Cuentos Latinoamericanos
Cuentos Latinoamericanos
Cuentos Latinoamericanos
2 – 6
Rosario Castellanos
El hijo Pág. 12 – 15
Horacio Quiroga
El abuelo Pág. 18 – 21
Mario Vargas Llosa
El eclipse Pág. 22
Augusto Monterroso
Canarios Pág. 22 – 24
Elena Poniatowska
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MODESTA GÓMEZ
Rosario Castellanos
¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las
campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que
empiezan a trabajar.
Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido
su comadre, doña Águeda, la carnicera:
—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son
haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.
“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”
(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el
rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)
—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.
De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después,
abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en
uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la
tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.
La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de
recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales,
desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito agradable ascendió desde los
pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que,
desde entonces, esta casa magnífica sería también su casa.
Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir
que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa llena de agua helada.
La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que la trenza quedó rechinante de limpia.
—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño
Jorgito se esmeran. Como es el único varón...
Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo
y entretenerlo.
—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no estaban bien
macizas. A saber.
Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo
decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.
— ¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?
Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.
— ¿La cargadora? —Se cercioraba la madre—. Le vamos a pegar para que no, se resmuela. Mira, un
coshquete aquí, en la mera cholla; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de
cacao, mí yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.
A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades
infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.
Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no
dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió más que
meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta que lo tratara de vos.
—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.
2
Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el fogón,
acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.
Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de
categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo sustituyeron por
un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante. Modesta colocó, debajo de la
almohada, su peine de madera y su espejo con marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba
presumir. Cuando iba a salir a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies,
restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.
La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos
como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los muchachos
catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos y dinero.
Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita
humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le esperaba.
No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale desquitarse antes, pasar un rato
alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas
a los señores. Modesta se veía en un rincón del burdel, arre-bozada y con los ojos bajos, mientras unos
hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien
le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no
llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus
patrones rumbo a la iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo de buena sangre, unos
ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su fama y vendrían a solicitarla para que
moliera el chocolate o curará de espanto en las casas de la gente de pro.
Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!
Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto
de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta sentía cerca de
ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se santiguó, pensando en las ánimas. Pero
una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que
tapaba su boca. Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta.
En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se
sometió.
Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre
acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un
hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se
fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible
que encontrara sosiego en su propia casa.
Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos
meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de las burlas
de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus
ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba
era que su familia llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante
de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las no-ches buscaba otra vez ese
cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y reminiscencias
infantiles.
3
Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a mostrar la
color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas
comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.
Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la
sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.
Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.
—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Qué te iba yo a
solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas a las que
debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la calle.
Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la
señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había robado
algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que Modesta tuvo que atravesar para
salir.
Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos
lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y Berta—,
curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de Jorgito, pero no estaba allí.
Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y
mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.
—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cual-quiera y tiene tres hijos que mantener.
— ¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?
— ¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?
—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.
— ¿De quién?
—Del finado Alberto Gómez.
— ¿El albañil?
— ¿El que murió de bolo?
Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus
mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto así. Bueno,
era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía razón. Estaba aburrido
de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una casa, nadie se embarca en una
reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la
lluvia, bajo los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas.
Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia.
Había que perdonarlo. Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día
siguiente, cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a los
niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento. Pero no se
corregía. Puede más el vicio que la razón.
Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil
accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida. Modesta
lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos discurriendo de dónde iba a
sacar dinero para el entierro.
Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado
dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia, Alberto no tenía
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ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le hicieron su untura de sebo, por si se
trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los
estertores de la agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.
—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te casaste con
Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un respeto.
Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con tres bocas que mantener y sin nadie
que vea por vos.
Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de
trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso de Jorgito, y
verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia. Pero Alberto había valido a
Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le
había dado su nombre y sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas
enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo
mismo!
La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las
atajadoras se le acercó.
— ¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?
—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una
ayudita. Mi co-madre Águeda me aconsejó este oficio.
—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas
ganancias.
(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente
desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta no era de alfeñique,
había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque eso de estar tras el mostrador de una
carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —
aunque con las moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los
dientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más
sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con
las demás. A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus
dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban adquirir su
carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y no volvían a
despacharles nunca.)
—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.
(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se
guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y alarido de
indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las otras placeras y se armaba un
alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes, azuzando a los protagonistas con palabras de
desafío, gestos insultantes y empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el
morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que
así escapaba de las amenazas y las burlas de la multitud.)
— ¡Ahí vienen ya!
Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina
permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios, cargados de las
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mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron unos pasos a su encuentro.
Modesta las imitó.
Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los
indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el suelo, como si
el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera inexistentes.
Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la
posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana o la red de
verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la atajadora, ésta sacaba de entre su camisa
unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.
Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su
cargamento intacto.
—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las ataja-doras a Modesta.
De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución,
Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra.
Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las
uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!
— ¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!
La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.
—Ya no, marchanta, ya no...
Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el
chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.
— ¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.
Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.
—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no es gracia.
No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no te llevamos al Niñado
por alborotadora.
La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin
comprender.
—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo
lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.
Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el
oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas ensangrentadas. No sabía por
qué. Pero estaba contenta.
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Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va
a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
– Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si
era una carambola sencilla. Contesta:
– Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre
algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una
nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
– Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
– ¿Y por qué es un tonto?
– Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá
amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
– No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
– Véndame una libra de carne – y en el momento que se la están cortando, agrega–: Mejor véndame
dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
– Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
– Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la
carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el
mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos
de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
– ¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
– ¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban
siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
– Sin embargo –dice uno–, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
– Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
– Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
–Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
–Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
–Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse
y no tienen el valor de hacerlo.
–Yo sí soy muy macho –grita uno-. Yo me voy.
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Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde
está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
–Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
–Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa –y entonces la incendia y otros
incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la
señora que tuvo el presagio, clamando:
–Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Márquez, G. Yo no vengo a decir un discurso. Pág. 7-9. 2010, Colombia: edit. Grijalbo Mondadori
– ¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo
hagan por caridad. –
–No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
– Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por
caridad de Dios.
–No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
–Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
–No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y
les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
–Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
–No.
Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.
Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral.
Luego se dio vuelta para decir:
–Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
–La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí.
Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a
un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para
apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada.
Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan
grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería
aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo
que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque
tuvo sus razones. Él se acordaba:
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Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio
Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su
compadre, le negó el pasto para sus animales.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le
morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía
negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de
animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don
Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el
agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí,
siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el
pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don
Lupe le dijo:
– Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.
Y él contestó:
– Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes.
Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y me mató un novillo.
“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo
del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle
la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme,
aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito
que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo
ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no
lo está.
“Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo,
solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también
dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de
ellos, no había que tener miedo.
“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir
robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.
“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo
verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso
duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la
gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó-
conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de
repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse
pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo
había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar
escondiéndose de todos.
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Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva
de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó
que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que
se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para
cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía.
Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los
siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía
correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el
miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto
siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca
con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies
pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos
se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin
estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de
orines que tiene el polvo de los caminos.
Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a
pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de
encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato
desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que
sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo
soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles,
pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar
que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece
chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles
que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido,
caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al
cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las
aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero,
para ya no volver a salir.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara;
sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no
supo si lo habían oído. Dijo:
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–Yo nunca le he hecho daño a nadie –eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse
cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro
lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos
cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
–Mi coronel, aquí está el hombre.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto,
esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
– ¿Cuál hombre? –preguntaron.
–El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
–Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima –volvió a decir la voz de allá adentro.
– ¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? –repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
–Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
–Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
–Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
– ¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
–Ya sé que murió –dijo–. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la
pared de carrizos:
–Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo
difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con
nosotros, eso pasó.
“Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el
estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un
arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber
que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna.
No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar
donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No
debía haber nacido nunca”.
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
– ¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
– ¡Mírame, coronel! –pidió él–. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo.
¡No me mates…!
– ¡Llévenselo! –volvió a decir la voz de adentro.
–…Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos
modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de
que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me
perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
–Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.
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Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo
Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.
Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el
camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo
pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo
para arreglar el velorio del difunto.
–Tu nuera y los nietos te extrañarán –iba diciéndole–. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se
les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto
tiro de gracia como te dieron.
El hijo
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la
estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso
y que su hijo comprende perfectamente.
—Sí, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de
su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su
pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro,
puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece
años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa
infantil.
No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede
rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en
procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto
días anteriores.
Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas.
Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho
con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta
Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella
edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo,
educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos
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desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus
propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una
criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde
pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su
corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde
hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más
de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto
una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de
parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber
heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos suena un estampido.
—La Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el
monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra, árboles—,
el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e
impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el padre
de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí,
papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan
fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa
inmóvil...?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el
banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e
instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-
Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha
vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para
ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del
monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la
llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un
pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran
desgracia...
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La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la
línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas
y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva,
fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su
hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy
sucio! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro
lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado
a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto
de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
— ¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar,
tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre
buscando a su hijo que acaba de morir.
— ¡Hijito mío...! ¡Chiquito mío...! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente
abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de
alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
— ¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también
un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un
pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete
dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante,
rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio
la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
— ¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
—Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
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Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de
espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos,
lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y
alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las
piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez
de la mañana.
Secreto a voces
Mónica Lavín
Seguramente alguien ya lo había leído. Irene no lo encontró en su mochila, donde a veces lo traía
con el temor de que en casa su hermano lo abriera. El diario no tenía llave, así es que lo sujetaba con
una liga a la que colocaba una pluma —del plumero— con la curva hacia el lomo de la libreta. De esa
manera, cualquier cambio en la colocación de la pluma, delataba una intromisión. Nunca pensó que en
la escuela alguien se atrevería a sacarlo de su mochila.
Se acordó de la tía Beatriz con rabia. Cómo se le había ocurrido regalárselo. “A mí me dieron un
diario a los quince años, así es que decidí hacer lo mismo contigo.” Deseó no haber tenido nunca ese
libro de tapas de piel roja. Ahora estaba circulando por el salón, quién sabe por cuántas manos, por
cuántos ojos.
Miró de soslayo, sin atreverse a un franco recorrido de las caras de sus compañeros que resolvían
los problemas de trigonometría. Temía toparse con alguna mirada burlona, poseedora de sus
pensamientos escondidos.
Repasó las numerosas páginas donde estaba escrito cuánto le gustaba Germán, cómo le parecían
graciosos esos ojos color miel en su cara pecosa y cómo se le antojaba que la sacara a bailar en las
fiestas del grupo. Más lo pensaba y se ponía colorada. Menos mal que había notado la pérdida en la
última clase del día. No podría haber resistido el recreo, ni las largas horas de clases de la mitad de la
mañana, sabiéndose entre los labios de todos y que su amor por Germán era un secreto a voces.
Justo el día anterior, Germán se había sentado junto a ella a la hora de la biblioteca. Debían hacer
un resumen de un cuento leído la semana anterior. Como no se podía hablar, Germán le pasó un
papelito pidiendo ayuda. “SOS, yo analfabeta.” Con dibujitos y flechas, Irene le contó la historia que
Germán a duras penas entendía y se empezaron a reír. La maestra se acercó al lugar del ruido y atrapó
el papelito cuando Germán lo arrugaba de prisa entre sus manos. La salida de la hora de biblioteca les
valió una primera plática extra escolar y dos puntos menos en lengua y literatura.
Todo eso había escrito Irene en su libreta roja el miércoles 23 de abril, mencionando también qué
bien se le veía el mechón de pelo castaño sobre la frente y cómo era su sonrisa mientras le pedía
disculpas y le invitaba un helado, el viernes por la tarde, como desagravio. Los mismos latidos
agitados de su corazón al darle el teléfono, estaban consignados en esa última página plagada de
corazones con una G y una I que ahora, todos, incluso el mismo Germán, conocían.
Al sonar la campana, abandonó deprisa el salón, y hasta fue grosera con Marisa.
— ¿Qué te pasa?, parece que te picó algo.
—Me siento mal —contestó sin mirarla siquiera y preparando su ausencia del día siguiente.
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En la casa, por la tarde, recordó ese menjurje que le dieron una vez para que devolviera el
estómago. Agua mineral, un pan muy tostado y sal; todo en la licuadora. Cuando llegó su madre del
trabajo, la encontró inclinada sobre el excusado y con la palidez de quien ha echado fuera los
intestinos.
