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Fenomenología política del ruido

Este ensayo intenta abordar la problemática del ruido desde un enfoque fenomenológico. Esta perspectiva implica poner en suspenso las terminologías y los juicios que tenemos sobre el ruido, para procurar describir pormenorizadamente lo que el concepto ruido implica como vivencia y como constructo conceptual-simbólico. La descripción fenomenológica nos descubre al ruido como un acto de escucha y en tanto que tal, como modelado y formado a partir de prácticas sociales de escucha específicas. Para discernir la influencia de esas prácticas sobre las formas del escuchar se plantea el concepto de dispositivos aurales, entramados psicoperceptuales que conducen y moldean las propias formas del escuchar, así como los juicios que éstas operan. Entender el ruido como un resultado de los dispositivos de escucha psicosociales permite colocarlo en una dimensión de operación política específica. Con esta categorización conceptual rigurosa podemos atender de una manera más clara el problema del ruido en nuestras ciudades, haciendo enfásis en las particularidades de estos dispositivos en las sociedades latinoamericanas.

Fenomenología política del ruido F. Tito Rivas (Fonoteca Nacional de México) Este texto aborda la problemática del ruido desde la perspectiva de su formación como problema, es decir, analiza la problemática del ruido justo antes de que éste se determine como problemático; o en todo caso trata de elucidar el por qué el ruido puede o debiera ser considerado un problema. Esto significa suspender, poner entre paréntesis Tal como sugiere el método fenomenológico de E. Husserl mediante la acción de la epojé: suspender, poner entre paréntesis (Einklammerung) las doctrinas previas sobre la realidad, incluso aquello que se aparece como la realidad misma., nuestra concepción usual del ruido, para tratar de entenderlo primero como fenómeno, como entidad existente que opera en una vivencia, y luego como concepto, como imagen o entendimiento de dicha existencia que se define en un imaginario colectivo dado. Intentaremos elucidar entonces, cómo se forma este constructo perceptual epistemológico en el imaginario, a través del concepto de dispositivos de escucha. A la luz de este enfoque, primero fenomenológico y luego arqueológico, podríamos postular la operación o las operaciones del ruido desde una dimensión política, esbozando de qué formas el sentido del ruido abre o reticula una serie de poderes y de juegos entre esos poderes. Juegos que pueden abarcar de lo fisiológico a lo semántico, de lo espacial a lo psicológico. Entendiendo que el concepto de ruido opera dentro de una complejidad hermenéutica que también es inevitablemente política, podremos contar con herramientas teóricas y metodológicas que nos permitan estudiar más ampliamente las tácticas y estrategias con las que se construye la noción de ruido en nuestras comunidades, particularmente en las sociedades latinoamericanas. El ruido como problema Si preguntamos a cualquier habitante de una ciudad populosa qué opina del problema del ruido, podremos obtener una variedad de respuestas pero difícilmente alguien negará que el ruido es un problema. Aún cuando las fronteras de ese problema resulten difusas o poco claras para el individuo lego, muchos concuerdan en que el ruido es un problema, algo con lo que hay que lidiar; un “problema” que por tanto exige “soluciones”. Pero ¿es así? ¿es el ruido un problema? y si así fuese, ¿qué clase de problema es? ¿qué entendemos por “problema” cuando hablamos del problema del ruido? Y, en todo caso, ¿qué entendemos por “ruido”? Una discusión rigurosa sobre la “problemática del ruido” tendría que cuestionar la propia noción de “problema”, lo cual deriva en una discusión sobre el concepto mismo de “ruido”. Ciertamente la noción de ruido -sin ningún adverbio o adjetivo-, pareciera connotar la idea de “problema”. Pero, ¿cómo es que esto ha llegado a ser así? Podríamos especular sobre la genealogía del concepto de ruido, e intentar sacar a la luz algunas de las implicaciones que dicho concepto parece llevar adheridas, las cuales posiblemente no resulten tan evidentes, al menos en el ámbito del lenguaje común; podemos suponer incluso que el hecho de que dichas implicaciones no sean evidentes, o estén de alguna forma veladas, podría ser indicativo de cierto dispositivo de operación política que subyace al concepto de ruido y que lo establece como tal en una dimensión social dada. ¿Cómo se ha construido o construye el concepto de “ruido”? ¿cuáles son los presupuestos que lo sostienen y dan vida en la pragmática cotidiana? Y más aún ¿en qué medida es el concepto de ruido un concepto? ¿qué tanto de su idea tiene asiento en una realidad física o vivencial y qué tanto de ello está operado por los mecanismos de un aparato psíquico o ideológico? En fin, no pretendo que este breve ensayo resuelva tales preguntas, pero al menos me gustaría extenderlas sobre la mesa de discusión. Si pudiera formularlo de una mejor manera, postularía así el cuestionamiento: ¿cómo podríamos deconstruir el dispositivo ético, físico y político que subyace al concepto de ruido, y cómo opera en esa relación triangular que opone al ruido, al individuo y a la sociedad, trazados dichos ángulos por una cierta filosofía del ruido que lo constituye como problema? ¿Cuál sería, pues, en resumidas cuentas, tal filosofía política del ruido? Por supuesto, responder a esta interrogante nos llevaría muchas páginas y seguramente un programa de investigación muy elaborado. Permítaseme, sin embargo, apuntar para este espacio al menos una serie de reflexiones que nos facilitarían desmadejar un poco el entramado experiencial-conceptual que subyace a la noción de ruido, desde una perspectiva