Dossier Chejov Todo PDF
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Chéjov
Cuentos completos
[Cuatro volúmenes]
Información:www.paginasdeespuma.com
Introducción
Después de nuestras ediciones de los Cuentos
completos de Edgar Allan Poe (traducción y
prólogo de Julio Cortázar, con presentaciones de
Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes y edición
comentada llevada a cabo por Fernando Iwasaki
y Jorge Volpi) y de Guy de Maupassant (edición y
traducción en dos volúmenes de Mauro Armiño),
era el momento para nuestra editorial de
abordar el tercer vértice de un triángulo
indispensable para entender el cuento
contemporáneo. Nos referimos al maestro
universal, Antón Chéjov.
El proyecto Cuentos completos ha reunido los más de seiscientos cuentos que componen la
totalidad del corpus, muchísimos de ellos sin editar en español, junto a aquellos relatos no
publicados o inconclusos en vida del autor. La publicación se ha llevado a cabo en cuatro
tomos de más de mil páginas cada uno, publicados a razón de uno al año (2013 a 2016), en una
edición dirigida por el escritor Paul Viejo, especialista en literatura rusa, que además de
numerosas notas, tablas, índices y apéndices bibliográficos, reúne en sus páginas a los
traductores de diferentes generaciones que más y mejor se han ocupado de Chéjov en
español, y aspira a ser por tanto la edición completa y definitiva de los cuentos de Chéjov en
una exquisita presentación y cargada de material adicional.
Avanzamos con Chéjov imaginando que crecemos con él, que también nosotros tenemos los veinticinco,
los veintiséis años que tiene él ahora mismo –ahora mismo, dentro de este libro– y poco a poco vamos
madurando. Maduramos con Chéjov, mientras lo leemos, si es que no nos violenta demasiado la palabra
madurar, la madurez, aunque esta sea, en muchas más ocasiones de las que pensamos, no un cuestión
física, tampoco una cuestión de edad o de razona-miento, sino, sobre todo, una cuestión política.
[…]
Es lo que le ocurría a Chéjov justo estos años, entre el cinco y el seis de los ochenta, cuando sin querer –
o a propósito porque le hacía falta– es capaz de arramplar con la mitad del papel de una imprenta y
perpetrar casi doscientos cuentos en dos años, como si no fuera con él, o por necesidad, pero ya con la
cabeza en otra parte, en un cambio, en una crisis. Encajonado entre los cajones de un escritorio –que
por primera vez tiene en su casa nueva de Moscú–, Chéjov redacta y redacta y redacta, hasta la
exasperación, todo lo que le encargan, pero también todo lo que él mismo necesita que le encarguen, es
decir, lo que le sale de las mismísimas ganas, y empieza a ver que trabajar es necesario –y eso que su
diploma de médico cuelga en la pared desde ese septiembre de 1885–, pero que trabajar también es
llevar a cabo su tarea. Su tarea, la que tenga encomendada. Y sabiendo que a un escritor –no lo dijo él,
pero valdría– para escribir, aunque sea a su ritmo, le sobran manos porque solo le sirve una, y que a la
mano le sobran dedos, será capaz no solo de evitar la irresponsabilidad de no mantenerse a él y a su
familia, texto tras texto, cuento tras cuento –algún cuento malo mediante, por supuesto–, sino ir al
mismo tiempo proyectar sus verdaderos intereses. Escribir lo que él cree que quiere escribir. Lo que
debe escribir. Asumir la responsabilidad de escribir lo que solo él puede hacer. Como si cumplir con sus
obligaciones (aquellas en las que él cree) fuera un acto político en toda regla, un asunto social, una
cuestión relevante. Porque lo contrario sería traicionarse, y por tanto traicionar a los que le rodean.
Reconocemos a Chéjov. Que fue el escritor del siglo XX y no le va a quedar más remedio, de tanto como
lo reconocemos, que serlo también del siglo XXI.
[…]
Reconocieron a Chéjov. A pesar de unos inicios (reconozcámoslo también ahora) a veces algo dudo-sos,
trastabillados, en los que hasta la lengua rusa se le trababa. Reconocieron a Chéjov. Y no solo le fue-ron
permitiendo salir de la guarida del seudónimo, poco a poco, letra a letra de su apellido, sino que le
fueron llamando de un sitio y de otro, por su nombre de pila,
[…]
Porque lo que habría que intentar comprender es en qué se reconocía Chéjov, si lo hacía en esta época.
