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LA VOCACIÓN EN UN CONTEXTO
DE INCREENCIA Y DE PAGANISMO
DOI: https://doi.org/10.52039/seminarios.v50i171.770
Autor: Eloy Bueno de la Fuente.
Sacerdote de la diócesis de Burgos.
Decano en la Facultad de Teología
del Norte de España, sede Burgos.
Catedrático, imparte clases de Cristología y Teoría del Conocimiento.
El marco soial en el yue se
lanza la propuesta vocacional
ha vaiiaelo. Dos retos tiene yue
afrontar: el ele la increencia y
el ele la im1pción del paganismo. cuyas manifestaciones
son hoy precisas en las generaciones jóvenes. Es necesario
un proceso de conversión.
La constatación de las dificultades que en la cultura actual
encuentra el florecimiento de las vocaciones debe ser ocasión para captar la peculiaridad de la vocación cristiana, especialmente cuando se
trata de llamadas para el ministerio presbiteral o para la vida consagrada. En el hecho - que siempre es un milagro- de que pueda haber
hombres y mujeres que se descubran interpelados para asumir el envío
de cara a una misión concreta se pone de manifiesto el elemento más
constitutivo del cristianismo frente a las ideologías dominantes del
momento: un Dios personal -con rostro y con nombre- se convierte en
protagonista de la historia humana y entabla con las personas humanas
una relación de alianza o de comunión para invitarlos a convertirse a
su vez en protagonistas de un proyecto histórico.
En nuestra actual situación cultural, en la civilización que ha
construido el hombre moderno, los obstáculos que bloquean la germinación de las vocaciones (o, más precisamente, de la aceptación
humana) proceden de las estructuras básicas con las que se considera
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la realidad, las cuales afectan no sólo al hecho puntual de las vocaciones al ministerio presbiteral o a la vida consagrada, sino a los presupuestos que hacen comprensible el concepto mismo de vocación (tal
como se vive en el seno de la Iglesia). Precisamente por eso -y es lo
que desearíamos resaltar en esta breve exposición- el sentido originario de la vocación en la Iglesia adquiere un aspecto provocador e insolente que debe ser expresado con claridad y con orgullo. La osadía cristiana, en cuanto alternativa a los poderes e ideologías dominantes, se
condensa de modo paradigmático en la lógica de la vocación. En consecuencia la presentación y el planteamiento de la vocación debe
situarse en el punto de confrontación (que no excluye en absoluto el
encuentro y el diálogo) entre la propuesta y la novedad cristiana de un
lado, y de otro las concepciones del mundo que se reducen al horizonte del cosmos, de la naturaleza o de la biología. Ahí radica su dificultad para abrirse camino y ser reconocida, incluso para ser comprendida como posible y plausible. Pero ahí radica igualmente su grandeza,
la que la eleva a símbolo de una encrucijada cultural, de alternativa de
civilización.
Albert Camus en El mito de Sísifo, parábola de una sensibilidad
epocal que en gran medida se prolonga hasta el presente, condensa a
nuestro juicio lo que venimos diciendo: debemos demostrar que podemos vivir sans appel (condenados ciertamente como Sísifo, pero no
obstante felices). El término appel nos conduce al centro de nuestro
tema: lo que se rechaza o se niega es toda interpelación que provenga
de fuera, desde más allá de las paredes del mundo, toda palabra que
rasgue el horizonte anónimo en el que nos debemos instalar con satisfacción (aunque de hecho no sea más que resignación). Es el mundo no
sólo de Sísifo, también de Don Juan, de Prometeo, de Dionisia. Tales
personajes excluyen cualquier factor personal que se dirija a ellos
desde otro nivel de realidad, pues sería excluido y rechazado como
algo heterogéneo respecto a la experiencia, como la esclavitud de la
heteronomía, como una alteridad insoportable. Quien excluya o condene la interpelación personal en ese sentido debe excluir el sentido
genuino de la vocación tal como la entienden la teología y la espiritualidad cristianas.
Este transfondo cultural, en el que se educan la mayoría de las
generaciones jóvenes, está fundamentado en un doble pilar: la increen-
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
cia y el paganismo. Una y otro, aunque pueda parecer paradójico a
primera vista, constituyen el anverso y el reverso de una misma dinámica de civilización en la medida en que se va absolutizando o unilateralizando. En ese vínculo que une a ambos fenómenos se enraíza el
rechazo de toda interpelación que se dirija al ser humano para encargarle una misión procedente de un Dios personal. Desarrollaremos brevemente la lógica que vincula este doble pilar en su mutua implicación, para captar los núcleos de la encrucijada, y señalar de este modo
el sentido y la dignidad de la vocación y de la pastoral vocacional (en
la cual se refleja ineludiblemente la conciencia que la Iglesia -y las
comunidades eclesiales- tienen de sí mismas). No se pretende aportar
recetas o soluciones cómodas, sino señalar una de las raíces del marco
en el que hoy se plantea la propuesta vocacional y a la vez aportar
motivos para valorar la dignidad de esa propuesta vocacional cristiana.
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1.- Las paredes de un mundo increyente y pagano
Uno de los fenómenos más sorprendentes e inesperados que han
obligado a repensar nuestro actual escenario social ha sido la irrupción
del paganismo, entendido como sensibilidad religiosa y ritual. Es
obvio que no puede ser absolutizado como fenómeno capaz de explicarlo todo. Pero es igualmente evidente que resulta necesario como
clave para entender y explicar numerosas prácticas de comportamiento (especialmente entre las nuevas generaciones) así como la evolución
de las sensibilidades sociales. Este paganismo va de la mano junto con
una increencia que no deja de arraigar en muchas mentes y corazones.
