Cuentos Pueblerinos

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Walter Luis Katz

Comentario:

Cuentos Pueblerinos

Moseike
Moseike era bajo, morrudo, con bigotes a lo Stalin, anarquista y haragán. Apareció en el pueblo
de Médanos por los años diez del siglo XX, después que abandonó la Rusia de los Zares. Se
infiltró, por así decir, en los grupos de personas que les gustaba escuchar hablar de política
diferente, política foránea y sobre las nuevas ideas. Así, sin fanfarronerías, quizás sin
proponérselo, formó una colección de amigos entre la gente mayor, de las que recibía invitación
para comer y beber. Moseike tenía actitudes de líder y realmente lo era.

Su oficio era changarín o cargador de bolsas, o mejor dicho, representante de changarines.


En la época de la trilla, ponían el trigo en bolsas de aproximadamente 70 kilos y así se enviaban.
Moseike concertaba “contratas”. Las contratas eran convenios de palabra, y "guay" con no
cumplirlas, salvo causas muy especiales. Los contratos son diferentes, escritos y firmados. Los
changarines trabajaban de sol a sol hombreando bolsas de trigo, desde las chatas a las estibas o a
los vagones; Moseike cobraba la parte del león, y pagaba a sus trabajadores de acuerdo con su
condición de hombre justo y anarquista.

Era un hombre de principios y aunque ganaba bien, no renunciaba a las invitaciones a comer.
Una de las casas favoritas para eso era la de doña Clara. Allí se comía una auténtica polenta
como la de Europa, y se tomaba un buen “bromfn” (trago). Como todo buen hombre, tenía
Moseike un problema: las muelas. Casi todos los días llegaba a lo de doña Clara con dolor de
muelas, y le pedía un bromfn para hacerse buches. La familia de Gregorio y Clara estaba
bendecida por muchos hijos e hijas, y Moseike comenzó a pretender a una de ellas, joven
madre, viuda, hermosa, pero la muchacha no le dio oportunidad. El hombre se ofendió y
comenzó a llamarla “la viudita alegre”. Esto llegó a oídos de doña Clara, mujer con gran sentido
común, que puso a Moseike en su lugar con una sentencia muy lógica: - Mire, Moseike: le
hemos dado toda nuestra confianza y usted no ha respetado nuestro hogar. "Usted" fue
recibido como uno más de la familia, y recuerde "usted", que aquí en mi casa, cuántos dolores
de muelas se ha quitado. El repetido “usted” le molestó a Moseike más que el sermón. Eso no
fue impedimento para que continuara visitando la casa.

Sobre el final de los años treinta apareció Moseike y sus bigotes en Cipolletti; llegó a la
casa de la tía María, hermana de don Gregorio, y recibió un galpón en el fondo del patio,

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donde instaló su dormitorio y reinado. Ya no era el muchacho joven que conocimos, sino
sesentón o algo más con nuevo oficio: Encargado de cuadrilla de cargadores de cajones
embalados con fruta.
Moseike no perdió su apetito, y la vieja tía María lo agasajaba como también a sus amigotes,
con sus delicadezas culinarias y el rico vino rionegrino. Agradecía sin exageraciones; todo en él
era natural, todo fluía libremente. Un buen día (no para él), Moseike se fue de este mundo.
No recuerdo dónde fue enterrado. No creo que alguien puso una lápida en su tumba; a él
tampoco le importa. Quien quiera llevarle unas flores, deberá hacer una minuciosa
investigación para encontrarlo. Así pasó ante nosotros Moseike, petizo, morrudo, bigotudo,
anarquista, borrachín, y defensor de sus principios hasta el final.

El borracho
El negocio de don José estaba ubicado sobre la calle principal, y su ramo era “borrachería”.
Los parroquianos se sentaban largas horas frente a un vaso de tinto o clarete, que era llenado
nuevamente cada vez que se vaciaba. Era extraño entender que un hombre tan bueno como don
José se dedicaba a emborrachar gente, pero no había nada que hacer; ese era su oficio.

Sus clientes tenían problemas fonéticos ante su apellido, y por eso lo llamaban “don José
Lai”.

El predio donde estaba situado su boliche era inmenso, con un gran patio y la vivienda
familiar. La familia de don José era numerosa, y aún en el siglo XXI, sus integrantes son
representativos en la ciudad.

Por razones de comodidad, el depósito estaba en las dependencias interiores, y no había


explicación por qué el barril de vino estaba tentador en el patio.

El dueño lo dejó afuera bajo el sol, no se sabe con que intenciones; quizás quiso convertirlo
en un buen vinagre de vino, de esos que se venden embotellados en los buenos almacenes, y
que por ellos cobran un dineral.

Cuatro personas con caras no muy simpáticas, miraron hacia el patio a través del portón de
chapa acanalada. Ver el barril y tentarse fue una sola cosa; sigilosamente entraron, prestando
atención de que no fueran vistos.

Los cuatro siniestros individuos, entre ellos el joven V. se acercaron a la preciada presa, y
con un movimiento de mandíbula, indicaron el lugar en que se encontraba la taza enlozada. Ella
les serviría para consumar el delito.

Muchos meses transcurrieron desde que tuvieron


oportunidad para comer gratis, cuando descubrieron una mesa servida con manjares que eran
para no despreciar; lo hicieron sin ser invitados.

En aquella ocasión, en un conocido restaurante, en diez contados minutos liquidaron una


cena preparada para otras personas. No pudieron terminar el pollo al horno, la ensalada de papas
con mayonesa, y la rica ensalada de frutas; era demasiado. Disfrutaron la comida y con sigilo,
así como llegaron, se fueron sin ser descubiertos.

Esta vez, los forajidos tenían que enfrentarse con un casco de 200 litros de buen vino (?).
Estamos en duda si estaba bueno, pero ellos no lo sabían. Al dar el cabecilla de la banda la
orden, comenzaron a tomar algunos sorbos, pasándose la taza uno al otro. Al principio el tinto

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los hizo tiritar debido a su sabor agrio, pero luego se acostumbraron, y continuaron con la
ceremonia en honor a Baco.

Después de unos minutos, el ágape se convirtió en fiesta completa; el alma de cantor y


bailador se despertó en cada uno, y no hubo alma viviente que interrumpiera la agradable
actuación.

Pero algo no estaba en orden, porque el patrón de la casa salió por casualidad al patio. Por lo
general, él abría el agua para regar las plantas. Había ideado un caño agujereado unido a la
manguera, que regaba sin formar charcos.

Al comenzar el riego, los curdas recibieron un chapuzón. El dueño no los había visto, pero
un tonto protestó: - ¿Quién me está echando agua al vino?

Esa manifestación estropeó su fiesta y la de sus amigos. El


patrón los sacó corriendo del patio, y los intrusos estuvieron bien contentos de que no los molió
a palos.

Cada uno salió que se lo llevaba el demonio, en una carrera en zigzag, y a duras penas
llegaron a destino. Se pusieron a dormir la mona.

El joven V. llegó a casa con el corazón en la mano; esas aventuras le producían sentimientos
confusos, ya sea de culpa por lo hecho o de vergüenza por lo “no hecho”, por ejemplo,
organizar una buena guardia para no ser descubiertos. Entró silenciosamente, y se deslizó
haciendo eses por el corredor, pero su mamá lo vio entrar. V. no quiere recordar las palabras de
su madre, mujer blanda, cariñosa, pero austera y severa. Hoy, después de muchos años lo
recuerda y eso le hace sentir mal. Pero volvamos al cuento.

La mamá de V. lo tomó suavemente de la mano, le dio un beso en la mejilla, y lo llevó


derechito al baño. Allí le ayudó a vaciar el estómago, le dio un buen baño tibio, y lo metió en
cama. Lo arropó con amor, y le hizo prometer que no lo haría nunca más.

A la mañana siguiente, compuesto de su borrachera, V. se veía radiante. Su mamá lo tomó de


la mano y lo llevó al jardín de infantes.

Vairoletto
Cada país, cada región tiene sus personajes míticos. En los Estados Unidos del Norte Billy
the Kidd es héroe nacional y a pesar de sus crueles antecedentes, ha pasado a ser protagonista de
leyendas que enriquecen su folclore.

La injusticia social del siglo XIX y comienzos del siglo XX en nuestro país produjo anarquía
liberadora en las clases necesitadas. Los más osados optaron por la vida “fácil”, es decir, se
dedicaron al delito con los peligros que trae. El cuatrerismo, asaltos a mano armada y
homicidios, trajeron un grupo de personajes que puso en jaque a las fuerzas del orden.

Entre los famosos descollaron Mate Cosido que actuó en el Norte y se dedicó a asaltar trenes,
empresas y pagadores, causando terror entre los propietarios. Durante un fallido intento fue
herido y nunca más fue visto.

