Jose Zahonero - Cosas Del Amor

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Cosas del Amor

José Zahonero

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Texto núm. 6167

Título: Cosas del Amor


Autor: José Zahonero
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 17 de diciembre de 2020
Fecha de modificación: 17 de diciembre de 2020

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Á Mariano Urrutia.

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I
La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero
le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que
lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el
portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los


cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas;
esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y
como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de
estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la


misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del
oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que
Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la
mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que
madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un


patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto
segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa
lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta
por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y
candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido
cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la
del comedor y la de una alcoba estucada.

Doña Magdalena de Vierzo, como la llamaba el señor Lucas, el portero,

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jamás se asomaba á los patios: por la mañana leía ó cosía en el mirador
de cristales que daba al jardín; el sol alegraba con sus rayos aquel lugar;
una multitud de jilgueros y canarios presos en sus jáulas piaba y gorjeaba
regocijada.

Era la señora de Vierzo una mujer entrada en años, gruesa, de rostro


grave, afable á veces; vestía con severidad y elegancia, y desde la muerte
de su marido vivía recogida, ocupándose en dirigir sus negocios terrenales
y arreglar sus cuentas con el cielo, rindiendo devota el diario tributo de sus
oraciones; reñía poco á los criados, y estaba siempre dominada por una
íntima melancolía; no había tenido hijos, y su afecto estaba repartido entre
los pajarillos del mirador, las flores del jardín, y tres ó cuatro perrillos de
lanas, blancos y negros, que casi arrastrando sus barrigas seguían á la
señora por toda la casa, tomaban el sol echados á sus piés en el mirador,
ó acometían á las personas extrañas, dando ladridos agudos y
amenazadores. Terry, Pinta, Morito y Caparuz.

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II
El inquilino del segundo interior llamábase Mariano Lezo; era popularísimo
en Madrid, sus dibujos habían acreditado su nombre.

Mariano contaba treinta años de edad, era alto, bien formado y de


fisonomía inteligente. Ni esto ni su fama impedían que fuera desgraciado:
era pobre, y tenía motivos más que sobrados para considerarse infeliz; á
pesar de su fama, los dibujos-caricaturas (esta era su especialidad) no le
producían mucho, y apenas si podía con esto y con lo que ganaba en un
modesto empleo oficial, sacar adelante á su familia.

Vestía el mismo traje desde hacía más de dos años, no variando su ropa
de invierno á verano si no en el paletot con que por el invierno se cubría;
su sombrero estaba ya rugoso, el agua le endurecía, el polvo le daba un
tinte gris, el sol hacía resaltar á la vista grietas y quebraduras; sus botas
bebían tinta por no reírse, y á pesar de esto se reían: era, en fin, un sujeto
de esos á los cuales suelen mirar con recelo los porteros al verlos entrar
en la casa, y dudan si han de preguntarles ó no á qué cuarto se dirigen.

Madrugaba por traer la leche para el desayuno. Pasaba fuera de casa


algunas horas del día, y jamás salía de noche.

Siempre inquieto, siempre triste, pero revelando en su fisonomía una


bondad angelical.

En aquel estrecho cuartito segundo interior, compuesto de cuatro


habitaciones y una cocina, se oían á veces risas, menudas pisadas y la
alegre algarabía que suelen armar los niños: coro singular que responde al
de los pajarillos.

Lo que no sabía la dueña de la casa era que el inquilino del segundo


interior volvía á las seis y media con un jarrito y un papelón de bollos; abría
la puerta, entraba en el gabinete, y allí era esperado por tres niños, de tres
años y medio el mayor, y todos despiertos, sentaditos en una gran cama
de matrimonio, charlando y jugando, le esperaban.

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A aquel grupo le llamaba Mariano «La pollada».

En el fogoncillo de la cocina había ya encendido el fuego para calentar el


café y la leche una mujercilla de nueve años. Mariano se había quedado
viudo; aquella niña era hija de su mujer y hermana de uno de los niños por
parte de padre y madre, hermana de los otros dos por parte de madre
solamente: á Mariano le parecían iguales todos, todos eran sus hijos; él
era la única persona que tenían en el mundo.

