Paz El Mono Gramático 1974 Manipulable

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Octavio Paz

E l mono gram ático


O C T A V IO PAZ

EL MONO
GRAMÁTICO

X
BIBLIOTECA BREVE
E D IT O R IA L S E I X B A R R A L , S. A .
BARCELONA, MÉXICO
Cubierta: Alberto Corazón, sobre una fotografía
de Daniel David de Hanuman (Rajastán, s. xvm),
dibujo sobre pape)
(colección de Marie José Paz)

Primera edición: septiembre de 1974

® 1974: Octavio Paz, México

Derechos exclusivos de edición


reservados para los países de habla española:
® 1974: Editorial Seix Barral, S. A.,
Provenza, 219 - Barcelona

Primera edición mexicana: 1975 (cinco mil ejemplares)

® 1975: Ariel Seix Barral, S. A., Cía. Editorial


Morolos 98-304-México 1, D. F.

Depósito legal: B. 40.784-1974

ISBN : 84 322 0269X

Impreso y hecho en México


Printed and Made in México
HANUMÁN, HANUMAT, HA-
NÜMAT. A celebrated monkey
chief. He was able to fly and is
a conspicuous figure in the Rima-
yana ... Hanumán jutnped from
India to Ceylon in one bound; he
tore up trees, carried away the
Himalayas, seized the clouds and
performed many other wonderful
exploits ... Among his other ac-
complishments, Hanumán was a
grammarian; and the Rámáyana
says: «The chief of monkeys is
perfect; no one equals him in the
sastras, in learning, and in ascer-
taining the sense of the scriptures
(or in movíng at will). It is well
known that Hanumán was the
ninth author of grammar».

John Dowson, M.R.A.S.,


A Classical Dictionary of
Hindú Mythology.
!

A M arie J osé
1

lo mejor será escoger el camino de Gaita, recorrerlo


de nuevo (inventarlo a medida que lo recorro) y sin
darme cuenta, casi insensiblemente, ir hasta el fin
— sin preocuparme por saber qué quiere decir «ir
hasta el fin» ni qué es lo que yo he querido decir
al escribir esa frase. Cuando caminaba por el sen­
dero de Gaita, ya lejos de la carretera, una vez pasa­
do el paraje de los banianos y los charcos de agua
podrida, traspuesto el Portal en ruinas, al penetrar
en la plazuela rodeada de casas desmoronadas, pre­
cisamente al comenzar la caminata, tampoco sabía
adonde iba ni me preocupaba saberlo. No me hacía
preguntas: caminaba, nada más caminaba, sin rumbo
fijo. Iba al encuentro... ¿de qué iba al encuentro?
Entonces no lo sabía y no lo sé ahora. Tal vez por
eso escribí «ir hasta el fin»: para saberlo, para saber
qué hay detrás del fin. Una trampa verbal; después
del fin no hay nada pues si algo hubiese el fin no
sería fin. Y, no obstante, siempre caminamos al en­
cuentro d e..., aunque sepamos que nada ni nadie
nos aguarda. Andamos sin dirección fija pero con un
fin (¿cuál?) y para llegar al fin. Búsqueda del fin,
terror ante el fin: el haz y el envés del mismo acto.

11
Sin ese fin que nos elude constantemente ni cami­
naríamos ni habría caminos. Pero el fin es la refuta­
ción y la condenación del camino: al fin el camino se
disuelve, el encuentro se disipa. Y el fin— también
se disipa.
Volver a caminar, ir de nuevo al encuentro: el
camino estrecho que sube y baja serpeando entre
rocas renegridas y colinas adustas color camello; col­
gadas de las peñas, como si estuviesen a piinto de
desprenderse y caer sobre la cabeza del caminante,
las casas blancas; el olor a pelambre trasudada y a
excremento de vaca; el zumbar de la tarde; los gritos
de los monos saltando entre las ramas de los árboles
o corriendo por las azoteas o balanceándose en los
barrotes de un balcón; en las alturas, los círculos de
los pájaros y el humo azulenco de las cocinas; la
luz casi rosada sobre las piedras; el sabor de sal en
los labios resecos; el rumor de la tierra suelta al des­
moronarse bajo los pies; el polvo que se pega a la
piel empapada de sudor, enrojece los ojos y no deja
respirar; las imágenes, los recuerdos, las figuraciones
fragmentarias— todas esas sensaciones, visiones y se-
mipensamientos que aparecen y desaparecen en el
espacio de un parpadeo, mientras se camina al en­
cuentro de... El camino también desaparece mientras
lo pienso, mientras lo digo.

12
2

Tras mi ventana, a unos trescientos metros, la mole


verdinegra de la arboleda, montaña de hojas y ramas
que se bambolea y amenaza con desplomarse. Un
pueblo de hayas, abedules, álamos y fresnos con­
gregados sobre una ligerísima eminencia del terreno,
todas sus copas volcadas y vueltas una sola masa
líquida, lomo de mar convulso. El viento los sacude
y los golpea hasta hacerlos aullar. Los árboles se
retuercen, se doblan, se yerguen de nuevo con gran
estruendo y se estiran como si quisiesen desarraigar­
se y huir. No, no ceden. Dolor de raíces y de follajes
rotos, feroz tenacidad vegetal no menos poderosa
que la de los animales y los hombres. Si estos árboles
se echasen a andar, destruirían a todo lo que se opu­
siese a su paso. Prefieren quedarse donde están: no
tienen sangre ni nervios sino savia y, en lugar de la
cólera o el miedo, los habita una obstinación silen­
ciosa. Los animales huyen o atacan, los árboles se
quedan clavados en su sitio. Paciencia: heroísmo ve­
getal. No ser ni león ni serpiente: ser encina, ser
piró.
El cielo se ha cubierto enteramente de nubes
color acero, casi blanco en las lejanías y paulati-

13
namente ennegrecido hacia el centro, arriba de la ar­
boleda: allí se reconcentra en congregaciones mora­
das y violentas. Los árboles gritan sin cesar bajo
esas acumulaciones rencorosas. Hacia la derecha la
arboleda es un poco menos espesa y los follajes de
dos hayas, enlazados, forman un arco sombrío. Abajo
del arco hay un espacio claro y extraordinariamente
quieto, una suerte de laguna de luz que desde aquí
no es del todo visible, pues la corta la raya de la
barda de los vecinos. Es una barda de poca altura,
una superficie cuadriculada de ladrillos sobre la que
se extiende la mancha, verde y fría, de un rosal.
A trechos, donde no hay hojas, se ve el tronco nudoso
y las bifurcaciones de sus ramas larguísimas y eriza­
das de espinas. Profusión de brazos, pinzas, patas y
otras extremidades armadas de púas: nunca había
pensado que un rosal fuese un cangrejo inmenso. El
patio debe tener unos cuarenta metros cuadrados; su
piso es de cemento y, además del rosal, lo adorna
un prado minúsculo sembrado de margaritas. En una
esquina hay una mesita de madera negra, ya desven­
cijada. ¿Para qué habrá servido? Tal vez fue pedes­
tal de una maceta. Todos los días, durante varias
horas, mientras leo o escribo, la tengo frente a mí,
pero, por más acostumbrado que esté a su presencia,
me sigue pareciendo una incongruencia: ¿qué hace
allí? A veces la veo como se ve una falta, un acto
indebido; otras, como una crítica. La crítica de la

14
retórica de los árboles y el viento. En el rincón
opuesto está el bote de basura, un cilindro metálico
de setenta centímetros de altura y medio metro de
diámetro: cuatro patas de alambre que sostienen un
aro provisto de una cubierta oxidada y del que cuel­
ga una bolsa de plástico destinada a contener los
desperdicios. La bolsa es de color rojo encendido.
Otra vez los cangrejos. La mesa y el bote de basura,
las paredes de ladrillo y el piso de cemento, encierran
al espacio. ¿Lo encierran o son sus puertas?
Bajo el arco de las hayas la luz se ha profundi­
zado y su fijeza, sitiada por las sombras convulsas
del follaje, es casi absoluta. Al verla, yo también me
quedo quieto. Mejor dicho: mi pensamiento se re­
pliega y se queda quieto por un largo instante. ¿Esa
quietud es la fuerza que impide huir a los árboles
y disgregarse al cielo? ¿Es la gravedad de este mo­
mento? Sí, ya sé que la naturaleza— o lo que así lla­
mamos: ese conjunto de objetos y procesos que nos
rodea y que, alternativamente, nos engendra y nos
devora— no es nuestro cómplice ni nuestro confiden­
te. No es lícito proyectar nuestros sentimientos en
las cosas ni atribuirles nuestras sensaciones y pasio­
nes. ¿Tampoco lo será ver en ellas una guía, una
doctrina de vida? Aprender el arte de la inmovilidad
en la agitación del torbellino, aprender a quedarse
quieto y a ser transparente como esa luz fija en medio
de los ramajes frenéticos— puede ser un programa de

15
vida. Pero el claro ya no es una laguna ovalada sino
un triángulo incandescente, recorrido por finísimas
estrías de sombra. El triángulo se agita impercepti­
blemente hasta que, poco a poco, se produce una
ebullición luminosa, primero en las regiones exterio­
res y después, con creciente ímpetu, en su núcleo
encendido, como si toda esa luz líquida fuese una
materia hirviente y progresivamente amarilla. ¿Esta­
llará? Las burbujas se encienden y apagan continua­
mente con un ritmo semejante al de una respiración
inquieta. A medida que el cielo se oscurece, el claro
de luz se vuelve más profundo y parpadeante, casi
una lámpara a punto de extinguirse entre tinieblas
agitadas. Los árboles siguen en pie aunque ya están
vestidos de otra luz.
La fijeza es siempre momentánea. Es un equili­
brio, a un tiempo precario y perfecto, que dura lo
que dura un instante: basta una vibración de la luz,
la aparición de una nube o una mínima alteración
de la temperatura para que el pacto de quietud se
rompa y se desencadene la serie de las metamorfosis.
Cada metamorfosis, a su vez, es otro momento de
fijeza al que sucede una nueva alteración y otro in­
sólito equilibrio. Sí, nadie está solo y cada cambio
aquí provoca otro cambio allá. Nadie está solo y
nada es sólido: el cambio se resuelve en fijezas que
son acuerdos momentáneos. ¿Debo decir que la forma
del cambio es la fijeza o, más exactamente, que el

16
cambio es una incesante búsqueda de fijeza? Nostal­
gia de la inercia: la pereza y sus paraísos congelados.
La sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio,
sino en la dialéctica entre ellos. Constante ir y venir:
la sabiduría está en lo instantáneo. Es el tránsito.
Pero apenas digo tránsito, se rompe el hechizo. El
tránsito no es sabiduría sino un simple ir h ada...
El tránsito se desvanece: sólo así es tránsito.
3

No quería pensar más en Gaita y en su polvoso ca­


mino, y ahora vuelven. Regresan de una manera in­
sidiosa: a pesar de que no los veo siento que están
de nuevo aquí y que esperan ser nombrados. No se
me ocurre nada, no pienso en nada, es el verdadero
«pensamiento en blanco»: como la palabra tránsito
cuando la digo, como el camino mientras lo camino,
todo se desvanece en cuanto pienso en Gaita. ¿Pien­
so? No, Gaita está aquí, se ha deslizado en un recodo
de mis pensamientos y acecha con esa existencia in­
decisa, aunque exigente en su misma indecisión, de
los pensamientos no del todo pensados, no del todo
dichos. Inminencia de la presencia antes de presen­
tarse. Pero no hay tal presencia— sólo una espera
hecha de irritación e impotencia. Gaita no está aquí:
me aguarda al final de esta frase. Me aguarda para
desaparecer. Ante el vacío que produce su nombre
siento la misma perplejidad que frente a sus colinas
achatadas por siglos de viento y sus llanos amari­
llentos sobre los que, durante los largos meses de
sequía, cuando el calor pulveriza a las rocas y el cielo
parece que va a agrietarse como la tierra, se levantan
las tolvaneras. Rojeantes, grisácesas o pardas apari-

19
dones que brotan de pronto como si fuesen un sur­
tidor de agua o un geiser de vapor, salvo que los
torbellinos son imágenes de la sed, malignas celebra­
ciones de la aridez. Fantasmas que danzan al girar,
avanzan, retroceden, se inmovilizan, desaparecen aquí,
reaparecen allá: apariciones sin sustancia, ceremonias
de polvo y aire. También esto que escribo es una
ceremonia, girar de una palabra que aparece y desa­
parece en sus giros. Edifico torres de aire.
Los torbellinos son frecuentes en la otra vertien­
te del monte, en la gran llanura, no entre estos de­
clives y hondonadas. Aquí la tierra es mucho más
accidentada que del otro lado, aunque de nada le haya
servido a Gaita cobijarse en las faldas del monte. Al
contrario, su situación la expuso aún más a la acción
del desierto. Todas estas ondulaciones, cavidades y
gargantas son las cañadas y los cauces de arroyos hoy
extintos. Esos montículos arenosos fueron arboledas.
No sólo se camina entre casas destruidas: también
el paisaje se ha desmoronado y es una ruina. Leo una
descripción de 1891: «The way the sandy desert
is encroaching in the town should be noticed. It
has caused one large suburb to be deserted and
the houses and gardens are going to ruin. The sand
has even drifted up the ravines of the hills. This
evil ought to be arrested at any cost by planting».
Menos de veinte años después Gaita fue aban­
donada. No por mucho tiempo: primero los mo­

20
nos y después bandas de parias errantes ocuparon las
ruinas.
No es más de una hora de marcha. Se deja la
carretera a la izquierda, se tuerce entre colinas roco­
sas y se sube por quebradas no menos áridas. Una
desolación que no es hosca sino lastimosa. Paisaje
de huesos. Restos de templos y casas, arcos que con­
ducen a patios cegados por la arena, fachadas detrás
de las cuales no hay nada sino pilas de cascajo y
basuras, escalinatas que terminan en el vacío, terra­
zas desfondadas, piscinas convertidas en gigantescos
depósitos de excrementos. Al cabo de recorrer esas
ondulaciones se desciende a un llano raso y pelado.
El sendero es de piedras picudas y uno se cansa pron­
to. A pesar de que son ya las cuatro de la tarde, el sue­
lo quema. Arbustos pequeños, plantas espinosas, una
vegetación torcida y raquítica. Enfrente, no muy lejos,
la montaña famélica. Pellejo de piedras, montaña sar­
nosa. Hay un polvillo en el aire, una sustancia im­
palpable que irrita y marea. Las cosas parecen más
quietas bajo esta luz sin peso y que, sin embargo,
agobia. Tal vez la palabra no es quietud sino persis­
tencia: las cosas persisten bajo la humillación de la
luz. Y la luz persiste. Las cosas son más cosas, todo
está empeñado en ser, nada más en ser. Se cruza el
cauce pedregoso de un riachuelo seco y el ruido de
los pasos sobre las piedras hace pensar en el rumor
del agua, pero las piedras humean, el suelo humea.

21
Ahora el camino da vueltas entre colinas cónicas y
negruzcas. Un paisaje petrificado. Contrasta esta se­
veridad geométrica con los delirios que el viento y
las rocas inventan allá arriba, en la montaña. Se sube
durante un centenar de metros por una cuesta no
muy empinada, entre montones de pedruscos y tierra
arenisca. A la geometría sucede lo informe: impo­
sible saber si esos escombros son los de las casas
demolidas o lo que queda de peñascos disgregados,
desmenuzados por el viento y el sol. Otra vez se
desciende: yerbales, plantas biliosas, cardos, hedor a
boñiga e inmundicia humana y animal, bidones oxi­
dados y agujereados, trapos con manchas menstrua­
les, una asamblea de buitres en torno a un perro con
el vientre despedazado a picotazos, millones de mos­
cas, una roca sobre la que han pintado con alquitrán
las siglas del Partido del Congreso, otra vez el arroyo
seco, un nim enorme donde viven centenares de pája­
ros y ardillas, más llanos y ruinas, los vuelos pasio­
nales de los pericos, un montículo que fue tal vez
un cenotafio, un muro con restos de pintura roja y
negra (Krishna y sus vaqueras, pavorreales y otras
figuras irreconocibles), una marisma cubierta de lotos
y sobre ellos una nube de mariposas, el silencio de
las rocas bajo la vibración luminosa del aire, la res­
piración del campo, el terror ante el crujido de una
rama o el ruido de una pedrezuela movida por una la­
gartija (la constante presencia invisible de la cobra

22
y la otra presencia no menos impalpable y que no
nos deja nunca, sombra de nuestros pensamientos,
reverso de lo que vemos y hablamos y somos) y así
hasta llegar, de nuevo por el cauce del mismo arroyo,
a un valle minúsculo.
Atrás y a los lados, las colinas achatadas, el pai­
saje aplastado de la erosión; adelante, la montaña
con la senda que lleva al gran tanque bajo las peñas
y, desde allí, por el camino de los peregrinos, al san­
tuario de la cumbre. Apenas si quedan huellas de las
casas. Hay tres banianos, viejos y eminentes. A su
sombra— o más bien: metidos en su espesura, escon­
didos en la penumbra de sus entrañas, como si fuesen
cuevas y no árboles— unos niños vivísimos y en an­
drajos. Cuidan una docena de vacas flacas y resig­
nadas al martirio de las moscas y las garrapatas.
También hay dos cabritos y muchos cuervos. Apa­
rece la primera bandada de monos. Los niños los
apedrean. Verdes y centelleantes bajo la luz constan­
te, dos grandes charcos de agua pestilente. Dentro de
unas semanas el agua se habrá evaporado, el lodo se
habrá secado y los charcos serán lechos de polvo finí­
simo sobre el que los niños y el viento han de revol­
carse.

