05 Redimidos Del Pecado...
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05 Redimidos Del Pecado...
Introducción
1. El Antiguo Testamento
1.0 Redención en el Antiguo Testamento
1.1 Doctrina penitencial
1.1.1 La idea bíblica del pecado
1.1.2 Impureza y pecado
1.1.3 La idea bíblica de penitencia
1.1.4 La idea bíblica de perdón
1.1.5 La predicación de los profetas
1.2 Prácticas penitenciales
1.2.1 Las liturgias colectivas de penitencia y otros medios para alcanzar el
perdón
2. El Nuevo Testamento
2.1 Redención en el Nuevo Testamento
2.2 Redención como justicia
2.3 Redención como liberación
2.4 Redención como reconciliación
2.5 Redención como salvación
2.6 La actitud de Cristo hacia los pecadores
2.7 Dos parábolas memorables
2.8 Un «poder» concedido a los hombres
2.9 Conclusión: varios sistemas
2.10 Hijos en el Hijo
2.11 Conversión bautismal y penitencia
2.12 Reconciliación bautismal y penitencial
2.13 Carácter bautismal indeleble y reiterabilidad de la penitencia
2.14 Gracia del bautismo y gracia de la penitencia
3. Catecismo
3.1 Los actos del penitente
3.2 La contrición
3.3 La confesión de los pecados
3.4 La satisfacción
3.5 La celebración del sacramento de la Penitencia
Anexo
Conclusión
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Introducción
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concreta, tangible (confesión de los propios pecados, aceptación de la satisfacción, oración
que implora humildemente el perdón de los pecados...).
Estos actos no son únicamente una condición requerida para recibir dignamente la
absolución. Forman parte del sacramento mismo, entran en su constitución, y de una
manera real, aunque subordinada, concurren, con la intervención reconciliadora de la
Iglesia, a la remisión del pecado. Se trata, por consiguiente, de un sacramento que requiere,
del que lo recibe, una participación muy activa y un compromiso personalísimo. La
conversión reviste en él un carácter propiamente sacramental que tiene dos aspectos
fundamentales y complementarios: conversión y reconciliación.
1. El Antiguo Testamento
1.0 Redención en el Antiguo Testamento
El tema de la redención y del perdón de las deudas (ofensas) nos sitúa en el centro
del año de la remisión (sabático) y del jubilar, que se celebraba cada 7 y 49/50 años. La
misma ley exigía que se perdonaran gratuitamente las deudas, de manera que cada israelita
alcanzara la libertad y volviera a poseer su heredad, como indican de un modo especial Dt
15 y Lev 25.
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Aparece en los libros del Antiguo Testamento toda una doctrina sobre la penitencia,
como actitud espiritual del hombre pecador ante Dios. Esta doctrina la perfeccionará
indudablemente el Nuevo Testamento a la luz de Cristo y del acontecimiento redentor, pero
la conservará en su núcleo sustancial. Encontramos además en las costumbres del pueblo
israelita y del judaísmo postexílico ritos que proporcionarán al sacramento de la penitencia
determinados elementos de su estructura, y ayudan a comprender su origen remoto.
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sugieren a las otras, y son fácilmente intercambiables (Ex 34,7; Sal 32,1-2; Jer 33,8). La
imagen de la sublevación, de la rebelión se encuentra en los verbos sárar y marah; la de la
infidelidad, en los verbos marad, bagad y morah; ma'al significa obrar sin preocuparse de
su obligación; 'ábar, transgredir (las obligaciones de la Alianza, los límites de la Ley).
Otras palabras sugieren mejor todavía la ruptura de las relaciones personales entre Dios y el
hombre, inherente al pecado. Cometer el pecado es "desviarse" de Dios (Núm 14,43; Jos
22,16.23; 1 Sam 15,11), "apartarse" de El (1 Sam 12,20; 2 Crón 34,2), "abandonarle" (2
Crón 24,20; Jn 2,12-13). Este aspecto, que las antiguas religiones no ignoraban, es
finalmente el que la Biblia hace pasar al primer plano.
