R E V I S T A
D E
E S T U D I O S
I N T E R N A C I O N A L E S
La modernidad como relato
María José Henríquez
«...porque historiadores, al fin y al cabo, vivimos en la misma atmósfera de crisis que los
demás hombres contemporáneos nuestros y para perseverar nos hace falta confianza en nosotros
y en nuestras obras».
Lucien Febvre, Combates por la historia.
¿
Qué es la modernidad? ¿Qué carga
de valor y de sentido nos confiere
hoy, al hacer historia, uno de los conceptos que en mayor medida ha determinado el curso del pensamiento –y en su
nombre de la acción– los últimos siglos?
Etimológicamente nos habla de novedad, y será precisamente esta la idea predominante en la historia del pensamiento,
que concebida como una progresiva «iluminación» identificará, sempiternamente,
lo nuevo con lo valioso. En este «novedoso» devenir, la herencia del pensamiento
judeo-cristiano –desarrollada y elaborada
en términos seculares– otorgará a la historia un fin, como meta y como sentido,
abocándonos a su comprensión como unidad, como la Historia.
Entender la Modernidad como un relato nos enfrenta, casi sin suerte de conti1
nuidad, a su crisis, al fin del metarrelato.
Definido por Jean François Lyotard como
un cuerpo consensuado de lenguaje, legitimador del saber y por tanto de una verdad: la unanimidad de la verdad científica1, el metarrelato se presenta como la
característica esencial de la condición moderna. Sin embargo, al ser concebido
como un relato más, desde la trinchera
posmoderna no solo se cuestiona el origen de la legitimidad del saber, sino también la validez de una forma de entender
el mundo, que en sus cimientos será acremente relativizada.
Entonces, cabe preguntarse qué se
entiende por el vértigo posmoderno. Según
Lyotard, se trataría de la condición del saber en las sociedades más desarrolladas,
condición que designa el estado de la cultura después de las transformaciones que
Lyotard, Jean-Francois, La condición posmoderna, Madrid, Ediciones Cátedra, 1994, pp. 9-11.
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María José Henríquez
han afectado las reglas del juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir
del siglo XIX. No obstante, su preocupación radica en la crisis de los relatos como
consecuencia de dichas transformaciones:
Simplificado al máximo, se tiene por
‘posmoderna’ la incredulidad respecto a
los metarrelatos. Esta es, sin duda, un efecto del progreso de las ciencias; pero ese
progreso, a su vez, la presupone. Al desuso del dispositivo metanarrativo de legitimación corresponde especialmente la crisis de la filosofía metafísica, y la de la institución universitaria que dependía de ella.
La función narrativa pierde sus functores,
el gran héroe, los grandes peligros, los
grandes periplos y el gran propósito. Se
dispersa en nubes de elementos lingüísticos narrativos, etc., cada uno de ellos
vinculando consigo valencias pragmáticas
sui generis. (…) El saber posmoderno no
es solamente el instrumento de los poderes. Hace más útil nuestra sensibilidad ante
las diferencias, y fortalece nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable. No
encuentra su razón en la homología de los
expertos, sino en la paralogía de los inventores2.
Condición heterogénea, fragmentaria
y retórica en que la historia, en definitiva,
consistiría en un conjunto de interpretaciones…. ¿y nada más?
En este punto, la reflexión nos lleva a
dar un paso atrás y, por sus implicancias,
preguntarnos en primer lugar por el fin o
no de la Modernidad, y en este entendido
2
3
4
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(en uno u otro sentido) qué sería la posmodernidad: ¿su epílogo?
El concepto de disolución es clave
en la lucha de la crítica posmoderna
por desvincularse totalmente
de lo moderno.
Decir que estamos en una etapa posterior a la modernidad y asignar a este
hecho un significado de algún modo decisivo presupone aceptar el punto de vista
de la modernidad, la idea de progreso, el
concepto de superación y la historia con
corolarios3, en definitiva algo nuevo, y por
tanto una etapa más del devenir moderno. ¿Una condición moderna tardía? utilizando un ambiguo concepto de Vattimo,
pero en sentido inverso.
Por el contrario, otra cosa es si lo
posmoderno se caracteriza no solo como
novedad respecto de lo moderno sino también como «disolución» de la categoría de
lo nuevo, como experiencia del fin de la
Historia, en lugar de presentarse como un
estadio diferente de la historia misma.4
En la crítica posmoderna, en su lucha
por una desvinculación absoluta con lo
moderno, será –precisamente- clave el
concepto de disolución. Entonces, cuál es,
cómo trama su argumento dicha crítica.
Ibid., pp. 10-11.
Vattimo, Gianni, El fin de la Modernidad, Barcelona, Editorial Gedisa, 1994, pp. 11-12.
Ibid., p. 12.
La modernidad como relato
LA CRÍTICA POSMODERNA
Para Gianni Vattimo, lo que caracteriza el fin de la historia en la experiencia
posmoderna es que mientras que en la
teoría la noción de historicidad se hace
cada vez más problemática, en la práctica historiográfica y en su autoconciencia
metodológica, la idea de una historia como
proceso unitario se disuelve y en la existencia concreta se instauran condiciones
efectivas que le dan una especie de inmovilidad realmente no histórica5.