Pasó la mañana del viernes en pijama, intentando leer El licenciado Vidriera que era tarea para el
mes siguiente pero decidiéndose por Los crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al cabo no
pensaba volver más a esa secundaria. Poco se pudo concentrar, pensando en las líneas de su libreta
que ahora eran del dominio público y planeando la manera de argumentar en su casa un cambio de
escuela. Era tal su voluntad de olvidarse del salón de clases, que ni siquiera reparó en que era viernes
y que había quedado con Germán de tomar un helado hasta que sonó el teléfono.
—Te llama un compañero, Irene —gritó su madre.
No pudo negarse a contestar, habría tenido que dar una explicación a su madre, así es que se
deslizó con pesadez hasta el teléfono del pasillo.
—Lo tengo —gritó para que su madre colgara.
—Bueno.
—Hola, soy Germán. ¿Qué te pasó?
—Me enfermé del estómago.
— ¿Y todavía te animas al helado? —se le oyó con cierto temor.
Irene se quedó callada buscando una respuesta tajante.
—No, no me siento bien.
—Entonces voy a visitarte —dijo decidido—, así te llevo el tema de la investigación de biología.
Nos tocó juntos.
No tuvo más remedio que darle su dirección, bañarse a toda prisa y vestirse. Esa intempestiva
voluntad de Germán por verla era una clara prueba de que la sabía suspirando por él. Ahora tendría
que ser fría, desmentir aquellas confesiones escritas en el diario como si fueran de otra.
Germán llegó puntual y con una cajita de helado de limón pues “era bueno para el dolor de
estómago”. Irene se empeñó en estar seca, distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo que harían
juntos. La cara de Germán fue perdiendo la sonrisa que a ella tanto le gustaba.
Antes de despedirse, y con el ánimo notoriamente disminuido después de la efusiva llegada con el
helado de limón, Germán le pidió el temario para los exámenes finales pues él lo había perdido.
Irene subió a la recámara y hurgó sin mucho éxito por los cajones del escritorio y en su mochila. Se
acordó de pronto que apenas el jueves había cambiado todo a la mochila nueva. Dentro del clóset
oscuro, metió la mano en la mochila vieja y se topó con algo duro. Lo sacó despacio, era el diario de
las tapas rojas con la curva de la pluma hacia el lomo.
Bajó de prisa las escaleras.
—Lo encontré —dijo aliviada—, pero el temario no.
Germán la miró sin entender nada.
—Es que ya no iba a volver a la escuela —explicó turbiamente—. ¿Quieres helado?
—Ya me iba —contestó Germán, aún dolido.
—No, todo ha sido un malentendido. No te puedo explicar, pero quédate, por favor
—intentó Irene.
—Está bien —contestó Germán con esa sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón castaño
sobre la frente, sin saber que esa tarde quedaría escrita en un libro de tapas rojas.
* Lavín, Mónica, “Secreto a voces”, en Atrapados en la escuela, México, Selector, 1994.
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Magia impura
Juan Villoro
De acuerdo con Walter Benjamín, lo que distingue a los adultos de los niños es su incapacidad para la
magia. Madurar significa prescindir de hechizos, explicaciones fabulosas, el hada que concede los
deseos.
Pensé en esto cuando mi amigo Mario me habló del día en que terminó su infancia. No todos son
capaces de definir esa fecha esencial.
Mario detestaba las fiestas en las que sobraban niños desconocidos y comía sándwiches de triangulito
untados de paté. Pero a veces el festejo incluía a un ilusionista fabuloso que sacaba monedas de atrás
de las orejas y convertía una flor de papel en una paloma que volaba rumbo al candelabro más
cercano.
En la juguetería Ara, que la memoria de Mario preserva como un almacén infinito, descubrió una caja
con instrumental para un pequeño mago. La suerte estaba de su parte: esa semana se le habían caído
dos dientes de leche y aún no se los había ofrecido al Ratón Pérez. Al volver a casa escribió una larga
petición y la colocó junto a un trozo de queso Nochebuena, muy preciado por los ratones.
La magia no siempre ocurre de inmediato: pasaron tres días antes de que Mario recibiera su regalo. El
retraso no lo llevó a pensar en la inexistencia del Ratón. Dudar de él sólo hubiera servido para acabar
con el hechizo. ¿Y quién desea razones cuando puede tener fe?
Tampoco el instrumental mágico minó sus creencias. Le pareció lógico aprender trucos porque él no
era un mago de verdad. Así como un disfraz de Superman no servía para volar (un vecino se había
fracturado al intentarlo), una varita de juguete tampoco servía para voltear de cabeza a un Cocker
Spaniel.
En cambio, los hombres de gran chistera que llegaban a las fiestas pertenecían a otro mundo, el de los
poderes paranormales. ¿Y qué decir de los magos de los circos, capaces de rebanar y reconstruir a su
hermosa asistente? J. M. Barrie, autor de Peter Pan, considera que todo lo importante ocurre antes de
los doce años. Mario se aproximaba a esa edad limítrofe cuando fue testigo de tres revelaciones. La
primera de ellas se llamaba Mariana. Mi amigo cayó en un estado de rubor y nerviosismo y
desorbitada ilusión que no sabía cómo nombrar. Ese año los Beatles cantaban All You Need is Love.
Él no podía asociar su torbellino con una palabra tan corta y vaga como «amor», pero eso era lo que
experimentaba. Si Mariana se pasaba la mano por la frente, él descubría que hay una forma perfecta
de pasarse la mano por la frente. En su pequeño universo, todavía infantil, se sintió predestinado hacia
esa chica porque sus dulces preferidos, las lunetas m&m, unían sus iniciales.
La segunda revelación fue de corte negativo. Mario asistió a una fiesta en casa de sus primos, a la que
también fue Mariana (él llevaba una bolsa de m&m para contagiarle su dulce superstición).
Su esperanza era tan grande que sufrió un desmayo. Lo llevaron al cuarto de su primo, donde despertó
al cabo de un rato. Se quedó en cama hasta que oyó ruidos en un cuarto contiguo. Los movimientos
eran difíciles de describir pero parecían preparar algo. Mario se asomó a ver de qué se trataba. El
mago contratado para la fiesta abría un baúl vertical. En un pequeño compartimiento colocó un yoyó.
Luego guardó otro idéntico en el bolsillo de su saco.
Esa tarde mi amigo salió del mareo para descubrir que también los magos de verdad hacían trampas,
más complicadas que las que él podía lograr con su equipo de plástico, pero trampas al fin y al cabo.