23
4

La fijeza es siempre momentánea. ¿Cómo puede ser­


lo siempre? Si lo fuese, no sería momentánea— o no
sería fijeza. ¿Qué quise decir con esa frase? Proba­
blemente tenía en mientes la oposición entre movi­
miento e inmovilidad, una oposición que el adverbio
siempre designa como incesante y universal: se ex­
tiende a todas las épocas y comprende a todas las
circunstancias. Mi frase tiende a disolver esa oposi­
ción y así se presenta como una taimada transgresión
del principio de identidad. Taimada porque escogí la
palabra momentánea como el complemento de fijeza
para atenuar la violencia del contraste entre movi­
miento e inmovilidad. Una pequeña superchería retó­
rica destinada a darle apariencia de plausibilidad a la
infracción de la lógica. Las relaciones entre la retó­
rica y la moral son inquietantes: es turbadora la faci­
lidad con que el lenguaje se tuerce y no lo es menos
que nuestro espíritu acepte tan dócilmente esos jue­
gos perversos. Deberíamos someter el lenguaje a un
régimen de pan y agua, si queremos que no se corrom­
pa y nos corrompa. (Lo malo es que régimen-de-pan-
y-agua es una expresión figurada como lo es la corrup-
dón-del-lenguaje-y-sus-contagios.) Hay que destejer

25
(otra metáfora) inclusive las frases más simples para
averiguar qué es lo que encierran (más expresiones
figuradas) y de qué y cómo están hechas (¿de qué
está hecho el lenguaje? y, sobre todo, ¿está hecho o es
algo que perpetuamente se está haciendo?). Destejer
el tejido verbal: la realidad aparecerá. (Dos metá­
foras.) ¿La realidad será el reverso del tejido, el
reverso de la metáfora— aquello que está del otro
lado del lenguaje? (El lenguaje no tiene reverso ni
cara ni lados.) Quizá la realidad también es una me­
táfora (¿de qué y /o de quién?). Quizá las cosas no
son cosas sino palabras: metáforas, palabras de otras
cosas. ¿Con quién y de qué hablan las cosas-pala­
bras? (Esta página es un saco de palabras-cosas.) Tal
vez, a la manera de las cosas que hablan con ellas
mismas en su lenguaje de cosas, el lenguaje no habla
de las cosas ni del mundo: habla de sí mismo y con­
sigo mismo. (Thougths of a dry brain in a dry sea-
son.) Ciertas realidades no se pueden enunciar pero,
cito de memoria, «son aquello que se muestra en el
lenguaje sin que el lenguaje lo enuncie». Son aquello
que el lenguaje no dice y así dice. (Aquello que se
muestra en el lenguaje no es el silencio, que por de­
finición no dice, ni aquello que diría el silencio si
hablase, si dejase de ser silencio, sino...) Aquello
que se dice en el lenguaje sin que el lenguaje lo diga,
es decir (¿es decir?): aquello que realmente se dice
(aquello que entre una frase y otra, en esa grieta que

26
no es ni silencio ni voz, aparece) es aquello que el
lenguaje calla (la fijeza es siempre momentánea).
Vuelvo a mi observación inicial: por medio de
una sucesión de análisis pacientes y en dirección con­
traria a la actividad normal del hablante, cuya fun­
ción consiste en producir y construir frases, mientras
que aquí se trata de desmontarlas y desacoplarlas
—desconstruirlas, por decirlo así— , deberíamos re­
montar la corriente, desandar el camino y de expre­
sión figurada en expresión figurada llegar hasta la
raíz, la palabra original, primordial, de la cual todas
las otras son metáforas. Momentánea es metáfora
—¿de qué otra palabra? Al escogerla como comple­
mento de fijeza incurrí en esa frecuente confusión
que consiste en atribuir propiedades espaciales al
tiempo y propiedades temporales al espacio, como
cuando decimos «a lo largo del año», la «carrera de
las horas», el «avance del minutero» y otras expre­
siones de ese jaez. Si se substituye la expresión figu­
rada por la directa, aparecerá el contrasentido: la
fijeza es (siempre) movimiento. A su vez, fijeza es
una metáfora. ¿Qué quise decir con esa palabra? Tal
vez: aquello que no cambia. Así, la frase podría haber
sido: lo que no cambia es (siempre) movimiento. El
resultado no es satisfactorio: la oposición entre no-
cambio y movimiento no es neta, la ambigüedad rea­
parece. Puesto que movimiento es una metáfora de
cambio, lo mejor será decir: no-cambio es (siempre)

27
cambio. Al fin parece que he llegado al desequilibrio
deseado. Sin embargo, cambio no es la palabra ori­
ginal que busco: es una figura de devenir. Al substi­
tuir cambio por devenir, la relación entre los dos
términos se altera, de modo que debo reemplazar
no-cambio por permanencia, que es una metáfora de
fijeza como devenir lo es de llegar-a-ser que, por su
parte, es una metáfora del tiempo en sus transforma­
ciones incesantes... No hay principio, no hay palabra
original, cada una es una metáfora de otra palabra que
es una metáfora de otra y así sucesivamente. To­
das son traducciones de traducciones. Transparen­
cia en la que el haz es el envés: la fijeza siempre es
momentánea.
Empiezo de nuevo: si es un contrasentido decir
que la fijeza siempre es momentánea, no lo será decir
que nunca lo es. La luz del sol de esta mañana ha
caído sin interrupción sobre la inmóvil superficie de
la mesita negra que está en un rincón del patio de los
vecinos (al fin tiene una función en estas páginas:
me sirve de ejemplo en una demostración incierta)
durante el poco tiempo en que se despejó el cielo
anubarrado: unos quince minutos, los suficientes para
mostrar la falsedad de la frase: la fijeza nunca es
momentánea. El tordo plateado y oliváceo, posado
en un filo de sombra, él mismo sombra afilada vuelto
luz erguida entre y contra los diversos resplandores
de los vidrios rotos de botella encajados en los bor­

28
des de un muro a la hora en que las reverberaciones
deshabitan el espacio, reflejo entre reflejos, instan­
tánea claridad aguzada hecha de un pico, unas plumas
y el brillo de un par de ojos; la lagartija gris y trian­
gular, espolvoreada por una finísima materia apenas
verdosa, quieta en una hendedura de otra barda de
otra tarde en otro lugar: no una piedra veteada sino
un trozo de mercurio animal; la mata de hojas fres­
cas sobre las que de un día para otro, sin previo
aviso, aparece un orín color de fuego que no es
sino la marca de las armas rojas del otoño y que
inmediatamente pasa por diversos estados, como la
brasa que se aviva antes de extinguirse, del cobre
al tinto y del leonado al requemado: en cada mo­
mento y en cada estado siempre la misma planta; la
mariposa aquella que vi un mediodía de Kasauli, cla­
vada sobre un girasol negro y amarillo como ella, las
alas abiertas, ya una muy tenue lámina de oro perua­
no en la que se hubiese concentrado todo el sol de
los Himalayas— están fijos, no allá: aquí, en mi men­
te, fijos por un instante. La fijeza siempre es momen­
tánea.
Mi frase es un momento, el momento de fijeza,
en el monólogo de Zenón de Elea y Hui Shih («Hoy
salgo hacia Yüeh y llego ayer»). En ese monólogo uno
de los términos acaba por devorar al otro: o la inmo­
vilidad sólo es un estado del movimiento (como en
mi frase) o el movimiento sólo es una ilusión de

29
la inmovilidad (como entre los hindúes). Por tanto,
no hay que decir ni siempre ni nunca, sino casi siem­
pre o casi nunca, sólo de vez en cuando o más de lo
que generalmente se piensa y menos de lo que esta
expresión podría indicar, en muchas ocasiones o en
rarísimas, con cierta constancia o no disponemos de
elementos suficientes para afirmar con certeza si es pe­
riódica o irregular: la fijeza (siempre, nunca, casi
siempre, casi nunca, etc.) es momentánea (siempre,
nunca, casi siempre, casi nunca, etc.) la fijeza (siem­
pre, nunca, casi siempre, casi nunca, etc.) es momen­
tánea (siempre, nunca, casi siempre, casi nunca, etc.)
la fijeza... Todo esto quiere decir que la fijeza nunca
es enteramente fijeza y que siempre es un momento
del cambio. La fijeza es siempre momentánea.
5

Debo hacer un esfuerzo ( ¿no dije que ahora sí iría has­


ta el fin?), dejar el paraje de los charcos y llegar, unos
mil metros más lejos, a lo que llanjo el Portal. Los
niños me acompañan, se ofrecen como guías y me
piden dinero. Me detengo junto a un arbolillo, saco mi
navaja y corto una rama. Me servirá de bastón y de
estandarte. El Portal es un lienzo de muralla, alta
aunque no muy extensa, y que ostenta desteñidos tra­
zos de pintura roja y negra. La puerta de entrada está
situada en el centro y la remata un gran arco sarrace­
no. Arriba y a los lados del arco, dos hileras de balco­
nes que recuerdan a los de Sevilla y a los de Puebla de
México, salvo que éstos son de madera y no de hierro.
Debajo de cada balcón hay una hornacina vacía. El
muro, los balcones y el arco son los restos de lo que
debe haber sido un palacete de fines del siglo xvm ,
semejante a los que abundan en el otro lado de la
montaña.
Cerca del Portal hay un gran baniano que debe
ser viejísimo a juzgar por el número de sus raíces
colgantes y la forma intrincada en que descienden a
la tierra desde lo alto de la copa para afincarse, as­
cender de nuevo, avanzar y entretejerse unas con

31
otras a la manera de las cuerdas, los cables y los más­
tiles de un velero. Pero el baniano-velero no se pudre
en las aguas estancadas de una bahía sino en esta tie­
rra arenosa. En sus ramas, los devotos han atado cin­
tas de colores, todas desteñidas por la lluvia y el
sol. Esos moños descoloridos le dan el aspecto la­
mentable de un gigante cubierto de vendas sucias.
Adosada al tronco principal, sobre una pequeña pla­
taforma encalada, reposa una piedra de unos cuarenta
centímetros de altura; su forma es vagamente hu­
mana y toda ella está embadurnada, con una pintura
espesa y brillante de un rojo sanguíneo. Al pie de la
figura hay pétalos amarillos, cenizas, cacharros rotos
y otros restos que no acierto a distinguir. Los niños
saltan y gritan, señalando a la piedra: «Hanumán, Ha-
numán». A sus gritos brota entre las piedras un men­
digo que me muestra sus manos comidas por la lepra.
Al instante aparece otro pordiosero y luego otro y
otro.
Me aparto, cruzo el arco y penetro en una suerte
de plazoleta. En el extremo derecho, una confusa pers­
pectiva de arquitecturas desplomadas; en el izquierdo,
un muro que reproduce en una escala más modesta
el Portal: trazos de pintura roja y negra, dos balco­
nes y una entrada rematada por un arco gracioso
y que deja ver un patio enmarañado por una vege­
tación hostil; enfrente, una calle ancha, sinuosa y
empedrada, bordeada por casas casi del todo derrui-

32
c jn v 3r » *$ |
das. En el centro de la calle, a unos cien metros de
donde estoy ahora, hay una fuente. Los monos saltan
el muro del Portal, atraviesan corriendo la plazoleta
y se encaraman en la fuente. Pronto los desalojan
las piedras que les lanzan los niños. Camino hacia
la fuente. Enfrente hay una construcción todavía en
pie, sin balcones pero con anchas puertas de madera
de par en par abiertas. Es un templo. A los lados de
las entradas hay varios puestos entoldados en donde
unos vejetes venden cigarrillos, fósforos, incienso, dul­
ces, oraciones, imágenes santas y otras chucherías.
Desde la fuente puede vislumbrarse el patio, vasto
espacio rectangular enlosado. Acaban de lavarlo y des­
pide un vapor blancuzco. A su alrededor, bajo un te­
chado sostenido por pilares, como si fuesen las sec­
ciones de una feria, los altares. Unos barandales de
madera separan a un altar de otro y a cada divinidad
de los devotos. Más que altares son jaulas. Dos sacer­
dotes sebosos, desnudos de la cintura para arriba,
aparecen en la entrada y me invitan a pasar. Me
rehúso.
Al otro lado de la calle hay un edificio devastado
pero hermoso. De nuevo el alto muro, los dos balco­
nes a la andaluza, el arco y, tras el arco, una esca
linata dueña de cierta secreta nobleza. La escalinata
conduce a una vasta terraza rodeada por una arque­
ría que repite, en pequeño, el arco de la entrada. Los
arcos están sostenidos por columnas de formas irre-

33
guiares y caprichosas. Precedido por los monos, cru- J
zo la calle y traspongo el arco. Me detengo y, luego
de un momento de indecisión, empiezo a subir lenta­
mente los peldaños. En el otro extremo de la calle
los niños y los sacerdotes me gritan algo que no en­
tiendo.
Si continúo... porque puedo no hacerlo y, des­
pués de haber rehusado la invitación de los dos obe­
sos sacerdotes, seguir a lo largo de la calle durante
unos diez minutos, salir al campo y emprender el
empinado camino de los peregrinos que lleva al gran
tanque y a la ermita al pie de la roca. Si continúo,
subiré paso a paso la escalinata y llegaré a la gran
terraza. Ah, respirar en el centro de ese rectángulo
abierto y que se ofrece a los ojos con una suerte de
simplicidad lógica. Simplicidad, necesidad, felicidad
de un rectángulo perfecto bajo los cambios, los ca­
prichos y las violencias de la luz. Un espacio hecho
de aire y en el que todas las formas poseen la consis­
tencia del aire: nada pesa. Al fondo de la terraza
hay un gran nicho: otra vez la piedra informe emba­
durnada de rojo encendido y a sus pies las ofrendas:
flores amarillas, cenizas de incienso. Estoy rodeado
por monos que saltan de un lado para otro: machos
fornidos que se rascan sin parar y gruñen enseñando
los dientes si alguien se les acerca, hembras con las
crías prendidas a las tetas, monos que expulgan a otros
monos, monos colgados de las cornisas y las balaus­
tradas, monos que se pelean o juegan o se masturban
o se arrebatan la fruta robada, monos gesticulantes de
ojos chispeantes y colas en perpetua agitación, gritería
de monos de culos pelados y rojos, monos, monos.
Golpeo el suelo con los pies, doy grandes voces,
corro de un lado para otro, enarbolo la rama que corté
en el paraje de los charcos y la hago silbar en el aire
como un látigo, azoto con ella a dos o tres monos
que se escapan chillando, me abro paso entre los
otros, atravieso la terraza, penetro un corredor bor­
deado por una complicada balaustrada de madera cu­
yo repetido motivo es un monstruo femenino, alado
y con garras, que recuerda a las esfinges del Medite­
rráneo (entre los barrotes y las molduras aparecen
y desaparecen las caras curiosas y las colas en per­
petuo movimiento de los monos que, a distancia, me
siguen), entro en una estancia en penumbra, a pesar
de la oscuridad y de que marcho casi a tientas adivi­
no que el recinto es espacioso cofno una sala de reu­
nión o de fiestas, debe haber sido el salón principal
del harem o la sala de audiencias, entreveo palpitantes
bolsas negras colgando de la techumbre, es una tribu
de murciélagos dormidos, el aire es un miasma acre
y pesado, salgo a otra terraza más pequeña, ¡cuánta
luz!, en el otro extremo reaparecen los monos, me
miran desde lejos con una mirada en la que la curio­
sidad es indistinguible de la indiferencia (sí, me miran
desde la lejanía que es ser ellos monos y yo hom­

35
bre), ahora estoy al pie de un muro manchado de
humedad y con restos de pintura, muy probablemente
se trata de un paisaje, no este de Gaita sino otro ver­
de y montañoso, casi con toda seguridad es una de
esas representaciones estereotipadas de los Himala-
yas, sí, esas formas vagamente cónicas y triangulares
figuran montañas, unos Himalayas de picos nevados,
riscos, cascadas y lunas sobre un desfiladero, mon­
tañas de cuento ricas en fieras, ascetas y prodigios,
frente a ellas cae y se levanta, se yergue y se humilla,
montaña que se hace y deshace, un mar convulso, im­
potente e hirviente de monstruos y abominaciones (los
dos extremos, irreconciliables como el agua y el fue­
go: la montaña pura y que esconde entre sus replie­
gues los caminos de la liberación / el mar impuro y
sin caminos; el espacio de la definición / el de la inde­
finición; la montaña y su oleaje petrificado: la perma­
nencia / el mar y sus montañas inestables: el mo­
vimiento y sus espejismos; la montaña hecha a la ima­
gen del ser, manifestación sensible del principio de
identidad, inmóvil como una tautología / el mar que
se contradice sin cesar, el mar crítico del ser y de sí
mismo), entre la montaña y el mar el espacio aéreo
y en la mitad de esa región vacía: una gran forma os­
cura, la montaña ha disparado un bólido, hay un cuer­
po poderoso suspendido sobre el océano, no es el sol:
¡es el elefante entre los monos, el león, el toro de
los simios!, nada vigorosamente en el éter plegando

36
y desplegando las piernas y los brazos con un ritmo
parejo como una rana gigantesca, adelante la cabeza,
proa que rompe los vientos y destroza las tempesta­
des, los ojos son dos faros que perforan los torbellinos
y taladran el espacio petrificado, entre las encías ro­
jas y los labios morados asoman sus dientes blanquí­
simos: aguzados limadores de distancias, la cola rí­
gida y en alto es el mástil de este terrible esquife, co­
lor de brasa encendida todo el cuerpo, un horno de
energía volando sobre las aguas, una montaña de co­
bre hirviendo, las gotas de sudor que escurren de su
cuerpo son una poderosa lluvia que cae en millones
de matrices marinas y terrestres (mañana habrá gran
cosecha de monstruos y maravillas), a medida que
el cometa rojizo divide en dos al cielo el mar alza
sus millones de brazos para aprisionarlo y destruirlo,
grandes serpientes lascivas y demonias del océano se
levantan de sus lechos viscosos y se precipitan a su
encuentro, quieten devorar al gran mono, quieren co­
pular con el casto simio, romper sus grandes cántaros
herméticamente cerrados y repletos de un semen acu­
mulado durante siglos de abstinencia, quieren repar­
tir la sustancia viril entre los cuatro puntos cardina­
les, diseminarla, dispersar al ser, multiplicar las apa­
riencias, multiplicar la muerte, quieren sorberle el
pensamiento y los tuétanos, desangrarlo, vaciarlo, es­
trujarlo, chuparlo, convertirlo en un badajo, en una
cáscara, quieren quemarlo, chamuscar su cola, pero

37
el gran mono avanza, se despliega y cubre el espacio,
su sombra abre un surco en el océano, su cabeza per­
fora nubes minerales, entra como un huracán cálido
en una confusa región de manchas informes que des­
figuran todo este extremo del muro, tal vez son re­
presentaciones de Lanká y de su palacio, tal vez aquí
está pintado todo lo que allá hizo y vio Hanumán
después de haber saltado sobre el mar— espesura in­
descifrable de líneas, trazos, volutas, mapas deliran­
tes, historias grotescas, el discurso de los monzones
impreso sobre esta pared decrépita.

38
6

Manchas: malezas: borrones. Tachaduras. Preso entre


las líneas, las lianas de las letras. Ahogado por los
trazos, los lazos de las vocales. Mordido, picoteado
por las pinzas, los garfios de las consonantes. Male­
za de signos: negación de los signos. Gesticulación
estúpida, grotesca ceremonia. Plétora termina en ex­
tinción: los signos se comen a los signos. Maleza
se convierte en desierto, algarabía en silencio: arena­
les de letras. Alfabetos podridos, escrituras quemadas,
detritos verbales. Cenizas. Idiomas nacientes, larvas,
fetos, abortos. Maleza: pululación homicida: erial. Re­
peticiones, andas perdido entre las repeticiones, eres
una repetición entre las repeticiones. Artista de las
repeticiones, gran maestro de las desfiguraciones, ar­
tista de las demoliciones. Los árboles repiten a los
árboles, las arenas a las arenas, la jungla de letras
es repetición, el arenal es repetición, la plétora es
vacío, el vacío es plétora, repito las repeticiones, per­
dido en la maleza de signos, errante por el arenal sin
signos, manchas en la pared bajo este sol de Gaita,
manchas en esta tarde de Cambridge, maleza y are­
nal, manchas sobre mi frente que congrega y disgrega
paisajes inciertos. Eres (soy) es una repetición entre

39
las repeticiones. Es eres soy: soy es eres: eres es soy.
Demoliciones: me tiendo sobre mis trituraciones, y0
habito mis demoliciones.
i
7

Espesura indescifrable de líneas, trazos, volutas, ma­


pas: discurso del fuego sobre el muro. Una super­
ficie inmóvil recorrida por una claridad parpadeante:
temblor de agua transparente sobre el fondo quieto
del manantial iluminado por invisibles reflectores.
Una superficie inmóvil sobre la que el fuego proyecta
silenciosas, rápidas sombras convulsas: bajo las on­
dulaciones del agua clarísima se deslizan con celeri­
dad fantasmas oscuros. Uno, dos, tres, cuatro rayos
negros emergen de un sol igualmente negro, se alar­
gan, avanzan, ocupan todo el espacio que oscila y
ondula, se funden entre ellos, rehacen el sol de som­
bra de que nacieron, emergen de nuevo de ese
sol— como una mano que se abre, se cierra y una vez
más se abre para transformarse en una hoja de higue­
ra, un trébol, una profusión de alas negras antes de
esfumarse del todo. Una cascada se despeña calla­
damente sobre las lisas paredes de un dique. Una
luna carbonizada surge de un precipicio entreabierto.
Un velero con las velas hinchadas echa raíces en lo
alto y, volcado, es un árbol invertido. Ropas que vue­
lan sobre un paisaje de colinas de hollín. Continentes
a la deriva, océanos en erupción. Oleajes, oleajes. .El

41
viento dispersa las rocas ingrávidas. Un adante esta­
lla en añicos. Otra vez pájaros, otra vez peces. Las
sombras se enlazan y cubren todo el muro. Se desen­
lazan. Burbujas en el centro de la superficie líquida,
círculos concéntricos, tañen allá abajo campanas su­
mergidas. Esplendor se desnuda con una mano sin
soltar con la otra la verga de su pareja. Mientras se
desnuda, el fuego de la chimenea la cubre de re­
flejos cobrizos. Ha dejado su ropa al lado y se abre
paso nadando entre las sombras. La luz de la hogue­
ra se enrosca en los tobillos de Esplendor y asciende
entre sus piernas hasta iluminar su pubis y su vien­
tre. El agua color de sol moja su vello y penetra en­
tre los labios de la vulva. La lengua templada de la
llama sobre la humedad de la erica; la lengua entra
y palpa a ciegas las paredes palpitantes. El agua de
muchos dedos abre las valvas y frota el obstinado bo­
tón eréctil escondido entre repliegues chorreantes. Se
enlazan y desenlazan los reflejos, las llamas, las ondas.
Sombras trémulas sobre el espacio que respira como
un animal, sombras de una mariposa doble que abre,
cierra, abre las alas. Nudos. Sobre el cuerpo tendido
de Esplendor sube y baja el oleaje. Sombra de un
animal bebiendo sombras entre las piernas abiertas de
la muchacha. El agua: la sombra; la luz: el silencio.
La luz: el agua; la sombra: el silencio. El silencio: el
agua; la luz: la sombra.

