Tiempos Invisibles - Ana Matias Rendon

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TIEMPOS INVISIBLES

Ana Matías Rendón

TIEMPOS INVISIBLES

A.M.R
Tiempos invisibles
Ana Matías Rendón

Primera edición: 2020.


ISBN: 978-607-29-2223-5

Diseño de portada: Miguel Ángel Matías

Derechos reservados conforme la ley.


Hecho en México
Contenido

Pluma de agua y fuego................................................ 9

Esperando la libertad............................................... 23

Conquistas platerías.................................................. 39

Horizonte.................................................................... 67
Pluma de agua y fuego

L a luz producía la región oscura. Se movía ciego


por el resplandor de los adornos. Era un
ladrón entre las sombras de la catedral, un inmundo
roedor rastreando las jicoteras del recinto. El olor
trufado se desprendía por los pasillos, la madera de
las bancas recién lustradas se le quedaba en las fo-
sas nasales y el estornudo atrapado le hacían insos-
tenible cualquier estancia. Las miradas sobresalien-
tes de las paredes lo incomodaban. En medio de la
angustia escuchó una voz proveniente de los só-
tanos. El corazón se le redujo, semejante a un ani-
malillo que busca un escondrijo: su cuerpo quieto;
sus entrañas revoloteaban. Los martillazos tras su
espalda se confundían con la percusión del fondo…
El canto de los muertos, el lenguaje de jade resistiendo
y los golpes que me llamaban: las gesticulaciones sa-
gradas. El llanto lastimero de mis antepasados ascendía
en espiral por la tierra del Mictlan, envolviéndome. La
música del caracol rojo…
El ruido externo de los trabajos sobre la fachada
de la catedral lo apuraban a salir, los destellos de la
ornamentación, por el contrario, lo hicieron trope-
zar. A traspiés pasó entre las bancas, uno de los
confesionarios se abrió, esquivó la puerta y salió
asustado.
El sol lo cegó, continuó huyendo en medio de
una gran nube de polvo alzada por los cinceles, to-
davía atrapado por las imágenes de los demonios,
vagó indeciso, alejándose de aquella montaña he-
cha de cantera gris. Llegó a la Plaza del Volador,
donde una mujer negra de mediana edad lo vigi-
laba. Aquella mujer de cuerpo férreo y andar deci-
dido sostenía una canasta en su brazo, velando los
pasos del indio. Él giro para dar de bruces con su
presencia.
La mujer con la enagua atravesada en la cabeza
lo examinó por un momento, luego comenzó a
caminar; la saya de seda y la camisola adornada de
collares y pulseras le daban un donaire entre la
multitud de sirvientes que a esa hora coincidían. El
macehual siguió a la esclava con el temor en los
pies y los ojos pegados al suelo, recogiendo cuánto
ella le aireaba. No se volvió a separar.
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*
Entró presuroso por las puertas del Palacio de los
Condes, dejó los productos en el almacén y terminó
sus faenas, listo para aprender el pater noster. La
misma mujer de la plaza le juntó las manos en un
aplauso que resonó en los altos muros, lo que él no
quiso decir, ni ella jamás supo, es que él conocía el
rezo. Terco, como las piedras del río, como la Pa-
labra de sus Antiguos Señores, se negaba la voz, a
pronunciar correctamente, a mudarse de casa, en
una frase: “a tener fe”, por ello, lo decía todo chueco,
mal acentuado y con letras de más o de menos. Las
risas poco disimuladas de sus vecinos eran confron-
tadas con el manotazo de algún señor de la casa.
En la noche, la estrella de los sueños lo llevó a
esconderse al bosque, detrás de los árboles, a sen-
tarse sobre la maleza y disuadir a la luna negra
para que lo alejara de su opresión. Ahí se quedó
durante un largo tiempo, oliendo el rocío de las
plantas, cuando el frío lo despertó.
Quince inviernos conformaban la vida. A pesar
de los años, podía recordar los rostros de sus
muertos. La epidemia del fuego en el cuerpo había
acabado con el poblado; los hombres de castilla,
con su pueblo. Sus padres fueron los primeros,
luego sus hermanos menores. El abuelo fue el
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último. Sucedió antes de que lo presentaran ante el
gran fuego, antes de la renovación del pilquixtia, en
la veintena en la que le darían el pulque, la bebida
sagrada, y embriagarse para su consagración. El
abuelo le extendió la mano en su lecho, ofrecién-
dole un collar de caracolillos. De esta manera esca-
pó de la hora de la oscuridad. Comenzó a caminar
con el pueblo en busca de nuevas tierras. Eran un
grupo pequeño que se resistía a morir. “Ojalá no se
hubieran resistido”, gimió para sus adentros. Los
hombres blancos pronto los cazaron; los bosques
no los protegieron lo suficiente. Él pudo guardar
su collar en el maxtlatl, luego le quitaron todo. Los
desmembraron, a cada uno lo dieron a diferentes
señores. A él lo ofrecieron a los amos de la ciudad.
Así se acabó el pueblo.
—A mí me arrancaron del corazón del bosque,
después de que las aguas evadieron los lindes de
sus canales, pero podía sentir cómo el Néctar de la
Tierra se desprendía alentado por las marejadas
del Señor del Viento. Los ojos acuíferos de los ha-
bitantes me desbordaban, los gritos me en-
sordecían…
El viejo de la cuadrilla, sentado en un rincón, be-
bía agua y de vez en vez lo miraba con compasión.

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El indio le platicaba a una mozuela de ébano que se
apuraba a moler los chiles.
—¡Chist!, que no te oigan nombrar a Nuestro Se-
ñor del Agua Celeste ni del Viento Divino.
—No he mentido, mi boca es verdad, mi rostro
es limpio.
La mulata detuvo el vaivén de sus brazos sobre
el metate.
—La ciudad es como un páramo, somos matas
entre las rosas, pero las personas regresarán, ya ve-
rás… —los jóvenes sirvientes se miraron de ra-
billo—, entonces deberás tener cuidado con tu
lengua, porque terminarás colgado de un árbol o
devorado por las bestias.
El viejo se levantó para dirigirse a la salida.
—Es un mundo arcaico, un mundo remoto…
antiguo… Un mundo que no existe más. Ahora los
hombres de castilla son nuestros dueños. Nos han
vendido nuestros Grandes Señores, los Señores Sa-
grados. Los coyotes nos han devorado.
—Es nuestro corazón, nuestra palabra, nuestro
rostro.
—Es una historia de bárbaros —dijo el anciano
antes de salir andando con una mano sobre el bas-
tón y la otra puesta en la jamba de la puerta.

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*
Empezó un año después de la gran inundación de
1629, en la Ciudad de México. Estuvo cuatro años
en la construcción de los puentes, en el desagüe de
los canales y en la reconstrucción de los edificios.
Cuatro años sin levantar el rostro por miedo al
látigo del amo. Su cuerpo enclenque que temblaba
al cargar los troncos y se hundía con facilidad en el
fango era apenas el tallo de un arbolillo que inten-
taba despuntar al cielo, ¿de cuándo acá había tenido
el valor para alzar la voz, para contestarle a sus
mayores?
Es como un furor que se forma a través de mí. Un
fuego que amenaza con incendiarme. No puedo des-
prenderme de este pensamiento. Puedo ver cómo las
aguas renacen sobre los cimientos de esta ciudad para
devorarla, mientras me quemo. Estoy en la isla de pe-
rros, tembloroso, empapado, observando la torre de can-
tera gris. Tláloc sube por las paredes, serpientes de agua
se tragan la catedral. Debo quemar el templo para que
las aguas me apaguen...
El señor criollo entró para mirar a los sirvientes.
La boca del macehual rozaba el cabello de la joven
esclava. El hombre, cuya camisola pringosa apenas
cubría la barriga corpulenta, sujetó al indio de las
ropas para arrojarlo al suelo. El indio cayó con su
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odio aferrado. El amo acarició la cabeza de la mu-
lata. Los patrones creían que estaba lista para pro-
crear. Había que buscarle acomodo. La niña de
ébano, cuyos esplendores sobresalientes y manos
pequeñas molían los chiles con gran presteza podía
perder su valor, a menos que se diera buen uso de
ella. El patrón regresó la atención al indio, especu-
lando que también podría hacer buen negocio.
—¿En qué fecha de nuestro señor Jesucristo
naciste?
El indio no contestó. La mujer negra entró a la
cocina excusando acomodar los panes.
—Tendrá unos catorce o quince años.
—Estos indios son muy mentirosos, mienten
hasta con sus cuerpos, pueden decirte que son me-
nores de lo que realmente son —la misma cantidad
de odio con la que respondía el silencio del indio,
era la del hombre que preguntaba— ¿cuál es tu
nombre, perro?
El silencio fue interrumpido por la bofetada del
criollo que luego salió de la estancia resuelto a de-
mostrar que su voluntad sería cumplida. La niña
acudió a su progenitora.
—Te venderán mi niña hermosa.
—Debemos huir —el indio miró los ojos de la
madre, después los de la hija.
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El anciano macehual se introdujo como un
espectro.
—Tendrá que ser antes de que los Condes y el
resto de los habitantes españoles regresen a la ciu-
dad, de lo contrario, será imposible.
—¿Está loco, viejo? ¿O quiere que asesinen a mi
hija? —luego se dirigió al mozo—, y tú, no digas
tonterías. Mi señor lo arreglará, él pondrá a ese
criollo en su lugar.
—¡Ese no es criollo! Su padre es un marrano,
aunque de cualquier modo podrá hacer lo que le
venga en muy buena gana.
El indio estaba ausente del diálogo, suplicando a
la mulata que escaparan lo antes posible.
—Tú, muchacho, no vuelvas a retar al patrón…
Este mundo está hecho de macehuales, ya no exis-
ten los grandes guerreros, ¿quién crees que podrá
protegernos? —le dijo el anciano impedido de su
andar.
*
El indio salió a la calle junto al resto de los traba-
jadores. La procesión se aproximaba en medio de
un tumulto que recordaba las fiestas antes de las
inundaciones.
El desfile pasaba ante sus ojos desorbitados. Los
gritos y los abucheos lo envolvían en una especie
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de remolino. Un individuo vestido de sambito,
amarrado, sobre una carreta era objeto de toda cla-
se de vituperios. Los asistentes le arrojaban na-
ranjas: la escasez impedía otro tipo de comida para
desperdiciar. Era una farsa macabra. El indio escu-
chó que alguien le gritó al reo: “¡marrano!” En-
tonces, levantó una fruta y la arrojó con todas sus
fuerzas para sentir que en aquel proyectil iban
condensados los rencores de sus pensamientos.
Caminó sobre las calles, al llegar a la Acequia
Real divisó una canoa. La imagen le recordó el sue-
ño anterior. El aluvión reinando sobre la tierra.
Miles de personas suplicando ayuda, miles de ros-
tros anegados de miedo. Madres cargando a sus
hijos, levantándolos en brazos para que fueran
salvados; abuelos aferrados a las vigas de lo que
alguna vez fueron los castillos de sus casas, paredes
de adobe flotando entre la basura. El llanto sin ce-
sar. Las aguas teñidas de salitre, negadas a olvidar-
se del pasado. Los españoles navegando sobre
canoas, con los rostros fijos a la salida del sol.
A lo lejos las campanas de las iglesias resonaban
en un sólo canto de triunfo. Aquella noche los sue-
ños lo llevaron a la oscuridad, al lugar de las
tumbas, en donde se producían las voces que lo per-