La sociedad de consumo exige la
renovación continua para asegurar la
supervivencia del sistema.
En la sociedad de consumo la renovación continua está exigida para asegurar la supervivencia del sistema. Por lo
tanto, la novedad nada tiene de revolucionario, el progreso se convierte en rutina y,
en consecuencia, el discurso de la
posmodernidad se legitima. Por su parte,
en el plano teórico la historia de las ideas
habría conducido a un vaciamiento de contenido de la noción de progreso, el progreso se ve privado del «hacia donde»6.
¿Cómo se evidencia, entonces, la ruptura de la unidad, la disolución?
En primer lugar, la historia de los acontecimientos políticos, o militares, o de los
grandes movimientos de ideas, es solo una
historia entre muchas otras. Por otra parte, el conocimiento del carácter ideológi5
6
7
co de la historia, la devela unitaria solo
para los vencedores, ya que ahí es donde
radica el poder para escribirla, privando a
los vencidos de su propia historia. Entonces, se pregunta Vattimo, la disolución de
la historia como diseminación de las «historias», no es tampoco propiamente un
verdadero fin de la historia como tal7. Ahora bien, en esta época, la contemporánea,
se presenta una no menor paradoja. Gracias a los medios de comunicación y a la
multiplicación de los centros capaces de
reunir y transmitir información, se podría
realizar una «historia-realmente-universal», pero esa historia es imposible como
historiografía. El uso de los mass media
tiende a achatarlo todo en el plano de la
contemporaneidad y de la simultaneidad,
lo cual produciría una deshistorización de
la experiencia, y nuevamente encontraríamos base de legitimación para las teorías
posmodernas. Volveremos sobre este aspecto.
En tercer lugar, y de manera más radical, la aplicación de los instrumentos del
análisis de la retórica, el conocimiento de
los mecanismos retóricos del texto, nos
indicarían que la historia es una «historia»,
una narración, un relato mucho más de lo
que estaríamos dispuestos a admitir. En
este sentido y apelando a la más extrema
y paradigmática frase «no existe nada fuera del texto», se disolvería también la dicotomía entre ficción y realidad.
En este sentido, para el revisionismo
de ala liberal, de la misma manera que para
Foucault o Hayden White, la historia se-
Ibid., p. 13.
Ibid., pp. 14-15.
Ibid., p. 16.
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María José Henríquez
ría un campo de competencias entre estrategias narrativas o retóricas, un discurso plural que siempre produce muchas
narraciones alternativas. El resultado de
este pensamiento no solo es borrar la distinción entre hecho y fábula, sino que también socavar el concepto de razón histórica como una mejor, más ilustrada o responsable versión de hechos significativos.
Los eventos históricos, así como las interpretaciones históricas, surgen en respuesta
a presiones o circunstancias de mediano
plazo y luego desaparecen tan rápido como
cambian los tiempos. En este caso los historiadores se engañarían al pensar que
pueden dar sentido al pasado a partir de
premisas basadas en la razón, el progreso
y la crítica ilustrada. En una visión muy
parecida a la posmodernista o foucaldiana,
la historia sería siempre la historia del presente. Un discurso cuyos contornos son
dibujados por los intereses políticos o sociales prevalecientes. La verdad, en cualquier tiempo dado, solo puede ser determinada de acuerdo con el consenso predominante8.
Los teóricos son ingenuos si piensan
que fomentan un argumento
contrahegemónico que pueda extender
su reivindicación hacia un punto de
vista independiente.
8
9
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86
Al respecto, la causa neopragmática
niega que la razón crítica pueda hacer algo
por cambiar los significados consensuados
y las creencias incorporadas en una comunidad interpretativa dada. Stanley Fish
presenta su argumento de la siguiente
manera: toda interpretación, en literatura,
derecho, filosofía o ciencias humanas en
general, tiene lugar dentro de una empresa
comunal. Esto incluye cualquier teoría que,
por radical que sea, expone la crítica en
términos de ese consenso y los teóricos
deben, por tanto, ser ingenuos si piensan
que fomentan cualquier argumento contrahegemónico, que podría de alguna manera
extender su reivindicación hacia un punto
de vista independiente. Para Fish, estas reivindicaciones son simplemente incoherentes para lograr cualquier aceptación (de la
comunidad cultural, por ejemplo), en definitiva deben interpretarse en términos de
un pre-dado consenso cultural9.
La verdad histórica sería entonces
solo una quimera. Y la historia solo una (o
muchas) ficción (es).
Jean Baudrillard, por su parte, elabora tres hipótesis en relación con el «desvanecimiento» de la historia a partir de,
curiosamente, una «analogía» con la física10. En primer lugar, por el efecto de la
aceleración habría dejado de ser real. La
aceleración de la modernidad, la técnica,
la mediática, la aceleración de todos los
intercambios nos ha conducido a una velocidad de liberación tal que nos hemos
Norris, Christopher, «Post modernizing history: right-wing revisionism and the uses of theory», en Keith
Jenkins (ed.), The Posmodern History Reader, Londres, Nueva York, Routledge, 1997, pp. 100-101.