Juan Bautista Vairoletto, nacido en 1894 en una localidad de la Provincia de Santa Fe, luego
radicado en La Pampa, fue conocido como buen jinete, seductor y bailarín. Se dedicó a asaltar

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negocios a lo largo de la vieja gobernación, escondiéndose entre los reseros e indios a quienes
ayudaba económicamente.

No es mi intención repetir lo que ya fue escrito. Quiero expresar los sentimientos de


solidaridad que puede producir un personaje legendario.

Los chicos y grandes lo conocían como un Robin Hood de las Pampas, y las historias que se
contaban por muchas bocas siempre eran diferentes. Su elegante caballo alazán era reemplazado
en algunos cuentos por un pequeño tordillo, sobre el que montaba el elegante gaucho que
trotaba sin ostentación. Eso lo escuché en una oportunidad en que visitó el Valle.

Por su osadía y valentía lo admiraban todos los niños y mayores, y los policías que no
lograban capturarlo.

Vairoletto murió en su ley, en momentos que vivía retirado en un pueblito de Mendoza,


dedicado a su mujer y dos hijas, acorralado después que lo delataron. No cedió. Prefirió morir
por una de sus propias balas.

El mito es ya parte de la tradición rionegrina y pampeana, y lo traigo hoy para que su nombre
perdure como Juan Moreira o Martín Fierro, aportes literarios de primera línea. En su vida se
conoce la valentía del gaucho, hombre de pueblo, de familia, y forjador del carácter del hombre
de las pampas.

El Rápido
En los años 1928/29 llegaron al pueblo los hermanos Sbriller Diojtar. Traían una larga
experiencia en la conducción de camiones Ford T, Ford A y Chevrolet 4. Las aventuras vividas
en la zona de Villarino no tienen relación con el Valle, de manera que las guardaremos para otra
oportunidad. Sólo agregaré que todo lo hacían con colaboración familiar. Por ejemplo, un tío
acompañaba a Marcos en el Ford T y, cuando según sus apreciaciones las condiciones eran
ideales, le decía - Dale fierro que el motor ya está caliente. – Después de un rato se corregía –
aflojá que se calentó demasiado.

Pero en el Valle todo fue diferente. Samuel, el hermano mayor compró un camioncito, lo
pintó de amarillo y lo llamó “El Rayo”; con él se dedicó a transportar mercaderías, mudanzas y
fruta a los galpones de empaque.

Marcos compró un viejo camión y lo transformó en ómnibus, al que pintó en los costados
“El Rápido”. David, el hermano menor lo hizo más sencillo: Pocos años más tarde abrió una
peluquería para hombres al lado del boliche de don José “Lai”, donde nuestro común amigo V.
se pescó la tranca del siglo.

Don José proveía a David clientes. Después de tomarse unos buenos vasos, los parroquianos
pasaban a “peluquearse”. David tenía alma de verdugo e inmediatamente pasaba a “asesinarlos”
con máquina y tijera.

En los años anteriores a la revolución del treinta, en que forajidos legalizados derrocaron al
Presidente Irigoyen, Copahue comenzó a darse a conocer; sus termas con aguas curativas se
hicieron famosas en el mundo entero, para el orgullo de las dos gobernaciones.

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Marcos, con su ómnibus recorría la ruta Cipolletti-Neuquén-Zapala-Copahue, ida y vuelta.


Muchos años lo hizo en diferentes condiciones; tomaba pasajeros según reservaciones previas,
en diferentes lugares ya programados.

En esos años los caminos estaban en pésimo estado de conservación, estrechos y no había
suficientes puentes, lo que obligaba a viajar cruzando sobre los correntosos ríos. Los abismos
aumentaban el peligro; la entrada a Copahue era una larga bajada con un profundo precipicio a
la derecha.

Marcos siempre ponía los cambios de velocidad con ruido, pero en el volante era para
confiar, y en la puntualidad acreditaba el nombre de la Empresa.

En el año treinta y seis viajé con mis padres en la época más caliente, pues después del
verano las nieves cerraban todos los caminos. Nos transportaba un Internacional plateado (ése
era su color comercial), largo y de marcha pesada. En las reducciones la caja de velocidad
tocaba una música que me adormecía. No había lugar para el equipaje, por lo tanto el cuñado de
Marcos conducía un viejo camioncito cargado de valijas y otros trastos, además de los
elementos de auxilio preparados para cualquier problema.

Con el tiempo fue modernizándose, e hizo construir vehículos adaptados a la cordillera, la


mitad con asientos, la otra mitad con una caja enorme para el equipaje.

Lentamente, al entrar otras empresas en la competencia, decidió interrumpir el servicio. Los


viajes perdieron su familiaridad, pues Marcos conversaba durante todo el camino con sus
pasajeros, contaba cuentos y chistes y no dejaba que lo interrumpieran. Los contenía con un
“Shh” que unía hábilmente entre dos palabras.

Una cruel enfermedad se lo llevó cuando tenía por delante muchos años para vivir. En su
casa de la calle Villegas, durante muchos años se alzaron dos enormes palmeras, únicas en su
género en el pueblo, que plantó sin saber que un día darían sus sabrosos dátiles.

El vasco
Lo recuerdo desde que tengo memoria. Tenía cara de mujik (*); no sonreía nunca, de regular
estatura, tenía voz de trueno. No decía malas palabras, pero creo que tenía la boca como cloaca.
Hablaba el idioma de los criollos con acento de ciudad. Vestía como los antiguos paisanos, con
bombachas anchas y botas y nunca le faltó un lindo pañuelo al cuello. Alguna vez escuché que
hablaba con un acento extraño.

Decía que era vasco; además de eso no contaba nada sobre sí mismo. Era terco como un
vasco, pero creo que no sabía donde está La Vascongada. No tenía patria ni religión, renegaba
de todo.

Se arreglaba muy bien con lo criollo y cuando era necesario


preparar un buen asado, estaba dispuesto. Era un asador profesional.

Después que Moseike se fue, el vasco tomó las riendas de los peones de la carga. Ésta se
realizaba en la playa del ferrocarril, directamente de los camiones que traían los cajones
embalados con fruta desde los galpones de empaque. El trabajo era temporario; desde principios
de enero hasta fines de abril, si había una buena cosecha. La carga de los vagones debía ser muy

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prolija, con separación por variedades de fruta y calidades. El vasco era la persona adecuada.
Parecía que tenía educación europea por lo ordenado y exacto.

Después de la cosecha se entregaba al “dolce far niente” pues tenía dinero suficiente para
esperar hasta el próximo año. Pero las cosas cambiaron; los camiones reemplazaron al
ferrocarril y la carga pasó a realizarse en los galpones de empaque con sus propios obreros. La
competencia era grande, y todos los camioneros se esmeraban para llevar los productos
rápidamente, en las mejores condiciones. Los contenedores térmicos y frigoríficos desplazaron
al ferrocarril.
El vasco, hombre ordenado e inteligente, presintió lo que iba a acontecer, e inmediatamente
compró un carro pequeño y un caballo. Pintó el carro y vistió al caballo con manta y gorro de
colores.

Su nueva ocupación era changador o repartidor de encomiendas. Los changadores traían las
encomiendas desde la estación del ferrocarril hasta las casas o negocios, las depositaban dentro
de los edificios y cobraban una suma módica. El vasco con su lindo carro hacía casi lo mismo,
pero dejaba los paquetes en la entrada de las casas, y con gran soberbia cobraba el doble que los
demás. Lentamente su clientela fue disminuyendo.

Un buen día fue a visitar al presidente de la Colectividad Israelita del pueblo, diciendo que se
había enfermado y que, como judío le correspondía ayuda financiera. La Comisión Directiva de
la Colectividad se reunió y decidió darle su respuesta: “toda la vida negaste tu identidad de judío
y viviste como vasco. Pues ahora, continúa siéndolo y quizás algún buen español te ayude”.

Tengo buen oído musical, y en realidad escuché al hombre hablar con acento extraño.
No lo comenté con nadie, pero de todas manera no hubiera agregado o quitado nada a su récord.

La vida tiene itinerarios demarcados que son dominados por una ley natural; es difícil y no
aconsejable apartarse de ellos. Por otra parte, aprender a prodigarse ayudará cuando llegue el
momento de recibir. Todo será ganancia. Conviene comenzar ya.
(*) Campesino ruso.

Cacho
Se lo recuerda por su risa sana y su sonrisa. Así era Cacho; la sonrisa era parte de él

La inocente diversión de muchachos jóvenes los llevaba a dar apodos a todos los integrantes
de la orquesta. Hacían presentaciones en rueda de amigos y el cantor Cacho Neyrot era
presentado como “La voz siniestra del tango”.

Dudaban si él había hecho méritos para ser “La voz siniestra del tango” o “La voz temida”.
Por voluntad popular, fue solemnemente consagrado como “El Temido”. Desde el primer
momento su apodo le hizo gracia y, “añares” después se reía a carcajadas cuando lo llamaban
así. Nadie tenía temor de él, ni siquiera cuando cantaba, porque lo hacía maravillosamente.