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seguían. Subió las escalinatas con el corazón estru-
jado. En la cima contempló las sombras.
En los subterráneos, los tiempos de la historia
estaban enterrados por los nichos que se recubrían
de azulejos. Los restos de Tonatiuh luchaban por
salir a la superficie. Los baladros arañaban las pa-
redes reproduciéndose en ecos infinitos. Las crip-
tas también gemían: Zumárraga. Un cristo cruci-
ficado se levantaba en medio de una luz por encima
del calendario solar. Huehuetéotl exigía el sacri-
ficio de la sangre del enemigo. En el centro de los
cuatro caminos estaba él, parado, listo para la reno-
vación, pero el gran fuego sagrado se extinguía…
Quemar el templo, matar al enemigo. Ese es mi pro-
pósito. Ante el gran templo de Huitzilopochtli me vi,
recibiendo el gran honor. La estrella florida viene a
mí…
Volteó para ver a un grupo de españoles que
miraban preocupantes sus alrededores en-
charcados.
—Tal vez los indios tengan algo de razón y esto
sea una maldición —habló un caballero, haciendo
la señal de la santa cruz.
—Antes serán nuestros pecados que de indios
esta maldición —señaló un humanista.

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—Los pecados de la ciudad. ¡Qué nuestro señor
Jesucristo se apiade de nosotros! —expresó un re-
ligioso.
—¡Señores! Esto es sólo un error de ingeniería,
bastará con construir algunos diques para que se
olviden de esas tonterías.
El indio volteó al otro lado. Su pueblo se ensan-
chaba al igual que el resplandor del sol. Luego se
introdujo en su casa.
—Atlacatluitl —lo llamó su abuelo, quien le
mostraba una hermosa pluma blanca; su mano ex-
tendida en el lecho de muerte lo apuraba a recibir
la pluma del joven guerrero…
El día le impidió recibir el último obsequio de su
abuelo. Respiró acalorado. La atención de los
sirvientes estaba sobre su cuerpo empapado. Alzó
el petate, lo enrolló y lo acomodó en la pared, tomó
un paquete envuelto en papel y buscó a la joven
mulata.
—Nos iremos a los pueblos de las montañas, a
Tierra Caliente, hablaré con el principal, mi herma-
no mayor, mi primo, hablará por nosotros —ante
las dudas de la chiquilla, desenrolló el paquete y le
mostró un vestido— diremos que eres mi esposa,
te enseñaré mi palabra, hablarás nauatl.

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La madre de la niña se acercó sigilosa a la pareja.
—El color de su piel será sospechoso.
—No será así, si hablas nuestra lengua.
La niña suplicó a su madre.
—Si eres vendida, podremos seguir viéndonos;
si te vas, jamás sabré qué fue de ti.
La chiquilla lloró.
—Muchos han escapado. El señor de esta casa es
igual a todos, irás a otra casa para que digan qué
debes comer, con quién debes casarte, para agachar
la cabeza cuando te lo digan. Ven conmigo, sé libre.
Verás los árboles, el río, los pájaros, la tierra… se-
rás una mujer libre, no una niña asustada.
La chiquilla limpió sus lágrimas, después de un
largo mutismo, afirmó con la cabeza.
—Mi nombre dejará de ser Beatriz —confesó la
niña—, me llamaré como tú, madre, para tenerte
conmigo.
—Isabel —murmuró la esclava, agachando la
cabeza.
—No, madre, me pondré tu nombre, el nombre
que te dieron tus ancestros.
—Khira —respondió la madre, en una voz tan
distante como la tierra que la vio nacer.
Beatriz tomó el vestido y cambió inmediatamen-
te de ropas.
20
*
La pareja salió del palacio antes de que las enormes
puertas fueran clausuradas con cerrojos, se internó
por las calles perseguida por el patrón que escondía
su origen a plena luz del día. Isabel hizo lo propio,
siguiendo a grupo tan peculiar. Atlacatluitl sacó de
su morral un cuchillo de pedernal, Beatriz se colo-
có detrás de él; esperaron en la esquina que daba al
Templo de la Profesa, cuando llegó el criollo. El
hombre de la lengua náhuatl clavó la piedra en los
intestinos del hombre de Castilla que cayó de ro-
dillas; el joven, en cuyo cuello resaltaba el collar de
caracolillos, sacó el pedernal, lo levantó con la luna
detrás y lo hundió en el corazón de su enemigo, al
mismo tiempo que Isabel incrustaba por la espalda
del amo un cuchillo de cocina. Entonces, las Khiras
y Atlacatluitl, se precipitaron rumbo a la catedral.
El joven con las manos manchadas de sangre se
acercó a las puertas de la iglesia, dispuesto a
incendiarla. El ruido de un centinela alertó a los fu-
gitivos.
—¡Qué esperamos! ¡Vendrán por nosotros!
—apuró Khira, con la determinación que ponía en
su andar cotidiano.
El joven dejó la mecha sin conseguir adentrarse
en el corazón del templo católico para encender el
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gran fuego, sin embargo, el Señor del Néctar de la
Tierra le ofreció sus bendiciones, la lengua del cie-
lo divino habló con tal fuerza que la lluvia y los
truenos acapararon la cúpula celeste. Los prófugos
regresaron por las calles y atravesaron la plaza en
dirección a la Acequia Real. Antes de embarcarse
en la canoa, el indio volteó. No será la catedral…
pero miró el Palacio Virreinal. A la distancia ob-
servó a un anciano barbado y desdentado que iba
encorvado por cargar un enorme brasero sobre sus
espaldas. Atlacatluitl entornó bien los ojos, en la
circunferencia del brasero alcanzó a distinguir la
fecha de 1692.
Los fluidos del canal empezaron a desbordarse
chapoteando cual hervidero. La sangre del criollo
teñía las aguas. Los habitantes de la Ciudad de Mé-
xico cerraron con más fuerza las puertas y se acu-
rrucaron en sus habitaciones, suplicando a sus dio-
ses que fueran benévolos con ellos. La alerta de los
centinelas quedó sepultada ante la voz de Tláloc.
Entretanto, las tres figuras que navegaban la canoa
sobre la Acequia Real se desdibujaban en la lejanía.

