Silvino siempre quiso ser cantante o ser torero. No pudo ser. Lo primero por fallarle con frecuencia el grito; lo segundo tampoco, no por escasez de valentía ni arrojo con el capote, sino por falta de toros, pues era difícil hacer manolinas en aquella tierra gallega donde los únicos cuernos que pastaban eran los de las vacas. Aún así probó en un sinfín de escenarios mientras vendía seguros, aspiradoras, enciclopedias y hasta pienso compuesto para los gatos. En mitad de ese vaivén de trabajos se casó con la Palmira, naciendo sin tardanza, primero la Maripuri y ocho años mas tarde la segunda criatura, el Manolín.
Como faltaba el dinero para tanta boca hambrienta, optó por hacerse minero y olvidar la fama y la gloria porque total… como ya no tenía pelo… Se marchó a Asturias a picar carbón durante un tiempo, sin mucha alegría, eso es verdad, pero con el mismo afán que el primero.
Hasta que un día en Galicia la tía Elvira estiró la pata dejándole para el recuerdo cinco prados, dos loros y una veintena de vacas. Y así fue como Silvino cambió el casco por los cuernos, las boñigas y media docena de gallineros. Total: que se hizo ganadero. Allí anduvo trapicheando un tiempo con los huevos y los bichos. Hasta que un día reencontrose, así, como de repente, con el sueño de alcanzar la gloria, esta vez no coronando su frente, sino a través de su niña, que daba lo mismo, porque a fin de cuentas era alguien de su gente.
Maripuri veía todas los días la tele de seis a diez, tragando merienda y cena frente a los colorines fluorescentes que se colaban por el salón. Repartía aquellas horas entre los mandados del colegio y la necesidad de jugar. Y jugaba. Jugaba a ser cantante empuñando los tenedores con el brío desenfrenado de las estrellas del rock. Así la encontró un día su padre al volver de ordeñar las vacas. Tan fascinado quedó por la escena que ya no pudo cerrar la boca a causa del manantial de baba que le fue cayendo por el labio hasta la ropa.
—Voy a hacer a Maripuri cantante —le dijo Silvino una noche a Palmira después de gravar en video a la nena por delante y por detrás.
—¿Ahora?, ¿con sólo diez años? ¿Y el colegio? —gritó colocando sus manos como una reja en mitad de la boca.
—Tranquila, mujer, pondré un salón de karaoke y desde allí la daré a conocer. Vendrán empresarios buscando talentos y como Maripuri vale mucho…
Y aquella noche se acostó con las manos cruzadas bajo la nuca a contemplar en la oscuridad del techo los proyectos a realizar.
—Estas loco —masculló su mujer arropándose bajo la manta.
Ni caso hizo Silvino a Palmira. Vendió tres prados, seis vacas y hasta un mantón de Manila que le había dejado en herencia su abuela la del cuplé. Tres años canturreó la nena llenando de gorgoritos las paredes de aquel familiar escenario mientras Silvino trastabillaba concursos amañados en los que su lucero dorado jugaba a ser lo más de lo más. Hasta que una primavera le llegó a su niña el revuelo adolescente con sus muchos desvaríos. Y entonces se enamoró. Se enamoró de un quinceañero surtido de granos y larguirucho que puso a Maripuri a vagar fuera de este planeta. Dos años le duró a la nena su paseo por la inopia, los mismos que aguantó Silvino los berridos desafinados de su clientela rumbosa, aguardando, triste y paciente, por ver si la niña de sus ojos volvía a centrar los suyos en los proyectos de papá. A Dios gracias descentrolos del pipiolo a tiempo, pero el escenario y el canto aparcolos para siempre y nunca más.
La culpa de que la niña se olvidara de la escena no fue la voz ni la pena, sino aquel enjambre de moscardones que la entretenían todo el rato. Y es que el paso del tiempo no hizo más que acrecentar aquel brote de hermosura, redondeando curvas y equilibrando proporciones hasta formar el conjunto mas bello que vieran los vecinos de aquella tierra de vacas.
