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La vocación del hombre

LA VOCACIÓN DEL HOMBRE A PARTICIPAR DE LA VIDA TRINITARIA EN CRISTO

LA VOCACIÓN DEL HOMBRE A PARTICIPAR DE LA VIDA TRINITARIA EN CRISTO

44 PARTE I LA VOCACIÓN DEL HOMBRE A PARTICIPAR DE LA VIDA TRINITARIA EN CRISTO 45 CAPÍTULO II ELEGIDOS EN CRISTO ANTES DE LA CREACIÓN DEL MUNDO: LA LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD 1. Teología dogmática y teología moral ante la pregunta sobre el sentido de la existencia humana a) La doctrina dogmática sobre el fin último de la vida humana La pregunta sobre el sentido último de la existencia humana (¿de dónde vengo y adónde voy?) ha estimulado desde siempre la reflexión filosófica y teológica. Es una cuestión que puede indagarse tanto desde un punto de vista especulativo cuanto desde un punto de vista práctico. La metafísica y la teología dogmática lo afrontan desde el punto de vista especulativo, es decir, desde una perspectiva de reflexión en la cual el hombre se interesa fundamentalmente por conocer lo que las cosas realmente son, poniendo provisionalmente entre paréntesis otras instancias existencialmente relevantes. Un análisis especulativo, de índole prevalentemente metafísica, sobre el sentido último de la vida humana ha sido realizado por Tomás de Aquino en la I Parte de la Summa Theologiae. Considerando la acción creadora de Dios, se pregunta cuál puede ser el fin de la creación y, por tanto, de las cosas creadas y, entre ellas, del hombre. Santo Tomás señala justamente que los seres imperfectos miran siempre, con su obrar, a adquirir alguna cosa; pero no es este el caso de Dios. «Al primer agente [Dios] que es exclusivamente activo, no le corresponde actuar para adquirir algún fin, sino que tan solo intenta comunicar su perfección, que es su bondad. En cambio, todas las criaturas intentan alcanzar su perfección que consiste en asemejarse a la perfección y bondad divinas. Por lo tanto, la bondad divina es el fin da todas las cosas»1. La razón natural puede llegar a la conclusión de que Dios crea para manifestar su gloria y comunicar su perfección. La gloria de Dios es, por tanto, el fin de las cosas creadas, las cuales lo alcanzan de modo diversificado. Las criaturas inteligentes, como el hombre, «lo alcanzan de una manera especial, o sea, mediante una operación propia conociéndolo intelectualmente. Por esto es necesario que el conocimiento intelectivo de Dios sea el fin de las criaturas intelectuales»2. Esta verdad racional está confirmada en la Revelación, y constituye la 1 2 S.Th., I, q. 44, a. 4. C.G., III, c. 25, n. 2055. 46 doctrina dogmática católica sobre el fin último de la creación. «Es una verdad fundamental que la Escritura y la Tradición no cesan de enseñar y de celebrar: “El mundo ha sido creado para la gloria de Dios” (Conc. Vaticano I: DS 3025). Dios ha creado todas las cosas, explica S. Buenaventura, “non propter gloriam augendam, sed propter gloriam manifestandam et propter gloriam suam communicandam” (“no para aumentar su gloria, sino para manifestarla y comunicarla”, Sent. 2, 1, 2, 2, 1). Porque Dios no tiene otra razón para crear que su amor y su bondad: “Aperta manu clave amoris creaturae prodierunt” (“Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas”, S. Tomás de Aquino, Scriptum super Sententiis, lib. 2, prol.)»3. La doctrina dogmática de la elevación del hombre al orden sobrenatural, el pecado original y la redención completan la respuesta teológica a la pregunta sobre el sentido de la existencia humana. «Dios, en su infinita bondad, ha ordenado el hombre a un fin sobrenatural»4, destinándolo a la visión de la esencia de Dios. Con la caída original el hombre ha perdido la santidad y la justicia en las cuales había sido establecido5 y ha infringido el debido orden en relación con su último fin6. La misericordia de Dios, cuando llegó la plenitud de los tiempos7, envió a los hombres a Jesucristo, su Hijo, «con el fin de que rescatara a los judíos “que se hallaban bajo la ley” (Ga 4, 5), y para que “los paganos, que no buscaban la justicia, consiguieran la justicia” (Rm 9, 30); a fin de que todos “recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 5). A este [Cristo] “exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe” (Rm 3, 25), “por nuestros pecados, y no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2)»8. Todos los hombres están, por tanto, destinados a alcanzar en Cristo la comunión con Dios por obra del Espíritu Santo, a través del conocimiento y del amor. Con bellas y profundas palabras lo expresa el Concilio Vaticano II: «Realmente, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado [...]. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación [...]. Esto vale no solo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. En consecuencia, 3 Catecismo, n. 293. Cfr. Gaudium et spes, n. 12. CONC. VATICANO I, Const. Dei Filius, cit., cap. 2: DS 3005. 5 Cfr. CONC. DE TRENTO , De peccato originali: DS 1510 ss. 6 Cfr. Gaudium et spes, n. 13. 7 Cfr. Ef 1, 10; Ga 4, 4. 8 CONC. DE TRENTO , De iustificatione, cap. 2: DS 1522. 4 47 debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido solo por Dios, se asocien a este misterio pascual»9. b) La consideración moral del fin último de la existencia humana Las precedentes consideraciones de índole dogmática son un dato indiscutible para cualquier teólogo moralista católico. Por eso puede sorprender que Santo Tomás, en las primeras cuestiones de la parte moral de la Summa Theologiae10, retome el problema del fin último como partiendo de cero, con una metodología dialéctico-inductiva que parece no considerar las bases dogmáticas. El problema ha recibido diversas interpretaciones. Una interpretación muy equilibrada es la indicada por Günthör 11. Según este autor, el lector del inicio de la parte moral de la Summa Theologiae constata que su planteamiento es diverso al de la S. Escritura. En esta, la moral «se propone según la historia de la salvación, es decir, notificando la llamada que Dios ha dirigido y continúa dirigiendo a los hombres. Su perspectiva es, por tanto, concreta y teocéntrica, porque habla en primer lugar de la acción salvífica de Dios, y solo después reclama una conducta moral recta como respuesta del hombre a la iniciativa divina. La línea de pensamiento de S. Tomás es, sin embargo, abstracta, filosófica y en cierto modo antropocéntrica, ya que parte del análisis de las estructuras del hombre polarizado hacia un fin último»12. El planteamiento de Santo Tomás, en efecto, es susceptible de algunas objeciones: corre el riesgo de reducirse a una teoría filosófica sobre la felicidad, en vez de ser una teología de la salvación en Dios; un pensamiento eudemonista podría fácilmente derivar hacia una visión hedonista o al menos egoísta: el hombre buscaría “su” felicidad en lugar de amar a Dios en sí mismo y por sí mismo; resultaría, en fin, antropocéntrica: «Fin de todo es el hombre, que busca su felicidad, la cual es algo del hombre, no de Dios»13. Después de haber expuesto las líneas fundamentales del estudio tomista sobre el fin último14, Günthör observa justamente que estas objeciones se basan en un desconocimiento del verdadero pensamiento de Santo Tomás, que, por otra parte, 9 Gaudium et spes, n. 22. Cfr. S.Th., I-II, qq. 1-5. 11 Cfr. A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, Paoline, Roma 19824, vol. I, nn. 173-186. 12 Ibíd., n. 174. 13 Ibíd., n. 182. Acerca de las dos objeciones precedentes cfr. nn. 180-181. La idea que el eudemonismo aristotélico sea ambiguo o degenere en perversión egoísta ha sido repropuesta por W. PANNENBERG, Grundlagen der Ethik, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1996. Véase la respuesta crítica hecha por M. RHONHEIMER, Ethik als Aufklärung über die Frage nach dem Guten und die aristotelische «Perversion des ethischen Themas». Anmerkungen zu W. Pannenbergs Aristoteleskritik, «Anthropotes» 13 (1997) 211-223, y la réplica de Pannenberg, Eine Antwort, «Anthropotes» 13 (1997) 485-492. Vid. también: J. MARÍAS, La felicidad humana, Alianza, Madrid 1987; R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991. 14 Cfr. A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta, cit., nn. 175-179. 10 48 posee el mérito de aclarar «la correspondencia entre el fin último que se nos ha asignado de hecho por gracia, y la profunda polarización estructural del hombre hacia su consecución. Si la S. Escritura habla de la comunión con Dios a que Él nos llama [...], S. Tomás indica que esta vocación no coge al hombre desprevenido. Ella supone la posibilidad de alcanzar su anhelo más íntimo. La gran aportación de S. Tomás a la vida moral cristiana consiste en el hecho que muestra hasta qué punto tal vocación corresponde a la profunda estructura del ser humano» 15. Günthör concluye su estudio afirmando que en este tema existe, ciertamente, una diversidad de perspectiva entre la Escritura y Tomás de Aquino; se trata, sin embargo, de dos puntos de vista que no se excluyen, sino que se integran. «En efecto, si nos limitásemos exclusivamente a la perspectiva bíblica, no se haría propiamente teología, que es una profundización científica de la Revelación. Y viceversa, si se atendiese únicamente a la visión de S. Tomás, se correría el riesgo de desarrollar en modo unilateral el aspecto filosóficoespeculativo de la teología»16. En nuestra opinión, comenzar la teología moral con un estudio sobre el fin último de la vida humana, que no sea simple repetición de los resultados alcanzados por la dogmática (puesto que el estudio se realiza con un método y una óptica diversa), resulta una exigencia indispensable de la perspectiva de la “primera persona” propia de la teología moral como ciencia práctica17. El análisis sobre el fin último se debe reelaborar y encuadrar en la óptica del hombre que, como imagen de Dios, es verdadero sujeto agente y autor de su propia conducta18, es decir, de un sujeto que a través de sus acciones “se conduce a sí mismo” hacia su bien completo y definitivo19. De hecho, el sentido último de la existencia es una realidad que resulta intrínsecamente ligada, a modo de fundamento, a todas las demás realidades y estructuras morales (virtud, norma, conciencia, pecado, etc.); estas no se entienden adecuadamente sin su relación esencial con el fin último20. La historia de la teología moral muestra claramente que, si las bases dogmáticas indicadas no se reelaboran y se encuadran en la perspectiva de la “primera persona”, acaban por no cumplir papel alguno en la teología moral, aunque se las acepte como datos dogmáticos indiscutibles. El tratado sobre el fin último desaparece totalmente o casi totalmente; y ello comporta una mutación de significado en los principales conceptos morales. En efecto, la “ética normativista” supone una antropología donde las personas no resultan atraídas por el bien último, sino que pueden elegir autónomamente, ya que su libertad de indiferencia no tiene otro motivo para respetar la ley moral que la autoridad de Dios que se la impone21. La función de la razón práctica 15 Ibíd., n. 180. Ibíd., n. 186. 