,
sacó el móvil y escribió en él un
mensaje que envió, según lo acordado, a
la persona que esperaba su información.
Se incorporó para tirar los restos del
menú en el cubo de basura del armario
de desechos más próximo y dejar la
bandeja en el lugar correspondiente.
Después se dirigió a la primera planta
del aparcamiento subterráneo. En el
garaje hacía calor y el aire era
irrespirable, contaminado por los gases
nocivos de los vehículos aparcados y el
olor a neumático. Lo cruzó y subió por
una pequeña rampa empinada que
conducía a la calle, en la parte trasera
del centro de ocio. Tuvo que echarse a
un lado porque un Accord, con un
hombre barbudo y de airada expresión
al volante, salió del garaje a toda
velocidad.
A continuación pasó un Audi A6 azul
marino con los cristales tintados, que
aminoró la marcha a su altura. Cuando
Vanesa se detuvo para observarlo, el
vehículo aceleró y se perdió como cien
metros más adelante, a mano izquierda.
La joven continuó andando en
aquella dirección. No se equivocaba. En
el aparcamiento exterior de una nave,
donde se vendían lámparas, Vitus la
esperaba sonriente y apoyado sobre el
capó del Audi.
—Debemos tomar nuestras
precauciones —dijo abriendo la puerta
trasera del coche.
Vanesa aceptó la invitación y
accedió al vehículo. Los asientos eran
de cuero y en el del copiloto había un
hombre embutido en un caro traje gris,
con pajarita color granate y el pelo
canoso peinado hacia atrás.
—Hola, Vanesa —saludó. Intentaba
hablar con dulzura, pero su voz era
grave.
—¿Quién eres?
—Vitus. —El tipo sacó un sobre del
bolsillo interior de la chaqueta y se lo
pasó—. Jaime es quien valora, y
también mi primer contacto con las
chicas. Pero si te sientes ofendida, lo
comprenderé y podrás marcharte en paz.
Vanesa tenía el ceño fruncido y la
vista clavada en el fajo de billetes de
cincuenta euros que asomaba de aquel
sobre.
—Aquí hay más dinero de lo
acordado… —replicó, aunque acto
seguido dejó a un lado cualquier
conjetura. El desconocido la miraba con
interés, sin duda evaluando las poses
que podían ser más sugestivas—. No se
hable más, quiero hacer el reportaje.
Esas palabras llevaron a Vitus a
relamerse los labios. Sus ojos se habían
encendido con una mezcla asquerosa de
alegría y placer.
—Vámonos, Jaime —ordenó a su
colaborador.
El coche se puso en marcha. Salió
del aparcamiento y, tras completar una
rotonda, se incorporó pronto a la autovía
en dirección Santander. Veinte minutos
más tarde entraban en Castro Urdiales,
aunque no enfilaron hacia el pueblo,
sino que tomaron una carretera comarcal
que llevaba hasta una urbanización de
chalets ubicada en lo alto del monte,
sobre la autovía del Cantábrico.
El todoterreno blanco que los había
seguido, siempre a distancia prudencial,
desde la salida de Barakaldo y que los
había adelantado rebasando los límites
de velocidad un par de kilómetros antes
de la primera salida hacia Castro
Urdiales los esperaba cruzado en la
carretera tras la siguiente curva.
Su ocupante se había escondido tras
los árboles que había en uno de los
lados de la carretera. Se cubría con un
pasamontañas, vestía ropa negra y su
mano derecha sujetaba con nervio una
barra de acero.

Los niños no aprueban tu


actitud. Me lo recriminan
con el silencio, se niegan a
hablarme y no acuden a mí.
Están enfadados. Más bien,
decepcionados.
Evidentemente, preparé un
plan alternativo ante la
posibilidad de que tu
elección no fuera la
correcta.
«No puedo tomar esa
decisión. Solo la mano de
Dios debería señalar la
muerte de una persona».
¡No, estúpida blandengue!
¡No es eso lo que debías
haber respondido! ¡Era
fácil! Un hombre o una
mujer, personas
desconocidas para ti.
Individuos anónimos
señalados por causas
distintas. Gente cuyo
futuro dependía de ti…
Ahora soy yo quien escoge.
He elegido al hombre. Sé
que es lo que hubieses
querido de haber hecho
caso a tu cerebro. Los
odias. Lo sabes muy bien.
Te han arruinado la vida.
Te han convertido en una
cáscara que no contiene un
fruto sano.
Aprovecharon tu
fragilidad… Ser mujer.
Sé más de ti de lo que
pensabas. Lo suficiente
para decidir qué es lo más
conveniente. Y ajusticiaré a
quien tanto tú como yo
más despreciamos.

En ese preciso momento el texto


desapareció, y tras unos segundos de un
molesto granulado en la pantalla, surgió
la imagen de una mujer con los brazos
colgando a los costados, las manos
llenas de sangre y un nombre escrito en
rojo en la mejilla. Tenía los ojos
enrojecidos y miraba fijamente al
objetivo de la cámara, sin percatarse de
que alguien la estaba grabando. Poco
después la imagen se fundía en negro y
daba paso al momento en el que el
ladrón seccionaba la yugular del hombre
de la gabardina. Fue entonces cuando la
imagen se congeló y el objetivo se
acercó para mostrar el miedo en los ojos
del mensajero.
Noe notó un estremecimiento por
toda la columna. Un sudor frío perló su
frente. Esos ojos que la observaban
desde la pantalla no pertenecían a un
hombre peligroso. Solo alguien que
pedía clemencia, que necesitaba ayuda.
Las letras volvieron a la pantalla:
¿Qué mano ha acabado
con él? ¿La de tu Dios?
¿Qué ha motivado a ese
hombre a obedecerme?
Son preguntas que
hablan de angustia,
desesperación… ¿Vivimos
como queremos?
Ese hombre no. Lo
utilicé con el último fin de
su muerte. Tenía preparado
para él una pastilla llena de
cianuro. La misma que
espero esté en tu poder en
estos momentos. La que
tendrás que tomar si
vuelves a desobedecerme.
Los niños no permiten
errores, y tú no tendrás
nuevas oportunidades.

Otra pausa y una nueva imagen


ocupó el lugar de las letras. Noe
reconoció a la joven que bajaba por
aquella verja de la fachada. Era de
noche, pero la luz de una farola
mostraba claramente los rasgos de su
hija, huyendo de casa de sus aitites
paternos. Vanesa, exhibiendo una media
sonrisa en la cara, que se acercaba, se
acercaba…, hasta entrar en el coche
donde estaba la cámara.
Tengo a tu hija.
Te prometí castigarte si
me fallabas, ahora
recuperarla dependerá de
ti. Un fallo más y tu única
elección posible será tomar
la pastilla negra o que
sepulte viva a esta
preciosidad.
Tus siguientes pasos
son más benévolos. De
momento. Sé que tienes el
móvil de quien fue mi
contacto. Lo guardaste en
el bolso. ¿Creíste que así
darías conmigo? Pero no
fue conmigo con quien
habló: yo estaba ocupado
grabando el espectáculo…
¿Lo recuerdas?
Quiero que llames a ese
número y que le digas a
quien conteste que debes
recibir el obsequio que
guarda para la niña que
dejó de sonreír…
Inmediatamente.
No te explayes mucho,
estaré escuchando. Como
he escuchado tu decisión
de labios de mi nueva
mensajera, una vez que el
anterior se puso en
contacto con ella para
confirmar tu cobardía.
Ahora sé que lo harás y
que no acudirás a nadie
con placa.
De momento, mimo a tu
hija.
He abierto una fosa en
el bosque.
Solo quería que lo
supieras.
¿Oyes sus voces? Los
niños han vuelto. Aprueban
que te ofrezca este nuevo
reto. Y esperan… Quieren
ayudarte… Necesitas el
cuchillo que te dejé…
Ese filo por el que
correrá la sangre de mi
nueva víctima.

Todo desapareció de pronto, solo


quedó el cursor parpadeante. Noe apagó
el ordenador con rabia. Ahora sabía que
el responsable de todo era el
videoaficionado, pero no era capaz de
recordar nada de su aspecto… Y era
evidente que ese mismo hombre había
estado en la gestoría mientras ella aún
continuaba en el baño.
Ahora se encontraba entre la espada
y la pared. Él tenía a Vanesa, ¿qué otra
cosa podía hacer? Sacó el móvil del
bolso y llamó al último número
registrado. Los tonos sonaban como
tubos de escape viejos y sucios.
Mientras esperaba con paciencia,
desclavó el cuchillo de caza de la mesa.
Se preguntó para qué lo necesitaría…
8
Por aquel entonces tenía veintiún años y
llevaba dos al servicio de una
importante empresa de seguridad
privada. Por su juventud e
inexperiencia, era el clásico engreído
que no dudaría en alistarse en el
Ejército para combatir en cualquier
conflicto bélico, pero España no era una
potencia real en ese campo y siempre
que mandaba tropas a cualquier guerra
bajo control de Estados Unidos, era en
un claro papel secundario. Por tal
motivo había descartado alistarse. Él
quería ser aquel soldado norteamericano
de Hollywood que esquivaba las balas,
salpicado por la arena de explosiones
cercanas, que ayudaba a heridos y
mutilados y que, además, llegaba hasta
la trinchera para barrer al enemigo con
un fusil de asalto M16, ese cuyo
cargador de veinte o treinta cartuchos
jamás se acababa.
Curtido por el gimnasio y por las
«vitaminas reconstituyentes» al uso, su
aspecto se asemejaba al de un culturista.
Era en realidad un joven descerebrado y
camorrista como pocos, que en su
tiempo libre provocaba peleas en todos
los pubs y discotecas en los que
alternaba: sobaba a las chicas, besaba a
aquellas que tenían novio y miraba a
estos a los ojos, con una sonrisa torcida,
para encararse con aquel que le
sostuviera la mirada más de diez
segundos. Sin embargo, en su puesto de
trabajo se convertía en un
guardaespaldas serio, atento y
disciplinado. No se excedía, a no ser
que…
Aquel malhadado día, su jefe le
había enviado junto a seis compañeros
más a la mansión de un empresario muy
importante, que preparaba en Getxo una
fiesta de cumpleaños para su única hija.
Al evento estaban invitadas
personalidades de la denominada
«aristocracia local» de Neguri —todos
socios del Real Club Marítimo del Abra
—, políticos, actores famosos,
presidentes de clubs deportivos, jueces
y otros empresarios de gran renombre.
Gabriel Loizaga, un hombre rudo,
alto y de mirada asesina, era el jefe del
equipo de seguridad del señor Márquez,
y fue él quien los recibió, impartió las
rígidas órdenes y repartió los
pinganillos blancos. Con su forma de
atenderlos ya dejó claro que reprobaba
que quien le pagaba hubiese contratado
a aquellos guardaespaldas «de saldo»,
término despectivo que se empleaba
entre los profesionales para hablar de
los parias que no tenían asignado ningún
personaje de relumbrón, y que en
realidad solo servían de complemento a
los auténticos profesionales en
acontecimientos sociales de tanto
relieve como aquel.
A Yago lo enviaron a la parte trasera
de la mansión, mandada construir en los
años veinte por uno de los más
importantes personajes de la alta
burguesía vizcaína. Era un jardín
cuidado y brillante, casi del tamaño de
medio campo de fútbol, donde se había
instalado una descomunal carpa blanca.
Los camareros contratados, vestidos con
camisa y pantalones de un riguroso
negro, no dejaban de entrar y salir con
bandejas, copas y vasos de tubo
relucientes, y cubiertos de plata. Yago
Mellado se puso las gafas de sol y
Gabriel se comunicó con él por el
pinganillo. «En posición», confirmó a su
jefe.
Una hora de pie casi sin mover un
solo músculo y unas ganas de orinar
terribles. Pidió permiso y un tal Marcelo
—sin duda el segundo en rango del
equipo que custodiaba las espaldas del
señor Márquez— le envió a uno de sus
hombres para que le sustituyera un par
de minutos. Faltaba hora y media para la
llegada de los invitados así que podían
permitirse ciertos descansos, y más si
estos eran tan necesarios. Con un solo
invitado presente, aquella pausa habría
sido imposible. La seguridad por encima
de cualquier problema fisiológico.
Satisfizo su necesidad en un baño de
mármol blanco y negro, en la planta
baja, y al salir se topó con una niña
rubia, con un vestido de flores y ojos
que parecían todo lágrimas. Balbuceaba,
pero consiguió descifrar el mensaje.
Tras ordenarle que saliese a la carrera y
que se escondiese en el interior de la
carpa, Yago desenfundó la pistola y
ascendió por las anchas escaleras hasta
la planta superior de aquella inmensa
mansión con dos pisos y buhardilla. Al
final del pasillo de la izquierda había
una puerta abierta. Unos murmullos
ahogados brotaban desde el interior.
Sin pensarlo dos veces, de un salto
se abalanzó sobre el grandullón que le
daba la espalda y posaba el cañón de su
pistola con silenciador en la frente de un
hombre atado. En una silla cercana
había otra mujer sentada y
aparentemente tranquila…, pero con un
agujero sanguinolento en la garganta.
Yago recibió un culatazo y un
disparo que le destrozó el hombro, pero
reaccionó como un jabalí herido y
descerrajó tres balas en el pecho del
agresor. Gabriel Loizaga murió en el
acto. Aturdido y conmocionado, Yago
tuvo tiempo de desatar al señor Márquez
antes de desmayarse. Por su esposa ya
no se podía hacer nada.
Estuvo seis meses de baja, con los
dos últimos empleando hora tras hora en
una dura rehabilitación. El día que
volvió al trabajo le esperaba una
reunión con su jefe y con Ángel Márquez
en persona. Durante ese tiempo Yago no
había dejado de darle vueltas a la noche
del crimen: siendo su jefe de seguridad,
¿por qué Loizaga no esperó una ocasión
mejor para matarle?, ¿por qué hacerlo
justo la noche en que había más
seguridad en la casa?, ¿qué se le
escapaba? Trató de hablarlo con
Márquez, pero el multimillonario no
quiso ni tocar el tema. Estaba
destrozado por la muerte de su esposa,
pero agradecido a Yago por salvarle la
vida a él y a su hija. La pequeña, de solo
doce años, estaba internada en un
psiquiátrico infantil desde entonces,
diagnosticada con un síndrome
postraumático muy severo. Sus ganas de
vivir se esfumaron el mismo día de su
dramático cumpleaños.
El señor Márquez le ofreció un
puesto como guardaespaldas, pero Yago
lo rechazó amablemente. El mismo día
dejó su trabajo y se embarcó en una
cruzada personal que con el tiempo
consiguió superar. Fue así como acabó
siendo agente de la Policía Autónoma
Vasca, luego de pasar el correspondiente
examen de ingreso y superar con nota
alta todas las pruebas en el período de
instrucción de la Academia de Arkaute.
Pero Ángel Márquez nunca se olvidó
de él. Solía llamarlo tres veces al año
para saber cómo estaba y ofrecerse ante
cualquier contingencia o problema que
se le presentase. En Navidades siempre
le ingresaba en su cuenta dinero de
sobra para pasar un año sabático si así
se lo planteaba. La única vez que Yago
le pidió ayuda al de Neguri fue para
solicitar un puesto de trabajo para la que
había sido su esposa: sabía que ella no
contaría con el apoyo de su familia, y a
pesar de todo no quería dejarla
desamparada. Márquez no solo le
consiguió un empleo, sino que tuvo la
enorme deferencia de invertir en un
negocio para Noelia: la gestoría. Los
estudios que esta había cursado debían
valerle para algo en verdad provechoso.
A pesar de que sus vidas se separaban,
Yago entendió que su exmujer necesitaba
estar activa para no recaer en el pozo
del alcoholismo, y la idea de la gestoría,
impulsada por Ángel, fue de su agrado.
Ahora, su protector había sido
asesinado, y su familiar más cercano
continuaba interno en el psiquiátrico.
Aquella niña, que contaba ahora
veintiocho años de edad, llevaba
dieciséis sin hablar, siempre con la
mirada perdida. Yago la había visitado
algunas veces. Sentado a su lado, en la
cama de su habitación acolchada, solía
contarle historias cargadas de
optimismo, o le describía el cielo y los
bellos parajes que los rodeaban cada
vez que se acomodaban en el banco de
madera en los jardines del hospital,
cuando el clima lo permitía.
Mellado pensaba en ello. Se dio
cuenta de que se había preocupado más
por aquella mujer que por su propia
hija. Pero ¿cómo domar las emociones
cuando siempre las había ignorado?
Se detuvo en una floristería. Como
siempre, había dejado aparcado el
coche en el párking del barrio
barakaldés de Cruces, pegado al gran
centro hospitalario. Lo que duró el viaje
por carretera con un imprevisto atasco,
por la salida de un automóvil en las
peligrosas curvas de Zorroza, le sirvió
para rememorar su amistad con Ángel
Márquez. Pero ahora debía centrarse en
el presente. En Nadine… y también en
Vanesa.
Compró un ramo de rosas para su
bellísima novia con sangre eslava. No
valía para nada, claro, pero él seguía
actuando como si ella estuviera
esperándole con su cautivadora sonrisa.
Al menos las rosas animarían aquel
ambiente depresivo, con olor a
medicinas y antisépticos. También
compró un peluche, un tierno San
Bernardo con un barril al cuello. Era el
animal preferido de Vanesa desde niña.
No sabía cómo se lo tomaría, pero debía
empezar de alguna forma. ¿Qué tal un:
«Zorionak[3], mi vida, esto es para ti.»?
¿Le brindaría una sonrisa y ella se
dejaría caer en sus brazos? Igual hasta le
susurraba un «Gracias, aita», y él
podría replicar con toda dulzura:
«Perdóname por haberte dejado de lado,
cariño. Nunca más volverá a ocurrir».
Entonces su hija podría contestar:
«Estás perdonado. Solo quiero saber
que me quieres», y Yago, henchido de
amor paternal, contestaría: «Pues claro,
princesa. Nadie puede ocupar tu lugar en
mi corazón».
Sus pensamientos eran así de
optimistas mientras enfilaba la habitual
ruta que lo llevaba hasta Nadine. Ni
siquiera hizo caso a una mujer que se
cruzó en su camino y le pegó una
pegatina en la solapa mientras agitaba
una hucha blanca en la entrada del
hospital.
En ese momento escuchó unas
palabras:
—¡No quiero verte nunca más! ¡Es
culpa tuya! ¡Solo tuya!
Sintió en su interior un hondo dolor
ante los pensamientos negativos que lo
invadían. Quizás estaba siendo
demasiado optimista y fueran esas las
frases que escucharía de los labios de su
hija. Era lo más probable y debería estar
preparado para asimilarlas. Quizá se
mereciera el desprecio de Vanesa. Ella
cogería el peluche y lo tiraría al cubo de
la basura. A una adolescente no se la
compra con actos que bien valdrían para
una niña de cinco años.
La joven que había pronunciado tan
ásperas palabras estaba junto a la
recepción del hospital y se enfrentaba a
una madre que, dolida, le comunicaba el
fallecimiento de su aita. Sin duda, la
chica debía de estar muy unida a su
padre y muy descontenta con una amatxu
que en esos momentos necesitaba más
que nunca el abrazo de su hija.
De ese modo, torciendo el gesto,
Yago entendió que no era el único padre
a quien le sucedían aquellas cosas.
Llegó por fin ante la cama de Nadine
entre cavilaciones pesimistas que habían
barrido de golpe, con la fuerza de una
galerna del Cantábrico con mar
arbolada, esa frescura de ánimo que
sintió al comprar el peluche. Esta vez no
le salió al paso la doctora Laínez. La
vio al fondo del pasillo recostada sobre
el mostrador de enfermería, tal vez
firmando algún alta médica o
escribiendo la valoración de algún
paciente al que acababa de atender.
Admiró el rostro de Nadine. Sereno
en apariencia. Como siempre, cubierto
por la mascarilla y con el cuerpo
recorrido por tubos. La cabeza inmóvil
sobre la almohada. Su sola visión se
llevó de un plumazo aquel instante de
debilidad que le había provocado la
previsible reacción de su hija. Allí
yacía la mujer de la que estaba
enamorado, con la que quería pasar el
resto de sus días, con la que tendría…
¿hijos? ¿Acaso era necesario? No era
momento para pensar en ello, pero la
imagen de Vanesa regresó para
recordarle que no sabía comportarse
como un padre normal.
—Te he traído rosas, cariño. Son tus
favoritas… Huelen a ti —susurró con
infinita ternura.
Por hacer algo, sustituyó las
marchitas y miró con orgullo aquellos
pétalos nuevos, llenos de vida. ¿Le
estaría pasando lo mismo a Nadine?
¿También ella se marchitaba? «¡No!
¡No! ¡Eso ni pensarlo!». Desterró esa
idea de su mente.
De pie junto a la cama de hospital,
observó su figura. Ahora era
extremadamente delgada, con un
camisón que le quedaba demasiado
grande. La única sábana aparecía
encogida a sus pies, enrollada como un
acordeón. Las uñas de los pies seguían
pintadas de rojo. Lo hacía una de las
enfermeras, la más simpática de todas, a
quien Yago le pidió el favor. «No
debería hacerlo ni me está permitido»,
había contestado al principio la
uniformada, mirando a su alrededor en
busca de oídos ajenos. Pero Nadine fue
la excepción a la regla. Era demasiado
joven y hermosa para no premiarla con
un toque femenino como aquel. Cuando
vivía con ella, Yago no había tenido
pudor en pintárselas. Podían llamarlo
«fetichismo», pero tanto Nadine como él
encontraban una exquisita sensualidad
en aquella parte de la anatomía.
—Hoy solo quiero observarte, mi
vida —le dijo entre dientes.
Por supuesto que no obtuvo
contestación, pero no importaba. Solo el
hecho de estar allí, junto a ella, era
suficiente para creer aún en la
esperanza. No desistiría de
acompañarla. Sabía que ella notaba que
estaba ahí, a su lado.
Acercó una silla y se sentó junto a su
amada. También le tomó la mano. Estaba
caliente al tacto, pero inerte a la caricia.
Para rememorar tiempos dichosos,
el oficial de la Ertzaintza cerró los ojos
y la vio…, sonriéndole.
Estaba radiante con aquel vestido
rojo sin mangas de generoso escote, con
aquellos subyugantes hoyuelos que se le
marcaban en las mejillas cuando reía
ante una de sus bobadas. Sus labios rojo
pasión pedían ser besados con urgencia,
pero Yago no se atrevía. Era todavía la
tercera cita, y no quería estropearlo
yendo demasiado deprisa. Los dos
estaban descalzos y tenían los pies
medio enterrados en la arena blanca de
los columpios. A aquellas horas de la
tarde estaba fría, aunque no importaba.
Sentados en el bajo muro de piedra, se
tanteaban como adolescentes ante el
primer amor. El momento llegó con el
ocaso y sus sombras. Fue hermoso,
húmedo, pasional, sabroso, inolvidable.
Ella dio el paso y él, simplemente, se
dejó llevar como un caballero.
Nadine se sentó sobre sus muslos, le
pasó los brazos por el cuello, le
revolvió el pelo y, juguetona, volvió a
besarlo, ahora más profundamente, lo
que le provocó una repentina erección.
Y llegaron más besos, y con ellos, una
bella sinfonía de sentimientos. Pero
ahora Nadine se había detenido. ¿Por
qué? «¡Sigue, no rompas la magia
ahora!». Le cogió la cabeza con las
manos y le obligó a mirarla. Estaba
seria. Demasiado. Debía de ser algo
preocupante. «Tengo que decirte algo…
—le avisó en voz queda. Yago esperó
con expectación—. Oculto una verdad
terrible. Deberías conocerla». Le había
puesto sobre aviso. Él negaba, le daba
miedo lo que ella pudiera contarle. Si
creía que la vida iba a concederle un
respiro, estaba equivocado. «¡No,
Nadine, cállate! Por favor, seamos
felices». Y una voz conocida se
interpuso: «¿A quién amas, a ella o a su
cuerpo?». Era la voz de Vanesa. Había
aparecido de la nada con ganas de hacer
daño e insistía: «Te cansaste del cuerpo
usado de amatxu, ¿verdad?». Aquello le
producía mucha amargura. Era una
acusación terrible. Le dolía la mano. Se
la apretaban con fuerza…
Abrió los ojos. Se notaba agitado y
sentía punzadas en el corazón. ¿Un
principio de infarto? ¿Había podido
quedarse dormido agarrado a la mano de
Nadine? De pronto dio un brinco. Había
ocurrido un milagro. ¡Sus manos estaban
entrelazadas! Quiso gritar, llamar a la
doctora Laínez, pero no ahora que ella
volvía, volvía… Necesitaba seguir
sintiéndola… No obstante, sus dedos
huesudos aflojaron la presión y
resbalaron hasta caer inertes sobre la
cama.
—¡Cariño, estoy aquí, contigo! —
exclamó con lágrimas de felicidad—. Te
estoy esperando…
En ese momento Yago divisó una
cartera de ejecutivo que sobresalía
debajo de la cama. Le había dado una
patada sin querer. Ni siquiera se percató
de que estaba allí cuando acercó la silla.
Tras recogerla, la puso sobre sus
rodillas y la abrió.
—¿Qué coño…? —se preguntó,
atónito.
En su interior encontró una capucha
de cuero negro con dos cremalleras
circulares en el contorno de los ojos, y
otra más dibujando una boca de metal.
¿Sadomasoquismo, tal vez? ¿Era ese
otro mensaje? Por un instante volvió a
su mente el contenido del que dejaron
para él en la escena del crimen de
Márquez, y un escalofrío le recorrió de
arriba abajo al pensar que el asesino
podía había estado allí mismo, tan cerca
de Nadine. ¿Qué tenía que ver ella en
todo esto? ¿Quién intentaba meterla a la
fuerza solo para hacerle a él daño?
Dejó caer la cartera al suelo y sacó
dos hojas de periódico arrancadas. Leyó
por encima la noticia marcada en letras
grandes:

LA CÉLEBRE
PERIODISTA GLORIA
SÁEZ CONTINÚA
DESAPARECIDA

Bajo ese titular, un largo párrafo del


que, sin embargo, solo leyó el principio:

Sin noticias de la
periodista que obtuvo el
reconocimiento mundial
gracias a su impactante
reportaje de investigación
sobre los niños
desaparecidos en
Mozambique en 2004…

¿Qué significado podía tener


aquello? Ahora la otra página requería
su atención. En ella se veía una
fotografía en blanco y negro. Dos
hombres ante la banderola de un hoyo de
golf, sujetando un palo con las manos.
Las sonrisas en sus semblantes parecían
tatuadas. Reconoció al momento a uno
de ellos: Ángel Márquez. Le habían
dibujado un aspa roja sobre el rostro. Su
acompañante era Frederick Ramiro, un
respetado y conocido magnate del
mundo de las telecomunicaciones y
exfotógrafo profesional. Sobre su pecho,
alguien había dibujado dos
interrogaciones, también de color rojo.
Sobre la instantánea, leyó la
información:
El torneo de golf benéfico
ha sido un éxito. Las
ganancias obtenidas y las
aportaciones desinteresadas
irán destinadas
exclusivamente a los niños
de África. Gracias a la
Fundación Sí-Vida, creada
con la colaboración del señor
Márquez y el señor Ramiro,
entre otros, muchos
pequeños pueden ser hoy
atendidos…

Yago no leyó más. Aquel cabrón


sabía que él iría al hospital aquel día,
como siempre, y le había dejado una
pista. Le señalaba su siguiente víctima:
Frederick Ramiro. Pero ¿por qué a él?
Besó a Nadine en la frente y salió a
toda prisa de la habitación. Tenía que
llamar al Monarca, de inmediato. Sin
embargo, se quedó con el móvil a medio
camino.
Jokin Sagasti avanzaba por el
pasillo a su encuentro. Tenía mala cara,
y con la mano derecha se desanudaba la
corbata con gesto enérgico.
—Tenemos información, Mellado.
Hay un sospechoso.
—¿Cómo…? —inquirió él, perplejo
ante la velocidad con que se
desarrollaban los acontecimientos aquel
día.
—Debo desdecirme de mis
palabras. Pensé que los interrogatorios
en el Puerto Deportivo de Getxo eran en
balde…, pero me equivoqué de plano.
—Llevaba en la mano una hoja con un
retrato hecho a lápiz o carboncillo—. El
encargado del taller estuvo ingresado
aquí hace un mes. Mononucleosis,
dijeron los especialistas. Al llegar,
perdió las llaves y al parecer las
recogió un celador. No se las devolvió.
Le dijo que se las entregaría con sus
efectos personales cuando le diesen de
alta, y eso hizo, pero perfectamente pudo
hacer una copia. Este es el retrato robot
que nos ha dado.
Mellado cogió el folio y miró
fijamente aquel rostro cincelado en
negro que les podía acercar al asesino.
—Tengo a su próximo objetivo:
Frederick Ramiro.
El comisario lo miró con mal
disimulado asombro.
—¿Cómo sabes…? Espera,
espera… —Resopló mientras hacía
memoria—. Creo que también es
accionista del Grupo Mundinova. Lo
confirmaré enseguida. —Intrigado,
añadió a continuación—: ¿Qué te ha
hecho pensar eso?
Marga Laínez llegó hasta ellos.
—Por favor, señores, bajen la voz.
Esto no es…
—¿Conoce a este tipo? —la
interrumpió bruscamente Yago—. Es
celador en este centro. —Le tendió el
retrato. Sumida en un reflexivo silencio,
los ojos de la doctora se agrandaron
mientras afirmaba con la cabeza—. Este
hombre es sospechoso de un crimen.
¿Puede haber estado en algún momento
en la habitación de Nadine el día de
hoy?
—Posiblemente… si ha tenido turno
de mañana.
—Debemos dar con él.
—Está asustándome, oficial —
repuso ella, confundida.
—Si se da prisa, quizás evitemos
otra muerte.
—Hay otra cosa, Mellado —susurró
Jokin cuando Marga Laínez se fue.
—Dígame… —Era todo oídos.
—Los de Científica me han hecho
llegar un informe. La barra con la que
golpearon a Nadine es idéntica a la que
utilizaron para proteger a Vanesa en
Bolueta.
A ojos inexpertos, una barra de
acero es igual a cualquier otra, pero en
manos del equipo de la Científica tenían
sus propias marcas características, sus
propias «huellas». Ahora, sus
compañeros habían dictaminado que los
restos hallados en los golpes de Nadine
los había cometido esta misma barra, y
no otra. Aquella revelación hizo en el
ánimo del oficial de la Ertzaintza el
mismo efecto del rayo que precede al
trueno.
—Mila esker —se limitó a
agradecer la noticia, con una inclinación
de cabeza.
9
El taxi la dejó ante la casa de dos
plantas. ¿Era ese edificio el del bar
Resbaloso? Sin duda debía de serlo.
Varios hombres, de distintas edades,
conversaban y fumaban al pie de las
escaleras que llevaban al interior del
establecimiento. Con la normativa
antitabaco recién dictada, los clientes no
tenían otra opción que salir a dañarse
los pulmones al exterior, donde el dueño
había acoplado una mesa alta con dos
ceniceros.
Noe escuchó que la conversación de
todos giraba sobre el mismo. Aún
faltaba una semana para «el partido del
siglo», magnificado hasta extremos
ridículos, pero los medios ya iban
calentando. Decían que un Real Madrid-
Barça paralizaba el mundo, pero ella no
hacía más que reírse de tal desfachatez.
De todos modos, ahora no estaba para
bromas.
Siguiendo las instrucciones
recibidas por teléfono, comenzó a
ascender la cuesta. Calle Santa Marina.
Llegó hasta el cruce y, cautelosa, miró
por encima de su hombro. No vio a
nadie. Dejó atrás una parada de autobús,
preguntándose si sería la de la famosa
lanzadera, y subió la escalinata que
llegaba hasta la verja de entrada al
Colegio Público e Instituto de San
Antonio de Etxebarri.
Noe empujó la puerta de hierro —
gracias a Dios, no estaba cerrada con el
candado— y bajo la luz de una única
farola descendió por el sendero de
cemento. Al llegar allí quedó
completamente a oscuras. Las enormes
cristaleras situadas ante ella no
permitían ver nada al otro lado, aunque
tampoco tenía curiosidad por verlo:
debía ceñirse a las instrucciones
recibidas. Continuó andando a mano
derecha del porche. La pintura del techo
aparecía a intervalos resquebrajada y su
color blanco le vino bien para aportarle
algo de visibilidad en aquella boca de
lobo. Gracias a ese reflejo pudo llegar
ante la puerta entreabierta que había al
final del porche. Antes de traspasarla,
miró los columpios bañados por una
penumbra que devoraba por completo
los vivos colores del tobogán, en una
plazoleta al aire libre. Al fondo, una
horda de seres oscuros e inquietantes,
que a la llegada del amanecer se
convertirían en inofensivos árboles.
Dentro, a un costado, se enfrentaba a
una puerta —«Dirección»— y a varias
más de color azul a lo largo de la pared.
El silencio la sobrecogía y estaba
sumida en la oscuridad, pero de pronto
apreció un vago destello. Avanzó hasta
allí. A medida que caminaba el brillo se
hacía más fuerte. Por fin descubrió una
linterna encendida, apoyada en el frío
suelo del descansillo de la escalera. La
recogió, y con ella como guía continuó
subiendo.
Dos plantas. Según las instrucciones
debía ir a mano izquierda, y es lo que
hizo. Finalmente llegó a la puerta del
aula donde había sido citada. Lo sabía
por el globo rojizo que encontró atado al
picaporte. Lo soltó. El globo ascendió
hasta el techo y luego descendió en
lentas parábolas, como una gota de
sangre llorada desde el cielo oculto.
Pasó al interior. En previsión tenía
la mano derecha dentro del bolso,
aferrando el mango del cuchillo de caza.
Por fin lo soltó al encontrar a la mujer
atada. Al fondo había una serie de
pupitres colocados en forma de
cerradura, y al lado, un escritorio recio
y ancho. Sin duda era la mesa de la
profesora. La linterna enfocó la silueta
de la desconocida. Estaba muy
despeinada, un antifaz le cubría los ojos
y una cinta gris tapaba su boca. «El
obsequio que guarda para la niña que
dejó de sonreír», recordó ahora Noelia.
Entonces ¿el obsequio era ella, esa
mujer atada a la silla por una cuerda tan
apretada que se hundía en la ropa bajo
sus senos, y los brazos sobre la mesa,
con las palmas hacia arriba?
Al llegar a su lado entendió por fin
el porqué de aquella posición. Le habían
clavado las manos a la mesa. Los clavos
resaltaban con sus oscuras cabezas en el
centro de sus palmas, como lunares
negros.
La pobre mujer gesticulaba con la
cabeza y sus gruñidos, totalmente
ininteligibles, eran sin duda lamentos
que brotaban del fondo de su garganta.
Noe intentó ayudarla. Uno de los
tobillos estaba atado con una correa a la
pata del escritorio; la otra pierna
aparecía escayolada hasta la rodilla.
Pensó en cómo podía auxiliarla. En ese
momento sonó un móvil. Descansaba
encima del escritorio, sobre una bandeja
de plástico llena de papeles. Sobre él,
unas tenazas.
Atendió el mensaje. Sabía que era
para ella. Lo confirmó al leer el único
párrafo que lo formaba:

En el pupitre que hace


esquina al fondo te esperan
mis siguientes
instrucciones. No te
acerques aún a la presa. La
he invitado a reflexionar en
espera de que tú decidas
qué hacer con ella.

Aquellas palabras le provocaron un


escalofrío. Buscó desesperadamente una
cámara por la estancia, camuflada en
algún lugar, o quizá el propio chantajista
escondido en el guardarropa. Pero la luz
de su linterna, bailando en su diestra
nerviosa, tan solo provocaba sombras
burlescas que danzaban aquí y allá.
Decidió obedecer las órdenes. Al fin
y al cabo, aquel psicópata tenía a
Vanesa. Así que se dirigió al rincón y
tomó asiento en la silla de madera.
Sobre el pupitre había un libro de
Lengua Española, en cuyo interior
encontró un sobre rojo. Antes de
recogerlo se fijó en el nombre que
aparecía escrito en la portada: «Zaira
Gutiérrez Mena. 3.º de Primaria». Y lo
supo. Supo que hacía días que la tenían.
Supo que la cogieron a ella incluso antes
que a su propia hija. Era eso lo que
gritaban los ojos del hombre de la
gabardina.
Un gemido, apenas ahogado, brotó
de su garganta. Aprisionó su boca con
fuerza con la mano izquierda. ¿Qué
quería decirle el chantajista? ¿Qué
pretendía llevándola hasta el pupitre de
una de sus alumnas del cursillo de
dibujo? ¿Significaba acaso que, si no
hacía lo que le pedía, pondría a Zaira en
un serio peligro? ¿Contra qué desalmado
se estaba enfrentando?
Sacó el sobre rojo y lo abrió para
desplegar la hoja que había en el
interior:
¿Los niños siempre consiguen lo
que se proponen? ¡No! Tengo
dos mensajes que darte.
Primero una decisión, y luego
una búsqueda.
En lo que atañe al punto
primero, te propongo que acabes
con el sufrimiento de la mujer
con la que te has encontrado.
Sé que llevas contigo el
cuchillo que te dejé. He
preparado a conciencia la
escena. Solo debes acercarte y
cruzar con el filo sus muñecas.
Morirá desangrada. Lo sé. ¡Pero
lo merece!
Si eres tan débil que te ves
incapaz de actuar con firmeza,
tienes otra opción para
contentarme. Enciende el
proyector. Encontrarás unas
diapositivas muy ilustrativas. Te
recomiendo que las veas.
Comprenderás mi rabia… y quizá
crezca la tuya.
Después, si aún dudas, te
ofrezco la posibilidad, única y
exclusiva, de llamar a
emergencias para darle auxilio.
Que se pudra en la cárcel. Por
supuesto, si tienes intenciones
de decir algo inapropiado, te
recomendaría que lo pensaras
antes de hacerlo.
Tengo a tu hija, te lo
recuerdo. Y ahora sabes que la
acompaña otra niña hermosa… Ya
imaginas quién.
Ahora hay dos fosas en el
bosque. Un trabajo agotador
pero gratificante. Dos lechos
para un descanso eterno. La
belleza de la naturaleza en
armonía con la belleza de la
inocencia.
Lo segundo que quería
decirte… Me ahorraré las
palabras. Sigue tu instinto
cuando tengas el objeto en la
mano. Busca.
Los niños ahora duermen, pero
muy pronto regresarán para ver
los resultados. Porque debes
saber que mis niños, y los
tuyos, no esperaban que la vida
dejara de sonreírles.

Abrumada, Noe encendió el


proyector. Ante sus ojos comenzaron a
desfilar las diapositivas. Terroríficas.
¿Eran náuseas esas contracciones que
sentía ascender por su esófago? ¿Era
aquello real o solo un montaje? Su mano
aferraba el cuchillo de caza. No sabía en
qué momento lo había sacado del bolso,
y ahora lo acercaba a la muñeca
izquierda de la desconocida clavada en
la mesa. Sentía asco por ella, y sin duda
alguna, merecía ser juzgada. Posó la
afilada hoja del cuchillo sobre aquella
vena gorda y latiente. Era muy fácil.
Tampoco debía presionar mucho para
seccionarla; apenas un imperceptible
movimiento y…
Justo antes de hacerlo, sus ojos
descubrieron la llave pegada con cinta
aislante al ventanal que había tras la
mujer y el escritorio. Una llave y un
plástico verde que contenía una
dirección. Y en la cristalera, escrito con
sangre, unas palabras junto al dibujo de
una enorme lágrima roja:

La historia
de los niños
que dejaron
de sonreír
será
difundida…

En ese momento sonó su móvil.


Fiebre
Ha regresado con más fuerza, aunque
ahora casi puedo manejarla. Después de
actuar por primera vez, esos impulsos
no me hacen tanto daño. He aprendido a
respirar acompasadamente y he ganado
en tranquilidad.
Pero ese calor, ese sofoco, esa
pulsión ardiente que brota de mi corazón
con cada latido, incendiando todo mi
ser… Eso es lo único inabordable.
Esa quemazón llega a mi cerebro y
se apodera de él. Me pide ejercer su
liberación. Y yo soy obediente.
Ahora mis manos no tiemblan, y no
sudo tanto, ni tampoco sufro sequedad
en la boca… Puede ser porque lo que
voy a hacer es lo correcto, y además ya
lo he hecho antes. Me reafirmo en decir
que tengo una cierta experiencia.
Controlo mis temblores, pero no la
adrenalina que supura cada poro de mi
piel.
Las manos que asoman por las
aberturas hechas en la recia madera al
fin se alzan. Eso significa que su
propietario ya ha despertado. Fue
necesario narcotizarlo hasta llevarlo
donde yace en estos momentos.
Tira con tanta fuerza que acabará
haciéndose daño, y cuando intenta meter
las manos por los agujeros, la cadena
unida a los brazaletes de hierro que luce
en cada muñeca frena su acometida,
produciendo un quejido de la madera.
Llega mi momento de esplendor. La
liberación de mi dolor.
Las imágenes, en mi cabeza, no
cesan de martillearme.
Una y otra vez. Sin descanso.
No quiero ser esa presa atrapada en
un cepo sin opción para salvarse que no
cesa de gritar. Yo quiero ahora…
¡libertad!
Las sombras que siempre me
acompañan se hacen visibles.
Son niños. Ocupan todas las butacas.
Alzan las manos y gritan «¡Libéranos!».
Están ansiosos. Quieren que el acto
comience.
Me acerco a la alargada caja que
hay en el centro del escenario, sujeta
sobre unos caballetes de hierro.
En la parte superior hay dos
agujeros, mucho más pequeños que los
del centro, por donde asoman las manos
encadenadas. Los he hecho con un
taladro. Aún tengo en la nariz ese olor a
madera quemada.
Me agacho, recojo del suelo los
embudos y meto el extremo en los
orificios, hasta chocar con algo duro…
Debe de tratarse de la nuca.
Entonces cojo la primera garrafa de
queroseno y empiezo a verter el líquido
sobre ambos embudos.
La caja se mece y las manos que
asoman extienden sus dedos, los
recogen, vuelven a extenderlos y acaban
arañándose las palmas de las manos.
Voy por la segunda garrafa. No oigo
los lamentos ni los estertores. Yo soy
quien actúa, quien dirige. Este es mi
momento de gloria. El mundo estará a
mis pies. Me tendrán miedo, pero sabrán
ser comprensivos. Mi historia
conquistará sus corazones.
Tercera garrafa…
Y cuarta…
El líquido rezuma por los agujeros,
extendiéndose por la tapa de madera.
Las manos, cerradas en dos puños de
nudillos pálidos, por fin desisten de su
búsqueda de auxilio y quedan colgando
con las muñecas dobladas.
Me vuelvo hacia mi público. Todos
los niños me miran con expresión seria.
Es como si reprobaran mi actuación…
No lo entiendo, lo he hecho por… Ahora
lo comprendo. Solo han permanecido a
la expectativa. Han curvado sus labios
hacia arriba. Me sonríen. A mí.
—¡Todos somos uno! —grito de
nuevo, alzando el brazo izquierdo con la
última garrafa, ahora vacía, aún asida a
mi mano.
—¡Todos somos uno! —Me han
respondido a coro.
Eso me enorgullece. Están
satisfechos. Empiezan a desaparecer,
poco a poco, transformándose en esas
sombras que siempre me acompañan.
Aun así oigo sus susurros, sus
voces… despidiéndose de mí…,
valorando mi entrega y esfuerzo… Se
han marchado.
Acojo el silencio como una
bendición. Mi dosis de adrenalina se ha
extinguido como los niños y niñas: de
cuajo.
Observo la silla de madera que he
puesto junto al andamio metálico. La
ropa la he doblado correctamente, y
sobre ella aparece el obsequio que le
dejo al oficial Mellado.
Instintivamente me llevo la mano
derecha a la mejilla y la recorro con
fuerza. Al ver que el guante me muestra
restos de un pringoso sudor, comprendo
que debo lavarme. Debo estar
presentable. Son las tres de la mañana y
en muy pocas horas amanecerá. En seis,
como mucho, la chica y la niña
despertarán.
Me gustaría desayunar con ellas.
Nueve años las separan, pero en el
cariño que les falta son iguales. Parten
de cero. Tipos distintos de infancias
robadas.
Me quedo con la última imagen de
las dos juntas. La mayor se limpiaba
aquel ataúd dibujado en el cuello con
una toallita desmaquilladora. La menor,
una niña parca en palabras, le preguntó
si le enseñaría a hacer aquel dibujo.
Entonces se cogieron las manos,
sentadas ambas en las camas juveniles
dispuestas para ellas, y la mayor
contestó afirmativamente. La menor
sonrió con timidez y le dijo que ella
sabía dibujar gotas de sangre.
Entonces las dejé solas y me marché
para liberarme.
Una vez cumplido este cometido,
debo seguir con el plan.
No puedo detenerme ahora.
La historia será difundida.
Todo está preparado para ello.
Tienen que saber…, dulces niños…
En aquel lugar de los múltiples
susurros.
Segunda parte
¿TE
ATREVES?
10
La Policía Autónoma Vasca había
organizado un gran dispositivo
operativo. Cuando se trataba de una
menor se dragaba el agua, invirtiendo
todo el tiempo que fuera necesario y
poniendo en marcha recursos que
agilizasen la búsqueda. Una
desaparición no era algo intrascendente,
y más aún cuando la sociedad se
encontraba tan sensibilizada ante hechos
inexplicables como aquellos. Para los
más agoreros, tras una desaparición
seguía necesariamente la muerte. Para
los más optimistas, era una escapada de
casa como castigo a los padres por
cualquier discusión insignificante; hoy
en día, la mayoría de los jóvenes no
admitía un «no» ante sus peticiones, y
muchos pensaban que actuando de esa
forma llegarían a salirse con la suya.
Para los más, se trataba de una situación
insostenible que debía ser reparada,
para aliviar el dolor. Y porque la
inseguridad ciudadana era algo que no
se podía tolerar.
Por desgracia, y bajo una
impresionante cobertura mediática, las
pesquisas llevaron a detener a unos
jóvenes, entre ellos un menor de edad,
que confesaron haber matado a la
desaparecida. Desde entonces habían
pasado dos años y el cuerpo seguía sin
aparecer tras seguir la estela de
múltiples emplazamientos donde
teóricamente deberían estar enterrados
los restos de la chica. Además, el juicio
estaba resultando un fiasco y una infamia
para los familiares, dada la absoluta
frialdad de los imputados.
Alma Reyes, licenciada en
Periodismo y escritora de un par de
novelas de ficción, se empeñó en
resolver el caso, embarcada en una
cruzada cuya última meta nadie conocía.
De veintiocho años, esbelta y de pelo
negro corto, al principio se había
limitado a actuar como el resto de los
mortales. Tan solo se había obsesionado
con preguntarse una y otra vez: «¿Por
qué? ¿Por qué? ¿Por qué?». A medida
que pasaron los días, y más tarde los
meses, la ira acumulada contra los
culpables crecía y crecía, royéndole las
entrañas. Tenía que hacer algo. Se venía
abajo cuando veía a los padres y
familiares de la víctima por televisión,
pidiendo, entre llantos y palabras
entrecortadas, que encontraran el cuerpo
de su pobre niña. ¿Qué habían hecho
esas personas para merecer tanto dolor?
Tamaña injusticia derivó en una
especie de adicción para Alma, que
empezó a escribir sobre el caso,
dándole forma de un relato de ficción
por temor a futuras represalias. Su única
intención era hacer una crítica de ese
sistema de justicia en el que nadie con
dos dedos de frente podía creer. ¿Cómo
se podía dar tregua a quien estaba
implicado en un hecho tan terrible? Algo
así decía Baroja, en una frase ácida pero
tristemente realista: «Las leyes son
como los perros: solo ladran al que va
mal vestido».
La benevolencia con la que los
jueces trataban a los culpables la
irritaba sobremanera, igual que al resto
de la población. ¿Se harían todos esa
pregunta que solo debía ser pensada y
jamás pronunciada? ¿Por qué no la
venganza? ¡Si la ley amparaba al
asesino, entonces nos protegerá cuando
acabemos con esos mismos asesinos y
los hagamos desaparecer! Pronunciar
aquello era una blasfemia y una
reflexión inapropiada, pero ¿cuántas
personas habrían pensado como ella
cuando se cuestionaban qué habrían
hecho de haberles ocurrido a ellos?
¿Acaso no merecían esos padres, que tal
vez desconocerían toda la vida el
paradero de su hija, tener dignidad? Así
que Alma decidió escribir una novela
para preservar el honor de esa
destrozada familia y para que nadie
olvidara nunca a aquella inocente.
La inspiración para el cierre del
relato le había sobrevenido a las nueve
de la mañana, mientras observaba el
techo en penumbras con las manos bajo
la nuca, en la cama donde descansaba
desnuda tras unas intensas y placenteras
horas de sexo.
Ahora, sentada frente al ordenador,
esa idea se le congeló cuando apareció
en pantalla la imagen de una mujer rubia
de pelo encrespado, con traje de
campaña y un sombrero colgando a su
espalda. Estaba rodeada de niños de
raza negra, desnudos o vestidos de
harapos y descalzos, que intentaban
desesperadamente arrancar de manos de
la mujer una bolsa de plástico con
golosinas.
Bajo la fotografía estaba el
cuadrante para introducir el código y
llegar hasta el archivo de la novela.
Alma sucumbió ante la belleza de la
mujer de la fotografía. Ojalá estuviera a
su lado. Ojalá pudiera besarla de
nuevo…
Gloria Sáez seguía desaparecida.
Seis meses atrás estaba realizando unas
misteriosas investigaciones, de las que
nunca hablaba, para rodar un
documental. Lo último que sabía de ella
era que había tomado un avión en
Madrid con destino Moscú… y luego,
simplemente, se esfumó. La Embajada
de España en la Federación de Rusia
emprendió los trámites necesarios para
esclarecer el caso, pero la información
recabada insistía en que Gloria no había
pasado por el control de aduanas del
aeropuerto de Sheremetyevo. Ningún
registro sobre su pasaporte. Nada que
brindara esperanzas sobre su destino.
La fotografía con los niños africanos
databa de 2004, cuando Gloria llegó a
aquel pueblo olvidado de Mozambique
para grabar un reportaje sobre la
constante desaparición de niños en la
zona. Se exponía a un gran peligro, pero
no era una mujer fácil de amedrentar.
Para ella lo más importante, más que
poner a salvo su propia vida, era dar a
conocer las barbaridades que
desconocían los países industrializados.
Le apasionaba su trabajo, sobre todo si
con él lograba ayudar a los más
desfavorecidos y concienciar al resto
del planeta del horror que acechaba en
sus confines.
Gloria acudió a Mozambique tras
ver en televisión la entrevista a una
monja que realizaba labores
humanitarias en la antigua colonia
portuguesa. Durante el último semestre,
decía la informante, habían
desaparecido más de treinta niños de la
calle, con edades comprendidas entre
los diez y los trece años. Al saberlo,
Gloria se armó de valor y, tras
administrarse las vacunas
correspondientes, se presentó en aquel
país que se encuentra en la mayor
planicie costera de todo el continente y
donde pasó dos de los meses más
angustiosos de su vida. Acompañada por
su fiel escudero, el fotógrafo francés
Jean Guignou, y jugándose cada día el
pellejo, no tuvo inconveniente en
enfrentarse a todos los obstáculos.
Resultó que tras las desaparición lo
que había era brujería y una red de
trasplantes clandestinos. Los padres que
perdían a sus hijos hacían hincapié en
aquellos motivos, asegurándolos con
extrema convicción… Un día lograron
grabar con una cámara oculta una misa
negra que incluía un sacrificio humano.
La Policía lo desmintió insinuando que
eran fabulaciones de los turistas
occidentales, y a los dos meses los
obligaron a salir del país, sin duda a
instancias de un alto cargo del Gobierno
de Maputo. Les confiscaron carretes,
anotaciones, cámaras y grabadoras, pero
nunca intuyeron que los documentos y
vídeos necesarios para emprender las
denuncias iban escondidos en dobles
bolsillos cosidos a mano en el interior
de sus abrigos. Las fotografías de
aquellos cadáveres vaciados de órganos
y cosidos… Aquella niña a la que
metían a la fuerza en la parte trasera de
una vieja furgoneta, mientras por el
suelo quedaban esparcidas las bananas
que vendía… Aquella avioneta en un
hangar destartalado y aquellos niños
acuclillados junto a las alas,
contemplando con ojos asustados a
cuatro personas, dos de ellas de raza
blanca, que intercambiaban apretones de
manos y maletines… Una de las
grabaciones enfocaba a supuestos
médicos inclinados ante las camillas
donde operaban, ante una pared al fondo
llena de moho y sangre, y pisando los
charcos rojos formados bajo sus pies…
El reportaje dio la vuelta al mundo.
Meses después, Gloria recibió un
premio y las promesas de altos
mandatarios de todo el planeta con sus
protocolos de intervención. Nunca se
supo si se cumplieron. Silenciar aquello
era tarea de los tejemanejes de la alta
diplomacia. La reportera solo había
encontrado un grano de arena en un gran
desierto y se le había vuelto a escapar
de las manos.
Inasequible al desaliento, continuó
sus investigaciones y no tuvo reparos en
atravesar las selvas americanas para
hablar de los niños soldados en las
milicias nicaragüenses y colombianas.
Incluso cayó prisionera de una de esas
guerrillas: tres meses a pan, agua,
plantas y bayas, encerrada en una oscura
cabaña de techo de paja de las FARC,
hasta que fue liberada gracias a la
intervención de la Embajada de España
en Bogotá y la repatriación de un
importante cabecilla de un cártel del
narcotráfico.
Entonces se conocieron. Corría el
mes de agosto de 2008, y una fiesta en
una concurrida discoteca de Ibiza las
unió. Gloria, ya repuesta de su
cautiverio, había decidido tomarse unas
vacaciones. Allí se enamoraron y
acabaron en una cala cercana de
madrugada. Alma consumía drogas de
diseño, y Gloria sujetaba una Coronita
entre las manos. Rebozadas en la arena y
acariciadas por la tenue luz de la luna,
dieron rienda suelta a su pasión. Fue un
encuentro asombroso, donde el placer
más exquisito las invadió a ambas. Ni
siquiera repararon en el mirón que las
grababa, escondido tras unas hamacas.
Días después el vídeo circuló por
internet. Por suerte, el enfoque era tan
malo y la imagen se movía tanto que sus
semblantes no eran más que meras
sombras. Irreconocibles. Alma nunca le
dio importancia a que Gloria tuviera
catorce años más que ella. No tenía
relevancia hasta que…
Alma se sentía culpable. La noche
antes de que Gloria partiera hacia
Moscú, tuvieron una fuerte discusión. La
última imagen de su gran amor fue la de
una Gloria malhumorada, cerrando de un
portazo la casa de alquiler que
compartían en la calle Somera, en el
Casco Viejo bilbaíno.
Gloria había preparado un viaje
sorpresa con Alma, para un asunto que
ella definió como muy importante y
especial, y también para pasar unos días
de asueto tras la resolución del
misterioso asunto en el que andaba
embarcada —«Conocerás a mi familia»,
le dijo—. A Alma aquello la aterró. No
conocía a los familiares de Gloria y, a
decir verdad, tampoco es que lo
estuviera deseando. Tontamente se
martirizó con el tan manido tópico del
«qué pensarán» o si aprobarían la
relación. Le daba pavor ser rechazada.
Le expuso las razones a Gloria, y
esta recibió sus sinceras frases como si
la hubieran apuñalado. Se lo tomó tan
mal que dejó fluir un torrente de
exabruptos y palabras desagradables.
Nunca la había visto tan fuera de sí, y
ella no tardó en ponerse a su altura,
diciendo cosas de las que aún se
arrepentía. Gloria concluyó la amarga
discusión con un: «Si me quieres, lo
harás». Alma perseveró en su negativa,
y su pareja rompió el billete de ella
delante de sus narices antes de
marcharse.
En aquel momento, Alma pensó que
había hecho bien. Antes de conocer a
Gloria había tenido una actividad sexual
frenética con hombres de diferentes
edades. Estudiante universitaria
responsable de lunes a viernes, joven
alocada los fines de semana. Nunca
pensó que podría enamorarse de alguien
de su mismo sexo, y cuando eso sucedió,
le quedó una fuerte sensación de
culpabilidad. Intentó ocultar lo más
posible la relación, sonriendo con alivio
cuando el videoaficionado que las grabó
en la playa no pudo hacerlo con
claridad. Para sus puritanos familiares
habría sido una catástrofe, y aún hoy
pensaban que Gloria tan solo era una
compañera de piso…
Cuando esta desapareció tras la
puerta con gesto muy contrariado, Alma
no imaginaba que quizá no volvería a
verla. Desde entonces, al menos una vez
al mes, se había puesto en contacto con
el comisario que llevaba el caso de su
misteriosa desaparición, sin resultado
positivo hasta el momento.
De pronto, los pensamientos de
Alma se esfumaron. Unos brazos la
rodeaban desde atrás, y sintió cómo le
besaban el cuello, y al hacerlo, se sintió
arrancada de sus profundas
cavilaciones.
—¿Te apetece un zumo de naranja?
—No. Gracias, Silvana.
La había conocido semanas atrás.
Aquella preciosa rubia, de pelo corto y
ojos de increíble azul cielo, se acercó
mientras daba cuenta de un menú que
engullía en el Bocatta cercano a su piso.
Alma aceptó su compañía tras la
educada petición de aquella belleza que
no quería cenar sola. Horas después,
tras divertirse en un karaoke cercano,
ambas acabaron en la cama de
matrimonio de Alma y Gloria, buscando
con ansiedad esas caricias que
provocaban una suerte de electricidad
que las iba llevando entre besos y
oleadas de placer hacia el orgasmo.
Gloria había desaparecido. La amaba.
Sin embargo su cuerpo se negaba a vivir
de la memoria.
—Voy a darme una ducha —avisó
Silvana, desnuda y pícara de nuevo—.
¿Vienes?
Sin duda aquella era una insinuante
invitación que no podía dejar pasar.
Pero ver de nuevo a Gloria rodeada de
esos pobres niños africanos mirándola
desde la pantalla la hizo desistir…, al
menos de momento.
Después de la desaparición, Alma
había mantenido contacto con un hacker
al que Gloria usaba como confidente de
sus investigaciones. El joven echaba de
menos a su amiga cibernética, y así se lo
hacía saber a Alma en cada correo
electrónico. Ambos se compadecían el
uno al otro, pero por un motivo
diferente. Aun así, en el último mes se
habían evitado, ya que lo que los unía
era Gloria. El hacker pensaba como
Alma, y estaba seguro de que algo grave
le había ocurrido, y ese «algo» sin duda
estaba relacionado con el último
reportaje que planeaba con tanto
secretismo. Siempre acababan su
intercambio de impresiones con un: «Si
alguno descubre algo, informará al
otro». Así se habían despedido también
la última vez que chatearon. Desde
entonces, treinta días sin saber nada de
Jaime. Ese era el verdadero nombre del
hacker, tal y como le había confesado en
una ocasión Gloria, tras hacerle
prometer que no lo divulgaría jamás.
Una vez Silvana cerró la puerta del
baño y escuchó correr el agua, Alma se
decidió a meter el código. Al hacerlo, la
foto de Gloria desapareció. Buscó el
archivo donde tenía el borrador del
libro, aunque primero envió un mensaje
a Jaime, inquieta tras tantos días de
ausencia: «¿Estás ahí?».
Esperó medio minuto, pero sin
suerte. Silvana gritaba desde el baño.
Estaba llamándola. Al fin sucumbió a la
tentación. Después de las caricias y el
agua tibia estaría más relajada para
añadir la nueva idea a su libro, calculó.
Jaime no le contestaría. Lo sabía… Pero
precisamente en el momento de entrar al
baño llegó la respuesta. En el ordenador
aparecieron unas palabras:
«¿Aceptas ver esta grabación?».

Le costó abrir los ojos. Debía de


tenerlos hinchados. La figura que salió
de entre los árboles le había golpeado
con algo contundente en el rostro. Luego
debía de haber perdido el conocimiento,
ya que no era capaz de recordar lo que
pasó después. Lo poco que podía
vislumbrar le decía que estaba en una
especie de agujero muy oscuro. Al
menos no tenía las manos atadas, aunque
sentía entumecidas las piernas.
Palpó con las manos el techo.
Chapa, o algo parecido. Si alzaba la
cabeza un poco, se golpeaba, aunque
quizá pudiera presionar… Lo intentó,
pero una punzada dolorosa en la nunca
le hizo desistir.
Avanzó con los dedos por el suelo,
que parecía enmoquetado, hasta toparse
con algo duro, pero que al tacto parecía
goma. Sí, eso era… Siguió el contorno,
y finalmente descubrió que el objeto era
redondo. Un neumático.
Entonces comprendió por fin. Estaba
encerrado en el maletero de un turismo.
Tenía que salir, notaba el aire pesado.
Resollaba como un toro al respirar.
Comenzaba a faltarle el oxígeno, o
quizás solo era la angustia de saberse
atrapado. ¿Si empezaba a golpear le
oirían desde el exterior? Pero… ¿no
sería un riesgo? ¿Y si al otro lado estaba
el que le había atacado, preparado con
un gato hidráulico en la mano para
rematarlo a golpes?
Oyó unas pisadas que se acercaban.
Jaime se acurrucó aún más. Tuvo
ganas de sollozar. Escuchó cómo
introducían la llave en la cerradura del
maletero.
La luz de un emergente sol lo cegó
por un momento.
Debido a la intensa claridad, al
principio no vio los cañones de las
escopetas de caza que lo apuntaban.
11
La segunda noche en El Observatorio
tuvo un sueño terrible.
La botella de suero colgaba sobre
ella. Tenía una vía intravenosa en el
brazo izquierdo y estaba tumbada en una
cama dura como una tabla. Entró una
enfermera, vestida con una camisa
abierta y falda blanca, y una pequeña
cofia del mismo color, con una cruz roja
en el frontal. Parecía recién salida de
una película pornográfica. No podía ver
su rostro, lo cubría una máscara o
capucha de cuero que solo le permitía
discernir sus llamativos ojos verdes y
unos labios jugosos y carnosos. Llevaba
un recipiente de plástico que bien podría
ser una bolsa de suero, aunque contenía
un líquido de color casi marrón. La
enfermera descolgó el bote de suero,
desclavó la aguja de la goma y la clavó
en el nuevo recipiente. A continuación,
lo colgó de la barra y comenzó a regular
la caída del goteo. Noe pensó que podía
ser un medicamento para tranquilizarla.
Su cuerpo no dejaba de temblar.
Además, tenía sed, mucha… La
enfermera de generosos senos se sentó
junto a ella, en la cama, y le tocó el
abultado vientre. Estaba embarazada.
«Te he puesto algo para aliviar tus
dolores preparto… Es maltés y te
ayudará a relajarte». Su voz era muy
dulce, pero sus palabras no dejaban
lugar a duda, y Noe giró el cuello para
observar, literalmente aterrada, cómo
aquellas gotas recorrían el tubito de la
vía para introducirse en su organismo.
Lo hacían para purificar su sangre con
whisky.
Una vez en la sala de terapia, no
consideró oportuno hacer partícipe de su
desagradable experiencia onírica al
resto de sus compañeros. Se sentía
agotada. De pronto el doctor Bellas hizo
aparición y se introdujo en el círculo
formado por los pacientes. Una vez más
traía la maldita botella de whisky en la
mano y la dejó a los pies de Noe. Esta
no digería bien la forma de actuar del
médico, y se le pasó por la cabeza
levantarse para abofetearlo e
inmediatamente arrojarse sobre la
botella. Solo un trago… quizá dos a lo
sumo. Pero una tosca mano la retuvo por
el brazo. Era Aldo, que parecía
adelantarse a los acontecimientos,
serenándola con sus enormes ojos. El
efecto fue balsámico, y Noe buscó su
mano para agarrarla, para sentir ese
mínimo de aprecio y comprensión que
tanto necesitaba.
—Mira bien la botella —susurró el
canario.
Noe obedeció y así descubrió lo que
su mente intentó evitar que viera. En el
interior no había rastros de aguardiente;
solo papeles enrollados con una cinta,
como antiguos pergaminos.
—Después de contar nuestra
historia, cada uno cogemos un folio,
escribimos lo que deseamos del futuro, y
con esa esperanza, lo enrollamos y lo
echamos dentro para enterrar el pasado
—explicó Aldo en tono convincente,
acariciando el dorso de la mano de Noe
—. Escribiendo esas historias que
deseamos vivir mitigamos nuestras
ansias, ya que con ello queda
demostrado que todos tenemos ganas de
luchar.
—Libérate, Noelia. —Silvia Ramos,
a su izquierda, se había apoderado de su
otra mano—. Descarga tu dolor en
nosotros… No tengas miedo. Nosotros
también dudábamos, pero dimos el paso
y ahora podemos ayudarte a compartir
esa angustia que encierras.
Agradeció sus palabras con una
fugaz sonrisa. El doctor Bellas no
intervino y se limitó a pasear fuera del
círculo, tras ellos, con la cabeza
inclinada mirando al suelo y
pellizcándose la barbilla, como una
invitación para que fueran ellos mismos,
los pacientes, quienes llevaran ese día
el peso de la terapia.
Noelia suspiró sonoramente; el
sueño perturbador seguía ahí, pero no
debía obsesionarse con él más tiempo.
No ahora, cuando las manos que
apretaban las suyas parecían darle el
valor que en realidad le faltaba. En el
comienzo de su tercer día de
internamiento, segunda sesión de terapia
en grupo, dejó fluir parte de su angustia
sin detenerse en esos detalles más
profundos que no tenía valor para
afrontar.
—Me llamo Noelia… —empezó—,
y soy… bueno… supongo que soy
alcohólica… Aunque no lo haya
considerado de esta manera hasta que mi
marido y mis padres me hicieron
verlo…
Sacudió la cabeza. Pensaba que
desde niña la vida le había castigado, le
había mostrado la cruda realidad,
enseñándole demasiado pronto el
significado del dolor, del sufrimiento…
¿Cómo hablar de todo aquello con
extraños? ¿Cómo expresar con palabras
el hambre o la soledad o cómo te sientes
cuando pierdes a quien más querías?
Aún no había empezado y ya sentía las
gruesas lágrimas en sus ojos. Hizo de
tripas corazón para continuar.
—Fueron muchas las causas que me
llevaron a beber. Tuve una infancia dura
y cuando crecí, siempre tenía la cabeza
llena de imágenes inquietantes; de una
pena que no podía apartar de mí.
Bebiendo, conseguía calmarlas. El
estado de euforia que me proporcionaba,
copa tras copa, borraba esas huellas y
me daba fuerzas para divertirme, para
conocer amantes ocasionales, para
atreverme…, en fin…, con todo aquello
que parecía inalcanzable para mí.
»Estando ebria conocí al hombre
que meses más tarde llegaría a ser mi
marido. Estaba en una despedida de
solteros, borracho como una cuba, y
ambos nos dejamos llevar en un baño de
la discoteca… Lo hicimos sin
protección, y me quedé embarazada
como una estúpida… —Exhaló un hondo
suspiro—. Dos meses después, me
encontré de nuevo con él en un altercado
en una tienda: dos delincuentes
amenazaron con navajas al encargado
para que abriera la caja fuerte, y alguien
salió de detrás de un estante y los
desarmó. Era él. Estaba allí haciendo la
compra y no dudó en poner en riesgo su
vida. Después del incidente, me
reconoció y se acercó a mí. Me invitó a
un café, y la oferta acabó en una cita
para cenar.
»Pasadas unas semanas de relación
le conté que estaba encinta de él y que
no pensaba abortar… —De nuevo un
silencio de sepulcro para recomponerse
—. Con gran pesar, le dije que podía
desaparecer de mi vida; que no tenía la
obligación de cuidar del bebé, que le
eximía de esa responsabilidad, y él me
contestó con un beso. Algo inesperado
en los tiempos que corren. Me enamoré
de él, y eso, y también mi embarazo, me
ayudaron a apartar el pasado y el
alcohol… Me casé con Yago, que es
como se llama mi marido, y tuvimos una
niña preciosa. —Trató de esbozar una
sonrisa pero apenas la dibujó en sus
labios.
»Todo fue como un cuento de hadas
durante casi diez años. Creo que en ese
tiempo no probé ni una sola gota de
alcohol… —Exhaló un nuevo suspiro, a
medio camino entre el cansancio y la
resignación, y encogió los hombros con
abatimiento—. Pero el pasado siempre
se presenta cuando lo crees alejado y
olvidado. Recibí un mensaje en una
postal navideña y ese mensaje abrió el
tapón de mi botella, y se llevó mis
últimos diez años. Intenté olvidarlo,
pero no pude; de nuevo estaba atada a
una realidad que existió siendo niña.
Noe recordó aquel torbellino
huracanado en el que se sintió atrapada;
un torbellino donde giraban y giraban
botellas, llenas de elixir para el
bienestar, para olvidar… Durante unos
segundos reinó un silencio vacilante en
aquella sala, mientras volvían a su
mente aquellos tres años en los que el
miedo fue más poderoso que el amor a
su marido y a su propia hija.
—Desde aquel día bebo, olvido,
recuerdo y vuelvo a beber para volver a
olvidar… ¿Qué os voy a contar a
vosotros que no conozcáis ya?
—Enhorabuena —susurró Aldo a su
oído, y le estampó un sonoro beso en la
mejilla.
—Gracias, Noelia. —El doctor
Bellas volvió a entrar en el círculo de
alcohólicos y la escrutó con su profunda
mirada—. Un comienzo indispensable
para ir conociéndola. Si más adelante
considera necesario contarnos los
detalles que ha omitido, sepa que serán
bien recibidos y que sus secretos estarán
a buen recaudo. Cuando lo considere
oportuno, enfoque cómo le gustaría que
fuera su futuro y en qué están
depositadas sus esperanzas. Escriba
sobre ello e introdúzcalo en la botella,
junto a los sueños de los demás, para
que esa fuerza, depositada en palabras y
trasladadas a un papel, absorba lo que
no pudo controlar… para siempre.
Una vez dicho esto, todos la
aplaudieron. Saúl Bellas fue el primero
en abrazarla. Luego, el resto de los
presentes imitó al doctor. Aldo casi le
quebró la columna con su abrazo de oso.
El de Silvia fue más tierno. Simón le
palmeó la espalda. Thor le produjo
picores en la cara con su abundante
barba. El último fue Manuel, y por un
instante Noe sintió que ambos eran una
única persona. Al separarse, se llevó la
mano izquierda al bolsillo de la camisa
y sacó una fotografía y una tarjeta. En la
instantánea aparecían tres bolas de pelo
grises con grandes orejas.
—Mi hermano tiene un criadero —
explicó con su cascada voz—. A veces
me escabullo allí para observar a los
animales. Me gustaría enseñártelo algún
día; si te apetece, claro. Allí reina la
paz. Es muy útil para desconectar. Te
vendrá bien.
Noe se lo agradeció con una sonrisa
mientras leía la dirección en la tarjeta.
—Gracias —contestó—, me
encantaría.

Había pasado tanto tiempo desde


aquello… Noe lo tenía escrito en el
diario que siempre llevaba consigo y
que leyó en el trayecto a Artxanda. El
taxista, un hombre poco locuaz, le
explicó que aquel negocio había cerrado
dos años atrás cuando el dueño encontró
a su hermano colgado de una viga de la
conejera. «Un pobre diablo cargado de
problemas», sentenció con voz glacial
para definir al suicida.
Noe pagó y le dijo secamente que
podía marcharse. El taxista arrugó la
nariz, como preguntándose si se había
topado con una chiflada.
Tras esperar a que el vehículo
desapareciera de su vista, subió por un
extraño camino de guijo en el que había
huellas recientes de neumáticos. A un
lado encontró un cartel sucio, volcado y
lleno de hierba, que anunciaba con letras
ya descoloridas: CRIADERO DE CONEJOS
GIL DOBLAS-ARTXANDA, 12.
Avanzó sobre el descuidado césped
y llegó hasta un edificio alargado que en
su día habitaron cientos de conejos. El
techo de madera presentaba grandes
agujeros, y en las ventanas de la fachada
principal, unas tablas ennegrecidas y
clavadas horizontalmente habían
reemplazado a los cristales. Dejaban
entre sí espacios por los que podía
pasar una persona delgada.
Se acercó hasta la puerta doble de
chapa, deslucida y oxidada por las
inclemencias del tiempo, y vio en el
suelo una cadena rota y el sucio candado
que algún día la cerró. Hizo un amago
de asomarse, pero un fétido olor la
alcanzó y la hizo retroceder dos pasos.
No sabía qué la había impulsado a
mirar. Quizás esperaba ver a Manuel
con el cuello roto por la soga, girando
lentamente y con los pies a un metro del
suelo.
Aquello fue un duro golpe para ella
y los compañeros de terapia. Recordó la
llamada de Aldo para darle la noticia,
también cómo se reunieron todos, cómo
hicieron una colecta para una corona de
flores y cómo acudieron al sepelio,
aunque se quedaron a cierta distancia
del grupo principal. Sucedió dos años
atrás, y Noe nunca tuvo la oportunidad,
antes del trágico suceso, de visitar aquel
lugar al que un día Manuel la invitó
amistosamente. Pero el destino era
impredecible, y ahora estaba allí por
culpa del capricho de un demente. La
última locura fue lo que le mandó hacer
con el cuchillo.
Recibió la llamada de un número
oculto a su móvil, segundos después de
encontrar, adherida a las cristaleras del
colegio, la llave pequeña y dorada que
sujetaba ahora en la mano. La miró y
leyó las palabras escritas dentro del
plástico verde del llavero: CRIADERO
DE CONEJOS GIL DOBLAS. DESVÍO
GALBARRIATU-MONTE ARTXANDA.
Buscando la cerradura que encajara
con aquella maldita llave, Noe rodeó el
destartalado edificio hasta encontrar la
cabaña de troncos en mitad de un amplio
claro, entre árboles centenarios. Manuel,
en su día, le comentó que la había
construido su hermano como
complemento. Después de su suicidio, el
hermano de Manuel había abandonado la
conejera y la cabaña, tras intentos
infructuosos de vender la propiedad.
Nadie quiso hacerse cargo del negocio:
no rentaba lo suficiente, y además el
truculento suceso echaba atrás a los
posibles compradores. Por eso mismo a
Noe le llamó la atención el buen estado
que aparentaba desde el exterior. En un
rincón, apilados, había una pirámide de
troncos cortados con hacha y a su lado,
un barril azul lleno de agua que parecía
limpia. Poco más allá, anudado a dos
troncos, un columpio con un neumático
como asiento y varias latas de cerveza
estrujadas y tiradas a su lado. Bajo una
tejavana, una moto de gran cilindrada
descansaba apoyada sobre el caballete,
y cerca de unas rodadas había espacio
de sobra para aparcar un coche.
Llegó hasta la puerta. Una mirilla
oscura pareció traspasarla. ¿Habría
algún ojo al otro lado, evaluando qué
hacer con aquella intrusa? Empujó la
puerta y esta se abrió. No estaba cerrada
con llave, ni siquiera encajada, y no
había ningún anfitrión peligroso
esperándola al otro lado. Traspasó el
umbral. Sintió olor a manzana. Había al
menos doce ambientadores de madera
con forma redondeada, colgados a lo
largo de las paredes de la estancia. A su
izquierda, una pequeña cocina
completamente equipada, con los
armarios rebosantes de latas de
conserva, cubertería y vajilla. Bajo el
armario empotrado pudo contemplar una
nevera abierta con la luz interior fundida
y un charco de agua debajo. Dos de los
estantes estaban ocupados por latas de
cerveza; en el último aparecía un
solitario queso cubierto de moho.
Lo más sorprendente se hallaba
sobre la mesa de plástico, junto a un
frutero con manzanas verdes y
mandarinas y una revista abierta. Era
una pistola. Y un par de cargadores
repletos de balas.
Noe aún sostenía la llave en la mano
y de pronto reparó en el inmenso arcón
de madera que había a su derecha,
tallado con relieves de señoras de
anchos sombreros y de hombres de
aspecto hindú sentados en tronos a
lomos de elefantes. El armatoste aquel
presentaba una hendidura en una placa
dorada; quizás aquello fuera lo que
andaba buscando.
«¡Bingo!», pensó al notar el giro de
la cerradura.
Antes de levantar la tapa, se limpió
con el dorso de la mano el sudor que
perlaba su frente. Estaba tensa, bastante
nerviosa. En el interior del arcón
debería toparse con ropa arrugada, quizá
sábanas o mantas, pero sabía que no
será así… Y no se equivocaba. Con
esfuerzo, levantó la pesada tapa.
No había nada en su interior; al
menos nada material. Lo que se presentó
ante sus ojos era un agujero oscuro
abierto en el fondo, donde se percibía el
comienzo de una escalera de madera que
descendía hasta las entrañas de las
sombras…
Con una inusitada valentía,
propulsada por el recuerdo de su hija, se
introdujo en el arcón y comenzó a bajar
los escalones. Al fin pisó tierra firme, o
mejor dicho, lo que parecía una capa de
cemento. Se oía un zumbido incesante,
aunque algo ahogado. Noe palpó en la
oscuridad y chocó con una especie de
portón metálico.
Una oleada de luz la golpeó,
cegándola por segundos, y el zumbido
subió decibelios hasta atormentar sus
oídos. Pero ¿qué demonios era aquel
lugar? Había monitores, ordenadores y
cables por todas partes… Y junto a ella,
un sofá reclinable, desgastado por el
uso, frente a un panel lleno de pantallas
y enchufes.
En el sofá descubrió un sobre rojo
con su nombre. Lo cogió y se acomodó
en el asiento. Lo rasgó con rabia, para
luego desplegar la hoja ante sus ojos.