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A la mitad de su rutina, el mago sacó el yoyó. Lo adormeció, haciéndolo girar sobre su eje; después
ejecutó el «perrito», el «columpio» y las «cataratas del Niágara». Esta última suerte implicaba lanzar
lejos el yoyó y tirar de la cuerda para volverlo a lanzar sin tocarlo con la mano. En uno de esos giros
desapareció. El mago alzó las manos, creando suspenso. Luego se las llevó a la frente para adivinar
dónde había ido a parar.
«Está en el baúl», Mario le susurró a Mariana. Como si estuviese en trance, el mago dijo: «El yoyó ha
regresado al lugar donde duerme.» Abrió el baúl y ahí lo encontró.
Mario había hablado por rabia, decepcionado de que un ilusionista hiciera trampa. No quiso lucirse
ante Mariana; sin embargo, ella lo vio con ojos muy brillantes. « ¿Cómo supiste?», le preguntó. Mario
sintió en su bolsillo el suave cosquilleo de las lunetas. «Soy mago», dijo.
Ese día terminó su infancia: descubrió el hechizo del amor, la imposibilidad de la magia y la
seductora fuerza de la mentira, es decir, la contradictoria sustancia de la vida adulta.
El recuerdo de Mario era un cuento filosófico. Le mencioné la idea de Benjamín y contestó: «Lo que
no existe en la vida adulta es la magia pura.» Eso quiere decir que Mariana le hizo caso y luego lo
dejó.
Aunque Mario pasó de la ilusión infantil al escepticismo adulto, en los momentos críticos compra un
talismán de otros tiempos: las lunetas de la buena suerte.
«La madurez consiste en saber que la magia tiene trucos», me dijo, «la sabiduría consiste en saber que
los trucos tienen magia.»
El abuelo
Mario Vargas Llosa
Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al
fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra
chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas
del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo
ellas, sombras movedizas y esbeltas, que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente.
Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya
cenaban, o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.
Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un
agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio
en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de
sus párpados llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la
excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y sentía ahora
cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la
imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo
sorprendía en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?” Y vendrían su
hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la
cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que
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llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado
tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse
hacia la calle sin ser visto.
“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de
haber ingresado cautelosamente en su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la
noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba
sin saberlo, se desprendió de sus manos, y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía
haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados lo habrían despertado, o el pequeño, al
distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a
la cocina, habría gritado.
Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menor, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había
dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela
que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra:
rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. Él permaneció muy serio, taconeando con
elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer
pasaba bajo sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido
que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en
envolverla, pero don Eulogio se negó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en
el Club, encerrado en el pequeño salón de rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo,
extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego,
cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo,
y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente
la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chófer que circulara por
las afueras de la ciudad: corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo
sería más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto,
los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban
deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto, casi por
intuición, le pareció distinguirla.
— “¡Deténgase!”— dijo, pero el chofer no le oyó—. “¡Deténgase! ¡Pare!” Cuando el auto se
detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba,
efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió
minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de
carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de un
niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con
los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un
puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas
vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja,
hasta tenerlo apoyado en el interior: entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a
manera de una larga e incisiva lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía
enormemente imaginando que aquello estaba vivo.
Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda, abultando el maletín de cuero, envuelta
cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro se mantuvo en
19
su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos y lujosos de sus antepasados. Casi
no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos, entre
sangrientos y mágicos, del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio,
estuvo indeciso, preocupado: podrían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían
de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se
apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de
agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no
estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia
cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta.
Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano,
donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un
débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que
estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber
soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar y causaba
desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, miraba la escena con un catalejo.
Había imaginado que limpiar la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El
polvo, lo que había creído que era polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía
soldado a las paredes internas y brillaba como una lámina de metal en la parte posterior del cráneo. A
medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que disminuyera la capa
de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la
calavera, pero antes de que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento,
gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza
sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite
y esperó en la puerta al mozo, a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención
a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de
zozobra, empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó
hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de
polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus
dedos y el borde de los puños. De pronto, puesto en pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía
sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante
superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club. El
automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría
semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada.
Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía
con un corto chirrido.
En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado
el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento, fueron tan imprevistos que su corazón parecía
el balón de oxígeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con
torpeza, resbaló de la piedra y se cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un
sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí,
medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo
de elevar la mano que conservaba la calavera, de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos
centímetros del suelo, todavía limpia.
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La pérgola estaba a unos cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un
delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces
en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta
clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con
cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente, pero en vano, de
distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el
jardín como un animalito. No esperó más: extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y
piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra y colocar a ésta, como un
obstáculo, en el sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio,
colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado,
se alegró: la medida era justa; por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un
nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y aunque sus palabras eran
todavía incomprensibles supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres
personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica; el rumor melodioso de la mujer, los cortos
grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo fulminó el nieto,
chillando: “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy.”
Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.
¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y
concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien.
Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aún segundos después de
que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que
supuso, cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con brusco crujido, como de un
pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las
cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había
quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “Fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto, embrujado,
ante la fascinante calavera enrollada por las llamas.
Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal recién
atravesado por muchísimos venablos. El niño estaba delante de él, con las manos alargadas frente al
cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba
ahora mudo y rígido pero su garganta, independiente, hacía unos extraños ruidos, roncaba. “Me ha
visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo
había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel llameante rostro de huesos. Sus ojos estaban
inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, firmemente prendidos al fuego.
Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido espantoso, la visión de esa figura de pantalón
corto súbitamente poseída de horror. Pensaba, entusiasmado, que los hechos habían sido más
perfectos incluso que su plan, cuando sintió cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin
cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas
los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en la carrera a medida que lo alcanzaban los
reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la
mujer, estruendoso también, pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la cabeza.
En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando
despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta, sonriendo satisfecho, respirando mejor y más
tranquilo.