17 Cfr. cap. I, §§ 2 b) y 3 c). La importancia del fin último en la vida moral ha sido subrayada por E. CÓFRECES - R. GARCÍA DE HARO, Teología Moral Fundamental, Eunsa, Pamplona 1998, pp. 119-156. 18 Cfr. S.Th., I-II, prol. 19 Cfr. S.Th., I-II, q. 1, a. 6. 20 Esto ha sido puesto vigorosamente de relieve por A. MACINTYRE, Tras la virtud, cit. 21 Sobre las características de la ética normativista, cfr. G. ABBÀ, Quale impostazione 16 49 se entiende como un reconocer la existencia de los mandamientos y elegir obedecerlos, una vez que la conciencia moral ha controlado que son verdaderamente vinculantes para mí aquí y ahora, teniendo en cuenta todas las circunstancias22. Entre las exigencias éticas y el fin último no existiría una conexión intrínseca: los mandamientos se acabarían considerando como un dato positivo y extrínseco al hombre, que difícilmente se pueden entender y de los cuales nos debemos liberar en cuanto sea posible. Así, la razón práctica no sería capaz de elaborar un orden en los actos voluntarios en vista del fin último conocido, deseado y a la vez debido 23. Las virtudes serían superfluas como lo es la función activa de la razón práctica, función que las virtudes morales preparan y facilitan en el ámbito ético desde el punto de vista intelectual, afectivo y dispositivo24. Es necesario, por consiguiente, partir de la consideración del papel que ocupa el fin en la vida moral, empezando por la experiencia ética natural, para estudiar después la enseñanza cristiana acerca del sentido último de la vida humana. 2. El bien de la vida humana tomada como un todo en la experiencia ética natural Sucede con frecuencia que una persona llegue a considerar su propia vida con un sentido de profunda insatisfacción e incluso de frustración. Quizá en el pasado no ha realizado acciones desordenadas desde el punto de vista de la moral normativa (no ha matado, no ha robado, ha sido siempre fiel al marido, etc.), pero tiene la clara percepción de que la propia vida tendría que rehacerse enteramente. Experimenta la amargura de la soledad y advierte, por ejemplo, que haber preferido el trabajo a la familia fue una decisión profundamente equivocada: las mejores energías han sido entregadas a un trabajo profesional, que buscaba ante todo la suficiencia económica, y el paso del tiempo demuestra que esta actividad laboral ha enriquecido muy poco a la persona. En definitiva, si aquella persona pudiese volver atrás no haría el mismo camino. La moral clásica considera que su principal tarea consiste en evitar estos fallos globales e irremediables y, de manera más positiva y general, orientar las principales decisiones personales hacia la plena realización de la vida humana. La aspiración humana al bien es una aspiración que sigue a la razón, y está marcada por la misma amplitud trascendental o, si se quiere, potencialmente infinita que es característica de la razón. Por eso es una per la filosofia morale?, cit.; S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona 20073. 22 En el cap. X, § 3 veremos cómo de esta visión deriva una concepción de la teología moral donde la conciencia y la ley se conciben como instancias opuestas y, en cierto modo, en mutua competencia: lo que favorece a una perjudica a la otra y viceversa. 23 Para Santo Tomás, la razón práctica elabora ese orden, que constituye precisamente el objeto de estudio de la moral: cfr. In decem libros Ethicorum, lib. I, lect. 1, nn. 2-3. 24 Estudiaremos este tema en el cap. VII. 50 aspiración que induce a la razón a buscar la verdad sobre el bien. El bien humano, en toda su amplitud, puede ser objeto de estudio y de fundamento racional. Tal análisis requiere que la persona se sitúe en un nivel de reflexión que, elevándose sobre las exigencias inmediatas y quizá ineludibles del momento presente, contemple globalmente la propia vida tomada como un todo. Se trata de reflexionar sobre el bien de la vida humana en su totalidad. Solamente a la luz de esta reflexión se pueden considerar y, si es el caso, modificar las propias prioridades y con estas las decisiones que deben tomarse25. Este es el motivo que exige realizar un análisis de la finalidad del obrar, lo que haremos sucintamente. «Todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por eso se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden»26. Esta consideración, con la que Aristóteles inicia la Ética Nicomáquea, manifiesta que toda acción, todo proyecto operativo humano tiende a un fin u objeto considerado bueno o conveniente. Indagando en esta línea se advierte que las acciones humanas singulares se estructuran según unas secuencias más o menos unitarias, en las cuales ciertas acciones o ciertos bienes se ordenan a otros. La reflexión racional indica que en la serie de acciones o de bienes (fines) ordenados a otros no se puede proceder hasta el infinito. Ha de existir un bien perfecto, un bien deseado y buscado por sí mismo y no en función de otro, que genéricamente se llama felicidad. Así lo explica Santo Tomás: «Dentro de los fines se distinguen dos órdenes: el orden de la intención y el orden de la ejecución, y en ambos debe haber algo que sea primero. Lo primero en el orden de la intención es como el principio que mueve al apetito; por eso, si se quita el principio, el apetito permanece inmóvil. La acción comienza a partir de lo que es primero en la ejecución, por eso nadie comienza a hacer algo si se suprime este principio. El principio de la intención es el último fin, y el principio de la ejecución es la primera de las cosas que se ordenan al fin. Así pues, por ambas partes es imposible un proceso al infinito, porque, si no hubiera último fin, no habría apetencia de nada, ni se llevaría a cabo acción alguna, ni tampoco reposaría la intención del agente. Si no hubiera algo primero entre las cosas que se ordenan al fin, nadie comenzaría a obrar ni se llegaría a resolución alguna, sino que se procedería hasta 25 Sobre este planteamiento de la ética clásica, cfr. R. MCINERNY, Ethica Thomistica. The Moral Philosophy of Thomas Aquinas, The Catholic Univ. of America Press, Washington 1982; C. CARDONA, Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987; J. ANNAS, The Morality of Happines, Oxford Univ. Press, Oxford 1993; A. MILLÁN PUELLES, La libre afirmación de nuestro ser, Rialp, Madrid 1994; R. SPAEMANN, Ética. Cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 19954; J. A. SAYÉS, Antropología y moral, Palabra, Madrid 1997; L. POLO, Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial, Madrid 19972; A. LÉONARD, El fundamento de la moral, BAC, Madrid 1998; A. SARMIENTO - T. TRIGO - E. MOLINA, Moral de la persona, Eunsa, Pamplona 2006, especialmente pp. 29-58. 26 ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea, I, 1: 1094 a 1-3, Gredos, Madrid 1985, p. 129. 51 el infinito»27. Esta explicación clásica puede ser objeto de una importante objeción: la experiencia parece enseñar que no existe un único fin último o bien supremo, sino que existen diversas actividades o sectores de la actividad humana, cada una de las cuales tiene su propio fin último. Por ejemplo, el conjunto de acciones que realiza el médico tiene como fin procurar la salud del enfermo. Ciertas acciones efectuadas por el médico el domingo tienen, en cambio, como fin su propio descanso o diversión, etc. ¿No se podría pensar que los fines últimos de las diversas actividades son también los diversos fines últimos del hombre, es decir, bienes definitivos de un sector de su vida? La objeción desaparece cuando se continúa reflexionando. Por una parte, el hombre advierte que algunas actividades humanas tienen, más bien, un papel instrumental; otras causan satisfacción profunda, pero en ellas no se apaga toda aspiración, porque el hombre desea también otras cosas y por eso sigue actuando. No parece que los fines de estas actividades puedan ser considerados como bienes queridos absolutamente por sí mismos. Además, y sobre todo, está el hecho de que, a lo largo de la vida, los fines últimos de las distintas actividades entran en conflicto entre sí: las exigencias del trabajo, que son también económicas, pueden entrar en colisión con las exigencias del descanso y de la salud, o también con los cuidados que se deben a la propia familia, o, en fin, con ciertas convicciones morales o religiosas. Ante los conflictos es necesario escoger, es necesario limitar algunas actividades para prestar más atención a otras, etc. ¿Según qué criterio, esto es, en vista de qué bien, deben ser ordenadas las distintas actividades? Los criterios para ordenar estas elecciones presuponen que se tiene una idea sobre la contribución que cada actividad (trabajo, familia, convicciones morales y religiosas, salud, etc.) puede dar al pleno éxito de la propia vida, es decir, a la propia felicidad. Este es el verdadero problema, pues la sensación de frustración, de la que hablamos, procede precisamente de no haber sabido establecer el debido orden y las debidas prioridades entre las diversas actividades y bienes que integran la vida humana. Por esto se propone inevitablemente la pregunta: ¿cuál es el fin último o bien perfecto de la vida tomada como un todo, el bien que hace la vida digna de ser amada, sin que le falte alguna cosa 28? Es la pregunta sobre la felicidad humana, sobre lo que es el bien para el hombre. Esta pregunta no presupone necesariamente que la felicidad humana deba consistir en un solo bien o en una sola actividad, con exclusión de las otras. Pero sí considera que la respuesta a tal pregunta permitirá definir un modo de vida que es mejor que los otros, entendiendo por modo de vida el programa o el criterio que define qué 27 28 S.Th., I-II, q. 1, a. 4. Cfr. ARISTÓTELES, Ética Nicomáquea, I, 7: 1096 a 12 - 1098 b 9. 