42
8

Manchas: malezas. Rodeado, preso entre las líneas, los


lazos y trazos de las lianas. El ojo perdido en la pro­
fusión de sendas que se cruzan en todos sentidos en­
tre árboles y follajes. Malezas: hilos que se enredan,
madejas de enigmas. Enramadas verdinegras, matorra­
les ígneos o flavos, macizos trémulos: la vegetación
asume una apariencia irreal, casi incorpórea, como si
fuese una mera configuración de sombras y luces so­
bre un muro. Pero es impenetrable. A horcajadas
sobre la alta barda, contempla el tupido bosquecillo,
se rasca la peluda rabadilla y dice para sí: delicia de
los ojos, derrota del entendimiento. El sol quema las
puntas de los bambúes gigantes de Birmania, tan al­
tos como delgados: sus tallos alcanzan los ciento
treinta pies de altura y miden apenas diez pulgadas de
diámetro. De izquierda a derecha, con extrema len­
titud, mueve la cabeza y así abarca todo el panorama,
de los bambúes gigantes al soto de árboles ponzoño­
sos. A medida que sus ojos recorren la espesura, se
inscriben en su espíritu, con la misma celeridad y per­
fección con que se estampan sobre una hoja de papel
las letras de una máquina de escribir manejada por
manos expertas, el nombre y las características de

43
cada árbol y de cada planta: la palmera de Filipinas,
cuyo fruto, el buyo, perfuma el aliento y enrojece la
saliva; la palmera de Doum y la de Nibung, una oriun­
da del Sudán y la otra de Java, las dos airosas y de
ademanes sueltos; la Kitul, de la que extraen el licor
alcohólico llamado «toddy»; la Talipot: su tronco tie­
ne cien pies de alto y cuatro de ancho, al cumplir
los cuarenta años de edad lanza una florescencia cre­
mosa de veinte pies y después muere; el árbol del
guaco, célebre por sus poderes curativos bajo el nom­
bre de Palo Santo; el delgado, modesto árbol de la
guatapercha; el plátano salvaje (Musa Paradisiaca) y
la Palma del Viajero, manantial vegetal: en las vai­
nas de sus inmensas hojas guarda litros y litros de
agua potable que beben con avidez los sedientos via­
jeros extraviados; el árbol Upa: su corteza contiene
el ipoh, un veneno que da calenturas, hinchazones,
quema la sangre y mata; los arbustos de Queensland,
cubiertos de flores como anémonas de mar, plantas
que producen delirios y mareos; las tribus y confede­
raciones de hibiscos y abobras; el árbol del hule, con­
fidente del olmeca, húmedo y chorreante de savia en
la oscuridad caliente; el caobo llameante; el nogal de
Okari, delicia del papú; el Jack de Ceilán, artocorpó-
reo hermano del árbol del pan, cuyos frutos pesan
más de setenta kilos; un árbol bien conocido en Sie­
rra Leona: el venenoso Sanny; el Rambután de Mala­
ya: sus hojas, suaves al tacto, ocultan frutos espino­

44

.
sos; el árbol de las salchichas; el Daluk: su jugo le­
choso enceguece; la araucaria Bunya-bunya (más co­
nocida, pensó sonriendo, como Rompecabezas del Mo­
no) y la araucaria de América, cónica torre verde bo­
tella de doscientos pies; la magnolia indostana, el
Champak citado por Válmíki al describir la visita
de Hanumán al boscaje de Ashoka, en el palacio de
Rávana, en Lanká; el árbol del sándalo y el falso árbol
del sándalo; la planta Dhatura, droga ponzoñosa de
los ascetas; el árbol de la goma, en perpetua tumescen­
cia y desentumescencia el Kimuska, que los ingleses
llaman «fíame of the forest», masa pasional de follajes
que van del naranja al encarnado, más bien refrescan­
tes en la sequía del verano interminable; la ceiba y
el ceibo, testigos soñolientos e indiferentes de Palen­
que y de Angkor; el mamey: su fruto es una brasa
dentro de una pelota de rugby; el pimentero y su pri­
mo el turbinto; el árbol de hierro del Brasil y la
orquídea gigante de Malaya; el Nam-nam y los almen­
dros de Java, que no son almendros sino enormes ro­
cas esculpidas; unos siniestros árboles latinoamerica­
nos—no diré su nombre para castigarlos— con frutos
semejantes a cabezas humanas que despiden un olor
fétido: el mundo vegetal repite el horror sórdido de
la historia de ese continente; el Hora, que da frutos
tan ligeros que las brisas los transportan; el infle­
xible Palo Hacha; la industriosa bignonia del Bra­
sil: tiende puentes colgantes entre un árbol y otro

45
gracias a los ganchillos con que trepa y a los cordon­
cillos con que se sujeta; la serpiente, otra trepadora
equilibrista, igualmente diestra en el uso de ganchi­
llos, moteada como una culebra; el oxipétalo enrosca­
do entre racimos azules; la sarmentosa momóndiga;
el Cocotero Doble, así llamado por ser bisexuado,
también conocido como Coco del Mar porque sus fru­
tos, bilobulados o trilobulados, envueltos entre gran­
des hojas y semejantes a magnos órganos genitales, se
encuentran flotando en el océano Indico; el Cocotero
Doble, cuya inflorescencia masculina es de forma fá-
lica, mide tres pies de longitud y huele a ratón, en
tanto que la femenina es redonda y, artificialmente
polinizada, tarda diez años en producir fruto; el
Goda Kaduro de Oceanía: sus semillas grises y aplas­
tadas contienen el alcaloide de la estricnina; el árbol
de la tinta; el árbol de la lluvia; el ombú: sombra be­
lla; el baobab; el palo de rosa y el palo de Pernambu-
co; el ébano; el pipal, la higuera religiosa a cuya som­
bra el Buda venció a Mara, planta estranguladora; el
aromático Karunbu Neti de Molucas y el Grano del
Paraíso; el Bulu y la enredadera Dada Kehel... El
Gran Mono cierra los ojos, vuelve a rascarse y musita:
antes de que el sol se hubiese ocultado del todo— aho­
ra corre entre los altos hambúes como un animal per­
seguido por la sombra— logré reducir el boscaje a un
catálogo. Una página de enmarañada caligrafía vegetal.
Maleza de signos: ¿cómo leerla, cómo abrirse paso en­

46
tre esta espesura? Hanumán sonríe con placer ante la
analogía que se le acaba de ocurrir: caligrafía y vegeta­
ción, arboleda y escritura, lectura y camino. Caminar:
leer un trozo de terreno, descifrar un pedazo de mun­
do. La lectura considerada como un camino hacia... El
camino como una lectura: ¿una interpretación del
mundo natural? Vuelve a cerrar los ojos y se ve a sí
mismo, en otra edad, escribiendo (¿sobre un papel o
■ sobre una roca, con una pluma o con un cincel?) el ac­
to de Mahatiátaka en que se describe su visita al bos-
quecillo del palacio de Rávana. Compara su retórica a
una página de indescifrable caligrafía y piensa: la di­
ferencia entre la escritura humana y la divina consiste
en que el número de signos de la primera es limitado
mientras que el de la segunda es infinito; por eso el
universo es un texto insensato y que ni siquiera para
los dioses es legible. La crítica del universo (y la de
los dioses) se llama gramática... Turbado por este ex­
traño pensamiento, Hanumán salta de la barda al sue­
lo, permanece un instante agachado, se yergue, es­
cruta los cuatro puntos cardinales y, con decisión, pe­
netra en la maleza.

47
9

Frases que son lianas que son manchas de humedad


que son sombras proyectadas por el fuego en una
habitación no descrita que son la masa oscura de la
arboleda de las hayas y los álamos azotada por el
viento a irnos trescientos metros de mi ventana que
son demostraciones de luz y sombra a propósito de
una realidad vegetal a la hora del sol poniente por las
que el tiempo en una alegoría de sí mismo nos im­
parte lecciones de sabiduría tan pronto formuladas co­
mo destruidas por el más ligero parpadeo de la luz o
de la sombra que no son sino el tiempo en sus en­
camaciones y desencarnaciones que son las frases que
escribo en este papel y que conforme las leo desapa­
recen:
no son las sensaciones, las percepciones, las ima­
ginaciones y los pensamientos que se encienden y
apagan aquí, ahora, mientras escribo o mientras leo
lo que escribo:
no son lo que veo ni lo que vi, son el reverso de
lo visto y de la vista— pero no son lo invisible: son
el residuo no dicho,
no son el otro lado de la realidad sino el otro lado
del lenguaje, lo que tenemos en la punta de la len-

49
gua y se desvanece antes de ser dicho, el otro lado qUe si no lo sabías, ahora lo sabes: todo está hueco;
no puede ser nombrado porque es lo contrario del apenas digo todo-está-hueco, siento que caigo
nombre: gn la trampa: si todo está hueco, también está hueco
lo no dicho no es esto o aquello que callamos, el todo-esta-hueco;
tampoco es ni-esto-ni-aquello: no es el árbol que digo no, está lleno y repleto, todo-está-hueco está hen­
que veo sino la sensación que siento al sentir que lo chido de sí, lo que tocamos y vemos y oímos y gus­
veo en el momento en que voy a decir que lo veo, tamos y olemos y pensamos, las realidades que inven­
una congregación insustancial pero real de vibracio­ tamos y las realidades que nos tocan, nos miran, nos
nes y sonidos y sentidos que al combinarse dibujan oyen y nos inventan, todo lo que tejemos y desteje­
una configuración de una presencia verde-bronceada- mos y nos teje y desteje, instantáneas apariciones y
negra-leñosa-hojosa-sonoro-silenciosa; desapariciones, cada una distinta y única, es siempre
no, tampoco es esto, si no es un nombre menos la misma realidad plena, siempre el mismo tejido que
puede ser la descripción de un nombre ni la descrip. se teje al destejerse: aun el vacío y la misma privación
dón de la sensación del nombre ni el nombre de son plenitud (tal vez son el ápice, el colmo y la calma
la sensación: de la plenitud), todo está lleno hasta los bordes, todo
el árbol no es el nombre árbol, tampoco es una es real, todas esas realidades inventadas y todas esas
sensadón de árbol: es la sensación de una percep- invenciones tan reales, todos y todas, están llenos de
dón de árbol que se disipa en el momento mismo de sí, hinchados de su propia realidad,
la percepdón de la sensación de árbol; y apenas lo digo, se vacían: las cosas se vacían y
los nombres, ya lo sabemos, están huecos, pero los nombres se llenan, ya no están huecos, los nom­
lo que no sabíamos o, si lo sabíamos, lo habíamos bres son plétoras, son dadores, están henchidos de
olvidado, es que las sensadones son percepciones de sangre, leche, semen, savia, están henchidos de mi­
sensadones que se disipan, sensadones que se disi­ nutos, horas, siglos, grávidos de sentidos y signifi­
pan al ser percepdones, pues si no fuesen percepdo- cados y .señales, son los signos de inteligencia que el
nes ¿cómo sabríamos que son sensadones?; tiempo se hace a sí mismo, los nombres les chupan
sensadones que no son percepdones no son sen­ los tuétanos a las cosas, las cosas se mueren sobre
sadones, percepciones que no son nombres ¿qué esta página pero los nombres medran y se multipli-
son? can> ^as cosas se mueren para que vivan los nombres:

50 51
entre mis labios el árbol desaparece mientras lo
digo y al desvanecerse aparece: míralo, torbellino de
hojas y raíces y ramas y tronco en mitad del venta­
rrón, chorro de verde bronceada sonora hojosa reali­
dad aquí en la página:
míralo allá, en la eminencia del terreno, míralo:
opaco entre la masa opaca de los árboles, míralo irreal
en su bruta realidad muda, míralo no dicho:
la realidad más allá del lenguaje no es del todo
realidad, realidad que no habla ni dice no es rea­
lidad;
y apenas lo digo, apenas escribo con todas sus
letras que no es realidad la desnuda de nombres, los
nombres se evaporan, son aire, son un sonido engas­
tado en otro sonido y en otro y en otro, un murmullo,
una débil cascada de significados que se anulan:
el árbol que digo no es el árbol que veo, árbol
no dice árbol, el árbol está más allá de su nombre,
realidad hojosa y leñosa: impenetrable, intocable, rea­
lidad más allá de los signos, inmersa en sí misma,
plantada en su propia realidad: puedo tocarla pero
no puedo decirla, puedo incendiarla pero si la digo
la disipo:
el árbol que está allá entre los árboles no es el
árbol que digo sino una realidad que está más allá de
los nombres, más allá de la palabra realidad, es la
realidad tal cual, la abolición de las diferencias y la
abolición también de las semejanzas;

52
el árbol que digo no es el árbol y el otro, el que no
digo y que está allá, tras mi ventana, ya negro el
tronco y el follaje todavía inflamado por el sol po­
niente, tampoco es el árbol sino la realidad inaccesible
en que está plantado:
entre uno y otro se levanta el único árbol de la
sensación que es la percepción de la sensación de ár­
bol que se disipa, pero
¿quién percibe, quién siente, quién se disipa al
disiparse las sensaciones y las percepciones?
ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo con
cierta prisa por llegar al fin (¿cuál, qué fin?) sin tener
que levantarme para encender la luz eléctrica, aprove­
chando todavía el sol declinante que se desliza entre
las ramas y las hojas del macizo de las hayas planta­
das sobre una ligera eminencia
(podría decirse que es el pubis del terreno, de tal
modo es femenino el paisaje entre los domos de los
pequeños observatorios astronómicos y el ondulado
campo deportivo del Colegio,
podría decirse que es el pubis de Esplendor que
se ilumina y se oscurece, mariposa doble, según se
mueven las llamas de la chimenea, según crece y
decrece el oleaje de la noche),
ahora mismo mis ojos, al leer esto que escribo,
inventan la realidad del que escribe esta larga fra­
se, pero no me inventan a mí, sino a una figura del
lenguaje: al escritor, una realidad que no coincide con

53
mi propia realidad, si es que yo tengo alguna realidad
que pueda llamar propia;
no, ninguna realidad es mía, ninguna me (nos)
pertenece, todos habitamos en otra parte, más allá
de donde estamos, todos somos una realidad dis­
tinta a la palabra yo o a la palabra nosotros,
nuestra realidad más íntima está fuera de noso­
tros y no es nuestra, tampoco es una sino plural, plu­
ral e instantánea, nosotros somos esa pluralidad que
se dispersa, el yo es real quizá, pero el yo no es yo
ni tú ni él, el yo no es mío ni es tuyo,
es un estado, un parpadeo, es la percepción de
una sensación que se disipa, pero ¿quién o qué per­
cibe, quién siente?,
los ojos que miran lo que escribo ¿son los mismos
ojos que yo digo que miran lo que escribo?
vamos y venimos entre la palabra que se extingue
al pronunciarse y la sensación que se disipa en la per­
cepción— aunque no sepamos quién es el que pro­
nuncia la palabra ni quién es el que percibe, aun­
que sepamos que aquel que percibe algo que se disi­
pa también se disipa en esa percepción: sólo es la
percepción de su propia extinción,
vamos y venimos: la realidad más allá de los
nombres no es habitable y la realidad de los nom­
bres es un perpetuo desmoronamiento, no hay nada
sólido en el universo, en todo el diccionario no hay
una sola palabra sobre la que reclinar la cabeza, todo

54
es un continuo ir y venir de las cosas a los nombres
a las cosas,
no, digo que voy y vengo sin cesar pero no me he
movido, como el árbol no se ha movido desde que
comencé a escribir,
otra vez las expresiones inexactas: comencé, es­
cribo, ¿quién escribe esto que leo?, la pregunta es
reversible: ¿qué leo al escribir: quién escribe esto
que leo?,
la respuesta es reversible, las frases del fin son
el revés de las frases del comienzo y ambas son las
mismas frases
que son lianas que son manchas de humedad so­
bre un muro imaginario de una casa destruida de
Gaita que son las sombras proyectadas por el fuego
de una chimenea encendida por dos amantes que son
el catálogo de un jardín botánico tropical que son una
alegoría de un capítulo de un poema épico que son
la masa agitada de la arboleda de las hayas tras mi
ventana mientras el viento etcétera lecciones etcé­
tera destruidas etcétera el tiempo mismo etcétera,
las frases que escribo sobre este papel son las
sensaciones, las percepciones, las imaginaciones, etcé­
tera, que se encienden y apagan aquí, frente a mis
ojos, el residuo verbal:
lo único que queda de las realidades sentidas, ima­
ginadas, pensadas, percibidas y disipadas, única rea­
lidad que dejan esas realidades evaporadas y que,

55
aunque no sea sino una combinación de signos, no es
menos real que ellas:
los signos no son las presencias pero configuran
otra presencia, las frases se alinean una tras otra sobre
la página y al desplegarse abren un camino hacia un
fin provisionalmente definitivo,
las frases configuran una presencia que se disipa,
son la configuración de la abolición de la presencia,
sí, es como si todas esas presencias tejidas por las
configuraciones de los signos buscasen su abolición
para que aparezcan aquellos árboles inaccesibles, in­
mersos en sí mismos, no dichos, que están más allá
del final de esta frase,
en el otro lado, allá donde unos ojos leen esto que
escribo y, al leerlo, lo disipan

56
10

Vio a muchas mujeres tendidas sobre esteras, en va­


riados trajes y atavíos, el pelo adornado con flores;
dormían bajo la influencia del vino, después de haber
pasado la mitad de la noche en juegos. Y el silencio
de aquella gran compañía, ahora mudas las sonoras al­
hajas, era el de un vasto estanque nocturno rebosan­
te de lotos y ya sin ruido de cisnes o abejas... El
noble mono se dijo a sí mismo: Aquí se han juntado
los planetas que, consumida su provisión de méritos,
caen, del firmamento. Era verdad: las mujeres res­
plandecían como caídos meteoros en fuego. Unas se
habían desplomado dormidas en medio de sus bailes
y yacían, el pelo y el tocado en desorden, fulminadas
entre sus ropas desparramadas; otras habían arrojado
al suelo sus guirnaldas y, rotas las cintas de sus colla­
res, desabrochados los cinturones y los vestidos re­
vueltos, parecían yeguas desensilladas; otras más, per­
didas sus ajorcas y aretes, las túnicas desgarradas y pi­
soteadas, semejaban enredaderas holladas por ele­
fantes salvajes. Aquí y allá las perlas esparcidas cru­
zaban reflejos lunares entre los cisnes dormidos de
los senos. Aquellas mujeres eran ríos: sus muslos,
las riberas; las ondulaciones del pubis y del vien-

57
tre, los rizos del agua bajo el viento; sus grupas y se­
nos, las colinas y eminencias que el curso rodea y ci­
ñe; los lotos, sus caras; los cocodrilos, sus deseos; sus
cuerpos sinuosos, el cauce de la corriente. En tobillos
y muñecas, antebrazos y hombros, cerca del ombligo
o en las puntas de los pechos, se veían graciosos rasgu­
ños y marcas violáceas que parecían joyas... Algunas
de estas muchachas saboreaban los labios y las len­
guas de sus compañeras y ellas les devolvían sus be­
sos como si fuesen los de su señor; despiertos los sen­
tidos aunque el espíritu dormido, se hacían el amor
las unas a las otras o, solitarias, estrechaban con bra­
zos alhajados un bulto hecho de sus propias ropas o,
bajo el imperio del vino y del deseo, unas dormían
recostadas sobre el vientre de una compañera o entre
sus muslos y otras apoyaban la cabeza en el hombro de
su vecina u ocultaban el rostro entre sus pechos y
así se acoplaban las unas con las otras como las ra­
mas de una misma arboleda. Aquellas mujeres de ta­
lles estrechos se entrelazaban entre ellas al modo de
las trepadoras cuando cubren los troncos de los árbo­
les y abren sus corolas al viento de marzo. Aquellas
mujeres se entretejían y encadenaban con sus bra­
zos y piernas hasta formar una enramada intrincada
y selvática (Sundara Kund, ix).

