Edge of town - Schiele
Oscila el tiempo. Se hacen largos
estos días de relojes empecinados en una morosa manía circular. Llueve ahí
fuera sobre la ausencia de movimiento que atestiguan los árboles desnudos, las
calles mojadas y el anochecer ceniciento, tardo y callado. Ritmos clandestinos
del moribundo invierno, de almas noctámbulas que se esconden recelosas,
cansadas de estos largos meses, aguardando la luz del nuevo día. Simplemente
describo un escenario: el que es, porque no hay otro. Me me levantado a mirar
lo oscuro tras la ventana, reparo en lo que tengo a golpe de vista y termino
preguntándome por aquello que me falta. Entonces se me improvisa tu imagen y te
digo: ¿Dónde estás, Miralles?
Echo de menos tus cartas. Por
eso, saco el hatillo de sobres que las guardan y, desde ese llevadero
desconsuelo de la distancia, releo alguna de las líneas que, como surcos en la
tierra, has ido sembrando de palabras para mí. Según lo hago, noto cómo algo me
aparta de este oscurecer húmedo y gris, despabila mis sentidos y me inocula más
de un pretexto para retomar el lazo que nos une e imaginar que estás en el otro
cabo, sintiendo el breve tirón que imprimo desde el mío... para decirte que
estoy aquí. Tal vez hoy tengo los biorritmos bajos, un valle en lo intelectual,
escaso el rendimiento. Llevo un tiempo en que apenas escribo, a causa del
ruido: Es el ruido el que no me deja escribir, el ruido de las pequeñas cargas
y pesadeces cotidianas. Pero, sin saber cómo, invento este vuelo de palabras,
como si al dirigirme a ti, recobrara el tono en las mejillas, el color. Sí, el
color del momento cambia, cuando te hago destinataria de mis pensamientos, y
deserta mi ánimo del invierno exterior para irisarse en un limbo doméstico de
sereno y agradable recogimiento. Exploro las posibilidades de comunicarme
contigo, más allá del pensamiento y la palabra, del gesto intuido; más allá de
la definición de este ámbito de amistad que hemos sabido crear. Te escribo, te
llamo por tu nombre, te construyo, y compruebo que, en la medida en que interpreto
algo, lo estoy desarrollando, edificando. La misma vida, el hecho de vivir
(decía, en El túnel, María Iribarne)
“consiste en cimentar futuros recuerdos”. ¿Qué haremos de los nuestros, algún
día, cuando los pasajes de hoy sean eso, justamente recuerdos?
¡Ah, algún día! Eso me remite al
tiempo, esa trampa vital, la emboscada que el azar nos tiende obligándonos a
transitar por tan insospechados senderos. Hay algo tan inapelable en la velocidad
con que se sucede todo, que decir mañana no es muy distinto a decir hoy. Y me
pregunto si cuando escribo no hago sino, estúpidamente, desafiar el paso del
tiempo. Escribir. Tal vez el arte nace de la necesidad de expresar y crear,
pero también de trascender la insignificancia que supone ser uno y único, ante
el cosmos y ante la vida. Escribo, entonces; sí, pero más que por perpetuarme
en no sé qué inabordable quimera, hoy escribo sólo para que existas, Miralles.
Y felizmente lo consigo.
Ha avanzado indiferente la noche
ahí fuera y, con ella, la oscura quietud. Todo parece haberse detenido: la
gente, el tiempo, la misma tierra que nos acoge... mientras miro con reproche
el reloj, recojo un par de cosas y, antes de retirarme, tiro una vez más
suavemente del lazo con mis manos e imagino que sientes su momentánea tensión en las tuyas.
Luego, te envío un beso y apago todo.