Ibid., p. 94.
Baudrillard, Jean, La ilusión del fin o la huelga de los acontecimientos, Barcelona, Anagrama, 1993,
pp. 9-22.
La modernidad como relato
salido de la esfera referencial de lo real y
de la historia. Liberados, abandonamos un
espacio-tiempo determinado, en el que lo
real era posible gracias a una fuerte gravitación, que permitía que las cosas se
reflejaran y, por tanto, tenían alguna duración y alguna coherencia. El acelerador
de partículas quiebra la órbita referencial
de las cosas y no se da un despliegue congruente de las causas y efectos, a lo que
llamamos lo real.
La segunda hipótesis dice relación, por
el contrario, con la disminución de la velocidad; en este sentido –al igual que con
Vattimo– se pierde el propósito, la finalidad. En tanto que a mayor densidad, menor velocidad, la materia inerte de lo social resulta de la proliferación y de la saturación de los intercambios, los acontecimientos se van produciendo uno tras otro
y aniquilando en la indiferencia. La historia se acaba no por falta de actores, ni por
falta de violencia, ni por falta de acontecimientos, sino que por la disminución de la
velocidad, indiferencia y pasmo. La historia ya no llega a sobrepasarse a sí misma,
ni a contemplar su propia finalidad, ni a
soñar su propio fin.
En un sentido similar pero agregando
un ¿nuevo? aspecto, el efecto estereofónico, es decir la hiperrealidad, pondrá
fin a la linealidad del tiempo. La proximidad excesiva con la realidad produciría una
interferencia desastrosa entre un acontecimiento y su difusión, entre la causa y el
efecto, entre el objeto y sujeto, el tiempo
lineal que es el del fin, se convierte en un
11
12
suspenso ilimitado del fin. La hiperrealidad
pone término al propio aplazamiento del
Juicio Final, o del Apocalipsis o de la Revolución. «Si queremos el goce inmediato
del acontecimiento, si queremos vivirlo en
el mismo instante, como si estuviéramos
ahí es que no tenemos ninguna confianza
en el sentido o en la finalidad del acontecimiento»11.
La historia se acaba no por falta de
actores sino por la disminución de la
velocidad, indiferencia y pasmo.
Por último, Robert Young, tomando
algunos aspectos de la crítica ya vistos en
Vattimo, e inspirado en la corriente
poscolonialista, desarrolla la idea de la disolución de la Historia como una expresión de las premisas eurocéntricas del
conocimiento occidental. «…Puede afirmarse que el posmodernismo en si mismo
implica no sólo los efectos culturales de una
nueva fase del capitalismo ‘tardio’, sino
también un sentimiento de pérdida de la
historia y la cultura europea como Historia
y Cultura, pérdida de su lugar incuestionable en el centro del mundo. Podríamos decir que –de acuerdo con Foucault–, si la
centralidad del ‘Hombre’ se disolvió a finales del siglo XIX y el ‘Orden Clásico’
cedió paso a la Historia, hoy en día, a finales del siglo XX, la Historia ha dado lugar a
lo ‘Posmoderno’ por lo que estamos presenciando la Disolución de ‘Occidente’»12.
Ibid., p. 21.
Young, Robert, «White mythologies: writing History and the West», en Keith Jenkins (ed.), The
Posmodern History Reader, Londres, Nueva York, Routledge, 1997, p. 76.
87
María José Henríquez
El paso definitivo a la condición
posmoderna se verifica principalmente
en la disolución de la dicotomía
realidad/ficción.
Recapitulando, podríamos decir que la
«disolución», y por tanto el paso definitivo
a la condición posmoderna, no se verifica
solamente en la unidad de la historia como
proceso, o en el centro occidental desde el
cual se la escribía, sino que –y principalmente– en la disolución de la dicotomía
realidad-ficción. Así, la idea fundamental
consistiría en negar que la historiografía
haga referencia a la realidad y, como derivada, no existiría ningún criterio históricoracional de la verdad, ya que todo intento
por obtener una visión coherente e integral
de un período dado estaría determinado por
apreciaciones no científicas.
CRÍTICA A LA CRÍTICA: REALIDAD,
VERDAD E HISTORIA
Evidentemente, estas teorías han provocado múltiples respuestas, que reconociendo las transformaciones de nuestras
sociedades y sus consecuencias, en cuanto a la teoría y práctica histórica, rechazan –en último término– el fin de la racionalidad histórica como medio para aproximarse a la verdad y, por tanto, a la realidad como objetivo (ideal) último.
Cuestionando el argumento de Young,
13
14
88
desde el marxismo, Bryan D. Palmer, lo
considera atractivo para aquellos que desean corregir los errores de una historiografía arraigada en el racismo, pero, en
su opinión, este desafío ahoga el proyecto
de emancipación, convirtiéndolo en una
ideología de la ilusión. «Occidente» no está
en sentido alguno en vías de disolución, la
«Historia» no ha quedado desplazada.