58
11

La transfiguración de sus juegos y abrazos en una ce­


remonia insensata les infundía simultáneamente mie­
do y placer. Por una parte, el espectáculo los fasci­
naba y aún alimentaba su lujuria: aquella pareja de
gigantes eran ellos mismos; por la otra, al sentimien­
to de exaltación que los embargaba al verse como
imágenes del fuego se aliaba otro de inquietud, re­
suelto en una pregunta más temerosa que incrédula:
¿eran ellos mismos? Al ver aquellas formas insustan­
ciales aparecer y desaparecer silenciosamente, girar
una en torno de la otra, fundirse y escindirse, palparse
y desgarrarse en fragmentos que se desvanecían y un
instante después reaparecían para inventar de nuevo
otro cuerpo quimérico, les parecía asistir no a la
proyección de sus acciones y movimientos sino a una
función fantástica, sin relación alguna con la realidad
que ellos vivían en aquel momento. Fastos ambiguos
de una procesión interminable, compuesta por una
sucesión de escenas incoherentes de adoración y pro­
fanación, cuyo desenlace era un sacrificio seguido por
la resurrección de la víctima: otro fantasma ávido que
iniciaba una escena distinta a la que acababa de trans­
currir pero poseída por la misma lógica demencial.

59
El muro les mostraba la metamorfosis de los trans­
portes de sus cuerpos en una fábula bárbara, enigmá­
tica y apenas humana. Sus actos vueltos un baile de
espectros, este mundo redivivo en el otro. Redivivo y
desfigurado: un cortejo de alucinaciones exangües.
Los cuerpos que se desnudan bajo la mirada del
otro y bajo la propia, las caricias que los anudan y
desanudan, la red de sensaciones que los encierra y los
comunica entre ellos al incomunicarlos del mundo,
los cuerpos instantáneos que forman dos cuerpos en
su afán por ser un solo cuerpo— todo eso se trans­
formaba en una trama de símbolos y jeroglíficos. No
podían leerlos: inmersos en la realidad pasional de
sus cuerpos, sólo percibían fragmentos de la otra pa­
sión que se representaba en el muro. Pero si hubie­
sen seguido con atención el desfile de las siluetas, tam­
poco habrían podido interpretarlo. Sin embargo, aun­
que apenas si veían los cortejos de sombras, sabían
que cada uno de sus gestos y posiciones se inscribía en
la pared, transfigurado en un nudo de escorpiones o
pájaros, manos o pescados, discos o conos, signos
instantáneos y cambiantes. Cada movimiento engen­
draba una forma enigmática y cada forma se enlazaba
a otra y otra. Gavillas de enigmas que a su vez se
entretejían con otras y se acoplaban como las ramas
de una arboleda o las tenazas vegetales de una trepa­
dora. A la luz insegura del fuego se sucedían y en­
cadenaban los trazos de las sombras. Y del mismo mo­
do que, aunque desconocían el sentido de aquel tea­
tro de signos, no ignoraban su tema pasional y som­
brío, sabían que, a pesar de estar hecha de sombras,
la enramada que tejían sus cuerpos era impenetrable.
Racimos negros colgando de una roca abrupta y
vaga pero poderosamente masculina, hendida de pron­
to como un ídolo abierto a hachazos: bifurcaciones,
ramificaciones, disgregaciones, coagulaciones, des­
membramientos, fusiones. Inagotable fluir de som­
bras y formas en las que aparecían siempre los mis­
mos elementos— sus cuerpos, sus ropas, los pocos
muebles y objetos de la habitación— cada vez combi­
nados de una manera distinta aunque, como en un
poema, había reiteraciones, rimas, analogías, figuras
que reaparecían con cierta regularidad de oleaje: lla­
nuras de lava, tijeras volantes, violines ahorcados,
vasijas hirvientes de letras, erupciones de triángulos,
combates campales entre rectángulos y exágonos, los
miles de muertos de la peste en Londres transforma­
dos en las nubes sobre las que asciende la Virgen
cambiadas en los miles de cuerpos desnudos y enla­
zados de una de las colosales orgías de Harmonía cal­
culadas por Fourier vueltos las grandes llamas que
devoran el cadáver de Sardanápalo, montañas nave­
gantes, civilizaciones ahogadas en una gota de tinta
teológica, hélices plantadas en el Calvario, incendios,
incendios, el viento siempre entre las llamas, el viento
que agita las cenizas y las disipa.

61
Esplendor se recuesta en la estera y con las dos
manos oprime uno contra otro sus pechos hasta jun­
tarlos casi enteramente pero de modo que dejen, aba­
jo, un estrecho canal por el que su compañero, obe­
diente a un gesto de invitación de la muchacha, in­
troduce su verga. El hombre está arrodillado y bajo
el arco de sus piernas se extiende el cuerpo de Esplen­
dor, la mitad superior erguida a medias para facilitar
las embestidas de su pareja. Tras unos cuantos y enér­
gicos movimientos de ataque, la verga atraviesa el
"canal formado por los pechos y reaparece en la zona
de sombra de la garganta, muy cerca de la boca de
la muchacha. En vano ella pretende acariciar con la
lengua la cabeza del miembro: su posición se lo pro­
híbe. Con un gesto rápido aunque sin violencia el
hombre empuja hacia arriba y hacia adelante, hace sal­
tar los senos y entre ellos emerge su verga como un
nadador que vuelve a la superficie, ahora sí frente a
los labios de Esplendor. Ella la humedece con la len­
gua, la atrae y la conduce a la gruta roja. Los cojones
del hombre se hinchan. Chápaloteo. Círculos concén­
tricos cubren la superficie del estanque. Tañe grave
el badajo de la campana submarina.
En el muro, el cuerpo del hombre es un puente
colgante sobre un río inmóvil: el cuerpo de Esplen­
dor. A medida que disminuye el chisporroteo de la
chimenea, crece la sombra del hombre arrodillado so­
bre la muchacha hasta que invade del todo al muro.

62
La conjunción de las tinieblas precipita la descarga.
Blancura súbita. Caída interminable en una cueva ab­
solutamente negra. Después se descubre tendido al
lado de ella, en una penumbra a la orilla del mundo:
más allá están los otros mundos, el de los mueLles y
objetos de la habitación y el otro mundo del muro,
apenas iluminado por la luz muriente de las brasas.
Al cabo de un rato el hombre se levanta y aviva el
fuego. Su sombra es inmensa y aletea en todo el cuar­
to. Vuelve al lado de Esplendor y mira los reflejos
del fuego deslizarse sobre su cuerpo. Vestidura de
luz, vestidura de agua: la desnudez es más desnuda.
Ahora puede verla y abarcarla. Antes sólo había en­
trevisto pedazos de ella: un muslo, un codo, la palma
de una mano, un pie, una rodilla, una oreja escondida
en un mata de pelo húmedo, un ojo entre pestañas, la
suavidad de las corvas y de las ingles hasta llegar a
la zona oscura y áspera, la maleza negra y mojada en­
tre sus dedos, la lengua entre los dientes y los labios,
cuerpo más palpado que visto, cuerpo hecho de pe­
dazos de cuerpo, regiones de sequía o de humedad,
regiones claras o boscosas, eminencias o hendeduras,
nunca el cuerpo sino sus partes, cada parte una ins­
tantánea totalidad a su vez inmediatamente escindida,
cuerpo segmentado descuartizado despedazado, tro­
zos de oreja tobillo ingle nuca seno uña, cada peda­
zo un signo del cuerpo de cuerpos, cada parte entera
y total, cada signo una imagen que aparece y arde

63
hasta consumirse, cada imagen una cadena de vibra,
ciones, cada vibración la percepción de una sensación
que se disipa, millones de cuerpos en cada vibrad»
millones de universos en cada cuerpo, lluvia de uni­
versos sobre el cuerpo de Esplendor que no es cuerpo
sino el río de signos de su cuerpo, corriente de vibra­
ciones de sensaciones de percepciones de imágenes de
sensaciones de vibraciones, caída de lo blanco en lo
negro, lo negro en lo blanco, lo blanco en lo blanco,
oleadas negras en el túnel rosa, caída blanca en la hen­
didura negra, nunca el cuerpo sino los cuerpos que se
dividen, escisión y proliferación y disipación, plétora
y abolidón, partes que se reparten, signos de la to­
talidad que sin cesar se divide, cadena de las per­
cepciones de las sensaciones del cuerpo total que se
disipa.
Casi con timidez acaricia el cuerpo de Esplendor
con la palma de la mano, desde el nacimiento de la
nuca hasta los pies. Esplendor le devuelve la cariria
con el mismo sentimiento de asombro y reconocimien­
to: también sus ojos y su tacto descubren, al mirarlo
y palparlo, un cuerpo que antes sólo había entrevisto y
sentido como una sucesión inconexa de visiones y sen-
sadones momentáneas, una configuración de percep­
ciones destruida apenas formada. Un cuerpo que había
desaparecido en su cuerpo y que, en el instante mismo
de esa desaparición, había hecho desaparecer al suyo:
corriente de vibraciones que se disipan en la percep-
dón de su propia disipación, percepción que es ella
misma dispersión de toda percepción pero que asi­
mismo y por eso mismo, por ser percepción del des­
vanecimiento al desvanecerse, remonta la corriente y
por el camino de las disoludones rehace las formas
y los universos hasta que se manifiesta de nuevo en
un cuerpo: ese cuerpo de hombre que miran sus
ojos.
En el muro, Esplendor es una ondulación, la for­
ma yacente de valles y colinas adormeddas. Bajo la
acdón del fuego que redobla sus llamas y agita las
sombras, esa masa de quietud y de sueño comienza de
nuevo a animarse. El hombre habla y acompaña sus
palabras con ademanes y gestos de manos y cabeza. Al
reflejarse en la pared, esos movimientos inventan una
pantomima en la que, festín y ritual, se descuartiza a
una víctima y se esparcen sus partes en un espado
que cambia continuamente de forma y direcdón, co­
mo las estrofas de un poema que una voz despliega
sobre la móvil página del aire. Las llamas crecen y el
muro se agita con violenda como una arboleda gol­
peada por el viento. El cuerpo de Esplendor se re­
tuerce, se desgaja y se reparte en una, dos, tres, cua­
tro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez porciones
—hasta desvanecerse enteramente. El cuarto está to­
talmente iluminado. El hombre se levanta y camina de
un lado para otro, ligeramente encorvado y como si
hablase a solas. Su sombra inclinada parece buscar

65
en la superficie del muro— lisa, parpadeante y des
ta: agua vacía— los restos de la desaparecida.
12

En el muro de la terraza las proezas de Hanu-


mán en Lanká se resuelven en una borrasca de tra-
20S que se confunden con las manchas violáceas de
1* humedad. Unos pocos metros más adelante el lien­
zo de la pared termina en un montón de escombros,
por la gran brecha puede verse la tierra de Gaita: al
frente, colinas ceñudas y peladas que poco a poco se
disuelven en una llanura amarillenta y reseca, cuen­
ca desolada que gobierna una luz tajante; a la izquier­
da, hondonadas, ondulaciones y entre los declives o
sobre las cimas las aglomeraciones de las ruinas unas
habitadas por los monos y otras por familias de pa­
rias, casi todas pertenecientes a la casta Balmik (ba­
rren y lavan los pisos, recogen la basura, acarrean las
inmundicias, son los especialistas del polvo, los dese­
chos y los excrementos, pero aquí, instalados en los
despojos y cascajos de las mansiones abandonadas,
cultivan también la tierra en las granjas cercanas y en
las tardes se reúnen en los patios y terrazas para com-
Pttür la hooka, discutir y contarse historias); a la
erecha, las vueltas y revueltas del camino que lleva
santuario en la cumbre de la montaña. Terreno
«izado y ocre, mezquina vegetación espinosa y, des-

66 67
parramadas aquí y allá, grandes piedras blancas pu­
lidas por el viento. En los recodos del camino, soli­
tarios o en grupo, árboles poderosos: pipales de raí­
ces colgantes, bra20 s nervudos y correosos con que
durante siglos estrangulan a otros árboles, rompen
piedras y derriban muros y edificios; eucaliptos de
troncos veteados y follajes balsámicos; los nim de
rugosa corteza mineral— en sus hendeduras y hor­
quetas, ocultos por el verde amargo de las hojas, hay
pueblos de ardillas diminutas y colas inmensas, le­
chuzas anacoretas, pandillas de cuervos. Cielos im­
perturbables, indiferentes y vacíos, salvo por las fi­
guras que dibujan los pájaros: círculos y espirales de
aguiluchos y buitres, manchas de tinta de cuervos y
mirlos, disparos verdes y zigzagueantes de los pericos.
Rumor oscuro de piedras cayendo en un torren­
te: la polvareda del hato de cabritos negros y bayos
guiados por dos pastorcitos; uno toca una tonada en
un organillo de boca y el otro tararea la canción.
El ruido fresco de las pisadas, las voces y las risas de
una banda de mujeres que baja del santuario, carga­
das de niños como si fuesen árboles frutales, sudoro­
sas y descalzas, los brazos y tobillos cubiertos de
ajorcas y brazaletes sonoros de plata— el tropel pol­
voso de las mujeres y el centelleo de sus vestidos, ve­
hemencias rojas y amarillas, su andar de potros, el
cascabeleo de sus risas, la inmensidad en sus ojos.
Más arriba, a unos cincuenta metros del torreón de-

68
crépito, linde de la antigua ciudad, invisible desde
aquí (hay que torcer hacia la izquierda y rodear una
roca que obstruye el paso), el terreno se quiebra: hay
una barrera de peñascos y a sus pies un estanque
rodeado de construcciones irregulares. Allí los pere­
grinos descansan después de hacer sus abluciones. El
lugar también es hostería de ascetas errantes. Entre
las rocas crecen dos pipales muy venerados. El agua
de la cascada es verde y el ruido que hace al caer me
hace pensar en el de los elefantes a la hora del baño.
Son las seis de la tarde; en estos momentos el sádhu
que vive en unas ruinas cercanas deja su retiro y, com­
pletamente desnudo, se encamina hacia el tanque.
Desde hace años, incluso en los fríos días de diciem­
bre y enero, hace sus abluciones a la luz del alba y a
la del crepúsculo. Aunque tiene más de sesenta años,
su cuerpo es el de un muchacho y su mirada es límpi­
da. Después del baño, cada tarde, dice sus plegarias,
come la cena que le aportan los devotos, bebe una ta­
za de té y da unas bocanadas de hachís en su pipa o
ingiere un poco de bhang en una taza de leche— no
para estimular su imaginación, dice, sino para calmar­
la. Busca la ecuanimidad, el punto donde cesa la opo­
sición entre la visión interior y la exterior, entre lo
que vemos y lo que imaginamos. A mí me gustaría
hablar con el sádhu pero ni él entiende mi lengua
ni yo hablo la suya. Así, de vez en cuando me limito
a compartir su té, su bhang y su quietud. ¿Qué idea

69

1
se hará de mí? Quizá él se hace ahora la misma pre­
gunta, si es que por casualidad piensa en mí.
Me siento observado y me vuelvo: en el otro ex­
tremo de la terraza la banda de monos me espía.
Camino hacia ellos en línea recta, sin prisa y con mi
vara en alto; mi acción parece no inquietarlos y, sin
moverse apenas, mientras yo avanzo, continúan mi­
rándome con su acostumbrada, irritante curiosidad
y su no menos acostumbrada, impertinente indiferen­
cia. En cuanto me sienten cerca, saltan, echan a co­
rrer y desaparecen detrás de la balaustrada. Me apro­
ximo al borde opuesto de la terraza y desde allí veo,
a lo lejos, el espinazo del monte dibujado con una
precisión feroz. Abajo, la calle y la fuente, el templo
y sus dos sacerdotes, los tendajones y sus viejos, los
niños que saltan y gritan, unas vacas hambrientas,
más monos, un perro cojo. Todo resplandece: las bes­
tias, las gentes, los árboles, las piedras, las inmun­
dicias. Un resplandor sin violencia y que pacta con
las sombras y sus repliegues. Alianza de las clarida­
des, templanza pensativa: los objetos se animan secre­
tamente, emiten llamadas, responden a las llamadas,
no se mueven y vibran, están vivos con una vida dis­
tinta de la vida. Pausa universal: respiro el aire, olor
acre de estiércol quemado, olor de incienso y podre-
dum! ~e. Me planto en este momento de inmovilidad:
la hora es un bloque de tiempo puro.

