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Misterios
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Libro electrónico377 páginas8 horas

Misterios

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Misterios es un clásico de la literatura europea y una de las novelas seminales del siglo xx.
Es la historia de Johan Nagel, un extraño joven que llega a un pequeño pueblo costero noruego para pasar un verano. Su presencia actúa como catalizador de los impulsos y pensamientos ocultos y los instintos más oscuros de la población local. Incapaz de comprender el alma humana, especialmente la suya propia, Nagel puede prever, pero no evitar su propia autodestrucción.
Pocos libros permiten al lector entrar en el alma de su creador como Misterios, la novela que anticipó los temas que llevarían la obra de Knut Hamsun a ser una de las cumbres de la literatura nórdica, y a su autor a recibir, en 1920, el Premio Nobel de Literatura. Otro ganador del Nobel, Isaac Bashevis Singer, señaló, tras leer esta obra: "Toda la literatura del siglo xx proviene de Hamsun".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2021
ISBN9788418451737
Misterios
Autor

Knut Hamsun

Born in 1859, Knut Hamsun published a stunning series of novels in the 1890s: Hunger (1890), Mysteries (1892) and Pan (1894). He was awarded the Nobel Prize for Literature in 1920 for Growth of the Soil.

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    Misterios - Knut Hamsun

    cover.jpg

    Knut Hamsun

    Misterios

    Traducción de

    Kirsti Baggethun

    y Regino García-Badell

    019

    I

    El año pasado, en pleno verano, una pequeña ciudad de la costa noruega se convirtió en escenario de unos sucesos sumamente extraños. Apareció en la ciudad un forastero, un tal Nagel, un raro y singular charlatán que hizo una serie de cosas sorprendentes y que luego desapareció tan repentinamente como había llegado. Este hombre recibió incluso la visita de una joven y misteriosa dama que sabe Dios a qué vino y que no se atrevió a quedarse más de un par de horas antes de volverse a marchar otra vez. Pero esto no es el principio…

    Todo empezó cuando el vapor atracó en el muelle sobre las seis de la tarde y aparecieron en la cubierta dos o tres viajeros entre los que se encontraba un señor vestido con un llamativo traje amarillo y un ancho gorro de terciopelo. Era la tarde del 12 de junio, pues se habían izado las banderas en muchos jardines de la ciudad con motivo del compromiso de la señorita Kielland que precisamente se había anunciado ese 12 de junio. El botones del Hotel Central subió a bordo inmediatamente y el hombre del traje amarillo le dio su equipaje y entregó al mismo tiempo su billete a uno de los oficiales; pero a continuación le dio por andar de arriba abajo por la cubierta sin bajar a tierra. Parecía estar fuertemente agitado. Al sonar la campana del vapor por tercera vez, ni siquiera había pagado su factura en el restaurante de a bordo.

    Precisamente lo estaba haciendo, cuando de repente se detuvo al ver que el barco zarpaba ya. Tuvo un momento de desconcierto, luego agitó la mano hacia el botones del hotel que estaba en tierra diciéndole por la barandilla:

    Bueno, lleve mi ropa al hotel, y resérveme, de todos modos, una habitación.

    Y después de eso, el barco le llevó consigo fiordo abajo.

    Este hombre era Johan Nilsen Nagel. El botones llevó el equipaje en una carretilla: no era más que dos maletines y un abrigo de piel —un abrigo de piel en pleno verano— además de una maleta de mano y un estuche de violín. Todo sin marcar.

    Al mediodía siguiente Johan Nagel llegó al hotel en un coche de caballos. Podría haber llegado igual de fácilmente, o mejor dicho, mucho más fácilmente por el mar y, sin embargo, llegó por carretera. Traía algo más de equipaje: en el asiento delantero había una maleta y a su lado una bolsa de viaje, un abrigo y un portamantas con algunas cosas dentro. Este estaba marcado con las iniciales J.N.N. en perlas.

    Todavía desde dentro del carro preguntó al dueño del hotel por su habitación, y cuando fue llevado a la primera planta, empezó a investigar las paredes para ver su grosor y si se podía oír algo de las habitaciones contiguas. De repente preguntó a la doncella:

    ¿Cómo se llama usted?

