Javier Hernández-Pacheco
JORGE MANRIQUE, GARCILASO, QUEVEDO:
SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
En: Comentarios de Textos Literarios Hispánicos. Homenaje a Miguel Ángel
Garrido. Eds. Esteban Torre y José Luis García Barrientos. Madrid: Síntesis.
1997. ISBN: 84-7738-345-6. Págs. 245-257
ABSTRACT:
Love and death do not rhyme. They are incompatible, but come in poetry
again and again intertwined in an eternal fight, as tough each would be the counter-measure of the other. In Castilian Poetry, by Manrique seems death to have the
upper hand; by Garcilaso and Quevedo undoubtedly gains love.
Amor y muerte no riman. Son incompatibles, pero una y otra vez se mezclan
en la poesía como si uno fuera contramedida de la otra. En la poesía castellana, en
Manrique parece llevar la muerte la ventaja; en Garcilaso y Quevedo gana sin duda
el amor.
Vivimos en una cultura escindida; y una de las manifestaciones de esta escisión la encontramos en el creciente distanciamiento académico entre filología y filosofía, y de ambas respecto de la
obra de arte poética. Estamos lejos de épocas heroicas y originales
del pensamiento en las que la verdad sobre la naturaleza se expresaba en los mismos versos que servían para alabar las virtudes
guerreras de los Helenos. Que esto es grave pérdida, nadie lo discute; por más que en el afán por hacernos con parcelas incomunicables del Presupuesto, seamos los mismos académicos los culpables del proceso.
Pero no me voy a quejar, precisamente ahora que como filósofo he sido invitado a colaborar en el homenaje académico a Miguel Ángel Garrido, eminente filólogo, semiótico y teórico de la literatura. Es evidente que no se espera de mí, lego en materias filológicas, una aportación metodológicamente congruente con su
obra, ni un comentario de sus logros científicos. Más bien a alguien se le ha ocurrido, al incluirme a mí en la lista, que vale la pena un esfuerzo por reconstruir entre viejos amigos y discípulos
que con él todavía estudiamos «Letras», algo de ese discurso con
el que, sin ser otra cosa que hombres que se esforzaban por dis-
ESCRITOS VARIOS
cernir lo verdadero de lo falso, aún hablábamos, más acá de los
métodos, de la vida y de la muerte, de lo divino y lo humano.
Valga pues como homenaje a un humanista, estos apuntes en
los que se pretende recoger en algunos poemas clásicos de nuestra tradición castellana una comprensión del mundo y de la vida,
eminentemente filosófica, precisamente allí donde es más poética.
***
Dice Hegel de la obra de arte que es la manifestación sensible
de lo absoluto, y en este sentido, despliegue inteligible de lo verdadero. En esta consideración Hegel no es original, sino que recoge en lo fundamental la concepción romántica del arte y del pensamiento, en la que ―aplicando en la misma raíz el postulado de
la fusión de los géneros― se rompen los límites entre pensamiento reflexivo y expresión poética, hasta el punto de hacer a ésta
adecuada expresión de aquél. Poetas, filólogos y filósofos románticos ―sirva de muestra la hermandad intelectual entre Novalis,
Friedrich Schlegel y Schelling― enmiendan así irreversiblemente
el principio platónico-aristotélico según el cual el logos poético, al
dirigirse fundamentalmente a conmover el ánimo mediante recursos sensibles ―p.ej. ritmo, medida y rima―, no tiene como objeto
propio la verdad de ese discurso, sino, efectivamente, su eficacia
psicológica. Desde este planteamiento, el contenido lógico de la
obra poética era algo secundario en ella; y se corría peligro, cuando se hacía de esa obra poética un paradigma moral o teológico,
de convertir en guía de la razón lo que no eran sino recursos sensibles en los que se apoyaba la eficacia retórica, con la que fácilmente el arte nos hace confundir la verdad. La posibilidad de bellas obras de arte, teóricamente falsas y moralmente malas, puso
en guardia a todo el mundo clásico cristiano, que sigue a Aristóteles en este análisis, hasta el punto de que para San Agustín la pasión por el teatro, como «espectáculo» que es, es algo tan deleznable y peligroso como aficionarse al pugilato.