«Pocos meses después de la publicación
de las palabras de Young, la carnicería de
la Guerra del Golfo mostró el talón de
Aquiles de los trompetazos ideológicos de
este tipo de soplidos inequívoca y tecnológicamente superiores de un ‘Occidente’ tan belicoso y militarista como otras
formaciones sociales capitalistas que están ostensiblemente muertas»13.
Son las consecuencias teóricas, prácticas y también políticas de la teoría
posmoderna las que preocupan a Palmer
y, en este sentido, las palabras de Ellen
Meiksins Wood grafican su inquietud:
Justo en el momento en el que el mundo
cae progresivamente dentro de la lógica totalizadora del capitalismo y sus impulsos
homogeneizadores, justo en el momento en
el que más sentimos la necesidad de encontrar herramientas conceptuales para comprender esa totalidad global» (..) «ciertas corrientes intelectuales de moda –desde el ‘revisionismo’ histórico al ‘posmodernismo’ cultural– están dividiendo al mundo en fragmentos de la ‘diferencia’ 14.
La defensa desde el marxismo, no
implica ignorar el grado en el que el pen-
Palmer, Bryan D., «La teoría critica, el materialismo histórico y el supuesto fin del marxismo: retorno
a la miseria de la teoría», Historia Social, N° 18. Invierno 1994. p. 132
Ibid.
La modernidad como relato
samiento posestructuralista se ha preocupado de temas poco atendidos por las
múltiples corrientes de la tradición marxista. La preocupación radica en el grado
en el que la acrítica adopción de la teoría
crítica ha dado lugar al rechazo absoluto
de los supuestos y las explicaciones del
materialismo histórico, al detrimento de la
sensibilidad histórica y a la negación de la
existencia real de hombres, mujeres y niños situados históricamente. El rechazo
expuesto por Palmer puede, en su opinión,
favorecer al marxismo y al materialismo
histórico, en la asimilación del valor de la
teoría crítica como elemento enriquecedor de la investigación y la interpretación
histórica, pero «solo si el antimarxismo
arrogante e insensato y patentemente ideológico se reconoce y rechaza por lo que
es: oportunismo y apostasía de un clima
político particular».15 Lo que podríamos
considerar «similar» al revisionismo de ala
liberal, pero en sentido inverso.
La lectura marxista del posmodernismo no rechaza que se trate de una
condición de la vida cultural contemporánea, rebate lo que considera un proyecto
ideológico de racionalización y legitimación de este orden posmoderno como algo
que está por encima y más allá de las relaciones sociales de una economía política capitalista. La posmodernidad, para el
marxismo, constituye una época del capitalismo, básicamente continua con la explotación y la acumulación de los primeros tiempos, pero discontinua en las formas de expresión de sus representaciones. Esta posmodernidad como condición
15
16
capitalista se produce no al margen de la
historia, sino en el marco de sus relaciones de poder y desafío, de lucha y subordinación. Si esto es así, ¿correspondería
aquí preguntarnos por la legitimidad del
saber? ¿En dónde residiría?, ¿en la verdad científica o en –la búsqueda– de la
justicia social?... En la moral, la ética o la
estética.
La lectura marxista del
posmodernismo rebate lo que
considera un proyecto ideológico de
racionalización y legitimación del
orden posmoderno.
Ahora bien, como constructo que se
sabe como tal, que es consciente de su
condición, el posmodernismo sí que podría
tratarse de un proyecto con una intencionalidad, ciertamente más manifiesta que
cualquier otro relato, ya sea moderno o
incluso premoderno, pues al saberse no
natural siempre podrá corregir sus debilidades y potenciar sus fortalezas.
La premisa fundamental en la posición adoptada por Palmer es que el
posestructuralismo constituye la ideología
de una época histórica particular, hoy asociada a la posmodernidad.16 Desde este
punto de vista, es decir como ideología de
una época histórica particular, se lo podría entonces considerar como un eslabón más en el devenir «novedoso» moderno y, por lo tanto, no como la disolución de la categoría de lo nuevo.
Ibid., p. 126.
Ibid., p. 127.
89
María José Henríquez
Podría considerarse que el
posestructuralismo es un eslabón más
en el devenir «novedoso» moderno.
Ahora bien, en opinión de Palmer, en
su crítica a la historiográfica marxista el
posestructuralismo no ha sido especialmente destructivo, ya que ocasionalmente trata con textos históricos reales. La
desestabilización, más bien, ha provenido
de quienes desde el marxismo han oscilado hacia las determinaciones del discurso
y la representación, asestando en este proceso golpes específicos a la historiografía
marxista. Al respecto, la relativización del
concepto de clase ha sido paradigmática,
siendo sus más insignes representantes
Gareth Stedman Jones, Patrick Joyce y
Joan W. Scott. Palmer no niega los descubrimientos de aquellos en relación con
los lenguajes de clase y sus limitaciones…
«pero se requiere el duro empeño de la
teoría y la investigación empírica del materialismo histórico para explicar por qué
la conciencia de clase fue capaz de traspasar los muros reales del pensamiento
político, el dialecto, las relaciones comerciales locales y los diálogos de las baladas
de los teatros de variedades y los romances populares. Las respuestas a los dilemas de clase como un proceso de la conciencia no se encuentran separando el lugar material del trabajo de su concepción,
como Stedman Jones y Joyce se inclinan
a hacer, sino explorando mejor esa estructura del ser para comprender y materializar la estructura del sentimiento que en
17
90
Ibid., p. 143.
algunas ocasiones lo acompaña y, en
otras, está claramente alejado de él»17.
