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FRANCISCO VIDAL GONZÁLEZ
Manrique, Jorge. Comendador de Montizón. Segura de la Sierra (Jaén) o Paredes de Nava (Palencia), c. 1440 – Santa María del Campo Rus (Cuenca),
24.IV.1479. Noble y poeta.
Hijo de Rodrigo Manrique de Lara, conde de Paredes y maestre de Santiago, y nieto del adelantado Pedro Manrique, debió de nacer y criarse entre Segura
de la Sierra, de donde su padre era comendador, y
Paredes de la Nava, tras su cesión como condado por
Juan II. Su primera aparición documental es una concesión de 22.500 mr. por Enrique IV el 28 de mayo
de 1465, luego confirmados por el infante Alfonso,
del que recibió más donaciones en 1466 como hombre al servicio de su padre. Junto a las fuerzas de su
hermano Pedro, participó en la toma de Montizón
en 1467; el 7 de diciembre de 1470, luchó contra los
hombres de Pedro Girón en Alcázar de San Juan por
el control de la Orden del Hospital. Más tarde participó en la ocupación de Sabiote (1473), el sitio de
Canales (1474) y la conquista de Alcaraz (mayo de
1475) y corrió las tierras del conde de Cabra. Mandó
la vanguardia en la batalla de Uclés (1476). Caballero
santiaguista, fue comendador de Montizón y Trece de
la Orden.
En 1475 participó en la toma de Ciudad Real a Rodrigo Téllez Girón y en 1477 ayudó a sus parientes,
los Benavides, en su lucha contra el conde de Cabra,
53
MANRIQUE, JORGE
que gobernaba Baeza en nombre de los Reyes, pero
fue derrotado, acusado de desacato y preso. Tras su liberación, fijó un cartel de desafío contra quien quiera
que sostuviera esta acusación, y pasado el plazo de
treinta días, los reyes lo declararon “libre y quito e
saluo de lo contra vos ynpuesto e profaçado, e vos
restituimos si necesario es en vuestro claro nombre
e buena fama como aquel que estimamos e tenemos
por verdadero, e claro, e firme, e leal natural nuestro”.
Durante este período de inactividad, recién muerto
su padre y mientras su familia perdía el control de la
Orden de Santiago, hay que situar la gestación de las
Coplas a la muerte de su padre.
A partir de este momento, el autor comenzó a actuar por su cuenta como capitán de la Hermandad
en el reino de Toledo. El 30 de septiembre de 1478,
junto a Ruiz de Alarcón, se le encomendó la misión
de hostigar la frontera norte del marquesado de Villena y se estableció en Santa María del Campo, en
la retaguardia de las tres principales fortalezas de este
extremo del marquesado: Alarcón, Belmonte y el castillo de Garcimuñoz; en una escaramuza con el castellano de Garcimuñoz, Pedro de Baeza, fue herido
de una lanzada en los riñones, de la que murió a los
pocos días en Santa María del Campo. Fue enterrado
en la iglesia del monasterio de Uclés.
Hacia 1470 casó con Guiomar de Meneses, hermana de su madrastra Elvira de Castañeda, y tuvo
dos hijos, Luis (que le sucedió en la encomienda de
Montizón) y Luisa (de la que descienden los marqueses de Javalquinto). Hay indicios de que fijaron su residencia en Montizón.
Hoy nos interesan relativamente poco estos hechos
que, sin embargo, son importantísimos para definir
su personalidad. En su poesía amorosa y en las famosas Coplas son frecuentísimas las metáforas de origen
guerrero y algunos de sus poemas fueron estructurados alegóricamente sobre esta pauta, como el Castillo de amor o la Escala de amor. Su desengaño amoroso fue expuesto poéticamente como Debate (más
técnicamente, un pleito) contra el dios del amor, otra
composición adoptó la forma de instrucciones a un
mensajero, quien iba a entrevistarse con su amiga, y
otro se convirtió en un Memorial que fizo él mismo
a su corazón; el enamoramiento se convierte en una
Profesión que hizo en la orden de amor donde parodia
los votos santiaguistas. Los motes que los cancioneros
han legado como suyos (Ni miento ni me arrepiento,
Siempre amar y amor seguir) y otro que glosó (Sin vós,
sin Dios, y mí), la cimera que se describe e interpreta
como imagen amorosa, sus esparsas, poemas de ocasión dedicados a anécdotas más o menos insustanciales de la vida social, todo revela la imagen de un
aristócrata para quien la poesía no era sino una más
de las habilidades necesarias para la vida social, para
destacar en el círculo de la Corte, donde se podían
alcanzar o mejorar los cargos, las prebendas y los privilegios propios de su clase.
