Requena Hidalgo
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LLJournal, Vol 2, No 2 (2007)
La modernidad en los narradores de Machado de Assis
Cora Requena Hidalgo
Facultad CC. de la Información. Universidad Complutense de Madrid
"La vida es tan bella, que la misma idea de la muerte necesita
vivir primero en ella antes de verse cumplida. Ya me vas
entendiendo; lee ahora otro capítulo."
(Don Casmurro)
Joaquim Maria Machado de Assis, “impresionista”, “posromántico”, “realista”, “moderno”
pertenece, biográficamente hablando, al momento histórico de América que se entiende como el
nacimiento de la conciencia latinoamericana. Salvando las diferencias, en ningún caso insignificantes, que
separan la experiencia de la América de Sarmiento, Martí o Rodó de la experiencia de la América de
Machado, el escritor brasileño encarna en su literatura el compromiso con una nueva visión que
cuestiona el mundo de las convenciones sociales a través del lenguaje y de la literatura. Visión
latinoamericana, es cierto, pero también visión universal que no se restringe ni a un espacio ni a un
tiempo concretos, pues representa la necesidad permanente del cambio, de la evolución en todo tiempo y
espacio. Sólo así se explica la gozosa salud y la evidente actualidad que posee la obra de Machado, así
como la admiración que sus cuentos y novelas provocan, aun hoy, en artistas e intelectuales tan dispares
como, por ejemplo, Susan Sontag o Woody Allen.
Frente a este panorama, o frente a esta muestra de universalismo, puede parecernos inadecuado e
incomprensible que la discusión sobre si Machado de Assis es o no es un “autor nacional” se perpetúe
hasta el día de hoy. No es objeto de esta reflexión, por tanto, buscar las claves que hacen de las novelas
machadianas un reflejo virado de la realidad brasileña de su época ni discutir si su obra es más o menos
localista o universalista, sino, por el contrario, rastrear aquellas características realmente innovadoras y
necesarias, herederas y generadoras de modernidad, que hacen posible que estas novelas continúen
teniendo una vigencia inusitada dentro de la literatura universal, y, por extensión, dentro de la literatura
latinoamericana y brasileña. Para dar por zanjado el tema conviene comenzar con las palabras del propio
autor:
No hay duda de que una literatura, sobre todo una literatura naciente, debe alimentarse principalmente de los
asuntos que le ofrece su región; pero no hay que establecer doctrinas tan absolutas que la empobrezcan. Lo
que debe exigirse al escritor ante todo es cierto sentimiento íntimo que lo hace hombre de su tiempo y de su
país, aun cuando trate temas remotos en el tiempo y en el espacio. Un famoso crítico francés, al analizar
hace tiempo a un escritor escocés ―Masson― con mucha razón decía que del mismo modo que se podía ser
bretón sin hablar siempre del tojo, así Masson era un buen escocés sin necesidad de nombrar al cardo; y
explicaba lo dicho añadiendo que en él había un scotticismo interior, diferente y mejor del que era simplemente
superficial. (Schwarz IX-X)
Según Octavio Paz, la modernidad inaugurada con Baudelaire “ha sido una pasión universal”
pretendida por el ser humano desde la segunda mitad del siglo XIX; encarna en sí misma la idea de lo real
y la idea del presente, es la diosa y el demonio del sujeto moderno que entra en crisis en un mundo
inaprensible que se transforma cada vez con mayor rapidez. Esta modernidad, que alcanzará su
momento culminante en las dos grandes guerras mundiales, se comenzó a gestar ya en el período
llamado “romántico” con la tradición de la ruptura y, en América Latina, con la necesidad emergente de
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encontrar una identidad propia para construir el porvenir de los pueblos americanos.
