La familia itinerante
Por Sun-Ok Gong
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La familia itinerante - Sun-Ok Gong
autora
Ambiente invernal
Aquel día el señor Han entró en la aldea Sinli, de la que había recibido alabanzas el día anterior en el Departamento de Información Pública del ayuntamiento del pueblo. Según le había dicho el jefe, era la aldea menos modernizada
y la más simpática de todas, por lo cual no dejaba de resultar un paisaje
atractivo e inmejorable. Tal como le había dicho el jefe de la aldea, el lugar, apaciblemente rodeado de montañas, era hermoso a primera vista.
Era un día pleno de sol invernal en que no había ni rastro de nubes en el cielo. La nieve que había caído hacía ya dos días, cubierta de barro, estaba amontonada a los costados del camino. Una voz procedente del edificio comunal se expandía por las inmediaciones y llegaba a los oídos de tres chicas que esperaban de pie en una de las paradas de autobús.
—Señores residentes, su atención, por favor. Se les informa que este día nos visitará el enviado de una televisora para filmar nuestra aldea, por lo que se les pide vestir traje limpio y reunirse sin excepción en el club social. Una vez más, se les solicita a todos los habitantes de la aldea su colaboración para el documental titulado Ambiente invernal.
Al parecer, habría una filmación del hombre al que se había referido la abuela esa mañana, sentada a la mesa para desayunar. Michong, que había escuchado decir a la gente que alguien de una televisora visitaría la aldea, pidió a Younggui que averiguase si también vendría algún artista. Aquél le contestó que no vendría ninguno ni nadie que se le pareciera, y agregó que no había más que un tipo con una cámara en la mano. Si un artista hubiera venido a la aldea, Michong habría ido al edificio comunal, pero como no era así, no tenía razón alguna para asistir.
Aunque las chicas esperaron mucho tiempo el autobús que las llevaría al centro del pueblo, éste no llegó. Así que no tuvieron más remedio que decidirse a caminar por la calle cubierta de guijarros. Cada una mostraba a su manera un aire melancólico. Michong parecía la más melancólica de todas. De las otras dos chicas, Kyongae y Hyangsuk, una vestía un abrigo de plumas de pato y la otra un simple abrigo. Michong, por su parte, llevaba un suéter delgado con franjas de lana. Encogiendo al máximo los hombros por el frío, seguía a sus amigas con pasos menudos. Había muchos autobuses que pasaban por la calle del pueblo, pero ninguno era el que ellas esperaban. Sin embargo, Kyongae sacudía a veces una mano hacia los vehículos que pasaban a su lado a alta velocidad, con la esperanza de que alguno parara. Pero no había ninguno que se detuviese, como lo presintió desde el principio. Cada vez que veía pasar uno a toda prisa, agitaba el puño en el vacío con actitud despectiva en dirección al vehículo que se alejaba.
Ya habían empezado las vacaciones de invierno; sin embargo, estas tres chicas, que vivían en las aldeas de Sinli y Dangchuri, no tenían a dónde ir. Michong había salido porque Kyongae, que vivía en Dangchuri, le había prometido un teléfono celular como regalo de Navidad. Hyangsuk les dijo que iba al salón de belleza del centro del pueblo para teñirse el pelo, y agregó que cambiaría de aspecto para presentarse ante Chongsik, el hombre a quien quería.
—No pude conciliar el sueño nada más de imaginar cómo me mirará Chongsik al verme transformada.
—¿Qué dices? ¿Que no puedes dormir? ¡Qué cursi eres!
—Entonces, ¿qué tengo que decir?
—Por lo menos no mentir diciendo que no pudiste dormir.