Son los románticos los que llaman la atención sobre algo que
la filosofía clásica sabía pero que olvidó precisamente en el análisis del arte, a saber, lo que técnicamente se denomina la conversión de los trascendentales, según la cual lo verdadero, lo bueno y
lo bello, no son sino manifestaciones de lo mismo, de la /246 unidad
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
del ser, en los distintos órdenes del discurso teórico, de la decisión
moral, o de la sensibilidad artística. Platón lo sabía. La belleza es,
dice, la más sensible de las ideas, aquello que despierta en nosotros el deseo de lo perfecto, precisamente allí donde esa perfección del ideal está intelectualmente ausente y se muestra como
un deseo de lo que no se tiene y que se ofrece, oculto aún, en la
forma de lo sensible.
Es cierto que en este modo limitado de darse, lo perfecto es
susceptible de ser malinterpretado, precisamente porque en su
forma sensible la idea se esconde más allá de su dación inmediata.
Por eso el platonismo, Aristóteles, y en general toda la patrística
cristiana posterior, ejercen sobre la belleza y las artes una verdadera filosofía de la sospecha (Por lo demás, salvo radicalismos iconoclastas, este recelo cristiano frente a la belleza sensible, es verdaderamente suave comparado con la fobia imaginera de judíos y
mahometanos; razón por la cual el cristianismo nunca ahogó la
fuente de la fecundidad artística.) Pero la raíz positiva de una
comprensión unitaria de la razón, es perfectamente recuperable, y
eso es lo que hace el romanticismo. De una forma además en la
que se toma la palabra al platonismo, allí donde éste ve el ideal
como perfección que en sí misma tiene que ser inaccesible a una
mente que en su carácter finito está insuperablemente ligada a lo
sensible. De este modo, si la belleza es un modo imperfecto de
presentarse la verdad y el bien, hemos de concluir que ése es el
modo adecuado a la imperfección de nuestra naturaleza sensible.
Y de ahí la rotunda conclusión romántica: la experiencia del arte, y
muy concretamente el logos poético, es el modo verdaderamente
humano de acceder a la contemplación de lo absoluto. No hay filosofía que pueda ser humanamente verdadera si no es al tiempo
poesía. La poesía no es entonces un estatuto menor del Logos,
sino aquél en el que el discurso humano, en su fractura metafórica
alcanza simbólicamente a decir más de lo que de hecho dice, y se
potencia entonces hasta hacerse expresión de lo divino, y de lo
que de divino hay oculto en lo humano y natural.
Los románticos llegan a esta comprensión rompiendo, evidentemente, con una tradición escolástica, mejor diríamos académica, de la filosofía, que se extiende de Aristóteles a Kant. Pero esta
revolución filosófica no inaugura un nuevo modo de pensar, sino
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ESCRITOS VARIOS
que precisamente permite descubrir el contenido filosófico de una
tradición estética que ellos entienden como el verdadero alma reflexiva de Occidente. La verdad no es algo que hayamos de buscar
en las doctrinas discrepantes de los sabios, o añadiendo sobre
ellas una nueva enmienda teórica, sino aquello que guarda en
sorprendente unanimidad la tradición literaria de nuestra cultura,
desde los cuentos que narran las viejas a los niños y que los hermanos Grimm rescatan del calor de los fogones, a las reflexiones,
verdaderos paradigmas de humanidad, contenidas en las grandes
obras literarias de Dante, Shakespeare y Calderón de la Barca. Eso
es lo que Friedrich Schelegel llama espíritu «romántico», buscando
una etimología que tiene que ver con el «Roman» alemán ―la
verdad es novelesca―, pero ta ié o los «romances» latinos,
con la idea que la Humanidad ha alcanzado de sí misma, y que
transmite cantada, con ritmo, medida y rima, /247 de forma que
sea, más allá de los libros, fácilmente asimilable por viejas analfabetas en verso de «arte menor».