Cacho tenía un don curioso: sabía hacer amigos. Bastaba una breve charla con él y su
espontaneidad te compraba; serías su amigo hasta el último día de tu vida y de la suya.

Tenía otras cualidades, a favor y en contra pero todas resaltaban su personalidad. No se si era
hipocondríaco, pero cada vez que le preguntaban – Qué tal - él respondía: – Tengo un resfrío…

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Sufría de acuerdo con las temporadas. Estaba la época de la gripe, del lumbago y por qué no,
la de la papa (cáncer). Esto lo deprimía y sólo le pasaba cuando comenzaba cantar. Cuando
cantaba se transformaba en un ángel; terminaba de cantar y se olvidaba que lo hizo. No era
Cacho un robot; cantar era para él como comer, dormir, respirar. Y él respiraba tangos.

Elegía su repertorio sin ser el director de la orquesta; era el patrón y había que trabajar para
él; nunca lo dijo pero se percibía. Si le decían que cantó bien, se reía como si estuvieran
cargándolo. Para él las cosas eran así y punto.

Cuando alguien telefoneaba y contestaba su mamá, al preguntarle por su hijo decía: ¡Está de
mal! ¿La hipocondría se contagia?

Dije que sabía hacer amigos y conservarlos. Después de muchos años, con la invención del
Internet me reencontré con Cacho. El era el primero en dar una palabra de aliento a los que
quedaban, una despedida a los que se fueron, sin pensar en sí mismo.

Cuando recibí la noticia de su muerte, sin leer la carta, adiviné su completo contenido: La
papa pudo más que él.

Cacho no fue un barómetro para medir si te querían y cuánto, pues él quería a todos y en el
momento necesario.

Todavía tengo el impacto en mi alma. No lo entiendo. Lo necesitamos vivo y él no está. Nos


faltan sus tangos, su risa, su sonrisa, su rezongo cuando le dolía "aquí".

Adiós Temido, adiós cantor, adiós amigo.

Cena de trasnoche
En los postreros años del 40, viajé varias veces para trabajar con una orquesta de una
localidad cercana. Era gente muy agradable, padre e hijo, y otros compañeros que tenían la
música como segundo oficio. Me hospedaba en la casa de ellos, y teniendo en cuenta mi
juventud, me colmaban de atenciones. Pasaba las horas del día con uno de los hijos, y después
de la cena todos íbamos al baile.

En uno de esos fines de semana comentaron que la fiesta sería en el Círculo Italiano, en su
pista de verano. También dijeron que ese era un club muy popular, al que concurrían de todos
los niveles de la sociedad, gente rica y distinguida, gente humilde, y no faltaban residentes del
bajo fondo.

Prometieron que al final de nuestro trabajo se cenaría en la casa de ellos, los anfitriones. Para
no molestar a la familia, se haría en un salón enorme, en el que había una gran cocina con cuatro
hornallas, y una larga mesa con bancos a su alrededor. En esas condiciones, se podría agasajar a
dos equipos de fútbol más la Comisión Directiva.

El baile transcurrió sin ningún problema; sólo algo me llamó


la atención: todos los hombres vestían traje azul marino y medias blancas. Al final de la reunión,
pusimos violín en bolsa y regresamos a la casa de mis amigos.
Allí estaba solamente un muchacho. Parecía que hacía guardia. Le preguntaron donde
estaban los otros, y él contestó que fueron a buscar los pollos y la bebida.

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Después de largos minutos, comenzaron a llegar uno a uno con algunas gallinas y pollos en
la mano; estaban aún sin pelar. Cada uno los ponía sobre la mesa y los pelaba en seco, luego los
limpiaba y descuartizaba en raciones. Algunos llegaron con varias botellas de gaseosas.

Luego que todo estuvo pelado y descuartizado, agregaron sal, sacaron negrísimas sartenes, y
comenzaron a freír las raciones. Mientras tanto nadie miraba; todos trabajaban. Era evidente
que cada uno sabía de memoria qué le tocaba hacer. Uno sacó platos enlozados del armario, y
los distribuyó sobre la mesa. Yo estaba expectante e intrigado al ver tanta organización.

Cuando todos los pollos y gallinas estuvieron fritos, los sirvieron en los platos, y se dio la
orden para empezar a comer. Entonces comenzaron los comentarios.
El primero dijo que viajó hasta una chacra cercana, y sabiendo que no tenían perro, tomó del
gallinero, con facilidad, dos pollos gordos. Otro dijo que saltó el paredón de la casa de un oficial
de policía, y sacó dos gallinas. Así cada uno contó en qué casa robó, y como se arregló para que
no lo descubrieran.

El más joven, avergonzado, bajó la cabeza. Sin dudas ese era su primer robo. Le preguntaron
si tenía sentimientos de culpa por haber invadido propiedad, y robado. El contestó que no sentía
culpa por robar, pero algo no encajaba en sus afirmaciones.

Comenzó a contar: - Salté el tapial, me acerqué al perro, lo acaricié y luego, decididamente


fui al gallinero, agarré las dos mejores gallinas y salté nuevamente el tapial.
En sus ropas se veían marcas de cal. Le dijeron que todo estaba perfecto, y que ya pertenecía
al club de las cenas, por su decisión y coraje.

El chico respiró hondo y dijo: - Es que todavía no conté que las gallinas se las robé a mi
mamá.

El que calentaba asientos


R. era un chico despierto, alegre, deportista. Entre los amigos siempre sobresalía por sus
ideas avanzadas, como por ejemplo pegar un cartel en la espalda de otro niño, organizar
exploraciones en las cuevas del otro lado de las bardas, torneos de fútbol, carreras pedestres,
natación, quien escupía más lejos o quien comía más golosinas en menos tiempo.

Como se ve, era un niño normal, con muchas ideas, muchas positivas y algunas menos
positivas. Pero decir que hacía diabluras, era ofender su orgullo de chico que veía las cosas con
perspectiva.

Le gustaba competir, no importaba en qué, menos en los estudios. Era un jugador


sobresaliente y goleador. Jugaba bien al básquet, campeón de 100 metros sin obstáculos en
tierra, y de juegos en el agua. En los estudios el cuento era diferente; la maestra se quejaba que
sólo calentaba el asiento y no sólo eso: durante las clases enviaba cartitas a sus compañeros por
debajo de los pupitres, y a veces, cuando estaba demasiado aburrido, le tiraba el pelo a la niña
que se sentaba delante de él. En lectura, escritura y materias humanísticas era flojo, y se dice en
círculos muy íntimos, que los números negativos se inventaron cuando tuvieron que calificarlo.
Pero la maestra reconoció que su alumno era sobresaliente en ciencias, aunque siempre
oralmente.

Fue enviado a hacer un test, y se descubrió que padecía de una pesada dislexia. Y allí
comenzaron sus padecimientos, en horas interminables de lectura con aparatitos improvisados o
sin ellos, leyendo letras cortadas por la mitad, de arriba hacia abajo y volver, oblicuamente y

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otras improvisaciones. También se decidió mandarlo al colegio de artes y oficios, para que
siguiera estudios secundarios.

Aprendió a soldar, construir estatuitas y todo tipo, y medidas de cucharas de madera, que al
final llegaron a casa, para abastecer a su mamá en la colección de cubiertos. También progresó
algo en lectura.

Los años del secundario pasaron como un soplo, no para él. Fue pesado. Terminó siendo un
artesano. Ahora comenzaba una vida de trabajo, y él lo hacía bien. Trabajaba sin mirar al reloj,
con esfuerzo, y utilizando esa objetividad que lo caracterizó en sus diabluras de niño. Así fue
progresando en su trabajo. En las horas libres leía la sección deportiva de los diarios, y buscaba
los programas de televisión con traducción escrita.

Un buen día, en forma repentina como todas sus decisiones y declaraciones, dijo como al
pasar:

- Familia, el mes que viene comienzo a estudiar Agronomía en la universidad.

La familia entera saltaba de alegría, y su madre comenzó a llorar de la emoción. La tenacidad


y espíritu de competencia que siempre demostró en el deporte, volvían a un nuevo ciclo, ahora
en los estudios.

R volvió a calentar asientos, pero esta vez sin tirar pelotitas de papel sobre las cabezas. Con
sus treinta años y pico, se lo veía viajando todos los días hacia la universidad.

Por causas que nos programa la vida no lo vi más. Supongo que sucedió una cosa u otra:
aprendió a “agarrar” la pala o, así yo lo deseo, hoy es un respetable y maduro Ingeniero
Agrónomo.

Carta a un amigo
Qué extraño es escribirte. Mucho tiempo no te he visto ni he sabido de ti. Me he convertido
en hombre viejo y ahora sé qué fácil es llegar a serlo; con sólo dejar pasar los años ya lo eres.

La niñez que disfrutamos tan añorada y recordada aparece frente a mí como un sueño. ¿O
quizás todo lo soñé?