En 1845 Sarmiento, con su Facundo, establece definitivamente la versión autóctona de la clásica
tensión entre la “civilización” y la “barbarie”; hacia finales del siglo Martí sueña con una sola América
mestiza en la que se integrarían indios, negros y blancos; en 1900 Rodó crea y recrea en su novela Ariel
la figura de América a partir de la relación entre los espíritus opuestos de Ariel y Calibán. En Brasil, hacia
los años ʻ40 del siglo XIX, se da comienzo a la creación literaria con obras de manifiesta inspiración
romántica (como es el caso de la primera novela brasileña: A moreninha de Manuel de Macedo); sin
embargo, es sólo con la aparición de José de Alencar, según la historia literaria tradicional, que comienza
en Brasil una literatura liberada ya de los “vínculos de sujeción a Portugal” (Obregón 7).
En este contexto se desarrolla la figura de Machado de Assis, un brasileño que pese a no haber
salido jamás de su país ni de haber conocido siquiera algo más allá de los límites de su Río de Janeiro
natal, posee la suficiente visión (del poeta-profeta, el vidente) para producir un cambio radical en la
literatura de su país al incorporar en ella por primera vez el cuestionamiento, la mirada problematizadora,
la ironía y, en general, todos los asuntos propios del hombre moderno.
Joaquim Maria Machado de Assis nació en Río de Janeiro en 1839 y murió en la misma ciudad en
1908. Fue hijo de un pintor de brocha gorda, mulato e hijo de esclavos libertos, y de una lavandera
portuguesa, de los que quedó huérfano muy temprano. Al ser de frágil complexión, nervioso, epiléptico y
tartamudo, fue un niño muy reservado y tímido; autodidacta en la adquisición de una vasta cultura literaria,
principalmente inglesa, y en su conocimiento y dominio de lenguas como el francés, el inglés y el alemán.
Comenzó a publicar sus poesías a los quince años, luego fue aprendiz de imprentero y pasó rápidamente
a formar parte del comité de redacción de un periódico en el que colaboró como cuentista, crítico literario
y cronista. Ya para entonces, el joven Machado de Assis se había ganado el respeto y la admiración de
gran parte de los intelectuales de la época, incluido el novelista José de Alencar. En 1864 publicó la
colección de poemas Crisálida. Ocho años después dio inicio a lo que se conoce como la primera fase de
su carrera, la romántica, inaugurada con Ressurreição (1872) y que se compone de diversos dramas
románticos y poesías de corte parnasiano. En 1897 fundó y presidió la Academia Brasileña de las Letras.
La modernidad en Machado de Assis.
“La modernidad es una decisión, un deseo de no ser como los que nos antecedieron y un querer ser
el comienzo de otro tiempo” (Paz, Poesía en 5). La modernidad está presente en Machado no sólo por el
hecho de haber sido él quien produjo la transición del Romanticismo al Realismo en las letras brasileñas,
sino, más aún, porque paradójicamente fue también él quien provocó el alejamiento del mismo realismo
al que dio inicio. Situado entre dos tendencias literarias en contradicción, Machado no pertenece
plenamente a ninguna de las dos, pues las anula a ambas y las sobrepasa; él es el artista de la
modernidad, de la ruptura permanente, el que da comienzo a este “otro tiempo” del que habla Paz con la
creación de Memórias póstumas de Brás Cubas (1880), Historias sem Data (1884), Quincas Borba
(1891), Varias Histórias (1896) y Dom Casmurro (1900).
El universo representado por estas novelas y cuentos machadianos pertenecientes a su segundo
periodo se estructura en torno a la ciudad como gran eje organizador de las vidas de sus personajes. La
ciudad, sus bondades y sobre todo sus penurias, es el espacio privilegiado de la nueva conciencia
moderna (que dejó atrás la naturaleza y su percepción subjetiva) y, por tanto, es el lugar propicio para
desarrollar el conflicto del ser inserto en su sociedad. Pese a ello, a diferencia de lo que ocurre con otros
autores del mismo periodo, en las obras de Machado no existe una descripción cabal (fruto de la
observación científica) de este nuevo espacio que, en definitiva, puede representar a cualquier ciudad del
mundo en la que habite un sujeto en crisis. La ciudad machadiana no funciona como mero escenario de la
acción sino más bien como propuesta temática, es decir, como generadora de gran parte de las
conductas y de los problemas de los personajes. De ahí nace la universalidad de estas narraciones, que
se extiende a través de una temporalidad igualmente universalista y de unos individuos que,
independientemente de su tiempo y de su espacio, se enfrentan a problemas comunes al sujeto moderno.