Esta (nada más que aparente) paradoja debe ser explicitada para poder
captar mejor la efervescencia actual del paganismo y las dificultades
que plantea a la plausibilidad de la idea de vocación.
El proceso de descristianización y de secularización es considerado como una de las líneas características de la modernidad. Este
punto, tan conocido y comentado, no será objeto aquí más que de una
breve referencia para destacar un aspecto central de cara a nuestra
exposición: su progresiva radicalización en la difuminación del horizonte de la interpelación. El alejamiento respecto a las Iglesias y sus
modos de institucionalización se va transformando en distancia res-
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pecto al cristianismo y a su idea de revelación, que tiene como sujeto
a un Dios personal. Esta dinámica conduce a una marginación o alejamiento de Dios hasta llegar a su negación (deísmo, agnosticismo,
ateísmo). ¿Quién podrá ser entonces origen de la llamada?
Acusada y rechazada la Iglesia, superado y reinterpretado el cristianismo, relegado y marginado Dios, al hombre le queda el mundo, la
naturaleza, el cosmos, que está a su disposición para orientarlo a la utilidad y al disfrute del hombre mediante la ciencia y la ténica. Un texto,
escasamente citado, del Discurso del método (1637) de Descartes
muestra que esta perspectiva se encontraba como aspiración y deseo en
los albores de la modernidad: "conociendo la fuerza y las acciones del
fuego , del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los
demás cuerpos que nos rodean ... podríamos aprovecharlas ... y de esta
suerte hacernos como dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual es
muy de desear, no sólo porque se pueden inventar infinidad de artefactos que nos permitirían gozar sin ningun trabajo de los frutos de la
tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino también principalmente por la conservación de la salud, que es sin duda el primer
bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida... Podríamos
librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del
espíritu, y hasta quizás de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviéramos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios de
que la naturaleza nos ha provisto".
Dentro de esta lógica y de estos objetivos resulta comprensible
que el hombre moderno se vaya afirmando progresivamente como
adulto, emancipado y autónomo. Por ello la Iglesia, que vive de una
revelación positiva e histórica, acabará siendo la figura maldita.
¿Cómo puede arrogarse la pretensión de representar a un Dios que
llama e interpela? ¿No significa ello la negación de la libertad y la
represión de los deseos humanos? El rechazo de los mediadores de la
transcendencia, y en último término la despersonalización de Dios en
lo divino, abocó a una indiferencia religiosa que podía convertirse en
increencia: aquella situación en la que el desinterés por la fe no produce ni siquiera el dolor de una ausencia o la llaga de una carencia (lo
que hay es el mundo y eso basta).
Progresivamente esta razón y estas pretensiones fueron sentadas
en el banquillo de los acusados porque su voluntad de dominio gene-
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raba violencia, exclusión, víctimas. Marx, Nietzsche, Freud pusieron la
llama de la sospecha contra un proyecto histórico que tanto había ilusionado. ¿A dónde condujo este nuevo modo de valorar la realidad?
¿No debía ser condenada también por su exceso de pretensiones? Nos
interesa mencionar dos derivaciones de este proceso que conducen
directamente a la aparición de un nuevo protagonista inesperado, el
paganismo.
Por un lado la deslegitimación del proceso de modernidad, la percepción de que no hay fundamento ni meta, de que no hay nada sólido
ni consistente conduce sin más al nihilismo y a la postmodernidad (en
el caso de que se pueda distinguir entre ambos). El hombre se había
clausurado en el interior de las paredes del mundo, que en el fondo es
un reducto de cosas y objetos inertes, prácticamente un entramado de
nadas. ¿No se dejaban con ello demasiados elementos importantes
fuera del campo de la experiencia?, ¿se podía agotar en las simples
cosas las energías incontrolables que nos envuelven, el empuje arrollador de la vida, el deseo de entrar en contacto con una naturaleza que
nos penetra y nos desborda?, ¿no hay más allá de la pura razón y de la
simple técnica algo que en definitiva interesa también al hombre?,
¿podría suceder tal vez que eso fuera lo que más le importa porque le
seduce o le subyuga?
A la luz de estas preguntas podemos comprender el sentido del
"retorno de lo sagrado", de la "vuelta de lo religioso", de la atracción
de lo místico o de lo esotérico. Este dato, del que los sociólogos empezaron a tomar nota a partir de los setenta, significó una sorpresa, una
irrupción imprevista. La secularización no se convertiría en el escenario de la vida colectiva. El dolor y la carencia mencionadas exigían una
compensación: la experiencia de lo sagrado. Los sociólogos intentaron
comprender la inflexión de la sensibilidad social distinguiendo entre
una secularización fuerte y una secularización débil. La explicación
más adecuada sin embargo debe verse a otro nivel: la marginación de
las instituciones tradicionales de carácter religioso había dejado en
libertad dosis inmensas de material simbólico que estaban a la espera
de ser utilizadas por el conjunto de los ciudadanos. Y éstos lo van a utilizar con la mentalidad en la que iban creciendo: como clientes y consumidores que buscaban una religión a la carta desde el criterio de la
utilidad, de la satisfacción de sus necesidades individuales y grupales.
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El hecho religioso, por tanto, no desaparecía, si bien experimentaba
desplazamiento notables.