Contigo aprendí a apreciar la inocencia de la adolescencia, y que también se juega leyendo y


conversando. La vida da tiempo para todo; las cosas tienen valor en su verdadero momento.

También descubrí que cada hogar es diferente, y en tu casa yo disfrutaba; la merienda


ordenada con toda formalidad era más sabrosa, y los jugos de frutas, y los cereales. Y la oración
me hacía sentir bien.

¿Te acuerdas de esa niñita que dejaba la escuela y se iba del pueblo? Nosotros dos le
organizamos una fiesta de despedida en el aula. Qué feliz se veía, y con qué fuerza apretaba
contra su pecho el álbum que le dedicamos, firmado por todos los niños.

¿Y aquellas noches que recitábamos a Bécquer, y volvíamos en medio de la helada pateando


piedras, mientras los perros le ladraban a la luna, pidiéndo que saliera el sol?

Recuerdo la hora de la siesta, y las pedaleadas por la ancha y desierta calle bajo el fuerte sol
de verano, y la jauría corriendo atrás, persiguiéndonos y despertando a los vecinos.

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Y las niñas caminando frente a mi casa, que me decían chau al verme, y yo, ruborizado,
respondía bajando la cabeza.

Los hijos se van con sus padres, y también tú partiste. Y regresaste… Y volviste a partir.

Los años transcurrieron para todos, mas te recuerdo como eras y no pretendo verte diferente.
Tal vez la magia desaparezca. ¿Para qué? Es bueno vivir con los recuerdos.

Conocí a otras gentes y aprendí de ellas. La vida es toda enseñanza y a ella me aferré. Hoy
mis hijos y nietos me consideran un compañero y procuro que sepan como viví y crecí, cómo
fueron mis amigos y cómo era mi pueblo.

De pronto veo que todo corre, y también quiero hacerlo para dejarles mi legado: todas mis
vivencias volcadas en el papel. ¡Ojalá alcance a hacerlo!

Esta carta nunca será despachada. Su destinatario no tiene dirección ni nombre; sólo vive en
mis recuerdos más íntimos.
Hasta siempre amigo.

El Juez
El Juez de Paz del pueblo era un hombre maduro, alto, elegante, afónico y cascarrabias. Eso
sí, era derecho, intachable, insobornable e insoportable. Se comentaba que era tan duro, que
cuando casaba a alguna pareja, las bendiciones semejaban un sermón, aunque él se esmerara
para que no lo parecieran.

Con todo eso, todos lo querían y hasta se ofrecían para dar manija a su viejo coche, que
utilizaba para llegar hasta su casa situada en las afueras.

Pero todas las cosas buenas tienen su fin, y el insoportable don Enrique pasó a cuarteles de
invierno. Los borrachos de los domingos, que serían juzgados los lunes para pagar su “multa
semanal”, se alegraron y casi le hicieron una fiesta de despedida. Pero ellos no sabían lo que les
venía.

Llegó al pueblo un inmigrante, o decir bien, un regresado, nombrado por la Superior


Autoridad, para ejercer el cargo de Juez de Paz, y Encargado del Registro Civil de Colonia
Lucinda, hoy denominada Cipolletti. Con estos títulos era de temer, y así fue; se llamaba Don
K.

Un lindo día de sol (¿o llovía?) tomó el poder don K. Era alto altísimo, flaco flaquísimo, sus
mejillas estaban apretadas contra los dientes, tenía poco pelo, calaba unas gafas raras para los
puebleros. Miraba desde arriba, aunque la otra persona fuera más alta. Su palabra era ley, dentro
o fuera del juzgado.

Era un completo hombre de su casa, y su caminata diaria era: de casa al juzgado y del
juzgado a casa, que era como una fortaleza, con un tapial muy alto, pintado prolijamente. Era un
hombre de pocas palabras, de pocos amigos y guardaba las distancias.

Pobre el vecino que infringía alguna ley, y hay muchas, porque el peso de sus atribuciones
caía sobre el desgraciado, y hasta sobre sus futuros descendientes. El juez tenía mirada de lince
y memoria selectiva. De todo esto se deduce que había que pisar firme, e ir siempre para
adelante. El derrotero debía ser claro y sin confundir al juez, que observaba y sabía todo. El

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señor Juez, dueño de la razón, la fuerza y la moral, era el observador y catalizador de las
acciones de los otros.

Y el día llegó. Los personajes típicos del pueblo, el Ingeniero Tal, el doctor Cual, el
escribano y otros estimados convecinos, un poco aburridos, decidieron jugar unas manitos de
póquer en casa de un amigo. El juego estaba bastante animado, cuando se escuchó: - ¡Nadie se
mueva! Pero todos se movieron. No pasó nada; no hubo tiros. Cada uno se escondió donde
pudo, y fue atrapado en su turno.

La policía ya se iba con sus “prisioneros” y, uno de los “reos”, sonriente y con gesto
misterioso, señaló hacia un ropero. El Comisario, que dirigía la operación, abrió la puerta del
ropero, y fue recibido con un SHHH... de boca de su ilustrísima el Sr. K. Pero el comisario no
entendió el shhh… del Sr. K.; lo tomó de las solapas y lo llevó a refrescarse a un calabozo, en
compañía de los otros “delincuentes”, que lo recibieron con una hermosa canción

LA GUITARRA EN EL ROPERO...

Todos los detenidos volvieron al otro día a sus casas. El Sr.


K. volvió también a su casa, pero nunca más al juzgado.

El infractor
“En un lugar del Valle cuyo nombre no quisiera acordarme”, cuentan que ocurrieron hechos,
en que se mezclan la verdad y la fantasía.

Estaba N. tomando su desayuno continental, compuesto por unas buenas tostadas con
manteca y mermelada, medias lunas y unos buenos churros calientes, comprados en lo del
gallego de la vuelta, cuando sonó el teléfono. Por su sonido alegre supo que traía buenas
noticias.

Un señor con el que tenía contacto telefónico desde hacía tiempo, le proponía un negocio
sencillo y rentable. Debía encontrarse con él en un lugar, donde existía un ordenado
estacionamiento, para arreglar los pormenores. Con parsimonia terminó su suculento desayuno
disfrutando cada bocado, y se dispuso a viajar en su coche al lugar de la cita.

Llegó al parque de estacionamiento. Comenzó a entrar por una de las calles laterales, cuando
vio el pequeño cartel “No hay entrada “; quiso volver pero ya era tarde. Asustado enfiló hacia
la primera callejuela, y descubrió que tampoco había entrada. Con atención y cautela se dirigió
hacia el interior, mas no había sitio disponible; se acomodó en un costado con el motor en
marcha para moverse en caso de peligro, pero los dos uniformados ya estaban a su lado.

Como en todo procedimiento, le pidieron la licencia para conducir. Comenzó a sacar papeles
y objetos de todos los bolsillos, y no la encontró. Temblaba desde el momento en que llegó al
parque, y el más desenvuelto de los policías, con una sonrisa, le dijo que no tenía que
preocuparse.

No le harían el reporte por falta de licencia, el hecho de estar en lugar prohibido, y las dos
inexitosas entradas. Le cobrarían en efectivo; ofreció una suma de dinero, pero el policía objetó
sus cálculos incorrectos, ante la realidad de que eran dos para repartir, y le propuso en cambio
una módica comisión. N. no logró completar el pago de la “módica” comisión, pues se le
terminó el dinero. En acto de solidaridad, le perdonaron la pequeña suma que faltaba.

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El operativo estaba terminado, cuando recibió una llamada en el teléfono móvil, en que su
contacto le comunicaba que se había anulado la venta. De todos modos le proponía no

interrumpir las relaciones.

Buscó los papeles caídos y, de pronto, se vio a si mismo en el registro de conductor que
estaba caído en el piso.

Viajó inmediatamente a su casa, a tomar el pequeño dinerito que le quedaba, para comprar
combustible. Lo hizo lo más rápido posible, para que en el camino no se vaciara el tanque.
Llegó.

Esto ocurrió hace tres meses. Ayer recibió un sobre certificado con varias boletas: dos
entradas a contramano, mal estacionamiento y falta de documentos. Por supuesto, debe pagar
una gruesa suma, o presentarse a un severo juicio. Piensa tomar un buen abogado, que le ayude
a conseguir el pago en mensualidades.

De algo está seguro: Por su poca concentración y demasiada candidez, se ha consagrado


como “Rey de los Idiotas”.

La poderosa
Un día mi viejo dijo: debemos ir con la corriente, vamos a motorizarnos. Creí que compraría
una máquina de afeitar eléctrica, pero no; apareció con una camioneta más vieja que la
injusticia, si la injusticia se inventó en 1928. Era un injerto feliz de partes inverosímiles: tenía el
motor Chevrolet, la parte delantera y la cabina de Ford A, y la carrocería estaba reforzada con el
cabezal de una cama. Tampoco la pintura estaba en condiciones ideales. Rezongamos un poco,
pues creíamos que no serviría para nada.