filosófica pero también político-ética; desde una perspectiva que describa al fenómeno en su formación (física, vivencial, matérica) y luego en su ideologización (concepto, imagen, símbolo) de tal manera que aparezca ante nosotros, en escorzo, una imagen de lo que es el ruido para nosotros y para una cultura. Permítaseme pues, apuntar los fragmentos de lo que yo llamaría una fenomenología del ruido; de una fenomenología política del ruido. El ruido como vivencia Para empezar, podríamos reflexionar sobre la manera en que hacemos la vivencia del ruido, de qué forma el ruido es un dato sensible, una experiencia. Con la idea de hacer una fenomenología del ruido (es decir, una descripción lo más pormenorizada posible de la experiencia del ruido, lo cual nos permitiría hacer tangible, audible, la materialidad de esta experiencia) dejemos de lado por principio lo que pensamos y entendemos comúnmente por ruido. Enfrentémonos al ruido de manera “ingenua”, como si no supiéramos que és y sin categorizarlo. Para desentrañar el dispositivo sensorial e idelógico del ruido, suspendamos el juicio y hagamos espacio para que se manifieste como ser, sin singuna clase de preconcepto o prejuicio. ¿Qué es, cómo aparece ante nosotros el ruido? Lo primero sería observar que el mecanismo de encuentro que posibilita la vivencia del ruido y que le da forma existencial es la escucha. Es en la escucha que se configura algo como “el ruido”. La escucha aloja, posibilita, hospeda la vivencia del ruido. Ciertamente, no podemos hacer experiencia del ruido si no es porque somos susceptibles de escucharlo. En sentido estricto no se puede hablar de ruido sin escucha. Siendo la habitación del ruido, es en la escucha donde podemos inteligirlo, hacerlo palpable, evidente como una existencia. Hay un correlato existencial necesario entre la escucha y el ruido, pues sólo en ella el ruido es capaz de manifestarse como tal, de hacerse existente. Que no pueda haber ruido sin escucha podría parecer una obviedad, pero nos arroja un primer dato importante: el ruido es un objeto de la escucha, no existe antes de ella y su condición de posibilidad está dada por ella. Por lo tanto, el ruido obedece a los destinos de la escucha, pues es ella quien ofrece el relieve del ruido, su particular geografía. Si alguna cualidad tiene el ruido ésta la obtiene, o al menos se muestra, se hace existente, mediante la escucha. El ruido es un acto de escucha y es por tanto en ella en donde debemos estudiar su conformación como fenómeno. La escucha como dispositivo Habría que señalar, antes de proseguir, otro prejuicio regular que también es necesario poner en suspenso: la idea de que la escucha significa la inmediatez del sonido, es decir, la idea de que la escucha transmite, tal cual es, el sonido escuchado. Negar esto podría parecer demente, pero no lo es tanto si consideramos que una cosa es el sonido que suena, que se manifesta como energía fuera de nosotros, y otra cosa es el sonido que escuchamos, el sonido en acto, el sonido registrado, filtrado, escindido y organizado por el mecanismo particular de nuestra escucha. Sin caer en radicalismos de corte idealista, podemos afirmar que la escucha es un filtro, un recipiente que amolda y acomoda el sonido que percibe de una manera determinada (Rivas, 2011b). El hecho de que cuando escuchamos lo hacemos siempre de una manera determinada, hace toda la diferencia a la hora de establecer qué entendemos y como se articula la noción de ruido. Así, si el ruido se articula, cobra existencia y sentido en la escucha pero la escucha no es el mecanismo de transparencia que comunica lo dado (el sonido) con lo escuchado (el sonido percibido) ¿Ante qué estamos? ¿No sería posible distinguir, al menos analíticamente, el contorno de la escucha, esto es, la manera específica en que la escucha hace una diferencia con lo escuchado, de tal manera que sería posible vislumbrar un antes de la escucha, una escucha que, siendo ya escucha, se manifesta como aquello que escucha al sonido? ¿No sería posible, pues, distintiguir una cierta escucha que da forma y contorno al ruido? Espero que no se mire esto como un simple ejercicio retórico o de lenguaje. Diversos estudios y experimentos en psicoacústica demuestran que el acto perceptual de la escucha contiene sus propias actitudes, sus propios mecanismos de hacerse con su objeto (Schaeffer, 1966, Fletcher, H. y Munson, W., 1993). Así como no escucha igual un gato que un humano, ni un anciano que un niño, es muy posible que tampoco escuche igual un músico que un abogado, una persona sana que otra con gripa, un esquimal en Alaska que un corredor de bolsa en Nueva York. No pretendo tampoco basar mi argumentación en un simple y discutible relativismo cultural. La tesis que propongo postula que entre la escucha y el objeto escuchado se tejen dispositivos, mecanismos de organización de la información percibida que construyen y articulan lo que estamos llamando justamente aquí “la escucha”. Estos dispositivos, que explico detalladamente en otro texto (Rivas, 2014), son aparatos orgánicos de articulación sensorial, son educaciones del oído, hábitos de escucha, lecturas que la audición realiza sobre el sonido para determinar la forma que éste toma en nuestro oído y la cualificación que hacemos de él en la escucha. Por supuesto estas mediaciones cargan inevitablemente contenidos conceptuales: oigo un ruido y lo identifico como tal: mediación perceptual pero también mediación conceptual en la medida en que tal identificación tiene una historia, funda lazos con horizontes de interpretación de un individuo en particular y de una comunidad en la que este individuo ha formado su historia auditiva. Los dispositivos aurales posibilitan la actividad perceptual y la conducen. Gracias a ellos la realidad sonora se hace realmente sonora para nosotros. Los dispositivos escorzan -para reutilizar un término propuesto por Husserl El término escorzo o escorzamiento es un importante concepto de la fenomenología husserliana. Traducido del alemán Abschattung (literalmente, sombreamiento o sombreado) refiere a la característica de la percepción mediante la cual los objetos se nos presentan siempre en perspectiva y no de manera completa o en su totalidad. Esto se aplica para todos los sentidos. En nuestro caso diríamos que el dispositivo aural actúa directamente sobre los modos del escorzamiento, del sombreado que nuestra percepción realiza sobre la realidad audible (cf. Husserl, 2011).