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REDIMIDOS DEL PECADO Y LLAMADOS A LA CONVERSIÓN PARA

SER HIJOS EN EL HIJO

Introducción

1. El Antiguo Testamento
1.0 Redención en el Antiguo Testamento
1.1 Doctrina penitencial
1.1.1 La idea bíblica del pecado
1.1.2 Impureza y pecado
1.1.3 La idea bíblica de penitencia
1.1.4 La idea bíblica de perdón
1.1.5 La predicación de los profetas
1.2 Prácticas penitenciales
1.2.1 Las liturgias colectivas de penitencia y otros medios para alcanzar el
perdón

2. El Nuevo Testamento
2.1 Redención en el Nuevo Testamento
2.2 Redención como justicia
2.3 Redención como liberación
2.4 Redención como reconciliación
2.5 Redención como salvación
2.6 La actitud de Cristo hacia los pecadores
2.7 Dos parábolas memorables
2.8 Un «poder» concedido a los hombres
2.9 Conclusión: varios sistemas
2.10 Hijos en el Hijo
2.11 Conversión bautismal y penitencia
2.12 Reconciliación bautismal y penitencial
2.13 Carácter bautismal indeleble y reiterabilidad de la penitencia
2.14 Gracia del bautismo y gracia de la penitencia

3. Catecismo
3.1 Los actos del penitente
3.2 La contrición
3.3 La confesión de los pecados
3.4 La satisfacción
3.5 La celebración del sacramento de la Penitencia

Anexo
Conclusión

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Introducción

El término redención es uno de los de mayor contenido teológico de la literatura


bíblica. El Antiguo Testamento utiliza el vocablo como sinónimo de liberación y salvación.
En la mayoría de las ocasiones la redención aparece vinculada a una situación de opresión o
cautividad en la que se encuentra sumergido el pueblo. El deseo de liberación y superación
de las distintas formas de esclavitud y opresión dieron lugar en el Antiguo Testamento al
nacimiento de la teología de la redención según la cual Dios estaba detrás de la liberación
del pueblo de sus diferentes situaciones de cautividad. Veremos en el N.T., cómo Jesús dará
un sentido pleno a dicha redención.

Para conocer las dimensiones de la palabra conversión, es interesante estar atentos a


las diversas palabras bíblicas “sub” quiere decir “invertir la ruta”, comenzar con una nueva
dirección de vida; en griego, “metanoia”, “cambio de manera de pensar”; en latín,
“poenitentia”, “acción mía para dejarme transformar”; en italiano, “conversione”, que
coincide más bien con la palabra hebrea que significa “nueva dirección de la vida”.

La palabra reconciliación, actualmente se utiliza para hablar del sacramento de la


penitencia, no es ninguna innovación. Es el retorno a un uso muy antiguo. Ya en la Iglesia
de los primeros siglos el término designaba el acto solemne mediante el cual el pecador
penitente recibía el perdón de la Iglesia y era readmitido a la comunión. Existe en el
sacramento de la penitencia una doble reconciliación: con Dios y con la Iglesia.
Efectivamente, el pecado del bautizado tiene siempre una dimensión eclesial. Hiere a la
santidad de la Iglesia, que se siente deteriorada por ello, y, en virtud de la estrecha unión
sobrenatural que une entre sí a los cristianos, causa un daño espiritual a todos, con
frecuencia invisible, pero real, que exige reparación y perdón. También esta doctrina es
muy antigua. Marginada por la teología, tal vez excesivamente individualista, de estos
últimos siglos, ha sido afortunadamente puesta de relieve por el Vaticano II. Esta doble
reconciliación, con Dios y con la Iglesia, es lo que constituye el fin y el efecto que se
propone el sacramento de la penitencia.

Podemos afirmar igualmente que el sacramento de la penitencia es el sacramento de


la conversión cristiana. En la Vulgata latina, la palabra paenitentia traduce el término
griego metanoia, que significa, sin duda, arrepentimiento, pero también conversión. La
reconciliación con Dios y con la Iglesia que produce el sacramento de la penitencia exige
por parte del cristiano pecador la íntima conversión del corazón. Esta implica la contrición,
que es pesar del pecado y firme propósito de una vida nueva. Sin esta contrición, el
sacramento no tendría valor ni eficacia alguna. Esta voluntad de conversión debe expresarla
el pecador contrito en el sacramento por algunas acciones que son su manifestación

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concreta, tangible (confesión de los propios pecados, aceptación de la satisfacción, oración
que implora humildemente el perdón de los pecados...).

Estos actos no son únicamente una condición requerida para recibir dignamente la
absolución. Forman parte del sacramento mismo, entran en su constitución, y de una
manera real, aunque subordinada, concurren, con la intervención reconciliadora de la
Iglesia, a la remisión del pecado. Se trata, por consiguiente, de un sacramento que requiere,
del que lo recibe, una participación muy activa y un compromiso personalísimo. La
conversión reviste en él un carácter propiamente sacramental que tiene dos aspectos
fundamentales y complementarios: conversión y reconciliación.

El sacramento de la penitencia ha ido sufriendo, a lo largo de los siglos, una


evolución profunda, no ciertamente en su esencia, sino a nivel de su administración, de sus
ritos, de sus formas externas y accidentales.

1. El Antiguo Testamento
1.0 Redención en el Antiguo Testamento

En el Antiguo Testamento la redención como rescate forma parte de la acción


liberadora de Yahvé que tiene sus momentos más destacados en la historia del pueblo
hebreo en su liberación de Egipto (Dt 7,8; 13,6) y en el regreso de los israelitas de la
cautividad de Babilonia (Is 35,10; 43,1; 44,22-23; Jer 23,7-8).

En la línea de la antigua teología y experiencia de Israel, que ha descubierto la


acción de Dios en unos «jueces» (pacificadores) nacionales, Jesús puede y debe presentarse
como redentor de la humanidad. En sentido más estricto, redentor es el que compra y libera
a un esclavo, pagando por él un precio; redimir significa rescatar lo que estaba enajenado (o
perdido), pagando por ello lo que es justo. Tanto en el contexto genérico del antiguo
oriente, como en el judaísmo antiguo, se llamaba redentor (goel) al que rescataba a los
esclavos para devolverles la libertad, especialmente en la fiesta o tiempo del año sabático
y/o jubilar.

El tema de la redención y del perdón de las deudas (ofensas) nos sitúa en el centro
del año de la remisión (sabático) y del jubilar, que se celebraba cada 7 y 49/50 años. La
misma ley exigía que se perdonaran gratuitamente las deudas, de manera que cada israelita
alcanzara la libertad y volviera a poseer su heredad, como indican de un modo especial Dt
15 y Lev 25.

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Aparece en los libros del Antiguo Testamento toda una doctrina sobre la penitencia,
como actitud espiritual del hombre pecador ante Dios. Esta doctrina la perfeccionará
indudablemente el Nuevo Testamento a la luz de Cristo y del acontecimiento redentor, pero
la conservará en su núcleo sustancial. Encontramos además en las costumbres del pueblo
israelita y del judaísmo postexílico ritos que proporcionarán al sacramento de la penitencia
determinados elementos de su estructura, y ayudan a comprender su origen remoto.

1.1 Doctrina penitencial

Penitencia y pecado se encuentran estrechamente unidos. No se puede hablar de la


penitencia sin antes hablar del pecado.

1.1.1 La idea bíblica del pecado

En el punto de partida de esta idea, aparecen en la Biblia las nociones antitéticas de


bien (tób) y de mal (ra'). Estos dos términos se encuentran opuestos uno al otro en más de
una cincuentena de textos. Debemos evitar el mal y buscar el bien (Sal 34,15; 37,27; 52,5;
Am 5,14), amar el bien, odiar el mal (Miq 3,2), rechazar el primero, y apropiarse del
segundo (Is 7,15-16).

Escoger el bien es en realidad "buscar a Dios" (Am 5, 4. 14), unirse a Él en la


aceptación de su voluntad, y, al mismo tiempo, encontrar la luz, la vida y la felicidad, que no
se encuentran más que por el camino que nos muestra Dios (Dt 4,40; 5,29; 6,18.24;
12,25.28; Jer 42,6; Sal 4,7). Escoger el mal es, por el contrario, rechazar a Dios, cerrarse a
Él. "Hacer el mal a los ojos de Yahveh", lo que es "malo a sus ojos", expresión que aparece
frecuentemente en la Biblia (unas cincuenta veces), y evoca todas las formas posibles de lo
que nosotros llamamos actualmente el pecado; se aplica tanto al pecado de Israel como al
pecado de las naciones.