¿Qué tal te sientes en la


guarida de un hacker?
Impresiona, ¿verdad? Ya lo creo.
Te preguntarás qué haces aquí.
Quiero que veas algo. Y que lo
envíes.

Una voz robótica surgió de algún


altavoz escondido y unas palabras
aparecieron al instante en una de las
pantallas del panel, donde se habilitó un
teclado de ordenador justo debajo.
«¿Estás ahí?».
Bajo esto, una notificación:
«Alma Reyes».
Una vez repuesta de la inesperada
interrupción, Noe volvió a concentrarse
en la lectura de la nota que tenía entre
las manos:

Hay tres personas que deben


verlo. Una, para que encuentre
la historia que debe divulgar.
Otra, para que conozca si será
un valiente o un cobarde. Y tú,
para que seas mis ojos, mis
manos y mis piernas…
A los tres os unirá algo.
Si no actuáis con pericia y no
satisfacéis mis necesidades,
seréis responsables de lo que
pase en fechas cercanas.
Ahora debes seguir mis
instrucciones y observar
atentamente la grabación y el
mensaje que le sigue.
A la derecha del panel hay
una pantalla de diálogo con
una única palabra: «Aceptar».
Te considero inteligente para
entender que esa es la única
opción de la que dispones.
Una vez ejecutada mi orden, la
grabación será distribuida a los
internautas que previamente he
elegido. Tu suerte es que
podrás visionarla ahí mismo.
Confío en que seas tan
servicial como espero, y que
luego cumplas los últimos
encargos que te tengo
preparados. Para ello, solo
dispondrás de un margen de
48 horas. Hacerlo te devolverá
a tu hija y a la otra niña.
Si pasa un segundo más del
tiempo establecido, rellenaré las
dos fosas con ellas. Vivas, por
supuesto.
No quiero negar la evidencia; al
fin y al cabo ambos buscamos
lo mismo.
¿No lo has entendido todavía?
Los niños quieren escapar…
Tienen mucho miedo… Hay
fuego.

Noe estrujó el papel y lo dejó caer


al suelo. Después cerró los ojos y se
presionó el puente de la nariz. Le dolía,
pero al menos era un desahogo. De
haber tenido una cuchilla, se habría
practicado cortes superficiales en los
brazos para que el dolor se comiera esa
niebla emocional que la martirizaba
lentamente y sin descanso.
—¡Dios, qué horribles
pensamientos! ¿Qué me pasa? —Se oyó
susurrar con angustia.
Arrastró el sofá y se asomó a la
pantalla indicada en el panel. En efecto,
allí había un parpadeante rectángulo
verde con una palabra en negro en su
interior: «Aceptar».
Aquello era lo más parecido a sacar
dinero de un cajero, pero sin liquidez de
por medio. No le quedaba más remedio.
No tenía otra opción… Bueno, en
realidad sí: dejar de jugar y sacrificar a
las niñas. Puso la yema del índice
diestro sobre la superficie. La pantalla
táctil se volvió negra, fundida de
improviso. Al tiempo, todos los
televisores, pantallas, monitores y
ordenadores se encendieron.
Noe estaba temblando. Se abrazó,
una mano en cada hombro contrario. La
grabación quería mostrarle una imagen.
Era de una mujer con un buzo naranja y
una capucha blanca sobre la cabeza,
atada a las cadenas del techo. Y solo
esto ya bastó para arrancarle de golpe el
aliento…
12
Silvana le había secado el pelo con una
toalla pequeña, sutilmente. Se puso el
albornoz blanco, le estampó un beso
ardiente en los jugosos labios y salió del
aseo mientras su amante acababa de
acicalarse. Alma se sentía fresca, con
fuerzas renovadas y con la convicción
de que ese domingo no iba a fustigarse
con trabajo. Al carajo. Cerveza y
pinchos por las siete calles del Casco
Viejo bilbaíno, ese era el plan que
pensaba llevar a cabo. Luego, y si a
Silvana le apetecía, le gustaría subir en
el funicular al monte Artxanda para
disfrutar juntas de las vistas del Botxo,
como llamaban a Bilbao sus habitantes.
Podían sentarse a la sombra de algún
árbol, agarradas de la mano. Alma
sentía que estaba naciendo algo entre
ellas, aunque aún era pronto para
llamarlo amor. Y más en estos tiempos
donde había que ir con pies de plomo
por culpa de desengaños que quedaban
en meras aventuras carnales.
En la cocina puso el extractor y se
fumó un cigarrillo echando la ceniza
sobre un cuenco. No se consideraba una
fumadora activa, ya que apenas
consumía tres o cuatro cigarrillos al día,
pero el pitillo de la mañana no lo
perdonaba por nada. Después se preparó
una manzanilla y se dirigió al escritorio
para desconectar el portátil. Lo había
dejado encendido con aquella pregunta
lanzada a un amigo cibernético que
debía haberse consumido bajo millones
de bytes un mes atrás. Alma se rio
mientras su imaginación plasmaba una
imagen donde una electricidad, en forma
de rayos, deshacía a Jaime en una luz.
Pero en realidad no le hacía ninguna
gracia que él no le contestara. Es más,
odiaba que la ignoraran y se subía por
las paredes en cualquier situación donde
la hicieran esperar, sobre todo en las
consultas médicas y en las colas en el
banco, por eso se llevó una agradable
sorpresa cuando se inclinó ante la
pantalla. ¿Acaso sus súplicas al fin
habían sido respondidas?

Tienes que ver este


vídeo.
Gran Titus

Aquel era uno de los muchos apodos


de Jaime, y también el que utilizaba para
chatear con ella. Al fin había vuelto,
pero… ¿por qué de aquella forma? ¿No
sería más lógico excusarse primero?
—Maldito criajo maleducado —
susurró entre dientes, ladeando la
cabeza.
Movió el cursor: «Aceptar
transmisión».
—Veamos qué quieres enseñarme —
dijo para sí al tiempo que se dejaba caer
sobre la silla.
La grabación empezó por mostrarle
un lugar cerrado. Podía ser el interior de
un calabozo, un sótano, un almacén en
desuso o un zulo… En todo caso, se
trataba de un cuarto cuadrado de
paredes de frío hormigón.
Al fondo apareció un sofá de cuero y
una pequeña mesa metálica con ruedas.
Sobre ella, unas esposas, un látigo de
siete colas, un trío de vibradores de
distintos diseños y colores, además de
una cámara y una bandeja con un bisturí
reluciente.
Pero lo más incomprensible se
encontraba en el centro de tan lúgubre
estancia. Unas cadenas que pendían de
argollas incrustadas en el techo
mantenían con los brazos en alto a
alguien vestido con un buzo naranja y
con el rostro oculto bajo una capucha
blanca. Por las formas, debía de ser una
mujer, pues los pechos se marcaban
debajo de la ropa de operario.
Se oyó un crujido, sin duda una
puerta que se abría bruscamente, y una
intensa luz se filtró entre el penumbroso
reflejo rojizo de las bombillas. Tras
escucharse unos pasos apresurados,
aparecieron en imagen dos mujeres
bajitas vestidas de doncellas, con su
cofia incluida… Pero no, no eran
mujeres. Alma lo dedujo al ver sus
rostros tiernos e infantiles: aún no
debían de haber llegado a los catorce
años. Ambas dejaron una silla de
madera a un costado de donde se
encontraba la mujer colgada por las
muñecas. De refilón, las niñas la
miraban con expresión de horror.
Alguien dio unas fuertes palmadas y
ellas, obedientes, salieron a toda prisa
con la cabeza gacha.
Segundos después, aparecieron dos
hombres vestidos elegantemente con
trajes de Versace y Armani, y el rostro
cubierto con dos capuchas de látex
negras, con aberturas para los ojos y la
boca. Ambos visitantes bebían de
enormes copas que llevaban en las
manos mientras observaban a la mujer
encadenada. Uno de ellos, el del traje
más oscuro, se acercó y deslizó su mano
libre con suavidad por los hombros,
brazos y piernas de la chica maniatada.
Esta tembló al contacto, pero no emitió
queja alguna. Ni siquiera cuando el
mismo hombre se situó a su espalda y
exploró con los dedos la cintura y las
nalgas, donde se detuvo para recrearse
en el contorno con firmes apretones de
sus manos.
Mientras tanto, el otro hombre se
había situado frente a la mujer.
Chasqueó la lengua y miró a la capucha
blanca, como si se enfrentara a la
mirada de su presa. Luego deslizó una
mano sobre la cremallera del buzo, y la
hizo descender con suavidad hasta el
ombligo. Bajo la prenda estaba
completamente desnuda, y quedaron al
descubierto los senos. Luego vertió
parte del cava de la copa sobre los
pechos de la chica, y el estallido de
ansiedad que le provocó quedó
reflejado de inmediato en la dilatación
de su bragueta.
El hombre que estaba a la espalda
posó la copa en el suelo y aprovechó
para coger el buzo desde las hombreras
y apartarlo. A medida que resbalaba por
la espalda de la mujer, la cremallera
bajaba sola, y en cuestión de segundos
dejó desnuda a la chica… Porque en
realidad eso es lo que era, una muchacha
bonita y joven, tal y como podía
deducirse por su tersa piel, sus firmes
nalgas y senos, y un pubis enmarañado
que temblaba ante el acoso del hombre
que tenía delante. Este ya había perdido
toda prevención y se dejaba llevar por
el deseo más lascivo, explorando
superficialmente aquel terreno
prohibido. Su agitación era tal que
arañaba los muslos de la chica. El otro
pareció reclamar su atención sobre las
nalgas de la mujer, que apretó con
fuerza. Pero el tanteo duró apenas unos
segundos.
Los dos hombres dejaron su
mercancía, se acercaron a las sillas y
comenzaron a desvestirse, para doblar
luego con cuidado sus ropas. Una vez
desnudos, con solo la máscara de látex
como prenda, uno de ellos fue hasta el
sofá y se sentó, en espera de su momento
de placer, con el miembro alzado en
gloriosa erección. El otro llegó hasta la
chica, que parecía fatigada y asustada,
con la capucha hinchándose y
deshinchándose por su respiración
nerviosa. El varón llevaba una llave en
la mano, que empleó para abrir los
grilletes de la joven. Liberadas de su
carga, las cadenas protestaron
meciéndose de un lado a otro mientras
los eslabones entrechocaban.
Quien la había liberado la cogió de
la mano, la acercó hasta el sofá y la
obligó a girarse hasta situarse de
espaldas.
—No tengas miedo, pajarillo, hay
dolores más fuertes en el alma —dijo
con voz profunda.
El hombre sentado tiró de ella
obligándola a dejarse caer de nalgas…
Ahora sí, el grito fue espeluznante.
Resonó entre las paredes como un eco
sobrecogedor.
Impactada, Alma bajó la vista. No
quería ver más. Se sentía como si fuera
a ella a quien estuvieran violando
aquellos demonios. Ahora sabía por qué
Gloria se negaba a acostarse con
hombres y se refugiaba en las mujeres.
Porque, al ver el vídeo, había
reconocido la tarántula negra tatuada en
el hombro de la joven sodomizada. El
mismo tatuaje que tantas veces había
recorrido con sus dedos y besado.
Ahora entendía por qué Gloria luchaba
tan denodadamente contra las injusticias.
La joven no podía controlar el
temblor de sus manos. Los gritos fueron
apagándose como la llama de una vela
al consumirse. Alma sabía que Gloria ya
había dejado de padecer bajo esa
capucha blanca. Que ahora solo debía
esperar a que aquellos dos criminales se
desahogaran, para después lamer sus
heridas tumbada en el jergón que debía
de tener en algún otro zulo. A partir de
aquel momento su dolor dejó de ser
físico.
Pasados unos minutos, Alma se
atrevió a mirar la pantalla. Los dos
hombres estaban ajustándose las
corbatas y mostraban sendas sonrisas de
satisfacción bajo las aberturas de sus
máscaras de látex.
—El dinero mejor invertido de mi
vida —sentenció en voz alta uno de
ellos.
Cuando se marcharon, al fondo,
acurrucada sobre unas piernas con
manchas de sangre, aparecía Gloria
apoyada en la pared. Temblaba
incontroladamente, con sollozos
ahogados por culpa de la capucha.
Una imagen fija sustituyó a la
grabación, que se había evaporado de
manera repentina. Había una persona
vestida de negro y con una capucha
blanca por rostro, acomodada en una
butaca de cine. Tenía las piernas
cruzadas y una grabadora en la mano. Al
fondo, una pared estucada de amarillo.
—Señorita Reyes, reconozco que no
es plato de buen gusto ver esto, pero
considero que necesita saber —
pronunció con determinación—. La
mujer a la que ama trabajaba en una
investigación para denunciar un hecho
horrible que no se debe obviar. Ahora
pongo mi fe en usted. Recoja la
oportunidad que le brindo. Sea la
embajadora de esa verdad que debe
darse a conocer. Tiene cuarenta y ocho
horas para encontrar la documentación
de esa investigación que Gloria se vio
obligada a abandonar. Es la única
solución que le ofrezco para saber de
ella. Usted quiere algo y yo también.
Intereses distintos, pero conectados. El
encargo bien hecho le reportará
reconocimiento y un fulgurante éxito
editorial. Ahora me pregunto: ¿se
atreve? Seguro que Gloria lo haría por
usted. Quiero ayudarla. Busque en
AVESCO.
La imagen se fundió en negro.
En esos momentos, Alma mezclaba
lágrimas con estupor.
Unas palabras blancas habían
aparecido en la pantalla del MacBook.

¿Se atreve? Sí o no… Sí


o no… Sí o no…
13
Tumbado en la cama de Vanesa, con el
peluche recién comprado estrujado entre
sus brazos —el papel de regalo roto y
hecho una bola en el suelo—, Yago
observaba con la mirada perdida el
techo de la habitación.
No había rastro de su hija.
Tras las novedades de su jefe sobre
las barras de hierro utilizadas por el
agresor, un negro nubarrón se había
cernido sobre la mente del oficial de la
Ertzaintza. Salió a toda prisa del
hospital, olvidando incluso informar a la
doctora Laínez del pequeño milagro en
la evolución de Nadine. Tuvo que
tranquilizarse antes de entrar en casa
para no alarmar a sus padres —o más
bien a su ama, pues con su enfermedad
su aita ya no parecía sentir ni padecer
nada—. Incluso tuvo que mentir,
explicando a una sorprendida Virginia
que su nieta se había dejado los apuntes
del centro de estética. La mujer aceptó
la excusa, diciendo que Vanesa era igual
que él cuando era adolescente, y luego
se marchó para atender a su esposo.
Yago negó con la cabeza ante la
evidencia.
«Qué jodido es envejecer», pensó
deprimido. Su ama había creído la
mentira sin pararse a pensar que era
sábado.
Tal como temía, no encontró a
Vanesa en su cuarto y también faltaban
gran parte de sus ropas de adoración al
vampirismo, así como mudas y
calcetines. Tampoco pudo dar con su set
especial de pintura. Imaginó que había
optado por marcharse para castigarlo
por su falta de atención hacia ella, sin
saber que… Pero ¡cómo iba a saber su
hija que era el objetivo de un
perturbado! Era cierto que aquel
desconocido había ejercido como ángel
de la guarda una vez, pero quizá la
segunda no actuase de igual manera.
Tenía que encontrarla a cualquier
precio. Sentía el corazón en la garganta,
así como una especie de voltaje
recorriendo su cuerpo. Si su hija supiera
cómo se sentía, lo preocupado que
estaba ahora mismo, sin duda habría
comprendido que la quería.
Aquella palabra, querer, que parecía
prohibida para los labios de Yago
Mellado.
La llamó más de una docena de
veces al móvil, sin resultado. «Apagado
o fuera de cobertura», decía la monótona
voz grabada. Se arrojó como un tigre
enjaulado sobre el primer cajón de la
mesita de noche para apropiarse de una
pequeña libreta desgastada. Bajo el
epígrafe de «Potenciales amigos»
encontró unos veinte nombres con
teléfonos incluidos. Llamó a todos ellos,
y presa de los nervios —era tal la fuerza
con que apretaba el móvil que sentía
arder sus dedos— pudo constatar que
ninguno de aquellos chicos conocía el
paradero de Vanesa. De hecho, a juzgar
por el escaso interés con que
correspondieron a sus palabras,
probablemente las relaciones de amistad
con ella habían acabado mucho tiempo
atrás.
Poco después recibió la llamada de
Jokin Sagasti. Durante unos instantes,
antes de descolgar, se confortó con la
esperanza de que su rebelde hija hubiera
aparecido en jefatura. Yago la imaginaba
con un ojo morado, relatando a un
ertzaina que el cabrón de su aita le
había puesto la mano encima. Le
denunciaría, se iniciaría el proceso
habitual sobre el maltrato a menores de
edad, se mearían en su placa cuando la
entregase y cumpliría la pena impuesta
por el juez, que sin duda arquearía las
cejas al ver que un representante de la
Ley se convertía en uno de tantos
maltratadores que había detenido. Pero
al menos Vanesa habría aparecido. La
denuncia no le importaba en absoluto.
Era ella quien merecía estar bien…
Por desgracia, el Monarca no traía
ninguna noticia al respecto. Solo quería
hablarle de la investigación en curso por
el asesinato del empresario.
—¡A la mierda con eso! —rugió
Yago, dejando sin palabras a su superior
—. Vanesa…, Vanesa…, joder… —
balbució con profunda desesperación en
el tono—. Mi hija ha desaparecido.
—¿Desaparecido? —repitió el
comisario responsable del CIDE.
—Sí, señor. Falta su ropa, su
pintura… Ella… —Al oficial se le
quebró la voz.
—Ya conoces el protocolo —le
previno el otro quedamente, y acto
seguido soltó aire antes de proseguir en
tono enérgico—: Pero qué leches, por ti
haré una excepción. Daré el aviso en
todas las comisarías y patrullas de
Bizkaia, y además llamaré a filas a los
agentes de permiso. No te preocupes. Te
aseguro que la encontraremos como sea.
—¡No, comisario! De momento no
quiero ayudas. Se lo ruego. Prefiero
actuar según el protocolo. Hay que
seguir con el caso en curso… —
Mellado notó el paladar seco. Como
había oído mil veces en el Cuerpo, lo
importante deben ser los ciudadanos, no
un individuo, por mucha placa que se
jacte de tener. Y en el fondo también
pensaba que ese era un castigo que se
tenía bien merecido—. Además, se trata
de una escapada voluntaria, no hay
ninguna señal de violencia en su
habitación…
Se callaba la principal razón: no
podía permitir que Noe se enterase por
los medios de la desaparición de
Vanesa. ¿En qué situación le pondría
aquello, después de su poca amistosa
separación y de la lucha por la custodia
de su hija? No, de ningún modo. No
debía dejar que se programara el
protocolo de búsqueda. Al menos no
aún.
—Perdóneme por la contestación de
antes, por favor. Estoy un poco
nervioso… —Tragó saliva a duras
penas—. No, estoy hecho polvo. Claro
que me interesa el avance del caso, pero
necesito unas horas… —Durante un par
de segundos reinó entre ellos un silencio
vacilante, luego Yago retomó la palabra
—: Ya sabe, quizás esté en casa de su
amatxu… La llamaré —se le ocurrió de
pronto.
—No tienes por qué disculparte, lo
entiendo —convino el comisario—.
Tómate el tiempo que necesites. Agur.
—Mila esker —se despidió Yago.
Tras colgar y con un prolongado
suspiro, pensó que el Monarca no
ejercería su poder para poner a algún
sabueso sobre la pista de Vanesa. Lo
subestimó. Apenas media hora después,
un C5 granate lleno de arañazos aparcó
cerca de su vivienda. De él surgió la
persona a quien jamás habría recurrido
en busca de ayuda: su odiado
compañero Jon Ríos, que le esperó
apoyado en la parte trasera del vehículo
con un mondadientes sujeto en los
labios.
Entre medias, Yago había sopesado
llamar a Noe, pero al final retiró el dedo
antes de pulsar el último número, porque
la idea se le hacía insoportable. Sí
llamó a sus antiguos suegros, para
preguntarles, con palabras equilibradas
que no revelaran su nerviosismo, si
Vanesa se había acercado a verlos. Los
aitites maternos dijeron que no, y Yago
se despidió de ellos sin más después de
mentir a Ana —que quiso hablar con su
nieta— contándole que su hija estaba
cenando en casa de los vecinos. Al salir
de casa también tuvo que mentir a su
propia madre. Le dijo que salía a dar
una vuelta y que Vanesa había ido a un
concierto y se quedaría a dormir en el
domicilio de una amiga. Ante la severa
mirada de Virginia, que no aprobaba que
su nieta gozara de tanta libertad, Yago
acabó convenciéndola de que el aita de
su amiga se ocuparía de ella.
Al pisar la calle y dejar atrás la
valla que delimitaba la propiedad se
detuvo en seco, como si una pared
invisible lo hubiera frenado. Jon Ríos no
sonreía. Solo se pasaba el palillo de
lado a lado de los labios.
—Me he ofrecido voluntario —soltó
a bocajarro, fiel a su estilo—. El
Monarca necesitaba uno y aquí estoy
yo… —Ante el estupor de su superior,
Jon añadió—: A pesar de nuestras
disputas, sé que tú habrías hecho lo
mismo por mí.
El oficial le tendió la mano y Ríos
Madariaga se la apretó, quizá un poco
más fuerte de lo debido.
—Eskerrik asko. —Mellado no
pudo pronunciar otras palabras más allá
de ese «muchas gracias». Ni en euskera
ni en castellano. No le salían.
Codo con codo recorrieron
Arrigorriaga de cabo a cabo,
examinando los parques, el
polideportivo, los bares y pubs abiertos
en aquella población de poco más de
doce mil vecinos censados. Pero Vanesa
no se encontraba entre los jóvenes que
bailaban, charlaban animadamente ante
vasos de cubata o se besaban a
resguardo en las zonas más oscuras.
Ambos ertzainas pasaron por alto
varios delitos contra la salud pública.
No era el momento de detenciones por
pastillas de diseño y cocaína: el único
objetivo era Vanesa. Eso no quitaba para
que apuntaran las matrículas de los
infractores, que deberían dar
explicaciones más adelante. Recorrieron
un par de veces el largo paseo de bajos
muros de hormigón armado y piedra,
pintados con incontables grafitis, que
lindaba con el río Nervión y llegaba a
Miraballes. Aparte de una mujer que
hacía footing con su pastor alemán,
apenas vieron a un par de hombres
sentados en grandes piedras,
sosteniendo cañas de pescar y
calentándose con el aguardiente de sus
petacas.
Eran las tres de la mañana cuando
por fin montaron en el C5 de Jon y se
dirigieron a las zonas de «marcha» de
Bilbao, aunque primero hicieron escala
en cierta discoteca de Bolueta que
Vanesa solía frecuentar. Todo fue en
vano. La noche únicamente sirvió para
que Yago cambiara un poco su opinión
sobre su compañero. Su gélida relación
profesional parecía dar algunos signos
de recuperación.
—No sé qué decirte… —Eran las
ocho en punto de la mañana del
domingo, tras una madrugada en
permanente vigilancia, y ambos estaban
agotados—. Te debo una.
El suboficial Ríos lo miró desde
dentro del coche de tecnología francesa.
Acababa de dejar a su superior al pie de
su vivienda. Ni siquiera había apagado
el motor.
—Ojalá aparezca. Pero que te quede
claro que esto no significa que vayamos
a hacer pareja en el torneo de mus, ni
que vaya a dejar de tocarte los cojones.
No te equivoques conmigo… —Sus
miradas se cruzaron brevemente y Ríos
chasqueó la lengua con impaciencia
antes de aclarar—: Lo he hecho por tu
hija y punto; y porque el caso que
debíamos investigar está prácticamente
cerrado.
Dicho esto, metió primera y el C5
desapareció al final de la calle.
Encogiéndose de hombros y
murmurando entre dientes un «oso
ondo»[4], Yago regresó a la habitación
de Vanesa. Nada. Se desplomó en la
cama de ella sin desvestirse. Solo los
zapatos cayeron al suelo. Luego agarró
el regalo que había dejado allí la noche
interior, por si regresaba en el intervalo,
y rompió el papel con rabia.
Reprimiendo un escalofrío, abrazó el
peluche, como si fuera su propia hija.
Así fue como se quedó traspuesto.

No pudo calcular el tiempo que había


permanecido dormido. Volvió en sí
cuando oyó un ruido que llegaba desde
el ordenador de Vanesa. Estaba cansado,
y le dolía todo el cuerpo —los párpados
parecían pesarle como el granito—,
pero aun así se incorporó para
acercarse.
En la pantalla había escrita una sola
pregunta:

¿Deseas conocer la
razón, oficial Mellado?
Buscó con rapidez, o más bien con
ansia desmedida, el ratón y movió el
cursor hasta seleccionar la palabra
encuadrada: «Aceptar». En ese momento
apareció una grabación. Una persona
vestida con un buzo naranja, sujeta por
las muñecas por unas cadenas.
Ya totalmente despierto, Yago se
sentó en la silla giratoria del escritorio.
Intuía que le haría falta. No se
equivocaba. Aparecieron en pantalla
dos niñas horriblemente vestidas como
doncellas. Después dos hombres
trajeados, con copas en las manos. A
partir de aquí todo pareció suceder en
cámara lenta. Su mirada de policía se
clavó en cada uno de los detalles: las
máscaras de látex, la ropa doblada, la
mujer agredida, la mancha roja que
cubría medio cuello de uno de los
encapuchados al quedar desnudo.
—Ángel… —se oyó susurrar para
sí.
Le escocían los ojos. Sin duda
emitían señales para que apartara la
vista de aquella abominación, pero no
reparaba en ellos: era su corazón quien
le impulsaba a ver la violación hasta el
final. Aquello constituía una evidencia
para clarificar el asesinato del
empresario de Getxo. Si uno de los
violadores era Márquez, ¿el otro sería
Frederick Ramiro? Cuando los hombres
se esfumaron y aquella indefensa
criatura cayó contra la pared presa de
convulsiones nerviosas, Yago sintió que
la ira crecía en su interior. Pero aún le
quedaba algo que ver. Un hombre
sentado en una butaca de cine, con ropas
negras y capucha blanca, que sostenía
una grabadora en la mano. Al
accionarla, se oyó de pronto una voz
distorsionada:
«Oficial Mellado, ahora entenderás
que tenía poderosos motivos para no
dejar tal salvajada impune, pero esto
solo cumple parte de mis expectativas.
Es el comienzo. La continuación la dejo
en tus manos. Debes encontrar lo que te
he dejado en el lugar de mi última
representación. No te alarmes. Es solo
una foto. Me servirá para probar si
tienes agallas o no. Si te resultará fácil
convertirte en un asesino. Porque ese es
el compromiso que espero de ti. Solo
me complacerás matando al sujeto de la
foto. Será nuestro secreto. Con esto
quiero decir que no admito la
colaboración de tus compañeros.
Engáñalos. Ellos no deben conocer
nuestras intenciones. Por tu bien. Si
cumples, seguirás siendo considerado un
buen poli.
»Como no soy mezquino, me ofrezco
a ayudarte para llegar hasta la foto. Mira
bien la pantalla. Quédate con los
detalles. No pierdas tiempo y actúa con
rapidez. Tienes solo cuarenta y ocho
horas. Ese es el plazo. Si cumples tu
cometido, te recompensaré como si
fueras un héroe. Evitarás que utilice una
carga de explosivos en un lugar público.
Ambos nos sabremos satisfechos y tu
acto impuro no será tan amargo.
Quitarás una vida para salvar muchas.
Por cierto, está conmigo una persona de
la que te olvidaste en los últimos
tiempos. Alguien que lleva tu sangre.
Quizá yo sí pueda darle ese cariño que
demanda. Su ausencia te hará obediente.
El destino nos puede sorprender de
muchas maneras. ¿Qué dice el tuyo? Lo
sabremos si participas. ¿Te atreves?».
Yago se quedó de piedra unos
momentos. Luego, con el rostro
desencajado y los puños crispados,
comenzó a sudar copiosamente. El
maldito cabrón tenía a Vanesa. Ese era
su as en la manga.
Y él, de repente, notó una punzada
de miedo en el estómago. Sin tiempo
para reaccionar, una agria arcada le
subió a la boca, y luego otra…

La niña se dejaba hacer y miraba con


curiosidad el rostro de Vanesa. Esta se
había pintado la cara completamente de
blanco, había estampado dos círculos
rojos en las mejillas y se había colocado
una bola de esponja roja sobre su nariz.
Pretendía hacer lo mismo con Zaira, que
no oponía resistencia. Al acabar, cogió
un espejo pequeño y lo acercó al rostro
de la niña. Tras unos momentos de
expectación, ella curvó los labios en una
amplia sonrisa.
—Eso es, aprende a sonreír… —
Vanesa bizqueó y sacó la lengua, lo que
arrebató una carcajada a Zaira—. Venga,
ahora debemos vestirnos como dos
auténticos payasos.
Se acercaron hasta un baúl que
parecía abierto y del que sobresalían
ropas con tonos muy llamativos. Vanesa
eligió para sí unos pantalones pirata de
color azul cielo, con tirantes rojos, y una
camiseta blanca con salpicaduras,
posiblemente de líquidos de artilugios
de broma. Se apoderó de una bocina
negra y la hizo sonar tres veces: moc,
moc, moc. Para Zaira creyó conveniente
un traje de princesa de un rosa
descolorido.
—Dentro de poco nos marcharemos
a otro lugar —le avisó con suavidad—.
Iremos juntas y te prometo que nunca te
abandonaré. Ahora somos hermanas y
tendremos unos padres de verdad, como
nos merecemos.
Vanesa se quitó la nariz y se la puso
a Zaira, que por fin hizo algo que no
había hecho hasta el momento. Comenzó
a hablar:
—Pensaba que algo así solo existía
en sueños. Ahora sé que me equivocaba.
Aquel razonamiento adulto no
parecía propio de una niña que actuaba
como si tuviera cuatro años. Sin duda la
falta de cariño tenía sus consecuencias.
«Como en mí», se dijo Vanesa con
hondo pesar.
Al fondo de aquel amplio espacio
con paredes sin ventanas se abrió la
pesada puerta. Desde allí, alguien las
observaba con una mirada limpia de
reproches.
14
La grabación había acabado y un
siniestro individuo vestido de negro y
sentado en una butaca ocupó su lugar en
la pantalla. Noe vio que sujetaba algo,
¿una grabadora?, en la mano.
«Qué gran daño puede ocasionar
mostrar una verdad tan cruel —comenzó
aquella voz, imposible de identificar—.
Qué difícil resulta convivir con un
recuerdo tan terrible. Es algo que
siempre me acompaña. Como sus voces.
Las de esos niños y niñas a los que no
les dejaron comprender… ¿Puedes
llegar a entenderlo? Es el momento de
difundir aquello que pensaban que
moriría en el olvido. La gente debe
saber. El horror templa. Amansa al
incrédulo. Une a las masas. Provoca
lamentos en quien tiene sentimientos. Y
ese es mi propósito y también el tuyo,
claro. Queremos mostrarlo. Sé que lo
deseas tanto como yo, pero eres tan
débil que preferiste dejar de luchar.
Aunque eso ha acabado, ahora soy yo
quien te obliga a sacar la cabeza del
cascarón. No tienes otra elección. Y
sabes por qué…
»Ahora saldrás de ahí, caminarás
hasta la parte trasera de la cabaña y
cogerás lo que se encuentra enterrado
bajo una cruz de madera. Cuando esté en
tu poder, te dirigirás a la estación de
tren de Abando y buscarás una de las
taquillas de la planta superior. Serás
capaz de reconocer cuál. La clave para
abrirla es 3-6-4-7. Una vez abierta,
cogerás el maletín que hay en el interior
y en su lugar, depositarás aquello que
tienes que desenterrar. Después busca el
mesón Godro en el Casco Viejo.
Pregunta por Markus. Entrégale el
maletín y márchate. Acude al lugar
cuando ya haya anochecido. Es el
momento en que te esperan. Pasada la
noche, te enfrentarás a tu último encargo.
Por la mañana acude a la calle Somera,
portal 39 A, tercera planta, a mano
derecha. Allí vive la persona que he
elegido para contar aquella historia.
Ella no sabe quién eres, dile que vienes
en nombre de Gloria y lo entenderá.
Oblígala a que te acompañe a El
Observatorio cuando el día decline. Si
se resiste, deberás valerte de la pistola y
la munición, que ya habrás descubierto
en la cabaña. Es vital que acudáis. Allí
encontraréis las evidencias.
»Si cumples dentro de las cuarenta y
ocho horas que he establecido de plazo,
serás recompensada por tu esfuerzo y te
devolveré a las niñas. Si mi redactora
no acude por tu ineptitud, esas
expectativas se esfumarán para siempre.
Entonces no te quedarán alicientes para
seguir viviendo y solo desearás ingerir
la cápsula negra. Por cierto, ten cuidado
con lo que debes desenterrar y evita ser
curiosa. El material debe ser
manipulado con la máxima precaución o
podría explotar… ¿Qué, Noelia, te
atreves a seguir? Ya lo creo que sí…».
La imagen quedó congelada cuando
el sujeto detuvo la grabadora, se
incorporó sobre el asiento e hizo
ademán de quitarse la capucha blanca.
Sin embargo, solo se le vio media
barbilla. Era como un desafío hacia ella,
de eso no había duda. Luego la imagen
se fundió en negro. No había ni la más
remota posibilidad de descubrir quién
era ese peligroso demente. Se divertía a
su costa. Un reloj marcó las once antes
de desaparecer de la pantalla.
Noe se levantó. Necesitaba salir de
allí lo antes posible, comenzaba a sentir
la amenazaba de una repentina
claustrofobia. Dejó atrás el incesante y
monótono zumbido de los ordenadores y
ascendió por los escalones hecha un
manojo de nervios. A oscuras. Cuando
se golpeó la cabeza con la tapa del
arcón, soltó un exabrupto. Haciendo
fuerza con las manos, consiguió levantar
la tapa y salió del espacio con relativa
torpeza. Caída en el suelo, de espaldas,
en ridícula postura, intentó regular su
respiración y sus latidos. Tras un par de
minutos boqueando como un pez,
entendió que por fin había eliminado ese
mal aire que parecía haberse pegado
literalmente a las paredes de sus
pulmones. Al menos había logrado
tranquilizarse un poco.
Se dirigió hacia la mesa. Recordó
las palabras y las apuntó en el diario
que siempre llevaba consigo: la clave
de la taquilla, el nombre del mesón, la
dirección… No podía olvidar nada.
Luego observó la pistola, con una
mancha blanca en el gatillo, y los
cargadores. No se atrevía a cogerlos.
No aún.
Se dejó caer en una de las sillas, sin
detenerse a pensarlo cogió una
mandarina y empezó a pelarla con la
mirada fija en aquella arma corta de
fuego. No tenía hambre, era la ansiedad
la que decidía sus movimientos. Sus
dedos zurdos tamborileaban sobre la
mesa mientras acababa de consumir la
fruta. Lentamente, la mano derecha fue
acercándose a la pistola. El tacto del
cargador era frío. Los dedos resbalaron
hasta la abertura donde se vislumbraba
la bala de tonos cobrizos. Sentía su tacto
pulido. Poderosa. Mortífera.
Le sudaban las manos mientras
introducía el cargador en la pistola. Las
imágenes del vídeo se reproducían una y
otra vez en su cabeza. La sala desnuda.
La mujer del buzo naranja y la capucha
blanca. Los movimientos de aquellos
dos hombres. Las cadenas meciéndose
de un lado al otro mientras
entrechocaban. Y el horror se mezclaba
con imágenes de ella misma borracha,
imágenes de su hija, porque el dolor
tiene mil caras y a veces se disfraza de
miedo, y ver la maldad de frente había
conseguido asustarla. En un acto de
cobardía, volvió la pistola hacia sí y
apoyó el cañón bajo la barbilla. Solo
tenía que apretar el gatillo y ya estaba;
se acabó todo. Tan fácil como instalar
una bala en su cerebro. A la mierda con
el chantajista.
—Nadie te llorará —se oyó
murmurar, estremeciéndose por ello.
«Yo sí, amatxu. No lo hagas». La
voz de Vanesa buscó un hueco en su
errática mente para hacerse oír, ahora
con notable autoridad.
Consiguió meter a duras penas el
arma en el bolso gris que llevaba en
bandolera sobre el pecho. También tocó
el mango del cuchillo y la pequeña caja
con la cápsula negra. Tres soluciones
para matar. Tres soluciones para morir.
Todas a su alcance…
Sacó rápidamente la mano del bolso
y con un gesto enérgico lo volvió hacia
la espalda. Era hora de continuar con un
juego tan macabro como misterioso.
Salió de la cabaña y la rodeó. En
efecto. Allí estaba, a unos diez metros
de la pared trasera: una burda cruz
hecha con ramas gruesas clavadas al
suelo. Bajo ella, un montón de tierra
apelmazada. Una tumba para una
mascota.
Noe miró por los alrededores en
busca de una pala. No encontró nada, y
en medio de la creciente desesperación
que sentía, se dejó caer de rodillas y
comenzó a excavar con las manos de
forma compulsiva. Arañaba y apartaba
terrones de tierra, astillándose las uñas
en el proceso. De pronto sintió cómo
chocaba con algo duro. Parecía una
correa. La agarró con firmeza, e
incorporándose poco a poco con las
piernas flexionadas, tiró de ella con
fuerza. Muy despacio emergió de la
tierra una bolsa de deporte envuelta, a
su vez, en una bolsa de plástico
transparente.
La mujer arrancó el plástico con
violencia y se agachó. La bolsa era
negra y ancha. Mucho más grande que
una mochila. En la cremallera había un
candado con una argolla. Tuvo la
tentación de abrirla, pero las palabras
del criminal, avisando de un material
frágil que «podría explotar», le hicieron
retroceder un vacilante paso. De pronto
reparó en el tiempo transcurrido. No
llevaba reloj, pero por la posición del
sol, intuyó que debían de ser entre la una
y las dos de la tarde. Tenía que darse
prisa.
En aquel momento se le presentó el
gran inconveniente. ¿Cómo iba a salir de
ahí? ¿Andando? ¿Más de diez
kilómetros hasta la estación de tren?
Para complicar las cosas, el móvil había
dejado de funcionar. La batería estaba
agotada. Con tiento se colgó al hombro
la bolsa de deportes. Pesaba mucho.
¿Qué contendría?
Llegó hasta la fachada principal de
la cabaña. La desazón la invadía. Y
cuando más negro se le mostraba el
panorama, se le presentó la solución.
Esta se hallaba bajo la tejavana. Una
moto de gran cilindrada, acostada contra
el muro y con las llaves puestas. Como
esperándola. Sin perder un minuto, Noe
acomodó la bolsa en la parte trasera y
subió de un salto a la moto. Llevaba
mucho tiempo sin conducir una de ellas
y el permiso probablemente estaba ya
caducado. Pero tenía que partir. Cargar
con una multa no le preocupaba, y menos
ahora, así que accionó la llave y le dio
gas.
15
En la estancia se respiraba un aire tenso.
Cuatro de los allí presentes habían visto
revocados sus días de permiso: el
subcomisario Elostegi había recibido la
llamada de Jokin Sagasti segundos antes
de lanzarse por un escarpado barranco
en ala delta; Vicky Dámaso se
columpiaba de una pared con
obstáculos, en sus clases dominicales de
escalada bajo techo; Nick de Marco se
despojaba del traje de neopreno tras una
intensa sesión de submarinismo en el
barco que había alquilado, donde le
esperaba una hamaca en cubierta y una
chica preciosa con unas cervezas en la
mano; y Sandra Urrasti se acicalaba
para una comida familiar en la que iban
a celebrar las bodas de oro de sus
aitites. Para todos, sin excepción, fue un
infortunio la llamada a filas del
Monarca, pero se debían a sus trabajos y
al grupo CIDE. Aquel quiebro al relax
siempre traía consecuencias negativas
en sus ánimos, y eso saltaba a la vista en
las expresiones de los cuatro
compañeros, congregados en la sala de
reuniones de la planta de su unidad
operativa.
—Lo siento, muchachos. —Sagasti,
apoyado con las palmas de las manos
sobre la mesa, lucía un semblante muy
serio—. Los acontecimientos nos
obligan a una reunión de emergencia
para…
En aquel preciso momento se abrió
la puerta y entró Jon Ríos, con el rostro
severo y malhumorado. Las ojeras se le
marcaban muy pronunciadas.
—Egun on —saludó a todos en tono
neutro.
—Kaixo, Jon. Ya sabes que estás
eximido de esta reunión.
—No se preocupe, jefe, con un par
de horas de sueño me vale.
El comisario asintió con la cabeza y
luego golpeó fuertemente la mesa con la
palma diestra, para reclamar atención.
—Bien, chicos, entonces
comencemos por un resumen de los
últimos acontecimientos… Xabier, ¿qué
sabemos del sospechoso?
Elostegi carraspeó algo antes de
explicar:
—Se llamaba Guillermo Gutiérrez, y
digo se llamaba porque murió ayer en el
puente de Deusto. Acaban de identificar
el cuerpo. Según testigos presenciales,
un hombre joven, probablemente de
Europa del Este, le rebanó el cuello y se
arrojó a la ría. Por lo visto, le
perseguían dos agentes de paisano. Sin
embargo, y he aquí lo extraño, según
nuestras informaciones nadie ha
comunicado el atestado en la Central ni
en ninguna comisaría. Gutiérrez era
celador en el hospital de Cruces y
nuestra intención era detenerlo para
interrogarlo sobre las llaves que
presuntamente sustrajo a un paciente.
Ese robo le conectaba directamente con
el lugar del asesinato de Ángel Márquez.
—Hecho que queda vinculado a su
posible visita a Nadine para dejar unos
presentes ciertamente llamativos, como
la señalización de que Frederick Ramiro
podría ser la siguiente víctima —remató
Sagasti, que miró a una de sus
subordinadas—: ¿Antúnez?
—Primero, claro, destacar que
hemos puesto vigilancia sobre Nadine.
En turno de dos, tendremos agentes
dispuestos a intervenir durante las
veinticuatro horas del día, al menos
durante las setenta y dos próximas
horas… —Mónica Antúnez miró por un
segundo los papeles que sostenía entre
las manos—. En referencia al señor
Ramiro, inmediatamente me he puesto en
contacto con su mujer. La residencia
familiar la tienen en Marbella, pero
según palabras de su esposa había
acudido a pasar el fin de semana al
chalet que tiene en Castro Urdiales, por
asuntos de negocios… —Negó con la
cabeza—. Teníais que haber escuchado
a esa arpía…, quiero decir, a esa señora
—rectificó a tiempo, tras la mirada
fulminante del Monarca. Algo incómoda,
se mordió el labio inferior—. Bueno, a
lo que iba: la esposa, muy
apesadumbrada, no paró de preguntarme
si su marido había muerto, mientras
fingía unas lágrimas de cocodrilo… —
Nueva mirada severa del comisario ante
ese cáustico comentario—. Me dijo que
la informáramos de lo que pudiera
haberle pasado a su querido esposo tan
pronto como hubiese noticias. Tuvo la
desfachatez de decirme que el
patrimonio era muy grande, y que debían
mover muchos papeles después de su
fallecimiento.
—Vamos, un amor de los de
verdad… ¿Qué edad tiene esa mujer? —
Xabier Elostegi había tomado la palabra
—. Me juego la paga del mes a que no
llega a los cuarenta ni por asomo.
—Veintiocho —informó Antúnez,
enarcando de paso una ceja—. De
origen francés, fue una modelo
reconocida en las pasarelas más
importantes de Europa.
Jokin Sagasti alzó los ojos y habló
con gravedad:
—Eso no importa ahora, y tampoco
es de nuestra incumbencia. El señor
Ramiro ha desaparecido. El presunto
sospechoso aparece muerto. Estamos sin
pistas y eso me preocupa mucho.
Tenemos que encontrar a Frederick
Ramiro de inmediato. —Dirigió la
mirada a dos de los allí presentes—.
Ríos, Dámaso, informad al resto de la
visita al chalet de Castro Urdiales.
La agente Vicky Dámaso vio tan
agotado a su compañero que tomó la
palabra:
—Está localizado en una
urbanización en el monte, lejos del
centro de Castro. Un edificio bonito, con
buenos jardines y muebles lujosos.
Encontramos el desván preparado para
una especie de sesión fotográfica. Había
cámaras en trípodes, focos apuntando
una cama con sábanas de seda. Además,
en un escritorio vimos cientos de
fotografías que señalan al señor Ramiro
como un potencial pederasta. Si
encontramos a este personaje sería para
interrogarlo y más tarde, detenerlo.
Considero que tiene que dar muchas
explicaciones.
—De esto deberá ocuparse el
cuerpo correspondiente. —Jokin se hizo
oír con autoridad no exenta de rudeza—.
Su posible implicación en hechos aún no
demostrados no debe interferir en
nuestra búsqueda. Nosotros haremos
nuestro trabajo e informaremos del resto
a la Central. ¿De acuerdo?
La ertzaina asintió en silencio y el
resto apenas murmuró algo entre dientes,
mostrando su pesar por el cariz que
estaban tomando los acontecimientos.
—Una vez allí, unos ruidos en la
parte trasera de la propiedad nos
llamaron la atención. —Jon Ríos retomó
el informe inacabado de su compañera
—. Dámaso y yo nos acercamos hasta el
garaje de la propiedad. Uno de los
coches, en concreto un A6 azul marino
con los cristales tintados, estaba
aparcado en el seto. Vimos que los
golpes provenían del maletero, así que
Dámaso me cubrió con la escopeta, lo
abrí y encontramos a un joven que había
sido agredido.
—Jaime Ribas Aguirre, según su
documento de identidad. —Mientras
hablaba, Jokin volvió a golpear la mesa
—. Por él estáis hoy aquí. Se encuentra
en los calabozos y he mantenido una
interesante conversación con él esta
mañana. Ha confesado servir como
intermediario en la captación de
jovencitas para el señor Ramiro, pero
insiste en que no se le permitía la
entrada al chalet, por lo que no sabe
nada de lo que pudo haber ocurrido en
el interior. Solo está al tanto de que una
pareja se hacía cargo de la «mercancía»
—subrayó la palabra sílaba a sílaba—.
Aquí entramos en un dato que no
debemos obviar. Me refiero a la mujer
que ayer noche fue hallada con las
manos clavadas a una mesa en el
Colegio de San Antonio de Etxebarri,
gracias a un informador anónimo que
llamó a emergencias, y a la que
interrogaremos cuando los médicos nos
lo permitan.
—¿Y qué tiene eso que ver con
nuestras investigaciones? —Quiso saber
De Marco, con el ceño fruncido.
—Escuchad al del maletero y
descubriréis la conexión. Y dijo algo
más. Algo sobre un peligro latente que
abre una nueva vía… —concluyó el
comisario, rotundo—. ¿Sandra?
La secretaria accionó el televisor.
Todos prestaron la máxima atención,
salvo Sagasti, que pensaba en lo que
había omitido a sus agentes de manera
intencionada.
16
«AVESCO – Asociación Vasca del
Estudio Social y Cultural Orientativo».
Alma miraba el cartel que lucía
sobre la puerta acristalada. Le
impresionaba el cambio que había
experimentado aquel edificio. Cierto era
que llevaba casi cuatro años sin pasar
por allí, pero la última vez que lo había
hecho, el lugar seguía abandonado, sin
cristales en las ventanas y con basura
amontonada junto a la entrada, donde ni
siquiera existían puertas que franquear.
Por entonces, la fachada, de un sucio
ladrillo caravista, aparecía llena de
pintadas con lemas independentistas de
la izquierda abertzale, donde no podían
faltar los clásicos «Gora ETA
Militarra» y «Presoak kalera», o el
menos habitual «Borroka da bide
bakarra»[5].
En aquel centro, que en su día fue
una escuela a la entrada de Basauri, tras
el puente la Baskonia, Alma Reyes había
pasado algo más de una semana
viviendo como una okupa. Quería
escribir sobre aquellos jóvenes
marginados que no tenían casa y que se
oponían de un modo frontal a la
sociedad de consumo en la que vivían.
El artículo era para un conocido
periódico de tirada nacional pero con
delegación en Bilbao, y en cuanto lo
entregara se iba a embolsar una cantidad
aceptable. Aquellos okupas la
recibieron con los brazos abiertos.
Durante esos días aprendió a convivir
con ellos. Comió poco y no siempre
alimentos en buen estado; durmió en el
frío suelo bajo una manta raída, oyendo
el movimiento de los roedores; se sentó
en grupo para dialogar y buscar
soluciones para hacerse con víveres más
nutritivos; tarareó la música de aquellas
viejas guitarras pintarrajeadas; ayudó a
crear carteles para una manifestación;
fumó marihuana, colocándose más de
una vez; pasó por alto la ducha diaria e
incluso estuvo presente en un
enfrentamiento con un grupo de ertzainas
que trataron de expulsarlos. Al final, la
cordura imperó y los agentes no tuvieron
que echar mano a sus porras. Eso sí, a
cambio se les dio un plazo a los jóvenes
para abandonar la vieja y decrépita
escuela de olores rancios a orina y
defecaciones. Cinco días. Alma
recordaba que cuando se marchó de allí
todos le dieron un sentido abrazo y le
comunicaron que para ellos era una más.
Incluso recibió un regalo —un collar
hecho de cuero— de la joven con la que
había pasado aquellos diez días. Se
llamaba Amada, y le legó una frase que
tiempo después le seguiría produciendo
una inquietud piadosa: «Haznos
justicia».
Con esto en mente, Alma puso
mucho énfasis en detallar a conciencia
el día a día de aquellas personas, pero
una vez publicado el extenso reportaje,
se dio cuenta de que había pasado
muchas cosas por alto. Sobre todo,
relatar los sentimientos y ganas de vivir
de aquellos jóvenes. Había escrito lo
políticamente correcto, lo que cualquier
ciudadano querría leer para sentir aún
más aversión hacia aquellos okupas,
pero en el tintero se había dejado las
emociones de aquellos chicos que
lloraban al recordar a sus familiares y
que sonreían ante un futuro de paz,
donde el feroz capitalismo por fin
hubiera capitulado.
Sin embargo, todo eso era pasado.
Ahora el edificio estaba limpio y
renovado. Irreconocible. Habían dado
una capa de pintura roja impermeable a
toda la fachada, revestida de grandes
ventanales donde se reflejaban los rayos
del sol. En lo alto, en una especie de
caseta en el tejado, habían dispuesto un
enorme reloj que marcaba las cinco de
la tarde. Debería estar con Silvana, pero
no podía dar la espalda a esa pista. Notó
un estremecimiento al escuchar las
palabras en su mente: «La única
solución que le ofrezco para saber de
ella». Aquella frase no aclaraba nada,
pero dejaba entrever una posibilidad de
penetrar ese halo de misterio que
rodeaba su desaparición. La
desaparición de Gloria. Para Alma sería
imperdonable dejar pasar la oportunidad
de encontrar a quien amaba, aunque
¿podía amar a dos mujeres a la vez?
Avanzó por un camino adoquinado
hasta la entrada. En otros tiempos era un
pequeño cráter abierto en la tierra,
desde donde partían, en ascenso, unas
escaleras de piedra cubiertas de hierba,
vidrios y papeles desperdigados.
Al llegar hasta la puerta de cristal
observó que a media altura había un
cartel indicador:

Planta baja: Recepción


Planta primera:
Sociedad - Gestión laboral
Planta segunda: Cultura
Planta tercera:
Biblioteca - Sala de
conferencias
Horario: Lunes a
viernes: 9-20 h

Se maldijo entre dientes. Cómo se le


podía haber olvidado que era domingo.
Cuando llamó a información telefónica
podía haber preguntado los horarios, y
se habría ahorrado un viaje en tren y una
larga caminata en balde. Pero claro,
¿quién iba a entender que tenía un plazo?
¿Cómo no aventurarse si solo disponía
de cuarenta y ocho horas?
Estaba tan irritada que ni siquiera
vio que al otro lado, en el interior del
edificio, aparecía un hombre —vestido
con una bata granate hasta casi los pies
— que apoyó su rostro barbudo contra
el cristal para observarla.
—Buenas tardes, señorita —saludó
en tono neutro.
—Ho… hola, buenas tardes… —
farfulló ella, sorprendida.
—¿A qué se debe su visita? —Antes
de que tuviera tiempo de contestar nada,
el desconocido agregó—: Siento
comunicarle que el centro permanecerá
cerrado dos semanas por las
festividades de Semana Santa. Si desea
inscribirse en algún cursillo formativo,
debe pasar por recepción a la vuelta de
vacaciones.
—En realidad, no sé por qué estoy
aquí… —Alma soltó lo primero que le
vino a la cabeza, para rectificar al
segundo—: Bueno, sí lo sé… —resopló
—. Perdone, estoy un poco nerviosa…
Un amigo me ha enviado aquí para unos
documentos que debo revisar.
—¿Documentos? ¿Su amigo está
matriculado en este centro? —El tipo se
mostraba perplejo.
—Sí, claro… Eso es —logró
articular, tras pensar en cómo salir
airosa de aquel interrogatorio.
—¿Puedo saber cómo se llama su
amigo?
—Oh, sí… Bueno, en realidad, es
amiga… Se llama Gloria, Gloria Sáez.
El hombre, de unos sesenta años,
curvó sus cejas blancas en unas
perfectas uves invertidas que denotaban
sorpresa e incredulidad. Tras ello, pulsó
algo que había en la pared y las puertas
de cristal se abrieron.
—¡Entre, entre! —la animó con una
mano amiga abierta—. Me llamo Juan
Guillón, y soy el director pluriempleado
de este maravilloso recinto, pues ejerzo
de conserje y también de vigilante.
—Alma Reyes, encantada.
—Sígame… Hablaremos en mi
despacho —propuso él con toda
amabilidad.
Alma obedeció. Pero algo, no sabría
decir qué, la inquietó. Fue solo una
extraña sensación. Un detalle. Algo que
imperceptiblemente acababa de ocurrir
a su alrededor y que de forma instintiva
había llamado su atención. Pero ¿de qué
podía tratarse?
Tras avanzar por un pasillo en
penumbra y una gran sala con asientos
de plástico, llegaron hasta una recia
puerta de roble que parecía recién
barnizada. Al entrar, Guillón encendió la
luz y ofreció a la visitante una silla de
madera, mientras él, por su parte,
ocupaba el sillón giratorio de cuero que
había enfrente y clavaba los codos en la
amplia mesa de nogal que los separaba,
llena de papeles y de artilugios propios
de un académico. En especial, a Alma le
llamó la atención un bote de tinta, la
estilográfica que descansaba sobre un
pañuelo de papel y la ausencia de un
ordenador. Sin duda era de la vieja
escuela. No desmentía su apreciación la
colección de tomos antiguos que
ocupaban los anaqueles del armario
empotrado, tras el asiento del director.
—Recuerdo a esa mujer… —dijo
Juan Guillón de pronto—. Muy
trabajadora e impulsiva. No se
matriculó en ninguna rama en especial,
sino que se inscribió en todos los
campos de enseñanza que manejamos…
—Sacó unas gafas del bolsillo y las
acopló en el puente de su gibosa nariz
—. Más tarde supe que era periodista, y
descubrí, tras hablar con ella, que estaba
llevando a cabo un trabajo especial, y
que necesitaba la tranquilidad que le
aportaba nuestra biblioteca, donde
pasaba horas y horas… Tras reunirme
con el consejo del centro, entendimos
que sería un honor poder colaborar con
ella.
Guillón le contó a Alma que el
centro había sido inaugurado hacía año y
medio. La inversión había partido de un
generoso hombre acaudalado cuyo
nombre prefirió callar, un hombre que
depositó en él su confianza para que el
proyecto, por el que tanto había luchado
Guillón, viera al fin la luz tras las
típicas y vergonzosas renuncias
institucionales. En principio, la idea
pionera contemplaba que fuera un centro
formativo académico especial para la
inclusión de todo tipo de personas en un
área educativa.
—No sé si sabrá que en España hay
muchísimos ciudadanos que, por
distintas circunstancias que no vienen
ahora al caso, aún no poseen el
graduado escolar —dijo mientras
ladeaba la cabeza—. Hay miles de
hombres y mujeres mayores que ni
siquiera saben leer y escribir. Cuando
eran jóvenes no tuvieron esas
oportunidades y… Bueno, al grano.
Perdóneme si me voy por las ramas…
—Se le iluminó el rostro con una
sonrisa.
El caso es que viendo la situación
real de los últimos tiempos, tan
crispados por la crisis, había pensado
que ese centro podía ser de mayor
utilidad ofreciendo sus conocimientos
para la preparación de desempleados y
jóvenes sin ocupación en una formación
específica para emprendedores.
—Comprenderá que la reinserción
laboral es necesaria. Eso sí, sin olvidar
la idea básica de ofrecer enseñanza a
quien no la tuvo en su día.
—Me parece muy loable lo que
hacen —respondió Alma con viveza.
—No diga eso. Es necesario. Me
asusta cada vez más la sociedad. ¿Quién
puede ayudarnos? ¿Las instituciones?
¡Menuda farsa! —dijo él, frunciendo el
ceño—. Bueno, le diré que la primera
planta está acondicionada para el
asesoramiento laboral. Preparamos a las
personas para la creación de empresas,
y los cursillos están encaminados a la
información necesaria para abrirse
camino en el mundo laboral. En la
siguiente planta formamos a escritores
noveles, pintores y fotógrafos, todos
ellos sin diplomas universitarios, pero
con una ilusión tremenda por aprovechar
el conocimiento que les dispensamos.
Básicamente somos un trampolín para
las personas con menor preparación
académica, de forma que puedan
reinsertarse laboralmente en oficios muy
alejados de sus trabajos habituales, que
son en sí donde, por desgracia, ya no
tienen cabida. La pena es que aún
tenemos inutilizado por obras la zona de
los sótanos, destinados a departamentos
especiales…
—Gloria —intervino de pronto
Alma, sacándolo así de sus
elucubraciones—. Recuerde que he
venido aquí por ella.
—Oh, sí, discúlpeme. —Guillón
entrelazó las manos—. Bueno, como le
iba contando, accedimos a sus
pretensiones, pero a cambio pedimos su
colaboración en la rama en la que aún
notamos carencias, y en la que ella,
como periodista, podía ayudarnos
aportando un punto de vista distinto y
más subjetivo.
—¿Qué le pidieron? —Alma Reyes
notaba que las preguntas le bullían en la
cabeza.
—En síntesis, que fuera nuestra
consultora. Teníamos un psicólogo en
plantilla al que los alumnos acudían
para desahogarse. Escribían relatos de
su vida, de su entorno, de sus
preocupaciones, y él los leía para hacer
un perfil de cada alumno porque cada
alumno es diferente, y es bueno
descubrir así su equilibrio emocional
para encauzar las enseñanzas. Hay
personas más frágiles que no creen en lo
que hacen, pero que les sirve para
evadirse, y otras que tienen claras las
cosas y que se dirigen sin miramientos
hacia sus nuevos objetivos. —Guillón
subrayaba sus palabras haciendo gestos
un tanto ostentosos—. Para nosotros es
vital conocer la carga emocional de
cada alumno, para más tarde distribuirlo
en niveles. No es lo mismo asesorar y
enseñar a una persona decidida que a
una sembrada de dudas, ni tampoco a
una persona mayor que a un adolescente.
Alma curvó los labios en una
discreta sonrisa.
—Le ruego que me disculpe, pero…
¿qué tiene que ver Gloria con este
asunto?
—Nuestro psicólogo murió hace un
año, y Gloria recogió su testigo,
empleando una hora al día.
—¡Pero si Gloria es periodista! —
replicó ella, mirándolo con ojos de
asombro.
—Es cierto. Pero estaba unida al
drama diario, a la angustia de sus
congéneres. Precisamente leí su informe
sobre los niños desaparecidos en
Mozambique. Era la persona indicada
para hacer ciertas valoraciones, y nos
eximía de contratar otro profesional. En
realidad… —Juan Guillón no acababa
de encontrar la frase final—, diría que
no dudó en hacer un alto en su trabajo y
colaborar con nosotros.
—Muy propio de ella —convino
Alma. Así era como recordaba a su
mujer amada. Lo inquieta que era, la
forma tan decidida y propia de abordar
los problemas de los demás como si
fueran suyos. Era tan altruista… Una
oleada de nostalgia le encogió el
corazón. Para acallarlo, siguió hablando
—: Siempre dispuesta a ayudar al
necesitado y delatar al aprovechado.
—Nos aportó mucho… —El rostro
del otro se ensombreció de repente—.
Hasta que se fue de viaje, claro. Luego
no ha vuelto por aquí.
Llegados a ese punto, Alma no quiso
entrar en aquel doloroso asunto. La
espina estaba tan profundamente clavada
en su corazón que no quería ahondar en
el tema para no acabar llorando delante
de aquel hombre, canoso y barbudo, que
al parecer no había oído hablar de su
inexplicable desaparición.
—Supongo que ahora habrán
contratado a un especialista —se
interesó, por decir algo.
—¡No! —exclamó Juan Guillón, en
apariencia ofendido—. En estos
momentos yo personalmente me encargo
de las valoraciones.
Alma decidió que llevaba mucho
tiempo hablando de trivialidades —
aunque sinceramente estaba sorprendida
con aquel aspecto de la vida de Gloria
que ella le había ocultado— y fue al
meollo de la cuestión que había
motivado su visita.
—Bueno, señor… ¿Guillón? —El
hombre asintió en silencio—. No
quisiera molestarlo más. Solo quería
preguntarle por los documentos que
Gloria pudo dejar aquí. No sé… Me
refiero a informes, tal vez notas…
—Siempre llevaba un maletín
enorme. Su trabajo iba con ella. Aunque
no sé si puede serle de ayuda… —
arguyó—. Lo que sí olvidó fue llevarse
un objeto. Por cierto, algo llamativo,
muy raro. Lo guardaba por si algún día
nos alegraba con su regreso.
—¿Un objeto? —replicó Alma,
sorprendida.
—Espere, por favor, que ahora
mismo vuelvo.
Tras ese ruego, el hombre salió del
despacho a un paso ligero que casi
desmentía su edad.
Los más de cinco minutos que tardó
en regresar Alma los pasó sumida en sus
profundos pensamientos. Con la mirada
perdida en los gruesos volúmenes del
armario, se preguntaba qué era aquello
que Gloria podía haber olvidado. ¿Por
qué ella, que le contaba absolutamente
todo, podía haber ocultado aquella
información?
Escuchó una voz:
—¿Señorita…?
Juan Guillón había regresado y
ahora se sentaba de nuevo en su sillón.
Sobre la mesa había dejado una caja de
cartón.
—Puede llevársela usted si lo cree
oportuno… —propuso él con
amabilidad—. Solo dígale de mi parte
que aquí la tenemos en gran estima, y
que, por supuesto, será bien recibida en
este centro si desea volver algún día.
«Pero ¿es que este hombre no ve las
noticias? ¿Es posible que haya alguien
que no esté al tanto de la desaparición
de Gloria? No lo entiendo, si ahí tiene
un ejemplar del Deia y otro de El
Correo», caviló Alma, atónita.
Con las manos repentinamente
temblorosas abrió la caja.
—La guardé dentro para evitar que
se rompiera —iba diciendo Guillón.
El contenido de aquella caja le
cubría toda la palma de la mano
derecha. Pero ¿qué significado tenía
aquello? Miró intrigada al director del
centro, como si él tuviera las respuestas
que buscaba.
—Es algo realmente curioso,
espeluznante pero bello. Nunca lo he
abierto, y como podrá ver, el único
documento que quedó de Gloria fue esa
pequeña nota enrollada —siguió
explicando Juan, en tono pausado.
Alma miró la tarántula de cristal y el
pequeño rollo de papel, atado con una
goma, que había en su interior. Alzó la
cabeza para mirar a su interlocutor, que
la observaba con calma.
—Gracias… —le dijo, y tras un
breve silencio añadió—: Se la entregaré
a Gloria nada más verla, se lo prometo.
Cinco minutos después, tras enfilar
el camino de vuelta hacia el tren, Alma
abría, no sin esfuerzo, la tarántula de
cristal con la ayuda de una navaja. Quitó
la goma y extendió la nota.
Si hubiera mirado hacia atrás habría
visto que Juan Guillón la observaba
desde una de las ventanas, y tras él,
alguien que se acercaba a sus
espaldas…
Pero Alma no reparaba ya en otra
cosa más allá de lo que había
encontrado.
17
El sonido de las motos de cross era
estridente. Allí, en la loma del monte,
entre caminos de tierra serpenteantes y
abruptos, seis muchachos con
equipamiento de cuero de competición y
cascos adornados con logos de
conocidas marcas brincaban con sus
máquinas de dos ruedas, sin miedo a
jugarse la vida. Una veintena de
chavales, vestidos de manera informal,
los aplaudían y vitoreaban desde sus
emplazamientos a ambos lados del
circuito de tierra, entre las nubes de
polvo que las motos dejaban a su paso.
Yago Mellado estacionó el coche en
diagonal, ocupando dos plazas del
aparcamiento del Parque Comercial
Bilbondo. No importaba. Era domingo y
solo se veían unos cuantos vehículos
particulares dispersos por la amplia
explanada de asfalto. El lugar al que se
dirigía, los antiguos cines, quedaba
situado a su izquierda. Lo había
reconocido en el vídeo o, más bien,
aquellas letras escritas en la pared
estucada.
El camino se le había hecho eterno,
angustiado por la idea de imaginar a
Vanesa secuestrada. En algún momento
del trayecto recordó también a Noelia,
pensó en cómo se pondría si llegaba a
enterarse de la situación… Pero al
pensar en ella sus recuerdos le jugaron
una mala pasada, obligándole a revivir
lo que había ocurrido dos meses
después de salir, en teoría sana, del
centro de desintoxicación mucho más
conocido como El Observatorio.
Aquel día Yago había acabado tarde
la jornada de trabajo, tras una noche
larga y dura. Cinco muchachos habían
quemado vivo a un indigente dentro de
un cajero automático, acción de la que
habían sido testigos otros jovencitos,
menos borrachos y drogados, que
socorrieron sin éxito al pobre hombre y
luego se enzarzaron en una auténtica
batalla campal contra los homicidas.
La intervención de Mellado y sus
compañeros fue inmediata: redujeron a
los muchachos con contundencia. Los
alrededores de la calle La Cruz, en el
Casco Viejo de Bilbao, mostraban los
estragos de la riña, con lunas de
comercios hechas añicos, botellas de
alcohol rotas por el suelo y
contenedores de basura volcados, con su
maloliente contenido esparcido por los
alrededores.
Fue una noche tensa, desagradable, y
llegó a casa abatido y agotado.
Recordaba que nada más traspasar el
umbral de la entrada el reloj de carillón
con sonería del salón, modelo Ginebra,
marcó las diez de la mañana, pero con
un sonido apagado que le extrañó, no
sonaba tan contundente como el habitual.
Enseguida comprobaría con pena que
alguien había golpeado aquella
antigüedad —herencia de tres
generaciones— con algún objeto de
recio porte. Pero no solo el reloj de
maquinaria suiza mostraba signos de
violencia. La televisión, los cuadros, los
jarrones, la mesa baja de cristal, las
paredes… Todo a su alrededor tenía
algún desperfecto, y hasta en el suelo de
parquet vio tablillas hundidas y
astilladas. De pronto escuchó ruido.
Golpes sonoros y profundos. Arriba. En
la zona de los dormitorios.
Subió a toda velocidad. La
barandilla aparecía abollada en ciertos
tramos. El ruido provenía de la
habitación de su hija, que por aquel
entonces apenas contaba trece años de
edad.
Yago se encontró en el pasillo con
una botella de whisky vacía. Se temió lo
peor. Una recaída monumental. No se
equivocaba. Al entrar en la habitación
vio cómo Noe, hecha un vendaval de
furia, aporreaba con un martillo la
puerta cerrada que daba al baño
particular de Vanesa. A cada golpe, las
astillas saltaban por los aires, y el
agujero de la puerta se iba agrandando.
Desde el interior llegaba el llanto
irremediablemente histérico de su hija.
—¡Para ya, joder!
El grito de Yago hizo que Noe se
volviera. Despedía un olor corporal
insoportable. Parecía que hubiera
bebido por todos los poros de su piel.
Se acercó hasta él blandiendo el
martillo en actitud amenazadora.
—¡Vanesa, tranquila, mi niña! —Su
ama, desquiciada, movía las manos
como si apartara un enjambre de abejas
—. ¡No dejaré que te lleven! —Tenía
sangre en el dorso de las manos, en los
dedos, en la desencajada cara…
Dicho esto, con voz pastosa, se
abalanzó contra su esposo con el
martillo alzado. Este apenas encontró
oposición y le arrebató la herramienta
con facilidad. Luego, Noe se desmayó
en sus brazos. La otra Noe. La
alcohólica, la frágil. Esa a la que ya no
amaba. La dejó en el suelo y
rápidamente entró en el baño, forzando
la puerta con una violenta patada. Allí
estaba Vanesa, acurrucada entre la ducha
y el inodoro, temblando de manera
incontrolada y llorando sin parar.
Su aita cayó de rodillas y la abrazó
con ternura.
Cuando salieron observaron a Noe,
inconsciente sobre la alfombra. Ya no
había marcha atrás. Fue la última vez
que estuvieron juntos. Yago hizo las
llamadas correspondientes. Su mujer
resultaba un serio peligro para la unidad
familiar, y no podía continuar a su lado
bajo ningún concepto.
Sacudió la cabeza para dejar atrás
todos aquellos pensamientos que tanto le
deprimían. El cartel de neón aparecía
desprendido, y los paneles arrancados
del techo mostraban gruesos cables.
Rodeó el edificio donde habían estado
ubicadas las salas de proyección —en
los carteles de la fachada se anunciaban
aún estrenos que ya sonaban a viejo— y
se dirigió a la parte trasera.
Allí había un amplio patio, y las
puertas cortafuegos, ahora
herrumbrosas, se presentaban abiertas a
lo largo de la fachada. Yago se detuvo
ante las butacas que se amontonaban en
una esquina. Solo una permanecía en
pie, acoplada y sujeta por otras. En
aquella se había sentado aquel
malnacido que accionaba la grabadora.
Se situó frente a ella, y sus ojos la
sobrepasaron para fijarse en las
palabras escritas en la pared, y que
reconoció en cuanto las vio en el vídeo:
«TE DAÑO PARA NO AMARTE».
Las recordaba de la última vez que
había ido a aquellos cines que tanto
añoraban los habitantes de Basauri,
Arrigorriaga y Etxebarri. Se lo había
prometido a Vanesa, que por entonces
tenía diez años, y como padre honesto se
tragó aquella película de animación que
tanto entusiasmaba a su hija. Al salir por
la puerta trasera reparó en la pintada, y
le llamó tanto la atención que la frase se
le quedó grabada para siempre en la
memoria. Muchos años después, allí
seguía inmortalizada, y gracias a la
dejadez de los antiguos propietarios
había resultado una pista fundamental
para poder arañar segundos en aquella
angustiosa cuenta atrás por salvar a su
hija.
Entró por una de las puertas abiertas
y, siguiendo un pasillo mal iluminado,
llegó hasta una de las ocho salas con
menor aforo. Tuvo que usar el móvil
para alumbrar sus pasos. Una vez
cruzado el espacio, salió al pasillo
central de los cines. En concreto se topó
con el abandonado y alargado mostrador
que en su día hizo las delicias de
pequeños y adultos con la venta de
palomitas y bebidas de cola. Ahora
aquello estaba yermo, con las urnas
llenas de suciedad, y las baldas traseras
desprovistas de golosinas y cubiletes de
cartón vacíos. Al lado, la máquina de
agua y refrescos había sido volcada en
el suelo, sin suministros ni electricidad.
Fue una visión fugaz, pero durante un
instante se sintió transportado en el
tiempo. Seguían al acomodador, vestido
completamente de azul, que les indicaba
la entrada a la sala de proyección
escogida. Aquel día Vanesa llevaba dos
coletas y brincaba entusiasmada, con las
comisuras de los labios manchadas de
chocolate. Yago se miró. Agarraba dos
cubiletes de palomitas y hacía
equilibrios para que los refrescos no se
le resbalaran de las manos. Había mucha
gente.
Varios años más tarde, el oficial de
la Ertzaintza observaba cómo el tiempo
podía derruir cualquier cosa,
convirtiendo la multitud en soledad; el
brillo, en decadencia; el entusiasmo, en
abandono. Aunque… una tenue luz se
filtraba bajo las puertas de entrada de la
sala 8, la más amplia. Se dirigió hacia
allí, pisando la capa de polvo que
cubría el suelo. Lo hizo tratando de
evitar los desperdicios en forma de
latas, envoltorios de sándwiches, restos
de pizza y bolsas de patatas fritas
vacías.
Entre la peste de orines llegó hasta
la puerta de ojo de buey opaco, agarró
el tirador vertical y accionó con fuerza.
La puerta pesaba demasiado y necesitó
de las dos manos hasta abrir el resquicio
suficiente para hacer pasar su
corpachón. Una vez dentro, la
visibilidad era mayor. Bajó por la
rampa enmoquetada en granate y al girar
a la izquierda, accedió por fin a la sala.
Desde allí la abarcaba con la mirada
por completo. Había focos dispuestos
por todas partes, pero la mayoría
enfocaban el escenario, donde un día
existió una gran pantalla blanca. Allí,
sobre unos caballetes, aparecía ahora
una alargada caja de madera de la que
sobresalía algo…
Yago Mellado no pudo evitar
llevarse la mano a la boca para ahogar
un grito de sorpresa.
Recorrió el pasillo: necesitaba ver
de cerca lo que creía haber distinguido.
Cautelosamente, desenfundó la
reglamentaria y fue inspeccionando fila
tras fila, por si entre las butacas pudiera
esconderse aquel maldito psicópata. No
tuvo suerte. Tendría que esperar una
mejor ocasión para descerrajarle una
bala en la cabeza; pero a cambio, se
percató de algo sorprendente. El
descubrimiento le produjo una oleada de
inquietud que recorrió su cuerpo como
un calambre. Sobre las butacas
aparecían diversas fotografías.
Instantáneas de niños y niñas. Una
fotografía por cada asiento.
De pronto llegó frente a los
escalones que subían hasta el escenario.
Había alcanzado la primera fila y rozaba
la butaca más cercana. Allí se detuvo.
Sentía como si el corazón se le hubiera
subido a la garganta, y la rabia crispaba
su rostro.
Hizo un barrido con la pistola en un
giro de ciento ochenta grados. Quería
disparar. Que el proyectil de 9 mm
Parabellum encontrara la carne de ese
hijo de puta. Ahora era algo personal; no
actuaba como policía, sino solo como
padre dispuesto a todo. Pero el intento
fue en vano.
Tras caer de rodillas ante la butaca,
dejó el arma corta de fuego en el suelo y
cogió la fotografía que había en aquel
asiento. Vanesa le observaba en
silencio, de medio cuerpo, con una
sonrisa desdentada y dos coletas
recogidas por gomas rojas. Su hija tenía
diez años en aquella instantánea
descolorida, ajada por el tiempo.
Al observarla con mayor atención,
Yago soltó un juramento. Aquel cobarde
psicópata había dibujado con rotulador
rojo dos signos de interrogación
opuestos sobre el pecho de su hija. Igual
que con Frederick Ramiro en aquella
noticia de periódico.
Se llevó la foto al pecho. Cerró los
ojos, levantó la cabeza y liberó la
tensión en un grito desgarrador cuyo eco
tardó unos instantes en morir en la sala
desangelada. No había duda. Aquel
psicópata no iba de farol. Tenía a
Vanesa, y unos explosivos preparados…
Y quería algo a cambio.
Se levantó tras guardar la foto en el
interior de la americana, y subió las
escaleras. En la mano derecha, caída
sobre el costado, llevaba de nuevo la
pistola. Se acercó a la caja. Era un
ataúd. Unas manos inertes quedaban a la
vista, surgiendo por sendos agujeros
abiertos en la tapa. Encadenadas. El
fuerte olor a combustible le provocó una
arcada y le obligó a apretarse con
urgencia un pañuelo contra la nariz. El
líquido formaba un charco extenso sobre
la tapa e iba derramándose gota a gota
por los laterales, golpeando el suelo con
un ruido capaz de alterar los nervios al
más templado.
Mellado no sabía quién podía ser la
víctima, pero a su mente acudió de
nuevo el nombre de Frederick Ramiro.
Lo único que conocía era el método que
habían utilizado para arrebatarle la vida.
En el suelo estaban los embudos, los
bidones vacíos. En la tapa, unos
orificios abiertos. Una muerte cruel.
Algo creado por una mente muy dañada,
que superaba a cualquier psicópata al
que se hubiera enfrentado hasta el
momento en toda su trayectoria
profesional en la Ertzaintza.
Distinguió una alianza en el dedo de
la víctima. Se guardó la pistola, cogió
aire y con el pañuelo se apoderó del
anillo tras una dura batalla por culpa de
la hinchazón de la falange. Venciendo la
repugnancia que sentía, observó la
inscripción de su interior.