La mirada problematizadora sólo se puede desarrollar en este contexto, en la búsqueda de valores
estables que ayuden a crear la imagen del nuevo individuo. Machado, como Schopenhauer, concibe el
tiempo como destructividad, como agente de disolución y estrago que conduce inevitablemente a la
anulación; por esa razón, de las dos fases del tiempo ―senescencia y germinación― privilegia
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claramente la primera, tanto en Memorias póstumas de Blas Cubas (donde un narrador disuelto en la
muerte relata la historia), como en Don Casmurro (donde el narrador, senil, está ya cerca de la muerte).
Eso explica que ni sus personajes ni sus narradores estén encandilados con la idea del progreso (como
cabría esperar), y explica también que no posean una fe ciega en el futuro, sino que, por el contrario,
compartan una visión pesimista del porvenir e incluso del presente.
Pero si es esto mismo lo que nos hace señores de la tierra, es este poder de restaurar el pasado, para palpar
la inestabilidad de nuestras impresiones y la futilidad de nuestros afectos. Deja que Pascal diga que el hombre
es una caña pensante. No; es una errata pensante, eso sí. Cada estación de la vida es una edición que corrige
la anterior, y que será corregida también, hasta la edición definitiva, que el editor regala a los gusanos.
(Machado, Memorias póstumas, 74)
El único progreso o evolución posible para estos personajes concluye curiosamente en la locura,
como le ocurre a Rubión en Quincas Borba, al propio Quincas Borba o a don Casmurro; pero no en razón
de un naturalismo determinista sino más bien debido a la arbitrariedad del destino que, como dice Blas
Cubas en el último capítulo de su novela, es una permanente negación:
Este último capítulo es todo de negativas. No alcancé a la celebridad del emplasto, no fui ministro, no fui
califa, no conocí el matrimonio. Verdad es que, al lado de esas faltas, me cupo la buena fortuna de no
comprar el pan con el sudor de mi frente. Más aún: no padecí la muerte de doña Plácida ni la demencia de
Quincas Borba. Sumadas unas cosas a otras, cualquier persona imaginará que no hubo mengua ni sobra, y,
en consecuencia, que salí a puestas con la vida. E imaginará mal, porque al llegar a este otro lado del misterio,
me encontré con un pequeño saldo, que es la postrer negativa de este capítulo de negativas: no tuve hijos, no
trasmití a ninguna criatura el legado de nuestra miseria. (Machado, Memorias póstumas 247)
Pese a todo, queda para estos personajes la libertad de escribir, de contar su propia historia, de
reconstruirla y de reconstruirse parcialmente en ella (al menos para Blas Cubas y don Casmurro), lo
cual, sin duda, otorga sentido tanto a sus acciones pasadas como a las presentes. Es en este acto de
escritura donde se proyecta la esencia moderna del quiebre del individuo, que se manifiesta en la división
del ser y en el desdoblamiento de la personalidad, en el ser y el parecer ante los demás, en la fantasía y la
realidad, en las dicotomías verdad-mentira y bien-mal. Los personajes machadianos viven en constante
contradicción, porque no pueden situarse de otra manera ante un mundo en el que todo es relativo, desde
los actos hasta las verdades absolutas. El hombre ha entrado en conflicto con su propia esencialidad y la
de los otros y de ese conflicto emergen las polaridades, las dudas sobre la racionalidad (en la que
comienza y acaba la locura) o sobre la moralidad corrupta tras la que se enmascaran, protegidos por las
normas sociales, el egoísmo, la mentira y la conveniencia.
