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No soy así: Y otros cuentos
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No soy así: Y otros cuentos
Libro electrónico305 páginas5 horas

No soy así: Y otros cuentos

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Askildsen es un escritor preciso y sobrio que busca con obsesión la palabra exacta, y por eso su obra es tan breve. Solo escribe cuando tiene algo que contar. Este libro reúne todos los cuentos escritos por el genial escritor noruego entre 1953 y 1996.

La angustia y el anhelo de felicidad del ser humano están presentes en estos relatos. Askildsen afirma que desea crear desasosiego, "no me gusta un relato que no crea desasosiego", y lo consigue a través de sus personajes, seres normales y a menudo solitarios. Las relaciones familiares y las parejas, el tedio y la rutina, son algunos de los elementos recurrentes en estos impactantes textos, auténticas obras maestras del género.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 sept 2018
ISBN9788417281861
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    No soy así - Kjell Askildsen

    Kjell Askildsen

    No soy así

    Cuentos, 1953-1996

    Traducción de Kirsti Baggethun

    y Asunción Lorenzo

    PRESENTACIÓN

    El escritor Kjell Askildsen (1929) es considerado uno de los más grandes escritores de la literatura contemporánea noruega, y el gran maestro y renovador del relato breve de su país. Está traducido a una serie de idiomas.

    Debutó en 1953 y ha escrito varias novelas, pero sobre todo relatos breves. Dejó de escribir hace unos años debido a una ceguera creciente.

    Ha recibido una larga serie de prestigiosos premios literarios. En 2006 el periódico de Oslo, Dagbladet, eligió la colección de relatos breves Últimas anotaciones de Thomas F. para la humanidad como el mejor libro de ficción de los últimos veinticinco años.

    Askildsen estuvo al principio inspirado por la escuela de Hemingway, con su característica parquedad de palabras, luego pasó por la tradición de la nueva novela francesa y ya a partir de 1980 desarrolló ese estilo tan característico de él, minimalista, parco, realista e inquietante, que desde entonces ha ejercido una gran influencia en la literatura contemporánea noruega. Es considerado el gran renovador del arte del relato breve.

    Una característica de sus textos es lo que no se dice en ellos, pero que está allí, algo como inquietante, vibrante.

    En el libro Kjell Askildsen. Et liv (Una vida) de Alf van der Hagen, editado por Oktober en 2014, Askildsen habla sobre lo que él piensa que debe ser la literatura: «Tiene que haber algo dinámico en la literatura. No sirve de nada simplemente escribir sobre un paseo por el bosque. Tiene que haber contradicciones en un tema. Si vas a crear un cuento que tenga emoción a algún nivel, no sirve contar una historia de color rosa. Todo arte debe ser algo que hurgue en la gente. Tiene que haber algo que les aguijonee, algo que tal vez les dé un poco de miedo. Ese es en mi opinión el cometido del arte. No cantarles nanas para que se duerman. No contar historias bonitas. Al fin y al cabo las historias feas pueden resultar muy bonitas, porque pueden hacer que la gente se dé cuenta de que lo que ven en ellos mismos —y que se resisten a mostrar a los demás— también lo pueden encontrar en gente normal y maja en mis cuentos.

    »Escribo sobre los aspectos sombríos de la vida. Pongo al desnudo debilidades en mis personajes, simplemente para que sean creíbles. Tengo como propósito escribir un relato que pueda resultar intrigante al lector —y a mí mismo—. Por esa razón necesito investigar mientras escribo».

    Askildsen dice que construye un relato como un edificio. «Pongo piedra sobre piedra, y a veces no sé cómo concluir. Cuando me encuentro a la mitad no sé más que el lector. Mi problema es que tengo que continuar el relato, poner nuevas piedras, encontrar un final. Esto exige concentración. Con el tiempo soy más consciente de que lo que estoy haciendo es crear arte».

    «Si la literatura es buena, nos proporciona alegría mientras la leemos. Surge como una especie de pausa en las trivialidades», dice Askildsen, que opina que de esa forma la literatura es algo que nos ayuda a seguir adelante.

    Cuando se le pregunta por lo que exige del lector dice que no tiene ningún deseo de complicar las cosas. No usa ninguna palabra difícil, y no usa, al menos no conscientemente, símbolos. Pero escribe en primer lugar para gente que ha leído algo antes, y sí pretende que el lector reciba lo que él llama «impulsos contradictorios». «Puede que me equivoque, pero tengo la sensación de que he llegado mejor a las personas que han leído literatura en la que no todo le ha sido masticado y preparado por el autor». Lo que quiere con su literatura, lo que quería con su literatura (antes de la ceguera), era crear algo que fuera arte. Algo que él considerara arte. Porque él se considera un artista, un exartista, en línea con un pintor, en línea con un compositor.