    Sara.

    Sara —y enseguida—: ¿Puede darme algo de comer? Así que usted se llama Sara. Oiga —volvió a decir—, ¿ha habido aquí una farmacia alguna vez?

    Sara contestó asombrada:

    Sí. Pero hace ya varios años.

    ¿Conque hace varios años, eh? Sí, me di cuenta al entrar. No es que lo notara por el olor, pero tuve una sensación. Bueno, bueno.

    Durante toda la comida no abrió la boca para pronunciar palabra alguna. Sus compañeros de viaje en el vapor del día anterior, los dos caballeros sentados en un extremo de la mesa, se hicieron señas cuando él entró, burlándose abiertamente de la mala suerte que había tenido, pero parecía que él no se percataba de todo esto. Rechazó con un movimiento negativo de la cabeza el postre y se levantó repentinamente dejándose deslizar hacia atrás por el taburete. Encendió un puro y desapareció por la calle abajo.

    Y estuvo fuera hasta bien pasada la medianoche; volvió poco antes de que el reloj diera las tres. ¿Dónde había estado? Más tarde se supo que había vuelto a la ciudad vecina, había hecho a pie todo aquel largo camino por el que había llegado en coche por la mañana. Muy necesario debía de haber sido ese asunto que le llevó de nuevo allí. Cuando Sara le abrió la puerta estaba mojado de sudor; no obstante, le sonrió varias veces mostrando un excelente humor.

    ¡Dios mío, qué nuca más bonita tiene usted, mujer! —dijo—. ¿Ha llegado algún correo para mí durante mi ausencia? ¿Para Nagel, Johan Nagel? ¡Vaya, tres telegramas! Oiga, hágame un favor. Llévese ese cuadro de allí de la pared, ¿quiere? Así no tengo que tenerlo delante de mis ojos. Sería muy aburrido tener que estar tumbado aquí en la cama mirándolo todo el tiempo. Porque Napoleón III no tenía una barba así de verde. Gracias.

    Cuando Sara se hubo marchado, Nagel se detuvo en el centro de la habitación. Se quedó totalmente quieto. Empezó a mirar fijamente un determinado punto en la pared completamente absorto, y exceptuando el hecho de que su cabeza se desviaba cada vez más hacia un lado, él no se movió. Así estuvo largo rato.

    Era más bajo de lo normal y tenía una cara morena con una extraña mirada oscura y una boca fina como de mujer. En un dedo llevaba una sencilla sortija de plomo o hierro. Era muy ancho de hombros y podía tener unos veintiocho o treinta años, seguro que no más de treinta. Tenía ya algunas canas en las sienes.

    Despertó de sus meditaciones con un fuerte sobresalto, tan fuerte que podía parecer falso, como si hubiera estudiado la posibilidad de efectuarlo aunque estaba solo en la habitación. Sacó de su bolsillo algunas llaves, monedas sueltas y una especie de medalla de salvamento que colgaba de una cinta en un estado deplorable, colocando todas las cosas en la mesilla de noche. A continuación metió su cartera debajo de la almohada y sacó del bolsillo del chaleco un reloj y un frasco, un pequeño frasco de medicina con una etiqueta que indicaba que era venenosa. Mantuvo un instante el reloj en la mano antes de soltarlo pero volvió a meter el frasco en el bolsillo. Después se quitó el anillo y se lavó. Se alisó el pelo hacia atrás sin hacer uso del espejo.

    Ya se había acostado cuando de pronto echó de menos la sortija que había dejado olvidada en el mueble de la palangana. Y como si no pudiera estar sin ese miserable anillo de hierro, se levantó y se lo volvió a poner. Finalmente abrió los tres telegramas, pero ni siquiera había acabado de leer el primero cuando prorrumpió en una risa corta y silenciosa. Estaba allí tumbado riéndose a solas; sus dientes eran sumamente hermosos. Su rostro se puso serio y al cabo de un rato arrojó los telegramas lejos de sí con la mayor de las indiferencias. No obstante, parecía que trataban de un asunto de mucha importancia; hablaban de una finca de sesenta y dos mil coronas, de una oferta de pagar toda la suma al contado si la venta se efectuara rápidamente. Eran telegramas de negocios, cortos y secos, sin nada que pudiera hacer reír, pero no llevaban firma. Al cabo de unos minutos Nagel se había dormido. Las dos velas que estaban encendidas sobre la mesa y que se había olvidado de apagar iluminaban su rostro rasurado y su pecho proyectando un tranquilo brillo a los dos telegramas que estaban desparramados sobre la mesa…