Pero esto supone, al mismo tiempo, verse rechazado, y abandonado por Dios. Para
expresar esta idea, la Biblia dice que el mal, el pecado cometido, irrita a Dios (Dt 4,25;
9,18; 31,29; 1 Re 14,9; 16,7; 2 Re 23,26), provoca su cólera (2 Re 24,19 720; Sal 9410-11;
Jer 32,31-32; Lam 2.6; 3,42-43). Su cólera abrasa, consume; es un fuego que nadie puede
apagar (2 Re 22,17; Jer 4,4; 7,20). Ante este fuego nada ni nadie puede resistirse (Sal 76,8;
Jer 10,10). Como Dios es el único que da la vida, esta cólera equivale a una sentencia de
destrucción, de exterminación y de muerte (Dt 6,15; 7,4; 9,19; 11,17; Sal 90,7; 106,23). La
irritación suscitada por el mal despierta indudablemente la idea de una afrenta, de una
ofensa personal hecha por el hombre a Dios. En realidad, es a sí mismo a quien el hombre
hace mal cuando peca. "¿Es que soy yo a quien hieren —oráculo de Yahveh— y no es más
bien a sí mismos, para su propia confusión?" (Jer 7,19). El hombre puede, por
consiguiente, considerarse como el verdadero artífice de su propia desgracia. "Tu maldad te
escarmienta, tus infidelidades te castigan: comprende y ve lo malo y amargo que es
abandonar a Yahveh tu Dios" (Jer 2,19).
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comunicación con la divinidad, infinitamente pura y santa, la cual reaccionara ante este
contacto con un rechazo brutal. Por primitiva y equívoca que nos parezca esta noción en su
origen, la Biblia no ha pretendido eliminarla. Por el contrario, se ha esforzado en
sublimarla, moralizándola. De esta manera, ha ido haciendo poco a poco entrar en la
categoría de "lo impuro" todo lo que Yahveh reprochaba continuamente a Israel —por
vocación, sin embargo, "reino de sacerdotes y nación consagrada" (Ex 19,6)—, en realidad
obras malas, ya se trate del culto a los ídolos presentes en el país (Jer 7,30; Ez 20,7.18), de
la sangre injustamente derramada (Núm 35,33-34), o de la infidelidad general del pueblo
elegido a la Ley (Sal 106,39). El pecado y Ia impureza tienden, de esta manera, a unirse, si
no a identificarse. "Los traté como merecían sus manchas y sus trasgresiones y les oculté
mi rostro" (Ez 39,24). No es que la Biblia pretenda llamar aquí "pecado" a lo que no es más
que simple impureza; sino que considera como impureza lo que propiamente es pecado.
"La casa de Israel no se alejará más de Mí, no se manchará más con todos sus pecados"
(Ez 14,11; 37,23)».
Habiendo introducido el pecado una ruptura de las relaciones personales entre Dios
y el hombre, la reanudación del diálogo con Dios supone naturalmente que el hombre
comience por quitar el obstáculo que él mismo ha puesto, que "no siga apegado a su
pecado" (2 Re 3,3), que "renuncie a él" (Ez 18,21), que "se aparte de él" (Ez 33,14), y, para
hablar de una manera positiva, que "vuelva a Dios" (1 Re 8,33.48). Es el movimiento
inverso del pecado que ha conducido al hombre a apartarse de Dios, a separarse de Él, a
abandonarle. "Volved, hijos rebeldes, yo quiero curar vuestras rebeldías" (Jer 5,22).
"Venid, volvamos a Yahvéh, Él nos despedazó y nos sanará, nos hirió y nos vendará las
heridas" (Os 6,1).
Pero encontramos también a veces el verbo niham, que significa "sentir desagrado",
arrepentimiento, tristeza por una acción anterior, que desearíamos actualmente no haber
hecho por causa de sus malos efectos, lo que nos induce a tomar una decisión opuesta. La
mayor parte de las veces se encuentra traducido en los LXX por el verbo metamelein, y,
sobre todo, por el verbo metanoein, de donde procede el sustantivo metanoia. Se afirma
antropomorficamente de Dios (Gén 6,6; 1 Sam 15,11; 2 Sam 24,16), pero propiamente de
los hombres; por ejemplo, en Jeremías, Dios se queja de que "nadie deplora (niham—meta-
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noón) su maldad, diciendo: "Qué he hecho yo?" (8,6); alaba, por el contrario, a Efraím,
porque, vuelto a Dios, "se ha arrepentido" (nihamti — metanoèsa) (31,19).