Me ofrecí para probar la camioneta; la puse en marcha y viajé solo en dirección a Neuquén,
por el camino viejo que no estaba asfaltado. Llegando a las primeras barriadas, comenzó a
renquear conmigo arriba, y quedó con una rueda afuera al costado del camino.

Transcurrido no más de un minuto, llegó un coche lujoso que paró para auxiliarme. Era el
Dr. Quarta que, momentos antes había asumido el puesto de gobernador de la Provincia del
Neuquén. Me conocía pues había sido su alumno en la clase de Historia. A pesar que paseaba
con otros funcionarios, me llevó hasta mi casa en Cipolletti. Así era Don Pedro.

Los casquillos rotos de la llanta fueron reparados, y continuamos con nuestro penar. Bauticé
a la camioneta con un insulto ofensivo, pero mi hermano menor quiso que la llamáramos: “La
Poderosa”.

La Poderosa tenía poderes, y uno de ellos era dominarnos; hacía lo que quería, por ejemplo,
no viajar cuando estábamos apurados, y otros trampas.

Con el tiempo descubrimos todas sus virtudes como, por ejemplo, cargar doble o triple peso
de lo que podía, dar vuelta las esquinas en dos ruedas, arrancar en los días de heladas, cuando
nadie lo lograba con su coche. Sólo faltaba que viajara sin combustible.

En verano cargaba a todos mis amigos y nos íbamos al río; volvíamos sin problemas pero
cuando más la necesitábamos, nos hacía una. En los peores días de calor se obstinaba por no
arrancar, hasta que nos destrozábamos los brazos dando manija.

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Toda la familia aprendió a conducir sobre ella, y también a repararla. Un día se cansó y no
quiso viajar más; mi papá hizo rectificar el motor, y la vendió a bajo precio.

Compró un coche más moderno pero no fue lo mismo; no pude cargar a todos mis amigos
con sus gorras excéntricas, como cuando nos exponíamos en el centro con La Poderosa.
Deshacerse de ella marcó una nueva época. De pronto vi que estaba creciendo, cambiando, y
también mis amigos.

Tener un cascajo es como criar un perro fiel. Queda fijo en los mejores recuerdos.

¿Donde estás hoy Poderosa? Tal vez tus partes son injertos de otros coches, y te has
reencarnado en ellos. Si es así, quizás nos reencontraremos.

Absolutismo
Anarquía institucional ¿Existió algo así?

En los años sesenta, fue nombrado por el Gobierno Nacional, un gobernador interino para la
Provincia de Río Negro. No recuerdo su nombre, aunque pasó tristemente por la historia de
nuestro Valle. Por lo visto era un principiante político.

Apenas tomó el poder, decidió poner orden (?) en las municipalidades, y eligió una de las
más organizadas de la Provincia: la de Cipolletti. La administración del Dr. Julio Dante Salto,
elegida en elecciones democráticas, basada en la nueva Unión Cívica Radical, con perspectiva
de desarrollo, cooperación, y en especial decencia.

La política de la Municipalidad era la creación de comisiones comunales, que ayudaran a la


población necesitada en el campo sanitario, educacional, desarrollo y cuidado de los barrios, ya
sea directamente, o por intermedio de cooperadoras escolares o vecinales.

Sin aviso previo, llegó un señor a tomar posesión de la Municipalidad en nombre del
gobernador, quien fue inmediatamente desalojado por los vecinos que se encontraban allí en ese
momento. En reacción, el gobierno provincial envío una sección especial de la policía con
asiento en Viedma, para tomar la Municipalidad por la fuerza. Esta sección policial emulaba a
su triste colega: La Policía Federal, la de la Sección Especial, elemento de represión contra el
pueblo.

La reacción de los habitantes fue activa aunque pacífica. Constituía manifestaciones con
vehículos en circuito cerrado sobre la Avenida Leandro Alem, con toques de bocina. Con un
amigo fuimos a ver las demostraciones de adhesión, desde las calles laterales; después de unos
contados minutos, volvíamos lentamente con su vehículo por una de las calles paralelas a Alem,
cuando un policía provincial, cuya cara recuerdo aún hoy, se arrodilló, puso el fusil sobre su
hombro y disparó. El proyectil se introdujo en una de las luces traseras de la pick-up, atravesó el
guardabarros, la chapa de la carrocería, el asiento y llegó en forma de esquirlas a las caderas de
mi compañero.

Se hicieron los trámites de rigor: primera curación, radiografía, información a la policía local
y a la prensa sobre el hecho. Sólo hubo una lacónica información, que proporcioné
personalmente al corresponsal de un diario porteño.

El Intendente no fue devuelto a sus funciones. Se nombró a un reemplazante y moderador,


acreditado profesional local; la paz volvió a la tranquila ciudad, y el gobierno provincial
continuó con su tradicional inoperancia.

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Después de este doloroso suceso, la salud del Dr. Salto se deterioró, falleciendo en forma
repentina.

Acuso y repudio a los gobernantes improvisados y absolutistas,

que crearon anarquía en un ambiente concordante y pastoril, y a la represiva policía provincial


de aquellos años. Hago votos para que nunca más vivamos esas situaciones.

Don Dimas
Era bajo, relleno, con bigotes gruesos y arreglados, siempre bien vestido y mostrando su
postura elegante. La cara severa y el mirar penetrante, hacían temblar de miedo a quien estaba
frente a sus ojos. Ni mencionar el estilo de conversación; tan cortante e inteligente que no daba
oportunidad para replicar.

Administraba un negocio de ramos generales con otro asociado, también muy apreciado por
los vecinos del pueblo en formación. El negocio tenía el carácter de las antiguas tiendas con
ventas masivas y pago a largo plazo; en esas condiciones, los productores estaban exentos de
preocupaciones hasta el cobro de la cosecha. Su vehículo personal era un coche negro y
cuadrado, y si es cierto que no hay prenda que no se parezca al dueño, ese era un buen ejemplo.

El hijo menor, bueno, simpático, trabajó siempre en el negocio. También pequeño, aunque no
tanto como su padre, buen mozo, con bigotes pequeños y renegridos, elegantemente vestido con
su delantal gris, era un ejemplo de amabilidad con el público.

Angelito tenía un sueño: ser aviador, aunque sólo fuera para divertirse los domingos por la
mañana. Los estudios iban muy bien, hasta que se le ocurrió aprender un poco de acrobacia
aérea. Supongo que no era tan fácil como parecía, pues en uno de esos domingos, entre
“looping” y looping, el “Piper” quedó colgado como barrilete entre dos álamos. En esa forma
tan sencilla se truncó una carrera de aviador a favor del negocio, la familia y los amigos que lo
apreciaban.
Volvemos a don Dimas, ya conocido como hombre serio y temible. Toda persona que lo
conocía bien, estaba tenso y a la defensiva en su presencia, pues nunca se sabía cuando iba a
disparar el chiste, que como es de suponer, no daba lugar a contestaciones, por la sutil e
inteligente elaboración. La cara de don Dimas permanecía como si no hubiera dicho nada. Creo
que el mundo perdió un actor con condiciones naturales.

La gente siempre lo rodeaba riendo hasta desplomarse, y sólo faltaban los aplausos. Demás es
decir que tenía un gran corazón. Cuando aprendí a observar a las personas, descubrí un rasgo de
picardía en su rostro, en el momento que elaboraba la próxima diablura.

Don Dimas representa a los inmigrantes españoles, que contribuyeron a la cultura y al


carácter de la región.

Don Andrés
Muchacho joven, llegó Andrés a la Argentina solo, a fines de la segunda década del siglo,
con muchos sueños y proyectos: trabajar fuerte y formar familia. Médanos, el pueblo de
Moseike lo recibió con los brazos abiertos; se necesitaba un buen carpintero, serio, que se
dedicara al trabajo, y no a la política y a la provocación dialéctica. Moseike y su amigo Rusín
quisieron ganarlo para el grupo de los anarquistas, mas Andrés no les dio oportunidad; se dedicó
a visitar a la gente moderada, y así se formó una buena reputación.

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Una de las familias visitadas por Andrés era la de mi abuelo paterno, donde se ganó el
aprecio de todos. Mi padre, siendo adolescente, compartió muchas horas con él, a pesar de la
diferencia de edades.

Andrés pasó a Cipolletti donde se casó; de su matrimonio

nacieron tres niños, Alejandro, Adán y Carlos. A su hijo mayor lo llamaba Sasa y así fue
conocido en el pueblo.

Mis padres llegaron en 1934 y se reencontraron con Andrés. Siempre fue el carpintero oficial
de la familia y todos los parientes que, lentamente llegaron al pueblo uno detrás de otro.