    A la mañana siguiente Johan Nagel envió un recadero a la oficina de Correos y recibió algunos periódicos, entre ellos también unos extranjeros, pero ninguna carta. Cogió el estuche de violín y lo colocó en una silla en medio de la habitación, como si quisiera exhibirlo; pero no lo abrió, dejando el instrumento sin tocar.

    Durante toda la mañana no hizo más que escribir un par de cartas y pasear por su habitación leyendo un libro. Compró, además, un par de guantes en una tienda, y en el mercado un poco más tarde pagó diez coronas por un pequeño cachorro pelirrojo que acto seguido regaló al hotelero. Al cachorro lo había bautizado con el nombre de Jakobsen, provocando las risas de todo el mundo, ya que además era perra.

    No hizo, por tanto, nada en todo aquel día. No tenía ningún negocio que realizar en la ciudad, no hizo ninguna visita, no fue a ninguna oficina y no conocía a nadie. En el hotel la gente se extrañaba algo por su llamativa indiferencia ante casi todo, incluso sus propios asuntos. Los tres telegramas seguían abiertos sobre la mesa de su habitación, visibles a todo el mundo; no los había tocado desde la noche anterior cuando habían llegado. A veces también evitaba contestar a preguntas directas. Dos veces el hotelero había intentado sonsacarle su profesión y por qué había venido a la ciudad, pero en ambas ocasiones el forastero hizo caso omiso a las preguntas. Otro extraño rasgo suyo apareció durante ese día: aunque no conociera a nadie en el lugar y aunque no se había dirigido a nadie, se había detenido delante de una de las señoritas de la ciudad junto a la entrada del cementerio. Se había detenido mirándola y saludándola con una profunda reverencia sin pronunciar palabra de explicación. La dama en cuestión se había sonrojado. A continuación ese hombre tan impertinente había ido andando por la carretera hasta la casa del párroco e incluso más lejos, lo que, por cierto, volvería a hacer los días siguientes. Repetidas veces hubo que abrirle la puerta después de que el hotelero la hubiera cerrado por la noche. Así de tarde volvía de sus paseos.

    La tercera mañana, justo en el momento en que Nagel salía de su habitación, el hotelero se dirigió a él con un saludo y algunas palabras amables. Juntos se fueron hacia la terraza donde se sentaron. El hotelero aprovechó la ocasión para preguntarle algo sobre el envío de una caja de pescado fresco.

    ¿Cómo debo enviar esta caja? ¿Usted me lo puede decir?

    Nagel miró la caja, sonrió y negó con la cabeza.

    No, de esas cosas no entiendo —contestó.

    ¿Ah, no? Pensé que usted quizá hubiera viajado y visto cómo se hace en otros lugares.

    Ah, no, yo no he viajado mucho.

    Pausa.

    Bueno, usted quizá se haya ocupado más bien de otros asuntos. ¿Es acaso hombre de negocios?

    No. No soy hombre de negocios.

    ¿Así que no ha venido aquí por negocios?

    Ninguna respuesta. Nagel encendió un puro, fumaba lentamente mirando al aire. El hotelero le observó de reojo.

    ¿Querría tocarnos algo en alguna ocasión? Veo que ha traído usted su violín —dijo el hotelero.

    Nagel contestó con indiferencia:

    Ah, no, eso lo he dejado.

    Al cabo de un rato se levantó y sin más se marchó. Al instante volvió y dijo:

    Oiga, se me ha ocurrido una cosa: usted me puede dar la factura cuando quiera. A mí me da igual pagarle en cualquier momento.

    Gracias —contestó el hotelero—, no corre prisa. Si usted se queda algún tiempo tendremos que hacerle un descuento. No sé si tiene pensado quedarse durante algún tiempo.

