Publicado originalmente en la revista Marabunta el 29 de abril de 2016:
http://www.revistamarabunta.com/2016/04/29/dolor-y-otredad-farabeuf-y-la-ritualidad-de-la-hoja-oriental/
Dolor y otredad / Farabeuf y la ritualidad de la hoja oriental
“Testimonio, cuerpo mío, duéleme que eres mi último sufrimiento
antes de que me entregue al sufrimiento puro al que no tiene principio ni fin,
ni mezcla de alegría ni de esperanza.”
José Revueltas, “La frontera increíble”
El cuerpo y su conciencia no se constituyen como una realidad dada, sino adquirida.
Ya sea por medio del placer o por medio del dolor, trascender la instrumentalización
del movimiento cotidiano lleva al descubrimiento de la existencia corporal, su constitución
y hasta sus posibilidades, de la misma forma en que sucede con el lenguaje y la escritura.
No obstante, parece que el dolor tiene modos muy particulares para manifestarse en
la conciencia del individuo y grabar conocimiento en cada centímetro de hueso y tejido; sentir
dolor implica un estado puro de soledad, mientras que provocar dolor es la más clara
demostración de otredad. Por ello, Elizondo —con su estilo despedazado y su fascinación
por el dolor ritual— no sólo remite a la imagen del cirujano, sino a la del antiguo ideal
renacentista del hombre de “pluma y espada”, pues la hoja metafórica que blande no sólo es
la del pequeño y minucioso bisturí o del escalpelo, también es la del jingum coreano, la
katana japonesa o la espadas jin y dao chinas, entre otras hojas largas, tan terribles como
encantadoras.
El artista marcial, en sus orígenes, explora el cuerpo de forma similar a la del médico,
pero, en caso de necesidad, los propósitos se vuelven contrarios: se trata de inutilizar la
capacidad motriz e incluso segar la vida del todo. En la guerra o en la calle, un encuentro ha
de durar apenas unos instantes, culminación de años de entrenamiento; ha de ganar el más
rápido, no el más fuerte.
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Esquivel Flores
La senda empieza con un aliento, el principio de la existencia sobre la tierra; caer en
la cuenta de que estamos contenidos dentro una forma física implica saber, sin lugar a dudas,
que estamos respirando. De acuerdo con el Tao, esto confiere vida y utilidad a cada recoveco
del cuerpo. Al controlarlo y entenderlo, la forma del individuo se desvanece con y hacia su
entorno, de tal manera que escuchar y sentir se convierten en actividades conscientes, ya no
instintivas; se confiere un elemento de reflexión a la memoria-hábito de la que hablaba
Ricoeur. Entonces, el tacto pasa a una nueva dimensión perceptiva donde cada dato
recolectado habrá de grabarse en la memoria muscular, ¿de qué otra forma se puede enseñar
que se tienen un brazo si no es torciéndolo, lacerándolo o rompiéndolo? Uno reconoce los
límites de cada ligamento y cada músculo cuando inician las punzadas de lo que no es natural.
En otras circunstancias, ¿no existen quienes, una vez perdida la sensibilidad emocional,
suelen mutilarse el cuerpo para “sentir algo”? Más allá de la escuela o la técnica, el
padecimiento latente de articulaciones distendidas, huesos rotos o lesiones en la piel se
imprime en la memoria a tal grado que se extraer conocimiento práctico y filosófico del
mundo; el sujeto trasciende su propia corporeidad y entiende cómo infligir dolor a alguien
más.
Jacinto Fombona, al hablar sobre la obra de Fernando Vallejo (un practicante
diferente del despedazamiento corporal), decía que: “El dolor es así, […] una observación,
una lectura en el Otro de la que no pode[m]os decir nada con certeza sino aproximarnos con
lo que deducimos de signos del cuerpo. Al ser una lectura en el otro[,] el dolor también
corresponde a una parte irreductible de la alteridad. […] Por ello, el espacio del dolor, sus
gestos y sus lecturas, se enraízan en una primera afirmación que acepta y ‘quiere’, como dice
la madre desde la ventana, al Otro.” Es en ese punto donde radica la brutal faceta de lo que
entendemos por otredad: si sentir sufrimiento nos distancia de otros al fomentar la hostilidad
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y la necesidad de aislamiento 1, producirlo en otros nos acerca a ellos en mayor o menor
grado. Semejante pensamiento puede ser tan alentador como repugnante.