Kyongae entró a estudiar a la escuela primaria de la aldea y dejó la de Seúl porque su familia había tenido que abandonar la capital para vivir acá. Me había dicho que su padre era presidente de una empresa en Seúl que se había arruinado después de la llegada del Fondo Monetario Internacional (FMI). Lo habían despojado materialmente y ésa fue la causa de su divorcio. Hacía un año que su padre se había casado de nuevo. Kyongae no hablaba el dialecto que se usaba en el pueblo, lo cual era un tanto insólito. No sólo no lo hablaba, sino que regañaba a sus amigos cuando lo usaban, diciéndoles que parecían rústicos. Era una chica guapa, que gastaba dinero con sus amigos, por lo que todos sus compañeros querían una amistad estrecha con ella. Se decía que su padre, aunque arruinado hacía tiempo y actualmente sin dinero, no quería desanimarla ante sus amigos, por lo que siempre le daba suficiente para que gastara a su gusto. Si alguien quería ser su amigo, lo primero que debía hacer era evitar el dialecto. Había una anécdota al respecto: en la época de la escuela primaria, si alguno de sus amigos hablaba en dialecto, debía devolverle de inmediato cualquier regalo que hubiese recibido de ella. Durante la secundaria su actitud había cambiado, aunque siguió con su costumbre de regañarlos. Kyongae, gracias a su nueva madre que se pintaba y se vestía a la moda, llevaba un buen celular, de los que se estaban usando, el pelo teñido con luces y bonitos pendientes en las orejas. También se sentía orgullosa del abrigo de plumas de pato que usaba, y les decía a sus amigos que su nueva madre se lo había regalado. Michong, por otra parte, pensó en lo contenta que se pondría con una nueva madre como la de Kyongae. No le daban ganas, hablando francamente, de recordar a la suya, que se había marchado de casa abandonándola a ella y a su hermano. Tampoco le gustaban su abuelo ni su abuela, que fruncían el ceño cada vez que les pedía dinero. Cuando empezaban las vacaciones, Michong se sentía más solitaria. Todos los días tenía que barrer el entarimado y fregarlo con un trapo, lavar los platos y dar de comer a los animales domésticos, aguantar las reprimendas de su abuela y arreglar sola toda la casa. Al ver que llamaba por teléfono a sus amigos, la abuela le decía groserías inaceptables; y aunque Michong sólo recibiese las llamadas, era regañada con palabras ofensivas. Un día Michong, para desquitarse de la golpiza propinada por su abuela la noche anterior, se escondió después del desayuno en una habitación cerrada llevando un álbum en la mano. Younggui la siguió y allí dentro hicieron pedazos una tras otra las fotografías de su madre. Mientras las despedazaba, Michong soltaba todas las groserías que había oído de boca de su abuela por la mañana. Y mientras insultaba, derramaba extrañas lágrimas de tristeza cada vez que sacaba una foto. Llorar ante las imágenes la ponía más histérica, por eso hacía pedazos las fotos de su madre hasta convertirlas en polvo. Younggui la interrogó en voz baja (no podía hablar muy fuerte porque su garganta siempre estaba cubierta de flemas: su voz se había vuelto ronca desde de que su madre dejó la casa y él pasó tres días y tres noches llorando):
—Oye, hermana, ¿por qué maldices a nuestra madre?
—Porque la odio mucho.
—Por favor, a mí no me maldigas que me da mucho miedo.
—¿Has cometido alguna falta?
—No.
—Dímelo francamente.
—La verdad es que anoche fui yo el que le robó a la abuela el dinero.
—Oye, tú, ven para acá. ¿Por qué no le dijiste nada cuando me estaba pegando, sabiendo que eras el ladrón?
—Es que me daba mucho miedo confesárselo.
—Eres un hijo de puta, te voy a matar.
El puño voló hacia la cabeza de Younggui. Michong estaba tan acostumbrada a oír todo el día indecencias, que ahora salían automáticamente de su boca. La noche anterior la abuela le había dado una violenta paliza porque habían desaparecido unos veintitantos mil wones, ganancia obtenida de la venta de un perro. Michong reprimió las ganas de morder bruscamente la mano con la que su abuela le pegaba: finalmente era ella quien los alimentaba. El abuelo se había lesionado la columna vertebral trabajando en el tractor y, desde entonces —Michong era una niña—, no podía ocuparse en nada. Lo único que hacía era jugar al solitario con cartas coreanas y fumar, por lo que las dos mujeres, Michong y su abuela, eran las únicas en condiciones de colaborar en las tareas domésticas. Por eso la abuela sentía siempre un rencor oculto. Y con mucha frecuencia le soltaba a su nieta toda clase de palabras ofensivas. El día anterior también lo había hecho.