21
El eclipse
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva
poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se
sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el
pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos
Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso
de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a
sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin,
de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo
algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su
arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y
dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la
vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se
produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la
piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas
recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían
eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus
códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
Canarios
Elena Poniatowska
Lo primero es la jaula, adentro dos temores amarillos, dos miedos a mi merced para añadir a los que
ya traigo adentro. Respiran conmigo, ven, escuchan; estoy segura de que escuchan porque cuando
pongo un disco, yerguen su pescuezo, alertas. Al amanecer, hay que destaparlos pronto, limpiar su
jaula, cambiarles el agua, renovar sus alimentos terrestres. Luego viene la vaina que como el berro
debe conservarse en un gran pocillo de agua; si no, se seca; el alpiste compuesto, las minúsculas tinas,
el palo redondito y sin astillas en forma de percha sobre el cual pueden pararse, la lechuga o la
manzana, lo que tenga a la mano. Nadie me ha dado a mí el palo en el que pueda parar mis miedos.
Tiemblan su temblor amarillo, hacen su cabecita para acá y para allá; frente a ellos debo ser una
inmensa masa que tapa el sol, una gelatina opaca, un flan de sémola para alimentar a un gigante,
alguien que ocupa un espacio desmesurado que no le corresponde. Me hacen odiar mi sombrota
redondota de oso que aterroriza.
Lo que pesa es la jaula, ellos tan leves, tienen ojos de nada, un alpiste que salta, una micra de materia
negra, y sin embargo lanzan miradas como dardos. No debo permitir que me intimiden.
22
Son perspicaces, vuelven la cabeza antes de que pueda yo hacer girar mi sebosa cabeza humana, mi
blanco rostro que desde que ellos llegaron pende de un gancho de carnicería. Trato de no pensar en
ellos. Ayer no estaban en mi diario trajinar, hoy puedo fingir que sigo siendo libre, pero allá está la
jaula.
La primera noche la colgué, tapada con una toalla, junto a la enorme gaviota de madera a la cual hay
que quitarle el polvo porque a todos se nos olvida hacerla volar. La segunda noche busqué otro sitio.
El gato acecha, se tensa; alarga el pescuezo, todo el día permanece alambre de sí mismo, su naturaleza
exasperada hasta la punta de cada uno de sus pelos negros. Lo corro. Regresa. Vuelvo a correrlo. No
entiende. Ya no tengo paciencia para los que no entienden.
La segunda noche escojo mi baño; es más seguro. Tiene una buena puerta. A la hora del crepúsculo,
los cubro y ellos se arrejuntan, bolita de plumas. Cuando oscurece soy yo la que no puede entrar al
baño porque si prendo la luz interrumpo su sueño. ¿Qué dirán de la inmensa mole que se lava los
dientes con un estruendo de cañería? ¿Qué dirán del rugir del agua en ese jalón último del excusado?
¿Qué dirán del pijama en el que ya llevo tres días, ridículamente rosa y pachón, con parches azules?
He de parecerles taxi con tablero de peluche y diamantina. ¿Y ahora qué hago? Dios mío, qué horrible
es ser hombre. O mujer. Humano, vaya. Ocupar tantísimo espacio. Mil veces más que ellos. Duermo
inquieta: de vez en cuando me levanto y, por una rendija, cuelo mi mano bajo la toalla para
asegurarme de que allí siguen sus plumas hechas bolita, su cabecita anidada dentro de sus hombros. A
diferencia mía, duermen abrazados, como amantes.
A la mañana siguiente, los devuelvo a la terraza, al sol, al aire, a la posible visita de otros pájaros. No
cantan, emiten unos cuantos píos, delgadísimos, débiles, entristecidos. No les gusta la casa. A
mediodía, mi hija advierte:
—Se escapó uno.
— ¿Por dónde?
—Entre los barrotes de la puerta.
— ¿Que no te dije que pusieras la puerta contra la pared?
—Ninguna puerta da contra un muro, las puertas dan a la calle.
—Tendrías que haber colgado la jaula con la puerta contra la pared.
—Ay, mamá, las puertas son para abrirse. Además, ¿cómo voy a atenderlos? Tengo que meter la
mano para cambiar su agua, darles su alpiste —responde con su voz de risa atronadora.
—Ya se fue —recuerdo con tristeza.
—Pues es más listo que el que se quedó.
Como es joven, para ella morir no es una tragedia. Cuando le digo: “Partir es morir un poco”, le
parezco cursi. “Ay, mamá, sintonízate.” Algo aprendo de ella, no sé qué, pero algo. Y añado en plena
derrota:
—Estos pájaros no tienen defensas; están acostumbrados a que uno les dé en el piquito.
Busco con la mirada en el jardín, no quiero encontrarlo sobre la tierra.
— ¿Hacia dónde volaría? —pregunto desolada. Y añado, lúgubre—: la vida no tiene sentido.
—Claro que lo tiene —trompetea mi hija—. Es lo único que tiene sentido.
— ¿Cuál?
—Tiene sentido por sí misma.
Cuando oscurece meto al canario que no supo escapar. A pesar mío, siento por él cierto desprecio;
lento, torpe, perdió su oportunidad. Cobijo la jaula.
23
Al día siguiente lo saco a la luz en este ritual nuevo, impuesto por mi hija. “Es tu pájaro.” Trato de
chiflarle pero casi no puedo. Lo llamo “bonito” mientras cuelgo la jaula del clavo, un poco suspendida
en el aire para que el prisionero crea que vuela. Regreso a mis quehaceres, las medias lacias sobre la
silla, el fondo de ayer, el libro que no leeré, los anteojos que van a rayarse si no los guardo, qué fea es
una cama sin hacer. ¿A qué amanecí? De pronto, escucho un piar vigoroso, campante, unos trinos en
cascada; su canto interrumpe la languidez de la mañana. Gorjea, sus agudos arpegios llenan la terraza,
la plaza de la Conchita; qué música celestial la de sus gorgoritos; es Mozart. Otros pájaros responden
a sus armonías. Al menos eso creo. Es la primera vez que canta desde que lo compré. ¿Es por su
compañera de plumas más oscuras que atiborra el espacio de risas? Trato de no conmoverme. ¿Cómo
una cosa así apenas amarillita logra alborotar un árbol? De niña, cuando tragaba alguna pepita, mamá
decía: “Te va a crecer un naranjo adentro”. O un manzano. La idea me emocionaba. Ahora es el
canario el que me hace crecer un árbol. Resueno. Soy de madera. Su canto ha logrado desatorar algo.
Es una casa triste, la mía, detenida en el tiempo, una casa de ritos monótonos, ordenadita; ahora suelta
sus amarras; estoy viva, me dice, mírame, estoy viva.