    Nagel se animó de pronto y contestó inmediatamente; sin ninguna razón aparente incluso sus mejillas se encendieron ligeramente.

    Sí, puede que me quede aquí algún tiempo —dijo—. Dependerá de las circunstancias. A propósito, a lo mejor no se lo he dicho antes: soy ingeniero agrónomo, agricultor. Acabo de volver de un viaje, y puede que me quede aquí algún tiempo. Quizá incluso me he olvidado de… Mi nombre es Nagel. Johan Nilsen Nagel.

    Y apretó la mano del hotelero muy cordialmente, pidiendo perdón por no haberse presentado antes. No había rastro de ironía en sus gestos.

    Se me ocurre que quizá le pudiéramos buscar una habitación mejor y más tranquila —dijo el hotelero—. La que tiene usted ahora está justo al lado de la escalera, y eso no es siempre muy cómodo.

    Gracias, no hace falta. La habitación es excelente, estoy muy contento con ella. Además tengo vistas a todo el mercado desde mis ventanas, y eso resulta divertido.

    Al cabo de un rato prosiguió el hotelero:

    ¿Entonces se propone tomarse algún tiempo de descanso? ¿Se quedará al menos parte del verano?

    Nagel contestó:

    Dos o tres meses, quizá más, no sé exactamente. Dependerá de las circunstancias. Esperaré antes de decidirlo.

    En ese instante pasó un hombre que saludó al hotelero. Era un hombre insignificante, de baja estatura y vestido muy pobremente. Su modo de andar era tan dificultoso que resultaba chocante y, sin embargo, se movía con bastante rapidez. Aunque le saludara con una profunda reverencia, el hotelero ni tocó su gorro. Nagel, por su parte, se quitó totalmente el suyo de terciopelo.

    El hotelero le miró y dijo:

    A ese hombre le llaman el Minuto. Está un poco chiflado el pobre, pero es muy buena persona.

    Eso fue todo lo que se dijo sobre el Minuto.

    Leí —dice de pronto Nagel—, leí en la prensa hace unos días sobre un hombre que había sido hallado muerto en el bosque aquí cerca. ¿Qué hombre era ese? Un tal Karlsen, creo. ¿Era de aquí?

    Sí —contestó el hotelero—. Era hijo de una sanguijuelera de aquí; puede usted ver su casa desde aquí, es aquel tejado rojo de allí lejos. Solo estaba en casa en las vacaciones, y así acabó su vida. Fue un gran disgusto, era un chico inteligente que pronto sería pastor. Bueno, no resulta fácil saber qué decir, pero todo es bastante sospechoso, porque con las dos venas del pulso cortadas difícilmente puede ser un accidente. Ahora se ha encontrado el cuchillo también, un pequeño cortaplumas con mango blanco; la policía lo encontró anoche. Seguramente se trataba de una historia de amor.

    ¿Ah, sí? ¿Pero puede quedar alguna duda de que se haya quitado la vida?

    Hay que pensar bien, es decir, también hay quien cree que puede haber ido andando con el cuchillo en la mano y que ha tropezado y caído haciéndose daño en las dos manos a la vez. Ja, ja, me parece muy poco probable. Pero estoy seguro de que le enterrarán en sagrado. Pero no, no habrá tropezado, ¡desgraciadamente!

    Dice usted que el cuchillo no se encontró hasta anoche. ¿No estaba a su lado?

    No, se encontró a varios pasos de él. Lo habrá tirado más adentro del bosque después de haberlo usado; se encontró por pura casualidad.

    Ah, sí. ¿Pero por qué iba a tirar lejos el cuchillo si de todos modos estaba allí con las venas abiertas? Resultaría evidente para todo el mundo que había usado el cuchillo.

    Sí, Dios sabe por qué lo hizo; pero como ya dije, seguro que tenía que ver con una historia de amor. Nunca he oído cosa peor; cuanto más pienso en ello peor me parece.

    ¿Por qué cree usted que hubo una historia de amor por medio?

    Por varias razones. Aunque no es fácil decir por qué.