La cuestión decisiva para interpretar la situación consiste ahora
en la identificación de esa dimensión sagrada, de esa experiencia religiosa. A nuestro juicio puede ser considerada como pagana. Se trata de
una auténtica religiosidad, pero de impronta pagana. Para valorar adecuadamente el fenómeno se debe renunciar a equiparar religión con
cristianismo. No podemos negar que la delimitación y la precisión de
ese paganismo requeriría más amplios desarrollos. Pero a la luz de lo
que venimos diciendo (y de lo que explicitaremos más adelante) conviene establecer desde el principio un criterio de demarcación: el cristianismo existe como prolongación y actualización de un acontecimiento histórico, lo que exige la admisión de un Dios personal y de
personas humanas interpeladas y responsabilizadas por la iniciativa de
ese Dios. El paganismo, por el contrario, vive de una realidad (o de una
dimensión) sagrada que es anónima, impersonal, difusa, con la cual
resulta imposible la reciprocidad y la alianza (no puede haber por ello
espacio para la vocación en sentido cristiano).
A este respecto resulta significativa una doble constatación. En
primer lugar resulta patente la reaparición de lo sagrado en el lenguaje
y en la problemática de la filosofía española. Bajo formas diversas ciertamente, pero E. Trías, F. Savater, J. Sádaba, J. A. Marina se proclaman
expresamente no cristianos (en el sentido como lo entiende la Iglesia, al
menos), rechazan como contradictoria la existencia de un Dios personal, y sin embargo enfatizan la importancia de lo sagrado y de la religión. Pueden por ello designarse incluso "ateos religiosos". Con nitidez
lo repite Savater en el último de sus libros El valor de elegir: "Cada
símbolo práctico de la vida deseable es un vínculo social, una 'religión'.
Ningún ser simbólico ... puede vivir sin religión, sin religiones", pues en
definitiva el hombre necesita "alguna forma de culto".
Por otro lado, a la luz de este presupuesto, podemos comprender
que haya autores que se confiesan con orgullo paganos, precisamente
en cuanto no cristianos pero religiosos. Se podrían buscar raíces y
antecedentes en filósofos como Schelling (en sus primeros estadios) o
en poetas como A. Rimbaud, y de modo menos expreso en otros artistas y literatos. A veces en tono polémico (Rimbaud) y a veces como
mera recuperación de la inocencia y originariedad de la naturaleza
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
(Schelling). De modo paradigmático merece especial menc10n F.
Nietzsche, con su profesión de fe dionisíaca. En tiempos más recientes
esta actitud ha encontrado portavoces más conscientes y reiterativos
(L. A. de Villena, F. Sánchez Dragó, L. Etxebarría). Cuando el lenguaje teológico había renunciado a tales términos por considerarlos peyorativos, debe valorarse en todo su alcance provocador y polémico una
reivindicación tan llamativa. Como reflejo consciente de esta evolución no han faltado obispos y teólogos que se han planteado la posibilidad de que Europa se vaya haciendo pagana 1.
Esta nueva sensibilidad se expresa en numerosas prácticas sociales (celebración, rito, culto al cuerpo, música, arte ... ) que acompañan
la experiencia de las generaciones jóvenes sobre todo en el espacio de
la noche y del fin de semana. Los intelectuales mencionados no hablan
a nivel teórico de hipótesis extrañas. Recogen las resonancias de un
estilo de vida, de unas pautas de comportamiento, de un horizonte existencial, de un modo de insertarse en la realidad. Narran y cuentan el
devenir de una civilización. El absurdo, el tedio, la soledad, el sinsentido, la náusea, la nada, la desesperación, la insustancialidad, la falta
de identidad, el oscurecimiento de la esperanza, la imposibilidad de la
comunicación, la fragilidad del amor, la inconsistencia de las promesas, la intemperie y la desnudez, la prepotencia del poder, el choque
con los intereses descarnados, la amenaza ecológica, el aumento de la
pobreza, la marginación de continentes enteros ... dificulta la configuración de un proyecto que garantice la armonía y la felicidad de todos
y de cada uno. El hombre, que se había instalado con tanta satisfacción
en el mundo, descubre que ese mundo posee unas paredes que le estrechan y le coartan, que obstaculizan la realización de lo que había sido
un bello sueño. Dentro de las paredes del mundo el hombre está solo.
No obstante posee muchos recursos, muchas posibilidades de disfrute
y de consumo, pues siempre le queda la experiencia de una Naturaleza inagotable y las energías de una Vida que continuamente despliega
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1 Un
desarrollo más amplio, con datos y referencias bibliográficas lo hemos expuesto en España entre cristianismo y paganismo (San Pablo, Madrid 2002), desarrollos más
concretos sobre el escenario de la literatura española actual, especialmente novelística, lo
hemos presentado en w conciencia trágica en/de la novela española actual, Burgense 43
(2002) 151-178 y Dios en la actual novela española, , en J. L .Cabria-J. Sánchez-Gey, Dios
en el pensamiento hispano del siglo XX (Sígueme, Salamanca 2002) 491-5 14.
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formas seductoras y atrayentes. ¿No serán la Vida y la Naturaleza la
fuente de la existencia, el manantial de toda experiencia, la garantía de
un placer que permanentemente se renueva?
Por esta vía se desemboca en el paganismo como posibilidad de
vida colmada. Se podrían enumerar máscaras diversas de ese paganismo que retoma con la pujanza y la seducción de la sociedad de consumo y de producción. Se puede hablar (valga la expresión) de un "paganismo no religioso" cuando se recupera la naturaleza en su inocencia
originaria como punto de referencia de una vida equilibrada y armoniosa, liberada de la corrupción a la que la condujo el cristianismo con
la idea de pecado. En este sentido el retomo a los griegos, por paganos,
se convierte en ideal de humanización.