52 bienes y según qué prioridades, medida y modalidad deben ser deseados y realizados. En definitiva, la reflexión moral permite entender cómo puede ser alcanzada una vida feliz, la vida que anhelamos para nosotros y para todas las personas que amamos, y cómo pueden ser evitados los tipos de vida que llevan a la infelicidad y la desesperación, tipos de vida que no querríamos para nosotros ni para nuestros seres queridos. Es verdad que el análisis racional no siempre consigue justificar racionalmente todas las posibles preferencias entre los distintos bienes29; sin embargo está en condiciones de justificar racionalmente que, a la luz de lo que verdaderamente constituye el bien último de la vida humana, debe establecerse un cierto orden y proporción entre las diversas actividades humanas 30, y está en condiciones, sobre todo, de individuar ciertos modos de regulación racional de todas las actividades, que siempre deben respetarse 31. Así se pueden determinar cuáles son las virtudes propias del mejor modo de vivir para el hombre. No corresponde aquí llegar al fondo del estudio filosófico que establezca concretamente cuál es el bien último de la vida humana32. Las precedentes reflexiones intentan únicamente definir la perspectiva del análisis en el que se mueve la teología moral, que encontrará en la Revelación divina la respuesta completa sobre el sentido último de la vida humana, y que aportará también el criterio para establecer las propias prioridades y orientar de manera adecuada las elecciones más importantes de la vida. 3. La santidad, plenitud de la filiación divina del cristiano, como fin último de la vida humana La pregunta que se plantea ahora es más o menos la siguiente: según la fe cristiana, ¿existe alguna actividad humana o al menos algún programa o tipo de vida que sea deseable en sí mismo y no en relación con otro? No basta repetir los datos dogmáticos expuestos anteriormente. De poco serviría reiterar que el mundo y el hombre han sido creados para la gloria de Dios, o bien que el hombre está destinado a la visión divina, si eso no se plantea de tal modo que la persona, como sujeto agente que reflexiona sobre la propia vida globalmente considerada, pueda recabar indicaciones operativas. En efecto, hablar de la 29 Por ejemplo, no resulta posible justificar en abstracto si es mejor dedicar la vida al estudio y enseñanza de las matemáticas, o bien a practicar el deporte o la música. 30 Entre el trabajo profesional, la familia, la salud, las prácticas religiosas, etc. 31 La justicia, por ejemplo, es un criterio que siempre debe presidir la búsqueda de cualquier interés y de cualquier bien. 32 Desde el punto de vista filosófico, vid.: A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética general, cit., pp. 115-149. 53 visión de Dios como fin último del hombre ¿significa que los cristianos deben abandonar las actividades cotidianas y retirarse al desierto en busca de la contemplación? ¿O bien que la vida presente es como un juego de niños en espera de que llegue el momento de alcanzar, en el más allá, la visión de Dios? ¿O que nuestro fin, aun siendo plenamente alcanzable solo en la otra vida, puede lograrse imperfecta e incoativamente también en esta, ya que nuestras actividades terrenas están ordenadas y organizadas de un determinado modo y con un cierto espíritu? Entre las diversas respuestas que pueden encontrarse en la Sagrada Escritura y en la tradición moral católica, nos parece que el concepto de santidad es el que mejor puede fundamentar una respuesta articulada a nuestra pregunta. La Carta a los Efesios contiene una de las fórmulas resumidas más completas: «El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo [...] en él [Cristo] nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza y gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado»33. De estas palabras, y manteniéndonos siempre en el plano moral, podemos sacar la conclusión de que la aspiración al bien absoluto es tematizada y vivida por el cristiano como una aspiración a la santidad, entendida como plenitud de la filiación divina, que se realiza concretamente, en esta vida, en el seguimiento y en la imitación de Cristo. Como hijo de Dios, el cristiano está llamado a ser ya en este mundo alter Christus, ipse Christus34, en perfecta obediencia a la voluntad del Padre, viviendo según las virtudes que Cristo ha enseñado con su vida y con su palabra, y que gratuitamente nos son entregadas con la gracia bautismal en estado de una pequeña semilla destinada a crecer. El concepto de santidad cristiana contiene una rica y compleja analogía semántica35. En todo caso, es apto para significar el fin de las aspiraciones del cristiano: mientras en su actuación plena, la santidad representa una única actividad unitaria (la visión directa de Dios en la gloria), en su realización terrena implica un programa global de vida y, por tanto, al mismo tiempo, de criterio y de regulación de las actividades humanas (las virtudes); lo cual no significa que del solo concepto de santidad cristiana puedan deducirse 33 Ef 1, 3-6. La santidad como plenitud de la filiación divina y la consiguiente llamada a ser alter Christus, ipse Christus son conceptos fuertemente subrayados por San Josemaría Escrivá: cfr. F. OCÁRIZ, Vocación a la santidad en Cristo y en la Iglesia, en AA.VV., Santidad y mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá, Eunsa, Pamplona 1996, pp. 37-38; y, en el mismo volumen, el amplio estudio de A. ARANDA, El cristiano, alter Christus, ipse Christus, pp. 129-187. 35 Véanse, por ejemplo, las voces “santificación” y “santo/santidad” en el índice temático del Catecismo de la Iglesia Católica. 34 54 analíticamente todas las reglas morales. Conviene recordar que el concepto de santidad se inserta en el análisis que surge de la pregunta sobre el bien de la vida humana en su integridad, y no de la búsqueda de la norma que debe aplicarse en una concreta y difícil situación que hay que resolver. La santidad es el fin que da sentido a la vida cristiana. El problema de la norma viene después, y lo estudiaremos más adelante36. Lo que ahora interesa es el análisis de los significados de la santidad cristiana. a) La santidad en la enseñanza bíblica Antiguo Testamento — La santidad en el Antiguo Testamento se refiere, en primer lugar, a Dios: «No hay Santo como el Señor» 37; más aún, la santidad constituye la característica propia del ser divino38. La palabra hebrea (qadosh) que expresa el concepto de santidad proviene de una raíz que significa cortar, separar: Dios es santo por su radical separación y trascendencia39. Pero eso no significa que la santidad divina sea estática o inimitable: se manifiesta dinámicamente en todas sus obras, y las personas deben vivir según el modelo de la santidad divina: «Sed santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo»40. El Antiguo Testamento muestra también los diversos aspectos de la santidad: los profetas subrayan especialmente su carácter soteriológico en cuanto revela el amor de Dios, da a conocer los pecados de los hombres y los libera de ellos41. En la literatura sacerdotal, aunque no solo en ella, la santidad se relaciona con el culto: es santo el lugar donde se manifiesta el Señor, el templo, los sacerdotes, el sábado, los días de fiesta42; Israel, como pueblo elegido, separado de los otros pueblos por el hecho de ser de Dios, es un pueblo santo 43; el Deuteronomio insiste aún más en la idea de pueblo consagrado al Señor 44. Los libros sapienciales unen la santidad a la sabiduría, que es como una luz que viene del Señor para guiar a los santos 45. La santidad de las criaturas, que es participación de la santidad divina, no es puramente pasiva: exige el repudio de la impureza y la disposición de vivir según una conducta moral coherente46, si bien es Dios quien santifica a los hombres47. 36 Cfr. cap. VII, VIII y IX. El concepto de santidad cristiana no tiene la pretensión de explicar la génesis de la distinción general entre el bien y el mal; tal distinción la conoce el hombre antes de entrar en contacto con la Revelación, aunque en base a esta puede ser ulteriormente desarrollada: cfr. cap. I, § 1 c) y cap. VIII, § 2. 37 1 S 2, 2. 38 Cfr. Is 6, 3. 39 Cfr. Si 43, 29-36; Ez 1, 26-28. 40 Lv 19, 2. Cfr. Ex 22, 30; Lv 11, 44; Nm 15, 40; Sal 18, 24-27. 41 Cfr. Jos 24, 19; Is 12, 2.6; 30, 15; 43, 3; 49, 7; Os 11, 1-4.8-9; So 3, 9-15. 42 Cfr. Ex 3, 5; 35, 2; Lv 21, 8; 23, 4; Jos 5, 15; Ne 8, 11; Sal 65, 5. 43 Cfr. Ex 19, 6; Lv 20, 26. 44 Cfr. Dt 7, 6; 14, 21; 26, 19; 28, 9. 45 Cfr. Pr 9, 10; Sb 7, 27; 9, 4.9-18; 10, 10. 46 Cfr. Ex 19, 22; Lv 19, 3-37. 47 Cfr. Si 45, 2-4. 