    ¿Pero no podía haberse caído sin querer? Estaba en mala posición, ¿no estaba boca abajo con la cara en un charco de agua?

    Sí, y estaba terriblemente manchado. Pero eso no significa nada. También puede haber hecho eso adrede. Tal vez de esa manera ha querido ocultar los dolores de la agonía marcados en su cara. Nadie lo sabe.

    ¿Llevaba encima algo escrito?

    Se dice que iba escribiendo algo en un papel. Por cierto, solía a menudo andar por allí escribiendo algo. Lo que piensan algunos es que utilizaba el cuchillo para afilar el lápiz o algo así, y que se cayó, pinchándose primero justo la vena de una muñeca y luego la de la otra, todo en la misma caída. Ja, ja, ja. Pero sí dejó algo escrito; llevaba en la mano un papelito, y en el papelito estaban escritas las siguientes palabras: Ojalá tu acero fuera tan afilado como tu último no.

    Qué disparate. ¿El cuchillo estaba desafilado?

    Sí, estaba desafilado.

    ¿No podría haberlo afilado antes?

    No era suyo el cuchillo.

    ¿De quién era el cuchillo?

    El hotelero duda un instante, y dice a continuación:

    Era el cuchillo de la señorita Kielland.

    ¿Era el cuchillo de la señorita Kielland? —pregunta Nagel. Y al cabo de un instante sigue preguntando—: ¿Y quién es la señorita Kielland?

    Dagny Kielland. Es la hija del párroco.

    Vaya. Muy extraño. ¡No he oído cosa igual! ¿Tan enamorado de ella estaba ese joven?

    Pues sí, supongo que sí. Por cierto, todos están enamorados de ella, de modo que no era él solo.

    Nagel se puso a pensar y no dijo nada más. El hotelero rompe el silencio diciendo:

    Bueno, lo que acabo de contarle es un secreto, y le pido que…

    Claro, claro —contesta Nagel—. Puede usted estar completamente tranquilo.

    Cuando Nagel bajó a desayunar un poco más tarde, el hotelero ya estaba en la cocina contando que por fin había tenido una verdadera charla con el señor de amarillo del número siete.

    Es agrónomo —dijo el hotelero—, y viene del extranjero. Dice que se quedará varios meses. Dios sabe qué clase de hombre es.

    II

    Por la tarde de aquel mismo día Nagel tropezó con el Minuto. Surgió entre ellos una conversación aburrida e interminable, una conversación que duró más de tres horas.

    Lo que pasó en detalle fue lo siguiente:

    Johan Nagel estaba sentado con un periódico en la mano en el café del hotel cuando entró el Minuto. También había otras personas sentadas en las mesas, entre ellas una campesina gorda que llevaba un chal de lana roja y negra en los hombros. Todo el mundo parecía conocer a el Minuto, este entró saludando cortésmente a derecha e izquierda, pero fue recibido con gritos y risas. Incluso la campesina se levantó y quiso bailar con él.

    Hoy no, hoy no —le dice evasivamente a la mujer, y a continuación se va derecho al dueño del hotel diciéndole con la gorra en la mano—: He llevado el carbón a la cocina. ¿Ya no habrá más para hoy, verdad?

    No —le contesta el dueño—, ¿qué más iba a haber?

    Nada, claro —dice el Minuto, y retrocede tímidamente.

    Realmente era excepcionalmente feo. Sus ojos eran tranquilos y azules, pero los dientes eran salientes y terribles, y andaba muy torcido debido a un defecto físico. Su pelo era bastante canoso, aunque la barba la tenía más oscura, pero tan escasa que su cara se transparentaba por todas partes. Este hombre había sido marinero, pero ahora vivía con un pariente que era propietario de una pequeña tienda de carbón en los muelles.

    Rara vez levantaba la mirada del suelo cuando hablaba con alguien.

    Un caballero de traje de verano gris le llamó desde una de las mesas y le hizo señas enérgicas con la mano y le mostró una botella de cerveza.

    Venga y tome un poco de leche materna. Además quiero ver cómo queda usted sin barba —dice.