Puesto que las utopías ya no sirven, los personajes machadianos viven en esa especie de
“intemperie espiritual” de la que habla Paz, expulsados de “la sombra de los sistemas religiosos y
políticos que, simultáneamente” los oprimían y consolaban (Paz, La búsqueda 13). De todos ellos,
Quincas Borba es el único personaje que tiene la fuerza y la claridad necesarias para crear un sistema
filosófico (el “humanitismo”) y, sin embargo, se extravía en la locura; los demás son héroes en
decadencia (Cándido 31), sin misión, sin voluntad, “sólo destinos, destinos sin grandeza” (Bosi 186),
encarnan, así, perfectamente el tipo del vagabundo urbano de Apollinaire.
Como corresponde a este tipo de personajes, las preocupaciones que fijan los temas presentes en
las novelas de Machado tratan sobre el dinero, el adulterio, la traición y, en general, sobre todos aquellos
argumentos que se relacionan con el aspecto más superficial del hombre de fines del siglo XIX y
principios de XX. Don Casmurro es un tenor italiano retirado que cuenta la historia de la traición de su
primer amor; Blas Cubas es un rico comerciante solterón que, si bien es cierto hace su narración desde
su muerte, traza el retrato de una vida acomodada; Quincas Borba es un rico filósofo que tras su muerte
hereda su fortuna y su perro a Rubión, un profesor de provincias que terminará perdiéndolo todo. En este
sentido, tanto el ambiente como los personajes y sus intereses se asemejan a los imaginados por Henry
James en sus novelas o, en general, a un tipo muy reconocible, creado y desarrollado por los novelistas
ingleses del siglo XVIII, con Lawrence Sterne como uno de sus mayores representantes.
De la mezcla de la aparente superficialidad y del vacío en el que viven los personajes machadianos
surge, sin embargo, el aspecto más interesante de los mismos: la máscara que delata la disociación
entre los actos y las palabras. Las máscaras en Machado de Assis ocultan la veleidad, las costumbres, el
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poder corruptor de la riqueza, la crueldad, el adulterio o la impotencia creadora y, por tanto, son, como
señala Bosi: “máscaras que el hombre se coloca a conciencia con tanta fijeza, que acaba por identificarse
con ellas” (183). Por esa razón no resulta extraño que el lenguaje utilizado por los distintos narradores
que cuentan las historias de las “vidas mínimas” de sus personajes (de ellos mismos o de otros) sea
arcaico, delicado y refinado, como les corresponde de manera verosímil; pero también cínico, digresivo y
coloquial. No hay declamación exagerada en los diálogos porque las distintas máscaras que los
personajes llevan, y las buenas costumbres, no lo permiten; ni tampoco existe ornametalismo gratuito en
las descripciones, sino una gran ostentación retórica propia de caballeros americanos cultos e ilustrados
que utilizan las palabras como disfraz lingüístico que oculta lo que son. Pese a ello, Machado no fuerza
una homogenización de estilos en sus obras, sino que, por el contrario, en ellas aparece una serie de
voces que, aun perteneciendo al mismo mundo, componen una especie de mosaico discontinuo en el que
se mezclan sexos, edades y actitudes diferentes, como se puede observar magníficamente en Memorias
póstumas de Blas Cubas.
Aquí es cuando irrumpe la ironía, que sirve, pese a la liviandad que puedan tener las vidas de estos
seres ilustrados y sin preocupaciones económicas, para marcar el contraste entre la aparente vida fácil,
moralmente correcta, y el vacío profundo que ha generado la ruptura interior. La crítica social presente en
estas novelas no se traduce, por tanto, en un grito angustiado contra las injusticias de un sistema
fosilizado, sino en la mueca sutil, en la sonrisa que emerge desde un lenguaje plagado de lugares
comunes y que recrea casi con ingenuidad la imagen desnuda de los gestos más ridículos de la vida; o
bien, en la sonrisa y el humor frívolo que Machado heredó de autores como Swift, Sterne o Fielding. De
esta manera, la parodia y la carnavalización siempre presente de instituciones, sistemas filosóficos,
normas morales y sociales se expresa por medio de expresiones sentenciosas, grandilocuentes, citas
literarias, alusiones mitológicas (y, en general, con todos los recursos propios del lenguaje figurado) que
acostumbran ir acompañadas de la visión cómica que los propios personajes poseen (aun cuando puedan
no ser concientes de ello).