    Kirsti Baggethun,

    agosto de 2018

    NO SOY ASÍ

    A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa

    Últimas notas de Thomas F. para la humanidad

    Un vasto y desierto paisaje

    Los perros de Tesalónica

    A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa

    (1953)

    A PARTIR DE AHORA TE ACOMPAÑARÉ HASTA TU CASA

    —Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas de comer. Por cierto, ¿qué haces en el bosque?

    —Pasear, ya te lo he dicho.

    —¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?

    —¿Y qué tiene eso de malo?

    —¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?

    —¿Qué iba a hacer si no?

    —Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.

    —¡Entonces deja que me vuelva loco!

    —¡No emplees ese tono con tu madre!

    —¡Entonces deja que me vuelva loco!

    —¡Ten mucho cuidado! —Ella se acercó. Él permaneció quieto. La madre le dio una bofetada en la cara. Él ni se movió.

    —Si vuelves a pegarme, blasfemaré —dijo él.

    —¡No lo harás! —dijo ella y le dio otra bofetada.

    —Hostia —dijo él—. Me cago en la hostia. —Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía el llanto, un llanto de rabia, se dio la vuelta y salió disparado. Siguió corriendo cuando se encontraba ya en la calle. No porque tuviera prisa, sino porque la rabia también tenía algo que ver con sus piernas. Me cago en la hostia, pensó mientras corría.

    Cuando por fin había dejado atrás las casas y tenía el bosque y el páramo delante, aflojó el paso. Miró el reloj de pulsera que le habían regalado por su decimosexto cumpleaños, iba bien de tiempo. Se merece que me vuelva loco, pensó. Algún día se lo diré. Le diré: Te mereces que me vuelva loco, porque no entiendes nada. No haces más que agobiarme todo el tiempo sin entender nada.

    Siguió el sendero bosque adentro. La luz solar caía oblicua entre los troncos. Al ver eso se dijo a sí mismo que pensándolo bien el bosque es casi más bonito cuando el sol no brilla. Cuando llueve es cuando es más bonito. Notó por dentro un cosquilleo de felicidad, porque nunca había pensado en eso. El sol tiene la capacidad de engañar, pensó, y sacó un cuaderno del bolsillo. Entre las páginas había un trozo de lápiz, se detuvo y escribió: El sol tiene la capacidad de engañar. Así me acordaré, pensó, luego volvió a guardarse el cuaderno en el bolsillo y se sintió feliz. Realmente feliz.

    Llegó a su destino, se sentó en una piedra y pensó: Si ella no viene hoy, no es porque haya mentido a mi madre. Ni porque haya decidido hacer lo que nunca hasta ahora me he atrevido. Si no viene, es porque le han mandado hacer algo y no puede venir.

    Volvió a sacar el cuaderno. Lo abrió y leyó en voz alta las cosas que había estado pensando en el transcurso del día. «Como chasquidos voluptuosos sus oraciones subieron hacia un Dios imaginario». «Un cenador en el jardín solo para el placer». «La chica tiene piernas que suben más allá del borde de la falda». Cerró el cuaderno, y sonrió para sus adentros. Algún día, pensó, algún día…

    Entonces llegó ella corriendo. Unas veces era rubia y otras morena, según las sombras y la luz solar que caían sobre ella. Llevaba una blusa amarilla y unos pantalones marrones.

    —Me alegro de que hayas venido —dijo él, y ella se sentó a su lado.

    —Claro que he venido —contestó ella—. Siempre vengo. ¿Me has echado de menos hoy?

    —Sí.

    —He venido corriendo casi todo el camino.

    Él le puso una mano en el hombro. Ella volvió la cara hacia él, y sus ojos grises le sonrieron antes de cerrarse. Me lo pone muy fácil, pensó él, mientras la besaba.

    —Vayamos al sitio donde estuvimos ayer —dijo.

    —¿Qué vamos a hacer allí? —preguntó ella sonriendo.

    —Ya veremos.

    —Dímelo, ¿qué vamos a hacer?

    —Lo mismo que ayer.

    —Vale.

