El Documental Cubano

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El documental cubano, cuatro décadas

Por: Mario Naito

Desde los primeros días de enero de 1959 se evidenció la importancia que el nuevo gobierno
revolucionario iba a confiar al cine, y concretamente al documental, con la creación de un
departamento cinematográfico en la Dirección de cultura del Ejército Rebelde. Este embrión
del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), organismo que se crearía
dos meses más tarde, auspició la filmación de los cortometrajes Esta tierra nuestra, de
Tomás Gutiérrez Alea, y La vivienda, de Julio García Espinosa. Estos dos noveles
realizadores, quienes brindaron un aporte trascendental en las labores de fundación de dicha
institución fílmica, habían integrado desde muy jóvenes la sociedad cultural Nuestro Tiempo,
y con ayuda de Alfredo Guevara, futuro director del ICAIC, habían rodado, en 1955, El
Mégano, documental de corte neorrealista sobre el trabajo y la vida miserable de los
carboneros de la ciénaga de Zapata, en la costa sur de Cuba. Aquella película, prohibida y
ocupada por la policía batistiana, pudo afortunadamente recuperarse años después, y se
considera hoy el antecedente de un cine documental con conciencia artística, surgido a partir
de la Revolución.
Los primeros documentales producidos por el ICAIC dieron muestras de la nueva realidad
social del país. Sexto aniversario, de Julio García Espinosa, y Construcciones rurales, de
Humberto Arenal, ambos de 1959, son ejemplos testimoniales notables de esta obra
documental inicial.
Siguiendo el postulado martiano “injértese en el tronco de nuestras repúblicas el mundo”, el
documental cubano, captando las vivencias y el sentir del pueblo, comenzó a reflejar en la
pantalla la identidad de la nación, pero sin dejar de recoger los sucesos y hechos del mundo
contemporáneo. Desde junio de 1960, el Noticiero ICAIC Latinoamericano se encargaría de
narrar los principales acontecimientos que ocurrirían en el país y en el extranjero. Su
fundador y animador, Santiago Alvarez, recientemente fallecido, a quien la práctica creadora
transformó, con los años, de aprendiz en maestro del celuloide, desplegó desde los primeros
noticieros un estilo dinámico e innovador, que imprimió un sello de calidad inconfundible a los
material de su tipo. El rasgo distintivo del estilo de Santiago Alvarez radicó en su habilidad
excepcional para sintetizar un mensaje por medio de la edición de fotogramas de muy
diversas fuentes (fotografías, grabados, películas, reportajes televisivas) con el empleo
efectivo de la banda sonora. Su línea artística, como la de Sziga Vertov en el cine soviético
de los años veinte, estuvo muy influida por la improvisación ante las tareas de choque más
disímiles que el país debió acometer en las difíciles condiciones de aquellos momentos.
Sucesos tan trascendentales como la invasión mercenaria de Playa Girón, el azote del
huracán Flora o la repercusión de la desaparición física del Guerrillero Heroico fueron
recogidos por el Noticiero ICAIC en sus emisiones semanales correspondientes, que luego
mediante montaje originaron documentales clásicos de Santiago Alvarez como Muerte al
invasor (en colaboración con Tomás G. Alea, 1961), Ciclón (1963) o Hasta la victoria siempre
(1967) respectivamente. Now! (1965), tal vez el cortometraje más famoso de Santiago, para
algunos antecedente del videoclip actual, apareció también como un noticiero en las salas
cinematográficas cubanas. Estos títulos anteriores junto a Cerro Pelado (1966), Hanoi,
martes 13 (1967), LBJ (1968) y 79 primaveras (1969), constituyen lo más relevante de la
ejecutoria artística de nuestro cronista fílmico indiscutible sobre la lucha revolucionaria del
pueblo cubano y la problemática tercermundista contemporáneas.
No obstante, el fenómeno de la escuela documental cubana surgido en la llamada década
prodigiosa de los sesenta no se limitó a la figura y a legendaria de Santiago. La riqueza
temática y artística del género pudo apreciarse desde muy temprano a través de muchos
títulos de otros realizadores: El Negro (1960), de Eduardo Manet; Carnaval (1960), de Fausto
Canel y Joe Massot; Y me hice maestro (1961), de Jorge Fraga; Historia de una batalla
(1962), de Manuel Octavio Gómez; Colina Lenin (1962), de Alberto Roldán; Historia de un
ballet (1962), de José Massip, primer documental que obtuvo la Paloma de Oro en el Festival
de Leipzig; Variaciones (1962), de Humerto Solás y Héctor Veitía; Gente de Moscú (1963), de
Roberto Fandiño; Nosotros, la música (1964), de Rogelio París; Vaqueros del Cauto (1965),
de Oscar L. Valdés; Hombres del cañaveral (1965), de Pastor Vega; La muerte de Joe J.