Frederick y Brigitte.
Enlace 13 Oct 2006
Su intuición se había visto
corroborada. El asesino había logrado
acabar con su objetivo. Por la posición
de las manos, lo había metido en aquel
ataúd boca abajo y provocado la asfixia,
ahogándolo con el combustible que
ahora llenaba sus pulmones. ¿Habría
disfrutado el asesino pensando en la
enconada lucha del señor Ramiro por
sobrevivir, buscando un resquicio que
en realidad no existía?
Observó que más allá había una silla
junto a un andamio de tres cuerpos, y
sobre ella, una pila de ropa bien
doblada. Eso ya no constituía un
misterio para él. Lo que sí vio intrigante
fue el sobre que había encima de la
ropa, con un visible «Oficial Mellado»
inmortalizado con bolígrafo en la cara
frontal de la carta.
Llegó hasta allí, tras abandonar la
alianza sobre el ataúd y volver a
llevarse el pañuelo a la nariz para
vencer las náuseas. Las palabras del
hombre de la grabadora seguían
llegando en oleadas a su memoria,
machacándola. Dentro del sobre, una
foto y una nota. La leyó con ceño
fruncido:

El
tiempo
avanza
raudo.
Ejecuta
el
cometido
por
el
que
estás
aquí.
En aquellos momentos su móvil
vibró en el bolsillo del pantalón. Dejó
caer el pañuelo y contestó. Era su
madre. Estaba histérica, llorando y
gritando. Se trataba de su padre, que se
había caído y golpeado la cabeza contra
el suelo. Estaba inconsciente o muerto,
no lo sabía, pues había un charco de
sangre rodeando su cabeza. Le rogaba
que volviera a casa, que su aita se les
iba…
Yago escuchó el relato de agonía
mientras miraba inconscientemente la
fotografía que había en el interior del
sobre.
Ahora sabía por fin a quién debía
matar.
Estaba tan aturdido que le parecía
estar viviendo una pesadilla. Toda su
vida pendía ya de un hilo. El de aquel
globo que no podía dejar escapar.
No había tenido tiempo de descubrir
la cámara que lo grababa. Ni tampoco,
obviamente, de ver lo que estaba
aconteciendo a su espalda…
18
Noelia había tenido suerte. La misma
que le esquivaba en la vida. Ningún
agente de tráfico se interpuso en su
camino. Abandonó la moto en un
callejón oscuro y poco transitado de la
calle Ripa. A modo de señuelo, dejó las
llaves puestas. Alguien las vería y haría
desaparecer la moto. Un golpe de
fortuna caído desde el cielo. Un objeto
lujoso para vender ipso facto en el
mercado negro.
Ahora estaba frente a la taquilla
marcada. La estación de RENFE estaba
repleta de personas de todas las edades
y razas, de distintos grupos sociales. En
los andenes, o agrupados ante las
máquinas expendedoras. Parecía
inapropiado ver a un señor
impolutamente vestido con traje y
corbata tras aquella treintañera que
vestía como una hippie y con peinado de
rastas, y tras él, un abuelo y sus nietos,
dos gemelos rubios de pelo rizado que
se miraban desafiantes después de una
riña. Pero en aquel espacio todos eran
iguales; como hormigas, algunas soldado
y otras obreras, que querían regresar a
sus moradas para ser reemplazadas por
otras. Gente que ni se miraría y,
posiblemente, se despreciaría en otros
ambientes, pero que allí compartían
espacio y disfrutaban de los mismos
derechos.
Noe sonrió un instante, al imaginar
el gigantesco hormiguero. Pero la
sonrisa se le oscureció al ver la
pegatina. No se trataba de algo
abstracto. Era una perfecta gota roja
impresa. Como el dibujo de Zaira.
Perfilada en la tercera taquilla inferior.
Noe rápidamente pulsó el 3647 en la
pantalla táctil, esperando oír una voz
robotizada: «código incorrecto», y casi
se sorprendió ante el pequeño chasquido
que desplazó unos centímetros la puerta
hacia ella.
Atrapó el tirador con sus manos
sudadas y abrió de golpe. Allí,
encajado, aparecía un maletín de cuero
de color granate, con una hebilla como
cierre. Intentó serenarse. Notaba a su
espalda la presencia de un vigilante de
seguridad con un walkie-talkie y los
ojos clavados en su nuca. Al menos
estaría allí plantado hasta que el espacio
de las taquillas quedara desierto.
Sacó el maletín y a duras penas lo
introdujo en la bolsa de deporte. Sintió
un pánico rotundo cuando golpeó sin
querer uno de los paneles. «Puede
estallar». Las temibles palabras estaban
ahí, clavadas en su mente. Un sudor frío
resbaló por su frente al cerrar la puerta.
Después salió del espacio de las
taquillas con el maletín en la mano,
perdiendo al segundo el interés del
vigilante, que echó a andar hacia un
mendigo que escarbaba en una de las
papeleras.
El enorme reloj acoplado en las
vidrieras de la gran estación de Abando
marcaba las cinco de la tarde. Aún era
pronto para acudir al mesón Godro, pero
sentía el asa del maletín quemándole en
la diestra. Decidió comprar en la
cafetería más cercana un bocata de lomo
con pimientos y queso fundido, y
también un zumo de naranja natural, y
ocupó una de las mesas del local. Ocultó
el maletín debajo de otra de las sillas y
la emprendió a bocados con la baguette.
No tenía apetito, pero se obligó a
actuar con normalidad. Observó a la
gente que subía y bajaba por las
escaleras mecánicas, haciéndose todo el
rato las mismas preguntas. ¿Alguna de
esas personas sería quien le estaba
haciendo aquello? Durante unos minutos
se quedó absorta mirando el vitral que
servía de friso a la cabecera de los
andenes. Retablo alegórico de la
histórica laboriosidad del pueblo vasco.
La colosal vidriera mostraba mineros,
mujeres con un cántaro de leche sobre la
cabeza, jugadores de pelota vasca o
remeros de una trainera… Gente fuerte,
de manos grandes y callosas, y voz
grave y con acento. Gente sin miedo a
nada, ni al trabajo de campo, ni a las
vagonetas que llegaban por los raíles de
las galerías subterráneas de las minas de
hierro, ni al inmisericorde tiempo
preñado de días de incesante lluvia. Y
Noe pensó que era uno de ellos. Que
podía enfrentarse a los hombres
altivamente; ordeñar vacas con brío;
arar las tierras con sus propias manos;
cortar leña con un hacha bien afilada;
incluso podría encargarse de dirigir la
matanza del txerriki o de preparar la
sagarda. No tenía miedo a nada.
Imaginó que lo buscaba sin descanso, lo
agarraba del cuello y lo ataba de los
pies a dos bueyes que pasarían por
caminos llenos de baches y barro.
Recuperaría a su hija y a Zaira.
Hornearía pan para ellas y les
prepararía un buen vaso de leche fresca.
Mientras, el psicópata acababa
desgarrado en caminos inhóspitos. Sería
fuerte y ruda como una auténtica euskal
de baserria, una vasca de caserío,
nacida en una naturaleza de formas
suaves y poco abruptas, con prados
rodeados de un bosque de pinos
radiata…
Pero no había más tiempo que
perder en ensoñaciones poco prácticas
de idílicos paisajes. Desabrochó la
hebilla lentamente y deslizó la tapa para
echar un vistazo al contenido. Volvió a
cerrarlo de golpe. No tuvo ocasión de
ver mucho, pero sí lo suficiente. Eran
fajos de billetes de cien euros. Miró a su
alrededor. Nadie la observaba.
Todavía permaneció en la mesa un
par de horas, bebiendo a sorbos
pequeños el zumo, que se había
calentado y vuelto insípido. Cuando
bajó por las escaleras mecánicas el
reloj marcaba ya las ocho, y al traspasar
la planta inferior de la estación y salir a
la Gran Vía, la noche se estaba
apoderando ya de un cielo plomizo y
melancólico.
Llegó al mesón a la hora convenida.
A las puertas había personas
conversando animadamente y bebiendo
cerveza y kalimotxo en vasos de
plástico. En ellas reconoció a muchos
independentistas radicales. Su estilo en
la ropa y en los peinados no dejaba
lugar a dudas. Olía a marihuana. Allí se
sentía como una extraña, pero nadie se
sorprendió al verla. Más bien la
ignoraban por completo. La mayoría de
las conversaciones tenían lugar en
euskera y Noe no dominaba demasiado
bien el idioma. En el cartelón que había
sobre la entrada había un letrero,
dibujado a mano, con los colores de la
bandera de Euskadi. MESÓN GODRO,
decía.
Accedió al interior. La música que
sonaba era prácticamente arrítmica; solo
sonidos fuertes y deslavazados y un
cantante que expresa sus inquietudes en
la lengua vasca, así que Noe era incapaz
de descifrar bien la letra. Había una
barra alargada donde dos chicas con
rastas servían copas a un ritmo
frenético. Noe se acercó a una de las
muchachas y le dijo a voz en grito:
—¡Tengo que darle esto a Markus!
La chica la miró fijamente, como si
pudiera escanearla con sus intensos ojos
claros.
—¡Yorgi!
A su grito apareció un hombre
robusto, de casi dos metros de estatura,
greñudo y barbudo, que sin decir
palabra comenzó a cachearla con sus
recias manos mientras le decía que era
solo por seguridad.
—Ven —le dijo al fin.
Noe obedeció en silencio y lo siguió
ascendiendo por una escalera metálica
que retumbaba como un tambor a cada
paso. Calculó que aquel chico debía de
pesar, por lo menos, ciento veinte kilos.
La planta de arriba estaba llena de
reservados. Cinco puertas a lo largo de
la pared. El tal Yorgi golpeó la primera
y sin esperar contestación la abrió. De
pronto, empujó a Noe con violencia al
interior de la habitación y cerró la
puerta tras ella.
Tres hombres en el interior. Dos
mujeres. Una de ellas, desnuda y de
enormes senos, copulando sin pudor en
el sillón del fondo con uno de los
varones, sentada sobre sus muslos. Otro
aparecía tirado en una colchoneta
hinchable, con los ojos en blanco por
efecto de la heroína que otra mujer
estaba inyectándole en vena.
La recién llegada dedujo que Markus
debía de ser el hombre con aspecto
extranjero que se encontraba ante una
mesa baja, sentado en el suelo y con las
piernas cruzadas. Estaba esnifando una
raya de cocaína. Alzó la turbia mirada y
le tendió la mano en silencio. Noe dejó
caer el maletín. El joven lo abrió y
desparramó el contenido por el suelo.
Se demoró algunos minutos en contar los
fajos y después sonrió mostrando sus
amarillentos dientes de consumado
fumador.
—¿A qué coño estás esperando, tía?
—le espetó agriamente—. Puedes
marcharte o unirte a la fiesta.
Muda como una estatua de mármol,
Noe obedeció. Salió de tan siniestro
lugar lo más rápido posible. Había
reconocido al instante a los hombres.
Los dos mayores eran los policías que
seguían al tal Markus en el puente de
Deusto. Y Markus era el joven que
rebanó el cuello al hombre de la
gabardina.
19
El comisario Jokin Sagasti esperó a que
la luz pasara a verde para decir la
primera palabra. Se encontraba en la
sala de interrogatorios número 13 frente
al joven detenido, que aparecía con los
ojos hinchados y la nariz un poco
torcida por los golpes. No estaba
esposado y llevaba la misma ropa con la
que lo habían encontrado, aunque le
habían quitado todos sus efectos
personales, incluyendo el cinturón, los
cordones de los zapatos, y la cadena y
los anillos que lucía.
Antes de iniciar las preguntas, el
comisario le concedió generosamente un
vaso de agua mineral.
SAGASTI: ¿Puedes decirme tu
nombre y tu fecha de nacimiento, hijo?
JOVEN: Jaime Ribas Aguirre.
Veinticuatro años. 5 de agosto de 1986.
SAGASTI: Gracias… Quiero que te
relajes y contestes sinceramente a las
preguntas que voy a hacerte.
JAIME: ¿Estoy detenido?
SAGASTI: Primero quisiera tener un
intercambio de impresiones contigo. La
respuesta a esa pregunta dependerá de
tus recuerdos.
JAIME: Puedo negarme a hablar…
SAGASTI: Por supuesto, pero
entonces sabré que ocultas algo y
oficialmente tendrás que pasar por
nuestros técnicos para que seas
«inmortalizado». Te aseguro que
aparecerás en todos los ficheros
policiales del Estado español y la
Europol. Esto último por si un día te
fugas al extranjero.
JAIME: Pero si colaboro…
SAGASTI: Quizás accedamos a
reconocer que todo fue un malentendido
y podrás regresar a casa.
JAIME: Entiendo… Pregunte lo que
quiera entonces.
SAGASTI: ¿Cuál es tu profesión?
JAIME: Informático.
SAGASTI: Quieres decir hacker,
¿verdad?
JAIME: Piense lo que le dé la gana.
SAGASTI: ¿Aprovechas tu tiempo
libre para practicar algún hobby en
especial?
JAIME: Leo… Me encanta leer. Y
voy de farra con mis amigos. Y bebo,
también… Como cualquier chico de mi
edad, supongo.
SAGASTI: ¿Algo más que quizás
estés pasando por alto?
JAIME: No que yo sepa.
SAGASTI: ¿Qué hacías en el interior
del maletero?
JAIME: Iba conduciendo cuando
alguien me echó de la carretera. El resto
creo que ya lo conoce usted.
SAGASTI: ¿Puedes describirme a tu
agresor?
JAIME: No. Todo fue muy rápido.
SAGASTI: ¿Qué coche conducías?
JAIME: Un A6.
SAGASTI: ¿Ese coche es de tu
propiedad?
JAIME: No… Me lo prestó un amigo.
SAGASTI: Ya, un amigo… ¿Y cómo
se llama tu amigo? Lo digo porque el A6
azul marino al que supongo que te
refieres está a nombre de Frederick
Ramiro. ¿Lo conoces?
JAIME: No puedo engañarlo,
¿verdad?
SAGASTI: Verás… Tenemos un
pequeño problema. Ese hombre ha
desaparecido, y a no ser que te quieras
ver implicado, más te vale soltar aquí
todo lo que sabes.
JAIME: Quiero protección.
SAGASTI: Aquí te sobra.
JAIME: ¡No! ¡Protección en la calle!
Cuando salga de aquí… ¿Entiende?
SAGASTI: ¿Por alguna razón?
JAIME: Sí.
SAGASTI: Soy todo oídos. ¿Qué tal si
empiezas por contarme cuál es tu
relación con Frederick Ramiro?
Y ahí Jaime Ribas supo que se había
metido en un lío. Podía negarlo todo… o
podía vender a su jefe. A fin de cuentas,
a estas alturas, ¿qué le debía? Era obvio
que ahí fuera, en la calle, su menor
preocupación ahora mismo sería
quedarse sin trabajo. O andaba muy
equivocado, o la próxima vez le
esperaba una bala y no un maletero.
«Salva tu culo», se dijo y arrancó a
hablar.
JAIME: Trabajaba para él captando
menores de edad a través de la red,
aunque imagino que ya está al tanto de
eso. Le juro que yo no participaba en
nada más. Ramiro es un hijo de puta. No
sabe cuánto le gustan… Pero le juro que
nunca estuve presente en las sesiones
fotográficas. Solo debía reunirme con la
elegida, invitarla al coche de «Vitus»,
que era el alias que él utilizaba, y
llevarla hasta el chalet de Castro
Urdiales. Allí acababa mi misión. Una
pareja me esperaba siempre a pie del
edificio y pasaba a hacerse cargo de los
menores. Yo recibía mis quinientos
euros y regresaba luego andando para
tomar el primer autobús a Bilbao.
SAGASTI: ¿Puedes describir a esa
pareja?
JAIME: Tengo algo mejor, si me
devuelve mi móvil… Les hice una foto.
SAGASTI: Buen chico.
Jaime bebió agua y miró en
dirección al panel de cristal donde se
veían reflejados.
JAIME: ¿Nos están viendo?
SAGASTI: Claro que sí. Y uno de
ellos es psicólogo. Su trabajo es
analizar tu conducta, todo cuando dices
aquí… Es capaz de detectar cualquier
mentira por pequeña que sea.
JAIME: Pues yo pienso lo contrario,
¿sabe? Un comecocos nunca es de fiar.
Una agente entró en la sala con el
móvil del detenido. Se lo entregó al
comisario y abandonó el lugar sin
mediar palabra.
SAGASTI: Toma. Muéstramelos.
Jaime Ribas no tardó ni veinte
segundos en dar con la instantánea. Le
pasó el móvil al comisario y este
observó perplejo a la pareja retratada.
SAGASTI: ¿Estás seguro?
JAIME: Completamente.
SAGASTI: ¿Sabes algo más de ellos?
JAIME: Él se llama Guillermo, creo.
Al menos eso le oí decir un día a la
mujer.
SAGASTI: ¿Sabes que ha sido
asesinado?
JAIME: ¿Asesinado…?
SAGASTI: Se llamaba Guillermo
Gutiérrez y estábamos tras su pista.
JAIME: ¡Joder! No pensará que yo…
No contestó. Gracias a testigos
presenciales, sabían que el asesinato fue
obra de un extranjero, pero algunos
interrogados responden mejor bajo
presión que otros y ese chaval estaba a
punto de venirse abajo. Podía ayudar.
Lanzó otra pregunta.
SAGASTI: En cuanto a la mujer,
¿sabes algo de ella?
El interrogado hizo de pronto un
gesto extraño, como si estuviera
luchando contra los nervios que le
apretaban la garganta, pero se sobrepuso
enseguida.
JAIME: Mis conocimientos me hacen
vivir aislado, en un lugar muy
escondido. Pero esa mujer me encontró,
me hizo una visita. Me chantajeó…
Quería que enterrara algo que pensaban
utilizar pronto.
SAGASTI: ¿Te chantajeó? ¿Qué
enterraste?
JAIME: Sí, oiga… La muy cabrona
tenía fotos de Lucinda y de Iván.
Amenazó con crucificar en una mesa a
mi hermana y a su hijo y esperar a
verlos morir. Cómo iba… Joder, que era
mi sobrino, mi sangre… ¡No tuve
elección! Enterré en la parte de atrás de
mi casa la bolsa que me dio. Una bolsa
enorme.
Algo que acababa de leer en la
prensa de última hora galopaba en la
mente del comisario. Una casualidad
que podía significar un gran paso
adelante. Miró hacia el cristal de
espejo:
SAGASTI: ¡Que alguien traiga el
periódico de hoy! ¿Por dónde íbamos?
Ah, sí… Ibas a contarme qué contenía la
bolsa.
JAIME: Muerte.
SAGASTI: ¿Muerte…?
JAIME: No me dejó verlo, pero sí
dijo que su contenido iba a provocar
muchas muertes en un lugar público.
Habló de cargas explosivas; de una
bomba de fragmentación.
SAGASTI: Y no llamaste a la
Ertzaintza, claro.
JAIME: ¡No podía! ¿Qué habría
hecho usted ante una amenaza
semejante? ¡Sé cómo actúan! Además,
soy captador de menores, soy cómplice
de aquellos pedófilos…
SAGASTI: Estoy de acuerdo contigo.
Estás metido en un buen lío, muchacho,
en uno bien jodido…
Una agente volvió a entrar con un
periódico local en las manos. El ceñudo
comisario buscó la página seis y la puso
ante los ojos del joven.
SAGASTI: ¿Es esta la mujer que te
chantajeó?
El Monarca ya sabía la respuesta,
pero esperó a que el hacker asintiera.
En la página del Deia aparecía una
mujer tumbada en una camilla, al lado
de una ambulancia. Al pie de fotografía,
un párrafo: «Mujer rescatada viva
gracias a una llamada anónima.
Apareció clavada a una mesa en el
Colegio de San Antonio de Etxebarri».
JAIME: ¡Maldita zorra! Bien
merecido se lo tiene…
SAGASTI: Dime el lugar exacto
donde enterraste esos explosivos.
JAIME: Si se lo digo, encontrarán
algo que me llevará a la cárcel de por
vida…
SAGASTI: No te entiendo.
JAIME: Prométame que me liberará y
que se me dará tratamiento de testigo.
No quiero que hurgue nadie en mis
archivos…
SAGASTI: Me imagino por dónde
vas… Lo pensaré. Pero si nos haces
perder el tiempo, te arrepentirás toda tu
vida. Puedes estar seguro de ello.
JAIME: Les ayudaré. Es lo que
quiero. Pero mi trabajo no es
negociable.
SAGASTI: Es estúpido por tu parte
chantajear a la propia Ertzaintza.
JAIME: Si no acepta mi petición, ya
sabe que en cuarenta y ocho horas estaré
en la calle, en espera de un juicio por
complicidad que podría alargarse mucho
tiempo con los abogados que siempre
cuentan los ricos. Para entonces, quizás
hayan utilizado ya el contenido de esa
bolsa. Seguro que no podrá quitarse de
la conciencia el peso de haber dejado
morir a muchos inocentes por
preocuparse tan solo de un pobre chico
como yo.
SAGASTI: ¡Ya me has hartado,
mocoso! Vas a decirme inmediatamente
dónde está tu puto refugio.
Y Jaime le dio la dirección. Pero fue
con una nueva condición…
Aquella grabación era la que había
mostrado a su equipo. Ahora, todos a
excepción de Yago Mellado —
incomunicado y seguramente todavía en
busca de Vanesa— habían acudido al
lugar: desvío a Galbarriatu-Artxanda 12,
el antiguo criadero de conejos.
Jokin Sagasti permaneció dentro del
Focus de camuflaje. No parecía haber
nadie. El resto continuaba emprendiendo
labores de búsqueda. En las manos tenía
aquella noticia de periódico que le dio
Yago en el hospital de Cruces: «Gloria
Sáez desaparecida». La llevaba con él
en el bolsillo y la desplegaba cuando
estaba solo. Tenía la mirada perdida en
el bosque…, pensando…,
recordando…, retrotrayéndose en el
tiempo…
Era una tarde preciosa, con apenas
algunas nubes de algodón de las más
caprichosas formas, que invitaba a
cruzar el pantano. Salió sobre las cinco,
tras echarse una buena siesta, en la
pequeña lancha que siempre tenía
amarrada junto al cobertizo para las
reuniones nocturnas con sus amigos
«semiprofesionales del póquer». Más
bien se autodefinían así. Eran cuatro. Se
reunían en las vacaciones estivales,
reservando siempre la última quincena
de agosto. Pedro era banquero; Jordi,
arquitecto; Agustín, ingeniero industrial.
Normalmente acababan borrachos, y lo
pasaban muy bien. Era aquello una
necesidad imperiosa para vencer el
estrés anual de sus puestos de trabajo, y
unos días exclusivos para sustituir trajes
y corbatas por bermudas y chanclas.
El caso es que aquella tarde Sagasti
había decidido cruzar el pantano de
Villarreal y llegar hasta el pueblo más
cercano, Legutio, para abastecerse de
pizzas congeladas y sobre todo de
vodka, whisky y cervezas.
Olga, su compañera sentimental, no
aprobaba aquellos encuentros, pero
tenía un corazón tan grande que acababa
cediendo, y aprovechaba el tiempo en el
que se quedaba sola para bordar y coser
encargos atrasados.
Regresó sobre las siete de la tarde,
bien surtido de suministros en la parte
delantera de la lancha, disfrutando el sol
que regaba ahora su rostro con tibia
calidez y mirando los surcos que abría
la motora en las silenciosas y calmas
aguas verdosas.
Al avistar el pequeño embarcadero
que servía a los propietarios de aquellas
casas de campo, de pronto sintió
inquietud. Había tres personas sobre el
puente y a Olga la reconoció de
inmediato, inconfundible con aquel
pañuelo azul cubriendo la cabellera.
Según fue acercándose tuvo la certeza
de reconocer al agente que la
acompañaba, y más tarde, a una joven
rubia que daba la mano a Olga. Nada
más llegar saltó a la plataforma de
madera, sin pararse a llevar la lancha
hasta el cobertizo.
Olga salió corriendo a su encuentro.
Se abrazó a él. Llorando, temblando.
—Es ella… Ha vuelto… Mi niña…
Gracias —musitó con intensa emoción.
Jokin miró a la bella pero escuálida
muchacha, que bajó la vista como
avergonzada. Aquella fue la primera vez
que el Monarca vio a Gloria y desde
entonces habían pasado muchísimos
años…
Salió del sopor de sus recuerdos y
guardó rápidamente la página de
periódico. Xabier Elostegi se dirigía
apresuradamente hacia el coche. Por lo
general el Monarca no acudía al trabajo
de campo, y delegaba en sus agentes tal
menester, pero la incertidumbre que le
provocaba que el nombre de Gloria
apareciera en una investigación, cuando
hacía seis meses que no sabía nada de
ella, le obligaba a inmiscuirse de pleno
en el caso.
—Tiene que venir, jefe. Alguien ha
estado aquí antes que nosotros y ha
desenterrado la bolsa. —Sagasti
descendió y comenzó a caminar a la par
que el joven subcomisario, sorteando
hayas—. No hay rastro de los posibles
explosivos. Pero debe ver algo…
Menudo zulo tiene montado el chaval.
Parece una sala de la NASA. Sin duda
puede entrar donde quiera… —El
Monarca se detuvo y miró fijamente el
rostro de su segundo en el CIDE. La
condición que había puesto el hacker
para su cooperación era que el informe
del caso le señalara únicamente como
testigo—. El chico está intranquilo. Han
hecho algún cambio que él desconocía.
No para de repetir que han mancillado
su templo sagrado.
El comisario hizo un gesto cortante
con la mano.
—No te entiendo. Explícate mejor,
hombre.
—Es una grabación que acabamos
de ver… —Elostegi tragó saliva—.
Debería echarle también usted un
vistazo.
Entraron en la cabaña y
descendieron desde la boca del arcón
hasta el insólito sótano cibernético. De
Marco, recostado contra la pared, con
una mano intranquila acariciándose la
barbilla. Vicky Dámaso, acuclillada con
las manos en las rodillas y la vista en el
suelo. Jon Ríos, con rostro hierático,
mirando la imagen congelada en las
pantallas: un sujeto con capucha sentado
en una butaca con una grabadora en la
mano. Mónica Antúnez, por su parte, no
paraba de refregarse las manos sudadas
por los costados del pantalón, mientras
observaba a Jaime sentado en el sofá
pero inclinado ante el panel.
—Ponlo de nuevo —ordenó Elostegi
al hacker.
En las pantallas apareció la chica de
buzo naranja, atada a unas cadenas que
pendían del techo. Pero eso no le ponía
nervioso a Sagasti. Lo que le alarmaba
era que acababa de reconocer a la
víctima de aquella violación…
—Llama al forense —susurró al
oído de su subcomisario—. Que
compruebe si el cadáver de Ángel
Márquez presenta una mancha de
nacimiento… Si es así, necesitaremos
una fotografía. Debemos comprobar las
similitudes con ese tipo.
La grabación terminó y apareció el
sujeto de la grabadora. Inmóvil.
—Debería tener tiempo para
desencriptar los códigos del resto de la
grabación —propuso el hacker,
sonriendo con aire misterioso.
—Gracias, chaval. —El Monarca
posó una mano sobre el hombro de
Jaime—. Nuestra experta se encargará
de eso… ¿Quién coño puede haber
desenterrado la bolsa y dejado esta
grabación? ¿Quién más conocía este
refugio?
—Que yo sepa, nadie. Se lo aseguro.
Pregunten a la arpía que me chantajeó —
repuso el detenido.
Jokin Sagasti se pasó la mano por el
pelo, resoplando luego como un búfalo.
—¡Necesito un nombre! —rugió con
manifiesta impotencia, mirando al
hacker con extraordinaria fijeza.
—¿Cree que le miento? —Se
defendió este. Por un momento reinó el
silencio—. Mire dónde estamos. Me he
pringado trayéndolo a este lugar… ¿No
es motivo suficiente para creerme? —
rezongó al fin con hosquedad.
Justo entonces las pantallas se
apagaron solas. Durante unos segundos.
A continuación mostraron un escenario
de teatro, tal vez de cine. Sobre unos
caballetes había una caja alargada. Más
allá, un hombre de espaldas junto a un
andamio, que recogía algo de una silla.
Alguien a quien conocían. Había sacado
el móvil y hablaba por él. De repente
apareció a su espalda un encapuchado,
totalmente vestido de negro, con una
barra de acero en las manos.
Yago Mellado acababa de bajar la
mano que sujetaba el móvil. Tras gruñir
con incredulidad, Elostegi aprovechó
para sacar el suyo y llamarlo. En las
pantallas, el ertzaina observó su teléfono
durante un instante. Luego, las luces se
apagaron.

La oscuridad llegó cuando Yago miraba


en la pantalla del móvil el nombre de
«Xabier Elostegi». Había ignorado las
llamadas del Monarca, pero Xabier era
Xabier. No llegó a llevarse el aparato al
oído, ya que a los pocos segundos los
focos se apagaron y justo en ese instante
recibió un inesperado empujón que lo
abatió sin remedio contra el suelo.
Sintió cómo su frente se golpeaba con la
superficie, y algo tibio y pegajoso se
derramaba por sus sienes. Luego, un
calambre en su espalda. El agresor se
había dejado caer de rodillas sobre él.
Con una mano enguantada y la ayuda de
una barra de metal, levantó la barbilla
de Yago. El dolor que este sintió fue
inhumano.
—Debes cubrir tu retaguardia,
oficial —le advirtió una voz
desconocida, que sonaba como un
silbido a causa de la capucha—.
También deberías saber proteger tu
madriguera. No hacerlo, te expone a
perder a tu cría y a que lleguen las
alimañas que pueden devorarla… El
tiempo es escaso. Contenta al
depredador con otra presa y salva a tu
cachorrilla… Esto es un aviso. La
siguiente vez que nos encontremos
desearás que te parta el cuello con la
barra porque el depredador habrá
saciado su hambre.
El desconocido aflojó la barra,
agarró el pañuelo empapado de
cloroformo que llevaba en el bolsillo y
lo apretó contra el rostro de Mellado.
—Te obsequiaré con una
información privilegiada. La agresión a
Nadine está grabada…
El oficial de la Ertzaintza pataleó
impotente, pero la postura y la falta de
aire le obligaron a respirar y sumirse en
la inconsciencia. No llegó a escuchar las
últimas palabras. Hecho esto, el
encapuchado recogió el móvil, que no
había dejado de sonar en ningún
momento.
—¡Yago! ¡Yago! ¡Cuidado! ¿Yago?
—gritaba Elostegi.
—Su compañero los espera en los
antiguos cines Bilbondo —explicó la
voz. A continuación, cortó la llamada y
rescató la fotografía de las manos de
Yago.
Ya no le hacía ninguna falta. El
oficial sabía perfectamente a quién tenía
que matar…

El domingo llegaba a su fin. Eran las


once y media de la noche. Hacía frío,
por lo que Jokin Sagasti se había subido
el doble cuello de su abrigo. La
ambulancia que llevaba a Mellado
partía en esos mismos momentos.
Permanecía inconsciente y estaba
conectado a una bombona de oxígeno,
pero aún vivo… A su lado, habían
encontrado el cuerpo de Frederick
Ramiro. Hinchado y empapado en
queroseno, ocupando el espacio de
aquel ataúd.
Vicky Dámaso se le acercó con un
termo y un vaso de plástico en las
manos.
—¿Un café, jefe?
Ante el relente de la noche, el
comisario del CIDE asintió complacido.
—Mila esker —agradeció en su
lengua paterna.
—Los de Científica aún están con
las pruebas. El juez ya ha dado el visto
bueno para el alzamiento del cadáver.
—Buen trabajo, Dámaso… —El
Monarca sorbió el caldo negruzco, y
dejó que los efluvios calientes llegaran
a sus fosas nasales—. Ahora sí debes
darle la «buena nueva» a la mujer del
difunto… —añadió cáustico.
La agente arqueó las cejas.
—¿Buena nueva?
—No nos engañemos. Tú misma lo
sugeriste. Le llorará unos días, luego
buscará a un cachas sin cerebro, pero
muy dotado en la entrepierna, y
despilfarrará el dinero a lo grande. Lo
de siempre… —sentenció el comisario,
acompañándose con una sonrisa
maliciosa.
Un derrape les hizo volverse. Otro
Focus camuflado de la Policía
Autónoma Vasca quedó obstruyendo
media salida del patio trasero. Era
Xabier Elostegi, que llegaba hasta ellos
a la carrera.
—¿Cómo está Yago? —inquirió con
nervio.
—Bien… —lo tranquilizó su
superior—. Solo magulladuras y
contusiones. ¿Qué me cuentas de nuevo?
—inquirió, con voz templada pero
apremiante.
—¡Por Dios, menos mal! Como
ordenó, Jaime Ribas ha quedado en
libertad. Un agente lo vigilará mientras
Mónica filtra todo el material de los
ordenadores… —El subcomisario se
aclaró la garganta—. Quizá tenga razón
y solo nos habló de lo superficial, y ese
cabrito aún sepa mucho más… —Antes
de abrir un sobre, ladeó la cabeza—.
Ah, casi se me olvidaba… El forense
nos ha enviado esto. Es una foto.
—Ahora sabemos por qué ha sido
asesinado Ángel Márquez —se limitó a
responder Jokin Sagasti.
Fiebre
Ha vuelto a mí. Se dispersa por todo mi
ser. Pero ahora tengo el control. Miro el
reloj de muñeca para descubrir que son
cerca de las tres de la madrugada. Estoy
en el almacén de construcción.
Precisamente en el horario en que todos
los operativos descansan. Los vigilantes
nocturnos están inconscientes. Los tres
hombres que disparan mi adrenalina se
encuentran frente a mí. De rodillas, con
una venda sobre los ojos y las manos
atadas a la espalda. Gimotean como
gatitos. Qué digo como gatitos.
Gimotean porque son cobardes. Y debo
tratarlos como lo que son. Cobardes.
En el suelo, junto a ellos, está el
maletín. Dentro hay mucho dinero. Les
pertenece porque hicieron el encargo
que se les pidió, pero con ello me
demostraron que en realidad son
escoria. La escoria que me provoca
náuseas. La que voy a eliminar porque
me da vergüenza decir que son personas.
Como yo. Como tú. Engañarlos ha sido
fácil… Pronunciar la palabra «droga»
—en concreto foxy— les ha hecho llegar
hasta mí. Su dinero a cambio de las
pastillas de diseño. Pero les he mentido,
y han acudido al lugar convenido como
corderitos. Babeando por ingerir una
dosis y viajar a ese lugar donde pierdes
por completo el control de la
consciencia. Donde no hay dolor, ni
sufrimiento, y todo parece maravilloso.
Pero es una sensación irreal. Yo también
he consumido foxy… He sufrido por
ello.
Estamos en un hueco, rodeados de
altas columnas de palés de ladrillo. A
mi lado hay una enorme bañera de
hierro. Me acerco hasta el primer
cobarde. Levanto la mano que sujeta la
pistola y la pongo en su sien. Tiembla
como una hoja. Pero yo soy el viento
que está aquí para llevársela de un
soplo. Sin duda he ganado experiencia.
No tiemblo al apretar el gatillo. El
hombre cae hacia delante. Ha salpicado
al más cercano con sus sesos, y ahora
chilla como una rata. Es el siguiente. Lo
silencio de inmediato. Ya nada me puede
frenar. Me queda uno. Aquel que alza
altivo la barbilla, como insinuándome
que es un hombre incluso para morir. A
ese le permito una última cosa. Mirarme
a la cara. Le quito la venda. El ruso
empieza a reírse cuando me ve. ¿Me está
desafiando? De la risa leve ha pasado a
la carcajada histérica. La freno
golpeándole con la culata en la sien. Cae
de costado como un pelele. Ha perdido
el conocimiento. El plan sigue según lo
previsto. Que viva por ahora.
Sobreviene ese momento en el que
me digo que no puedo anclarme en lo ya
hecho. Meto a los dos fiambres en el
interior de la bañera, con arrojo y
convicción. No puedo apartar la vista de
aquellos cuerpos entrelazados a los que
acabo de arrebatarles su último aliento.
Salgo por un pequeño espacio que hay
entre los ladrillos a un vasto lugar donde
hay montones de sacos de arena,
cemento y yeso, sobre multitud de palés.
Pero también hay una hormigonera.
Funcionando. Girando y girando.
Amasando. Haciendo entrechocar las
piedras con esa especie de hélices de
hierro que hay en el interior. Me cuesta
maniobrar y colocar la bañera con los
cuerpos bajo la boca de la hormigonera.
Me doy prisa. Giro la rueda y la boca
desciende, vierte el aglomerante sobre
sus cuerpos. Aquello me dispara la
adrenalina hasta cotas insospechadas. El
hormigón resbala crujiente. Los sepulta.
Subo la hormigonera y meto las manos
en la bañera. Muevo los cuerpos para
conseguir que los rostros sean visibles.
El resto ha quedado sumergido por
completo y pronto se solidificará.
La satisfacción se apodera de mí.
Justo en ese instante los niños
comienzan a surgir de entre las sombras.
Con aquellos pijamas rotos. Sin botones.
Llenos de mugre que ha descolorido el
azul claro. Todos tienen pronunciadas
ojeras, están despeinados y muy serios.
Algunos presentan moratones en la cara.
No sé si reprueban lo que acabo de
hacer. Eso me preocupa; hace presente
esa fiebre que pensaba ya dominada. Me
noto arder. Se me encoge el corazón. Me
llevo las manos a los oídos y los tapo.
No quiero oír sus gritos. No más, por
favor. ¿Estoy desfalleciendo? Me siento
débil… ¡Dejad de mirarme! Sus caras
tristes se apoderan de todas mis
energías… Algo cambia. Sus gestos han
mudado. Todos curvan la boca. Todos
sonríen. Me susurran: «Hiciste y haces
lo debido».
Sus palabras me reconfortan.
Recobro las fuerzas. Los niños y niñas
me abandonan otra vez. Se deshacen en
motas negras. Sombras. Mi transporte
está esperándome fuera. Saco de él una
bolsa de basura y traslado su contenido,
piedras blancas y un bolso, previamente
elegido para que sirvan de referencia.
En el maletero encierro a mi prisionero.
El todoterreno blanco arranca. Me
concentro en la música que surge por los
altavoces del coche. Gaitas, tambores…
La banda sonora de Braveheart me
provoca nuevos bríos. Me fortalece y
me recupera. Me anima a continuar.
Reconfortando mis dudas. Incitándome a
seguir adelante. No sé el tiempo que he
pasado así, pero el todoterreno se ha
detenido y el motor ha enmudecido.
Bajo.
Minutos después estoy observando,
en la penumbra, a las chicas. Están
profundamente dormidas. En la mesilla
aparece a la vista el regalo que le hice a
Vanesa por su cumpleaños. La tarántula
de cristal brilla en la oscuridad y deja
traslucir los números tallados en su
parte inferior. Debe de habérsela
enseñado a la pequeña. Bien. Sin duda
existe una camaradería especial entre
ellas. Se tienen la una a la otra.
Me agacho y beso a ambas en la
frente. La mayor se rasca
instintivamente, pero sigue durmiendo, y
la pequeña apenas lo nota. Cojo una
manta y me tiendo en el suelo. En el
espacio que separa ambas camas.
Necesito estar cerca de Vanesa y de
Zaira.
Con las manos entrelazadas miro al
techo. Todo marcha según lo previsto.
Alguien va a conocer mi historia, y
también la del resto de niños y niñas. La
publicación de nuestro dolor acabará
por liberarnos de una vez por todas.
Espero que el resto salga bien. Lo he
preparado minuciosamente.
Siento pesadez en los párpados y la
mente embotada. Al fin caigo en el
sueño. Por la mañana despertaré con las
niñas haciéndome cosquillas. Yo
contraatacaré. Conozco los puntos
débiles; no solo de ellas, sino de
cualquier niño.
La oscuridad se abate sobre mí y
engulle mi conciencia. Me sumerjo en un
sueño profundo.
Un mundo onírico lleno de niños
inocentes y felices…
Que no tuvieron elección…
Tercera parte
EVIDENCIAS
20
Aquella fue sin duda la carpeta que más
llamó la atención de Alma Reyes:

Me l amo Nadia
Butalkin y tenía doce años
cuando ocurrió todo. Por
entonces, la Unión Soviética
aún no había comenzado su
desmembración. Vivía en
Brest, importante nudo de
comunicaciones ferroviarias
entre Moscú, Berlín y
Varsovia. Para adecuar el
emplazamiento de mi ciudad
al tiempo presente, diré que
está ubicada en el país que
hoy en día se conoce como
Bielorrusia. La Rusia
Blanca, con inviernos fríos y
veranos frescos y húmedos.
Ahí es, junto a la frontera
polaca, donde comienza mi
historia. Intentaré acordarme
de todo cuanto sucedió, así
que iré poco a poco.
Vivíamos a casi un
kilómetro de la ciudad, en una
colina fértil donde mamá
cultivaba la tierra. Mis padres
y mi hermana Simona.
¿Dónde? En una triste
cabaña. Las velas y las
lámparas de aceite, cuando las
teníamos, nos permitían
distinguir nuestros rostros
cuando la noche l egaba,
porque carecíamos de energía
eléctrica, y solo disponíamos
de una chimenea de piedra
para calentarnos. Por
supuesto, la leña era
imprescindible en nuestro
hogar; y no pocas veces
tanto Simona como yo
acompañábamos a nuestra
madre al bosque en su busca.
Tampoco teníamos agua
potable. La que usábamos nos
la proporcionaba el viejo
señor Igor Veretiko, un
cascarrabias que vivía solo en
un caserón próximo a nuestro
hogar, con un pozo profundo
dentro de su propiedad. A
cambio mamá limpiaba su
vivienda tres veces por
semana, mientras nosotras
esperábamos fuera acarreando
el agua en bidones y cubos.
Las visitas nunca
sobrepasaban la hora, y
cuando mamá volvía,
despeinada y con el rostro
contraído en gestos de dolor,
nosotras teníamos l enos todos
los recipientes. Yo le
preguntaba a mi mamá qué
hacía en el interior de la casa
de aquel hombre y ella siempre
me decía que trabajar, pero
veía la mentira en sus ojos
cada vez que rehuía los míos.
Mi hermana mayor, que tenía
cuatro años más que yo, sí
sabía lo que el viejo le hacía
a mamá, pero nunca me
explicó nada. Tuve que
descubrirlo yo misma un día,
mientras los espiaba y
escuchaba los jadeos de él.
Papá podía haberlo
evitado, pero lo cierto es que
era un extraño para nosotras.
Acudía a nuestro lado apenas
seis días al año. Según
mamá, trabajaba en el Parque
Nacional de Belovezhskaya
Pushcha, donde, por lo visto,
era vigilante veinticuatro horas
al día. Como quedaba a
setenta kilómetros de casa, el
trabajo impedía a papá hacer
vida de familia. Su ausencia
nos obligaba a malvivir y
permanecer desprotegidas en
aquella colina adonde nunca
l egaban los repartidores de
leche, ni tampoco el pan
caliente. Era mamá quien una
vez por semana bajaba a la
ciudad para volver con
alimentos, no siempre frescos,
a cambio de los productos de
nuestra huerta y de las pocas
monedas que quedaban en el
viejo cuenco de arcilla de
nuestros ahorros. Cuando
papá regresaba era todo un
acontecimiento. No
reconocíamos a aquel hombre
barbudo y desgreñado, con
ropa sucia y maloliente, pero
siempre traía monedas para
mamá y una tarta para
nosotras. Mientras mamá lo
ayudaba a asearse, tanto
Simona como yo dábamos
cuenta de aquel manjar.
Nuestra felicidad ni siquiera se
veía alterada por el sonido de
los muelles de la cama, ni
aquella especie de gruñidos
que dejaban escapar tanto
una como otro. Cuando
reaparecían ante nosotras
—papá ya era papá
gracias al afeitado—
l evaban una sonrisa cómplice.
Nosotras no podíamos ni
levantarnos con la tripa
hinchada y los labios
manchados de nata, y nos
entraba la risa floja, hasta
acabar l orando de emoción
tendidas en el suelo.
El poco tiempo que
papá pasaba en casa lo
asaltábamos con las mismas
preguntas, y él, pacientemente,
correspondía a nuestros
ruegos. Nos hablaba del
parque donde trabajaba, del
bosque de Belovezhskaya, de
su gran riqueza de animales
y plantas; nombres de especies
que muchas veces nos
resultaban desconocidas y que
él enumeraba exhaustivamente.
Nos hacía pensar en una
especie de lugar mágico que
por las noches ocupaba el
espacio de nuestros sueños.
Quiero hacer mención de
todo esto porque, a la larga,
la curiosidad que nos
despertaban tantos árboles y
animales terminaría
l evándonos a un momento
crucial… En fin. Siempre
acabábamos con la misma
petición por nuestra parte:
—¿Cuándo nos
l evarás a ese sitio tan
maravilloso?
E idéntica promesa por
la suya:
—Algún día, mis
niñas.
Nuestra insistencia
tendría su premio. Pero para
cambiar nuestra vidas…
La última semana que
vimos a mamá, ella la pasó
l orando. Una tragedia había
logrado conmover su
fortaleza. Habían encontrado
a su hermano, que vivía en
Minsk, muerto a orillas del río
Prípiat. A decir verdad, la
muerte de mi tío me dio igual.
No podía comprender por qué
no ayudaba a mamá, siendo
una persona de grandes
recursos económicos, ni
tampoco por qué l evaba más
de tres años sin visitarnos.
¿Tan poco le importábamos?
Pero para mi madre aquello
resultó una conmoción. La
trágica noticia nos l egó de
labios de papá, que se
presentó sin avisar, con un
extraño permiso de siete días
en el zurrón. Fue papá quien
acudió al entierro, mientras
Simona y yo nos
encargábamos de las tareas
del hogar. Mamá se había
atrincherado bajo la manta de
su jergón y no salió de allí en
toda la semana, rehusando la
comida, haciendo sus
necesidades en una jofaina y
temblando con la mirada
perdida en un techo siempre a
falta de una mano de pintura.
Al séptimo día, papá
regresó al hogar, se encerró
con mamá y nos pidió que
saliéramos al campo. Sin
saber lo que nos esperaba,
Simona y yo cogimos
nuestros juguetes y
obedecimos. Nosotras, ya
adoctrinadas en la lectura y la
escritura por mamá —pues
no teníamos medios suficientes
para acudir a la escuela—
l amábamos «juguetes» a los
cuadernos que un par de
años atrás mamá nos había
dado tras una visita al viejo
señor Veretiko.
A Simona le
encantaba dibujar y, además,
lo hacía muy bien. Como
tenía de sobra dibujado todo
el paisaje que rodeaba nuestro
hogar, en los últimos meses
había comenzado a dar
forma, aun sin conocerlos, a
aquellos árboles y animales de
los que nos hablaba papá en
el bosque de Belovezhskaya
Pushcha. Yo, por mi parte,
utilizaba el cuaderno para
escribir. Describía los días
como estados de ánimo.
Sobre todo me fijaba en el
cielo, en sus nubes, en las
estrellas, en el sol, la luna, en
los pájaros que cruzaban
como flechas. Escribía las
cosas tal y como las
apreciaba. Pero en la última
semana había variado mi
idea. No se lo conté ni
siquiera a Simona, pero
había comenzado a escribir
sobre esa enfermedad que
desgarraba a mi mamá y que
yo no sentía por mi tío: la
pena.
Me encontraba
recostada contra la espalda de
mi hermana, ambas sentadas
en la hierba. Ella estaba
pintando un árbol con
pájaros posados en las
ramas. Yo, por mi parte,
reflejaba en mis páginas el
regreso de papá, y cómo ese
día habían aparecido restos
de sangre en la jofaina que
limpié, junto con la orina de
mamá. A lo lejos, pasaban
ante nuestros ojos los
convoyes ferroviarios que
emitían penetrantes silbidos de
aviso ante el paso a nivel sin
barreras, unos de mercancía,
los más largos, y otros de
pasajeros.
Un alarido precedió a
la salida de papá de la casa.
Recuerdo que se me pusieron
los pelos de punta, y que
incluso se me resbaló el
cuaderno desde mis rodillas
hasta el suelo. Nos levantamos
alarmadas. Queríamos
preguntarle a papá qué
ocurría, pero él ni siquiera
nos oía. Nos dijo que
teníamos que marcharnos. No
entendíamos nada, pero nos
tranquilizó cuando dijo que
mamá se pondría bien.
Añadió que en breve l egaría
un médico para atenderla, y
también que había elegido
precisamente ese día para que
lo acompañáramos al bosque
de Belovezhskaya Pushcha,
a conocer todo aquello por lo
que tanto habíamos suspirado.
Sin duda Simona era
reticente a subir al viejo
vehículo de papá; no en vano
tenía dieciséis años recién
cumplidos y era más astuta
que yo, pero acabó
sucumbiendo a la petición de
nuestro padre cuando este le
mostró las fotografías de
bellos parajes que guardaba
en la guantera. La hora y
media que duró el trayecto se
hizo muy pesada, y papá no
abrió la boca. Sujetaba el
volante con fuerza y no
apartaba la vista de la
carretera. Su cara era una
máscara inescrutable. No
sabría decir si estaba
preocupado o no. En ese
entonces quería pensar que sí.
Amaba a mamá y sufría por
ella, nervioso porque no
estaba en su mano curarla o
quizás alejándose por ese
mismo motivo, para no sentir
el padecimiento desde cerca.
La dejaba en manos de un
médico que le sajaría el mal
de cuajo. En aquel momento
de mi infancia, de mi
inocencia, es lo que quería
creer. Papá nos alejaba de la
angustia buscando la paz y
el sosiego que solo la
naturaleza podía ofrecer,
para que no sufriéramos más.
Qué ignorante era por aquel
entonces.
Tengo que confesar que
lo que vi ante mis ojos al
bajar del coche me hizo
olvidar por un instante a
mamá. Si era eso lo que
esperaba papá, lo había
conseguido. Simona l oraba
de alegría, como yo, con esos
ojos l ameantes suyos
encendidos ante el poder que
emana de la naturaleza. Por
fin estábamos en el parque
que nos tenía encandiladas. El
color verde era un resplandor
que hipnotizaba y que l egaba
desde todas partes. Ayudaba
a ello el espléndido día que
hacía, con un cielo limpio y
un sol poderoso que
desparramaba su energía sin
paliativos. Los problemas de
mamá quedaron atrás, vencida
nuestra voluntad por
centelleantes arbustos,
gigantescos árboles de tronco
grueso y multitud de sonidos
que nacían del interior del
frondoso bosque, sin duda
provenientes de animales
desconocidos que parecían
aprobar nuestra l egada.
Entonces se acercó
hasta nosotros un vehículo
con el techo y los laterales al
descubierto. En el interior se
acomodaban tres hombres, dos
de ellos armados con
escopetas de caza. El tercero
arrastraba los bultos pesados
de varios animales. De pelaje
entre pardo rojizo y
amarillento, tenían la
apariencia de gatos
gigantescos, con orejas
puntiagudas salpicadas de
sangre.
—Los linces ya
empiezan a temer al gran
Yurkov —dijo mi padre,
dirigiéndose a uno de los
hombres, que vestía traje de
explorador y lucía una
cicatriz desde la nariz hasta
la sien, bajo el ojo izquierdo.
Este le pasó la escopeta al
acompañante y se acercó a
nosotras. Nos estudió
detenidamente, prestando más
atención a Simona. Sus ojos
eran oscuros e impenetrables.
Luego sonrió, encendió un
puro que guardaba en el
bolsillo de su camisa y exhaló
el humo sobre nosotras.
—Tus hijas, ¿verdad?
Mmm, son muy apetitosas.
Nos reportarán muchos
beneficios.
Papá escuchó sus
palabras y agachó la cabeza
como avergonzado, o tal vez
era solo una reverencia ante
aquel hombre que me ponía
los pelos de punta. En ese
momento quise gritar a papá
que quería marcharme, pero
me lo replanteé al observar su
completa sumisión. ¿Por qué
permitía aquellas palabras?
¿Acaso no iba a hacer nada
por nosotras?… Lo hizo.
Nos entregó al hombre de la
cicatriz. Sus sicarios nos
ataron las manos y nos
arrojaron sin miramientos a la
parte trasera del vehículo. Nos
manchamos con la sangre
dejada por los linces en la
tapicería. Vimos cómo una
inesperada ráfaga de viento
alzaba al aire nuestros
cuadernos, cómo los
desgajaba y enviaba decenas
de hojas entre los árboles que
tanto nos habían maravillado.
—¡Papá! ¡Papá!
—Me desgarré la garganta
gritando. Quería su ayuda.
Su amor. Que nos guiara
por aquel bello lugar. Pero me
silenciaron con una cinta
adhesiva que enseguida
empapé con mis lágrimas.
Miré a mi hermana, y
entonces me asusté más. No
gritaba ni l oraba, ni luchaba
por desatarse. Se había dado
por vencida, conformándose
con el camino que el destino
nos había asignado. Me
susurró un «te quiero». Luego
nos pusieron las capuchas y
la visión se extinguió, al
tiempo que el vehículo se
ponía en movimiento. No
tardaría en dormirme, medio
ahogada por la incómoda
cinta que sellaba mi boca.
Tiempo después me despertaron
a empujones, alguien me sacó
del vehículo y me condujo,
todavía con la capucha
cubriendo mi cabeza, hasta el
interior de un edificio frío y
húmedo, con un fuerte olor a
orines que daba náuseas.
No sé cuánto
permanecí allí, consumiéndome
en mis negros pensamientos
sobre el futuro, pero al fin
alguien abrió la puerta y cayó
de rodillas a mi lado.
—Si te portas bien,
te liberaré. Si has
comprendido, asiente con la
cabeza. Si te revuelves o
gritas, te pegaré —me avisó
un hombre.
Por supuesto que
asentí. Esa voz me daba una
posibilidad. Una posibilidad
para respirar. Para que la
sangre volviera a circular por
mis entumecidas muñecas.
Primero me quitó la
capucha. Me cegó con la
linterna que l evaba en la
mano y aprovechó para
quitarme la cinta de un tirón.
Me despellejó los labios,
aunque conseguí ahogar el
grito de angustia que nacía en
mí. No podía ver nada, pero
sentí libres mis muñecas.
—¿Cómo te
encuentras? —Quiso saber.
—¿Dónde estoy?
¿Dónde está Simona?
—¿Cómo te
encuentras? —repitió.
—Ciega.
—Se te pasará.
¿Algo más?
—Me duele la
espalda.
—Te daré un
analgésico.
Tras introducirme una
pastilla en la boca, me ayudó
a tragar con agua. Me aferré
con ansiedad a su mano para
evitar que apartara la botella
de plástico. No opuso
resistencia, y permitió que
vaciara con ansia todo su
contenido.
—Ahora descansa.
Pronto tu vista se aclarará.
Entonces descubrirás dónde
está tu cena. Aliméntate y
duerme; mañana conocerás el
resto —anunció aquel
desconocido.
—Por favor, mi
hermana… —supliqué,
con el corazón en un puño
—. Dígame dónde está.
Escuché un suspiro.
¿Una vacilación por parte de
mi carcelero?
—La están
preparando para ser ofrecida
—sentenció, en tono glacial.
La puerta se cerró
bruscamente. Me quedé sola, y
poco a poco mi vista se
adaptó a la penumbra. Estaba
encerrada en un cuarto vacío,
y en la pared habían dibujado
una enorme tarántula con
luminiscencia verde. Me
acerqué. En el techo del
cuarto no había bombillas, la
única luz que me l egaba
procedía del resplandor
fosforescente de ese dibujo
terrorífico. Aquellos ojos
negros pintados me
transmitían la verdad. Mi vida
iba a ser tan fría y oscura
como las cuencas de aquel
repelente bicho.
La noche la viví entre
continuas pesadillas. La última
era real, pero no me di cuenta
hasta que me sacaron del
cuarto a empujones. El
carcelero era un hombre
grande; casi tocaba con su
afeitada cabeza el techo y
vestía como un militar, con
uniforme de camuflaje.
Llevaba un juego de l aves
colgando del cinturón y un
bate de béisbol serrado por la
mitad. Me guio por aquel
camino, que más bien parecía
el túnel de una mina de
carbón, y así l egamos ante
una puerta muy antigua,
rematada en un arco en su
parte superior.
Arriba nos esperaba
una mujer alta y gorda —
las carnes de sus brazos se
agitaban a cada paso que
daba—, que se acercó a mí,
me obligó a abrir la boca con
sus asquerosas manos, y me
recorrió dientes y encías con
unos dedos que parecían
salchichas. Después dirigió
su estudio a mi melena rubia,
sin duda en busca de piojos.
Para entonces, estábamos las
dos solas en aquel sitio. El
carcelero había vuelto sobre
sus pasos y me había dejado
en manos de aquella mujer,
que vestía una bata blanca sin
mangas y l evaba el cabello
recogido en una redecilla que
dejaba marcas en su frente.
La mujer me hizo
desnudarme por completo y
me ordenó que me tumbara en
una camilla, donde me
auscultó el corazón.
Enseguida me hizo una
revisión superficial del
estómago, los reflejos de mis
rodillas y también el estado de
mis oídos, nariz, garganta,
pulmones. Luego me hizo
pasar detrás de un biombo, y
me lavó con agua fría de una
palangana y con un cepillo
recio, que me dejó enrojecido
el cuerpo. Me puso un vestido
negro hasta las rodillas,
delantal de lino blanco y cofia
del mismo color sobre la
cabeza. Cuando estuve
preparada a su gusto, me
condujo hasta una puerta
doble que había al final del
habitáculo. Golpeó con los
nudillos y esperó. Una voz
que ya me era conocida
retumbó potente desde el
interior.
—Adelante, te
estamos esperando.
La enfermera abrió la
puerta y me invitó a entrar.
Más bien me obligó,
clavándome las uñas en un
brazo. Me sorprendió lo que
vi al otro lado. En aquella
amplia sala había sillones
diseminados por todas partes.
En el más próximo a mí se
sentaban tres niñas vestidas
como yo, además de dos
niños con traje a medida y
pajarita negra sobre la camisa
blanca.
—Siéntate con ellos.
—La orden provenía del
hombre de la cicatriz, sentado
a su vez sobre un sillón
hundido, al fondo de la
habitación.
En otros sillones
individuales, a mano izquierda
del individuo al que papá se
dirigió como «Yurkov», se
sentaban dos tipos trajeados
con los rostros ocultos bajo
máscaras de cuero.
—Luka, por favor.
—Ocupé el hueco que dejó
en el sofá aquel niño rubio,
que se levantaba a la l amada
de Yurkov—. Sasa, por
favor. —La niña de mi
derecha abandonó también su
lugar—. Servid a los
clientes como es debido.
A un costado existía
una barra de bar con
bandejas. Cada niño cogió
una y la ofreció a los
enmascarados. Allí vi una
botella de champán, un par de
copas alargadas, un plato con
racimos de uvas, un cuenco
con polvo blanco y una
especie de flauta, alargada
como un dedo.
Luka se arrodilló ante
el hombre del traje azul
marino, posó la bandeja en el
suelo y con manos
temblorosas le sirvió media
copa de champán. El cliente
bebió sin apartar la vista del
muchacho. Después
comenzó a tocarlo. Primero
le alborotó el pelo; luego le
acarició la cara. Mientras
tanto, Sasa se había visto
obligada a sentarse en las
rodillas del de traje gris, que
se introducía en la abertura de
la máscara una uva tras otra.
El tipo buscaba los ojos de
Sasa, pero esta los evitaba
avergonzada. Sus ansiosas
manos resbalaban por los
brazos de la chiquilla, que no
dejaba de temblar. Entonces,
con una brusca sacudida, se
la quitó de encima y la tiró al
suelo con bandeja incluida.
De un manotazo se arrebató
la máscara con furia.
—¡Al cliente debes
mirarlo a los ojos, sonreírle,
atender todos sus deseos!
—bramó.
Reconocí a aquel
hombre como uno de los
acompañantes de la cacería
de linces. Entonces aún no lo
sabía, pero se trataba del
hermano menor de Yurkov y,
por desgracia, yo misma
tendría ocasión de conocerle
más adelante.
—No podemos
permitir vacilaciones y por eso
debes ser castigada —decía
—. Tu compañero también
lo será.
El hombre agarró a
Sasa del brazo, la arrastró
por el suelo y la encerró tras
una puerta que había más allá
de la barra. Luego volvió por
el chico y repitió el
procedimiento. Cuando
terminó, inhaló el polvo blanco
del cuenco volcado con la
ayuda de la flauta, se desvistió
de cintura para arriba y se
encerró con Sasa y Luka,
tras tomar una recia fusta.
Todavía recuerdo los
angustiosos gritos y el
chasquido del cuero al chocar
con la carne. Fue horrible. No
podía verlo, pero lo sentía
como si los estuvieran
golpeando a mi lado.
Entonces, el hombre de la
cicatriz l egó hasta nosotros e
hizo algo inesperado. Sacó
una pistola y apoyó su cañón
sobre mi frente. Vi el odio en
sus ojos. Me decían que no le
importábamos; que solo
éramos su «mercancía».
—Espero que hayáis
aprendido la lección, porque
no me gusta tener que repetir
las cosas y no tengo
inconveniente en sustituiros si
es necesario —amenazó
con su vozarrón.
Apretó el gatillo una
vez. ¡Clic! Chillé. Me volví
loca de terror. Pataleé sin
control, golpeando sin querer
a mis compañeros. La risa de
Yurkov aún resuena en mi
memoria.
Fui conducida hasta mi
celda. No recuerdo cuándo me
separé del resto de niños y
niñas, ni con quién volví, ni
tampoco el tiempo que tardé.
Solo veía una bala con mi
nombre. Y de fondo escuchaba
los gritos, el susurro de la
fusta, espaldas sangrientas,
nostalgia en carne viva. No
podía comprender por qué
todas esas personas actuaban
de aquella forma. Al fin y al
cabo, también ellos debían de
tener familia, quizás hijos, y
repartirían su amor a sus
seres queridos… Entonces
¿por qué? Papá era como
ellos; si de verdad nos quería,
¿por qué nos había
entregado? Culpaba a aquellos
desconocidos, pero en realidad
pensaba en mi padre. Ellos
solo se limitaron a recoger lo
que él les ofreció. A nosotras.
Eso sí era dolor. No algo
físico, sino emocional. Mi
alma ardía de tristeza, de
pena, de incomprensión.
¿Acaso el amor era una
mentira? ¿Había padres tan
perversos como el mío?
No reparé en el hombre
que se sentó a mi lado hasta
que oí su voz, ronca y l ena
de maldad.
—La enseñanza es
un bastión para la obediencia
—dijo con voz grave. No
respondí a Yurkov. ¿Para qué?
¿Para pedirle que me liberara?
¿Cuál sería el precio de la
libertad? ¿Una bala
perforando mi cabeza?—.
¿Sabes? Eres especial. Solo
me servirás a mí y a mis
clientes más selectos.
Responderé por ti y te
protegeré, siempre que no
cometas tonterías. Lo de la
pistola era solo una treta. Yo
no mato niños, ese no es mi
trabajo. Pero debo hacerme
respetar. ¿Lo entiendes? ¿Tú
me respetas? ¿Confías en mí?
—Mamá…,
Simona…, mi papá…
—susurré, antes de
preguntar—: ¿Por qué?
—Quién sabe —
contestó él, encogiéndose
hombros—. Tal vez tu padre
quería una nueva identidad. O
el pasaporte a otro país. O el
cobro de una deuda. Hay
tantas razones que os hacen
l egar a mí… —Yurkov
detenía las lágrimas con su
mano derecha, reteniéndolas
allí sin ningún motivo—.
Vuestra juventud es un tesoro.
Un negocio demasiado
rentable para dejarlo pasar.
Aquellas palabras
acabaron con mis escasas
fuerzas, pero el hombre no
dejó que me desmayara. Me
recogió entre sus brazos.
Necesitaba consuelo y él me lo
estaba proporcionando. Me
susurraba al oído:
—Tranquila, pequeña,
tranquila.
Lo abracé como si
fuera papá. No sé por qué lo
hice, pero me abandoné a su
gesto tierno. Era demasiado
inocente para deducir que
aquel hombre no tenía
sentimientos, y que su
corazón no era más que un
trozo de hielo ártico. Creo
que me dormí en sus brazos.
Cuando desperté estaba
tendida sobre la camilla donde
aquella robusta enfermera me
había reconocido. No podía
moverme de cintura para
arriba. Pensé en una lesión
irreversible de espalda. En ese
momento oí voces a mi
izquierda. Dos rostros
aparecieron para mirarme.
Yurkov y la enfermera. Pero
ella no me observaba a mí.
Tan solo prestaba atención a
mi hombro derecho. Afirmó
en silencio con la cabeza y
torció la boca.
—¿Cómo estás?
—me preguntó.
—No siento nada de
cintura para arriba —
expliqué, sin saber en realidad
qué pensar.
—Son los efectos de
la anestesia.
¿Me tranquilizaban
esas palabras?
—Anestesia… ¿por
qué? —inquirí con poca
voz. Seguía sin entender.
La mujer no me
respondió, y se limitó a
acercarse a una mesilla con
ruedas para recoger dos
objetos. Al volver junto a mí
traía un pequeño espejo de
plástico color azul en una
mano y, en la otra, dos
pinzas que sujetaban algo
humeante. ¿De qué se
trataba? Cuando la enfermera
dio la vuelta al espejo lo
comprendí todo. Me habían
marcado a fuego la espalda,
como si fuera una res. Era
una tarántula negra cincelada
que me acompañaría siempre.
Al menos habían sido
considerados: me anestesiaron.
Me ahorraron el dolor. Ahora
sabía que no tenía
escapatoria, que les pertenecía
por completo. Era una de sus
«niñas tarántula», como allí
nos l amaban.
—Es hora de
trasladarla a Kamenets —
avisó Yurkov.
En ese preciso
momento alguien me colocó
una mascarilla sobre la nariz
y la boca. Solo oí una
especie de siseo antes de
perder el conocimiento.
La clave la tiene Martina.