Efectivamente, el Antiguo Testamento carece de término preciso para designar el


acto del pecado. El vocabulario hebreo es rico, sin embargo, en matices para describir, de
manera concreta y bajo puntos de vista diversos, la actividad y la situación del hombre que
comete el mal ante Dios. El verbo hata' y sus derivados, que primitivamente significa
"fallar el blanco", no conseguir una finalidad, y que se utiliza también para calificar las
relaciones entre los hombres, nos hace ver en el pecado una falta, una ofensa contra Dios y
la regla de conducta que Él nos ha señalado. El verbo pesa' evoca al hombre que se erige
contra Dios y le es infiel, como un individuo rebelde contra su soberano. La palabra awón,
que en sentido propio quiere decir "apartarse del camino recto, nos muestra en el pecado
una desviación, un despiste en relación con el camino recto que Dios nos ha prescrito, y el
estado interior de culpabilidad y de aversión que resulta de ello para el hombre; es el
desorden, la "iniquidad". Estas tres palabras son con mucho las más frecuentes. Unas

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sugieren a las otras, y son fácilmente intercambiables (Ex 34,7; Sal 32,1-2; Jer 33,8). La
imagen de la sublevación, de la rebelión se encuentra en los verbos sárar y marah; la de la
infidelidad, en los verbos marad, bagad y morah; ma'al significa obrar sin preocuparse de
su obligación; 'ábar, transgredir (las obligaciones de la Alianza, los límites de la Ley).
Otras palabras sugieren mejor todavía la ruptura de las relaciones personales entre Dios y el
hombre, inherente al pecado. Cometer el pecado es "desviarse" de Dios (Núm 14,43; Jos
22,16.23; 1 Sam 15,11), "apartarse" de El (1 Sam 12,20; 2 Crón 34,2), "abandonarle" (2
Crón 24,20; Jn 2,12-13). Este aspecto, que las antiguas religiones no ignoraban, es
finalmente el que la Biblia hace pasar al primer plano.

Pero esto supone, al mismo tiempo, verse rechazado, y abandonado por Dios. Para
expresar esta idea, la Biblia dice que el mal, el pecado cometido, irrita a Dios (Dt 4,25;
9,18; 31,29; 1 Re 14,9; 16,7; 2 Re 23,26), provoca su cólera (2 Re 24,19 720; Sal 9410-11;
Jer 32,31-32; Lam 2.6; 3,42-43). Su cólera abrasa, consume; es un fuego que nadie puede
apagar (2 Re 22,17; Jer 4,4; 7,20). Ante este fuego nada ni nadie puede resistirse (Sal 76,8;
Jer 10,10). Como Dios es el único que da la vida, esta cólera equivale a una sentencia de
destrucción, de exterminación y de muerte (Dt 6,15; 7,4; 9,19; 11,17; Sal 90,7; 106,23). La
irritación suscitada por el mal despierta indudablemente la idea de una afrenta, de una
ofensa personal hecha por el hombre a Dios. En realidad, es a sí mismo a quien el hombre
hace mal cuando peca. "¿Es que soy yo a quien hieren —oráculo de Yahveh— y no es más
bien a sí mismos, para su propia confusión?" (Jer 7,19). El hombre puede, por
consiguiente, considerarse como el verdadero artífice de su propia desgracia. "Tu maldad te
escarmienta, tus infidelidades te castigan: comprende y ve lo malo y amargo que es
abandonar a Yahveh tu Dios" (Jer 2,19).

Esta doctrina no carece de aspectos antropomórficos. La originalidad de la Biblia


consiste, sin embargo, en plantear de esta manera el problema del bien y del mal en su
relación con Dios dentro de una perspectiva en cierto modo existencial, y no en relación
con una naturaleza humana racional, más o menos abstracta. Es una concepción
esencialmente religiosa de la moralidad.

1.1.2 Impureza y pecado

No hay que confundir pecado e impureza. La noción de impureza —desconcertante


para la mentalidad moderna— no implica de suyo ninguna oposición a la justicia ni al
orden moral. Se presenta bajo la imagen de una mancha, de un defecto material, de carácter
contagioso, del cual puede uno inficionarse incluso involuntariamente. Determinados
fenómenos de la vida sexual, determinadas enfermedades, el contacto con los muertos, ha-
cen impuro. Comer determinados animales, determinados alimentos, está prohibido, porque
esos animales, esos alimentos son considerados como impuros. La impureza se considera
como algo que impide al hombre, que es un ser de carne, el acercamiento físico y la

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comunicación con la divinidad, infinitamente pura y santa, la cual reaccionara ante este
contacto con un rechazo brutal. Por primitiva y equívoca que nos parezca esta noción en su
origen, la Biblia no ha pretendido eliminarla. Por el contrario, se ha esforzado en
sublimarla, moralizándola. De esta manera, ha ido haciendo poco a poco entrar en la
categoría de "lo impuro" todo lo que Yahveh reprochaba continuamente a Israel —por
vocación, sin embargo, "reino de sacerdotes y nación consagrada" (Ex 19,6)—, en realidad
obras malas, ya se trate del culto a los ídolos presentes en el país (Jer 7,30; Ez 20,7.18), de
la sangre injustamente derramada (Núm 35,33-34), o de la infidelidad general del pueblo
elegido a la Ley (Sal 106,39). El pecado y Ia impureza tienden, de esta manera, a unirse, si
no a identificarse. "Los traté como merecían sus manchas y sus trasgresiones y les oculté
mi rostro" (Ez 39,24). No es que la Biblia pretenda llamar aquí "pecado" a lo que no es más
que simple impureza; sino que considera como impureza lo que propiamente es pecado.
"La casa de Israel no se alejará más de Mí, no se manchará más con todos sus pecados"
(Ez 14,11; 37,23)».

1.1.3 La idea bíblica de penitencia

Habiendo introducido el pecado una ruptura de las relaciones personales entre Dios
y el hombre, la reanudación del diálogo con Dios supone naturalmente que el hombre
comience por quitar el obstáculo que él mismo ha puesto, que "no siga apegado a su
pecado" (2 Re 3,3), que "renuncie a él" (Ez 18,21), que "se aparte de él" (Ez 33,14), y, para
hablar de una manera positiva, que "vuelva a Dios" (1 Re 8,33.48). Es el movimiento
inverso del pecado que ha conducido al hombre a apartarse de Dios, a separarse de Él, a
abandonarle. "Volved, hijos rebeldes, yo quiero curar vuestras rebeldías" (Jer 5,22).
"Venid, volvamos a Yahvéh, Él nos despedazó y nos sanará, nos hirió y nos vendará las
heridas" (Os 6,1).

Efectivamente, el verbo más utilizado en el Antiguo Testamento para expresar el


acto mediante el cual el hombre pecador retracta su pecado y se vincula de nuevo a Dios, es
el verbo shúb, que quiere decir, en sentido físico y literal, "volver", "retornar" al lugar o a la
persona de la cual nos hemos alejado; y, en sentido moral y religioso, "convertirse". En los
LXX es traducido comúnmente por el verbo epistrefein u otros compuestos de este verbo,
que expresan bastante bien su sentido primitivo.

Pero encontramos también a veces el verbo niham, que significa "sentir desagrado",
arrepentimiento, tristeza por una acción anterior, que desearíamos actualmente no haber
hecho por causa de sus malos efectos, lo que nos induce a tomar una decisión opuesta. La
mayor parte de las veces se encuentra traducido en los LXX por el verbo metamelein, y,
sobre todo, por el verbo metanoein, de donde procede el sustantivo metanoia. Se afirma
antropomorficamente de Dios (Gén 6,6; 1 Sam 15,11; 2 Sam 24,16), pero propiamente de
los hombres; por ejemplo, en Jeremías, Dios se queja de que "nadie deplora (niham—meta-

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noón) su maldad, diciendo: "Qué he hecho yo?" (8,6); alaba, por el contrario, a Efraím,
porque, vuelto a Dios, "se ha arrepentido" (nihamti — metanoèsa) (31,19).

El sentido de estos verbos no es exactamente el mismo. El verbo niham =


metanoein, insiste más sobre el cambio interior de sentimiento, de propósitos y de voluntad;
el verbo shùb-epistrefein, sobre el cambio práctico de conducta y de comportamiento. Pero
puesto que éstas son cosas complementarias y que mutuamente se sugieren, los dos verbos
parecen en determinados casos ser más o menos equivalentes y permutables en cuanto a su
uso. Por lo cual, la Vulgata los traduce con bastante frecuencia por una sola y única
palabra: paenitere —arrepentirse, o agere paenitentiam = hacer penitencia.

