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Entrevista con Eduardo Halfon

buensalvaje 4, san josé, costa rica

Fotografía: Lucía Corral 16 Desaiando los límites de lo autobiográico y lo puramente iccional, escarbando con rabia en las entrañas de la propia identidad, Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971) ha logrado consolidar una voz y un universo literario que no deja de expandirse. Sus obras, que pueden ser leídas de manera independiente, guardan, sin embargo, profundas conexiones: se contienen unas a otras, como muñecas rusas. Para aproximarnos a su centro, hace falta ingresar en el territorio de los sueños, donde se confunden realidad, icción y recuerdo. Por Alexandra Ortiz Wallner lo largo de noviembre de 2013, leí toda la obra hasta entonces publicada de Eduardo Halfon, el escritor guatemalteco con quien me sentía en deuda como lectora. Su primer libro, Esto no Es una pipa, saturno (2003), me había impresionado por su forma –una escritura breve, concisa– y por su muy original tratamiento de los temas del arte, la muerte y el ser escritor. Diez años después, la obra de Halfon no solamente había crecido en cuanto a títulos publicados, sino que conformaba ya un universo propio. Atrás había quedado mi impresión de aquel libro único, para dar lugar a una producción sostenida: sus diez volúmenes de narrativa eran la prueba más contundente de ello. Había obtenido reconocimientos internacionales: semiinalista del Premio Herralde de Novela (El ángEl litErario, 2004), XV premio literario Café Bretón & Bodegas Olarra (ClasEs dE dibujo, 2009), XIV premio de novela corta José María de Pereda (la piruEta, 2010). También había sido nombrado uno de los mejores escritores jóvenes de América Latina por el Hay Festival de Bogotá. En 2011, para continuar trabajando en el proyecto iniciado con su libro El boxEador polaCo (2008), obtuvo la beca Guggenheim. Sus libros Mañana nunCa lo hablaMos (2011), EloCuEnCias dE un tartaMudo (2012) y más recientemente MonastErio (2014) ampliaron el tan particular universo literario de este autor, de origen judío y árabe, residente en Nebraska. Imposible no hablar de un universo literario cuando nos encontramos frente a una serie de miniaturas textuales, escritos breves y estructurados hacia su interior que, a través de un tono íntimo y confesional, se van conectando entre sí, dialogando hacia el exterior: Eduardo Halfon, el autor, ha creado a Eduardo Halfon, el protagonista y narrador de sus historias iccionalizadas. Con un gesto literario de gran elegancia, el A escritor ha ido agujereando los límites clásicos entre realidad y icción, creando así a un narrador que comparte su nombre, su origen, sus búsquedas y muchas de sus historias, aunque no todas. «De alguna manera soy yo», dice, «y no soy yo». La memoria, la identidad, el desarraigo, la salvación y los sueños se entremezclan con historias sobre las relaciones familiares y la nostalgia por ese paraíso perdido que es la infancia. A veces, junto al narrador, perseguimos a iguras fantasmales que no sabemos si son reales o si son espectros o deseos de su imaginación. «Nos soñamos unos a otros todo el tiempo», dijo alguna vez Borges. Los sueños, esas microhistorias insertadas en una historia mayor, como espacios cerrados con puertas secretas, se transforman en un recorrido en la obra de Eduardo Halfon, en una búsqueda y a veces también en un laberinto: los sueños nos conducen hacia la literatura, la literatura nos lleva a soñar, la literatura es sueño. A continuación abrimos algunas puertas secretas en esta entrevista con Halfon, indagando en los sueños que habitan su narrativa. La primera mención al sueño en tu literatura me lleva al origen; es decir, a tu primer libro, Esto no Es una pipa, saturno (Alfaguara, 2003). En la segunda parte, el narrador se reiere