55 Nuevo Testamento — En el Nuevo Testamento el concepto de santidad tiene un campo semántico muy amplio48. Ciertamente, en diversos pasajes se usa en un sentido muy semejante al Antiguo Testamento: así se dice santo el nombre de Dios49, su alianza50, su séquito51, los ángeles52, los profetas53, las Escrituras54, la ley55, etc. Pero lo más característico del Nuevo Testamento es que la santidad aparece ligada al Espíritu Santo que, como don de la era mesiánica, conduce al creyente hasta una participación de la santidad de Dios previamente impensable. En esta línea, dejando el análisis lexicográfico y asumiendo la perspectiva de la teología moral sistemática, podemos distinguir: 1) la santidad ontológica inicial; 2) la vida eterna como cumplimiento escatológico de la santidad cristiana, que representa el pleno y definitivo desarrollo de la santidad inicial, y 3) la santidad moral y espiritual, camino que va de la primera a la segunda, y que constituye una cierta incoación y participación de la vida eterna. b) El don divino de la santidad inicial Así como en el Antiguo Testamento la santidad era participación de la santidad de Dios, en el Nuevo Testamento Jesús, como Santo de Dios, hace partícipe de su santidad a la Iglesia y a los cristianos, que son santificados en Jesucristo a través de la identificación con Él y el baño de regeneración del Espíritu56. Los cristianos se llaman a sí mismos “los santos”: San Pablo se refiere a los fieles de Corinto como «a los santificados en Cristo Jesús» 57. Esta acepción de la santidad, al menos en sentido directo, no tiene un significado moral, y se emplea en sentido análogo a otras expresiones como “los 48 Un estudio completo requeriría analizar en los escritos neotestamentarios el uso de términos como hághios (santo, sagrado), haghiázô (santificar), haghiasmós, haghiótês y haghiosynê (santidad), hieróthytos (consagrado), hósios (santo), hosiótês (santidad), anósios (no santo). 49 Cfr. Lc 1, 49. 50 Cfr. Lc 1, 72. 51 Cfr. Ef 1, 18; Col 1, 12; Ap 18, 20. 52 Cfr. Mc 8, 38; Lc 9, 26; Hch 10, 22. 53 Cfr. Lc 1, 70. 54 Cfr. Rm 1, 2. 55 Cfr. Rm 7, 12. 56 Cfr. Lc 4, 34; Jn 6, 69; 1 Co 6, 11; Tt 3, 5; 1 P 2, 4.9. 57 1 Co 1, 2. Cfr. 1 Co 6, 1-2.11. 56 perfectos”58, “los llamados”59, “los elegidos”60 o “los creyentes”61; se refiere más bien al don de la santidad inicial recibido por quienes han acogido la fe y han recibido el bautismo. Los cristianos han sido purificados y santificados por la gracia –principio ontológico formal de la vida de los fieles– y enriquecidos con las virtudes cristianas. Guiados por el Espíritu Santo62, han obtenido una primera configuración con Cristo, que los hace hijos de Dios 63 y partícipes de la naturaleza divina64. En este sentido (pero no solo en este) es llamada “santa” la Iglesia. «“La fe confiesa que la Iglesia... no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama ‘el solo santo’, amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” (Lumen gentium, 39). La Iglesia es, pues, “el Pueblo santo de Dios” (ibíd., 12), y sus miembros son llamados “santos” (cfr. Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1)»65. Según esta acepción, la santidad no es el fin último de la vida humana, sino más bien el don divino inicial que hace posible y obligatorio al hombre tender hacia la santidad entendida en los otros dos sentidos. c) El cumplimiento escatológico de la santidad cristiana El don divino recibido por los fieles (la filiación divina, la gracia, las virtudes cristianas) puede ser parangonado a un pequeño grano de mostaza destinado a crecer y llegar a ser un gran arbusto, o también a la levadura que hace fermentar la masa66. La Revelación presenta en términos escatológicos el fin último al cual tiende tal desarrollo, sirviéndose de distintos conceptos; a continuación estudiaremos los principales. La vida eterna — La “vida eterna”, cuya existencia profesamos en el símbolo de la fe, representa el cumplimiento escatológico de la santidad cristiana. Los fieles que gozan de la visión de Dios en la vida eterna son llamados “santos”67. Al canonizar a algunas personas, dándoles el título de “santo”, la Iglesia proclama «solemnemente que esos fieles han practicado 58 Cfr. 1 Co 2, 6; Flp 3, 15. 59 Cfr. Rm 1, 7; 8, 28; Ef 4, 1. 60 Cfr. Ef 1, 11; Col 3, 12. 61 Cfr. Rm 1, 16; 2 Ts 1, 10. 62 Cfr. Rm 8, 14; Ga 5, 18. 63 Cfr. Jn 1, 12-13; Rm 8, 14-17. 64 Cfr. 2 P 1, 3-4. 65 Catecismo, n. 823. 66 Cfr. Lc 13, 19-21. 67 Cfr. Ap 20, 6. 57 heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, [por eso los propone] como modelos e intercesores»68. Los escritos del Nuevo Testamento, aunque con diversos matices, presentan la vida eterna como término, cumplimiento o coronación de una vida ya iniciada en este mundo –la vida de los hijos de Dios–, y que tiene exigencias éticas precisas. En los sinópticos se promete la vida eterna a aquellos que adoptan determinadas actitudes con relación al prójimo y a los bienes terrenos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. [...] Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios»69. El IV Evangelio habla también de la vida eterna como algo ya comenzado en esta tierra: la vida eterna es pertenecer a Cristo por la fe, el amor y la observancia de los mandamientos70, y ya la poseen, de algún modo, aquellos que comen el pan de la vida71; pero, sobre todo, aparece ligada a la resurrección prometida por Cristo72, y su naturaleza se expresa en términos de conocimiento: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado»73. La vida eterna es la meta última de la misión de Cristo: «Tanto amó Dios al mundo le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna»74. La naturaleza de la vida eterna como conocimiento se encuentra también en la I Carta de Juan75, y en San Pablo76. Los dos hagiógrafos recuerdan que la vida eterna será la plena manifestación de la vida de los hijos de Dios 77. San Pablo enlaza la filiación divina a la idea de la herencia; la recepción del Espíritu del Hijo demuestra que somos verdaderamente hijos de Dios: «De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero 68 Catecismo, n. 828. Cfr. Lumen gentium, nn. 48-50. Mt 5, 3.8. 70 Cfr. Jn 3, 15-18; 8, 12; 12, 50. 71 Cfr. Jn 6, 51.58. 72 Cfr. Jn 5, 27-29; 6, 39-40; 11, 25-26. 73 Jn 17, 3. 74 Jn 3, 16. 75 «Cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es» (1 Jn 3, 2). 76 «Ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12). 77 «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! […]. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos» (1 Jn 3, 1-2). 69 58 por gracia de Dios»78. La condición filial comporta caminar según el Espíritu, sin dejarse arrastrar por los deseos de la carne; «ahora bien, están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios»79. El Reino de Dios — Principalmente en los sinópticos, el Reino de Dios (en Mc y Lc) y el Reino de los cielos o también el Reino del Padre (en Mt) expresan el carácter escatológico y al mismo tiempo inmanente de la santidad cristiana («escatología en fase de realización», según la fórmula de J. Jeremias). El Reino de Dios es una realidad futura y es también una realidad presente, que se acerca, que viene e irrumpe en nuestra vida. Lo peculiar del mensaje de Jesús «es la afirmación de que con su presencia y sus obras ha llegado ya el reino de Dios (Lc 11, 20; Mt 12, 28), aunque todavía se sigue a la espera de su forma plena y perfecta (como “reinado” de Dios). Este último aspecto es el que expresan las imágenes del banquete festivo y el banquete nupcial (Lc 12, 38; Mt 8, 11; Lc 14, 16-24; Mt 22, 2-10), de la cosecha (parábolas del crecimiento), la petición del Padrenuestro “venga a nosotros tu reino” (Lc 11, 2; Mt 6, 10), así como la certeza de Jesús en la víspera de su muerte (Mc 14, 25 par.). Jesús anunció la venida del reino de Dios en un futuro inmediato (“se acerca”), pero sin dar la fecha fija»80. La dimensión principal del Reino de los cielos es, indudablemente, la escatológica: la participación en el reino futuro de Dios. Tal participación se anuncia como un don divino81, que el hombre puede recibir solo si se hace como un niño82. En este sentido, el Reino de Dios es la vida eterna, y ambas expresiones se usan indistintamente: «Si tu pie te escandaliza, córtatelo. Más te vale entrar cojo en la Vida que con los dos pies ser arrojado al infierno. Y si tu ojo te escandaliza, sácatelo. Más te vale entrar tuerto en el Reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno»83. La idea de “entrar en el Reino de Dios” se utiliza frecuentemente84, y las condiciones para entrar en él son las mismas que se requieren para “entrar en la vida” o también para “heredar la 78 Ga 4, 7. También en el Evangelio de Marcos está presente la idea de la herencia; la pregunta del joven rico fue formulada así: «Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar (klêronomésô) la vida eterna?» (Mc 10, 17). 79 Ga 5, 19-21. Cfr. Rm 2, 7. 80 R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, cit., vol. I, p. 35. 81 Cfr. Lc 12, 32. 82 Cfr. Mc 10, 15. 83 Mc 9, 45-47. 84 Cfr. Mt 5, 20; 7, 21; 18, 3; 23, 13; 25, 34. 59 vida”. El Reino de Dios es también el Reino de Cristo 85, y está ligado a la persona de Jesús. La postura tomada respecto a Jesús y sus palabras determina la postura en que se encontrará el hombre al final de sus días: «A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los cielos»86. La realización del Reino de Dios se inició en la tierra con la predicación de Jesús, y la respuesta positiva a su llamada –el seguimiento de Cristo– es el camino para entrar en el Reino. Hacer presente a todos los hombres la llamada de Cristo constituye la misión de la Iglesia. La Iglesia es en la tierra el inicio y la semilla del Reino de Dios. Cristo, «para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y nos redimió con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios [...] Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, de la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra. Mientras va creciendo poco a poco, anhela la plena realización del Reino y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria»87. La Iglesia es, por tanto, el sacramento universal de la salvación y de la santidad 88: Dios «quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa»89. La santidad es un empeño personal, pero no individualista: es participación de la vida trinitaria en Jesús y se realiza en la Iglesia que es el Cuerpo místico de Cristo. De hecho, es en la Iglesia donde, por medio de la gracia, alcanzamos la santidad; toda la actividad de la Iglesia se dirige, como a su fin, hacia la glorificación de Dios en Cristo y la santificación de los hombres 90. De ahí se deduce la índole eclesial de la vida cristiana y, consiguientemente, de su estudio sistemático, es decir, de la teología moral. Conviene manifestar claramente la necesaria función de la Iglesia en el correcto desarrollo de la teología moral91. La casa del Padre — La idea de casa del Padre pone especialmente de relieve que la santidad definitiva es la plenitud y el término de la vida de los hijos de Dios, que se expresa en el comportamiento de completa docilidad a 85 Cfr. Lc 22, 29-30; Ef 5, 5. Mt 10, 32-33. Cfr. Mt 7, 22-23. 