Hace un año que Berta y Gonzalo decidieron vivir juntos, sin imaginar siquiera que, unos meses después, él perdería su trabajo. Para Berta tampoco fue fácil. No sabía qué obraba en su interior, para estarse volviendo cada vez más desconfiada e irascible con Gonzalo, quien padecía sus desajustes con buenas dosis de resignación y la secreta esperanza de que todo aquello fuera cosa de una mala racha. Como fuera, Berta había adoptado la rutina de llamarle varias veces desde el trabajo, para preguntarle qué haces, sin más.
—Te doy un toque si me retraso —dijo ella.
—No, no hace falta. Tendré la comida preparada para cuando...
—Bien, si no quieres que te llame, no te llamo.
—No, mujer, yo no he dicho eso...
Pasaban los días y Berta se mostraba intratable con Gonzalo. Le cercaba a preguntas, pretendiendo que le diera cuenta de todo: de lo que había hecho o fuera a hacer durante la jornada, de lo que le quería...
Una tarde fueron de compras a Carrefour y aprovecharon unos cupones promocionales para adquirir a buen precio cuchillos de cocina. Se acercaron al punto de información para canjear uno y, nuevamente, discutieron. No se ponían de acuerdo en la elección y la dependiente, joven y agraciada, hizo algún comentario que a Berta le hizo pensar que se ponía del lado de su pareja. De malos modos, entonces, zanjó el asunto cogiendo un gran cuchillo de cocina, en vez del otro más pequeño y manejable que prefería Gonzalo. Al llegar a casa, Berta seguía malhumorada, recriminándole el coqueteo que se había traído con la chica de Carrefour, y él, los ojos en blanco, sacudió la cabeza incrédulo y se refugió en el ordenador, por evitar enmarañarse en otra irracional disputa.
Así les iba, en esos días en que Gonzalo no cesaba de mover su currículo, hacer llamadas, enviar correos y buscar por la red ofertas de trabajo, mientras Berta salía y regresaba a casa huraña, suspicaz, molesta por todo.
Una noche de enfado, ya en la cama, ella resoplaba entre inquieta y rabiosa. Aún despierto, Gonzalo vio que se levantaba con brusquedad y salía del dormitorio. Decidió no hacer nada y terminó durmiéndose, para volverse a despertar a las cinco de la mañana. Como Berta no había vuelto, se levantó y echó un vistazo a lo oscuro. Debía estar en la otra habitación, una suerte de trastero con una cama. La puerta estaba cerrada, conque volvió a acostarse, esta vez sin lograrse dormir. ¿Conocía realmente a Berta...? No pudo evitar acordarse del cuchillo que habían canjeado y, en esa traidora confusión de la noche, comenzó a sentirse intranquilo, bajo una estúpida alerta que no acertaba a controlar. Total que así, entre devaneos, pasaría un par de horas, hasta que, al abrir los ojos, varios haces de luz natural le llegaron de entre las lamas de la persiana. Se levantó, la puerta del otro cuarto estaba abierta: Todo en orden; la cama, incluso hecha. Entonces fue a la cocina, donde vio los restos del desayuno de Berta y junto a ellos una nota: «He dormido mal, luego te llamo.» Bueno, al menos no parecía enfadada. Tomando un café, Gonzalo recordó sus desvaríos nocturnos y bufó sintiéndose un poco necio. Luego, fregó las tazas y, tras recoger la cocina, encendió el ordenador de la sala y se llegó a la habitación para hacer la cama, como todos los días...
Sin embargo, todo habría de cambiar repentinamente, a partir del momento en que introdujo la sábana bajo el colchón, por el lado en que dormía Berta, y casi le da un síncope cuando tropezaron sus dedos con el filo acerado del cuchillo de Carrefour.
—Te doy un toque si me retraso —dijo ella.
—No, no hace falta. Tendré la comida preparada para cuando...
—Bien, si no quieres que te llame, no te llamo.
—No, mujer, yo no he dicho eso...
Pasaban los días y Berta se mostraba intratable con Gonzalo. Le cercaba a preguntas, pretendiendo que le diera cuenta de todo: de lo que había hecho o fuera a hacer durante la jornada, de lo que le quería...
Una tarde fueron de compras a Carrefour y aprovecharon unos cupones promocionales para adquirir a buen precio cuchillos de cocina. Se acercaron al punto de información para canjear uno y, nuevamente, discutieron. No se ponían de acuerdo en la elección y la dependiente, joven y agraciada, hizo algún comentario que a Berta le hizo pensar que se ponía del lado de su pareja. De malos modos, entonces, zanjó el asunto cogiendo un gran cuchillo de cocina, en vez del otro más pequeño y manejable que prefería Gonzalo. Al llegar a casa, Berta seguía malhumorada, recriminándole el coqueteo que se había traído con la chica de Carrefour, y él, los ojos en blanco, sacudió la cabeza incrédulo y se refugió en el ordenador, por evitar enmarañarse en otra irracional disputa.
Así les iba, en esos días en que Gonzalo no cesaba de mover su currículo, hacer llamadas, enviar correos y buscar por la red ofertas de trabajo, mientras Berta salía y regresaba a casa huraña, suspicaz, molesta por todo.
Una noche de enfado, ya en la cama, ella resoplaba entre inquieta y rabiosa. Aún despierto, Gonzalo vio que se levantaba con brusquedad y salía del dormitorio. Decidió no hacer nada y terminó durmiéndose, para volverse a despertar a las cinco de la mañana. Como Berta no había vuelto, se levantó y echó un vistazo a lo oscuro. Debía estar en la otra habitación, una suerte de trastero con una cama. La puerta estaba cerrada, conque volvió a acostarse, esta vez sin lograrse dormir. ¿Conocía realmente a Berta...? No pudo evitar acordarse del cuchillo que habían canjeado y, en esa traidora confusión de la noche, comenzó a sentirse intranquilo, bajo una estúpida alerta que no acertaba a controlar. Total que así, entre devaneos, pasaría un par de horas, hasta que, al abrir los ojos, varios haces de luz natural le llegaron de entre las lamas de la persiana. Se levantó, la puerta del otro cuarto estaba abierta: Todo en orden; la cama, incluso hecha. Entonces fue a la cocina, donde vio los restos del desayuno de Berta y junto a ellos una nota: «He dormido mal, luego te llamo.» Bueno, al menos no parecía enfadada. Tomando un café, Gonzalo recordó sus desvaríos nocturnos y bufó sintiéndose un poco necio. Luego, fregó las tazas y, tras recoger la cocina, encendió el ordenador de la sala y se llegó a la habitación para hacer la cama, como todos los días...
Sin embargo, todo habría de cambiar repentinamente, a partir del momento en que introdujo la sábana bajo el colchón, por el lado en que dormía Berta, y casi le da un síncope cuando tropezaron sus dedos con el filo acerado del cuchillo de Carrefour.