al último de los sueños, a la muerte, pero a la muerte por mano propia: «Bellos durmientes: Jack London en su granja aún famosa en California; Malcolm Lowry con barbitúricos y alcohol; Alejandra Pizarnik, antes de su perpetuo sueño, escribió con yeso “no quiero ir nada más que hasta el fondo”; la poeta estadounidense Sara Teasdale tomó veronal para dormirse eternamente en su tina; Stefan Zweig, también con veronal, en los brazos de su esposa, en su cama, en el exilio, en Brasil». En ese relato narrás el inal de muchos escritores, pero en Central tu caso fue el inicio: ¿una forma de conjurar el sueño de la literatura? Mi primer libro es, en esencia, la carta de un suicida. Pero una carta a nadie. Un grito al vacío. Una narrativa lírica, y visceral, y también metafórica. Yo sabía que para entrar a la literatura, para vivirla desde dentro, una parte de mí tenía que morir. El ingeniero. El sistemático. El racional. El primogénito y obediente. El niño bien. Sabía que la literatura solo admite a soñadores. No estaba, entonces, conjurando el sueño de la literatura, sino más bien invocándolo. O reclamándolo como un mendigo reclama el último pedazo de pan. O acaso demandándolo como un bello durmiente demanda un puñado de pastillas, y se lanza a soñar. Invocar el sueño de la literatura. Esto me recuerda un episodio de El ángEl litErario (Anagrama, 2004) en el cual el narrador nos confiesa: «Cuando la ansiedad aumenta me preparo un expreso o busco otro cigarrillo, por hacer algo, supongo. Entonces me duermo un rato escribiendo, y puedo volver a soñar con este falso universo que me parece esencial, aún más esencial que el mío». Soñar con escribir un falso universo. Pensando en tus libros, ¿cuál sería ese falso universo: uno que solo es posible en sueños? Quizás hay que estar algo dormido para escribir un libro de icción, pues escribirlo no es más que el intento de crear un universo nuevo, una realidad nueva, contenida y limitada en las páginas de ese libro. Y me parece que eso solo se puede hacer dejando de existir momentáneamente en este universo real y huyendo a ese universo nuevo y falso que estamos creando. Escribir, al igual que leer, es una huida. Y ese estado mental, cuando somos lo que escribimos, cuando vivimos y morimos en nuestras historias, no es distinto de estar soñando. El boxEador polaco (Pre-Textos, 2008) es tu libro más traducido y conocido hasta ahora. El personaje principal, llamado también Eduardo Halfon, vive o imagina diferentes episodios en cada uno de los relatos. En «Twaineando», por ejemplo, dice: «Posiblemente soñé que yo era Mark Twain o alguien muy parecido a Mark Twain navegando por el río Mississippi y al mismo tiempo escribiendo que navegaba por el río Mississippi». Me recordó la famosa frase de Arthur Rimbaud, «yo es otro», y también a Zelig, el personaje de Woody Allen. ¿Por qué expresar el deseo de ser otro a través de un sueño? El deseo o la necesidad de ser otro no solo en un sueño, sino en la vida misma. Mi narrador, que también se llama Eduardo Halfon y que de alguna manera soy yo, tiene ese sueño al nomás llegar a una conferencia académica sobre Mark Twain, en los Estados Unidos. Y al igual que Zelig, que se convierte físicamente en asiático cuando está entre asiáticos, o en alemán cuando está entre nazis, mi narrador necesita o sueña que necesita convertirse físicamente en Mark Twain. Ese instinto camaleónico o mimético, que en mi narrador se expresa en un sueño, es en realidad una estrategia de sobrevivencia, ¿no? Y una estrategia de sobrevivencia, claro está, muy judía. Disfrazarme como el otro, aparentar ser como los demás, hablar igual a quienes me rodean y así pasar desapercibido, y sobrevivir. Para sobrevivir entre nazis me disfrazo de nazi. Para sobrevivir entre académicos expertos en Twain, no me convierto en un