Su canto logra que zarpe de mis ramas una nave diminuta, el viento que la empuja es energía pura,
ahora sí, el tiempo fluye, me lanzo, hago la cama, abro los brazos, me hinco, recojo, doblo, voy,
vengo, ya no puedo parar, su canto me anima a ser de otra manera, salgo a la terraza a ver si no le
falta nada, camino de puntas, no quiero arriesgar esta nueva felicidad por nada del mundo, cuánto
afán, lo saludo, “bonito, bonito”, “gracias, gracias”, “bonito, bonito”, “gracias, gracias”. Río sola, me
doy cuenta de que hace meses no reía, entre los muros el silencio canta, inauguro la casa que canta, el
canario es mi corazón, tiembla amarillo, en su pecho diminuto silba la luz del alto cielo.
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decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía
su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una
mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante
para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta
distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían
ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero
una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la
primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de
los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón
leyendo una novela.
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho
años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura
feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a
veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los
míos son ojos llenos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra apropiada.
Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos en la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En
la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes,
abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo
teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la
hendedura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no
se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolvieron mi inspección con una ojeada minuciosa a la
zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun
en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca, bien formada. Era la oreja de
su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave
heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para
mi rostro, y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá
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debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me
pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le
hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró,
tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De
pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos
entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están
particularmente adiestradas para captar la curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que
tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi
adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas
constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar
en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su
espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual.”
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada
permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una
franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la
hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa
muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa,
irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.”
“¿Algo como qué?”
“Como queremos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme por un chiflado.”
“Prometo”.
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea.
Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendedura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
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Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una
respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré
cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante,
poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había
fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su
rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En
realidad, mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron
muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón
y el pellejo liso, esa isla sin barbas, de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
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— ¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba.
Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le
encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le
zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y
cuando acababa aquello le preguntaba:
— ¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en
cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que
estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él.
Pero nadie le contestaba.
E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando
una luz opaca. Y él acá abajo.
¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de
nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el
cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres
decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
— ¿Te sientes mal?
—Sí
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un
doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para
que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de
luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las
manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su
hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no
lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos,
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no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones,
puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a
sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han
hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me
importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para
mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba
la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que
supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente
buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre.
A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser
mi hijo.”
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me
siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
— ¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a
tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te
habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el
tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz,
quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti.
El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas
alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a
soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía
como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
— ¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo
usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el
cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra
lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo
aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al
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primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al
quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
— ¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
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empleador, con el argumento de que durante tres años el patrón le había pagado menos de lo justo y el
dinero sustraído era una forma de compensación. También se negó a castigar a una esposa adúltera,
argumentando que el marido no tenía autoridad moral para exigirle honradez, si él mismo mantenía
una concubina. Las lenguas maliciosas del pueblo murmuraban que el Juez Hidalgo se daba vuelta
como un guante cuando traspasaba el umbral de su casa, se quitaba los ropajes solemnes, jugaba con
sus hijos, se reía y sentaba a Casilda sobre sus rodillas, pero esas murmuraciones nunca fueron
confirmadas. De todos modos, atribuyeron a su mujer aquellos actos de benevolencia y su prestigio
mejoró, pero nada de eso interesaba a Nicolás Vidal, porque se encontraba fuera de la ley y tenía la
certeza de que no habría piedad para él cuando pudieran llevarlo engrillado delante del Juez. No
prestaba oídos a los chismes sobre doña Casilda y las pocas veces que la vio de lejos, confirmó su
primera apreciación de que era sólo un borroso ectoplasma. Vidal había nacido treinta años antes en
una habitación sin ventanas del único prostíbulo del pueblo, hijo de Juana La Triste y de padre
desconocido. No tenía lugar en este mundo y su madre lo sabía, por eso intentó arrancárselo del
vientre con yerbas, cabos de vela, lavados de lejía y otros recursos brutales, pero la criatura se empeñó
en sobrevivir. Años después Juana La Triste, al ver a ese hijo tan diferente, comprendió que los
drásticos sistemas para abortar que no consiguieron eliminarlo, en cambio templaron su cuerpo y su
alma hasta darle la dureza del hierro. Apenas nació, la comadrona lo levantó para observarlo a la luz
de un quinqué y de inmediato notó que tenía cuatro tetillas.
—Pobrecito, perderá la vida por una mujer —pronosticó guiada por su experiencia en esos asuntos.
Esas palabras pesaron como una deformidad en el muchacho. Tal vez su existencia hubiera sido
menos mísera con el amor de una mujer. Para compensarlo por los numerosos intentos de matarlo
antes de nacer, su madre escogió para él un nombre pleno de belleza y un apellido sólido, elegido al
azar; pero ese nombre de príncipe no bastó para conjurar los signos fatales y antes de los diez años el
niño tenía la cara marcada a cuchillo por las peleas y muy poco después vivía como fugitivo. A los
veinte era jefe de una banda de hombres desesperados. El hábito de la violencia desarrolló la fuerza de
sus músculos, la calle lo hizo despiadado y la soledad, a la cual estaba condenado por temor a
perderse de amor, determinó la expresión de sus ojos. Cualquier habitante del pueblo podía jurar al
verlo que era el hijo de Juana La Triste, porque tal como ella, tenía las pupilas aguadas de lágrimas sin
derramar. Cada vez que se cometía una fechoría en la región, los guardias salían con perros a cazar a
Nicolás Vidal para callar la protesta de los ciudadanos, pero después de unas vueltas por los cerros
regresaban con las manos vacías. En verdad no deseaban encontrarlo, porque no podían luchar con él.
La pandilla consolidó en tal forma su mal nombre, que las aldeas y las haciendas pagaban un tributo
para mantenerla alejada. Con esas donaciones los hombres podían estar tranquilos, pero Nicolás Vidal
los obligaba a mantenerse siempre a caballo, en medio de una ventolera de muerte y estropicio para
que no perdieran el gusto por la guerra ni se les mermara el desprestigio. Nadie se atrevía a
enfrentarlos. En un par de ocasiones el Juez Hidalgo pidió al Gobierno que enviara tropas del ejército
para reforzar a sus policías, pero después de algunas excursiones inútiles volvían los soldados a sus
cuarteles y los forajidos a sus andanzas.