En realidad, Dios es el único que tiene poder sobre el pecado y quien puede
restablecer finalmente los lazos que el pecador ha roto. Si "no deja nada sin castigo", su
bondad, su paciencia y su misericordia le llevan también muy lejos, porque es "un Dios de
ternura y de misericordia, lento a la cólera, rico en gracia y en fidelidad" (Ex 34,6-7; Núm
14,17-19; Dt 5,9). Sigue amando a sus creaturas pecadoras, como un padre a sus hijos, que
conoce sus debilidades y su inconstancia, y que jamás es riguroso con ellos, interviniendo,
por el contrario, para perdonarles, con la fuerza de un amor misericordioso, cuyo poder es
comparable a "la altura de los cielos sobre la tierra" (Sal 103,8-14). La misericordia de
Dios, efectivamente, es ese amor total, lleno de ternura y de solicitud maternal, por así
decirlo (la palabra rahurrí = misericordioso, deriva de rehem — seno materno),
proveniente de lo íntimo de la persona, de las entrañas (la palabra rahim significa al mismo
tiempo "vísceras" y "misericordioso"), cuyo impulso inclina a Dios a tener misericordia de
sus creaturas desgraciadas y, especialmente, a perdonarlas (cf.Sal 86,15-16; 111,4; 145, 8-
9; Jer 3,12;Jl 2,13; Jon 4,2).
Perdonar, sin embargo, no consiste para Dios en simular ignorar el mal, hacer como
si no existiese, sino vencerlo: pisotea con su pie nuestras faltas y las arroja al fondo del mar
(Miq 7,18-19); aleja de nosotros nuestros pecados como distan el Oriente del Occidente
(Sal 103,12); los cubre (Sal 85,3), como se cubre la sangre que grita venganza (Gén 37,26),
les pone sellos (Dan 9,24), para que no puedan jamás volverse a encontrar (Jer 50,20), y Él
mismo no se vuelve a acordar más de ellos (Jer 31,34), pasa por encima de ellos (Job 7,21).
A diferencia de lo que ocurre en las relaciones humanas, se trata de un verdadero perdón
del pecado, de la falta considerada en sí misma, a la cual Dios disipa como se disipa una
nube, una niebla (Is 44,22), la quita de en medio (Miq 7,18; Zac 3,5), borra (Sal 51,3; Is
43,25), blanquea al pecador (Is 1,18), lo lava (Sal 51,4), lo purifica (Jer 33,8. Ez 36,25), lo
cura (Jer 33,6), creando en él un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26; Sal 51,12)2.
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1.1.5 La predicación de los profetas
Pero, al menos a partir de Jeremías, los profetas saben que el "retorno" a Dios del
hombre pecador supera las fuerzas del hombre abandonado a sí mismo. Es una gracia que
tenemos que pedir humildemente a Dios. “Hazme volver, que yo pueda volver” (31,18; cf.
Sal 80,4.8.20; Lam 5,21). A esta demanda responderá Dios misericordiosamente, porque en
la Nueva Alianza que pactará Él en el futuro con la comunidad de Israel, pondrá su ley en
el fondo de su ser, la escribirá en su corazón (31,33).
Más todavía que los profetas anteriores, insiste Ezequiel sobre el carácter
estrictamente personal de la conversión: cada cual responde únicamente por sí mismo, y
será retribuido según su proceder (18,20-22). Pero recalca también la necesidad de hacerse
un corazón nuevo y un espíritu nuevo (18,30-32). Este corazón, este espíritu nuevo son, sin
embargo, un don de Dios. Únicamente Dios puede dar como una gracia lo que Él exige
imperiosamente. Entonces, acordándose de su pasado, los hijos de la casa de Israel sentirán
aborrecimiento de sí mismos y se avergonzarán de su conducta (36,25-32).
1.2.1 Las liturgias colectivas de penitencia y otros medios para alcanzar el perdón
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consideradas como signos de la cólera de Dios para con su pueblo, infiel a la Alianza. Son
para el pueblo una ocasión privilegiada para reconocer los pecados cometidos y
deplorarlos.