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Esperando la libertad

n papel pegado en el muro con la esquina


U desprendida. La pared sucia, color blanco que
ahora languidece; una base, cuyo pigmento carmín
ha regresado a su estado disperso sobre las vidas
cácteas. En la alborada anterior, el vértice era ape-
nas un grano imperceptible; para el ocaso, se había
convertido en el ala de un pajarillo revoloteando
constantemente para escapar de sus secues-
tradores.
Frente a lo que queda de la antigua casa comuni-
taria se encuentra una plaza solitaria que despierta
al amanecer. El frío de la mañana obliga a levantar-
se. Una mujer está tendida debajo de lo que en
tiempos recientes fue una banca de descanso. El ca-
bello lacio y canoso cubre su espalda. La nívea
cascada de la anciana saluda el muro otrora albo.
Entre ellos avanza un caballero de pasos grandes.
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La mujer se voltea y alcanza a distinguir la figura
que se aleja; se levanta con gran pesar, acomodán-
dose las enaguas y sujetando la alforja vieja que le
sirvió de compañera; se soba las sentaderas para
bajar a los chamorros, turna las manos que aplacan
ligeramente el malestar, luego reinicia fatigosa su
camino apoyada de un palo de guayabo.
El día anterior los bandidos habían pasado con el
alboroto que los distinguía, a galope, arrebatando
los bienes de cuántos cándidos estuvieran pasean-
do por las calles; hicieron un par de disparos al aire,
los necesarios para no acabarse las municiones,
luego se fueron a la cantina. En el poblado queda-
ban dos caballeros ancianos venidos a menos y un
pueblo bajo acostumbrado a deambular como si no
existiera. Los bandidos se fueron de aquellas rui-
nas a las que poco podían saquear y con más sed de
la que trajeron. La anciana llegó detrás de los pasos
en polvo. Las personas la atendieron como se igno-
ra a un vagabundo. A saber cuánto tiempo llevaba
la mujer caminando, pero sus pies coronados de
grietas estaban enrojecidos; aún con la mugre
conjuntada de sus andanzas podía apreciarse un
leve hinchamiento que delataba su cansancio.
Algunas personas salían de sus hogares con pre-
parativos improvisados para acoger al hijo del cas-
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tellano recién llegado, sin reparar en aquella figura
sombría que intentaba apurarse para alcanzar su
destino. El sol mostraba el camino de la mañana
como guía incuestionable de los deseos de la mujer,
sólo cuando siguió su curso natural, ella dejó de
perseguirlo para continuar las huellas de la
alborada desvanecida. Cada amanecer consultaba a
su brújula celeste para corroborar que no se
hubiera desviado.
El camino era de terracería, tierra seca salpicada
de matas como constelaciones en el firmamento, las
cuales hacían juego con sus labios arenosos. Al
frente, únicamente, un campo árido sin fin. Tres
días estuvo en el camino viendo pasar caballerías,
caminantes con guardarropas y perdidos en busca
de salvación; algunos venían en contra, otros la re-
basaban y otros más cruzaron frente a sus pies.
Cuando el camino pedregoso quedó atrás, su
cuerpo se estaba descascando, hilos de líquido es-
carlata escapaban de las comisuras de su piel, en las
grietas de sus labios, en la sequedad de sus ojos, y
el prurito atacaba sin piedad sobre sus piernas can-
sadas y sedientas, sólo el trueno de las herraduras
en cataratas la despertó de súbito, cual si hubiera
despertado de una pesadilla. Los hombres llenos de
lozanía reían en paseo dominical: “¡hagamos pa-
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tria!”, se le escuchó a uno, mientras sus compañeros
alzaban sus dagas de acero. Entonces los alrede-
dores se mostraban más bondadosos con una
alfombra de pasto y el canto de un río que
resplandecía al final del sendero. Los caballeros re-
basaron a la anciana conduciendo a sus caballos
para atravesar el afluente, perdiéndose entre esca-
ramuzas lúdicas.
*
El sueño lo atormentó durante toda la noche, tenía
tanta sed que pensó que moriría en ese momento.
Los pies los tenía inusualmente hinchados. Debía
ser por la falta de movilidad. Los grilletes ya co-
menzaban a deformar sus tobillos, los cuales ob-
servaba con el deseo que su mirada los rompiera
por un designio divino. Cada día disminuía su
ración de comida, unas gotas de aguamiel y un pe-
dazo de tortilla fría era lo que le quedaba. Afuera
un sol esplendoroso, un día maravilloso mezclado
de noticias sobre fusilados y ratas colgadas del
cadalso improvisado por los árboles. Aquel jo-
venzuelo de hombros escurridos pasaba su tiempo
dibujando aires de libertad tras las rejas, aguardan-
do la compasión en los ojos de sus carceleros.
Al inicio eran cincuenta personas amontonadas
en un cuarto de cinco por cinco. Llegaron al mismo
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tiempo, aunque pertenecían a diferentes intereses.
El grupo de presos era una muestra variopinta de
la población, los había blancos, mestizos, negros,
mulatos e indios. A los gachupines los habían
desvalijado y, para las sonrisas de los compañeros
de celda, los habían dejado en paños menores; a
esos fueron a los primeros que colgaron. Los mo-
zos que venían en tono de camaradería dejaron de
reír al escuchar sus lamentos; a este grupo perte-
necía el preso más joven, el último sobreviviente.
El mozuelo salió del pueblo acompañando a sus
cuatro amigos en busca de la aventura y de una fu-
tura concubina. La sierra guardaba su propio
tiempo alejada del propósito histórico de los pa-
triotas en ciernes, de los salteadores de caminos y
de los oportunistas de ocasión. A los pocos días los
muchachos se dieron cuenta que el mundo había
sido quebrado. Un remolino de sucesos que incluía
el incendio de los caminos los hizo correr hacia su
perdición.
Vagaron por espacios abiertos comiendo lo que
la naturaleza les ofrecía, sin conocer los nombres
de los lugares, siguiendo su instinto –que dicho sea
de paso, no estaba bien desarrollado– hasta que el
cautiverio los encontró. El miedo se apoderó poco
a poco de sus almas extraviadas. Las risas que pro-
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fesaban en medio de su confinamiento intentaban
torpemente ocultar la incertidumbre. Así, cuando
se llevaron a los gachupines no dudaron en seguir
a los demás, gritar vituperios y escupir entre las re-
jas, al menos, antes de que fueran ejecutados.
A partir de entonces el ánimo cambió, pues nada
les garantizaba que no tuvieran la misma suerte.
Los gendarmes servían a sus propios fines. El re-
sentimiento compartido no los unía para un mismo
propósito. La situación dividía a los carceleros y los
presos, así éstos se volvían parte de una nueva so-
ciedad en donde su origen quedaba en el olvido.
La cárcel era una casa colonial que había sido
destruida en diferentes épocas, ora por los inde-
pendentistas, ora por los realistas o los insurgen-
tes, o los conservadores, o los liberales, todos por
turnos hicieron de la casa, la Casa de los Infames.
Ahora estaba desnuda ante el vergel que la rodea-
ba, sosteniendo toda clase de presos y prácticamen-
te en escombros que dejaban ver su única pieza ha-
bitable con una reja rústica y los signos de las
distintas reconversiones que sufrió a lo largo de los
años; con seguridad, en sus mejores momentos ha-
bía sido una bodega o el cuarto de los sirvientes.
Cada vez que los guardias se acercaban a la
puerta los detenidos se aglomeraban en los reco-
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vecos de la celda. Los hombres peleaban por que-
darse al fondo. Los captores entraban y agarraban
lo primero que estuviera a su mano, mientras otros
vigilaban con los fusiles listos en caso de amotina-
miento. Sucedía que las personas que eran llevadas
no volvían jamás. Los gritos desesperados durante
el día o los gemidos en la noche eran lo último que
se sabía de ellos. Algunos presos intentaban mirar
de reojo por las esquinas de la celda con la
intención de conocer el destino de aquellos des-
graciados, pero cuanto veían parecían ser las
borrosas imágenes de la tortura que se multiplica-
ban por la imaginación. Los cinco amigos se
volvieron cuatro al inicio de la segunda semana, se
habían llevado al obeso del grupo en medio de
llantos y rasguños por asirse de alguien. El joven
escuálido podía oír los reproches de “El gordo” que
se negaba a cooperar, lo que le hubieran hecho lo
calló en una tarde en que los gendarmes se
emborracharon. Lo que era de cierto es que los
raptores se regocijaban con el miedo que inducían.
Al principio no había grilletes, se mantenían
pegados al suelo por el terror que les infligían los
secuestradores, quienes tendían a bien tratarlos
mientras estuvieran encerrados, les traían abun-
dante agua en cubetas de madera y tortillas con
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chile: podían saciarse lo que quisieran. Las dudas
surgieron cuando notaron que se llevaban a los
más fuertes, entonces el jovenzuelo preguntó que
qué les hacían, en una tarde en que un gendarme
especialmente contento les llevó la comida. El se-
ñor, bastante corpulento para aquella época de dis-
turbios, no le contestó, sólo se largó y unos mo-
mentos después regresó con lo que parecía la pata
de un animal a la cual le arrancaba la carne a
mordiscos y, con una sonrisa, dijo: “nos los come-
mos”.
Los presos que juraban haber distinguido los
tormentos a los que eran sometidos sus
compañeros aceptaron la palabra del carnívoro, en
cambio el jovenzuelo negó la situación: “Tal vez se
los lleven para venderlos…”, dijo con la intención
de poder dormir aquella noche.
Esa ocasión fue oportuna para que los presos
decidieran rebelarse. “No más cárcel”, se dijeron, y
al momento que vinieron por más presos se les
fueron encima a los secuestradores con el valor de
sus cuerpos. Las ráfagas de los fusiles acribillaron
a todas las personas sin distinguir entre presos y
carceleros. Cuando terminó la refriega, el polvo era
el testigo más fiel. Los gendarmes entraron a la
celda y sacaron los cuerpos arrastrados por las
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patas. El joven no se atrevió a moverse y dejó que
le quitaran los cadáveres de encima. El guardia que
le había contestado su imprudencia lo miró y
sonrió, luego se llevó el último cuerpo que lo había
resguardado. Cuenta final: tres sobrevivientes. Los
grilletes fueron por el mero gusto de los gendar-
mes. Los muertos fueron descuartizados a la vista
de los presos y los miembros arrojados a los perros
que pronto murieron indigestados.
*
La anciana llegó a la ciudad en la noche. El nervio-
sismo atacó sus piernas, sus grandes troncos tem-
blaron. Recordaba tenuemente las calles citadinas.
Las sombras abarcaban todo el ambiente, no había
nadie que encendiera la iluminación, lo que
alcanzaba a ver eran piedras gigantescas, de-
formaciones que habían cambiado el lugar de las
calles. Miró hacia todos lados, indagando cuál
camino seguir. Después de unos minutos se decidió
por atravesar lo que parecía ser una calle cubierta
por escombros.
Entró al edificio en donde vivía su hija. Una ca-
sona colonial que fue abandonada con los primeros
avistamientos de los cañones de madera dirigidos a
la ciudad; para la época en que los cañones hechizos
hicieron los mayores estragos, la casona ya había
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sido saqueada en varias ocasiones y reconstruida
otras tantas con materiales improvisados. La ancia-
na vio la caseta de la entrada con la puerta abierta
y a un costado una columna que ocultaba a la
patrona junto a dos mujeres. La patrona vestía una
blusa blanca de mangas largas y un faldón grisáceo
claro, se podía notar su estatus en la limpieza de
sus ropas que iluminaban la oscuridad. Las otras
dos mujeres estaban vestidas más sombrías, una
llevaba un blusón floreado en el que colgaba un co-
llar de bolas, mientras la más joven tenía un vestido
cubierto por un rebozo grande que la cubría como
el chal de una dama. El contraste era evidente con
la viajera, cuya falda manchada sobre más manchas
y su blusa bordada revestida de un rebozo negro,
estaba cubierta de polvo. La errante saludó con un
ademán, señalando que subiría en busca de su hija,
lo que la patrona interpretó bien. Ella no hablaba.
—¿Busca a su hija?
La anciana volteó. Las socarronas la miraron con
desprecio.
—Murió… —agregó de sopetón la patrona y sin
esperar alguna reacción continuó— de pura nece-
sidad, hace como un año, ¿verdad? —las mujeres
asintieron.