    Respetuosamente, todavía con la gorra en la mano y la espalda agachada, el Minuto se acercó a la mesa. Al pasar por la mesa de Nagel le saludó moviendo levemente los labios. Se para delante del caballero gris y dice en voz baja:

    No tan alto, señor secretario, se lo ruego. Como ve, hay forasteros.

    Pero, por Dios —dice el secretario—, solo quería invitarle a una cerveza. Y ahora me viene regañando por hablar demasiado alto.

    No, no, me ha entendido mal, le pido perdón. Lo que pasa es que cuando hay forasteros prefiero no volver a las antiguas andadas. Tampoco puedo beber cerveza, ahora no.

    Conque no, ¿eh? ¿No puede beber cerveza?

    No, se lo agradezco, ahora no.

    Ajá, ¿conque no me da usted las gracias ahora? ¿Entonces cuándo me las da? Ja, ja, ja. ¿Y usted es hijo de pastor? ¿Se da usted cuenta de cómo se expresa?

    Usted me entiende mal, no hay nada que hacer.

    Bueno, bueno, no diga tonterías. ¿Qué le pasa?

    El secretario fuerza al Minuto a sentarse en una silla. El Minuto se sienta un instante, pero vuelve a levantarse.

    No, déjeme —dice—. No aguanto la bebida, y últimamente aún menos que antes, Dios sabe por qué. Me emborracho en un periquete y pierdo los estribos.

    El secretario se levanta, mira fijamente al Minuto, le pone un vaso en la mano y dice:

    Bebe.

    Pausa. El Minuto levanta la mirada, se quita el pelo de la frente y se calla.

    Bueno, por hacerle un favor, pero solo un par de gotas —dice finalmente—. Pero solo un poco, para poder brindar con usted.

    ¡Vacíe el vaso! —grita el secretario, girándose para no estallar de risa.

    Del todo no, del todo no. ¿Por qué tengo que vaciar el vaso si no quiero? Bueno, bueno, no me tome a mal y no me ponga mala cara por ello. Por esta vez lo haré si es que le importa tanto. Espero que no se me suba a la cabeza. Es ridículo, pero aguanto tan poco. ¡Salud!

    ¡Vacíelo! ¡Vacíelo! —vuelve a gritar el secretario—, ¡hasta el fondo! Así, muy bien. Bueno, ahora sentémonos a hacer muecas. Primero va usted a rechinar los dientes, luego le cortaré la barba y le haré parecer diez años más joven. Pero primero tiene que rechinar los dientes.

    No, no quiero, no en presencia de gente desconocida. No me lo puede usted exigir, de verdad que no quiero —contesta el Minuto queriendo marcharse—. Tampoco tengo tiempo —dice.

    ¿Tampoco tiene tiempo? Vaya, eso sí que es una pena. Ja, ja, una verdadera pena. ¿Ni siquiera tiempo?

    No, ahora no.

    Escúcheme. Si le digo que hace tiempo que estoy pensando en conseguirle otro abrigo que el que lleva usted ahora… Vamos, mire, ¡está totalmente podrido! No aguanta ni siquiera la presión de una mano. —El secretario busca un pequeño agujero en el que introduce el dedo—. Mire cómo cede, no aguanta nada, mire.

    ¡Déjeme! ¡Dios mío! ¿Qué le he hecho yo a usted? ¡Deje mi abrigo en paz!

    Pero, por Dios, ya le he dicho que le prometo uno nuevo para mañana mismo, lo prometo en presencia de —veamos: uno, dos, cuatro, siete— siete personas. ¿Qué le pasa esta noche? Se enfada y nos quiere pisar a todos. Pues sí, es verdad. Solo porque tocaba su abrigo.

    Le pido perdón, no era mi intención ser descortés. Usted sabe que yo le haría cualquier favor, pero…

    Bueno, entonces hágame el favor de sentarse.

    El Minuto quita su pelo canoso de la frente y se sienta.

    Bueno, y ahora hágame el favor de rechinar un poco los dientes.

    No, eso no lo hago.

    ¿Conque no lo hace, eh? ¿Sí o no?