Porque lo que importa de verdad en un escritor es cómo se reconoce él mismo, si lo hace, y cuáles son
las causas, cuáles las consecuencias. Ya va quedando atrás –y no han pasado tantos años realmente–
ese chaval que corría de la universidad al escritorio y a la juerga de las cuartillas, para entregar un
puñado de cuentos al mes a quien los quisiera. Se va rezagando también el otro que sin dejar de hacer
prácticas en un hospital de pueblo, o visitar casa por casa a ver dónde le duele a cada uno, seguía pluma
en mano a la carrera de intentar ser mejor escritor, que no siempre significa escribir mejor, sino publicar
mejor, cobrar mejor, sonreír mejor. Y comienza a llegar ese hombre (llamémosle también «hombre de
letras», no pasa nada) que no quiere limitarse a esa actividad en exclusiva, que no se reconoce, y en
lugar de únicamente dar paseos por un parque, leer a autores muertos, publicar sus florituras de
experto, decide viajar y vivir y sentir y lograr (le va a costar) que todo lo que vea, todo lo que aprenda,
se refleje en sus relatos, cada vez más grandes –en todos los sentidos–, cada vez más lentos de escribir.
[…]
¿Por qué tendría que pasar más tiempo escribiendo que viviendo? Porque nos dará menos relatos,
menos placer, reconoceríamos, nos prestará menos atención como se ve en estas páginas, y en las
siguientes, espaciando cada vez más su producción. Irá Chéjov diciendo que no y que no y que no a
cuanto se interponga en el empeño de descubrir cómo funciona la vida, en el empeño de descubrir
cómo se retuerce la literatura, y en el empeño de crecer al mismo tiempo como autor y como el resto.
Chéjov no crece más porque, con el tiempo, haya escrito más páginas y ya pasamos de tres mil. Crece
porque en estos años –en los que ha visto sufrir a niños, hombres, mujeres y locos; ha visto enamorarse
a niños, hombres, mujeres y locos– las habrá escrito mejores.
4. DESPEDIR A CHÉJOV (1894-1903)
Así ha pasado Chéjov casi una década. Está can-sado y no tiene ni cuarenta años –estamos cansados y
no tenemos ni cuarenta años–, pero no lo está tan solo por las quejas, sino porque en todos esos meses
ha logrado hacer lo que no tanta gente puede: terminar y publicar, por ejemplo, «Tres años» y «Mi
vida» que son relatos tan grandes (más allá de la extensión) que cualquiera iría alardeando aun hoy de
haber escrito las novelas del siglo. Cansado porque cuando termina un prodigio como «La dama del
perrito», que otro hubiera dado por una genialidad ya en su primera versión, él necesita al menos
cuatro pruebas de imprenta y cincuenta correcciones y mil cambios de adjetivo y no quiere entregarlo,
no quiere entregarlo, no aún (quizá porque sospechase que aquello se leería ya «siempre», y que
cualquier texto «cerrado» puede ser a la vez una condena). Cansado, también, de que le pregunten
continuamente qué estás escribiendo, cuándo vas a volver a publicar, porque entre un cuento y otro
empiezan a pasar tres meses (en lugar de tres días, como cuando era más joven), a pasar seis meses,
casi un año, este no has dado nada al imprenta, qué está pasando contigo, escritor
[…]
sabe que toda su vida está en su literatura, pasada, acumulada, y también que a veces lo que hace la
literatura es adelantarse a la vida y nos pone en la última línea de la última página del último cuento una
frase de despedida: «No pensaba volver».
[…]
Él está cansado porque tiene cuarenta y cuatro años y miles de páginas a sus espaldas y bajo los ojos –
«No pensaba volver»– y sabe lo que le depara el futuro. Pero no podemos cansarnos nosotros de leer-
lo. De recorrer ahora todos sus cuentos, incluso los que no están terminados, y saber con seguridad que
aunque se fuera no se había marchado. Que Chéjov se ha quedado aquí, aunque se haya despedido.
Aun-que hayamos tenido que hacerlo. Despedir a Chéjov.