87 Lumen gentium, nn. 3 y 5. 88 Cfr. Lumen gentium, n. 48; Ad gentes, nn. 1 y 5; Gaudium et spes, n. 43; etc. 89 Lumen gentium, n. 9. 90 Cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 10; Lumen gentium, n. 48; Catecismo, nn. 824, 1877 y 2030. 91 Esta función de la Iglesia ha sido subrayada frecuentemente en nuestro libro: cfr. cap. I, §§ 1 b) y 3 a); cap. IX, § 2; etc. 86 60 la voluntad paterna vivido por Cristo. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» 92. La casa del Padre es el lugar de la residencia definitiva de los fieles con Jesús junto al Padre. Solo aquellos que Cristo ha liberado del pecado, aquellos que son hijos y no esclavos, tienen un domicilio permanente en la casa del Padre: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no se queda en casa para siempre»93. En la parábola del hijo pródigo, la conversión del pecador es presentada como un retorno a la casa del Padre 94; este concepto permite ver también que el cumplimiento escatológico está ya incoado en la vida terrena. La plena participación de la santidad de Dios — La participación de la santidad divina conecta igualmente la conducta actual de los fieles con su plenitud escatológica, subrayando la faceta de la imitación de Dios, que ya estaba presente en el Antiguo Testamento95. La I Carta de Pedro exhorta: «Tened dispuesto el ánimo, vivid con sobriedad y poned toda vuestra esperanza en aquella gracia que os llegará con la manifestación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no conforméis vuestra vida a las antiguas concupiscencias del tiempo de vuestra ignorancia, sino que así como es santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, conforme a lo que dice la Escritura: Sed santos, porque Yo soy santo»96. Estas palabras afianzan la esperanza, estimulan la purificación de la conducta y urgen a la santidad, porque solo esta obtiene la unión con Dios –el Santo– a la que estamos llamados. Se establece así una íntima relación entre la santidad y la gloria en un doble sentido: descendente y ascendente; en efecto, Dios comunica su gloria al hombre llamándolo a participar de su santidad 97 y el hombre da gloria a Dios cuando corresponde a la gracia divina a través de una conducta santa, porque Dios es «glorificado en sus santos»98. La santidad como bien definitivo de la vida humana — Los conceptos de vida eterna, reino de Dios, casa del Padre, santidad y otros semejantes, sea en su primer anuncio o también en la llamada dirigida a los fieles expuestos a la tibieza o a la tentación, intentan iluminar la vida moral cristiana a la luz de lo que constituye su bien global y definitivo. Con tal llamada se exhorta a los 92 Jn 14, 2-3. Jn 8, 34-35. Vid. cap. IV, § 3 c). 94 Cfr. Lc 15, 11-32. 95 Cfr. § 3 a). 96 1 P 1, 13-16. 97 Cfr. 1 P 1, 3-7; Catecismo, n. 2809. 98 2 Ts 1, 10. 93 61 fieles al esfuerzo moral y a la vigilancia: «Velad, porque no sabéis a qué hora volverá el señor de la casa, si por la tarde, o a la medianoche, o al canto del gallo, o de madrugada; no sea que, viniendo de repente, os encuentre dormidos. Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo: ¡velad!»99. Velar significa ordenar el deseo hacia aquello que es verdadera y definitivamente bueno –la unión con Dios por el conocimiento y el amor– y, como consecuencia, revisar en esta perspectiva los propios valores y las propias elecciones, de una manera decisiva y radical si es necesario. Así lo enseña Jesús: «Si tu mano te escandaliza, córtatela. Más te vale entrar manco en la Vida que con las dos manos acabar en el infierno, en el fuego inextinguible»100. Solo a la luz del cumplimiento escatológico de la vida se puede comprender cabalmente el valor relativo de la “mano”, así como del “pie” y del “ojo” (de los que se habla en los versículos siguientes). El administrador infiel101 es alabado por su amo «por haber actuado sagazmente (fronímôs)»102, es decir, porque había sabido preparar prudentemente el momento en el que le sería quitada la administración, y no tendría ya posibilidad de traficar con los dones recibidos. En cambio, es reprendido el rico que ha disfrutado de sus bienes pensando solo en la vida presente sin tener en cuenta también la futura: «Pero Dios le dijo: “Insensato (afrôn), esta misma noche te van a reclamar el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?”»103. La reflexión sobre la propia vida y las propias elecciones a la luz del cumplimiento escatológico o la falta de tal reflexión determinan la prudencia o la necedad en el uso de los bienes recibidos. En relación a este punto es significativa la coincidencia, en la parábola del hijo pródigo, entre el alejamiento de la casa del padre y el despilfarro de la herencia recibida «viviendo lujuriosamente»104. El pensamiento y el deseo de la vida definitiva en la casa del Padre estimulan, en cambio, la purificación del corazón, que se siente liberado de un intemperante apego a los bienes terrenos. d) La santidad moral La conducta santa, ilustrada en los textos bíblicos citados, es precisamente la santidad moral, que supone el desarrollo de la santidad inicial, mediante el obrar bueno y aun excelente, y encamina a su cumplimiento escatológico. La santidad moral es la santidad del obrar105. El desarrollo, a través de la conducta, de la condición de hijo de Dios recibida con la fe y con el bautismo es una concreción, por analogía, de un principio metafísico general que se refiere a todo ser viviente y en particular al hombre: 99 Mc 13, 35-37. Mc 9, 43. 101 Cfr. Lc 16, 1-8. 102 Lc 16, 8. 103 Lc 12, 20. 104 Lc 15, 13. Véase el comentario de JUAN PABLO II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI1980, n. 5. 105 Cfr. E. COLOM, L’agire morale, cammino di santità. Una riflessione attorno all’enc. Veritatis splendor, «Annales theologici» 7 (1993) 281-322. 100 62 el obrar conlleva el crecimiento del propio ser, que brota del ser mismo. Desde ese punto de vista se entiende cómo a través de las buenas obras –también en el plano de la ética natural– alcanzamos una mayor semejanza con el Señor: «Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; y ha añadido: Y Dios hizo el hombre: lo hizo a imagen de Dios, los hizo macho y hembra y los bendijo. El hecho de haber dicho: Lo hizo a imagen de Dios, y de silenciar la semejanza indica que el hombre desde la primera creación ha alcanzado la dignidad de la imagen, mientras que la perfección de la semejanza le ha sido reservada para el final, en el sentido de que él debe conseguirla, imitando a Dios con las propias obras; así, habiéndole concedido al principio la posibilidad de la perfección por medio de la dignidad de la imagen, el hombre puede al final realizar la perfecta semejanza por medio de las obras» 106. De ahí que la posibilidad de consumar la semejanza con Dios derive de haber sido creado a su imagen: la santidad, como todo bien, procede del Creador, en cuanto infunde en el ser la capacidad de obrar, suministra las ayudas necesarias para actuar, e indica al hombre su fin último trascendente107. El designio de Dios acerca de los seres espirituales es que alcancen la propia plenitud no pasivamente, sino como partícipes de la obra divina. Es especialmente importante entender que este designio divino resulta intrínseco al acto creador y, consiguientemente, forma parte del núcleo más íntimo de cada persona: se puede decir así que el ser humano exige el comportamiento moral y que el obrar del hombre no es otra cosa que un despliegue del propio ser; por eso, existe una relación íntima e inseparable entre la persona humana, la perfección que debe alcanzar y el acto humano o moral. «Adquiere así una fuerza dinámica el imperativo moral que se sigue de la tensión entre presente y futuro, y precisamente desde la perspectiva de Jesús. Este imperativo se convierte en permanente impulso para actuar en este mundo según las indicaciones de Jesús […]. Cuando se tiene la mirada puesta en el reino por venir, se experimenta una fuerza impulsora que lleva hacia adelante y que incita a no cejar jamás, a no renunciar a la esperanza, por encima de todos los obstáculos y a despecho de todos los fallos personales. Porque, una vez más, es Dios mismo el que llevará a la consumación su reino, el que hará realidad plena lo que afloró, a título indicativo, en la persona y la obra de Jesús»108. No podemos realizar ahora un análisis pormenorizado de las exigencias éticas de la santidad cristiana. De momento nos interesa trazar solamente una descripción general, para hacer inteligible qué significa que la santificación o santidad moral constituye el fin último próximo de la vida humana, es decir, el único tipo de vida que a la luz de la Revelación es razonable querer en sí misma, no subordinándola a ningún otro bien o condición terrena, y que debe ordenarse a la comunión definitiva con Dios en la vida eterna y, en último término, a la gloria de Dios, fin último absoluto del 106 ORÍGENES, De principiis, 3, 6, 1: SC 268, 237. Cfr. Jn 3, 3.27; Hch 17, 25-28; St 1, 17; S.Th., I, q. 22, a. 1; SANTO TOMÁS, In librum Beati Dionysii De Divinis Nominibus Expositio, 7, lect. 4, Marietti, Taurini-Romae 1950, n. 733. 108 R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento, cit., vol. I, p. 42. 