1.1.4 La idea bíblica de perdón

En realidad, Dios es el único que tiene poder sobre el pecado y quien puede
restablecer finalmente los lazos que el pecador ha roto. Si "no deja nada sin castigo", su
bondad, su paciencia y su misericordia le llevan también muy lejos, porque es "un Dios de
ternura y de misericordia, lento a la cólera, rico en gracia y en fidelidad" (Ex 34,6-7; Núm
14,17-19; Dt 5,9). Sigue amando a sus creaturas pecadoras, como un padre a sus hijos, que
conoce sus debilidades y su inconstancia, y que jamás es riguroso con ellos, interviniendo,
por el contrario, para perdonarles, con la fuerza de un amor misericordioso, cuyo poder es
comparable a "la altura de los cielos sobre la tierra" (Sal 103,8-14). La misericordia de
Dios, efectivamente, es ese amor total, lleno de ternura y de solicitud maternal, por así
decirlo (la palabra rahurrí = misericordioso, deriva de rehem — seno materno),
proveniente de lo íntimo de la persona, de las entrañas (la palabra rahim significa al mismo
tiempo "vísceras" y "misericordioso"), cuyo impulso inclina a Dios a tener misericordia de
sus creaturas desgraciadas y, especialmente, a perdonarlas (cf.Sal 86,15-16; 111,4; 145, 8-
9; Jer 3,12;Jl 2,13; Jon 4,2).

Perdonar, sin embargo, no consiste para Dios en simular ignorar el mal, hacer como
si no existiese, sino vencerlo: pisotea con su pie nuestras faltas y las arroja al fondo del mar
(Miq 7,18-19); aleja de nosotros nuestros pecados como distan el Oriente del Occidente
(Sal 103,12); los cubre (Sal 85,3), como se cubre la sangre que grita venganza (Gén 37,26),
les pone sellos (Dan 9,24), para que no puedan jamás volverse a encontrar (Jer 50,20), y Él
mismo no se vuelve a acordar más de ellos (Jer 31,34), pasa por encima de ellos (Job 7,21).
A diferencia de lo que ocurre en las relaciones humanas, se trata de un verdadero perdón
del pecado, de la falta considerada en sí misma, a la cual Dios disipa como se disipa una
nube, una niebla (Is 44,22), la quita de en medio (Miq 7,18; Zac 3,5), borra (Sal 51,3; Is
43,25), blanquea al pecador (Is 1,18), lo lava (Sal 51,4), lo purifica (Jer 33,8. Ez 36,25), lo
cura (Jer 33,6), creando en él un corazón nuevo, un espíritu nuevo (Ez 36,26; Sal 51,12)2.

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1.1.5 La predicación de los profetas

Debemos sobre todo a los profetas la profundización y la espiritualización de las


ideas bíblicas fundamentales sobre el pecado, la penitencia, el perdón. El llamamiento a la
conversión es de hecho un aspecto esencial de su predicación, ya se dirijan a la nación
entera o a los individuos.

Oseas, el primero que compara la Alianza al vínculo de un matrimonio, contraído


gracias al amor gratuito de Dios para con su pueblo, nos hace ver en el pecado, y
especialmente en la idolatría, no solamente una falta reprensible contra la ley, sino una
odiosa ingratitud, como una infidelidad conyugal, un adulterio. E insiste sobre el carácter
espiritual de la conversión, que debe proceder del amor y del conocimiento de Dios, es
decir, del deseo y de la voluntad de pertenecerle a Él totalmente (6,6).

Pero, al menos a partir de Jeremías, los profetas saben que el "retorno" a Dios del
hombre pecador supera las fuerzas del hombre abandonado a sí mismo. Es una gracia que
tenemos que pedir humildemente a Dios. “Hazme volver, que yo pueda volver” (31,18; cf.
Sal 80,4.8.20; Lam 5,21). A esta demanda responderá Dios misericordiosamente, porque en
la Nueva Alianza que pactará Él en el futuro con la comunidad de Israel, pondrá su ley en
el fondo de su ser, la escribirá en su corazón (31,33).

Más todavía que los profetas anteriores, insiste Ezequiel sobre el carácter
estrictamente personal de la conversión: cada cual responde únicamente por sí mismo, y
será retribuido según su proceder (18,20-22). Pero recalca también la necesidad de hacerse
un corazón nuevo y un espíritu nuevo (18,30-32). Este corazón, este espíritu nuevo son, sin
embargo, un don de Dios. Únicamente Dios puede dar como una gracia lo que Él exige
imperiosamente. Entonces, acordándose de su pasado, los hijos de la casa de Israel sentirán
aborrecimiento de sí mismos y se avergonzarán de su conducta (36,25-32).

1.2 Prácticas penitenciales

Existen en Israel determinados medios rituales, cuya finalidad es precisamente


procurar que quede borrado el pecado y se restablezca la amistad con Dios.

1.2.1 Las liturgias colectivas de penitencia y otros medios para alcanzar el perdón

(Ocasión de dichas liturgias colectivas, días, presididas por un notable, se implora el


poder divino, confesiones colectivas). Estas liturgias son, entre las formas de culto, las más
atestiguadas en el Antiguo Testamento. Tienen lugar con ocasión de calamidades públicas:
sequía, hambre, epidemias, temblores de tierra, invasión extranjera, batalla perdida, que son

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consideradas como signos de la cólera de Dios para con su pueblo, infiel a la Alianza. Son
para el pueblo una ocasión privilegiada para reconocer los pecados cometidos y
deplorarlos.

Para aplacar a Dios y volver a recobrar su favor, se proclama, al son de la trompeta,


uno o varios días de penitencia. Se practican por todos diversas obras ascéticas: hombres,
mujeres y niños, "desde el más grande hasta el más pequeño" (Jon 3,5). Se ayuna durante
todo el día, desde la salida del sol hasta el ocaso; desgarran sus vestiduras y se ciñen la
cintura con saco; se acuestan en el suelo y se cubren la cabeza con ceniza, se rasuran los
cabellos y la barba. Posteriormente se organizan reuniones cultuales en el santuario, en el
atrio del templo, o en algún lugar sagrado. Estas reuniones son presididas por algún
notable: en tiempos antiguos es un juez, como Josué (Jos 7,6-9), o Samuel (1 Sam 7,5-9);
durante el período de la monarquía, es el mismo rey en persona (2 Crón 20,3-13); después
del destierro, cuando ya no hay reyes, es un jefe de la comunidad, como Esdras (Esd 9,3-
10,1); más tarde aún, en la época de los Macabeos, es el sumo sacerdote. Durante estas
reuniones se implora el perdón de Dios por medio de oraciones, lloran, se lamentan, se
lanzan gritos de duelo hacia el Señor, cuya misericordia se implora. Para ello se utilizan
fórmulas de suplicación y de lamentación, más o menos estereotipadas, ejemplos de las
cuales aparecen todavía en nuestro salterio (Sal 60; 74; 79; 80; 83). Otro ejemplo son las
Lamentaciones llamadas de Jeremías. Pero sobre todo se hace una confesión colectiva de
los pecados (Jue 10,10; 1 Sam 7,6). Esta confesión es un gesto de humilde sumisión,
mediante el cual se confiesan culpables, se proclama que Dios es justo, se acepta la de-
cisión que Él se digne tomar y se deposita confianza en su clemencia. Después del
destierro, esta confesión aparece más desarrollada; vuelve, para acusarse de ellos, a re-
cordar todos los pecados cometidos en el pasado, desde los orígenes de la nación. Hay,
pues, diversos medios para alcanzar el perdón como las celebraciones litúrgicas
penitenciales colectivas, y además, el día de la expiación (Yom Kippur), los sacrificios por
los pecados, las abluciones y la excomunión penitencial.

2. El Nuevo Testamento

2.1 Redención en el Nuevo Testamento


En el Nuevo Testamento el concepto de redención viene determinado por la figura
de Jesús como el redentor por excelencia, el que asume todos los atributos que el verbo
tenía en el Antiguo Testamento y lo convierten en su misión y razón de ser. La redención es
el objeto y la finalidad de la presencia de Jesús que como Hijo de Dios ha venido a redimir
al mundo.

El verbo redimir (en el griego lytroun) y sus derivados aparece en más de una
veintena de ocasiones. En casi todas las ocasiones el verbo aparece como sinónimo de

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salvación y siempre vinculado a la persona de Jesucristo como el prototipo de redentor y el
portador de su contenido. De manera especial la muerte y resurrección de Jesús son el
punto central de la redención dando el verdadero sentido y significado al término. Jesús
muere y con su muerte redime -rescata, libera, salva- a todo el género humano. Esta nueva
concepción de la redención da lugar a la teología de la redención cristiana que supera la
fase humana de la redención propia del Antiguo Testamento, para convertirse en el punto
central y vital de la teología del Nuevo Testamento. La redención de Jesús tiene lugar a
través de su pasión, muerte y resurrección. Esto hace que a través de su muerte el término
redención adquiera un sentido más personalista, y definitivo ya que la redención, tras la
muerte de Jesús, tiene carácter de eternidad. La redención es definitiva y perpetua.

Jesús entrega su vida en rescate y por su muerte nosotros alcanzamos esa redención
(Ef 1,7). Porque nos ha rescatado quedamos libres de todos nuestros pecados (Tit 2,14)
porque para eso murió por nosotros (1Tim 2,6). El caso es que la redención de Jesús es el
eje de su vida y la razón de ser de su existencia. Redención y perdón de los pecados pasan a
ser teológicamente sinónimos a la luz de la figura de Jesús. Y su redención es una
liberación personal de cada uno de nosotros y de todos en general.