***
La reverencia que nuestra literatura clásica despierta en los
románticos y que culmina, por ejemplo, en la traducción por los
hermanos Schlegel de las obras completas de Calderón de la Barca, está justificada por el interés de los autores castellanos del siglo XV al XVII por las grandes cuestiones que afectan a la imagen
que el hombre tiene de sí mismo. Si toda poesía tiene un sentido
humanístico, esto no es cierto en la misma medida de todas ellas,
y sí lo es en grado sumo en la obra de Jorge Manrique, de Garcilaso de la Vega, y de Francisco de Quevedo.
Hasta el punto de que el primer gran poema de nuestra lengua, en la que ésta se presenta ya acabada y capaz de ser cauce de
una visión del mundo y de la vida que trascienda la simple gracia
del Marqués de Santillana, constituye una reflexión sobre la vida
en forma de coplas que Jorge Manrique hace a la muerte de su
padre.
Pocos poemas tienen mayor contenido filosófico que este
primero, sin que sea preciso buscar este contenido en un simbolismo oculto que precisase de una hermenéutica psicoanalítica o
de un análisis deconstructivista. Allí donde la filología se hace tan
sofisticada, corre peligro de no respetar con sus técnicas propias
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
lo que son en los poemas intenciones respetables que motivan directamente la obra artística. Sobre todo, donde en su sencillez clásica la poesía aún no se pierde en un bosque de metáforas, y lo
que quiere decir todavía tiene que ver con lo que dice. El frescor
de la poesía clásica castellana pide, pues, un comentario que intente recoger el texto en su llaneza; y en este caso un comentario
filosófico a lo que a través de la expresión poética, quiere transmitir una comprensión filosófica del mundo, de la vida y de la muerte.
Como todo filósofo, el poeta insta a recordar y a despertar así
del sueño a la vigilia de la verdad:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida
cómo se viene la muerte,
tan callando.
Desde la experiencia de la muerte Jorge Manrique recoge en
su poema una milenaria reflexión sobre el carácter negativo de la
temporalidad, que impide afirmar como absoluto el bien que la
voluntad en su somnoliento engaño quiere eterno; por eso hay
que recordar
Cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado
da dolor, /248
cómo a nuestro parescer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
El tiempo es la ausencia de todo bien en el pasado; ausencia
que se hace, al recordar el bien perdido, necesario dolor en el presente. Por eso, en su esencial temporalidad, en ese fluir en el que
se escapa de sí, la vida es siempre sólo el recuerdo de sí misma,
como reflexión que fracasa a la hora de autoposeerse: la vida es
un constante perderse a sí misma; y el tiempo es la fractura que
pone al descubierto su inidentidad, su límite respecto de sí, su fini5
ESCRITOS VARIOS
tud, en la que nada es lo que es, sino lo que fue, o lo que será. Y el
error fundamental que convierte nuestra autoconciencia en engaño, consiste en olvidar esto, o incluso en consolarnos de la caducidad del presente con la esperanza del bien por venir. Error,
Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues todo ha de pasar
por tal manera.