Pero mayor interés ofrece desde nuestro punto de vista el paganismo religioso. Los dioses son constituidos como tales cuando se convierten en objetos a los que se está dispuesto a consagrar la propia existencia, ante los que se está dispuesto a ofrecer sacrificios porque se
espera que de allí proceda la salvación o la plenitud. Resulta sorprendente constatar la frecuencia con la que la novelística española actual
recurre a términos de procedencia religiosa y cristiana para designar
experiencias que en realidad son paganas. Dentro de esta lógica se
puede convertir en realidad sagrada la raza (como en muchos nacionalismos), el poder absoluto (como en el nazismo, con acentos raciales y
telúricos), la naturaleza y el cosmos entendidos como el útero materno
del que todo procede (y que se manifiesta en algunas corrientes feministas y ecologistas), incluso el liberalismo de tinte económico (que
deposita toda la esperanza en el dios mercado o en el dios dinero) ...
Especial mención merece el paganismo dionisíaco por sus masivas manifestaciones en el escenario de la vida social. El dios Dionisio
era el inventor del vino (lo único que permite olvidar las penas de la
existencia) y por ello es ensalzado y seguido como el dios de la fiesta,
de la borrachera, de la danza, de la música, de la orgía, del exceso, del
desenfreno ... hasta el punto de permitir salir de la propia conciencia
para integrarse en una totalidad suprapersonal en la que ya no hay
sufrimiento ni dolor pues se ha producido la fusión con el ritmo de la
vida o con la plenitud de la naturaleza. Por eso Dionisio será ensalzado como el dios esperado, como el dios del futuro, por parte de algunos autores que ya en el siglo XVIII comenzaban a experimentar el
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
desengaño de la modernidad. Dionisia aportaría una alternativa, otra
posibilidad de experiencia. Nietzsche ha sido su portavoz más cualificado, pues a ello consagró su vida entera con la pasión de quien introduce una nueva religión o un modo nuevo de ser religioso. El mismo
advirtió que su mensaje era temprano y prematuro, que anunciaba lo
que iba a suceder dos siglos después. ¿No podemos considerar como
el reino de Dionisia la exaltación del carnaval, la excitación del sexo,
la estimulación de las drogas para poder mantener los sentidos despiertos a lo largo de todo el fin de semana, determinados festivales o
conciertos ... ? El sendero del exceso permite acceder a lo suprasensible,
a lo auténticamente divino, a lo inmortal. Ya había dicho Flaubert que
se puede ser místico aunque no se crea en nada. Hay males en la vida
y en el mundo. Pero eso no es razón para condenarlos sino un aguijón
para celebrarlos y disfrutarlos. Y ello se hace con ritos que significan
una consagración y una iniciación. Los ejemplos concretos podrían
multiplicarse porque forman parte de la cotidianeidad de muchos adolescentes y jóvenes que tratan de compensar el necesario sometimiento al orden, a la disciplina, al estudio, al trabajo.
Por la vía de la increencia o del paganismo en último término el
hombre se encuentra sin interpelación. Pueden llegar resonancias del
ritmo de la Naturaleza o ecos del fluir de la Vida o estímulos de la fuerza del Deseo o exigencias de las necesidades del Instinto. Pero no
podrá resonar un voz personal que atraviese las paredes del mundo o
que dé rostro a lo sagrado. En ocasiones -como en la reflexión éticaresulta inevitable hablar de la voz de la conciencia. ¿Quién pronuncia
en el fondo esa voz? En último término (basta leer a Trías, Savater o
Victoria Camps) todo proviene del mismo hombre, de su lenguaje o de
sus capacidades simbólicas. Rodeado de lo impersonal y de lo anónimo no hay espacio para un Dios personal. Y por ello resulta tan difícil
que se pueda hablar de vocación tal como lo entiende la teología y la
espiritualidad cristiana.
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2.- La vocación en la encrucijada de nuestra civilización
Los posibles destinatarios de la interpelación vocacional, aún formados cristianamente, arrastran consigo numerosos elementos de esa
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lógica que tan estrechamente conjuga la increencia con el paganismo.
Por ello hay que ser consciente de sus dificultades para captar la melodía genuina de la vocación. Pero a la vez hay que ser cuidadosos en el
discernimiento evitando condenas o descalificaciones apresuradas o
genéricas. No se puede negar la bondad de la vida y de la naturaleza y
de los productos que la capacidad humana puede generar. Conviene
por ello precisar el punto exacto en el que se genera el desencuentro:
en el momento en que se absolutizan y son considerados y venerados
idolátricamente con actitud de consumidor que se somete a ellos para
utilizarlos mágicamente como fuentes seguras de salvación o de plenitud. Porque ello acaba degradando y ofendiendo al ser humano.
Conviene precisar esa dinámica de degradación para comprender
que el sentido de la vocación adquiere más relieve desde esa línea en
la que la fe cristiana se contrapone como alternativa a la actitud pagana (con su prehistoria de increencia). La vocación es la perspectiva
desde la que mejor se puede contemplar el alcance de lo que significa
no ser pagano (ni increyente), es decir, la negación de que la naturaleza se baste a sí misma y de que por esa vía sea posible la auto-redención. En consecuencia quien hable de vocación o quien se considere
destinatario de una vocación específica debe asumir la enorme responsabilidad de lo que está en juego, es decir, el testimonio de que ni la
naturaleza ni la vida se pueden reducir a las estrechas paredes del
mundo que experimentamos, que nos acoge y - al final de modo inevitable- nos oprime y nos absorbe. Ello ha de alimentar la convicción de
la dignidad de la propia identidad porque - aún en medio de incomprensiones y perplejidades- aporta al mundo un modo de existencia sin
la cual todo quedaría reducido a física y química, a biología, zoología
o sicología.