Dios es el poeta. La música es de Satanás, joven maestro de mucho porvenir, que aprendió en el
Conservatorio del cielo. Rival de Miguel, Rafael y Gabriel, no toleraba la primacía que tenían los tres en el
reparto de premios. Puede ser que la música de aquellos otros condiscípulos, dulce y mística en demasía,
fuese aborrecida para su genio, esencialmente trágico. Tramó una rebelión que fue descubierta a tiempo, y fue
expulsado del Conservatorio. Todo habría pasado sin más, si Dios no hubiese escrito un libreto de ópera, el
cual abandonó por entender que tal recreo era impropio de su eternidad. Satanás se llevó consigo el libreto al
infierno. A fin de demostrar que valía más que los otros ―y acaso para reconciliarse con el cielo― compuso la
partitura, y luego que la remató fue a llevársela al padre Eterno (Machado, Don Casmurro 21).
En la risa se rompe la máscara de los personajes y por medio de ella se llega al sentimiento trágico
del fracaso, como se observa en la cita del último capítulo de Memorias póstumas. Al mismo tiempo, la
risa otorga a los narradores machadianos cierta superioridad ante el lector ficticio que es, como en
Baudelaire, continuamente “agredido”, ridiculizado, apremiado:
Claro está que la gente grave hallará en mi libro apariencias de pura novela, en tanto que la gente frívola no
encontrará en él su novela habitual; y helo aquí privado de la estima de los graves y el afecto de los frívolos,
que son las dos columnas básicas de la opinión [...] En consecuencia, evito contar el proceso extraordinario
que empleé en componer estas Memorias, elaboradas aquí, en el otro mundo [...] La obra en sí misma, es
todo. Si te agrada, culto lector, mi tarea resultará pagada; si no te agrada, te pagaré con un papirotazo; y
adiós. Blas Cubas. (Machado, Memorias 9-10)
El humor o el gesto cómico, por supuesto, no alcanzan únicamente a los personajes de estas
novelas sino también a sus propios narradores homodiegéticos ―en el caso de Memorias póstumas y de
Don Casmurro― o heterodiegético ―en el caso de Quincas Borba― que se ríen de sí mismos al
describir su situación dentro de alguna escena o acontecimiento relatado, en los primeros casos, o de lo
que acontece a sus personajes, en el segundo. La vida es una ópera para Don Casmurro (y
extensivamente para los demás), con su lado dramático y su lado cómico; por esa razón, aunque él esté
relatando un drama terrible, el lector tiene la impresión de estar realmente asistiendo a una comedia. En
otras palabras, como observa Blas Cubas, aunque los personajes posean una tendencia clara al
pesimismo, nunca caerán en la desesperación, simplemente porque las novelas de Machado se van
construyendo, temática y estructuralmente, por medio de continuas oposiciones que logran transmitir la
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idea esencial del mundo representado. Aparecen así el humor y la tristeza, la belleza y la fealdad, la
pobreza y la riqueza, la candidez y lo aterrador, la grandeza y la banalidad, el amor y la traición, la
dulzura y la brutalidad; todos unidos por vínculos indisolubles, pues, si aflora uno, por fuerza debe surgir
su contrario.
De las tres grandes novelas machadianas Quincas Borba es la que, en apariencia, se halla más
alejada de los recursos hasta ahora descritos. Esto se debe, sin duda, a la presencia de un narrador
externo (heterodiegético) que relata desde la distancia la ascensión social y posterior caída de su
protagonista, Rubión; y, por tanto, cuenta con la posibilidad de poner a su personaje en perspectiva (y de
tratarlo con más dulzura en sus procesos de desplome social y posterior locura). Sin embargo, este
narrador posee las mismas características que don Casmurro y Blas Cubas, utiliza los mismos temas y
recursos, tiene las mismas preocupaciones, su discurso se construye a través de la misma
fragmentariedad, de la elipsis, del sobreentendido y, sobre todo, del humor propio de todos narradores de
la segunda etapa de la obra de Machado de Assis.
