Estaban sentados en el banco de un parque, besándose a poquitos bajo la luz amarillenta de una farola, cuando él se empeñó en que le diera algún objeto suyo. Uno que significara mucho para ella, algo que hubiera llevado consigo siempre, muy pegado a su piel, muy íntimo. Ella le dijo que no tenía ninguno. Entonces él señaló el anillo, el que ella siempre llevaba en el anular, un sellito pequeño, infantil.
—Pero vamos a ver, hombre, ¿para qué quieres esta birria de anillo?
—Para tener algo tuyo, cariño. No me importa su valor económico, sino el sentimental.
—Dios, que bobadas dices…
—Venga, ¿qué más te da? —él cogió sus manos con mohín infantil—, yo te lo voy a cuidar bien. Te lo prometo.
—No es eso, cielo —dijo soltándose—, es que no entiendo qué placer sacas de llevar algo mío de acá para allá.
Aquel anillo se lo había regalado su padre cuando cumplió los once años. Siempre que estaba nerviosa, aburrida, preocupada o incluso con el ánimo eufórico, se agarraba a él, le daba vueltas, lo acariciaba, lo recolocaba una y otra vez para situarlo en el centro del dedo. Aquel trajín era más acusado en invierno, cuando el anillo se caía hacia los lados a causa del frío que encogía su piel.
—Es una forma de tenerte conmigo —insistió él—, de sentir que te llevo siempre pegada a mi.
—Pues la verdad, chico, me parece una niñería y una cursilada del copón —como si su anillo, pensó ella, fuera una de esas mantitas que acarrean a veces los niños para sentir que están cerca de su madre.
—Qué poco me quieres —musito entonces él mirando al suelo.
—Por dios santo —dijo ella levantándose del banco—, no me puedo creer que lo digas en serio, que midas el valor de mi cariño con semejante rasero.
—Da igual. Las cosas son lo que son —dijo él mientras revolvía con un pie la gravilla del suelo—. Yo te habría dado lo que me pidieras.
—¡Es que yo no quiero nada tuyo! —exclamó ella abriendo las manos.
Entonces él alzó la vista y la miró con los ojos muy abiertos y la mandíbula descolgada.
—Bueno…, entiéndeme —apresuró ella—, me refiero a que no necesito ningún objeto tuyo para recordarte. No tengo que cargar con un trozo de hierro para sentir que estas cerca de mí. Esa sensación es algo que se percibe en el cerebro. Cuando uno está enamorado ya tiene al ser amado en la cabeza, como una nebulosa que lo va empapando del otro.
—Ya, ya, deja, deja —continuó cabizbajo—, si lo entiendo todo.
—¡No, no lo entiendes, coño, si lo entendieras no pondrías esa cara!
—Vale, vale —dijo él levantando las manos—, no hace falta que grites. Ya sé que es una bobada, pero, precisamente porque es una bobada, es por lo que no comprendo que te niegues a darme ese trocito de “hierro”, como tu dices. Para mí sí tiene un gran valor. Para ti, que no lo tiene, debería ser más fácil desprenderte de él.
—¿Cómo que no tiene valor para mí? —ella con el ceño fruncido—. Me lo regaló mi padre, ¿entiendes? ¡Mi p-a-dr-e! —gritó.
—O sea, que entonces sí tiene valor para ti —apuntó él con su índice.
—Pero, vamos a ver, tío —ella con las manos en jarra—, ¿ahora pretendes que me ponga a elegir entre mi padre y tú?
—No me entiendes —porfió él—, veo que no me acabas de entender.
—Bueno, mira, dejemos el temita, ¿vale? —zanjó irritada—. Ahora tengo que irme ya. Es tarde.
Y se fue. Sin volver la vista.
No volvieron a verse nunca más.
—Pero vamos a ver, hombre, ¿para qué quieres esta birria de anillo?
—Para tener algo tuyo, cariño. No me importa su valor económico, sino el sentimental.
—Dios, que bobadas dices…
—Venga, ¿qué más te da? —él cogió sus manos con mohín infantil—, yo te lo voy a cuidar bien. Te lo prometo.
—No es eso, cielo —dijo soltándose—, es que no entiendo qué placer sacas de llevar algo mío de acá para allá.
Aquel anillo se lo había regalado su padre cuando cumplió los once años. Siempre que estaba nerviosa, aburrida, preocupada o incluso con el ánimo eufórico, se agarraba a él, le daba vueltas, lo acariciaba, lo recolocaba una y otra vez para situarlo en el centro del dedo. Aquel trajín era más acusado en invierno, cuando el anillo se caía hacia los lados a causa del frío que encogía su piel.
—Es una forma de tenerte conmigo —insistió él—, de sentir que te llevo siempre pegada a mi.
—Pues la verdad, chico, me parece una niñería y una cursilada del copón —como si su anillo, pensó ella, fuera una de esas mantitas que acarrean a veces los niños para sentir que están cerca de su madre.
—Qué poco me quieres —musito entonces él mirando al suelo.
—Por dios santo —dijo ella levantándose del banco—, no me puedo creer que lo digas en serio, que midas el valor de mi cariño con semejante rasero.
—Da igual. Las cosas son lo que son —dijo él mientras revolvía con un pie la gravilla del suelo—. Yo te habría dado lo que me pidieras.
—¡Es que yo no quiero nada tuyo! —exclamó ella abriendo las manos.
Entonces él alzó la vista y la miró con los ojos muy abiertos y la mandíbula descolgada.
—Bueno…, entiéndeme —apresuró ella—, me refiero a que no necesito ningún objeto tuyo para recordarte. No tengo que cargar con un trozo de hierro para sentir que estas cerca de mí. Esa sensación es algo que se percibe en el cerebro. Cuando uno está enamorado ya tiene al ser amado en la cabeza, como una nebulosa que lo va empapando del otro.
—Ya, ya, deja, deja —continuó cabizbajo—, si lo entiendo todo.
—¡No, no lo entiendes, coño, si lo entendieras no pondrías esa cara!
—Vale, vale —dijo él levantando las manos—, no hace falta que grites. Ya sé que es una bobada, pero, precisamente porque es una bobada, es por lo que no comprendo que te niegues a darme ese trocito de “hierro”, como tu dices. Para mí sí tiene un gran valor. Para ti, que no lo tiene, debería ser más fácil desprenderte de él.
—¿Cómo que no tiene valor para mí? —ella con el ceño fruncido—. Me lo regaló mi padre, ¿entiendes? ¡Mi p-a-dr-e! —gritó.
—O sea, que entonces sí tiene valor para ti —apuntó él con su índice.
—Pero, vamos a ver, tío —ella con las manos en jarra—, ¿ahora pretendes que me ponga a elegir entre mi padre y tú?
—No me entiendes —porfió él—, veo que no me acabas de entender.
—Bueno, mira, dejemos el temita, ¿vale? —zanjó irritada—. Ahora tengo que irme ya. Es tarde.
Y se fue. Sin volver la vista.
No volvieron a verse nunca más.