    No. Dios mío, no, ¿qué le he hecho yo a usted? ¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué tengo yo que ser el hazmerreír de todos? Aquel forastero allí sentado nos está mirando, me he dado cuenta, seguramente él también se está riendo. Siempre pasa igual, el mismo día que usted llegó aquí de secretario del Juzgado, el doctor Stenersen me cogió y le enseñó a usted a ponerme en ridículo, y ahora usted está enseñándole lo mismo a aquel señor. ¡Uno tras otro lo aprenden por turno!

    Bueno, bueno, ¿sí o no?

    ¡Que no! ¿No me oye? —grita el Minuto levantándose de un salto de la silla. Pero se vuelve a sentar como si le diera miedo haber sido demasiado altivo, y añade—: Tampoco sé rechinar los dientes, créame usted.

    ¿No sabe? Ja, ja, claro que sabe. Rechina los dientes de un modo excelente.

    ¡Dios me maldiga si lo sé!

    ¡Ja, ja, ja! Pero lo ha hecho usted antes.

    Sí, pero entonces estaba borracho, no me acuerdo, todo me daba vueltas. Estuve enfermo durante dos días después.

    Correcto —dice el secretario—, usted estaba borracho aquella vez, lo admito. Por cierto, ¿por qué está contando todo esto en presencia de toda esta gente? Desde luego, yo no lo haría.

    En ese momento el hotelero salió del café. El Minuto calla; el secretario le mira y dice:

    Bueno, ¿qué dice? Recuerde el abrigo.

    Me acuerdo de él —contesta el Minuto—, pero ni quiero ni puedo beber más, ya lo sabe.

    ¡Usted quiere y puede! ¿Me oye? Puede y quiere, le dije. Aunque se lo tenga que meter yo por la boca. —Con estas palabras el secretario se levanta con el vaso del Minuto en la mano—. ¡Venga, abra la boca!

    No, Dios mío, no, no bebo más cerveza —grita el Minuto, pálido de excitación—. Ninguna fuerza sobre la tierra me hará beberla. Bueno, perdóneme usted, es que me pongo enfermo, usted no sabe lo mal que lo paso. No me haga tanto daño, se lo ruego sinceramente. Prefiero rechinar un poco los dientes sin cerveza.

    Ah, bueno, eso es otra cosa, ¡ya lo creo que es otra cosa cuando lo quiere hacer sin cerveza!

    Sí, prefiero hacerlo sin cerveza.

    Y finalmente el Minuto, entre las ruidosas risas de todos, rechina sus terribles dientes. Aparentemente Nagel sigue leyendo su periódico; está sentado sin menearse de su sitio al lado de la ventana.

    ¡Más alto, más alto! —grita el secretario—. Rechine más alto, si no, no le podemos oír.

    El Minuto está sentado tieso, agarrado a la silla con las dos manos como si tuviera miedo a caerse de ella mientras rechina los dientes tan fuerte que su cabeza tiembla. Todo el mundo se ríe, también la campesina se ríe, tanto que tiene que secarse las lágrimas; no sabe cómo parar de reír y le da por escupir absurdamente al suelo de puro entusiasmo.

    ¡Ay Dios mío! —grita ya exasperada—. ¡Este hombre!

    ¡Ya! No sé hacerlo más alto —dice el Minuto—. De verdad que no sé, que Dios sea mi testigo. Tiene usted que creerme, no puedo más.

    Bueno, bueno, descanse un poco, y vuelva usted a empezar. Sea como sea, usted rechinará los dientes. Luego le cortaremos la barba. Ahora pruebe la cerveza, sí, sí, pruébela, aquí está preparada.

    El Minuto niega con la cabeza y calla. El secretario saca su monedero y pone una moneda de veinticinco céntimos sobre la mesa diciendo:

    Bien, lo suele hacer usted por diez, pero se merece veinticinco, le aumento el sueldo. ¡Venga!

    No me siga molestando, no lo hago más.

    ¿No lo hará? ¿Se niega?

    ¡Por Dios, déjeme en paz ya! No haré más por ese abrigo, soy un ser humano. ¿Qué quiere de mí?

    Le diré una cosa: vea cómo yo con un chasquido pongo este poquitín de ceniza en su vaso, ¿lo ve? Y ahora cojo esta insignificante cerilla y esta porquería de fósforo y meto las dos en el mismo vaso mientras usted me mira. ¡Así! Y ahora le mando a usted beberse el vaso hasta el fondo. Pues sí, lo tendrá que hacer.