Después de leer su contenido supo


que había encontrado lo que buscaba,
sobre todo al recordar el vídeo inmundo
que disolvió por completo su confianza
en el ser humano. Era esta la historia
que debía dar a conocer, y aquella en la
que trabajaba Gloria hasta que la
silenciaron… Pero ¿dónde estaba el
resto del testimonio? Nadia Butalkin
terminaba su relato asegurando esa era
solo la primera parte de su triste historia
y mencionaba un diario. Alma supo que
lo necesitaba. Lo que había leído era
una canallada, pero no tenía suficientes
datos como para embarcarse en aquel
extraño encargo que caducaba a las
cuarenta y ocho horas.
En ese instante, un estremecimiento
le hizo encogerse. Había dado por
sentado que solo debía encontrar una
historia que la llevase a averiguar algo
sobre su amada…, ¿para qué? ¿Tal vez
para darle cristiana sepultura, para tener
un lugar donde llorarla? ¿Se estaba
oyendo? ¿Qué evidencias tenía de su
muerte? Y si en efecto la investigación
había causado la muerte de Gloria,
¿estaría ella expuesta al mismo final si
intentaba desenterrar todo aquello?
¿Estaba segura de que quería continuar
con esto? Había tantas cosas que la
invitaban a seguir viviendo… ¿Tan
difícil era limitarse a olvidarlo?,
¿meterse bajo las mantas las próximas
horas hasta que el plazo expirase? Pero
no podía ignorarlo por Gloria, por esos
niños que no tuvieron oportunidad…
El timbre de la puerta sonó en aquel
mismo momento. Se dirigió tambaleante
hasta la puerta mientras lo oía de nuevo.
La abrió sin molestarse en asomarse a la
mirilla, pensando que sin duda se trataba
de Silvana. Una tabla de salvación a la
que agarrarse en aquellos difíciles
instantes.
—¿Alma Reyes…? —preguntó una
desconocida.
Le tendía una mano a través del
umbral de la puerta. Y en la otra, una
pistola.
21
—¡No acudiste! ¡Es aita quien estuvo a
punto de morir! ¡Tu propio aita, que
necesitaba tu ayuda! ¡No se merece que
lo olviden! ¿Me oyes? ¡No se lo merece!
Las arrugas de Virginia Gorostiza
brillaban por efecto de las lágrimas.
Aporreaba el pecho de Yago con una
furia desatada y él no hacía nada por
evitar sus golpes. Le temblaba la
barbilla, y su nuez no hacía más que
subir y bajar al tragar saliva con
extraordinaria dificultad.
—¡Él te quiere, siempre te quiso,
pero por culpa de su enfermedad te has
apartado de él! ¿Es este el precio que
pagamos por ser padres? Somos una
molestia cuando envejecemos, ¿verdad?
—Las recriminaciones se encadenaban
de forma harto dolorosa en el alicaído
ánimo del oficial de la Ertzaintza—.
¿Cuántas veces has ido a pasear con tu
aita desde que cayó enfermo? ¡Dime,
cuántas! ¡Con Noelia te pasó lo mismo!
¡Ni siquiera luchaste por ella! —La
mujer se dio la vuelta para tomar asiento
en una silla al lado de la cama de
hospital de Cruces, donde su marido
yacía inconsciente—. No quiero que la
niña vea así a su aitite… ¿Dónde está?
¿Sabes algo de ella?
—No. Está… —farfulló Yago
Mellado, haciendo un gran esfuerzo por
sobreponerse. La escena le parecía
irreal—. Está de excursión con unas
amigas.
Sin dar más explicaciones salió de
la habitación. Le dolía mucho la
mandíbula, tenía un ojo hinchado y una
brecha en la frente que había requerido
seis puntos de sutura. También le habían
puesto una especie de corsé para las
costillas dañadas. Y aun así, lo que más
le dolía era el alma: las palabras de su
ama habían sido como esquirlas de
metralla disparadas a quemarropa. Pero
tenía razón. Había sido un cobarde ante
la enfermedad de su aita y lo mismo
ante la adicción de Noelia al alcohol.
Después del fracaso en la clínica de
desintoxicación, desertó de la lucha por
ella. Por la amatxu de su única hija…
Le daba miedo no saber responder ante
tantos altibajos y creyó más conveniente
alejarse. Huyó del problema cuando su
esposa más lo necesitaba, llenándola de
sufrimiento con la separación y la
custodia de Vanesa.
Por otra parte, su madre estaba tan
agitada que ni siquiera había reparado
en las magulladuras de Yago. Mejor así.
Que no se enterara de la razón por la
que no había podido socorrerlos.
Bastante preocupación tenía con su
marido como para hundirla aún más con
la noticia del secuestro de su nieta. Al
menos, lo de su aita había quedado en
un traumatismo craneoencefálico sin
aparente gravedad, aunque, a decir de
los médicos, aún debía permanecer un
tiempo indefinido en observación.
Yago descendió dos plantas en el
ascensor más próximo. Necesitaba ver a
Nadine. Y pensar con calma. No podía
hacer otra cosa. Tenía que cumplir un
encargo para que Vanesa volviera a su
lado, y para eso aún disponía de horas
de sobra.
En el umbral de la habitación de su
novia eslava había dos agentes vestidos
con uniformes rojos y negros que se
interpusieron en su camino. No los
conocía, por lo que no le quedó más
remedio que identificarse con la placa.
Los agentes se apartaron
respetuosamente y le dejaron entrar tras
un escueto «Bai».
Dentro encontró la misma cantinela
de todos los días. La bella princesa
sujeta a los artilugios que la mantenían
con vida. Las rosas aún desprendían su
pegajoso olor, haciéndose presentes en
el viciado aire hospitalario. Con la
rutina habitual, acercó la silla y tomó las
manos de Nadine. Más bien las exploró.
Lo hizo dedo a dedo, pendiente como
nunca de un movimiento que le
certificara que lo que pasó el sábado
había sido real. Necesitaba una buena
noticia, y más en estos amargos
momentos. Pero no ocurrió lo que
deseaba. La princesa continuaba sumida
en ese estado de fatal inconsciencia,
gravitando en el letargo de un sendero
negro.
Yago se agachó hasta posar su frente
en las manos de Nadine. Luego habló.
Al estómago de la paciente. Como si
quisiera comunicarle que algún día se
formaría un bebé en las entrañas de
Nadine, cuando esta se recuperase del
todo. Pero no lo hacía por eso. Solo
tenía miedo de enfrentarse a su rostro
inerte.
—He venido para despedirme. No
pretendo que lo comprendas, pero lo que
voy a hacer acarreará unas
consecuencias irreversibles que nos
llevarán por caminos distintos. Ojalá
sepas perdonarme estés donde estés,
porque no me queda otra alternativa…
—Hablaba con voz queda, sin
reconocerse a sí mismo en lo que decía
ni en cómo lo hacía. Guardó silencio, un
largo paréntesis, y solo continuó cuando
las lágrimas comenzaron a bordear sus
ojos—: Dios, te he amado tanto… Te
amo…, y te amaré siempre… —Se
levantó para inclinarse hacia Nadine,
aún más cerca de ella—. Gracias por
hacerme feliz… porque de verdad lo fui
a tu lado. Pero esta vida no admite la
felicidad durante demasiado tiempo…
Perdón… —Notó un nudo de
intensísima emoción en la garganta—.
Perdón, Nadine, por lo que voy a
hacer…
Justo en ese momento apareció el
Monarca. Mellado parpadeó,
sorprendido, cuando su jefe de
departamento abrió la puerta.
—Siento la interrupción… ¿Cómo
estás, hombre?
—Jodido. —El oficial de la
Ertzaintza se cruzó los brazos en actitud
negativa.
—Ya… Estoy al tanto de lo de tu
aita. Gracias a Dios que todo se ha
quedado en un susto… ¿Y Vanesa? ¿Has
dado con ella?
—Sí. —Yago recordó el vídeo. No
le quedaba más remedio que mentir
como un bellaco—. Me dijo lo del
concierto y no le presté atención.
Cuando me llamó ayer, al mediodía, me
quise morir… Siento no haber esperado
el tiempo reglamentario, molestando a
todo el equipo. Le dije que en los
deberes como padre voy de suspenso en
suspenso.
—Me alegro por lo de Vanesa, Yago.
Pero tenemos que hablar —porfió el
comisario.
—No aquí… —Yago miró de refilón
a Nadine y luego propuso, bajando la
voz—: Le invito a un café en la
máquina.
Caminaron en silencio hasta la sala
de descanso, vacía en esos instantes. Al
fondo, una televisión sobre un carrito
emitía pruebas de atletismo. Frente al
plasma había dos sillones negros,
desgastados y con los cojines
descosidos. En uno de ellos se sentó
Mellado, tras silenciar la retransmisión.
Por su parte, Sagasti se dirigió hasta las
máquinas expendedoras y se hizo con
dos cafés.
—Hemos hallado en el lugar el
cadáver de Frederick Ramiro… —Tras
aclararse brevemente la garganta, el
comisario hizo una pausa esperando una
reacción de su subordinado—. Estaba
encerrado boca abajo en una caja de
madera. Murió ahogado en queroseno.
Yago sacudió la cabeza y apretó los
labios.
—Una muerte cruel —murmuró
después.
—Un asesinato que intuíamos que
podía ocurrir pero al que llegamos
tarde. ¿Por qué…? —Impotente, el jefe
del CIDE alzó los hombros—. Quizá la
respuesta sea porque no sabíamos una
mierda… ¿O me equivoco? —Incidió
sutilmente, luego de un silencio
plúmbeo. El oficial a sus órdenes no
respondió, optando por dar un largo
trago a su café para ganar tiempo—. No
somos infalibles. Para conocer
necesitamos evidencias. —Jokin
continuó su discurso sin alterar la pose
de su mejor hombre—. La teoría no
suele dar resultados, y lo sabes muy
bien. Por lo tanto, quiero que me
respondas a la pregunta que no deja de
rondarme el cerebro… —Hizo una
pausa mínima para mirar a su
interlocutor fijamente—. ¿Cómo supiste
el paradero del nuevo asesinato si no
teníamos ninguna evidencia?
—Intuición —repuso Mellado,
lacónico.
—Ya… —El comisario torció los
labios en una mueca de disgusto—. Me
fascina el poder de la intuición, en serio,
pero a no ser que seas un reflejo del
mismísimo Dios, esa respuesta no es
nada convincente. No me tomes por
tonto.
—Sitio solitario, lugar abandonado,
espacio suficiente… Combinado todo
junto, pensé que podría ser un escenario
ideal para cometer un asesinato… Y por
lo visto, no me equivoqué.
—¡Mis cojones! —exclamó el
Monarca, resoplando luego con
impaciencia—. ¿Voy a tener que creer
que eres una nueva clase de superhéroe
del cómic? ¿Cómo te bautizamos?
¿Intuición-Man? —concluyó mordaz.
Por primera vez Yago miró al
comisario a los ojos. En su mente
vibraba la orden que aquel psicópata
había escrito para él: «Engáñalos».
—Si no me cree, es su problema —
resumió con medida frialdad.
Sagasti sintió de nuevo una punzada
de rabia.
—¿Problema…? ¡Joder, Yago! Has
estado a merced del asesino. Por alguna
razón que desconozco, solo te ha
magreado un poco. Este asunto me está
empezando a desbordar, y necesito a
todos mis agentes unidos y trabajando en
equipo en una misma dirección.
—Le están presionando demasiado
los de Interior, ¿no es eso? —Quiso
saber el oficial, incisivo.
—Ahora mismo me importan un
comino esos soplagaitas y también los
listillos de Mundinova. Lo que me
preocupa es el peligro al que se ven
abocados mis hombres. Y no digamos
cuánto me jode que precisamente ellos
traten de engañarme… —le espetó el
máximo responsable del CIDE—. En
principio llegué a la conclusión de que
habían sido asesinados por asuntos
comerciales. Ya sabes, trapicheos,
argucias económicas que ocasionan
problemas con intermediarios
potencialmente peligrosos… —Jokin se
interrumpió porque las preguntas a su
subordinado le bullían en la cabeza. Le
miró: Mellado mantenía fija su atención
en el vaso de plástico y escuchaba
impertérrito—. Pero por los últimos
indicios puedo refrendar que sus
muertes van ligadas a la venganza. Es
una venganza por actos inmorales
cometidos por las víctimas.
Yago estrujó el vaso de plástico y lo
arrojó al cubo de basura, encestando en
una parábola perfecta. Se giró y volvió a
mirar a su interlocutor.
—¿Ha interrogado al sospechoso?
¿Sacó esa conclusión del celador? —se
interesó, ahora con pronunciado ceño.
—Nos fue imposible… —El
Monarca chasqueó la lengua antes de
proseguir con renovado brío—: Estaba
muerto. Pero sí mantuvimos una
productiva charla con un chico que nos
ha sido de gran ayuda. Gracias a él
pudimos encontrar a Frederick
Ramiro… Y también a ti, claro.
Yago Mellado le lanzó una mirada
huidiza antes de replicar sin aparente
emoción:
—¿Un chico? ¿Qué es lo que me
estoy perdiendo, señor?
Jokin Sagasti abrió ambas manos en
clara señal de impotencia.
—Eso quisiera saber yo, joder… —
reconoció sin ambages—. Con qué clase
de asesino nos enfrentamos, y cómo
actuar para llegar hasta él. El muy
cabrón ha añadido un elemento sorpresa
a este puto rompecabezas.
—Explosivos.
—¿Cómo? —Atónito, el veterano
comisario se quedó mirando al oficial
con la boca abierta—. ¿Quién cojones te
ha informado sobre eso? ¿Ha sido
Elostegi?
—La intuición de nuevo…
—¿Qué coño estás buscando,
Mellado? ¿Que te expediente? —
inquirió Sagasti en tono desabrido—.
Vamos, cuéntame lo que sabes y te
prometo que haré oídos sordos al resto.
—No hay nada sobre lo que usted
pueda rascar. Al menos no aún… —se
limitó a responder el aludido en actitud
glacial.
El Monarca no salía de su asombro.
—¿Cómo que no hay nada? —estalló
después de una incómoda pausa,
colérico—. Pero esto qué hostias es,
¿una puta broma? —Se agitó y
desparramó el café sobre la mesa tras
golpear el vaso con el codo diestro—.
Estamos lidiando con un enfermo mental
muy peligroso, al que le gusta torturar a
ricachones antes de asesinarlos y que
prepara un atentado vete tú a saber
dónde. Y lo más jodido de todo es que
estamos a expensas de lo que ocurra,
porque no sabemos si el atentado está
programado para dentro de unos
minutos, horas o días.
—Quizá ese atentado pueda
evitarse… —aventuró el oficial de la
Ertzaintza, mientras su superior negaba
con la cabeza—, si la persona adecuada
toma la decisión correcta.
Conteniendo a duras penas un
exabrupto, el comisario miró fijamente a
Mellado. Había comenzado a morderse
el labio inferior, y todos en la unidad
conocían ese gesto: avisaba de su estado
de tensión ante lo que se les venía
encima.
—No has encontrado a Vanesa… —
conjeturó, casi en un susurro.
Yago no contestó. Simplemente se
levantó y dejó caer en la mesa la placa
de identificación y la pistola
reglamentaria. Luego apretó un hombro
de Jokin Sagasti con la mano diestra.
—No se preocupe… No dejaré que
esa bomba explote —prometió en
marcado tono confidencial.
—¿Te están utilizando? —afirmó,
más que preguntó, el comisario jefe del
CIDE. Yago esbozó una sonrisa triste
que murió enseguida en una
indescifrable mueca. Un agradecimiento
a tantas horas de trabajo juntos. Un final
amargo en su brillante hoja de servicios
—. Sabes que puedo impedirte dar un
paso más por ocultamiento de…
—¡No! ¡No lo hará! —rugió
Mellado, interrumpiéndolo sin
miramiento alguno. Dicho esto, salió a
paso rápido de la sala de descanso.
Por su parte, el Monarca, con la
placa del oficial en la palma de la mano
y aún perplejo, reflexionó durante unos
instantes. Luego hizo una llamada.
Había pasado una hora desde la
conversación con el comisario. Yago
estaba sentado en el rincón de un
céntrico bar de Bilbao que en esos
momentos despachaba música country
por los altavoces. Ante él había seis
anchos vasos vacíos y otro más con
cerveza a medio consumir. Se sentía
achispado. Justo lo que necesitaba en
ese instante. «¿Ahora me comprendes?».
La aguda pregunta de Noelia acudió a él
como una silenciosa recriminación.
—Claro… Claro que te entiendo.
Ahora sí —susurró entre dientes.
Las durísimas frases de su ama, la
melancólica despedida de Nadine, el
aprieto en el que lo había puesto el
Monarca con su perspicacia, la ausencia
de Vanesa… La terrible elección a que
se veía abocado sin remedio: sí o sí…
Todo ello unido daba sentido a la
palabra «problemas», y qué mejor
manera que olvidar esos problemas con
un rato de sosiego huyendo de la
realidad a lomos de aquel caldo que
embotaba su mente y cortocircuitaba las
preocupaciones.
—¿Está bien, señor? Tanta cerveza
como desayuno… —comentó una voz
extraña con fuerte acento
latinoamericano.
La camarera, con vaqueros ceñidos
en sus anchas caderas y un sombrero en
la cabeza que casi tapaba su pelo
azabache, recogido como estaba en una
coleta, dejó la bandeja en la mesa de
formica color madera y recogió los
vasos vacíos. Bajó la mirada cuando se
percató del inoportuno comentario que
acababa de hacer. Menos mal que él le
respondió con una sonrisa estúpida y no
pareció ofenderse.
—Otra, por favor —le pidió con voz
algo pastosa, tras dar buena cuenta de su
séptima cerveza.
Cuando la camarera se marchó, Yago
ya tenía muy claro lo que iba a hacer a
continuación. Se le había ocurrido algo
para ganarse el perdón de la persona a
la que amaba y también de aquellos a
quienes admiraba. Luego las palabras no
valdrían para nada, y menos después de
afrontar la prueba más dura de su vida…
al convertirse en un asesino.
Quizá Noelia no esperase su visita,
pero estaba decidido. No había ya
posibilidad de dar marcha atrás.

Al mismo tiempo, a unos seis kilómetros


de distancia, el mal humor de Jokin
Sagasti se agigantó cuando la doctora
Laínez le comunicó que aún no podía
hablar con Fabiola Mena, nombre que
correspondía a la mujer malherida y
potencial sospechosa señalada por el
asunto de los explosivos, y relacionada
también con Frederick Ramiro, alias
«Vitus», en la explotación de menores.
Con gesto fatigado por la falta de sueño,
Marga le dijo que estaba en estado de
shock y que aún podían pasar varios
días hasta que fuese capaz de responder
cualquier tipo de pregunta. La doctora
consiguió persuadirle para dejar un solo
agente en vigilancia intensiva. La mujer
estaba sedada y tenía una pierna
escayolada, y para el resto de los
pacientes no era plato de buen gusto
saber que cerca había potenciales
delincuentes.
El comisario aceptó a regañadientes.
Los datos que tenía sobre la mujer se los
había proporcionado la Central. Casada
con el ya difunto Guillermo Gutiérrez,
tenía una hija llamada Zaira y vivía en
un caserío en los montes cercanos a San
Antonio de Etxebarri. Había enviado al
lugar a De Marco y a Vicky, con una
orden judicial para registrarlo en toda
regla y, obviamente, hacerse cargo de la
niña.
Cuando salió del hospital de Cruces
y se dirigió al coche camuflado, en el
aparcamiento subterráneo, Jokin acusó
el cansancio y la enorme tensión
acumulada. El día había sido delicado,
pero sin duda el asunto de Yago era el
que más energía le había absorbido.
Eran muchos casos juntos, y no quería
perderlo para siempre. Pero no había de
qué preocuparse. Para tal fin había
tomado las medidas adecuadas. En ese
momento sonó su teléfono móvil. Era
Mónica Antúnez. Le comunicó que aún
no había conseguido desencriptar aquel
maldito armazón de discos duros de los
ordenadores del refugio de Jaime Ribas,
pero lo que había encontrado era
interesante y se lo haría llegar al fax de
la central con carácter de urgencia.
Mientras cavilaba sobre las
habilidades de aquel hacker, recibió una
segunda llamada: esta vez era Xabier
Elostegi quien contactaba con él. Habían
encontrado a la hermana y al sobrino de
Jaime, pero algo no concordaba con lo
esperado…
Transcurridas dos horas desde la visita
de Yago Mellado, la princesa de
Bielorrusia continuaba inmóvil. Las
luces fluorescentes del hospital la
envolvían como una mortaja; la
dibujaban blanca, como un cadáver.
Pero había algo distinto, algo que
había cambiado.
Nadine acababa de abrir los ojos.
22
—Estoy aquí para informarte de que
debes acompañarme.
Alma Reyes miró a la mujer de pelo
encrespado color caoba que tenía ante
ella, y que le hablaba con voz grave. O
más bien observaba la pistola que esta
intrusa había dejado al alcance de su
mano sobre la mesa de la cocina. A ella,
por su parte, la había hecho sentarse lo
más alejada posible por si intentaba
arrebatarle el arma.
—Buen argumento de persuasión —
contestó la escritora con sorna,
señalando la pistola—. ¿No entiendes el
término «dialogar»?
—Por supuesto. Pero no puedo
aceptar una negativa, y con esto sé que
me obedecerás.
—¿Y qué es esto? ¿Un secuestro? —
preguntaba con aparente calma, pero en
realidad sentía cómo los nervios y la
angustia la devoraban por dentro.
—¿Secuestro? No, por favor… No,
nada de eso… Llámalo «invitación»,
que suena mejor. —Noe hablaba
suavemente, casi en susurros.
—Pero… ¿por qué?
—Quien me obliga te señala como la
redactora de cierta historia, y…
Alma respiró con algo de alivio.
—Entonces eres una mensajera —
creyó adivinar tras una pausa para
reflexionar, y sin que le temblara la voz.
—Entiéndelo como quieras, pero yo
lo definiría más bien como una
obligación. Debes venir conmigo por…
—La madre de Vanesa dudó un instante
—. Lo siento. No quiero explayarme en
mis motivos.
—¿Quién te envía?
—Quien siembra dolor —concluyó
Noe, lapidaria.
—Supongo que quien te envía tiene
algo que te pertenece o que puede
hacerte daño. Solo así se entiende que te
prestes a esto —razonó Alma Reyes.
Noe no contestó. Quizás había
hablado demasiado. Pero dedujo que
aquella morena de pelo corto podía
estar al tanto del asunto cuando el
desconocido encapuchado se refería a
ella como su «redactora». Aun así,
decidió omitir los detalles y no tentar
más a la suerte. Miró con gran fijeza a la
joven.
—Si dudas de mis intenciones, es el
momento de comprobarlo… —Lanzó la
pistola. El arma se deslizó por la mesa
hasta ir a parar a las manos de Alma—.
Creo que ambas le pertenecemos y es el
momento de valorar si podemos
colaborar juntas o aceptar el dolor que
nos tiene reservadas. —Tras esa
conclusión, se encogió de hombros.
Alma no recogió la pistola. La miró
con inquietud, tal como si fuera una
cobra presta para atacar con sus
colmillos repletos de letal veneno.
—Cuando llegaste me hablaste de
Gloria. ¿Qué sabes de ella? —preguntó
apuntando a donde más le interesaba.
—Por lo que veo, ese nombre te
dice algo.
—Por supuesto que sí… Era mi
pareja, mi compañera sentimental.
—¿Era? —se extrañó Noe,
arqueando las cejas.
—Desapareció.
—Lo siento… —La recién llegada
escondió la mano derecha en la
bandolera que descansaba entre sus
piernas—. Me dijo que la nombrara.
Ahora sé con qué intención me lo pidió.
—Alma había cogido la pistola. La
examinaba con ojos soñadores—. ¿Qué
te ha prometido?
—Hallarla… Al menos, sus restos,
tal vez. No sé…
Alma encañonó a Noe con mano
temblorosa.
—De esa manera podrás librarte de
la incertidumbre —dedujo esta.
—Llevo seis meses sin saber nada.
—La voz le temblaba—. Y ahora
descubro, gracias a un anónimo, que
Gloria estaba emprendiendo una
investigación que conllevaba cierto
peligro… —Torció el gesto con
preocupación—. Ese alguien me
propuso seguir con su trabajo, y a
cambio, me prometió éxito y respuestas
sobre su paradero. —Se le quebró la
voz, justo cuando una lágrima furtiva
rodó por su mejilla. Silenciadas sus
palabras, cogió el arma con ambas
manos para evitar el balanceo excesivo
que le provocaban los nervios.
—Entiendo… Lo que queda claro es
que ese extraño sabe mucho de nosotras.
Conoce nuestros puntos débiles, y se
vale de ellos para no dejarnos otra
alternativa. —Mientras hablaba, Noe
acariciaba distraída el mango del
cuchillo de caza hundido en el fondo de
la bandolera.
La inquilina del piso afirmó con la
cabeza.
—Si quieres que confíe en ti, debes
decirme por qué te utiliza. Puestas a
sincerarnos, convénceme para creerte —
propuso mientras arrugaba la nariz.
—Te he dado la pistola… ¿Qué más
prueba quieres?
—No te conozco de nada… Has
querido probarme, ¿verdad? Por eso me
has dado la pistola…
Alma la hizo girar en su mano,
apuntó al calendario que había colgado
sobre la pared, con paisajes de ensueño
de la costa e interior de Bizkaia y apretó
el gatillo. Tres, cuatro veces. El
percutor sonaba hueco, vacío.
—¿Lo ves? Qué estúpida he sido
suponiendo que eras una mujer débil y
que tenía una posibilidad de elección.
Pero veo que no tengo alternativa.
Noe asintió con un elocuente gesto
de su mano, a la par que sacaba la otra
de la bandolera y la abría para mostrar
en la palma media docena de cartuchos
con sus correspondientes balas.
—No puedo arriesgarme —dijo
después de un breve silencio—. Pero me
pediste diálogo y te lo he dado. Gracias
a ello te conozco un poco más y estoy al
tanto de por qué te han señalado.
Quieres recuperar a quien amas, o al
menos saber lo que podría haberle
ocurrido, y a cambio te da la
oportunidad de relatar una simple
historia. No creo que deba obligarte. Si
amas a esa persona, me acompañarás, y
sé que es eso lo que va a ocurrir sin
necesidad de tener que apuntarte con un
arma… —Dejó transcurrir unos
instantes—. ¿Me equivoco?
—Tuve dudas. Este encargo me daba
miedo a pesar de tener la oportunidad de
encontrarla… —Alma dejó escapar un
largo suspiro y prosiguió luego con voz
hueca—: Pensé que podías ser tú quien
estuviera tras la desaparición de Gloria,
y que tal vez venías para avisarme de
que no siguiera adelante… o
sencillamente, a liquidarme.
—Ya ves que nada de eso tiene que
ver conmigo. Estamos enlazadas por
algún motivo —razonó Noe en tono
convincente.
—Pero ni siquiera sé sobre qué
debo escribir. Estoy muy confusa. Tengo
un plazo y unas cuantas historias
dramáticas dentro de un pendrive, y no
encuentro la conexión. No sé a cuál de
ellas debo referirme… —Abrumada, la
novelista se encogió de hombros. Había
dejado el arma corta de fuego sobre la
mesa y se apartó un mechón de pelo del
ojo izquierdo. Observaba a Noe con
expectación—. Hay una que podría ser.
Aunque no sé… —titubeó antes de
reconocer—: Me muevo por intuiciones.
—Creo que yo puedo tener la
solución. Las evidencias, eso es lo que
me dijo. Allí están las evidencias —
subrayó la madre de Vanesa, ahora con
cierto énfasis.
—¿Allí…? —repitió la inquilina de
la vivienda, sin entender absolutamente
nada.
—Quiero decir en el lugar al que
debemos acudir… —Alma se la quedó
mirando con gesto interrogante—. Hay
un lugar llamado El Observatorio, un
centro para…
—Sí. Creo recordar que había una
clínica para alcohólicos con ese nombre
que… —Al ver el gesto de tristeza en el
rostro de su visitante, Alma se
interrumpió de golpe. El espeso minuto
que siguió se le hizo interminable hasta
que Noe habló de nuevo:
—Acudí a ese lugar para curar mi
adicción… —La exalcohólica entornó
los ojos—. Sí. Ahí es donde se supone
que ambas encontraremos aquello para
lo que hemos sido señaladas.
—Lo siento…
—No te preocupes. Lo he superado
ya. Es algo que pertenece al pasado —
afirmó Noe, rotunda.
Alma se incorporó para acercarse a
la nevera. Sacó una botella de agua
mineral y llenó dos vasos de cristal con
el pulso propio de una persona enferma.
Le tendió uno a su «invitada», y
apoyándose en el lavavajillas bebió de
un trago el suyo. Necesitaba agua fría.
—Gracias. —Noe aceptó el vaso.
—¿Esa clínica ha dejado de estar
operativa? —Quiso saber Alma,
conteniendo apenas sus nervios.
—Sí, eso creo. La clausuraron por…
lo que considero una farsa.
—Acusaron al responsable de
fraude a la Hacienda Foral, ¿no? Creo
que lo leí en algún sitio…
—Esa fue una de las razones, pero
creo que se enmascara algo más gordo
—puntualizó Noe, sombría—.
Situaciones y hechos que para el
ciudadano medio serían difíciles de
entender.
Alma parecía perpleja.
—No te sigo…
—Pues es muy simple… Cuando
personas a las que admiramos cometen
errores producto de una mala gestión,
conviene ocultarlos para no angustiar
más a la gente de la calle. Esas personas
conocidas tienen una imagen que deben
cuidar. No pueden permitirse que se
dude de ellos… —incidió Noe, de
repente sarcástica.
—¿A quién te refieres? ¿Al
Gobierno autónomo? ¿A los políticos?
—Empresarios en general… —se
apresuró a responder—. A todos y a
ninguno. Sabemos o intuimos al menos
que la corrupción nace de las grandes
fortunas y de puestos de relevancia.
—Estoy contigo, pero… ¿qué tiene
eso que ver con la clínica? —replicó la
otra con falso aplomo.
—El que fue mi marido me ingresó
en ese centro por mi bien… —Noe
entornó los ojos, como si hiciera un
esfuerzo extraordinario por recordar
aquel amargo día en que llegó al límite
de la cordura—. Dos meses después
llevó las riendas de la investigación que
acabó con la reputación de la clínica.
Yago es oficial de la Ertzaintza y muy
bueno por cierto, aunque entre sus
obligaciones no está ocuparse del fraude
a Hacienda. Si sumas lo que te estoy
diciendo, comprenderás que hay asuntos
más turbios, probablemente silenciados
por grandes sumas. Todos creen aquello
que les dicen los medios de
comunicación. Para nada ahondamos en
si esos hechos son verídicos. Solo nos
conformamos. Nuestra Policía y los
jueces son brillantes y justos: eso es lo
que queremos oír. Estamos en las manos
adecuadas… —apuntó malévolamente
—. Pero esa clínica para gente de
grandes fortunas resultó ser la tapadera
de negociantes voraces… Blanco y en
botella, porque utilizaron la instalación
para ganarse la admiración de
empresarios con hijos problemáticos.
Alma seguía sin comprender del
todo.
—Pero ¿por qué debemos acudir allí
nosotras? —se interesó, incómoda.
—No tengo ni idea, pero huelo
problemas, algo peligroso. —Noelia
mantenía el gesto agrio al hablar—. No
sé qué pieza va a mover el psicópata
que nos hace esto, pero es evidente que
no nos va a dar ninguna facilidad. Su
juego macabro continúa allí.
—Pero hablaste de evidencias…
—Por supuesto. Imagino que allí
encontrarás referencias sobre la historia
que quiere que escribas. Aunque
probablemente nos topemos con
obstáculos.
—¿Y qué esperas encontrar tú? —
insistió con ceño la novelista.
—Encontrar no sé, pero es vital que
acudamos para que me las devuelva.
—¿A quiénes? —Alma no salía de
su asombro.
Noe clavó los ojos en sus uñas. No
pudo reprimirse más y confesó en voz
muy baja, casi en un susurro:
—A mi alumna favorita de
Etxebarri; y sobre todo, a mi hija…

A pesar de todo era maravilloso sentir


cómo el viento la zarandeaba. Le
gustaba el aire que olía a la tormenta, y
cómo las nubes oscuras se adueñaban
poco a poco del cielo calmo. Al menos
eso era lo que pensaba Vanesa. Las
habían dejado salir a la parte trasera del
edificio. A aquel patio de cemento
rodeado por altos muros de hormigón
armado. Cuando lo hicieron, unas horas
atrás, el día no presagiaba tormenta.
Tras tanto tiempo ocultas en esa
fortaleza, aquello representó una
liberación. Se sentaron juntas en uno de
los bancos de madera, agarradas de la
mano, y jugaron a inventar.
El juego no casaba con su edad, pero
Vanesa supo disolver su pensamiento
adolescente adaptándose a Zaira. Tenían
que imaginar en qué podía convertirse
aquel patio en el que estaban, que más
bien parecía el de un presidio. Ella
empezó primero, y sustituyó el cemento
por arena fina y el muro que había
enfrente por un remanso de agua
cristalina y apetecible. Estaban
rodeadas de niños que jugaban a las
palas, que perseguían balones de playa,
que corrían entusiasmados para ser más
rápidos que las cometas que sujetaban
con cuerdas invisibles; por padres que
leían periódicos y libros sentados en
sillas de playa, y también por madres
tostándose al sol tumbadas en toallas
llenas de arena… Zaira y ella se
zambullían en el agua, y así una ola las
levantaba y la siguiente tenían que
pasarla por debajo para salvarla. El
fondo era tan claro que se apreciaban
las huellas de sus pies y aquella
comitiva de pequeños peces que se
movían alrededor suyo. Los velomares
se encontraban muy cerca, ocupados por
personas sonrientes que, incansables, le
daban a los pedales; Zaira y ella los
evitaron y llegaron a nado hasta una
atracción repleta de toboganes que se
mecía en medio de la hermosa bahía,
rebosante de niños y niñas que gritaban
de alegría y se divertían volando por el
aire antes de sumergirse.
Después le tocó el turno a Zaira, que
convirtió el patio en un edificio cubierto
de espejos. Caminaban juntas y se reían
la una de la otra cuando se veían gordas,
enanas, cabezonas, con los rostros
deformados o, al revés, finas como
alambres; al final estaban en el centro de
un espacio oscuro, rodeadas por espejos
que las mostraban tal y como eran desde
todos los ángulos posibles. Las dos
cerraban los ojos, conectadas por un
mismo deseo. Al abrirlos, todos los
espejos reflejaban desde distintos
ángulos una mesa en torno a la cual
aparecían sentados los padres de Zaira
junto a ellas. Su madre había preparado
un bizcocho de chocolate y su padre
jugaba con ellas al parchís. Lo pasaban
bien, y sus padres las obsequiaron con
un tierno: «Os queremos».
Después de inventarse aquello,
Vanesa tuvo que rodearla con los brazos
hasta calmar sus lágrimas. Sacó partido
a su edad y le arrancó una sonrisa al
contarle lo poco que recordaba de Los
viajes de Gulliver, entre diversas
muecas que consiguieron borrar, como
por arte de magia, la tristeza de Zaira.
Cuando la fría lluvia llegó al fin y
comenzó a picotear sus brazos,
regresaron al interior. Desde una de las
ventanas de la fachada trasera del
siniestro edificio vieron que el suelo de
cemento quedaba empapado en cuestión
de segundos, y cómo la luz del día
declinaba con rapidez, a ojos vistas. La
lluvia había incrementado su potencia y
ahora se abatía como una gigantesca
cortina de agua azotada por el viento.
Un carraspeo, a sus espaldas, las
hizo volverse. Él tenía en las manos los
dibujos que habían hecho entre las dos
para un concurso de pintura. Al menos
eso es lo que el hombre les había dicho.
Con una sonrisa, mostró su conformidad.
Luego las acompañó al refugio. Allí,
encima de la mesa, las esperaban una
fuente colmada de churros y dos tazones
de chocolate. No dudaron en dar buena
cuenta de ellos, siempre bajo la intensa
y atenta mirada de quien las había unido
y les daba la oportunidad de recobrar
los sentimientos perdidos, el cariño
dado y recibido…
Aun así, Vanesa no dejaba de
preguntarse por qué les había pedido
que dibujaran lo que les mostró en las
fotografías.
23
17.00. Yago paseaba nervioso por el
puente de Deusto. La lucidez, principal
virtud a lo largo de su carrera, parecía
haberse esfumado por completo. No
dejaba de preguntarse por qué se había
dado por vencido tan pronto, la razón
por la que se había tirado a tumba
abierta a resolver aquel caso. No se
conocía. Él también podía llegar a ser
muy frágil.
Estaba empapado hasta el tuétano y
la lluvia seguía cayendo con fuerza, pero
no le importaba mojarse y menos ahora,
a escasos cien metros del despacho
donde debía encontrarse su ex. Seguía
teniendo clavada en su mente la imagen
del martillo. La escena que había
desencadenado su separación. Lo que no
esperaba es que aquel amargo episodio
fuese a conducirle a destapar un
entramado de corrupción que salpicó la
clínica donde ingresó Noelia. Un
anónimo se puso en contacto con él y le
habló de los experimentos con drogas no
autorizadas, y también de la persona que
se escondía en los sótanos de la
institución —Yuri Eremenko, hermano y
hombre de confianza de Yurkov
Eremenko, el Tarántula, un importante
capo de la mafia rusa—, y de cómo este
guardaba hasta treinta millones de euros
en un zulo abierto en el espacio de un
ascensor bloqueado. El confidente le
dijo que procedía del blanqueo de
dinero del narcotráfico en Colombia.
Además le reveló que el capo
gestionaba todas las operaciones desde
Marbella.
En la intervención no pudieron
detener a Yuri Eremenko, ni tampoco al
doctor Bellas, ambos desaparecidos,
pero sí incautaron la droga experimental
y los treinta millones de euros en
billetes de cincuenta. Ambos hombres
seguían en búsqueda y captura, pero lo
peor era que no se pudo imputar al
verdadero responsable, pues salió
indemne gracias a la hueste de abogados
que tenía contratados en un bufete de
campanillas y, cómo no, a los acuerdos
con grandes empresarios que supieron
mover los hilos oportunos en las altas
esferas.
El Tarántula era un hombre digno de
respeto. El delito orquestado y que se
dio a conocer para cerrar la clínica
llevaba el falso nombre de «fraude
fiscal». A pesar de las evidencias, estas
no llegaron a inventariarse. No era
conveniente. Entre los pacientes que
habían pisado la clínica había hijos de
ministros, directores generales, jueces,
abogados y empresarios, así como
deportistas de élite, músicos de
renombre y hasta actores famosos. Todo
ello llevó a una purga de archivos
considerable, por respeto a la
privacidad de personas tan conocidas.
Un país tan frágil, donde el paro
proliferaba, no podía permitirse dar a
conocer que aquellos a quienes
admiraba estaban inmersos en procesos
de desintoxicación, desembolsando a
espuertas un dinero que escaseaba. Por
ello y una vez más, la sociedad fue
informada exclusivamente de lo que el
ciudadano debía saber.
Esto vino a confirmar las sospechas
de Yago. El poder de corrupción de las
altas esferas, y lo crédulas que eran las
personas al aceptar sin reservas lo que
se les contaba para anestesiar su
intelecto, dirigido a los programas
basura de televisión. Él, coherente hasta
la médula, luchó para que la verdad más
cruda viera la luz y así lo sancionaron
ipso facto con un mes de vacaciones
forzadas. Pero sus «meras conjeturas» le
abrieron un panorama claro de lo que
podía cocerse en las administraciones
superiores. Al fin tuvo que abstenerse y
obedecer tras la sanción. Al no haber
detenidos, no pudo hacer mucho más. Se
corrió un tupido velo, y vuelta al
trabajo, al día a día habitual en la
Ertzaintza.
Eso sí, al menos entendió por qué
Noelia había enloquecido. El
tratamiento que administraba el doctor
Bellas aún estaba en fase experimental.
Los efectos secundarios: alucinaciones y
ataques de ira incontrolada contra los
seres más queridos. Lo supo después
por el confidente, pero le vino muy bien
para tomar la decisión que llevaba
tiempo valorando y actuar con ventaja:
separarse con todo a su favor por el
intento de homicidio de Noelia contra su
hija y él. Fue rastrero apropiarse de tal
oportunidad, pero ya no albergaba
sentimientos hacia ella y puede que en
realidad nunca los hubiese tenido. ¡Qué
idiotez!
Pero ¿qué demonios le estaba
pasando? ¿Por qué no dejaba de
lamentarse y ponía ya todos sus sentidos
en dar caza a aquel asesino y
chantajista? ¿Por qué no se encerraba en
su despacho con los informes
preliminares, buscando lo que se les
había pasado por alto? Tenía tiempo.
Había demostrado ya su valía en casos
anteriores. No se amedrentaba ante la
responsabilidad. ¿Entonces? ¿Por qué no
ejercía su trabajo? Era momento para la
reflexión. De verse como lo que era. Un
terco policía que no se detenía ante nada
ni ante nadie, dedicado a ello las
veinticuatro horas del día y los siete
días de la semana, mes sí, mes
también… Sin vida social ni tiempo
para los suyos; sin arrestos para
escucharlos; sin tiempo para
quererlos… Ahí estaba el pecado.
Aquello que le impedía luchar. La
realidad de los sentimientos.
Desconocidos incluso para él, hasta que
Vanesa exigió cariño y atención y su
madre le reprendió.
Se había cegado con su oficio y con
Nadine, pero ahora que lo pensaba,
¿cuánta razón había en las palabras de
Vanesa? ¿Era amor lo que sentía por
Nadine? ¿Estaba seguro? ¿No sería solo
atracción sexual por su cuerpo de
infarto? Cuántas preguntas martirizantes,
cuánto dolor impulsado por la realidad
más allá de su adicción al trabajo. Eso
era precisamente lo que le había hecho
vulnerable. Los sentimientos que iban
apareciendo ante sus ojos. Los de
verdad, no los que decía tener. La
desaparición de Vanesa lo había
convertido en un padre sufriente,
alejándolo de su habitual papel de duro
policía que no se inmutaba por nada. El
progresivo deterioro mental de su aita,
la verdad como un puño en boca de su
ama, lo señalaban como el hijo
inadaptado y rebelde que no sabía
respetar ni a sus progenitores. Por todo
ello se había vuelto débil. Su confianza
en sí mismo estaba quebrada. Había
dejado de ser poli. Ya no le importaba.
Ahora era solo un padre. Un padre
angustiado que actuaría como tal. Que
salvaría a su niña para decirle…
Los pensamientos le habían dejado
mal sabor de boca. No sabía si acabaría
moviéndose por sus sentimientos, o si al
final terminaría surgiendo su vena de
implacable representante de la Ley para
estropearlo todo. Su corazón le decía
una cosa y el cerebro se amotinaba. Con
las horas sabría quién saldría vencedor
de aquella pugna.
Era hora de moverse. Cruzó la
carretera por donde le dio la gana,
obligando a un motorista a maniobrar
peligrosamente para evitarlo. El motero
alzó la visera del casco y girando el
cuello blasfemó con palabras
ininteligibles.
Yago se disculpó alzando un brazo.
Poco después estaba ante la puerta de
entrada a la Gestoría Álvarez. No sabía
si le sudaban las manos o si era efecto
del chaparrón, pero su índice dejó una
mancha humedecida cuando resbaló por
el timbre. Notaba el corazón galopando
en su garganta, indicio inequívoco de
que reencontrarse con Noelia resultaba
una prueba dura de verdad. ¿Cómo lo
recibiría su ex? ¿Le patearía el culo?
Estaba en su pleno derecho.
Una melodía eléctrica le llevó a
empujar la puerta, que se abrió con un
chasquido. Le recibió una chica de pelo
pajizo recogido en una cola de caballo,
con gafas de montura de plástico rojo, y
sentada tras el panel de madera.
—¿Tiene cita? —inquirió en tono
monótono.
Mellado miró el cartel que había
sobre el mostrador: SECRETARÍA.
—No —se limitó a contestar,
absorto aún en sus pensamientos.
—¿Desea concertar una? —La
recepcionista alzó los ojos con
manifiesta impaciencia.
—¿Podría hablar con Noelia?
Ella sonrió con indulgencia.
—Las normas son estrictas al
respecto, señor. Sin cita no puede…
En ese momento el oficial de la
Policía Autónoma Vasca escuchó una
voz a su espalda:
—Maite, yo me ocupo de la visita.
—Una espectacular morena de tez
aceitunada, con el pelo suelto y traje de
falda ajustado, se acercaba por el
pasillo—. Hola, señor Mellado.
—Hola, Davinia. —La reconoció de
inmediato. Noelia la había reclutado
gracias en parte a Ángel Márquez.
Meses atrás se rumoreó que ambos
mantenían una tórrida relación. Al
menos, Yago la conoció de la mano del
empresario de Neguri en la concesión de
un premio literario—. Entiendo que
quizá no sea este el momento adecuado,
pero necesito hablar con Noelia.
—Lo siento… Está de viaje —
explicó Davinia amablemente, al tiempo
que arqueaba sus finas y bien depiladas
cejas de un modo casi imperceptible—.
Creo que regresa esta noche. Mañana
pasará el día en casa. Me dijo que está
enferma con un virus estomacal y se
tomará un par de días de descanso
después de la visita que tenía concertada
para hoy.
—Gracias… —Contrariado, el
oficial torció el gesto—. Iré a verla allí.
—Cuando llamó esta mañana
canceló sus citas. Quizá no sea buena…
—Aquella beldad de generosos senos no
pudo completar la última frase.
Justo en ese momento sonó el móvil
de Yago. El número de identificación de
pantalla le hizo fruncir el ceño.
—Gracias, Davinia. Agur.
Salió del local con rapidez. Algo no
cuadraba. Llamaban desde su dúplex.
Sus padres estaban en el hospital. ¿Y
Vanesa?… ¿Quizás había logrado
escaparse? Pulsó el botón y escuchó con
ansiedad mal contenida. Primero
silencio, y luego… Una respiración. La
comunicación se cortó de golpe con un
inclemente «pi, pi, pi».
Salió corriendo hasta el
aparcamiento. El asesino estaba en su
casa. En veinte minutos esperaba estar
ahí. A no ser que…
En ese momento sonó un mensaje y
se detuvo a leerlo sobre las mojadas
baldosas, tan características de Bilbao:
Hola, oficial. Pensé que
quizá necesitarías una
ayuda extra para facilitarte
la labor. Con cariño…

«¡Puto psicópata!», pensó. Allanaba


su casa y encima se burlaba de él…
Resopló con fuerza, y sacudió la cabeza
con vehemencia.
Por el camino, a ciento cincuenta por
hora por el breve tramo de autopista de
peaje hasta Arrigorriaga, tras dejar a la
izquierda la A-8 que circundaba parte
de Bilbao, recordó que no llevaba su
arma reglamentaria. Por eso se detuvo
primero en el garaje —escondía una
Glock en la caja de zapatillas deportivas
del altillo— antes de entrar a su propia
casa para enfrentarse a aquel sádico
enfermizo. Pero en su lugar encontró una
sorpresa. La caja donde guardaba la
pistola había desaparecido. Se mordió
los labios. Soltando una blasfemia,
decidió coger el martillo. Precisamente
el mismo que Noelia empuñó contra su
hija y contra él.
Su sombra le hacía parecer un
gigante matarife en el porche de entrada,
iluminado por los farolillos chinos que
susurraban al mecerse por el viento.
La puerta estaba abierta y entró con
decisión. Con el martillo en alto
recorrió las habitaciones. Era en la de
Vanesa donde le esperaba… Pero no el
asesino. Solo lo que este había dejado
sobre el edredón de su cama.
Se sentó, dejó caer el martillo y
recogió una a una las fotos. Las
instantáneas le dejaron sin aliento.
Aquel psicópata era retorcido de
cojones. Le mostraba pruebas… Pruebas
contra la persona que debía ejecutar. Sin
duda para que el pulso no le temblara en
el último momento.
De pronto vio el traje de comunión.
Resplandeciente. Rescatado del fondo
del armario de Vanesa. Colgado del
galán que estaba junto a la ventana.
«Estás preciosa», recordaba haberle
dicho a su hija.
Justo entonces sonó el teléfono. Lo
descolgó al primer toque, aunque tardó
mucho tiempo en reconocer la voz de la
doctora Laínez. Le comunicaba lo más
inesperado: que Nadine había recobrado
la consciencia.
24
La transformación había cumplido su
cometido: ocultar a la perfección su
auténtica identidad. Peluca oscura atada
en una coleta que le llegaba a media
espalda, cejas espesísimas, lentillas de
color verde mar, bigote y perilla. Y para
vestir, ropa deportiva: una sudadera gris
con capucha, pantalones azules holgados
y zapatillas blancas con ribetes azules.
Conducía un Seat Alhambra gris
metalizado y las escobillas chirriaban al
barrer la cortina de agua que caía sobre
el parabrisas. Eran las siete en punto
pero parecía mucho más tarde, porque
las nubes de la tormenta habían
oscurecido el día primaveral. Llevaba
puestas las antiniebla. Por la carretera
serpenteante por la que conducía, casi
en completa oscuridad bajo la sombra
de los árboles que flanqueaban el
camino, ascendía, desde el suelo, un
vaho espeso que por momentos
dificultaba la visión.
Hacía poco había dejado atrás el
desvío al hospital de Santa Marina, el
último reducto luminoso en aquel monte
preñado de árboles temblorosos y
amenazantes, que se agitaban al paso del
automóvil. En un par de kilómetros
llegaría a su destino. No se había
cruzado aún con ningún coche.
Entonces lo vio. Mejor dicho, casi
se le echó encima, como salido de la
nada. Un varón que caminaba a ciegas
por el asfalto. No tuvo tiempo de hacer
nada para esquivarlo y lo arrolló. A
continuación dio un volantazo y frenó
para derrapar por la hierba que
bordeaba la carretera y el bosque. En el
último momento consiguió estabilizar el
vehículo. Resoplaba con fuerza. El
corazón era un martillo neumático que
no dejaba de golpear contra su pecho.
Salió del automóvil y comprobó que
había una gran abolladura en la
carrocería y que el cristal del parabrisas
se había astillado en forma de telaraña.
Se apoyó en el capó con ambas manos
para recuperar el aliento y apaciguar sus
latidos. Con aire un tanto furtivo, miró
en derredor.
Cuando se sintió mejor, sacó la
pistola que llevaba a la espalda y
avanzó hacia aquella especie de fardo
semioculto entre volutas neblinosas. Al
menos la lluvia había dado una tregua,
aunque sería breve: comenzaban a
escucharse los primeros truenos.
Agarró con firmeza el revólver, con
el brazo muy estirado. El chapoteo de
sus paseo resonaba entre los quejidos
que llegaban de los árboles zarandeados
por el viento. Se puso la capucha para
evitar que el aire le arrancara la peluca.
Llegó hasta el fardo y lo movió con el
pie. No respondió. Decidió agacharse.
Se trataba de una persona vestida con
ropa oscura, con las manos atadas a la
espalda con alambre, y el rostro oculto
bajo un saco que le habían cosido al
cuello. Tardó mucho en deshacer el
nudo, valiéndose de la navaja multiusos
que siempre llevaba encima. Con sumo
cuidado retiró el saco, oscurecido por la
sangre, y lo dejó caer al suelo.
Reconoció al extranjero que acababa de
atropellar. Su rostro estaba tumefacto,
pero no había duda de que era Markus,
aquel necio sicario del narcotráfico.
Recogió el cuerpo del joven y lo
introdujo con esfuerzo en el maletero.
Casi podía leer los titulares en la
prensa: «Homicidio involuntario en el
curso de una investigación abierta».
Mejor que desapareciera para siempre.
De pronto una fuerte luz le obligó a
cerrar la puerta con celeridad. Eran los
focos de un Clio azul hielo que lo
esquivaba cambiando de carril. Cruzó
una mirada con las mujeres que iban en
el vehículo, y en ese rápido vistazo
reconoció a la conductora. Segundos
después, el automóvil había
desaparecido en lo alto de la colina, en
un recodo situado a mano izquierda.
Cuando consideró que estaba
preparado para continuar, arrancó el
monovolumen. Intentaba abstraerse con
la música, pero no podía evitar seguir
pensando en aquella aparición repentina.
¿Quién le había atado y colocado la saca
en la cabeza? ¿Había sido premeditado
que él mismo lo atropellara con el
coche? ¿O simplemente había logrado
escaparse de quien quería ajustarle las
cuentas y el atropello había que
achacarlo a la casualidad? Por otra
parte, ¿qué había pasado con los dos
franceses que siempre acompañaban a
Markus?
Demasiadas preguntas sin respuesta
inmediata.
Intentó recomponerse. Aún no había
digerido el susto, pero tenía que
mostrarse muy entero ante la persona
con la que se había citado. No podía dar
muestras de debilidad. Tenía que
impresionar. Si no afrontaba de aquella
manera el encuentro con aquel tipo
apodado el Danés, se lo comerían
vivo…, y eso no lo podía permitir, y
menos a esas alturas, con la transacción
a punto de consumarse.
Por fin llegó a la bifurcación. El
carril izquierdo conducía a Galdakao,
pero él tomó el derecho, rumbo a una
nave aislada de materiales de
construcción. Bordeó el edificio por el
camino pedregoso que se abría entre los
matorrales, hasta su espalda. En su
negocio, la precaución era marca de la
casa. Frente al edificio, vio un Hummer
aparcado, señal inequívoca de que ya lo
estaban esperando. Aparcó al lado, bajó
del monovolumen con decisión y
traspasó el enorme portón trasero, cuya
puerta central estaba entreabierta. Allí
se topó con Hans Nilsson, alias el
Danés. Pero también, y esto era lo más
sorprendente de todo, con el hasta ahora
invisible Yuri Eremenko, la mano
derecha del capo. Este blandía un
machete que colgaba, como un apéndice
más, de su brazo.
—Siento haber llegado un poco
tarde. He tenido un…
El ruso levantó el brazo y acercó el
filo de su machete a la carótida del
hombre. Luego escupió al suelo y le
espetó agriamente:
—No veo que llegues con la hija de
ese policía. —Tenía un fuerte acento
extranjero—. Eso es motivo suficiente
para que te mate.
—¿Y tú? ¿Quién eres tú, que te
atreves a amenazarme? —«Muéstrale
que no le tienes miedo», se dijo para sí
el recién llegado—. Nilsson, quita de en
medio a tu perro.
—Debería sajarte la lengua ahora
mismo. Yo dirijo todo este negocio, ¿lo
entiendes? —replicó Eremenko,
enseñando sus dientes amarillentos.
—Oh, lo siento… Mil disculpas,
señor.
—Eres un hijo de puta. Me caes
bien… —El eslavo rio sarcástico y
retiró a continuación el afilado machete
—. Mi nombre no tiene importancia. Lo
que sí vale es conseguir lo que quiero.
—Por supuesto… —El conductor
del Seat Alhambra se aclaró la voz para
concluir en tono muy firme—: Cuando
reciba lo convenido, tendrás a la chica.
—Tienes huevos —reconoció
Eremenko, mirándolo de hito en hito—.
¿Enterrarías a alguien si yo te lo
ordenara?
25
Por fin se atrevió a dar el paso. El
último día de reclusión. La postrera
sesión con sus compañeros de terapia.
El día de la despedida. El adiós a unos
hombres y mujeres marcados por el
destino que se habían convertido en
amigos a los que echaría mucho de
menos. Fue el día que Thor lloró. Aquel
gigante motero de mirada huidiza se
vino abajo. Los consideraba como su
familia. Ver derrumbarse a ese oso
encogió el corazón de todos. Sin duda
aquel hombre necesitaba a alguien a su
lado. Solo con sus recuerdos y su moto
no bastaba.
Antes del acontecimiento, y cuando
aún estaban esperando la llegada del
doctor Bellas, se reunieron en círculo y
dieron buena cuenta de la tarta de
zanahoria que Silvia había preparado.
Estaban terminando sus platos cuando
Saúl Bellas entró en la sala de terapia
con su habitual cadencia en el caminar.
Minutos después arrancaba la sesión.
Ella fue la primera en hablar. Quería
sorprenderlos a todos, y a buena fe que
lo consiguió. La Noe retraída, callada y
poco participativa había decidido ser
audaz y valiente. Aquellas personas
merecían que estuviera a su altura. Los
necesitaba como ellos la necesitaban a
ella. Todos eran uno. Confidentes.
Humildes. Amigos. Hermanos.
—Quería deciros a todos que ha
sido un placer haberos conocido. Me
habéis abierto vuestros corazones, y eso
es más de lo que podía esperar de nadie.
Ahora comprendo que el error es no
relacionarte con personas que sufren tu
misma enfermedad. Son ellas las que
pueden ayudarte, las que te abrazan y te
dan nuevas energías para mirar la vida
con la cabeza muy alta… —Una franca
sonrisa cruzó sus labios—. Esas
personas sois vosotros. Vosotros sois
los responsables de que no añore beber,
de que ansíe volver a reunirnos… Mil
veces gracias. —Repasó las caras una a
una con la mirada, asintiendo con
gratitud ante las expresiones
complacidas de sus compañeros—.
Creía que no sería capaz, pero lo he
hecho esta noche…, mientras pensaba
que quizás hoy sea el último día que
sepa de vosotros.
—No digas eso —protestó Emma,
negando con la cabeza mientras estiraba
las piernas.
Aldo se golpeó el pecho con el
puño, en señal de compromiso.
—Yo personalmente me ocuparé de
que sigamos en contacto —afirmó
después, en un momento de especial
empatía.
—Ojalá sea así, pero cada uno tiene
una vida. Pasarán los días, los años…
—razonó la madre de Vanesa. Una
arruga de preocupación era visible entre
sus cejas.
—No se admite el pesimismo —la
regañó Silvia, alzando el mentón—. No
ahora.
—Tienes razón… —Noe sonrió con
cierta melancolía antes de proseguir—:
Bueno, he escrito lo que deseo del
futuro. Me considero recuperada para
afrontar ese compromiso, y siento que os
debo esto. —Se llevó la mano al
bolsillo trasero del pantalón y cogió el
folio que tenía doblado como un rollo
—. A partir de hoy os considero mis
hermanos; y con esto cierro el círculo
completando el deseo de todos por un
bien, hasta ahora adormecido, que
esperamos del futuro más inmediato…
—Se agachó ante aquella botella que los
había acompañado durante tantas
sesiones de terapia y dejó caer dentro su
escrito, perfectamente enrollado—.
Deseo que todos podamos alcanzar
nuestros objetivos. Os quiero. —Sus
ojos se iluminaron al pronunciar la
última y más sentida frase.
El doctor se introdujo en el círculo,
recogió la botella y la selló con un tapón
de corcho. Luego esbozó una sonrisa de
compromiso y les dio su bendición.
—Todos vosotros habéis dado un
paso importante y no tengo dudas de que
hoy comienza una nueva etapa en vuestra
vida —dijo en voz baja, pero firme—.
Ha sido un placer haberos escuchado y
que me permitieseis ayudaros. Pero sin
vosotros, apoyándoos los unos en los
otros, esto no habría sido posible. Así
que enhorabuena a todos.
Saúl Bellas se apartó del grupo y
cruzó la puerta de salida. En ese
momento Thor rompió a llorar. Noe fue
quien tomó la iniciativa y se fundió con
él en un fuerte abrazo. Lloraron de
tristeza por la despedida, pero a la vez
de alegría por haberse reconocido en
otras personas que se asomaban a una
red sin cordaje y juntas conseguían
vencer el vértigo de la nueva caída al
abismo del alcohol.
Los vio marchar uno a uno. Ella
todavía se quedaría allí algún tiempo
más: aún le quedaban horas de
reclusión. El último en despedirse fue
Aldo, el funcionario de prisiones. Sin
duda el hombre perfecto. Atento,
conciliador, amable, embaucador con
sus palabras, y además, guapo. Un
hombre que merecería la etiqueta de
«Adonis», al menos eso pensaba Noe,
ahora que sospechaba que Yago quería
divorciarse. Se lo había ocultado, pero
su cautela era estúpida. Una mujer sabe
cuándo un hombre deja de estar
interesado: evitaban hacer el amor,
pasaban de puntillas por conversaciones
frívolas y sin sustancia, buscaban
ocupaciones estúpidas para no coincidir
en casa… Y cómo no, él tenía un buzón
de llamadas recibidas y enviadas a una
abogada especialista en separaciones
matrimoniales.
—Que sepas que has ganado un
hermano. Para cualquier cosa, allí estaré
dispuesto a acudir en tu ayuda. A veces
me resulta difícil mostrarme así, y mi
profesión no me deja tiempo para
sentimentalismos, pero contigo es
distinto. —Ella se mordió el labio
inferior al escucharlo y cabeceó
abrumada—. No sé… Tienes algo que
me resulta muy atractivo. Desprendes un
aura de compromiso con tu pasado… Sé
que algo te atormenta y me encantaría
escucharlo si algún día estás dispuesta a
sincerarte para liberarte de la presión.
Me tienes para lo que dispongas. Eres
una mujer que merece la pena.
Aldo se despidió con dos sonoros
besos en las mejillas.
Horas más tarde, Noe salía por la
puerta principal con tres frascos de
pastillas administradas por el doctor
Bellas. La esperaba su esposo, quien no
tuvo ni siquiera arrestos para besarla.
Antes de montar en el coche se giró, y
durante un minuto contempló aquel
edificio en forma de herradura…
De pronto Noe volvió en sí. El
recuerdo había regresado nada más salir
del Clio de alquiler y enfrentarse al
edificio abandonado que había tras la
verja oxidada. Alma Reyes llegó a su
altura y la observó. Contempló aquella
vieja construcción y luego la miró a ella
de nuevo.
—Por tu expresión, entiendo que te
trae muchos recuerdos —aventuró.
La negativa de Noe a responderle
llevó a la joven a regresar al coche y
sacar del bolso las dos linternas que
habían comprado en el camino. La noche
era peligrosa. Había dejado de diluviar,
y el enorme edificio parecía un monstruo
oscuro de fábula que dormitara.
La verja gimió cuando la empujaron.
Alma avanzaba detrás de Noe. No tenía
ninguna intención de escaparse. No
ahora. Sentía la adrenalina desbordando
su organismo. Debía fiarse de aquella
mujer. Le había hablado de evidencias, y
ella, por su parte, estaba allí, esperando
encontrar algo que al fin la condujera
hasta Gloria.
Lo que debía de haber sido alguna
vez un cuidado camino de tierra era
ahora un caótico jardín de matorrales y
malas hierbas que crujían bajo sus pasos
y la humedad volvía resbaladizas.
Llegaron hasta la fuente central,
coronada por una estatua mohosa: la
imagen de un capitán de barco que
observaba en silencio el horizonte con
un aparatoso catalejo.
—Por las vistas que tiene —apuntó
Noe, moviendo la cabeza en sentido
afirmativo.
—¿Perdón?
—Me adelanto a lo que
posiblemente estés pensando… —La
exmujer de Mellado sonrió débilmente
—. A este centro lo llamaban El
Observatorio por sus excelentes vistas,
y a su dueño se le ocurrió diseñar esta
fuente en memoria de su abuelo marino.
Además, nada mejor que este lugar para
observar el pasado que quieres alejar de
tu vida y el futuro que deseas abrazar —
concluyó pensativa.
Noelia siguió caminando y esquivó
la tapiada puerta principal a la que se
accedía por una escalinata sucia y
desgastada. Llevaba en la mano derecha
la pistola, apuntando al suelo, y con la
izquierda sujetaba la linterna con la que
se abría camino. Alma no sabía nada de
su compañera de aventuras, pero
comenzaba a admirar su entereza.
—No sé qué es lo que tenemos que
buscar, pero creo que deberíamos
empezar explorando los alrededores —
propuso Noe, medio escupiendo las
palabras.
—Claro.
Alma estaba aterida y no tenía
muchas ganas de hablar. Quería
encontrar pronto aquello que las había
llevado hasta allí, y más tarde, claro,
regresar al calor de su piso.
A mano derecha se toparon con una
valla enrejada con un cartel oxidado:
CUIDADO: VALLA ELECTRIFICADA,
avisaba sobre el dibujo de un rayo que
impactaba de lleno sobre una silueta
humana. La verja tenía un pequeño
agujero abierto por el que cabía una
persona. Al pie, una flecha dibujada en
el suelo apuntaba a las claras hacia una
ventana baja de la parte trasera de la
clínica.
Alma Reyes miró con estupor
aquellas piedras blancas que formaban
la flecha, trabajosamente dispuestas una
tras otra, juntas. Gloria siempre llevaba
alguna piedra como aquella en su bolsa
de trabajo. Las recogió en Mozambique
y le recordaban el episodio terrible que
había vivido allí. Esas piedras
reflejaban, o al menos eso contaba
siempre, las ilusiones de los niños
desaparecidos.
—Eh, ven aquí —le susurró Noe,
mientras se agachaba para limpiar la
ventana llena de suciedad.
La escritora se acercó, no sin antes
apoderarse de una de las piedras y
guardársela en un bolsillo trasero de sus
tejanos. Bajo el ventanuco había un
vierteaguas de piedra y sobre este
descubrió una bolsa de trabajo, azul y
blanca, que conocía muy bien. Su amante
solía llevarla consigo. Las lágrimas
afloraron incontenibles en sus ojos al
imaginar lo peor, porque aquello solo
podía significar una cosa.
Una trampilla de hierro, hundida en
el suelo y cerrada con un candado, les
impedía acceder a la ventana con
comodidad. Alma imitó a Noe y la
evitaron bordeándola por un costado.
Recogió la bolsa de Gloria, se la echó
al hombro, y luego se apoyó en el
vierteaguas para, con las manos, ayudar
a limpiar de suciedad el cristal de la
ventana.
—Psssss…, apaga la linterna.
Obedeció al instante la enérgica
indicación de su compañera y miró a
través del cristal. Una única bombilla
iluminaba aquel sótano escondido. Se
mecía formando sombras huidizas. Por
puro instinto, Alma se vio obligada a
cubrirse la boca para ahogar el grito que
nacía desde el fondo de su corazón. No
quería creer lo que estaba viendo. Había
niños y niñas agrupados en un rincón,
con las ropas sucias y harapientas, y un
aspecto desnutrido. Miraban con horror
a los dos hombres que los observaban.
Uno blandía un machete y con él
levantado, señalaba a los niños como
valorando a quién de ellos le tocaría
ahora. El otro adulto, con la melena
atada en una coleta, tenía en sus brazos a
una niña que no dejaba de temblar.
El hombre del machete señaló a un
niño cualquiera y este, al verse enfocado
por el haz, intentó retroceder pero acabó
siendo empujado por el resto de
menores. De la nada surgió otro adulto,
este vestido con ropa militar de
camuflaje, que arrastró al pequeño por
los brazos y le ató las manos a una mesa
baja con grilletes. De rodillas, el crío
sentía cómo el filo del machete se
apoyaba en su muñeca. Las lágrimas
resbalaban por sus mejillas.
—¡Un momento! ¡Lo haré! —gritó de
pronto el que sujetaba en sus brazos a la
niña.
Alma retrocedió un paso con un
prolongado suspiro.
—¡Qué horror! —susurró desde su
privilegiada posición. Comenzaba a
sentir un tic en un músculo de su mejilla
derecha.
—No veo a Vanesa…, ni a Zaira —
dijo Noe con voz tan baja que era
prácticamente inaudible—. Ahora
entiendo lo de las evidencias… Quería
que descubriéramos esto.
Mientras tanto, el hombre de la
coleta, de entrecejo siempre fruncido,
había desaparecido con la niña a
cuestas. El del machete, impasible,
encendía un cigarrillo tras dejar su arma
en la mesa y observaba con desdén al
niño elegido. Había conseguido
acallarlo a gritos. No soportaba los
llantos. En ese momento sonó un móvil y
el tipo del machete se llevó el aparato a
una oreja. La ceniza del cigarro se
desprendió y cayó en la mesa.
—¿Un coche, dices? —gruñó,
contrariado—. ¿Tenemos visita? —El
desconocido se giró, y solo entonces
alzó la mirada, achinó los ojos y
distinguió los rostros de Noe y Alma,
mal disimulados tras el ventanuco que
había en la parte superior. Con una
sonrisa torva y el rostro crispado de
furia, ordenó—: Quiero sus cabezas
ahora mismo.
26
El hombre disfrazado se detuvo ante el
foso abierto en la tierra. A su lado, en un
montículo, había clavada una pala.
«¡Rápido, piensa!», se dijo con apremio.
Los brazos se le dormían. La niña
moribunda pesaba mucho. Los hombres
del Danés, y por extensión de Yuri
Eremenko, habían profanado
previamente el terreno para excavar la
fosa. Su trabajo era dejar ahí a la niña.
Viva. Una infección o un virus
desconocido le habían ocasionado
espasmos y fiebre alta. Motivo
suficiente para deshacerse de ella cuanto
antes…
Apenas media hora antes había
acompañado a Yuri por un pasillo
secreto, construido bajo la nave
industrial y que ascendía hasta la clínica
psiquiátrica abandonada que coronaba
la cima del monte. El Observatorio. El
hombre disfrazado contaba con que iban
a tratar sobre el foxy, las pastillas de
diseño repartidas en miles de bolsitas,
incrustadas en los agujeros de unos
ladrillos plastificados en palés, camino
ya de la costa levantina. Aparte de
Nilsson, dos rudos hombres que vestían
ropa militar controlaban el pasillo. Otro
mercenario esperaba en aquella lúgubre
habitación a la que finalmente llegaron.
Lo que no presentía es que encontraría a
todos aquellos niños y niñas hacinados
como deprimente mercancía, listos para
ocupar el contenedor de un barco de
carga con rumbo a Dubái, Doha, Bahréin
o cualquier otro destino exótico y
floreciente.
—Hoy en día existe una gran
demanda de niños latinos. Es el negocio
más rentable… —comentó Yuri
Eremenko, pasándose la lengua por los
dientes de abajo—. Cada vez hay más
clientes que necesitan satisfacer sus
necesidades. Ya me entiendes… —
subrayó con un ademán lascivo—. Están
dispuestos a pagar lo que sea. Si les
damos lo que piden, son muy
generosos… Más de lo que imaginas.
—En nuestra colaboración no
contemplo… —objetó el recién llegado
en tono glacial.
—Lo sé, lo sé. Pero ahora sabes
demasiado, y no te queda más remedio
que colaborar. No me negarás que es
tentador participar en un proyecto
alternativo que infle tu cuenta corriente
en, por ejemplo, Liechtenstein.
—Pero… estos niños… No quiero
tener nada que ver con esto. Yo solo
estoy aquí por foxy.
El ruso mostró su estupor.
—¿Niños, dices? ¿Dónde ves tú
niños? Son mercancía. Piensa en las
ganancias… —Torció el gesto antes de
espetarle agriamente—: ¿Cuántos
jóvenes mueren por culpa de las drogas
que les vendemos? ¡Muchos, puedes
creerme! No deja de ser un negocio tan
atractivo como este… —dijo con
marcado desdén para luego añadir, con
voz suave—: Debes pensar en la
rentabilidad.
—La droga es necesaria…
Secuestrar niños no.
—¿Secuestrar? —El rostro del
eslavo se crispó de furia—. No te
equivoques. Muchas veces son sus
propios padres quienes nos ofrecen a
sus hijos. Nos los venden. La crisis tiene
estas cosas y España es un mercado
inmejorable. —No pudo ocultar su
sarcasmo—. Yo ya lo viví en mi país
hace veinticinco años. La única
diferencia es que, por entonces, éramos
prestamistas y las deudas se saldaban
con la entrega de los hijos.
—No puedo creerlo… Es imposible
—repuso el otro, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, verás… No te negaré que
algunos llegan por otras vías. Se les
promete una carrera como modelos o
actores, o una sesión fotográfica, y caen
como moscas… —Yuri se encogió de
hombros antes de aclarar con todo
cinismo—: Vuestro sistema es tan
inestable y se tambalea de tal manera ya,
que solo nos hemos aprovechado del
momento. Lo mismo sucede en Grecia,
otra gran fuente de frutos que recoger
ahora mismo. Si yo te contara…
—No quiero saber más. —Los ojos
del hombre camuflado se entrecerraron
en una clara señal de desaprobación—.
No participaré en…
—¡No me toques los cojones! —Le
avisó Eremenko, cortante—. Este es tu
aviso por no traer a la hija de ese poli
que me robó la pasta de mi negocio…
¿Lo has oído bien? —rezongó con
manifiesta hosquedad—. ¡Mi negocio!
Quiero a su hija a cambio. Si él se folla
mi negocio, mis clientes se follarán a su
hija…
Eso era algo que el hombre
disfrazado no esperaba. Nilsson apenas
le había dado explicaciones, pero él
había deducido que se trataba de una
chica conflictiva y que, por algún
motivo que a él no le importaba en
absoluto, tenía un nexo con los rusos.
—Una cura de humildad y
liberarla… —continuaba Yuri Eremenko
con expresión de asco—. La resolución
de un cuento. Pero el final no es el
previsible; es solo el que yo dispongo.
—Y para eso necesitabas a alguien
que haga el trabajo sucio… —El otro se
permitió esbozar una dolorosa sonrisa
antes de concluir sombrío—: Yo, por
ejemplo.
—¿Tienes hijos? —inquirió el
eslavo, mientras su interlocutor lo
escuchaba con creciente perplejidad—.
Si quieres traérmelos… Piénsatelo. Por
cierto, ¿sabes qué es la sepultura
soviética? ¿No…? Enterramos en
hormigón a quien nos falla y dejamos al
aire su cara. Para que sea reconocido
por sus errores.
—Eso suena a una amenaza…
Eremenko arqueó una ceja.
—Verás… Un cliente moscovita,
propietario de uno de los más poderosos
clubs de fútbol europeo, tiene un hijo
rebelde al que a pesar de todo aún
quiere más que a su alma. Se llama
Markus, es el ahijado de mi hermano. Lo
adora. Nos hicimos cargo de él para que
se convirtiera en un hombre, lejos de la
protección de su padre. Ahora ha
desaparecido y los guardaespaldas que
recluté para él han aparecido
hormigonados en una bañera. Quien lo
ha hecho conoce el método… —
Chasqueó la lengua antes de continuar
con su grave voz—: En fin, hemos
tenido que ejecutar a los vigilantes.
Fueron maniatados, y no nos aportaron
ninguna pista sobre lo ocurrido. Y yo
quiero al chico.
—Hablaré con mis contactos… —
prometió el conductor del Seat
Alhambra, un tanto solemne—. El
negocio de la droga anima a muchos.
—Alguien quiere jodernos, y no lo
permitiré. ¿Competencia? ¿Traición? —
El ruso sacudió la cabeza con
vehemencia—. Ese niñato es ahora la
prioridad, aunque se pase el día
esnifando coca… ¿Me has oído bien? Lo
quiero a mi lado, y a la hija de ese poli
también… O si no, cogeré a la tuya. Por
supuesto, para sellar nuestro nuevo
acuerdo hay aquí una niña que no
aguantará mucho y creo que será mejor
ayudarla a descansar para siempre. Tú
la enterrarás, y con ello, me contentarás
por fallarme. Convencerte es fácil… —
Señaló a uno de los niños con el
machete—. Elijo a ese niño y cada
quince minutos le cortaré un miembro.
Primero una mano, luego la otra, y
después…
—¡Un momento! ¡Lo haré! —había
prometido entre las paredes del sótano.
Ahora, a pie de foso, recordaba
frase a frase toda la conversación. El
monovolumen estaba a unos treinta
metros de distancia. Markus, en su
interior. Si desaparecía, ganaría un
tiempo precioso. Y si aquel cerdo de
Yuri Eremenko supiera lo que había
ocurrido y estuviera al tanto de que el
chico no era un desconocido para él…
Aunque sí que le había sorprendido
saber que se trataba del ahijado del
capo Yurkov, «el Tarántula». Vaya
coincidencia.
Miró a todos lados. Nervioso.
Sudando por la tensión acumulada. Se le
había ocurrido una idea que iba a
ayudarle a no tener remordimientos de
conciencia de por vida. «Y de paso a
sembrar dudas en Eremenko, Yurkov y
su puta madre», se dijo. Ni rastro de
Nilsson; como tampoco de aquellos
«armarios empotrados» que
acompañaban a Yuri, su guardia
pretoriana. Era el momento.
Tenía que darse prisa, el tiempo
corría en su contra. La niña con la que
cargaba parecía pesar una tonelada y
quemaba como ascuas. Labios secos y
morados; ojos que querían salirse de sus
órbitas; temblores incontrolados.
Ensimismado, asintió en silencio. La
fosa debía ser ocupada de inmediato.
Corrían. A veces caían entre los
matorrales. Sus propias respiraciones
las delataban, en forma de penachos de
niebla. No sabían dónde estaba el
perseguidor o perseguidores, pero el
miedo les hacía confundir su presencia
con el ruido de sus propias pisadas.
Bajaron por la ladera que descendía
hasta la nave de materiales de
construcción. Alma tropezó y cayó en
una mala postura: se había doblado la
muñeca derecha y le dolía. Noe, con el
pelo sudado sobre el rostro, se detuvo y
le tendió una mano para ayudarla a
incorporarse. Miró atrás. La tensión se
reflejaba en su semblante. Respiraba
agitada, pero parecía más entera que la
joven novelista. Retomaron la carrera,
ocultándose tras unos altos matorrales
que las cubrieron casi por completo,
cerca de un edificio rectangular con
pilas de palés de ladrillo bajo una
tejavana.
Se toparon con una montaña rojiza
de cascotes puntiagudos y afilados, que
ocupaban parte del camino por donde
avanzaban. Sabían que debían exponerse
si querían seguir escapando. Al menos
por unos angustiosos segundos. Escalar
por aquella montaña de deshechos de
ladrillo no era viable, demasiado difícil
y peligroso, por no hablar del ruido que
harían. Alma contuvo la respiración.
Noe, por su parte, marcó el momento
con los dedos y la otra asintió en
silencio con la cabeza. No le quedaba
otra opción que hacer caso a quien
parecía tener las ideas más claras. A la
de una, a la de dos… Cuando la mujer,
que ahora sí parecía capaz de arrostrar
cualquier clase de peligro, alzó el tercer
dedo salieron de su escondite y se
precipitaron por el camino de guijo que
discurría entre la fachada trasera de la
nave y la máquina cortadora. Se les paró
el corazón y notaron la mano helada del
miedo cuando unos cascotes cayeron
desde la cumbre, resbalando hasta sus
pies, con un ruido que les pareció brutal.
Sin embargo, el culpable era un gato
tuerto y sucio que sujetaba la raspa de
una sardina en la boca y que las
observaba sin ningún temor. Noe hizo un
gesto con la diestra, como si ensayara un
lanzamiento en una caseta de feria. El
minino maulló y desapareció con
celeridad. Arriba, a lo lejos, una luz que
parecía una luciérnaga borracha
atravesaba la espesura del monte. Sin
duda era el perseguidor, que se acercaba
con una linterna potente. Muy pronto se
le unió otra luz, y otra más… Eran tres
los perseguidores.
Ambas cruzaron una fugaz mirada
que no necesitaba palabras.
—¡Vamos! —dijo Noe, con un
enérgico gesto—. ¡Podemos lograrlo!
Dejaron atrás el cementerio de
restos de ladrillo y a sus verdugos y
volvieron a internarse en la maleza que
las llevó, esta vez sí, hasta un entramado
de árboles que podría servirles de
parapeto natural. Era la única
posibilidad de escapar que se les
presentaba y sin duda la aprovecharían.
Ahora prácticamente eran invisibles,
camufladas por la vegetación. El
edificio iba quedando atrás, pero… de
pronto se vieron obligadas a detenerse.
Noe casi tuvo que tirarse a un lado para
no atropellar aquel bulto que clavaba las
uñas en la blanda tierra y se estremecía
en la oscuridad. Era una niña.
Abandonada. Pugnando por sobrevivir.
Tras la sorpresa inicial, la ex del
oficial Mellado reaccionó enseguida y
de este modo llegó hasta la pequeña, se
quitó la chamarra y la cubrió con ella.
La niña transmitía un calor insoportable.
Sin duda estaba muy enferma.
Necesitaban sacarla de allí y llevarla
hasta un centro médico, aunque quizá ya
era demasiado tarde. Noe y Alma se
miraron, con las ropas húmedas y
salpicadas de barro, y los rostros
pálidos y congestionados después de la
desesperada huida.
—Es la niña que tenía ese hombre en
brazos —afirmó Alma.
La mente de Noe estaba carburando
tan deprisa como podía para afrontar la
nueva situación. Debían adoptar una
decisión urgente.
—Tenemos que separarnos —
propuso, llevándose una mano al pecho
agitado—. Hay que despistarlos.
Alma arrugó la frente, no lo veía
claro.
—No. Debemos ir juntas —
respondió muy seria.
—Mmm, creo que hacer eso es
cavar nuestra propia fosa. —Noe exhaló
un hondo suspiro, obviando ese
comentario—. Coge a la niña y sube a
mano derecha por esa pendiente. Los
árboles te cubrirán. Arriba llegarás a la
carretera del viejo Cinturón de Hierro.
Creo que no muy lejos hay un bar que…
—¿Y qué será de ti? —Quiso saber
la joven, ya con un destello de angustia
en sus ojos.
—Avanzaré recto y haré ruido para
que esos tipos me sigan. Luego…,
bueno, luego ya se me ocurrirá algo. Lo
importante es que por lo menos una de
nosotras salga viva de esta y ayude a esa
cría. Sin duda este es el reportaje que
debes escribir. Recuerda… —Alma
Reyes asintió con un gesto de
aprobación—. Las evidencias.
Noe, cuya expresión se había vuelto
más sombría, la ayudó a sujetar a la niña
y señaló la espesura. Alma le dirigió
una mirada vivaz y susurró un lacónico:
«Gracias». Después, y cargando a duras
penas el peso, se perdió tras los árboles.
Cuando la vio desaparecer, Noe
echó a correr hacia delante. El roce con
la maleta emitió silbidos lo bastante
altos como para que los perseguidores
los escuchasen. Se estaba acercando a
un claro en el bosque. Alguna vez debió
de ser el lugar de acampada de joviales
chiquillos y sufridos monitores. El
terreno estaba pelado de hierba, y había
troncos dispuestos en horizontal, viejos
y retorcidos, que en su día debieron de
servir de asientos.
Pero…
En el centro de la explanada había
un desconocido. Cavaba con una pala y
la dejaba caer, una y otra vez, sobre una
fosa que había ante él.
Se volvió para mirarla. No la
esperaba. Sin duda lo había sorprendido
porque cabeceó con incredulidad y la
pala resbaló de su mano. El sudor
formaba churretes de mugre por sus
mejillas.
Noe levantó la mano y lo encañonó
con el arma corta de fuego. Tenía el
dedo sobre el gatillo, pero no sabía si,
en el último instante, podría… Ojalá el
tipo no cometiera ninguna estupidez.
De pronto, el hombre comenzó a
avanzar hacia ella.
Con los brazos al frente y las palmas
sucias a la vista.
Quería ganarse su confianza.
Apenas diez metros.
El dedo de Noe se curvó sobre el
gatillo.
Era él o ella.
No vio a la persona que se acercaba
por detrás, con la linterna apagada. Era
un nórdico descomunal, con un cuchillo
de caza en la mano diestra.
Una rama que crujió al ser pisada.
Un filo que buscaba la nuca de Noe.
Y de pronto un disparo que retumbó
en la oscuridad.