Para los hombres de su condición, el cultivo de la
poesía era una manifestación identitaria, y no resultaba, ni de lejos, la más importante; su tío Gómez, en
la epístola al conde de Benavente que abre su cancionero, justificaba su dedicación a la poesía alegando
que “las ciencias no hacen perder el filo a las espadas
ni enflaquecen los braços ni los coraçones de los cavalleros; antes tengo yo que la memoria de las honras
y glorias de los pasados engendra en aquellos una virtuosa enbidia”. No obstante, el propio Gómez, Enrique de Villena, el marqués de Santillana y algún precedente más lejano, como don Juan Manuel o Pero
López de Ayala, certifican que el ejemplo de Alfonso
el Sabio no había sido en vano y que entre la aristocracia castellana el cultivo de las letras ocupaba un lugar relevante en su escala de valores.
La mayor parte de su poesía, de tema amoroso,
responde a esta pauta, aunque revela numerosos aspectos de originalidad cuando se proyecta sobre la
tradición inmediata que le antecede: la moda de la
poesía de arte mayor, de lenguaje latinizante, retórica
elevada, construcción alegórica y temas doctrinales
(políticos, religiosos o morales) en largos y complejos
dezires tal como la practicaron el marqués de Santillana, Juan de Mena (muertos cuando él era adolescente) o su propio tío Gómez Manrique, que le sobrevivió un cuarto de siglo. Quizá se pueda adscribir
a su período de formación la pregunta que Gómez
dirigió a Jorge y a sus hermanos Rodrigo y Fadrique:
“Pues las vanderas de Apolo”, donde su tío hacía acopio de aquella retórica. Por el contrario, Jorge Manrique impondría la moda de la poesía menor (esparsas monoestróficas y canciones de una sola vuelta),
de concepción conceptista, escritas en versos de arte
menor, retóricamente basadas en los juegos de repetición de palabras y las figuras de dicción donde proliferaban los artificios conceptistas y los toques de
ingenio, y así hace en su respuesta (“Mi saber no es
para solo”). Los únicos desarrollos alegóricos habrían
de ser en adelante las personificaciones de sus sentimientos y los componentes y manifestaciones de su
psicología (el corazón, el amor, el deseo, el temor,
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MANRIQUE, JORGE
etc.), todo ello al servicio de la expresión amorosa,
casi la única que cultivó.
De este tipo es la esparsa A una prima suya que le
estorvava unos amores; sus esparsas, como sus canciones, tocan aspectos de la casuística o la fenomenología
amorosa: la desmesura de su sentimiento (por me querer igualar / en amor con el amor, n.º 23), su rebelión
contra la ley de la discreción (n.º 24), los temores de
una ausencia (n.º 25), su exagerada devoción (n.º 26),
la fuerza del amor de oídas (n.º 28). En todos los casos se ajusta perfectamente a la tópica de la escuela,
pero su gracia, su ingenio, su concisión, su elegancia,
lo convertirían en un clásico de la escuela y en un
modelo de buen hacer poético que no se eclipsó con
la aparición del petrarquismo. Por otra parte, se trata
de innovaciones de la tradición lírica castellana que le
deben su fortuna. La esparsa había sido introducida
desde la lírica catalana por el marqués de Santillana,
pero nadie la cultivó con tanta constancia como Manrique, al que debe también su forma definitiva basada
en juegos de ingenio y una construcción epigramática. La canción viene de muy antiguo (su origen remoto está en la cantiga de amor galaico-portuguesa,
pero asimiló aspectos de la dansa catalano-provenzal
tal como se cultivaba en la Corte del Magnánimo),
pero había gozado de escaso favor en los poetas del
período precedente (Santillana, Mena, Gómez) y fue
Jorge quien la codificó en su forma definitiva (uso
exclusivo del octosílabo, reducción a una sola vuelta,
introducción del retronx o cita final del cierre del estribillo y fijación de formas conceptistas), configuró
el estilo que le es peculiar desde entonces y la puso
en el centro de la estética y la estilística de la poesía
amatoria, que adoptó su lenguaje en el resto de los
géneros poéticos.