—Carajo, hija de puta. Todavía te mantienes con vida. Es mejor que te ahogues en un vaso de agua, idiota.
A Michong se le había olvidado por un instante regar la soya que estaba en un tiesto de loza,1 por lo que tuvo que soportar esas palabras atroces, y en la noche fue golpeada un vez más a causa de la desaparición del dinero. La abuela cultivaba soya para el día de su cumpleaños, y se lamentaba de que, aunque tenía hijos, no hubiera nadie que quisiera preparar la mesa el día de su aniversario.
Michong, acompañada de Younggui, esperó en la habitación cerrada —conteniendo la respiración— a que su abuelo se durmiera y su abuela se fuera al edificio comunal. Él acostumbraba a tomar sin falta una siesta después del desayuno. La abuela, antes de salir, le gritó a Michong:
—Oye, voy al edificio comunal. Dale de comer a tu abuelo, ponles alimento a los animales, lava la ropa de Younggui y tiéndela en el suelo del dormitorio.2 No la tiendas en el patio porque se ensucia. Oye… oye, oye, Michong, ¿dónde se ha escondido esta maldita chica? Oye, ¿me oyes? ¡Sinvergüenza!
A pesar de haberla llamado varias veces, no obtuvo respuesta alguna. Soltó blasfemias hacia el cielo y después se marchó. Michong hizo comprobar a Younggui que el abuelo estaba dormido. Luego salió sigilosamente de la casa con el deseo de no regresar jamás. Younggui, que jugaba en el patio con un trompo que le había dado un amigo, llamó a Michong:
—¿A dónde vas, hermana?
—¿Para qué quieres saber?
—¿Quieres que te dé dinero?
—¿De verdad?
En efecto, Younggui sacó de la bolsa 20 000 wones y se los dio a Michong, quien pensó que aunque había recibido injustamente la golpiza del día anterior, ahora obtenía los beneficios.
—Entonces, ¿robaste este dinero para dárselo a tu hermana?
—Claro, naturalmente.
—Muchas gracias, Younggui —y acarició bruscamente la cabeza que había golpeado un momento antes.
—No, no es nada, no hace falta agradecerme tanto.
—Bueno, cuando regrese a casa te traeré algo que te guste.
—Cómprame un trompo Dragón Ace.
Mientras tanto, la abuela de Sukhi, una chica vecina de Michong, pasó al patio abriendo la puerta:
—¿No está tu abuela?
—Se ha ido al edificio del pueblo.
—¡Qué diligente es! Y tú, ¿no vas allí?
—No voy a ninguna parte.
—¿Vas a ir a otro lugar?
Sacudió la cabeza repetidas veces en forma negativa. La abuela de Sukhi la miró de pies a cabeza con los ojos llenos de sospechas y luego salió de la casa. Michong sentía, desde hacía tiempo, que las ancianas, en especial las que además eran aldeanas, la miraban como si quisieran vigilar todas sus acciones. Este tipo de miradas las resentía desde que su madre se había marchado de casa. Y mientras iba al centro del pueblo, la mirada de la abuela de Sukhi la alcanzó una vez más.
—Hace un rato la abuela de Sukhi me encontró preparándome para salir de casa, ¿irá con el chisme?
—Estas abuelas se deberían de morir cuanto antes, pues desconfían muy fácilmente de todas las personas.
Las palabras habituales de Kyongae esta vez parecían tener un dejo de violencia.
—Es verdad. Cuando fui a su aldea, ¿sabes cómo me llamó la abuela de Chongsik? Oye, chiquilla
, así me dijo. Me quedé paralizada. Que alguien use la palabra chiquilla
para hablarme me vuelve casi loca.