Estas reflexiones o afirmaciones, que pueden parecer solemnes o
transcendentes, no deben ser entendidas como elucubración filosófica
tan sólo. En ello está implicado el modo como nos comprendemos a
nosotros mismos y, en consecuencia, el modo de valorar a los otros y
de relacionarnos con ellos. En la idea de persona en último término se
juega la distinción entre el paganismo y el cristianismo. Vamos amencionar los tres núcleos que consideramos centrales en esta confrontación, haciendo observar que sólo se podrán desbloquear si realmente
se reconoce el espacio para la vocación/interpelación.
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
1.- La experiencia pagana destruye o difumina la experiencia de
la historia y por ello del hombre como ser histórico. El proyecto humano no puede ser desplegado más que hasta donde lo permite la biología o la sicología. Esta limitación se acentúa en la perspectiva dionisíaca, donde todo está dominado por el ciclo de las estaciones o por el
proceso de la fertilidad. Todo devenir no será más que el eterno retorno de lo mismo: la fuerza arrasadora del fluir de la Vida destruye,
absorbe y disuelve todas las particularidades e individualidades para
manifestarse con otras formas e imágenes. Por ello resulta tan atrayente la renuncia a la responsabilidad o la comprensión de la libertad
como un juego. En realidad es muy opaca o estrecha la novedad que
pueda despertar y orientar la esperanza. Desde el principio la suerte
está echada. El hombre, juguete de fuerzas poderosas, existe para jugar
o para que algo anónimo e impersonal juegue con él y por él.
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2.- Es lógico por ello que el ser humano individual pierda su
nombre propio y único, irrepetible y personal. Nadie le ha llamada a la
existencia y nadie le espera cuando se clausuren los procesos bioquímicos que le mantienen en la existencia sensible. Mezcla de elementos
cósmicos que se fusionan y se disuelven, protuberancia de una energía
cósmica en evolución, producto azaroso del encuentro de dos cuerpos,
no podrá escuchar una voz que le esperaba desde antes de su existencia temporal y que por ello le acoge con amor de cara a un diálogo, trágico o dramático, pero cargado de responsabilidad. El nombre con que
se le designa no pasa de ser una máscara o una añadidura accidental,
pues está condenado a una desaparición que no dejará más que ecos o
resonancias cósmicas e impersonales.
3.- Las consecuencias más patentes y clamorosas de esta actitud
repercuten en la valoración de las víctimas y de los débiles, de los discapacitados y los agonizantes, de los enfermos y de los ancianos, en
definitiva de los crucificados. Resulta difícil encontrar argumentos
para afirmar que son más que naturaleza deteriorada, mecanismo averiado o materia degradada. Aquellos que ni producen ni consumen, que
ni pueden gozar ni aportar placer, fácilmente quedan catalogados como
in-útiles o in-cómodos Tanto la increencia moderna como el paganismo postmoderno, precisamente en su triunfo y en su gloria, acaban
siendo despiadados e inmisericordes, Más allá de las estrategias justificatorias o de los tópicos políticamente correctos hay muchos indicios
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que permitirían denunciar el cinismo y la hipocresía de la opinión
pública y de su intención por ocultar lo deforme, lo antiestético, lo
viejo, lo decrépito, lo deteriorado. ¿No merecen éstos al menos que
una voz personal se dirija a ellos cuando no sirven para nada, precisamente porque son molestos para la mayoría?, ¿no quedaría degradada
la dignidad humana si se resigna a olvidar a las víctimas?
3.- El horizonte de la vocación
El tema vocacional por tanto no puede plantearse como una cuestión directamente pastoral. Lleva consigo el tema de la presencia y la
significación del hecho cristiano precisamente en este mundo marcado
por las coordenadas que hemos esbozado. De ahí que la pastoral vocacional debe enraizarse en los núcleos centrales del debate y de la realidad de la que los vocacionados son testigos y responsables: la posibilidad de una relación con un Dios personal en el seno de nuestra historia. El tema vocacional se convierte por ello en cuestión exquisitamente teológica y a la vez ontológica.
Tarea previa irrenunciable, condición de posibilidad de todo lo
demás, es abrir o introducir una fisura en el marco al que se remiten la
increencia y el paganismo. No se trata sólo de demostrar la existencia
de Dios sino de intentar mostrar al Dios digno de credibilidad, digno
de existir, en la medida en que dignifica al hombre como persona. Sin
legitimar este presupuesto ante la razón y ante el corazón no resultará
plausible y comprensible el lenguaje de la vocación. La idea de una
revelación sólo adquiere consistencia en la medida en que se manifiesta alguien que llama porque necesita al ser humano y lo hace existir como protagonista responsable y amado.
La reflexión contemporánea ha señalado algunas vías que merecen ser mencionadas: convertir la mirada del hombre para que capte la
primacía de un Don que hace al hombre descubrirse como recibido,
regalado; el exceso del don cuando introduce una desmesura que desborda la legalidad de las leyes sicológicas y sociológicas (la capacidad
de perdonar realmente como algo improbable que rompe la lógica de
las apetencias naturales del deseo); el lujo de la bondad que renuncia a
convertirse en prolongador del mal que a uno le envuelve (resistirse a
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
la tendencia natural a trasmitir al prójimo el billete falso que uno
mismo ha recibido); la mirada del otro que en su menesterosidad se
dirige a mí haciéndome rehén de su necesidad y que por ello remite al
Otro que se insinúa desde la transcendencia; el clamor de las víctimas
que reivindica una reparación y por ello vive de la nostalgia del totalmente Otro; el huésped desconocido que en nuestro interior mantiene
viva la esperanza y la capacidad de rebasar los límites humanos y la
aspiración a lo absoluto y lo definitivo ...