    El Minuto se levantó de un salto. Temblaba visiblemente, su pelo canoso había vuelto a caer sobre la frente, y miró al otro directamente a los ojos durante algunos segundos.

    ¡Ay, ay, es demasiado, es demasiado! —grita incluso la campesina—. ¡No lo haga! Ja, ja, ja. ¡Dios me libre de vosotros!

    ¿Conque no quiere? ¿Se niega? —pregunta el secretario. También se levanta y se queda de pie.

    El Minuto hizo un esfuerzo para hablar, pero no logró articular palabra. Todo el mundo le miraba.

    Entonces Nagel se levanta de repente de su mesa al lado de la ventana, deja el periódico y cruza la habitación. No se da ninguna prisa y no hace ningún ruido; sin embargo, se atrae la atención de todos. Se para delante del Minuto, le pone la mano sobre el hombro y le dice con voz fuerte y clara:

    Si coge su vaso y lo aplasta en la cabeza de ese mequetrefe le daré diez coronas al contado y le protegeré de todas las consecuencias. —Señaló con el dedo directamente a la cara del secretario y repitió—: Quiero decir este mequetrefe de aquí.

    De pronto reinó un silencio total. El Minuto miró, muerto de miedo, al uno y al otro diciendo:

    Pero…, pero… —no lograba decir otra cosa, pero repetía esta palabra una y otra vez con voz temblorosa y como si fuera una pregunta. El secretario retrocedió aturdido un paso y encontró su silla; su cara se le había puesto blanca, y no decía nada. Su boca estaba completamente abierta.

    Repito —insistió Nagel lentamente y en voz alta— que le doy una moneda de diez coronas por aplastar su vaso en la cabeza de ese mequetrefe. Tengo el dinero aquí en la mano. No tenga usted miedo de las consecuencias. —Nagel sacó una moneda de diez coronas enseñándosela al Minuto.

    Pero el Minuto se comportó de un modo extraño. Se refugió en un rincón del café. Corriendo con sus pasitos retorcidos se fue a ese rincón donde se sentó sin rechistar. Estaba sentado con la cabeza gacha mirando hacia todos los lados, mientras se recogía varias veces las rodillas contra el pecho como si estuviera aterrorizado.

    Se abrió la puerta y volvió el hotelero. Empezó a ocuparse de sus cosas en el mostrador sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Por fin, cuando el secretario se puso en pie levantando las dos manos con un grito furioso, casi mudo delante de Nagel, el hotelero se dio cuenta y preguntó:

    ¿Qué demonios…?

    Pero nadie le contestó. El secretario, fuera de sí, intentó por dos veces pegar a Nagel, pero se encontró con los puños de este. No tenía nada que hacer. Su mala suerte le exasperaba y daba torpemente golpes al aire como si quisiera apartar todo de su lado. Al final se acercó de lado hacia las mesas, tropezando con un taburete, lo que le hizo arrodillarse. Respiraba ruidosamente, toda su figura era irreconocible por la ira. Y encima casi se había matado golpeando sus brazos contra esos rápidos puños que surgían por donde pegaba. Un verdadero tumulto había ahora en el café. La campesina y su séquito se fueron corriendo hacia la salida, mientras todos los demás gritaban queriéndose meter en el lío. Por fin se vuelve a levantar el secretario y se acerca a Nagel, se pone a gritar con las manos extendidas hacia delante, grita con una desesperación ridícula por no encontrar palabras:

    ¡Maldito… maldito seas, cabrón!

    Nagel le miró sonriente, se acercó a la mesa, cogió el sombrero y se lo entregó con una inclinación de cabeza. El secretario casi se lo arrancó de las manos y estaba a punto de volverlo a tirar de pura ira, pero recapacitó y se lo puso en la cabeza con rabia. A continuación dio media vuelta y salió por la puerta. En el momento de salir, su sombrero tenía dos grandes abolladuras que le daban un aspecto ridículo.

    El hotelero se acercó exigiendo una

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