académico, sino en Twain mismo, o en un sueño de Twain. Quiero evocar aquí la piruEta (Pre-Textos, 2010), una novela que contiene muchas escenas relacionadas con los sueños. Mi favorita es la siguiente: «Dice Petar que a veces los gitanos hacen una pirueta antes de morir. ¿Cómo así?, le pregunté a Slobodan. Dice Petar que él lo vio una vez. Hace mucho tiempo. En el bosque. Cuando aún vivía en una caravana. Dice que estaban todos los adultos alrededor de una fogata, contando historias, y él estaba acostado y a punto de dormirse cuando vio que un hombre, sin decir nada, se puso de pie, hizo una pirueta y cayó muerto al lado de unos árboles. Dice Petar que lo recuerda como si hubiese sido un sueño». Esta unión del recordar y el soñar aparece como imprescindible para el proceso de escritura. ¿Lo ves como un mecanismo o un motor que te permite poner a andar la narración? Todo lo que he escrito tiene sus cimientos profundamente anclados en algún recuerdo. Me pongo a escribir y de inmediato la imagen de algún recuerdo se mete como un intruso, casi sin que yo mismo me dé cuenta. A veces es un recuerdo de algo reciente. Otras veces, la mayoría de veces, es algo de mi adolescencia o de mi infancia. Pero no me interesa el recuerdo como un hecho o una verdad, sino más bien el recuerdo como una imagen absurda y difuminada y alterada y luego reconstruida a través de palabras. El recuerdo, en in, como la imagen soñada de un gitano muriendo a la par de una fogata, en el bosque, en la noche. En Mañana nunca lo hablaMos (Pre-Textos, 2011), tu libro dedicado a la memoria infantil y a muchos recuerdos de tu infancia guatemalteca, hay un sueño cargado de iguras, lugares y situaciones muy reales de la Guatemala violenta de los años setenta: «Soñé que llegaba a nuestra casa el guerrillero de la guitarra chamuscada y el televisor. Saludaba al policía de seguridad en el vestíbulo, quien solo seguía tomando sorbitos de café de su termo. El guerrillero subía las gradas y entraba en el cuarto de mis papás y salía cargando a mi mamá. Tenía a mi mamá cargada sobre un hombro de la misma forma en que se cargaría un costal de papas. Decía que quería llevársela con él a las montañas de Patzún, en Chimaltenango. Mi mamá estaba tranquila, parecía no protestar, parecía no importarle. Mi papá no estaba. De pronto el guerrillero se asomaba de espaldas a la puerta de mi cuarto, para que mi mamá se despidiera, y ella, mucho más pequeñita sobre el hombro del colosal guerrillero, solo me decía adiós con la mano». Tu familia abandonó Guatemala en 1981. ¿Podría la forma de realismo por la que optás en este libro solamente existir junto con lo onírico? Yo viví aquella Guatemala de los años setenta a través del prisma de un niño, con toda la fantasía e inocencia de un niño aislado casi por completo de 17 18 la realidad social del país. Y la única manera en que podía ahora recrear la icción de esa época, entonces, o al menos revisitarla, era atravesando de vuelta ese mismo prisma que todo lo distorsiona, y que todo lo mezcla, y a través del cual realidad y sueño se vuelven la misma cosa. Me cuesta distinguir entre los sueños y las memorias de mi infancia. Ya me ha pasado que descubro una vieja foto de algún evento que antes había creído un sueño. Pero también me ha pasado que alguien me aclara que un recuerdo mío en realidad jamás sucedió, y probablemente no fue más que un sueño. Ya no sé si soñé que un guerrillero se llevaba a mi madre, o si un guerrillero de verdad se llevó a mi madre, o si la icción es más fuerte que la memoria. Pero al recuperar esas imágenes, todas para mí tan reales como cualquier sueño, también recuperé los momentos en que mi infancia dejó de ser infancia, y yo dejé de ser niño. La familia, las relaciones familiares –y con ellas el judaísmo– se han convertido en grandes temas