El tiempo, como límite absoluto del vivir, decreta la vanidad
de toda esperanza; pues por lo mismo que aún no ha llegado el
bien futuro, pasará cuando acontezca y será ido. La vida es un
fluir, un constante pasar que termina en la nada que anula toda
diferencia:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
que es el morir:
allí van los señoríos
derechos a se acabar e consumir,
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
que allegados son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
En definitiva, la sabiduría que el poeta recoge es la que
Nietzsche llamará el Nihilismo Europeo. Una sabiduría que consiste en despertar a la amarga verdad /249 de que, si el tiempo es el
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
límite último del vivir, no hay valor alguno que pueda resistir su
negatividad. Nada es; tampoco se puede decir que todo será; porque el tiempo ya alcanza a toda promesa temporal y la convierte
en lo ya pasado. Todo bien es lo sido, y de este modo lo que ya no
está. No es, pues, que la muerte sentencie la vanidad de toda esperanza; la muerte no es más que el corolario último de la temporalidad, una especie de sanción de lo que ya sabemos, a saber,
que nada vale nada; porque ante el límite del tiempo la voluntad
es impotente para afirmar la perdurabilidad del bien que pretende. No es que vivamos en el tiempo porque hayamos de morir,
sino que morimos porque nuestra vida está ya negada en su esencial temporalidad. La muerte es el fatal final que el tiempo ya
anuncia. Todo lo hermoso es ya pasado, y la muerte no viene sino
a segar hierba seca.
Decidme, la hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
el color y la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas y ligereza
y la fuerza corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
de senectud.
Por eso,
Ved de cuan poco valor
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
las perdemos.
La vida es un lamento en esto que Nietzsche llamará la contrariedad de la voluntad contra el tiempo y su «fue» (des Willen
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ESCRITOS VARIOS
Widerwille gegen die Zeit und ihr «es war»), el lamento de una derrota irremisible.
Es éste uno de los puntos en los que la intuición poética aterriza en un terreno en el que su autenticidad no se deja engañar
por fáciles soluciones. Se entiende, quizás, mejor lo que quiero
decir si digo a continuación que la experiencia de la que aquí se
trata, por más que por Nietzsche, por el mismo Jorge Manrique, y
por innumerables creyentes, haya sido entendida como una experiencia cristiana de la vida, no pone de manifiesto sino el sentido
de una radical desesperación, que surge allí donde el vivir es entendido como esencial temporalidad. Una tal visión es pagana en
su raíz. Por eso digo que no caben fáciles solu/250ciones, y cuando
desde aquí apelamos a la eternidad, lo único que encontramos en
ella es la sanción de la muerte, en la forma de esa anulación de la
capacidad de querer que la tradición nihilista, mal llamada cristiana, denomina «descanso eterno».
Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.
Llegamos al tiempo que fenecemos. La vida termina en la
muerte, ése es su fin y la inevitable meta de todo esfuerzo. Y sólo
ella es el reposo de una pasión de eternidad que el tiempo declara
inútil. Sólo la anticipada aceptación de la muerte, la desesperación
asumida, nos libera del loco afán de un querer vacío de sentido.
No gastemos tiempo ya
en esta vida mezquina
por tal modo,
8
SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
que mi voluntad está
conforme con la divina
para todo;
y consiento en mi morir
con voluntad placentera
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.
Nada más se encontrará en su poema sobre la vida eterna,
que no es sino la negación que ya guarda en sí la temporalidad. El
Dios en el que cree Manrique, tal y como se expresa en su poema,
no es señor de vivos sino de muertos; porque todo lo que vale, «la
gentil blancura y tez de la cara», está ligado al tiempo, y es lo que
en el tiempo se marchita.
***
La cuestión que quiero plantear aquí es: ¿representa esta antropología manriqueña un común denominador de la tradición
castellana, tal y como se plasma en nuestra literatura? ¿Es el alma
de España nihilista, como parece querer /251 plasmar la plástica de
El Greco, cuyo supuesto ardor mediterráneo y color veneciano parecen haberse ahogado en el triste meandro toledano?
No cabe duda de que es ésta una veta de nuestra tradición.
Por cierto una veta menos «cristiana» de lo que se ha pretendido
y que desemboca en esa percepción en la que en toda Europa se
entiende lo español, aparte la «Leyenda Negra», como paradigma
del orgullo. Tiene esto que ver, una vez más, con algo que ha
puesto de manifiesto Nietzsche, a saber, que el Superhombre es el
Ave Fenix que surge de las cenizas de la desesperación.
