Tainaron
Por Leena Krohn
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Nominada al Premio de Literatura del Consejo Nórdico en 1988 y al Premio Mundial de Fantasía en 2005, esta historia puede leerse como novela o como colección de relatos: todo un viaje de exploración e introspección, en el que Krohn crea maravillosas imágenes y metáforas que nos harán recordar "Las ciudades invisibles" de Italo Calvino.
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Tainaron - Leena Krohn
TAINARON
Leena Krohn
Traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz
Título original: Tainaron
© Leena Krohn
© de la traducción: Luisa Gutiérrez Ruiz
Edición en ebook: enero de 2017
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-16830-39-8
Diseño de colección: Filo Estudio
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Maquetación ebook: [email protected]
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
No estás tú en el lugar, el lugar está en ti.
Angelus Silesius
Para Elias, J. H. Fabre y la casa de la Abeja Reina
Leena Krohn
(Helsinki, 1947)
Escritora de gran prestigio en Finlandia, estudió Filosofía, Psicología y Literatura en la Universidad de Helsinki. Su amplia producción se compone de novelas, cuentos, literatura infantil y juvenil y ensayos, y en ella desarrolla muy diversos temas, como la relación del hombre consigo mismo y con la realidad, la moral y la frontera entre realidad e ilusión. En su estilo, Krohn reconoce influencias tanto de grandes poetas finlandeses (Eino Leino,Edith Södergran…) como de autores extranjeros, entre los que ella destaca a Hans Christian Andersen, Antón Chéjov, Franz Kafka, Emily Dickinson y Edgar Allan Poe.
Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas y ha obtenido premios como el Finlandia o el Topelius.
Contenido
Portadilla
Créditos
Cita
Dedicatoria
Autor
El prado y la guía de néctar
El susurro de la rueda
Resplandor
Las lágrimas de su madre
La carga
La decimoséptima primavera
Arde en la montaña
Sus incontables moradas
Cual escarabajos enterradores
Auriga
Huellas en el polvo
El día del gran mogol
Prueba de imprenta
Arena
Ruido blanco
Mímido
La gran ventana
El trabajo del medidor
Transeúnte
La pregunta del rey Milinda
No bastan
Dayma
Colgante
Protectora de los bichos raros
Lithomoia solidaginis
Puerta del crepúsculo
Tallos de invierno
En la fecha del sello de correos
Toque de difuntos
Mi hogar crisálida
Contraportada
El prado y la guía de néctar
Carta primera
Cómo podría olvidar la primavera, cuando realizábamos paseos por el Jardín Botánico de la Universidad, pues aquí, en Tainaron, también hay tal parque, extenso y cuidado con esmero. Si lo vieras, te asombrarías, ya que contiene muchas plantas que nadie en nuestra patria conoce, incluso una especie que florece bajo tierra.
Personalmente, sin embargo, lo que más me gusta es el prado anexo al jardín, donde sólo crecen flores silvestres: acianos, cardos, linarias, verónicas espigadas.
Mas te confundes si las tomas por corrientes flores de campo. No, son una suerte de híbridas, de un tamaño sobrenatural. Muchas centaureas poseen la altura de un hombre y sus corolas son tan anchas como el rostro de una persona, pero también he visto flores en las que se puede entrar como en un cenador soleado.
Me causa placer imaginar que algún día podría llevarte allí, bajo los cirsios. Sus maravillosas panículas las reviste una telaraña plumosa y undula en lo alto como las coronas de los árboles de un paseo marítimo.
Disfrutarías de una excursión a la pradera, cuando en Tainaron es verano y se pueden observar las flores cara a cara. Están abiertas como el mismo día y los jeroglíficos de las guías de néctar son precisos y límpidos. Las contemplamos, pero ellas sólo contemplan al sol, al que se asemejan.
Es tan difícil creer al calor del corazón del día —tan difícil como ante el rostro de los niños— que el color y la luz de los que han sido hechas son sustancias y que, en algún momento, pronto, esa misma noche, su fulgor se extinguirá y no volverá a ser visible.
En la pradera acontecen muchas cosas, es escenario de acción impetuosa y campo de batalla, mas todo sirve a un único propósito: la inmortalidad. Los insectos que allí sacian anhelos propios desconocen que cumplen la voluntad secreta de las flores más de lo que las flores comprenden que los insectos, a los que consideran sus esclavos, en realidad significan vida y sustento. Y así, el egoísmo individual de cada uno funciona en el prado para la felicidad de todos.