Estas mismas características brillan en sus coplas
cortesanas. En el período precedente, este tipo de
composiciones recibían el nombre de dezires y hay
que interpretar la novedad terminológica como
una manifestación de la nueva forma compositiva.
Ahora, la alegoría será elemental y poco desarrollada, los temas, estrictamente amorosos y cortesanos y los poemas, no muy extensos, basados también en la agudeza y la retórica de la expresión. A
pesar de que en general se nos han perdido las claves interpretativas, no se puede seguir aceptando la
imagen de una poesía sin vinculación ninguna con
hechos cotidianos, puramente especulativa y retórica. Cuando compone un poema porque estando él
durmiendo le besó su amiga (n.º 10), en nada se pa-
rece a la imagen tópica que los manuales describen
del amor cortés; cuando canta a su esposa, primero
en una composición datable en la época del cortejo
(n.º 5), después quizá en la ceremonia de esponsales
(n.º 11), rompe todas las convenciones que suelen
atribuirse al amor cortés. Sólo la pérdida de las claves interpretativas hace que casi nunca se pueda precisar estos pequeños detalles que dan vida y animan
la lectura cuando se pueden reconstruir las circunstancias que rodearon su nacimiento y la intencionalidad del autor que a veces, por suerte, las rúbricas
han conservado.
Otro punto del máximo interés en su poesía amorosa radica en dar una de las primeras manifestaciones de petrarquismo lírico en castellano en Diziendo
qué cosa es amor, construida, siguiendo aquel modelo,
mediante una sucesión de opposita y de paradojas.
Los poetas coetáneos e inmediatamente posteriores
(Guevara, Costana, el comendador Escrivá) y algunas
composiciones muy ligadas a Petrarca, como la Estrella de Citarea y la traducción de los Trionfi por Álvar
Gómez de Ciudad Real, no harían sino profundizar
en esta veta de petrarquismo cortesano cuya introducción hay que atribuirle también y cuyo valor histórico
en la preparación del garcilasismo no ha sido debidamente valorado.
En el período inmediatamente posterior a su muerte
(Guevara, Gazull), este tipo de poesía lo convirtió en
el poeta de referencia y su huella es muy visible en el
magnífico comendador Escrivá, cuya famosa canción
(ven muerte, tan escondida) no hace sino desarrollar
una de Jorge Manrique (n.º 33, No tardes, muerte,
que muero). Boscán y otros poetas de su escuela, como
Jorge de Montemayor y Sá de Miranda, lo mismo que
otros posteriores como Lope de Vega, habrían de glosar y desarrollar algunas de estas composiciones, que
están entre las mejor representadas en los cancioneros de los Siglos de Oro, y tanto Lope como Gracián
las citaron con devoción. Su figura permite dividir la
poesía cuatrocentista en tres períodos: la lírica didáctica del Cancionero de Baena y el comienzo de siglo, el
desarrollo alegórico de su segundo tercio (Santillana,
Mena y sus coetáneos) y la moda cortesana y conceptista que abre Jorge, se prolongaría hasta el triunfo del
petrarquismo a mediados del siglo xvi y resucitaría en
los versos de arte menor que siguieron a las innovaciones de Góngora y Lope. Una parte importante de
este legado, tan profundamente arraigado en la tradición poética española, ha de considerarse una hechura
del poeta.
55
MANRIQUE, JORGE
Otro aspecto en que sobresale la creatividad de la
poesía manriqueña, muy poco valorada, además, por
los estudiosos, es la reaparición de la sátira. Su presencia fue importantísima en la escuela galaico-portuguesa y sus caracteres fundamentales fueron preservados en el Cancionero de Baena; sin embargo, en
el segundo tercio de siglo desapareció por completo
de los cancioneros (tanto los compilados en Castilla
como en la Corona de Aragón) que evitaban cualquier manifestación no curial en los temas o la lengua
y apenas sí se puede citar alguna broma más bien jocosa y amable de su tío Gómez. Jorge compuso dos
sátiras; el Combite que fizo a su madrastra, seguramente su propia cuñada, Elvira de Castañeda, destaca
por alguna alusión carnavalescamente obscena y por
el contraste entre el contexto cortés y aristocrático en
que tal convite debería haberse desarrollado y la sucesión de suciedad, basura y miseria con que de hecho,
según dice, la obsequiará. La razón de esta sátira resulta desconocida, pero ha dado lugar a la suposición
de que debió haber mala relación entre madrastra e
hijastros. Las Coplas a una beoda que tenía empeñado
un brial en la taverna revelan buen humor y un excelente conocimiento de los vinos castellanos de la
época, a los que debió ser adicto, a juzgar por una
maliciosa alusión de las Coplas del Provincial, según
las cuales “este doncel / [...] es dispuesto para pozo, /
para enfriar vino en él”. En cualquier caso, la proliferación de poesía procaz y satírica en la época de los
Reyes Católicos (se debe recordar la sección de burlas
del Cancionero general de 1511) no puede desvincularse de estos precedentes.