70
13

Maleza de líneas, figuras, formas, colores: los la­


zos de los trazos, los remolinos de color donde se ane­
ga el ojo, la sucesión de figuras enlazadas que se
repiten en franjas horizontales y que extravían al en­
tendimiento, como si renglón tras renglón el espa­
do se cubriese paulatinamente de letras, cada una
distinta pero asociada a la siguiente de la misma ma­
nera y como si todas ellas, en sus diversas conjuncio­
nes, produjesen invariablemente la misma figura, la
misma palabra. Y no obstante, en cada caso la figura
(la palabra) posee una significación distinta. Distinta
y la misma.
Arriba, la tierra inocente de la copulación animal.
Un llano de hierba rala y requemada, sembrado de
flores del tamaño de un árbol y de árboles del tamaño
de una flor, limitado a lo lejos por un delgado ho­
rizonte rojeante— casi la línea de una cicatriz toda­
vía fresca: es el alba o el crepúsculo— donde se fun­
den o disuelven vagas y diminutas manchas blancas,
indecisas mezquitas y palacios que son tal vez nubes.
Y sobre este paisaje anodino, llenándolo completa­
mente con su furia obsesiva y repetida, la lengua de
fuera, los dientes muy blancos, los inmensos ojos fijos

71

I
y abiertos, parejas de tigres, ratas, camellos, elefan­
tes, mirlos, cerdos, conejos, panteras, cuervos, perros,
asnos, ardillas, caballo y yegua, toro y vaca— las ratas
grandes como elefantes, los camellos del tamaño de
las ardillas— todos acoplados, el macho montado so­
bre la hembra. Universal copulación extática.
Abajo: el suelo no es amarillo ni parduzco sino
verde perico. No la tierra-tierra de las bestias sino el
prado-alfombra del deseo, superficie brillante salpi­
cada de florecitas rojas, azules y blancas, flores-astros-
signos (prado: tapicería: zodíaco: caligrafía), jardín
inmóvil que copia el fijo cielo nocturno que se refleja
en el dibujo de la alfombra que se transfigura en los
trazos del manuscrito. Arriba: el mundo en sus re­
peticiones; abajo: el universo es analogía. Pero tam­
bién es excepción, ruptura, irregularidad: como en
la parte superior, ocupando casi todo el espacio, fuen­
tes de violencias, grandes exclamaciones, impetuosos
chorros rojos y blancos, cinco veces en la hilera de
arriba y cuatro en la de abajo, nueve flores enormes,
nueve planetas, nueve ideogramas camales: una ná-
yiká, siempre la misma, a la manera de la multipli­
cación de las figuras luminosas en los juegos de la pi­
rotecnia, emergiendo nueve veces del círculo de su
falda, corola azul tachonada de puntos rojos o corola
roja espolvoreada de crucecitas negras y azules (el
cielo como un prado y ambos reflejados en la falda
femenina)— una náyiká recostada en el jardín-alfom-

72
bra-zodíaco-caligrafía, tendida sobre una almohada de
signos, la cabeza echada hacia atrás y cubierta a me­
dias por un velo transparente y que deja ver el pelo
negrísimo y aceitado, el perfil vuelto ídolo por los
pesados adornos— pendientes de oro y rubíes, diade­
mas de perlas en la frente, nariguera de diamantes,
cintas y collares de piedras verdes y azules— , en los
brazos los ríos centelleantes de las pulseras, los senos
grandes y puntiagudos bajo el choli anaranjado, des­
nuda de la cintura para abajo, muy blancos los mus­
los y el vientre, el pubis rasurado y rosado, la vulva
eminente, los tobillos ceñidos por ajorcas de casca­
beles, las palmas de las manos y de los pies teñidas
de rojo, las piernas al aire enlazando a su pareja
nueve veces— y siempre es la misma náyiká, nueve
veces poseída simultáneamente en dos hileras, cinco
arriba y cuatro abajo, por nueve amadores: un jaba­
lí, un macho cabrío, un mono, un garañón, un toro,
un elefante, un oso, un pavo real y otra náyiká— otra
vestida como ella, con sus mismas joyas y atavíos,
sus mismos ojos de pájaro, su misma nariz grande y
noble, su misma boca gruesa y bien dibujada, su
misma cara, su misma redonda blancura— otra ella
misma montada sobre ella, un consolador bicéfalo en­
cajado en las vulvas gemelas.
Asimetría entre las dos partes: arriba, copulación
entre machos y hembras de la misma especie; abajo,
copulación de una hembra humana con machos de

73
varias especies animales y con otra hembra huma­
na— nunca con el hombre. ¿Por qué? Repetición,
analogía, excepción. Sobre el espacio inmóvil— muro,
cielo, página, estanque, jardín— todas esas figuras se
enlazan, trazan el mismo signo y parecen decir lo
mismo, pero ¿qué dicen?
14

Me detuve ante una fuente que estaba situada a mi­


tad de la calle, en el centro de un semicírculo. El
hilillo de agua que escurría del grifo había formado
un charco lodoso en el suelo; lo lamía un perro de
escasa pelambre parduzca, peladuras rojizas y carne
magullada. (El perro, la calle, el charco: la luz de las
tres de la tarde, hace mucho, sobre las piedras de un
callejón en un pueblo del Valle de México, el cuer­
po tendido de un campesino vestido de manta blanca,
el charco de sangre, el perro que la lame, los alari­
dos de unas mujeres de faldas oscuras y rebozos mora­
dos que corren hacia el muerto.) Entre las construc­
ciones casi derruidas del semicírculo que rodeaba a la
fuente se encontraba una, todavía en pie, maciza y de
poca altura, sus portones de par en par abiertos: el
templo. Desde donde yo estaba podía verse su patio,
un vasto espacio cuadrangular enlozado (acababan de
lavarlo y despedía un vapor blancuzco) y a su alrede­
dor, adosados al muro y bajo una techumbre soste­
nida por pilares de formas irregulares, irnos de piedra
y otros de manipostería, todos encalados y decorados
por dibujos de color rojo y azul, grecas y ramos de
flores, los altares con los dioses. Estaban separados

75
1
uno del otro por rejas de madera como si fuesen jau­
las. A los lados de las entradas había varios tendajo-
nes en donde unos viejos vendían a la multitud de
devotos flores, palillos y barras de incienso; imágenes
y fotografías en color de los dioses (representados
por actores y actrices de cine) y de Gandhi, Bose y
otros héroes y santos; la pasta roja y blanda (bhas-
ma) con la que los fieles trazan en sus frentes signos
religiosos en el momento de la ceremonia de la ofren­
da; abanicos con anuncios de coca-cola y otros refres­
cos; plumas de pavo real; litigas de piedra y metal;
muñecos que figuran a Durga montada en un león;
mandarinas, bananos, dulces, hojas de betel y bhang;
cintas de colores y talismanes; cuadernos de oraciones,
biografías de santos, librillos de astrología y magia;
bolsas de cacahuetes para los monos... Aparecieron
dos sacerdotes a las puertas del templo. Eran obesos
y sebosos. Estaban desnudos de la cintura para arri­
ba y les cubría la parte inferior del cuerpo el dothi,
un fino lienzo de algodón enredado entre las piernas.
El cordón bramínico sobre los pechos rebosantes de
nodriza; el pelo, negro y aceitado, trenzado en for­
ma de coleta; el lenguaje suave; los ademanes untuo­
sos. Al verme flotando entre el gentío, se me acer­
caron y me invitaron visitar el templo. Decliné su
oferta. Ante mi negativa, comenzaron una larga pero­
rata, pero yo, sin oírlos, me perdí entre la muche­
dumbre, dejando que el río humano me arrastrase.

76
Trepaban despacio por el camino escarpado. Era
una multitud pacífica, al mismo tiempo fervorosa y
tiente. Estaban unidos por un deseo común: llegar
allá, ver, palpar. La voluntad y sus tensiones y con­
tradicciones no tenían parte en aquel deseo imperso­
nal, pasivo, fluido y fluente. Alegría de la confianza:
se sentían como niños entre las manos de fuerzas
infinitamente poderosas e infinitamente benévolas. El
acto que realizaban estaba inscrito en el calendario de
los siglos, era uno de los rayos de una de las ruedas del
carro del tiempo. Caminaban rumbo al santuario como
lo habían hecho las generaciones idas y como lo harían
las venideras. Al caminar con sus parientes, sus veci­
nos y sus conocidos, caminaban también con los muer­
tos y con los que aún no nacían: la multitud visible
era parte de una multitud invisible. Todos juntos ca­
minaban a través de los siglos por el mismo camino,
el camino que anula a los tiempos y une a los vivos
con los muertos. Por ese camino salimos mañana y lle­
gamos ayer: hoy.
Aunque irnos grupos estaban compuestos única­
mente por hombres o por mujeres, la mayoría esta­
ban formados por familias enteras, de los abuelos a
los nietos y biznietos, y de los lazos consanguíneos
a los religiosos y de casta. Algunos marchaban por
parejas: las de viejos hablaban sin parar, pero las de
recién casados caminaban en silencio, como si les
asombrase estar uno al lado del otro. Y los solita-

77
rios: los mendigos lastimosos o terribles— coreo salmodiaban himnos; había los que conversaban en­
dos, ciegos, gafos, bubosos, elefansíacos, leprosos tre ellos, los que reían con grandes risotadas y los que
paralíticos, cretinos babeantes, monstruos quemado# floraban o hablaban solos— murmullo incesante, vo-
por la enfermedad y esculpidos por las fiebres y {¡es llantos, juramentos, exclamaciones, millones de
hambres— y los otros, los erguidos y arrogantes, rien­ sílabas que se funden en un rumor enorme e incohe­
do con risa salvaje o mudos de ojos llameantes de ins- rente, el rumor humano abriéndose paso entre los
pirado, los sadhúes, los ascetas vagamundos cubier­ otros rumores aéreos y terrestres, los chillidos de los
tos sólo por un taparrabo o envueltos en un manto monos, la cháchara de los cuervos, el ruido de mar
azafrán, las cabelleras rizadas y teñidas de rojo o de los follajes, el estruendo del viento corriendo en­
rapados enteramente salvo el copete de la coronilla tre los cerros.
los cuerpos espolvoreados de cenizas humanas o de El viento no se oye a sí mismo pero nosotros le
estiércol de vaca, los rostros pintorreados, en la mano oímos; las bestias se comunican entre ellas pero noso­
derecha una vara en forma de tridente y en la izquier­ tros habíanlos a solas con nosotros mismos y nos co­
da una escudilla de latón: su único bien, solos o acom­ municamos con los muertos y con los que todavía no
pañados de un muchachillo, su discípulo y, a veces, nacen. La algarabía humana es el viento que se sabe
su gitón. viento, el lenguaje que se sabe lenguaje y por el cual
Poco a poco trasponíamos cumbres y declives, rui­ el animal humano sabe que está vivo y, al saberlo,
nas y más ruinas. Unos corrían y luego se tendían aprende a morir.
a descansar bajo los árboles o entre los huecos de las Rumor de unos cuantos cientos de hombres, mu­
peñas; los más caminaban pausadamente y sin dete­ jeres y niños que caminan y hablan: rumor promis­
nerse; los cojos y estropiados se arrastraban con pena cuo de dioses, antepasados muertos, niños no naci­
y a los inválidos y paralíticos los llevaban en an­ dos y vivos que esconden entre la camisa y el pecho,
das. Polvo, olor a sudor, especias, flores pisoteadas, con sus moneditas de cobre y sus talismanes, su mie­
dulzuras nauseabundas, rachas hediondas, rachas de do a morir. El viento no se queja: el hombre es el
frescura. Pequeños radios portátiles, acarreados por que oye, en la queja del viento, la queja del tiempo.
bandas de muchachos, lanzaban al aire canciones dul­ El hombre se oye y se mira en todas partes: el mun­
zonas y pegajosas; las crías, agarradas a los pechos do es su espejo; el mundo ni nos oye ni se mira en
o a las faldas de las madres, berreaban; los devotos nosotros: nadie nos ve, nadie se reconoce en el hom-

78 79
bre. Para aquellas colinas éramos unos extraños, co­
mo los primeros hombres que, hacía milenios, las ha­
bían recorrido. Pero los que caminaban conmigo no
lo sabían: habían abolido la distancia— el tiempo, la
historia, la línea que separa al hombre del mundo. Su
caminar era la ceremonia inmemorial de la abolición
de las diferencias. Los peregrinos sabían algo que yo
ignoraba: el ruido de las sílabas humanas era un ru­
mor más entre los otros rumores de aquella tarde. Un
rumor diferente y, no obstante, idéntico a los chilli­
dos de los monos, los gritos de los pericos y el muji-
do del viento. Saberlo era reconciliarse con el tiempo,
reconciliar los tiempos.
Mientras creaba a los seres, Prajápati sudaba, se so­
focaba y de su gran calor y fatiga, de su sudor, brotó
Esplendor. Apareció de pronto: erguida, resplande­
ciente, radiante, centelleante. Apenas la vieron, los
dioses la desearon. Dijeron a Prajápati: «Deja que la
matemos; así nos la repartiremos entre todos». Él les
respondió: «¡Vamos! Esplendor es una mujer: no se
mata a las mujeres. Pero, si quieren, se la pueden re­
partir—con tal que la dejen viva». Los dioses se la
repartieron. Esplendor corrió a quejarse ante Prajá­
pati: «¡Me han quitado todo!» Él la aconsejó: «Píde­
les que te devuelvan lo que te arrebataron. Haz un
sacrificio». Esplendor tuvo la visión de la ofrenda de
las diez porciones del sacrificio. Después dijo la ora­
ción de la invitación y los dioses aparecieron. Enton­
ces dijo la oración de la adoración, al revés, comen­
zando por el fin, para que todo regresase a su estado
original. Los dioses concedieron la devolución. E s­
plendor tuvo la visión de las ofrendas adicionales. Las
recitó y las ofreció a los diez. A medida que cada uno
recibía su oblación, devolvía su porción a Esplendor
y desaparecía. Así volvió a ser Esplendor.
En esta secuencia litúrgica hay diez divinos, diez

81
oblaciones, diez recompensas, diez porciones del gru_
pe del sacrificio y el Poema que la dice consiste en
estrofas de versos de diez sílabas. El Poema no es otro
que Esplendor. (Satapatha-Brahmana, 11-4-3)
16

Aparece, reaparece la palabra reconciliación. Durante


una larga temporada me alumbraba con ella, bebía
y comía de ella. Liberación era su hermana y su an­
tagonista. El hereje que abjura de sus errores y regre­
sa a la iglesia, se reconcilia; la purificación de un lu­
gar sagrado que ha sido profanado, es una reconcilia­
ción. La separación es una falta, un extravío. Falta:
no estamos completos; extravío: no estamos en nues­
tro sitio. Reconciliación une lo que fue separado, ha­
ce conjunción de la escisión, junta a los dispersos:
volvemos al todo y asi regresamos a nuestro lugar.
Fin del exilio. Liberación abre otra perspectiva: rup­
tura de los vínculos y ligamentos, soberanía del al­
bedrío. Conciliación es dependencia, sujecdcn; libe­
ración es autosuficiencia, plenitud del uno, excelencia
del único. Liberación: prueba, purgación, purificación.
Cuando estoy solo no estoy solo: estoy conmigo; es­
tar separado no es estar escindido: es ser uno mismo.
Con todos, estoy desterrado de mí mismo; a solas,
estoy en mi todo. Liberación no es únicamente fin de
los otros y de lo otro, sino fin del yo. Vuelto del yo
—no a sí mismo: a lo mismo, regreso a la mismidad.
¿Liberación es lo mismo que reconciliación? Aun-

83
que reconciliación pasa por liberación y li
reconciliación, se cruzan sólo para separarse: reconci­
liación es identidad en la concordancia, liberación es
identidad en la diferencia. Unidad plural, unidad uni­
mismada. Otramente: mismamente. Yo y los otros,
mis otros; yo en mí mismo, en lo mismo. Reconcilia­
ción pasa por disensión, desmembración, ruptura y
liberación. Pasa y regresa. Es la forma original de la
revolución, la forma en que la sociedad se perpetúa
a sí misma y se reengendra: regeneración del pacto
social, regreso a la pluralidad original. Al comienzo
no había Uno: jefe, dios, yo; por eso, la revolución es
el fin del Uno y de la unidad indistinta, el comien­
zo (recomienzo) de la variedad y sus rimas, sus ali­
teraciones y composiciones. La degeneración de la
revolución, como se ve en los modernos movimientos
revolucionarios, todos ellos sin excepción transforma­
dos en cesarismos burocráticos y en idolatría institu­
cional al Jefe y al Sistema, equivale a la descomposi­
ción de la sociedad, que deja de ser un concierto plu­
ral, una composición en el sentido propio de la pa­
labra, para petrificarse en la máscara del Uno. La de­
generación consiste en que la sociedad repite infini­
tamente la imagen del Jefe, que no es otra que la
máscara de la descompostura: la desmesura e impos­
tura del César. Pero no hubo ni hay uno: cada uno
es un todo. Pero no hay todo: siempre falta uno. Ni
entre todos somos uno, ni cada uno es todo. No hay

84
uno ni todo: hay unos y todos. Siempre el plural,
siempre la plétora incompleta, el nosotros en busca
de su cada uno: su rima, su metáfora, su complemen­
to diferente.
Me sentía separado, lejos— no de los otros y de
las cosas, sino de mí mismo. Cuando me buscaba por
dentro, no me encontraba; salía y tampoco afuera me
reconocía. Adentro y afuera encontraba siempre a
otro. Al mismo siempre otro. Mi cuerpo y yo, mi som­
bra y yo, su sombra. Mis sombras: mis cuerpos: otros
otros. Dicen que hay gente vacía: yo estaba lleno,
repleto de mí. Sin embargo, nunca estaba en mí y
nunca podía entrar en mí: siempre había otro. Siem­
pre era otro. ¿Suprimirlo, exorcisarlo, matarlo? Ape­
nas lo veía, desaparecía. ¿Hablar con él, convercerlo,
pactar? Lo buscaba aquí y aparecía allá. No tenía sus­
tancia, no ocupaba lugar. Nunca estaba donde yo es­
taba; siempre allá: acá; siempre acá: allá. Mi previ­
sible invisible, mi visible imprevisible. Nunca el mis­
mo, nunca en el mismo sitio. Nunca el mismo sitio:
afuera era adentro, adentro era otra parte, aquí era
ninguna parte. Nunca un sitio. Destierros: lejanías:
siempre allá. ¿Dónde? Aquí. El otro no se ha movi­
do: nunca me he movido de mi sitio. Está aquí.
¿Quién? Yo mismo: el mismo. ¿Dónde? En mí: des­
de el principio caigo en mí y sigo cayendo. Desde el
principio. Yo siempre voy adonde estoy, yo nunca
llego adonde soy. Siempre yo siempre en otra parte:

85

I
el mismo sitio, el otro yo. La salida está en la entra­
da; la entrada— no hay entrada, todo es salida. Aquí
adentro siempre es afuera, aquí siempre es allá, d
otro siempre en otra parte. Allá está siempre el mis­
mo: él mismo: yo mismo: el otro. Ése soy yo: eso.
¿Con quién podía reconciliarme: conmigo o con
el otro— los otros? ¿Quiénes eran, quiénes éramos?
Reconciliación no era idea ni palabra: era una semilla
que, día tras día primero y hora tras hora después,
había ido creciendo hasta convertirse en una inmensa
espiral de vidrio por cuyas venas y filamentos corrían
luz, vino tinto, miel, humo, fuego, agua de mar y
agua de río, niebla, materias hirvientes, torbellinos
de plumas. Ni termómetro ni barómetro: central de
energía que se transforma en surtidor que es un árbol
de ramas y hojas de todos los colores, planta de bra­
sas en invierno y planta de frescura en verano, sol de
claridad y sol de sombra, gran albatros hecho de sal
y aire, molino de reflejos, reloj en el que cada hora se
contempla en las otras hasta anularse. Reconciliación
era una fruta— no la fruta sino su madurez, no su ma­
durez sino su caída. Reconciliación era un planeta
ágata y una llama diminuta, una muchacha, en el
centro de esa canica incandescente. Reconciliación era
ciertos colores entretejidos hasta convertirse en una
estrella fija en la frente del año o a la deriva en aglo­
meraciones tibias entre las estribaciones de las es­
taciones; la vibración de un grano de luz encerrado

86
en la pupila de un gato echado en un ángulo del me­
diodía; la respiración de las sombras dormidas a los
pies del otoño desollado; las temperaturas ocres, las
rachas datiladas, bermejas, hornazas y las pozas ver­
des, las cuencas de hielo, los cielos errabundos y en
harapos de realeza, los tambores de la lluvia; soles del
tamaño de un cuarto de hora pero que contienen to­
dos los siglos; arañas que tejen redes traslúcidas para
bestezuelas infinitesimales, ciegas y emisoras de cla­
ridades; follajes de llamas, follajes de agua, follajes
de piedra, follajes magnéticos. Reconciliación era ma­
triz y vulva pero también párpados, provincias de
arena. Era noche. Islas, la gravitación universal, las
afinidades electivas, las dudas de la luz que a las seis
de la tarde no >sabe si quedarse o irse. Reconciliación
no era yo. No era ustedes ni casa, ni pasado o futuro.
No era allá. No era regreso, vuelta al país de ojos ce­
rrados. Era salir al aire, decir: buenos días.