Sólo una vez estuvo Nicolás Vidal a punto de caer en las trampas de la justicia, pero lo salvó su
incapacidad para conmoverse. Cansado de ver las leyes atropelladas, el Juez Hidalgo decidió pasar
por alto los escrúpulos y preparar una trampa para el bandolero. Se daba cuenta de que en defensa de
la justicia iba a cometer un acto atroz, pero de dos males escogió el menor. El único cebo que se le
ocurrió fue Juana La Triste, porque Vidal no tenía otros parientes ni se le conocían amores. Sacó a la
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mujer del local, donde fregaba pisos y limpiaba letrinas a falta de clientes dispuestos a pagar por sus
servicios, la metió dentro de una jaula fabricada a su medida y la colocó en el centro de la Plaza de
Armas, sin más consuelo que un jarro de agua.
—Cuando se le termine el agua empezará a gritar. Entonces aparecerá su hijo y yo estaré esperándolo
con los soldados —dijo el Juez.
El rumor de ese castigo, en desuso desde la época de los esclavos cimarrones, llegó a oídos de Nicolás
Vidal poco antes de que su madre bebiera el último sorbo del cántaro. Sus hombres lo vieron recibir la
noticia en silencio, sin alterar su impasible máscara de solitario ni el ritmo tranquilo con que afilaba
su navaja contra una cincha de cuero. Hacía muchos años que no tenía contacto con Juana La Triste y
tampoco guardaba ni un solo recuerdo placentero de su niñez, pero ésa no era una cuestión
sentimental, sino un asunto de honor. Ningún hombre puede aguantar semejante ofensa, pensaron los
bandidos, mientras alistaban sus armas y sus monturas, dispuestos a acudir a la emboscada y dejar en
ella la vida si fuera necesario. Pero el jefe no dio muestras de prisa.
A medida que transcurrían las horas, aumentaba la tensión en el grupo. Se miraban unos a otros
sudando, sin atreverse a hacer comentarios, esperando impacientes, las manos en las cachas de los
revólveres, en las crines de los caballos, en las empuñaduras de los lazos. Llegó la noche y el único
que durmió en el campamento fue Nicolás Vidal. Al amanecer las opiniones estaban divididas entre
los hombres, unos creían que era mucho más desalmado de lo que jamás imaginaron y otros que su
jefe planeaba una acción espectacular para rescatar a su madre. Lo único que nadie pensó fue que
pudiera faltarle el coraje, porque había dado muestras de tenerlo en exceso.
Al mediodía no soportaron más la incertidumbre y fueron a preguntarle qué iba a hacer.
—Nada —dijo.
— ¿Y tu madre?
—Veremos quién tiene más cojones, el Juez o y o —replicó imperturbable Nicolás Vidal.
Al tercer día Juana La Triste ya no clamaba piedad ni rogaba por agua, porque se le había secado la
lengua y las palabras morían en su garganta antes de nacer, yacía ovillada en el suelo de su jaula con
los ojos perdidos y los labios hinchados, gimiendo como un animal en los momentos de lucidez y
soñando con
el infierno el resto del tiempo. Cuatro guardias armados vigilaban a la prisionera para impedir que los
vecinos le dieran de beber. Sus lamentos ocupaban todo el pueblo, entraban por los postigos cerrados,
los introducía el viento a través de las puertas, se quedaban prendidos en los rincones, los recogían los
perros para repetirlos aullando, contagiaban a los recién nacidos y molían los nervios de quien los
escuchaba. El Juez no pudo evitar el desfile de gente por la plaza compadeciendo a la anciana, ni
logró detener la huelga solidaria de las prostitutas, que coincidió con la quincena de los mineros. El
sábado las calles estaban tomadas por los rudos trabajadores de las minas, ansiosos por gastar sus
ahorros antes de volver a los socavones, pero el pueblo no ofrecía ninguna diversión, aparte de la jaula
y ese murmullo de lástima llevado de boca en boca, desde el río hasta la carretera de la costa. El cura
encabezó a un grupo de
feligreses que se presentaron ante el Juez Hidalgo a recordarle la caridad cristiana y suplicarle que
eximiera a esa pobre mujer inocente de aquella muerte de mártir, pero el magistrado pasó el pestillo
de su despacho y se negó a oírlos, apostando a que Juana La Triste aguantaría un día más y su hijo
caería en la trampa. Entonces los notables del pueblo decidieron acudir a doña Casilda.
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La esposa del Juez los recibió en el sombrío salón de su casa y atendió sus razones Callada, con los
ojos bajos, como era su estilo. Hacía tres días que su marido se encontraba ausente, encerrado en su
oficina, aguardando a Nicolás Vidal con una determinación insensata. Sin asomarse a la ventana, ella
sabía todo lo que ocurría en la calle, porque también a las vastas habitaciones de su casa entraba el
ruido de ese largo suplicio. Doña Casilda esperó que las visitas se retiraran, vistió a sus hijos con las
ropas de domingo y salió con ellos rumbo a la plaza. Llevaba una cesta con provisiones y una jarra
con agua fresca para Juana La Triste. Los guardias la vieron aparecer por la esquina y adivinaron sus
intenciones, pero tenían órdenes precisas, así es que cruzaron sus rifles delante de ella y cuando quiso
avanzar, observada por una muchedumbre expectante, la tomaron por los brazos para impedírselo.
Entonces los niños comenzaron a gritar.
El Juez Hidalgo estaba en su despacho frente a la plaza. Era el único habitante del barrio que no se
había taponeado las orejas con cera, porque permanecía atento a la emboscada, acechando el sonido
de los caballos de Nicolás Vidal.
Durante tres días con sus noches aguantó el llanto de su víctima y los insultos de los vecinos
amotinados ante el edificio, pero cuando distinguió las voces de sus hijos comprendió que había
alcanzado el límite de su resistencia. Agotado, salió de su Corte con una barba del miércoles, los ojos
afiebrados por la vigilia y el peso de su derrota en la espalda. Atravesó la calle, entró en el
cuadrilátero de la Plaza y se aproximó a su mujer. Se miraron con tristeza. Era la primera vez en siete
años que ella lo enfrentaba y escogió hacerlo delante de todo el pueblo. El Juez Hidalgo tomó la cesta
y la jarra de manos de doña Casilda y él mismo abrió la jaula para socorrer a su prisionera.