Entonces, hasta que el sujeto conoce los diversos niveles del dolor, comienza a
entender cómo evitarlo (o minimizarlo) y cómo producírselo a otros, según “[…] la verdad
que le dicta su cuerpo 2”. La violencia dirigida hacia el interior del individuo, su centro de
existencia, se desvía hacia el exterior para proyectarse sobre un cuerpo ajeno. Por supuesto,
la misma categoría del dolor —como problema epistemológico— se articula a partir de la
razón: “La existencia del dolor en el universo carecería totalmente de sentido si no hubiese
una conciencia humana que lo asumiese y reflejase dentro de sí misma. 3”
Elizondo, con intención o sin ella, estructura así Farabeuf; construye el texto con una
precisa conciencia de las posibilidades del dolor, de la violación de los supuestos estéticos y
morales del lector. El sufrimiento no tarde en hacerse presente en la novela, no sólo con el
doctor y la enfermera o ante el suplicio chino; lo que impacta y lo que hiere al lector también
se relaciona con las posibilidades del lenguaje para seguir significando aun hecho pedazos,
mientras hace cosas que, tal vez (eso creemos), no debería hacer.
Aquí se encuentra la primera coincidencia explícita entre la capacidad fragmentadora
de la pluma y del sable, pues “con una cuchilla suficientemente afilada se puede cortar
cualquier cosa. Con una cuchilla suficientemente bien afilada se puede cortar en dos,
inclusive, otra cuchilla 4”. La hoja de Elizondo, como la de un artista marcial literario,
demuestra su preciso filo al segmentar las nociones de memoria, de espacio-tiempo, del
propio texto y con ella también enuncia y otorga voz al padecimiento, de tal manera que lo
1
Enrique Ocaña, Sobre el dolor. pp. 23, 39.
Farabeuf. p. 237.
3
Julio Fernández, Radiografía del dolor. p. 15.
4
Farabeuf, p. 163.
2
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que maravilla o conmueve no es el cuerpo destazado, sino la limpieza y minuciosidad del
acto de destazar; la hoja de un artista marcial moderno demuestra su filo cuando corta pacas
de paja o varas de bambú erguidas frente a sí con trazos y ángulos precisos (cuanta más
exactitud, más cerca caerán los pedazos de su base). Ya sean palabras o celulosa, ambos
materiales se utilizan para simular un cuerpo humano; a manera de efigie, es y no es al mismo
tiempo un Otro.
La construcción del cuerpo del artista marcial nunca termina y siempre incluye varias
etapas de pequeñas autodestrucciones con el fin de poner a prueba sus capacidades. Los
practicantes actuales del camino de la hoja, por obvias razones, no se ven en la obligación o
(rara vez) la necesidad de actualizar sus conocimientos sobre un cuerpo humano, pero
existen, además del corte de objetos, otras formas rituales como los combates simulados o
las rutinas artísticas.
Durante una pelea —aun si es en son de práctica y con sables de madera—, el artista
marcial avezado reconoce y ataca cabeza, brazos, manos, cintura y articulaciones mientras
procura no ser tocado a su vez; la capacidad de violencia que exige el acto puede despertar
tanto lo más instintivo como lo más racional; el deseo o el miedo a provocar dolor se
manifiesta con honestidad y la actividad intelectual trabaja a velocidades extraordinarias para
formular estrategias que suelen confundirse con reflejos. Por otro lado, en una rutina
coreografiada, aprendida o inventada, se despierta el carácter estético de un instrumento
creado para mutilar y matar; en aras de la expresión del yo violento en control, se encadenan
variados movimientos que, bien ejecutados (interpretados), mueven al artista a un estado de
trance donde el cuerpo habla y actúa sus recuerdos, de la misma forma en que lo haría un
bailarín.
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Con todo y como nos muestra Bataille (citado hasta el cansancio en materia de
Elizondo), no es posible negar la paradoja del placer extremo que puede surgir al estar
inmersos en un estado de dolor constante —la expresión del supliciado por el leng’tché no
nos permite dudarlo. Este extático rostro pegado a un cuerpo ya sin forma 5 apunta a pensar
que quizás el grado de conciencia no es el mismo en uno u otro caso. Una taxonomía de
ambos estados en sus máximos físicos, orgasmo y tortura, muestra que la percepción del
tiempo refractada por la experiencia sensorial es el eje a partir del cual se marca la oposición:
uno se define desde su carácter fugaz —se desea que no termine nunca—, en tanto que el
otro se articula desde su prolongada duración —donde el individuo desea que termine de
inmediato. Aun cuando, al tocar sus extremos, la frontera entre ambas categorías se
desdibuje, el grado de conocimiento que se obtiene de cada una es muy diferente; si durante
el placer, la conciencia se abstrae y se busca prolongar la sensación, después del placer no
queda sino un cuerpo liberado y satisfecho, el recuerdo se oculta en el mar de lo abstracto y
es necesario buscarlo, atravesar varios niveles de conciencia para llegar a él y re-presentarlo
para volver a sentirlo; en cambio, si durante el dolor, la sensación es concreta y aterriza la
conciencia humana en una realidad material, no sorprende que el recuerdo salte en forma de
evocación involuntaria, un pathos que provoca que el sujeto huya o incluso le busque
conferirle una razón a un hecho tan profundamente irracional.
