No te lo dije, pero ayer, en la playa, mientras paseaba frente a la orilla, he visto a un hombre perfecto, majestuosamente perfecto. Así, al natural, sin engañifas publicitarias ocultando impurezas. Caminaba frente a mi, con el paso firme y la mirada en el horizonte. Era alto, atlético, armónico en las proporciones, de ojos grandes y mandíbulas cuadradas, con la piel brillante cubriendo una musculatura sinuosa, allí donde la naturaleza dicta que han de dibujarse las ondulaciones masculinas. Compartí por un segundo su mismo aire al cruzarnos, y cuando me rebasó su sombra, lo miré por detrás y pude comprobar que su anatomía posterior compartía igual belleza. Lo seguí con la mirada mientras se alejaba, erguido sin esfuerzo, con la naturalidad acostumbrada de los dioses. Y pensé en ti. Pero no te lo dije.
Te comparé con él, con cada una de sus partes. Cerré los ojos y visualicé tus piernas de cowboy, tu mirada triste y tu anatomía gomosa de alpargata vieja. Pero no te lo dije.
Luego me percibí, a su lado, como un defecto de la naturaleza, con mi piel lechosa y mis caderas infantiles. Y miré alrededor a todos los demás imperfectos que violábamos la arena con nuestras envolturas imperfectas. Volví a pensar en ti y fui feliz al comprobar, una vez mas, cuan ciego es el corazón. Pero no te lo dije.
Y esta mañana, al salir de la ducha, y mientras buscabas aún soñoliento la toalla me acerqué a besar tus labios húmedos. Enredé mis dedos en el bello de tu pecho hasta encontrar el botón de tus pezones morenos y sentí…, tu pasión apretándose en mi pubis. Miré tus ojos chiquitos cuando tus manos descendieron por la curvatura de mi espalda y te adoré, una vez mas. Pero no te lo dije.
(Publicado en Revista Anaquel Austral - 5-6-2005) Picar aquí