87
17

El muro tenía una longitud de unos doscientos me­


tros. Era alto y almenado. Salvo en trechos que deja­
ban ver una pintura todavía azul y roja, lo cubrían
grandes manchas negras, verdes y moradas: las hue­
llas digitales de las lluvias y los años. Un poco más
abajo de las almenas, en sucesión horizontal a lo lar­
go del lienzo, se veían irnos balconcillos, cada uno re­
matado por un domo a la manera de un parasol. Las
celosías eran de madera, todas despintadas y comidas
por los años. Algunos de los balcones conservaban
huellas de los dibujos que los habían adornado: guir­
naldas de flores, ramas de almendros, periquillos esti­
lizados, conchas marinas, mangos. No había más en­
trada que una, colosal, en el centro: un arco sarrace­
no en forma de herradura. Antes había sido el portal
de los elefantes y de ahí que su tamaño, en relación
con las dimensiones del conjunto, resultase descomu­
nal y desproporcionado. Cogí a Esplendor de la mano
y atravesamos juntos el arco, entre una doble fila de
mendigos. Estaban sentados en el suelo y al vemos
pasar salmodiaron con más fuerza sus súplicas gan­
gosas, golpeando con exaltación sus escudillas y mos­
trando sus muñones y sus llagas. Con grandes gesticu-

89
laciones se nos acercó un muchachillo, barbotando no
sé qué. Tenía unos doce años, era extraordinariamen­
te flaco, la cara inteligente y los ojos tan negros como
vivos. La enfermedad le había abierto en la mejilla
izquierda un gran agujero por el que podían verse
parte de las muelas, la encía y, más roja aún, movién­
dose entre burbujas de saliva, la lengua— un diminu­
to anfibio carmesí poseído por una agitación furiosa
y obscena que lo hacía revolverse continuamente den­
tro de su cueva húmeda. Hablaba sin parar. Aunque
subrayaba con las manos y los gestos su imperioso de­
seo de ser escuchado, era imposible comprenderlo por­
que, cada vez que articulaba una palabra, el agujero
aquel emitía silbidos y resoplidos que desfiguraban su
discurso. Fastidiado por nuestra incomprensión, se
perdió entre el gentío. Pronto lo vimos rodeado por
un grupo que celebraba sus trabalenguas y travesuras
verbales. Descubrimos que su locuacidad no era de­
sinteresada: no era un mendigo sino un poeta que
jugaba con las deformaciones y descomposiciones de
la palabra.
La plaza era una explanada rectangular que segu­
ramente había sido el «patio» de audiencia, suerte de
hall exterior al palacio propiamente dicho, aunque
dentro de su recinto, en el que los señores acostum­
braban recibir a ios extraños y a sus vasallos. El piso
era de tierra suelta; antes había estado cubierto por
baldosas del mismo color rosado que las paredes. Tres

90
muros cercaban a la explanada: uno al sur, otro al
este y otro al oeste. El del sur era el del Portal por
donde habíamos entrado; los otros dos eran menos
altos y largos. El del oeste también estaba almenado,
mientras que el del este terminaba en un alero de
tejas rosadas. La entrada de ambos era, como la del
Portal, un arco en forma de herradura, sólo que más
pequeño. En el del este se repetía la sucesión de bal­
concillos de la cara exterior del muro del Portal, to­
dos igualmente rematados por domos— parasoles y,
asimismo, provistos de celosías de madera, la mayoría
ya en pedazos. Detrás de esas celosías se escondían las
mujeres en los días de recepciones y desde ahí, sin ser
vistas, podían contemplar el espectáculo. Enfrente del
muro principal, en el lado norte del paralelogramo,
había un edificio no muy alto y al que se ascendía por
una escalinata que, a pesar de sus dimensiones más
bien modestas, poseía cierta secreta nobleza. La plan­
ta baja no era más que un pesado cubo de argamasa
sin otra función que servir de plataforma al piso su­
perior, una vasta sala rectangular rodeada por una ar­
quería. Los arcos reproducían, en pequeño, los del
patio y estaban sostenidos por columnas de formas
caprichosas, cada una diferente de las otras cilindri­
cas, cuadradas, salomónicas. Coronaba al edificio un
gran número de pequeñas cúpulas. El tiempo y ios
soles las habían pelado y ennegrecido; parecían cabe­
zas cercenadas y carbonizadas. A veces brotaban de

91
ellas pericos, mirlos, cuervos, murciélagos, y enton espejitos que dividen y multiplican los cuerpos hasta
ces era como si aquellas cabezas, aún cortadas, emitie­ volverlos infinitos. Proliferación, repetición, anula­
sen todavía pensamientos. ción' arquitectura contaminada por el delirio, piedras
El conjunto era teatral, efectista. Doble ficción- corroídas por el deseo, estalactitas sexuales de la muer­
la que representaban aquellos edificios (espejismos y te Faltos de poder y sobre todo de tiempo (la arqui­
nostalgias de un mundo extinto) y la que se había re­ tectura se edifica no sólo sobre un espacio sólido sino
presentado dentro de sus muros (ceremonias con que sobre un tiempo igualmente sólido, o capaz de resis­
señores impotentes celebraban los fastos de un poder tir las embestidas de la fortuna, pero ellos estaban
a punto de extinguirse). Arquitectura para verse vi- condenados a desaparecer y lo sabían), los príncipes
vir, substitución del acto por la imagen y de la rea­ de Rajastán levantaron edificios que no estaban he­
lidad por la fábula. No, soy inexacto, ni imagen ni chos para durar sino para deslumbrar y fascinar. Ilu-
fábula: imperio de la obsesión. En las decadencias la sionismo de castillos que en lugar de disiparse en el
obsesión es soberana y suplanta al destino. La obse­ aire se asentaban en el agua: la arquitectura converti­
sión y sus miedos, sus codicias, sus fobias, su monó­ da en una geometría de reflejos flotando sobre un es­
logo hecho de confesiones-acusaciones-lamentaciones. tanque y que el menor soplo del aire disipa... Ahora
Y esto precisamente, la obsesión, redimía al palacete en la gran explanada no había estanques ni músicos
de su mediocridad y su banalidad. A pesar de su hi- y en los balconcillos no se escondían las náyikás: ese
bridismo amanerado, aquellos patios y salas habían día los parias de la casta Balmik celebraban la fiesta
estado habitados por quimeras de pechos redondos y de Hanumán y la irrealidad de aquella arquitectura
garras buidas. Arquitectura novelesca, al mismo tiem­ y la realidad de su ruina presente se resolvían en un
po caballeresca y galante, perfumada y empapada de tercer término, brutalmente inmediato y alucinante
sangre. Viva y fantástica, irregular y pintoresca, im­
previsible. Arquitectura pasional: mazmorras y jardi­
nes, fuentes y degollaciones, una religión erotizada
y un erotismo estético, las caderas de la náyiká y
los miembros del descuartizado. Mármol y sangre.
Terrazas, salas de fiesta, pabellones de música en
lagos artificiales, alcobas decoradas por millares de
18

La arboleda se ha ennegrecido y se ha vuelto un gi­


gantesco amontonamiento de sacos de carbón aban­
donados no se sabe por quién ni por qué en mitad
del campo. Una realidad bruta que no dice nada ex­
cepto que es (pero ¿qué es?) y que a nada se parece,
ni siquiera a esos inexistentes sacos de carbón con
que, ineptamente, acabo de compararla. Mi excusa:
los gigantescos sacos de carbón son tan improbables
como la arboleda es ininteligible. Su ininteligibilidad
—una palabra como un ferrocarril a punto siempre
de descarrilarse o de perder un furgón— le viene de
su exceso de realidad. Es una realidad irreductible a
las otras realidades. La arboleda es intraducibie: es
ella y sólo ella. No se parece a las otras cosas ni a las
otras arboledas; tampoco se parece a ella misma: cada
instante es otra. Tal vez exagero: después de todo,
siempre es la misma arboleda y sus cambios incesan­
tes no la transforman ni en roca ni en locomotora;
además, no es única: el mundo está lleno de arbole­
das como ella. ¿Exagero? Sí, esta arboleda se parece
a las otras pues de otra manera no se llamaría arbole­
da sino que tendría un nombre propio; al mismo
tiempo, su realidad es única y merecería tener de

95
veras un nombre propio. Todos merecen (merecemos)
un nombre propio y nadie lo tiene. Nadie lo tendrá
y nadie lo ha tenido. Ésta es nuestra verdadera con­
denación, la nuestra y la del mundo. Y en esto consiste
lo que llaman los cristianos el estado de «naturaleza
caída». El paraíso esta regido por una gramática Mi­
tológica: las cosas y los seres son sus nombres y cada
nombre es propio. La arboleda no es única puesto que
tiene un nombre común (es naturaleza caída), pero
es única puesto que ningún nombre es verdaderamen­
te suyo (es naturaleza inocente). Esta contradicción
desafía al cristianismo y hace añicos su lógica.
El que la arboleda no tenga nombre y no el que la
vea desde n^i ventana, al declinar la tarde, borrón con­
tra el cielo impávido del otoño naciente, mancha que
avanza poco á poco sobre esta página y la cubre de
letras que simultáneamente la describen y la ocultan
— el que no tenga nombre y el que no pueda tenerlo
nunca, es lo que me impulsa a hablar de ella. El poeta
no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve
sus nombres, el que descubre que las cosas no tienen
nombre y que los nombres con que las llamamos no
son suyos. La crítica del paraíso se llama lenguaje:
abolición de los nombres propios; la crítica del len­
guaje se llama poesía: los nombres se adelgazan hasta
la transparencia, la evaporación. El el primer caso, el
mundo se vuelve lenguaje; en el segundo, el lenguaje
se convierte en mundo. Gracias al poeta el mundo se

96
queda sin nombres. Entonces, por un instante, pode­
mos verlo tal cual es— en azul adorable. Y esa visión
nos abate, nos enloquece; si las cosas son pero no
tienen nombre: sobre la tierra no hay medida alguna.
Hace un instante, mientras ardía en el brasero
solar, la arboleda no parecía ser una realidad ininte­
ligible sino un emblema, una configuración de sím­
bolos. Un criptograma ni más ni menos indescifrable
que los enigmas que inscribe el fuego en la pared con
las sombras de dos amantes, la maraña de árboles que
vio Hanumán en el jardín de Rávana en Lanka y que
Válmxki convirtió en un tejido de nombres que lee­
mos ahora como un fragmento del Rdmdyana, el ta­
tuaje de los monzones y los soles en el muro de la
terraza de aquel palacete de Gaita o la pintura que
describe los acoplamientos bestiales y lesbianos de la
náyiká como una excepción (¿o una analogía?) del
amor universal. Trasmutación de las formas y sus
cambios y movimientos en signos inmóviles: escritu­
ra; disipación de los signos: lectura. Por la escritura
abolimos las cosas, las convertimos en sentido; por
la lectura, abolimos los signos, apuramos el sentido y,
casi inmediatamente, lo disipamos: el sentido vuelve
al amasijo primordial. La arboleda no tiene nombre
y estos árboles no son signos: son árboles. Son reales
y son ilegibles. Aunque aludo a ellos cuando digo:
estos árboles son ilegibles, ellos no se dan por aludi­
dos. No dicen, no significan: están allí, nada más es-

97
1
tán. Yo los puedo derribar, quemar, cortar, convertir
en mástiles, sillas, barcos, casas, ceniza; puedo pin­
tarlos, esculpirlos, describirlos, convertirlos en sím­
bolos de esto c de aquello (inclusive de ellos mismos)
y hacer otra arboleda, real o imaginaria, con ellos;
puedo clasificarlos, analizarlos, reducirlos a una fór­
mula química o a una proporción matemática y así
traducirlos, convertirlos en lenguaje— pero estos ár­
boles, estos que señale y que están más allá, siempre
más allá, de mis signos y de mis palabras, intocables
inalcanzables impenetrables, son lo que son y ningún
nombre, ninguna combinación de signos los dice. Y
son irrepetibles: nunca volverán a ser lo que ahora
mismo son.
La arboleda ya es parte de la noche. Su parte más
negra, más noche. Tanto lo es que, sin remordimien­
tos, escribo que es una pirámide de carbón, una pun­
tiaguda geometría de sombras rodeada por un mundo
de vagas cenizas. En el patio de los vecinos todavía
hay luz. Impersonal, postuma y a la que conviene ad­
mirablemente la palabra fijeza, aunque sepamos que
sólo durará irnos minutos, porque es una luz que pa­
rece oponerse al cambio incesante de las cosas y /de
ella misma. Claridad final e imparcial de ese momento
de transparencia en que las cosas se vuelven presen­
cias y coinciden con ellas mismas. Es el fin (provisio­
nal, cíclico) de las metamorfosis. Aparición: sobre
el cemento cuadriculado del patio, prodigiosamente

98
ella misma sin ostentación ni vergüenza, la mesita de
madera negra sobre la que (hasta ahora lo descubro) se
destaca, en un ángulo, una mancha oval atigrada, es­
triada por afiladas líneas rojizas. En el rincón opuesto,
el entreabierto bote de basura arde en una llamarada
quieta, casi sólida. La luz resbala por el muro de la­
drillo como si fuese agua. Un agua quemada, un agua-
fuego. El bote de basura desborda de inmundicias y
es un altar que se consume en una exaltación callada:
ios detritos son una gavilla de llamas bajo el resplan­
dor cobrizo de la cubierta oxidada. Transfiguración de
los desperdicios— no, no transfiguración: revelación
de la basura como lo que es realmente: basura. No
puedo decir «gloriosa basura» porque el adjetivo la
mancharía. La mesita, de madera negra, el bote de
basura: presencias. Sin nombre, sin historia, sin sen­
tido, sin utilidad: porque sí.
Las cosas reposan en sí mismas, se asientan en
su realidad y son injustificables. Así se ¿frecen a los
ojos, al tacto, al oído, al olfato— no al pensamiento.
No pensar: ver, hacer del lenguaje una transparencia.
Veo, oigo los pasos de la luz en el patio; poco a po­
co se retira del muro de enfrente, se proyecta en el
de la izquierda y lo cubre con un manto traslúcido de
vibraciones apenas perceptibles: transubstanciadón
del ladrillo, combustión de la piedra, instante de in-
candescenda de la materia antes de despeñarse en su
ceguera— en su realidad. Veo, oigo, toco la paulatina

99
petrificación del lenguaje que ya no significa, que só­
lo dice: mesa, bote de basura, sin decirlos realmente,
mientras la mesa y el bote desaparecen en el patio
completamente a oscuras... La noche me salva. No
podemos ver sin peligro de enloquecer: las cosas nos
revelan, sin revelar nada y por su simple estar ahí
frente a nosotros, el vacío de los nombres, la falta
de mesura del mundo, su mudez esencial. Y a medida
que la noche se acumula en mi ventana, yo siento
que no soy de aquí, sino de allá, de ese mundo que
acaba de borrarse y aguarda la resurrección del alba.
De allá vengo, de allá venimos todos y allá hemos de
volver. Fascinación por el otro lado, seducción por la
vertiente no humana del universo: perder el nombre,
perder la medida. Cada individuo, cada cosa, cada ins­
tante: una realidad única, incomparable, inconmen­
surable. Volver al mundo de los nombres propios.

100
19

ondulación rosa y verde, amarilla y morada, oleajes


de mujeres, cabrilleo de blusas consteladas de pedaci-
tos de espejos o espolvoreadas de lentejuelas, conti­
nuo florecer de los rosados y los azules de los tur­
bantes, son flamencos y garzas estos hombres flacos
y zancudos, el sudor resbala en ríos por el basalto de
sus pómulos y humedece sus bigotes agresivamente
retorcidos en forma de cuernos de toro, destella el
aro de metal que llevan en la oreja, hombres de gra­
ves ojos de pozo, revoloteo de telas de mujer, listo­
nes, gasas, transparencias, repliegues cómplices don­
de se esconden las miradas, cascabeleo de ajorcas y
brazaletes, vaivén de caderas, fulgor de pendientes
y amuletos de vidrios de colores, racimos de viejos y
viejas y niños arrastrados por el ventarrón de la fiesta,
maricones devotos de Krishna de faldas verdegay, flo­
res en el pelo y grandes ojeras, riendo a grandes riso­
tadas, hervía la plaza en sonidos, olores, sabores, gi­
gantesca canasta desbordante de frutas almagradas,
acaneladas, jaldes, granates, moradas, negras, rugosas,
cristalinas, moteadas, lisas, pulidas, espinosas, frutas
llameantes, soles de frescura, sudor humano y sudor
de bestias, incienso, canela, estiércol, barro y almizcle,

101
jazmín y mango, leche agria, olores y sabores, sabo­
res y colores, nuez de betel, clavo, cal, cilantro, pol­
vos de arroz, perejil, chiles verdes y morados, madre­
selva, charcos podridos, boñiga quemada, limones,
orina, caña de azúcar, el escupitajo sangriendo del be­
tel, el tajo de la sandía, la granada y sus celdillas: mo­
nasterio de sangre, la guayaba: cueva de perfume, ri­
sotadas, blancuras desparramadas, crótalos y excla­
maciones, ayes y alas, gong y panderos, el rumor de
follajes de las faldas de las mujeres, el ruido de llu­
via de los pies descalzos sobre el polvo, risas y quejas:
estruendo de agua despeñada, bote y rebote de gritos
y cantos, algarabías de niños y pájaros, algaraniñas y
pajarabías, plegarias de los perendigos, babeantes sú­
plicas de los mendigrinos, gluglú de dialectos, hervor
de idiomas, fermentación y efervescencia del líquido
verbal, burbujas y gorgoritos que ascienden del fondo
de la sopa babélica y estallan al llegar al aire, la multi­
tud y su oleaje, su multieje y su muitiola, su multia-
lud, el multisol sobre la soledumbre, la pobredumbre
bajo el alasol, el olasol en su soltitud, el solalumbre
sobre la podrecumbre, la multisola

102
20

Sobre la pared de enfrente se proyecta una claridad


tranquila. Sin duda el vecino ha subido a su estudio,
ha encendido la lámpara que está cerca de la ventana
y a su luz lee apaciblemente The Cambridge’s Even-
ing News. Abajo, al pie del muro, brotan las mar­
garitas blanquísimas entre la oscuridad de las yerbas
y plantas del prado minúsculo. Veredas transitadas
por seres más pequeños que una hormiga, castillos
construidos en un milímetro cúbico de ágata, ventis­
queros del tamaño de un grano de sal, continentes a
la deriva en una gota de agua. Bajo las hojas y entre
los tallos mínimos del prado, pulula una población
prodigiosa que pasa continuamente del reino vegetal
al animal y de éste al mineral o al fantástico. Esa ra-
mita que un soplo de aire mueve débilmente era hace
un instante una bailarina de senos de peonza y de
frente perforada por un rayo de luz. Prisionero en la
fortaleza que inventan los reflejos lunares de la uña
del dedo meñique de una niña, un rey agoniza des­
de hace un millón de segundos. El microscopio de
la fantasía descubre criaturas distintas a las de la
ciencia pero no menos reales; aunque esas visiones
son nuestras, también son de un tercero: alguien