Conchita, Manolín, Juan y Federico.

El los calzaba, los vestía, los lavaba, los servía el desayuno; iban pasando
sucesivamente á sus manos, y con la toalla mojada en agua de jabón les
hacía la toilette, ya amagando reñir é impacientarse, ora dulcificando la
voz, atendiendo á este, riñendo al otro, pronunciando discursos á todos; á
veces sirviéndose de una política llena de promesas, á veces de otra
preñada de amenazas: difícil gobierno.

Cuando los niños almorzaban, aquel hombre se vestía, y dando besos á


todos y repitiendo mil advertencias á la mamá de nueve años, salía
diciendo:

—Hasta luego ¿eh? seréis buenos ¿eh? —y partía.

A las once todos le recibían con los bracitos abiertos: de un figón cercano
traíales el almuerzo un pinche y todos comían el pucherete, por las tardes
Mariano al volver de la oficina, sacaba á toda su tropa á paseo.

A pesar de esto, no conocía la casera al inquilino del segundo interior.

—No diga usted á la dueña que tengo tantos chicuelos —había dicho
Mariano al portero— cuando vea que no meten bulla… nos tolerará.

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III
—¡Vaya! ¡vaya! es cosa singular, créame V. Creo que si no me da gana de
asomarme á las ventanas del oratorio… jamás llego á verlos… pero me
asomé y vi juntas sus cabecitas, apareciendo por la ventana del
segundo… ¡la verdad, me chocó! temí que se me hubiera colado en la
casa, lo que más temo, un colegio, y cuando me lo dijeron quedé
asombrada. ¿Todos son de V.? —Preguntaba á Mariano la señora de
Vierzo.

—Todos… es decir, dos eran hijos de mi pobre mujer. ¡Oh! señora, me veo
y me deseo con ellos —dijo el pintor, á quien miraban recelosos y
envidiosos los perritos de la señora, y á quien parecían animar con su
bullicioso gorjeo los pajarillos del mirador.

—Sí, señora, me veo y me deseo. No había de echarlos á un Hospicio, ni


había de meter en casa mujer alguna, de la que me enamoricase, que los
pegara y los hiciera vivir en un infierno. Al principio temía dejarlos solos…
pero luego me he ido acostumbrando; les dejo solos pocas horas, vuelvo
por la noche, juego con ellos, les pinto figuritas; y jugando les enseño á
leer y á escribir… me divierto, señora, me divierto. Tienen ocurrencias
peregrinas… Son vivos y listos; si esta casa hubiera tenido un estudio, tal
vez yo no tuviera necesidad del empleo… pero… Dios dirá. A no haberme
dicho el portero que si quería que retocase uno de los cuadros del oratorio,
y á no haber V. visto á los niños, quizá no sabría V. aún que tenía tan
malos inquilinos.

—¡Dios mío! ¡Pobrecitos! —exclamó con bondadoso acento Magdalena.—


¡Pobrecitos! No los deje V. solos; que bajen al jardín, yo los veré desde
aquí… Después de todo, hago una vida tan triste, Sr. Lezo, que esto me
alegrará. Vivo en el tedio de un egoismo obligatorio; que vengan, Sr. Lezo,
que vengan.

—Señora, tanta bondad…

No había que decir más; Magdalena les quería ver en el jardín; comerían

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con ella algunos días, y hasta en la casa podría coserles alguna cosilla la
costurera; hacíale reir grandemente á la señora la idea de que un hombre
hubiera de vestir y arreglar á unos niños. ¡Qué lances tan chistosos
ocurrirían con este motivo!

—Nada, Sr. Lezo, dígales V. que aquí les aguarda una amiguita, que verán
unos pájaros… el diantre es que estos picaros perros no están
acostumbrados á ver niños… pero como estarán á mi vista, no hay miedo.

—Señora, voy por los niños —dijo Mariano, loco de contento.