El concepto de redención del Antiguo Testamento tenía un sentido colectivo. La


redención venida directamente de Dios que, a través de un liberador, redimía a su pueblo
como colectividad. Por el contrario, la redención del Nuevo Testamento mantiene el sentido
colectivo de redención de todo el género humano pero adquiere un sentido más personalista
e individual a través de la figura de Jesús que entrega su vida en rescate por cada uno de
nosotros de forma individual y por quien son perdonados nuestros pecados, también de
manera personal. La redención del Antiguo Testamento era el mejor sinónimo de la
liberación colectiva. La aportación de Jesús a través de los escritos del Nuevo Testamento
convierte esta redención-liberación en redención-salvación de forma personal.

2.2 Redención como justicia

La redención implica entrega de la propia vida. Conforme a la visión del Antiguo


Testamento, el redentor no exige que los redimidos hagan penitencia, sino todo lo
contrario: él mismo paga lo que deben, ofreciendo el precio del rescate. Así aparece Jesús:
no exige a los hombres que paguen la deuda que tienen con Dios, sino que les ofrece el
amor y la vida gratuita de Dios, pagando por ellos el rescate de su propia vida. El juez en
cuanto tal no paga: dicta desde arriba la sentencia y exige que cada uno pague lo que debe.
Pero Jesús no es juez sino redentor; por eso paga él mismo lo que deben los humanos: da lo
que es, regala lo que tiene, para redimir así a los demás (a los pecadores). Esto es lo que ha
hecho Jesús, invirtiendo todos los principios de talión y justicia de este mundo.

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Ciertamente, la redención puede convertirse en gesto esclavizador, allí donde
alguien se complace en perdonar la vida a los demás, quedando así por encima de ellos.
Pues bien, Jesús actúa de otra forma: no va perdonando a los pecadores en gesto de
superioridad, sino de amor gratuito, no exigente, no impositivo. No perdona para humillar,
sino para ayudarles a vivir en gozo, a celebrar la libertad. Así nos ha redimido Jesús, en
gesto de amor gratuito, para que podamos realizarnos como humanos. De esa forma nos ha
rescatado del poder de la muerte, abriendo para nosotros un camino de esperanza.
Gratuitamente lo ha hecho, sin pasarnos por ello la cuenta, sin exigir nada, ni humillarnos
diciendo "he sido yo quien os ha dado la vida, me lo debéis agradecer". Por amor lo ha
hecho, porque así lo ha querido, porque nos ha querido, sin obligarnos a nada, simplemente
porque desea que vivamos en gozo y abundancia. De esa forma ha invertido la visión
normal de la sacralidad: no somos nosotros quienes tenemos que servir a Dios, es Dios
quien nos sirve en Cristo, es el Hijo de Dios quien ha muerto para que nosotros vivamos, se
ha perdido para que podamos encontrarnos.

2.3 Redención como liberación

El perdón redentor ha de expandirse y expresarse en un signo y tarea de liberación.


Jesús no se contenta con "pagar" por nosotros, asumiendo nuestras deudas, cargando con
nuestras culpas o responsabilidades, sino que hace más: quiere llevarnos al lugar donde
nosotros, especialmente los oprimidos y humillados, podamos desarrollar nuestra vida en
libertad, superando la violencia y el miedo de la muerte... Cristo ha "pagado" por nosotros,
no para que así quedemos sin tarea, sino para que podamos asumir la más alta tarea de vivir
en libertad.

La redención no es don externo, gracia que se nos imputa desde fuera, como una
amnistía que nos dan, sin que por ella (a partir de ella) tengamos que hacer nada. Al
contrario: siendo totalmente gratuito, el perdón y redención se vuelve para nosotros
principio de creatividad: nos libera para que podamos vivir en libertad. De esa forma, el
mismo perdón recibido nos conduce a la conversión, que puede incluir un elemento de
arrepentimiento, e incluso algún gesto penitencial, pero que se expresa básicamente en
forma de nuevo nacimiento, de vida liberada para el amor. La redención se vuelve así
liberación: Jesús nos ha "rescatado" de la ira y del pecado no para tenernos luego
sometidos, como esclavos para su servicio, sino para que podamos asumir en plenitud la
tarea de la vida, ser nosotros mismos, en madurez. Nos redime sin imponer o exigir nada,
pero ofreciéndonos una capacidad nueva y más alta de amor, abierto hacia los otros. De esa
forma culmina el camino sabático y jubilar del Antiguo Testamento (Ex 20,22-23): la
redención de las deudas se expandía y expresaba en la liberación de los esclavos, pues sólo
un hombre sin deudas puede vivir verdaderamente en libertad (Dt 15, 1-18). El perdón de
Cristo es liberador. No sirve para imponerse sobre los demás, no es principio de nueva ley
religiosa, sino fuente de gozo, manantial de autonomía creadora, pues supera la ley

84
religiosa que tenía a los hombres oprimidos, dejándoles en manos de su propia creatividad.
El perdón liberador es, al mismo tiempo, exigente, pero no por ley, sino por gracia. Quien
asume la gracia del perdón y de su redención y vive en libertad no puede echar las culpas a
los otros, ni descargar su responsabilidad sobre ellos, sino que ha de reconocer su propia
tarea humana, personal y social. Eso significa que Jesús ha dejado que los mismos hombres
(cristianos) asuman y desplieguen un camino de autonomía creadora sobre el mundo.
Redimir no es resguardar, tener a los demás bien protegidos, sino ofrecerles un camino de
madurez. El Dios de Cristo no ha querido redimirnos para que sigamos siendo
dependientes, de manera que tengamos que estarle siempre agradecidos por sus dones, sino
que lo ha hecho para que seamos precisamente independientes, para que podamos expandir
por el mundo la gracia de la libertad.

2.4 Redención como reconciliación

Los momentos anteriores (justicia, redención y liberación) culminan y se expresan


en la reconciliación o comunión amistosa entre los fieles redimidos, y entre todos los
hombres. No pueden dividirse y distinguirse dentro de la Iglesia dos tipos de personas: por
un lado los que redimen, por otro los redimidos. Todos los cristianos redimen, todos son
redimidos. Redención y liberación sólo son verdaderas allí donde suscitan un encuentro
amistoso, creador, entre redentores y redimidos, que se vinculan mutuamente y de esa
forma empiezan a ser hermanos.

Jesús nos ha redimido haciéndose "Propiciación" por nuestros pecados (Rom 3,24-
25). Los ha hecho propios, y, en vez de condenarnos por ellos, nos ha ofrecido su amistad,
la amistad de un Dios, que nos ha amado en Jesús de tal manera que nos ha dado en él toda
su vida, el don entero de su gracia: no lo ha reservado de un modo egoísta, no se ha
reservado nada para sí, sino que ha querido entregarse (entregar a Jesús) por nosotros, para
que podamos vivir en su amistad (cf. Rom 8,32).

La reconciliación es tarea y gracia doble: tarea de Dios, que la ha iniciado y la


realiza en Cristo; tarea humana, que nos lleva, más allá de la pura redención y la libertad, al
gozo fuerte del encuentro de amor entre los humanos. Lógicamente, los cristianos, que
hemos conocido y aceptado la gracia de Cristo, debemos convertirnos en ministros de
reconciliación, testigos y portadores de una redención que se expande hacia todos los
humanos. Esta reconciliación de Cristo es gesto compartido del conjunto de la Iglesia. No
podemos empezar diciendo a los demás que se reconcilien con nosotros (haciéndose así
nuestros servidores), sino que debemos iniciar nosotros el camino de la reconciliación.
Jesús nos ha hecho embajadores o ministros de reconciliación; eso significa que debemos
regalar nuestra vida a los demás, para que ellos puedan recibir y desplegar la suya,
superando toda imposición de unos sobre otros.

85
2.5 Redención como salvación

Los elementos anteriores culminan y pueden condensarse en la salvación, entendida


como salud completa, vida desbordante. Ciertamente, la salvación cristiana es un misterio,
don supremo de Dios que nos regala en Jesús su misma vida divina; de esa forma nos eleva
del abatimiento en que estábamos, ofreciéndonos su propia fecundidad, haciéndonos hijos
en su propio Hijo Jesucristo. La salvación consiste en recibir y desplegar la vida de Dios.
Pues bien, dando un paso más, podemos y debemos afirmar que la verdadera salvación
consiste en el despliegue de nuestra propia existencia de redimidos, en libertad, culminando
así el camino comenzado por la redención. De esta forma, la reconciliación se vuelve
salvación: vivir en amistad con Dios, abrirse en gesto de amistad hacia todos los hermanos.
Así podemos afirmar que Dios nos ha ofrecido en Cristo la «salud» de cuerpo y alma, la
gracia de la vida personal y comunitaria para que podamos expresarnos en gozo y libertad,
en esperanza y comunión, sobre la tierra, sin opresión de unos sobre otros, sin miedo a la
condena. Esta salvación tiene un elemento histórico: ella se expresa en la salud interior y
exterior, en el amor mutuo y el pan compartido, en la palabra dialogada y en la casa de la
fraternidad. Ella tiene, dentro de la Iglesia, un carácter sacramental, que se vincula a los
grandes momentos de la vida humana: bautismo o nacimiento a la gracia; eucaristía o pan
compartido en Cristo; matrimonio o celebración del amor mutuo; etc.