32
La viajera volteó hacia los rincones del edificio,
las varias puertas de madera que adornaban los
tres pisos de la casona evidenciaban los cuartos de
aquella vecindad improvisada. Todos parecían es-
tar habitados, incluyendo en el que su hija residió.
A un lado de la caseta había una vivienda con un
prodigioso portón y la ventana protegida por una
reja de hierro forjado –la casa de la dueña sin
duda–; al otro lado del patio, se encontraba una pa-
red desnuda excepto por un par de contenedores
con basura recién quemada. Para allá se dirigió,
barrió con su pie los desperdicios y el polvo, luego
colocó parte de su reboso en el piso, puso su alforja
como almohadón, se acostó junto al palo de guaya-
bo y con el exceso del reboso se cubrió.
La patrona miró el ritual, luego hizo una mueca
a sus amigas y se retiró a su vivienda. Las inquili-
nas hicieron lo mismo. La anciana miró por largo
tiempo las verjas sumergiéndose en una especie de
encarcelamiento, sus ojos acuosos se cerraron para
que las imágenes de sus recuerdos la inundaran.
Estaba impedida de la palabra, más no de las lágri-
mas. A su hijo se lo llevó el sistema; a su hija, el
hambre; sólo le quedaba su nieto.
La última vez que vio a su hijo fue el día que le
llevó a su nieto: la madre había muerto después del
33
parto. Su vástago se fue cargando un machete nue-
vo que no tuvo tiempo de afilar, en cambio dejó una
alforja de bastante uso. Lo vio tomar el camino
hacia los linderos, mientras ella cargaba al recién
nacido y su esposo la esperaba junto al fogón. En
contraste, su hija se había ido para trabajar con una
patrona de la ciudad, pero cuando fue a buscarla se
encontraba en una pulquería sirviendo mesas. La
invitación llegó después de unos meses de quedar
viuda, sin embargo, regresó pronto para continuar
criando a su nieto.
Esperó la salida del sol a la entrada del edificio.
Lo examinó como cada mañana, excepto que
esperaba un camino más allá de las coordenadas
geográficas. Luego de leer con atención al astro ce-
leste, se encaminó entre los escombros de la ciu-
dad, una ciudad que cambiaba en todo momento.
Todo cambiaba, menos ella. Cada grupo insurgen-
te pretendía acabar con los símbolos y el poder de
su adversario, cada edificación o régimen era aplas-
tado por otro dejando cada vez más escombros y
nuevos trazos citadinos.
Muchos inmuebles estaban inservibles, habi-
tados por la perdición. Aquí, allá, se levantaban
vecindades espontáneas y mal construidas que da-
ban resguardo a todo tipo de personalidades. El de-
34
sorden era lo común. La aniquilación de resigni-
ficaciones en edificios y gobiernos llevaron a que
los derrumbados duraran la vida de las personas;
las toneladas de cascajo servían como materiales de
reconstrucción, los cuales se podían encontrar a
cada paso; las calles sin pavimentar perdían el sen-
tido. La destrucción de los edificios se equiparaba
con las muertes de cristianos que también queda-
ban tirados durante días, de ello no se escapaban ni
las propiedades eclesiales, al contrario, éstas su-
frían los mayores embates. Así surgieron más go-
biernos, viviendas, basureros, comercios, vagabun-
dos y callejones.
La abuela miró los restos de la capilla del Rosa-
rio, el convento de Santo Domingo parcialmente
derribado; siguió por la calle de Leandro Valle, la
cual ya era un callejón, y subió por los escombros.
La mujer se quedó anonadada ante la visión que el
escenario le profería. Un campo de guerra que
hacía sonar los arcabuces. Retrocedió ante el humo
de la artillería. Miró el sol del atardecer que le dijo
que cambiara la dirección de su camino.
*
Uno de los tres presos gritó durante días que de-
seaba morir, la comida dejó de ser común y el agua
era un privilegio. La monotonía de la escasez se
35
apoderó de los días. El joven veía la profundidad de
la vida en los árboles y el pasto que se veían
alumbrados por el sol de mayo; esperaba que llo-
viera, pero los cielos se hacían de rogar. La cotidia-
nidad se interrumpió por una romería de nuevos
presos que incluía mujeres, sin embargo, sólo se de-
tuvo una tarde y desapareció. Lo único constante
era el loco gritando por su muerte, mientras los
demás intentaban mantener la cordura. Luego el
silencio externo se hizo cada más más extenso…
Las pisadas de un hombre que intentaba ser si-
giloso se acercaron a las rejas y sin mediar palabra
disparó en la cabeza del pobre delirante. El cuerpo
pudriéndose duró una semana. El muchacho vomi-
tó en varias ocasiones, produciéndole horcajadas
que le impidieron mantenerse de pie. Al octavo día
su único compañero también había muerto. Sólo
quedaban los insectos liberando el olor de la muer-
te. Gritó para que vinieran en su rescate, pero la
respuesta fue el mutismo de los gendarmes.
Cuando el desfallecimiento lo llevó al final de los
sueños de una tierra despoblada y polvorosa, en el
que caminaba sin tregua, el gendarme de la sonrisa
amable abrió las rejas y se llevó los cuerpos engu-
sanados, después le dio de beber un poco de agua-
miel y le dejó tortillas con chintextle. Los gendar-
36
mes habían vuelto y el joven sintió gran alegría al
escuchar sus risas envueltas de alcohol.
La vuelta a una normalidad carcelaria duró poco.
El joven oía en el fondo una batalla cruenta, los
disparos que ahuyentaban a los pájaros, la deto-
nación rompiendo los últimos muros de la resis-
tencia de la ciudad, su corazón a golpe de
martillazos que esperaba que su vida tomara un
giro: la vida plena o la muerte, pero después de días
la cuadrilla había abandonado el sitio y los enemi-
gos no habían roto los muros de su encarcelamien-
to: la vuelta a la incertidumbre, al hambre, la sed y
los sueños.
La soledad lo hacía desvariar, los esbozos
trazados por sus dedos dibujaban fantasmas, su ca-
beza ladeada saludaba una figura fantasmagórica.
La habitación ennegrecida poco le ayudaba a
mantener la lucidez. Los grilletes habían cortado
sus tobillos. Aquel cuerpo aprisionado se tiró de
bruces sobre la tierra del piso con el brazo extendi-
do intentando alcanzar los barrotes. La cárcel era
un escenario lúgubre en el que alguien había olvi-
dado un cuerpo, un envase con gotas secas de agua
miel y restos de tortillas. El sueño de aquella noche
fueron las verjas que se acercaban a su rostro para
recordarle su encierro.
37
*
La anciana cruzó los restos de la devastación. El
palo de guayabo la sostenía sobre un patio descui-
dado, con grandes matas y árboles que rompían
con sus raíces el suelo. Observó en el fondo una ca-
sona arruinada con el costado aún de pie: una bo-
dega cuyo acceso había sido agrandado con un
atentado y restaurado por un enrejado rústico. La
libertad puede estar al alcance de unos pasos. Las
esperanzas de libertad se encontraban en la oscuri-
dad, en otro sueño que miraba cómo una mujer se
acercaba a través de un paraíso, perseguida por un
sol escondido detrás de sus espaldas.
En el fondo de aquel cuarto insalubre con el sol
de frente y unas rejas de por medio, se encontraba
el nieto perdido, los pasos de la anciana se apresu-
raron con tal fuerza que el palo de guayabo se que-
bró en el camino alargado por el anhelo del encuen-
tro, la viajera tambaleó, pero siguió firme. La
cabeza rematada por una abundante caballera ne-
gra y lacia yacía bajó un cúmulo de moscas que la
sobrevolaban, el brazo inerte con una mano que
mantenía dos dedos extendidos cubría la tierra que
fue en otro tiempo una tortilla. En el último sueño,
el joven distinguió a su abuela entre las rejas, sin
embargo, ella no alcanzó a sostener su mano.
38
Conquistas platerías

i nombre es Inés y escribo porque puedo.