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IV
A los tres meses, la niña y dos de los niños vivían con la señora; el
mayorcito acompañaba á Mariano á dormir en el segundo interior;
Magdalena estaba cambiada, parecía sentirse más ágil, más sana, más
entretenida y gozosa; poco á poco los niños fueron pasando de protegidos
y amigos á sobrinitos ó poco menos.

Los perros correteaban gozosos por los pasillos y el jardín tras los niños;
tenían estos una institutriz, y estaban vestidos como hijos de un gran señor.

Había sido aquello una invasión de locos que trastornaba el silencio, el


triste y solemne aspecto de la casa, alborotando á los canarios, excitando
á los perrillos y á una vieja cotorra, antes el ídolo de Magdalena.

Una tarde, Mariano, que acababa de entregar á la señora la cantidad que


le habían dado por un cuadrito, y que con otras iba á la hucha de los niños,
decía animado, que contando con la protección de tan buena amiga, creía
poder asegurar el porvenir de los niños… pronto… podría marchar á Roma.

—¡Amigo mío! Es V. más niño que los niños —decía Magdalena.— Cuenta
V. con su arte para tanto… no quiero rebajar el mérito de V., soy la primera
en reconocerlo; pero la victoria es costosa, y no podemos exponer
nuestros niños á esa tan insegura fortuna. Va V. á echarse á reir… pero,
en fin, lo he pensado bien; antes de marcharse, cásese V…

—¿Casarme? ¿Cómo, señora, y con quién? —preguntó asombrado


Mariano.

—Conmigo. Así podré ser útil á mis herederos; seré madre de todos.

—¡Oh!… Vale V. tanto como la mía, tanto como mi madre, —exclamó


Mariano.

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V
Cierto; Mariano se había casado con una vieja. ¡Loca codicia, ridículo
maridaje, á tal extremo conduce la pobreza! Todos sus camaradas
censuraban el hecho; pero cuando Mariano se despedía de ellos, en el
momento de partir el tren que había de llevarle á Barcelona, y de allí á
Italia, les decía:

—Son misterios difíciles de descifrar. ¡Cosas del amor! —Y pensaba para


sí:— Del amor de una santa mujer y un pobre diablo á unos ángeles de
Dios.

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José Zahonero

José Zahonero de Robles y Díaz (Ávila, 1853-Madrid, 1931) fue un escritor


y periodista español, uno de los representantes del naturalismo.

En 1881 publicó su primera obra, Zig Zag, recopilación de cuentos y


artículos. Con ella empezó a destacar como cuentista y en adelante sus
cuentos serán solicitadísimos por las mejores publicaciones españolas. En
1884 publicó La carnaza, su obra más conocida, dando lugar en los años
siguientes a una fructífera carrera como novelista.

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Caricaturizado por Cilla (Madrid Cómico, 8 de marzo de 1885)

Plenamente integrado en la vida literaria madrileña, participó a lo largo de


los años en diversos actos literarios del Ateneo (lecturas de poemas,
debates, conferencias), y gozó de la amistad de numerosos colegas, entre
ellos Eduardo López Bago y Galdós. La amistad con el primero llevó a
publicar también juntos y con Conde Salazar la primera obra española que
llevó en portada el calificativo de naturalista, las Narraciones naturalistas.
En carne viva (1885). Ambos publican en la "Biblioteca del Renacimiento
Literario", foco de difusión del naturalismo radical, y en la "Biblioteca Demi-
Monde" derivada de la revista del mismo nombre dirigida por Luis París.

Fue uno de los autores que con mayor prontitud aclamó la poética
naturalista. El 15 de septiembre de 1880 publicó en La Unión el artículo
"Emilio Zola" que había sido rechazado en varios periódicos y en mayo de
1881 publicó el artículo "Naná"; en ambos defiende a Zola, su nueva
novelística y sus deseos de transformación social. Zahonero, al ser ambos
textos reeditados en Zig Zag, recibió una carta de felicitación del
mismísimo Zola, según informó El Imparcial el 12 de mayo de 1882. Tras
ello, entre 1881 y 1882 fue uno de los ponentes en los debates del Ateneo
sobre el naturalismo junto a Leopoldo Alas, Urbano González Serrano, V.
Colorado y el padre Sánchez.

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