Era él carpintero de la vieja escuela, y cuando compró maquinarias modernas se vio perdido.
Las máquinas, sin ser utilizadas, quedaron de adorno en el amplio lugar que ocupaba la
carpintería y fábrica de muebles. Un día, cuando instalaba algo en mi casa, le pregunté por qué
no utilizaba su moderno equipo. Mostrándome su serrucho dijo: - esta es la mejor máquina y la
más fiel. No dio lugar para una simple discusión.

Recuerdo un pequeño incidente: mi padre, llegado al país a los cinco años de edad, quiso
obtener la ciudadanía argentina, y pidió a Andrés que atestiguara que lo conocía desde hacía
muchos años; fueron los dos con el gestor a hacer la declaración ante el juez Don K. Andrés
dijo que conocía a mi padre unos cuarenta y cinco años. Don K. siempre tan exitoso, le dijo que
si daba falsos testimonios recibiría el peso de la ley.

Andrés se asustó y dijo: - No, yo lo conozco solamente treinta y cinco o cuarenta años.

Cuando creían que el trámite estaba perdido, el gestor Sr. Mercau increpó a Don K: - déjese
de macanas y no me asuste a mis clientes. Para ser ciudadano no son tan importantes unos años
más o unos años menos. Dos minutos más tarde salían con el certificado, firmado por el Juez K.

Un día, durante el año 1972, encontré a Andrés en la vereda de su nueva casa; estaba
envejecido y enfermo. Siempre simpático, me dijo que ahora descansaba y tenía tiempo para sus
hijos y nietos. Tres días después me encontré con sus hijos mayores, y les comenté que me
alegró encontrarlo. Mandé mis saludos con ellos. Uno de ellos me contestó:

- No va a ser posible, pues lo enterramos anteayer; conservaba el humor de siempre y dijo


que desde ahora, iba a ver desde abajo cómo crecen las plantas.

Años después cuando conocí a muchos rusos, descubrí de donde venía el sobrenombre Sasa.
Sasha es el apodo ruso de Alejandro.

El viaje
El General Onganía, Jefe del Estado Mayor del Ejército derrocó al Presidente Arturo Illia el
28 de junio de 1966 proclamándose Presidente de la República. Su gobierno, caracterizado por
la dura represión; desmanteló el Congreso y los partidos políticos, asumió de facto el Poder
Legislativo, intervino todas las provincias, prohibió la libertad de expresión y privó a las
universidades de su autonomía. Esto provocó violencia entre los estudiantes y la policía, entidad
tradicionalmente leal a los gobiernos dictatoriales. “La noche de los bastones largos”, en que la
policía expulsó a profesores y estudiantes, es producto de su gobierno.

Profesores e investigadores renunciaron, y con eso se desmantelaron centros de


investigaciones.

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Para guardar el orden se quiso imponer la forma de vestir, de cortarse el pelo, se quemaron
libros por considerarlos subversivos o pornográficos, y se cerraron publicaciones.

La política económica de Onganía no fue aceptada por ningún sector social; La caída de su
gobierno fue evidente. El cambio de gente es el sistema de las dictaduras y las condiciones ya
estaban dadas para realizarlo.

Así comenzó un desfile de presidentes, fruto de golpes de estado. Levingston, sucesor de


Onganía, trató de alejarse de la élite militar, lo que le disminuyó el apoyo de las Fuerzas
Armadas. Ahora sí era el momento de cambiarlo por el general Lanusse, quien tuvo varios
gestos de tolerancia política. Su prestigio fue ayudado por acontecimientos que distraían el
interés público. Carlos Monzón seguía reteniendo su título de campeón mundial de peso
mediano y Reutemann, ya era subcampeón europeo de fórmula 2. Pero por otra parte
Montoneros y otras organizaciones asestaban golpes criminales.

El miedo y la incertidumbre crecían. La situación política, la inseguridad económica y el


comienzo de una desocupación masiva, produjeron desequilibrio dentro de núcleos familiares.
En una de las tantas familias, cada cónyuge tenía ideas diferentes; uno apoyaba al presidente y
el otro a los movimientos subversivos. La relación de la pareja comenzó a deteriorarse, y en ese
ambiente efervescente era muy difícil componerla. La posible solución era probar suerte en otro
país.

Prepararon la documentación necesaria, renunciaron a sus empleos, y liquidaron sus


pertenencias; ya estaban preparados para viajar al exterior. Todo estaba en regla. Viajarían a
Buenos Aires para tomar allí el avión.

Se despidieron de sus amigos y una triste mañana dejaron el Valle. Volverían cuando el
problema estuviera solucionado y las condiciones para el regreso fueran ideales.

En la estación de autobuses los esperaban familiares, y más amigos que fueron a despedirlos.
Los abrazaron con calor; las palabras no fluían, sólo las lágrimas…Ya sobre el autobús
comenzaron a agitar sus brazos y mientras se alejaban se escuchaba: adiós, adiós, adiós…

Sólo se veían unos brazos agitándose y la calle.

Kid Ben vs Kid Zum


Conocí a General Roca de los años treinta; esta ciudad populosa, ex postulante para ser
capital de la provincia, cabeza de departamento, centro cultural, asiento de oficinas nacionales y
provinciales, fue también un pequeño pueblo con calles de tierra, el aluvión en el centro, agua
potable sacada de filtros, y lo que le aumentaba el carácter de pueblo chico, era el toque al
mediodía de la sirena de los bomberos.

Como en todo pueblo habían discapacitados mentales, B vivía en el lado de acá y Z en el


lado allá.

B., por sus atributos era exento de responsabilidad pero ganaba su pan. Vendía billetes de
lotería y vivía donde podía. En la época de este cuento recibió una piecita en un taller mecánico.

Z. padre, además de ser dueño de la imprenta “La Minerva” era flaco. Como en la vida todo está
escrito, no por casualidad la imprenta estaba la vuelta de mi casa. Después decidió pasar a Roca

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para editar “La Gaceta Judicial”. Al frente de La Minerva siguió un roquense, Barbero, muy
buena persona que desgraciadamente falleció unos años más tarde.

Z. hijo servía sólo para hacer mandados elementales y para cebar mate, bajo estricto control
sanitario.

En cierta oportunidad, en un concurso de truco por parejas en el club del Progreso, participó
B pues era un buen jugador. Cuentan que se escupía las manos con cada carta que recibía y
todos lo insultaban por la manera en que lo hacía. En cada juego cambiaban de mazo.

Por los años cincuenta llegó a Roca un boxeador cubano llamado Rico; abrió un gimnasio y
comenzó a preparar boxeadores, que luego participaron en festivales que se realizaban en el
club Del Progreso. En el bar de Pitulo situado en Tucumán y Belgrano, se reunían estudiantes
universitarios que estaban de vacaciones. El más atorrante ideó una rivalidad entre B y Z. Se
armó una bolsa de arena para practicar boxeo. Allí se entrenaba oficialmente Kid B, quien decía
que le iba a romper la cara a Kid Z, que se entrenaba en el bar Venecia, allí por Tucumán y
Misiones.

En uno de los entrenamientos uno de los estudiantes hizo de “sparring” de Kid B; cuando fue
tocado en la cara, se tiró al piso. Le increparon a B que había sido muy violento, y que
posiblemente lo había matado. El contestó: - Y qué ¿para que se mete?

La noticia ya corría por el pueblo, y en uno de los festivales de box se anunciaba en los
afiches la preliminar, que para la muchachada joven era una diversión.

El club estaba lleno hasta el techo, y antes de comenzar la pelea, un médico forense con buen
criterio, suspendió la pelea ante el desencanto de la afición.

Lo conocí a B. Pobrecito, falleció sin que se supiera que estaba enfermo. El mito de la
solidaridad no funcionó; sólo unos pocos le dieron un poco de tierra para cubrirse.

ׁEl Colorado
Su cara y su pelo eran rojizos. Nadie dudaba por qué lo llamaban “El Colorado”. Su nombre
era Luis, mas la última vez que lo escribieron, fue sobre la Partida de Nacimiento. Era hijo de
polacos; eso y su pigmentación influían a su carácter especial.

Todo en él era híper y súper. Era hiperactivo, hipersensible aunque lo disimulaba, hipertenso
de tal forma que eso le complicó la vida. Por supuesto que era un súper star. Sabía hablar y
convencer, sabía contar cosas irreales, y lograba que todos le creyeran.
Si se trataba de conducir una reunión seriamente, él era el indicado, tanto como si la reunión
fuera informal. Sabía desempeñarse frente al público con naturalidad, aún sin haber preparado
el tema. Una vez actuó en el cine-teatro del pueblo en una pieza teatral gauchesca; lo vistieron
de gaucho con un chambergo negro y unos grandes mostachos. En la escena más dramática se
le cayeron los mostachos y, con gran desparpajo le dijo a su contrincante: -Mirá, con bigote o
sin bigote te voy a achurar.

Era un buen jugador de fútbol; jugaba en la primera división del equipo que años después
participó en la Liga Nacional. Su carácter fuerte y su estilo provocador, generalmente llevaban a
los equipos a una batalla campal. Cierta vez la hinchada de un club visitante lo corrió para
pegarle, pero él desde lejos pidió a los porteros que abrieran el portón, y velozmente
desapareció por las calles del pueblo.