Sintetizando estas observaciones, hay que subrayar
que la obra manriqueña que la tradición crítica juzgaba “menor” destaca por su eficacia literaria, por su
gracia poética y por su elegancia, valores que lo convirtieron en autor de referencia para las generaciones
sucesivas y para los poetas de los Siglos de Oro. Por
otra parte, y desde la perspectiva de las formas literarias, imprimió un profundo giro a los géneros poéticos tal como los había heredado de los grandes autores precedentes; es a su magisterio al que hay que
atribuir la desaparición del arte mayor, el lenguaje latinizante y el estilo altisonante en la poesía amorosa,
la pérdida de vitalidad del dezir y el abandono casi
total de la poesía didáctica y doctrinal en el ámbito
de la Corte, que se centró en un estilo vivaz y conceptuoso y en los temas amorosos. En lo sucesivo, y
dejando de lado a Gómez Manrique, que pertenece al
período precedente, aunque vivió hasta casi el fin del
siglo, aquel modelo poético que había hecho las delicias en la Corte de Juan II de Castilla quedó relegado
a ambientes letrados y periféricos, como el cartujano
Padilla y Polo de Grimaldo, autor de una elegía a la
muerte de Fernando el Católico. Juan del Encina lo
usó sólo en momentos muy particulares, como la elegía al príncipe Juan.
A pesar de todo, hasta hace poco tiempo la fortuna
de Manrique se basaba exclusivamente en las Coplas
a la muerte de su padre, una de las obras más leídas y
justamente celebradas de la literatura española. Desde
finales del siglo xv fueron difundidas por los cancioneros, primero manuscritos y después impresos, durante el xvi, las glosas las convirtieron en ocupación
constante de los letrados y moralistas y en el xvii, los
pliegos sueltos las llevaron hasta el último rincón;
después fueron inmediatamente recuperadas por el
creador del canon literario moderno, Manuel José
Quintana.
Para dignificar poéticamente la muerte de Rodrigo
y elevarla del suceso particular al arquetipo vital, reconstruye en sus primeras veinticuatro estrofas la tradición religiosa, moral y literaria de la caducidad de
las cosas, la muerte y la trascendencia y sobre este
pedestal convierte a su padre en lo que nunca fue,
un modelo de patricio altruista, guerrero de Cristo
y cristiano ejemplar. Siguiendo el camino que había
abierto en su obra amorosa, no se deja atrapar en el
paradigma de defunción que le deparaban los poetas
precedentes (por ejemplo, la cercana Defunción de
Garci Laso de la vega de Gómez, veinte años anterior),
de lenguaje latinizante y ropaje clasicista, en versos de
arte mayor, de la que, sin embargo, adapta algunos
elementos como la galería de muertos ejemplares, y
se decanta por el sermón, una creación medieval que
proyectó a una meta nunca imaginada.
Como el sermón, parte de un tema inicial que desdobla en dos variaciones: el contemptu mundi y el itinerario de salvación, expuesto en los grupos de estrofas I-III y V-VII; en medio, donde los predicadores
elevaban una oración, inserta una estrofa invocatoria (IV) donde, acogiéndose a los usos de la poesía
religiosa, rechaza la llamada a las musas y a los dioses paganos, sustituidos por “aquel [...] que en este
mundo biviendo, / el mundo no conosció / su deidad”. En esta sección introduce ya otro recurso típico
de la predicación, el símil, que se interpreta como
imágenes: “nuestras vidas son los ríos”, “este mundo
es el camino”; paradójicamente, la alta poesía del Medioevo valoraba escasamente la metáfora, el símil y re-
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MANRIQUE, JORGE
cursos emparentados que, por el contrario, eran profusamente empleados en la literatura didáctica para
volver inteligibles por vía sensible las concepciones
elevadas y a veces abstrusas del pensamiento teológico y moral, de ahí su presencia constante en autores como Berceo o en poemas como los Proverbios de
Santillana o los Salmos de Pero Guillén de Segovia. Al
contrario que en la poesía posterior al siglo xvi, este
tipo de recursos estaban por tanto vinculados al sermo
humilis, el estilo humilde de la divulgación y la didáctica, usado extensivamente por los predicadores. En
el resto del poema lo habría de utilizar profusamente
en la creación de versos que, aún aprovechando concepciones manidas de la literatura ejemplarizante del
Medioevo, han quedado para siempre incrustadas en
nuestra memoria poética: “la gentil frescura y tez / de
la cara”, “la muerte, la celada / en que caemos”, “¿qué
se hizieron las damas, / sus tocados, sus vestidos, /
sus olores?”, “verduras / de las eras”, “rocíos / de los
prados”.