2. El Nuevo Testamento
El verbo redimir (en el griego lytroun) y sus derivados aparece en más de una
veintena de ocasiones. En casi todas las ocasiones el verbo aparece como sinónimo de
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salvación y siempre vinculado a la persona de Jesucristo como el prototipo de redentor y el
portador de su contenido. De manera especial la muerte y resurrección de Jesús son el
punto central de la redención dando el verdadero sentido y significado al término. Jesús
muere y con su muerte redime -rescata, libera, salva- a todo el género humano. Esta nueva
concepción de la redención da lugar a la teología de la redención cristiana que supera la
fase humana de la redención propia del Antiguo Testamento, para convertirse en el punto
central y vital de la teología del Nuevo Testamento. La redención de Jesús tiene lugar a
través de su pasión, muerte y resurrección. Esto hace que a través de su muerte el término
redención adquiera un sentido más personalista, y definitivo ya que la redención, tras la
muerte de Jesús, tiene carácter de eternidad. La redención es definitiva y perpetua.
Jesús entrega su vida en rescate y por su muerte nosotros alcanzamos esa redención
(Ef 1,7). Porque nos ha rescatado quedamos libres de todos nuestros pecados (Tit 2,14)
porque para eso murió por nosotros (1Tim 2,6). El caso es que la redención de Jesús es el
eje de su vida y la razón de ser de su existencia. Redención y perdón de los pecados pasan a
ser teológicamente sinónimos a la luz de la figura de Jesús. Y su redención es una
liberación personal de cada uno de nosotros y de todos en general.
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Ciertamente, la redención puede convertirse en gesto esclavizador, allí donde
alguien se complace en perdonar la vida a los demás, quedando así por encima de ellos.
Pues bien, Jesús actúa de otra forma: no va perdonando a los pecadores en gesto de
superioridad, sino de amor gratuito, no exigente, no impositivo. No perdona para humillar,
sino para ayudarles a vivir en gozo, a celebrar la libertad. Así nos ha redimido Jesús, en
gesto de amor gratuito, para que podamos realizarnos como humanos. De esa forma nos ha
rescatado del poder de la muerte, abriendo para nosotros un camino de esperanza.
Gratuitamente lo ha hecho, sin pasarnos por ello la cuenta, sin exigir nada, ni humillarnos
diciendo "he sido yo quien os ha dado la vida, me lo debéis agradecer". Por amor lo ha
hecho, porque así lo ha querido, porque nos ha querido, sin obligarnos a nada, simplemente
porque desea que vivamos en gozo y abundancia. De esa forma ha invertido la visión
normal de la sacralidad: no somos nosotros quienes tenemos que servir a Dios, es Dios
quien nos sirve en Cristo, es el Hijo de Dios quien ha muerto para que nosotros vivamos, se
ha perdido para que podamos encontrarnos.
La redención no es don externo, gracia que se nos imputa desde fuera, como una
amnistía que nos dan, sin que por ella (a partir de ella) tengamos que hacer nada. Al
contrario: siendo totalmente gratuito, el perdón y redención se vuelve para nosotros
principio de creatividad: nos libera para que podamos vivir en libertad. De esa forma, el
mismo perdón recibido nos conduce a la conversión, que puede incluir un elemento de
arrepentimiento, e incluso algún gesto penitencial, pero que se expresa básicamente en
forma de nuevo nacimiento, de vida liberada para el amor. La redención se vuelve así
liberación: Jesús nos ha "rescatado" de la ira y del pecado no para tenernos luego
sometidos, como esclavos para su servicio, sino para que podamos asumir en plenitud la
tarea de la vida, ser nosotros mismos, en madurez. Nos redime sin imponer o exigir nada,
pero ofreciéndonos una capacidad nueva y más alta de amor, abierto hacia los otros. De esa
forma culmina el camino sabático y jubilar del Antiguo Testamento (Ex 20,22-23): la
redención de las deudas se expandía y expresaba en la liberación de los esclavos, pues sólo
un hombre sin deudas puede vivir verdaderamente en libertad (Dt 15, 1-18). El perdón de
Cristo es liberador. No sirve para imponerse sobre los demás, no es principio de nueva ley
religiosa, sino fuente de gozo, manantial de autonomía creadora, pues supera la ley
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religiosa que tenía a los hombres oprimidos, dejándoles en manos de su propia creatividad.
El perdón liberador es, al mismo tiempo, exigente, pero no por ley, sino por gracia. Quien
asume la gracia del perdón y de su redención y vive en libertad no puede echar las culpas a
los otros, ni descargar su responsabilidad sobre ellos, sino que ha de reconocer su propia
tarea humana, personal y social. Eso significa que Jesús ha dejado que los mismos hombres
(cristianos) asuman y desplieguen un camino de autonomía creadora sobre el mundo.