    Siguieron el camino que se adentraba en el bosque. Iban cogidos de la mano, y cuando dejaron el sendero y empezaron a andar por el brezo, ella dijo que en clase de alemán había estado pensando que no solo son los años los que deciden la edad que tienes. Es verdad, dijo él. Y luego pensé que te diría que sería una tontería por tu parte pensar que eres más joven que yo, porque en realidad eres mucho mayor. No me he dado cuenta de eso, dijo él. Solo quería decírtelo, dijo ella. Vale, dijo él, pensando que si ella tenía alguna razón para decirlo, era la de facilitarme las cosas. Eso significa que no va a ser nada difícil, que entonces los dos queremos lo mismo. Le apretó ligeramente la mano, y ella lo miró, sonriéndole con la boca y con los ojos.

    Llegaron al lugar donde habían estado tumbados uno al lado del otro el día anterior. Ahora se sentaron uno enfrente del otro, y él dijo, sin mirarla, que ayer al llegar a casa compuse otro poema. Léemelo, le pidió ella. No sé si es bueno, contestó él. Léemelo de todos modos. Está bien, dijo, si me acuerdo. Era incapaz de mirarla.

    Es verano, susurró ella,

    verano…

    y se tumbó en el brezo

    dejando que el verano viviera.

    Besé sus ojos hasta que se volvieron negros

    y ella pronunciaba extrañas palabras

    sobre momentos de corta duración

    sobre lirios que se marchitan

    sobre el caballo que se quema las alas

    al acercarse demasiado al sol.

    Luego ella borró las palabras

    con besos caldeados por el sol

    — el verano vive.

    Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo le hizo sentirse feliz. ¿Te ha gustado?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro, dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella dijo: pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.

    —¿Nunca te hartas de mirar? —preguntó ella.

    —Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.

    —Es nueva.

    —Tiene más botones que ninguna.

    Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo: Quiero quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.

    —Quiero desnudarte por completo —dijo, mirándola a los ojos.

    —No debes hacerlo —dijo ella.

    —¿Por qué no?

    —Porque no y ya está.

    —No te haré nada.

    —Eso no puedes asegurarlo de antemano.

    —Tengo que desnudarte —dijo él—. Si no lo hago ahora, lo haré más tarde, y no será más fácil entonces. Si no me lo permites, me harás mucho daño, porque he cedido todos los días durante una semana entera, y me hace cada vez más daño.

    —Bésame —dijo ella, y él empezó a bajarle la cremallera del pantalón marrón mientras la besaba. Tengo que hacerlo, pensaba, es lo único correcto. Seguía besándola mientras le bajaba los pantalones. Ella se retorcía debajo de él, y él dejó de besarla y la miró a los ojos.

    —No te haré daño —dijo—. Si quieres, te prometo que solo miraré.

    Le bajó los pantalones hasta las caderas, ella no hizo nada por impedírselo.

    —Dime que me quieres —dijo ella.

    —Te quiero.

    Ella sonrió.

    —¿Te parece bonito?

    —Sí. Es más bonito que todo lo que he visto en pinturas y estatuas.

    —Lo que pasa es que me daba vergüenza —dijo ella—. Era por eso.

    —Sí —asintió él.

    —Ya no me da vergüenza.

    —A mí tampoco.

    —Puedes tocarme si quieres.

    Él dejó que su mano se deslizara por su vientre y bajara luego por entre sus piernas.

    —Bésame —dijo ella, y mientras él la besaba, ella le desabrochó y le mostró el camino. Era extraño, cálido y agradable. Ten cuidado, dijo ella, y él permaneció completamente quieto. Pensó: estoy haciendo el amor con ella. Este es el mejor día de mi vida, y a partir de ahora todos los días serán los mejores, porque ahora sé qué es lo mejor.

    —Ten cuidado —dijo ella.

    —Sí —dijo él—. Tendré cuidado. No te haré nada.

    —¿Te gusta? —preguntó ella.

    —Sí.

    —¿Incluso cuando permaneces quieto?

    —Sí —contestó él, un poco asombrado—. Esto es lo que deseaba.

    —Yo también.

    —Creo que ya nunca voy a desear nada que no conozca.

    —¿Vas a echarme de menos?

    —Sí —contestó él—. A ti y esto.

    —¿Te parezco muy brusca si te digo que tengo frío? —preguntó ella sonriéndole.

    —No —contestó él, y salió con mucho cuidado de ella. Se tumbó boca arriba en el brezo y miró las copas de los árboles. Ya no estaban del todo verdes, y pensó: Pronto será otoño y luego invierno.

    —¿Qué vamos a hacer cuando llegue el invierno?

    —No lo pienses. Aún falta mucho.