que, entrelazados y no pocas veces en tensión, atraviesan tu obra. En un sueño de tu próximo libro, signor hoffMan (Libros del Asteroide, 2015), el narrador y sus hermanos buscan salvarse de un campo de concentración: «Y de inmediato me puse a soñar con mi madre. Estaba sentada mi madre en la banca del pequeño salón, viendo la película en blanco y negro en las tres pantallas. Pero en cada una de las pantallas salíamos mi hermana, mi hermano y yo. Cada uno en su propia pantalla. Cada uno en blanco y negro y prisionero en su propio campo de concentración. Y cada uno, entonces, para salvarse, tenía que hacer en su pantalla aquello que mi madre nos dijera que hiciéramos, como si mi madre fuese la guionista y directora de nuestras tres películas. A mi hermana le decía que para salvarse tenía que bailar danza moderna, como lo había hecho de niña, y mi hermana se ponía a bailar en su pantalla. A mi hermano le decía que para salvarse tenía que abrir un hoyo en la tierra con las manos, un hoyo grande y profundo usando solo las manos, y mi hermano se ponía a escarbar en la tierra en su pantalla. A mí me decía desde la banca que para salvarme tenía que quitarme la barba, que un judío jamás se deja crecer la barba mientras vive su padre, que llevar barba era una falta de respeto hacia mi padre, hacia ella, hacia el pueblo judío». ¿Te permite acaso la clave de los sueños establecer mejor el contrapunto entre la fábula y la familia? Un escritor fabula con aquello que tiene al alcance, y la familia quizás es lo más próximo. Mi hermano, mi hermana, mi padre, mi madre, mis abuelos, están todos siempre muy cerca, rondando alrededor de mi escritorio mientras trabajo, diciéndome o a veces gritándome qué escribir, y yo simplemente soy su taquígrafo. Cuando escribo me veo en todos ellos. Me relejo en todos ellos. Mi historia solo tiene sentido en el marco de las suyas. Y sus historias, por supuesto, no solo forman parte de mi vigilia, sino también de mis sueños. Mi hermana – que es instructora de yoga– y sus movimientos. Mi hermano –que es escultor– y sus manos. Mi madre y su detallada coreografía de madre. El conlicto árabe-israelí y tus orígenes árabe y judío se mezclan en este sueño de MonastErio (Libros del Asteroide, 2014), en el que al inal lo que queda es una negación de la propia identidad: «A veces, le dije nervioso, sueño que estoy en un avión secuestrado por terroristas árabes. Fumé de nuevo, viendo cómo ella, con mano experta, deshacía el nudo rojo del bikini en su espalda. Es un sueño recurrente, le dije exhalando. Uno de los terroristas árabes en el avión se me planta enfrente, le dije, y yo, con pánico, empiezo a recitarle las pocas palabras en árabe que recuerdo decía mi abuelo libanés. Su rostro pecoso volteado hacia mí, Tamara me miraba hacia arriba con sus grandes ojos azules. Lajem bashin, y kibe naye, y lebne, y mujadara, que son todos nombres de comidas árabes, pero son las únicas palabras árabes que me sé. Tamara sonrió ligero. El terrorista árabe entonces me ensarta una pistola en la cara y me grita que me vaya a la mierda, que parezco un judío, que soy un judío, y acerca más su pistola. Puedo sentir la punta de la pistola aquí, en la frente, le dije a Tamara, y el tipo árabe está a punto de disparar, a punto de meterme un tiro en la cabeza y matarme, y entonces le digo que no, que se equivoca, que yo no soy judío». La ambigüedad de las identidades también es tema en toda tu obra. ¿Por qué traerla al mundo de los sueños en MonastErio? Hace unos años, en Puerto Rico, para el festival que organizan José Manuel Fajardo y Mayra Santos-Febres, estaba en una discoteca con el escritor argentino Marcelo Birmajer, quien llevaba un par de días riñéndome por –como él lo llamaba– mi falta de sionismo. El reguetón de la discoteca estaba ya demasiado recio para ambos y él