107 63 hombre. Desde un punto de vista específico, la santidad moral no consiste en una actividad particular, yuxtapuesta a las otras y, como tal, actuada por el cristiano. La santidad moral debe buscarse y alcanzarse a través y en la realización de las normales actividades del hombre, según la vocación de cada uno: trabajo profesional, vida familiar, actividades sociales y políticas, deberes religiosos, etc. Desde un punto de vista formal, consiste en los principios que inspiran y orientan tales actividades –sobre todo la caridad– y en el modo de llevarlas a cabo, es decir, en los criterios que regulan tanto las actividades cuanto los bienes que ellas realizan o alcanzan109. La santidad moral es un tipo de vida o, si se quiere, un modo de vivir que admite muchas modalidades de realización práctica. Diversos, al menos parcialmente, son el modo y los contenidos de la santidad moral del fiel laico casado y del célibe, y la vida de ambos es y debe ser diversa en muchos aspectos a la de un sacerdote o de un miembro de una congregación religiosa, etc. Lo que es común a todos es que la santidad cristiana consiste en imitar y seguir a Cristo, configurándose cada vez más con Él, hasta llegar a la plenitud de la caridad, que es la esencia de la perfección cristiana110. Conviene repetir que no existe una única forma concreta o más bien una forma concreta privilegiada de seguir a Cristo: seguir a Cristo es hacer que las virtudes teologales y las virtudes morales –las virtudes practicadas por Cristo– constituyan la inspiración profunda y los criterios de regulación práctica de las actividades y de la vida que cada uno desarrolla siguiendo la propia vocación. Esto se advierte mejor teniendo presente que la santidad es siempre excelencia, y que, por tanto, la actuación de las virtudes no se debe entender en sentido minimalista, como lucha contra las acciones pecaminosas que se oponen a ellas; la santidad requiere alcanzar y consolidar las expresiones máximas de vida divina que Dios concede y pide a cada persona. Antes de estudiar las condiciones del seguimiento de Cristo y sus especificaciones, es necesario reflexionar sobre la doctrina de la llamada universal a la santidad apenas esbozada. e) La doctrina sobre la llamada universal a la santidad Desde el punto de vista bíblico y dogmático, la llamada a la santidad ha sido, siempre, un dato pacíficamente aceptado; sin embargo, la aserción de esta doctrina con todo su valor práctico-moral por parte del Concilio Vaticano II puede considerarse como una verdadera novedad teológica111. La novedad 109 Analizaremos esos criterios a lo largo de este Curso de Moral. 110 Cfr. Col 3, 14. 111 Juan Pablo II, recordando esta doctrina, comenta: «El Concilio Vaticano II ha 64 consiste en proponer la santidad, con cuanto implica de excelencia, como el fin práctico y alcanzable por todos los cristianos, también por aquellos –que son la mayoría– que no han recibido una vocación al estado sacerdotal ni a la vida consagrada. Si bien se puede decir que esta enseñanza del Vaticano II constituye un evento importante en la historia del cristianismo, es también cierto que ha sido preparada por el soplo del Espíritu en la vida misma de la Iglesia, a través de la teología de las realidades terrenas, la renovación litúrgica con su reflexión sobre el bautismo y su carácter santificante, la experiencia del apostolado laical, y la vitalidad de fenómenos pastorales como el Opus Dei 112. Este último se caracteriza por la importancia dada al valor santificante del trabajo profesional y del cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, como indican las siguientes palabras especialmente significativas de su Fundador: «Desde 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, porque el quicio de la espiritualidad específica del Opus Dei es la santificación del trabajo ordinario». «El Opus Dei pretende ayudar a las personas que viven en el mundo –al hombre corriente, al hombre de la calle– a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida». «Debéis comprender ahora –con una nueva claridad– que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»113. pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana. Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia» (Christifideles laici, n. 16). Cfr. V. BOSCH, Llamados a ser santos: historia contemporánea de una doctrina, Palabra, Madrid 2008. 112 «La historia de la Iglesia y del mundo se desarrolla bajo la acción del Espíritu Santo, que, con la colaboración libre de los hombres, dirige todos los acontecimientos hacia la realización del plan salvífico de Dios Padre. Manifestación evidente de esta Providencia divina es la presencia constante, a lo largo de los siglos, de hombres y mujeres, fieles a Cristo, que iluminan con su vida y su mensaje las diversas épocas de la historia. Entre estas figuras insignes ocupa un lugar destacado el beato Josemaría Escrivá, que, como subrayé el día solemne de su beatificación, recordó al mundo contemporáneo la llamada universal a la santidad y el valor cristiano que puede adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno» (JUAN PABLO II, Discurso 14-X-1993, n. 2: Insegnamenti, XVI-2 (1993) 1013-1014). 113 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, Rialp, Madrid 198917, nn. 34, 24 y 114. Un profundo estudio teológico se encuentra en el volumen citado Santidad y mundo, y en la 65 Todo esto no es un mero postulado teórico, sino que estimula en la práctica el deseo firme y concreto de realizar este ideal en la vida ordinaria, como enseña el capítulo V de la Lumen gentium. Este capítulo empieza señalando el fundamento último de tal empeño: la santidad de Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– que Cristo ha transmitido a la Iglesia; por eso, «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o sean regidos por ella, están llamados a la santidad, según las palabras del Apóstol: Lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos (1 Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)»114. El punto siguiente desarrolla esta idea, relacionando la santidad de los fieles con Jesús, maestro y modelo, con el Espíritu Santo, que mueve desde el interior al amor de Dios y del prójimo, con la vida sacramental (bautismo), las virtudes y la oración; este parágrafo trata también de la relación entre la santidad inicial y la santidad moral: «Los seguidores de Cristo han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron»115. Después recuerda que la santidad es una y la misma para todos: «En los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, obedientes a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria»116. No se pueden, por tanto, distinguir diversos grados de vocación a la santidad, pues tal llamada es para todos una invitación a la plenitud cristiana: «Cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva, que suscita esperanza y se traduce en obras de amor»117. El parágrafo continúa con una referencia a los obispos, a los sacerdotes, a los otros clérigos, a los laicos con especial mención de los esposos, a los que tienen condiciones de vida más difíciles y a los que sufren, e insiste en que «todos los cristianos, por tanto, en sus condiciones de vida, trabajo y circunstancias, serán cada vez más santos a través de todo ello si todo lo reciben con fe de manos del Padre del cielo y colaboran con la voluntad de Dios, manifestando a todos, precisamente en el cuidado de lo temporal, el amor con que el Padre amó al mundo»118. El capítulo termina ilustrando las vías y medios de la santidad y, después de hablar de algunas vocaciones concretas, recuerda una bibliografía allí recogida. 114 Lumen gentium, n. 39. 115 Ibíd., n. 40. 116 Ibíd., n. 41. 117 Ibídem. 118 Ibídem. 66 vez más: «Todos los cristianos, por tanto, están llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su propio estado de vida»119. Esta vocación universal a la santidad se traduce en buscar a Dios sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la fuerza: cada persona está llamada a amar a Dios con una intensidad suma 120. Eso es lo que constituye la base de la santidad cristiana: el amor de Cristo nos urge a responder con un amor máximo a Dios y al prójimo, que se hace realidad en las situaciones concretas a lo largo de la vida, y que no ha de fijar límites a este crecimiento, pues no merece el nombre de bueno quien no desea ser mejor, y apenas uno no lo desea, deja de ser bueno121: «Te desagrade siempre lo que eres, si quieres llegar a lo que no eres. Donde te has complacido de ti mismo, ahí te has quedado. Si dijiste: Basta; pereciste»122. La caridad lleva consigo una intrínseca tensión hacia el crecimiento, al que no pueden ponerse límites preconstituidos. No es posible en el amor – especialmente en el amor a Dios– hacer demasiado: «El mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento»123. Teniendo en cuenta la amorosa y paternal generosidad de Dios no tendría sentido, por parte del hombre, una actitud egoísta replegada sobre sí mismo. La profundidad del don de Dios hace que, en último término, o amamos a Dios sobre todas las cosas y procuramos crecer continuamente en este amor, o nos amaremos a nosotros mismos más que a Dios 124. Estamos, por tanto, llamados a corresponder a un don que nos compromete totalmente, tomando el Amor como regla de todo el querer y el obrar. «La perfección cristiana solo tiene un límite: el de no tener límite»125. 119 Ibíd., n. 42. Cfr. Dt 6, 5; Mc 12, 30. 121 «Minime pro certo est bonus, qui melior esse non vult, et ubi incipis nolle fieri melior, ibi desinis etiam esse bonus» (SAN BERNARDO, Epistola 91, 3: Opera, Ed. Cistercienses, Roma 1974, vol. VII, p. 240, ln. 18-19). 122 SAN AGUSTÍN, Sermo 169, 15, 18: PL 38, 926. 123 Veritatis splendor, n. 52. Cfr. S.Th., I-II, q. 64, a. 4. 124 «Dos amores dieron origen a dos ciudades, a la terrena el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, a la celeste el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo. Aquella se gloría en sí misma, esta, en el Señor» (SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, 14, 28: CCL 48, 451). 