Jones (1966), de Sergio Giral; Por primera vez (1967), de Octavio Cortazar; En la otra isla
(1968), de Sara Gómez; Hombres del Mal Tiempo (1968), de Alejandro Saderman; Coffea
Arábiga (1968), de Nicolás Guillén Landrián. Sin embargo, podría enumerarse una relación
más amplia de obras de estos y otros autores, rodadas durante los años sesenta, para
integrar una antología de lo más significativo producido por el ICAIC a lo largo de toda su
historia.
La característica fundamental en la inspiración creativa de estos años fue la experimentación
osada y desenfadad propia de los bisoños, frente al torbellino de las transformaciones
económico-sociales cotidianas. A inicios de los sesenta, los cineastas del ICAIC tuvieron que
aprender por sí mismos la técnica y el lenguaje cinematográficos. Como taller les sirvieron
los cortos de la seria didáctica Enciclopedia Popular, aparecidos entre 1961 y 1963. Pero
también los jóvenes realizadores aprovecharon las experiencias de algunos visitantes y
representantes ilustres de la documentalística universal contemporánea como Joris Ivens,
Roman Karmen y Chris Marker quienes vinieron a Cuba dispuestos a trabajar y a trasmitir sus
enseñanzas. A finales de los años sesenta, empero, nuestros documentalistas ya habían
demostrado que eran capaces de experimentar y aportar en el género, ya fuera el propósito
conceptual de sus búsquedas la investigación del pasado o la indagación de la realidad
cotidiana.
La crítica internacional señala generalmente los sesenta como “la época de oro” del
documental cubano por su ebullición imaginativa y espíritu creativo, apuntado que el género
no ha vuelto después de alcanzar la dimensión artística de aquella etapa. Este juicio podría
originar esquematismos, pues debe considerarse que los primeros años de todo movimiento
cinematográfico guardan la frescura y el esplendor del descubrimiento. No puede exigirse a
épocas posteriores los temas e inquietudes de un momento histórico específico, pues cada
período tiene sus características.
A los años sesenta se ha hecho referencia como los de la “década gris” de la cultura cubana,
por causa del estancamiento burocrático que afectó a muchas manifestaciones artísticas en
ese lapso, aunque el ICAIC puede encontrarse entre las contadas instituciones que pudieron
salvaguardarse de su efecto. Entre lo más relevante de la producción fílmica de los setenta,
no puede desconocerse Muerte y vida en El Morrillo (1971), de Oscar L. Valdés, conjunción
creativa del documental y la ficción, sobre los sucesos políticos ocurridos en Cuba desde el
fin de la dictadura de Machado hasta la muerte del revolucionario Antonio Guiteras, que luego
engendró una corriente fílmica conocida como docudrama. Girón (1972), de Manuel Herrera,
fue el primer largometraje que se apropió de ese estilo dualista empleado ya por Saderman,
en Hombres del Mal Tiempo. Otros títulos loables del documental cubano de inicios de esta
década son 1968-1968 (1970), de Bernabé Hernández, y ¡Viva la Republica! (1970), de
Pastor Vega.
Con los años setenta, Santiago Alvarez se alejó de la línea experimental desarrollada en el
decenio precedente, y comenzó a explotar más el largometraje documental de tema político-
social sobre la lucha internacionalista contra el imperialismo y la reacción (De América soy
hijo y a ella me debo, 1972; Y el cielo fue tomado por asalto, 1973; Los cuatro puentes, 1974),
y también a reflejar más la solidaridad de Cuba hacia otros pueblos (El tigre saltó y mató…
pero morirá, 1973; el octubre de todos, 1977). Otros realizadores emplearon el género para
vitorear la obra social de la Revolución, en sectores como la construcción o la ecuación, así
Rogelio París, en No tenemos derecho a esperar (1972) y Jorge Fraga, en la nueva escuela
(1973). Directores como Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea se decidieron también
eventualmente en esta década a retornar al documental: Solás rodó dos obras estimables
Simparelé (1974) y Wilfredo Lam (1979), y G. Alea entregó un ejemplar cortometraje de
siente minutos, El arte del tabaco (1974).