A partir de la estrofa VIII comienza otro recurso típico del sermón, la divisio en tres partes (“la hedad”,
los “casos desastrados / que contecen” y las cosas que
“por su calidad, / en los más altos estrados desfallescen”, o sea, la nobleza), luego desarrolladas hasta
la estrofa XI y remachadas con las consideraciones
morales que se suceden hasta la XIII (“los plazeres y
dulçores”). Hasta este punto, el autor había seguido,
además, el desarrollo argumental de una obra clásica
del pensamiento sobre la muerte, la Epistola paraenetica ad valerianum cognatum de contemptu mundi
de Euquerio de Lion; a partir de ahora se acoge a
otro de los principios constructivos del sermón, la
relación de exempla relacionados con el tema, y recupera un componente de las defunciones, la galería
de muertos ilustres que, sin embargo, adapta muy
a su manera: rechaza los modelos de la antigüedad
(“Dexemos a los troyanos... dexemos a los romanos”) y pasa revista a los grandes del pasado inmediato, la época de su padre: Juan II, Enrique IV y
el infante-rey Alfonso, los privados Álvaro de Luna,
Juan Pacheco y Pedro Girón, ejemplos vivos y no librescos de caídas de príncipes. Las exhibiciones de
erudición en que se habían complacido los poetas
del período anterior son sustituidas por evocaciones de lo vivo ayer y ahora triste, dolorosa, catastróficamente muerto. La confluencia entre el ejemplo
vital y la formulación de principios doctrinales mediante símiles ha hecho de sus “Qué se hizieron” un
recuerdo inevitable de las lecturas escolares de to-
dos los españoles y paradigma de buen hacer poético
para los paladares de todas las lenguas.
Por fin, en la estrofa XXV (demasiado tarde a juicio de algunos tratadistas poseídos por la preceptiva)
aparece el maestre convertido en ejemplo de una vida
bien aprovechada y una muerte ejemplar, precisamente lo que les faltó a los poderosos de las estrofas
anteriores; si éstos habían sido exempla negativos, la
ejemplificación de vidas mal vividas, su padre, elevado sobre este pedestal, será el modelo a seguir. Es
aquí donde Manrique desarrolla la transformación del
condottiero que aquél fue, guerrero y político profesional, maestro en el uso de la discordia política, entregado al engrandecimiento de su linaje y a la creación
de un patrimonio mediante la guerra, en un cruzado,
vasallo fiel y modelo de noble cristiano. Las guerras
civiles que alentó y aprovechó se convierten en agresiones injustificadas (“sus villas y sus tierras / ocupadas de tiranos”) o, mejor aún, en piadosas cruzadas
(“hizo guerra a los moros”), las mercedes que consiguió se convierten en plazas ocupadas a la morisma
(“ganando sus fortalezas / y sus villas”), las rebeliones
contra Juan II y Enrique IV son dejadas de lado para
centrarse en su apoyo a Isabel y Fernando, “nuestro
rey natural”, “su rey verdadero”. Por fin, la muerte,
tan impía con los demás, se acerca a él, le recuerda
que “fama tan gloriosa / acá dexáis” y, sobre todo, que
“el bevir que es perdurable [...] gánanlo [...] Los cavalleros famosos / con trabajos y afliciones / contra
moros”, como es el caso; tras lo cual, ejemplarmente,
“cercado de su muger / y de hijos y de hermanos / y
criados / dio el alma a quien ge la dio”.