Alma no daba más de sí. El sonido de


aquel tiro la sorprendió cuando acababa
de apoyarse en un tronco para recobrar
el aliento. Había posado, por unos
segundos, a la niña en la hierba. Sentía
los brazos como armazones de
hormigón.
El eco repitió el estallido. ¿Habían
sido uno o varios disparos? Pensó con
apremio en aquella valiente mujer, y en
la suerte que podía haber corrido.
Reparó entonces en la bolsa de
Gloria. Hasta ahora no lo había hecho.
Tenía curiosidad por examinar su
interior, pero no era el momento. Debía
continuar. La niña boqueaba como un
pez fuera del agua. No podía dejarla
morir. No en sus brazos. Había que
intentarlo. Debía darse mucha prisa…
Su espalda crujió al levantarla en
brazos de nuevo. El húmedo terreno se
empinaba y no daba ningún respiro. Pero
tenía que seguir. Sus dientes rechinaban,
manchándose de sangre: se había
mordido sin querer el interior del
carrillo. El sudor la cegaba. Tropezaba
en una piedra y trastabillaba, sí, pero
conseguía mantener el equilibrio con una
voluntad de supervivencia que a ella
misma la sorprendía por momentos.
«¡Vamos, Alma, vamos!», gritó
mentalmente, para buscar fuerzas donde
ya no las tenía. Dejó atrás un roble
inclinado, y tras él, vio el asfalto. Solo
cuatro metros más. «Arriba, Alma, por
tu padre», pensó, con el fin de darse
ánimos.
Sonrió nerviosa. Lo estaba
consiguiendo. La carretera, por fin, a la
altura de los ojos… Y de improviso,
sobre el asfalto mojado, dos zapatos.
Un hombre, vestido rigurosamente
de negro, venía a su encuentro. Aquello
solo significaba una cosa: había caído
en la trampa. La ejecutarían allí mismo,
y dormiría eternamente bajo un anónimo
manto de tierra, piedras y matorrales.
Nunca encontrarían sus restos, y la
fotografía perduraría para siempre en
los archivos con el frío rótulo de
«personas desaparecidas».
Pero…
El fornido hombre le tendía una
mano. No una pistola. Tan solo una
diestra que trataba de ayudarla. Se
agarró a ella con desesperación,
sintiéndose de inmediato impulsada
hacia arriba. Cayó de rodillas,
lastimándose y rompiendo sus
pantalones, y así observó cómo aquel
desconocido, su inesperado ángel de la
guarda, había tenido la pericia suficiente
para acomodarse entre los brazos a la
pequeña.
—¡Dios mío! ¡Esta niña necesita
asistencia médica! —Lo oyó exclamar
con angustia.
Visiblemente aliviada, la novelista
lo miró de refilón con el pelo cubriendo
su rostro. Había clavado los nudillos en
el asfalto e intentaba recuperarse, pero
su resuello aún no le daba tregua.
El hombre aprovechó para introducir
con cuidado a la niña en la parte trasera
de su vehículo, estacionado a unos cinco
metros de distancia. Luego regresó en su
auxilio.
—Ella… se ha quedado atrás…
Querían matarnos… —farfulló Alma,
sintiendo un temor helado.
—¿Quién? —Perplejo, el
desconocido miró en dirección al
frondoso barranco—. Creo que usted
también necesita que la vea un médico
—concluyó, como para confirmar algo
que saltaba a la vista.
—Sí… —admitió, vacilante—. Se
llama Noelia.
—Ya han ido a solucionarlo.
Aquellas palabras la sobresaltaron.
Intentó apartarse del desconocido, pero
estaba debilitada.
—¿Cómo…? ¿Cómo dice? —
replicó, atónita.
—Hemos oído un disparo… —dijo
su interlocutor, midiendo las sílabas—.
Soy guarda forestal y hacíamos el
cambio de turno. Mi compañero ha
llamado a los refuerzos, así que no dude
de que la encontrarán.
—Eso espero. —Alma le creyó.
Tenía la mente embotada y cayó
profundamente dormida al sentarse en el
asiento de copiloto. Tan cansada que ni
siquiera vio en la parte de atrás el fusil
bajo la manta…
El todoterreno blanco arrancó.

Un estampido. El hombre cayó


doblándose de dolor, con el cuchillo a
un lado destrozado por el mango.
Noe se volvió para mirar al herido y
decidió arriesgarse cuando comprobó
que el hombre de la coleta había
perdido todo interés en ella y acudía en
auxilio de su compañero. A unos
cincuenta metros había un Seat
Alhambra. Salió corriendo y casi había
llegado al coche cuando recibió un
latigazo de dolor en el brazo derecho.
Su bandolera había quedado atrapada en
unos arbustos. Pensó en volver por ella,
pero aquel enterrador clandestino,
agachado ahora sobre el herido, giró la
cabeza para mirarla.
—¡A la mierda! —exclamó con
rabia, antes de echar a correr de nuevo.
El monovolumen tenía la puerta del
conductor entreabierta y casi
adivinaba… «¡Sí! ¡Milagro!», se dijo
con alivio. Ahí estaban las llaves. Sobre
el asiento. Pensar en escapar la hacía
correr como una velocista en mitad de
su prueba estrella.
Cerró el maletero con un portazo,
abrió la puerta del conductor y se
introdujo dentro de un salto. Le
temblaban las manos, y las llaves se le
escurrieron al primer intento. Las
recuperó y miró por el retrovisor. El
hombre de la coleta permanecía quieto,
observándola. Había recogido la pistola
de Noe, que se le había caído tras el
susto provocado por el inesperado
estampido, y tenía también su bandolera
colgando de la otra mano.
Por fin consiguió meter la llave en el
contacto y dar marcha atrás para enfilar
el camino que llevaba hasta la carretera.
Apareció otro hombre. Este por la
puerta trasera de la nave. Se fijó en ella
y dejó caer el machete que traía en la
mano para sacar enseguida una pistola.
La fugitiva aceleró y las ruedas
traseras derraparon con estrépito en la
tierra enfangada. El hombre apretó el
gatillo varias veces al tiempo que un
rayo iluminaba el cielo. Una de las balas
hizo añicos la ventana de copiloto, para
acabar enterrada en el reloj del coche,
llenando de cristales el asiento. Las
otras balas impactaron contra los
asientos de la parte trasera, provocando
un nuevo y ruidoso estallido de cristales
al atravesar el parabrisas.
El Seat se precipitó hacia delante,
entre tumbos, por el accidentado
camino. Noe apretaba el volante con
tanta fuerza que, de seguir así mucho
tiempo, pensó, acabaría fracturándose
los huesos de ambas manos.
Se oyeron otros silbidos, pero solo
uno alcanzó el monovolumen en uno de
los intermitentes traseros.
Había escapado. Ahí estaba la
carretera.
No la perseguían. Al menos, no de
momento.
Al girar y dejar atrás la nave de
materiales de construcción, se cruzó con
un camión con toldo azul que ascendía
en dirección opuesta.
Sabía lo que significaba.
Era el transporte para aquellos
pobres niños y niñas. Valiosos
diamantes para un negocio tan cruel
como próspero.
Comenzó a llorar.
No sabía nada del localizador que
llevaba en su automóvil.

Había pasado más de una hora desde el


violento altercado. El camión acababa
de partir con los veintisiete niños en su
interior, en dirección al barco que los
conduciría hacia su horrible destino y él
fue testigo impotente de cómo los
obligaban a subir. A empujones. Eran
solo mercancía.
Yuri Eremenko se había puesto
hecho una furia, aunque al menos se
había tragado la falacia de que en la
tumba estaba ya medio enterrado el
cuerpo de aquella inocente niña
enferma. Le apremió para que acabase
tan macabra labor y él había obedecido
con el corazón en la garganta. Había
tenido suerte de que no descubriera que
el enterrado era Markus, pero… ¿y la
niña? ¿Dónde diablos estaba ahora? La
había dejado oculta tras unas matas,
pero cuando los hombres de Yuri
inspeccionaron los alrededores, no
encontraron nada. Parecía haberse
evaporado. Unas huellas descubiertas
que ascendían hasta la cima le
confirmaban que Noelia tenía una
cómplice, pero tras seguir el rastro entre
continuos juramentos, el ruso volvió
airado y con las manos vacías.
Por supuesto que Yuri no conocía a
Noelia. Para él, era solo una
desconocida que había ido a parar al
lugar equivocado; pero él sí la conocía.
Demasiado. Era la ex del oficial Yago
Mellado. ¿Cómo demonios podía haber
llegado hasta allí? ¿Acaso era una
buscadora nocturna de setas? Fuera lo
que fuese, había metido la pata hasta el
fondo. Además, ¿quién sería la mujer
que la acompañaba en el Clio?
Con todo, lo peor era que Noe había
perdido el bolso. Él lo había recogido,
así como la pistola, intuyendo que jamás
habría disparado. Le temblaba mucho la
mano y seguramente la angustia que la
atormentaba se lo había impedido. Yuri
se lo arrebató para buscar la
documentación y cuando por fin
encontró el carné de identidad, sonrió.
—No malgastaremos tiempo en
perseguirla. Seremos amables y la
visitaremos personalmente.
—¿Y si acude a la Policía? —apuntó
uno de sus hombres con voz taladrante.
—Para entonces ya no estaremos
aquí. Nunca encontrarán lo que buscan.
La droga estará ya en Valencia y
Marbella —sentenció el cabecilla de la
banda, que apretaba el puño con cólera
contenida.
Cuando el camión desapareció de su
vista, camino del Puerto Exterior de
Bilbao, precedido del Hummer negro
que conducía Yuri y con Nilsson como
copiloto, con un paño cubriendo su
mano izquierda, destrozada —el disparo
del misterioso francotirador se había
llevado por delante los dedos corazón e
índice—, el hombre disfrazado se
apropió de una furgoneta grande con el
logo «COVAFER. MATERIALES DE
CONSTRUCCIÓN» y se encaminó de
regreso al hogar. El robo del Seat
Alhambra no le preocupaba en absoluto.
Era un vehículo requisado de una
operación antigua, cuyo propietario
llevaba muerto más de un año y que
sustrajo hábilmente una noche sin
estrellas, para utilizarlo tan solo en los
días de la negociación.
Lo que sí le angustiaba era el tráfico
de menores. Aquello le había cogido por
sorpresa. Había rumores de que el
Tarántula y sus secuaces no le hacían
ascos al negocio de la trata infantil, pero
hasta entonces no se había topado con
las pruebas.
Aparcó la furgoneta roja dos
manzanas antes de llegar a su meta. Allí
se despojó del disfraz y de la peluca, y
luego echó a andar hacia su casa. Al
entrar por la puerta su mujer se
sorprendió por la ropa tan deportiva que
llevaba, pero él subió las escaleras
rápidamente, como si tal cosa. Su hija
estaba en su habitación. Leía un cuento a
la luz ambarina de una lamparilla de
mesa.
—Aita! Ya era hora —refunfuñó,
haciendo un mohín con la respingona
nariz, aunque se la veía alegre.
—Ayer volviste a tener una
pesadilla, ¿verdad? Amatxu me lo
contó…
Su hija cabeceó afirmativamente
antes de contestar:
—Sí… Los monstruos, otra vez.
—Ellos no son peligrosos, Cris. No
son reales; así que no es a ellos a
quienes hay que tenerles miedo —dijo
con media sonrisa cómplice y
entornando los ojos.
—¿Por qué dices eso? —repuso la
niña, confusa.
—Por nada, cariño, por nada…
Tranquila, que aita ha vuelto para
protegerte.
—¿Seguro? —respondió ella como
un eco.
Jon Ríos Madariaga, suboficial de la
Ertzaintza, abrazó a su hija y su
expresión se volvió sombría.
—Ahora más que nunca, cielo. No
quiero perderte. No quiero perderte…
—susurraba como ensimismado,
mientras, desde el umbral, su esposa lo
miraba sorprendida.
27
Jokin Sagasti entró en su domicilio.
Vacío, como los últimos meses. Sin
rastro de ella, de Olga. Su apoyo y
equilibrio emocional en su limitada
vida.
Reparó en su imagen, trasladada a
sus pupilas por el espejo que había en la
entrada. En unas horas se sentía haber
envejecido diez años. Era duro
coordinar el trabajo, y más penoso aún
estar solo. La soledad lo recibía
invariablemente en su hogar desde que
ella decidió marcharse. Celoso de su
intimidad, había sabido salvaguardar
aquel secreto, los maravillosos
veinticinco años al calor del tierno amor
que Olga le había proporcionado. No
acudían a fiestas, ni a los actos públicos
donde Jokin recibía menciones de honor
y agradecimientos por parte del
Departamento de Interior del Gobierno
vasco por los numerosos casos
delictivos resueltos. Su fuerza había
sido constituir un solo ser. Compartir su
felicidad el uno con el otro. En la
intimidad. En la tranquilidad. Alejados
de personas que chismorrearían a sus
espaldas. Encantados de sembrar
plantas, juntos siempre, a la luz
sangrante del atardecer. Conversando en
el porche sobre libros, viajes, cuadros,
cine y música. Rezando ambos con las
manos entrelazadas y los ojos cerrados.
«Tantas cosas que se han perdido.
Tanto anonimato para al final ser tan
infeliz. Qué pena. Qué lástima que los
años pasen y se lleven lo que se
mantenía firme», caviló antes de soltar
un hondo suspiro de resignación.
Entró en la cocina y abrió la nevera.
Había lasaña precocinada. La sacó y la
metió en el horno. Mientras tanto, hacía
lo de siempre, como en un ritual.
Dispuso en la mesa dos platos, dos
tenedores, dos cuchillos, dos copas y
dos servilletas. Luego bajó al sótano,
que él nombraba «bodega», y volvió tras
elegir un Marqués de Riscal, reserva del
98 —el vino preferido de Olga—,
aunque a él le gustaba más el Viña
Ardanza. Con pericia sacó el corcho y
escanció una pequeña cantidad en ambas
copas. Cogió la suya, chocó con la otra
como si brindara y bebió a pequeños
sorbos, deleitándose en el paladar.
—Exquisito… Me rindo a tu buen
gusto —apenas susurró entre dientes.
Jokin hablaba mirando la silla vacía
donde se sentaba Olga. Su rostro se iba
iluminando poco a poco. Solo él podía
verla ahora que no estaba. Imaginó que
ella le preguntaba, como hacía cada
noche:
—¿Qué tal el día?
Siempre la misma pregunta, y él,
invariablemente, tenía que engañarla. El
día había sido una mierda. Xabier
Elostegi había informado de la celda en
el sótano, con una cama infantil y un par
de muñecos de peluche, en la casa de
Guillermo Gutiérrez y Fabiola Mena.
Pero no había rastro de su hija Zaira.
Aparte de eso estaba el contenido de los
ordenadores del refugio del hacker.
Mónica Antúnez había desencriptado
casi todo el material, y por lo visto,
Jaime Ribas y Gloria Sáez habían
mantenido un intercambio de
información continuo desde hacía mucho
tiempo; así como con Alma Reyes, que
en los últimos seis meses no dejaba de
escribirle preguntando por Gloria. Para
colmo, la hermana y el sobrino de Jaime
Ribas habían aparecido, pero en el
cementerio de San Miguel. De inmediato
había ordenado detener al joven. Aún
tenía cosas que contarle…
Por otra parte, estaba el asunto de
los explosivos, cuyo rastro no se
conocía. Cierto era que lo había dejado
en manos de la brigada antiterrorista,
pero no poder sonsacarle nada a Fabiola
Mena, por expreso mandato de la
doctora Laínez, lo exasperaba. Luego
estaba lo de Mellado, ese misterio que
no quería compartir con él… Y también
lo de Jon Ríos, que le había llamado
media hora atrás. «Todo es una puta
mierda». La infiltración de Ríos ya
estaba durando demasiado y se
complicaba aún más con estas últimas
noticias, pero no podía desvincularlo
del caso: el Tarántula aún no había dado
señales de vida. Tenían en las manos no
menos de cuarenta hilos para hacer un
jersey y ni idea de cómo hilvanarlo.
Solo él sabía lo duro que era enfrentarse
a una delincuencia cada vez más
enrevesada, y lo frustrante que resultaba
dar dos pasos para atrás y medio para
delante.
—El día bien… Tranquilo. —Una
vez más, necesitaba mentirle en voz
queda.
Ella le ofrecía una de sus agradables
sonrisas y le besaba las manos. Cenaron
en silencio, intercambiando miradas
confortables, delatoras de su inmenso
cariño. Al menos así le pareció a Jokin
esta noche.
De pronto el móvil comenzó a
zumbar. «¡Maldita sea! Debería haberlo
apagado. Puto aparato». Le pareció que
Olga lo miraba con reproche, pero en el
fondo entendía que el trabajo tenía esa
clase de servidumbres. El número no
presagiaba nada bueno. La inoportuna
llamada era de Sandra Urrasti, la
secretaria de comisaría. Había cotejado
los datos y archivos que el comisario
jefe del CIDE le había pedido y la
conclusión era espeluznante pero
previsible. La Europol había hecho bien
su trabajo. Las fotos encontradas en el
viejo cine, sobre las butacas,
pertenecían a niños desaparecidos por
todos los rincones de Europa en
prácticamente las tras últimas décadas.
De entre estas, al menos veintiocho
correspondían a niños españoles de los
que hacía seis meses que no se sabía
absolutamente nada. Datos y hechos
terribles en sí…
—¿Estás bien? —Olga le habría
visto palidecer.
Jokin cortó la comunicación y
asintió con la cabeza, aunque sabía que
esta vez no podía engañarla. Estaba
preocupado. Y más cuando esa conexión
podía estar relacionada con lo que Jon
Ríos acababa de comunicarle pocos
minutos antes.
De improviso Olga se evaporó como
succionada por la penumbra del salón.
Jokin volvía a estar solo con sus
fantasmas. Hacía seis meses que se
despidió de ella. Viajó a su lado en el
avión. Bajaron en el aeropuerto de
Varsovia. Gloria los acompañaba. Ella
también se quedó… Desde entonces,
ocultaba aquello. Alma Reyes, la amiga
íntima de Gloria, no cejaba en su
empeño de averiguar el paradero de su
pareja, pero Jokin había logrado
esquivarla con habilidosa corrección.
Era un policía que había mentido como
un bellaco.
Claro que estaba muy al tanto de la
desaparición de Gloria, y de hecho
había sido el encargado de difundir una
falsa historia que conducía a la hija de
Olga a Moscú. Al menos Alma le
creyó… Lo que sí era cierto es que,
desde entonces, no había vuelto a saber
nada de la periodista. Por expreso deseo
suyo, lo mejor era que las olvidara,
tanto a su madre como a ella… Pero no
podía. En especial a Olga, que lo había
sido todo para él. Que no estuviese ya a
su lado no impedía que pensara en ella a
diario con creciente nostalgia y recreara
la felicidad del tiempo que habían
pasado juntos… Esa ternura, esa pasión,
ese cariño, estaba ahora depositado en
todos aquellos recuerdos.
Como en las últimas semanas, el
mismo que dirigía el CIDE con mano
firme subió hasta su cuarto y acabó
llorando desconsoladamente al apagar
las luces y verse solo.
De repente, un relámpago iluminó el
dormitorio y, por un momento, permitió
distinguir en la penumbra al hombre que
se acercaba despacio, a espaldas del
comisario mientras movía las manos de
forma rotatoria, recogiendo y tensando
el cable de acero que sujetaba. Una
silueta que se aproximaba a su presa y
se detenía de golpe al ver algo que no
esperaba: Yago Mellado jamás habría
supuesto que algún día vería cómo
Jokin, el tipo duro de rostro granítico, se
venía abajo, sentado en la cama, junto al
camisón blanco extendido sobre la
colcha.
28
Alma Reyes despertó sobresaltada. Se
incorporó en la cama y miró a su
alrededor. ¿Dónde diablos estaba? ¿Por
qué le dolía todo el cuerpo?
Una mujer con uniforme blanco de
enfermera se acercó a ella. Traía en las
manos unas cápsulas y un vaso de agua.
—¿Qué tal se encuentra? —inquirió
en tono neutro, muy profesional.
—La niña, la niña… —Sintiendo la
boca muy seca, a la escritora se le trabó
finalmente la lengua.
—Descuide. Se pondrá bien. Le han
administrado el tratamiento
correspondiente.
—¿Seguro? —inquirió Alma con
manifiesta desconfianza.
—Presentaba un severo estado de
deshidratación y fiebre elevada, pero
todo consecuencia del mismo cuadro
clínico. Anemia acusada y defensas
bajas. Se recuperará —dijo la
enfermera, escrutando el rostro de la
paciente.
Alma se encogió de hombros
lentamente y asintió.
—Menos mal… Y yo… ¿Cómo he
llegado aquí?
—Estaba agotada… —Se permitió
esbozar una sonrisa—. El hombre que
llegó con ambas habló de una extenuante
experiencia, y también nos dijo que las
encontró en mitad de la carretera y que
usted estaba desorientada.
—Sí, ahora lo recuerdo… —Alma
calló unos instantes antes de preguntar
atropelladamente—: ¿Se ha marchado?
—Eso creo… —La enfermera se
aclaró la voz—: Por cierto, hay dos
policías que desean hablar con usted. La
niña está indocumentada y alguien tiene
que responder por ella.
—Claro, claro… —Absorta como
se encontraba, la novelista pensó en los
niños del sótano, en Noe, y en más cosas
que empezaba a recordar—. ¿Y mis
pertenencias? —preguntó—. Necesito
mi bolsa de trabajo.
—Están en ese armario… —
respondió señalando con la vista un
armario empotrado de dos puertas de
color blanco—. El suyo es el espacio de
la derecha.
Alma intentó levantase de la camilla,
pero un dolor lacerante le recorrió la
espalda. Acabó soltando un corto
suspiro de frustración.
Lanzándole una mirada compasiva,
la enfermera le avisó con suave firmeza:
—Tiene que tomar esta medicina.
Una sobrecarga le ha producido una
dorsalgia, pero en un par de días estará
como nueva.
—Gracias. —Alma aceptó el vaso
de agua y las pastillas que le ofrecía—.
Deje pasar a la Policía, pero antes…,
¿podría hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Mi bolsa…, ¿podría acercármela?
—La enfermera se la tendió enseguida
—. Y también me gustaría ver a la niña.
Una sonrisa resplandeciente iluminó
el rostro de la mujer. Con tiento
descorrió las cortinas blancas que
ocultaban la cama contigua donde yacía
la niña, dormitando como un ángel
mientras era alimentada por la vía
instalada en el brazo izquierdo.
Respiraba con normalidad. Viva. Lo
había conseguido. Gracias a ella.
—Pensaron que sería una buena
acompañante… —dejó caer aquella
amable mujer.
Alma Reyes asintió satisfecha.
—¿Cuánto tiempo he permanecido
inconsciente?
La enfermera miró el reloj de
muñeca.
—Unas diez horas desde el ingreso.
Son ahora mismo las ocho de la mañana.
Alma no podía quitarse de la cabeza
a Noelia, al resto de los desgraciados
niños…
—¡Diez horas! —exclamó en voz
baja, sin contener un gesto de
incredulidad—. Necesito hablar con la
Policía… Es urgente.
—Les avisaré de que ya está
consciente. Están con la directora del
hospital. No creo que tarden ni cinco
minutos en venir a verla.
—Se lo agradezco… —respondió la
novelista.
Cuando la enfermera desapareció,
Alma se volvió de costado y un nuevo
calambre le recorrió la espalda, como
un látigo de fuego. Sus dientes
chirriaron, pero el dolor cesó al
observar a aquella pobre niña. Con un
nudo en la garganta, se preguntó qué
secuelas quedarían en su menudo cuerpo
por el resto de sus días.
Después se inclinó para abrir el
bolso de Gloria y tras volcarlo, lo vació
completo sobre la cama. Allí estaba. Su
amuleto. La piedra blanca. El símbolo
del inmenso cariño que se profesaron.
También encontró el pasaporte, aún
en regla, y la cartera de marroquinería
con el documento de identidad, el de la
Seguridad Social, así como tarjetas de
crédito y de visita. Alma no pudo
contener las lágrimas al comprobar que
llevaba la foto de carné que ambas se
habían hecho en un fotomatón, un día de
escapada a Bilbao.
Además, había un diario. Quizá lo
que buscaba. El misterioso legado de
Gloria… ¿O tal vez se trataría solo de
un diario personal? No le parecía
posible. A Gloria siempre le habían
preocupado los demás, en especial «sus
niños y niñas», como los llamaba ella
con especial afecto. Para nada parecían
importarle las insignificancias de la
vida cotidiana, o al menos no tanto como
para consignarlas en un diario. Ella se
debía a «los niños que dejaron de
sonreír», término que utilizaba ante la
injusticia en un mundo donde era fácil
valerse de la inocencia de un menor
para arrebatarle su mayor tesoro: su
dignidad.
En efecto, al abrirlo se topó con algo
que ya había leído. Nadia Butalkin, «la
niña tarántula». Pero en el diario había
más. Estaba escrita toda la historia y
Alma, obviamente, pensaba leerla por
entero, sin prisas.
Junto al diario descubrió un sobre.
Lo abrió. Y en su interior, la letra de su
amada:

Si
lees
esto
es
probable
que
esté
muerta.
Darán
conmigo…
Me
habré
ido
con
ellos.
Con
los
niños
que
dejaron
de
sonreír.
Perdóname
por
alejarme
de
la
manera
en
que
lo
hice.
Temí
por
ti.
Te
amé
y
fui
muy
feliz
a
tu
lado.
Cuando
la
luna
bese
al
sol,
mis
manos
te
recogerán
para,
abrazadas
como
un
solo
cuerpo,
mirar
al
horizonte
eternamente.

La fotografía que había en el interior


acabó por derrumbarla. Allí estaba
Gloria, tirada en el suelo y sobre un
charco de sangre. La cabeza ladeada,
mirada perdida, un orificio en la frente.
A su lado, un hombre caído de rodillas
miraba hacia atrás, como buscando el
lugar donde podía esconderse el
francotirador.
Alma lo reconoció al instante…
Rápidamente introdujo todo en el
bolso. Habían llamado con los nudillos
en la puerta. La sorpresa fue mayúscula.
Era Silvana. Llegaba como caída del
cielo para insuflarle vitalidad. La besó
en los labios. Necesitaba su cálida
compañía. Pero lo que Alma no sabía
era lo ocurrido tan solo unas horas antes
en aquel mismo centro sanitario de
Barakaldo…

Horas antes, el propietario del gran


todoterreno blanco había utilizado una
ganzúa para abrir un despacho en el
hospital de Cruces. Acababa de dejar a
la niña y a la joven en la entrada de
Urgencias. Contó que las había
encontrado desorientadas en la carretera
y desapareció antes de que las preguntas
de los sanitarios pudieran importunarlo.
Pero no se marchó. Tan solo se
escabulló por un pasillo lateral,
dirigiéndose con cierta premura a las
plantas superiores.
Dentro del despacho, se apoderó de
la bata de facultativo de un tal «Doctor
Hernández», se colgó al cuello un
fonendoscopio y se puso unas gafas sin
graduar; un disfraz mínimo, pero
bastaría. Cogió una libreta y con ella
bajo el brazo, se encaminó hacia la
habitación 298. No le había resultado
difícil dar con su objetivo. Sobre la
mesa del médico había una fila de
carpetas, con los respectivos informes
preliminares de los pacientes ingresados
en las últimas setenta y dos horas. Allí
aparecía también el correspondiente
informe de la mujer que buscaba.
El impostor pasó por el puesto de
enfermeras, pero ninguna se volvió
siquiera para mirarlo dentro de la rutina
diaria. Parecían más preocupadas por la
charla que mantenían animadamente en
el interior de la garita sobre un antiguo
novio.
Sigilosamente aquel individuo
consiguió llegar hasta la 298, custodiada
por un joven vestido con uniforme de la
Ertzaintza, acomodado en una silla junto
a la puerta y con cara ausente. Al verlo
venir, su cuerpo de más de cien kilos dio
un respingo, pero después, tras
inspeccionar el nombre y rango
apuntado en la bata, el agente se relajó
bastante. Sonrió con desgana —en
realidad apenas una mueca— y se hizo a
un lado. Sin duda aquellos hombres
preparados para la acción consideraban
la vigilancia como una estupidez y un
mero formalismo de horas de mortal
tedio. El tiempo se les hacía eterno;
sentían que habían nacido para patrullar
y luchar contra los malhechores, no para
ejercer de canguros de un enfermo.
El desconocido entró en la
habitación y cerró la puerta tras de sí.
Oyó el sordo crujido de la silla del
pasillo, cuando el agente se dejó caer de
nuevo sobre ella.
La habitación estaba casi a oscuras.
La única fuente de luz provenía de la
luna, que brillaba al otro lado de los
grandes ventanales. El silencio era tal
que casi podía escucharse el monótono
goteo del suero.
Como en todas las habitaciones de la
planta, había dos camas, pero en esta
solo una se encontraba ocupada. El
cuerpo que yacía sobre ella no se volvió
para mirarlo. La mujer parecía estar
sumida en trance, pues no apartaba la
mirada de algún punto lejano,
inconcreto, que solo ella podía
contemplar a través de los ventanales.
El falso doctor llegó hasta el lecho
sanitario, dejó la carpeta sobre los pies
de la paciente y se recostó sobre la
barra donde estaba recogida la mesa
plegable. Luego comenzó a hablar:
—Fabiola… Fabiola… Vengo a
traerte recuerdos.
Poco a poco la paciente volvió la
cabeza para clavar sus ojos oscuros en
el visitante.
—Ca… cabrón… —apenas
balbució. Debía de tener inflamada la
laringe, y su insulto apenas quedó en un
susurro.
—Tu hija está bien… —informó el
recién llegado, mirándola con ojos
penetrantes—. Deberías agradecerme lo
que estoy haciendo por ella. Al
contrario que vosotros, no la tengo en
una celda.
—Qué sabrás tú de educar a una
maleducada —le espetó agriamente la
mujer. Nuevos susurros, sin embargo. La
ira latiendo en cada palabra.
Él se mostró perplejo.
—¿Eso es lo que significa tu hija
para ti? ¿Una maleducada?
—La educación es disciplina.
—Y la mejor manera es encerrarla
—subrayó el otro en son de mofa.
—Sí, claro que sí.
—¿Por qué odias a los niños? ¿Por
qué ayudabas a secuestrarlos?
—Solo dan quebraderos de
cabeza… —contestó Fabiola, arrugando
algo la frente—. Y dinero. También
dinero, si sabes cómo usarlos.
Su interlocutor la miró con creciente
asco. Parecía una colilla que hubiera
que aplastar sin más.
—Pagué a unos descerebrados para
matar a tu marido —confesó luego,
lapidario.
—¿Por qué no acabaste conmigo en
la escuela?
—Te quería aquí.
—¿En un puto hospital? —Ella
había escupido las palabras.
—Tienes que culminar el plan
trazado —la incitó él.
Intercambiaron una dura mirada.
—Ya no me importa Zaira —
sentenció Fabiola Mena mientras
ladeaba la cabeza sobre la almohada.
—Te equivocas de plano. Sí te
importa…, pero a tu manera. Eres su
madre y harías lo que fuera por ella.
—La volvería a encerrar para
apartarla del resto de víboras, esos
niños consentidos y malcriados —
replicó la mujer entornando los ojos.
Reinó un silencio vacilante entre
ellos porque el falso médico se había
detenido antes de contestar con voz
sorda:
—Con eso me demuestras que la
quieres. Que al menos no te es
indiferente… —Sus labios apuntaron
una sonrisa maliciosa—. Piensa que tú
solo hacías lo que te pedía Guillermo. Y
ahora él no está… Te he allanado el
camino para recuperar a tu hija y una
nueva vida.
—No me des falsas esperanzas… —
La boca de ella se crispó antes de
concluir en tono muy fúnebre—: Sé que
acabarás conmigo.
—Dejaré que sea tu propia hija
quien lo decida… si ejecutas el encargo
por el que estoy aquí. Te ofrezco matar a
las personas que os metieron en todo
esto, primero a Guillermo y luego a ti…
Después, todo dependerá de la elección
de Zaira. Aún puedes remendar tu
pasado —resumió él, tratando de
convencerla.
—La mujer que me visitó en la
escuela… —dijo Fabiola Mena,
rememorando la escena.
—Sí, claro. Lo preparé todo para
que llegase hasta ti. Es una valiosa pieza
de la que me valgo contra vosotros.
—Ella…, ella… —balbució la
paciente, que parecía no encontrar las
palabras adecuadas.
El varón camuflado de doctor se
agachó y habló al oído de la paciente.
Entendió lo que quería. Ahora sabía por
qué había obligado a su marido a
golpearla con una maza en la rodilla. La
necesitaba escayolada para culminar su
plan. Y asimismo sabía que ejecutaría lo
que él le pedía. Tenía razón. Después de
todo, amaba a su hija, y todo había sido
culpa de Guillermo. Ella no era así. No
aprobaba los castigos, la celda…, pero
no le quedó otro remedio. Amaba a
aquel chalado. Y ni siquiera encontraba
una explicación coherente a tanta
sumisión por su parte. Sí, eso era. Las
palizas eran para obedecerlo en todo.
Cuando el hombre se fue, la luz de la
luna reflejaba las perlas brillantes que
corrían por las mejillas de la viuda de
Guillermo Gutiérrez. Le habían
concedido una oportunidad de
redención. Ahora todo dependía de una
decisión: la de su hija Zaira.

A la misma hora en que el falso médico


abandonaba la habitación de Fabiola
Mena y se despedía con amabilidad del
ertzaina de guardia, la doctora Marga
Laínez se ocupaba de curar la mano del
Danés mientras el cañón de una pistola
la apuntaba directamente a la cabeza.
Yuri Eremenko, sentado en la mesa,
sostenía con firmeza el arma corta de
fuego al tiempo que no dejaba de mover,
entre los labios, el palo de regaliz que
calmaba sus nervios.
—Mmm, mi hermano se alegrará de
la buena nueva —comentó, como
hablando consigo mismo.
La doctora Laínez le había
informado de que su sobrina Nadine
Eremenko —Nadine Vaidisova en el
falso documento de identidad que
utilizaba en España— había recuperado
finalmente la conciencia y la movilidad.
La pega era que su amnesia podía
«prolongarse in saecula saeculorum»,
según el latinajo que les soltó la
doctora. Esto representaba un problema
para su padre, Yurkov, en su desmedido
afán de descubrir, a través de ella, los
entresijos de la Ertzaintza por medio de
aquel tonto tan enamoradizo.
Seguramente Mellado, al contemplar por
primera vez a la bellísima Nadine, había
pensado que la vida era maravillosa, un
regalo llovido del cielo. Menudo idiota.
El muy ingenuo no sabía nada de las
informaciones que esta eslava había
hecho llegar a su padre. Sin embargo ese
idiota le había costado una fortuna y
había estado a punto de cazarlo, y eso
Yuri no iba a olvidarlo sin más.
De todos modos, el cuento había
cambiado en el momento en que algún
listillo tocapelotas reconoció a la joven
y se ensañó con ella, bien para inquietar
los cimientos del imperio Eremenko,
bien para demostrar quién llevaba los
pantalones en el mundo de los negocios.
Así las cosas, el capo Yurkov el
Tarántula sospechaba de los
colombianos, y como espeluznante
represalia, había mandado a estos, a su
blindada finca de Medellín, los cuerpos
de tres de sus sicarios, triturados y
enlatados en botes de comida para
perros. Lo hizo sin saber a ciencia cierta
si habían sido ellos quienes le
propinaron la brutal paliza a su hija,
pero al menos dejó claro quién mandaba
en los negocios más sórdidos del país
de la piel de toro.
Conseguir que la doctora Laínez
colaborara y vigilara a Nadine todos los
días resultó fácil. Su padre, un médico a
punto de jubilarse, extravió unos cuantos
órganos para clientes de Yurkov en
2004, provenientes todos de
Mozambique. Esa deuda quedó zanjada
cuando compensó el error con otros
tantos órganos, tras su vuelta a España
poco después, pero el resquemor quedó
ahí, y cuando Nadine sufrió la agresión,
lo primero que hizo Yurkov fue
secuestrar al médico y encerrarlo en un
zulo para que su hija colaborara con los
cuidados de Nadine. Obligada o no, lo
había hecho con gran dedicación.
—Tu padre dejará de ser un perro
cuando Nadine pueda salir de aquí por
su propio pie… —avisó Yuri Eremenko.
La ira en las pupilas de la doctora
Laínez le provocó una carcajada—.
Tiene que ser difícil vencer la tentación,
¿no? Dime… ¿Cuántas veces has
pensado contárselo todo a ese poli? Me
imagino que muchas.
—Ya no le interesa —replicó la
doctora, con rabia mal contenida.
Aquellas palabras, tan espontáneas
por otra parte, dejaron pensativo al ruso.
Los engranajes de su mente comenzaron
a funcionar.
—¿Qué quieres decir? —inquirió en
voz baja.
—Lo llamé… Es un hombre
enamorado, aunque no sea
correspondido. —Una mueca furtiva
cruzó su rostro—. Aunque no se alegró
por la recuperación de Nadine. Lo noté
en su voz. Me dijo que no la merecía.
Que se acabó. No volverá a visitarla
jamás.
Atónito, Yuri Eremenko abrió los
ojos como platos.
—Pero ¿qué les pasa a los tipos de
este país? —estalló, colérico por
momentos—. ¿Así cómo van a ir bien
las cosas? Cambian mucho su estado de
ánimo. Vulnerables como cáscaras de
huevo, no son más que eso. —A la vez
que lo decía en tono avinagrado,
pensaba en el intento fallido de
secuestrar a la hija del ertzaina.
Aquel extremista, de un grupo
independiente, le dijo que no había dado
con ella. Pero la necesitaban. Ahora era
muy importante para su hermano, la
necesitaba para chantajear al padre y
conocer lo que Nadine dejó de
transmitirle. Yurkov era el cerebro del
negocio, eso nadie podía discutirlo, y él
apenas un representante de la
organización. Si su hermano había
puesto los ojos en la chica, sus motivos
tendría. No se alegraría cuando poco
después le informara de que ese cabo
aún seguía suelto, pero esperaba que el
enfado se le pasara cuando le contara lo
de Nadine. Lo imaginaba sentado en su
inmenso sillón al lado de una chimenea
de mármol, fumando un Cohiba y
bebiendo whisky maltés en copa; todo
ello mientras recibía a clientes ansiosos
de gastar parte de sus fortunas en niños y
drogas.
—Ya está… —La doctora disolvió
los pensamientos de Yuri tras terminar
de vendar la mano del pálido y sudoroso
Nilsson—. No puedo más. Mi madre
pregunta una y otra vez. Demasiado
tiempo ocultándoselo. —Su voz era
serena, aunque llena de energía—. Por
mucho que él le llame «desde Nairobi»,
empieza a sospechar que ese viaje no ha
tenido lugar jamás. He hecho todo lo que
me pidieron. Suéltenlo, por favor, y
ahora lárguense. Nunca los he visto. Lo
prometo.
—Todo a su tiempo —contestó Yuri,
guardando la pistola—. Todo a su
tiempo. Tú cuida de que Nadine se
recupere satisfactoriamente.
Marga Laínez se había puesto muy
tensa.
—Hijo de puta —susurró entre
dientes.
—Me gustan las mujeres con
carácter… —La risotada de Yuri
Eremenko sonó en toda la habitación. Le
encantaba lidiar con hembras así. Le
gustaba que se revolviesen y le pusieran
las cosas difíciles. Golpearlas para
demostrar quién mandaba—. Sí, un buen
polvo siempre las pone en su sitio… ¿Te
animas? —Mientras lo decía, no
apartaba la mirada del pecho de ella, y
se pasaba lascivamente la mano por la
entrepierna—. Yo siempre estoy
dispuesto a montar a una hembra para
darle una alegría.
La doctora lo miró con profunda
repugnancia y se contuvo en el último
segundo. Tenía el bisturí en la mano.
Sería solo un instante. No necesitaría
más para cortarle de cuajo la yugular a
aquel cerdo. Pero prefirió hacer oídos
sordos al comentario y salió del lugar
con paso vivo, mientras otra carcajada
la perseguía por el pasillo.
En ese momento sonó el móvil de
Yuri Eremenko. Era Mijaíl, el conductor
de la «mercancía» rumbo al puerto de
Santurtzi. Enseguida supo que algo no
iba bien porque al otro le temblaba la
voz.
—Jefe, lo siento… —tartamudeó
con apuro—. Ha surgido un
contratiempo.
—¿Qué cojones quieres decir con
eso?
—La carga ha sido requisada.
—¡Estúpido siberiano que caga
sobre sus hijos! —bramó Eremenko.
—Tuve que frenar… —se justificó
torpemente el otro, después de tragar
saliva con dificultad—. Había una moto
grande tirada en la carretera junto a un
cuerpo inmóvil… Pero todo era una
trampa.
El odio estaba muy presente en las
pupilas de Yuri cuando, lapidario,
sentenció con voz ronca:
—Reza por el alma de los tuyos…
—Ellos no tienen la culpa, Yuri —
gimió el otro, angustiado—. ¡Por favor!
Ese hombre tiene a la mujer que buscas.
La que os vio en la fábrica. Y también
tiene a Markus.
Eremenko, rojo de ira, no daba
crédito a lo que escuchaba.
—¿Quién tiene los huevos de
desafiarme? —Quiso saber, notando la
mandíbula contraída, el puño cerrado.
—Está a mi lado, en la cabina… —
reconoció el conductor, avergonzado de
su imperdonable fracaso—. Me ha
apuntado en un papel lo… lo que quiere
que te diga.
—Pásame ahora mismo con ese hijo
de la gran puta. ¡Ahora mismo!
—Dice que no… —A Mijaíl cada
vez le temblaba más la voz—. Quiere un
intercambio… Dice que tienes algo que
le pertenece, un bolso que era de esa
mujer… A cambio, te la entregará a ella,
pero no…
—A los niños —le cortó su jefe, que
ya notaba una vena palpitándole de
forma incontrolada en la frente—. Era
de esperar. ¿Y Markus?
Mijaíl le dio una dirección
completa. Luego se escucharon ruidos
sofocados. Probablemente alguien
acababa de rebanarle el cuello.
29
Estaba tan nerviosa que,
irresponsablemente, decidió refugiarse
en su casa. Era lo único que la unía al
pasado familiar: una vivienda propia,
libre de cargas hipotecarias. Acurrucada
en la bañera, se agarraba las rodillas
con los brazos mientras el agua caliente
caía sobre ella. No podía dejar de
temblar. Los días tan frenéticos que
estaba afrontando comenzaban a hacer
mella en su organismo. Ni siquiera la
ducha podía aliviar del todo la fatiga
que se había apoderado de ella. Todo
era tan deprimente… Alzó la mirada y
vio las cápsulas junto a la jabonera. Las
tenía a mano y eran una tentación. Una
dosis más alta de la indicada podía
llevarla a una muerte dulce, al sueño
eterno. ¿Justo lo que necesitaba?
¿Ahora? «No, no te dejes llevar por
ideas tan drásticas», se dijo con el ceño
fruncido. Comprendió que no podía
abandonar ahora, y menos después de lo
que había vivido en los últimos días.
Apartó la vista de las pastillas y
cerró los ojos. El chorro la golpeó en el
rostro, la ayudó a abordar ese recuerdo
que nunca la había abandonado… Aun
así se preguntó si hizo bien aquel día.
Sabía que Yago necesitaba un motivo
más para dar el paso definitivo y dar
carpetazo a la relación. Ella lo amaba.
Ambos querían a Vanesa. Pero la
decisión fue suya. Se volcó por encima
parte de una botella de whisky y echó el
resto por el retrete. Hizo lo que debía,
para que las pruebas la culparan. Solo
por ellos.
Luego tomó cinco pastillas del
frasco que le suministró el doctor
Bellas, se apropió de un martillo y
volvió a casa con un único fin: destrozar
algún mueble, completar el escenario
mientras los calmantes hacían efecto…
pero he aquí que poco a poco todo se
distorsionó. Con esas pastillas esperaba
caer en un sueño profundo, asomarse
incluso al abismo de la muerte,
cualquier cosa para que Yago viese que
necesitaba alejarse de ella. No fue eso
lo que pasó. En su lugar, las pesadillas
llegaron a ella despierta. Empezaron a
surgir sombras oscuras que resbalaban
por las paredes y se acercaban
amenazadoras. La rodeaban para
llevársela con ellas. Tuvo que
defenderse. Con el martillo les abría
surcos blancos en sus velos oscuros.
Peor aún fue ver aparecer, al pie de
la escalera, a su pequeña. La niña,
histérica, comenzó a chillarle cosas que
no entendía. Fue angustioso percibir
cómo las mismas sombras agarraban a
Vanesa por los brazos y tiraban de ella
escaleras arriba. Siguió a los intrusos,
golpeándolos a diestro y siniestro,
luchando por llegar hasta las sombras
que se querían llevar al único fruto de
sus entrañas. La balaustrada eran
sombras. Los escalones, más sombras.
Nada se escapaba a su furia por
defender lo que más quería.
La danzante oscuridad encerró a
Vanesa en el baño. Su madre quiso
entonces arrancar la puerta con las uñas,
pero no logró nada. Ni siquiera sintió
dolor cuando se le fracturaron dos
dedos. Comenzó a acometer a
martillazos la madera. Las astillas le
salpicaban el rostro mientras chillaba en
el límite de la demencia: «¡Vanesa,
tranquila, mi niña, no dejaré que te
lleven!». No pudo continuar. A su
espalda apareció un monstruo oscuro
con la cara de Yago. Había abierto sus
alas negras y mostraba una infinidad de
púas largas y afiladas. Lo atacó. Pero
aquel engendro era escurridizo como un
reptil y le tendió una trampa. La rodeó
con su ala y la atravesó con cientos de
púas. Consiguió apoderarse de ella, y
todo terminó ahí…
Sus acibarados pensamientos se
esfumaron como por ensalmo. Cortó con
energía la ducha, se levantó y se puso el
albornoz que había preparado sobre la
puerta. De pronto escuchó unos ruidos.
Alguien parecía corretear por el pasillo.
Alguien estaba sujetaba el picaporte.
Una respiración pesada a través de la
madera. Noe sintió que se le salía el
desbocado corazón por la boca. Con un
crujido, el picaporte volvió a su sitio y
la puerta se desplazó apenas unos
centímetros. El vaho escapaba por la
rendija abierta como si fuera succionado
por un ventilador.
Noe esperó. Al menos había
conseguido salir de la bañera, pero no
tenía escapatoria, y lo sabía. Era solo
cuestión de tiempo. Sin embargo, nada
ocurrió. El silencio era tan opresivo que
incluso el roce del albornoz contra su
piel parecía delatarla. Se acercó muy
despacio a la puerta. Ni siquiera supo
de dónde reunió las fuerzas suficientes
para hacerlo. Se movía a impulsos.
Agarró el picaporte y abrió con
brusquedad. Nada al otro lado. Cruzó el
umbral. Ningún hacha afilada cayendo
sobre ella como una letal guillotina.
¿Había sido todo producto de su
imaginación? La única luz que se
percibía en el pasillo era la del baño,
así como la que se escapaba bajo la
ranura de la puerta del dormitorio. Se
dirigió hacia allí, acompañada de los
últimos jirones de vaho que se
dispersaban rápidamente.
Al llegar ante la puerta agarró el
picaporte, y en ese momento sintió algo
a su espalda. Un movimiento. Una
rápida respiración. El vello se le había
erizado por completo. Estaba tras ella.
Deseando que se diera la vuelta. Para
clavarla en la puerta con el atizador de
la chimenea… Ruidos precipitados en la
escalera. Se volvió. De nuevo, nada.
Abrió la puerta del dormitorio con
celeridad y se precipitó dentro. Tenía
que escapar de ahí. De repente recordó
que había perdido el bolso en el bosque.
Ellos debían de haber venido a por ella.
Una vez vestida, bajó las escaleras
haciendo el menor ruido posible. Justo
antes de salir por la puerta le pareció
ver una figura oscura que pasaba por el
exterior, visible a través de la ventana,
pero con la silueta distorsionada por las
cortinas.
Llevándose la mano a la boca, la
madre de Vanesa esperó unos segundos
conteniendo como pudo la respiración.
Luego abrió la puerta y alcanzó
corriendo el camino que enfilaba a la
carretera. Allí estaba el Seat Alhambra.
Encontró la puerta trasera
incomprensiblemente abierta. La cerró
de golpe y se sentó al volante, pero al
echar un vistazo al retrovisor, algo la
detuvo en seco: había una pila de ropa
negra sobre los asientos traseros; a su
lado, anudada a unas gomas, una barra
de acero. A través de una bolsa abierta
se apreciaban las máscaras de cuero. Y
recordó algo…
«Nadine».
La puerta del conductor se abrió de
nuevo y alguien la obligó a desplazarse
al asiento del copiloto.
Luego entró.
Metió las llaves en el contacto y
arrancó. Le dijo algo a su presa.
Noe obedeció en silencio de
cementerio. Al fin y al cabo, ese hombre
tenía a las niñas.
Se dejó esposar las manos. Estaba
como ida. Sumisa.
El conductor la observaba a través
de un pasamontañas…
Poco después el monovolumen se
perdió entre las sombras que
proyectaban los árboles que bordeaban
la carretera. Centinelas que callaban lo
que veían.
Con un destino previsto para dar
cabida a la última pieza del puzle.
Fiebre
Los estoy esperando. Todo principio
debe tener un final y este, inexorable, se
acerca. Sé que luego los niños se irán.
Para siempre…
Solo yo los recordaré. Yo fui como
ellos. Alguien a quien se le arrebató el
mayor privilegio: la inocencia.
Eso fue hace ya mucho tiempo,
aunque su amargo recuerdo siga en mí
candente como brasas. Tan caliente
como el día en que todo comenzó a
arder.
Yo sí pude librarme. Pude escapar.
Miento. Aproveché la distracción de mis
captores mientras mis compañeros
ardían… literalmente… Qué terrible
recuerdo.
Ha pasado el tiempo. Pero no el
suficiente para olvidarlos. Eso jamás.
Lo último que he hecho ha sido
apoderarme de su camión. Ha sido
sencillo. He degollado al conductor con
una navaja barbera muy bien afilada. La
fiebre ya no tiene poder en mí. He
aprendido a matar sin miedo a nada. Es
fácil quitar una vida llena de
podredumbre con solo cortar la yugular.
Los veintisiete niños que iban
acurrucados al fondo del camión están
ahora con Zaira y Vanesa. Les he
proporcionado comida y ropa nueva. A
algunos les quedará grande y a otros
corta, pero ahora se encuentran a salvo
gracias a esos niños y niñas que solo yo
puedo ver. Si no existiera esa herida que
no puede cicatrizar, su rescate habría
resultado un fracaso y habrían
descubierto por lo que pasé yo.
Satisfaciendo las necesidades de
hombres y mujeres, inmunes al miedo
que refleja el rostro de un niño cuando
no entiende dónde han podido quedar
aquellos días maravillosos.
Al menos estos no pasaran por ello.
Sus familias me lo agradecerán. Aunque
nunca sabrán quién lo hizo.
Oigo ruido de neumáticos. Por eso
he dejado la ventana abierta. Para
enterarme de su llegada.
Deben de haber visto ya el Seat
Alhambra.
Todo está preparado. Las cámaras
grabando, para que internet difunda las
imágenes a tiempo real.
Hay que mostrarlo. El mundo entero
debe reflexionar. Avisar al mal. Para
que sepan que la caza no se ha detenido.
El Demonio verá cómo se
resquebraja su imperio.
Ha llegado el momento.
Ahora sí, siento que la adrenalina
arrastra mi recién ganada frialdad. La
fiebre…
Es bueno saber que todos sentimos
fiebre. Eso significa algo. Nos agitamos
ante la injusticia y demolemos al necio
con valentía. Y es que todos podemos
ser valientes.
Ahora los siento… Los niños
desafortunados caminan conmigo. Han
vuelto para no marcharse hasta que todo
esto termine…
Cuarta parte
EL EDIFICIO
DE LOS
MÚLTIPLES
SUSURROS
30
Horas después.
Diario de Nadia Butalkin:

Para todos, Kamenets


fue una ciudad vista y no
vista. Veníamos en varias
furgonetas viejas, y a través
de las rendijas de las
ventanillas traseras vimos
pasar casas, personas, perros
y polvo; sobre todo grandes
concentraciones de polvo que
se levantaban a nuestro paso.
Cuando l egamos al
castillo, a las afueras de la
ciudad, ya no quedaba nada
que ver de Kamenets. Nos
sacaron de los vehículos a
empujones y nos obligaron a
ponernos en fila. Estábamos
en un patio ancho y nos
rodeaban unos altos muros
que nos impedirían escapar.
Había hombres
armados paseando entre
nosotros, y también
escondidos en las garitas que
se divisaban en lo alto de las
almenas, en tres
emplazamientos separados
desde los cuales se abarcaba
todo el recinto.
El hombre que golpeó
a Luka y Sasa apareció al
fondo. Salía de aquel enorme
edificio que iba a ser nuestro
«hogar». Se plantó ante
nosotros. Conté que éramos
doce niños y trece niñas.
Distinguí a Luka y a Sasa,
y vi cómo se encogían y
bajaban la mirada al ver
aparecer a aquel monstruo.
—Me l amo Yuri y os
doy la bienvenida —dijo
alzando la voz a modo de
saludo—. A partir de ahora
me debéis obediencia lo
queráis o no. No aceptaré
rabietas: las castigaré y os
prometo que no me temblará
el pulso. Pensad que sois
afortunados por lo que vais a
hacer. Vuestra obediencia y
servicio harán dichosas a
personas que nos pagan por
ser felices y a las que
apreciamos por lo mucho que
nos aportan… —Había
empezado a pasear entre las
filas, ahuyentando con su
mirada de víbora las de mis
compañeros, y finalmente l egó
hasta mí. Le sostuve los ojos
con lo que me pareció una
pizca de valentía—. Si lo
entendéis, la convivencia será
más l evadera y quizá hasta
os acabe gustando.
Recuerdo que después
de esas cínicas palabras me
cruzó la cara con el dorso
de la mano diestra, donde
l evaba un grueso anillo que de
hecho me partió el labio.
—¡Nunca me retes
con la mirada, piojosa
campesina! —rugió,
colérico.
Me dolía muchísimo y
las lágrimas afloraron a mis
ojos, pero supe recomponerme
y no dudé en dar voz a lo
que me preocupaba.
—¿Dónde esta
Simona? ¿Dónde está mi
hermana? Quiero verla —
grité.
Por toda respuesta,
aquel bruto me agarró de la
barbilla y apretó. Me hacía
daño, pero más dolor sentía
en el alma por no tener
noticias de mi querida
hermana.
—Tienes suerte de que
mi hermano haya puesto los
ojos en ti, que si no… —
Yuri apretó los dientes en un
gesto de rabia contenida—.
En cuanto a esa perra a la
que l amas «hermana», su
bautismo será pronto. Y te
prometo que ese día la
perderás para siempre.
—¡No, jamás! —
exclamé. No debí decirlo.
El hombre me sacó del
grupo y me tiró al suelo.
Recuerdo que tragué polvo, y
además sufrí un rudo puntapié
en los riñones. Me quedé sin
aire. Sentí que me moría. Vi
de refilón cómo aquel salvaje
echaba la pierna hacia atrás
para pegarme de nuevo…,
pero no l egó a hacerlo. Un
seco estampido lo impidió. El
hombre de la cicatriz había
aparecido con un rifle en la
mano y disparado al aire.
Era Yurkov, que l egaba en mi
ayuda. Amonestó a su
hermano con una mirada
severa y mientras este
dispersaba la fila, en dirección
hacia los barracones, dejó el
rifle en el suelo y se agachó
para socorrerme.
—Mi preciosa
niña… —casi susurró el
muy canalla—.
Tranquila… Ya ha pasado,
ya ha pasado…
Me l evó en brazos
hasta un edificio pequeño,
situado casi a un kilómetro de
distancia. Una vez allí me
depositó sobre una cama
pequeña, y me dejó en manos
de un hombre con bata y
grandes barbas que me dio
una pastilla para conciliar el
sueño y calmar el dolor.
Respondía al nombre de
doctor Richards.
No sé cuánto tiempo
permanecí allí. ¿Horas?
¿Días? ¿Semanas? En un
duermevela continuo, no
dejaba de mezclar sueños
preciosos con Simona como
acompañante, con vagas
imágenes del hombre de la
cicatriz, que me observaba
preocupado y me retiraba el
flequillo sudado de los ojos.
El día que por fin mi
mente se aclaró y me sentí
con fuerzas para poner pie
en el frío suelo del hospital,
Yurkov en persona,
acompañado del doctor
Richards, me ayudó a pasear
de aquí para allá. Me
temblaban las piernas y el
costado aún me enviaba
sordos quejidos, pero pensar
en Simona me bastaba para
no quejarme.
Dos días después, tras
múltiples paseos de lado a
lado del pequeño lugar y una
más que correcta alimentación,
dadas las circunstancias,
Yurkov me l evó a los
barracones. Eran tres. Uno de
ellos servía como aseo.
Dentro había cubos l enos de
agua fría y trapos que
raspaban cuando los
aplicábamos sobre nuestro
cuerpo. El suelo del barracón
tenía una ligera pendiente que
hacía fluir el agua hacia un
sumidero que quedaba justo en
el centro de la estancia. Junto
a la puerta había un armario
empotrado sin puertas, cuyas
baldas sostenían una especie
de pijamas azules. Elegí el
que creí que se adaptaba más
a mi enclenque figura, y una
vez vestida, sintiéndome por
fin limpia y fresca, salí al
exterior. Allí me esperaba
Yurkov para acompañarme al
siguiente barracón.
En este me encontré
con varias mesas alargadas
de madera, con sus
respectivos bancos sin
respaldo. Olía a alimentos
cocinados, aunque no había
rastro de ellos por ninguna
parte.
—Una comida diaria.
De dos a tres de la tarde.
Os reunimos a todos para
que juntos podáis dar gracias
a Dios por los alimentos que
se os proporcionan —me
informó él, mordaz.
Lo miré enfadada.
¿Cómo podía hablar él de
Dios cuando lo que hacía
estaba tan alejado de lo que el
Señor había predicado?
—¿Veré a Simona?
—pregunté al fin.
—¡No! Las chicas
mayores comen en la
residencia.
¿Residencia? ¿Así se
l amaba a aquel gigantesco y
misterioso edificio?
—Señor, usted ha
sido bueno conmigo…
Déjeme verla, por favor —
supliqué.
—La verás, la
verás… Antes de lo que
imaginas.
Sus palabras me
reconfortaron y aliviaron en
parte mi tristeza. Aquella
posibilidad, aunque fuera
efímera, era más de lo que
podía esperar.
El último barracón era
más grande y estaba dividido
en cuatro. Al traspasar la
primera puerta me encontré
ante el hombre que había
tirado los linces al interior del
vehículo el día que papá nos
entregó. Era alto y fuerte, y
tenía el pelo rubio alborotado.
Sobre un buzo blanco l evaba
un delantal salpicado con
manchas.
—Gustav es el
encargado de dar cristiana
sepultura a los débiles —
explicó Yurkov.
Lo comprendí cuando
distinguí a un niño dentro de
una larga bolsa negra, cuya
cremallera cerró de un tirón.
El tal Gustav, un tipo de
aspecto sueco, tiró de la
camilla con ruedas y salió por
una puerta que había al
fondo, y que al abrirse nos
azotó con un golpe de calor
que me hizo entrecerrar los
ojos.
—La verdad es que
utilizamos la incineradora
más de lo que nos gustaría. A
veces los clientes se exceden, y
otros eligen la opción
completa, que incluye la caza.
Esas frías palabras me
pusieron el vello de punta. Me
tapé los oídos para no seguir
escuchando.
Al pasar al siguiente
espacio, mi miedo se
incrementó. Aquello parecía
una sala de torturas o algo
similar. Me recibió una silla
de madera con brazaletes
abiertos en los reposabrazos
y en las patas, y una especie
de cinta de acero en la parte
superior en forma de casco
de la que salían unos cables
unidos a un generador.
—No te asustes,
pequeña. Este espacio está
reservado para los clientes que
se exceden el servicio
contratado y su disponibilidad
de efectivo. Si no pagan,
nosotros mismos nos lo
cobramos.
Pero eso no me
tranquilizó en absoluto.
Aquellos tipos no eran
personas corrientes. No
importaba que Yurkov se
hubiera portado bien conmigo.
El infierno existía y yo estaba
dentro.
En el último recinto me
tomó unas fotos y me grabó
luego con una cámara. A mi
lado había una enorme
pantalla que reflejaba el mapa
del mundo, con cientos de
luces verdosas que palpitaban
por todos los continentes.
—Son nuestros
clientes —explicó Yurkov,
visiblemente satisfecho—.
Aquí os registramos y
enviamos vuestros perfiles.
Ellos os van eligiendo y
deciden qué es lo que quieren
hacer… Después se os
pone en subasta y el mejor
postor gana.
Me temblaban los
labios. Ahora entendía mejor
cuál era el propósito de
tomarme fotos y grabarme.
Sin duda aquel tipo estaba
enfermo, muy enfermo.
Sin añadir nada más,
me condujo al gran edificio.
Recorrimos un pasillo
inmenso con estatuas
desnudas, colmillos de
elefantes, alfombras persas y
luminosas lámparas de araña.
Decoración venida de las
cuatro puntos cardinales.
Tanta suntuosidad me dejó
perpleja. Divisé al fondo una
barra con camareras ligeras
de ropa, sirviendo whisky y
cócteles a media docena de
personas entre las que estaba
el deleznable Yuri.
Tras ello, Yurkov me
guio hasta un ascensor y me
dejó en manos de una mujer
alta y esquelética. Cuarentona
y vestida como un hombre,
blandía una vara en la mano.
Para mi sorpresa, Yurkov se
despidió de mí con un beso
en la frente.
—Haz caso a
Laluska… —me dijo al
oído en tono paternal—.
Pronto verás a tu hermana.
Cuando desapareció, la
mujer alzó la mano y apoyó
la punta de su vara contra mi
pecho.
—Si quieres evitarte
problemas conmigo, mantente
siempre a la distancia de mi
vara. Si la acortas, la
sentirás en la carne —me
amenazó con voz glacial
—. Ahora, andando.
Obedecí sumisa y
avancé por el estrecho pasillo
de paredes desnudas. Apenas
diez metros. Una puerta al
paso. La vara raspó mi
espalda.
—Ahora puedes
unirte al resto. Es la hora de
descanso.
Abrí la puerta y pasé
al otro lado. Laluska tras de
mí. Se quedó apoyada en la
jamba mientras yo continuaba
avanzando entre las tristes
miradas de todos los niños
tendidos en el suelo de
cemento, al calor de
andrajosas mantas. Tuve que
pasar con cuidado para no
pisar a nadie y al final
encontré un rincón para mí,
con una manta con olor a
repelente veneno de rata que,
eso sí, me esperaba doblada.
Antes de tumbarme, la
alarma pareció cundir entre
los niños. Laluska l evaba en
el cinturón un walkie-talkie que
había comenzado a sonar.
Todos, incluyéndome a mí —
aunque aún no sabía el
significado de ese repentino
aviso— dirigimos nuestras
miradas hacia la mujer y la
vimos escuchar y mover los
ojos como si buscara a
alguien en concreto. Cuando
los encontró, señaló a dos
niños y a dos niñas. Advertí
que en nuestro pijama, a la
altura del pecho, teníamos
cosida una numeración: los
elegidos eran T-12, T-19, T-24
y T-28. Sumisos, los cuatro
se levantaron y acudieron
como corderitos a la l amada
de aquella bruja. Se
marcharon con la cabeza
gacha y azuzados por la
siempre amenazante vara.
Cuando la puerta se cerró,
algunos suspiraron aliviados
porque en esa ocasión no
habían sido los elegidos.
Otros l oraron en silencio con
los rostros enterrados entre los
brazos, o simplemente se
abandonaron al cansancio o
al sueño. Puse mi atención en
la niña que estaba junto a mí
y me miraba con sus grandes
ojos, sin pestañear. Me
observaba con curiosidad, o
quizá intentando recordar
quién era.
—Hola —le dije.
No me contestó. Me
fijé después en los cardenales
amarillentos de sus brazos y
su rostro. Sin embargo, no
parecía que le doliese, como si
estuviera sumida en algún tipo
de trance hipnótico.
—Te recuerdo…
Eres Sasa —insistí con
suavidad.
Esta vez alargó un
brazo y posó una de sus
manos sobre la mía. La dejé
hacer, y esa simple
camaradería que le ofrecí la
l evó a dormirse en apenas
unos minutos. La observé
largo rato mientras dormía,
así como al resto de mis
compañeros. Todos l evaban la
identificación cosida al pecho,
excepto yo. ¿Por qué yo era
distinta? Con el tiempo, por
desgracia, acabaría
conociendo la respuesta.
No podía dormirme. El
suelo no facilitaba las cosas
—notaba las imperfecciones
del cemento clavándose en mi
espalda—, y además no
dejaba de hacerme preguntas
sobre los cuatro niños que se
habían ido con Laluska. ¿Los
vería regresar? ¿En qué
condiciones? Entre preguntas
y sollozos continuados que
provenían de varios niños, el
cansancio hizo mella y al fin
me quedé dormida.
Un potente ladrido me
despertó. Más bien nos
despertaron a todos. Nos
incorporamos sorprendidos y
medio aturdidos. Era Laluska,
acompañada de su fiel vara y
de un hombre muy alto que
agarraba las correas de dos
doberman que parecían
enloquecidos.
—Hora de trabajar
—anunció la bruja con voz
tétrica.
Tenía hambre. Las
tripas me rugían. Pero no
había piedad para nosotros.
Nos hicieron bajar por unas
angostas escaleras y nos
repartieron por el enorme
edificio. Con bayetas, escobas
y fregonas, nos asignaron
distintos emplazamientos que
había que adecentar. Junto a
tres niños que no conocía de
nada y otras dos niñas, entre
las que se encontraba Sasa,
nos ordenaron limpiar el
enorme recibidor por el que
entré con Yurkov, mientras
unos hombres vestidos de
negro nos vigilaban con
armas y perros, a la espera
de un motivo para atacarnos
con sus afilados colmillos.
Después de la
limpieza nos hicieron formar
en una amplia sala para
recibir una charla del doctor
Richards. Nos explicaba por
qué estábamos allí. Habló de
la fragilidad de la mente y,
asimismo, nos invitó a ser
fuertes. Habíamos dejado de
ser niños, y eso teníamos que
entenderlo si queríamos
sobrevivir allí. La charla
informativa fue dura de
digerir, pero muy útil para
comprender la nueva realidad.
Aquel hombre que hechizaba
con la palabra nos sirvió de
mucho. Todos teníamos entre
doce y trece años, pero a
partir de aquel momento
supimos que la edad ya no
importaba nada.
Tal vez para
compensar su triste discurso,
ese doctor nos fue
preguntando nuestro nombre y
dos cosas que nos gustaran.
Se habló de dulces, chocolate,
juegos, equipos de fútbol,
juguetes, ropa, amigos, helados,
comida, trineos, Navidad,
vacaciones, colegio, muñecos
de nieve, pescar, patinar y
muchas cosas más. Al menos
fue un rato agradable para
mis compañeros, aunque no
para mí, que tiré por la borda
sus expectativas y saqué de
sus casillas a Yuri, que había
l egado minutos antes para
observarnos desde un rincón
en compañía de su hermano.
—¿Cómo te l amas?
—preguntó el doctor.
—Nadia.
—¿Apellidos?
—No los recuerdo
desde que mi padre me hizo
repudiarle —dije con
dureza.
—¿Qué dos cosas te
gustaban?
—¿Cuándo?
—Antes.
—No hay antes. Ya
no tengo pasado.
Yurkov estaba
visiblemente satisfecho.
—Bien, ¿y qué
deseas entonces? —Quiso
saber aquel canalla.
—Recuperar a mi
hermana.
—¿Y…? —
insistió.
—Ser mayor y ser
libre, para buscaros y haceros
el mismo daño —resumí
con osadía.
Noté sobre mí la
mirada atónita de todos.
Sasa me agarró una mano.
El doctor se mordió el labio y
Yurkov me observó con una
sonrisa complacida. En
cambio, Yuri parecía enfadado
—eran visibles los latidos en
las venas de su cuello—.
—¿Vas a consentir
que una mocosa…? —
preguntó al de su misma
sangre.
—Tranquilo, hermano
—murmuró con calma
Yurkov, que parecía mascar
las palabras—. Muy bien,
pequeña. Recuperar a tu
hermana es difícil, pero verla
no… Si es lo que deseas,
la verás. En cuanto a lo otro,
me enorgullece saber que no
me he equivocado al elegirte.
Eres valiente y arrogante.
Justo lo que tu padre me dijo
cuando os vendió… Si a
alguien deberías hacer daño
es a él, no a nosotros…
Pero ¿por qué esperar?
No dijo más.
Desapareció por una puerta
lateral seguido de Yuri, que me
lanzó una última mirada de
odio. Sus ojos me decían que
me desnucaría sin rechistar.
Los vigilantes nos
pusieron en filas y nos
sacaron del lugar. Primero
nos trasladaron al barracón
para la higiene, donde tuvimos
que lavarnos sin quitarnos la
ropa, para más tarde l evarnos
hasta el comedor. Mientras
comíamos con ansiedad una
asquerosa plasta de
garbanzos, observé de refilón
a los cuatro niños que la
noche anterior se l evó
Laluska. Habían vuelto con
nosotros, pero estaban como
idos. Apenas probaban la
comida y mantenían la
cuchara en alto durante unos
interminables segundos con la
mirada perdida, antes de
volver a bajarla al plato.
Parecían marionetas de feria.
Cuando Laluska entró
y golpeó con su recia vara la
campana, entendimos que el
tiempo para comer se había
acabado. Algunos no habían
terminado, pero eso le daba
igual a la mujer de rostro
severo y pétreo que nos
vigilaba.
Nos volvieron a poner
en fila para salir del barracón
en silencio. Bueno, todos
menos Sasa, que iba detrás, y
también yo. Nos impidió
continuar, cortándome el
camino con la vara tendida.
—¡Tú no! —bramó.
Me obligó a apartarme
a un lado, y conmigo arrastró
a Sasa, que no dejaba de
agarrarme el pijama.
—De acuerdo, una
voluntaria nos viene muy bien
—comentó mordaz, en
referencia a la niña
asustadiza que parecía haber
encontrado en mí la
protección y cariño que
demandaba.
Nos tuvo un rato
contra la pared, hasta que el
último niño desapareció de
nuestra vista.
—Estirad los brazos
y enseñadme las manos —
mandó Laluska.
Armándome de coraje,
quizá protegiendo la
vulnerabilidad de Sasa o
quién sabe si la mía propia,
hice caso a lo que pedía
Laluska. Me examinó las
manos con la vara. Tocó los
dedos, las uñas… y de
pronto me propinó un golpe
sobre el dorso de la mano
derecha.
—Las señoritas
deben comer con educación.
Nuestros clientes no necesitan
ver restos de comida en las
uñas de sus acompañantes.
Entendí lo que quería
decirme. Tenía tanta hambre
que dejé a un lado los
cubiertos para acabar
comiendo con las manos, a
puñados, como una salvaje;
aquello en lo que seguramente
me estaba convirtiendo.
Sasa también extendió
las manos, pero cuando la
vara se acercaba las retiraba
para volver a tenderlas de
nuevo. La cruel Laluska no
estaba para juegos, y por eso
mismo le soltó un varazo en
las rodillas que l evó a Sasa
a caer al suelo, retorciéndose
de dolor. Después de esto y
sin la menor compasión por
nuestras lágrimas, nos obligó
a lavar todos los platos y
cubiertos en un tonel que
contenía un agua grasienta y
más negra que la noche.
Acabé extenuada, al igual que
Sasa, pero la bruja nos
mandó salir del lugar sin
tiempo para, al menos,
sentarnos un minuto.
Llegamos al barracón
de la higiene personal, y nos
obligó a desnudarnos y a
lavarnos. Sasa a mí y yo a
ella. Con la vara
amenazadora, tuvimos que
emplearnos en una limpieza
más íntima e intensa, y no
paramos hasta que Laluska
dio el visto bueno tras
examinar que no quedaran
costras sobre nuestros
cuerpos, ni restos de comida
en uñas y dentadura, que
limpiamos con un hilo de
coser que nos hizo sangrar
las encías.
No nos dejó vestirnos.
A empujones, y con la ayuda
de la vara, nos sacó del
barracón. Desnudas,
recorrimos el camino hasta el
edificio central, entre las
miradas de los vigilantes y
una docena de niños que
acarreaban baldes de agua.
Con ambas manos nos
tapamos las zonas íntimas
como pudimos, pero la
humillación que aquella mujer
nos hizo pasar era peor que
recibir una bofetada.
Esta vez dimos un
rodeo y entramos por la
puerta trasera. Allí había un
amplio terreno donde
aterrizaron dos helicópteros.
Por la nube de polvo
levantada y el rotar de las
hélices, cada vez con menos
fuerza, entendimos que uno
de ellos acababa de l egar.
Yuri, con ropa verde y gafas
de sol, se protegía el rostro
con la mano izquierda, a la
espera de que aquellos dos
hombres vestidos con traje
descendieran del aparato.
No me dio tiempo a
distinguirlos porque Laluska
nos metió por lo que entendí
que era un almacén. Pero no
uno tradicional con aperos de
labranza, artículos de
limpieza o herramientas.
Sobre las paredes, en su
lugar, había ballestas, rifles,
escopetas, pistolas, hachas,
cuchillos de caza y todo tipo
de armas de fuego y blancas.
Dejando atrás aquel lugar
tenebroso, avanzamos por
otro largo pasillo mal
iluminado hasta l egar a lo
que Laluska l amó «vuestro
camarote».
De un perchero con
ruedas colgaban vestidos
negros con delantales blancos.
Los identifiqué enseguida
como aquellos que nos
pusieron el día de prueba, en
nuestro primer encierro. Frente
a nosotras había un par de
espejos de medio cuerpo sobre
una mesa l ena de barras de
labios, polvoreras, peines,
pendientes, botes de pintaúñas
y lápices perfiladores de ojos.
Nos hizo sentarnos en las
butacas que había junto a la
mesa y tuvimos que esperar
hasta que una mujer comenzó
a maquillarnos para atender
debidamente a nuestros
primeros clientes.
Media hora después
nos dirigieron, bien vestidas y
maquilladas, a un ascensor
que bajó dos plantas. Allí la
bruja nos condujo hasta una
estancia pavorosa. Unas
cadenas surgían del techo y al
fondo había un sillón de
aspecto cómodo.
Ensimismadas como
estábamos, no vimos la mesilla
de ruedas que Laluska
empujaba hacia nosotras.
—Quiero todo bien
limpio, y dejad la mesa junto
al sofá —indicó muy seria.
Nos encerró en el
interior. Había dos cámaras
instaladas en lo alto, cada
una en la pared opuesta, que
sin duda nos enfocaban.
Aquellos artilugios que
teníamos que limpiar me
desconcertaron. Ahora sí nos
habían provisto de trapos
limpios, un cubo de agua con
olor a limón y espuma en su
superficie, y un cepillo de
dientes para lograr un
acabado perfecto. Lo más
farragoso de limpiar fueron
las esposas, pero quedaron
impolutas y libres de sangre y
bacterias. El látigo de siete
puntas fue sumergido en el
cubo para un posterior
secado con los trapos. Los
tres objetos largos, acabados
en una semicurva, brillaban
tras limpiarlos, sobre todo uno
que era transparente. Hechos
de goma, pero firmes, en
apariencia irrompibles. A la
cámara fotográfica nos
limitamos a quitarle el polvo,
pasando el cepillo por todas
partes. Dejamos para el final
el objeto que más miedo me
daba. Al acabar, un bisturí
resplandecía en su bandeja de
plata.
Cuando terminamos
apareció Laluska. Más dócil
que nunca, se permitió
felicitarnos por nuestro
trabajo y nos l evó al final de
aquel sótano, donde una
puerta recia y recién
barnizada se interponía en
nuestro camino.
—Por vuestro bien,
espero que seáis serviciales.
—Dicho esto, golpeó la
puerta con los nudillos y nos
dejó solas.
Fue Yuri quien nos hizo
pasar. Aquel espacio estaba
decorado a todo lujo. Sillones
de seda, tapices, candelabros
de oro… Los dos hombres
trajeados mostraban sus
rostros sin miedo.
Conversaban con Yurkov,
sentados los tres en los
mullidos sillones y sin parar
de reír sus ocurrencias.
Cogimos las bandejas
que Yuri nos señaló y servimos
a los invitados. Mi bandeja
contenía una cubitera con
hielos, unas pinzas metálicas,
tres vasos anchos y una
botella que no pude identificar.
Tiesa como un poste, esperé a
que Yurkov se valiera de las
pinzas para echar hielo
dentro de los vasos y
escanciar el líquido.
—Bonito
ejemplar… ¿Hay puja por
ella? —preguntó uno de
esos trajeados que no dejaba
de mirarme con un extraño
brillo en los ojos.
—Esta pieza es
única, camarada Frederick
—contestó Yurkov—. La
puja terminó antes de que
comenzase… —Luego
señaló a Sasa con el mentón
—. En cambio, esta
monada aún está por
adjudicar.
Los tres hombres
rieron, pero a mí sus palabras
me habían dejado helada.
—No des por
finalizada la puja sin esperar
mi oferta —apuntó el
cliente.
—Lo haré.
En la bandeja de Sasa
había un cortapuros y una
caja de habanos. Yurkov
chasqueó los dedos y tuve que
hacerme a un lado para que
mi nueva amiga l egara hasta
ellos. La contemplaron con
lascivia de arriba abajo. Sasa
se tragó sus lágrimas y se
dejó manosear por aquellos
monstruos trajeados.
Yurkov rompió el
momento proponiendo un
brindis. Al terminar, dejó caer
su manaza sobre mi hombro.
Me volví.
—Están encantados.
Así me gusta. Ahora dejad
las bandejas y acompañadme.
Es hora de que conozcáis
parte de los servicios que aquí
ofrecemos.
Salimos por la misma
puerta por la que habíamos
entrado, y su hermano nos
condujo de vuelta hasta
aquella especie de mazmorra
que habíamos ayudado a
limpiar. Ahora había ahí un
par de sillas de madera,
recogidas contra la pared. Yuri
nos dijo lo que debíamos
hacer con ellas y acto seguido
nos abrió la puerta. Un
horror indescriptible se
apoderó de mí. Las luces eran
color sangre y de las cadenas
colgaba ahora una mujer con
buzo naranja, que debía
ocultar el rostro bajo una
capucha blanca.
Aposentamos las sillas
en el lugar indicado por Yuri y
yo miré fijamente a la mujer
maniatada. No podía ver ni
su cuerpo ni su rostro, pero
algo muy dentro de mí me
decía que la conocía de
algo…
Resonaron unas
palmadas a nuestras espaldas.
Yuri no aprobaba la tardanza.
Salimos. Fui mirando el suelo,
pensando si esa mujer…
¡No! ¡No era Simona! O
mejor dicho, esperaba que no
lo fuera.
Casi nos chocamos de
bruces con los hombres
trajeados, que nos dedicaron
una mirada burlona antes de
ocultar sus rostros bajo unas
máscaras negras que Yuri les
había tendido. Tras penetrar
en lo que l amaré
«mazmorra», el canalla de
Yuri cerró la puerta a su
espalda y nos empujó hasta
la habitación contigua. Una
vez allí nos obligó a
sentarnos en el suelo. Frente a
nosotras había unos
monitores. Solo dos
permanecían encendidos, pero
ambos enfocaban la misma
estancia desde dos ángulos
diferentes. Tuvimos que
contemplar aquella aberración.
Escuchar los desgarradores
gritos de la muchacha, las
risas y los gemidos de
aquellos malnacidos que
disfrutaban haciendo daño al
prójimo. Abrumada por tanto
horror, bajé la mirada un par
de veces, pero Yuri me
obligaba a levantarla
pellizcándome con saña el
cuello. Sasa, por su parte, se
desbordaba en lágrimas que
resbalaban por su rostro.
Pero lo hacía sin emitir
sonido alguno.
Nunca en mi vida me
había sentido tan indefensa
como en ese momento. Si
aquello era lo que nos
esperaba, quizá fuera mejor
morir. La angustia me
atenazó el corazón. No
quería pensar que había
nacido para acabar de aquella
manera. ¿Era consciente papá
de lo que hacía al entregarnos
a aquellos seres tan
inhumanos?
Los hombres se
marcharon satisfechos y la
joven objeto de su atención se
acurrucó en una esquina.
Lloraba inconsolablemente, con
los muslos ensangrentados.
—T-39, ve a
limpiarla —ordenó Yuri,
señalando la numeración en la
ropa de Sasa. De nuevo me
pregunté por qué yo no tenía
mi propio número.
Mi nueva amiga, entre
temblores, recogió la
palangana medio l ena de
agua limpia y gasas que Yuri
le señalaba. Salió del
habitáculo y poco después
apareció en el monitor,
agachándose ante la joven
que había sufrido aquella
terrible experiencia. Laluska,
impertérrita, accionó el botón
que recogía las cadenas.
Sasa comenzó a
limpiar a la chica, despacio,
conmovida por lo que había
visto. El agua de la
palangana se fue tiñendo de
rojo. De pronto Laluska se
acercó e hizo algo que yo
desearía no haber presenciado
nunca. Arrancar la capucha
a la muchacha.
Mis desgarradores
gritos debieron de retumbar
por todos los rincones del
espacio cavernoso donde nos
encontrábamos. Aquella
desgraciada era mi hermana.
Siempre tan dulce…, y
ahora rota de por vida. Me
abalancé sobre Yuri. Lo
golpeé: solo quería l egar hasta
Simona. Abrazarme a ella.
Susurrarle al oído que me
tenía a mí, que no nos
separaría nadie, nunca. Pero
me resultó imposible. Las
carcajadas de Yuri aún hoy
son pasto de mis sueños. Me
agarró por las muñecas y me
sacó de allí. No sé la
distancia que me arrastró. Mi
mente estaba con mi hermana.
Con su padecimiento. Con la
mentira de la vida. Lo que
esperamos de ella sin ser
dueños de nosotros mismos.
Yurkov nos estaba
esperando. Vi un almacén con
grandes fardos de dinero
perfectamente plastificado en
la pared del fondo.
—Por favor, déjeme
ir con mi hermana —le
supliqué, agarrándome a sus
tobillos. Yurkov era el único
que parecía tener allí algún
sentimiento.
—No —respondió
glacial—. Yo ya he
cumplido.
Alcé la mirada y vi
algo en sus ojos que no me
gustó.
—¿A quién culpar?
¿A nosotros? ¿A papá? —
sentenció luego.
Más de lo mismo.
Razón no le faltaba. Podían
ser unos demonios, sí, claro
que sí, pero únicamente se
habían limitado a coger lo que
les habían ofrecido.
—Tu hermana ha
pasado un mal rato, pero se
recuperará. Considero más
importante castigar a quien ha
dado pie a esto. Tu padre.
Por ejemplo, ¿qué te parece si
le ofrecemos el puesto de
centinela de este dinero que he
de esconder para evitar la
codicia de mis hombres?
Me levantó, tras
limpiarme las lágrimas con un
pañuelo. Ni siquiera podía
imaginar el significado de
aquellas palabras.
Gustav estaba tapiando
con ladrillos la pared donde
se amontonaban los fardos de
dinero. Entonces lo vi. Era mi
padre. Atravesado por las
manos y los pies a la pared,
con enormes clavos. Habían
retirado la cortinilla de
plástico que lo ocultaba.
Gustav seguía con el trabajo,
y el tabique ya ascendía hasta
l egar a la altura del pecho de
papá.
—¿Por qué, papá?
¿Por qué?
Aún estaba consciente
y me reconoció enseguida. Se
le escapaban lágrimas de
sangre. Pero ya no me
importaba. Quería que lo
emparedaran. Era justo. Por
Simona, por mamá, por mí.
La furia no me dejaba ver lo
que representó ese hombre
agonizante en mi pasado.
—Perdóname, hija
—me rogó con angustia.
Gustav seguía sin
descanso. Masa, ladrillo, masa,
ladrillo.
—Tuve que hacerlo.
Tío Lail perdió mucho
dinero… Lo asesinaron en
el pantano de Prípiat y me
obligaron a saldar la deuda
con vosotros… ¡Perdóname!
La voz y los gritos se
apagaron para siempre.
Gustav había acabado el
muro. Tras él quedaron los
fardos de dinero, y también
mi padre. Sentía tanta rabia
que ni siquiera creí su
explicación. Por desgracia, no
mentía y en realidad no hice
nada por detener su castigo.
No atendí sus últimas
súplicas…
Unas horas después
estaba en el dormitorio de los
múltiples susurros. Tumbada en
mi hueco miraba ciega al
techo oscuro. Había perdido a
Simona y también a mi
padre. Pero había hecho una
promesa: algún día los
mataría a todos. «Ese día
l egará. Lo sé», pensé
entonces. Sasa se acurrucaba
a mi lado. Temblaba como una
hoja. Me dijo que Simona le
había dicho que me quería.
Que no la olvidara nunca. Y
no lo haré. Claro que no.
Los niños no levantan
la voz. Susurran y me miran.
Ahora soy tan desgraciada
como ellos. Ellos son mi
nueva familia.