- el sonido para nosotros. Lo ponen en perspectiva, en relación netamente vivencial con nosotros. Gracias a estos dispositivos escuchamos la música que escuchamos, componemos los discursos sonoros que componemos, cargamos de emociones los sonidos y los codificamos como contenedores de significados y mensajes; gracias a ellos articulamos categorías de sonidos estipulando algunos como agradables y otros como desagradables. En fin, a través de los dispositivos aurales discernimos el acto sonoro, le atribuímos un sentido y lo constituímos, con toda plenitud, como un acto de escucha. Ruidos y sonidos Ahora bien, considerando el marco fenomenógico anteriormente planteado ¿cómo es que, en esta dimensión formativa, meramente aural, pero atravesada por la red de dispositivos que regulan nuestra escucha, se forma algo como el ruido? ¿Qué distingue, en la escucha, un ruido de un sonido? Por supuesto planteamos la dicotomía ruido-sonido más allá de una dimensión léxica. ¿Hay, en la vivencia, algo como el ruido, que se distinga de el sonido? Si atendemos a una fenomenología de la escucha, es decir a la observación pormenorizada que describe la formación de un sonido en nuestra conciencia, descubriríamos que en principio no hay una distinción radical entre el sonido y el ruido. Ambos se forman en la percepción en bruto, o primaria, La escucha en bruto, retomada aquí de la teoría de los modos de escucha de Pierre Schaeffer, refiere a un primer nivel de escucha indiferenciado, sin esquema de morfologización aural. En términos perceptuales se trataría del material hylético propuesto por Husserl (1985) y que en las categorías de la escucha planteadas por Schaeffer se identifica con la dimensión de “oüir” (Schaeffer, 1967). En línea fenomenológica, esta percepción en bruto podría ser asimilada con el concepto de sensación que propone Merleau-Ponty, diferenciándola de la percepción. como dos entidades indiferenciadas una de la otra. Cuando yo escucho un sonido existe un primer estadio perceptual, por así llamarlo, en donde mi oído es todo apertura y opera como un receptáculo que acepta cualquier cuerpo sonoro capaz de alojarse en él. Así, el oído es susceptible de aceptar en su seno cualquier sonido que entre en este tamaño, un tamaño que la psicoacústica ha definido como un rango audible en frecuencia cuyo espectro para los humanos va de los 20 a los 20,000 hertz, y en presión sonora a partir de los 20 micropascales hasta el sonido más intenso (que estipula el umbral de dolor entre los 120 y los 140 dBA (cf. Matras, 1979). Cuando yo oigo algo, en un primer momento la forma que toma ese algo en el oído es una pura acción de presencia, una determinación (aunque se podría argumentar que aún no es determinación propiamente dicha) que lo único que hace es anunciar que eso que ocurre es un sonido. Es como cuando tocan a la puerta y en principio no se sabe quién es, sólo se sabe que tocaron a la puerta. Igualmente en nuestro oído los sonidos se anuncian como tales, antes de que logremos identificarlos o asignarles una forma dada en la escucha. Hacer conciencia de esta primera determinación indeterminada nos permite asumir que, en principio, el sonido no se califica en nuestra escucha. Por supuesto, casi de manera inmediata, nuestra percepción aural, dependiendo del grado de atención, realiza sobre el objeto audible un proceso de morfologización (morphé, en términos de la fenomenología de Husserl) que comienza a encontrar en él toda clase de características, formándolo en la conciencia propiamente como un objeto sonoro. He tratado con mucho mayor detenimiento este proceso de formación del objeto sonoro en la conciencia en otros espacios (Rivas, 2011), pero para el objetivo que perseguimos me interesa resaltar que en la percepción, en un principio, el sonido es una diferencia indiferenciada, es decir, es identificación de un objeto que aún no está plenamente identificado, y que, por tanto, será en la escucha, gracias a los dispositivos aurales, que dicho objeto cobra plena forma en nuestra consciencia en tanto que objeto sonoro. Es justo en ese momento en donde podríamos ubicar la distinción que hace hipotéticamente nuestra conciencia entre un sonido cualquiera y un ruido. De estar correctamente planteadas estas consideraciones, lo que estaríamos haciendo es localizar el preciso momento en que en nuestra vivencia es posible que exista algo como un ruido… La relatividad del ruido Todos somos concientes del principio de relatividad que hace del mismo sonido un ruido para alguien y para alguien más no. Según este principio, crítico o no, cualquier sonido sería susceptible de convertirse en ruido. ¿Cómo es que sucede esto? ¿qué mecanismos son los que permiten que un sonido sea interpretado, codificado en la escucha, como un ruido? ¿Qué le tiene, pues, que pasar a un sonido para que sea intepretado como ruido por alguien? En este punto de la discusión usualmente se cita la definición tradicional de ruido, que hace de él un sonido no deseado o no querido en un contexto determinado. Una sonata de piano de Beethoven podrá ser considerada una obra maestra del arte, pero puede convertirse