2.6 La actitud de Cristo hacia los pecadores

Una vez que Juan el Bautista ha sido encarcelado por Herodes, Jesús entra en escena
y, al menos según el relato de Mateo, inaugura su predicación retomando literalmente las
palabras de su precursor: «Haced vuestra metanoia, porque el Reino de los cielos está
cerca».
Como sucede con frecuencia con Jesús, su enseñanza y su actitud respecto de los
pecadores, tienen algo de desconcertante. Al leer los evangelios tenemos la impresión de
que hay en él un doble comportamiento. A veces se muestra severo, exigente, casi
despiadado: «Si tu mano o tu pie te son ocasión de caer, córtatelo y tíralo» (Mt 18,8).
Sobre todo respecto de los fariseos manifiesta una dureza y un rechazo que parecen no
dejar lugar a la conversión o al perdón: «Serpientes, carnada de víboras ¿cómo evitaréis la
condena al fuego?» (Mt 23,33).

En cambio, frente al pecador que reconoce su debilidad o simplemente escucha la


palabra de Dios, Jesús se muestra lleno de benevolencia y de misericordia. Cuando después
de haber llamado al apóstol Mateo participa en una comida con los colegas y amigos de
éste que no gozan de excelente reputación, Jesús hace esta declaración que transmiten los
tres sinópticos: «No vine a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 13; Mc 2,17; Lc 5,32).

86
Una lectura un poco atenta de los tres evangelios sinópticos muestra que la palabra
«pecador» aparece con frecuencia, mientras que el término «pecado» y el verbo «pecar»
son raros: prueba aritmética de que Cristo se interesa mucho más por el hombre pecador
que por el pecado (en las cartas de San Pablo la proporción será inversa). Esa lectura nos
revela también que la palabra «pecador» aparece sobre todo en el evangelio de Lucas que
nos presenta de forma concreta y ejemplar la actitud de Jesús respecto de los pecadores.

En Lucas 5,8, después de una pesca milagrosa, Pedro se postra a los pies de Jesús
diciéndole: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Al entrar en contacto con Cristo
el hombre se reconoce como pecador.

San Lucas nos muestra claramente la actitud de Jesús hacia los pecadores. Basta
recordar algunos relatos como el del paralítico (5,20ss), el de Simón el fariseo (7,36ss), el
de Zaqueo (19,1ss), el de Pedro cuando rompe a llorar (22,61ss) y el del “buen ladrón”
(23,39ss).

De la lectura del evangelio de Lucas podemos retener que en el encuentro con


Cristo el hombre se halla a sí mismo y se reconoce como pecador. En presencia de Jesús, el
hombre reconoce que lo que le parecía una falta o un error humano es en realidad un
pecado, una ofensa a Dios. Por lo demás, la preocupación de los pecadores forma parte de
la misión de Jesús y casi hasta de su definición: el que viene a buscar lo que estaba perdido.

A sus «penitentes» Cristo no les exige una confesión detallada, sino una conversión,
una metanoia, en la fe y en el amor. Notemos también que el banquete que siempre prefi-
gura la eucaristía, es un lugar privilegiado de encuentro con los pecadores y de la remisión
de los pecados.

Pero retengamos, sobre todo, y esto nos parece esencial, que por su ejemplo, por su
preocupación constante y benevolente de liberar al hombre de la alienación del pecado, por
su afirmación repetida de que ha venido a salvar lo que estaba perdido, el Señor ha indicado
a su Iglesia, encargada de seguir su obra de salvación, que la curación de los pecadores y el
perdón de los pecados constituirían un elemento esencial de su misión en el mundo.

Si Cristo no cesó de pensar en los hombres cautivos por el pecado y de desatar lo


que estaba atado ¿cómo podría la Iglesia no asumir el encargo y el poder de continuar esta
obra liberadora? Antes incluso de encontrar en el Evangelio «palabras institucionales» que
comunican un poder que viene de Dios, vemos ya en la acción cotidiana de Jesús, el
ejemplo fundador y normativo que la Iglesia deberá seguir, a fin de que los hombres de
todos los tiempos puedan escuchar la palabra de salvación: «Tus pecados son perdonados».

87
2.7 Dos parábolas memorables

La enseñanza evangélica de Jesús sobre el perdón de los pecados, sobre la búsqueda


y el retorno de los perdidos, se encuentra, en primer lugar, en su propio comportamiento
respecto de los pecadores. Pero también se nos ha transmitido igualmente en dos parábolas
que han alcanzado, de modo particular, la conciencia cristiana, que han inspirado a innu-
merables artistas y que no cesarán nunca de guiar a los hombres en las vías del perdón.

La primera de estas parábolas, generalmente titulada «la oveja perdida», debería


titularse más bien «el pastor en búsqueda». Porque esta parábola no trata de trazar una línea
de conducta a la desgraciada oveja extraviada sino al pastor encargado de ella y que,
habiéndola encontrado, carga con ella a sus hombros para llevarla al redil (Lc 15,4-7; Mt
18,12- 14).

Esta admirable parábola, que Jesús mismo puso tan frecuentemente en práctica, ¿no
es el texto fundacional del sacramento o, por lo menos, de la pastoral de la penitencia? El
que tiene una responsabilidad en la Iglesia y por lo mismo ejerce un servicio respecto de la
comunidad, no debe contentarse con esperar tranquilamente el retorno del extraviado, sino
que debe ponerse a buscarlo y recorrer el campo para encontrarlo y traerlo.

Más que una advertencia hacia los extraviados hay en este texto una invitación llena
de amor hecha a los pastores y, por lo tanto, a toda la Iglesia.

Hijos en el Hijo. La segunda parábola la transmite únicamente Lucas (15, 11-33), es


la del «hijo pródigo» que para la mayoría de los cristianos no cambiará de nombre aunque
algunos exegetas, por excelentes razones, le pondrían otro título. Esta parábola que, en el
texto de Lucas, sigue de cerca a la del pastor en búsqueda, viene en cierto modo, a
completarla y equilibrarla. Aquí el padre no parte en busca de su hijo perdido; se queda en
el umbral de su casa, esperando el eventual retorno de su hijo y en cuanto le ve venir, corre
hacia él (v. 20). El padre no ha cesado de esperar y aguardar el retorno de su hijo pero es
éste el que después de una experiencia decepcionante y de la pérdida de sus ilusiones, da la
vuelta y decide volver a su padre. La metanoia madura gradualmente en el espíritu y en el
corazón del pecador. La respuesta del padre, que representa evidentemente al Padre
celestial, será superar infinitamente la espera de su hijo que regresa y recibirle no como a
penitente que ha vuelto sino como a hijo más amado que antes y celebrando su
resurrección.

Estas dos parábolas memorables y normativas están inscritas de modo indeleble en


la memoria de la Iglesia (y de los cristianos), pero en cada época se debe preguntar en qué
medida inspiran ellas verdaderamente su pastoral, su disciplina y su liturgia de la penitencia
y del perdón.

88
2.8 Un «poder» concedido a los hombres

Varios pasajes de los evangelios de Mateo y Juan (pero no de Marcos y Lucas que
no hacen mención alguna), hablan de un poder que Jesús confía a sus apóstoles o a su
Iglesia: poder de perdonar o retener los pecados o poder de atar y desatar.

2.9 Conclusión: varios sistemas

Tales son los principales pasajes de Nuevo Testamento sobre los que el magisterio
de la Iglesia ha fundamentado la teoría y la práctica del sacramento de la penitencia. Sin
embargo, conviene guardarse de reducir a una unidad artificial la diversidad de testimonios
y de enseñanzas contenidas en los evangelios y en los escritos paulinos. Dos corrientes cabe
distinguir con claridad: por una parte, existe un poder de perdonar los pecados, ejercido
frecuentemente por Jesús, dado a los hombres (Mt 9, 8) y confiado solemnemente a los
apóstoles (Jn 20, 22). Por otra parte, un poder de atar y desatar se confía a Pedro (Mt
16,19) pero no sólo a él (Mt 18,18). Pablo, proponiendo una alta teología de la
reconciliación entre Dios y los hombres y hablando de un ministerio de la reconciliación,
pone, sin embargo, preferentemente en práctica una disciplina de la excomunión y de la
reintegración. No se pueden identificar pura y simplemente estas dos corrientes de las que
una se refiere ante todo a la relación entre el hombre y Dios, mientras que la otra se refiere
preferentemente a las relaciones entre el fiel y la comunidad.