    —Sí —asintió él, pero no podía dejar de pensar en ello. La miró, ella ya se había puesto toda la ropa menos la blusa.

    —¿Quieres que te la abroche? —preguntó él. Ella asintió con la cabeza. Él contó los botones. Once. Se levantaron y fueron hacia el sendero. Ella dijo que ya no tendremos que tener vergüenza nunca más. Así es, dijo él. Tomaron el sendero cogidos de la mano. ¿En qué estás pensando?, preguntó ella. En nada en especial, contestó él. Sí, estás pensando en algo, insistió ella. Dímelo. Estoy pensando que debo haberte parecido muy raro por estarme completamente quieto, dijo él. Seguramente es así para todo el mundo la primera vez, dijo ella. Él la miró, ella no parecía avergonzada. Además te lo pedí yo, dijo ella, por eso lo hiciste. No, pensó él. No fue por eso. No sé por qué lo hice, pero no fue por eso.

    —No creo que sea así para todo el mundo —dijo él.

    —No pienses en eso —dijo ella.

    —Tengo que pensar en eso —dijo él.

    —También es culpa mía; te lo pedí porque tenía miedo.

    —No es tan sencillo —dijo él—, porque yo prefería que fuera así.

    —Fue solo porque tú también tenías miedo.

    —No tenía miedo.

    —Tal vez tenías miedo sin saberlo. A veces pasa.

    —Sí —contestó él.

    Habían salido ya del bosque, y a ninguno de los dos se le había ocurrido que debían irse a casa cada uno por su lado, como solían hacer.

    —Te acompaño hasta tu casa —dijo él.

    —¿Crees que debes?

    —Sí —contestó él—. A partir de ahora te acompañaré hasta tu casa.

    CRÍAS DE GAVIOTA

    Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un fuerte viento, y Paul dijo que sería peligroso fijar la vela mayor. Estaba sentado con la escota en la mano, mientras procuraba mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin de no tener que virar para atravesar el estrecho. La cuerda le cortaba la mano. Llegaban ráfagas bastante fuertes, pero no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vigiló el mar para que las ráfagas no le pillaran por sorpresa.

    —Hace justo el viento que nos conviene —gritó a la chica. Ella estaba tumbada boca arriba en la proa mirando las velas.

    —Hará más viento cuando salgamos al estrecho —dijo ella.

    —Seguro que sí.

    Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo y sostuvo la caña del timón entre el brazo y el cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo. Tenía los dedos mojados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también se le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le lanzó el paquete de tabaco.

    —Esta es una buena vida —dijo.

    —Así habría que estar siempre.

    —Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece.

    —Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te apetece sin dinero.

    —Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que hacer algo que no te apetece, y entonces ya no tiene mucho sentido.

    Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma. A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del estrecho el mar estaba agitado. Tenían el viento en contra, y la chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las velas, Paul soltó la escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba agua en la barca.

    —¡Esto es emocionante! —gritó la chica.

    —¿Te gusta?

    —Ya lo creo.

    —¿No tienes miedo?

    —Sí, por eso resulta tan emocionante.

    —Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una poza de veinte metros de profundidad, cuando ya han empezado con esa actividad no pueden dejarla. Si todos los días no hacen algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad.

    —Hay algo de eso, sí.

    —¿Tú crees?

    —No lo sé. Parece probable. Tiene que ser divertido estar constantemente salvándote a ti mismo la vida.

    Paul mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le cortaba la mano. Pensó que así es siempre. Te lo estás pasando muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la escota para que no le resultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estrecho quedaba ya muy lejos.

    —No tenemos muchas posibilidades si la barca vuelca —dijo ella.

    —Una de cien.

    —Cuando tenía dieciséis años soñaba con morirme dentro de un gran bosque.

    —Yo nunca he soñado con morir.

    —Yo sí. Eran sueños bonitos. Nadie me había hecho daño, ni estaba enferma.

    —Eres muy rara.

    —Sí. Todo el mundo lo dice. ¿Te parece mal que sea así?

    —No.

    —Tú también eres raro.

    —¿En qué sentido?

    —Algunas veces te ríes sin que haya motivo para ello. Cuando mi padre contó lo de ese accidente de tren en Italia, tú te reíste. A mí no me pareció nada divertido. Y cuando luego te preguntó si habías leído algo de Hamsun, también te echaste a reír.

    Llegó una ráfaga de viento. La barca se inclinó hacia un lado y le entró bastante agua. Paul giró el timón. La barca se enderezó, las velas aleteaban. Mantuvo la dirección contra el viento y tensó la vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado contrario y la barca cogió velocidad.