en ruido interpretada obsesivamente por nuestro vecino a las 3:00 de la mañana. Bien, pero, si empujásemos un poco más allá la pregunta fenomenológica por el ruido, ¿podríamos esbozar cómo opera este discernimiento, esta posibilidad de considerar ruido a cualquier cosa en cualquier momento? ¿Y es necesariamente así? O acaso ¿habría ciertos sonidos más proclives a ser intepretados como ruido? Pero, sobre todo, ¿gracias a qué mecanismos de escucha, dispositivos aurales, la escucha hace de un sonido un ruido? El ruido como agente no-control Una de las características que pueden hacer del sonido un elemento agresivo o violento -causal típica para que se le asuma como ruido-, es el hecho de que, como escuchas, no tenemos control sobre él. El sonido ocurre afuera de nosotros y no tenemos posibilidad de clausura, de manipulación sobre ese fenómeno que no ocasionamos y que se abalanza sobre nuestro cuerpo de manera que sentimos esa presencia, al ser algo externo, que no generamos, como una forma de violencia. Quizá para comprender mejor este proceso valdría la pena recordar que los sonidos, por ende los ruidos, no son casi nunca, por sí mismos, propiamente acciones, si no más bien, si cabe decirlo, residuos de acciones. El sonido es consecuencia, síntoma del movimiento, de la interacción, del choque, de la fricción de los cuerpos. Podríamos decir del sonido, hegelianamente, que es un “vacío de contenido”. Como expresión positiva conlleva una negatividad: la de ser consecuencia de otra cosa, de otro acto. Desde esta perspectiva, el sonido, el ruido, no serían cosas como tales, sino productos, resultados, consecuencias. Así, cuando se observa al ruido, al sonido, hay que hacerlo en su condición fenomenológica doble: acto energético y causa operante. El sonido es una energía que se manifiesta, pero esa energía es producto de una acción en el mundo que puede o no tener que ver con la propia producción de sonido. Esto es, que muchos de los sonidos se producen como consecuencia de una acción cualquiera y esa acción, quizá la mayoría de las veces, no está abocada o preocupada por el sonido que produce y propaga en el espacio como una consecuencia necesaria e inevitable. El ruido que produce un instrumento musical, por ejemplo, es un acto performativo que tiende al sonido como objeto. Su ser justamente se juega en un buscar ser un sonido en específico. Pero el ruido que producen naturalmente los cuerpos o los actos (como el caminar de alguien, como un estornudo, como un trueno en el cielo) no necesariamente es acción que protiende al sonido, es decir, que se formula o adquiere contorno con base en una idea sonora previa, sino que simple y sencillamente se forma como consecuencia de las fricciones suscitadas y obedece a las proporciones de energía expendidas, a las cantidades de fuerza y presión aplicadas en el hecho que lo detona. Una risa termina siendo más “ruidosa” que un suspiro pero en la mayoría de los casos ambas son acciones que distan de buscar concretarse como formas sonoras. Es decir, son acciones cuyo resultado sonoro no pertenece al horizonte de la acción. El sonido que producen no es por tanto, en sentido estricto, una responsabilidad cuidada del agente productor. Los bordes del ruido ¿Qué tanto incide este proceso en la construcción de la noción de ruido? ¿Llamamos ruido a algo por el simple hecho de que excede nuestra capacidad de control, de que es síntoma de la presencia de una fuerza externa que se manifesta ante nosotros como otro y en ese sentido como cierta forma de la desmesura? Agregaría algo más: llamamos ruido a una acción sobre cuyo sonido no ejercemos un control, pero además, dicha manifestación sonora parece desbordar ciertas “fronteras”, ciertos “límites” que, en un momento y en una circunstancia dada, nos resultan molestos o nos ocasionan franco daño. Pareceríamos rozar, oblicuamente, el cauce del problema. ¿Es el ruido una cuestión de “desbordamiento”, de “ruptura de límites”? y, en todo caso, ¿qué bordes, qué fronteras, serían aquellas que un sonido trasgrede para convertirse en ruido? ¿y cómo se establecen, en la vivencia, tales fronteras? La frontera de la intensidad A reserva de que este tema merecería un tratamiento aparte, voy a mencionar al menos ciertas características que la observación fenomenológica reportaría sobre este desbordamiento que supone el ruido. En principio, la frontera que comúnmente se rebasa para intepretar un sonido como un ruido es la de la intensidad. Es decir, la diferencia de presión perceptible generada por una amplitud de onda en contacto con un oído. Pareciera que el mismo sonido, emitido a una mayor intensidad, es mucho más susceptible de ser considerado ruido. ¿Cuál es el borde que debe superar tal intensidad? Los estudios de psicoacústica han desarrollado herramientas que permiten cualificar un sonido en términos de su amplitud de onda y con relación a su volverse acto en la escucha. La noción de decibel ponderado A es, en ese sentido El dBA se utiliza para hacer mediciones de intensidad del sonido ponderando la sensibilidad de respuesta en frecuencia del oído humano. Básicamente aplica un filtro en las frecuencias muy graves o muy agudas, que suelen ser menos percibidas por el oído humano., no sólo una medida física, sino una medida psicoacústica, que busca tomar en cuenta la “recepción” de un sonido por un oído humano. Existen “escalas del ruido” que tratan de establecer un rasgo comparativo entre sonidos moderados y sonidos excesivos, a los cuales estas mismas escalas suelen llamar ruidos. Ciertamente hay sonidos que con alta intensidad y una exposición prolongada pueden ser dañinos para el propio aparato auditivo, el cual naturalmente no está diseñado para soportar las ingentes cantidades de presión sonora que pueden generar nuestros amplificadores