Redimir no es resguardar, tener a los demás bien protegidos, sino ofrecerles un camino de
madurez. El Dios de Cristo no ha querido redimirnos para que sigamos siendo
dependientes, de manera que tengamos que estarle siempre agradecidos por sus dones, sino
que lo ha hecho para que seamos precisamente independientes, para que podamos expandir
por el mundo la gracia de la libertad.
Jesús nos ha redimido haciéndose "Propiciación" por nuestros pecados (Rom 3,24-
25). Los ha hecho propios, y, en vez de condenarnos por ellos, nos ha ofrecido su amistad,
la amistad de un Dios, que nos ha amado en Jesús de tal manera que nos ha dado en él toda
su vida, el don entero de su gracia: no lo ha reservado de un modo egoísta, no se ha
reservado nada para sí, sino que ha querido entregarse (entregar a Jesús) por nosotros, para
que podamos vivir en su amistad (cf. Rom 8,32).
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2.5 Redención como salvación
Una vez que Juan el Bautista ha sido encarcelado por Herodes, Jesús entra en escena
y, al menos según el relato de Mateo, inaugura su predicación retomando literalmente las
palabras de su precursor: «Haced vuestra metanoia, porque el Reino de los cielos está
cerca».
Como sucede con frecuencia con Jesús, su enseñanza y su actitud respecto de los
pecadores, tienen algo de desconcertante. Al leer los evangelios tenemos la impresión de
que hay en él un doble comportamiento. A veces se muestra severo, exigente, casi
despiadado: «Si tu mano o tu pie te son ocasión de caer, córtatelo y tíralo» (Mt 18,8).
Sobre todo respecto de los fariseos manifiesta una dureza y un rechazo que parecen no
dejar lugar a la conversión o al perdón: «Serpientes, carnada de víboras ¿cómo evitaréis la
condena al fuego?» (Mt 23,33).
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Una lectura un poco atenta de los tres evangelios sinópticos muestra que la palabra
«pecador» aparece con frecuencia, mientras que el término «pecado» y el verbo «pecar»
son raros: prueba aritmética de que Cristo se interesa mucho más por el hombre pecador
que por el pecado (en las cartas de San Pablo la proporción será inversa). Esa lectura nos
revela también que la palabra «pecador» aparece sobre todo en el evangelio de Lucas que
nos presenta de forma concreta y ejemplar la actitud de Jesús respecto de los pecadores.
En Lucas 5,8, después de una pesca milagrosa, Pedro se postra a los pies de Jesús
diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Al entrar en contacto con Cristo
el hombre se reconoce como pecador.
San Lucas nos muestra claramente la actitud de Jesús hacia los pecadores. Basta
recordar algunos relatos como el del paralítico (5,20ss), el de Simón el fariseo (7,36ss), el
de Zaqueo (19,1ss), el de Pedro cuando rompe a llorar (22,61ss) y el del “buen ladrón”
(23,39ss).
A sus «penitentes» Cristo no les exige una confesión detallada, sino una conversión,
una metanoia, en la fe y en el amor. Notemos también que el banquete que siempre prefi-
gura la eucaristía, es un lugar privilegiado de encuentro con los pecadores y de la remisión
de los pecados.
Pero retengamos, sobre todo, y esto nos parece esencial, que por su ejemplo, por su
preocupación constante y benevolente de liberar al hombre de la alienación del pecado, por
su afirmación repetida de que ha venido a salvar lo que estaba perdido, el Señor ha indicado
a su Iglesia, encargada de seguir su obra de salvación, que la curación de los pecadores y el
perdón de los pecados constituirían un elemento esencial de su misión en el mundo.
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2.7 Dos parábolas memorables
Esta admirable parábola, que Jesús mismo puso tan frecuentemente en práctica, ¿no
es el texto fundacional del sacramento o, por lo menos, de la pastoral de la penitencia? El
que tiene una responsabilidad en la Iglesia y por lo mismo ejerce un servicio respecto de la
comunidad, no debe contentarse con esperar tranquilamente el retorno del extraviado, sino
que debe ponerse a buscarlo y recorrer el campo para encontrarlo y traerlo.