En un sentido similar, pero más cercano a la escuela de Annales, Elizabeth
Fox –Genovese articula su defensa. La
Historia, en su opinión, no puede simplemente ser reducida –o elevada– a una colección de textos, a la teoría y la práctica
de la lectura de los mismos.
Según ella, el texto existe para los historiadores como una función o articulación
del contexto. Ellos trabajan sobre el dilema
que plantea la simbiosis entre el texto y el
contexto, entendiendo por contexto el significado de las condiciones reales de la producción y diseminación textual. A su juicio,
muchos representantes de la crítica literaria también parecen trabajar sobre este dilema, y sus mejores trabajos han abierto
promisorias oportunidades. No obstante, en
la mayoría de los casos han preferido implícitamente absorber la historia dentro del
texto o discurso sin (re) considerar las características específicas de la historia.
Para ella, la historia es ineludiblemente
estructural, es decir, debe revelar y reconstruir las condiciones de conciencia y
acción, entendiendo por condiciones sistemas de relaciones sociales: incluyendo
mujeres y hombres, ricos y pobres, poderosos y débiles, entre todas las distintas
creencias, razas y clases. En cualquier
momento dado los sistemas de relaciones
operan de acuerdo con una tendencia dominante (por ejemplo, lo que los marxistas llaman modo de producción) que los
dota de estructura. El pasado y la interpretación del pasado histórico han segui-
La modernidad como relato
do un patrón o estructura, de acuerdo con
los cuales algunos sistemas de relaciones
o algunos eventos poseen más significado
que otros. La estructura en este sentido
gobierna la escritura y lectura de los textos. No obstante, la estructura ha caducado –en buena medida– por nuestro reconocimiento de los múltiples lazos que ligan todas las formas de la actividad humana, incluyendo el pensamiento y la producción textual. En otras palabras, la preocupación por la estructura ha cedido paso
a la preocupación por el sistema. La real
noción de textualidad, en sentido amplio,
encarna la insistencia sobre el sistema,
interconexión y lleva a la totalización.
Ahora bien, el concepto de estructura, no distinto al del discurso, representa
un compromiso con el dibujo, al menos
provisional, de los límites. En este sentido,
la estructura, como el discurso, intentan
dar cuenta de la política presente y pasada. No obstante, los críticos contemporáneos implícita, cuando no explícitamente,
conceden al texto un estatus sui generis,
como si este de alguna manera definiera
las leyes del tiempo, moralidad, historia y
política. Bajo aquella superficie descansa
una hostilidad implacable hacia la historia
como estructura y hacia la política como la
lucha para dominar a otros y así formar
estructuras de relaciones sociales. De esta
forma, la historia se reduce a un accidente
(en sentido aristotélico) del texto antes que
a su esencia y, así, implícitamente la política se reduce a su encarnación textual.
18
El concepto de estructura representa
un compromiso con el dibujo al menos
provisional de los límites.
Para Fox-Genovese «La crisis epistemológica de nuestro tiempo refleja la crisis de la sociedad burguesa, como una crisis
de conocimiento, certeza, jerarquía y relaciones sociales basadas materialmente.
No estoy sugiriendo que debiéramos volver, si en efecto pudiéramos, a un marxismo intransformado o a la interpretación
liberal. El desarrollo reciente de la historia y los estudios literarios han expuesto
la bancarrota del sujeto autoritario (hombre y blanco) y dado paso a las demandas
de la mujer, la gente trabajadora y los pueblos de razas de color y las culturas no
occidentales. Sugiero que la historia
estructuralmente informada ofrece nuestra mejor alternativa a los modelos literarios. Para la atención seria de las reivindicaciones de la historia, fuerza el reconocimiento del texto como una manifestación de anteriores sociedades humanas.
El problema del conocimiento histórico
persiste. Permaneceremos rehenes no
simplemente de la imperfección, sino de
la imposibilidad de precisión al recobrar el
pasado y, en este sentido, continuaremos
ligados al enigma hermenéutico. Pero
aquellas coacciones no justifican el abandono de la lucha, ni nuestra ciega adhesión a la negación de la historia.»18
Por último, Christopher Norris dará,
Fox-Genovese, «Literary Criticism and the Politics of the New Historicism», En H.A. Veeser (ed.),
The New Historicism, Londres, Routeledge, reproducido en K. Jenkins (ed.), The Postmodern Reader.