actuales o las tremendas fricciones que producen nuestras máquinas. Independientemente de ello, en donde me gustaría fijar la cuestión es en cómo, cada persona, en cada caso, asume un sonido intenso como un ruido y si esto es sólo causa de una condición físico-corporal o si también influyen factores psico-sociales. En términos físicos hay algo que podríamos denominar umbral personal de audición, el cual se refiere a las aperturas o cierres específicos que un oído genera en torno a los sonidos que le rodean. Este umbral es plástico y su flexibilidad obedece a diversos factores. Nuestra disposición a tolerar sonidos intensos en un concierto de música amplificada es mucho mayor a la tolerancia que mostraríamos si dichos sonidos se emitieran en la sala de nuestra casa un domingo por la tarde. De igual manera, nuestro umbral de audición puede ampliarse si se disminuye paulatinamente la intensidad de los sonidos que escuchamos: poco a poco nos daremos cuenta que no era necesario que un sonido fuera tan intenso para poderlo escuchar con suficiente definición. Esta flexibilidad de percepción de la intensidad auditiva nos haría postular que, más que un umbral de audición, nuestro sistema auditivo opera través de umbrales. Umbrales que se ciernen, que se adaptan y que se moldean en obediencia a sistemas de causas. Uno de esos sistemas debería ser, por supuesto, la constitución del paisaje sonoro circundante, el comportamiento del entorno sonoro en el que interactuamos. Cuando nos encontramos en un sitio con una cierta intensidad sonora, nuestro umbral de sensibilidad a las presiones sonoras cobrará una forma de vibración determinada que nos permitirá o no adaptarnos a dicho entorno. Si no nos es fácil adaptarnos, calificaremos tal circunstancia acústica como ruidosa. En la medida en que nuestro oído sea capaz de moldearse y reducir el umbral de sensibilidad, el paisaje sonoro se hace más tolerable, eso –nótese- sin reducir físicamente un solo decibel del paisaje sonoro circundante. Dicho lo anterior, resulta necesario que la consideración del fenómeno del ruido deba tomar en cuenta esta plasticidad del oído ante los entornos sonoros y, sobre todo, asumir que la creación del ruido es una relación co-participante entre ciertas condiciones acústicas y ciertas adaptaciones o desadaptaciones de un oído ante tales estímulos. Ni todos los oídos reaccionan igual, ni lo hacen por los mismos motivos ante diferentes estímulos. De nuevo en este punto del análisis podríamos recurrir a la teoría de los dispositivos de escucha para establecer las líneas causales que explican la determinación del ruido en la conciencia aural. La frontera del espacio A estas fronteras de intensidad podemos agregar también las que se tejen y rompen en torno a la noción de espacio. El sonido como agente no controlado, irrumpe y articula siempre espacios definidos. Recordemos que el sonido es una escala del espacio, su aparecer es siempre espacial y su acontecer establece también las fronteras de su acción en condiciones espaciales. Literalmente, el sonido afecta volúmenes de espacio y su potencia articula interesantes juegos topofónicos. El sonido que proyecta un altavoz define un contorno en el espacio, establece un perímetro acústico. Más allá del campo de acción de ese sonido se establece una frontera. Cuando el sonido hace elástico dicho margen produce fácilmente la conformación de un conflicto y la posibilidad de una ruptura. Cuando el sonido desborda los espacios se ponen en juego, y en “estado de guerra”, retículas de poder específicas. El concepto de sound wall, “pared sónica”, de Murray Schafer (1977, 93), se basa justamente en este fenómeno: cuando un sonido irrumpe en un espacio, puede surgir fácilmente otro sonido que intenta colocarse por encima de él, estableciendo un poder: tu ruido no puede sonar más fuerte ni con mayor alcance que mi ruido. O mejor dicho: para poder escucharme, escucharme en mi ruido, necesito ampliar la intensidad y el rango de presencia de mi sonido sobre el de los otros, lo cual ocasionará una escalada de potencias que termina por generar lo que usualmente conocemos como contaminación acústica. Podríamos decir que incluso el sentido del espacio personal y corporal se establece también en torno a medidas acústicas: en mi espacio suena mi sonido, por tanto, cuando el sonido de otro irrumpe en ese espacio se establece la clara posibilidad del conflicto. En casos como este se dejar ver claramente de qué manera se formula el concepto de “ruido”. La frontera de la forma Hemos hablado antes de un ruido cuantitativo, expresado exclusivamente en intensidad desbordada. No podemos omitir, tampoco, que hay un ruido cualitativo, un ruido que se conforma justamente en la medida en que desborda los consensos canónicos, las formulaciones socio-perceptuales que indican las buenas maneras de un sonido, las conductas sonoras permisibles o no. Si ya de por sí el terreno era accidentado, aquí la complejidad se multiplica y se bifurca. Para las mediciones de ruido siempre será mucho más fácil establecer los parámetros de lo ruidoso en términos de una intensidad. Sin embargo no se puede negar que en muchos contextos el calificativo de “ruido” se aplica meramente a un sonido por su morfología, por su constitución formal como sonido. Podríamos entonces preguntarnos si también existe una frontera que se desborda, un borde que se quiebra, cuando un sonido, debido a su forma, es entendido por alguien como “ruido”. La frontera simbólica De alguna manera, cada individuo va construyendo su escala de valores aurales, determinando qué sonidos son auspiciados y bienvenidos, y qué sonidos son descalificados y evitados. No deja de ser interesante reflexionar sobre esta especie de moral acústica, que se constituye con base en prácticas de escucha