Más que una advertencia hacia los extraviados hay en este texto una invitación llena
de amor hecha a los pastores y, por lo tanto, a toda la Iglesia.
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2.8 Un «poder» concedido a los hombres
Varios pasajes de los evangelios de Mateo y Juan (pero no de Marcos y Lucas que
no hacen mención alguna), hablan de un poder que Jesús confía a sus apóstoles o a su
Iglesia: poder de perdonar o retener los pecados o poder de atar y desatar.
Tales son los principales pasajes de Nuevo Testamento sobre los que el magisterio
de la Iglesia ha fundamentado la teoría y la práctica del sacramento de la penitencia. Sin
embargo, conviene guardarse de reducir a una unidad artificial la diversidad de testimonios
y de enseñanzas contenidas en los evangelios y en los escritos paulinos. Dos corrientes cabe
distinguir con claridad: por una parte, existe un poder de perdonar los pecados, ejercido
frecuentemente por Jesús, dado a los hombres (Mt 9, 8) y confiado solemnemente a los
apóstoles (Jn 20, 22). Por otra parte, un poder de atar y desatar se confía a Pedro (Mt
16,19) pero no sólo a él (Mt 18,18). Pablo, proponiendo una alta teología de la
reconciliación entre Dios y los hombres y hablando de un ministerio de la reconciliación,
pone, sin embargo, preferentemente en práctica una disciplina de la excomunión y de la
reintegración. No se pueden identificar pura y simplemente estas dos corrientes de las que
una se refiere ante todo a la relación entre el hombre y Dios, mientras que la otra se refiere
preferentemente a las relaciones entre el fiel y la comunidad.
Además todas estas enseñanzas se dirigen en primer término no a los cristianos del
siglo XX sino a hombres del siglo primero o segundo, para los que la remisión de los pe-
cados se obtiene no por un sacramento de la penitencia sino por el bautismo (Cf. Hch 2,38).
El Nuevo Testamento conoce, pues, varios tipos de pastoral: perdón de los pecados
en el bautismo, corrección fraternal, excomunión. Conoce igualmente diversas teologías:
reconciliación con Dios por Jesucristo, perdón de los pecados (ligado al perdón de las
ofensas, según el Padre Nuestro), teología eclesial de comunión rota y restablecida. Esta
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riqueza, esta polivalencia, podrán inspirar y justificar formas muy diversas de la
celebración de la penitencia y del perdón en la Iglesia a través de los siglos.
“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que 1nos ha bendecido en Cristo con toda
clase de bienes espirituales en el cielo, y 2nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que
fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él 3nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por
medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos
dio en su Hijo muy querido. En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los
pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y
entendimiento. Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al designio misericordioso que
estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo” (Ef. 1, 3-10).
“Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a
la Ley, para redimir a os que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que
ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios
llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la
gracia de Dios” (Gál. 4, 4-7).
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porque todavía no le pertenecen y, por consiguiente, todavía no han podido ofenderla en su
santidad. El sacramento de la penitencia es, por el contrario, reconciliación con Dios y con
Ia Iglesia, porque se dirige a "quienes están dentro", que, por sus pecados, han herido en su
esencia íntima a la Iglesia, de la cual son miembros, y la cual "con su caridad, su ejemplo,
su oración, se esfuerza por su conversión" (L.G. 11).
Existe, sin embargo, en el bautismo un componente eclesial de primordial
importancia. Por el bautismo es incorporado el hombre a la Iglesia (L.G. 11). Es el
sacramento de la incorporación a la Iglesia. Esta incorporación puede ser considerada como
el efecto primero del bautismo, y, en realidad, porque el bautismo incorpora a la Iglesia,
Cuerpo místico de Cristo y Templo del Espíritu Santo, el hombre obtiene el perdón de sus
pecados anteriores y su reconciliación con el Dios vivo. A la incorporación a la Iglesia
propia del sacramento del bautismo corresponde en cierto modo la reconciliación con la
Iglesia del sacramento de la penitencia, que podemos considerar igualmente como el efecto
primero (o la res et sacramentum) de este sacramento, efecto que atrae, exige y lleva
consigo a todos los demás.
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más que reconciliación con la Iglesia puede ser renovado cuantas veces sea necesario. La
unicidad de la penitencia antigua estaba inspirada por consideraciones de orden moral y
pastoral que se nos han hecho extrañas, y a las cuales pudo mezclarse una idea abusiva del
paralelismo entre bautismo y penitencia.