Londres, Nueva York. Routledge, 1997, p. 88.
91
María José Henríquez
precisamente, fundamental importancia al
problema planteado en torno al conocimiento histórico. Esta vez la defensa se
encaminará a denunciar el abandono de
la crítica por la teoría crítica.
Se fomenta la nivelación de una visión
consensuada del lenguaje, privando a
la teoría de su fuerza crítica.
Para él, existen ciertos peligros en el
movimiento por colonizar otras disciplinas
en nombre de una abarcadora teoría literaria. Uno de ellos es la tendencia a reducir esas disciplinas al nivel de una generalizada ‘intertextualidad’, sin tomar en cuenta sus problemas específicos, su prehistoria conceptual y sus característicos modos de argumentación. El resultado es fomentar la nivelación de una visión
consensuada del lenguaje, verdad y razón,
privando a la teoría de su fuerza crítica.
No se trata de realizar exposiciones positivistas, y no niega que la lectura de
Foucault, Hayden White u otros «teóricos
del relativismo» (las comillas son mías),
pueda ayudar a agudizar la conciencia de
los estudiantes sobre los debates que siempre se dan en la interpretación de los textos históricos. No obstante, existe una gran
diferencia entre este tipo de lección en la
lectura crítica de la evidencia y otra escéptica que niega su utilidad. En su opinión, «no es un buen tiempo para decir a
los estudiantes que la historia solo da cuen19
92
ta de alguna presente visión consensuada,
y finalmente se reduce a una lucha por el
poder entre varias, más o menos plausibles, ficciones narrativas.»19 Evidentemente su preocupación apunta a las consecuencias políticas.
Su argumento consiste en que ideas
de la teoría literaria entregan un engañoso modelo de conducta de otras disciplinas. Prestan apoyo a una tendencia
relativista de moda que socava la razón
crítica, que trata la historia como una simple colección de narrativas o ficciones y
renuncia a cualquier exigencia por distinguir entre la verdad y varias aparentes
creencias ideológicas. Esto es así, en parte por una estrecha concepción de la ‘teoría crítica’, una que deriva casi enteramente de las fuentes posestructuralistas francesas y muestra un pequeño interés en la
tradición poskantiana de pensamiento, tomada por filósofos como Adorno y Habermas, en la cual, en su opinión, la reivindicación de la razón crítica recibe su más
persistente y vigorosa defensa, de cara a
las creencias irracionales o relativistas. Estos rechazan la idea de la verdad solo como
materia de valores consensuados, o good
in the way of belief, ya que es posible
que el pensamiento sea incapaz de lograr
cualquier clase de perspectiva crítica, cualquier punto de vista cuestionado admite
ideas en nombre de un mejor y más adecuado entendimiento.
La teoría crítica, en la actual moda
posestructuralista, no puede aquilatar es-
Norris, Cristopher, «Posmodernising History:Right Wing Revisionism and the Uses of Theory»,
Southern Review,1988, reproducido en K. Jenkins (ed.), The Postmodern Reader. Londres, Nueva
York. Routledge. 1997, p. 95.
La modernidad como relato
tudios en los que se tergiversen hechos
en nombre de una política determinada,
como en su opinión hace Jonathan Clark,
al renunciar a cualquier reivindicación por
distinguir entre razón y retórica, conocimiento y poder, debate racional y juicios,
resistiendo el prejuicio, el dogma o el ejercicio de la autoridad. A su juicio, es necesario abrirse a otras clases de teorías, entre las que se incluye la tradición de
Frankfurt.
«La verdad no es producto de creencias consensuadas, sino el resultado de un
permanente debate racional, donde los
valores consensuados siempre son sujeto
de cuestionamiento»20.
¿EPÍLOGO O DISOLUCIÓN?
Entonces, estamos en presencia del
fin de la modernidad, y consecuentemente de la historia, y en último término de la
realidad. La respuesta posiblemente ya
indica una tendencia: depende.
Evidentemente, la Historia unitaria, y
en consecuencia el metarrelato moderno,
se ha transformado en múltiples historias
y en este sentido «ha llegado a su fin el
consenso de que existe una historia y que
esta desemboca en el moderno mundo
occidental, el consenso, por tanto, que, muy
contadas excepciones aparte, ha dominado el pensamiento del siglo XX».21 Pero
esto no significa que la historia haya terminado.
20
21
22
23
Posiblemente uno de los aportes más
significativos de la teoría posmoderna es
que nos ha hecho más conscientes –u obligado a tomar conciencia– de la complejidad intrínseca de múltiples aspectos relacionados con el quehacer historiográfico.
En este sentido, la puerta abierta por la
posmodernidad se presentaría, en mi opinión, como el «campo de posibilidades» al
que se refiere Vattimo.22
La teoría posmoderna nos ha hecho
más conscientes de la complejidad
intrínseca de aspectos relacionados con
el quehacer historiográfico.
