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La adoración de los magos, por El Bosco. |
Juan G. Bedoya
Publicado en El País
Benedicto
XVI sostiene que se saben «pocas cosas» sobre Jesús, pero lo enlaza con el
emperador Augusto como “una conexión interplanetaria” y lo emparenta con el rey
David
«Cualquiera
es libre de contradecirme». Esta advertencia de Benedicto XVI figura en el
prólogo del segundo tomo de su jaleada biografía sobre Jesús. Conviene no
olvidarla para entender el tercero y último, que acaba de publicarse con el
título La infancia de Jesús. «No he intentado escribir una cristología», confiesa
el Papa, como justificándose.
Efectivamente,
el libro no es una biografía al uso, ni de lejos, sino una exhibición de
elaboraciones teológicas, «una cristología desde arriba», por citar el
precedente famoso de El Señor, de Romano Guardini, tan admirado por el Papa.
El
lanzamiento del libro ha contado con una polémica en torno a la presencia, o
no, de un buey y un asno en el establo donde nació el fundador cristiano.
También se ha discutido la insistencia del Papa en que todo empezó en un
pesebre de Belén, adonde el matrimonio José y María habría acudido para cumplir
con un censo decretado por Roma. Historiadores antiguos y modernos desmienten
esa tesis con toda certeza. En realidad, al Papa le importa poco el debate
sobre los hechos. Partiendo de su idea de que se saben pocas cosas sobre Jesús,
a Benedicto XVI le motiva más el que los hechos coincidan con profecías de la
Biblia. Si no coinciden, peor para los hechos.
Benedicto
XVI conoce el terreno que pisa. Por ejemplo, descarta a Nazaret como el lugar
del pesebre porque le venía mal a profecías que va a manejar. Si Jesús
hubiera nacido en Nazaret, una pequeña ciudad de Galilea antes de él sin
ninguna celebridad, ¿cómo casar el que descendiese de la casa de David? También
se derrumbaría con estrépito la larga genealogía de José, el padre legal de
Jesús, que remonta hasta Adán pasando por David y Salomón. El fundador del
cristianismo, qué menos que emparentarse con reyes y compararse con el
emperador Augusto. Los Evangelios —del griego, buena noticia— son relatos para
endiosar a un fundador, como habían hecho antes —y hacen después— los escribas
de otras tradiciones.
El Papa intenta mantenerse «al margen de las controversias»
Ha pensado Ratzinger en esa circunstancia cuando escribe
(página 11) que «Nazaret no era un lugar que hubiera recibido promesa alguna».
Recuerda, por eso, la respuesta que un futuro discípulo de Jesús, Felipe, ha
dado a su compañero Natanael cuando este le comunica que «aquel de quien
escribieron los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, hijo de José, de
Nazaret». La respuesta de Felipe es conocida, y al Papa le gusta subrayarla:
«¿De Nazaret puede salir algo bueno?».
Como si hubieran leído esta frase del libro, dos tuiteros
reflexionaban graciosamente estos días, en medio del belén que se ha armado con
las dudas sobre si había, o no, bueyes y burros en el dichoso establo. «¿Para
qué nacer en Lepe, pudiendo ser de Bilbao?», decía uno. Contestaba otro:
«Seamos universales: ¿para qué ser de Idaho pudiendo nacer en California?». Un
tercero pregunta: «¿Y dónde aparcó su mula José? ¿O es que la virgen María, a
punto de parir, tuvo que viajar a patita de Nazaret a Belén?».
Benedicto XVI, de civil Joseph Ratzinger, de 85 años, empezó
a escribir esta obra antes de encumbrarse en el pontificado romano, en 2005.
Eso quiere decir que el primer tomo, y probablemente el segundo, son obra del
teólogo Ratzinger, a la sazón gran inquisidor romano. Fueron obras sólidas, de
peso, incluso físicamente (447 páginas el primer tomo; 396, el segundo). El que
ahora se presenta (apenas 137 páginas, editadas por Planeta), lo ha escrito
como Papa, en medio de las imponentes parafernalias del cargo. El autor parece
reconocerlo en el prólogo: «Espero que, a pesar de sus límites, este pequeño
libro pueda ayudar a muchas personas en su camino hacia Jesús y con él». Lo
firma el 15 de agosto pasado, festividad de la Asunción de María al cielo, en
su palacio de veraneo, Castel Gandolfo, a orillas del lago Albano.
La advertencia no ha espantado la polémica. Poner en duda la
presencia de un burro en la cuadra donde nació el fundador de su religión
hubiera sido apenas noticia si saliese de la pluma de un teólogo, por famoso
que fuese. Dicho por el Papa ha suscitado mil controversias. Por eso la noticia
ha armado el belén. En España existe esta expresión —¡Y se armó el belén!— para
definir una escandalera de este tipo, que ha desatado en las redes sociales
execraciones o bromas sin cuento.
¿Qué ha escrito, realmente, Benedicto XVI? Parece obligado
empezar por la noche en que la Virgen dio a luz y «envolvió al niño en pañales»
sobre un pesebre. «Podemos imaginar sin sensiblería con cuánto amor preparaba
el nacimiento», escribe. Apenas dos párrafos después aborda la escena completa.
¿Quién más había en el establo? Este es el texto: «Como se ha dicho, el pesebre
hace pensar en los animales, pues es allí donde comen. En el Evangelio de Lucas
no se habla en este caso de animales. Pero la meditación guiada por la fe,
leyendo el Antiguo y el Nuevo Testamento relacionados entre sí, ha colmado muy
pronto esta laguna, remitiéndose a Isaías 1, 3: ‘El buey conoce a su amo, y el
asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no comprende».