125 SAN GREGORIO DE NISA, De vita Moysis: PG 44, 299 D. 120 67 4. El seguimiento de Cristo como fundamento esencial y original de la santidad cristiana a) Cristo como “camino, verdad y vida” Hemos de centrar ahora nuestra atención sobre la realización terrena de la vocación a la santidad (la santidad moral), porque tal actuación es la tarea moral y espiritual que tiene necesidad de ser iluminada y orientada por la reflexión teológica. Como sabemos, la vida moral cristiana es el camino hacia la casa del Padre126, que tiene en Cristo su fundamental punto de referencia127. Cristo lo ha hecho posible y Cristo constituye su fin, su norma y su modelo, humano y divino al mismo tiempo. Él es «el Camino, la Verdad y la Vida»128. Jesús es “el camino” hacia la casa del Padre en cuanto mediador personal de la salvación y en cuanto norma de vida. Es el camino porque es “la verdad”, o sea la revelación personal del Padre y de su designio de amor hacia los hombres. Caminando y permaneciendo en la verdad se llega a la “vida”, a la meta final. En palabras paulinas, Cristo es «para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención»129: sabiduría que enseña a caminar según el designio de Dios; justicia y santificación interior, o sea, liberación del pecado y de la miseria, que ha conseguido para nosotros en el sacrificio de la cruz; y, por tanto, Él es también redención. Se afirma así que la santidad cristiana en su actuación terrena consiste en el seguimiento de Cristo. «Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida, sobre todo, a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cfr. Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cfr. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cfr. Jn 6, 44). No se trata aquí solamente de 126 Cfr. Jn 14, 2-3. 127 Una visión de conjunto sobre la vocación al seguimiento de Cristo se puede ver en: N. CABASILAS, La vida en Cristo, Rialp, Madrid 19994: una edición crítica se encuentra en SC 355 y 361; L. SCHEFFCZYK, L’uomo moderno di fronte alla concezione antropologica della Bibbia, Elle Di Ci, Torino-Leumann 1970; A. FERNÁNDEZ, La esencia del mensaje moral cristiano, «Theologica» 9 (1976) 335-381; ID., El mensaje moral de Jesús de Nazaret, Palabra, Madrid 1998; D. TETTAMANZI, El hombre imagen de Dios, Secretariado Trinitario, Salamanca 1978; C. SPICQ, Dios y el hombre según el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1979. 128 Jn 14, 6. 129 1 Co 1, 30. 68 escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre»130. Él ha asumido la condición humana en todo menos en el pecado para hacerla – a través de su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión– partícipe de su glorificación131. Cristo ha recapitulado en sí mismo todo lo que el hombre dispersó con el pecado132: en Él se renueva, de manera definitiva, el sí salvífico del Padre con una nueva y eterna Alianza, que culmina en la participación escatológica de la gloria del Señor133. Cristo resucitado envía el Espíritu Santo que sostiene nuestra condición de hijos de Dios, nos hace coherederos de Jesucristo, y reconcilia a las criaturas con el Creador y con la misma humanidad, en cuanto partícipe del señorío que Cristo posee sobre ellas134. El dominio de Cristo sobre el pecado y sus consecuencias significa ya ahora la vida eterna como incoación de la glorificación futura, que todavía no ha sido consumada135: el hombre, siguiendo a Cristo, coopera con los dones del Espíritu Santo para alcanzar la gloria a la cual está predestinado por Dios Padre, mientras purifica la corrupción de las criaturas a fin de que también estas puedan participar de la gloria de los hijos de Dios136. 130 Veritatis splendor, n. 19. La encíclica añade: «El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquel que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cfr. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cfr. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cfr. Jn 10, 1116), es el camino, la verdad y la vida (cfr. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, el Hijo, es ver al Padre (cfr. Jn 14, 6-10). Por tanto, imitar al Hijo, que es “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), significa imitar al Padre» (Veritatis splendor, n. 19). 131 Cfr. Tt 2, 13-14; Gaudium et spes, n. 38; Catecismo, nn. 602-603. 132 Cfr. Ef 1, 10; Ad gentes, n. 3. 133 «El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo» (Catecismo, n. 1709). 134 Cfr. Rm 8, 19-23; Lumen gentium, nn. 4 y 48; Gaudium et spes, nn. 39 y 43; Veritatis splendor, n. 108. 135 Cfr. Jn 5, 24-25; 1 Jn 3, 2; Lumen gentium, n. 2. 136 Cfr. P. O’CALLAGHAN, L’agire dello Spirito Santo, chiave dell’escatologia cristiana, «Annales theologici» 12 (1998) 327-373. 69 b) El seguimiento de Cristo como vida según las virtudes cristianas hasta la plenitud de la caridad Nos detenemos ahora a explicar qué significa, en términos operativos, el seguimiento de Cristo. Como se ha esbozado antes, seguir a Cristo significa concretamente vivir según las virtudes cristianas, es decir, según las virtudes enseñadas con las palabras y con el ejemplo de Cristo, «perfectus Deus, perfectus homo». La teología moral no es otra cosa que una explicación de esta realidad, de sus presupuestos antropológicos, de sus implicaciones normativas y de sus modalidades de actuación. Las virtudes teologales y morales son, simultáneamente, los principios intrínsecos –poseídos como hábitos– de la vida en Cristo, su norma y, en cierto sentido, también su fin (son fin en cuanto que progresar en las virtudes cristianas e identificarse con Cristo es, en la práctica, lo mismo). Naturalmente, la función de principio vital de la existencia cristiana es preeminente en las virtudes teologales –la fe, la esperanza y la caridad–, que hacen al hombre capaz de creer, desear y amar a Dios en Cristo por medio del Espíritu Santo. Las virtudes teologales purifican y elevan el conocimiento y la voluntad humana, dirigiéndolos hacia el fin de la vida cristiana137. Estas virtudes modifican los criterios según los cuales las virtudes morales regulan las actividades, y también la realización y el uso de los bienes humanos, haciendo posible la unión con Cristo a través de ellos138. Sin embargo, las virtudes no son normas en el mismo sentido que lo son las leyes humanas; son normas en cuanto actúan como principios cognoscitivos, apetitivos y dispositivos de la racionalidad práctica (prudencia), de la rectitud en el amar y sentir, así como de la recta elección, según una estructura compleja que veremos en el capítulo VII. Entre las virtudes teologales, debe subrayarse la función central de la caridad139. Esta expresa el valor moral de la persona y el grado de su unión con Cristo; esta unión con Cristo mediante el amor está por encima de todos los valores humanos y no se identifica ni siquiera con el conjunto armónico de ellos. A través de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, especialmente a través de la caridad, es como se alcanza la vida de unión con 137 Al estudio de las virtudes teologales y de su esencial función en la vida cristiana está dedicado un tratado íntegro en la teología moral especial. No pertenece a la moral fundamental descender a un estudio pormenorizado de las mismas. 138 Analizaremos más detenidamente esta temática en el cap. VII, §§ 4-7, al estudiar las virtudes infusas. Baste ahora señalar que muchas de las enseñanzas morales del Nuevo Testamento se refieren precisamente al recto comportamiento con relación a los diversos bienes de los cuales el hombre tiene necesidad: esto se verá con más detalle en el cap. III. 139 Cfr. G. GILLEMAN, La primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao 1957; F. OCÁRIZ, Amor a Dios. Amor a los hombres, Palabra, Madrid 1973. 70 Dios, que representa el bien más grande de que es capaz el hombre en este mundo: quien lo ha experimentado reconoce que vale la pena cualquier sacrificio con tal de no perderlo140. Esta unión, que consiste esencialmente en el amor, en la caridad, da lugar a una verdadera contemplación de Cristo y de Dios. Por contemplación no entendemos aquí los fenómenos místicos extraordinarios, sino el esfuerzo y la capacidad de descubrir a Dios en todo acontecimiento –grande o pequeño– de la propia vida, incluso en medio de las muchas ocupaciones terrenas141; sin olvidar, por otra parte, que Él se encuentra en el centro del alma en gracia, como decía San Agustín: interior intimo meo, más íntimo a mí que yo mismo142. Aquí se inserta la amistad con el Señor a través de la oración y los actos de piedad y de culto143; el conocimiento de Jesús para identificarse con Él, como Pablo ha puesto particularmente de relieve144; el trato y la imitación de los que enseñan a tratar y a imitar a Jesús: María, José, los ángeles y los santos145. Vale la pena transcribir algunas reflexiones, sacadas de una homilía del San Josemaría Escrivá, que ilustran eficazmente lo que es la contemplación ordinaria alcanzable por todo cristiano que intenta vivir seriamente el seguimiento de Cristo. «Primero una jaculatoria, y luego otra, y otra..., hasta que parece insuficiente ese 140 «Solo quien se ha abierto al Evangelio y ha descubierto que él es la perla y el tesoro incomparable, puede “venderlo todo”, seguir a Jesús y tratar de ser como Él (cfr. Mt 13, 44-46). Aquí, “el deber” aparece como fruto del gozoso y agradecido reconocimiento de los dones recibidos de Dios» (CONF. EPISCOPAL ESPAÑOLA , «La verdad os hará libres (Jn 8, 32)», n. 43, «Boletín Oficial de la Conf. Ep. Española» 8 (1991) 25). 141 «Una sola cosa es necesaria» (Lc 10, 42): la búsqueda amorosa del Señor; cfr. Catecismo, nn. 2562-2564. Conviene subrayar la necesidad de la contemplación a fin de que el cristiano, cualquiera que sea la situación de la propia vida, pueda conseguir la santidad: este tema se desarrollará en el cap. III, § 4 c). 142 Confessiones, 3, 6, 11: CCL 27, 33. 143 El tema del diálogo del hombre con Dios recorre toda la Biblia, desde la creación (Gn 1, 27-29; 2, 16.19.23) hasta los últimos versículos (Ap 22, 17.20); así, por ejemplo, el diálogo de Dios con Noé (Gn 6, 13 ss.), con Abrahán (Gn 12 ss.), con Isaac (Gn 26), con Moisés (Ex 3 ss.); la oración de David (2 S 7, 18-29), de los profetas (Is 6, 6-11; Lm 5; Ha 3), de Jesús (Mc 1, 35; Lc 5, 16; 9, 18; 21, 36-37), de María y de los Apóstoles (Hch 1, 14; 3, 1), de los primeros cristianos (Hch 12, 5.12); también lo muestran las leyes litúrgicas del Éxodo (cap. 25-31 y 35-40), el código sacerdotal y la ley de la santidad del Levítico, la liturgia postexílica (Ne 9, 5-10, 40), las asambleas litúrgicas cristianas (1 Co 11, 2-14, 40), hasta llegar a la liturgia de la Jerusalén celeste (Ap cap. 4, 5, 6, etc.). 