Según Georg Iggers «somos hoy conscientes de lo condicionado que está, por
la época y por la cultura, nuestro concepto de un tiempo lineal y progresivo, el cual
une el pasado, el presente y el futuro, es
decir, el concepto del tiempo que, por así
decirlo, constituía el hilo conductor para
la historiografía moderna. Existen muchos
tiempos, el tiempo de la iglesia y el tiempo
del comerciante en la Edad Media, la
longue durée de las estructuras sociales
y culturales y el tiempo rápido de los acontecimientos; todas ellas concepciones del
tiempo, que son condicionadas, al menos
en parte, por los planteamientos del historiador y por el objeto de sus planteamientos».23 En este sentido, lo mismo es válido
respecto de la objetividad y la búsqueda
Ibid., p. 102.
Iggers, Georg G., La ciencia histórica en el siglo XX, Barcelona, Idea Books, 1998, p. 106.
Vattimo, Gianni, op. cit., p. 19.
Iggers, Georg G., op. cit., p. 107.
93
María José Henríquez
de la verdad. Toda historiografía nace de
una perspectiva ligada a una persona, a
una época y a una cultura. Lo que en estricto rigor no tiene nada de nuevo. Ya en
Combates por la historia Lucien Fevbre
enfatizaba que «es en función de la vida
cómo la historia interroga a la muerte».24
La clave del consenso en la comunidad
científica es la reproductividad.
Ahora bien, es evidente que la relación del historiador con el objeto de su investigación se ha vuelto mucho más complicada, ya que la problematización radical del pensamiento científico ha llevado
a poner en duda la aprehensión y comprensión de dicho objeto en, valga la redundancia, su objetividad. Sin embargo, en
palabras de Iggers, «esta nueva conciencia ha llevado, en la práctica, no a una
disolución (la cursiva es mía), sino a una
ampliación del quehacer científico sobre
la historia».25
Ahondemos en este aspecto, el quehacer científico, que es sin duda uno de
los más discutidos.
En las lecciones que E. H. Carr impartió en la cátedra Trevelyan de Cambridge, en 1961, comentaba lo siguiente:
«Cuando era joven me impresionó, como
correspondía, enterarme de que a pesar
de las apariencias la ballena no es un pez.
Hoy en día, estas cuestiones de clasifica24
25
26
27
28
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ción me interesan menos y no me preocupo demasiado cuando se me asegura que
la historia no es una ciencia».26
Entonces, ¿es todavía posible utilizar
la palabra ciencia o razón al hablar de historia?
En ciencia la clave del consenso en la
comunidad científica es la reproductividad,
es decir, la verificación se produce por
repetición de procesos reales. En este
entendido, obviamente, la historia no es
ciencia. Pero no todas las ciencias operan de la misma manera. Siguiendo la argumentación de John Lewis Gaddis, los
paleontólogos nunca han visto realmente
un dinosaurio, pero reconstruyen su vida
y muerte de manera que convencen a sus
colegas que saben lo que dicen. Lo mismo se aplica a los astrónomos, ninguno ha
trascendido la órbita terrestre, y sin embargo, logran dibujar el mapa del universo.
Ciertamente en las disciplinas mencionadas se combina lógica e imaginación, sin
embargo, «en la historia, como en la ciencia, la imaginación debe estar limitada y
disciplinada por las fuentes, y esto es precisamente lo que la diferencia de las artes
y todos los otros métodos de representación de la realidad»27 (…) «Lo mismo que
con la reconstrucción de los dinosaurios y
la construcción (la cursiva es mía) de la
historia, una vez más nos encontramos con
la realidad que hay que representar, la representación misma y su recepción por
parte de quienes la utilizan.»28. La recep-
Febvre, Lucien, Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1970, p. 245.
Iggers,Georg G., op. cit., p. 109.
Citado en Gaddis, John L., El paisaje de la historia, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 60.
Ibid., p. 68.
Ibid., p. 72.
La modernidad como relato
ción, por tanto, podría motivar una
reconsideración de los puntos de vista,
haciendo surgir una nueva base para el
juicio crítico e incluso una nueva visión de
la realidad. En un sentido muy parecido al
expuesto por Norris.
La historia no es literatura porque,
conocedora de los límites de la
modernidad, es también su deudora.
La historia no es literatura, ni se disuelve en metáforas, porque conocedora
de los límites de la modernidad (o la ilustración) es también su deudora. La
historiografía actual no ha renunciado a la
búsqueda del conocimiento. Y es precisamente esta búsqueda, por mediatizada que
sea, la que impide desistir en su derecho a
afirmar que reconstruye la vida real que,
en ultimo término, en palabras del historiador Joaquín Fermandois, da vida a la
muerte.
Ciertamente la historia no ha llegado
a su fin. Utilizando una analogía similar a
la de Baudrillard, la primera ley de la termodinámica indica que nada se pierde,
todo se transforma. Así, podríamos decir
que «la Historia» ha perdido su monopolio, pero no ha terminado y tampoco se ha
disuelto. En sociedades traumatizadas,
como lo ha sido la española y ciertamente
lo es la chilena, o como lo es en menor o
mayor medida cualquier sociedad, el sentido de la historia libera al pasado de ser
olvidado y permite una reconciliación con
este, con el trauma; eso es emancipación.