Además todas estas enseñanzas se dirigen en primer término no a los cristianos del
siglo XX sino a hombres del siglo primero o segundo, para los que la remisión de los pe-
cados se obtiene no por un sacramento de la penitencia sino por el bautismo (Cf. Hch 2,38).

En este tiempo de fervor, el pecado grave cometido después del bautismo es un


hecho excepcional para el que todavía no se había elaborado una terapia universal: la
corrección fraterna, con sus diversas modalidades, halla una explicación más rápida que el
poder evangélico (¿qué ministro lo ejerce?) de perdonar los pecados. Los apóstoles y las
primeras comunidades emplean ante todo el poder de atar y desatar, de excomulgar y
reconciliar. Siguen en ello el ejemplo de las comunidades judías que expulsan de la
sinagoga a los recalcitrantes como lo atestigua el evangelio de Juan en varias ocasiones
(9,22; 12,42; 16,2).

El Nuevo Testamento conoce, pues, varios tipos de pastoral: perdón de los pecados
en el bautismo, corrección fraternal, excomunión. Conoce igualmente diversas teologías:
reconciliación con Dios por Jesucristo, perdón de los pecados (ligado al perdón de las
ofensas, según el Padre Nuestro), teología eclesial de comunión rota y restablecida. Esta

89
riqueza, esta polivalencia, podrán inspirar y justificar formas muy diversas de la
celebración de la penitencia y del perdón en la Iglesia a través de los siglos.

2.10 Hijos en el Hijo

“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que 1nos ha bendecido en Cristo con toda
clase de bienes espirituales en el cielo, y 2nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que
fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él 3nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por
medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos
dio en su Hijo muy querido. En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los
pecados, según la riqueza de su gracia, que Dios derramó sobre nosotros, dándonos toda sabiduría y
entendimiento. Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad, conforme al designio misericordioso que
estableció de antemano en Cristo, para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: reunir todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo” (Ef. 1, 3-10).

“Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a
la Ley, para redimir a os que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que
ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios
llamándolo» ¡Abba!, es decir, ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la
gracia de Dios” (Gál. 4, 4-7).

2.11 Conversión bautismal y penitencia

Cuando se habla de la conversión a propósito del bautismo, se trata de la conversión


primera, que es sin duda un cambio de vida, pero fundamentalmente un paso de Ia
incredulidad a la fe. "Quien creyere y fuere bautizado, será salvo" (Mc 16,16). El bautismo
es esencialmente el sacramento de la fe. Exige una profesión de fe por parte del neófito y
viene a sellar esta fe. En los Hechos de los Apóstoles, la "conversión" consiste, para los
paganos, en arrepentirse de sus pecados reconociendo al verdadero Dios; para los judíos, en
arrepentirse de sus pecados, reconociendo a Jesús como Señor (Cf. 3,19, con la nota corres-
pondiente de la Biblia de Jerusalén). El sacramento de 1a penitencia, por su parte, supone a
un hombre no sólo bautizado, sino que ha conservado la fe cristiana, de la cual brota su
impulso al arrepentimiento. Es el sacramento de la segunda conversión, en el sentido,
exclusivamente moral, de paso de un estado de pecado a un estado de gracia y de amistad
con Dios.

2.12 Reconciliación bautismal y penitencial

Hijos en el Hijo. Si bien el bautismo es sacramento de reconciliación con Dios,


porque marca el retorno del hombre incrédulo y pecador a su Creador y Salvador, no es en
manera alguna sacramento de reconciliación con la Iglesia, porque está destinado a "los que
son de fuera"', según expresión de San Pablo (1 Cor 5,12), que la Iglesia no puede juzgar,

90
porque todavía no le pertenecen y, por consiguiente, todavía no han podido ofenderla en su
santidad. El sacramento de la penitencia es, por el contrario, reconciliación con Dios y con
Ia Iglesia, porque se dirige a "quienes están dentro", que, por sus pecados, han herido en su
esencia íntima a la Iglesia, de la cual son miembros, y la cual "con su caridad, su ejemplo,
su oración, se esfuerza por su conversión" (L.G. 11).
Existe, sin embargo, en el bautismo un componente eclesial de primordial
importancia. Por el bautismo es incorporado el hombre a la Iglesia (L.G. 11). Es el
sacramento de la incorporación a la Iglesia. Esta incorporación puede ser considerada como
el efecto primero del bautismo, y, en realidad, porque el bautismo incorpora a la Iglesia,
Cuerpo místico de Cristo y Templo del Espíritu Santo, el hombre obtiene el perdón de sus
pecados anteriores y su reconciliación con el Dios vivo. A la incorporación a la Iglesia
propia del sacramento del bautismo corresponde en cierto modo la reconciliación con la
Iglesia del sacramento de la penitencia, que podemos considerar igualmente como el efecto
primero (o la res et sacramentum) de este sacramento, efecto que atrae, exige y lleva
consigo a todos los demás.

2.13 Carácter bautismal indeleble y reiterabilidad de la penitencia

El bautismo marca al cristiano con un carácter sacramental indeleble, que es su res


et sacramentum. Este carácter consiste en el estado de incorporación, de agregación, de
pertenencia perpetua e irrecusable a la Iglesia, del hombre que ha recibido válidamente el
bautismo. Miembro de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el cristiano, gracias a su carácter
bautismal, es hecho partícipe del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia continúa acá abajo de
una manera visible; y es habilitado para tomar parte en los actos de culto que celebra la
Iglesia.

El sacramento de la penitencia supone esta pertenencia a la Iglesia conferida por el


bautismo. Es en la penitencia de un miembro de la Iglesia que ejerce su sacerdocio común
en los actos mismos de la penitencia, que son la "materia" del sacramento, el cual es un
acto de culto. Sin ser por ello el ministro del sacramento, porque únicamente es ministro
quien pone la "forma" (a saber, la absolución), el penitente tiene un papel esencial en la
confección del sacramento y puede ser llamado causa concomitante del efecto del
sacramento. Es verdaderamente activo, cultualmente activo. En el bautismo es simplemente
el sujeto libre de la recepción del sacramento.

El bautismo, al imponer un carácter que es un signo espiritual indeleble (DS 1609),


no puede renovarse. Es irreiterable. Las palabras "un solo bautismo" del credo Niceno-
constantinopolitano hacen alusión a esta irreiterabilidad (y también al hecho de que no
puede existir un bautismo formalmente herético o cismático: todo bautismo válido
incorpora de derecho a la única Iglesia de Cristo). El sacramento de la penitencia, no siendo

91
más que reconciliación con la Iglesia puede ser renovado cuantas veces sea necesario. La
unicidad de la penitencia antigua estaba inspirada por consideraciones de orden moral y
pastoral que se nos han hecho extrañas, y a las cuales pudo mezclarse una idea abusiva del
paralelismo entre bautismo y penitencia.

Nos resta preguntar sobre la relación que existe entre el carácter bautismal como
estado de incorporación, pertenencia permanente a la Iglesia, y la reconciliación con la
Iglesia, del sacramento de la penitencia. Podríamos ver tal vez en esta reconciliación no ya
una recuperación de la pertenencia a la Iglesia, que no puede perderse, sino como una
renovación de ésta (en el sentido analógico en que hablamos de "renovación" de las
promesas del bautismo, que, sin embargo, son perpetuas). Esta renovación, porque es
sacramental (lo cual no es el caso de la renovación de las promesas del bautismo), es fuente
de gracia. El carácter bautismal juega, por tanto, un papel fundamental dentro del
sacramento de la penitencia, sin que tengan por ello que confundirse ambos sacramentos.

2.14 Gracia del bautismo y gracia de la penitencia

Hijos en el Hijo. En ambos casos, la gracia conferida es la gracia santificante. En el


bautismo es una gracia de regeneración, de nuevo nacimiento, que nos hace hijos de Dios.
El carácter bautismal, nuestra pertenencia a la Iglesia, lleva consigo, exige de suyo esta
gracia, que hace posible una vida conforme a nuestra dignidad de creaturas elevadas a la
filiación divina, nos permite tomar parte dignamente en el culto público de la Iglesia, en el
cual se ejerce nuestro sacerdocio común de fieles, y profesar públicamente la fe recibida de
Dios por medio de la Iglesia (L.G. 11).
La gracia habitual comunicada por el sacramento de la penitencia no tiene ya el
frescor, la novedad de la gracia bautismal. Es: una: gracia recobrada, devuelta, que cura más
profundamente de lo que lo hace la gracia ordinaria, que nos da el vigor necesario para
desarraigar las" malas inclinaciones dejadas por los pecados cometidos y nos pone en
situación de recibir las ayudas actuales de lo alto, requeridas para luchar valerosa y
victoriosamente en las dificultades futuras. Es muy importante que el cristiano sepa
colaborar con esta gracia sacramental de la penitencia, que perdura virtualmente y no exige
más que ir explicitando sus efectos al filo de los días.

