Son las doce de la noche y ella, con las manos en jarra, grita:
—¿Qué pasa, eh?, ¿vas a quedarte otro día más sin salir de casa? Me tienes muy harta, ¿lo sabes? La semana pasada te dejé ahí, y ahí sigues, tirado en el sofá, dándole al mando a distancia como un subnormal. Luego te quejarás de que te pongo los cuernos con otros… Pero tú tienes la culpa. ¿Qué te crees, eh, que porque esté enamorada de ti voy a permitir que se me seque el cerebro? Pues estás muy equivocado. Puede que haya gente que pierda la cabeza o no sepa quién es, pero yo la tengo bien puesta sobre los hombros. ¡Así que muévete, haz algo! ¡Vive, coño!
Su marido, que ha escuchado el alboroto desde el dormitorio, entra en el estudio y la observa un rato. Ella, ahora callada, se muerde las uñas frente a la pantalla. Él se le acerca, le coge las manos y con dulzura le dice:
—Mira, cielo, no me importó comer el jueves los macarrones azucarados. Tampoco me enfadé ayer cuando extraviaste nuestro coche y nos pasamos dos horas buscándolo por las calles del centro. Incluso hago oídos sordos cuando le nombras mientras hacemos el amor. Pero que te olvides a nuestro hijo en el portón del colegio… ¡Por ahí, no paso! Si no terminas pronto con esa novela, creo que nuestro matrimonio se va a ir al garete.
—Lo siento, cariño —ella cabizbaja—, tienes toda la razón.
—¿Qué pasa, eh?, ¿vas a quedarte otro día más sin salir de casa? Me tienes muy harta, ¿lo sabes? La semana pasada te dejé ahí, y ahí sigues, tirado en el sofá, dándole al mando a distancia como un subnormal. Luego te quejarás de que te pongo los cuernos con otros… Pero tú tienes la culpa. ¿Qué te crees, eh, que porque esté enamorada de ti voy a permitir que se me seque el cerebro? Pues estás muy equivocado. Puede que haya gente que pierda la cabeza o no sepa quién es, pero yo la tengo bien puesta sobre los hombros. ¡Así que muévete, haz algo! ¡Vive, coño!
Su marido, que ha escuchado el alboroto desde el dormitorio, entra en el estudio y la observa un rato. Ella, ahora callada, se muerde las uñas frente a la pantalla. Él se le acerca, le coge las manos y con dulzura le dice:
—Mira, cielo, no me importó comer el jueves los macarrones azucarados. Tampoco me enfadé ayer cuando extraviaste nuestro coche y nos pasamos dos horas buscándolo por las calles del centro. Incluso hago oídos sordos cuando le nombras mientras hacemos el amor. Pero que te olvides a nuestro hijo en el portón del colegio… ¡Por ahí, no paso! Si no terminas pronto con esa novela, creo que nuestro matrimonio se va a ir al garete.
—Lo siento, cariño —ella cabizbaja—, tienes toda la razón.
Le besa, apaga el ordenador y se van a la cama.
Dos horas más tarde ella regresa de puntillas. Enciende el equipo, abre el documento y sin levantar la voz le dice a la pantalla:
—Y que sepas, imbécil, que puedo encontrar otro protagonista con sólo chasquear mis dedos. ¿Entendido?
Dos horas más tarde ella regresa de puntillas. Enciende el equipo, abre el documento y sin levantar la voz le dice a la pantalla:
—Y que sepas, imbécil, que puedo encontrar otro protagonista con sólo chasquear mis dedos. ¿Entendido?