M Esta es mi historia. Mi nombre real no
importa, nadie lo conoció luego de que mis padres
me llevaron a bautizar con el sacerdote del pueblo.
Nací el día de Santa Inés, el mismo día, catorce
años después dejé mis vestidos habituales. Mi
madre había muerto la noche anterior y despedida
con prisas a la mañana siguiente, para la noche mi
padre me había ofrecido al cacique. Aquel día mi
corazón se llenó de temor. Nunca antes había cono-
cido el miedo.
Vivíamos en el Paraje del Arroyo, lejos del pue-
blo, donde se escuchaban a las estrellas tintinear. A
la medianoche, a la hora en que se perdía el llanto
por mi madre, cambié mis vestidos viejos por las
ropas mestizas que el cacique me había regalado
por anticipado. Aquel hombre no me quería como
39
esposa, ya tenía una; pretendía mi vida. Al salir de
la casa mis pies dejaron el acostumbrado chasquido
sobre la tierra. Luego de estar lo suficientemente
alejada para que mis pasos no alertaran al verdugo,
corrí con pies ligeros sobre la cordillera para
encontrar el camino antiguo de la Ruta de Plata. A
partir de ese momento me destiné a huir y mi padre
a seguirme. Nunca entendí por qué se empecinó en
mi persona, tal vez, porque en su jactancia se
impedía aceptar que su pertenencia se fuera sin
más, humillándolo ante el cacique y el pueblo.
Al atardecer del nuevo día llegué a las minas de
Nuestra Señora. La gente se arremolinaba sobre
un patio extenso, algunos con cubetas repletas de
piedra, otros alistando las cargas para las mulas; al
fondo, los rezagados lavando las últimas tinas de
madera en donde se lavaba la plata. A parte de los
hombres que sostenían grandes mazos, había
ancianos, mujeres de todas las edades y niños sen-
tados en el suelo.
Me acerqué a la mina para pedir trabajo al
patrón. No fue difícil, el cerro era un centro de
tránsito constante, personas iban y venían, trabaja-
ban días, años, sin que al patrón le importara:
siempre había manos para la veta. De vez en cuan-
do nos observaba con desconfianza, su mirada se
40
empeñaba en escudriñar nuestra piel. No lo culpo,
aquella gente todavía tenía miedo de los grupos de
honderos. Cuando las recuas de mula cargadas de
plata pasaron en procesión hacia el Camino Real, la
mirada fija del hombre de barba giró de inmediato
para vigilarlas.
Mi trabajo de pepenadora consistía en recolectar
entre los desmontes mineros las piedras dejadas
por los quebradores y limpiarlas. El patio de la pe-
pena reunía a cien mujeres, quienes conocían de
minas decían que eran pocas, que en sus mejores
años debían ser miles. Las mujeres éramos palliris,
lavanderas, granzeras o pepenadoras; los hombres,
mineros, acuñadores de monedas o transpor-
tadores de riquezas; los niños, picadores, pepe-
nadores o fregadores en los hornos de fundición.
A lo que más le temía era a entrar a los despa-
chos. El interior de las minas era una boca negra
que tragaba lo mismo a los niños que a las mujeres,
o los hombres. No distinguía en su gula por recibir
la ofrenda que se merecía por enriquecer a los
patrones. Una tarde escuché a dos mineros hablar
sobre aquella entrada al infierno, frente a la capilla
de las misas:
—Antes aquí había una Casa del Señor, un
templo cuyas escaleras alcanzaban la cima del
41
monte, perdiéndose entre la corola del Sol, pero ya
ve, que aquí vinieron a plantarnos esta iglesia
—dijo el minero cuyo apellido era mi nombre,
mientras se acomodaba las cabritillas viejas de sus
manos.
—Por favor, compadre, eso fue hace mucho
tiempo, ni usted ni yo vivimos esa época…
—Pero eso no quita que critiquemos su gusto
por destruir los cerros, ese afán que tienen por la
plata, su hambre por las riquezas que nos llevan
entre las patas —el compadre lo miró con incredu-
lidad— si no me cree, entonces fíjese en el trabajo
que tenemos —los hombres se miraron llenos de
tierra—. Las minas son la boca del infierno —al
mirar el hastío de su interlocutor continuó—, me
lo dijo el cura: mientras más excavemos, más cerca
estaremos del demonio; fíjese cuánto calor hace
allá abajo… Hay que cuidarse de lo que hay allí.
—Eso qué tiene que ver con las edificaciones de
los salvajes…
—¿Cómo qué? Que los patrones todo lo cam-
bian, todo lo destruyen… que nosotros somos los
salvajes.
El hombre de recelos le dio una palmada a su
compañero de relatos fantásticos y se fueron hacia
la entrada de la condenación. Yo estaba recargada
42
sobre una gran roca a la que sabía que en algún
momento la acabaríamos haciendo polvo, cuando
los escuchaba. El relato del minero me inquietaba.
El infierno se caracterizaba por las grutas, los mu-
ros que amenazaban con caer y el pánico a ser
alcanzada por mi padre. Contemplé el lugar que el
minero había señalado como el nicho de un templo
antiguo, una época que desconocía. El mundo que
me sostenía había perdido la memoria.
La primera vez salí de las cavernas deslumbrada
por el horizonte del ocaso. La tela rojiza imperaba
sobre el cielo, dividiendo el plano de lo visible y lo
no visible. Me encontraba en el tiempo de la
incertidumbre, atrapada en un tiempo hipotético de
disyuntivas en el que mi padre me alcanzara o
continuar mi camino. Los años me darían la
respuesta.
El tiempo aciago se escapó de mi corazón para
inundar el mundo. Las personas dejaron de traba-
jar en las minas, faltó la mano del mestizo, del
indígena y el mulato, los caminos fueron obstaculi-
zados, dejó de haber suministros de azogue, los
mazos de los maestros quebradores estaban ago-
tados, los mercaderes de plata venían por su carga
para buscar nuevas rutas y evitar ser detectados en
sus comercios informales. Los yacimientos mineros
43
se fueron despoblando. La época de los columna-
rios perfectamente acuñados y las barras de plata
se convirtió en la era de la nostalgia. En la casa de
moneda provisional –que dejó de ser provisional
hacía medio siglo– se habían confeccionado mone-
das de toda clase, del medio real a los ocho reales,
monedas de contramarcas y monedas de necesidad
con una infinita variedad de troqueles, pero ahora
nos volvían a pagar con macuquinas de ¼ de real
cuyo resello tenía un águila en medio de un óvalo
que no podía detectarse a qué bando pertenecía.
Me encontraba en los lavaderos, enjuagando la
plata molida y separando el mercurio cuando don
Inés me avisó que un hombre de piel cobriza y traje
de hondero buscaba una mujer con mi descripción.
Solté la bandeja y limpié mis manos en mi vestido.
Lo miré, y estoy segura que mis ojos delataban la
angustia que a partir de entonces no me dejó
dormir.
El hombre de los relatos también se preparó
para marcharse por siempre. Antes de despedirse
me invitó a irme con él, su rostro bondadoso quiso
decirme tantas cosas, pero se contuvo en una sonri-
sa. La mano de don Inés sostenía unas monedas
que agitaba con indecisión: sus pensamientos iban
de arriba abajo. Tomó una y me la ofreció.
44
—Tú no perteneces aquí, vete antes de que te
alcance.
Aquella tarde tomamos caminos opuestos.
Al salir del cerro había aprendido todo sobre el
trabajo de la mina, también sobre la matemática.
Los caminos estaban atestados de arqueros,
lanceros y honderos. Miraba sus rostros con cui-
dado por si mi padre se escondía entre ellos, pero
ninguno hacía alguna señal. Las mulas que habían
transportado sobre sus lomos la plata de los yaci-
mientos corrían desbocadas, al fondo se escucha-
ban los disparos y los caballos en carrera. Al pasar
los honderos, los saludé y continué mi camino.
*
Escapar era mi destino. Huir de mi padre como una
liebre de su cazador. Mis pies de voladora, más rá-
pidos que los de mi verdugo, me permitieron llegar
a lugares inimaginables. Pasé por pueblos muy va-
riados, no recuerdo cuántos fueron, pero caminé
durante varias lunas, mirando constantemente so-
bre mis hombros por si alguien me vigilaba, pero
siempre encontré a mi propia sombra.
Aprendí a no mezclarme en las calles de los
grandes poblados para evitar que me agredieran
las gentes acaudaladas. Trabajé en cada lugar, en el
campo, en la tienda o en la casa de algún patrón,
45
pero sin detenerme durante mucho tiempo. Prefe-
ría las comunidades pequeñas y mestizas, porque
podía pasar desapercibida, aunque no siempre se
podía, en ocasiones me enfrentaba a incómodos
interrogatorios: ¿quién es tu patrona? ¿Qué haces
en estas calles? ¿Dónde está tu familia? ¿Cuál es tu
esposo? Y más por el estilo.
Había pueblos en donde no nos entendíamos, su
lengua era muy distinta, pero me daban de beber y
un poco de comida para el camino. En cada lugar
aprendía nuevas palabras. Había aprendido tanto
que la gente luego se sorprendía. En un pueblecillo
compré mis primeros calzados. Eran unas tiras de
cuero adornadas con unos listones blancos. No me
importaba que me lastimaran, estaba decidida a
utilizarlos, a vestir como gente. Mi orgullo lo exhi-
bía sin disimulo.
Una tarde que me encontraba sentada lavando
mis pertenencias le pregunté a la señora de la casa
que qué era aquella nube que se levantaba de la
tierra. Ella volteó hacia donde le señalaba:
—Es el humo del tren —me contestó sin
importancia.
—¿Dónde está? —indagué con la emoción que
me producía algo que no podía imaginar.

46
—En Puebla, en la ciudad, mejor apúrate con tus
cosas para que me ayudes.
Tren. Esa palabra se me pegó como los versos de
un poeta. La repetía de forma constante. Era sono-
ra como el rumor sobre sus historias. Mi imagi-
nación me conducía a Puebla y nadie podría
impedir llegar a ese lugar.
*
La ciudad era un hervidero de conmoción, la cual
se podía definir en demoliciones y reconstruccio-
nes. El ruido era infinito; el movimiento, apresu-
rado. La gente no me preguntaba nada, si acaso me
miraba ocasionalmente para hacerlo con desdén.
Había tanta gente que ninguna ciudad en la que
hubiera estado se comparaba, dudo ya que alguna
otra fuera ciudad.
—Si esta ciudad te parece grande, imagina la
Ciudad de México, ¡es mil veces más grande!
Mi nueva amiga que trabajaba con una patrona
de alcurnia me alborotaba la imaginación. Carmen
era de mi edad, pero nunca había ido a México, sólo
se conformaba con las historias; creció en la casa de
la señora Durán, su madre la llevó siendo muy
niña, fue ahí donde aprendió a comportarse, a usar
los utensilios que la gente de bien ocupaba de co-