Para comprender la diferencia que separa la gracia del bautismo de la gracia de la


penitencia, hemos de recordar que el pecado grave del cristiano tiene un efecto totalmente
singular que no se encuentra en los no cristianos y le confiere una marca particular. El
cristiano pecador sigue perteneciendo siempre a la Iglesia, pero no goza ya de la gracia del
Espíritu Santo, que hacía de él un miembro vivo de la Iglesia. Su carácter bautismal no está
destruido sino que permanece como muerto en el sentido de que puede no llegar ya al
término al cual tiende naturalmente, que es causar la gracia. Pero no deja de mantener esta
tendencia, que perdura como una exigencia. Lo que lo obstaculiza son precisamente las

92
disposiciones subjetivas del hombre, en cuanto que se encuentra en un estado voluntario de
aversión con respecto a Dios y de oposición fundamental a la santidad de la Iglesia. El
hombre bautizado que peca gravemente está verdaderamente dividido y descuartizado en su
ser espiritual en un grado que no conoce el no cristiano. El sacramento de la penitencia, al
quitar el pecado, por la conversión del hombre, levanta el obstáculo, suprime la
contradicción y devuelve al carácter bautismal la posibilidad de ejercer nuevamente de una
manera efectiva su exigencia interna y su significado real en la posesión renovada de la
gracia. El carácter bautismal es en cierto modo reactivado. El cristiano queda restituido en
la plena verdad de su pertenencia a la Iglesia de Cristo. Pero no es ya la gracia primera, es
la gracia segunda, que tiene una tonalidad especial y determinadas particularidades o
propiedades que hemos notado más arriba.

Finalmente, hemos de añadir que el bautismo perdona el pecado de una manera más
total, perfecta y absoluta que el sacramento de la penitencia. Hay en el bautismo la
inocencia de un nuevo nacimiento. Ninguna satisfacción se impone al neófito. El bautismo
es la entrada en la esfera de la salvación, el paso radical de las tinieblas a la luz, de la
muerte a la vida, del mundo a Dios, de una existencia ajena a Cristo a una existencia "en
Cristo". La penitencia perdona también el pecado, pero no siempre y necesariamente todas
las consecuencias connaturales del pecado, de suerte que los pecados graves
postbautismales exigen un esfuerzo de conversión y de penitencia que debe durar incluso
después de haber obtenido su perdón. Los antiguos distinguían y oponían la “aphesis” del
bautismo, que es perdón gratuito, total, del pecado, renovación completa del hombre, y la
“metanoia” del sacramento de la penitencia, en el cual el hombre expía laboriosamente su
pecado en un largo y lento proceso de expiación y de purificación.

Es indudable que no hay más que un solo Espíritu, una Iglesia, un sólo perdón de
los pecados. Pero este perdón se efectúa de manera distinta según que se trate de un hombre
que viene de fuera y que recibe el bautismo que lo incorpora a la Iglesia, sacramento de
salvación, o bien de un hombre que está ya marcado con el sello bautismal y pertenece a la
Iglesia. El sacramento de la penitencia presupone el bautismo, que es superior a él, y no se
comprende bien sino en función de éste.

3. Catecismo

3.1 Los actos del penitente

1450 "La penitencia mueve al pecador a sufrir todo voluntariamente; en su corazón,


contrición; en la boca, confesión; en la obra toda humildad y fructífera satisfacción"
(Catech. R. 2,5,21; Cf. Cc de Trento: DS 1673) .

93
3.2 La contrición

1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es "un
dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a
pecar" (Cc. de Trento: DS 1676).

1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se
llama "contrición perfecta"(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas
veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales si comprende la firme
resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (Cf. Cc. de Trento:
DS 1677).

1453 La contrición llamada "imperfecta" (o "atrición") es también un don de Dios,


un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del
temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal
conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina,
bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la
contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo
en el sacramento de la Penitencia (Cf. Cc. de Trento: DS 1678, 1705).

1454 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de


conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este
respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las
cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co
12-13; Ga 5; Ef 4-6, etc.).

3.3 La confesión de los pecados

1455 La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente


humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el
hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por
ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un
nuevo futuro.

1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial
del sacramento de la penitencia: "En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los
pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si
estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos
mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren
más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de
todos" (Cc. de Trento: DS 1680):

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Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede
dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han
cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están
presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote.
Porque `si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que
ignora' (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Cc. de Trento: DS 1680).

1457 Según el mandamiento de la Iglesia "todo fiel llegado a la edad del uso de
razón debe confesar al menos una vez la año, los pecados graves de que tiene conciencia"
(⇒ CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). "Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave
que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión
sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y,
en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que
incluye el propósito de confesarse cuanto antes" (CIC, can. 916; Cf. Cc. de Trento: DS
1647; 1661; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la penitencia antes
de recibir por primera vez la sagrada comunión (CIC can.914).

1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin
embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ⇒ CIC
988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la
conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar
en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don
de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso
(Cf. Lc 6,36):

El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados, si tú también te acusas, te
unes a Dios. El hombre y el pecador, son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del
hombre, es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha
hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que él ha hecho...Cuando comienzas a
detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas.
El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la
Luz (S. Agustín, ev. Ioa. 12,13).

3.4 La satisfacción

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para
repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido
calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado
hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La
absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (Cf.
Cc. de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe "satisfacer"

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de manera apropiada o "expiar" sus pecados. Esta satisfacción se llama también
"penitencia".

1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación


personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la
gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en
ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias,
sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales
penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único que expió nuestros pecados
(Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo
resucitado, "ya que sufrimos con él" (Rm 8,17; Cf. Cc. de Trento: DS 1690):

Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de
Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda "del que nos
fortalece, lo podemos todo" (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que
toda "nuestra gloria" está en Cristo...en quien satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc
3,8) que reciben su fuerza de él, por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el
Padre (Cc. de Trento: DS 1691).

3.5 La celebración del sacramento de la Penitencia

1480 Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica.


Ordinariamente los elementos de su celebración son: saludo y bendición del sacerdote,
lectura de la Palabra de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y
exhortación al arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta al
sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la absolución del sacerdote;
alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición del sacerdote.

1482 El sacramento de la penitencia puede también celebrarse en el marco de una


celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan
gracias por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados y la absolución
individual están insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con lecturas y homilía,
examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria del perdón, rezo del
Padrenuestro y acción de gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más
claramente el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera que sea la manera
de su celebración, el sacramento de la Penitencia es siempre, por su naturaleza misma, una
acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública (Cf. SC 26-27).

1483 En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de


la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave
puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los
sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad

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grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay
bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo
razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo
tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben
tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus
pecados graves en su debido tiempo (⇒ CIC can. 962,1). Al obispo diocesano corresponde
juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general (⇒ CIC can. 961,2).
Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no
constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave.

1484 "La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único


modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una
imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión" (OP 31). Y esto se
establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige
personalmente a cada uno de los pecadores: "Hijo, tus pecados están perdonados" (Mc
2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él
(Cf. Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna. Por tanto, la
confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la
Iglesia.

Anexo

Por lo que se refiere en concreto a la función que el sacramento de la penitencia


ejerce en la práctica general de los cristianos, puede establecerse una distinción que, sin
basarse necesariamente en la clásica nomenclatura de pecado mortal y venial, tenga más en
cuenta la razón fundamental por la que los cristianos practican la penitencia sacramental y
la finalidad con que lo hacen. En este sentido, podemos hablar de dos tipos de penitentes:
los que preferentemente buscan recuperar la gracia perdida, obtener el perdón de Dios, y los
que principalmente desean perfeccionarse y asumir con mayor fidelidad y generosidad las
exigencias de la vocación cristiana.

En ambos casos el penitente siente la necesidad de reconocerse pecador, de obtener


el perdón de Dios, de corregirse y perfeccionarse, de acercarse más a Dios y de amar más a
los hermanos, de afianzarse en la virtud y de vencer los malos hábitos; pero en los primeros
predomina la necesidad de recuperar la gracia y en los segundos el deseo de purificación y
de perfección. Nos parece útil esta distinción, que no tiene aquí otras pretensiones, en orden
a liberar la práctica del sacramento de la penitencia de un exceso de orientación hacia lo
que se entiende simplemente por recibir o "recuperar" la gracia, y abrirla hacia una
dimensión más generosa y positiva que contempla desde la fe y el amor las exigencias de la
vocación cristiana.

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El pecado y la conversión son dos experiencias correlativas, pero de signo distinto.
En cierto modo, la experiencia del pecado, como inhabilidad de tipo moral, sólo se percibe
dentro de la experiencia de la conversión, es decir, una vez que entran en juego las
consideraciones que despiertan el corazón hacia un cambio o que, al menos, descubren
algún aspecto de la falsedad o malicia del pecado. Como lo sugiere Santo Tomás de
Aquino, decimos que el mal se percibe como tal, una vez que se ha comenzado a percibir el
bien al que se opone.