Fue al mirarla desfilando por la improvisada pasarela de una función del instituto, cuando a Silvino le rebrotó la idea, ya casi perdida, de colocar a Maripuri en el pináculo de la fama. Aquella tarde de abril, la joven caminaba erguida sin esfuerzo, con la naturalidad acostumbrada de las diosas. Llevaba un vestido blanco salpicado de estrellas doradas que parecían haberse desprendidas de sus cabellos de sol. Cuando llegó al final del entarimado cambió su trayectoria girando sobre la punta del pie derecho, elevó el cuello altanero y paseó su mirada azul por el público que la contemplaba. Y es que la Maripuri se sabía guapa, por eso sacaba provecho de aquel lote de sinuosidades que con tanto acierto le habían colocados sobre los huesos los genes de sus papás.
Silvino, maravillado volvió a babear sin tregua, corriéndole por la mente mil proyectos para reinstalar en la gloria a la nena.
—Es igualita que mi madre —le dijo a su mujer sin apartar la vista de la criatura— tiene su misma elegancia. Yo haré que llegue muy lejos.
—Ay, Dios, ya empezamos… —replicó Palmira llevándose la mano al pecho.
Aquel mismo día decidió que la niña sería modelo famosa. La subiría al glamour del entarimado donde Maripuri encontraría, sin duda, un conde, un duque o un banquero.
Volvió a correr la euforia por las venas de Silvino quien cambió los altavoces por muestrarios de ropa fina. En el mismo local del karaoke montó una tienda de trapos y de zapatos desde la que organizó desfiles de pasarela. Allí lució ampliamente a su nena publicando los eventos en anuncios en la prensa, en la radio y una vez hasta en la tele. Y Maripuri brilló otros dos años dentro de los ojos de su papá. Tan enfrascado estaba Silvino en el mundo del colorín que a veces hasta se olvidaba de Palmira, de las vacas y del pobre Manolín.
Pero un día ocurrió lo que tenía que ocurrir: se volvió a enamorar la nena. Esta vez el destinatario de tanto ardor no fue un conde ni un banquero, sino un infeliz ganadero, cuadrado como un armario, que la llevó en volandas del entarimado hasta el altar. Y allí se quedó Silvino muerto de pena, cargado con un monte de trapos y sin modelo que moldear.
Tan hundido le dejó la boda que tuvo que ser Palmira, quien haciendo de vendedora, sacara la familia a flote mientras Silvino vegetaba entre trago y trago de orujo y vino. Hasta que un día se le acabaron los licores de emborrachar y hubo de salir a buscarlos a la tasca de la esquina. Allí tropezose con el cajón de un billar donde un joven mozalbete, oculto bajo una gorra, encajaba carambolas con tal soltura que ni siquiera rozaba el tapete.
—¡Dios mío! —gritó Silvino asombrado cuando el chico lanzó la visera al aire tras meter la última bola— pero si este chavalín es mi hijo: ¡es Manolín!
Silvino recobró el mando animoso y volvió a meter a Palmira en casa. Esta vez transformó la tienda en una sala con diez billares. Desde allí organizó trapicheos y campeonatos, con sus bolas y sus tacos, que con gran soltura ganaba, las más de las veces, su criatura. Y así fue como Silvino volvió a ser feliz viendo a su niño tan guapo, con su palo y su pajarita, metiendo bolas a saco.
Ya han pasado tres años desde que Silvino se metió a “billalero”. Palmira de momento calla, pero hace días que lleva perdido el sueño, justo desde que Manolín ha cogido el vicio de vagar por la casa con la expresión embobada que suele pintar Cupido entre la frente y el pecho.
Es la hora de la cena y el joven, tumbada en el sofá de la sala, observa el cielo de plata que se cuela por la ventana. Está así… como ido, como con desgana. Su madre pasa a su lado con una fuente de patatas, la coloca sobre la mesa y al volver le arremanga enfurecida un sonoro coscorrón:
—Deja de mirar la luna, niño, por tu padre te lo pido, deja de mirarla que nos matas.
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