El Duque de Rivas cuenta en el romance de Un Castellano
Leal, la historia del Conde de Benavente, que se negó a albergar
en su palacio toledano al Condestable de Borbón, traidor a su Rey
de Francia, pero decisivo aliado en esa traición del Emperador Carlos en la batalla de Pavía. El Emperador obligó al Conde a cumplir
en su nombre sus deberes de anfitrión; por lo cual, y tras haber
habitado el de Borbón su casa por sólo unos días, el Conde de Be9
ESCRITOS VARIOS
navente hizo quemar su palacio mancillado por la presencia del
traidor.
En versos no muy buenos concluye el Duque de Rivas su romance:
... tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.
Aun hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
Y es que el desprecio del mundo, situando a la voluntad en el
centro de una vorágine de desesperación, allí donde nada puede
afirmar ni rescatar del tiempo, la hace soberana del mundo en un
querer que en su desesperación se hace negativo. Frente a la
muerte que de todo se apodera y al aceptarla como el sino de toda realidad, la voluntad se erige en centro que de nada depende
ya, que a nada se aferra, que afirma o destruye, porque sí, en el
ejercicio de un juego soberano, que desde su honra ante nadie
responde. El Superhombre de Nietzsche quizás tenga más que
aprender del Conde de Benavente, del pueblo de Zalamea, de D.
Quijote, en definitiva, que de masas germánicas marcando el paso.
***
Pero vuelvo a preguntar, ¿es éste el rasgo antropológico definitivo de nuestra tradición literaria? Una y otra vez, parece que sí.
Ni el buen Garcilaso, casi italiano en su verso, europeo glorioso,
joven al que la muerte sorprende casi de casualidad, se escapa del
alma elegíaca de nuestra poesía:
¡Oh miserables hados! ¡Oh mezquina
suerte la del estado humano, y dura,
do por tantos trabajos se encamina!
Y ahora muy mayor la desventura /252
de aquesta nuestra edad, cuyo progreso
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
muda de un mal en otro su figura.
¿A quién ya de nosotros el eceso
de guerras, de peligros y destierro
no toca, y no ha cansado el gran proceso?
¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vio su vida
perder mil veces y escapar por yerro?
¿De cuántos queda y quedará perdida
la casa y la mujer y la memoria,
y de otros la hacienda despendida?
¿Qué se saca de aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios o agradecimientos?
Sabralo quien leyere nuestra historia.
Por doquier aparece pues la imposibilidad de redención para
un sujeto que quisiera salvarse con sus circunstancias; sólo cabe el
total desasimiento, el abandono del mundo y la triste y elegíaca
redención del yo en la negación de todas las cosas.
Vayamos a Quevedo, y con la decadencia de España que se
anuncia el poeta no hace sino regodearse en la hecatombe que en
su misma vida el tiempo anticipa:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salí al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa: vi que, amancillada,
de anciana habitación eran despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Y, una vez más, la contemplación metafísica del tiempo:
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ESCRITOS VARIOS
¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
las Horas mi locura las esconde.
¡Que, sin poder saber cómo ni adónde,
la salud y la edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
y no hay calamidad que no me ronde. /253
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un Fue, y un Será y un Es cansado.
En el hoy y mañana y ayer, junto
pañales y mortaja. Y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
***
¿Es esto todo lo que la poesía tiene que ofrecer como resultado de su reflexión sobre la vida? ¿No hay otra experiencia del
mundo que aquella que decreta la imposibilidad de amar? Porque,
en efecto, una vida que así se entiende es la radical negación del
amor, si es que no podemos poner los ojos sobre nada que no sea
recuerdo de la muerte. El amor es la gran voluntad contraria al
tiempo. Amar es afirmar algo más allá de toda relatividad, de toda
decadencia, y es por tanto el intento de rescatar el bien amado del
tiempo, afirmándolo como reflejo eterno de lo divino. La experiencia del amor es la experiencia de que hay algo que merece no
morir, no pasar, que es absoluto. Bien lo dice Garcilaso, el buen
caballero:
Corrientes aguas, puras, cristalinas;
árboles que os estáis mirando en ellas,
verde prado de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.