específicas, en modelos aprendidos y replicados, en construcciones pedagógicas que determinan los usos de lo audible. Digamos que el oído de cada individuo se va sedimentando y articula zonas esquemáticas de escucha, trazados aurales que se forjan al calor de sus vivencias personales y de su historia e, inevitablemente, del contexto socio-acústico en el que se desenvuelve. En este punto, al menos para el análisis teórico, tendríamos que formular la hipótesis de que las sociedades, y los respectivos microcírculos que las constituyen, establecen prácticas de escucha específicas que terminan por construir una cierta escala de valores aurales comunes: la música que es “buena” y “grata” de oír, los sonidos que se consideran como “bellos”, y también por supuesto la música que se considera “ingrata” o subversiva de los canones comunes, y los sonidos que se consideran dañinos, desagradables o peligrosos. Es indispensable considerar esta articulación, esta mediación de lo social a la hora de contemplar las competencias auditivas en la sociedad y, por supuesto, a la hora de considerar la conformación de la noción de ruido, la cual, inevitablemente, dependerá en mayor o menor grado de esta escala aural que atraviesa las prácticas sociales de escucha. Los dispositivos aurales establecen valores de medida particulares que operan en situaciones sociales distintas, tejiendo y agrupando colectividades específicas con prácticas de escucha determinadas. Del mismo modo, aunado a los límites formales que establecen valoraciones, o no, para cada sonido, debemos considerar también las implicaciones simbólicas y semánticas: en tanto el sonido no sólo es energía física, sino que también es susceptible de vehicular sentido, la aparición o presencia de un sonido puede detonar conflictos simbólicos, lucha de signos, conflictos entre polos de significado. La condición política del sonido asume aquí uno de sus rigores más interesantes: la que se establece y opera en los juegos de poder simbólico. Admitir pues, que la delimitación del ruido se construye a través de actos de escucha y que los actos de escucha no son transparentes, inmediatos, si no que están atravesados por códigos y prácticas tecnológico-simbólicas, significa considerar que la delimitación del ruido también pasa por ser un problema del dispositivo de escucha operante y, en ese sentido, la fenomenología del ruido adquiere un contorno netamente político. La política del ruido Al menos en México, cuando uno sale de la ciudad y llega a un pueblo o a una zona rural, se percata de que la gente llama ruido a “cualquier sonido”. Lo sé de cierto porque mi trabajo de paisajista sonoro me obliga a viajar preguntando a la gente local en busca de sonidos interesantes de su región. En muchas ocasiones, ante mi pregunta por sonidos que consideren de interés o dignos de ser grabados, pareciera que no soy adecuadamente comprendido hasta que, luego de poner ejemplos, suelo obtener una respuesta muy parecida: ¡Ah, ruidos! ¡Lo que usted busca son ruidos! No pretendo que esta anécdota tenga ningún valor científico pero ciertamente aporta un índice interesante: en algunos lugares se llama “ruido” a cualquier sonido y por otra parte, pareciera indicar -dado que estos lugares siempre son eminentemente rurales- que el ruido, como lo entendemos nosotros, citadinos, es un concepto que proviene eminentemente de la ciudad. Trazar una historia del concepto del ruido, su aparición y su desarrollo en las comunidades urbanas sería, a lo menos, apasionante. Difícil también. Se trataría de recoger pruebas documentales que ilustraran las diferentes concepciones de ruido al interior de las sociedades a través del tiempo, sus usos y las consecuencias prácticas que en dichas sociedades tenía. Sin embargo, nos costaría trabajo encontrar el concepto de ruido, como un problema, fuera de las concentraciones urbanas. Pareciera que cuando se discute sobre el ruido y su problemática, habría que tener en el horizonte esta procedencia del ruido como dispositivo conceptual que opera en el seno de la ciudad. En su Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música, Jacques Attali (1977:168) esbozó algunas genealogías interesantes en el París de los siglos XVIII, XIX y XX. Las proscripciones legales con relación a los ruidos comenzaron cuando éstos -según él- fueron asociados a la subversión que atentaba contra el orden de la ciudad; es decir, a final de cuentas, contra el orden político de la ciudad. Resumiendo un poco, la concepción de Attali asume que los ruidos son gestualidad ritual y sacrificial que se opone a la homogeneización y repetición del capitalismo industrial, que ordena sus ruidos y les posibilita apertura en la medida en que son concomitantes de la producción y el “progreso”. Aún preñada del romanticismo posmoderno francés de los años setenta, esta idea de Attali no deja de aportar interesantes resonancias: una sociedad construye sus ruidos y los limita o permite con base en necesidades específicas, en valores apropiados y vueltos comunes; ya sea que se vuelvan comunes a base de leyes o prácticas que los imponen, o que su práctica más o menos espontánea derive en la creación de leyes específicas que los regulen u ordenen. Más allá sin embargo, de plantear la dicotomía ruido-sonido como un problema de emancipación política, me gustaría poner el acento en lo que considero el cercano problema político del ruido. Cuando me refiero a esta dimensión política del ruido estoy mentando la articulación del concepto ruido como un constructo político. En primer término, porque el ruido sería siempre una consecuencia de la interacción, una consecuencia de la polis. Sin polis no hay ruido. El ruido es una compartimentación, una cualificación del sonido que hace la polis, la ciudad, para encumbrar o