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Su desfachatez era cosa natural. Estaban tomando mate en la pieza de un amigo, y había más
gente que sillas; el colorado dijo: -Ya vuelvo - salió, entro a un bar, tomó una silla y sin ninguna
expresión en la cara, salió con ella. Recuerdo que por años fue parte del moblaje de la
habitación.

Cuando sus padres dejaron el pueblo, se fue con ellos y se dedicó a algo que alegraba a la
gente: fabricaba cajitas musicales. Cada persona que viajaba a la Capital lo visitaba, y le
ayudaba a conservar el contacto con su pueblo natal y sus amigos. Para un casamiento en el
pueblo envió este lacónico telegrama: “Como no puedo ir de cuerpo, voy de espíritu”.

Tenía un gran corazón y siempre estaba dispuesto a dar una mano; no pedía nada en
retribución. Ese corazón le falló justo cuando más lo necesitaban. Había formado hogar,
bendecido con hijos.

Hoy, a través de los años recuerdo al niño colorado que me daba patadas tratando de
hacerme llorar, pero nunca le di el gusto; aguanté el dolor y logré que se convenciera que no
tenía fuerza en las piernas. Necesitó varios años para saberlo, cuando comenzó a jugar al fútbol
en serio.

No logro recordar al colorado sin sonreír, pues él era pura sonrisa, y detrás de cada sonrisa
escondía alguna diablura. El que lo conoció y lea esto pensará: ¿Es todo lo que se puede decir
de él? Lo invito a agregar lo que falta aquí, no como un desafío, sino para hacerle justicia al
Colorado, todo “súper todo”: súper amigo, súper caballero, súper recuerdo.

Antonio
¿Personaje representativo? ¿Alguien para conversar, para aprender? ¿Para confiar secretos?
Antonio.

Yo era muy pequeño cuando lo conocí; tenía un negocio con su hermano. Años más tarde se
separaron.
Era obeso, alto, vestido con overol y camiseta de frisa que siempre necesitaba lavado. Su
“vestimenta” incluía una bicicleta vieja, despintada, pero con fuerzas para resistir su peso.
Recuerdo que el asiento tenía un resorte que bajaba y subía durante el viaje. Atrás tenía un
pequeño portaequipajes en donde transportaba su caja de herramientas.

Tenía un modo de hablar reposado y parecía que dictaba clases. Pronunciaba las “erres” con
sonido gutural sin ninguna causa manifiesta.

Sabía de todo y bien y si no, lo aprendía. Hablaba de religión como un sacerdote y siempre
con empatía, no importaba de qué religión se trataba. Hoy era Rosacruz y la semana que viene
budista. Pero siempre fue vegetariano, de esos que saben por qué lo son y cuales son los
beneficios de serlo. Podía conferenciar horas sobre el tema como un erudito. Leía mucho y
estaba siempre actualizado en todos los temas que le interesaban.

Con todos sus atributos, Antonio también trabajaba, pero lo hacía de manera muy original.
Se invitaba a la casa del cliente por todo el día, incluido desayuno, almuerzo y cena si no
alcanzaba a terminar el trabajo.

Esos días eran para mí especiales, y me hubiera hecho la rata para estar y conversar con él.
Sabía escuchar y no interrumpía a su interlocutor hasta que oía la última oración. Entonces daba
consejos como lo hubiera hecho un psicólogo, sin arancel ni sofá.

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Mi mamá, con intención, olvidaba su vegetarianismo y preparaba manjares con carne de vaca o
aves, que sólo comíamos los domingos o festivos.

Antonio comía todo, y según sus afirmaciones no se debía despreciar la mesa. La sobremesa
era lo principal y no me perdía una sola palabra.

En su casa, en el amplio patio cuidaba algunos árboles frutales y cultivaba unas pocas
verduras. En una amplia jaula criaba algunos conejos. Antonio – pregunté - ¿Para qué cría
conejos? ¿Para qué será? Para comérmelos. – Me contestó. Antonio era vegetariano por
convicción.

Era electricista y técnico en radio de esos que “saben” pero nunca dio importancia a sus
conocimientos. Sólo realizaba pequeñas instalaciones o reparaciones, todas a domicilio como
sabemos, con el día de visita incluido.

Cuando fui adolescente lo visitaba y veía con atención cómo tenía adornada su casa. En el
primer salón tenía todos los elementos de trabajo: cables, portalámparas, artefactos
fluorescentes, enchufes, etc. “ordenados” sin orden, es decir que parecían “barajados” en los
ángulos del cuarto, formados por un triángulo de un metro y medio por lado y más de un metro
de altura. En cierta oportunidad quise sacar algo y Antonio me gritó: - No me desordenes.

Su máquina de lavar ropa merece una atención especial, pues creo que era fruto de sus
invenciones. Se encontraba en el corredor que daba al patio techado, aunque sin una pared
lateral, cosa que permitía gozar del lindo paisaje. Allí, en uno de los rincones estaba ella,
compuesta por una gran tina, agua y dos enormes embudos. En el momento del lavado se
tomaban los embudos por el lado angosto y con firmeza aunque sin violencia, se golpeaba sobre
la ropa. El lavado estaba garantizado, según sus afirmaciones. No recibí ninguna demostración
de su funcionamiento, pero confié en las aptitudes de Antonio como lavandero.

Sus amigos íntimos no quedaban rezagados a su lado. Por lo general eran técnicos en algo
con fanatismo ideológico. Uno de ellos se dedicaba a Alta Fidelidad y su casa era un laboratorio
con parlantes de todos los tamaños, colgados en las paredes. Allí se reunían y discutían hasta
inventar algo nuevo, y en realidad lo hacían.

Antonio no alcanzó a envejecer, es decir vivió intensamente y se fue repentinamente según


estaba planeado; aprendió, enseñó, vivió, disfrutó. Toda su vida fue una sola vivencia.

Pero no quiero que esta noche estén insomnes pensando quién es mi personaje. ¿Recuerdan
ustedes al “Gordo Ruiz”?

Súbite
Uno de los recuerdos más dulces de mis años en la escuela primaria está personificado en el
portero viejito, de baja estatura, lleno en carnes, con el cabello siempre cortado sobre una
incipiente calva. Había llegado desde su pueblo natal en Chile, directo a la Escuela Nacional
No. 33. Educó a muchas generaciones de niños.

Súbite conocía a todos los niños del turno tarde y supongo que también a los de la mañana.
El idioma perfecto con acento especial expresaba simpatía. Le gustaba conversar con los niños,
en especial con los pequeños y darles consejos. Sus cuentos y vivencias siempre tenían moraleja
e inculcaban valores a nuestra tierna personalidad. A todos los chicos los llamaba “subititos” y
se enorgullecía de tener muchos.

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En una escuela tan grande se necesitaba fuerzas y voluntad para mantenerla limpia y
ordenada. Él se preocupaba por todo eso y también por la atención a cada maestra. Era la
persona más amada por los niños y supongo que por el personal docente.

A cada uno le contó el origen de su extraño nombre. Cuando era joven trabajó como obrero;
en una oportunidad le dieron orden para realizar un trabajo y con apresuramiento quiso
contestar “súbito”, mas la lengua se le trabó y salió un perfecto “ súbite” que se transformó en
su nombre de pila de por vida.

Gracias al buen ambiente que se vivía en la escuela, relaciones amigables entre maestros y
alumnos y el apoyo de la directora nos esforzábamos para darles satisfacciones. Yo era un niño
aplicado y feliz.
Debido a nuestra holgazanería para levantarnos, cuando tuve diez años mi madre me
inscribió en otra escuela en el turno de la mañana. Su decisión cambió radicalmente mi vida. El
clima idílico de nuestra escuela, las tibias relaciones entre maestras y alumnos y el apoyo moral
de Súbite me faltaron.

En la nueva escuela recibí el infierno con delantal blanco: mi maestra de cuarto y quinto
grado. En la clase había clima de terror. No explicaba los temas, sino que nos llenaba de
trabajos para hacer en el aula y en casa. Por cualquier causa daba golpes a los alumnos, y no
había quien recibiera nuestras protestas.
Cuando cursaba el penúltimo grado encontré a Súbite muy bien trajeado, quien me contó que
se había jubilado, y que viajaba al pueblo que dejó muchos años atrás. Le conté lo que acontecía
y me aconsejó esperar, crecer, y con otros ojos juzgar a la maestra.

Resumiendo, el niño alegre, tranquilo y estudioso se volvió rencoroso, con problemas de


adaptación y falta de motivación para el estudio. Necesité hacer una revisión completa de esa
época y comenzar una conducta diferente para liberarme de ese trauma; mientras, muchos años
quedaron atrás. A la maestra nunca la perdoné.