Este Dios así mostrado o experimentado es personal porque se
dirije a la criatura humana "necesitándola" y por ello llamándola como
protagonista y como mediador de cara a la realización de un proyecto
improbable desde los simples datos de la naturaleza cósmica o de la
vida biológica o de las experiencias simbólicas. La existencia de este
Dios, es la idea que pretendemos resaltar, se hace presente llamando (y
por ello enviando, encargando una tarea y una misión). Toda vocación
concreta y singular debe acontecer en el seno de esta convocatoria previa y radical (por eso podremos decir que toda vocación cristiana es
constitutivamente eclesial).
Es comprensible por ello que toda la revelación bíblica se despliegue históricamente sobre la base de la dialéctica de la vocación. Es
patente en el caso de Abraham. Y es igualmente claro en el caso de
Israel. Dios es el creador del pueblo (Is 43,1.21; 44,2.21.24; 45,11) porque lo ha elegido llamándolo para que exista con una misión de testimonio entre las naciones. Es importante recordar que es esa vocación/misión la que constituye a Israel como un pueblo peculiar, con su
identidad intransferible (Dt 7,6; 10,14-16; 14,2). El qehal es tan central
en la vida de Israel porque lo identifica permanentemente como la comunidad convocada (Dt 4,9-13; 9,10; 18,16; 23,2; 31,30). Las asambleas
fundantes van acompañando la histo1ia del pueblo: en el Sinaí tras el
gozo de la liberación (Ex 19-20), en Siquén tras entrar en la tierra prometida (Jos 24,1-28), en Jerusalén para la dedicación del templo (2Cr 58), tras el retomo del exilio (Ne 8-10). En todos esos momentos lo decisivo no es que los miembros del pueblo se encuentren reunidos sino que
han sido convocados por Yahvé: ha sido llamados y han respondido, es
decir, el don recibido ha sido experimentado como vocación.
La misma lógica se mantiene (enriquecida trinitariamente) en el
Nuevo Testamento respecto a la Iglesia. Su mismo nombre, ekklesía, la
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identifica como tal: es la asamblea de los que han sido convocados, es
decir, han respondido a la vocación de responsabilizarse, de prolongar
en el mundo el regalo de la comunión trinitaria. Si la Iglesia es la llamada y elegida, es comprensible que los cristianos se vean a sí mismos
como "llamados" (lCor 1,9.24.26; Ef 2,19; 3,6; Ap 17,14) y que el
Dios del evangelio sea designado "el Dios que llama" ( 1Tes 2, 12; Gal
5,8). Esa conciencia de llamada se remonta hasta la eternidad del amor
insondable y originario de Dios, que desde siempre ha predestinado,
conocido, justificado, glorificado a cada uno de los seres humanos (Ef
1; Rm 8,28-30), a cada uno por su nombre. Pablo, como apóstol, ve su
identidad y su ministerio radicado en que ha sido llamado por Jesucristo (Rm 1,6).
La llamada de Dios, el don entregado, es tan decisivo y fundamental que importan poco las cualidades personales (Abraham por
ejemplo carecía de hijos) y tampoco garantiza la moralidad intachable
de su destinatario (como muestra la biografía del mismo Abraham). Es
hecho de gracia, que desborda lo que la naturaleza o la vida puede
aportar en virtud de su legalidad física o biológica. Cada uno es llamado desde sus condiciones y circunstancias pero de modo tal que
quede claro que es siempre y solo Dios el que da fuerza y sentido a la
llamada. La llamada particular acontece siempre en un contexto comunitario, en un sujeto comunitario, porque el proyecto a realizar se ha de
llevar adelante en la publicidad de la historia. Las llamadas individuales por tanto no se superponen a la elección de Israel o de la Iglesia
sino que se sitúan en su interior y en continuidad con la motivación de
la llamada inicial de un pueblo. Tal vez habría que decir de modo más
preciso: cada llamada individual es edificación y construcción de la
Iglesia. La doctrina y la realidad de los carismas avala y justifica esta
afirmación. Y por ello resulta comprensible que las comunidades cristianas y sus dirigentes eligen y llaman cuando hay que distribuir tareas
y competencias y que lo remitan a Dios en cuanto esa vocación es vista
como un gesto de fidelidad a la tarea que debe cumplir la ekklesía
como tal (cf. Hech 6,3.6; 13,1).
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
4.- Sentido de la vocación personal
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A la luz de lo dicho resulta comprensible la dificultad que muchos
jóvenes pueden experimentar ante la novedad de la vocación pues les
habla de otro mundo (de otra lógica) y asimismo de los obstáculos que
deben superar para hacer posible que la dinámica de la vocación se desarrolle. Podemos hablar de "otro mundo" no para designar un mundo
distinto sino para referirnos a otro modo de contemplar la realidad y de
situarse en él. Pensemos, por ejemplo, en una vocación a la vida contemplativa, que se apoya en el silencio y en el recogimiento. Resultará
ardua la tarea de acceder a ese mundo (a esa nueva lógica) cuando se
procede de un mundo saturado de imágenes, de ruidos, de músicas, de
noticias, de informaciones, de solicitaciones, de estímulos que tienden
a la dispersión y a la disgregación de la propia interioridad.