Alma Reyes tuvo que dejar de leer.


Había comenzado a hacerlo nada más
llegar a casa, tras dar las explicaciones
a la Ertzaintza. Silvana, siempre con su
sonrisa, se acercó con una tila humeante
en una taza de porcelana.
La necesitaba con urgencia. Lo que
había leído le había dejado sin aliento.
La crudeza del relato no tenía nada que
ver con nada a lo que se hubiera
enfrentado hasta ahora. Pero debía
seguir. Por Gloria. ¿O debería llamarla
Simona? Eran mil las preguntas que
hubiera deseado hacerle en ese
momento. ¿Quién era Gloria en
realidad? ¿Qué más callaba? ¿Qué
mundo era ese que siempre le había
ocultado y hacia el que la arrastraba
ahora? Sabía que fue violada por dos
hijos de puta. Y también veía ahora que
ella no fue la única, que había habido
muchas más. Debía seguir leyendo,
aunque primero templaría su agitación.
Un leve respiro…
Y después, vuelta al horror.
31
Yago, oculto tras una enorme bobina de
cable, observaba cómo su compañero
Jon Ríos se disfrazaba a toda velocidad.
Estupefacción, sí, esa era la palabra
que más se acercaba a lo que había
sentido durante las últimas horas que
comenzó a desgranar rápidamente en su
memoria…
Atar a Jokin Sagasti y dejarlo
amordazado no había sido tarea fácil,
pero no le quedaba otro remedio. Aun
así, y tras sujetarle las manos al
respaldo de la silla, pudo informarse
sobre algo que le tenía en vilo. Al
principio, cuando le dejaron la noticia
de su desaparición junto a la cama de
Nadine, el nombre de Gloria Sáez no le
dijo nada. Pero posteriormente, una vez
en su casa, cuando se encontró con el
traje de comunión de Vanesa, buscó la
nota que acompañaba la caja de regalo
que había contenido el precioso vestido
seis años atrás.

Para
la
niña
más
bonita
del
mundo.
Con
la
mayor
de
las
alegría
te
deseam
que
brilles
como
las
estrella
que
lucen
para
ti.

Jokin
Sagas
-
Olga
Sáez
-
Gloria
Sáez
Sagas

Nunca le había preguntado por ella


al comisario del CIDE. Sabía que era
una persona muy celosa de su intimidad,
y que siempre rehuía toda conversación
que no tuviera que ver con el trabajo.
Cuando le agradeció el regalo, Jokin se
limitó a gruñir, impidiendo con ello una
conversación más profunda al respecto.
Él y su pareja ni siquiera acudieron a la
ceremonia y al posterior banquete,
poniendo como peregrina excusa una
repentina indisposición. A Yago no le
asombró. Es más, lo esperaba. Su jefe
era un gran tipo en el trabajo diario,
pero siempre muy escurridizo cuando se
trataba de intimar con él.
Y así pasaron los años hasta que de
nuevo ese nombre, Gloria Sáez, había
vuelto a aparecer. Por ello, antes de
amordazarlo, Yago Mellado le preguntó
al Monarca y por fin la resistencia de
este se quebró. De hecho, empezó a
sincerarse con una tristeza inmensa.
—Conocí a una mujer en un club de
Marbella. Se llamaba Olga. Era una
preciosidad, a pesar de rondar ya los
cuarenta años. Por entonces yo trabajaba
para la Policía Nacional, infiltrado en
una misión que me llevaba a pasar las
noches en aquel antro en busca de
pruebas. Un día dos tipos golpearon a
Olga delante de mí y no pude
contenerme… Machaqué a aquellos dos
estúpidos gorilas de saldo, así que mi
infiltración se fue al garete, y tuve que
identificarme o me habrían matado allí
mismo. El dueño que regentaba el club,
un ruso con cara de muy pocos amigos,
le dijo a Olga que era libre, pero que se
cuidara mucho de volver a cruzarse en
su camino. Recogí a la mujer en mi casa.
Mis superiores estaban que trinaban por
la metedura de pata, y no pusieron
ningún impedimento a mi petición de
cambio de destino y también de Cuerpo.
—Jokin vaciló un momento antes de
aclarar más detalles—: Acabé aquí, en
Bilbao, en la Ertzaintza, y muy
recomendado desde el Ministerio del
Interior, junto a una mujer a la que
conseguí una documentación nueva, de
la que me enamoré y con la que me
terminé casando. Olga se entregó a mí.
En cuerpo y alma. Sin embargo, sabía
que algo la atormentaba. Para salvar el
pellejo, su ex le había arrebatado a sus
dos hijas y se las había entregado a un
ruso codicioso. —La ira brillaba ahora
en sus pupilas—. Desde el día en que se
las llevaron no supo más de ellas, ni
tampoco del que había sido su marido.
Ni ganas le quedaron, claro.
»Meses después, Olga había sido
trasladada en barco y vendida como
esclava sexual a un compatriota con
varios burdeles repartidos a lo largo de
la Costa del Sol. Desde que me confesó
aquello me propuse por todos los
medios encontrar a sus hijas. Tuve
suerte con la mayor. Era la chica más
demandada en un club gaditano de
solera. Gracias a un amigo que trabajaba
en Inmigración, conseguí una nueva
identidad para ella y pude rescatarla a
tiempo. —El oficial Mellado asintió con
la cabeza—. Le dimos el apellido
adoptado de su madre y llegó a nosotros
como Gloria Sáez, convirtiéndose de
facto en mi hijastra. Su auténtico
nombre, Simona, murió con su turbio
pasado. Así devolví el brillo a los ojos
de mi esposa.
»De su otra hija jamás supe nada. La
dimos por muerta. Olga la lloró
largamente para al final contentarse con
la que tenía. Le pagué los estudios a
Gloria y en pocos años esta se convirtió
en una gran periodista especializada en
temas de riesgo. Investigaciones y
reportajes sobre niños desaparecidos,
igual que ella. Se independizó, y Olga y
yo seguimos viviendo nuestro amor
hasta que, como ya sabes, murió de
forma repentina mientras comíamos. Un
infarto fulminante. La incineramos y
respeté la petición de Gloria.
»Hace seis meses —continuó, en voz
baja, Sagasti— volamos hasta Varsovia
para continuar por carretera hasta una
ciudad fronteriza de Bielorrusia llamada
Brest. Olga descansa en paz allí para
siempre, y aunque mi corazón estaba
sobrecargado por la pena, Gloria no
quiso volver conmigo. Me pidió un
favor, y me vi obligado a aceptar. Yo
provoqué el rumor de que había
desaparecido en Rusia, por expreso
deseo suyo. Me confesó que tenía
motivos para no volver. Desde entonces
he mentido y dado largas a Alma Reyes,
la chica con la que compartió los
últimos años de intimidad… —Arrugó
la frente y dejó escapar un penoso
suspiro—. Juré lealtad y honor a mi
cargo, pero no he sido un policía
honesto y correcto. He priorizado el
cariño a todo lo demás. He alimentado
una farsa por ello… Pero no puedo
evitar estar preocupado. Cuando se
despidió de mí, me dijo que tenía
pruebas contra personas muy poderosas.
No sé cuál es la conexión, pero sin duda
su desaparición está relacionada con los
últimos hechos… Les he fallado… —
balbució, con un ligero temblor en los
labios—, a Olga y a Gloria…
—Lo siento, Jokin —repuso su
subordinado en el CIDE cuando terminó
de escuchar esa dramática historia—,
pero he de hacerlo. Cuando lea la carta
que le dejo aquí, lo comprenderá todo.
Yago le selló la boca con cinta
marrón de embalar y le dejó el sobre en
la repisa de la chimenea. No había
vuelta atrás. Le había conmovido hasta
el tuétano el relato que acaba de
escuchar, pero si alguien podía frenar en
seco lo que tenía que hacer, ese era
precisamente el Monarca. Mejor
impedirle cualquier movimiento; al
menos hasta que ejecutase el acto que le
devolvería a Vanesa e impediría así la
acción terrorista con explosivos. A los
dos agentes que, sin duda por orden del
Sagasti, le venían siguiendo los pasos
desde hacía horas consiguió darles
esquinazo en el aparcamiento
subterráneo del Arenal bilbaíno donde
había dejado el coche, para escapar
luego por un acceso peatonal.
Después de salir de casa del
comisario jefe del CIDE, con la
reglamentaria de este bajo el faldón de
la chaqueta y las llaves de su flamante
Volvo negro en la mano, se encaminó al
domicilio de Noelia. Necesitaba
disculparse. Aquella mujer había
significado mucho en su vida, y él no
había sabido verlo a tiempo. ¿Podrían
darse una nueva oportunidad? Sabía que
era absurdo pensar así, y más ahora. En
los últimos años la había estado
ignorando por completo. Pero ¿estaría
dispuesto a intentarlo? Al fin y al cabo,
de Nadine ya se había despedido para
siempre. Con lo que estaba a punto de
hacer, necesitaba conseguir su perdón y
esperaba hallarlo tras entregarle la carta
que había escrito para ella.
No tuvo que forzar la puerta para
entrar, para su sorpresa ya estaba
abierta. Avanzando con cautela,
vagamente iluminado por las luces que
procedían de la planta superior, dejó la
misiva sobre la cómoda, aunque sin
querer golpeó el marco de un cuadro,
donde aparecía él con una
embarazadísima Noe en las barracas de
Bilbao. El cuadro cayó al suelo, y su
estrépito resonó como un disparo. Lo
recogió para dejarlo colgado en el
mismo sitio. Pero ahora el sonido de la
ducha en la planta superior se había
extinguido. ¿Noelia lo habría oído?
Probablemente, sí.
Sin pensarlo dos veces subió los
escalones y llegó hasta la puerta del
baño. Agarró el picaporte y comenzó a
girarlo. Tenía que explicarle por qué
estaba allí. No quería asustarla. Pero…
¡alto! «¡Qué cojones estás haciendo!
¿Con qué estás pensando? ¿Con el
culo?». No debía verla. Noelia no se
merecía que la metiera en aquel lío. Y
mucho menos le parecía una buena idea
entrar en su cuarto de baño sin ser
invitado.
Oyó un ruido al fondo. Soltó el
picaporte y la puerta se abrió unos
centímetros, permitiendo la salida de un
espeso vaho. Llegó hasta el origen de
aquel ruido. Una ventana abierta, que se
golpeaba mecida por el aire. La cerró…
y tuvo que arrebujarse en un rincón.
Noelia apareció en albornoz, miró a
ambos lados y luego se dirigió a su
dormitorio. Allí se frenó. Desde su
posición, su ex pudo ver a alguien,
vestido de negro y con un pasamontañas,
que parecía estar apuntando a Noelia
con un rifle o algo similar, desde la
puerta de entrada.
Sin vacilar, el oficial salió
corriendo para socorrerla; ya no
importaba si Noelia lo descubría. La
tapó, la protegió, la rozó. Ella estaba de
espaldas. El desconocido del
pasamontañas huyó, Mellado lo
persiguió escaleras abajo y salió de la
casa. Justo al doblar la esquina, recibió
por la espalda una descarga que lo
abatió. Sin duda el desconocido lo había
esperado escondido para alcanzarlo con
una pistola eléctrica. Ya en el suelo,
Yago pensó que era la segunda vez en
una semana que lo derribaban por la
espalda por culpa de su impulsividad.
Tardó en recuperarse, pero al
incorporarse por fin vio cómo Noelia se
alejaba en el asiento del copiloto de un
Seat Alhambra que se perdió entre los
árboles que bordeaban la carretera. En
medio de los espasmos provocados por
la descarga eléctrica, consiguió llegar
hasta el Volvo. Entró a duras penas, y
con una fuerza de voluntad encomiable,
dado su precario estado, con las manos
casi anestesiadas, consiguió arrancar y
llevar el coche hasta la carretera. Tuvo
suerte de no toparse con ningún vehículo
en dirección contraria, pues por culpa
de la insensibilidad de las manos el
suyo iba haciendo aparatosas eses por
ambos carriles.
Temía como nunca por Noelia. ¿Por
qué estaban secuestrándola? ¿Acaso era
una forma de asegurarse de que
cumpliera su cometido? Preguntas sin
respuesta.
Tras una difícil curva, casi impactó
con el tronco de un árbol. Era imposible
continuar así. Debía esperar a recuperar
la movilidad de los miembros, pero para
entonces ya sería demasiado tarde. De
pronto, sin embargo, la esperanza se
reavivó. En el espejo de retrovisor
alguien le había pegado una tarjeta de
visita. «AVESCO-Basauri». Detrás de
ella descubrió un mensaje garabateado
con rotulador rojo:
So
un
de
los
do
pue
sal
¿Encontraría allí su objetivo? La
tarjeta lo dejaba claro, y el plazo de
cuarenta y ocho horas estaba a punto de
expirar. No había tiempo que perder.
Poco a poco fue recuperando la
sensibilidad. Mejor cometer el
homicidio en un lugar desamparado. Lo
que más le había angustiado hasta
entonces era tener que liquidar al
objetivo delante de sus familiares. De
esta manera, curvar el dedo sobre el
gatillo y apuntar a la cabeza no sería tan
difícil.
Pero de pronto le asaltó una idea. ¿Y
si todo fuera una prueba y su hija y
Noelia no corrieran en realidad ningún
peligro? ¿Y si las estaban protegiendo?
¿De quién? ¿De él, quizá? ¿De un mal
padre y un peor marido?
Después de madurar esa nueva
posibilidad descubrió que el efecto
paralizante de la pistola eléctrica había
desaparecido por completo. Eran las
cuatro y media de la mañana, así que
arrancó y pronto sobrepasó la velocidad
permitida. No había tiempo que perder.
Un cuarto de hora después estaba a
punto de llegar al edificio. Para evitar
ser descubierto, estacionó su coche a
cierta distancia —junto a un taller de
automóviles y una panificadora— para
más tarde aproximarse con todo sigilo.
Se refugió tras unas grandes bobinas de
cable que había en un solar abandonado,
muy cerca de su objetivo. Desde su
emplazamiento podía vigilar la empresa
AVESCO con comodidad.
El Seat Alhambra estaba ahí
aparcado. Pero la mayor sorpresa se la
llevó cuando vio aparecer a Jon Ríos
acercándose al monovolumen. Llevaba
una caja en la mano diestra que emitía
destellos dorados. Se agachó tras la
rueda trasera y extrajo algo de allí.
Ahora comprendía. Era un localizador.
Eso solo significaba que el vehículo
pertenecía a su compañero de trabajo.
Se hizo más evidente cuando el
suboficial de la Ertzaintza abrió la
puerta trasera y arrojó dentro una bolsa
de deporte, de donde sacó una peluca,
unas cejas postizas, bigote, perilla… En
poco tiempo había mudado por completo
de aspecto. Yago observaba con
curiosidad y asombro, a partes iguales,
esa insólita transformación. Tal vez
debería intervenir… Pero en el momento
en que se aprestaba a salir de su
escondite, pistola en mano, se vio
obligado a detenerse. Un inmenso
Hammer apareció a gran velocidad,
barriendo con sus focos el ancho de la
carretera. El tanque con ruedas aparcó
junto al Alhambra. De él salieron cinco
hombres, tres de ellos con rifles de
asalto.
Jon cerró la puerta del monovolumen
y comenzó a hablar con los extraños.
Después los acompañó hasta la entrada
del edificio. Cuando desaparecieron en
su interior, Mellado, cada vez más
atónito, esperó un par de minutos más
antes de salir de su escondite y avanzar
pegado a la pared del edificio,
empuñando la pistola con rabia. Primero
tenía que aclarar sus dudas… Se
aproximó hasta el Alhambra y miró en el
maletero. Ni rastro de Noelia. Pero ¿qué
era eso? Perplejo de nuevo, fue
acariciando las barras de acero, la
vestimenta oscura y las máscaras de
cuero que se ocultaban en el interior del
maletero. Un solo nombre acudió
entonces a su mente: Nadine.
Jon Ríos había sido el responsable
de la brutal paliza a su novia.
Entonces comprendió.
Aquel desconocido no quería
hacerle daño. Solo le obligaba a matar
por su bien. Le ayudaba mediante la
extorsión.
En las entrañas de AVESCO lo
esperaba su víctima.
En ese preciso momento recordó el
mensaje escrito en la tarjeta: «Solo uno
de los dos puede salir».

Jon Ríos Madariaga no podía dormir.


No dejaba de ver a su hija atada y
amordazada, izada hasta la cubierta de
un barco que, más tarde, desaparecía en
las negras aguas del océano Atlántico.
Pudo haber evitado aquel turbio
asunto. Pero a veces los policías se
veían obligados a aceptar trabajos
incómodos, sin detenerse a pensar lo
que vendría después. En su momento
aceptó negociar con aquella gente
pensando, por supuesto, que todo sería
muy fácil. Su aplomo le hacía estar
seguro de sí mismo. No creía que, con
su comportamiento, pudiera complicar a
su familia. Confiaba en su camaleónica
transformación para dar esquinazo a
posibles amenazas sobre sus seres más
queridos.
Sin embargo, ahora comenzaban a
acosarlo las dudas. Lo que en principio
había sido un asunto más de drogas daba
paso a una realidad mucho más
angustiosa para él. La trata de menores,
practicada de la forma más cruel por
aquellos salvajes llegados del Este de
Europa. Al ver a aquellos niños
hacinados como atroz mercancía, se
sintió desnudo, temeroso de que lo
descubrieran. ¿Acaso no sabrían que era
un agente de la Ley y precisamente lo
utilizaban por eso? ¿Y si ya tenían
información de su familia? Eran dudas
que lo angustiaban a cada instante.
El asunto se le había escapado de
las manos. Pero ¿qué esperaba? Estaba
tratando con las capas más bajas de la
mafia rusa con el firme propósito de
llegar hasta las más altas esferas. Al
menos esa era la intención. Ganarse la
confianza de los esbirros de Yurkov
Eremenko, alias «el Tarántula», para
más tarde llegar hasta él y entrar en ese
imperio que dominaba la faz más turbia
de la Tierra. Solo que las cosas no
habían salido como él esperaba…
Sudaba a mares, revolviéndose en la
cama. Temeroso. El reloj digital
marcaba aún las 3.27 de la mañana. Su
mujer dormía. Respiración relajada. La
amaba. Era tan buena… Muchas veces,
al verla con los ojos cerrados, se había
sentido el hombre más afortunado de
este mundo. Se preguntó qué ocurriría si
llegaba a perderla. Si un día, al regresar
a casa, la encontraba muerta en su cama
abatida por un disparo, tan quieta como
estaba ahora mismo…
Se levantó de golpe. Aquello tenía
que terminar. Debía ponerse en contacto
con los intermediarios y dar carpetazo a
tan siniestro asunto. Mantuvo la luz
apagada para no despertar a su esposa y
se vistió con la misma ropa con que
había llegado.
Antes de salir de la vivienda visitó
la habitación donde Cris dormía,
todavía con los auriculares puestos y el
MP3 encendido. Jon se los quitó con
dulzura y apagó la música. Agachándose
ante ella, sopló el rebelde flequillo que
caía sobre su rostro. Siempre lo hacía.
Le encantaba ver los movimientos
involuntarios de Cris, arrugando la nariz
y apartándose el mechón como si fuera
un molesto mosquito. Eso significaba
que estaba viva. ¡Viva! Para hacer feliz
a su aita, a él.
Quizá no fuera tarde, quizá aún
estuviera a tiempo. ¿Qué sería de él sin
ellas? Un alma marchita que se ahogaría
en la angustia.
Se dirigió con paso firme a la
furgoneta roja. En el transcurso del
camino no dejaba de llamar al
responsable de aquella situación.
«¡Joder!». No respondieron a ninguno de
los siete intentos que hizo. Como única
alternativa, telefoneó a un amigo,
también suboficial de la Ertzaintza, que
tenía ronda de noche. Le pidió que
mandara una patrulla para vigilar su
casa. Le dijo que su esposa le había
alertado de la presencia de unos
desconocidos rondando el barrio. El
turno de explicaciones ya llegaría a su
debido momento: antes, debía proteger a
su familia.
Una vez dentro de la furgoneta tomó
el localizador. Tenía que avisar a
Noelia, quitarla de en medio cuanto
antes. Lograr que desapareciese de
cualquier modo. Yuri quería hacerle una
«manicura» con cizallas y debía
impedirlo como fuera.
Siguiendo las precisas instrucciones
del localizador, media hora después
llegaba a los aparcamientos externos del
supermercado del puente la Baskonia.
Introdujo el disfraz en una bolsa de
deporte y siguió la señal del localizador.
En menos de cinco minutos había
aparcado junto al Seat Alhambra y frente
a la entrada de AVESCO. No veía a
Noelia por ningún lado, pero las puertas
del edificio permanecían abiertas.
¿Acaso estaría dentro? Decidió
disfrazarse. Debía meterle un susto en el
cuerpo para que buscara acomodo en un
sitio seguro o en la comisaría más
cercana. Pero por nada del mundo debía
reconocerlo.
Abrió la puerta del maletero, dejó la
bolsa y comenzó su ritual para cambiar
de aspecto. Solo cuando, finalmente, se
operó por completo su transformación,
descubrió un bulto desconocido en su
maletero. ¿Qué era toda esa ropa? ¿Y las
barras y las máscaras? ¿Quién podía
haberlas puesto allí? Pero la sorpresa se
hizo mayor con la llegada del Hummer.
Yuri, Nilsson y tres hombres armados
hasta los dientes. Estaba petrificado,
pero reaccionó bajando la puerta del
maletero de golpe. Lo hizo con tanta
prisa que incluso olvidó cerrarlo,
dejando dentro su juego de llaves.
Apretó con fuerza la mano de Yuri
Eremenko. Gracias a Dios, estaba bien
disfrazado.
—No os esperaba —dijo en tono
aparentemente distraído.
—Ese cabrón cree que nos tiene
cogidos por los huevos… Supongo que a
ti también te ha convocado aquí, ¿no?
—Sí. —Jon comprendió que debía
salir del apuro de alguna manera—. Una
llamada, ya sabes…
—Bien… —convino el mafioso—.
Así podrás encargarte de esa zorra.
Entremos. Si quiere jugar, ha llegado el
momento.
32
Yago Mellado se detuvo en el umbral de
la puerta acristalada,
incomprensiblemente abierta. Parecía
que alguien, de forma burlona, estuviera
dándole la bienvenida.
El interior estaba sumido en la
penumbra. No había rastro de Jon y
tampoco de sus acompañantes, pero un
cuchicheo lejano le servía para
orientarse. Sosteniendo con firmeza su
reglamentaria, fue siguiéndolos
cautelosamente a lo largo de una
interminable sucesión de pasillos y
salas. Llegó hasta la recepción del
edificio, donde encontró un vaso lleno
de café que aún humeaba sobre la mesa.
Alguien había estado ahí hacía solo unos
instantes. También descubrió, al lado,
una pulsera trenzada que reconoció de
inmediato. Era la misma que Vanesa le
había regalado seis años atrás por su
cumpleaños. Recordaba lo contento que
se había puesto al desenvolver el regalo,
y lo laborioso que en realidad le pareció
el trenzado para una niña tan pequeña.
Durante un año la había llevado puesta
siempre en su muñeca izquierda. Pero
luego, poco a poco, había dejado de
usarla hasta acabar en el joyero de
Noelia. La había olvidado por completo.
Como había olvidado brindar a Vanesa
el cariño que tanto necesitaba.
Como antaño, se anudó la pulsera y
sintió una gran satisfacción, muy íntima.
Aquellas cuerdas que lo acariciaban las
habían trenzado las manos de una niña, y
eso era precisamente lo que sentía
ahora; los gráciles dedos de ella
cerrándose sobre su piel. Aunque había
algo más. Cogida a la pulsera, una llave
grande como las que sirven para abrir
puertas blindadas. Sin reflexionar
demasiado, se la guardó en un bolsillo
del pantalón.
Entonces comenzaron las voces. Era
el mismo edificio el que parecía
susurrar. Murmullos que llegaban de
todas partes, como si las paredes
escondieran decenas de altavoces. Los
siseos lo apremiaban: «Ve por ella»,
«Te está esperando», «Sálvala». Pero
los susurros fueron silenciados por un
seco estampido. El golpe de una puerta
al cerrarse con violencia.
Yago abandonó la sala y desenfundó
la pistola. Siguió la procedencia del
ruido, que parecía venir de una
escalinata que se hundía en el suelo.
Miró a su derecha. Dos ascensores
detenidos. Más allá, una puerta recia de
madera con un rótulo de plástico azul
marino con letras blancas: DIRECCIÓN.
Sigilosamente, procurando no hacer
ruido en los desgastados escalones,
comenzó a descender. Fue en ese
momento cuando la puerta se cerró de
pronto a su espalda. Volvió sobre sus
pasos e intentó abrirla. Era imposible.
Estaba atrancada y, además, carecía de
cerradura. Tambaleante en medio de la
oscuridad, se vio obligado a bajar a
tientas los escalones, guiándose por el
frío tacto del hormigón armado. Treinta
y siete interminables peldaños hasta
llegar a un pasillo que parecía
bifurcarse en dos caminos. ¿Cuál elegir?
Observó su muñeca izquierda. La
pulsera. Algo le decía que precisamente
ese era el camino que tenía que tomar.
Que debía volver a tomar decisiones
basándose en el afecto y el cariño de sus
seres queridos…
Comenzó a andar con mucho tiento.
Un túnel, abovedado y negro como boca
de lobo, lo tragó. A unos quince metros
de distancia le pareció distinguir una luz
apenas perceptible. A medida que
avanzaba, esa luz creció poco a poco en
intensidad, hasta descubrir que procedía
de la rendija de una puerta cerrada. Esta
no cedió a la presión de su cuerpo, pero
muy pronto recordó que tenía la solución
en un bolsillo. Extrajo la llave que
acababa de descubrir y la introdujo en la
cerradura. La puerta se abrió con un
pequeño clic…
Al otro lado había una gran mesa
central, con una caja de zapatos encima
que a primera vista le pareció familiar.
En torno a la mesa vio tres sillas. En la
central, aparecía sentada una mujer
inmóvil, con la mano derecha
descansando sobre el costado de una
cuna de barrotes metálicos. Tardó unos
segundos en descubrir que se trataba de
un maniquí. La pared frontal de la
habitación era de cristal oscuro, y le
recordó a las salas policiales de
interrogatorios.
Se sentó a la mesa frente al maniquí
vestido con la ropa de Noelia y con una
peluca color caoba. La cuna había
pertenecido a Vanesa. Estaba golpeada
en un lateral. Él mismo había hecho
aquella abolladura al desmontarla,
cuando se enganchó a la bicicleta
estática que por aquel entonces tenían en
el dormitorio. Cuando Vanesa creció, la
cuna quedó olvidada en el desván de la
casa. Pero ahora estaba ahí. Preparada y
ocupada por una muñeca pelona.
Mellado miró a su alrededor. Estaba
desconcertado por aquella puesta en
escena. Los susurros volvían a sonar a
su alrededor: «Míralas», «Mírate». Era
imposible dar con la procedencia de las
voces. Estaban en todas partes y en
ninguna en concreto. Lo abochornaba
verse sometido a algo que no era capaz
de controlar. Pero ¿qué podía hacer?
¿Liarse a disparos ciegos para que
cesaran?
Los ojos pintados del maniquí lo
miraban fijamente. Parecían absorber
los suyos. Lo ayudaron a decidirse. Se
acercó la caja de zapatos y la abrió.
Estaba repleta de fotografías…
Noelia en la cama del hospital,
recogiendo entre sus brazos a Vanesa.
Vanesa dormitando en manos del
sacerdote el día del bautizo.
Vanesa de nuevo, ahora con los ojos
abiertos y pataleando dentro de su cuna.
Él mismo con la camiseta empapada
de agua, sujetando la cabeza a su hija
durante uno de sus baños.
Vanesa otra vez, sentada en el sofá
junto a un conejo de peluche más grande
que ella.
Vanesa llorando desconsolada, tras
una de sus primeras caídas cuando
empezó a andar.
Los tres sonrientes ante una tarta de
cumpleaños.
Yago impulsándose en un columpio,
con Vanesa entre las piernas.
Noelia agarrando a su hija, ya con
dos años, en aquel precioso tiovivo de
caballos barrocos situado en los
jardines donostiarras de Alderdi Eder,
junto al paseo de la playa de La Concha.
La niña con tres años, subida a las
escaleras del avión que los llevaba a
Palma de Mallorca.
Con cuatro años y su vestido azul de
flores, delante de la iglesia donde
acababa de casarse un amigo de Yago.
Noelia aplaudiendo a su hija,
montada en una bicicleta despojada ya
de los ruedines.
Vanesa comiendo algodón de azúcar
en las barracas del parque Etxebarria,
en el distrito de Begoña.
Peinando cabezas de muñecas en su
habitación.
Ayudando a Noelia a hornear un
pastel.
Con nueve años en el parque de
atracciones del monte Igueldo,
cabalgando un poni.
Con el traje de comunión en Bilbao.
La última instantánea, ya con once
años, donde Noelia y él se besaban en el
campo mientras Vanesa les echaba
margaritas por encima, tras preparar la
cámara para que se disparara sola.
No había más fotografías. Casi seis
años sin recuerdos. Vacíos de imágenes
y de cariño. Intolerable entre dos
personas que se quisieron, y que, a la
vez, amaban a la misma persona.
«¿Por qué lo hice?», se preguntó el
suboficial de la Ertzaintza, que veía en
la falta de más imágenes familiares el
desencanto y la frustración de los
últimos años vividos. La había
abandonado esgrimiendo razones de
peso, era cierto, pero nunca se molestó
en pensar que tal vez necesitaba su
ayuda. Si hubiera estado a su lado,
peleando codo con codo contra la
enfermedad de Noelia, juntos habrían
logrado superarla. Ahora estaba seguro
de ello. Fue un cobarde. Borró de un
plumazo una historia familiar
encantadora que se resumía en aquellas
instantáneas, y lo hizo por miedo al
sufrimiento. Sí, eso era. Había huido del
sufrimiento de su esposa.
Dejó todos los recuerdos en la caja
y la tremenda nostalgia que encerraban.
Estaba sofocado y tenía un nudo en la
garganta. Si alguien había preparado ese
escenario porque quería hacerle ver lo
ruin que había sido, lo había conseguido
con creces.
Había desatendido sus emociones.
Las había flagelado con el ostracismo
más absoluto. Podía entender por qué
estaba ocurriendo todo aquello. Era una
cura de humildad y una prueba contra sí
mismo, provocada por un intruso que le
obligaba a matar como terapia contra su
mal: haber abandonado a quienes más
amaba y permanecer anclado para
siempre en la pregunta de si su trabajo
era más importante que la familia.
Sintiéndose ya envuelto en una
neblina de aturdimiento, apartó los ojos
del maniquí. Rehuía su mirada como si
fueran los ojos recriminadores de la
propia Noelia.
Después se aproximó a la cuna. Se
agachó para mirar a aquel muñeco que,
sin duda alguna, representaba a Vanesa.
Fue entonces cuando descubrió lo que
llevaba anudado al cuello. Era otra
llave, que recogió tras pasar el cordaje
por la cabeza del juguete. Esta era
mucho más pequeña, propia de candados
o quizá de buzones.
De repente percibió un brillo a su
espalda. Procedía de la pared de cristal.
Una luz se había encendido, de forma
que por primera vez se hacía visible la
habitación que había al otro lado.
Yago comenzó a golpear
desesperadamente la superficie con
ambas manos.
—¡Noelia, cariño! —gritó a pleno
pulmón.
Al otro lado, una extraña figura,
vestida de negro y cubierta con un
pasamontañas, amordazaba y ataba a su
ex a una cama dispuesta verticalmente
como si la estuviera crucificando. Los
correajes inmovilizaban sus muñecas,
tobillos y cuello, y acababan ciñéndola
por la cintura con una cincha. Yago
intentó por todos los medios captar la
atención de Noelia, pero era inútil. Al
igual que en una sala de interrogatorio al
uso, él podía verla, pero ella solo
lograba distinguir un cristal opaco.
El desconocido examinó las ataduras
de Noe. Después se volvió y se quedó
mirando fijamente a Yago. Era evidente
que, a pesar de no poder verlo, sabía de
sobra que el ertzaina estaba al otro lado.
Aquel era su diabólico juego.
De pronto levantó su mano
enguantada. Sujetaba un garfio afilado.
Noelia comenzó a gemir.
—¡No, no lo hagas! —estalló
Mellado, aterrorizado, golpeando la
pared de cristal—. ¡Haré lo que me has
pedido! ¡El plazo aún no ha acabado!
Se sentía impotente y rabioso. El
garfio subió y luego bajó de golpe…
Pero no buscaba el cuerpo de Noe.
Descendió hasta el suelo, donde se
enganchó a una argolla para levantar una
trampilla de madera. Poco después el
desconocido desaparecía por el hueco y
la trampilla caía de nuevo para sellar el
habitáculo, dejando a Noe maniatada. La
luz se fue extinguiendo y la mujer
desapareció en la oscuridad.
Frustrado como jamás en su vida,
Yago comenzó a golpear el cristal con
todas sus fuerzas. Aporreaba sin
descanso su propia imagen reflejada en
el vidrio. En alguna parte tenía que
existir una puerta de acceso…
—¡Noelia! ¡Noelia, cariño! ¿Me
oyes? ¡Noelia, por favor, respóndeme!
—volvió a gritar con todas sus fuerzas.
Silencio.
Oyó un golpe a su espalda. Se
volvió raudo, intentando ubicar la
procedencia de aquel nuevo ruido.
La mesa se había desplazado unos
centímetros. Bajo ella se vislumbraba
otra trampilla, esta en el suelo. Yago
empujó la mesa hasta dejar descubierta
la trampilla de madera.
Un candado la sellaba. Ahora
comprendía para qué necesitaba la llave
que había encontrado en el cuello del
muñeco.
Tras introducirla y abrir el candado
al primer intento, levantó lentamente la
trampilla.
Hecho un manojo de nervios, de un
salto fue devorado por la oscuridad.
33
Jon Ríos caminaba delante de Hans
Nilsson y Yuri Eremenko. Les precedían
los tres sicarios armados con AK-47, el
subfusil más utilizado en el mundo. A
través de una puerta abierta
descendieron al sótano del edificio.
Allí, tras avanzar unos metros en línea
recta, llegaron a un punto en que los
túneles se bifurcaban. Los sicarios se
detuvieron. Rodilla en tierra, apuntaron
en abanico, a la espera de las órdenes
de Yuri, que se adelantó para evaluar
sus opciones.
Jon Ríos llevaba al hombro el bolso
de Noelia. Por lo visto, en su interior,
quizá cosido en un doble fondo, estaba
lo que interesaba a quien había
convocado allí a Yuri y compañía. El
ruso enseguida le había hecho
responsable de cargar con él, y el
ertzaina se felicitaba por aquel
inesperado golpe de suerte.
De pronto escuchó un disparo.
—¿Habéis oído eso? —Quiso saber
Yuri Eremenko. Había disparado a
través del túnel de la derecha, los
susurros procedían de ahí.
A una señal, los tres mercenarios se
colocaron sus gafas de visión nocturna y
se adentraron en el túnel. Regresaron
poco después e intercambiaron algunas
palabras en ruso con Yuri.
—Bien, camino despejado —
informó a Nilsson y a Jon—. Hay una
puerta. Continuemos.
Todos entraron en el túnel. En
efecto, frente a ellos había una puerta.
La cerradura era un agujero abierto de
donde colgaba una cuerda. Uno de los
hombres armados tiró de ella deslizando
el pestillo, y luego, el asombro. Pasaron
al interior. Se encontraban en una
habitación ancha, con infinidad de
cavidades abiertas en la pared con
calaveras y huesos. Las linternas de los
subfusiles producían sombras tenebrosas
aquí y allá, donde eran enfocadas.
—¿Catacumbas? —inquirió Yuri. Se
había acercado a una de las cavidades y
recogido un trozo de tela que había bajo
una calavera. «T-38» ponía allí—. Pero
¿qué cojones…? —se preguntó,
estupefacto.
El ruso continuó rebuscando en los
otros agujeros. Más trozos de tela con
identificaciones personales: «T-41», «
T-19», «T-52», «T-8»… De repente se
echó a reír. Sin duda el desconocido
conocía sus actividades y sus negocios
más lucrativos. Por fin un rival a su
altura, uno que le retaba como un
valiente.
—Hoy nos vamos a divertir —
comentó con media sonrisa sádica—.
Mirad al fondo. Hay otra puerta.
En efecto, las linternas la enfocaban.
Estaba entreabierta, y por la rendija se
escapaban murmullos tenues, como
susurros mezclados. Voces débiles que
parecían pertenecer a niños que
guardaban muchos secretos.
De nuevo con los sicarios por
delante. Eremenko había enfundado la
pistola y ahora empuñaba su terrible
machete. Tenía ojos de loco y rechinaba
los dientes, aunque parecía alegre ante
la nueva situación planteada, todo un
reto para él.
Falta de grasa en sus bisagras, la
puerta gimió al ser empujada y en ese
momento los susurros cesaron de
improviso. Un pesado silencio se abatió
sobre ellos.
Se trataba de otro amplio corredor.
Por el suelo aparecían diseminadas
mantas y trapos extendidos. Guarecían a
personas de talla pequeña, todas
aparentemente dormidas.
Avanzaron sigilosos por el pasillo,
mirando a uno y otro lado, descubriendo
apenas la parte superior de la cabeza de
todos aquellos niños. Un sicario
permanecía en la puerta trasera,
cubriendo la retaguardia y con el dedo
nervioso en el gatillo de su AK-47.
Entonces los sonidos los
paralizaron. Surgían de las mantas, del
suelo, de las paredes, en realidad de
todas partes. Cuchicheos, susurros…,
como si hablaran de ellos. Señalaban
con sus tenues voces a aquellos extraños
que habían invadido su territorio para
turbar su descanso.
Jon Ríos giró sobre sí mismo.
Estaba muy desconcertado, nervioso
ante el coro de silbidos cruzados, de
palabras ininteligibles, de aviso sobre
lo que los esperaba allí.
El primero en perder los estribos fue
Yuri, que comenzó a señalar aquí y allá,
diciendo que este o aquel bulto se
movían. Saltó sobre uno de ellos y
comenzó a traspasarlo con su machete.
—¡Eremenko, quieto, joder! —gritó
el suboficial camuflado de la Ertzaintza.
El ruso se detuvo en seco y, sentado
sobre uno de los bultos, giró la cabeza
para mirar a Jon. Con una ancha sonrisa
y mirada desquiciada escupió al suelo.
Después se secó el sudor de la frente
con la manga. En un arrebato
incontenible clavó el afilado machete en
el vientre de su víctima, para
posteriormente levantarse de un salto a
la altura de Ríos Madariaga y casi juntar
su cabeza con la suya.
—Nunca se te ocurra decirme qué
tengo que hacer —avisó, mirándolo con
ojos penetrantes y un desagradable
aliento a ajo.
—Solo son maniquíes —adujo el
suboficial, sorprendiéndose él mismo de
la serena determinación de su voz.
Los sonidos se interrumpieron
cuando la verdad salió a la luz. Yuri se
volvió y comenzó a apartar las mantas
con un pie. No había duda. Todos eran
maniquíes de talla pequeña. Más
enrabietado que nunca, arrancó el
Kaláshnikov a uno de sus sicarios y
comenzó a disparar ráfagas cortas a
diestro y siniestro sobre las camas,
destrozando muñecos, mantas y
almohadones. Una vez vaciado todo el
cargador curvo extraíble de treinta
cartuchos, devolvió el arma y contempló
el resultado con admiración.
—A quien quiera jugármela más le
vale saber contra quién se enfrenta —
afirmó jactancioso.
Jon asintió en silencio con la cabeza
para evitar aquella mirada de hielo que
lo traspasaba. Pero pensaba que si fuera
él quien llevase el arma de fuego, otro
gallo cantaría, y más ahora que había
decidido abandonar el negocio. Aún era
pronto para intentar algo. Estaba en
franca desventaja sobre ellos.
—¡Mirad!
Todos se volvieron hacia donde
indicaba Nilsson con un brazo
extendido. Al fondo, siguiendo el
pasillo, se percibía un rastro de tierra
que acababa bajo un lecho más grande
que los anteriores, y que las balas del
AK-47 no habían alcanzado. Yuri miró
al mercenario que había en la
retaguardia, y señalándole los ojos con
dos dedos, le mandó que vigilara la
puerta. A los otros dos les ordenó
avanzar. Llegaron hasta el lecho. Era
muy grande, y dos mantas ocultaban lo
que había debajo. Por los bordes se
desparramaban gruesos terrones de
tierra mojada.
Uno de los sicarios apartó la manta
de un tirón. Debajo solo había una
montaña de tierra. Pero de pronto se
paralizaron porque una mano sobresalía
por una de sus esquinas. Rígida, llena de
suciedad, con tierra entre las uñas. Una
mano humana.
Nada más verlo, Yuri comenzó a
retirar la tierra como un poseso. Creía
saber a quién pertenecía aquella pulsera
de oro. Poco a poco fue apareciendo un
rostro, con la boca colmada de tierra,
las fosas nasales taponadas, los ojos
ciegos.
—¡Te haré comer tus tripas! —rugió
en su desmedida impotencia.
Pero quien más sorprendido estaba
era Jon Ríos, que intentó no exteriorizar
asombro alguno y recobró rápidamente
su aplomo. Aquel era el cadáver de
Markus. El mismo Markus a quien él
había enterrado en la fosa abierta para
la pobre niña que esperaba hubiera
caído en buenas manos.
Eremenko había desenterrado el
cuerpo por completo y al tiempo que sus
ojos grises refulgían de una furia in
crescendo, permanecía hincado de
rodillas y mecía el cadáver
sosteniéndolo por la nuca y atrayéndolo
contra su pecho. Era el ahijado de su
hermano Yurkov.
Mientras eso ocurría, a escasos
metros de ahí sucedió un nuevo
contratiempo. El sicario que guardaba la
puerta oyó un ruido extraño a su espalda
y al volverse se topó de bruces con un
desconocido con pasamontañas que
sujetaba un garfio. No tuvo tiempo de
reaccionar. El otro le tapó la boca para
clavarle la punta curva y afilada en la
garganta. Degollado como un cerdo en el
matadero en un abrir y cerrar de ojos.
¡Bum!
La puerta se cerró con un sonoro
portazo y todos se volvieron al mismo
tiempo para mirar. El mercenario había
desaparecido. Uno de sus compañeros, a
una enérgica indicación de cabeza de
Yuri, volvió sobre sus pasos. Había
mucha sangre en el suelo y no podía
abrir la puerta. La habían atrancado por
fuera.
Entonces se escuchó un nuevo
sonido. En la pared del fondo, cercana a
Yuri, algún procedimiento mecánico
oculto abrió una escotilla y al otro lado
vieron a una persona con el rostro bien
oculto tras un pasamontañas.
Segundos después, aquel inquietante
desconocido desapareció de su vista.
Yuri Eremenko posó el cadáver de
Markus en el suelo.
—¡Voy a por ti, cabrón! —gritó,
loco de furia, y después salió corriendo
tras la estela de su enemigo.

Las cámaras de vídeo, escondidas en


distintos ángulos, no dejaban de grabar.
Lo hacían filtrando las imágenes a los
ordenadores de todo el mundo. La
pesadilla ante los ojos de cualquiera,
por un módico precio en euros, libras,
dólares o yenes. Al principio, apenas
unos pocos decidieron descargar aquella
extraña grabación que más bien parecía
la promo de un siniestro thriller made
in Hollywood, pero según pasaban los
minutos, se transformaban en miles,
después en decenas de miles y en
cientos de miles de los cinco
continentes, en una asombrosa
progresión geométrica de conexiones sin
fin.
Todos miraban con expectación las
impactantes imágenes.
Y es que el horror atenaza, claro que
sí, pero también resulta siempre
morboso para el espectador.
34
Por poco no se fractura el tobillo
derecho. Yago había descendido por la
trampilla al menos tres metros en caída
libre, y la articulación se había
resentido del brutal impacto. Sentía
cómo se inflamaba, pero no tenía tiempo
para lamentarse. Debía rescatar a
Noelia a cualquier precio. Cojeando
visiblemente, continuó el camino que
tenía a su espalda hasta llegar a la
habitación.
Era una estancia sencilla, tan solo
iluminada por una lámpara de mesilla
que había sobre un alto pupitre. También
aparecían una silla y unas sacas de
correo junto a la pared. Nada más. Un
lugar de lectura y reflexión entre
paredes de ladrillo, y donde se abría una
ancha y alta rejilla que dejaba pasar una
brisa reconfortante.
En ese momento escuchó un ruido
metálico. Era la pesada puerta de la
habitación, que se había cerrado tras él.
Yago ni siquiera intentó empujarla o
forzarla. Sabía que estaba a merced del
desconocido, y que lo único que podía
hacer era seguir el camino que este le
había trazado.
Ocupó la silla. Sin duda todo estaba
preparado para que actuase así. El
extraño quería informarle. Sobre qué,
aún lo desconocía. Pero pensando
fríamente, había tenido varias
oportunidades para acabar con él y no lo
hizo. Le estaba haciendo seguir un
camino que excedía con mucho el
habitual en una simple y rutinaria
investigación policial. Los asesinatos de
Ángel Márquez y Frederick Ramiro eran
solo la punta de un iceberg enorme, algo
impensable para su departamento, el
CIDE. El sujeto le estaba manejando
para enseñarle la pesadilla que habitaba
tras la muerte de dos personas que no
eran más que señuelos para llegar a
conocer la verdad más angustiosa. Lo
que en breve iba a descubrir…
Con esa alarmante convicción, Yago
Mellado agachó la cabeza y empezó a
recoger las cartas que aparecían
desparramadas sin orden sobre la mesa.

CARTA 1:

Me llamo
Agustina. Son ya
seis meses desde que mi
Josué desapareció.
La Policía me pide
paciencia. Me hacen
ver que me
acompañan en el
dolor, pero a mí no
me engañan. ¿Por
qué no me dicen de
una vez que no lo
encontrarán? Ya no
duermo. He perdido
el apetito. Me
agarro a la foto de mi
hijo para sentirlo. Es
lo único que me queda
en la vida. Eso y que
usted tenga la bondad
de hacer todo lo que
esté en sus manos para
que mi niño sea
recordado como se
merece, ya que sé que
no volverá jamás.
CARTA 2:

Estoy esperando a
que llegue la Policía.
Acabo de llamarla. La
sangre de Ernesto me
cubre. Lo he matado
mientras dormía. Son ya
tres meses de la falta
de Alba. Ayer me
confesó que él tiene la
culpa de su
desaparición. Ahora sé
por qué no nos
embargaron la casa. Ese
presunto aplazamiento
que nos dio el banco
era solo una farsa.
Ernesto se la entregó. A
quién, no lo sé. No he
sentido más que
satisfacción cuando le
he cortado el cuello. Mi
niña ha desaparecido
para siempre…, al igual
que el cabrón que lo ha
permitido. Gracias por
entenderme y
preocuparse por mi
Alba. Solo atendiendo mi
misiva me considero ya
ayudada.

CARTA 3:

Lo inevitable
ha sucedido. Mi
mujer se ha
suicidado. Sabía
dónde encontrar
mi vieja pistola.
Soy militar
retirado con
grado de
coronel, y
después de la
muerte de Tony
y Meredith en
un accidente, nos
hicimos cargo de
nuestra nieta
Melisa.
Durante más de
ocho años la
hemos cuidado.
Luego ocurrió.
Hace ya dos años
de su
desaparición. La
dejamos en
aquel
cumpleaños, al
cuidado de la
madre de la
casa. Todas mis
influencias no
han servido para
nada. No hay
rastro ni lo
habrá. ¿Por qué
no acudí con
Mel a aquel
cumpleaños? Te
agradezco que te
hayas puesto en
contacto
conmigo.
Siempre es
agradable saber
que a alguien sí
le importan
nuestras
historias. Hasta
nunca. He de
reunirme con mi
esposa.

CARTA 4:

Soy Augusto. Dennis,


mi pareja, está
destrozado. Él tuvo un
hijo en una relación
anterior con una mujer.
A Ted, el niño, no le
importó que su padre
cambiara a su madre
por un hombre, es más, lo
aprobó porque con once
años ya tenía las ideas
claras. Me respetó y me
quiso. Esa sensación
maravillosa se vio
reflejada en mi relación
con Dennis. Pero en
agosto del año pasado
nos detuvimos en una
gasolinera cuando íbamos
de vacaciones a Puerto
Umbría. Ted fue al
servicio. Tardaba
demasiado. Nunca
regresó. En el baño solo
encontré una ventana
abierta. Las autoridades
que llevaron el caso nunca
se tomaron en serio
nuestra angustia. Somos
gays y encima
extranjeros, motivo
suficiente para no
tratarnos con respeto.
Solo espero que este
comunicado pueda
servirte para el estudio
sobre niños desaparecidos
que llevas a cabo. No sé
qué pasará en el futuro
con Dennis; cada vez
está más susceptible
conmigo.
Una tras otra, sin tomarse un respiro,
Yago Mellado leyó hasta quince notas
breves como aquellas. Todas estaban
escritas desde el mismo dolor, y
describían semejantes pérdidas. En
todos los textos aparecía una posdata
con la misma frase: «Adjunto una
fotografía para su conocimiento». Sin
embargo, no vio las fotos por ninguna
parte. Entonces recordó los antiguos
cines Bilbondo, con las butacas repletas
de fotografías de niños… Ahora sabía
de dónde habían salido, de las
confesiones que familiares destrozados
enviaban a una persona que parecía
preocuparse mucho por ellos.
Después se dirigió a las sacas.
Escarbó en su interior para dar con
muchas más cartas abiertas, cientos de
ellas, más bien miles… Muchas de esas
misivas estaban escritas en otros
idiomas —inglés, francés, alemán,
italiano y otros tan extraños que no supo
identificarlos con certeza—. Ahora todo
estaba claro.
Alguien, un singular ángel de la
guarda, se preocupaba por los niños
desaparecidos. Pero esa misma persona
había secuestrado a Vanesa y a Noelia.
¿Por qué? «¡Para que apriete el
gatillo!», pensó de improviso, más
crispado que nunca. Estaba claro. Lo
había elegido como verdugo en memoria
de todos esos niños.
Perdido en esas especulaciones,
encontró en el suelo unas páginas
arrugadas rodeadas por una goma sobre
un gran sobre. Las recogió y regresó a la
mesa.
Primero se interesó por el contenido
del sobre. Al abrirlo, el pulso se le
aceleró al instante.
Había dos fotografías de medio
cuerpo. Eran de Noelia y de él. Sacó el
folio escrito. Conocía muy bien aquella
letra.

Hola, no sé si estoy
haciendo lo correcto
al escribirte. Pero
pensé que quizá
pudieras entenderme,
y quizá ayudarme
también. Verás… Sé
de tu investigación
sobre niños
desaparecidos. Es un
consuelo saber que a
alguien les importa de
verdad, pero… ¿podrías
aconsejarme sobre el
cariño desaparecido?
¿Sobre el amor que nos
niegan?
Siento esa pérdida
como si fuera de
alguien real.
A mi madre le han
prohibido verme. Nos
saltamos las normas
reuniéndonos en casa
de mis aitites, pero no
es suficiente. La
necesito y me
necesita. Cada vez
que me ve, llora y me
pide perdón. Me duele
verla así, pero ya
llevamos cuatro años
con este castigo.
La culpa es de mi
aita. Llevo mucho
tiempo esperando que
me preste más
atención, que se ocupe
de mí como hacía
amatxu, pero desde
que se separaron, él
solo se preocupa por su
trabajo y una mujer
con la que está
encoñado y que me
amenaza con pegarme
cada vez que se
queda a solas conmigo.
Muchas veces he
intentado hacérselo
comprender, pero mi
aita no me ha creído y
me ha castigado
porque pensaba que
eran pataletas de una
niña malcriada que no
soportaba la
sustitución de su
amatxu.
Para mí, los días son
tristes. Los aitites, que
viven con nosotros,
tampoco tienen tiempo
para mí porque el
aitite está muy
enfermo y necesita
muchas atenciones.
Pero se les perdona.
Quien de verdad
debería cuidar de mí
y hacerme caso
empieza a ser un
desconocido, al que
veo todos los días.
Mi aita me está
obligando a hacer
cosas que no quiero
hacer. En realidad las
hago solo para llamar
su atención, para que
me quiera y para
sentir que por fin
tengo a alguien a mi
lado. Pero no sirve
para nada. Al
contrario, solo consigo
sacar su lado malo; tal
vez el único que tiene.
Quiero recuperar
todos esos
sentimientos que han
desaparecido, porque
cada vez me
encuentro más sola.
Si por mí fuera,
castigaría a mi aita
para recuperarlo, pero
no sé cómo hacerlo.
Ahora pienso que la
única solución pasa por
que su novia se canse
de él y desaparezca.
A lo mejor así yo
recuperaba lo que me
pertenece. El cariño
de aita.
Perdón por las
molestias. No sé cómo
podrías ayudarme,
pero necesitaba
contárselo a alguien.
Hablar de ello ayuda.
Te ofrezco mi
amistad. Si lo crees
conveniente, cógela.

Yago Mellado, con un nudo de


intensísima emoción en la garganta, no
dejó de llorar durante la lectura. Vanesa
tenía toda la razón, y estaba en su
derecho de demandar todo su cariño. ¿Y
si Nadine le había hecho la vida
imposible merced a su ceguera
emocional? Pero ¿por qué había actuado
así? ¿Quién era en realidad esa mujer
que le tenía sorbido el seso y el sexo?
¿La sombra de una vida? ¿Una
desalmada que miraba con indiferencia
el fruto del amor?
La carta había abatido su ánimo,
pero a pesar de ello tuvo valor para
quitar la goma al rollo de páginas
viejas. Del interior cayó un
destornillador que casi le hizo un corte
en la mano.
Extendió las hojas arrancadas de un
viejo cuaderno. Estaba escrito en un
idioma para él totalmente desconocido,
pero al ver las siglas CCCP recordó las
camisetas de los deportistas soviéticos
en las Olimpiadas: eran el acrónimo de
la URSS. Cada hoja tenía un nombre
arriba y un posterior escrito.
Luka, Natasha, Valeri, Sasa, Igor,
Marina, Alexei, Natalia, Oleg, Dina,
Vitali, Sonya, Nuke, Smina, Viktor,
Nadia… Tantos nombres como historias
indescifrables. Pero aunque no pudiera
entenderlas, en sí no le hacían presagiar
nada bueno. Aparte de que había algo
que le había atenazado como el más
rígido corsé… De nuevo había
reconocido una caligrafía, quizá más
infantil, pero de idénticos trazos. No se
trataba de la de Vanesa. Tuvo la certeza
de que era la de Noelia.
De pronto llegaron. Los susurros
parecían desprenderse de las cartas.
Almas que sobrevolaban la estancia
invitándolo a seguir, para que no se
detuviera ahí. El tiempo era cada vez
más escaso y debía encontrar a su
víctima.
Solo así las salvaría. A Vanesa y a
Noelia. Y purgaría su castigo.
Miró el destornillador y la única
salida…
La rejilla.
35
Todos habían pasado al otro lado con
dificultades, dada la altura y la estrechez
de la escotilla. Tras cruzar Nilsson el
último, la ventana quedó sellada con un
ruido repentino, como si alguien la
manejara con control remoto.
Yuri Eremenko, que echaba chispas
por los ojos, aferró el mango del
machete con ferocidad. Estaba
sopesando por cual de las dos puertas
opuestas que se presentaban ante ellos
debía haberse escapado el tipo que los
tenía en jaque.
Situó delante de sí a uno de sus
hombres y al otro lo envió a la otra
puerta, con Nilsson a su vera. Jon, por
su parte, buscaba la espalda del
cabecilla mafioso. Prefería no
contradecir a aquel ruso psicópata y
mantenerse en un discreto segundo
plano. Aún estaba conmocionado por el
descubrimiento del cadáver de
Markus…
De repente se escuchó un ronroneo
metálico seguido de un golpe seco. Una
enorme plancha de acero había caído
desde el techo y creado una pared
impenetrable que acababa de separar al
grupo en dos.
El ruso golpeó la plancha con rabia,
pero solo consiguió despellejarse los
nudillos. Lanzó un juramento y ordenó al
mercenario que acribillara a balazos la
inesperada pared. Este obedeció y gastó
un cargador entero con un ruido
atronador. Yuri y Jon se alejaron, en
previsión de las balas y las esquirlas
rebotadas. Pero acabada la larga ráfaga,
descubrieron que la pared no había
sufrido más que rasguños mientras que
el suelo aparecía cubierto de casquillos
y balas deformadas por los impactos.
—Ese cabrón sabe lo que se hace —
reconoció Eremenko, mascando cada
palabra y como si hablara consigo
mismo. Luego se volvió hacia Jon Ríos
y señaló la puerta con el índice. Le
estaba invitando a encabezar la marcha.
Para persuadirlo, le colocó la punta del
machete en el estómago.
—¿Y eso? —inquirió el ertzaina.
—Debes de servir para algo más
que para hablar.
El suboficial estudió si era el mejor
momento para intentar desarmarlo, pero
el sicario que los acompañaba tenía de
nuevo dispuesto su Kaláshnikov con otro
cargador, el de reserva, y ciertamente él
no era un muro de acero, así que bajó la
mano del otro para retirar el machete de
su estómago, y sostuvo desafiante la
mirada de Yuri.
—Ahórrate las amenazas y sermonea
a los tuyos. Para salir de esta debemos
colaborar. Si no, presiento que ninguno
tendremos ni la más mínima posibilidad
de escapar de aquí —afirmó en tono
muy seguro.
Sin contemplaciones llegó hasta la
puerta, agarró el picaporte y lo giró.
Entró el primero. Intentaba controlar
el miedo que sentía dejando la mente en
blanco. Si tenía que morir ahí, que fuera
rápido.
Pero nada de eso ocurrió. Todos
traspasaron el umbral, y la puerta se
cerró herméticamente a su espalda con
un pesado crujido. Frente a ellos, tres
cabinas de cristal. Y el hombre del
pasamontañas al otro lado, oculto tras un
barril en el que…
El estupor se reflejaba en el rostro de
Nilsson. Si esperaba lo mismo del
mercenario, vestido con ropa de
camuflaje y con casi dos metros de
estatura, iba a llevarse una tremenda
decepción.
Habían quedado separados, y el
sicario no estaba para perder tiempo ni
para amedrentarse con paredes que
surgían de la nada. De una violenta
patada abrió la puerta y entró
empuñando su subfusil. Se toparon con
casi un centenar de cuerdas que caían
desde el alto techo y se bamboleaban a
su paso. Tanta extensión de cuerda
apenas dejaba ver nada, y más cuando
los nudos corredizos estaban
prácticamente a la altura de sus rostros.
Con agilidad, el mercenario se
agachó para mirar por debajo, y Nilsson
lo imitó. Comprobaron que al final del
habitáculo había un barril y de pie,
sobre este, unas piernas. No podían
saber a quién pertenecían, pues por
encima de las rodillas, el cuerpo se
encontraba cubierto de cuerdas.
El sicario se volvió y se llevó el
índice a la boca para pedir silencio de
sepulcro. Después se levantó, y con
zancadas felinas se introdujo en la
espesura de cuerdas. Estas crujían, le
golpeaban el rostro, se mecían. Nilsson
lo seguía de cerca, atento a cualquier
sorpresa letal.
De pronto sintieron una presencia.
Las cuerdas silbaron. El ruido de algo
que caía y una queja. Apareció una
persona vestida de oscuro y oculta tras
un pasamontañas, que llevaba una
cámara de vídeo en una mano y un hacha
bañada en sangre en la otra. Enfocó la
cara de terror del Danés y luego al
fornido sicario, quien contrajo los
músculos del cuello presa de dolor
cuando la mano en la que llevaba el
subfusil de fabricación rusa cayó al
suelo, cercenada de un tajo.
A la cadena de insultos y bravatas en
ruso del sicario, le siguieron sus
esputos. La cámara registró su
intensísimo dolor y más tarde el final,
cuando el hacha se abatió sobre su
cuerpo abriéndole la frente.
Nilsson intentó golpear al asesino,
pero este, con un ágil movimiento,
consiguió esquivarlo. Tras ese fallido
intento de defensa, salió corriendo en
dirección al barril, lacerando así su
rostro con las sogas. Escuchaba pasos
que lo seguían. El enemigo estaba a su
espalda e, impertérrito, continuaba
grabando.
Sentía la sangre correr por su cuello.
Las sogas lo flagelaban sin piedad a su
paso. Un velo rojizo se apoderó de su
ojo izquierdo.
Aún tuvo tiempo para mirar atrás y
ver a apenas un metro el objetivo oscuro
de la cámara.
No tenía escapatoria.
Con gran esfuerzo, consiguió salvar
el obstáculo de las cuerdas. Había
llegado junto al barril. Sobre él había
una persona a la que conocía muy bien,
con una soga al cuello. Se le veía
distinto, ya no parecía el niñato colgado
que en su día le reveló el paradero de su
hermana y también de su sobrino a
cambio de unos gramos de cocaína para
que él, Hans Nilsson «el Danés», los
matara a sangre fría.
Un aliento a su espalda.
Algo muy duro sobre su cuello.
Tres cabinas de cristal individuales, una
tras otra. Abiertas por delante y en su
parte trasera, semejantes a detectores de
metales en un aeropuerto.
Yuri Eremenko había visto a su
enemigo al otro lado, y cegado por la ira
había entrado en la cabina sin pensarlo
dos veces. Jon Ríos, por su parte, se
había introducido en la cabina contigua.
Sin preverlo habían caído en la trampa
de aquel cazador de hombres. Del techo
surgieron cristales que sellaron las
cabinas, tanto en su parte frontal como
en la trasera. Estaban incomunicados y a
merced del asesino. Encerrados.
El sicario que los acompañaba se
vio obligado a emprender el mismo
camino cuando alguien surgido de la
nada le colocó la punta de un garfio en
la carótida, lo desarmó velozmente y lo
trasladó de un puñetazo en la nuca al
interior de la cabina desocupada, que
selló de inmediato antes de huir
llevándose consigo el AK-47.
Un ruido hizo que Yuri se girara,
para enfrentar la mirada con el enemigo
que se escondía tras el barril. Tenía una
cámara en una mano y un hacha bañada
en sangre en la otra. Frente a ellos había
un hombre de espaldas, subido al barril,
con una soga anudada al cuello y las
manos atadas detrás. Todo lo que
descubrieron más adelante parecía el
interior de una selva sudamericana,
donde colgaban cientos de lianas y
cuerdas.
Vieron desaparecer al asesino con la
cámara al hombro y el hacha colgando
de su mano libre. Luego escucharon
ruido, pero no pudieron ver nada: solo
las cuerdas golpeándose unas con otras.
Se percibieron carreras y movimiento de
cuerpos en el momento en que las
cuerdas danzaron con más vigor.
Alguien apareció de pronto forcejeando
entre ellas, apartándolas como podía a
su paso. Se distinguía a una persona con
cabello rubio y la mano vendada. Se
trataba de Nilsson, que de pronto se
había quedado inmóvil ante el barril.
Desde su emplazamiento, Eremenko
golpeó los cristales con las palmas de
las manos para llamar su atención, pero
parecía que el Danés no podía verlo. O
tal vez, simplemente, estaba más
interesado en la persona que estaba
sobre el barril. A su espalda llegó el
hombre del hacha, que sin oposición
alguna por parte del nórdico le colgó
una soga en torno al cuello y apretó el
nudo corredizo. Siempre con la cámara
grabando y el arma blanca ahora en el
suelo, le retorció los brazos con fuerza
hasta dislocarle los hombros. Los gritos
eran aterradores, pues ahora los brazos
colgaban inertes, justo como quería el
asesino para que no intentara soltarse.
Fue también el instante que este
aprovechó para volcar el barril de una
patada, pero no se molestó en grabar
cómo se tensaba la soga, hundiéndose en
el cuello del joven que se contorsionaba
entre violentos espasmos. La cámara
eludió el padecimiento, la lucha por
respirar del condenado, su fulgurante y
doloroso final. El objetivo solo enfocó
la reacción de Nilsson.
Cuando el joven ya había expirado,
el misterioso cazador levantó el barril y
dispuso sobre él la cámara, haciendo
comprobaciones para que retratara bien
al Danés. Tras asegurarse de que la
videocámara tenía el ángulo perfecto, se
giró y llegó hasta la cabina donde estaba
encerrado Yuri. El asesino pegó al
cristal su rostro oculto por el
pasamontañas y le mostró al ruso sus
visibles ojos claros. No tenía miedo.
Yuri aceptó el reto, y desde el otro lado
de un cristal antibalas de más de cuatro
centímetros de grosor, puso su rostro a
la altura de su rival y sonrió con furia.
El ruso podía haber echado mano a la
pistola pero habría resultado inútil.
Conocía muy bien la resistencia de esa
clase de cristal blindado.
Era el momento del mayor
espectáculo. El cazador se giró y llegó
hasta Nilsson. Le rodeó como si
olisqueara a su presa… y de repente,
puso una rodilla en tierra, recuperó el
hacha y ejecutó un movimiento brusco.
Jon cerró los ojos. Se oían los
estertores del Danés, con la tráquea
hundida y quebrada por culpa de la
soga. El asesino le había cortado las
piernas a la altura de las rodillas y
ahora colgaba como un pelele de la
cuerda. Jon Ríos sintió ganas de
vomitar. Nunca había visto algo tan
espantoso, semejante baño de sangre, y
se preguntó qué clase de muerte bestial
les esperaba a ellos.
Al abrir de nuevo los ojos, vio que
los cuerpos giraban y se balanceaban.
Solo entonces reconoció al joven. El
mismo al que sacó de un maletero y el
mismo que habló con el Monarca en
aquel interrogatorio productivo que los
llevó a la guarida del hacker. Su nombre
era Jaime Ribas. Su doloroso final, la
horca.
El cazador de hombres había
regresado y paseaba ahora triunfal frente
a las tres cabinas. De pronto se detuvo y
señaló hacia arriba.
Yuri, Jon y el sicario miraron a lo
alto, cada uno desde aquel ataúd de
cristal donde estaba encerrado. En el
centro del techo metálico había un
agujero por donde se filtraba la boca de
una manguera cortada, de color naranja.
Sabían lo que aquello significaba:
debían de estar conectadas a algún tipo
de bombona. Junto a la manguera, unas
pequeñas cámaras recogían cada uno de
sus movimientos, de sus gestos…
El hombre del hacha desapareció
entre la espesura de cuerdas, dejando
tras de sí tres cadáveres. A su vez, en el
habitáculo volvió a aparecer el hombre
del garfio. Traía consigo una silla que,
ni corto ni perezoso, situó en el centro
de la estancia para poder sentarse. Los
observaba desde ese asiento. Quería
tener un lugar de privilegio para
contemplar lo que estaba a punto de
suceder.
Entonces comenzaron a escuchar de
nuevo los susurros. Niños hablando en
voz baja, intercambiando palabras e
historias. Reencontrando la valentía que
les había sido extirpada para compartir
los secretos entre compañeros.
Por lo bajo, los atrapados
escuchaban también el siseo del gas. La
boca de la manguera parecía susurrar su
propio mensaje. El aire comenzó a ser
irrespirable. Sus pulmones se abrasaban
y sus rostros se congestionaron entre
horribles muecas, mientras más de dos
millones de internautas seguían aquellas
impactantes escenas con creciente
asombro.
36
Horas después.
Diario de Nadia Butalkin:

Mi vida cambió a
partir de entonces. Me quedé
sin fuerzas. Me resigné a la
evidencia y dejé que
transcurrieran los días, los
meses, los años, cumpliendo
con mis obligaciones. Pasaron
niños y niñas, descubrí ultraje
tras ultraje, y atendí a todos
los clientes que Yurkov me
señalaba. Al menos, entre
tanta desgracia puedo decir
que tuve suerte pues solo a él
le debía obediencia. Entendí
por qué no l evaba
numeración como los demás.
Yo era suya. Le pertenecía.
Después de aquel
episodio no volví a ver a
Simona. La bruja Laluska me
informó de que había sido
adquirida por otras personas.
En el tiempo que pasé
allí comprendí ciertas cosas.
Los niños y niñas de entre
diez y quince años
convivíamos en el espacio de
los múltiples susurros, y
trabajábamos como
limpiadores y servidores. Por
el contrario, los que ya tenían
entre dieciséis y dieciocho
años vivían aislados en
cubículos, en oscuros sótanos,
y servían como acompañantes
o para satisfacer las
necesidades más impúdicas.
Este último grupo era muy
reclamado al principio, cuando
todavía eran inocentes en
cuerpo y se les podía sacar
buen partido, por unos meses
al menos, hasta que otros los
sustituían. Eso ocurrió con mi
hermana: cuando dejó de
parecerles rentable le buscaron
acomodo en otro lugar por
una buena cantidad de rublos.
Muy lejos de mí…
No pasó ninguna
noche sin que la recordara.
En mis lágrimas iban sus
sonrisas. Era lo único que me
quedaba de ella; sus recuerdos
más felices…
Fue entonces cuando
me hice con un cuaderno y
unos lápices que sustraje del
despacho de Yurkov. Ocurrió
cierto día que trató de
comprobar si sabía leer y
escribir. Me sentó ante su
mesa y me colocó un libro
enorme bajo los ojos. No
atiné a leer ni una frase
seguida —así pude
engañarlo—, y cuando me
tendió una hoja y un lápiz y
se distrajo mientras me
dictaba, aproveché el
momento. Cuando Yurkov
regresó hasta mí y vio que la
página continuaba en blanco,
aprobó con la cabeza.
«Bien, la mujer debe ser
analfabeta para no entender
los negocios de su señor»,
sentenció mordaz. Una vez
l egué a nuestro espacio de
descanso, escondí rápidamente
aquellos valiosos objetos —
para mí lo eran sin duda—
bajo las mantas de mi jergón.
De esa manera cada
noche escribí, entre susurros,
sobre el resto de mis
compañeros. No quería
olvidarlos y me interesaban
sus vidas anteriores; dónde y
con quién vivían; qué hacían
durante el día; qué les
arrancaba una sonrisa; a qué
querían dedicarse en el
futuro… En fin, documentar
su alegría perdida, secuestrada.
Cada noche elegía a uno, me
tumbaba junto a él y escribía
sus palabras. A pesar de la
tristeza que allí imperaba,
ninguno se opuso. Era el
único momento mágico del que
se nos permitía disfrutar.
Por tal motivo dormía
menos que el resto y mi
cansancio resultaba más
acusado, pero mi satisfacción
era así mayor. Ahora, para
consolarme, vivía para las
historias de los demás.
Un día me sorprendió
l egar a la áspera manta que
me tapaba por las noches y
descubrir un nuevo cuaderno y
más lápices. Aquello trajo sus
consecuencias… Eligieron a
Luka. Quizá porque sabían
que últimamente tenía más
contacto conmigo y con
Sasa. Por entonces ya
habíamos cumplido catorce
años, y estábamos a punto de
pasar al grupo de servicio.
Nos dirigieron a todos a la
enfermería y nos pusieron
contra la pared. En cambio, a
Luka lo sacaron a empujones,
le ataron las manos a la
espalda y lo metieron boca
abajo en una alargada caja
de madera cuya tapa
clavetearon minuciosamente.
En su improvisado
ataúd había unos pequeños
agujeros, «respiraderos» los
l amaban aquellos indeseables,
y durante una hora nos
mantuvieron en el lugar
oyendo los gritos de Luka y
sus lastimosas quejas.
Fue Gustav quien, con
una palanqueta, abrió la tapa
para sacar a mi amigo. Cayó
al suelo redondo, con la cara
amoratada. No podía respirar.
El doctor Richards se inclinó
ante él y le apretó el pecho
con la palma de la mano
antes de aplicarle una
mascarilla de oxígeno. De
esa forma, entre toses, volvió
a recuperar el color.
—¡Vuestro pasado no
le interesa a nadie! —Yurkov
se paseaba entre nosotros,
gritando a pleno pulmón—.
¡Recordar es debilidad! No
quiero nuevos testimonios, y
castigaré a quien me
desobedezca… —Hizo
aparecer entre sus manos mi
cuaderno, repleto de historias
maravillosas—. ¡Esto no
vale nada! ¡Espero que el
castigo os sirva de
escarmiento! Al siguiente no le
abriremos la tapa, sino que
recibirá un baño de
combustible por los
respiraderos.
Esa noche se
separaron de mí. Mis
compañeros me aislaron, me
repudiaron. Los susurros se
volvieron contra mí. Era el
blanco de su ira. Solo Sasa
intentó acercarse, pero no la
dejé. No quería que se
volvieran también contra ella.
Aquella noche arranqué todas
las páginas del nuevo
cuaderno, las hice pedazos
muy pequeños y rompí
también los lápices.
Todos me observaban
en silencio.
—Perdonadme —
dije, realmente avergonzada.
Nadie respondió. Lloré
hasta que me dormí, pensando
en Simona, que desde un
halo luminoso aprobaba mis
buenas intenciones.
Aquel día me
despertaron antes del alba.
Aún no habían l egado
Laluska ni los vigilantes con
los perros. Eran ellos, mis
compañeros. Habían hecho
un círculo a mi alrededor. Me
temí lo peor.
Luka, con el semblante
serio, dio un paso adelante y
me tendió la mano. Se
acercó a mí, me miró
fijamente a los ojos… y
luego me abrazó.
—No debes culparte.
Intentaste que recordáramos
todo eso que añoramos —
susurró—. Por un momento,
pudimos volver a ser quienes
éramos… Los castigos no
nos separarán. Al menos
trataste de hacernos sonreír.
Sasa fue la siguiente
en abrazarme, y después
Viktor, Valery, Natalia…
—Todos somos uno
—acabó por decirme Luka,
casi un minuto después.
Cuando l egaron los
perros, Laluska se sorprendió
de vernos levantados. Todos
teníamos recogidas las mantas
y esperábamos sentados en el
suelo.
—¡Pero esto qué es!
—exclamó.
Ante lo inesperado de
la situación, aquella bruja
señaló a la chica más
cercana a ella —Candy
— para que estirara la
mano y la golpeó con su
vara. Para mayor sorpresa,
segundos después casi un
centenar de manos se
extendieron para recibir el
mismo castigo. Todos, sin
excepción. No nos importaba
el futuro: nos teníamos los
unos a los otros. Aquella
tarde, sin embargo,
comprobaríamos que en
realidad no éramos nadie…
Pero antes de referirme
a ese punto quiero hablar de
mi conversación con Yurkov,
ante el que me condujeron
nada más salir del dormitorio
ese mismo amanecer. Aquel
día no había tareas para mí.
«El señor», como se
hacía l amar, estaba sentado
en un sillón de orejas, cerca
de una chimenea que l enaba
de color sus mejillas. Me
impidió sentarme en una silla
y me ordenó que me arrojase
de rodillas ante él. Le obedecí.
Estaba leyendo mi cuaderno y
asentía con la cabeza, a la
vez que daba profundas
caladas a un puro cubano
cuyo humo me mareaba.
—Tu padre ya me
había hablado de tus
habilidades, pero tú creíste que
podías engañarme. Dejé que
te l evaras el cuaderno para
saber cuáles eran tus
intenciones… Aplaudo tu
valor y la idea de querer
saber sobre los demás. Es un
aspecto que te retrata y te
valoro por ello.
—Entonces por qué
castigó a… —intenté
responder, y él me interrumpió
bruscamente.
—No lo castigué. Lo
endurecí para lo que le
espera. Pronto empezaréis a
l enarme los bolsillos.
—Pero me culpó
delante de todos —objeté,
perpleja.
—Al contrario. Te
señalé por tu inteligencia, en
eso eres distinta a ellos.
—Los puso en mi
contra —insistí ceñuda.
—¿Eso crees…?
No veo la ira sobre tu cuerpo.
Todos esos niños y niñas son
tan inocentes que acaban
rodeando, para sentirse
seguros, a quien parece
rebelarse contra su situación.
Tú.
—Amenazó con…
Volvió a interrumpirme.
—Sé lo que dije,
pero haz una doble lectura.
Amedrentar para obedecer y
uniros para que el miedo
común se vuelva comprensión
hacia lo que os espera.
—Acabar humillados.
Como mi hermana. Y muchos
y muchas más —le contesté
con aplomo.
—¿Humillados, dices?
—inquirió él, aparentemente
perplejo—. No, no pienses
así. Piensa en un despertar de
la realidad. Aunque hay cosas
que no podemos evitar…
—¿Cosas…? —
repetí, sin entender nada.
—Tenemos clientes
que no se conforman con lo
que les ofrecemos…
Buscan en vosotros otro tipo
de servicios, más emociones,
así que nos vemos obligados
a contentarlos para no perder
buenas relaciones comerciales.
—No logro
entenderle…
—Verás… Si
quieres volar alto, no debes
pensar en tus actos. Hay
asuntos que controlo, y otros
que no controlo tanto…
—me explicó, misterioso
—. Lo comprenderás
cuando lo veas porque, al
igual que te comenté que la
mujer de un señor debe ser
analfabeta, también te digo
que si por el contrario es lista
y decidida como tú, es
necesario que conozca todo
cuanto ha de saber sobre los
negocios y los importantes
clientes con los que trata su
amo, por si él sufre un
inesperado accidente…
—¿No le damos
pena? —Quise saber.
Yurkov ladeó la cabeza
antes de contestar:
—Pena es estar
encerrado en una mina de
carbón dieciséis horas al día
con solo ocho años, y
trabajando como un adulto, a
riesgo de contraer
enfermedades pulmonares…
Pena es descubrir que cuando
eres adulto la vida está l ena
de impurezas y también de
balas perdidas…
—Somos niños —
le recordé con inocencia.
—Lo erais. —Él
torció el gesto—. Ahora
servís para algo. Adelanto
vuestra madurez.
—No quiero oírle.
—Es tarde para eso.
Ahora es hora de regresar.
Ah, y l évatelo —dijo Yurkov
Eremenko, tendiéndome el
cuaderno—. Recuérdalos
siempre… Yo morí al nacer.
Nadie me dio esa oportunidad.
Sin más explicación,
se levantó y me dio la
espalda. Después, absorto en
sus pensamientos, se quedó
mirando el fuego de la
chimenea. Pude insistir para
que me contara más, pero no
lo hice. Tenía mi cuaderno y
las historias de todos mis
compañeros. Era más de lo
que necesitaba.
Gustav me agarró del
brazo para sacarme de allí.
Había entrado con tal sigilo
que ni siquiera había advertido
su presencia hasta notar su
fuerte aliento y sus rudas
manos.
Al l egar al dormitorio
común me encerró allí y me
explicó que ese sería mi sitio
hasta que Yurkov me
reclamara de nuevo. Me quedé
sola. Ya ni siquiera sentía
tristeza. Dediqué mi tiempo a
mis compañeros ausentes. Leí
las historias que me habían
contado, y me sentí dichosa
por ello y orgullosa de todos
esos niños y niñas. Todos me
descubrieron, al contarme su
pasado, que fueron inocentes.
A todos los amaba por ello.
Una memoria inquebrantable al
olvido a pesar de las
tormentas del presente.
Pasé las siguientes
horas en compañía de las
letras, de sus significados,
acompañada por el más leal
silencio. Comí sola. Gustav me
sirvió mi frugal comida en el
duro aposento de hormigón.
Me sorprendió que me
revocaran el privilegio de
comer con mis compañeros,
pero así debía ser por orden
expresa de Yurkov. La
explicación a todo esto no
tardaría en conocerla. Si
duro fue presenciar lo
ocurrido a mi hermana, más
duro aún si cabe sería lo que
estaba a punto de ver y
sufrir.
Sentada contra la
pared empecé a enumerar en
voz alta mis compañeros. No
sabía por qué lo hacía, pero
quería dibujarlos en mi
memoria para siempre.
Conocer el sitio que
ocupaban, el compañero con
el que se acostaban espalda
contra espalda, la manta que
los cubría… La vida estaba
l ena de intuiciones, y yo
intuía que ya no volvería a
compartir espacio con ellos.
Razón no me faltaba. A
partir de esos momentos, solo
me acompañarían sus
testimonios.
Ignoro a qué hora me
recogieron, pero sí sé que
algo había cambiado cuando
Laluska me obligó a
ducharme, en un baño donde
todo relucía como el brillo del
sol, incluso los grifos y la
bañera. La joven rubia que
nos había preparado el
desagradable día en que
ultrajaron a mi hermana se
encargó de mí. Se esmeró
lavándome el cabello,
frotándome el cuerpo con una
esponja suave, y usó un gel
que desprendía un maravilloso
olor a rosas. Me cortó las
uñas de pies y manos, y
asimismo, me cepilló los
dientes hasta irritarme las
encías.
Ante un espejo de
cuerpo entero me puso un
vestido blanco, de volantes, que
parecía convertirme en una
auténtica princesa. Lo
acompañó con un tocado de
flores en mis cabellos
trenzados; arduo trabajo que
la chica realizó con
paciencia.
Cuando me l evaron
hasta Yurkov, este me miró sin
dejar de asentir. Pude sentir
cómo me olfateaba, cómo
frenaba su mano en su afán
por tocarme, de espaldas a
mí. «Estás preparada». Esas
fueron sus palabras. Me
preguntó si quería despedirme
del resto de mis compañeros.
La palabra «despedida»
traslucía pérdida, y en ese
momento supe que mi intuición
no me había engañado horas
atrás cuando, sola en el
dormitorio de los múltiples
susurros, el pensamiento l egó
hasta mí para informarme de
que era la última vez que
pisaba aquel espacio tan
maravilloso donde se
fraguaban las emociones
contenidas de nuestra niñez
quebrada.
Por supuesto que
acepté y Yurkov me dijo que
se lo esperaba, pero que para
nada me agradarían las
condiciones en las que iba a
encontrármelos.
Acompañado de mi
«protector» salimos del
edificio y l egamos a una
especie de establo de grandes
dimensiones que hasta ahora
no había visto. En el interior
se hacinaban todos mis
compañeros, aprisionados por
el cuello a un montón de
cuerdas que caían del techo, y
con los rostros tapados por
capuchas blancas.
Tres hombres de buena
presencia, con buzos oscuros,
paseaban entre mis
compañeros con machetes
entre las manos. Miré
suplicante a Yurkov mientras él
me explicaba:
—Te dije que debo
contentar siempre al cliente, y
también que hay enfermizas
obsesiones que no
controlo… Hasta hoy solo
se centraban en los mayores,
pero ahora quieren ir más
allá y se han obstinado en
cazar niños…
¿Cazar?
Me quedé literalmente
sin habla. No escuché las
siguientes palabras. Tres
puertas se abrieron al fondo.
Yuri había descorrido los
cerrojos. En ese instante
comenzó todo. Uno de los
clientes le quitó la capucha a
Viktor, lo miró a la cara
sonriendo como un demente, y
de un certero tajo cortó la
cuerda poco más arriba de su
cabeza.
—¡Escapa! —
exclamó después con brío—.
Vamos, ahí tienes una
posibilidad. Detrás de una de
esas puertas está la libertad.
Viktor, con el nudo
corredizo de la soga
colgando como un collar y las
manos atadas a la espalda,
echó a correr, sin tiempo
material para advertir el
significado de aquel extraño
juego. Mientras tanto, el cliente
que lo había elegido clavaba el
machete en el suelo, recibía de
manos de Yuri una ballesta y
una saca de virotes de punta
triangular y, tras inhalar
fuertemente, salía tras la estela
de aquel pobre desgraciado
entre chillidos enloquecedores.
—Dígame que
escapará…
Vi tristeza en los ojos
de Yurkov ante mi ingenuo
deseo, una súplica en el
fondo, pero no
arrepentimiento.
—Tras esas puertas
hay un laberinto de pasillos y
túneles excavados bajo tierra.
Si tiene pericia, conseguirá
retrasar lo inevitable.
—Haga algo —
rogué con el ánimo encogido
—. Por favor, no lo
permita.
Para entonces, el
segundo cliente, de rasgos
asiáticos, había cortado la
cuerda de Natalia, dejando
descubierto su rostro. Luego la
azuzó para correr con la
punta de su machete.
—No puedo perder a
estos clientes por tres bajas
en el grupo… porque puedo
reemplazarlas. Me ofrecen
grandes fortunas. ¿Entiendes?
Natalia había cruzado
la puerta de la derecha, y
apenas dos minutos después el
cliente salía en su búsqueda
blandiendo una temible katana.
El tercer cliente, un
hombre fornido con la
cabeza totalmente afeitada,
acababa de cortar la cuerda
de su presa. Era Sasa.
Intenté impedirlo. Me escapé
de Yurkov, me entrometí entre
el hombre y mi amiga, le quité
a esta la soga y me la puse
en torno al cuello.
—¿Le valgo yo?
—Quise saber, retadora.
Al sonreír, complacido
por la sorpresa que
seguramente creyó cortesía de
la casa, el hombre enseñó
unos dientes blancos y recios.
—¡Corre! —rugió,
levantando el machete. En ese
momento me di cuenta de que
carecía de mano izquierda, y
que en su lugar tenía un
garfio al estilo de los piratas
—. ¡Corred ambas, y así el
placer será doble!
Agarré a Sasa de un
brazo con desesperación,
pues yo sí tenía las manos
libres, y corrimos hacia la
puerta de la izquierda. No me
importaba lo que ocurriera.
Había desafiado a Yurkov
Eremenko y solo eso ya me
hacía feliz. Morir era mi
bendición.
Pero antes de l egar a
la puerta me abofetearon con
mucha fuerza, y en la
inevitable caída arrastré a
Sasa. Había sido Yuri quien
se había interpuesto en
nuestro camino.
—No hay problema.
Pagaré el doble —ofreció el
del garfio mientras se dirigía
a Yuri. Tenía los brazos
estirados a la altura de los
hombros, como si le pidiera
explicaciones.
—Elije a otros. —
Yurkov había l egado hasta él
—. A ella, no.
—¡No! ¡Quiero a
estas! —protestó el cliente,
de pronto encolerizado.
Yo lo contemplaba todo
desde el suelo, con el labio
partido bañando de sangre mi
rostro y la tierra donde yacía.
Pero mi mayor interés se
dirigió hacia Sasa, quien
temblando se había
acurrucado a mi lado.
No pude contemplar
cómo Yurkov zanjaba la
discusión con un disparo en
la sien del cliente del garfio.
Solo vi a este último,
derrumbado en el suelo,
mirándome con ojos vidriosos
y empapándose en un charco
de sangre mientras Yurkov me
arrastraba por los pies. Me
hizo daño, y la mano de
Sasa resbaló de la mía. Hice
fuerza por recuperarla e
incluso l egaron a rozarse
nuestras yemas… Aún
recuerdo el desgarrador grito
de Sasa cuando nos
separaron, y el l anto que
inundó sus ojos. Yuri tiraba de
ella y Yurkov de mí, pero en
direcciones opuestas.
No volví a verla jamás.
—¡Esta noche estaba
preparada para que todo
fuera maravilloso! ¡Pero
ahora, por insensata, te va a
doler de verdad! —bramó
Yurkov, irritado como pocas
veces. Habíamos entrado en
un pequeño habitáculo con
fardos de heno. Él me había
arrojado encima y me
arrancaba la ropa con
violencia—. ¡Desprecias mi
bondad! ¡Ha l egado el
momento de dar satisfacción
a quien te eligió! —
amenazó con lascivia.
Me manejó a su
antojo. El dolor fue
desgarrador, pero no me dejó
chillar, pues me tapaba la
boca con una mano. Cerré
los ojos y giré la cabeza.
Pensé en mamá, en Simona,
en Sasa, en Luka, en Viktor.
Ya no sentía las bruscas
embestidas ni oía los jadeos
de aquella bestia humana
sobre mí… Al día siguiente
cumpliría quince años —o
esperaba l egar a cumplirlos
— y me imaginé rodeada
de mis amigos y familiares,
soplando las velas de una
tarta como una muchacha
más. En el ínterin, notaba
cómo las lágrimas resbalaban
por mis mejillas.
Esa noche me visitó
otras tres veces. En cada
intervalo aprovechaba para
dar órdenes abruptas. «Echad
a la incineradora el cuerpo
del cliente norteamericano»,
«Castigad a todos los niños
con unas horas más en la
misma postura», «Llevad a la
T-39 —la numeración de
Sasa— al doctor Richards,
para experimentación, y
agregad otros dos elegidos al
azar»… Luego volvía y se
desahogaba conmigo, sin dejar
de chillarme lindezas de todo
tipo cuando comprobaba que
ya no peleaba por evitar sus
actos. Ya no me importaba
nada. Y menos aún, esos
canallas.
Cuando Yurkov se fue,
me ató los brazos a unas
cadenas y me apretó un
brazalete en el cuello, soldado
a una argolla, que me
obligaba a permanecer de pie.
Aquello que tenía aspecto de
celda no era más que una
caballeriza.
Durante unas largas
horas escuché las quejas y
lamentos de mis compañeros
de infortunio. A través de las
rejas los veía ahí, firmes, con
los nudos corredizos en los
cuellos y aquellas cuerdas
tensándose a cada
movimiento. Agradecí que
l evaran el rostro cubierto, y
en parte entendí a aquellos
canallas. Les tapaban los
rostros para ahorrarles la
angustia. El que era elegido
como presa se asustaba ante
lo que veía, pero los que se
libraban volverían al
dormitorio de los múltiples
susurros sin tener del todo
claro por qué les habían
atado las manos a la espalda
y colocado luego aquellas
sogas al cuello. Lo entenderían
como castigo, sin saber que
cualquiera de ellos podía
haber sido el señalado.
Cuando se los l evaron
quise gritarles, l amarlos, pero
la voz no acudía a mi
garganta.
La noche siguiente
Yurkov volvió y se ensañó de
nuevo. Aquella vez ni siquiera
me desató, y lo hizo de pie.
No me habían dado nada de
comer ni de beber, por lo que
acepté el líquido de aquella
botella que él me introdujo en
la boca mientras procuraba su
placer. Creí que me quemaba
viva e intenté escupirlo, pero
Yurkov era muy fuerte. Luego
se me iba la cabeza y ya no
notaba nada, ni sabía lo que
hacía conmigo.
Durante cinco días
más sufrí aquellas
interminables vejaciones. Se
aprovechaba y me
emborrachaba. Llegué a
acostumbrarme a beber fuego.
Una semana después
de iniciado el castigo sexual,
Laluska me alimentó y me
bañó, para posteriormente
volver a encerrarme en la
caballeriza. Allí permanecí
otra semana, sosteniéndome a
base de alcohol y pan. Al
menos Yurkov me dejó de lado.
En su lugar venía el doctor
Richards, que reconocía mi
salud con paciencia.
El día de su regreso
Yurkov me soltó y me obligó a
sentarme en el heno. Aquel
día no me ofreció el alcohol
que mi cuerpo tanto
necesitaba. Solo sus amargas
confidencias:
—Con ocho años mi
padre me l evó a una mina de
carbón. No levantaba mucho
más de seis palmos del suelo
y ya tenía que acarrear
cubos, palear y empujar
vagonetas. No me perdonaron
ni una. El encargado me
cogió ojeriza, y durante años
me hizo la vida imposible. Me
golpeaba con un bastón que
siempre l evaba, orinaba sobre
mí, me impedía beber agua y
me decía que mi comida era
el polvo negro que
desprendían las vagonetas
cuando las limpiaba. El muy
cabrón siempre me dejaba
para el final cuando salíamos
de la mina, y mi padre
aprobaba tal humillación. Le
pagaban muy poco por mí,
pero lo suficiente para
dejarme de lado… Cuando
cumplí los catorce, un
derrumbamiento se lo l evó por
fin al infierno. No vertí ni
una lágrima por él.
»Por entonces, mi
hermano Yuri tenía siete años
y nuestro padre ya preparaba
su ingreso en las minas. Tras
la muerte de mi padre impedí
que Yuri pasara por lo mismo
que yo había pasado. Con
mis ahorros le envié a él y a
mamá a casa de mi tía, que
también era viuda y trabajaba
como matrona. Mamá quiso
oponerse, pero yo, a pesar de
mi corta edad, era ya lo
bastante maduro para decidir
incluso por ella… En las
minas, el encargado cada vez
me odiaba más y
comenzaron las palizas. Al
principio no me defendía pero
cuando un día inventó una
serie de amonestaciones para
que el capataz no me pagara,
le rompí la nariz de un
cabezazo. Acabé en el
calabozo de la Policía, cuyo
comandante en jefe era íntimo
amigo del encargado… Me
torturaron, me golpearon y un
día, tres de ellos me
violaron… —En aquellos
momentos Yurkov, con el
rostro crispado, hizo una
pausa antes de continuar su
durísimo relato—: Uno era
ese cerdo. Juré vengarme…
»Cuando salí de la
cárcel, recuperé el puesto en
la mina, pero a cambio de la
mitad del salario… Tenía ya
diecisiete años y fui a por él.
Lo atrapé en un túnel, a
solas, meses después de mi
reingreso. Acabé con los
puños despellejados, y cuando
quise clavarle el pico en los
cojones, tres hombres que
volvían de otro túnel me lo
impidieron. Pasé otras dos
noches en calabozos, pero al
tercer día me subieron a un
furgón de Policía y me
l evaron a un bosque, donde
me esperaba ese encargado,
acompañado del comisario
jefe… Me rajaron la cara
con el cristal de una botella
rota —dijo señalando la
cicatriz que partía en dos su
rostro—, y después el
cabrón cogió la pistola de su
amigo y me metió una bala
en la cabeza… Me dieron
por muerto. Pero sobreviví,
todo gracias a la providencial
ayuda de un ermitaño que
merodeaba los bosques. Aquel
cerdo se l amaba Oleg
Butalkin, y desgraciadamente,
murió de un infarto poco
después… Pero tenía dos
hijos: Lail y Olga, tu madre,
que además estaba
encinta… Ya ves que he
sabido esperar mi oportunidad,
y ya me he cagado en la
memoria de ese hijo de puta.
Me miró con dureza.
La historia me hacía
comprender muchas cosas que
hasta ahora no comprendía.
Oleg, mi abuelo, había sido el
responsable de que Yurkov se
convirtiera para siempre en un
ser sin alma.
—¿Por qué no me
ha matado? —Quise saber.
—Qué mejor manera
de recordar al demonio que
mezclando nuestros destinos.
Engendrar un descendiente que
l eve mi sangre y la de quien
me convirtió en lo que soy
ahora… Lo preparé todo
para que tu primera vez
fuera una buena experiencia,
pero lo echaste a perder.
—¡No! ¡No diga eso!
¡No quiero oírle! —le
supliqué con angustia. Solo
quería beber.
—Ahora que el
doctor Richards me ha
confirmado que estás
embarazada, se acabó. Pasas
de pleno derecho a ser la
mujer del señor y la madre de
mi hijo… Me perteneces y
me obedecerás, y de ti
dependerá ser analfabeta o
lista…
Sin tiempo para
valorar mi nueva situación le
pregunté con angustia:
—¿Qué será de mis
compañeros?
—Los que han
sobrevivido irán con los
mayores a compartir lecho y
espacio.
No lo entendía.
—¿Cómo que los que
han sobrevivido?
—Hace ya una
semana hubo fuego en los
barracones. Casi la mitad
murieron en el incendio.
Cuando sofocamos las l amas,
no había más que cuerpos
calcinados.
—Sasa…
Luka… —susurré apenas.
Me temblaba la voz.
—Los nombres aquí
no existen. Solo son
productos numerados —
sentenció Yurkov, lapidario.
Aquel mismo día me
trasladaron. Laluska,
acompañada de dos fornidos
guardaespaldas, me acompañó.
Primero en una destartalada
camioneta que cruzó
desfiladeros, montañas y
caminos de tierra durante un
largo día, y posteriormente, en
un barco de mercancía que
nos arropó en sus bodegas
durante una interminable
semana hasta l egar por fin al
puerto de Barcelona. Allí
permaneceríamos un par de
meses en el chalet de un
amigo de Yurkov, a las
afueras de la ciudad.
En mi cuarto mes de
gestación nos trasladamos a
Madrid. Los sobornos y la
corrupción me proporcionaron
identidades nuevas. Pasé a ser
ciudadana española de pleno
derecho, al igual que la tía de
Yurkov, que fue quien se hizo
cargo de mí a partir de aquel
día. Aquella oronda mujer que
estaría a mi lado segundo tras
segundo era la enfermera que
me inspeccionó el primer día
y quien selló a fuego en mi
espalda la marca de Yurkov
para indicar que era de su
propiedad: la tarántula.
Poco después vino al
mundo una preciosa niña. La
repudié desde el primer día.
Me negué a cogerla en
brazos. Es más, me negué a
mirarla, a amamantarla.
Surgió de mí, pero era fruto
de una violación tras otra.
Yurkov l egó días
después para conocerla. Me
amenazó con matarme si no
cumplía como madre, y para
hacer más grande mi dolor, el
miserable le dio su apellido y
el de mi abuelo materno:
Nadine Eremenko Butalkin.
Obedecí a
regañadientes, pero con un
único plan en mente: ganarme
su confianza para escapar.
Pareció surtir efecto, ya que
las aguas se amansaron y
dejé de estar tan vigilada.
Desde que l egamos a
España supe que no tendría
otra oportunidad: para
escapar, necesitaba
confundirme con el resto,
aprender el idioma hasta el
punto de poder dejar atrás mi
pasado, mi vida entera. No
podía regresar a Bielorrusia
—tampoco me quedaban
motivos para hacerlo— y vi
en este nuevo país la
posibilidad de empezar de
cero. Semana tras semana,
mes tras mes, fui aprendiendo
el idioma gracias a una
pequeña radio, a la prensa
que cogía a escondidas y a
las conversaciones que
espiaba entre los
colaboradores españoles de
Yurkov… Y al final l egó el
día.
El ruso aprovechó su
estancia en Madrid para
cerrar sus turbios negocios:
supe que había secuestrado a
la hija de un millonario para
extorsionarlo y que colaborara
en la explotación de una mina
de diamantes en África a
cambio de la vida de su hija.
La vi cuando la trajeron con
los ojos vendados hasta
nuestra finca: la muchacha
tendría mi edad y el parecido
físico era realmente
asombroso. Como su padre
no se plegó a sus exigencias,
los hombres de Yurkov
ahogaron a la chica en la
bañera y enterraron sus restos
en un bosque, cerca de
nuestra casa. Yo misma pude
ver dónde lo hacían. Luego
ellos y su jefe se marcharon
de regreso a Rusia: el
negocio no había sido posible,
y la joven pasó a ser noticia
en los informativos en la
sección de desapariciones.
El día que me escapé,
me corté el pelo a lo chico
como lo l evaba ella y cogí su
documentación, que tomé de
su ropa tras desenterrarla. La
volví a enterrar con mis
documentos de identificación y
corrí, a través de la inmensa
l anura, hasta l egar al pueblo
más cercano: Pinto. Allí,
abrigada por la oscuridad que
me proporcionaban los
árboles del bosque, hice algo
de lo que no me creía capaz.
Me corté con una piedra
afilada la piel del hombro. Me
deshice de aquella maldita
marca grabada a fuego.
Luego me golpeé la cabeza
con la misma piedra.
Mareada y sangrando en
abundancia salí de mi
escondite hasta l egar a una
pareja que se besaba en un
banco del parque. Sé que me
desmayé ante ellos. De esa
manera escapé de aquel
infierno l eno de indeseables.
Los días siguientes fui
noticia. La hija del millonario
había sido por fin
encontrada, aunque sufría una
amnesia evidente y aún no
había dicho una palabra. ¿Y
Yurkov? Imagino que l egó a
saberlo, oiría los rumores
acerca de la «resurrección»
de la hija de Pablo Álvarez.
Supongo que ataría cabos,
pero aunque durante años
esperé verlo al doblar cada
esquina, lo cierto es que no
volvió a dar señales de vida.
Llegué a preguntarme si es
que, a lo mejor, en el fondo
hasta me quería…

Horrorizada, Alma Reyes sepultó la


cara entre las manos. No había palabras
para describir aquello, pero sí lágrimas
en sus ojos para honrar la memoria de
todos aquellos niños y también de
aquella pobre niña… la pobre Nadia.
Sentía el peso de un yunque en la
espalda. Un yunque de emociones que se
sacudiría de encima cuando acudiera a
los medios para hacerlos partícipes de
aquel documento.
—¿Estás bien? —Silvana se había
sentado frente a ella y le cogía las
manos. Alma la miró con expresión
ausente. Habló luego con voz sosegada
pero firme.
—¿Harías algo por mí? ¿Me
acompañarías a hablar con Juan
Guillón?
Solo entonces, de pronto, se fijó en
las uñas de su amante…
37
Noelia observó al hombre que acababa
de entrar a rostro descubierto, y que
acercaba una silla plegable frente a ella.
—¿Estás incómoda? —se interesó.
Ella frunció el ceño. ¿Aquel tipo estaba
bromeando? ¿Es que no comprendía la
situación? ¿Por qué no se dejaba de
tonterías e iba directamente al grano?—.
Ya queda poco. Quiero que sepas cuánto
admiro y agradezco tu colaboración.
Noe lo miró con dureza. No podía
más. Estaba agotada. Destrozada en
espíritu. Pero aún tuvo fuerzas para
rebatir las palabras de aquel insolente.
—¿Colaboración? —La mandíbula
le temblaba al hablar—. Obligación y
manipulación sería más adecuado.
El hombre simuló una leve sonrisa,
arqueando las comisuras de los labios.
—Lo desagradable es agrio de
sobrellevar cuando aún no se ha
recogido la recompensa, pero todo
cambia cuando llega el final deseado…
—Dejó transcurrir unos segundos para
que ella evaluase sus palabras, ahora
con el rostro cincelado por la
desconfianza y la incomprensión—. No,
no me conoces. —El hombre había
respondido a la pregunta que rondaba la
cabeza a Noe.
—¿Por qué todo esto?
—Es lo que se te debe… Piensa
fríamente en tu pasado. Rodeada de tu
madre, tu hermana. Tenías una vida por
delante, y también personas con quienes
vivirla… —resumió él con un aire de
atenta concentración en la mirada—. El
futuro te era desconocido. Una historia
por descubrir. Un libro por escribir…
Pero luego ¿qué ocurrió luego con la
estabilidad y la felicidad acuñada al
lado de tus seres queridos?
—¿Usted qué sabe? —Al segundo
Noelia se arrepintió de seguirle el juego
—. Su filosofía no me impresiona.
Nunca he tenido pasado, mi presente es
un caos, y mi futuro… —Se interrumpió
un instante—. Mi futuro parece que se ha
quedado sin páginas en las que
escribirlo.
Él la miró con desconfianza.
—¿Es eso lo que crees?
—¿Por qué iba a pensar lo
contrario? —preguntó en un tono
bastante brusco—. Estoy atada y no
tengo nada que me haga confiar en lo
que me espera. En los últimos días he
visto un asesinato, me han disparado…
—La incertidumbre sobre el estado
de tu hija te ha convertido en nuestra
«empleada». —Su semblante reflejaba
una seria determinación—. Y solo por
ella has logrado avanzar por todo tipo
de situaciones… Y si la amas de verdad,
debes creer por encima de cualquier
circunstancia.
Noelia le lanzó una mirada iracunda.
—¿Situaciones? ¿Creer? ¡Que te
jodan! ¿Por qué no acabas de una vez
conmigo? —lo retó, tuteándolo por
primera vez.
—Tu vida te pertenece. Todo esto
que has pasado tiene su razón de ser…
—El tipo, inalcanzable, frío y distante,
seguía con su voz pausada—. Por el
contrario, y a pesar de que pueda ser
desagradable para ti, sí consideramos
que las vidas de otros deben ser
cuestionadas y hasta arrebatadas. El
mensajero al que viste morir, por
ejemplo, hizo méritos para acabar como
acabó. Era el padre de Zaira, y también
su azote físico y emocional. Con la
madre te encontraste en el colegio. Viste
todas las diapositivas. Todos esos niños
y niñas… —Acompañaba sus gélidas
palabras con el movimiento de la cabeza
—. Ese matrimonio tuvo mucho que ver
en sus desapariciones. Por eso
decidimos prescindir de él, utilizando a
unos yonquis que, sin revelarte mayor
información, sí eran importantes para
nuestro cometido. Te dimos la
oportunidad de aplacar tu ira sobre la
mujer y confirmaste lo que yo esperaba.
Eres incapaz de cargar con una víctima
sobre tu conciencia. Dejarte las tenazas
y presionarte en la llamada era parte de
lo previsto. Esa mujer todavía nos era
de provecho, aunque su final deba ser el
mismo que el de su marido.
—No soy una asesina, como tú… —
repuso la madre de Vanesa con mal
disimulada irritación.
—Escúchame bien, Noelia, y luego
saca tus propias conclusiones… —El
hombre se inclinó hacia adelante, hasta
quedar a solo un palmo de ella—. Me
llamas «asesino», pero el que tú no lo
seas no te da la razón… No soy el
único. Hemos heredado el anonimato,
como sombras, siluetas, espectros.
Cualquiera de esos nombres nos haría
justicia… —Entrecerró los ojos, tal
como si estuviera recitando una lección
que debía dictar—. Pertenecemos a una
agencia de investigación y actuación
global.
»Años atrás movilizamos una
iniciativa a favor de los más
vulnerables: los niños. Muchos
desaparecen, otros sufren vejaciones de
todo tipo… Son secuestrados,
asesinados, vendidos. El horror más
crudo contra el más débil. Eso nos
afecta. Nos ahogamos en el llanto de los
familiares, nos rompemos ante la
inocencia arrebatada. Tanto mal al que
había que buscar una solución. Por eso
nos comprometimos a poner remedio y
reinventamos la justicia. Restablecemos
el equilibrio, focalizando toda nuestra
atención en aquellos indeseables que
borran con actos vejatorios la sonrisa de
un niño. Por eso, lo que tú defines como
“asesinato” nosotros lo llamamos simple
necesidad. De ahí que los padres de
Zaira fueran señalados y, una vez
cumplido el cometido planificado para
ellos, es justo que sean… purificados.
El refinamiento de la palabra no
ocultaba su significado, y un escalofrío
recorrió a Noelia de arriba abajo.
—¡Están igual de locos que ellos! —
estalló con un gesto de asco—. Infligir
sufrimiento es inaceptable…
—No te estás haciendo la pregunta
adecuada… ¿Por qué tu hija? —insistió
el secuestrador tras un breve silencio—.
Ella nos necesitaba…, como Zaira y
tantos otros niños. —El hombre elevó el
tono, cual profesor de instituto
regañando una mala conducta de un
alumno ejemplar—. Vanesa era el
objetivo de hombres peligrosos y nos
vimos obligados a protegerla. Tú eras
inestable y tu ex, Yago Mellado, no tenía
miras más allá de su propio trabajo. Tu
hija ha estado a merced de la
Providencia. Solo hay que ver lo fácil
que nos resultó hacerla desaparecer
para… poder darle nuestro amparo.
Ocultarla era la opción idónea. La
congoja, tu castigo y el de Yago.
Aquellas palabras sí hicieron mella
en Noe, que dejó caer la cabeza sobre el
pecho en gesto de claro abatimiento.
—Yo… yo… —farfulló. La voz se
le quebraba y le sonó ronca, como si
tuviese telarañas metidas en la garganta.
—Esos tipos peligrosos se
encontraban aquí, y por eso
aprovechamos el momento para
utilizarte y tenderles la trampa.
Encendimos la luz del Clio para que se
percataran de que estabais allí, y
abrimos el hueco en la valla para que no
os quedara otra alternativa que correr
hacia la fábrica. Dirigiros allí era la
mejor opción para sacar a la comadreja
de su guarida. Era necesario
confundirlos para acelerar nuestra
intervención.
—Me… me dispararon…
El varón negó con la cabeza.
—No corriste ningún peligro. Había
dos francotiradores apostados cerca,
para tu seguridad. Siempre te hemos
tenido vigilada. Tu vida sí nos importa.
Noelia, que iba de sorpresa en
sorpresa, no salía de su aturdimiento.
—¿Y esa chica, Alma?
—Ella, al igual que tú, se mueve por
grandes emociones. Tú amas a tu hija, y
obligándote a colaborar con nosotros lo
has demostrado. Y ella amaba a…
—Gloria.
—Correcto. Gloria era mi
compañera. La contraté por su
convicción. Bajo la tapadera de
reporteros, ella como periodista y yo
como fotógrafo, ejercimos nuestro
cometido en varios países donde el
pecado de niños y niñas es haber
nacido… —El hombre sacudió la
cabeza. Sin duda recordando los
horrores vividos—. Niños sacrificados
en la venta de órganos, la guerra o la
explotación sexual, e incluso… —¿Le
estaba temblando la voz?—. Joder, hay
personas que incluso los compran para
comérselos bajo el pretexto del poder
rejuvenecedor de su carne y su sangre.
Yo lo vi con mis propios ojos… —Su
voz se quebró en esta ocasión mientras
apretaba las mandíbulas—. Nos
sentimos satisfechos por lo que
hacemos, y Gloria era la más dispuesta.
Sin duda la mejor. No había término
medio en su postura. No tuvo compasión
por nadie y necesitaba provocarles
dolor… ¿Qué valor tiene la sonrisa de
un niño? ¡Muchísimo! ¿Qué vale la vida
de quien les borra esa sonrisa?
¡Nada…!
El fotógrafo Jean Guignou, también
conocido como Juan Guillón, sacó una
fotografía y se la tendió a Noelia.
—Gloria tenía un objetivo que se
tornó debilidad. Vengarse y vengarte a
ti… Esa obsesión hizo que cometiera un
error. Yo estaba con ella el día que un
hombre bajó de un coche y le disparó a
quemarropa en la cafetería donde nos
encontrábamos. Me estaba hablando de
ti, ¿sabes? Lo eras todo para ella.
Noe reconoció a la mujer que yacía
en un charco de sangre. Los años no
habían cambiado tanto los rasgos de su
hermana. Un torrente de emociones
surcaba incontenible sus mejillas.
—Nunca contestaste las cartas que te
envió —le recriminó él.
—Las quemé… Quemé toda la
correspondencia que llegaba escrita en
el idioma que repudié. —Los ojos de
ella relampaguearon. Quiso proteger a
su familia y tomó medidas drásticas para
separarse de ellos: volvió a beber para
alejar a Yago y a Vanesa y liberarlos de
lo que le ocurrió en el pasado, por
miedo a que la hubieran descubierto.
Ahora, todo lo que oía cambiaba las
cosas—. Pensé que las cartas eran de
ellos, aquellos cerdos… Y eran de
Simona. —Los lamentos de Noe se
volvieron desgarradores.
—Gloria se equivocó al
mecanografiarlas… Se lo dije, pero no
me hizo caso. Temía tu reacción. Tenías
una vida nueva. Ni siquiera se lo
comentó a vuestra madre… Jamás le
dijo que te había encontrado. Cuando
compraron el vestido de comunión para
Vanesa y se lo regalaron, le ocultó que
era su nieta a quien se lo obsequiaba.
—Recuerdo que Yago me habló de
su jefe y de su misteriosa pareja… ¡Oh,
no! —A Noelia se le mudó el semblante
al comprenderlo todo de golpe.
—Vuestra madre murió. Antes de
que la asesinaran, mi compañera llevó
las cenizas al lugar donde la vida os
respetó… Ahora, ambas descansan en la
tierra que las vio nacer. Debías saberlo.
Te hemos utilizado para hacer posible la
última voluntad de tu hermana, y también
la venganza… —Juan Guillón apretó las
mandíbulas antes de continuar con sus
duras revelaciones—: De las mismas
personas que os arrancaron la inocencia
y que ahora querían arrebatarte a
Vanesa… —El hombre secó las
lágrimas de Noe con ambas manos—.
¿Sabes por qué os llevamos hasta El
Observatorio? Vuestra recompensa era
descubrir el paradero de esos niños.
Salvarlos te honrará y Alma tendrá así
una historia que contar. Lo siento, de
verdad.
Juan Guillón se levantó. Trasladó la
silla. Alzó la trampilla y descendió por
el hueco mientras, de espaldas a Noelia,
se arrancaba los postizos de la cara.
—¿Sabes que hay personas que
escriben sobre la esperanza para seguir
creyendo…? Igual que hiciste tú. —
Dicho esto desapareció, y la trampilla
cayó con estrépito.
38
Yago Mellado se había arrastrado por
los conductos con bastante más
dificultad de lo esperado. Acabó
desembocando en un amplio hueco
donde, afortunadamente, habían
sustraído la rejilla. De un medido salto
cayó en la nueva sala, procurando cargar
el peso en una sola pierna, pero su
tobillo lastimado volvió a emitir señales
de dolor. Se lo masajeó con energía, y
comprobó preocupado que la hinchazón
era ya muy acusada.
Al incorporarse se encontró ante una
mesa central redonda con un monitor,
acompañado de una silla solitaria. No
avanzó hacia allí, sino hacia los cientos
de juguetes amontonados contra las
paredes que parecían estar esperándolo.
Había balones de fútbol, coches
teledirigidos, bicicletas, cometas
enrolladas, muñecas, peluches, puzles,
libros infantiles, juegos educativos,
robots a pilas, futbolines pequeños, set
de maquillaje para niñas… Había
también una camiseta del Athletic Club
de Bilbao estirada en el suelo,
agujereada como si la hubieran quemado
con cigarrillos, y con restos secos
estampados de lo que un día debió de
ser sangre. Vio un nombre en grande,
grabado sobre el número nueve: IVÁN.
Pudo comprender que aquello era
una especie de ofrenda, ya que en la
parte superior descansaba una foto sobre
un caballete, donde un niño moreno y
con mirada traviesa guiñaba el ojo a la
cámara. Yago tuvo la certeza de que una
gran desgracia había acabado con la
vida de aquel jovencito. Quizá fuese esa
la motivación del asesino: el dolor por
la pérdida de un ser cercano y las
irrefrenables ansias de venganza.
¿Se lo quería mostrar a él para que
lo entendiera, que supiera la razón por
la que asesinaba? No mataba por placer:
lo hacía por pura y simple venganza.
De pronto un zumbido interrumpió
sus reflexiones. Provenía del monitor
que estaba sobre la mesa. Se sentó en la
silla y observó con interés la pantalla.
Enmudeció cuando se percató de que
conocía aquel lugar… Era el hospital
que había frecuentado a diario las
últimas semanas. En un acto reflejo
extendió la mano hacia la pantalla
cuando surgió Nadine en imagen.
Mostraba desconcierto en su rostro,
pero al menos estaba incorporada sobre
la cama. Además, tenía los ojos abiertos
y movía nerviosa las manos, arrugando
las sábanas cuando las apretaba.
La doctora Marga Laínez estaba
agachada sobre ella, examinando sus
ojos con una pequeña linterna. Añadía a
esto un movimiento del dedo en
horizontal. Tras algunos esfuerzos,
Nadine desvió la mirada para seguir el
dedo.
La imagen quedó congelada para dar
paso a un desconcertante mensaje que
aparecía en negrita y tapando
parcialmente a Nadine.

Acto cuatro: un ángel al


que arrancar las alas. Si
quieren presenciarlo,
pueden adquirir este vídeo
por tres euros. No les
dejará indiferentes.
¿Dudan? ¿No quieren
ver una nueva muestra de
ingenio?
Tienen poco tiempo
para hacer efectivo el
pago.
Solo aceptamos tarjetas
de crédito.

Yago no era consciente de lo que


aquello significaba. Y menos que se le
presentara la oportunidad de acceder a
ese visionado, previo pago. Llevaba la
cartera con sus tarjetas, pero para él ya
no había opción. El monitor parecía
haberse fundido, sin dejarle posibilidad
alguna de continuar.
Intranquilo, se levantó…, y entonces
oyó el clic. Allí, en la pared del fondo,
había una especie de armario, una de
cuyas puertas se había deslizado para
mostrar su desnudo hueco.
El oficial se dirigió hasta allí.
Comprobó que en el interior del armario
había una rendija horizontal. Entró. La
puerta se cerró a su espalda. Había poco
espacio y estaba incómodo. Aquella
especie de boca de buzón quedaba ahora
a la altura de sus labios. Se agachó y
miró a través.
El corazón le dio un vuelco. Vio a
Noelia… y también la espalda del
hombre que desaparecía a través de la
trampilla del suelo.
Entonces, susurrando, llamó a su ex
para atraer su atención.
Necesitaba oxígeno. Pero no había. El
gas lo había succionado. Le quemaba la
nariz y la laringe, y se adhería a sus
pulmones, que protestaban con
espasmos. Le lloraban los ojos, y ni
siquiera el pañuelo con el que se había
cubierto le impedía la entrada de aquel
silbante veneno invisible.
Jon Ríos se sintió desfallecer por
momentos. Le dolía la cabeza, se
mareaba y había empezado a sangrarle
la nariz. Consiguió pensar en sus hijos,
en su mujer… El alma se le encogía. No
volvería a verlos… Nunca más. Era un
estúpido por haber aceptado aquel caso.
Un abrigo de brasas sobre su cuerpo. Un
final angustioso ante aquella cámara que
le estaba grabando y a la que
seguramente miraba por última vez…
De repente le falló el equilibrio y
cayó hacia atrás. Se había encendido una
luz en el cerrado velo de oscuridad. Le
sobrevino una tos que le partía por la
mitad. Sus pulmones resollaban como un
fuelle, pero empezaron a recibir oxígeno
de nuevo.
Las puertas de la cabina estaban
abiertas y él había caído fuera. El gas de
su anterior emplazamiento lo succionaba
ahora una abertura en el suelo de la
cabina.
A duras penas, consiguió ponerse de
rodillas, pero no dejaba de toser. A su
lado vio a Yuri, que parecía estar
también recomponiéndose, el muy
cabrón, y a pesar de su estado, seguía
sonriendo como el demente que en
realidad era.
En cambio, el sicario no había
corrido igual suerte. Con ojos
desorbitados, golpeaba el cristal con la
cabeza, abriéndosela y ensuciando la
puerta con regueros de un rojo carmesí.
Cuando las uñas resbalaron por el
vidrio blindado, emitiendo un quejoso
chirrido, dejó de luchar y quedó
encogido en el suelo de la cabina como
una pesada manta vieja que ni siquiera
se dignan doblar. Su tamaño y fortaleza
vencidos por un enemigo invisible.
Jon Ríos no comprendía por qué les
habían salvado la vida en el último
momento. Bastante tenía con la maldita
tos para hallar una explicación plausible
en esos instantes. Unas piernas se
acercaron de pronto y le arrebataron el
bolso de Noelia. No tenía fuerzas para
impedir absolutamente nada. Luego lo
agarraron por los brazos y lo levantaron
en vilo para trasladarlo a una silla,
donde fue atado con las manos a la
espalda. Una máscara de oxígeno llegó
hasta él para aliviarlo.
Tras unos interminables minutos de
confusión y aturdimiento, empezaba a
ver las cosas con claridad. Yuri
Eremenko se encontraba a su lado.
Atado y respirando de su propia
mascarilla.
Frente a ellos habían situado una
gran pantalla de ordenador, sobre un
carrito de ruedas, y tras este, distinguió
a cuatro personas de ropas oscuras y
rostros cubiertos por pasamontañas.
Uno de aquellos desconocidos tenía
entre los brazos ropa bien doblada de
tonos oscuros y una capucha de cuero,
que dejó a los pies de Ríos. Otro tenía
el bolso de Noelia, colgado del hombro
derecho, y se apoyaba con las manos en
una gruesa barra de acero. El tercer
encapuchado estaba algo inclinado, con
una mano bajo la barbilla, el codo sobre
la rodilla, y el pie izquierdo apoyado en
un baúl de tamaño medio. Como el
resto, el último de aquellos tipos tan
solo los observaba. Luego de consultar
un reloj de pulsera, pulsó un botón en el
mando a distancia que acababa de sacar
a la vista.
La gran pantalla se encendió.
Imágenes de un hospital.
En la parte inferior, como
información a la décima de segundo:
5 123 237 usuarios de internet
conectados en ese momento.

Habitación 298. En cuanto sonó el


despertador, Fabiola Mena se volvió y
lo apagó de un golpe. Había llegado el
momento. Era su hora. Ese aparato
digital había aparecido por la mañana,
junto a un ramo de preciosas rosas. Tras
un vistazo rápido a la puerta, las tiró al
suelo y cogió el jarrón, que escondió
luego bajo las sábanas. Al instante el
ertzaina de guardia llamaba a la puerta y
aparecía en el umbral, sin duda alertado
por los pitidos.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió,
extrañado.
—El despertador. No quería pasar la
mañana entera durmiendo… Ya que está
aquí, al girarme, sin querer he tirado las
rosas al suelo… ¿Podría ayudarme a
recogerlas?
El agente se agachó en el lugar que
Fabiola parecía mirar con honda
preocupación. Cogió con cuidado las
flores por el tallo mojado, y entonces
comprendió… Alzó la mirada a la vez
que el jarrón se rompía sobre su cabeza.
El joven e ingenuo miembro de la
Ertzaintza cayó a plomo sobre las rosas.
Fabiola bajó de la cama por el otro
lado. Metió la mano en el hueco que le
permitía la escayola y se apoderó del
cuchillo que estaba escondido ahí desde
el día en que aquella mujer se lo colocó
en el colegio, antes de llamar a la
Policía. Delante de ella, la desconocida
había usado unas tenazas para retirarle
el mango, así que ahora el filo se le
clavaba en la palma y una nueva herida
se dibujaba en su mano, abierta encima
de las que ya traía. El dolor era
insoportable pero tomó aire y aguantó
sin gritar. Había empezado a sangrar
pero no le importaba. Se desplazaba
cojeando por culpa de la escayola. Salió
al pasillo, dejando un reguero de gotas
rojas en el suelo que pisaba.
Zaira sabría perdonarla. Estaba
segura de eso. Guillermo ya no
impediría que se quisieran, que buscaran
su felicidad. Zaira la besaría, la
abrazaría…
Fabiola entró en el ascensor bajo la
mirada atenta de la cámara que seguía
sus pasos. Allí la perdieron diez
segundos, hasta que recuperaron la
imagen cuando la mujer salió en la
planta de la UCI. Habían bajado las
luces del pasillo, y a esa hora los únicos
sonidos procedían de los monitores
cardíacos y las máquinas de respiración
asistida. Eran las seis de la mañana,
relevo de vigilancia entre ertzainas que
debían de estar pasando el rutinario
testigo en la otra entrada.
Retiró la cortina de la cama
indicada. Allí estaba la mujer. Con la
mirada perdida. Nadine no parecía
alterarse por su presencia, ni darse
cuenta de aquel filo letal que llevaba en
su mano.
Sus pasos sonaron firmes cuando se
acercaron a la paciente amnésica. Era
ahora o nunca. Aquella chica no iba a
defenderse. Estaba tan ida que poco
debía de importarle lo que estaba a
punto de hacerle. La miró, aún indecisa,
hasta que desfilaron por su mente
destellos de otra vida: Zaira y ella
juntas ante la mesa del desayuno; de
camino al colegio; su hija abrazada a su
cuello. Riendo. Zaira y ella. Eso era lo
correcto.
Fabiola Mena alzó el brazo.
Su víctima volvió hacia ella los ojos
y la traspasó con la mirada. Parecía
querer desafiar a la muerte. No tenía
miedo.
La asesina bajó el cuchillo y
atravesó el cuerpo, una, dos, tres veces,
con renovada saña…
El camisón de Nadine se convirtió
en un charco rojo, pero no fueron su voz
ni sus gritos los que llegaron a oídos de
su asesina. Era una voz de hombre la
que se elevaba a su espalda en un
lamento que iba más allá de las
palabras.
Tras escucharse tres disparos,
Fabiola se sintió impulsada hacia
adelante y cayó en la cama junto a
Nadine. Luego, ya sin fuerzas, comenzó
a resbalar hacia el suelo. El último
pensamiento de aquella criminal fue
para Zaira, que le soltaba la mano
mientras la luz de sus pupilas se iba
apagando poco a poco.
El hombre que había disparado
corrió hacia la cama y recogió entre sus
brazos a Nadine. Al instante, el rojo
caló la indumentaria de cirujano —un
modo de pasar inadvertido a una hora en
que no se admitían visitas—, y cuando
separó su cuerpo de la joven, el gorro
desechable se le cayó para mostrar la
cicatriz del rostro, sucia del brillo
escarlata de la sangre de su hija.
Yurkov Eremenko, el Tarántula, el
gran capo, se giró y miró luego a un
punto determinado. Así, con su ojo de
buitre, descubrió que alguien había
serrado un pequeño trozo en la caja de
la persiana, de donde surgía el negro
objetivo de una cámara. Rugió hacia ella
—amenazas en ruso, insultos, promesas
de una muerte lenta para el responsable
de todo aquello—, encolerizado por una
situación que no controlaba en absoluto.
Por el pasillo del hospital de
Cruces, carreras. Cuatro ertzainas
entraron en tromba, apuntando a un
Yurkov que mecía a su hija con cariño
mientras le susurraba al oído que papá
estaba con ella.
Marga Laínez permanecía impasible
en una esquina, callada.
Internet es el medio de comunicación
más rápido, y también el lugar más
perverso y cínico que existe. Si tienes
dinero, puedes adquirir lo que quieras:
sexo, armas, drogas…, incluso vídeos
espeluznantes como aquellos. Y es que
la muerte también se podía sentir y
comprar.
El morbo del consumidor no tiene
límites.
39
Jon Ríos estaba horrorizado ante lo que
acababan de presenciar. Yuri parecía
haber sufrido un ataque de nervios, y se
contorsionaba sobre la silla en su
desmedido afán de soltarse. Gritaba
palabras ininteligibles por culpa de la
mascarilla de oxígeno.
En aquel momento los cuatro
desconocidos se quitaron los
pasamontañas, aunque Jon no reconoció
a ninguno de ellos. Eran tres hombres y
una mujer. Fue ella quien se acercó al
ruso con la pistola de Noe —que sin
duda le habían arrebatado a Jon cuando
lo arrastraron hasta aquel cuarto— en
una mano, y el peligroso y afilado
machete en la otra. Desafió al más joven
de los hermanos Eremenko colocando el
cañón en su pecho y rasgando el jersey.
Por increíble que pareciera, el eslavo
comenzó a reír como una hiena,
acompañándose de un torrente de
blasfemias. La mujer le quitó la máscara
de oxígeno.
—¡Una pequeña zorra! —exclamó,
lascivo—. ¿Vienes a que te haga pasar
un buen rato con mi verga?
La rubia lo ignoró, y con un hábil
tajo vertical le abrió la ropa en dos.
—Vas a morir hoy. Y lo harás
sufriendo —anunció fúnebre—. Todos
esos niños y niñas que nacieron para
amar y ser amados, a quienes el destino
les negó esa posibilidad por culpa de
monstruos como tú, están ahora aquí. —
Su voz se hizo más fuerte—. A mi lado.
Cada golpe que recibas es parte de su
satisfacción; una sonrisa que recuperar y
guardar en la mente.
Yuri intentó morder a la chica, pero
un golpe seco en la boca, propinado con
el cañón de la pistola, le rompió varios
dientes.
La mujer se alejó, y el hombre que
llevaba el bolso de Noelia arrojó su
contenido al suelo. El mango de un
cuchillo sin filo, una pequeña caja para
llevar medicamentos, una cartera de
mano y unas tenazas. Abrió la
cremallera interior. Dentro se
encontraba un diario, encuadernado en
piel de cabra. Lo cogió y se lo guardó.
Al lado del ruso, Jon Ríos asistía a
la escena muy confuso. Aún tenía la
esperanza de que todo saliera bien, de
que el Monarca buscase su vehículo con
el localizador que habían conectado a
los bajos. Aún tenía la esperanza de que
llegaría a ver la luz de la mañana
siguiente… Y esa esperanza se esfumó
cuando la mujer se acercó a él con la
caja, la abrió y sacó una pastilla negra
de buen tamaño.
—Una sobredosis de foxy puede
tener efectos muy nocivos… ¿Sabes
cuántos jóvenes acabaron muertos por
culpa de esto?
«¿Voy a morir aquí?». Esa
infiltración se le había ido de las manos.
Ahora sabía que jamás debió saltar
algunos límites, que no es verdad que
haya objetivos que merezcan la pena a
cualquier precio.
El tipo le arrancó la máscara de
oxígeno, le apretó los carrillos para que
abriera la boca y luego introdujo la
pastilla. Otro de los hombres apareció
con una botella de licor, y le llenó el
gaznate para evitar que la escupiera.
—No entiendo cómo un policía
como tú, todo un suboficial de la
Ertzaintza, puede aceptar el tráfico de
esta mierda. —Mientras hablaba, iban
arrancándole la peluca, el bigote, la
perilla y las cejas—. No te preocupes…
Todo será rápido. Solo nos falta grabar
algo más; donde, por cierto, tienes el
papel principal.
Jon no respondió. A pesar de la
grave situación, se había percatado de
un detalle que en esos momentos no
podía importarle menos: el cuerpo de
Jaime Ribas ya no colgaba al otro lado
de las cabinas. Había desaparecido por
completo.
—Hijo de puta…, cómo me has
engañado.
La agria voz de Yuri Eremenko, que
escupía sangre, le llegaba al ertzaina
desde muy lejos porque empezaba a
notarse raro.
Segundos después, vagamente pudo
ver cómo tiraban al ruso al suelo y lo
vestían con la ropa blanca que habían
extraído del baúl. «¿Eso es una peluca
de mujer?», se preguntó Jon, perplejo.
Una náusea le sobrevino. Sintió también
cómo manipulaban su cuerpo. Lo
vestían. Se notaba arder. Supuraba
fiebre por cada poro.
Le pusieron algo que cubría su
rostro. Parecía cuero. Se pegaba a su
piel. Le costaba respirar. No podía
controlar su organismo. Desde la punta
de los pies le ascendía una quemazón
que le hervía la sangre. No sabía de qué
forma, pero de pronto estaba de pie y
tenía entre las manos algo largo y
sólido. Todo daba vueltas a su
alrededor… Una sombra le atacó por la
derecha; susurraba a su paso como si
fuera la risa de un niño que es feliz
jugando al escondite cuando consigue
salvarse a sí mismo.
Intentó golpearla. Un nuevo susurro,
ahora a la izquierda. Otra sombra más
que lo empujaba a su paso.
Empezaron a surgir de todos lados.
Lo zarandeaban. Se escapaban cuando
intentaba golpearlas con el acero.
De pronto comenzó a reír de un
modo histérico. Fue consciente de haber
caído en su propia trampa. Todas las
sombras y los susurros habían cruzado
la puerta que se abría frente a él y
traspasó el umbral blandiendo su bastón
de acero. Las sombras resbalaban por
las paredes, se sujetaban a ellas como
pegamento. Pero había más, muchas
más. Estaban en el centro e intentaban
arrancarle los miembros a María, su
mujer, vestida enteramente de blanco. La
bata que utilizaba en la escuela, para
salir al recreo, la tenían extendida sobre
una camilla dispuesta en horizontal.
Ríos gritó como un demente y se
abalanzó sobre aquellos demonios
oscuros, sin forma definida. Golpeó aquí
y allá. Ahora sabía que les estaba
haciendo daño. Los reventaba contra la
pared, y su sangre negra le ensuciaba la
ropa y las manos. No le importaba. Se
sentía poderoso defendiendo a quien
realmente amaba.
No cejó en su ciego esfuerzo. No
dejó que escaparan a refugiarse en las
paredes. Les dio caza a todos, sin dejar
uno con vida. Había pisado un terreno
resbaladizo, y por tal motivo, no debía
haber piedad alguna.
Por fin soltó la barra, que repicó al
caer al suelo. Luego de acercarse a
María, se quitó esa capucha de cuero
que solo le permitía mirar y relamerse
los labios secos.
En un breve acto de lucidez
descubrió que no era María. Se parecía,
eso sí, pero se trataba Nadine… y
estaba destrozada. Las sombras ya
habían acabado con ella antes de que él
las ahuyentara, moliéndola a su paso. Se
giró sobre sí y miró algo que relucía a
su espalda…

En otro espacio, el hombre que había


forzado a Jon Ríos a tomar la pastilla
miraba los movimientos de este a través
del monitor. Poco después el suboficial
de la Policía Autónoma Vasca
desapareció de escena.
—Okey. Todo registrado y zanjado
—sentenció con voz grave.
Lo habían preparado todo a
conciencia. Ambientaron el espacio
como si fuera la misma sala donde
Nadine ejerció de auxiliar de
odontología. No ahorraron ningún
detalle. Todo parecía idéntico. Incluso
la ropa blanca y la peluca que le
pusieron a Yuri recordaba a la bellísima
eslava. Y habían tomado las
precauciones necesarias para no recoger
un solo plano de sus rasgos. Todo lo
grabado mostraba a un encapuchado Jon
Ríos, situado de espaldas, tapando con
su cuerpo a Yuri Eremenko, disfrazado a
su vez, y golpeándolo con la barra de
acero. Eso bastaría como prueba y
exculparía al auténtico responsable,
Jean Guignou —el falso Guillón—,
quien lo hizo para descubrir a ese
demonio con cara de ángel y obligar a
sacar la cabeza de sus caparazones a la
cúpula de la mafia rusa. Para mayor
satisfacción, el ertzaina había mostrado
su rostro por propia voluntad.
Surgió el CD por la ranura del
ordenador. El hombre lo cogió y pulsó
el botón de un mando a distancia. El
techo del habitáculo cayó a plomo,
destruyendo por completo la fascinante
recreación de esa sala como clínica
dental.
El tipo fornido y barbudo, el mismo
que un día se dio a conocer con el
nombre de Thor, apagó las luces.
También hizo descender la palanca que
activaba las grabaciones de voz de los
niños en todas las salas allí dispuestas.
Aldo Yáñez se uniría más tarde al
grupo, cuando todo acabara y le hubiera
dado a Noelia lo que un día le reclamó.
Era hora de irse. La chica le
esperaba junto a Guignou. Debían
resolver el asunto de Jaime…

Jon Ríos miró el destello. Tenía que


escapar a cualquier precio. Le estaban
apuntando al pecho con un arma. Cruzó
el umbral de un salto, y casi cayó por la
trampilla que había en el suelo y que
alguien debía de haber levantado.
Observaba cómo las sombras venían
hacia él, deslizándose con sus afiladas
garras negras. La única opción era
descender por ahí. Al tocarse la espalda
descubrió una pistola, ¿la había
colocado allí la mujer? Pero no tenía
suficientes cargadores. Las sombras
superaban en número a las balas calibre
9 mm Parabellum que estos portaban.
¿Era Cris quien le llamaba en
susurros?
Sí, sin duda. Era ella… Su niña…
Saltó por el agujero y aterrizó de
pie. Ahí también las sombras se
despegaban de la pared,
arremolinándose sobre sus hombros,
espalda… De un aparatoso manotazo las
sacudió, y un enorme estruendo resonó
acto seguido en aquella sala. Algo se
había derrumbado.
—Aita, aita, prométeme que nunca
más harás nada malo —se escuchó.
Avanzó decidido hacia la voz, pero
una sombra se levantó y le puso su mano
deforme y monstruosa en la cara. Quería
cortarle el paso. Impedirle que salvara a
su hija.
Jon sacó la pistola. Hizo dos
disparos. El ruido casi le dejó sordo, y
el monstruo se desvaneció por completo.
—Aita, aita, prométeme que siempre
estarás a mi lado —oyó de nuevo,
sintiendo el corazón en un puño.
—¡Ya voy, hija, ya voy! —gritó con
furia.
Con profunda desesperación echó a
correr hacia la voz. Llegó hasta otra
trampilla abierta en el techo. Tuvo
suerte. Había una escalera plegable de
aluminio junto a la pared. Su hija
susurraba. Aquellos monstruos le
estaban tapando ahora la boca con sus
viscosas y repelentes manos.
«¡Vamos, Jon, por Dios!», se animó
mentalmente.
Los monstruos intentaban evitar que
subiera. A cada peldaño, decenas de
deformidades negras lo agarraban por
los tobillos. Disparó varias veces a su
espalda, sin mirar a quién. Surtió efecto
y logró subir sin encontrar más
oposición.
Al salir al nuevo espacio, cerró la
trampilla —tuvo que hacer un gran
esfuerzo, pues los monstruos empujaban
desde abajo— y una vez logrado, se
sentó encima. Aquel lugar brillaba, pero
seguía concurrido por figuras
demoníacas, aunque estas eran ahora
blancas e iban acompañadas de una luz
cegadora.
—Jon.
Era la voz de su hija. Le sorprendió
que no lo llamara aita. Pero era ella.
Allí estaba. La tenían atada por las
muñecas y los tobillos a una enorme
cruz que emitía destellos blancos, y que
habían clavado en posición vertical.
El suboficial no podía permitir que
expusieran a Cris a aquel destello
cegador que, literalmente, la abrasaría.
Debía recuperar a quien sembraba
cariño en su vida; a quien le esperaba
cada día para recibir el cálido beso de
buenas noches; a quien le arrancaba una
sonrisa; a quien en suma amaba por
encima de todo y de todos.
Alzó el brazo y apuntó con el arma a
la figura radiante que se abalanzaba
sobre Cris.
Estaba bañado en sudor, pero ahora
al menos controlaba el calor que
inundaba su organismo. Esa fiebre que
lo debilitó. Curvó el dedo sobre el
gatillo.
La figura blanca se volvió. ¿Se reía
de él?
Cris había crecido.
Ya era toda una adorable mujercita.
—¡No lo permitiré! —le dijo con
rabia a la sombra blanca. Sus ojos
estaban inyectados de sangre.
40
Noelia lo había escuchado. Había
descubierto la grieta horizontal de la
pared. Pasaron largos minutos
conversando en susurros. Yago intentaba
animarla mientras trataba de calcular el
modo de escapar de aquel maldito
armario. Y no solo eso… ¿Cómo podía
llegar hasta aquella mujer a la que
amaba de verdad? ¿Había tenido que
ocurrir aquello para darse cuenta de lo
mal que había hecho las cosas? Ahora lo
sabía. Nadine era pura pasión carnal,
brasas en el lecho, pero no la amaba. Al
menos, no con el corazón.
—Tranquila, encontraré la manera
de llegar hasta ahí —la animó.
—¡Vete, Yago, corres peligro!
—Eso jamás. Nunca me iré sin ti —
afirmó con absoluta convicción.
Pero por toda respuesta ella le
arrojó un jarro de agua fría:
—No soy nada en tu vida. Aléjate,
por favor.
—No es cierto… —Yago notó seca
la garganta, pero también una especial
emoción al expresar sus renacidos
sentimientos—. Tú lo eres todo para mí.
¡Te quiero! —Esas frases abarcaban
muchas cosas.
Un silencio reflexivo se apoderó del
ambiente.
Todo estaba dicho.
Y de pronto llegó a sus oídos el
llanto de Noe. Lloraba por lo que
aquellas palabras soñadas significaban.
Y porque ella tampoco había dejado
jamás de quererle.
Al otro lado de la grieta, viendo sus
lágrimas y también su sonrisa, su ex se
sintió rejuvenecer más de veinte años.
Ella sentía lo mismo. Le palpitaba el
corazón como a un adolescente a punto
de besar a su primera novia. Pero de
pronto un crujido lo distrajo.
Habían abierto una trampilla en el
suelo, aunque nadie apareció.
—Si me pasa algo… Vanesa…
Yago, tienes que liberarla, por favor —
rogó ella con marcada angustia en la
voz.
—¡No! No pienses eso. Lo haremos
juntos y…
Unos ruidos horribles silenciaron las
palabras del oficial de la Ertzaintza, y su
experiencia profesional los reconoció al
instante: eran disparos y habían sonado
muy próximos. Transcurrió un eterno
minuto de tensa incertidumbre hasta que
las detonaciones volvieron a repetirse,
esta vez más cerca, al otro lado de la
trampilla. De improviso un hombre
ascendió por ella y la cerró bruscamente
con el peso de su cuerpo.
—¡Jon! —Era la voz de Noe.
Yago Mellado valoró su buena
suerte. Allí estaba su objetivo. A quien
debía matar si quería impedir el brutal
atentado y recuperar a su hija. Las
fotografías que dejó el extorsionador en
su casa lo acusaban. En una se le veía
siguiendo a Nadine; en otra, entrando en
la clínica treinta minutos antes de que la
golpearan, la hora y el día señalados en
el ángulo inferior de la instantánea.
Había otras imágenes, claro, donde se le
veía estrechando la mano a un tipo con
pinta de nórdico; recogiendo un maletín;
contando bolsas de foxy; observando
una cama llena de fajos de billetes; en
un reservado, junto al mismo tipo;
recibiendo los favores sexuales de dos
hembras esculturales… Las fotografías
que más le irritaron fueron las que
mostraban a Jon vigilando a Vanesa.
«¿Por qué, Jon? ¿Por qué a mi hija?
¿Qué pretendías con ello, cabrón? ¿Por
eso me ayudaste a buscarla? ¿Acaso la
necesitabas?», pensó para sí, sabiendo
de antemano que todas eran preguntas
sin respuesta.
«¿Te atreves?». La pregunta que le
había lanzado a modo de reto el
chantajista le asustó al principio, pero
ahora no… En ese momento estaba muy
claro que se atrevía a todo y más. Jon
Ríos Madariaga era un malnacido que se
valía de su puesto privilegiado como
suboficial de la Ertzaintza para llevar a
cabo sus chanchullos y fechorías. Y
además, había agredido a Nadine y
perseguido a Vanesa… Aquello
superaba con mucho los límites de su
resistencia.
No dio crédito cuando su compañero
de trabajo se levantó y alzó el brazo
para apuntar con su propia pistola. La de
Yago. La misma que escondía en el
garaje. La raya de pintura blanca en el
gatillo resultaba inconfundible.
Y el blanco era Noelia.
Solo le quedaba una opción. Tenía
que haberlo matado mucho antes.
Comprendió tarde que había esperado
demasiado tiempo…
Trató de introducir la reglamentaria
de Jokin Sagasti por la ranura, pero el
cañón no entraba. «¡Vamos, tengo que
impedirlo! ¡Tengo que impedirlo!», se
desgañitó, en sus negros pensamientos.
Ansioso, giró la mano y volcó la pistola
para colar el cañón en el hueco.
Sujetando la culata con la mano, y con
esta, a su vez, en el mentón para poder
mirar, se preguntó si en esa inusual
posición podía hacer blanco. Era difícil,
dada la postura. Tal y como estaba, no
podía asegurar que el cañón apuntara en
realidad a Jon.
—¡No lo permitiré! —había
resonado la voz de su compañero, al
parecer corrompido hasta la médula.
Yago cerró los ojos y disparó hasta
cuatro veces. Se golpeó el mentón con el
retroceso del arma, pero ese dolor era
soportable en comparación con la
tensión que vivía.
Dejó que el humo de la pólvora se
dispersara. Había un fardo humano en el
suelo. Era Jon. Se llevaba las manos al
cuello. A los pocos segundos sus
miembros se relajaron y expiró. Había
salvado a Noelia. Había salvado a la
persona que amaba. Retiró la pistola y
miró por la ranura…
¿Dónde estaba su ex?
La cama vertical se encontraba
vacía. Los amarres todavía colgaban.
No podía ser. Era imposible. Se había
esfumado como por arte de magia.
Intentó girarse para salir de aquel
armario, pero su corpachón no le
permitía maniobrar en tan reducidísimo
espacio. Aquella pesadilla no había
terminado. Había cumplido con lo que
se le exigía, pero ¿ahora qué tocaba?
Alguien estaba moviéndose a su
espalda, al otro lado del armario. Yago
se preparaba para lo que pudiera venir
porque más allá de eso, estaba vendido.
Se resignó a su suerte. Ni siquiera la
pistola de su superior podía ofrecerle
allí garantías de supervivencia.
La puerta se abrió. La luz inundaba
el espacio.
Noelia frente a él. Mirándolo. Con
la respiración agitando su pecho.
Yago se lanzó aliviado en sus
brazos. La apretó contra sí. La besó con
ansiedad, como nunca. Ella
correspondía a sus besos. De pronto
apartó sus labios de los de él para
exclamar con gran alivio:
—¡Sé dónde está Vanesa!
Desconcertado, Yago quiso
preguntar algo, pero se vio arrastrado
por Noe. Sortearon puertas abiertas y
llegaron así a un patio trasero con un
muro. En él había una puerta metálica
abierta. Pasaron por allí y corrieron
hasta alcanzar una gran explanada de
hormigón que los condujo hasta las
cocheras del metro. La reglamentaria de
Jokin Sagasti abriéndoles camino.
Entraron al fin en su interior, tras
franquear una nueva puerta metálica.
Allí había cuatro vagones de metro que
estaban siendo pintados y reparados. De
uno de ellos surgían murmullos,
susurros…
Un momento. No, no era eso.
Alguien estaba canturreando.
Una voz adolescente.
Guiados por el familiar sonido, Noe
y Yago entraron en el vagón. Los
asientos los ocupaban niños desaliñados
de miradas ausentes y rostros
cenicientos. La mayor, en medio de
todos, entretenía a los pequeños, que la
observaban en silencio y sin disimular
su agotamiento.
Vanesa los vio llegar al instante y,
alborozada, corrió hacia ellos para
fundirse los tres en un abrazo eterno.
—Te quiero, te quiero, te quiero,
cariño mío… —repetía Yago a su única
hija, con los ojos húmedos.
Una pequeña llegó hasta ellos y Noe
la abrazó con especial ternura. Era
Zaira, que, como siempre, se dejaba
querer.