Es muy probable que Jorge Manrique se hubiera
propuesto ante todo la reivindicación de la figura paterna, malparada con las componendas que los Reyes
hubieron de hacer al acabar la guerra civil para recompensar a sus fieles y reconciliar a los adversarios,
recuperando a la vez el patrimonio regio en lugar de
enajenarlo, como venía siendo tradicional: incluso su
condición de maestre de Santiago, que había compartido de hecho con Alonso de Cárdenas, quedó en
entredicho a su muerte, cuando éste fue reconocido
oficialmente como tal y pospuestas en la Orden las
ambiciones de sus hijos. Para ello se había apoyado,
es cierto, en la única ideología de la muerte que en
su tiempo se le ofrecía, la que partía de la tradición
cristiana: el incipiente humanismo, aunque algunos
de sus aspectos ya traslucen en las Coplas (como el
consuelo del moribundo por la fama alcanzada en
vida) aún no había llegado a Castilla con la fuerza
57
MANRIQUE, JORGE
suficiente para ofrecer una alternativa. Sin embargo,
en las Coplas lo que predomina es la ética de la caballería (la fama por la guerra, la mejora del patrimonio,
el engrandecimiento del linaje), la única que puede
justificar las mixtificaciones que antes he enumerado.
Es posible también que la apelación reiterada al “rey
natural”, sin duda Fernando (cuando en realidad este
título correspondía ante todo a Isabel), intente recordarle la fidelidad del maestre y de la casa de Lara a la
causa de los infantes de Aragón, de donde la malquerencia de Juan II y Enrique IV y las dificultades por
las que hubo de pasar; por otra parte, la falsa ostentación de su fidelidad a la Monarquía parece un intento
de metamorfosear el pasado según la imagen que ya se
diseñaba en el horizonte, la de una nobleza de servicio
sin autonomía política. En definitiva, las continuas
apelaciones al contemptu mundi y la vida como camino de salvación parecen subordinadas a la ética de
la caballería y a los intereses a corto y medio plazo de
la casa de Lara cuando su estrella parecía decaer. Y así
debieron sentirlo quienes incorporaron las Coplas a
un cancionero tan cortesano, tan falto de poesía religiosa o moral (y hasta tan vinculado a la casa de Lara)
como es el Oñate-Castañeda.
La imagen moral y religiosa se la dieron a Manrique
los comentaristas del siglo xvi: Alonso de Cervantes,
Garci Ruiz de Castro, Rodrigo de Valdepeñas, Jorge
de Montemayor, Diego Barahona, Francisco de Guzmán, Gonzalo de Figueroa, Luis de Aranda, Luis Pérez, Gregorio Silvestre y varias glosas anónimas, casi
todas ellas impresas inmediatamente. A estos autores
sólo les interesaban las primeras veinticuatro estrofas,
a veces ni siquiera todas, en otras ocasiones ni siquiera
publicaban las estrofas sin glosa; el resultado fue una
reducción interpretativa (y hasta en el conocimiento
del poema, que empezó a circular en ediciones parciales) a sólo la parte moral, con la consiguiente revalorización ideológica. Salinas (que no estimaba la
producción amorosa), ante la intensa evocación de la
estrofa XVII (“Qué se hizieron las damas...”) no podía menos que percibir “el trémolo carnal, el temblor
de la sensualidad, el temblor de los goces de los sentidos”; la imagen de Jorge Manrique que hoy se percibe es la de un caballero del primer renacimiento,
apegado al linaje, al poder, al goce de la belleza y a
la gloria militar y literaria y así lo vio el autor de las
Coplas del Provincial (“en esta corte real / no ay más
necio cortesano”). Muy al contrario, los comentadores de las Coplas lo transmutaron en un trasunto del
caballero de la mano en el pecho, modelo de la con-
trarreforma, y esta es la imagen que llegó hasta nuestros días.
OBRAS DE ~: A. Pérez Gómez, Glosas a las Coplas de Jorge
Manrique, Cieza, 1961-1962; Coplas que hizo Jorge Manrique
a la muerte de su padre. Edición crítica, con un estudio de su
transmisión textual, por V. Beltrán, Barcelona, PPU, 1991; Poesía, ed. de V. Beltrán, Barcelona, Crítica, 1993.