Desde este punto de vista se puede entender que la vocación es
necesariamente un proceso de conversión (de cambiar de camino, de
emprender un sendero distinto) y de ascesis (hasta lograr que la llamada/vocación consiga ser el centro unificador de la persona). El destinatario de la vocación es inicialmente un hombre natural (en este sentido "pagano") que debe afrontar el esfuerzo de hacerse cristiano y de
hacerse cristiano con un ministerio y un servicio concreto. Se trata por
ello de un proceso de personalización en el sentido más noble de la
palabra. Se requiere tiempo y la conciencia del milagro que se esta produciendo en el seno de nuestro mundo: podríamos decir (por utilizar la
expresión de Simone Weil) que el peso de la naturaleza debe ser elevado hasta el nivel de la gracia. La, pesanteur et la grace van a constituir la dialéctica de toda vocación.
Ello significa, a la hora del discernimiento y de la educación, que
se debe situar en su justo sentido el momento y la intención de la conversión. Se trata efectivamente de la opción entre dos mundos. Pero
debe evitarse que ese paso se viva con la actitud de la huída y de la
condena. No podemos ser ingenuos a la hora de evaluar las consecuencias negativas a las que puede conducir la lógica de un naturalismo pagano. Pero tampoco podemos olvidar que la naturaleza es buena
e inocente tal como salió de las manos de Dios. Por eso todo ser humano es imagen de Dios. Y también los paganos son consiguientemente
hijos de Dios. En las prácticas paganas se pueden descubrir (como en
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los misterios paganos del período de los Santos Padres) ecos y resonancias de las aspiraciones religiones genuinas del espíritu humano.
También en el talante de la increencia (en la línea de lo que el Vaticano II afirmaba acerca del ateísmo) se puede percibir la reacción polémica frente a unas pretensiones clericales desmesuradas o frente a una
desvalorización indebida de las realidades mundanas o de las posibilidades de la razón y del saber humano. Como sucede en cada uno de
nosotros, la miseria que producimos no ha de ocultar la grandeza que
nos constituye. Siempre aletea en el ser humano una dignidad originaria que ofrecerá resistencia ante los poderes diabólicos que se enmascaran como obsesión del tener, del saber, del disfrutar, del dominar.
Quien recibe la vocación no es por tanto alguien que huye del
mundo para actuar contra el mundo, maldiciendo con actitud acusadora. La vocación no es contra nadie sino en favor de todos, con una
amplitud de perspectiva tan grande como lo es la mirada de Dios. El
significado radical de la Pascua, que debe alimentar toda vocación
cristiana, ofrece la razón y el presupuesto: el Padre no resucita al Hijo
contra quienes lo habían asesinado o abandonado sino a favor de todos.
Con esta misma actitud, precisamente en un mundo que oscila entre la
seducción de la increencia y la atracción del paganismo, la vocación
encierra un componente radical de des-privatización: no es un asunto
privado entre él y el Dios que le llama, sino que es una invitación a
actuar de modo vicario y representativo: acoge y asume su llamada en
nombre de los demás porque va a ser enviado a favor de todos. Esta
actitud des-privatizadora es una expresión de la responsabilidad que
implica toda llamada y toda respuesta.
La vocación no es ni un gusto ni un capricho ni una satisfacción
sino la entrega de la existencia ante una tarea que se asume como "destino" y con temor y temblor. Es la experiencia propia de los profetas
que vivían la desestabilización de un cambio de vida que no iba a ser
fácil ni cómodo. O la del apóstol Pablo, que se sentía empujado por la
fuerza de un Evangelio que buscaba abrirse camino en un mundo poco
proclive a aceptarlo (y por ello exclama "¡ay de mí si no evangelizara!"). Ni la inquietud de la desestabilización ni la fatalidad del destino
son sin embargo la última palabra o la actitud decisiva, sino la confianza filial de Jesús cuando, tras ser llamado desde la eternidad para
ser enviado al mundo, responde: "aquí estoy para cumplir con fideli-
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
dad la tarea encomendada" (cf. Hebr 10,5ss). No es por ello cuestión
de mérito o de conquista sino de fidelidad, de fidelidad a la llamada
que hace persona.
La vocación sólo puede recibir su savia y su alimento de una espiritualidad estrictamente teológica y por ello trinitaria. Sólo dentro de la
lógica de la revelación trinitaria pueden adquirir horizonte y alcance las
cosas que se hacen. Estas se agotan o se absolutizan si no son insertadas en el designio del Dios que se revela llamando y enviando. La vocación no llama por principio a hacer más cosas sino a hacerlas de otro
modo. El mismo seguimiento de Cristo no desvela toda su originalidad
más que cuando va siendo descubie1to y vivido desde la actitud radical
de la filiación que le caracteriza como confianza plena en el Padre y
como alegría en el Espíritu. Ello hará que la vocación no sea experimentada como profesión sino como testimonio. Desde este horizonte
teológico se encuentra el nombre que caracteriza a cada uno, la esperanza que hace posible la historia y la solidaridad con los crucificados.
El servicio y la gratuidad características de la vocación cristiana se
sustraen a los criterios de la efectividad y de sensibilidad propias del
mundo moderno o del mundo pagano, y por ello se insertan como un
aguijón en la comodidad satisfecha de la sociedad burguesa (de la que
en no pocas ocasiones se deja contagiar también la comunidad eclesial).
La gratuidad acompaña siempre a la vocación cristiana porque de hecho
la constituye: lo que se ha recibido gratis debe ser entregado gratis.