103
I
las mira (¿se mira?) a través de nuestra mirada.
Pienso en Richard Dadd pintando durante nueve
años, de 1855 a 1864, The fairy-feller's masterstroke
en el manicomio de Broadmoor. Un cuadro de dimen­
siones más bien reducidas que es un estudio minucio­
so de irnos cuantos centímetros de terreno— yerbas,
margaritas, bayas, guijarros, zarcillos, avellanas, ho­
jas, semillas— en cuyas profundidades aparece una
población de seres diminutos, unos salidos de los
cuentos de hadas y otros que son probablemente re­
tratos de sus compañeros de encierro y de sus carcele­
ros y guardianes. El cuadro es un espectáculo: la re­
presentación del mundo sobrenatural en el teatro del
mundo natural. Un espectáculo que contiene otro, pa­
ralizador y angustioso, cuya tema es la expectación:
]os personajes que pueblan el cuadro esperan un acon­
tecimiento inminente. El centro de la composición es
un espacio vacío, punto de intersección de todas las
fuerzas y miradas, claro en el bosque de alusiones y
enigmas; en el centro de ese centro hay una avellana
sobre la que ha de caer el hacha de piedra del leñador.
Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivi­
namos que, si el hacha la parte en dos, todo cambia­
rá: la vida volverá a fluir y se habrá roto el maleficio
que petrifica a los habitantes del cuadro. El leñador
es joven y robusto, está vestido de paño (o tal vez de
- uero) y cubre su cabeza una gorra que deja escapar
un pelo ondulado y rojizo. Bien asentado en el suelo

104
pedregoso, empuña en lo alto, con ambas manos, el
hacha. ¿Es Dadd? ¿Cómo saberlo, si vemos la figura
de espaldas? No obstante, aunque sea imposible afir­
marlo con certeza, no resisto a la tentación de iden­
tificar la figura del leñador con la del pintor. Dadd
estaba encerrado en el manicomio porque, durante
una excursión en el campo, presa de un ataque de lo­
cura furiosa, había asesinado a hachazos a su padre.
El leñador se dispone a repetir el acto pero las conse­
cuencias de esa repetición simbólica serán exactamente
contrarias a las que produjo el acto original; en el
primer caso, encierro, petrificación; en el segundo, al
romper la avellana, el hacha del leñador rompe el he­
chizo. Un detalle turbador, el hacha que ha de acabar
con el hechizo de la petrificación es un hacha de pie­
dra. Magia homeopática.
A todos los demás personajes les vemos las ca­
ras. Unos emergen entre los accidentes del terreno
y otros forman un círculo hipnotizado en torno a la
nefasta avellana. Cada uno está plantado en su sitio
como clavado por un maleficio y todos tejen entre
ellos un espacio nulo pero imantado y cuya fascina­
ción siente inmediatamente todo aquel que contem­
pla el cuadro. Dije siente y debería haber dicho: pre­
siente, pues ese espacio es el lugar de una inminente
aparición. Y por esto mismo es, simultáneamente, nu­
lo e imantado: no pasa nada salvo la espera. Los
personajes están enraizados en el suelo y son, literal

105
y metafóricamente, plantas y piedras. La espera los ha
inmovilizado— la espera que suprime al tiempo y no
a la angustia. La espera es eterna-, anula al tiempo; la
espera es instantánea, está al acecho de lo inminente,
de aquello que va a ocurrir de un momento a otro:
acelera al tiempo. Condenados a esperar el golpe
maestro del leñador, los duendes ven interminable­
mente un claro del bosque hecho del cruce de sus
miradas y en donde no ocurre nada. Dadd ha pintado
la visión de la visión, la ¡mirada que mira un espacio
donde se ha anulado el objeto mirado. El hacha que,
al caer, romperá el hechizo que los paraliza, no caerá
jamás. Es un hecho que siempre está a punto de su­
ceder y que nunca ocurrirá, Entre el nunca y el siem­
pre anida la angustia con sus mil patas y su ojo únicG.

106
21

En los vericuetos del camino de Gaita aparece y


desaparece el Mono Gramático: el monograma del
Simio perdido entre sus símiles.
22

Ninguna pintura puede contar porque ninguna trans­


curre. La pintura nos enfrenta a realidades definitivas,
incambiables, inmóviles. En ningún cuadro, sin excluir
a los que tienen por tema acontecimientos reales o so­
brenaturales y a los que nos dan la impresión o la
sensación del movimiento, pasa algo. En los cuadros
las cosas están, no pasan. Hablar y escribir, contar y
pensar, es transcurrir, ir de un lado a otro: pasar. Un
cuadro tiene límites espaciales pero no tiene ni prin­
cipio ni fin; un texto es una sucesión que comienza en
un punto y acaba en otro. Escribir y hablar es tra­
zar un camino: inventar, recordar, imaginar una tra­
yectoria, ir hacia... La pintura nos ofrece una visión,
la literatura nos invita a buscarla y así traza un ca­
mino imaginario hacia ella. La pintura construye pre­
sencias, la literatura emite sentidos y después corre
tras de ellos. El sentido es aquello que emiten las pa­
labras y que está más allá de ellas, aquello que se fuga
entre las mallas de las palabras y que ellas quisieran
retener o atrapar. El sentido no está en el texto sino
afuera. Estas palabras que escribo andan en busca de
su sentido y en esto consiste todo su sentido.

109
23

Hanumán: mono / grama del lenguaje, de su dina­


mismo y de su incesante producción de invenciones
fonéticas y semánticas. Ideograma del poeta, señor/
servidor de la metamorfosis universal: simio imita­
dor, artista de las repeticiones, es el animal aristoté­
lico que copia del natural pero asimismo es la semilla
semántica, la semilla-bomba enterrada en el subsuelo
verbal y que nunca se convertirá en la planta que es­
pera su sembrador, sino en la otra, siempre otra. Los
frutos sexuales y las flores carnívoras de la alteridad
brotan deí tallo único de la identidad.

111
24

Al fin del camino ¿está la visión? El patio de los


vecinos con su mesita negra y su bote oxidado, la ar­
boleda de las hayas sobre una eminencia del terreno
deportivo de Churchill College, el paraje de los char­
cos y los banianos a irnos cuantos cientos de metros
de la antigua entrada de Gaita, son visiones de reali­
dades irreductibles al lenguaje. Cada una de estas rea­
lidades es única y para decirla realmente necesitaría­
mos un lenguaje compuesto exclusivamente de nom­
bres propios e irrepetibles, un lenguaje que no fuese
lenguaje: el doble del mundo y no su traducción ni
su símbolo. Por eso verlas, de verdad verlas, equivale
a enloquecer: perder los nombres, entrar en la des­
mesura. Es más: volver a ella, al mundo de antes del
lenguaje. Pues bien, el camino de la escritura poética
se resuelve en la abolición de la escritura: al final nos
enfrenta a una realidad indecible. La realidad que re­
vela la poesía y que aparece detrás del lenguaje— esa
realidad visible sólo por la anulación del lenguaje en
que consiste la operación poética— es literalmente in­
soportable y enloquecedora. Al mismo tiempo, sin la
visión de esa realidad ni el hombre es hombre ni el
lenguaje es lenguaje. La poesía nos alimenta y nos

113
aniquila, nos da la palabra y nos condena al silencio.
Es la percepción necesariamente momentánea (no re­
sistiríamos más) del mundo sin medida que un día
abandonamos y al que volvemos al morir. El lengua­
je hunde sus raíces en ese mundo pero transforma
sus jugos y reacciones en signos y símbolos. El len­
guaje es la consecuencia (o la causa) de nuestro des­
tierro del universo, significa la distancia entre las co­
sas y nosotros. También es nuestro recurso contra esa
distancia. Si cesase el exilio, cesaría el' lenguaje: la
medida, la ratio. La poesía es número, proporción,
medida: lenguaje— sólo que es un lenguaje vuelto so­
bre sí mismo y que se devora y anula para que aparez­
ca lo otro, lo sin medida, el basamento vertiginoso, el
fundamento abismal de la medida. El reverso del len­
guaje.
La escritura es un búsqueda del sentido que ella
misma expele. Al final de la búsqueda el sentido se
disipa y nos revela una realidad propiamente insen­
sata. <jQué queda? Queda el doble movimiento de la
escritura: camino hacia el sentido, disipación del sen­
tido. Alegoría de la mortalidad: estas frases que es­
cribo, este camino que invento mientras trato de des­
cribir aquel camino de Gaita, se borran, se deshacen
mientras los escribo: nunca llego ni llegaré al fin. No
hay fin, todo ha sido un perpetuo recomenzar. Esto
que digo es un continuo decir aquello que voy a decir
y que nunca acabo de decir: siempre digo otra cosa.

114
Decir que apenas dicho se evapora, decir que nunc
dice lo que quiero decir. Al escribir, camino hacia e
sentido; ai leer lo que escribo, lo borro, disuelvo e
camino. Cada tentativa termina en lo mismo: disolu
don del texto en la lectura, expulsión del sentido po
la escritura. La búsqueda del sentido culmina en 1¡
aparición de una realidad que está más allá del senti
do y que lo disgrega, lo destruye. Vamos de la bús
queda del sentido a su abolición para que surja uní
realidad que, a su vez, se disipa. La realidad y su es
plendor, la realidad y su opacidad: la visión que no:
ofrece la escritura poética es la de su disolución. L¡
poesía está vacía como el claro del bosque en el cua
dro de Dadd: no es sino el lugar de la aparición qu<
es, simultáneamente, el de la desaparición. Ríen n’au
ra eu lieu que le lieu.

115
25

En el muro cuarteado de la terraza las manchas de hu­


medad y los trazos de pintura roja, negra y azul in­
ventan mapamundis imaginarios. Son las seis de la
tarde. Alianza de las claridades y las sombras: pausa
universal. Respiro: estoy en el centro de un tiempo
redondo, pleno como una gota de sol. Siento que des­
de mi nacimiento y aun antes, un antes sin cuando,
veo al baniano del ángulo de la explanada crecer y
crecer (un milímetro cada año), multiplicar sus raíces
aéreas, entrelazarlas, descender por ellas hasta la tie­
rra, anclar, enraizar, alinearse, ascender de nuevo, ba­
jar otra vez y así, durante siglos, avanzar entretejido
entre sus ramas y raíces. El baniano es una araña que
teje desde hace mil años su inacabable telaraña. Sa­
berlo me produce una alegría inhumana: estoy plan­
tado en esta hora como el baniano en los siglos. Sin
embargo, el tiempo no se detiene: hace más de dos
horas que Esplendor y yo cruzamos el gran arco del
Portal, atravesamos la plaza desierta y ascendimos por
la escalinata que lleva a esta terraza. El tiempo trans­
curre y no transcurre. Estas seis de la tarde son desde
el origen las mismas seis de la tarde y, no obstante, los
minutos suceden a los minutos con la regularidad

117
acostumbrada. Estas seis de la tarde se acaban poco ja cara que miro ahora y que, sin verme, se ríe del
taonito y de su pánico, la miro en otro momento
a poco pero cada minuto es traslúcido y a fuerza de
transparencia se disuelve o se inmoviliza, cesa de de otra ciudad— sobre esta misma página. Nunca es
fluir. Las seis de la tarde se resuelven en una in­ el mismo cuando, nunca es la misma risa, nunca son
movilidad transparente, sin fondo y sin reverso: no jas mismas manchas del muro, nunca la misma luz
de las mismas seis de la tarde. Cada cuando trans­
hay nada detrás.
La idea de que el fondo del tiempo es una fijeza curre, cambia, se mezcla a los otros cuandos, desapa­
que disuelve todas las imágenes, todos los tiempos, rece y reaparece. Esta risa que se desgrana aquí es
en una transparencia sin espesor ni consistencia, me la misma de siempre y siempre es otra, risa oída en
aterra. Porque el presente también se vacía: es un un carrefour de París, risa de una tarde que se acaba
y se funde con la risa que silenciosamente, como una
reflejo suspendido en otro reflejo. Busco una realidad
cascada puramente visual o, más bien, absolutamen­
menos vertiginosa, una presencia que me saque de es­
te mental— no idea de cascada sino cascada vuelta
te ahora abismal, y miro a Esplendor pero ella no
idea— se desploma en mi frente y me obliga a cerrar
me mira: en este momento se ríe de las gesticulacio­
los ojos por lá muda violencia de su blancura. Risa:
nes de un monito que salta del hombro de su madre
cascada: espuma: blancura inoída. ¿Dónde oigo esa
a la balaustrada, se columpia prendido con la cola a
risa, dónde la veo? Extraviado entre todos estos tiem­
uno de los barrotes, da un salto, cae a unos pasos de
pos y lugares, ¿he perdido mi pasado, vivo en un
nosotros, nos mira asustado, pega otro salto y regresa
continuo presente? Aunque no me muevo, siento
al hombro de su madre, que gruñe y nos enseña los
que me desprendo de mí mismo: estoy y no estoy
dientes. Miro a Esplendor y a través de su rostro y
en donde estoy. Extrañeza de estar aquí, como si
de su risa me abro paso hacia otro momento de otro
tiempo y allá, en una esquina de París, entre la calle aquí fuera otra parte; extrañeza de estar en mi cuer­
po y de que mi cuerpo sea mi cuerpo y yo piense lo
de Bac y la de Montalembert, oigo la misma risa. Y
que pienso, oiga lo que oigo. Lejos, ando lejos de
esa risa se superpone a la risa que oigo aquí, en esta
página, mientras me interno en las seis de la tarde de mí, por aquí, por este camino de Gaita que invento
un día que invento y que se ha detenido en la terraza mientras escribo y que se disipa al leerlo. Ando por
este aquí que no está afuera y que tampoco está aden­
de una casa abandonada en las afueras de Gaita.
Los tiempos y los lugares son intercambiables: tro; marcho sobre el suelo desigual y polvoso de la te-

119
118
— m
rraza como si caminase por dentro de mí, pero ese
dentro de mí está afuera: yo lo veo, yo me veo cami­
narlo. Yo es un afuera. Miro a Esplendor y ella no
me mira: mira al monito. También ella se desprende
de su pasado, también ella está en su afuera. No me
mira, se ríe y, con un movimiento de cabeza, se in­
terna en su propia risa.
Desde la balaustrada de la terraza veo la plaza.
No hay nadie, la luz se ha detenido, el baniano se ha
plantado en su inmovilidad, Esplendor ríe a mi lado,
el monito se asusta y corre a esconderse entre los
brazos peludos de su madre, yo respiro este aire in­
sustancial como el tiempo. Diafanidad: al fin las cosas
no son sino sus propiedades visibles. Son como las ve­
mos, son lo que vemos y yo soy sólo porque las
veo. No hay otro lado, no hay fondo ni agujero ni
falla: todo es una adorable, impasible, abominable,
impenetrable superficie. Toco el presente, hundo la
mano en el ahora y es como si la hundiera en el aire,
como si tocara sombras, abrazase reflejos. Admirable
superficie a un tiempo inconsistente e impenetrable:
todas estas realidades son un tejido de presencias que
no esconden ningún secreto. Exterioridad sin más:
nada dicen, nada callan, solamente están ahí, ante
mis ojos, bajo la luz no demasiado violenta de este
día de otoño. Un estar indiferente más allá de her­
mosura y fealdad, sentido y sinsentido. Los intes­
tinos del perro desventrado que se pudre a unos dn-

120
cuenta metros del baniano, el pico húmedo y rojeante
del buitre que lo destroza, el movimiento ridículo de
sus alas al barrer el polvo del suelo, lo que pienso
y lo que siento al ver esta escena desde la balaus­
trada, entre la risa de Esplendor y el miedo del mo­
nito— son realidades distintas, únicas, absolutamente
reales y, no obstante, inconsistentes, gratuitas y, en
cierto modo, irreales. Realidades sin peso, sin razón
de ser: el perro podría ser un montón de piedras, el
buitre un hombre o un caballo, yo mismo un pedruz-
co u otro buitre, y la realidad de estas seis de la
tarde no sería distinta. Mejor dicho: distinto y lo
mismo son sinónimos a la luz imparcial de este mo­
mento. Todo es lo mismo y es lo mismo que yo sea
el que soy o alguien distinto al que soy. En el ca­
mino de Gaita siempre recomenzado, insensiblemente
y sin que me lo propusiera, a medida que lo an­
daba y lo desandaba, se fue construyendo este ahora
de la terraza: yo estoy clavado aquí, como el baniano
entretejido por su pueblo de raíces, pero podría estar
allá, en otro ahora— que sería el mismo ahora. Cada
tiempo es diferente; cada lugar es distinto y todos
son el mismo, son lo mismo. Todo es ahora.

121
26

El camino es escritura y la escritura es cuerpo y el


cuerpo es cuerpos (arboleda). Del mismo modo que
el sentido aparece más allá de la escritura como si
fuese el punto de llegada, el fin del camino (un fin
que deja de serlo apenas llegamos, un sentido que
se evapora apenas lo enunciamos), el cuerpo se ofrece
como una totalidad plenaria, igualmente a la vista
e igualmente intocable: el cuerpo es siempre un más
allá del cuerpo. Al palparlo, se reparte (como un tex­
to) en porciones que son sensaciones instantáneas:
sensación que es percepción de un muslo, un lóbulo,
un pezón, una uña, un pedazo caliente de la ingle, la
nuca como el comienzo de un crepúsculo. El cuerpo
que abrazamos es un río de metamorfosis, una con­
tinua división, un fluir de visiones, cuerpo descuar­
tizado cuyos pedazos se esparcen, se diseminan, se
congregan en una intensidad de relámpago que se pre­
cipita hacia una fijeza blanca, negra, blanca. Fijeza
que se anula en otro negro relámpago blanco; el
cuerpo es el lugar de la desaparición del cuerpo. La
reconciliación con el cuerpo culmina en la anulación
del cuerpo (el sentido). Todo cuerpo es un lenguaje
que, en el momento de su plenitud, se desvanece;

123
todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescen­
cia, se revela como un cuerpo ininteligible. La pala­
bra es una desencarnación del mundo en busca de
su sentido; y una encarnación: abolición del sentido,
regreso al cuerpo. La poesía es corporal: reverso de
los nombres.