Es la otra cara de la moneda. El alma enamorada hace la experiencia del absoluto valor de todas las cosas, y el mundo se revela como paraíso, allí donde es marco del amor correspondido.
No hace falta mucho comentario filosófico, lo dice mejor Boscán
en tercetos encadenados:
Y así yo por seguir aquesta vía,
heme casado con una mujer,
que es principio y fin del alma mía.
Esta me ha dado luego un nuevo ser,
con tal felicidad que me sostiene
llena la voluntad y el entender...
Agora son los bienes que en mí siento, /254
firmes, macizos, con verdad fundados,
y sabrosos en todo el sentimiento.
Solían mis placeres dar cuidados,
Y al tiempo que venían a gustarse
ya llegaban a mí casi dañados.
Agora el bien es bien para gozarse,
y el placer, es lo que es, que siempre place
y el mal ya con el bien no ha de juntarse.
Al satisfecho todo satisface;
y así también a mí, por lo que he hecho,
cuanto quiero y deseo se me hace.
El amor es lo contrario del tiempo, si éste es la distensión de
una vida que en nada se encuentra a sí misma, Boscán halla en la
mujer amada el principio y fin de su querer. Ya nada se le escapa,
porque en el abrazo amoroso el alma abarca el mundo y lo recoge
redimido de su límite en la interioridad de un acto absoluto en el
que todo tiene valor eterno. Por eso es mi amor mi tesoro, cielo,
vida mía, sinónimos todos de aquello a quien llamamos "cariño".
Estamos en las antípodas. Si en la experiencia del tiempo, heraldo de la muerte, nada valía nada y el ser sucumbía en la catás13
ESCRITOS VARIOS
trofe nihilista de un discurrir sin sentido, el amor diviniza ahora
todas las cosas y encuentra valor definitivo en lo más nimio.
Una vez más, se ve el sentido último de esta experiencia en su
radicalización teológica, que no es otra que el paganismo panteísta. Si el nihilismo representa una falsa trascendencia que disuelve
todo bien en la nada, el bucolismo erótico que aparece en este entusiasmo amoroso, cierra igualmente al paso hacia un más allá
que sencillamente es algo de lo que podemos prescindir, pues nada puede añadir a lo que ya es perfecto.
***
Volviendo ahora al sentido antropológico de nuestra literatura castellana, creo que corre peligro de ser malinterpretado si accedemos a él desde la parcialidad de cualquiera de las dos experiencias descritas. Por un lado nos encontramos con la soberbia
desesperanza; por otro con el entusiasmo lírico del enamoramiento adolescente. Y pienso que la sorprendente madurez filosófica
de nuestra tradición poética se pone de manifiesto sólo en la tensión que surge entre estos dos polos extremos. La vida no es la
hecatombe nihilista de una muerte anticipada en el tiempo, ni es
tampoco la ingenuidad bucólica de un lirismo ciego, sino la madura asunción de un drama en el que se narra esa épica contienda
entre el amor y la muerte en que la vida misma consiste.
Ya no se trata de la propia muerte, que el tiempo anticipa;
pues hay otra más cruel que viene a robarnos precisamente la redención de lo caduco que el amor prometía. La muerte de la amada es la victoria provisional de la nada del tiempo sobre el amor, y
en ella se consagra la vaciedad de la ilusión que el amor supuso.
Así narra Garcilaso el duro desgarro, la más fuerte de las desilusiones, en los que a mí me parecen los más bellos versos de nuestra literatura: /255
Y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso, en el reposo
estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome durmiendo aquí algún hora,
que despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
¡Oh tela delicada,
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
Más convenible suerte
a los cansados años de mi vida,
que es más que el hierro fuerte,
pues no la ha quebrantado tu partida.