    —¿Tienes miedo? —gritó él.

    —No he chillado, ¿no?

    —Uno puede tener tanto miedo que no le salga ni un sonido.

    —Pues tanto miedo no he tenido.

    —Si quieres podemos dar la vuelta. Tú decides.

    —Entonces quiero desembarcar en una isla. —La chica miró a su alrededor, y señaló algo justo delante de ellos—. Quiero desembarcar allí —dijo.

    Era una isla bastante pequeña. En algunas partes crecían pinos contrahechos. Por lo demás, todo era roca y brezo. Cuando se encontraban ya muy cerca, se abrió ante ellos una cala. Paul llevó la barca en esa dirección y las velas aletearon porque el viento llegó de repente de otra dirección. La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en la mano, lista para saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La chica saltó, y él tuvo que agarrarse al mástil para no perder el equilibrio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó tras ella. Tuvo que detenerse antes de acercarse del todo, porque ella lo estaba mirando con sus ojos azules, los brazos levantados por encima de la cabeza y la punta de la cuerda en una mano, y él dudaba de haber visto jamás algo tan hermoso.

    —Me apetece abrazarte —dijo.

    —Y a mí me apetece que me abraces.

    La abrazó. Pensó que ella valía más que ninguna. La chica soltó la cuerda y le rodeó el cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto a la de ella, su piel era agradable y fresca. Pensó que ella valía más que ninguna, y que ella quería aquello. Nunca le haría daño, pensó y retiró lentamente los brazos.

    Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron juntos hasta el punto más alto de la isla. Por encima de ellos volaban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se sumergían y lanzaban sus gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De repente la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la miró, y vio miedo en sus ojos. Ella alargó un brazo hacia él, y él lo agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta en una roca justo delante de ellos.

    —¡Mira!

    —¡Una cría de gaviota!

    —Tengo miedo.

    —No es más que una cría de gaviota.

    —Podría haberla pisado. Escucha lo feos que son sus chillidos.

    —Temen por sus crías.

    —Quiero irme de aquí. Tengo miedo. Pueden hacernos daño.

    Él quería decir que no, que no pueden hacernos nada, pero en ese momento levantó la vista y vio que las gaviotas bajaban hacia ellos, una tras otra. La chica gritó y se protegió la cabeza con los brazos, porque cuando las gaviotas salían de la luz del sol no estaban a más de dos o tres metros de distancia. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo aumentaba al empezar la huida. Pero los chillidos se fueron distanciando, y él le sonrió y dijo: Creo que se han enfadado con nosotros. Imagínate que la hubiera pisado, dijo ella.

    —No pensemos más en ello —dijo él.

    —De acuerdo —dijo ella.

    —Sentémonos aquí, que no llega el viento.

    —Ahora tienes que abrazarme otra vez.

    Era lo que él más quería. La abrazó y puso la mejilla junto a la de ella. Ella le cogió la cabeza y apretó su boca contra la de él, metiéndole la lengua entre los labios. Él se olvidó de que podía respirar por la nariz y tuvo que soltarse por falta de aire.

    —¿Me quieres? —preguntó ella, sus ojos azules estaban muy serios.

    —Sí.

    —Dime algo bonito.

    —Vales más que ninguna.

    —Estás muy gracioso cuando arrugas la frente.

    —Estábamos hablando de ti.

    —Ahora me apetece encender una hoguera —dijo ella, levantándose—. Será la hoguera más grande que jamás haya ardido en esta isla.

    Paul se levantó y bajó corriendo hasta el agua. Entre las piedras encontró madera ligera y seca devuelta por el mar. Lilly es rara, pensó. Cuando dice algo es como si nunca hasta entonces hubiera pensado en lo que está diciendo. Como si en ese momento pensara muchísimo en lo que está diciendo y nunca hasta entonces hubiera pensado en ello. Paul cogió una brazada de madera y subió corriendo hasta un pequeño llano que se encontraba a unos veinte o treinta metros isla adentro. Hizo un círculo con piedras. La chica llevó un montón de brezo y le preguntó que para qué eran las piedras. Para que el fuego no se extienda, contestó él. Qué buena idea, dijo ella y colocó el brezo dentro del círculo. Él puso la madera encima.

    —Oye —dijo ella.

    —¿Sí?

    —Creo que yo te quiero más a ti que tú a mí, dijo. Él no pudo decir nada. Solo podía pensar que ella dice sin rodeos que me quiere. Él lo

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