124
27

ondulación rosa y verde, amarilla y morada, oleajes


humanos, cabrilleos de la luz sobre las pieles y las
cabelleras, fluir inagotable de la corriente humana
que poco a poco, en menos de una hora, inundó toda
la plaza. Acodados en la balaustrada, veíamos la pal­
pitación de la masa, oíamos su oleaje crecer y crecer.
Vaivén, pausada agitación que se propagaba y exten­
día en olas excéntricas, llenaba lentamente los espa­
cios vacíos y, como si fuese un chorro, ascendía pel­
daño a peldaño, paciente y persistente, la gran esca­
linata del edificio cúbico, desmoronado en partes, si­
tuado en el extremo norte del paralelogramo.
En el segundo y último piso de aquella pesada
construcción, en lo alto de la escalinata y bajo uno
de los arcos que remataban al edificio, habían levan­
tado el altar de Hanumán. El Gran Mono estaba
representado por un relieve esculpido en un bloque
de piedra negra de más de un metro de altura, unos
ochenta centímetros de ancho y unos quince de es­
pesor, colocado o más bien encajado en una plata­
forma de modestas dimensiones y cubierta por una
tela roja y amarilla. La piedra reposaba bajo un dosel
de madera en forma de conca estriada, pintada de

125
color oro. Colgaba de la conca un lienzo de seda vio­
leta terminado por flecos también dorados. Dos palos
a manera de mástiles de madera, ambos azules y plan­
tados respectivamente a izquierda y derecha del dosel,
enarbolaban sendos estandartes triangulares de papel,
uno verde y otro blanco. Desparramados en el ara
del altar, sobre la brillante tela roja y gualda, se
veían montoncitos de cenizas del incienso con que
zahumaban a la imagen y muchos pétalos todavía
húmedos, restos de las ofrendas florales de los fieles.
La piedra estaba embadurnada por una pasta de color
rojo vivísimo. Bañado por el agua lustral, los jugos
de las flores y la mantequilla derretida de las obla­
ciones, el relieve de Hanumán relucía como un cuer­
po de atleta untado de aceite. A pesar de la espesa
pintura roja, se percibía con cierta claridad la figura
del Simio en el momento de dar aquel salto desco­
munal que lo transportó desde las montañas Nilgiri
al jardín del palacio de Rávana en Lanká; la pierna
derecha flexionada, la rodilla como una proa que
divide la onda, a la zaga la pierna izquierda exten­
dida como un ala o, mejor, como un remo (el salto
evoca al vuelo y éste a la natación), la larga cola
dibujando una espiral: línea / liana / vía láctea, en
alto él brazo derecho ceñido por pesadas pulseras
y la mano enorme empuñando la maza guerrera, el
otro brazo hacia adelante, la mano desplegada como
un abanico o una hoja de palmera real o como la

126
aleta del pescado o la cresta del pájaro (de nuevo:
la navegación y la aviación), el cráneo cubierto por
un casco— un bólido rojo rompiendo los espacios.
Como su padre Váyu, el Gran Mono, «si vuela,
traza signos de fuego en el cielo; si cae, deja una
cola de sonidos .en la tierra: escuchamos su rumor
pero no vemos su forma». Hanumán es viento como
su padre y por eso sus saltos son semejantes al vuelo
de los pájaros; y por ser aire, también es sonido
con sentido: emisor de palabras, poeta. Hijo del
viento, poeta y gramático, Hanumán es el mensajero
divino, el Espíritu Santo de la India. Es un mono que
es un pájaro que es un soplo vital y espiritual. Casto,
su cuerpo es un inagotable manantial de esperma y
una sola gota del sudor de su piel es suficiente para
fecundar la matriz de piedra de un desierto. Hanu­
mán es el amigo, el consejero y el inspirador del
poeta Válmíki. Puesto que una leyenda quiere que
el autor del Rámayana haya sido un paria leproso, los
parias de Gaita, que veneran particularmente a Hanu­
mán, han escogido como suyo el nombre del poeta
y de ahí que se llamen Balmik. Pero en aquel altar,
piedra negra pintada de rojo, bañado por la man­
tequilla líquida de las oblaciones, Hanumán era sobre
todo el Fuego del sacrificio. Un sacerdote había en­
cendido un pequeño brasero que le había aporta­
do uno de sus ayudantes. Aunque estaba desnudo
de la cintura para arriba, no era un brahmín y no

127
llevaba el cordón ritual en el pecho; como los otros
oficiantes y como la mayoría de los concurrentes, era
un paria. Vuelto de espaldas a los espectadores amon­
tonados en el pequeño santuario, alzó el brasero a la
altura de los ojos y moviéndolo con lentitud de abajo
hacia arriba y en dirección de los ocho puntos car­
dinales, trazó círculos y volutas luminosas en el aire.
Las brasas chisporroteaban y humeaban, el sacerdote
salmodiaba las plegarias con voz gangosa y los otros
oficiantes, siguiendo el orden prescripto, uno a uno,
vertían cucharadas de mantequilla líquida en el fue­
go: Brotan los arroyos de mantequilla (la verga de
oro está en el centro), corren como ríos, se reparten
y huyen como gacelas ante el cazador, saltan como
mujeres que van a una cita de amor, las cucharadas
de mantequilla acarician al leño abrasado y el Fuego
las acepta complacido.
Con piedras, martillos y otros objetos, los acólitos
empezaron a golpear los rieles de hierro que colga­
ban del techo. Apareció un hombre— vestido de una
jerga parda, antifaz, casco y una vara que simulaba
una lanza. Era quizás la representación de uno de los
monos guerreros que acompañaron a Hanumán y Su-
griva en su expedición a Lankü. Los acólitos seguían
golpeando los rieles y sobre las cabezas de la multitud
que se arremolinaba abajo, persistente y atronador,
descendía un poderoso e implacable chubasco sonoro.
Al pie del baniano se habían reunido una docena de

128
sadhúes, todos viejos, los cráneos rapados o el pelo
largo y revuelto espolvoreado de polvo rojo, las bar­
bas blancas y undosas, los rostros pintarrajeados y las
frentes decoradas con signos: rayas verticales y hori­
zontales, círculos, medias lunas, tridentes. Unos es­
taban ataviados con mantos blancos o de color aza­
frán, otros andaban desnudos, el cuerpo cubierto de
cenizas o de estiércol de vaca, los testículos y el pene
protegidos por una bolsa de tela suspendida a un
cordón que les servía de cinturón. Tendidos en el
suelo, fumaban, bebían té o leche o bhang, reían,
conversaban, oraban a media voz, callaban. Al oír
el sonar de los rieles y el rumor confuso de las sal­
modias sacerdotales allá arriba, se incorporaron y sin
previo aviso, como si obedeciesen a una orden que
nadie había oído sino ellos, con ojos chispeantes y
ademanes sonámbulos— los ademanes del que anda
en sueños y se mueve con lentísimos movimientos de
buzo en el fondo del mar— , se echaron a bailar y
cantar en corro. El gentío los rodeaba y seguía sus
movimientos con una fascinación risueña y respetuo­
sa. Saltos y cantos, revoloteo de andrajos coloridos
y trapos centelleantes, miseria lujosa, relámpagos de
esplendor y desdicha, danza de inválidos y nonage­
narios, gestos de ahogados y de iluminados,' ramas se­
cas del árbol humano que el viento desgaja y arras­
tra, vuelo de títeres, voces roncas de pedruzcos que
caen en pozos cegados, voces agudas de vidrieras

129
que se hacen trizas, homenajes de la muerte a la vida.
La multitud era un lago de movimientos pací­
ficos, una vasta ondulación cálida. Se habían afloja­
do los resortes, las tensiones se desvanecían, ser era
extenderse, derramarse, volverse líquido, regresar al
agua primordial, al océano materno. La danza de los
sadhúes, los cantos de los oficiantes, los gritos y
exclamaciones de la multitud eran burbujas del gran
lago hipnotizado bajo la lluvia metálica que produ­
cían los acólitos al golpear los rieles. Allá arriba, in­
sensibles a los movimientos de la gente apiñada en
la plaza y a sus ritos, los cuervos, los mirlos, los bui­
tres y los pericos proseguían imperturbables sus vue­
los, sus disputas y sus amoríos. Cielo limpio y des­
nudo. El aire también se había inmovilizado. Calma
e indiferencia. Engañosa quietud hecha de miles de
cambios y movimientos imperceptibles: aunque pa­
recía que la luz se había detenido para siempre sobre
la cicatriz rosada del muro, la piedra palpitaba, res­
piraba, estaba viva, su cicatriz se encendía hasta ser
una llaga rojiza, y cuando esa brasa estaba a pun­
to de convertirse en llama, se arrepentía, se contraía
poco a poco, caía en sí misma, se enterraba en su
ardor, era una mancha negra que se derramaba en
el muro. Así el cielo, así la plaza y el gentío. La
tarde avanzó entre las claridades caídas, anegó las
colinas achatadas, cegó los reflejos, volvió opacas
las transparencias. Apeñuscados en los balcones des­

130
de los que, en otros tiempos, los señores y sus muje­
res contemplaban los espectáculos de la explanada,
centenares y centenares de monos, con esa curiosidad
suya que es una forma terrible de la universal indife­
rencia, observaban la fiesta que allá abajo celebraoan
los hombres.

131
28

Dichas o escritas, las palabras avanzan y se inscriben


una detrás de otra en su espacio propio: la hoja de
papel, el muro de aire. Van de aquí para allá, trazan
un camino: transcurren, son tiempo. Aunque no ce­
san de moverse de un punto a otro y así dibujan una
línea horizontal o vertical (según sea la índole de la
escritura), desde otra perspectiva, la simultánea o
convergente, que es la de la poesía, las frases que
componen el texto aparecen como grandes bloques
inmóviles y transparentes: el texto no transcurre, el
lenguaje cesa de fluir. Quietud vertiginosa por ser
un tejido de claridades: en cada página se reflejan
las otras y cada una es el eco de la que la precede
o la sigue— el eco y la respuesta, la rima y la metá­
fora. No hay fin y tampoco hay principio: todo es
centro. Ni antes ni después, ni adelante ni atrás, ni
afuera ni adentro: todo está en todo. Como en el
caracol marino, todos los tiempos son este tiem­
po de ahora que no es nada salvo, como el cuarzo
de cristal de roca, la condensación instantánea de los
otros tiempos en una claridad insustancial. La con­
densación y la dispersión, el signo de inteligencia que
se hace a sí mismo el ahora en el momento de disi-

133
parse. La perspectiva simultánea no contempla al len­
guaje como un camino porque no la orienta la bús­
queda del sentido. La poesía no quiere saber qué hay
al fin del camino; concibe al texto como una serie
de estratos traslúcidos en cuyo interior las distintas
partes— las distintas corrientes verbales y semánti­
cas— , al entrelazarse o desenlazarse, reflejarse o anu­
larse, producen momentáneas configuraciones. La
poesía busca, se contempla, se funde y se anula en las
cristalizaciones del lenguaje. Apariciones, metamor­
fosis, volatizaciones, precipitaciones de presencias.
Esas configuraciones son tiempo cristalizado: aunque
están en perpetuo movimiento, dan siempre la misma
hora— la hora del cambio. Cada una de ellas contiene
a las otras, cada una está en las otras: el cambio es
sólo la repetida y siempre distinta metáfora de la
identidad.
La visión de la poesía es la de la convergencia
de todos los puntos. Fin del camino. Es la visión de
Hanumán al saltar (geiser) del valle al pico del mon­
te o al precipitarse (aerolito) desde el astro hasta el
fondo del mar: la visión vertiginosa y transversal que
revela al universo no como una sucesión, un movi­
miento, sino como una asamblea de espacios y tiem­
pos, una quietud. La convergencia es quietud porque
en su ápice los distintos movimientos, al fundirse, se
anulan; al mismo tiempo, desde esa cima de inmo­
vilidad, percibimos al universo como una asamblea

134
de mundos en rotación. Poemas: cristalizaciones del
juego universal de la analogía, objetos diáfanos que,
al reproducir el mecanismo y el movimiento rotato­
rio de la analogía, son surtidores de nuevas analogías.
El mundo juega en ellos al mundo, que es el juego
de las semejanzas engendradas por las diferencias y
el de las semejanzas contradictorias. Hanumán es­
cribió sobre las rocas una pieza de teatro, Mahaná-
taka, con el mismo asunto del Rámáyana; al leerla,
Válmiki temió que opacase a su poema y le suplicó
que la ocultase. El Mono accedió al ruego del poeta,
desgajó la montaña y arrojó las rocas al océano. La
tinta y la pluma de Válmiki sobre el papel son una
metáfora del rayo y la lluvia con que Hanumán es­
cribió su drama sobre los peñascos. La escritura
humana refleja a la del universo, es su traducción,
pero asimismo su metáfora: dice algo totalmente dis­
tinto y dice lo mismo. En la punta de la convergen­
cia el juego de las semejanzas y las diferencias se
anula para que resplandezca, sola, la identidad. Ilu­
sión de la inmovilidad, espejismo del uno: la iden­
tidad está vacía; es una cristalización y en sus entrañas
transparentes recomienza el movimiento de la ana­
logía.
Todos los poemas dicen lo mismo y cada poema
es único. Cada parte reproduce a las otras y cada par­
te es distinta. Al comenzar estas páginas decidí seguir
literalmente la metáfora del título de la colección

135
a que están destinadas, Los Caminos de la Creación, y
escribir, trazar un texto que fuese efectivamente un
camino y que pudiese ser leído, recorrido como tal.
A medida que escribía, el camino de Gaita se borraba
o yo me desviaba y perdía en sus vericuetos. Una y
otra vez tenía que volver al punto del comienzo. En
lugar de avanzar, el texto giraba sobre sí mismo. ¿La
destrucción es creación? No lo sé, pero sé que la crea­
ción no es destrucción. A cada vuelta el texto se des­
doblaba en otro, a un tiempo su traducción y su trans­
posición: una espiral de repeticiones y de reiteraciones
que se han resuelto en una negación de la escritura
como camino. Ahora me doy cuenta de que mi texto
no iba a ninguna parte, salvo al encuentro de sí mis­
mo. Advierto también que las repeticiones son metá­
foras y que las reiteraciones son analogías: un sistema
de espejos que poco a poco han ido revelando otro
texto. En ese texto Hanumán contempla el jardín de
Rávana como una página de caligrafía como el harem
del mismo Rávana según lo describe el R&máyana
como esta página sobre la que se acumulan las osci­
laciones de la arboleda de las hayas que está frente
a mi ventana como las sombras de dos amantes pro­
yectadas por el fuego sobre una pared como las man­
chas del monzón en un muro de un palacete derruido
del pueblo abandonado de Gaita como el espacio rec­
tangular en que se despliega el oleaje de una multitud
contemplada desde los balcones en ruinas por cente-

136
¿c monos como imagen de la escritura y la lec-
^mo metáfora del camino y la peregrinación al
o como disolución final del camino y conver­
de todos los textos en este párrafo como me-
del abrazo de los cuerpos. Analogía: transpa-
universal: en esto ver aquello.
29

El cuerpo de Esplendor al repartirse, dispersarse, di-


liparse en mi cuerpo al repartirse, dispersarse, disi­
parse en el cuerpo de Esplendor:
respiración, temperatura, contorno, bulto que
lentamente bajo la presión de las yemas de mis dedos
deja de ser una confusión de latidos y se congrega
y reúne consigo mismo,
vibraciones, ondas que golpean mis párpados ce­
rrados al mismo tiempo que se apaga la luz eléctrica
en las calles y avanza titubeante por la ciudad la ma­
drugada:
el cuerpo de Esplendor bajo mis ojos que la mi­
ran extendida entre las sábanas mientras yo camino
hacia ella en la madrugada bajo la luz verde filtrada
por grandes hojas de banano en un sendero ocre de
Gaita que me lleva a esta página donde el cuerpo de
Esplendor yace entre las sábanas mientras yo escribo
sobre esta página y a medida que leo lo que escribo,
sendero ocre que se echa a andar, río de aguas
quemadas que busca su camino entre las sábanas, Es­
plendor se levanta de la cama y anda en la penumbra
del cuarto con pasos titubeantes mientras se apaga
la luz eléctrica en las calles de la ciudad:

139
busca algo, la madrugada busca algo, la muchacha
se detiene y me mira: mirada ardilla, mirada alba
demorada entre las hojas de banano del sendero ocre
que conduce de Gaita a esta página, mirada pozo para
beber, mirada en donde yo escribo la palabra recon­
ciliación:
Esplendor es esta página, aquello que separa (li­
bera) y entreteje (reconcilia) las diferentes partes que
la componen,
aquello (aquella) que está allá, al fin de lo que
digo, al fin de esta página y que aparece aquí, al
disiparse, al pronunciarse esta frase,
el acto inscrito en esta página y los cuerpos (las
frases) que al entrelazarse forman este acto, este
cuerpo.
la secuencia litúrgica y la disipación de todos los
ritos por la doble profanación (tuya y mía), recon­
ciliación / liberación, de la escritura y de la lectura.

Cambridge, verano de 1970


IN D IC E D E IL U S T R A C IO N E S

p«g».
Sendero de Gaita (fotografía de Eusebio Rojas) 16-17
Hanumán, escultura en piedra en el hueco de un
árbol. Seis cabezas de cobras, también de piedra,
adoran la imagen. El tridente de un sádhu
apoyado sobre un árbol (fotografía de Eusebio
Rojas) 16-17
Palacio de Gaita, con trazos de pintura roja y negra
(fotografía de Eusebio Rojas) 32-33
Piscina del santuario de Gaita (fotografía de Eusebio
Rojas) 32-33
Hanumán, escultura en piedra al borde del sendero
de Gaita. Los devotos escriben una plegaria o
trazan un signo sobre un pedazo de papel que
pegan sobre la piedra que luego cubren con
pintura roja (fotografía de Eusebio Rojas) 40-41
Blanco con signo rosa (1958), óleo de Antoni Tipies.
Colección privada (fotografía de Hans Hinz) 40-41
Paisaje (1828), óleo de John Constable. National
Galleiy, Londres (fotografía del museo) 48-49
Hanumán rojo (fotografía de J. Swaminathan) 4849
Pareja (1954), óleo de Francis Bacon. Colección
privada (fotografía de Marloborough Fine Art
Gallery, Londres) 64-65
Un sádhu de Gaita (fotografía de Eusebio Rojas) 64-65
Un mono de Gaita (fotografía de Eusebio Rojas) 72-73

141
-P- Ü :
La náyiká, encarnación del amor de todas las
criaturas (Rajastán, h. 1780), miniatura en un
álbum
72-73
Observatorio de Jaipur (s. xvm) (fotografía de
Octavio Paz) 80-81 Impreso en el mes
de septiembre de 1975
Palacio de Gaita (s. x v iii) (fotografía de Eusebio en los talleres de
Rojas) 80-81 I.itoarte, S. de R. L.
Ferrocarril de Cuernavaca 683,
Garuda (Rajastán, s. xxx), aguada 96-97 México 17, D. F.
Hanumán (Rajastán, s. xrx), dibujo sobre papel. Edición de 5 000 ejemplares
y sobrantes para reposición
Colección J. C. Ciancimino 96-97
The fairy-feller’s masterstroke (1855-1864), óleo de
Richard Dadd. Tate Gallery, Londres (fotografía
del museo) 104-105
Detalle de The fairy-feller’s masterstroke 104-105
Detalle de Paisaje (1828), de John Constable 112-113
Palacio de Gaita (fotografía de Eusebio Rojas) 112-113
Sádhu en el santuario de Gaita (fotografía de
Eusebio Rojas) 128-129
Sádhu en el sendero de Gaita (fotografía de Eusebio
Rojas) 128-129
Desnudo (1968), prueba fotográfica tomada con un
procedimiento electrónico. León D. Harmon
(artista) y Kenneth C. Knowlton (ingeniero).
Universidad de California 136-137
Palacio de Gaita (fotografía de Eusebio Rojas) 136-137
i

142
OCTAVIO PAZ, nacido en México en 19
de las figuras capitales de la literatura
contemporánea. Su obra poética compr
entre 1935 y 1957 ha sido recogida en i
Libertad bajo palabra (1958). Saiamam
y Ladera Este (1969) reúnen su producá
posterior. No menor en importancia y e
es su obra ensayística, que comprende le
títulos: El laberinto de la soledad (195C
y la lira (1956), Las peras del olmo (19
Barral, 1971), Puertas al campo (1966; S
1972), Corriente alterna (1967), Claude L
o el nuevo festín de Esopo (1967), Mai
Duchamp o el castillo de la pureza (19
reedición ampliada Apariencia desnude
Conjunciones y disyunciones (1969), P<
(1970), El signo y el garabato (1973), y
del limo (Seix Barral, 1974). En Versior
diversiones (1973) reunió sus traduccione

A la vez vasta reflexión y poema en pi


Mono Gramático es una de las obras
importantes de Octavio Paz. Dos escen
convergentes — el camino de Gaita, en I
un jardín de Cambridge— son el punto i
de una indagación en torno al sentido d
y sus relaciones con la realidad fenomér
torno al juego de secretas corresponder
idea y verbo, palabra y percepción, ere
conocimiento. Los mitos cosmogónicos o
los arquetipos reve.ados en el arte rom
— Delaeroix— o en el arte de los dem
— Richard Dadd— convergen ocultamei
budismo tántrico, en tanto que experienc
de lo absoluto, se revela a.fín a la revi
poética. El fulgurante genio expresivo d<
de El Mono Gramático una constelación
p imágenes, de presencias fonéticas y se
que estallan con silencioso resplandor e
de batalla de la página en blanco.

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