La experiencia del pecado como mal moral es ya en sí una manifestación de la obra


de la gracia y de la conversión. Tanto Pablo como Agustín se complacen en hacer memoria
de su etapa de pecado, en reconocerse pecadores desde la experiencia de una gracia que se
magnifica y engrandece tanto más cuanto mayor es la fuerza del pecado.

La falta de conciencia de pecado del hombre de hoy de la con tanta frecuencia se


habla, va muy relacionada con la imagen acerca de Dios y de la gracia que el hombre
moderno tiene y puede percibir a través de las personas e instituciones que predican y
actúan en su nombre. La responsabilidad de la Iglesia, en orden a crear una mayor
sensibilidad moral y espiritual, va unida a la presentación y proclamación del mensaje
cristiano como gracia liberadora. Los cristianos descubrirán las exigencias permanentes de
la conversión en la medida en que descubran el sentido y alcance de la gracia que han
recibido y que han de proclamar con sus propias obras.

La raíz de la conversión no está, pues, en el pecado en sí, sino en la percepción de


una relación entre el pecado y la gracia. En el contexto de la fe cristiana y de la Iglesia, esta
relación tiene múltiples referencias: Dios Padre, el Verbo encarnado y el Espíritu
santificador, el bautismo y la Iglesia, la dignidad de la condición cristiana y la fraternidad
humana universal. Pero fundamentalmente esta relación se percibe a la luz de una
vinculación personal entre el hombre y Dios y se siente, por tanto, como una herida interior
que refleja, a un tiempo, dolor por la falta cometida y deseo de que Dios mismo cure o sane
esa herida.

La experiencia cristiana de la conversión forma parte de una dinámica dialogante,


aunque íntima y misteriosa, en la que el hombre no se siente a solas con su culpa, sino que
en ella descubre la presencia, aunque sea lejana, de aquel que le espera. En este sentido, la
percepción del pecado, lejos de alejar al hombre de Dios, le acerca a Él, le ayuda a
descubrir mejor su amor y su gracia. El pecado sólo puede percibirse como ofensa a Dios si
Dios es para el pecador un ser conocido. El pecador solamente podrá sentir dolor por su
ofensa a Dios si ve en Él a un Dios amoroso y misericordioso.

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Conclusión

La penitencia es entre los sacramentos el que parece atravesar en nuestra época una
crisis de desafección más sensible por parte de numerosos fieles. Pero ¿los fieles de otros
tiempos estaban afeccionados a ella espontáneamente? Es el sacramento del cristiano
pecador, y por ello, nunca fue ni podrá ser jamás un sacramento agradable de recibir ni fácil
de administrar. Su celebración es una profesión de fe en la misericordia de Dios que
perdona y que salva, pero que no lo hace sin nosotros. Su gracia no tiene el efecto de
sustituir a nuestros esfuerzos, sino de darnos las fuerzas que nos faltan. Deseable, necesario
es todo cuanto pueda contribuir a adaptar cada vez más este sacramento a las necesidades
pastorales del tiempo presente. Pero no es precisamente disminuyendo sus exigencias como
revalorizaremos su práctica. Se trata de la seriedad de la conversión cristiana. Pero lo que
está en juego es incluso la credibilidad del sacramentalismo de la Iglesia.

Hablando de la catequesis de la penitencia, el Vaticano II recomienda: "incúlquese a


los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la
penitencia, que detesta el pecado en cuanto que es ofensa de Dios; no se olvide tampoco la
participación de la Iglesia en la acción penitencial y encarézcase la oración por los
pecadores" (S.C. 109). Esta oración es de lo más tradicional. Toda la Iglesia coopera a la
conversión de los pecadores. Éstos no se encuentran abandonados a sí mismos en el difícil
itinerario de su retorno a Dios. Están, deberían estar rodeados por toda la Iglesia, "que con
su caridad, su ejemplo, su oración, se esfuerza por su conversión", como declara también el
concilio (L.G. 11). La Iglesia es considerada aquí no sólo en su jerarquía, sino en todos sus
miembros. Indudablemente, la intervención del ministerio jerárquico es lo que hace posible
la reconciliación del pecador arrepentido; pero todo el Cuerpo es quien influye sobre su
conversión. Y no sólo in persona Christi, sino también in persona Ecclesiae actúa el
sacerdote. Por medio de él, la Iglesia entera perdona y reconcilia, como en el bautismo es la
Madre Iglesia la que engendra a la fe.

"Los sacramentos tienen como finalidad la santificación de los hombres, edificar el


Cuerpo de Cristo, a fin de rendir culto a Dios", enseña expresamente el Vaticano II (S.C.
59). El sacramento de la penitencia, como los demás sacramentos, es un acto cultual. Y lo
es porque verifica el doble movimiento, descendente y ascendente, que implica todo acto de
culto. La gracia de Dios se ofrece en él al hombre por mediación de la Iglesia. Esta, al
reconciliar al pecador arrepentido consigo misma, lo devuelve a Dios en el gozo, el
agradecimiento y la acción de gracias por la amistad divina recobrada. Este acto de culto es
santificador, porque devuelve al hombre el don del Espíritu o le confiere una participación
mayor de Él, y, de esta manera, edifica el Cuerpo de Cristo, que, herido por el pecado del
bautizado, recobra su integridad y tiende a dilatarse. AI santificarse, el hombre efectiva-
mente aumenta la santidad de la Iglesia.

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En la recepción del sacramento, el hombre no está, por otra parte, pasivo e inactivo.
Realiza una verdadera liturgia, en la cual ejerce el sacerdocio común de los fieles. Los
fieles —afirma el Concilio— "ejercen el sacerdocio por la recepción de los
sacramentos"(L.G. 10). Esto es particularmente verdad en la penitencia, donde los actos
mediante los cuales expresa el hombre su conversión no son exclusivamente disposiciones
extrínsecas al sacramento, sino parte constitutiva de éste, a la que viene a perfeccionar la
absolución sacerdotal. El penitente no es por ello ministro, ni siquiera coministro del
sacramento. Esta función no pertenece como propia sino a quien pone el sello de la forma
sacramental. El bautizado arrepentido coopera, sin embargo, a la celebración del sa-
cramento en la medida en que concurre a poner el signo sacramental con sus actos de
contrición, confesión, satisfacción. Y éstos no son únicamente la manifestación externa de
su arrepentimiento, sentido interiormente, por el pecado cometido. En ellos profesa el
bautizado in facie Ecclesiae su fe en la bondad, la fidelidad, la misericordia del Dios
salvador.

Podemos pensar que el carácter bautismal recibe por ello determinada modificación
y que la gracia santificante, devuelta por el sacramento, o simplemente reforzada en el caso
de un penitente que no tenga más que pecados veniales, queda en sí misma totalmente
impregnada de una nueva manera de semejanza. Es la gracia de un hombre que ha pasado a
través del misterio reconciliador de la cruz. Cristo no ha sufrido para dispensamos al expiar
nuestros pecados, sino para situarnos en posibilidad de expiarlos. Por y en el sacramento de
la penitencia vivimos nosotros nuestra propia redención, que jamás está totalmente
terminada y que frecuentemente tenemos que volver a emprender.

Pero los sacramentos no son únicamente "memoria" y "presencia", memoria del


acontecimiento redentor, presencia de la gracia. Son también "profecía". Tienen una
dimensión escatológica. Anuncian las realidades últimas. Desde este punto de vista, el
sacramento de la penitencia es ciertamente una anticipación del último juicio. Sin embargo,
está marcado con un signo diferente y, por así decirlo, opuesto al del juicio último. Es un
juicio de misericordia que libera del juicio (siempre posible) de condenación. La
condenación definitiva no existe para el hombre mientras dure su peregrinación sobre la
tierra. El juicio de Dios sobre él permanece hasta el final un juicio que pretende, no
condenar, sino convertir y salvar. Y precisamente porque Dios es misericordioso durante la
vida, es justo después de la muerte. Pero ¿no es un error oponer en Dios justicia y
misericordia? Ambas se encuentran más allá de nuestros conceptos, para unirse, sin
confundirse, en la trascendencia del ser divino. Todo cuanto podemos decir es que el Juez
es al mismo tiempo el Salvador.

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Por lo tanto, Cristo, presente en la Iglesia nos redime del pecado y no cesa de
llamarnos a la conversión para ser uno con Él para gloria de Dios Padre, en el amor del
Espíritu Santo.

Bibliografía

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G. FLORES, “Penitencia y Unción de enfermos”, Editorial BAC, Madrid 1993
P. ROUILLARD, “Historia de la Penitencia”, Ediciones Mensajero, Bilbao 1999
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único Mediador. Ensayo sobre la redención y la salvación 1-11, Secretariado Trinitario,
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