144 Un resumen de sus enseñanzas puede encontrase en Flp 3, 1-14, donde pone de relieve la sublimidad del conocimiento de Jesús, en comparación del cual todo puede considerarse como basura, y la necesidad de gloriarse solo en Jesucristo y de conformarse a su vida y a su muerte para poder unirse a su resurrección y al premio que Dios nos prepara en Él. Cfr. Jn 13, 15; 2 Tm 3, 15; 1 P 2, 21. 145 En este sentido, una gran ayuda para la vida moral lo constituye el conocimiento de la vida y los escritos de los santos, que han recorrido ya su camino hacia el Señor: cfr. Si cap. 44-50; 1 Co 11, 1; Flp 3, 17; 1 Ts 1, 6; Hb 11; 12, 1-2; Lumen gentium, nn. 49, 52-69; Apostolicam actuositatem, n. 4; Veritatis splendor, n. 93. 71 fervor, porque las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio. Vivimos entonces como cautivos, como prisioneros. Mientras realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto [...]. »El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo [...]. No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma [...]. Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo. [...] Nace una sed de Dios, una ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro [...]. Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente (cfr. Si 26, 15). »Con esta entrega, el celo apostólico se enciende, aumenta cada día –pegando esta ansia a los otros–, porque el bien es difusivo. No es posible que nuestra pobre naturaleza, tan cerca de Dios, no arda en hambres de sembrar en el mundo entero la alegría y la paz, de regar todo con las aguas redentoras que brotan del Costado abierto de Cristo (cfr. Jn 19, 34), de empezar y acabar todas las tareas por Amor. [...] Me interesa confirmar de nuevo que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente»146. La caridad es así forma de todas las otras virtudes 147, principio mediato de todas las obras justas y como su fruto148. Por eso, dada la poliedricidad de la vida que ha de ser vivida en Cristo, el seguimiento de Jesús –aun unificando toda la vida cristiana– no es unidimensional, ni puede reducirse a un único tipo de actividad humana: requiere la actuación de las diversas dimensiones humanas según un orden virtuoso que, en sus expresiones más concretas, depende también de las circunstancias y sobre todo de la vocación personal de cada uno. El valor profundo y definitivo del obrar humano se mide por su relación con la vocación personal a la unión con Cristo. Como explica Santo Tomás, «cuando de dos cosas una es la razón de la otra, la ocupación del alma en una no impide ni disminuye la ocupación en la otra [...]. Y como Dios es aprehendido por los santos como la razón de todo cuanto hacen o conocen, su ocupación en las cosas sensibles, o en contemplar o hacer otras cosas, en nada 146 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 199520, nn. 296, 306-308 y 310-312. 147 Cfr. S.Th., II-II, q. 23, a. 8. En el cap. VIII, § 4 c) ilustraremos el significado exacto de esta tesis. 148 Cfr. S.Th., I-II, q. 65, a. 3. 72 les impide la contemplación divina, ni viceversa»149. La unión con Cristo, aun siendo un bien trascendente y destinado a durar eternamente, se realiza o se frustra en la regulación moral de las diversas actividades humanas y de los diversos bienes personales y sociales. c) La identidad unitaria de la moral cristiana como seguimiento de Cristo Debemos, por último, estudiar un problema muy controvertido en la teología actual: se trata de analizar si el camino hacia la santidad cristiana – como lo hemos descrito– es capaz de fundamentar una moral con una caracterización suficientemente unitaria. Entre los estudiosos hay un acuerdo casi universal sobre el hecho de que el Nuevo Testamento contiene una ética con una identidad y unidad específicas a causa de su fundamento teológicocristológico y de su motivación escatológica150. Pero las opiniones son mucho más diferenciadas acerca de la posibilidad de hallar en la Sagrada Escritura una ética unitaria y perennemente válida en cuanto a los contenidos y las indicaciones que hace sobre la conducta personal, interpersonal y social151. En efecto, es evidente, por una parte, que los hagiógrafos del Nuevo Testamento elaboran la precedente tradición oral en una situación histórico-cultural concreta, en vista de las exigencias de las jóvenes comunidades cristianas, teniendo en cuenta su respectivo ambiente152; por otra parte, también nosotros vivimos en un contexto concreto, muy diverso del de los cristianos de las primeras generaciones, en el cual emergen problemas nuevos que los escritores sagrados no podían vislumbrar. Surge, en definitiva, la pregunta de si el seguimiento de Cristo comporta una moral concreta universal e inmutable, válida incluso para nuestro tiempo. Este problema se ha complicado hoy enormemente a causa de la “precomprensión normativista” con la cual se estudia con frecuencia el Nuevo Testamento. Algunos teólogos parten de la premisa ética de que el conocimiento moral humano es primariamente una actividad productiva de normas, y así buscan en la Sagrada Escritura un “código” moral sistemático y perfectamente elaborado, que contenga incluso una casuística completa y preparada para cada época. Sin embargo, a nuestro entender, tal “precomprensión” no es compatible con la naturaleza del conocimiento moral y la modalidad en la cual se desarrolla. El conocimiento moral trata, ante todo, de cuál debe ser el tipo de vida mejor o, si se quiere, cuál es el bien de la vida humana tomada como un todo. 149 S.Th., suppl., q. 82, a. 3 ad 4. El Aquinate aplica este razonamiento a la contemplación en el cielo; sin embargo, en modo análogo, se puede aplicar a la contemplación amorosa en esta vida. 150 Cfr. G. SEGALLA, Introduzione all’etica biblica del Nuovo Testamento, cit., pp. 234235. 151 Al estudiar la ley nueva o lex gratiae, en el cap. VIII, c), analizaremos este tema con mayor profundidad. 152 Cfr. R. FABRIS, Moral del Nuevo Testamento, en Nuevo Diccionario de Teología Moral, Paulinas, Madrid 1992, pp. 1221-1222. 73 La vida mejor surge de ciertos modos de realizar y ordenar las actividades humanas y de usar y gestionar los bienes personales y sociales. Estos modos de regulación son los principios vitales de la razón práctica humana, es decir, las virtudes en base a la cuales la razón, siguiendo su funcionamiento espontáneo y todavía no reflejo (ratio practica in actu exercito153), es capaz de individuar los programas de acción e incluso las acciones singulares que realizan aquí y ahora el tipo de vida deseado154. Ahora bien, mirando las cosas desde este punto de vista, la identidad unitaria de la moral cristiana está garantizada en cuanto el Nuevo Testamento contiene, sea la indicación del tipo de vida propio del cristiano –la vida en Cristo, el seguimiento de Cristo–, que comprende toda la vida personal sin limitarse a un área de la misma; sea su finalidad escatológia; sean también los principios de la razón práctica cristiana –las virtudes cristianas, teologales y morales–, que le permiten individuar el modo cristiano de vivir en cada circunstancia y en cada situación155. Naturalmente, los conocimientos morales así conseguidos pueden ser expresados también en términos normativos universales en el sentido moderno de la palabra, pero tales enunciados son siempre una realidad derivada, aunque importantísima sobre todo a efectos pedagógicos (catequéticos) y de comunicación del saber moral156. Además, lo verdaderamente decisivo no es tanto la forma más o menos sistemática en que tales principios prácticos se encuentran explícitamente contenidos en el Nuevo Testamento, sino el hecho de que aquellos principios (las virtudes cristianas) los recibe el cristiano con la gracia, de manera que constituyen los principios reales y vitales de su conocimiento y su comportamiento moral. En resumen, la moral cristiana, como identificación con Cristo por medio del Espíritu Santo, posee una identidad unitaria precisa, con tal que se entienda en el sentido que hemos explicado. La Sagrada Escritura –y en particular el Nuevo Testamento– contiene, bajo la forma de enseñanza moral, una ilustración más que suficiente de los principios prácticos que el cristiano recibe con la gracia que lo hace hijo de Dios. Llevar estos principios vitales a la conciencia refleja y científica, explicitando la lógica interna y las posibles aplicaciones normativas abstractas, es la tarea de la teología moral157. Pero son 153 Cfr. cap. I, § 2 b). 154 Ya hemos indicado, y volveremos sobre ello, que las virtudes no son solamente ni principalmente un hábito que permite hacer con facilidad el bien; sino que son, en primer lugar, los principios mediante los cuales la razón práctica alcanza un conocimiento cierto sobre el bien y sobre el mal en sentido práctico. 155 «Quien dice que permanece en Dios, debe caminar como él caminó» (1 Jn 2, 6). Cfr. Jn 13, 34; Ef 5, 2. 156 En el cap. VIII, § 2 b) y c) hablaremos de la diferencia entre la actividad espontánea de la razón moral en base a los principios prácticos y la formulación refleja de las normas morales. 157 Cfr. cap. I, § 2. 74 las virtudes teologales y las virtudes morales –como principios reales de la vida moral cristiana– el punto clave para llegar a una comprensión teológica de la real identidad específica de la vida moral cristiana como seguimiento de Cristo. De hecho, la teología moral requiere «una atenta reflexión que ponga bien de relieve su arraigo en la palabra de Dios. Para cumplir esta misión propia, la teología moral debe recurrir a una ética filosófica orientada a la verdad del bien; a una ética, pues, que no sea subjetivista ni utilitarista. Esta ética implica y presupone una antropología filosófica y una metafísica del bien. Gracias a esta visión unitaria, vinculada necesariamente a la santidad cristiana y al ejercicio de las virtudes humanas y sobrenaturales, la teología moral será capaz de afrontar los diversos problemas de su competencia –como la paz, la justicia social, la familia, la defensa de la vida y del ambiente natural– del modo más adecuado y eficaz»158. 158 Fides et ratio, n. 98.