BIBL.: L. de Salazar y Castro, Historia genealógica de la
Casa de Lara, Madrid, 1696-1697; M. J. Quintana, Poesías selectas castellanas, Madrid, 1817; P. de Baeza, “Carta que Pedro
de Baeça escrivió a el marqués de Villena...”, Memorial Histórico Español, V, Madrid, Real Academia de la Historia, 1853,
págs. 482-510; M. R. Lida de Malkiel, “Una copla de Jorge
Manrique y la tradición de Filón en la literatura española”, en
Revista de Filología Hispánica, 4 (1944), págs. 152-171; P. Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Buenos Aires,
Editorial Sudamericana, 1947; E. Benito Ruano, Los Infantes
de Aragón, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1952; “Algunas rentas de Jorge Manrique”, en Hispania, 97 (1965), págs. 113-119; F. Rico, “Unas coplas de Jorge
Manrique y las fiestas de Valladolid de 1428”, en Anuario de
Estudios Medievales, 2 (1965) págs. 515-524; A. Serrano de
Haro, Personalidad y destino de Jorge Manrique, Madrid, Gredos, 1966; G. Orduna, “Las Coplas de Jorge Manrique y el
triunfo sobre la muerte: estructura e intencionalidad”, en Romanische Forschungen, 79 (1967) págs. 130-151; R. Kinkade,
“The Historical Date of the Coplas and the Death of Jorge
Manrique”, en Speculum, 45 (1970), págs. 216-224; D. Lomax, “¿Cuándo murió don Jorge Manrique?”, en Revista de
Filología Española, 55 (1972), págs. 1-2; E. Benito Ruano,
“Los maestres mueren en la cama”, en Homenaje a don Agustín Millares Carlo, La Palma, 1975, págs. 91-97; F. Rico,
“Garcilaso y otros petrarquismos”, en Revue de Littérature
Comparée, 52 (1978), págs. 325-338; M. Carrión Gútiez,
Bibliografía de Jorge Manrique (1479-1979), Palencia, 1979;
E. Benito Ruano, “Un episodio bélico (y un autógrafo) de
Jorge Manrique”, en En la España medieval, IV. Estudios dedicados al profesor D. Ángel Ferri Núñez, t. I, Madrid, Universidad Complutense, 1984, págs. 139-146; A. Pérez Gómez,
Glosas a las Coplas de Jorge Manrique. Noticias bibliográficas,
Cieza, Tipografía Moderna, 1984; J. Labrador, A. Zorita y
R. A. Difranco, “Cuarenta y dos, no cuarenta coplas en la famosa elegía manriqueña”, en Boletín de la Biblioteca Menéndez
Pelayo, 61 (1985), págs. 37-95; I. Macpherson, “Secret Language in the Cancioneros: Some Courtly Codes”, en Bulletin
of Hispanic Studies, 62 (1985), págs. 51-63; D. Hook, “Un
Idiosyncratic Manuscript Copy of Jorge Manrique’s Coplas por
la muerte de su padre”, en Scriptorium, 41 (1987) págs. 113128; F. Domínguez, Love and Remembrance. The Poetry of
Jorge Manrique, Lexington (Kentucky), 1988; V. Beltrán,
La canción de amor en el otoño de la Edad Media, Barcelona,
PPU, 1989; El estilo de la lírica cortés, Barcelona, PPU, 1990;
R. Amaral Jr., “Nueva contribución a la bibliografía de Jorge
Manrique”, en Boletín Bibliográfico de la Asociación Hispánica
de Literatura Medieval, 13 (1999), cuaderno bibliográfico
n.º 23; V. Beltrán, Poesía española. 2 Edad Media: lírica y cancioneros, Barcelona, 2002 (Madrid, Visor Libros-Centro para
la Edición de los Clásicos Españoles, 2009); R. Amaral Jr.,
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MANRIQUE, PEDRO
Al morir en 1411 su primo Gómez Manrique, adelantado mayor de Castilla, pretendió ejercer esta dignidad, que le había sido otorgada en su infancia por
Juan I, con ocasión de la muerte de su padre en 1385,
pero el infante Fernando se la negó.
A su partida a Aragón en 1414, tras haber sido proclamado Rey dos años antes, el infante le dejó junto
con otros destacados magnates al frente del gobierno
castellano. Con Fernando reinando en Aragón, se
constituyó en Castilla, a instancias suyas, un “partido
aragonés”, a cuya cabeza estaban sus hijos, Enrique,
maestre de Santiago, y Juan, duque de Peñafiel, conocidos como los infantes de Aragón, partido en el que
militará Pedro Manrique.