47
mún. Ella me dijo que la señora Durán era una bue-
na mujer y le pediría el favor para mí.
Los primeros días vagaba por las calles, dormía
entre los edificios desplomados, viejos o abando-
nados, junto a decenas de personas que mendiga-
ban en el día. Durante ese tiempo el dinero se fue
acabando, comía lo imprescindible, pero caminaba
todo lo que podía. Carmen también me llevó a co-
nocer el ferrocarril. Era una víbora de ébano gi-
gantesca, inamovible y silenciosa. El tren viajaba
de forma constante a la Ciudad de México. Los
próximos días me acercaba para ver su salida de la
estación, miraba extasiada el humo convirtiéndose
en nubes, el encarrilado del gran gusano y la forma
en cómo tomaba velocidad. La gente ni siquiera re-
paraba en mi existencia y esa sensación de ser un
ánima en pena era realmente gratificante.
Carmen tardó unas semanas en recomendarme
con la señora, pero me consiguió una ayudantía. La
señora Durán era una mujer muy reservada, pocas
veces se le podía ver en la casa, la mayor parte del
tiempo estaba recogida en sus aposentos. Pasaba
demasiado tiempo entre libros. El señor Durán
decía que su mujer estaba enferma. El señor
Durán, por el contrario, vivía embrutecido. Él pro-
venía de una buena familia, recordaba entre sollo-
48
zos cómo era su vida de niño, cómo la desgracia lo
perseguía en el fracaso de sus negocios, además de
lamentarse de que Dios le hubiera negado los hijos
que tanto añoraba, por todo esto, despilfarraba su
herencia en la embriaguez. En la casona también
vivía Gertrudis, la ama de casa, que estaba al tanto
de la señora y quien cuidaba de su aseo personal;
Carmen, que era la ayudante de limpieza y cocina,
y María, la cocinera. A mí me habían dado la labor
de cuidar las áreas públicas y el almacén.
Como los primeros días no conocí a la señora
Durán, me la imaginaba como una anciana aque-
jada de malestares, no fue sino hasta que me llama-
ron para ayudar en la limpieza de su recinto del sa-
ber que descubrí a una mujer madura, de semblante
serio y ameno. El lugar albergaba torres de libros
cubiertos de cuero de todos los tamaños. Gertrudis
me apresuraba a limpiar cuando notaba que me
quedaba absorta entre las imágenes y Carmen sólo
me hacía señas de complicidad. Le pregunté a Car-
men si ella sabía descifrar los enigmas de los libros,
me contestó que había ido a la escuela del sacerdote
de su pueblo y sabía algo; quedó en enseñarme por
las noches: las letras eran hormiguitas que anda-
ban sin moverse.

49
En la medida que el salón de la señora era gi-
gantesco duramos varios días desempolvando los
muebles. Ahí aprendí a pulir la plata, el oro y el co-
bre, también a que la piel de mis manos se pelaba
con la mugre de los metales. Estaba maravillada
con la riqueza del despacho, pues era la primera
vez que veía la plata convertida en adornos lujosos.
Mientras pulía los platones veía mi reflejo, mis ca-
bellos largos en juego con mis ojos y mi boca.
Aquello me hacía recordar los lavaderos en las mi-
nas… entre mis ropas tenía todavía la macuquina
de plata de ¼ de real que me había dado don Inés,
no la había gastado, pensando que podría ser un
gran recuerdo… por ello, no pude evitar
preguntarme, ¿por cuánto tiempo debería lavar la
riqueza ajena? Si esto era todo lo que me deparaba
la vida. Veía los libros y me cuestionaba si alguna
vez yo podría grabar mis memorias como las per-
sonas que habían escrito aquellas obras. Estaba tan
abstraída que no me di cuenta cuándo dejé la
bandeja de plata para sostener un libro.
—Ese libro está forrado con piel humana —el
tono de la señora Durán no fue de regaño, ni de
reclamo, pero hizo que soltara el libro de in-
mediato.

50
Espantada, eché dos pasos atrás. La tonalidad de
dicho libro era ligeramente más clara que el resto,
la sensación entre las manos era igual a las de otras
cubiertas.
—¿Te gustan los libros?
Asentí con la cabeza, tenía miedo de que fuera
una imprudencia hablarle directamente a la señora.
Carmen a su vez sólo nos miraba. Era una suerte
que Gertrudis estuviera ausente.
—¿Sabes leer?
—Yo le he enseñado las letras, señora —Carmen
contestó apresurada.
—La piel fue de un criminal que asesinó a una
mujer por robarle unas cuantas monedas —la seño-
ra se acercó a recoger el libro—, no hay por qué
sentir compasión, los criminales no merecen piedad.
A partir de ese momento, la señora de la casa
destinaba un tiempo para enseñarme a leer y escri-
bir, me instruía en historia, en ciencias y literatura.
Me compartía todos sus conocimientos, era eviden-
te que durante años su lengua había sido secues-
trada y que ahora gozaba de libertad para comuni-
car todo lo que su alma guardaba. Alguna vez me
dijo: “estos libros contienen las historias y saberes
de todos los pueblos, puedes aprender mucho sobre
el mundo y la humanidad si te empleas en su estu-
51
dio con dedicación”. Eso fue lo que hice. Sólo
Gertrudis me observaba como una intrusa; su
mirada era inquisidora, podía notar que me desea-
ba grandes males.
Si la ciudad fuera un libro, se podría explicar su
primer encuentro como la mirada asombrada de
quién descubre un tesoro literario. Te acercas con
lentitud, azorado por el cúmulo de significados que
no consigues descifrar en las primeras líneas, como
un enamorado, pero a mitad de la lectura descubres
las profundidades que desconoces al asir el libro. A
mitad del camino de un mal libro, puedes dar cuen-
ta de las aguas que se estancan, de las algas que
surgen para enturbiar la fuente –como la del zóca-
lo–, y poco a poco va surgiendo el desencanto. Así
podía notar que la ciudad en realidad era un lugar
inamovible con conventos avasallados y abando-
nados, un barroco sustituido por el neoclásico y un
escribano recopilando los textos antiguos. Igual-
mente, descubrí el fondo de la ciudad, un tiempo
lento que no había notado por la impronta causada
por la admiración. Los sitios no variaban, se
reconstruía muy poco, los trabajos duraban eterni-
dades, al grado que cualquiera que hubiera dejado
de venir por un largo periodo, podía encontrar las
calles iguales.
52
Algunas plazas estaban prohibidas para los
empleados y mendigos, pero en otras se podía tran-
sitar siempre y cuando se guardara el orden. El zó-
calo era un cruce de caminos, una zona en la que las
personas comunes y las grandes personalidades
paseaban en dos líneas paralelas. La gente de la
acera andaba sin mirar hacia los lados, en cambio
los que estábamos al otro lado, sobre el lodo que
dejaban las remodelaciones, mirábamos extasiados
los colores que sólo el lujo podía comprar. A mí me
gustaba acudir a las fuentes, aunque no fueran un
paisaje especialmente hermoso. La fuente del zóca-
lo se encontraba azolvada de tierra, el agua es-
tancada contenía verdes algas con sapos que de
cuando en cuando salpicaban a los transeúntes.
La lenta remodelación hizo que los acueductos
se vaciaran, hubo días en que la falta de agua se
hizo insoportable, caminar por las calles era como
hundirse en los retretes. Las calles estrechas
tampoco ayudaban a que el olor se disipara, incluso
las hacía intransitables. Paradójicamente, los en-
charcamientos causados por los trabajos de remo-
delación y las lluvias esporádicas se desbordaban
sobre las aceras, al punto de que los sacos de harina
de una panadería fueron utilizados como diques
para evitar una mayor catástrofe. El primer cuadro
53
de la ciudad que permitía al viento circular traía el
olor de los desechos enfermando a parte de la po-
blación, así que la gente no soltaba los pañuelos y
los abanicos.
Con todo lo anterior, seguía caminando la ciu-
dad. El último día en Puebla, salí a comprar las ve-
ladoras para la señora Durán. Al dar la vuelta so-
bre la calle de Miradores observé a dos cocheros
intransigentes que se negaban a darse el paso –la
trifulca había atraído a una multitud de curiosos–
al examinar bien, noté que era el cochero del señor
Durán y el mismo señor Durán frente a otros dos
caballeros: todos inundados en el lodo. La escena
parecía una comedia y me hubiera reído sino
hubiera sido porque en la contraesquina estaba mi
padre. Tenía tiempo vigilándome sin darme cuenta.
Habían pasado años que lo había olvidado por
completo.
Me miraba fijamente. La cinta fuertemente
amarrada en su cabeza tenía las tiras viejas, mien-
tras su manta tejida, cubriendo su cuerpo, era nue-
va. Abrió el abrigo y me dejó ver su machete, sus
piernas eran largas y fornidas. La edad no había pe-
sado en sus andanzas. Cruzó rápidamente para dar-
me alcance, yo giré y me interné en las calles enlo-