Así, en sus Cuadernos de escritura, Elizondo mismo concluyó que “existe una
evidente correlación entre la violencia y la tortura. Se trata de una cuestión de tempo, de
velocidades. La tortura es como la violencia vista en slow motion. Ambas son formas
5
La imagen provocó tal obsesión en el autor que sintió la necesidad de escribir sobre ella. Vid. Salvador
Elizondo. p. 43.
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diferentes en el tiempo de una misma actividad espacial. 6” ¡Elegir el cuerpo como vehículo
de semejante mensaje no es gratuito! La violencia contra el cuerpo nos es tan ajena y tan
habitual a la vez que, de ser posible, tratamos de olvidarnos de la posibilidad de interiorizarla;
porque, más que ninguna otra cosa, el cuerpo nos recuerda todo lo que queremos negar: el
paso del tiempo, la cercanía de la muerte, el malestar de la pérdida.
Los constantes “¿recuerdas…?” y “¿olvidas…?” son apenas un ejemplo de gestos
rituales que hipnotizan al lector dispuesto a entrar al juego y lo colocan al lado del escritor 7,
de tal suerte que ambos se convierten en parte de una hecatombe voluntaria que nunca
termina de morir. Con todo, no dudaría que el propio Elizondo, en su dimensión de director
poético, disfrutara de las posibles reacciones de su público voyeurista, ya que, para
fragmentar quirúrgicamente el cuerpo en la ficción, llegó a “disminuir” el cuerpo del texto
hasta una absurda y enloquecedora simplicidad.
Tal vez por eso Farabeuf es una obra abominable e inteligible para muchos; no se
debe, creo yo, a una falta de capacidad mental (vista desde el esnobismo intelectual), sino
con una auténtica negación a participar en una actividad que produce placer a partir del
sufrimiento. Por un lado, el discurso íntimo se absorbe entre sinapsis y produce un dolor
autoinfligido que envuelve al lector en una dinámica solitaria y francamente masoquista; por
el otro, revela al licántropo interno cuya existencia se quiere negar con desesperación.
Ya sea en la plaza, la playa, la sala de operaciones o en una práctica, el
desmembramiento y las laceraciones se ven en su microscópica duración y en cada cambio
se reinicia la experiencia. El instante se vuelve eterno.
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7
“De la violencia”. p. 62.
Dice Dermot Curley en La isla desierta: “[…] el rigor artístico es un método de tortura”. p. 226.
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Bibliografía
CURLEY, DERMOT F., En la isla desierta. Una lectura de la obra de Salvador Elizondo,
México: UAM-Aldus, 2008. (Aldus Ensayo).
ELIZONDO, Salvador, Cuadernos de escritura, México: FCE-CREA, 1988. (Biblioteca
Joven).
___________, Farabeuf o la crónica de un instante, ed. de Eduardo Becerra, Madrid:
Cátedra, 2000. (Letras Hispánicas, 481).
___________, Salvador Elizondo, pról. De Emmanuel Carballo, 2ª ed., México: Empresas
editoriales, 1971. (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí
mismos).
FERNÁNDEZ, Julio Fausto, Radiografía del dolor. Origen y proyecciones espirituales del
sufrimiento, San Salvador: Ministerio de Educación-Dirección General de
Publicaciones, 1964. (Certamen Nacional de Cultura, 26).
FOMBONA, Jacinto, “Palabras y descoyuntamientos en la narrativa de Fernando Vallejo”
en http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v15/fombona.html (Consultado el
día 11 de junio de 2010).
JURADO Valencia, Fabio, “La soberbia del lenguaje en la narrativa de Fernando Vallejo”
en La novela colombiana ante la crítica 1975-1990, Santafé de Bogotá: Editorial
Facultad de Humanidades-Centro Editorial Javeriano CEJA, 1994. (Crítica). pp.
341-356.
OCAÑA, Enrique, Sobre el dolor, Valencia: Pre-textos, 1997.
RICOEUR, Paul, La memoria, la historia, el olvido, trad. de Agustín Neira, Madrid: Trotta,
2003. (Estructuras y Procesos. Serie Filosofía).
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