—Se lo dije, tiene menos cojones que yo —rio Nicolás Vidal al enterarse de lo sucedido.
Pero sus carcajadas se tornaron amargas al día siguiente, cuando le dieron la noticia de que Juana La
Triste se había ahorcado en la lámpara del burdel donde gastó la vida, porque no pudo resistir la
vergüenza de que su único hijo la abandonara en una jaula en el centro de la Plaza de Armas.
—Al Juez le llegó su hora —dijo Vidal.
Su plan consistía en entrar al pueblo de noche, atrapar al magistrado por sorpresa, darle una muerte
espectacular y colocarlo dentro de la maldita jaula, para que al despertar al otro día todo el mundo
pudiera ver sus restos humillados.
Pero se enteró de que la familia Hidalgo había partido a un balneario de la costa para pasar el mal
gusto de la derrota. El indicio de que los perseguían para tomar venganza alcanzó al Juez Hidalgo a
mitad de ruta, en una posada donde se habían detenido a descansar. El lugar no ofrecía suficiente
protección hasta que acudiera el destacamento de la guardia, pero llevaba algunas horas de ventaja y
su vehículo era más rápido que los caballos. Calculó que podría llegar al otro pueblo y conseguir
ayuda. Ordenó a su mujer subir al coche con los niños, apretó a fondo el pedal y se lanzó a la
carretera. Debió llegar con un amplio margen de seguridad, pero estaba escrito que Nicolás Vidal se
encontraría ese día con la mujer de la cual había huido toda su vida.
Extenuado por las noches de vela, la hostilidad de los vecinos, el bochorno sufrido y la tensión de esa
carrera para salvar a su familia, el corazón del Juez Hidalgo pegó un brinco y estalló sin ruido. El
coche sin control salió del camino, dio algunos tumbos y se detuvo por fin en la vera. Doña Casilda
tardó un par de minutos en darse cuenta de lo ocurrido. A menudo se había puesto en el caso de
quedar viuda, pues su marido era casi un anciano, pero no imaginó que la dejaría a merced de sus
enemigos. No se detuvo a pensar en eso, porque comprendió la necesidad de actuar de inmediato para
salvar a los niños. Recorrió con la vista el sitio donde se encontraba Y estuvo a punto de echarse a
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llorar de desconsuelo, porque en aquella desnuda extensión, calcinada por un sol inmisericorde, no se
vislumbraban rastros de vida humana, sólo los cerros agrestes y un cielo blanqueado por la luz. Pero
con una segunda mirada distinguió en una ladera la sombra de una gruta y hacia allá echó a correr
llevando a dos criaturas en brazos y la tercera prendida a sus faldas.
Tres veces escaló Casilda cargando uno por uno a sus hijos hasta la cima. Era una cueva natural,
como muchas otras en los montes de esa región. Revisó el interior para cerciorarse de que no fuera la
guarida de algún animal, acomodó a los niños al fondo y los besó sin una lágrima.
—Dentro de algunas horas vendrán los guardias a buscarlos. Hasta entonces no salgan por ningún
motivo, aunque me oigan gritar, ¿han entendido? —les ordenó.
Los pequeños se encogieron aterrados y con una última mirada de adiós la madre descendió del cerro.
Llegó hasta el coche, bajó los párpados de su marido, se sacudió la ropa, se acomodó el peinado y se
sentó a esperar. No sabía de cuántos hombres se componía la banda de Nicolás Vidal, pero rezó para
que fueran muchos, así les daría trabajo saciarse de ella, y reunió sus fuerzas preguntándose cuánto
tardaría morir si se esmeraba en hacerlo poco a poco.
Deseó ser opulenta y fornida para oponerles mayor resistencia y ganar tiempo para sus hijos. No tuvo
que aguardar largo rato. Pronto divisó polvo en el horizonte, escuchó un galope y apretó los dientes.
Desconcertada, vio que se trataba de un solo jinete, que se detuvo a pocos metros de ella con el arma
en la mano. Tenía la cara marcada de cuchillo y así reconoció a Nicolás Vidal, quien había decidido ir
en persecución del Juez Hidalgo sin sus hombres, porque ése era un asunto privado que debían
arreglar entre los dos. Entonces ella comprendió que debería hacer algo mucho más difícil que morir
lentamente.
Al bandido le bastó una mirada para comprender que su enemigo se encontraba a salvo de cualquier
castigo, durmiendo su muerte en paz, pero allí estaba su mujer flotando en la reverberación de la luz.
Saltó del caballo y se le acercó. Ella no bajó los ojos ni se movió y él se detuvo sorprendido, porque
por primera vez alguien lo desafiaba sin asomo de temor. Se midieron en silencio durante algunos
segundos eternos, calibrando cada uno las fuerzas del otro, estimando su propia tenacidad y aceptando
que estaban ante un adversario formidable. Nicolás Vidal guardó el revólver y Casilda sonrió.
La mujer del juez se ganó cada instante de las horas siguientes. Empleó todos los recursos de
seducción registrados desde los albores del conocimiento humano y otros que improvisó inspirada por
la necesidad, para brindar a aquel hombre el mayor deleite. No sólo trabajó sobre su cuerpo como
diestra artesana, pulsando cada fibra en busca del placer, sino que puso al servicio de su causa el
refinamiento de su espíritu. Ambos entendieron que se jugaban la vida y eso daba a su encuentro una
terrible intensidad. Nicolás Vidal había huido del amor desde su nacimiento, no conocía la intimidad,
la ternura, la risa secreta, la fiesta de los sentidos, el alegre gozo de los amantes. Cada minuto
transcurrido acercaba el destacamento de guardias y con ellos el pelotón de fusilamiento, pero
también lo acercaba a esa mujer prodigiosa y por eso los entregó con gusto a cambio de los dones que
ella le ofrecía. Casilda era pudorosa y tímida y había estado casada con un viejo austero ante quien
nunca se mostró desnuda. Durante esa inolvidable tarde ella no perdió de vista que su objetivo era
ganar tiempo, pero en algún momento se abandonó, maravillada de su propia sensualidad, y sintió por
ese hombre algo parecido a la gratitud. Por eso, cuando oyó el ruido lejano de la tropa le rogó que
huyera y se ocultara en los cerros. Pero Nicolás Vidal prefirió envolverla en sus brazos para besarla
por última vez, cumpliendo así la profecía que marcó su destino.
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