establecer sus propios mecanismos de comunicación y convivencia, y por ende, sus prácticas aurales concomitantes. Que la campana de la basura pase y suene todos los días a las ocho de la mañana no sólo invoca la dimensión del ruido: invoca también la dimensión de la comunicación, la necesidad de socializar y externar ciertos procesos comunales que deben objetivarse y para lo cual utilizan a la escucha como un sentido primario de objetivación y socialización: lo que es escuchado por todos es compartido por todos. Lo escuchado-compartido promueve acciones de comunidad específicas. Ahora bien: que ese sonido comunal, que pretende en su propia gestualización volverse de todos a través de ser externado, se vuelva un problema de comunicación o de afectación, abre necesariamente la discusión a una dimensión política del ruido. Podemos entender aquí la política de diferentes maneras, ya sea como una “guerra continuada por otros medios” según la fórmula de Clausewitz, o bien como la posibilidad de generar discusiones, reflexiones y acuerdos que los integrantes de una sociedad ponen en operación con el fin de la mejora de sus procesos de convivencia. En cualquiera de ambos sentidos, la función del concepto de ruido extiende inevitablemente su resonancia política. En la medida en que el sonido es integracional, es objetivación del nexo comunicante, en esa medida el ruido se convierte en un factor político. También lo es en la medida en que el ruido, el sonido, manifiestan en su uso y en su proscripción, en su libertad y en su clausura, expresiones de poder específicas. Lo interesante de este enfoque sería esbozar las maneras en que la constitución del ruido como dispositivo aural se enmarca en los procesos políticos y económicos de la ciudad. La sociedad genera y opera sus ruidos, y estos establecen funciones propias como parte de prácticas específicas. Estas funciones políticas pueden ayudar u obstaculizar los procesos de vinculación de la sociedad y en esa medida deberían entenderse y estudiarse. Podríamos, desde esta óptica, observar que hay ejercicios del “ruido” que tienen un fin integracional-social mucho más destacado que la afectación por cualificación de ruido que al mismo tiempo imponen. De la misma manera, que el Estado quiera asumir prácticas de control o delimitación del ejercicio del ruido, basado en una concepción ideológica específica, también detona consecuencias políticas innegables. Ruido y comunidad: comunicación y oclusión En cierta medida el ruido es necesario para la ciudad; le es consustancial como mecanismo de comunicación al interior, y también como forma de manifestación mecánica de sus propios procesos de producción y de convivencia. En muchas ocasiones, a través de procesos que pueden adquirir el calificativo de ruidos, la comunidad objetiva mensajes y procesos identitarios que de otra forma quedarían silenciosamente sesgados. En cierta medida, pues, la ciudad necesita de algunos de sus ruidos para operar, para hacer viable la comunicación y la actividad interna -así como su oclusión y su obstaculización- y por ello resulta apasionante observar cómo ella misma produce su autocrítica y estipula ciertos valores -hegemónicos o no- sobre la distinción aural del ruido y del sonido, del sonido deseable y del sonido indeseable. Esta consideración cobra especial relieve cuando intentamos analizar la determinación y operación del ruido en nuestros países latinoamericanos. Seguramente encontraremos que los ejes de conceptualización y cualificación del ruido son distintos a los de las sociedades “occidentales”. En la medida en que nuestras orientaciones filosófico-políticas tienen como prospecto y modelo muchos de los cánones de occidente -entre ellos los aurales- en la misma medida afloran numerosas contradicciones cuando observamos las prácticas populares de escucha, en donde el ruido se codifica de maneras divergentes, cuando no francamente opuestas. Cuando digo esto no puedo evitar pensar la experiencia que viví en barrios populares de La Habana, en donde, por ejemplo, existe una costumbre que dicta que al caer la tarde es imperativo sacar los altavoces de las casas y, dirigidos hacia fuera, encender los aparatos de sonido emitiendo música a todo volumen (música de reguetón principalmente). Lo que desde mi dispositivo aural me parecía un atropello y una violenta agresión a mi derecho al silencio, para la gente del barrio, sin embargo, significaba una auténtica forma de integración y convivencia grupal que hacía extender el mismo ruido a todas las casas y a todos los cuerpos, pareciéndole a la gran mayoría, según pude constatar, un signo de placer y convivencia, una forma de marcar el fin del día laboral y el inicio de un espacio de solaz y esparcimiento que en esa comunidad era, ante todo, un acto grupal. En varios países latinoamericanos he observado prácticas de escucha como ésta, que superponen lo comunal sobre lo individual y, por lo tanto, lo “ruidoso” deviene signo de convivencia y vida mientras el silencio sería signo de individuación y desconexión social. Constructos aurales en donde es mucho más tolerable la magnificación del ruido, quizá porque sea más fácil o inevitable la presencia del otro e incorporar su ruido como parte del paisaje sonoro. Quizá la idea de que eso es ruido es un constructo para quien no se encuentra dentro de ese mecanismo vivencial e ideológico y al que opone, por supuesto, otro dispositivo vivencial e ideológico con el que es disonante. Conclusiones: políticas del ruido y educación en la escucha Una fenomenología política del ruido no puede entender al ruido como un concepto separado de la sociedad en la que opera y de los dispositivos aurales que la atraviesan como una cultura de escucha específica. La cualidad de ser “ruido” es una condición que se construye y