54
dadas. Cuando las calles me resultaron insuficien-
tes me encaminé hacia las afueras de la ciudad.
Corrí entre los acueductos rellenos de broza,
esquivando los obstáculos naturales que me ofrecía
el entorno, sin embargo, nada hacía desistir a mi
perseguidor que había desenfundado su arma y me
acosaba sin pudor. Tuve que regresar a las calles de
la ciudad, las personas nos veían pasar, pero nadie
gritó o alertó el peligro, era indudable que noso-
tros éramos parte también de la comedia que se de-
sarrollaba en el olor apestado. Cuando me faltó el
aire me cuestioné seriamente si no era mejor en-
tregarme a la muerte; caminé trémula hacia la
multitud que ahora chiflaba y aumentaba el alboro-
to: el señor Durán y su cochero seguían sin ceder
el paso.
Al estar a la distancia de una nariz, las mujeres
gritaron horrorizadas.
—¡Un hombre des…! —La mujer no terminó la
frase al ver a mi padre portando su traje tradicional
que dejaba al descubierto una parte de su cuerpo.
—¡Qué indecencia!
—¡Policía! ¡Policía! —gritaban las damas al uní-
sono.
Mi padre temeroso guardó el machete y cubrió
sus carnes. La gente notaba su presencia, una pre-
55
sencia incómoda. Los cocheros que habían acapa-
rado la atención de los ciudadanos también voltea-
ron para conocer al hombre que les había quitado
protagonismo. Los gendarmes se acercaron y lo
arrastraron afuera de la comedia. El silbido del
tren anunció el final de la escena.
Mi única solución para escapar se encontraba en
el tren que notificaba su próxima salida, sólo que
no podía regresar a la casa de la señora Durán por
mi dinero o para avisar lo sucedido, eso podría en-
tretenerme. Tal vez a mi padre lo soltarían sin más.
En mi bolsa tenía un par de monedas, más el dinero
de la compra, podría completar para un boleto. La
mayor parte estaba en el cuarto de servicio, hacía
mucho tiempo que no cargaba todo mi dinero, con-
fiada en que mi progenitor se hubiera olvidado de
mí.
Me apresuré sobre la calle del Hospicio, el Me-
són y di vuelta sobre la Once para llegar al ferro-
carril y rogué porque me vendieran un boleto. La
tercera clase era bastante cómoda para mi huida.
Era probable que Carmen me extrañase, que
preguntara por mí en las calles, pensando en que
algo me hubiera pasado, incluso que la señora
Durán se extrañara de mi ausencia, pero no podía
arriesgarme; supe que había decidido bien cuando
56
vi a mi padre en la plataforma observando el tren
que me conducía a la Ciudad de México. Sabía que
la próxima vez que nos viéramos no tendría mucha
suerte.
La última imagen de la ciudad de Puebla la tuve
cuando el tren viró, la torre de la catedral se
tambaleaba y el tren daba ligeros brincos que nos
hicieron rogar por nuestras vidas. El temblor de
aquel año hizo añicos la reciente remodelación que
había tardado por la lentitud de un tiempo que
intentaba apresurarse sin éxito.
*
La gran Ciudad de México no era tan diferente a la
ciudad de Puebla, las calles se dividían según el
rango social de los transeúntes, excepto que las
remodelaciones estaban caracterizadas por un mo-
vimiento acelerado de la maquinaria que apoyaba
la construcción de edificios, negocios, plazas y mo-
numentos. A dónde quiera que iba escuchaba voces
que añoraban el pasado, un lugar de estabilidad,
donde el ritmo de edificación era lento, cuando los
minutos lo eran todo, cuando eran diminutos; en
donde el sonido no era exponencial. Aquellas voces
también tenían esperanzas en el futuro, en un go-
bierno que fuera como Francia y la economía atra-
jera las mieles del oro y la prosperidad de los co-
57
mercios para los dueños mexicanos. Todos sentían
nostalgia por los siglos de construcción derrum-
bados en días y expectación por el futuro de la mo-
dernidad, menos yo, que avanzaba sin remordi-
mientos y deseaba dejar el pasado lo más lejos po-
sible, en tanto el futuro me era incierto.
Busqué por días en dónde acomodarme, el
hambre había hecho de mí una piltrafa andante.
Salí de Puebla con mi calzado viejo y mis prendas
de trabajo lo que me daban un aspecto de mendigar,
lo cual tampoco estaba tan alejado de mi condición;
en este trance, recordé mi ¼ de real de plata que
aún tenía entre mis ropas y me negaba a gastar. Mi
memoria estaba tan fatigada que no podía recordar
por dónde andaba, a veces me sorprendía sin recor-
dar mi nombre.
La luz llegó como si mirase directamente al sol,
en un destello que me dejó por un momento ciega,
caminé sobre la calle, hipnotizada. El paso se carac-
terizaba por una serie de adornos y joyerías exhibi-
dos en infinito orden. La calle de platerías era un
insulto a mi pobreza. Me detuve en la iglesia de la
Profesa, una mujer vestida sobriamente repartía
comida para los pobres. El alimento me devolvió
las esperanzas en un futuro que no comprendía.
Luego me acerqué a un negocio de la plata.
58
—Trabajé en las minas y en la casa del señor
Durán en Puebla, aprendí a limpiar la plata.
También sé escribir…
La patrona me interrogaba con desconfianza,
mientras el patrón sólo nos miraba.
—Pero no sabes de orfebrería.
—Sé trabajar, patrona.
—Bueno —me replicó de mala gana— empieza
por limpiar la tienda —me ordenó, dándome un
trapo para que empezara de inmediato— luego
veré cuánto te pago.
A bocanadas fui leyendo la Ciudad de México.
En el edificio que estaba al final de la vía, los sol-
dados llegaron a desalojar a los habitantes de una
casona colonial convertida en vecindad. Esto era
tan común que cada desalojo era ignorado. La ciu-
dad crecía a costa de sus pobladores. La gente
elegante se quejaba de forma constante que hubiera
indios que no respetaran los espacios, la policía de-
bía atender estos asuntos antes incluso que los ro-
bos que sufrían los comerciantes de las otras calles,
pues se consideraba un daño moral a los ciu-
dadanos. Con la ampliación de la calle de los
plateros, era común que el polvo cubriera la
mercancía. Por ello, me la pasaba limpiando y pi-
diéndole a los mendigos que no se acercaran. Tal
59
petición me acarreaba conflictos, pues con mi
aspecto no podía imponer razones morales.
Las fachas de los edificios se transformaban tan
rápido que era difícil atender cada cambio. Mi nue-
va patrona impedía que mis pensamientos vagaran
entre las calles, apenas me veía suspirar me daba
una nueva tarea. Así, aprovechaba cuando me man-
daba a comprar los víveres, dejar recados o llevar
algún pedido, para observar con detalle a la ciudad.
Cuando las reparaciones empezaron en el
edificio frente al negocio de mis patrones, pude
contemplar el tiempo que continuaba inexorable.
Una verdad que me sobrecogió. Ni los relojes de
platería que presumían de su exactitud podían
seguir las huellas del tiempo. La mampostería del
edificio era derrumbada por tres albañiles que se
afanaban uno tras otros como si fueran un mons-
truo de seis manos. Los albañiles tiraban el cascajo
del segundo piso como si fueran señores de las nu-
bes produciendo lluvia de polvo, mientras dos afa-
nadoras recogían la basura sin darse abasto.
La ciudad me gustaba menos que cualquier otro
lugar, sobre todo, cuando escuché que había apa-
recido el cadáver de una mujer. Mi patrona no deja-
ba de hablar con las esposas de otros plateros sobre
aquella muchacha de vida inmoral a la que habían
60
degollado. La zozobra se hizo mayor cuando apa-
reció un segundo cuerpo en el río Consulado. La
gente comenzó a decir que era como en Inglaterra,
en donde Jack “el Destripador” asesinaba a pros-
titutas y mujeres pobres.
En una tarde que limpiaba, un hombre de pecu-
liar presencia se acercó al edificio en remodelación.
Era un hombre de buena estatura, corpulento, que
vestía pantalones ajustados y un chaleco. Platicó
unos momentos con el albañil, luego se acercó al
negocio, me saludó cortésmente y se retiró con una
gran sonrisa en su rostro.
Otra tarde, mi patrona me mandó llevar unas te-
las a la señora Bejarano, me repitió el nombre y la
dirección en varias ocasiones que me molestó que
tuviera que fingir ser tonta para no contrariar su
orden y como salida para que no viera mi irritación
le pregunté por mi pago, pues en los días que lleva-
ba no había recibido ni un centavo. La patrona se
molestó y me despidió de inmediato a la casa de la
vecina.
Al llegar a la puerta fue innecesario llamar, la se-
ñora estaba saliendo acompañada de una de sus
mucamas. Hablé a la niña que le asistía para en-
tregarle las telas, sin embargo, la patrona volteó a
mirarme y me agradeció el envío. La situación me
61
abrumó. Tal vez haya sido el coraje que mi patrona
me había hecho pasar o mis ropas que no había
cambiado, que la señora Bejarano me tomó sua-
vemente del brazo:
—¿Te tratan bien mi niña? ¿Deseas una mejor
patrona? Puedo emplearte conmigo.
No fue el tono en que me habló, pues era una voz
melosa, fue algo que había en la dama que me hizo
negar y quererme ir inmediatamente. Me negué
cortésmente y di vuelta sobre la calle. Me dirigí
hacia la catedral sin entender cuál sería el rumbo a
seguir. No lo sabía entonces, pero la muerte me
rondaba como las moscas al cadáver.
Más de diez años habían pasado desde que huí de
mi casa, que ahora me había cansado de seguir sin
saber cuál sería mi destino. Mi padre estaba al final
de la calle del zócalo. Nos miramos un rato. A di-
ferencia de Puebla, ya no cargaba su machete sino
un cuchillo, traía sus ropas tradicionales y un mo-
rral abultado. Mi padre, que pudo casarse nue-
vamente y tener más hijos, olvidándose de mí, esta-
ba en la esquina esperándome con los ojos
inyectados en sangre. El odio puede más que
cualquier afán de alegría. Pero a diferencia de las
otras ocasiones en que nos habíamos encontrado,
esta vez no saldría corriendo. Me acerqué dispues-
62
ta a enfrentar mi destino. A media calle estaba el
hombre del chaleco que también guardaba un pu-
ñal y me miraba con extrañeza, dejé de observarlo
y me concentré en mi progenitor que sacó entre sus
ropas el cuchillo. Me reclamé el no haber comprado
un arma, tal vez un fusil y acabar con esto de una
vez, pero un fusil de 25 pesos era impensable, más
porque no sabía utilizarlo. Reí para mis adentros, ni
siquiera en un momento de desesperación podía
dejar de soñar.
Estábamos a diez pasos de distancia cuando un
hombre de baja estatura se acercó con premura a la
espalda de mi padre y, sin más, lo apuñaló tres
veces. La sorpresa en el rostro de mi progenitor fue
mayúscula, tan semejante a la mía. El ratero tomó
el morral y desapareció entre el griterío de la gen-
te. Mi instinto me acercó a mi progenitor que yacía
de bruces, en su mano aún conservaba el cuchillo,
el cual guardé.
La gente estaba espantada, pero no se preocupa-
ba por el hombre atacado, algunos se quejaban del
mal aspecto que daba al zócalo, algunos alegaban
que la sangre era de mal gusto, llamaban a los gen-
darmes, mas estaban seguros que aquel asesinato
era culpa de la pobreza que se permitía en la ciu-
dad, lo mismo que los asesinatos de las mujeres. La
63
gente elegante se aglomeraba para ver la muerte de
un indio a manos de un mendigo: mi padre tratado
como basura. Mi padre siempre fue distante, pocas
veces tuve algún intercambio con él, mi único
acercamiento era al servirle la comida. La escena
me avergonzaba, me avergonzaba que algún día
hubiera querido ser gente, ser una persona como
las que rodeaban el cadáver de mi padre. Mis lágri-
mas cayeron mientras me alejaba, no lo hacía por
él, porque estaba segura de que me hubiera asesi-
nado, sino por las muertes de los indios y las mu-
jeres sin nombre que daban mal aspecto a la ciudad.
Sentía que ningún lugar era mi lugar, era huérfa-
na, libre para caminar el mundo a mis anchas y, por
extraño que pareciera, no sabía a dónde más ir. Así
que el único camino era desandar lo andado.
Aunque no sentía el mínimo entusiasmo. El ímpetu
que me había llevado a recorrer los pueblos se ha-
bía diluido, en cambio quedaba un espíritu en las
sombras. Saqué la macuquina de ¼ de real, oculta
entre mis ropas, para comprar una pieza de pan que
me ayudaría en mis primeros pasos de regreso.
Caminé entre las soledades que me habían deja-
do los mundos contrahechos y los recuerdos de lo
que alguna vez significó algo. “Más bajo no se
puede caer”, pensé, pero sabía que quien hubiera
64
pensado semejante tontería no había profundizado
lo suficiente sobre la vida. Se podía caer aún más. El
mundo podía ser más cruel todavía. Mi corazón se
volvió a llenar de temor en medio de los caminos.
Al llegar a la vía que conducía hacia Bermejillo,
los pastizales escondían a un hombre menudo y de
recias carnes. Me miró sin emoción en sus ojos, los
cuales agachaba para aparentar humildad. Se
ofreció para ir juntos al crucero. Platicaba con él
fingiendo un ánimo que me reprochaba cons-
tantemente. A cierta altura sugirió cruzar los pas-
tizales para adelantar el paso. Él iba adelante, cuan-
do bruscamente volteó para abalanzarse sobre mí.
Supliqué para que no me hiciera nada, apelé a su
madre, a dios, a su moral…
—Creí que eras bueno… —miré el escapulario
que colgaba de su cuello— Dios no te perdonará…
La frase hizo que sus ojos se agrandaran en un
hito de sorpresa. Ese pequeño instante me sirvió
para reponerme, saqué el cuchillo de mi padre y le
encajé la muerte, sino murió en el momento lo
haría después. Su cuerpo cayó sigilosamente como
el de mi padre, su morral de viaje se abrió de golpe
y cayeron varias monedas de plata, me agaché y en-
tre ellas observé una macuquina de ¼ de real, con
el águila en medio de un óvalo. Tomé la moneda de
65
plata, “los criminales no merecen piedad”, recordé,
y corrí entre los grandes pastizales sin conocer el
rumbo, buscando entre los indicios del cielo algún
signo al cual aferrarme para poder llegar a casa.
Mi calzado se deshizo en los meses de viaje, volví
con los pies desnudos, sin dinero y mis andrajos
por ropa. Mi casa tenía el techo derrumbado, las
paredes de madera tambaleaban con el viento.
Caminar lo desandado era una ilusión. Había an-
dado tantos mundos, conocido tantas personas,
recorrido tantos paisajes, aprendido tantas pa-
labras, que de ningún modo era la niña que había
huido en medio de la noche. Regresé al Paraje del
Arroyo, contemplé mi macuquina, y lo sabía, sabía
que era más fuerte. Hoy estoy en este soleado para-
je rodeada de hectáreas de naturaleza. Aquí espera-
ré al cacique o a cualquiera que venga a buscarme.
Este es mi lugar.