29
De la misma manera, las discusiones en
torno a las diversas interpretaciones lo liberan de una única explicación válida posible. «Lo que queremos es mostrar que
el sentido de la historia no queda fijado
una vez producida la historia, y ni siquiera
cuando se termina de escribirla. Esto también es liberación».29
Lo que ciertamente no libera es el argumento posmoderno llevado a su extremo. Si todos los relatos son verdades igualmente válidas, llegaríamos a un relativismo
tal que en poco o nada nos diferenciaríamos del mundo graficado por George
Orwell en su novela 1984, y las directrices del Ministerio de la Verdad, o los hombres alfa, beta y gama de Un Mundo
Feliz, de Huxley. Puede parecer exagerado, pero no del todo si reflexionamos,
por ejemplo, en torno al último libro de
Francis Fukuyama, La construcción del
Estado. Considerado por Tom Wolfe
como «Una fascinante propuesta histórica y filosófica para el siglo XXI» – así las
cosas, evidentemente ambas disciplinas
están de baja–, en La construcción del
Estado, Fukuyama equipara ataque preventivo e intervención humanitaria.
Hay personas a las que les gusta distinguir claramente entre las intervenciones
realizadas para fomentar los derechos humanos en un país y las que se llevan a
cabo para evitar las amenazas a la seguridad de otros países. Afirman que sólo las
primeras constituyen un motivo legítimo
para la violación de la soberanía. Esta distinción es discutible, ya que presupone
que la autodefensa es, de alguna forma,
Ibid., p. 183.
95
María José Henríquez
menos legítima que la defensa de otros.
De todos modos, estos asuntos a menudo
se solapan en la práctica porque los gobiernos que vulneran los derechos humanos son, con frecuencia, los mismos que
amenazan a sus vecinos o que son demasiado débiles para impedir que surjan las
amenazas y las conculcaciones de derechos. Este punto no debería considerarse
como una justificación de la guerra de la
administración Bush contra Irak. En este
caso, los pro y los contra son muy complejos. Las posibilidades de detener una
auténtica amenaza para la seguridad procedente de Bagdad no se estudiaron de
forma adecuada, y la manera en que la administración fusionó la amenaza que suponía Irak con la amenaza terrorista nos
reflejaba con exactitud la divergencia de
intereses de estas dos partes. La cuestión
radica más bien en que la existencia de
ADM (armas de destrucción masiva) en
manos de actores no estatales comporta
un problema de seguridad nuevo y de extrema gravedad, que justificaría, casi con
plena certeza, una intervención por parte
del país que se viera amenazado de este
modo. La disuasión, por una parte, no funciona en un lugar donde las probabilidades de que se haga uso de ADM son elevadas; el principio de soberanía, por otra
parte, no bastaría nunca por sí solo para
proteger a un país que estaba dando cobijo a este tipo de amenaza. Por tanto, la solución a este problema nos lleva exactamente a la misma conclusión que la intervención humanitaria: es necesario entrar
en dichos países y asumir su gobernanza
a fin de eliminar tales amenazas y evitar
que surjan de nuevo en el futuro.30 (…)
30
31
96
Las grandes discusiones no giran en torno al principio de soberanía en sí, que muy
pocos están dispuestos a seguir defendiendo de forma rigurosa. No hay duda de
que todas las soberanías nacen iguales, ni
de que la mala gobernanza contribuye directamente a reducir el respeto que la comunidad internacional tiene hacia la soberanía de un país. Este giro, insisto una vez
más, no se produjo tras el 11-S, sino que
se engendró durante las intervenciones
humanitarias de la década de los noventa31.
En estricto rigor tendría razón, pero
¿es este relato igualmente válido –como
verdad–, al que indica, por ejemplo, que
una guerra llevada a cabo de forma unilateral y sin que nadie dé una resolución del
Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas, es cuando menos ilegal?, ¿es lo
mismo que una intervención humanitaria?,
¿buscan realmente lo mismo? Me parece
que no y el peligro no solo es su idéntica
validez como relatos, sino también que
intencionalmente resignificados ambos
términos (ataque preventivo e intervención
humanitaria) podrían, en ultima instancia,
significar lo mismo.
Será necesario estar alerta y, como
dice Lucien Febvre, en el texto (y con texto
solo quiero indicar palabras) que inicia esta
reflexión, confiar un poco más en nosotros mismos como historiadores y en nuestro trabajo, relativizando la relatividad
posmoderna como condición paralizante,
disolutiva e igualadora. La posibilidad que
abre muestra límites, pero no borra el hon-
Fukuyama, Francis, La construcción del Estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI,
Barcelona, Ediciones B, 2004, pp. 146-147.
Ibid., p. 155.
La modernidad como relato
rado propósito de buscar la realidad de un
periodo dado y la verdad como vara de
medir, como ideal por alcanzar… ¿Dónde
radicaría la legitimación del saber? …posiblemente en la propia práctica, en la búsqueda del conocimiento.
5.
6.
7.
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