¿Do están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi alma doquier que ellos se volvían?
¿Do está la blanca mano delicada,
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio el oro,
como a menor tesoro,
¿adónde están? ¿Adónde el blando pecho?
¿Do la columna que el dorado techo
con presunción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,
en la fría, desierta y dura tierra.
La muerte es el último desengaño del amor, lo que decreta la
vanidad de todo querer que pretenda la eterna afirmación del objeto de sus afanes. Así lo entiende Jorge Manrique:
¿Qué se hicieron la damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
Y así lo entiende ese otro contemporáneo de Garcilaso, el Duque de Gandía, que al ver muerta a su señora, la Reina Isabel, tal
como se narra la historia, renunció a seguir amando, bajo el lema:
«No más servir a señor, que se me pueda morir». Digo tal y como
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ESCRITOS VARIOS
se narra la historia, porque, en efecto, tal y como se narra, la
his/256toria tiene un triste final, cerrado a la esperanza. Porque en
esta circunstancia, el recurso a la trascendencia, a un «amor divino», es nihilista; ya que el nuevo objeto amado no tiene en sí
otro contenido que la negación de todo bien concreto, y en su carácter abstracto ese bien supremo e imperecedero es puro contrapunto del absoluto desprecio a todas las cosas a que el tiempo
y la muerte nos invitan. Ese Dios cuyo amor es desprecio del mundo, no es otra cosa, dice Nietzsche ―y dice bien― que la consagración del nihilismo; porque, así entendido, Dios está tan muerto
como el bien concreto que el tiempo y la muerte, en su nombre,
disputan a todas las cosas.
Creo que Garcilaso sabe más, con un saber que es en mi opinión una vía más equilibrada hacia una verdadera trascendencia,
que lejos de ser negación de todo valor temporal, es redención
definitiva de lo que en el tiempo aspira a ser; y de lo que en esa
aspiración, en la forma de una tendencia por cumplirse, el amor
descubre ya como heraldo de lo absoluto.
Garcilaso, el buen caballero, sabe, en concreto, que todo
amor es prenda de su verdad futura y anticipo de algo que el
tiempo sólo puede anunciar. Por eso es más fuerte que el tiempo,
y más que la muerte, su sanción definitiva; pero definitiva sólo
respecto de algo tras lo cual el amor descubre aquello hacia lo que
el tiempo tiende dejando atrás sólo a sí mismo; sólo sobre la envoltura caduca de lo amable tiene poder la muerte, y amar no es
otra cosa que descubrir eso:
¡Oh hado esecutivo en mis dolores,
como sentí tus leyes rigurosas!
Cortaste el árbol con manos dañosas,
y esparciste por tierra fruto y flores.
En poco espacio yacen mis amores
y toda la esperanza de mis cosas,
tornadas en cenizas desdeñosas,
y sordas a mis quejas y clamores.
Las lágrimas que en esta sepultura
se vierten hoy en día y se vertieron
recibe, aunque sin fruto allá te sean,
hasta que aquella eterna noche oscura
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
me cierre aquellos ojos que te vieron,
dejándome con otros que te vean.
La intuición es genial. La muerte ciertamente se lleva algo:
aquello que como amante llamé "vida mía", y con ella "toda la esperanza de mis cosas".
Ella en mi corazón metió la mano
y de allí se llevo mi dulce prenda:
que aquél era su nido y su morada.
Pero la intuición poética descubre que eso que la muerte se
lleva, no es algo que ella robe, sino lo que guarda más allá del
tiempo; ya que el amor ha descubierto /257 que precisamente más
allá de ese límite está el lugar natural de lo que afirma y descubre
como perfecto, como valor eterno. Y ahora cambia de modo radical el modo en que el amante ve la muerte: ya no es lo que devalúa todo afán de querer, sino lo que abre el dominio de lo definitivo e infinito, eso que el amor, en el tiempo y pese a él, sólo adivina como lo divino oculto en todo lo que existe y es así digno de ser
amado. El que ama sabe que hay en todas las cosas algo más fuerte que la muerte, y precisamente en la muerte, el amor abre el
reino de la esperanza.