Dos horas antes, la llamada a un


periódico para dar el aviso. La
Ertzaintza, monitorizada su atención en
la gran estación ferroviaria de Abando
por aquellos supuestos artefactos
ocultos en una taquilla. Bilbao rugiendo
a la noche como nunca. La atención de
los agentes y periodistas en aquel aviso;
la circunstancia ejecutada para desviar
la atención sobre lo que iba a ocurrir y
había ocurrido en AVESCO.
Aldo Yáñez, subido a su Yamaha
250 cc, tenía puesto el casco y se
preparaba para salir. Miró el edificio y
no le tembló el pulso al apretar el botón
que haría detonar las cargas explosivas
del sótano.
Con un ruido ensordecedor,
AVESCO se vino abajo.
Había esperado hasta que Noe y
Yago alcanzaron la profundidad del
suburbano. Debían de haberse
reencontrado ya con su hija, con Zaira y
con aquellos otros veintisiete niños.
Donde se encontraban, estaban a salvo
de la fortísima explosión.
Todo estaba planeado. La caza había
sido provechosa.
Ahora no podían dejar pistas.
Todos los espacios que habían
creado en los sótanos, a lo largo de tanto
tiempo y trabajo, no eran ya más que
escombros. Pedazos de cascotes
amontonados sobre los cadáveres de los
necios. Hasta el último movimiento
había sido el adecuado y justo.
Siguiendo las instrucciones, entró por la
puerta falsa que existía tras la cama
elevada en vertical donde estaba atada
Noelia y que había servido de escondite
para poder desatar a quien consideraba
su amiga. Mientras, aquel ertzaina a
lomos de las alucinaciones de foxy
levantaba la pistola para disparar contra
ella.
Mellado había estado especialmente
torpe. Ninguna de las cuatro balas que
disparó a través de la ranura había
logrado impactar en el cuerpo de su
compañero del CIDE. En realidad eso
era lo que buscaban al encerrarle donde
lo hicieron. No le habían elegido para
ser el responsable, aunque se lo
hubieran pintado de tal forma desde el
principio. Fue el propio Aldo quien
abatió a Jon Ríos con dos certeros
disparos. Uno en el cuello, el otro en el
pecho. Sacar de allí a Noelia no le llevó
luego más que unos pocos segundos; y
menos de un minuto conducirla hasta el
armario donde estaba encerrado su ex.
Con el pasamontañas puesto, le dio a
Noelia el mapa con el camino trazado
para salir del edificio y llegar por fin
hasta Vanesa.
—¿Quién eres, por qué te cubres? —
le preguntó esa a quien bautizaron como
Nadia en su vida previa.
Aldo quería decírselo, pero no
podía. Ya era tarde. La miró a la cara.
Nunca estuvo de acuerdo con el plan
trazado por el jefe para llegar hasta
aquellos rusos, y utilizar a Noelia como
cobaya, pero no podía contradecir
órdenes. Si el jefe la había puesto en la
diana por algún asunto que los atañía a
ambos, él no eran quién para rebelarse.
Odiaba que entre todos hubieran
angustiado a su amiga con llamadas y
mensajes, y también que hubiese corrido
peligro. Sin embargo, todo ello había
tenido al fin y al cabo su recompensa.
—Adiós. Perdóname por haberte
utilizado de una forma tan cruel —dijo
en voz queda, y salió de allí.
En su profesión estaba prohibido
llorar, pero nadie podría reprochárselo
si el pasamontañas ocultaba sus
lágrimas. Nadie podía tacharle de ser un
mercenario. Él sí tenía sentimientos…, y
mataba por sistema. El sistema que
había impuesto quien los contrató para
ejercer de justicieros contra aquellos
que osaban aprovecharse de los niños.
Esa era la idea de la Agencia. Sabían
que poner a disposición judicial a los
verdugos los conduciría a penas cortas
en la cárcel, cuando no a quedar
liberados a las setenta y dos horas bajo
fianza gracias sus hábiles abogados. Eso
no era lo justo. Ahora la Ley la dictarían
ellos. A su manera. Con la letal justicia
que era necesaria…
Volvió a mirar el edificio
derrumbado, que ahora aparecía
encogido como un acordeón. Ningún
cascote de grandes dimensiones había
caído sobre el Seat Alhambra, en cuyos
asientos traseros acababa de colocar el
cuerpo de Jon Ríos para que fuera
señalado como único culpable, junto a
una documentación generosa. Dos meses
de vigilarlo paso a paso habían dado sus
frutos. Al menos a Aldo Yáñez no le
cabía la menor duda de que era un
corrupto: sabían que llevaba tiempo
infiltrado y tal vez sus intenciones eran
buenas, pero en su situación era sencillo
perder de vista la línea que marca la
justicia y el ertzaina lo había hecho.
Había olvidado que no hay metas que
justifiquen el dolor de los inocentes.
¿Acaso no seguía órdenes de su jefe, y
este de instancias superiores? Sí, pero la
decisión final de un hombre solo a él le
pertenece y en determinados momentos
—y más si hay niños de por medio,
pensaba Aldo—, nadie puede
resguardarse tras la excusa de la
obediencia. El ertzaina se había
aprovechado de algunas de las menores
explotadas por Yuri y había tratado de
secuestrar a la hija de Noelia como
cebo, y eso era algo que la Agencia no
estaba dispuesta a excusar, ni aun
cuando Ríos lo hiciera para reforzar una
coartada que de otro modo hubiese
hecho agua.
Ahora las pruebas —las instantáneas
— habían sido manipuladas para
mostrarle como un corrupto en toda
regla. Como en otros casos —con el
vestido de la comunión en casa de Yago,
o las calaveras de atrezo en el interior
de AVESCO—, Aldo estaba al frente del
escenario: en sus funciones, esta vez,
crear el panorama preciso para dirigir
sus intereses hacia el siguiente paso.
Eso mismo buscaban ahora. Los
especialistas de la Científica
encontrarían material harto elocuente,
con fotografías de Ángel Márquez,
Frederick Ramiro y Jaime Ribas, y en el
dorso de ellas el mismo mensaje:
«Elimínalos». Otras instantáneas, estas
sin trucar, lo descubrían haciendo tratos
con Nilsson, esnifando cocaína o
aprovechándose de tiernas jovencitas
menores de edad. Imposible justificarlo,
y aún más siendo padre de familia como
lo era. Con sus actos, el suboficial de la
Ertzaintza buscó menciones de honor sin
percatarse de que ponía en la diana a sus
seres queridos…
Para la Agencia, en fin, Jon Ríos
Madariaga había sido un daño colateral
y el hecho de que fuera tras Vanesa lo
había acelerado todo. Eso, unido a que
se aprovechó de su posición para hacer
tratos con aquellos mafiosos, fue motivo
suficientes para liquidarlo, por mucha
misión que estuviera llevando a cabo.
Aparte, para Aldo se trataba de algo
personal: antes de la creación del CIDE,
Ríos fue el responsable directo de la
investigación de los asesinatos de
Lucinda e Iván, y en su momento
encubrió a Hans Nilsson, «el Danés»,
para ganarse su confianza, sin
descubrirle que era ertzaina. Buscó la
gloria y halló la deshonra.
Las barras de acero, guardadas en la
trasera de la monovolumen, junto a las
capuchas y el ropaje negro,
dictaminarían su implicación en el
ataque a Nadine en la clínica
odontológica. Tenían al perfecto cabeza
de turco, alguien que ya no podría
defenderse.
Los compañeros de Aldo en la
Agencia se habían llevado el BMW X5
blanco para enterrar a Jaime. En el
todoterreno iban las fotos, las sacas con
cartas y los juguetes que Yago Mellado
había visto; no podían dejar nada que
los incriminase, y lo que este oficial
dijera al respecto no pasaría de ser una
opinión personal sin fundamento alguno;
algo que, en síntesis, caería por su
propio peso por la total ausencia de
pruebas.
En cuanto a Jaime Ribas… ¡Bien
merecido se lo tenía!
Lucinda Ribas era una mujer
extraordinaria. Aldo se enamoró de ella
mucho antes de que la asesinaran, y
también se encariñó de su hijo, Iván…
El cabrón de su hermano Jaime, por
entonces enganchado a la droga, le dijo
a aquel nórdico, el Danés, dónde vivían
para procurarse un chute de «caballo».
El marido de Lucinda, encerrado en
prisión, les debía una cuantiosa suma de
dinero, así que el Danés asesinó a
Lucinda e Iván como represalia y poco
después el cabeza de familia se ahorcó
en su celda… ¡Un hermano! ¡Su misma
sangre! Jaime era el culpable de
aquello, y habían logrado que lo pagara.
Cuando descubrieran su cuerpo —
cuando Noelia, recordando la tarde en
que huyó de allí con Alma, les dijera
dónde estaba enterrado, o cuando ellos
mismos lo hicieran con una llamada— y
lo desenterraran, todo cobraría sentido.
Para entonces, ya habría colgado en
internet el vídeo en el que se veía cómo
Jon Ríos apaleaba a una supuesta
Nadine, con un ensañamiento inusual, en
el centro donde trabajaba. Lo montarían
para que pareciese que el hacker
chantajeaba con él al ertzaina, y que lo
había dispuesto para que se subiese a la
Red si a él le ocurría algo. Otra prueba
más para remarcar la culpabilidad de
Jon Ríos y alejar toda investigación de
terceros caminos que condujesen hasta
la Agencia. Justo por ese mismo motivo
habían exigido a Jon el bolso de Noelia:
ese nuevo diario llevaba sus nombres,
los recuerdos de aquellos últimos años,
mejor que no apareciesen siquiera. Para
Aldo, la muerte de uno y otro hacía al
fin justicia a Iván y Lucinda.
Después de aquel terrible suceso,
Aldo había deambulado durante mucho
tiempo sin rumbo. Hasta que conoció a
Thor. Fue él quien lo reclutó para la
Agencia tras valorarle
concienzudamente en las sesiones de
terapia. La casualidad los llevó a
conocerse en aquel espacio tan doloroso
que era parte de sus reuniones de
alcohólicos. Por entonces, Thor ya
pertenecía a la Agencia; su historia
común de pérdidas, aunque dolorosa,
había sido el enlace entre ambos.
Así las cosas, Aldo no lo pensó
mucho. No tenía nada, la soledad era
una carga diaria sobre su frágil ánimo.
El tiempo fue generoso. El hermano de
aquel mafioso conocido como «el
Tarántula» se les escapó de milagro. Se
ocultaba en los sótanos de la institución.
Quien los llenó de gloria fue Saúl
Bellas, antaño llamado doctor Richards,
cuando su pelo no era canoso y no había
retocado su rostro con cirugía estética
para ocultar su verdadera identidad…
Aldo Yáñez aún recordaba aquella
bayoneta de colección que guardaba en
casa y que utilizó para llevar a cabo su
primer ajusticiamiento. Creyó que sería
incapaz, pero una vez hundida esa arma
blanca de combate hasta la empuñadura,
no sintió remordimiento alguno. Es más,
lo disfrutó. Fue su primera víctima y al
matarle pensó en Lucinda, en Iván, en
niños sin suerte a los que aquel
malnacido había teñido de desgracia y
de mortalidad. Para aliviar aún más el
menor atisbo de culpa, ya habían
encontrado una cámara secreta en el
despacho del doctor Bellas, y se
llevaron consigo todos los vídeos
grabados que aparecían catalogados en
las estanterías. Después de verlos, los
tiraron al Cantábrico… Todos menos
uno, por expreso deseo de Gloria. Aquel
donde dos ricachones la vejaron siendo
una adolescente y que había servido
para horrorizar a Noe, Alma y Yago, y
por supuesto, a todos los miembros del
grupo CIDE que lo vieron en aquella
cabaña en Galbarriatu.
Poco tiempo después de conocer el
paradero de Yuri Eremenko, y gracias a
ellos, Mellado se llenaría de gloria con
el chivatazo que recibió, y a través del
cual su Cuerpo policial decomisó una
gran cantidad de dinero y drogas
experimentales. Un sucedáneo de estas
fue lo que el doctor Bellas recetó a
Noelia, cuando por fin la reconoció
como aquella menor de la que se había
encaprichado el Tarántula.
Tras conocer en lo que estaba
metido el doctor Bellas y acabar con su
vida, Aldo rompió la botella donde se
encontraban los deseos de futuro de
todos sus compañeros de terapia. La de
Manuel estaba en blanco. Tardaron lo
suyo en descubrir que en realidad
trabajaba de «topo» para los rusos, a
través de Bellas. Era un hombre de
Yurkov, un infiltrado que tenía por
misión controlar a un tiempo al doctor, y
por otro a sus pacientes, para verificar
las reacciones de los medicamentos de
Bellas. Tuvieron que hacer que su
muerte pareciera un suicidio.
El mensaje de Noelia le impactó. A
Gloria le hizo llorar cuando se lo
enseñó:

Voy
a
perder
a
mi
marido
y
a
mi
hija.
Lo
único
que
espero
del
futuro
es
que
el
tiempo
cure
las
heridas,
y
que
algún
día
podamos
estar
de
nuevo
juntos.
Si
no,
no

qué
será
de
mí.
Daría
mi
vida
por
recuperarlos.
Sin
ellos
no
vale
nada.
No
vale
nada.
Aldo arrugó el mensaje que llevaba
consigo desde que rompió esa botella, y
tras hacer una irregular bola con él, lo
arrojó a la papelera que había junto a la
moto. También dos fotografías, en las
que Lucinda e Iván aparecían juntos,
sonrientes. Prendió un fósforo y lo echó
a la papelera. Tenía que darse prisa,
pues solo unas calles más abajo se
encontraba el cuartel de la Policía
Municipal de Basauri, y sus miembros
habían reaccionado de inmediato ante el
estruendo que acababa de perturbar la
paz nocturna y sus crucigramas a medio
hacer. Al menos, las sirenas horadaban
las primeras luces del alba, cubierta
ahora por un velo de polvo. Cuando por
la abertura de la papelera surgió la
llamarada, Aldo bajó la visera del
casco.
En el bolsillo interior de la chaqueta
llevaba el diario de Noelia. Aquel que
había requisado de su bolso, y que
contaba los días desde la terapia en El
Observatorio. Nadie debía saber sobre
ellos.
Bueno, sí. Aquellos malditos
asesinos para quienes los niños eran
únicamente un negocio, «mercancía», el
más lucrativo de todos.
«En tiempos rotos hay que pasar a la
acción y no vivir de la intención. Ese
momento está aquí. Entre nosotros»,
pensó Aldo al tiempo que daba gas a la
moto.
41
El aliento de la noche dejó de ser el
silencio y las luces de ambulancias,
coches patrullas y hasta un camión de
bomberos lo llenaron todo. La irracional
partitura de los más madrugadores; el
vaho de las respiraciones dibujando
formas fantasmales; las prisas de los
sanitarios de la DYA[6], cubriendo con
mantas térmicas a unos niños
temblorosos y asustados a pesar de
saberse a salvo; la infatigable paciencia
de los agentes municipales y ertzainas,
preguntando por doquier en su afán de
saber qué demonios había pasado; las
rudas pisadas de los bomberos
trastabillándose entre los escombros,
buscando un halo de vida, tal vez un
hueco por donde escuchar la voz de ese
herido que podría ser rescatado.
Y, arrodilladas, dos mujeres que se
abrazaban, una todavía una adolescente
y recogiendo ese abrazo maternal que
creyó perdido para siempre.
—Perdóname, cariño, perdóname.
—La ansiedad de Noelia se hacía más
que patente en sus palabras, temblorosas
y repetitivas.
Como contrapeso, la entereza de su
hija era la roca en la que podía
apoyarse.
—No tienes de qué culparte —
afirmó esta con ojos brillantes—. Tú
eres mi amatxu y te quiero. Y si todo
esto ha servido para algo, es para dejar
claro que debemos estar unidas.
—Pero te he puesto en peligro por
una historia del pasado… —replicó
Noe.
Sonriente, como quien acepta que
por un momento los papeles están
cambiados, Vanesa acariciaba la nuca de
su madre, la consolaba.
—No es verdad, amatxu —negó con
ternura antes de proseguir en tono
confidencial, casi en un susurro—: Ellos
me han protegido… Nos han
protegido…
Por encima del hombro de su madre,
miraba al fondo, donde Zaira,
resguardada bajo una manta que solo
dejaba al descubierto su cara de ángel,
estaba escuchando al médico que
parecía interesarse por su estado.
Noelia movió la cabeza, incapaz de
reprimir ese llanto que se había vuelto
constante y que resbalaba hasta empapar
el hombro izquierdo de su hija. Su única
hija. La única a la que de verdad había
considerado como tal.
—Empezaremos de nuevo, amatxu,
y quiero que estés a mi lado para
siempre —afirmó la muchacha.
—Eso no depende solo de mí, hija
mía; no depende solo de mí —replicó
Noelia en voz queda con el rostro
repentinamente apesadumbrado. La
esperanza tras el encuentro con Yago
había dado paso al bajón de adrenalina,
la tensión acumulada, el cansancio… De
golpe, sentía un velo de cautela
cubriendo sus hombros.
—Claro que depende de ti,
amatxu… —saltó Vanesa, esperanzada
—. No te arrugues ahora. Sabes que te
necesito. Lucha por nosotras.
Se hizo una larga pausa entre ellas, y
Vanesa acompañó sus siguientes
palabras con una sonrisa de aliento.
—Vuelve con aita, por favor. Daos
una nueva oportunidad. Él te quiere, lo
sé, más de lo que deja ver. —La joven
dejaba fluir por primera vez sus
emociones. Ahora lo sabía, igual que
sabía que su padre también la quería a
ella; claro que sí.
Durante un par de minutos cesaron
las palabras y madre e hija
permanecieron absortas al ruido que las
envolvía, y al ir y venir de los presentes,
que danzaban de aquí para allí
cumpliendo con sus obligaciones.
—Ellos querían que te diera algo…
—Fue Vanesa quien rompió el silencio y
deshizo el abrazo para hurgar en la
mochila que descansaba en el asfalto—.
Me dijeron que te pertenecía. Que era tu
sueño no realizado. El final de un deseo;
que es lo que debes recordar.
Apretando los labios, Noelia hizo un
gesto de rechazo.
—¡No! —exclamó—. De verdad,
cariño, gracias, pero no quiero nada de
nadie tan violento y capaz de semejantes
actos… —Colocó luego la mano sobre
la cara de su hija en una caricia—. ¿No
te lo dicho, amor? Lo voy a contar todo
para que los detengan y sean juzgados.
Esos criminales no se merecen menos —
concluyó, acompañándose de un
elocuente gesto de repugnancia.
Entonces Vanesa dejó en el suelo los
papeles y la agarró de los hombros.
—Te entiendo. Haz lo que creas
conveniente, aunque te advierto que yo
me voy a negar a hablar de ellos a la
Ertzaintza. —Noelia iba a protestar,
pero su hija continuó hablando para
impedírselo—. Ellos me han escuchado,
me han protegido, me han hecho ver que
existen los justos. Sí, es así, aunque
sientas que estas palabras sean
horrorosas. Mira a todos estos niños que
nos rodean. Piensa en sus familiares, en
la alegría que sentirán al estar, de nuevo,
junto a sus hijos desaparecidos… Claro
que los métodos quizá no sean los más
apropiados, y no sé en qué has estado
envuelta hasta llegar aquí, pero entre
tanto daño, ellos han sido para muchos
un soplo de aire fresco. Estos niños
volverán con los suyos y con el tiempo
rescatarán esa sonrisa que les fue
arrebatada… —Ella misma esbozó una
sonrisa cómplice—. ¿No suelen decir
que los niños olvidan antes que los
adultos?
Incrédula por momentos, Noelia
observaba complacida la madurez de
aquella mocosa a la que tanto quería, y
que le hablaba ahora con palabras tan
poderosas como acertadas. Sí, quizá
tuviera razón.
—Han sido crueles, cariño. El
sufrimiento ha sido excesivo.
—Tú eres fuerte. Y tienes
principios. Serás capaz de ver qué es lo
justo, de mirar hacia el futuro y dejar
atrás el pasado…
Buscó después en la mochila, y dejó
a la vista una preciosa araña de cristal.
—¿Y cómo tienes tú eso? —se
interesó su madre, perpleja.
—Me la regalaron ellos a través de
la única persona que me ha escuchado
en los últimos tiempos. —No tenía ni
idea de lo que significaba esa araña,
pero el día de su cumpleaños ellos
estaban ahí, a su lado, donde no estaban
ni su aita ni su amatxu, que eran los que
deberían haber estado—. Ellos me han
hecho felices por unos días. Es más de
lo que tenía un mes atrás.
Noelia encajó la reprimenda con la
cabeza gacha y asintiendo en silencio.
Le dolió ver el regalo que le habían
hecho a su hija. Un objeto espeluznante
que la retrotraía hasta el pasado más
lejano, el mismo que había corrido a su
encuentro en las últimas horas. Sí, para
darle sentido a la venganza de un grupo
ejecutor que por fin hizo justicia a su
hermana, a ella y también a tantos niños
indefensos que no tuvieron ocasión de
elegir o de crecer siquiera.
—No puedo negarte que tienes razón
y me duele reconocerlo, pero esa araña
simboliza muchas cosas negativas,
mucho daño infligido. Debes
desembarazarte de ella, cariño. Hazlo,
por favor te lo pido —suplicó
finalmente, ahora con voz apagada.
—Si tú quieres, la ocultaré de tu
vista, claro que sí… Pero no voy a
desprenderme de ella porque para mí
significa amistad, me habla de personas
que me han sabido valorar en todo
momento —concluyó Vanesa, ceñuda y
con tono casi de reproche.
Con rostro apesadumbrado, Noelia
giró la cabeza para encontrarse con la
mirada furtiva de su ex, que permanecía
apoyado en el capó de un coche patrulla.
Estaba conversando con Nick de Marco,
quien sujetaba dos vasos humeantes de
plástico. Interrumpió su diálogo para
brindarle una sonrisa cansada, eso sí,
pero llena de sentimientos encontrados.
—La vida es un péndulo y hay quien
se arriesga a pararlo, o muere o vive
con un nuevo principio. —Las palabras
de Noelia eran apenas audibles, casi un
susurro—. Yo estoy dispuesta a
considerar esta última opción. Sí, eso
es. Un nuevo comienzo, cariño.
Vanesa volvió a tenderle entonces
los dibujos, hechos con trazos infantiles.
—Los hemos dibujado Zaira y yo a
partir de unas fotografías que ellos nos
enseñaron, aunque ni nos hemos
acercado —explicó con una alegre
sonrisa—. Sé que dibujamos muy mal
pero creo que entenderás su significado.
La madre recogió los dibujos y los
observó con detenimiento. Acabó
llorando y riendo a la vez. Se volvió a
abrazar a su hija y la apretó contra sí
con más fuerza. Vanesa era lo más
importante. Alguien acababa de
confirmárselo en aquellos trazos de
papel que tenían un significado muy
especial, al menos para ella. «Lo daré
todo por ti, hija mía, todo», se dijo en su
interior.
Lo que parecía un bosque, en uno de
los dibujos; animales variados en otro; a
su vez, en el siguiente, dos niñas
ridículamente retratadas con piernas
como palillos y agarradas de la mano le
recordaban a Noelia que aquel pasado
tuvo destellos ilusionantes a pesar de
todas las desgracias que le siguieron.
Una hermana y una esperanza común. En
el parque de Belovezhskaya Pushcha.
Ese momento mágico donde dos
hermanas podían mantenerse unidas para
siempre.
La ficción podía mantener la
esperanza, tal como atestiguaban
aquellos dibujos. Lo que había ocurrido
también desbloqueaba parte de esa
felicidad y Noelia decidió rescatar del
ayer aquellos recuerdos y devolverles el
peso que en realidad tenían dentro de su
agitada existencia. A Simona le
encantaba dibujar y ese era su legado
para recordar a su hermana hasta el fin
de sus días.
Había llegado el momento de
olvidar el resto y subirse al péndulo del
destino. Ahora los niños iban a estar
protegidos por las mismas personas que
en las últimas horas, en el fondo, la
habían ayudado. El sufrimiento pasado
se compensaba con nuevas
oportunidades. Y ella las tenía al
alcance de la mano.
42
Yago Mellado no quitaba ojo a sus seres
más queridos. Noelia y Vanesa
permanecían abrazadas, unos metros
más allá, arrodilladas y susurrándose
confidencias que no conseguía escuchar
mal que le pesara en esos momentos.
Verlas tan juntas le ilusionaba: solo
verlas ya le enternecía como nunca, pero
verlas además así de unidas le hacía
comprender lo estúpido que había sido.
Sonrió con una mueca de triunfo.
Nick de Marco, junto a él, había
hecho la llamada pertinente para que
liberaran a Jokin Sagasti, tras ser
informado por Yago, y ahora estaba
intentando tranquilizar a su superior con
palabras intrascendentes que este no
escuchaba, aunque de vez en cuando
volvía la cabeza para mirarlo
distraídamente a los ojos.
En realidad Mellado, extrañamente,
se sentía feliz y no parecían preocuparle
en absoluto las consecuencias que sin
lugar a dudas tendría aquella noche, tan
infausta como sorprendente, y que aún
no había terminado… Se sentía en paz
consigo. Había matado a un compañero,
un grupo de fanáticos le había
manipulado hasta cotas insospechadas…
y aun así sentía que había hecho lo
correcto. La lección más dolorosa era
que hasta las fuerzas del orden
constituían un objetivo que podía ser
maniatado y eliminado. Él mismo había
sido títere como castigo a su mal
proceder como padre.
Xabier Elostegi llegó hasta su
posición quitándose unos guantes
desechables y con el rostro contraído.
Se sacudió la sudadera negra para
desprender el polvo acumulado allí.
—Esto es un desastre, Mella, una
auténtica putada. Va a ser una
investigación de pelotas la que nos
espera desde Interior… —Miró
fijamente a Yago antes de continuar en
tono grave—: Amigo, vas a tener que
dar muchas explicaciones, y sabes que
me duele decírtelo.
—He registrado la pistola como
prueba —intervino De Marco,
levantando casi a la altura de sus ojos
una bolsa transparente donde se
encontraba el arma de fuego corta que
Yago había llevado consigo, la misma
que le había quitado al Monarca en su
asalto nocturno horas atrás.
—No entiendo por qué no te
molestaste en ponernos al tanto —
intervino de nuevo Xabier, muy serio.
No concebía aún que su amigo y
subalterno asegurase que había sido él
el responsable de la muerte de un
compañero—. Si habías conseguido
pruebas contra Jon Ríos, tenías que
habernos avisado. —Le lanzó una
mirada de advertencia—. ¡Joder, Mella,
que somos un equipo! —exclamó de
pronto, furioso como se encontraba.
Mellado suspiró hondo antes de
replicar en voz baja:
—Mira a tu alrededor, todos estos
menores… Los hemos rescatado. Eso es
lo que de verdad importa. —Carraspeó
dos veces para aclararse la garganta y
tragó saliva con cierta dificultad—. Sí,
asumo plenamente lo de disparar contra
Jon, pero él apuntaba a Noe en esos
momentos… Hice lo que marca el
reglamento, defenderme, defender a los
míos. Xabier, ha sido en defensa propia
ante una situación que se me escapaba
de las manos.
El subcomisario trenzó los dedos, un
movimiento característico en él cuando
se encontraba muy incómodo.
—Mentir nunca ha sido lo tuyo,
Mella —afirmó luego, rotundo—.
Hemos encontrado el cadáver de Jon en
el Seat Alhambra, no donde tú dices que
le pegaste cuatro tiros. Además, los de
la Científica están trabajando ahora
mismo dentro del vehículo en busca de
pruebas, y espero que pronto me den
algún dato que me aclare si de verdad ha
sido cosa tuya o si te estás equivocando
al culparte porque andas más aturdido
que un adolescente tras su primer polvo.
Yago escuchó cada palabra de su
inmediato superior en el CIDE, pero no
comentó nada al respecto. Era
imposible. Él había visto el cuerpo de
Jon Ríos caído en aquel siniestro
subterráneo. Lo había abatido a tiros.
¿Qué estaba diciendo Xabier? Claro,
movimientos de ajedrez de quien le
había manejado hasta ahora como a un
peón en una partida. Pero ¿qué podía
decir? «Mira, Xabier, tienes razón. Mis
cómplices no tienen rostro. Se deshacen
en las paredes y fuman el aliento de los
humanos». Se le dibujó una sonrisilla
mordaz solo de pensarlo.
—No sé qué decirte… —replicó al
fin, con aire ausente.
—Si estás buscando el premio al
mejor comediante, solo te queda
confesar que en realidad eres un
terrorista islámico. Vamos, que has
puesto unos artefactos para reivindicar
que te magullas las rodillas sobre una
alfombra mágica por un ser que te va a
dar la paz en el mundo de las hostias en
cascada. —Elostegi, que más bien
mascaba cada palabra, no escondía su
enfado.
El oficial de la Ertzaintza se encogió
de hombros.
—Ante eso no tengo respuesta,
Xabier —dijo después con voz cansina
—. De repente todo ha temblado y
cuando hemos salido de las naves del
Metro, el edificio se había venido abajo.
He tenido que volver a meter a todos
estos niños dentro para que la polvareda
no los asfixiara.
—Ya, lo que tú digas… Siento
soltártelo así, pero la has cagado pero
bien, socio. Estás ante una montaña tan
grande de mierda que no vas a poder
esquivarla. —Xabier Elostegi se frotó el
puente de la nariz e hizo un mohín con
los labios—. Lo que me cabrea de
verdad es que encima tendrás mi apoyo.
—Resopló con fuerza antes de concluir
con amargura—: Lo tendrás aunque seas
un auténtico capullo.
Apareció una Berlingo con los
cristales traseros tintados y con Vicky
Dámaso al volante.
—¿Y ahora? —Planteó Mellado.
—Ahí lo tienes —repuso Elostegi, y
el vaho distorsionó por unos segundos
su rostro. En un gesto de apoyo, Nick de
Marco apretó un hombro del oficial.
—Suerte con el Monarca, la vas a
necesitar —le susurró casi al oído.
Frotándose las magulladas muñecas,
Sagasti surgió por el lado del copiloto.
Al instante, Xabier se acercó para
ponerle al corriente de las últimas e
importantes novedades. Por su parte, De
Marco, con la bolsa de la pistola en la
mano, se dirigió donde Vicky para
intercambiar impresiones. Aunque lo
negara siempre, entre sonrisas irónicas,
el argentino bebía los vientos por su
compañera de departamento.
A Yago le dio la impresión de que
Xabier tardaba siglos en concluir su
charla con el Monarca. Quizá estaba
haciéndole un favor, amansando a la
fiera antes del presumible banquete.
Jokin Sagasti le escuchaba atentamente,
evitando en todo momento cruzar una
mirada con Yago. Su rostro parecía
cincelado en mármol, aunque si abriese
la boca en esos momentos, a nadie le
extrañaría que saliera fuego de ella.
Elostegi no paraba de gesticular, y
de vez en cuando giraba el anillo que
lucía en la mano izquierda. La
investigación no iba a resultar nada
sencilla: los datos que le transmitía al
comisario jefe eran solo un adelanto de
las largas noches, con sus días, que
esperaban al grupo CIDE hasta poder
dar carpetazo a un caso con más aristas
que los Picos de Europa.
El Monarca asintió por fin con la
cabeza, recompensó al subcomisario con
un leve atisbo de sonrisa de compromiso
profesional —aunque quizá era en
realidad un retortijón en el bajo vientre
— y le comentó algo que no llegó a
oídos de un expectante Yago Mellado.
Luego Jokin se acercó al fin, ignorando
por completo al responsable de la
Científica —un hombretón, exjugador de
baloncesto, vestido por entero de blanco
y que había salido a su paso para
hacerle un comentario importante—. No
era precisamente el momento adecuado.
—Aquí lo tenemos, el miembro más
envidiado de la Ertzaintza —dijo el
Monarca nada más llegar. Parecía
destilar una fina ironía que no pegaba
nada con su carácter habitual, frío y
distante. A su espalda, el responsable de
la Científica le levantaba el dedo
corazón, molesto con la desfachatez del
comisario—. El oficial que pone sus
cojones por delante para allanarnos el
camino a los demás. El amigo que te
regala unas cuerdas para asegurar tu
seguridad, como compromiso de lealtad
claro. El hombre de honor que va a salir
en todas las portadas de las prensa y en
los medios audiovisuales como un héroe
que ha rescatado a unos pobres niños.
Será la hostia, chico. Te convertirás en
un ejemplo para el resto de miembros de
este Cuerpo, y en la envidia de otras
Fuerzas de Seguridad del Estado, y la
gente te parará por la calle para
saludarte y te invitarán a café.
Volvió a acariciarse las doloridas
muñecas, dejando así un poso de unos
segundos de insoportable silencio en los
que el Monarca atravesaba con su
penetrante mirada al padre de Vanesa.
—Sí, señor, aquí tenemos al
infalible Yago Mellado Gorostiza, el
puto amo de la barraca. No sabes lo que
envidio ese par de huevos… ¡No puedo
creer lo que has hecho! —Pero en medio
de tanto sarcasmo, Yago podía ver que
Sagasti estaba a punto de explotar, harto
ya de contener su rabia. No se
equivocaba—. Por si no lo sabes aún,
eres el mayor estúpido que jamás haya
servido a mis órdenes y ya son años…
—Los ojos del comisario
relampaguearon—. Órdenes que te has
saltado a la torera al pasártelas por la
entrepierna aprovechándote de mi
amistad y de la absoluta confianza que
tenía puesta en ti. Eres un capullo de
órdago, un cabeza cuadrada que ha
puesto en peligro a todo el mundo y que
ha tenido incluso los santos huevos de
ajusticiar por la brava a un compañero.
Como insistes, lo entenderé así, porque
Ríos la ha palmado y no va a darnos la
réplica. Te has convertido en lo mismo
contra lo que luchabas: un mercenario,
un delincuente, un pervertido de la
sangre que riega su incapacidad con
decisiones peculiares y llenas de
vanidad e inconsistencia moral.
A pesar de sentir una punzada de
rabia ante tan demoledoras acusaciones,
Mellado hizo de tripas corazón y replicó
con una tranquilidad exasperante que le
sorprendió incluso a él mismo.
—No espere que le lleve la
contraria, señor. Haga lo que considere
oportuno y punto. Lo demás me da
exactamente igual a estas alturas de la
película.
Encajando mal el golpe, Sagasti
lanzó a su subordinado una mirada
iracunda.
—Me has decepcionado y me has
humillado —subrayó sombrío, luego de
una pausa para recuperar el aplomo
perdido durante unos tensos segundos.
—Sabía que intentaría detenerme,
señor. No tenía más alter…
—La investigación dirá lo que sea
oportuno —zanjó Sagasti—. No puedo
pasar por alto que, tras lo de hoy, hay un
antes y un después entre nosotros.
Quisiera encontrar una razón coherente
para todo esto, pero ahora mismo y a la
vista de los deleznables actos que has
cometido, lo veo complicado… —Hizo
un alto para rascarse el cuello en un acto
reflejo que todos en la unidad conocían
—. Lo que te espera va a ser duro. Qué
digo duro, será durísimo. Te verás
expuesto a interrogatorios interminables,
y no acabarán hasta averiguar toda la
verdad… —Torció el gesto, antes de
concluir con voz más grave—: Jamás me
esperé esto de ti. Ahora me doy cuenta
de que tenía que haberte dado un par de
hostias en el hospital y, por supuesto,
haberte denegado el tiempo extra que me
pediste.
Tras aquel rapapolvo, el ertzaina
negó varias veces con la cabeza.
—No voy a negar que he actuado
mal, señor. Quizá he sido injusto —dijo
con voz firme, sin fisura alguna de
debilidad—. Me muevo por impulsos,
eso es cierto, y si estos impulsos me han
llevado al final de mi carrera, lo
asumiré por completo. Es más, sé que
podría intentar convencerle de que la
muerte de Jon era una cuestión de pura
supervivencia, pero no voy a buscar
excusas, señor. He hecho algo
inadmisible y pagaré las consecuencias
hasta el final, aceptaré sin rechistar lo
más mínimo todo lo que me ocurra a
partir de hoy.
Yago sabía que muchas veces no nos
hacemos las preguntas adecuadas, el por
qué ocurren las cosas y la razón de que
no podemos evitar los problemas. No
hay explicación aparente, claro, y por
eso hacemos lo que consideramos justo.
Liberado por fin del peso que sentía,
entendió que aquel era un momento
decisivo en su vida. Y que aunque no
fuera el final esperado, aquello sí
constituía de facto el final de su carrera
profesional en la Policía Autónoma
Vasca. «Aunque a cambio, he
recuperado a mi hija, y también a
Noelia», se dijo antes de torcer el gesto
y concluir con voz hueca:
—Hay salidas que solo aparecen al
final del camino. Salidas con
compensaciones —pensó en Noe y
Vanesa—, nuevos principios, aun
cuando vengan de la mano de recuerdos
que serán una losa en el alma. Y los
principios siempre traen esperanza,
nuevas oportunidades en la vida.
Cruzó la mirada con su ex y su hija,
que asistían expectantes a la escena. A
pesar del cansancio y de la tensión
acumulada en las últimas horas, arrancó
a sus labios una sonrisa que
correspondieron sus dos seres tan
queridos. Las amaba más de lo que
pensaba, y haría lo que fuera por ellas.
Claro que sí. Lo que fuera, sin límites
con tal de protegerlas.
El Monarca guardó silencio. Para él,
la muerte de Jon Ríos también supondría
una losa en adelante, más aún si en
verdad era Yago su asesino. Había
muchas preguntas abiertas, y tendría que
dar muchas explicaciones a sus
superiores pero no era el momento de
pensarlo y el secreto al que estaba
obligado le impedía compartir sus
preocupaciones con nadie. De entrada,
bastante tenía con enviar a alguno de sus
hombres a dar la noticia a la viuda de
Ríos. Y a su hija. ¿Cómo podría
explicarles?
Con la mirada fija en su protegido,
Sagasti se llevó la mano al bolsillo
interior de su chaqueta y extrajo la carta
que Yago le había dejado tras atarle en
su propia casa. No la había leído. No
había querido. Y después de escuchar la
confesión de Yago al respecto de Ríos,
estaba seguro de que había hecho lo
correcto.
Rompió la carta que Yago le había
dejado delante de sus narices.
—Cuando hablamos sobre los
explosivos en el hospital, me comentaste
que sabías cómo detenerlo —le recordó
—. Por lo que veo aquí, nos hemos
debido de equivocar de objetivo: al
parecer te equivocabas. Hemos
encontrado en una taquilla de Abando la
bolsa que buscábamos con explosivos y
sin duda ha sido un perfecto señuelo,
porque en vez de bombas hemos
encontrado juguetes… ¿Algo que
apuntar sobre esto?
—Siento haber creído que podía
cambiar las cosas —se apresuró a decir
—. Ha sido irresponsable por mi parte.
—Has estado sometido a una tensión
insoportable para salvar a Vanesa. Para
mí, eso es evidente.
El aludido sorbió ruidosamente por
la nariz antes de aclarar en voz baja:
—Quizá la que necesitaba para
darme cuenta de lo que me estaba
perdiendo. Soy un pésimo padre y fui un
pésimo marido. Y por si fuera poco, os
he fallado a ti y al equipo. No merezco
la placa que llevo, soy un insulto para el
Cuerpo. Mi trabajo termina hoy. He sido
débil…, demasiado —concluyó
meditabundo, casi en un susurro amargo.
—Quítate eso de la cabeza. No
puedo permitirme perder dos hombres
en una sola noche —afirmó el
comisario: Sagasti no podía creer que
Yago hubiese matado a Jon como insistía
en insinuar, o al menos es lo que quería
pensar hasta tener todos los datos en la
mano—, pero sí aceptaré que te tomes
un tiempo de reflexión. Quiero que
recapacites sobre quién o quiénes te han
hecho esto, y nos ofrezcas la posibilidad
de dar con su paradero… —Jokin
Sagasti suavizó su gesto y algo en la
mirada que le dirigió hizo que Yago se
pusiese alerta.
»Me han informado de que hemos
atrapado al Tarántula, pero se ha
cobrado un alto precio. —Yago no
esperaba el cañonazo moral que le
aguardaba—. Es sobre Nadine… Ha
sido asesinada.
Sintiéndose desfallecer, se llevó las
manos al cuello, allí donde nacía una
angustia interna que, al parecer, quería
devorarlo por momentos.
—¿Cómo… ha sido? —Apenas
pudo articular con voz trémula. Sentía la
lengua pesada como una losa de granito.
El comisario aspiró hondo antes de
explicarle, ahora en tono repentinamente
amable, todo lo que la noche había
traído consigo: mientras Yago le
observaba con un rictus amargo, Sagasti
le contó que Nadine era la hija de
Yurkov Eremenko, que había vivido un
amor de engaño, una farsa en toda regla.
Le dijo que a veces la vida es un voltaje
continuado de malas hierbas que brotan
por donde pasamos… Luego tosió y
cambió de tema. En el fondo, sentía
aprecio por Yago, no quería hurgar en
una herida que debía hacer mucho daño.
—No aceptaré tu renuncia —le
repitió el Monarca—, ni te libraré de
culpa, claro está, pero por Dios, acepta
el impasse de reflexión que te ofrezco.
Esto solo es el comienzo de una larga
lucha que no sé muy bien adónde nos
puede llevar mañana a todos… —Tragó
saliva y le pidió algo que, a estas
alturas, a ninguno de ellos le sorprendió
en realidad—: Por eso quiero que tú,
obviamente, estés aquí, a mi lado, con el
equipo que formamos.
Incrédulo aún por la verdadera
identidad de Nadine, Mellado sacudió la
cabeza y apretó los labios.
—Es demasiado tarde… —
respondió como hablando consigo
mismo—. Para casi todo es demasiado
tarde… —Las lágrimas habían
empezado a recorrer sus mejillas, a la
par que, avergonzado, observaba de
reojo a Noelia y a Vanesa—. El rey
tiene que tener su príncipe, y es a él a
quien debe atrapar si quiere acabar con
esos putos rusos. Yo ya estoy fuera del
juego…
Con la mirada perdida en ninguna
parte y tras encogerse de hombros, Yago
se encaminó al encuentro de aquellas a
quienes de verdad amaba.
Fiebre
La última vez que la sentí, mis dedos
resbalaron entre los suyos cuando nos
separaron. Nadia acudió en mi ayuda
cuando aquel hombre con un garfio por
mano me eligió como presa para su
oscuro disfrute.
Uno de los hombres de Yurkov me
arrastró y me llevó a un sótano bajo la
enfermería. Aquella noche Yuri me
forzó, después de que el doctor Richards
me hiciera tragar las pastillas que
utilizaba para drogar a los mayores
antes de sus «encuentros» con los
clientes.
A partir de esa noche me encerraron
en un recinto industrial, donde el doctor
experimentaba a su antojo con nuestros
cuerpos. Buscaba ampliar su
conocimiento del cerebro, y sus
conejillos de Indias eran los niños y
niñas menos agraciados. Utilizaba
pastillas, nos aplicaba electrodos en la
cabeza, nos atravesaba con grandes
agujas o nos operaba a cráneo abierto.
Por suerte, yo no pasé por ninguna de
esas pruebas —una fuerte gripe me
debilitó durante unos días y el doctor
Richards no se atrevió a hurgar en mí
hasta que la fiebre no remitiera—,
aunque, eso sí, las contemplé desde mi
camilla y llegué a sentirlas como en mi
propia piel.
El día que trajeron a Luka me asusté
de verdad. Le dieron a probar unas
cápsulas negras y lo encerraron en una
jaula. Se volvió loco. Se golpeaba
contra los barrotes de acero, tenía la
mirada perdida. Cuando se tranquilizó,
lo devolvieron al dormitorio común,
pero los efectos no habían desaparecido.
Allí atacó a Laluska: le arrebató su vara
y tiró al suelo el quinqué que llevaba
todas las noches en su inspección
nocturna. El fuego se prendió enseguida
en las mantas. Por eso muchos de mis
compañeros murieron allí, abrasados,
sin escapatoria posible.
Yo no estaba en el dormitorio, pero
pude oír todos los incidentes de labios
de Gustav, que informó en persona al
doctor. Cuando ambos salieron de allí, a
la carrera, descuidando lo que dejaban
atrás, me escapé hacia el bosque en
compañía de otros dos niños. Nunca
supe si Luka sobrevivió a aquel infierno.
Cuando tres días después llegué a un
pueblo, lo hice sola. Mis compañeros de
fuga fallecieron por el camino,
exhaustos, deshidratados. Días después
me acogió una familia polaca que no
tenía hijos, una familia acomodada que
se apiadó de mí al conocer la parte de la
historia que les conté y que me trataron
siempre con enorme cariño. A mis otros
padres, a los de verdad, a los que me
vendieron a Yurkov, jamás quise volver
a verlos. Tres años después llegamos a
España, ya que mi nuevo padre era
diplomático y lo trasladaron al
Consulado de Polonia en Bilbao.
Con el tiempo tuve una hija, Yanise,
hija de aquel polaco, un incidente por
pura gratitud. Él compró mi silencio
dándome un hogar para independizarme,
y también un sustento anual muy
generoso. Yanise tenía cuatro años
cuando me enamoré de una mujer. Marga
era doctora, pero ni ella pudo impedir
que una leucemia se llevase a mi hija.
No me quedaban fuerzas para vivir hasta
que…
Tiempo después, Gloria Sáez me
encontró y me abrió las puertas de la
Agencia de par en par. Hasta hace bien
poco he ejercido como secretaria.
Recogía cartas de padres angustiados y
luego las catalogaba. Archivaba todas y
cada una de ellas, y almacenaba las
fotos de esos niños desaparecidos que
nos hacían llegar.
Ahora, y de pleno derecho, me
puedo sentir como integrante activo de
la Agencia. Disfruté matando a Ángel
Márquez y Frederick Ramiro, y también,
cómo no, a aquellos hijos de puta que
me habían estado proporcionando foxy
hasta hacía poco. Para el otro, Markus,
el plan tenía más recorrido. Él era el
ahijado de Yurkov Eremenko y quien les
había ofrecido las pruebas palpables de
la llegada del capo a Bilbao, y la de
Yuri, el hermano menor. La droga que le
hacía soltar información como un
crucero suelta amarras en su marcha de
cualquier puerto importante del mundo.
El síndrome de abstinencia que la
droga ha provocado en mí está
remitiendo ya. Por eso me encontraba
tan febril últimamente, pero la
adrenalina que mi cuerpo liberaba cada
vez que comenzaba la acción era un
buen antídoto. Gloria me dijo que me
ayudaría a superarlo, y tenía razón.
Ahora mi droga es otra: hacer justicia.
Mis terrores del pasado han
desaparecido. Desde que me escapé
siempre me ha acompañado la misma
pesadilla. Soy otra vez Sasa, como lo fui
de niña, y veo aquel edificio, aquellos
niños y niñas envueltos en llamas, o
muertos en espíritu, y aquel dormitorio
donde nuestras palabras, siempre en
susurros, nos servían de constante
apoyo.
Ahora se ha hecho justicia por ellos.
Los niños y niñas se han ido de mi
mente. Con ellos conviví la época más
espantosa de mi vida. Se sienten
satisfechos, y no volverán. Entienden
que ahora me deba a otros niños, a niños
que sufren y desaparecen hoy y ahora, y
lo aprueban. Gracias, amigos, hasta
siempre.
Alma me comenta lo de las uñas. La
miro. Me alegra saber que mientras todo
ocurría —la limpieza en AVESCO, el
rescate de Vanesa, Zaira y el resto de los
niños, la muerte de Nadine Eremenko y
la posterior detención de Yurkov— ella
permanecía inconsciente en el hospital.
Miento cuando le digo que he cambiado
de tierra varias macetas. Ella no debe
saber que he enterrado el cuerpo de
Jaime donde horas antes Jon Ríos
sepultó a Markus.
Parece conformarse con mi
respuesta. Sigue en estado de shock por
el relato que acaba de leer sobre Nadia.
Gloria quería que ese diario antiguo que
un día escribió mi amiga transformada
ya en Noelia, cayera en manos de Alma.
De todos modos, solo es una copia
traducida, el original se lo quedó
Gloria.
Alma está dispuesta a ir en busca de
Juan Guillón. Cuando habló con él en
AVESCO tuvo la sensación de que lo
había visto antes y al fin lo ha
reconocido como el fotógrafo que
acompañó a Gloria en Mozambique,
años atrás… Ella ignora lo sucedido.
No sabe que ahora es tarde para dar con
él.
Primero quiere bañarse, y yo no me
opongo. Me tumbo tras ella, con mis
manos embadurnando de jabón sus
pechos. Se estremece y deja caer su
cabeza contra mi cuerpo. Desciendo en
vertical hacia su vientre y más abajo
aún… Ya no soy Sasa, ya no soy Silvia,
ahora soy Silvana. Identidades para un
fantasma. Yo misma.
Un último destello del pasado me
sacude. Gloria y Noelia son niñas. Se
llaman Simona y Nadia. Son preciosas y
me sonríen. Como el resto.
Oigo los gemidos de Alma y estos se
llevan mis pensamientos. Contemplo el
tatuaje que aún llevo en el hombro, junto
al cuello. Allí nace una rosa de la que
surgen diez ramificaciones, todas con
espinas, que caen sobre mi espalda. No
me resultó difícil darle ese aspecto.
Debajo se oculta una marca infame. El
fin de mi infancia.
Alma se vuelve y me besa justo ahí.
Después, en los labios.
Instantes preciosos que caducarán
pronto, pero de los que voy a disfrutar
mientras me sea posible.
La vida nunca compensa
debidamente los agravios, pero puede
tener momentos, al menos segundos, que
nivelan con hechos como este la alegría
perdida. Las caricias de una mujer a la
que sonreír y querer.
En tiempos rotos y sin esperanza,
¿qué nos quedaría si no aceptamos las
borrosas compensaciones del destino?
La nada. La soledad.
Hasta ese límite hemos llegado.
Ahora le pondremos remedio. Es
nuestra hora.
Epílogo
Desde el primer momento supe que no
era ella, aunque la acepté porque la
necesitábamos. Mi mujer no podría
soportar seguir viviendo sin nuestra hija,
la necesitaba para no desangrarse en
vida. Además, mi hija y ella eran como
dos gotas de agua. Mientras se
recuperaba de una horrible herida en el
hombro y un supuesto estado de shock
—que contribuyó para que durante casi
un largo año no dijera palabra—, y
luego, imagino que cuando confió al fin
en lo aprendido, un leve acento eslavo
la delataba. Mi mujer achacó las
novedades al momento traumático, pero
no era ciega. Nunca me lo dijo, pero
también intuía que no era nuestra niña.
Las mujeres son muy listas, aunque se
acobardan ante la pérdida. Al menos es
lo que quiero creer…
Mis sospechas se confirmaron
cuando encontré en el armario de su
habitación, bien escondidos bajo el
hueco del último cajón, un cuaderno y el
diario que había escrito desde su
llegada. No pude resistir la tentación de
leerlos y lo di a traducir por partes a
gente de mi total confianza, sin añadir
una palabra sobre su procedencia.
Cuando me lo devolvieron, no podía ni
quería creer lo que mostraban aquellas
páginas. Era horrible. Como terrible
también fue conocer lo que le había
ocurrido a mi niña, y por qué esa chica
había suplantado su identidad. Tardé
mucho en asimilarlo. Ignoré la amenaza
de Yurkov Eremenko, al no acceder a su
chantaje. Con ello había escrito el
destino de mi hija… Era mi culpa, solo
mía…
Después de conocer la verdad, pasé
muchas noches en vela. Esperaba a que
mi esposa se durmiera para encerrarme
en el despacho, y después daba rienda
suelta a mi profunda melancolía. Una
tristeza que acabaría aportando claridad
a mi mente. «¿Por qué no hacer algo?»,
me preguntaba todas esas madrugadas en
vela. Pero ¿qué…? Fue un largo período
improductivo, miles de ideas circulaban,
como remolinos sin control, por mi
mente, aunque no me atrevía a dar el
paso con ninguna. Para entonces, nuestra
«hija» nos había hecho abuelos.
La respuesta a mis desvelos la
encontré por fin en internet. Leí cientos
de cartas y testimonios sobre padres que
buscaban a sus hijos, sobrinos, nietos y
amigos desaparecidos. Aún tenían
esperanzas, y aquello realmente me
sobrecogió… Mandé diseñar una página
web a una persona de mi entera
confianza, y así creé una sociedad de
apoyo a esas personas a las que les
habían arrebatado a sus seres queridos.
Fue un acierto, además de un rotundo
éxito…
Decidí invertir gran parte de mi
fortuna en ese plan. Puse mucho dinero y
medios para seguir adelante con mi idea,
pero lo que había leído en el diario de
Nadia seguía clavado en mi alma, y mi
interés derivó hacia algo más
profundo… Quería seguir escuchando a
aquellas personas con graves dolencias
emocionales; deseaba comprenderlas,
unirlas, ayudarlas. Sin embargo, la ira y
la venganza me incitaban a valerme de
esa iniciativa para crear un poder
oculto, en la sombra. Esa fortaleza que
ninguna institución gubernamental,
administrativa o armada, quieren dar:
equilibrar el desagravio contra la
infancia de esos niños desaparecidos.
Alguien tenía que tomar las riendas.
Aportar las soluciones. No me resultó
difícil entrevistarme con la persona
adecuada. Si tienes tanto dinero, todo
está realmente al alcance de la mano.
Era el momento de ir mucho más allá.
Creé la Agencia. El asunto económico
fue cosa mía. Del personal, formación y
armamento se encargó mi mano derecha.
Dejamos claros los objetivos y las
normas. Protectores del menor, y sin
ninguna piedad contra las ratas que se
valían de ellos. Los testimonios,
documentos y cartas enviados a la
Sociedad de Ayuda al Familiar de Niños
Desaparecidos nos sirvieron de
información, así como de perfecta
tapadera…
Ante los ojos de la Ley y el fisco,
éramos una organización benéfica sin
ánimo de lucro que aportaba ayuda
psicológica a personas afectadas; pero,
por supuesto, no estaban al tanto de
nuestras verdaderas intenciones. Cuando
mi hombre de máxima confianza te
contrató y supe quién eras, intuí que iba
por el camino correcto y que había
tomado la decisión más acertada. Vi el
vídeo de la conversación que
mantuvisteis, y en esos momentos sentí
como propia la rabia que mostraban tus
palabras. Tu historia aparecería
hilvanada con la que había leído en el
diario de Nadia: eras la mejor apuesta
para encauzar aún más este ambicioso
proyecto, tan arriesgado pero a la vez
tan necesario. Aparte, ambos teníamos
cosas en común: Nadia, la pena por los
menores desaparecidos, el deseo de
poner freno a todos aquellos bastardos.
Los mismos objetivos e inquietudes para
reparar parte de lo irreparable.
Delegué en ti los preparativos y los
castigos, y ahora sé que no me
equivoqué. Te felicito por ello y felicito
también a los compañeros que han hecho
posible que un pasado cruel para el más
débil haya sido redimido… Sé que has
sufrido al verte obligada a utilizar a
Noelia, que te costó obedecer mi orden,
pero quiero que entiendas que ella
necesitaba estímulos. No quiero que lo
veas como un castigo por escudarse en
mi hija para salvarse. En los últimos
tiempos, Noelia se estaba alejando de
nosotros. Empezaba a ser un alma en
pena y la sombra de su alcoholismo
jamás había desaparecido del todo, más
aún desde que la separaron de mi nieta.
Atemorizarla era la mejor opción. Hacer
que luchara por algo. Vivir para algo.
Pero todo ha ido bien.
Volvió a llamarnos, y aunque en esa
conversación me vi obligado a mentirle
de nuevo para espolear sus pasos, antes
de colgar me dijo que nos quería. Al fin
hemos vuelto a reunirnos. Todos. Mi
plan la ha hecho crecer emocionalmente,
y ha reflotado una familia que estuvo
rota. No es mi auténtica hija, pero no
importa, porque la siento como si lo
fuera. Nos ha dado una nieta. ¿Qué sería
de mi esposa de saber a ciencia cierta
que su nieta no lleva su sangre… aunque
lo intuya? He acabado aceptando su
engaño, y la he hecho más fuerte.
Muchas veces el peligro y la
incertidumbre te hacen agarrarte de
nuevo a la vida para que valores lo que
tienes… Y eso es lo que he conseguido
de ella. Ambas habéis consumado
vuestra venganza. No es suficiente para
reparar lo que os sucedió, pero al menos
calmará los viejos fantasmas.
Te preguntarás por qué te cuento
todo esto. Es muy sencillo. He tomado
una decisión. Te he elegido a ti para
sustituirme. Ya soy mayor, y necesito
descansar y disfrutar de los míos. He
dedicado mucho tiempo a aliviar el
daño. Ahora me debo a mi mujer, a mi
nieta… A mi hija. Y te elijo a ti para dar
continuidad a este cometido.
La Agencia crece. Tenemos aliados
en Estados Unidos y también Europa.
Personas con grandes recursos que se
unen a nuestra causa. Poco a poco
vamos lográndolo, aunque aún nos
queda mucho camino por recorrer.
El futuro te pertenece. Lo harás bien.
Al menos hemos conseguido meter entre
rejas a ese desgraciado, aunque no
debemos parar hasta verlo agonizar.
Pronto saldrá libre y para entonces,
estaremos esperándolo. Esa es mi última
orden. Matar a ese malnacido. Mientras
tanto, esto debe continuar…

Gloria, ahora bajo la identidad de Moira


Olivares y con un nuevo rostro
proporcionado por la cirugía, recordaba
aquellas palabras con nitidez, como si
hubieran sido susurradas solo unos
segundos atrás. Al principio se quedó
estupefacta, pero digerirlas no le llevó
mucho tiempo.
Que Pablo Álvarez, el fundador de
la Agencia, depositara en ella toda esa
confianza era digno de agradecer,
aunque sabía de la ardua tarea que la
esperaba a partir de ahora. Monopolizar
el poder de aquella organización
secreta, en continua expansión de
personas y medios, no era lo mismo que
ser parte del engranaje. Ahora los
arrestos los tendría que dejar para las
decisiones, y no para las ejecuciones de
los más indeseables. Debía dar lo mejor
de ella. Absolutamente todo. Y lo
primero fue dar su propia vida:
convencer al mundo de su muerte había
sido muy fácil, bastó una fotografía
trucada.
Ahora llevaba puesto un pequeño
sombrero de tela y un pañuelo rojo
anudado al cuello, y vestía informal, con
una camiseta de manga corta azul y
vaqueros. Eran las diez de la mañana
del 27 de agosto de 2011. Ya habían
pasado cuatro meses de lo sucedido en
AVESCO.
El sol, en lo alto del cielo azul,
calentaba todo lo que acariciaba.
Los turistas comenzaron a llegar en
grupos, hacinados en los autobuses. Era
el inicio de la fiesta de las flores. Un
acontecimiento único que tenía lugar
cada cinco años en el pueblo de Campo
Maior, muy próximo a la frontera
española por Badajoz.
Había bastantes agentes portugueses
uniformados, con boina sobre la cabeza,
rostros pétreos y ojos escrutadores, que
intentaban radiografiar a la multitud en
busca de delincuentes. Gloria observó a
uno de ellos, el que controlaba el
tráfico. Llevaba una gorra con
distintivos de suboficial, y los turistas
no dejaban de distraerle con sus
preguntas. Eso estaba bien. Allí había un
punto débil para escapar.
Se coló como uno más entre la
abigarrada muchedumbre. Mientras
avanzaba por las calles adornadas con
incontables guirnaldas y flores de papel,
sacudía sus recuerdos. «Echaré de
menos a Jokin Sagasti», se dijo. Aquel
buen hombre que tanto quiso a su madre,
que les dio cobijo, y les proporcionó
una nueva vida a ambas.
También hubo un momento de tregua
para recordar a Alma Reyes, pues había
llegado a enamorarse de ella. Pero
desde que fue reclutada supo que
mantener una relación tan íntima
resultaba incompatible con su profesión.
Ambos términos no casaban, así que
tomó la decisión de desaparecer y dejar
los sentimientos arrinconados para
siempre. Durante sus últimos días juntas,
había forzado una tremenda discusión y
había fingido una decepción que no
sentía: sabía, incluso antes que ella, que
Alma jamás aceptaría su propuesta de
viaje. «Conocerás a mi familia», le dijo.
De hecho, para entonces su madre ya
había muerto. Mentiras para forzar la
ruptura. Solo buscaba que Alma la
quisiese un poco menos de lo que en
verdad la había querido ella, que tuviese
algo a lo que agarrarse cuando Gloria
desapareciera.
Sabía que nunca lograría olvidarla.
Al menos, la consolaba saber que ahora
las cosas le iban bien. A modo de
anticipo, una editorial de prestigio le
había pagado una suma considerable por
la historia que estaba escribiendo sobre
unos niños rusos que perdieron su
infancia. La había titulado: Los niños
que dejaron de sonreír. Su nueva
estabilidad económica, sin embargo,
difería mucho de la emocional. Había
discutido con su nueva pareja y roto la
relación. Lo que Alma desconocía era
que también en esta ocasión su ex había
forzado la ruptura. También ella se
debía a la Agencia: Sasa, Silvana,
Silvia, nombres para la misma persona.
En el ínterin, el dinero recaudado
con los terribles vídeos había ido a
parar a distintas fundaciones benéficas
sin que la Ertzaintza pudiera hacer
absolutamente nada por evitarlo. Thor,
haciendo gala una vez más de sus
extraordinarias habilidades
informáticas, había dado esquinazo a
tanto policía cualificado. Gloria había
aprovechado su «amistad» con Jaime
Ribas para vigilarlos a él, a Vitus y al
resto, pero también había logrado, de
paso, que el hacker acogiese bajo su ala
a un «familiar» de Gloria, que le abriese
la puerta de su guarida, y que lo formase
en los misterios informáticos. Thor,
desde luego, había aprendido rápido.
Ese último pensamiento la
reconfortaba…
Se detuvo para recobrar el aliento.
Trescientos metros de pendiente
pronunciada sofocan a cualquiera, y se
llevaron sus pensamientos. Llevaba
ocho meses viviendo en Hervás, la
localidad más cercana a Campo Maior,
vigilando a un brasileño que facilitaba
«mercancía» —es decir, niños y niñas—
a poderosos empresarios.
Jan Grichouv, el mercenario búlgaro
curtido en mil batallas que la reclutó, la
puso tras la pista. El mismo que años
atrás había leído la carta donde contaba
parte de la historia de su infancia, el que
la reclutó para la Agencia y con quien
intervino por primera vez de forma
contundente en Mozambique, en 2004.
Acudieron como reporteros, un disfraz
que solo se quitaron cuando eliminaron
sin pestañear a aquella pareja que
estaba tras la desaparición de tantos
niños y niñas africanos. Sin casualidad
alguna, los ejecutados fueron Laluska y
Gustav. Parte de esos perros inmundos
que resquebrajaron su infancia…
Una vez repuesta, Gloria giró a la
derecha. Otra callejuela. Un hueco en la
fachada ante ella. Acto seguido, esquivó
las cortinas que ocultaban el interior de
aquella tienda de regalos que tenía a
mano izquierda. En el mostrador estaba
Jan. Para muchos Jean Guignou; para
otros, Juan Guillón. Se acercó a él. Al
fondo había una pareja de extranjeros
horteras con ropas chillonas —él, el
habitual turista con sandalias y
calcetines altos, y ella, grasienta y con
la piel lechosa enrojecida por el sol—
que observaban ensimismados unas
vasijas.
—Buenos días, ¿tiene figuras
talladas a mano? —preguntó Gloria.
—Desde luego.
Jan silbó y apareció de la nada un
joven con el pelo alborotado.
—Atiende el mostrador. —Y luego,
hacia ella—: Acompáñeme a la
trastienda, por favor.
Los dos siguieron pasillo adelante,
tras franquear una puerta, y
descendieron por una escalera de
cemento.
Llegaron así a una cámara frigorífica
reforzada con aislamiento acústico.
Junto a ella se encontraban Thor, Aldo y
Sasa.
Gloria miró a su compañera. Aldo le
había hablado de los problemas de la
joven, primero con el alcohol y más
tarde, con las drogas. Fue ella quien
decidió darle la oportunidad y quien la
contrató para liberarla de su tormento,
aunque en realidad se sentía en deuda
con ella. Esa mujer, siendo niña, la
limpió y consoló después de que
aquellos dos hombres…
Sasa asintió ante la mirada de
Gloria. Era una mirada de gratitud.
Había hecho bien su trabajo. Al
igual que las otras unidas a la causa, en
especial la doctora Laínez, a quien los
mafiosos rusos creían tener controlada.
Marga interpretó su papel con absoluta
eficacia. Se hizo la preocupada por ese
padre al que en realidad aborrecía, un
machista con la mano suelta que no
pocas veces había pagado sus
frustraciones con ella y su madre. Fue la
propia Marga quien se negó a que
interrogaran a Fabiola Mena y a que la
examinaran otros compañeros, para que
no descubrieran el cuchillo que había
escondido en la escayola. La noche del
asesinato de Nadine, fue ella misma
quien facilitó a Thor el acceso remoto a
las cámaras de vigilancia del hospital, y
también quien manipuló a Yuri para que
llamara a Yurkov y le dijese que su hija
había despertado —ella misma se
encargó de que «despertara» al fin, en el
momento adecuado—. Marga se aseguró
de que nadie aguardaba a su paciente a
la entrada de la habitación de la rusa, tal
y como Gloria le había pedido. El resto
quedaba en manos de Fabiola Mena.
Días después del suceso, el padre de
Marga apareció desmembrado en una
colina. Cuando Gloria se lo comunicó,
la doctora solo comentó que había
sucedido lo correcto y que abandonaba
su trabajo para servir en la Agencia a
tiempo total…
Fue Aldo quien le tendió a Gloria el
buzo de plástico transparente, las calzas
y las gafas. Sasa le ofreció los guantes
de limpieza que escondía en el bolsillo
trasero del pantalón. Por su parte, Thor
dejó la caja de herramientas sobre la
mesa de ruedas que Gloria empujaría, y
que escondía tras él. Jon abrió la puerta
del almacén de congelados.
Al fondo había un hombre desnudo
tendido de rodillas. Temblaba. Estaba
atado como un perro. Collar al cuello
unido a la gruesa cadena que surgía de
la pared. No podía moverse. Los
tobillos aparecían anormalmente
aplastados y retorcidos. Una maza tirada
en un rincón había sido la responsable.
Thiago Damião, aquel brasileño que
proporcionaba género infantil a cambio
de grandes sumas de dinero, levantó la
cabeza. Otro asqueroso cazador
infanticida.
Gloria se ciñó el buzo plastificado,
se puso la capucha, las gafas de
protección y los guantes, y escarbó en la
caja de herramientas. Luego levantó la
rotaflex y la enchufó al alargador del
estante inferior de la mesilla. El disco
de la máquina se convirtió en un
remolino centelleante al accionar el
botón de encendido.
«Al dolor se le combate con dolor»,
concluyó, lapidaria.
Allí acababa el pasado más
indigesto y cruel. Simona. Gloria.
Nombres que ya no significaban nada
para ella, a pesar de la vinculación que
tuvieron a su persona. Siempre
recordaría a su hermana, aunque nunca
más volverían a estar juntas. La
protegería con su ausencia, ya que ahora
ella era sinónimo de peligro para quien
la tratara. «Esta vida nos ha creado para
convertirnos en demonios. El fuego es
igual para todos». Un fuego que lo
devoraba todo, igual que prendió el
diario de su hermana pequeña y las
historias de aquellos niños y niñas.
Cenizas frías, restos ya de una fogata el
día anterior.
Deseaba lo mejor para Vanesa y
Zaira, quienes nunca aportaron a la
Policía ninguna pista sobre sus captores.
De igual forma, Vanesa se abstuvo de
hacer cualquier referencia de la
camaleónica mujer que tantos jueves la
escuchó bajo pelucas distintas y ropa
variada. Aquella aparición que le
ofreció esperanza merecía ser
recordada, pero no delatada.
Precisamente fue a Sasa a quien Vanesa
entregó el arma de su padre —en una
suerte de castigo para Yago—. La misma
pistola que ellos entregarían a Noelia en
la guarida de Jaime; la misma que
acabaría cayendo en manos de Jon Ríos
en El Observatorio; la misma con la que
este apuntaría a Noelia antes de ser
abatido por Aldo.
—Adiós, Noelia… —murmuró
Gloria para sí—. Hasta siempre, Nadia.
Te perdí siendo niñas.
Yurkov Eremenko seguía vivo,
encerrado en una prisión con todo tipo
de lujos. En un par de años saldría,
quizá en menos, dependiendo de la
pericia de sus carísimos abogados y del
conformismo de un juez deshonesto, y
ellos estarían al acecho, esperándolo
ansiosos. Mientras tanto, debían
continuar con su cometido.
Apretó los dientes y liberó su ira,
contenida durante tanto tiempo. Avanzó
la rotaflex en busca de su presa y solo
entonces, una vez consumada la
sangrienta ejecución, Gloria recuperó al
fin la sonrisa…
FRAN SANTANA nació en 1971 en
Barakaldo, Vizcaya. Trabajó como
albañil hasta que la crisis le convirtió en
un parado de largo recorrido.
A partir de ese momento encontró en la
escritura una vía de escape cuando la
crisis se llevó por delante su puesto de
trabajo. Cinco años en el paro dan para
mucho, y Santana se ha revelado como
un narrador en estado puro, lleno de
talento.
Fran Santana decidió autopublicar su
opera prima Los niños que ya no
sonríen y la buena acogida que tuvo la
novela en pocos meses llevó a varias
editoriales a interesarse por la obra y
por su autor. Actualmente un equipo de
guionistas trabaja en su adaptación al
cine.
Adicto a la libros desde niño, su ídolo
literario es Stephen King con el que ha
sido comparado. Del mismo modo hay
quien le ve paralelismos con Stieg
Larsson por su capacidad para reflejar
la cara más oscura de la realidad a
través de este thriller visceral, que
golpea y estremece al lector desde la
primera línea.
Notas
[1]Beltzak, «negros», es el nombre por
el que se conoce a los antidisturbios de
la Brigada Móvil de la Ertzaintza. <<
[2] «Perros», «liberación de los presos».
<<
[3] «Felicidades». <<
[4] «Muy bien». <<
[5]«Viva ETA Militar», «Liberación de
los presos» y «La lucha es el único
camino». <<
[6] Detente y Ayuda, asociación
humanitaria y sin ánimo de lucro
fundada en Bilbao, en 1966, para
atender todas las llamadas de auxilio.
<<

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