El largometraje documental más significativo de este período fue 55 hermanos (1978), de
Jesús Díaz, acerca de la primera visita a Cuba de la brigada Antonio Maceo, formada por
jóvenes que fueron sacados del país cuando eran niños, por sus padres, en los primeros
años de la Revolución, asunto abordado con profunda sensibilidad y emoción.
En la década de los setenta aparecen los primeros cortometrajes de algunos de los
directores debutantes del cine de ficción de los ochenta. Luis Felipe Bernaza,, con su jocoso
estilo característico, presenta Golpe por golpe (1974) y El piropo (1978). Orlando Rojas, con
su penetrante sentido artístico rueda Día tras día (1977) y Viento del pueblo (1978). Rolando
Díaz, con su innegable carácter populista, acierta en el blanco con Redonda y viene en caja
cuadrada (1979). Fernando Pérez, con Siembro viento en mi ciudad (1978), sobre Chico
Buarque de Hollanda, muestra mayor rigor profesional y alcance que sus colegas en otros
documentales sobre algunas figuras contemporáneas del canto que aparecieron en varios
materiales fílmicos de los setenta. Daniel Díaz Torres se agregaría a este grupo, a inicios de
los ochenta, con dos cortometrajes de cuidadosa elaboración estética: Madera (1980) y Los
dueños del río (1980). Documentales sobresalientes de esta época son también Pedro cero
por ciento (1980) y Cayita, leyenda y gesta (1980), de Luis Felipe Bernaza, y A veces miro mi
vida (1981), de Orlando Rojas, los tres apoyados en individualidades carismáticas
irrepetibles, cada una pertenecientes a esfera social y contextos diferentes.
Los ochentas fueron años de reformulación de la política cultural cubana, en los cuales
predominó una ansiedad por problematizar el arte y vincularlo con la realidad social. Aunque
existieron controversias y polémicas que rebasaron los marcos cinematográficos del ICAIC,
lo cierto es que en esta etapa tuvieron acceso al documental otras talentosas nuevas figuras
que realizaron obras meritorias de diversos temas. Entre la producción más descollante del
documental cubano de los ochenta pueden enunciarse: Una foto recorre el mundo (1982), de
Pedro Chaskel; Crónica de una infamia (1982), de Miguel Torres; Mujer ante el espejo
(1983), de Marisol Trujillo; Kid Chocolate (1987), de Mario Crespo; y El viaje más largo
(1987), de Rigoberto López, aunque tal vez la personalidad más singular del género en esos
años sea la de Enrique Colina, que con sus cortometrajes del período ha captado con
auténtico espíritu criollo la forma de ser del cubano actual.
Una nueva figura que despunta en el documental cubano, a inicios de la década de los 90, es
Jorge Luis Sánchez, realizador proveniente del Taller de Cine de La Asociación Hermanos
Saíz, quien con sus cortometrajes Un pedazo de mi (1990) y El fanguito (1990) parece
centrarse en los conflictos de algunos personajes de nuestro entorno que viven y se
comportan de forma diferente al resto de la sociedad.
La grave crisis económica que comienza a atravesar el país a principios de la década de los
90, causada por el derrumbe de la URSS, obliga a restringir la producción de nuestros
documentales y a buscar nuevas alternativas de expresión artística a los realizadores. El
Noticiero ICAIC Latinoamericano concluye su producción en julio de 1990, luego de treinta
años ininterrumpidos, bajo la dirección de Santiago Alvarez. Las filmaciones en video, las
coproducciones y la presentación de servicios a cineastas extranjeros se presentan como
diversas opciones para continuar en activo dentro de la industria cinematográfica. En estas
condiciones, no obstante las limitaciones del período especial, se han logrado producir
algunos documentales interesantes como Hasta la reina Isabel baila el Danzón (1991), de
Enrique Colina; El largo viaje de Rústico (1993), de Rolando Díaz; La virgen del Cobre (1994),
de Félix de la Nuez, Cuerdas de m ciudad y El cine y yo, de Mayra Vilasís, ambas de 1995;
Del otro lado del cristal (1995), de Guillermo Centeno, Marina Ochoa, Manuel Pérez y
Mercedes Arce; Alicia la danza siempre (1996), de Manuel Iglesias, así como Y me gasto la
vida (1997), de Jorge Luis Sánchez.
Insertado en los nuevos tiempos, el documental cubano del ICAIC, tras casi cuatro décadas
de existencia, continúa su camino de búsqueda creativa permanente hacia el próximo siglo.
Dificultades y escollos no faltarán, pero con seguridad sabrá desempeñarse frente a los retos
y desafíos que le saldrán al paso.

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