Súbite está siempre en mis recuerdos. Es más, vive en todo lo que representa a una escuela y
su relación con los niños.

Las maestras
Hay personas que sin haber tenido con ellas un continuo contacto, ganaron mi afecto.

Recién daba yo mis primeros pasos y ya conocía a las maestras Guillermina Rodríguez de
Molteni y Dora Gregores de Gotelli. Con naturalidad se acercaron a mí, ganándose mi
confianza.

Doña Guillermina llegó al pueblo en el año 1930 desde San Luis, la ciudad de los maestros,
incorporándose como maestra de grado en la Escuela No. 53, donde ejerció la docencia hasta su
jubilación al final del período lectivo del año 1959. Después de su muerte en el año 2000, se
recuerda su nombre en una plaza de juegos de la ciudad.

Recuerdo que siempre enseñó en los grados inferiores; su relación con los niños era como de
una abuela con sus nietos. Se la veía llevándolos de la mano con cariño.

No tuve una relación directa con ella; sin embargo con el correr de los años encontrarla en la
calle me alegraba y era motivo para entablar una corta conversación. Se interesaba por lo que yo
hacía y por mis hijos, preguntando el nombre de cada uno.

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La señora de Gotelli pertenecía a la clase de personas que no guardan las distancias y en la


época en que se trataba de “usted” a los alumnos, los tuteaba amigablemente, y los abrazaba con
naturalidad. Los niños la querían, y siempre estaban dispuestos a ayudarla. Representaba la
democratización de la Escuela.

Recuerdo que en una fiesta mi maestra quería obligarme a tocar una canción con el violín y
yo, muerto de miedo comencé a llorar. La señora de Gotelli me llevó a un costado, me abrazó y

me dijo con dulzura:

- No lo tomes así; no vale la pena que sufras por esto. Verás que fácil te será, y qué bien
te vas a sentir después.- Toqué la piecita y en mi interior la dediqué a la Sra. de Gotelli.

En un aniversario del pueblo hubo un desfile general por las calles que lo circunvalan, con la
participación de todas las instituciones, y allí caminaban juntas las dos maestras ya jubiladas,
orgullosas y emocionadas.

Esos recuerdos quedaron fijos en mi interior, y hoy aún las veo pasar, dos maestras, ejemplos
de vocación y amor.

Brith Milá (1)


Después de esperar nueve dulces meses llegó el primogénito. Recuperados de la emoción de
los primeros días, comenzaron a planear el Brith Milá del bebé.

La abuela, mujer guapa, se ofreció a preparar un almuerzo para cerca de un centenar de


personas. La fiesta se celebraría en la casa del recién nacido. El resto del trabajo a cargo de los
anfitriones, sería la atención de los invitados. Todo salía como se planeó: el mohel (2), todo
vestido de blanco, almidonado y compuesto, realizó su tarea impecablemente. .

Los invitados aplaudían furiosamente, los parientes cercanos estaban emocionados y la madre
lloraba.

El almuerzo se sirvió, y la lucha por la mejor presa comenzó. Después del ataque inicial, los
ánimos se serenaron y hubo tiempo para agregar uno que otro diálogo. El niñito ya dormía
olvidado en su cunita; los padres y los abuelos lo acompañaban.

Después resurgieron los eternos e inolvidables cantores, que trajeron las más nostálgicas y
selectas canciones lituanas y polacas.

La hora de la siesta y la música inspiraban a muchos para tomarse una buena siestita, pero
aún faltaban los postres, vinos dulces y café. Entre felicitaciones y bendiciones se vaciaban los
platos.

Nadie se movió y en ese ambiente animado llegó la hora del te; corrieron a traer nuevas
provisiones, y después de la suculenta merienda los familiares más cercanos se retiraron.

El sol se estaba ocultando; los parientes lejanos y los amigos cercanos se despidieron con
emoción y alegría. Los alegres cantores seguían animando la fiesta.

Se acercaba la hora de la cena, y otra vez fueron a buscar algo adecuado para comer. Fue una
buena idea, pues los padres del niño y sus abuelos no habían comido en todo el día. Todos
acompañaron en el ágape.

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A los postres, vino y café, hubo algunos disertantes que bendijeron la fiesta. El padre
emocionado pidió la palabra para agradecer.

No omitió palabras para ofrecerles que permanecieran, pues la casa era grande y había
comodidades para todos. Con el corazón abierto les dijo que ya que estaban, se quedaran para el
Bar Mitzva. (3)

Diez minutos más tarde, los dueños de casa ya estaban durmiendo.


1) Circuncisión.
2) Circuncidor de la religión judía

3)Ceremonia en que se celebra los trece años del niño.

El día de los monstruitos


En nuestra condición de gente trabajadora nuestro tiempo libre era limitado, en consecuencia
cada cosa era planeada de antemano. Efectuábamos visitas en las tardecitas, también en esas
horas llevábamos a los niños a jugar. Además, después de la escuela iban solos a la pileta de
natación cercana. No debían cruzar calles.

El último día de la semana era para hacer compras y abastecer nuestra heladera. Nuestros
hijos según edad: siete, cinco y tres, por una ley matemática que no es necesario explicar,
mantienen esa diferencia. Los acomodábamos en nuestro Fiat 1100, y viajábamos a la
cooperativa de consumos que tenía un supermercado gigante, donde se conseguían productos
alimenticios, ropa y calzado, artículos para el hogar, productos de ferretería, y hasta abonos e
insecticidas para la agricultura. La Cooperativa era el orgullo de la ciudad que mientras tanto
creció. Era un ejemplo de organización y cooperación en el mundo material en que se vivía.

Ese fin de semana nos proveímos hasta el próximo. A la tardecita cenamos en lo de los
abuelos, y el niño de turno se quedó para dormir con ellos. Volveríamos el domingo a la
mañana para recogerlo. Javier, el más pequeño, quedó con los abuelos. Como aún era temprano
para dormir, comenzó a pensar con qué podría jugar, y decidió hacerlo con corriente eléctrica;
tomó un clavo y fue a probar qué efectos se producían al insertarlo en un enchufe. Lo descubrió
inmediatamente; quedó adherido, llamó pidiendo ayuda. La abuela quiso sacarlo y se adhirió a
él y a los 220 voltios. Mientras tanto, los segundos corrían y no lograban desprenderse. Mi
padre corrió a la caja de los fusibles y desenroscó el tapón. Javier desapareció, y después de
varios minutos lo encontraron en ese anochecer de verano, metido dentro de una cama, tapado
hasta las orejas, con cuatro frazadas y sudando como beduino.

Los pobres abuelos se sentían fracasados; tenían un gran sentimiento de culpa por lo que
pudo ocurrir, y sólo pudieron abrazar a su nieto para demostrarle protección.

Al otro día cerca del mediodía, trajimos al héroe de regreso, vestimos a los tres con sus
nuevas camisas y pantalones, y nos sentamos a almorzar. Como se acostumbraba en verano,
después de comer dormimos la tradicional y única siesta de la semana, pero antes les pedimos
que estuvieran tranquilitos; podrían ver televisión o dibujar.
Entre sueñito y sueñito, escuchábamos abrir y cerrar de puertas, pero eso no salía de lo
común. Cuando nos levantamos, los chicos no estaban dentro de la casa. Abrimos la heladera
para tomar algo fresco, y la encontramos vacía. Los llamamos, y vimos algo que nos horrorizó:
Las camisas y pantalones nuevos estaban completamente manchados de brea. Buscando

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sombra, se acostaron debajo de un camión cisterna lleno de brea líquida; el tanque tenía varias
goteras en dirección a sus ropas. Los resultados estaban a la vista.

Pero ¿qué sucedió con las provisiones de la semana? El más creativo de los tres propuso
preparar una torta gigante. Se llevaron la docena y media de huevos, la mermelada, los quesos
duros y blandos y todo lo que era cómodo llevar. No olvidaron la levadura de cerveza.

Al fondo del patio, en una “informe” forma geométrica de aproximadamente medio metro
cuadrado, fermentaba una masa

de barro. Parecía un hervidero de Copahue, pero sin cualidades curativas.

Estábamos sorprendidos e indignados, y no entendíamos cómo chicos “grandes” como ellos


no daban valor a las cosas. Comenzamos a pensar qué castigo les daríamos, mas era difícil
decidir. Por último quedamos de acuerdo en una cosa: habían propasado el límite y para eso “no
existía castigo”.

A causa de esa experiencia culinaria, dedicamos la tarde del primer día de la semana para
proveernos nuevamente de alimentos.

Colmo de males: el gran cuchillo de carnicero que era mi orgullo, desapareció. Después de
dos años, cuando unos muchachos carpían la tierra para preparar una nueva quintita, lo
encontramos. El óxido había penetrado bastante como para que no lograran limpiarlo, a pesar de
que lo llevamos a tratarlo con una piedra accionada a electricidad. Lo hemos guardado, para que
los que no creen en mi cuento, lo comprueben.

* * *

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