Hyangsuk refunfuñaba como si aún no se calmara el rencor por la forma en que la abuela de Chongsik la había llamado: Oye, chiquilla
, y se reía sarcásticamente. Al parecer, había oído la palabra chiquilla
en boca de la abuela de Chongsik cuando fue a visitarlo a su casa. También Michong se había enterado de que la abuela usaba la palabra chiquilla
siempre que veía a las chicas, con una cara de que iba a volverse loca porque no podía hacerles nada, y empleaba expresiones como: Ay de mí, estas comensales inútiles, producto de la boda de ambas casas
, que los chicos normales no entendían.
Kyongae levantó de nuevo la mano hacia el coche que venía detrás de ellas. Era una furgoneta verde. Tuvo la esperanza de que se detuviera, porque tenía muchos asientos. La furgoneta se paró suavemente delante de ellas, tal como lo deseaban.
—Oigan, chiquillas, ¿a dónde van?
Hyangsuk frunció el ceño de inmediato.
—¿Para qué quiere saber a dónde vamos? —Hyangsuk le respondió en tono desafiante.
—¿Vas a subir o no? —Kyongae pellizcó la espalda de Hyangsuk.
—Oye, chiquilla, ¿por qué me pellizcas?
—Mira, tú también me has llamado chiquilla
.
—¿Qué importa que te haya llamado así? Suban ustedes, yo no.
—No les puedes hacer eso a tus amigas.
El conductor miraba sonriente cómo reñían las chicas.
—Si no quieren, me voy.
Kyongae chilló diciéndole que no se marchara, al tiempo que empujaba a Hyangsuk para que subiera a la furgoneta; al final todas estaban adentro.
—Ustedes, ¿son muy unidas, verdad?
Las tres chicas se miraron mutuamente y guardaron silencio. El conductor puso un casete. En la furgoneta se expandía el sonido de la canción titulada No cualquiera puede enamorarse, del cantante Tae China, que gozaba de gran popularidad en esa época.
—Oiga, señor, ¿no tiene otra cinta? Por ejemplo, una del grupo GOD.³
—¿Quién es GOD?
—¿No los conoce usted? Soy fan de GOD. Sus canciones son muy buenas.
—No la tengo. ¿Van al centro del pueblo?
—¿Cómo supo?
—Se sabe a primera vista. No tengo la cinta de GOD, pero sí una de Om Chonghwa, cantante de la nueva generación. ¿Quieren escucharla? Es muy sexy.
Kyongae gritó de buena gana. El conductor también gritó con deleite, imitándola involuntariamente.
—¿Usted va al centro del pueblo, no?
—Si fuera, me daría muchísimo gusto llevarlas, pero solamente voy hasta el cruce de tres calles. Las dejo allí y toman el autobús.
Para Michong llegar hasta la intersección de las tres calles era ya motivo para agradecer, pero Kyongae se desanimó. Llegaron al cruce en un abrir y cerrar de ojos. En cuanto las chicas bajaron, el conductor arrancó la furgoneta y carraspeó para lanzar un escupitajo por la ventanilla. ¡Huy! Si pudiera acostarme con esas chicas cuando crecieran lo suficiente, estaría encantado.
Sin embargo, las chicas no escucharon el monólogo del conductor y todas lo saludaron diciéndole en coro: Muchas gracias
, al tiempo que agachaban sus cabezas cortésmente. El autobús que iba rumbo al pueblo aparecería después de una larga espera. De pie, tiritaban por el viento frío que las cubría en pleno invierno.