66
Horizonte

a ubicación eran dos ojos de otoño. Sentado


L sobre una piedra, frente a los árboles gemelos
que lo vigilaban como centinelas nocturnos. Sus
pies tocaban ligeramente una lata de sardina vacía
y una jícara de guaje tirada por descuido. El pelo
ralo caía enmarañado por toda la coronilla, algunas
canas destellaban el aguazal, su boca era una línea
apenas marcada. La mirada perdida, saltando las
demarcaciones imaginarias que suponían las agru-
ras. Estaba seguro de lo que había visto. Los fogo-
nes en torno a los cuales la gente comía y reía,
algunas sombras danzando en la circunferencia y
las plantas machacadas por los pasos.
La fogata se había extinguido hacía tiempo, el
humo y las cenizas eran vestigios de la vida pasada.
La única solución lógica se encontraba al borde del
cañaveral, allá donde sus ojos no alcanzaban, el ho-
67
rizonte, por el entramado que formaban los anima-
les feroces, los precipicios, los ríos y el canto de las
montañas impenetrables, el camino antiguo tra-
gado por el presente removido, un sendero que se
insinuaba infranqueable por encima del círculo.
Recorrió de niño aquella ruta que lo conducía a
un lugar de gran ajetreo, la ciudad de los caballos,
los cuales producían los chasquidos de la lluvia so-
bre las baldosas. No podía recordar quién lo llevaba
de la mano, únicamente el brazo delgado, moreno
como la tierra. El tiempo llegaba para disolver el
sueño y regresarlo al inicio.
La fiesta perpetua del camino se esbozaba como
la promesa del desenlace. Parado, podía verlos;
caminando, intentaba recordarlos. Las plantas,
ocultas por la noche, permanecían inmóviles, tes-
tigos del movimiento. Las teas fulguraban al ritmo
de los impulsos de los cuerpos. Las noches bailaban
al compás de los bulbosos de barro; los silbidos, las
palmadas, el canto, eran libres al igual que los ve-
nados. Las lámparas languidecieron. En la oscuri-
dad quedó una gavilla solitaria. Abrió los ojos para
observar un rastro perdido. Las viandas del rede-
dor se convirtieron en la exigua cena del viajero.
Aguzaba los sentidos, tratando de comprender
aquello que había escuchado. Un espacio y un
68
tiempo –un lugar, un horario–, fragmentos incom-
prensibles, pero cuanto percibía chocaba con su ex-
periencia, con las cuatro regiones tiempo-espacio,
sin divisiones. Ahora él se encontraba justo en el
corazón, en el centro de los senderos.
El azorado hechizo en el que se hallaba, lo hacía
escuchar los pensamientos de los animales. No ca-
bían más dudas, se encontraba en otro espacio, en
la zona invisible, donde el pasado, presente y futuro
son las quimeras de un dios extraño. El río del
tiempo completaba al inconcluso espacio de la
tierra.
La arqueología era la vegetación. El antiguo
tiempo, lo que quedó debajo, era el manantial esca-
pando del agujero del universo. Ahí se veía de niño,
jalado por una persona que le decía: “anda hacia
atrás” para apurarlo, mientras la muchedumbre los
perseguía. El miedo se apoderó de él: ¿quiénes eran
esas personas y por qué amenazaban con
aprehenderlo? La angustia creció exponencial-
mente, el terror de una mano velluda sobre su
hombro lo arrastró a la fragmentación del tiempo,
al pasado ajeno, a la zona de la visibilidad.
Al otro extremo, él debía cruzar al otro lado.
Regresar, nuevamente, al espacio hipotético, al ho-
rizonte que era invisible para los hombres
69
barbados. Sólo ahí estaría seguro. Su madre le gri-
tó: “¡anda hacia el principio!” Eso fue todo. Los ojos
desfondados, desafíos del espejo del agua, librándo-
se de los fantasmas.
La noche, sin embargo, evitaba la tregua, lo
aguijoneaba para caminar. Recorría, una y otra vez,
el anillo que habían dejado las personas, seguro de
que habían estado ahí, ¿si no quién? A ratos levanta-
ba la cabeza para mirar el brazo de su madre que lo
arrastraba entre la multitud. Volteaba sobre su
hombro, y veía la puerta de ramas que cerró para
seguir el antiguo camino a la ciudad. Estaba
atrapado en dos vertientes que formaban hilos en-
sortijados sucesivos y contrapuestos, coyunturas del
pasado y el futuro, alimentándose de sus angustias.
La madre era arrastrada por gentileshombres, la
turba jalaba igualmente con sus grandes lenguas,
voces enredaderas. El huipil hecho andrajos; su
madre vestida de sospecha. “Agarren también al
muchacho, ¡qué no se escape!” Dos manos velludas
retienen sus hombros. Las tenazas sujetan la carne
al rojo vivo. Los dedos dejarían pequeños discos. El
caballero, ensoberbecido, sacude su criatura.
El círculo se rompe, la gente está muerta. Él está
parado en la extremidad del río. Los cuerpos for-
man un redondel en la plaza, suspendidos de las
70
horcas. El pasado se proyecta desde el futuro. Él
camina de espaldas. Desde su posición dibuja el
presente. El grito de la mujer: “¡Anda al encuentro
del tiempo que dejaste atrás!”, contempla los ojos
de su madre, dos ojos de otoño resignándose a su
suerte, mientras él huye por la noche inclinada,
internándose en el boscaje.
Corre a contracorriente. “¡Anda hacia el princi-
pio!”, se repite. La multitud intenta detenerlo, el
agua del río se vuelve turbulenta; no importa, deja
atrás a las personas; va al encuentro del tiempo que
viene. Está en el tiempo-espacio. Está perdido. El
pasado había subido a la superficie del agua, su fu-
turo diluido en el fondo; queda oculto en la región
no-visible, en la ignota lontananza, donde no hay
principio ni fin.

71
TIEMPOS INVISIBLES

se terminó de editar en abril de 2020.

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