La vocación, que es respuesta al proyecto de Dios sobre la humanidad y a la vez fuerza personalizadora de los sujetos individuales, permitirá traducir como desarrollo humano lo que es considerado como
"negación" o "renuncia" al margen de la espiritualidad indicada. Especialmente en el caso de los votos se hace patente esta dialéctica. No
puede sorprender (pero debe ser cuidadosamente pensado) que surge
espontáneamente un rechazo ante la vida en pobreza, castidad y obediencia incluso por parte de jóvenes con sensibilidad cristiana. Pueden
admirar a los hombres y mujeres que se han decidido a asumirlos como
parte de la propia vida. Pero son muchos los factores que les impiden
seguir ese camino. Porque ahí se condensa la ruptura con los ídolos de
la cultura actual: poseer y gozar conforme al propio arbitrio se ha convertido en la divisa de la generación educada como protagonista y víctima de la actual civilización. Resulta por ello excesiva la pretensión
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de una vocación consagrada. Esa desmesura, ese exceso, es lo característico de la vocación, el signo que en la actualidad debe ser ofrecido,
porque es la única fuerza capaz de mostrar la fragilidad de los ídolos
que se consideran omnipotentes e intocables.
El lenguaje sobre la vocación, como hemos comprobado, atrae
fácilmente términos y conceptos solemnes y hasta grandilocuentes,
que parecen perderse en la retórica o en la metafísica. Desde nuestro
punto de vista esas referencias no sólo son necesarias sino que dignifican la vocación. Pero no podemos olvidar que consiste igualmente en
una experiencia de alegría producida por un encuentro personal. De
modo general podemos afirmar que la fe es ante todo experiencia de
alegría, como se constata en los testimonios neotestamentarios. En el
ámbito de la fe no puede dejar de suscitar alegría la modulación con la
que el bautizado puede vivir su vocación cristiana en cuanto presbítero o consagrado. Esa alegría ha ser por tanto criterio de discernimiento: porque es signo de una relación auténtica con el Dios que llama, de
la disponibilidad para servir a la comunidad eclesial en la que vive,
porque explicita la satisfacción de aportar a nuestro mundo una dignidad humana de la que en caso contrario se vería privada.
Los formadores deben ser conscientes de su responsabilidad en el
desarrollo de la vocación. Su función merece ser valorada aún con
mayor intensidad porque los tiempos son difíciles y porque deben conjugar en armonía elementos y perspectivas diversos: cuidar una vocación como alternativa a la civilización sin que ello genere actitud de
huída o de desprecio; situar la vocación como confrontación con la
lógica idolátrica del paganismo sin que ello altere la humilde experiencia de la alegría; resaltar la dignidad humana del bautizado que
asume un ministerio especial sin que ello genere prepotencia o soberbia respecto a los de fuera; insistir en el carácter teológico y trinitario
de la espiritualidad sin que ello perjudique la solidaridad con los necesitados y crucificados ... Los formadores deben ser no sólo testigos sino
también conocedores lúcidos de las encrucijadas del momento y capaces de discernir e interpretar con los recursos del teólogo y del maestro espiritual. La designación, preparación, formación permanente,
apoyo efectivo y afectivo deben ser actitudes básicas de la comunidad
eclesial hacia los encargados de la formación o de la pastoral y promoción vocacional.
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La vocación en un contexto de increencia y de paganismo
Porque los formadores realizan su tarea no en nombre propio sino
en el de toda la comunidad eclesial (especialmente si se piensa a nivel
diocesano). Y es la iglesia concreta la responsable radical. Esta responsabilidad debe aflorar en su conciencia y en sus actitudes porque la
vocación - a la luz de lo que hemos indicado- es palabra primera en
su identidad y en su misión. Es ella, la Iglesia en lo concreto, la llamada por antonomasia. Es imprescindible por ello en primer lugar que
este aspecto aflore en el lenguaje y en las expresiones para que pueda
pasar también a sus actitudes y a sus actividades, a sus planes, programas y proyectos pastorales. Si la propia identidad como llamada es la
fuente de la alegría fundante y del testimonio que aporta al mundo,
entonces surgirá espontáneamente la interpelación dirigida a algunos
de sus miembros a fin de que asuman determinadas funciones o ministerios o de que desarrollen carismas específicos esenciales para que el
rostro de la iglesia concreta sea más equilibrado y armonioso.
Una de las carencias más frecuentemente detectadas y denunciadas en la situación vocacional es la ausencia de interpelación de oferta vocacional. La acción de Dios en la historia acontece en el ámbito
humano a través de mediadores. La llamada de Dios se hace realidad
también gracias a la mediación de personas concretas. En numerosas
ocasiones, más allá de la retórica colectiva o de las oraciones individuales, se produce la inhibición de quienes de hecho se encuentran en
condiciones de lanzar la interpelación. Parecería que también en el
ámbito eclesial existen ámbitos acostumbrados a vivir sans appel.
Pueden ser muchas las razones y las causas. Pero sin duda todas ellas
se remiten a la escasa conciencia de constituir realmente una Iglesia,
una asamblea de llamados y que por ello deben desarrollar en su propio seno la dinámica de la llamada, de la vocación.
Sólo desde este presupuesto la vocación podrá pasar al centro de
la vida eclesial y sólo desde la experiencia vivida de la fuerza de la llamada la Iglesia podrá descubrirse a sí misma bajo la Palabra de un
Dios que la ha creado como alternativa existencial a la increencia y al
paganismo. La dignidad de la vocación se manifiesta, en resumen, porque se sitúa allí donde el acontecimiento cristiano ha de mostrar su
alternativa frente a la ideología dominante y allí donde se fundamenta
la dignidad misma de la Iglesia.
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