Nos resta preguntar sobre la relación que existe entre el carácter bautismal como
estado de incorporación, pertenencia permanente a la Iglesia, y la reconciliación con la
Iglesia, del sacramento de la penitencia. Podríamos ver tal vez en esta reconciliación no ya
una recuperación de la pertenencia a la Iglesia, que no puede perderse, sino como una
renovación de ésta (en el sentido analógico en que hablamos de "renovación" de las
promesas del bautismo, que, sin embargo, son perpetuas). Esta renovación, porque es
sacramental (lo cual no es el caso de la renovación de las promesas del bautismo), es fuente
de gracia. El carácter bautismal juega, por tanto, un papel fundamental dentro del
sacramento de la penitencia, sin que tengan por ello que confundirse ambos sacramentos.
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disposiciones subjetivas del hombre, en cuanto que se encuentra en un estado voluntario de
aversión con respecto a Dios y de oposición fundamental a la santidad de la Iglesia. El
hombre bautizado que peca gravemente está verdaderamente dividido y descuartizado en su
ser espiritual en un grado que no conoce el no cristiano. El sacramento de la penitencia, al
quitar el pecado, por la conversión del hombre, levanta el obstáculo, suprime la
contradicción y devuelve al carácter bautismal la posibilidad de ejercer nuevamente de una
manera efectiva su exigencia interna y su significado real en la posesión renovada de la
gracia. El carácter bautismal es en cierto modo reactivado. El cristiano queda restituido en
la plena verdad de su pertenencia a la Iglesia de Cristo. Pero no es ya la gracia primera, es
la gracia segunda, que tiene una tonalidad especial y determinadas particularidades o
propiedades que hemos notado más arriba.
Finalmente, hemos de añadir que el bautismo perdona el pecado de una manera más
total, perfecta y absoluta que el sacramento de la penitencia. Hay en el bautismo la
inocencia de un nuevo nacimiento. Ninguna satisfacción se impone al neófito. El bautismo
es la entrada en la esfera de la salvación, el paso radical de las tinieblas a la luz, de la
muerte a la vida, del mundo a Dios, de una existencia ajena a Cristo a una existencia "en
Cristo". La penitencia perdona también el pecado, pero no siempre y necesariamente todas
las consecuencias connaturales del pecado, de suerte que los pecados graves
postbautismales exigen un esfuerzo de conversión y de penitencia que debe durar incluso
después de haber obtenido su perdón. Los antiguos distinguían y oponían la “aphesis” del
bautismo, que es perdón gratuito, total, del pecado, renovación completa del hombre, y la
“metanoia” del sacramento de la penitencia, en el cual el hombre expía laboriosamente su
pecado en un largo y lento proceso de expiación y de purificación.
Es indudable que no hay más que un solo Espíritu, una Iglesia, un sólo perdón de
los pecados. Pero este perdón se efectúa de manera distinta según que se trate de un hombre
que viene de fuera y que recibe el bautismo que lo incorpora a la Iglesia, sacramento de
salvación, o bien de un hombre que está ya marcado con el sello bautismal y pertenece a la
Iglesia. El sacramento de la penitencia presupone el bautismo, que es superior a él, y no se
comprende bien sino en función de éste.
3. Catecismo
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3.2 La contrición
1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un
dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a
pecar" (Cc. de Trento: DS 1676).
1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se
llama "contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas
veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (Cf. Cc. de Trento:
DS 1677).
1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial
del sacramento de la penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los
pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si
estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos
mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren
más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de
todos" (Cc. de Trento: DS 1680):
94
Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede
dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han
cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están
presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote.
Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que
ignora' (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de Trento: DS 1680).
1457 Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de
razón debe confesar al menos una vez la año, los pecados graves de que tiene conciencia"
(⇒ CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). "Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave
que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión
sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y,
en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que
incluye el propósito de confesarse cuanto antes" (CIC, can. 916; Cf. Cc. de Trento: DS
1647; 1661; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la penitencia antes
de recibir por primera vez la sagrada comunión (CIC can.914).
1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin
embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ⇒ CIC
988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la
conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don
de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso
(Cf. Lc 6,36):
El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados, si tú también te acusas, te
unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del
hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha
hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho...Cuando comienzas a
detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas.