Cabe mencionar, sin embargo, una diferencia interesante de este narrador al momento de resaltar
la modernidad de la narrativa machadiana que tiene relación con la conciencia autorial que presentan
todos estos narradores. Tanto don Casmurro como Blas Cubas saben que están escribiendo un libro en el
que relatan sus vidas (como indican sus continuas alusiones al lector); tienen, por tanto, conciencia de ser
personajes y narradores de su relato. El narrador de Quincas Borba, aunque no cuente su propia historia,
también sabe que está escribiendo un libro; posee, por tanto, conciencia autorial. Lo significativo es que
esta conciencia trasciende el plano del narrador, al identificarse él mismo como el autor de Memorias
póstumas de Blas Cubas, lo que termina por convertirlo en una especie de trasunto del autor real de
ambas novelas o, en su defecto, nos plantea a Blas Cubas (ya muerto) como autor de ambas obras. Así
nos lo indica recién comenzado su relato, en el capítulo IV:
Este Quincas Borba, si acaso me hiciste el favor de leer las Memorias Póstumas de Brás Cubas, es aquel
mismo náufrago de la existencia, que allí aparece, mendigo, heredero inopinado e inventor de una filosofía.
Aquí lo tienes ahora en Barbacena. (Machado, Quincas 7)
En el plano estructural, las novelas se componen de una serie de fragmentos o capítulos breves
(algunos de tan solo pocas líneas) que permiten que emerja tanto la voz del narrador como la de los
distintos personajes, por medio del discurso directo o del discurso indirecto libre. En las tres novelas,
estos bloques episódicos están mediatizados por capítulos sueltos que forman unidad por sí mismos; o
por capítulos intercalados que repiten una misma historia y que forman verdaderos cuentos en el interior
de la novela; o por capítulos para nada convencionales, sin palabras, compuestos sólo con puntos
suspensivos, epitafios, etcétera.
Es frecuente además encontrar en ellos fragmentos de historias inconclusas o digresiones de todo
tipo que van guiando al lector en esta especie de mapa mental del narrador. Por esta razón, y por el
recurso a la ironía antes mencionada, no resulta extraño que cada cierto tiempo los narradores apelen al
lector, enseñándole con insistencia los caminos que deberán tomar en cada momento. De esta manera,
se intercalan en el texto reflexiones sobre lo que van a contar (y no cuentan) o sobre lo que no van a
contar (y luego cuentan), así como comentarios a los críticos sobre cómo deben interpretar los diversos
asuntos tratados, instrucciones para añadir historias, etcétera.
Por medio de perplejidades no resueltas, de finales sin concluir, de elipsis y fragmentos, de sueños
y lapsos, los narradores machadianos ofrecen una doble lectura de lo relatado, para cuya intelección es
claramente necesaria la participación de un lector atento que complete la obra y que, como dice
explícitamente el narrador de Don Casmurro, llene las lagunas generadas por la narración.
En esta visión del mundo en crisis de representación, el sentido último de la obra nace de la
fragmentariedad no sólo del sujeto (personaje) sino de la propia narración (y de su voz narrativa); pero
para llegar a ese sentido la obra debe cumplir, en palabras de Paz, con los cuatro propósitos primordiales
de la modernidad: el “vértigo de la identidad” (núcleo de la ironía), el “apetito por el presente”, la
“búsqueda de un lenguaje de la metamorfosis y de la sorpresa” y la “transformación del lector en
protagonista y a la vez espectador del mundo relatado” (Paz , La búsqueda 12). Las novelas de Machado
cumplen con todos ellos, pero quizás sea “el vértigo de la identidad” el propósito que las inserta con
mayor claridad en la tradición moderna (y luego posmoderna) de la literatura de los siglos XX y XXI. En
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ellas no hay héroes ni ideas, porque la identidad se compone de una serie de individuos y las máscaras
son sólo convenciones. La contradicción es, aquí, sólo un eslabón más del vértigo.
Bibliografia
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