emerge a partir de actos de escucha. En la medida en que nuestros actos de escucha están atravesados por dispositivos simbólicos y culturales, el ruido es también un producto, un elemento simbólico más que integra un dispositivo de escucha específico. Los dispositivos de escucha son eminentemente políticos y por lo tanto establecen y operan relaciones de poder. En ese sentido, el concepto de ruido deviene también un operador de relaciones políticas y estratégicas, su uso está mediado por las energías y dispendios que operan en cualquier retícula social, con sus gestos y sus gastos de poder específicos. En esa retícula la noción de ruido expresa fronteras y paradigmas aurales. Cuando un límite se traspasa, cuando una frontera se quiebra, se activa como mecanismo la noción de ruido en tanto que dispositivo que articula la gestión social o comunitaria. El juego entre pares, o bien el desequilibro de poderes, también quedan expresados a partir de las taxonomías que establecen qué sonidos deben ser considerados como ruidos, y también qué actitudes deben asumirse ante ellos. Ciertamente hay factores físicos y psicológicos que operan la formación de la noción de ruido. En este ensayo revisamos algunos. El ruido pareciera implicar cierta forma del desbordamiento y este puede ubicarse en la dimensiones de la intensidad y de la propagación en el espacio, pero también en cuanto a la comprensión formal que se tiene de un sonido y, por supuesto, con base en sus implicaciones simbólicas y semánticas. El sonido que producimos los humanos es un elemento más que nos da forma e identidad individual y cultural. Las expresiones del “ruido” significarían las cotas o fronteras de estas formas de individuación y de comunidad. En el dispositivo conceptual del ruido se articulan también las diferentes formas de integración del sujeto, tanto social como individual. El concepto ruido participa en la articulación del espacio simbólico invididual y por tanto, en el espacio simbólico comunitario. De ahí que resulte indisociable de su carácter también político. Por tanto, la comprensión y trabajo de la problemática del ruido pasa por su entendimiento fenomenológico y político. La consideración de la problemática del ruido pasa por un proceso de conciencia social y de autoconciencia individual. Si el ruido es un acto de escucha, resulta importante aprender a escuchar cuándo y cómo escuchamos ruido. Aceptando, pues, las implicaciones problemáticas en que se inserta la noción del ruido y dadas sus inevitables resonancias políticas pienso que una apuesta interesante para abordar estos temas tiene que ver con una educación en la escucha. Desafortunadamente, en nuestros países la idea de una educación sonora o de una sensibilización auditiva es prácticamente desconocida –o ignorada-. Cuando se quiere atender el problema del ruido se recurre de inmediato a fórmulas legislativas o prohibitivas que poco exploran los fundamentos del problema que pretenden resolver. Desde la perspectiva fenomenológica, y política, la orientación es evidente: no se puede tratar la problemática del ruido sin revisar y trabajar con los comportamientos de escucha. Cuando un individuo, o un grupo social, es capaz de realizar un proceso de conciencia auditiva que le permita entender cómo establece dispositivos de escucha y dónde y cómo se articulan las fronteras aurales en donde opera la noción de ruido, existe la posibilidad de introducirse al dispositivo y modificarlo, o al menos atender a su comprensión de manera más amplia. Es muy importante que el invididuo aprenda también a hacer conciencia de su ruido frente al ruido de los otros. Tan importante comprender cómo yo construyo en la escucha lo que me parece un ruido, como entender cómo mi sonido se vuelve un ruido para los demás. Observo un gran fenómeno de inconciencia en cuanto a la producción de ruido en nuestros países latinoamericanos. Aún cuando en ocasiones, como mencioné arriba, la noción de ruido en nuestros países pareciera tener fronteras más elásticas, cuando no hay una educación en la escucha -un proceso de reflexión y autoconciencia de las propias formas del escuchar- el dispositivo del ruido instala consecuencias políticas y de convivencia que pueden no ser saludables. Como agente de desbordamiento, muchas veces el ruido significa, exclusivamente, la ausencia de una conciencia que entienda la producción de ruido como un acto que es consecuencia de los procesos vitales en los que nos involucramos y que necesariamente genera repercusiones en los otros, que ante todo, e igual que yo, también escuchan. Así pues, una educación en la escucha, una educación y sensibilización auditiva me parecen el arma más poderosa y relevante con que podemos contar a la hora de discutir políticamente la configuración del ruido en nuestras comunidades. Liberar o atender el problema político del ruido tiene mucho más que ver con el activar procesos para que una sociedad aprenda a escucharse escuchar, que con establecer reglas y medidas que traten de intervenir en el fluído político aural, connatural a la ciudad como ente generador de vida y de ruido. Bibliografía: Attali, Jacques (1995) Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música, México: Siglo XXI editores. Chion, Michel (1983) Guide des Objets Sonores, París: Éditions Buchet/Chastel, INA/GRM. Chion, Michel (1998) El Sonido, Madrid: Paidós Comunicación. Dufourt, Hugues (1999) Pierre Schaeffer: le son comme phénomène de civilisation en Augoyard, et al. Ouïr, entendre, écouter, comprendre après Schaeffer. Paris: INA-GRM/Buchet-Chastel. Erlmann, Veit (Comp.) (2004) Hearing Cultures, Essays on sound, listening and modernity, Nueva York: Berg. Fernández, Sergio (1997) Fenomenología de Husserl: Aprender a ver. 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