La poesía castellana ―probablemente toda poesía― narra,
decíamos, la épica lucha del amor y la muerte, contienda no dirimida en el tiempo. Pero, pese al primer análisis, pese a Manrique,
no reconoce la victoria de la caducidad, la vanidad de los afanes,
ni siquiera se limita a declarar tablas en el combate, sino que saca
de la experiencia poética del amor el anuncio de una definitiva victoria de la vida, de la que el mismo amor es prenda. Es Quevedo,
el tantas veces triste, siempre irónico, y profeta de decadencias, el
que más genialmente ha dado voz a esta filosofía de la esperanza:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía;
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ESCRITOS VARIOS
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrán sentido:
polvo serán, más polvo enamorado.
No queda más por comentar. Pero es lástima que no podamos dejar aquí al poeta la última palabra, pues ello sería silenciar
un clamor de esperanza del que está llena la literatura castellana.
«La memoria en donde ardía» el alma, no es el recuerdo de lo pasado y así anticipo elegíaco de la muerte, sino un recuerdo que alcanza lo divino en nosotros, en la amada, en las cosas. No hay canto más lastimero que el de Nemoroso por su Elisa muerta, y sin
embargo Garcilaso sabe, que la ausencia, sentida como tal, no es
sino promesa de una plenitud que su amada anunciaba sin engaño. Y si se ha ido más allá de la muerte, es porque lo divino que en
ella descubrió, no tiene su sitio en esta parte de la ribera del tiempo.
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides /258
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo, y verme libre pueda?
Y en la tercera rueda
contigo mano a mano
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos,
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin miedo y sobresalto de perderte.
Jorge Manrique cuenta poco de la vida eterna; sólo que en
ella nada se salva de lo que aquí en triste engaño amamos. No es
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SOBRE EL AMOR Y LA MUERTE
tierra de amores. Lo eterno y divino es para él lo «otro», lo absolutamente distinto, la Perfección que niega y disuelve todas las perfecciones, y ante la cual el alma sólo llega desnuda de todo afán, y
por lo tanto ciega del mínimo deseo: a esa vida eterna nadie quiere ir, porque en ningún sitio se está como en casa de uno. Y esa
tierra extraña no es, desde luego, nuestra casa. Garcilaso también
habla de «otro llano», de «otros montes y otros ríos», en los que
descansar sin sobresalto en la contemplación definitiva de la amada. Pero esa alteridad ―como decimos los filósofos― no es para
los amantes el reino de lo extraño, sino la eterna renovación
―¡otra vez!, es lo que siempre pide la voluntad amorosa― de todas las cosas, de aquellas «corrientes aguas, puras, cristalinas», de
los árboles que en ellas se miraban, por donde, satisfecho, en su
amor el pensamiento discurría, sin hallar sino memorias llenas de
alegría.
El amor descubre el mundo como Dios lo ve, ya terminado,
eterno y perfecto; como paraíso del que el tiempo nos separa, y al
que la muerte nos conduce, siempre, de nuevo…, a casa.
De esto supieron nuestros poetas.
Ahora sí tiene, de nuevo Quevedo, la última palabra:
Ya formidable y espantoso suena
dentro del corazón el postrer día;
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.
Si agradable descanso, paz serena,
la muerte en traje de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía;
más tiene de caricia que de pena.
¿Qué pretende el temor desacordado
de la que a rescatar piadosa viene
espíritu en miserias añudado?
Llegue rogada, pues mi bien previene;
hálleme agradecido, no asustado;
mi vida acabe, y mi vivir ordene.
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