Desde ese día los trabajadores no se presentaron. Kim Dalgon fue al local, pero no encontró a nadie; lo único que quedaba era un poco de nieve debajo de la estructura esquelética del edificio, lo que le daba al sitio un aire melancólico. El capataz le había dicho que le avisaría si el trabajo volvía a empezar. También agregó que hacía mal tiempo para recomenzar la obra y que, además, se habían agotado los recursos económicos para la construcción, por lo que sería difícil continuarla. No se sabía cuándo los llamaría el jefe de nuevo. Kim Dalgon y los otros trabajadores tendrían que buscar otro lugar para ocuparse o volver a su pueblo natal para ahorrarse los gastos de alojamiento. Pero para él no era nada fácil hacer las maletas, ni el día anterior ni hoy. Deseaba formar parte del grupo de trabajadores que llegaba para reforzar al equipo que se hacía cargo de las obras de la estación del metro o del tren. Sin embargo, cuando llamó por teléfono a su casa, su anciana madre le había dicho casi llorando que desde el principio los niños no obedecían a sus mayores. Lo cierto es que días después, ella celebraría su cumpleaños: cumpliría 70. Dalgon sabía mejor que nadie que su madre se encontraba en una situación bastante difícil porque tenía que atender sola a niños desobedientes y a su marido, que guardaba cama debido a una enfermedad, y por si eso fuera poco, tenía que hacer frente a los acreedores que aparecían en los momentos en que uno casi lograba olvidarse de su existencia. Por otra parte, hacía un año que había salido de su casa, por lo que le parecía razonable visitar a su familia y ver cómo estaban, pero se sentía inquieto. En este lugar había trabajado durante un mes, pero como al cobrar le quitaron la mitad, es decir, 15 días de salario, con lo restante tenía que pagar comida y pensión, por lo que le quedaba poco dinero. Y si no conseguía trabajo, prefería dormir al aire libre en una calle antes que regresar a su pueblo. Éste era el verdadero sentir de Dalgon. Si se viera obligado a volver, sólo lo haría después de obtener cierta cantidad, fruto de su trabajo de algunos años en un lugar lejano. Aun así, aunque las deudas quedaran pendientes, quería hacer un poco de dinero para comenzar algún negocio en su tierra…
Al parecer nevaría de manera insólita. El paisaje que se contemplaba por la ventana de la pensión contagiaba el frío. El cielo estaba cubierto de enormes nubes negras. Generalmente, en el invierno Dalgon dejaba de trabajar, pero esta vez su situación no se lo permitía. Yendo hacia el sur conseguiría algo. Algunos miembros del equipo propusieron averiguar si era posible seguir al capataz camino al sur en busca de trabajo. La posición actual de Dalgon, sin embargo, no le permitía moverse fácilmente. Si lo detuviera el dueño de la tienda de alimentos para ganado o un acreedor, como el de la gasolinera que frecuentaba por el negocio del invernadero en Sinli, era probable que, en lugar de conseguir trabajo, terminara preso. La razón por la que Dalgon se encontraba en el barrio de Silimdong⁴ en Seúl era porque a sus oídos había llegado la noticia de que su esposa, que se había fugado del hogar, vivía precisamente en los alrededores. Dalgon había deambulado por muchos lugares buscándola. Pasó por la ciudad de Changwon⁵ y por Chunchon.⁶ A lo largo de este viaje tan pesado, lo único que había aumentado era el alcohol, mientras que el dinero se había reducido. Cuando estaba en la ciudad de Chonan,⁷ a Dalgon había llegado el rumor de que su mujer estaba en la capital, Seúl. En cuanto lo supo, abandonó sin consideración alguna el trabajo que tan difícilmente había conseguido, para irse de inmediato.
A decir verdad, Dalgon también había invertido el día anterior buscando en todas las salas de espectáculos de Silimdong. La casa de la suegra de un hermano menor suyo también estaba en Silimdong. Ella había ido un día a un salón de canto,⁸ acompañada de sus parientes, y ahí fue donde descubrió que trabajaba la madre de Michong, es decir, la esposa de Dalgon. Cuando él escuchó esto, se esperanzó, pero su cuñada agregó que fue al baño para despistar la posible atención de los parientes hacia la madre de Michong y, cuando volvió, se dio cuenta de que había desaparecido. A esta altura del diálogo, Dalgon tenía ganas de darle un puñetazo a su cuñada. Desde que por ella supo algo acerca de su esposa, la buscó durante un mes entero hasta en el último rincón de los salones de canto de Silimdong, pero todo fue en vano.
Dalgon puso la televisión distraídamente. Había un programa pornográfico en el que una pareja aparecía desnuda y esto, en verdad, no lo animaba. ¿Acaso ahora su esposa no estaría haciendo eso mismo? En ese instante lo invadió un odio tan fuerte que sintió deseos de destruir el televisor. Lo apagó y se levantó bruscamente. Una vez más reafirmó la voluntad de encontrar