Pero no sólo moscas comunes de las flores e himenópteros acuden a distraerse al campo del Jardín Botánico, sino también los ociosos citadinos pasan allí sus ratos libres y disipan el tiempo de una manera que a nosotros nos resulta sin duda extraña.
—¡Almirante! ¡Almirante! —Oí gritar con deleite a Longuicornio un día festivo, cuando de nuevo deambulábamos por los senderos que se entrecruzan en el prado.
Miré a mi alrededor entre los tallos de las flores —algunos de ellos eran fornidos como troncos de abedules jóvenes—, pero no podía distinguir a quién se dirigía Longuicornio antes de que me señalara la corola de una flor semejante a una orquídea. En sus rojos, radiantes, algo moteados labelos se sentaba —o más bien daba saltitos en el sitio— alguien muy inquieto y feliz.
Agitaba todas sus patas ante Longuicornio, animándose a chillar con frenesí: «Por aquí, damas y caballeros, ¡no sean tímidos!».
Debo admitir que su comportamiento me desconcertaba, pues persistía en su incontrolable danza, rebotando de un pétalo a otro y frotándose en ellos el trasero de cuando en cuando. De pronto se desplomó inerte de bruces y parecía mordisquear con avidez una fina y mullida pelusa que sobresalía en la base de los labelos. Vaya, nos hallábamos en un lugar público y aparté la vista de aquel ser libertino.
Pero Longuicornio lanzó una mirada a mi rostro y se echó a reír, lo que aumentó mi irritación.
—¡Cuánto puritanismo! —exclamó—. ¿Censuras el esparcimiento de fin de semana más inocente y barato de los solitarios? Hacen el amor a las flores y las flores los embriagan, van de flor en flor y al tiempo las polinizan, ¿acaso no resulta afortunado para todo el prado, para toda la ciudad?
En ese preciso instante, aquella amistad de Longuicornio se estiró hacia nosotros sobre el ancho, generosamente arqueado labelo de la orquídea, que se mecía y balanceaba intensamente bajo su peso. Ahora advertía yo que su cuerpo estaba de la cabeza a los pies embadurnado de polen pegajoso, y cuando alcé la vista sombreando los ojos ante el sol, de su larga, titubeante probóscide se deslizó hasta mi barbilla una gota melosa. La espanté de un lametazo, no sabía desagradable, pero con las mismas recordé unas líneas que había leído tiempo atrás.
Ya con más serenidad, sentí deseos de recitárselas inmediatamente a Longuicornio, pero Almirante ejercitaba sin tregua su turno de palabra.
—Queridos amigos —balbuceó—, no habrán visto jamás unos néctares como éstos, aaaah, síganme, rápido, conozco el camino…
Y con las mismas desapareció en las profundidades de la gigantesca corola de modo que ya sólo distinguía una de sus patas traseras, que se agitaba hundida en la cavidad trémula.
—No —dije definitivamente—, yo ahí no entro.
—Está bien —convino Longuicornio conciliador—, continuemos nuestro camino. Tal vez pueda presentarles a ustedes en otra ocasión. Continuemos, veamos si florece la filipéndula.
Mientras caminábamos bajo las flores, percibía su voluntad y su sed, sentía que lo que de ellas resultaba visible, su fastuosidad, era tan sólo el estribo hacia su semilla, y no pude rehuir la tentación de recitarle a Longuicornio los versos que Almirante en su tontería había devuelto a mi mente:
¡Qué son los estambres de las flores, los pistilos
y las aureolas de los pétalos sino
el corazón de una flor,
sombras falaces que ocultan llamas en su interior!
Él escuchaba con aspecto ausente y finalmente me interrumpió.
—¿No lo oyes?
Muy cierto, creí distinguir un aullido desesperado que provenía del sur, del otro lado del prado. Así que era eso lo que Longuicornio había estado escuchando durante mi declamación.
En seguida giramos en la dirección correcta, pues no hubimos de caminar más que un breve trayecto antes de que la voz inquieta jadeara: «¡Estoy aquí, aquí!» y volvimos a toparnos con una flor del tamaño de una habitación, de brillo ultramarino en esta ocasión, en la que forcejeaba alguien, al parecer se había atascado en su pistilo embudado.
—Vaya, vaya —dijo Longuicornio áspero—, justo lo que me esperaba. Se trata de una vencetósigo, una flor trampa.
Se dirigió a quien había caído en el ardid: «No