Durante los últimos años de la minoría de Juan II y
a pesar de las crecientes disensiones políticas en Castilla, sobre todo tras la muerte de los regentes del reino
—en 1416 falleció el monarca aragonés y en 1418
la reina Catalina—, el adelantado de León consiguió
mantenerse en el poder, formando parte del Consejo
de Regencia. A finales de 1418, las desavenencias entre los infantes de Aragón dividieron a sus partidarios
en dos bandos. Pedro permaneció desde entonces al
lado del infante Enrique, a quien sirvió fielmente durante años. Tras ser proclamado mayor de edad en las
Cortes de Madrid de 1419, Juan II le designó para
formar parte de su gobierno y de la comisión recién
creada para revisar las dádivas y mercedes que hubieran de concederse. Pronto, sin embargo, el creciente
poder político del joven Álvaro de Luna y su ascendiente sobre el Monarca provocaron el descontento de
muchos nobles y también del adelantado, que incluso
tuvo que abandonar la Corte al haber conseguido Álvaro que Juan II estableciese turnos para permanecer
en el Consejo Real.
En julio de 1420, el infante Enrique, junto con el
adelantado Pedro Manrique y otros de sus partidarios, en un golpe de fuerza para hacerse con el poder
político, apresaron a Juan Hurtado de Mendoza, uno
de los privados del Rey, y secuestraron al propio Monarca en Tordesillas. Después decidieron su traslado
a Ávila, ciudad donde se celebraron Cortes para legalizar estos graves hechos. Unos meses más tarde, en
noviembre de 1420, el adelantado de León participó
también en el sitio del castillo de Montalbán, donde
se había refugiado el Rey tras huir del dominio del infante con ayuda de Álvaro de Luna.
En los años siguientes, Pedro Manrique siguió apoyando al maestre de Santiago, a pesar de los esfuerzos de Juan II por apartarle de su servicio. En 1422
“Nueva contribución a la bibliografía de Jorge Manrique. Suplemento”, en Boletín Bibliográfico de la Asociación Hispánica
de Literatura Medieval, 18 (2004), cuaderno bibliográfico
n.º 27; I. Tomassetti, “Il testo de La estrella de Citarea: un
esempio di bestiario amoroso nella Spagna rianscimentale”, en
VV. AA., La penna di venere. Scritture dell’amore nelle culture
iberiche. Atti del xx Convegno della Associazione degli Ispanisti
Italiani (Firenze, 15-17 marzo 2001), vol. I, Messina, Andrea
Lipolis Editore, 2002, págs. 327-338; V. Beltrán (ed.), Poesía cortesana (siglo xv) [Rodrigo Manrique, Gómez Manrique,
Jorge Manrique], Madrid, Fundación José Antonio de Castro,
2009.
VICENÇ BELTRÁN
Manrique, Pedro. Señor de Amusco, Treviño, Paredes de Nava y valdezcaray. ?, 1381 sup. – Valladolid,
21.IX.1440. Adelantado mayor y notario mayor del
reino de León.
Este caballero fue uno de los personajes más influyentes de los bandos y disturbios nobiliarios acaecidos durante el reinado de Juan II, pues, como afirma
Fernán Pérez de Guzmán, en sus Generaciones y Semblanzas, “no fue alguno en el que él no fuese, no por
deservir al Rey, ni procurar daño del Reyno, mas por
valer é haber poder”.
Nació en el seno de uno de los linajes castellanos de
más antiguo abolengo, el de los Manrique, estirpe de
lejano parentesco con la casa de Lara. Hijo del adelantado de Castilla Diego Gómez Manrique y de Juana
de Mendoza (“la Ricahembra”, hermana del almirante
de Castilla Diego Hurtado de Mendoza), tras la prematura muerte de su padre, acaecida en la célebre batalla de Aljubarrota en 1385, vivió bajo la tutela de su
madre, quien al enviudar contrajo segundas nupcias
con el almirante de Castilla Alonso Enríquez —hijo
del hermano gemelo de Enrique II, Fadrique de Castilla, maestre de Santiago—, y contó con la protección de su tío, el arzobispo de Santiago Juan García
Manrique.
En 1405 le citan ya las crónicas como adelantado
mayor de León y frontero en el Obispado de Jaén,
y participó en una entrada en tierras granadinas
con Diego Sánchez de Benavides y otros caballeros. Debió de ser por entonces cuando se le concedió también el oficio de notario mayor del reino de
León, aunque no se conoce la fecha precisa. En los
años siguientes, continuó interviniendo en diversas
incursiones en el reino de Granada con el infante
don Fernando, regente del reino, como en la campaña de Setenil de 1407 y en la toma de Antequera
en 1410.
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