me sugirió que saliéramos a caminar un poco por las calles del viejo San Juan. Era pasada la medianoche, pero aún hacía calor. Caminamos mucho, recuerdo, discutiendo y defendiendo nuestras respectivas ideas sobre Israel, y la existencia de un Estado judío, y la responsabilidad de ser un judío, y los límites que deinen la identidad de un judío. Y mientras caminábamos, yo le conté ese sueño. Birmajer de inmediato se detuvo a media calle y me propuso que escribiéramos una obra de teatro a cuatro manos, sobre dos judíos latinoamericanos que discuten igual que estábamos discutiendo nosotros, caminando por el viejo San Juan. Que yo empezara la primera escena con ese sueño de los terroristas en el avión, me dijo, y que después él continuaría. A los pocos días llegué a mi casa y empecé a narrar aquel sueño y antes de saber qué estaba pasando escribí MonastErio. Así de impredecible y azaroso es el proceso narrativo, supongo. Luego le mandé un correo a mi amigo Birmajer para agradecerle y mandarlo al carajo. Todo culpa del reguetón. Hay un sueño que precede a tu obra y a la vez la contiene. En tu diario personal has anotado lo siguiente: «Madrugada del 31 de octubre del 2001. Son las cinco de la mañana, y me desperté angustiado. Recuerdo únicamente partes del sueño. Estaba escribiendo y leyendo un texto desordenado, incomprensible, en donde cada capítulo (¿cuento, fragmento?) contenía la semilla del próximo. Ya más despierto, se me ocurre una posible estructura literaria: la matryoshka. Muñecas dentro de muñecas dentro de muñecas. Ir creciéndola hacia afuera, para que el lector la lea hacia dentro. O al revés. Una sola novela fragmentada, escrita poco a poco, por entregas, y unida por la referencia a una estructura externa que explica su sistema, su sentido. Ansioso, entusiasmado, ya no pude dormir». Veo, en lo que te mostró aquel sueño, una atracción por la forma, por las estructuras y por las dinámicas. ¿Sería esta también tu comprensión de la literatura, como un proceso de seducción? Si la literatura es un proceso de seducción, esa seducción sucede en otra parte. No tiene nada que ver con su forma o estructura, que es más racional. Que es, por decirlo de alguna manera, una ingeniería. El ingeniero que aún soy se deslumbra dándoles forma a las historias que escribo, jugando a ordenarlas y reordenarlas como si todas hicieran parte de una enorme rayuela. Tuve ese sueño una noche de octubre de 2001, cuando apenas empezaba a escribir, a aprender el oicio literario. Recuerdo que me desperté sobresaltado, consciente de que había sido un sueño signiicativo, y de inmediato, antes de perderlo en la vigilia, lo anoté en un pequeño cuaderno espiral que mantenía en la mesa de noche, y que aún conservo. Empecé a escribir mi proyecto literario, entonces, casi sin darme cuenta de la importancia de aquel sueño, por ratos casi olvidándolo. Hace más de trece años de eso. He escrito ya suicientes libros para llenar una pequeña repisa, y aún no he llegado al centro o al inal de la matryoshka. Sigo escribiendo historias que se abren a otras historias, libros que engendran otros libros, cuentos independientes que a la vez dependen de los demás. Como si todo formara parte de una sola estructura o de un solo libro. Pero la seducción no está ahí. La seducción solo se da a través del lenguaje, del erotismo de las palabras, de su música, del ritmo con el cual pueden acariciarnos o golpearnos o hasta hacernos llorar. Es el lenguaje la cama donde sucede toda seducción literaria. Y lo demás son muñecas rusas Alexandra Ortiz Wallner (San Salvador, 1974) es crítica literaria y docente universitaria. Su ensayo-investigación El artE dE fiCCionar: la novEla ContEMporánEa En CEntroaMériCa se ha convertido en una obra de referencia sobre el panorama novelístico en la región. Vive y trabaja en Berlín.