El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la
Luz (S. Agustín, ev. Ioa. 12,13).
3.4 La satisfacción
1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para
repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido
calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado
hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La
absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (Cf.
Cc. de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer"
95
de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama también
"penitencia".
Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de
Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda "del que nos
fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que
toda "nuestra gloria" está en Cristo...en quien satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc
3,8) que reciben su fuerza de él, por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el
Padre (Cc. de Trento: DS 1691).
96
grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay
bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo
razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo
tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben
tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus
pecados graves en su debido tiempo (⇒ CIC can. 962,1). Al obispo diocesano corresponde
juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general (⇒ CIC can. 961,2).
Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no
constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave.
Anexo
97
El pecado y la conversión son dos experiencias correlativas, pero de signo distinto.
En cierto modo, la experiencia del pecado, como inhabilidad de tipo moral, sólo se percibe
dentro de la experiencia de la conversión, es decir, una vez que entran en juego las
consideraciones que despiertan el corazón hacia un cambio o que, al menos, descubren
algún aspecto de la falsedad o malicia del pecado. Como lo sugiere Santo Tomás de
Aquino, decimos que el mal se percibe como tal, una vez que se ha comenzado a percibir el
bien al que se opone.
98
Conclusión
La penitencia es entre los sacramentos el que parece atravesar en nuestra época una
crisis de desafección más sensible por parte de numerosos fieles. Pero ¿los fieles de otros
tiempos estaban afeccionados a ella espontáneamente? Es el sacramento del cristiano
pecador, y por ello, nunca fue ni podrá ser jamás un sacramento agradable de recibir ni fácil
de administrar. Su celebración es una profesión de fe en la misericordia de Dios que
perdona y que salva, pero que no lo hace sin nosotros. Su gracia no tiene el efecto de
sustituir a nuestros esfuerzos, sino de darnos las fuerzas que nos faltan. Deseable, necesario
es todo cuanto pueda contribuir a adaptar cada vez más este sacramento a las necesidades
pastorales del tiempo presente. Pero no es precisamente disminuyendo sus exigencias como
revalorizaremos su práctica. Se trata de la seriedad de la conversión cristiana. Pero lo que
está en juego es incluso la credibilidad del sacramentalismo de la Iglesia.
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En la recepción del sacramento, el hombre no está, por otra parte, pasivo e inactivo.
Realiza una verdadera liturgia, en la cual ejerce el sacerdocio común de los fieles. Los
fieles —afirma el Concilio— "ejercen el sacerdocio por la recepción de los
sacramentos"(L.G. 10). Esto es particularmente verdad en la penitencia, donde los actos
mediante los cuales expresa el hombre su conversión no son exclusivamente disposiciones
extrínsecas al sacramento, sino parte constitutiva de éste, a la que viene a perfeccionar la
absolución sacerdotal. El penitente no es por ello ministro, ni siquiera coministro del
sacramento. Esta función no pertenece como propia sino a quien pone el sello de la forma
sacramental. El bautizado arrepentido coopera, sin embargo, a la celebración del sa-
cramento en la medida en que concurre a poner el signo sacramental con sus actos de
contrición, confesión, satisfacción. Y éstos no son únicamente la manifestación externa de
su arrepentimiento, sentido interiormente, por el pecado cometido. En ellos profesa el
bautizado in facie Ecclesiae su fe en la bondad, la fidelidad, la misericordia del Dios
salvador.
Podemos pensar que el carácter bautismal recibe por ello determinada modificación
y que la gracia santificante, devuelta por el sacramento, o simplemente reforzada en el caso
de un penitente que no tenga más que pecados veniales, queda en sí misma totalmente
impregnada de una nueva manera de semejanza. Es la gracia de un hombre que ha pasado a
través del misterio reconciliador de la cruz. Cristo no ha sufrido para dispensamos al expiar
nuestros pecados, sino para situarnos en posibilidad de expiarlos. Por y en el sacramento de
la penitencia vivimos nosotros nuestra propia redención, que jamás está totalmente
terminada y que frecuentemente tenemos que volver a emprender.
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Por lo tanto, Cristo, presente en la Iglesia nos redime del pecado y no cesa de
llamarnos a la conversión para ser uno con Él para gloria de Dios Padre, en el amor del
Espíritu Santo.
Bibliografía
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