Sitúa el nacimiento de Jesús en Belén, y no en Nazaret, por
una profecía
San Francisco de Asís toma esa profecía para construir en la
Navidad de 1223, por primera vez en la historia de la cristiandad, una casita
de paja a modo de portal y explicar a sus fieles el misterio del nacimiento de
un Jesús pobre entre los pobres. Ahí empezó la tradición del belén, no antes.
La imponente autoridad moral del franciscano, patrono de los animales y que da
nombre a la gran ciudad de California, extendió pronto el mito por Europa y
América. El Vaticano está construyendo el suyo estos días, impresionante, como
cada año en la plaza de San Pedro. Por cierto, el Evangelio lucano no habla de
animales en el establo, pero tampoco dice nada de la (se supone que
indiscutible) presencia de José, el padre legal del recién nacido.
Más metáforas. Dedica el Papa cuatro páginas a subrayar cómo
Jesús, «el realmente Poderoso» (la mayúscula es suya) nace «en un pesebre, en
un ambiente poco acogedor, incluso indigno», pero, inmediatamente, hace una
pirueta que deja al lector descolocado. «En realidad, el pesebre es una especie
de altar y se convierte en una referencia a la mesa de Dios». Naciendo entre
pastores (si aquello era un establo, «habría pastores y animales», remacha),
podrá remontarse a David, pastor de ovejas antes que rey, y a la profecía de
Miqueas, según la cual de un pesebre de Belén “había de salir el que un día
apacentaría al pueblo de Israel”. Resumen papal: «Jesús es el Gran Pastor de
los hombres».
Después de esa que el Papa llama «pequeña divagación», el
libro vuelve al texto del Evangelio de Lucas, donde se lee: «María dio a luz a
su hijo primogénito», y entra en el debate sobre si la Virgen fue madre de
otros hijos (y también hijas), y si san Pablo entró al trapo cuando llama a
Jesús «el primogénito de muchos hermanos». Conclusión del teólogo Ratzinger,
esforzado a demostrar la virginidad de la madre: «El primogénito no es
necesariamente el primero de una descendencia sucesiva. La palabra
“primogénito” no se refiere a una numeración sucesiva, sino que indica una
cualidad teológica». Conclusión: «En el humilde pesebre está ya este esplendor
cósmico: ha venido entre nosotros el verdadero Primogénito del Universo». Vaya
por Dios.
Hay cientos de miles de libros sobre Cristo y 10.000 biografías serias
Sobre Jesús hay cientos de miles de libros y en torno a
10.000 biografías consideradas serias. Es lógico si se tiene en cuenta que su
nacimiento, pese a tener fecha dudosa, parte en dos la historia de una porción
del mundo desde que el monje Dionisio el Exiguo propuso en el siglo VI —y el
Papa impuso— reemplazar la cronología romana, que contaba los días a partir de
la fundación de Roma, por una cronología cristiana. Desde entonces, se cuentan
los años por un antes y después de Cristo. Ratzinger entra en el asunto para
anotar lo que está sobradamente constatado: la insólita circunstancia de que
Jesús nació antes de la era cristiana. «Evidentemente», escribe, «Dionysius
Exiguus se equivocó algunos años en sus cálculos».
En este punto, hace afirmaciones que los historiadores
niegan. Dice, por ejemplo, que Jesús «nació en Belén» porque sus padres habían
viajado hasta allí para cumplir «con un censo ordenado por los romanos». Frente
a la tesis de que para ese censo, de haber existido, no habría sido necesario un
viaje de cada cual a su ciudad, el Papa replica, apelando a «diversas fuentes»,
que los interesados «debían presentarse allí donde poseyeran tierras». Según el
Papa, José, de la casa de David, disponía de una propiedad en la comarca de
Belén. El terrateniente, no hace falta decirlo, es carpintero en Nazaret y
marido de María, virgen y la madre de Jesús.
No es verdad que hubiera revisión catastral alguna en ese
tiempo. El Papa parece aceptarlo cuando empieza el párrafo siguiente afirmando
que «siempre se podrá discutir sobre muchos detalles porque sigue siendo
difícil escudriñar en la vida cotidiana de un organismo tan complejo y lejos de
nosotros como el del Imperio romano».
La afirmación es temeraria. La Roma de Augusto ha sido
estudiada con detalle por los mejores historiadores romanos, relativamente
contemporáneos de Jesús, como Tácito (año 50 a 120), Suetonio (hacia el 120) y
Plinio el Joven (61-120), y en la modernidad por todo tipo de especialistas,
entre otros el gran Ernest Renan y ahora Jesús Pagola, que vivieron en Israel
antes de ponerse a escribir. Está demostrado que no hubo censo ni catastro
alguno en aquel tiempo, y que cuando el fundador cristiano nació, el rey
Herodes llevaba muerto más o menos dos años, lo que derrota el bulo cristiano de
que el monarca judío, cuando se enteró por los Reyes Magos del nacimiento de
Cristo, «mandó matar a todos los niños de Belén y su comarca de dos años para
abajo».
¿Por qué el Papa se aferra a la idea de que el conocido como
Jesús el nazareno nació en Belén? Lo explica como teólogo, es decir, trazando
«un cuadro teológico» (sic). Un supuesto (pero irreal) decreto de Augusto para
registrar fiscalmente a todos sus ciudadanos habría cumplido la profecía de
Miqueas, según la cual «el Pastor de Israel habría de nacer en aquella ciudad».
Y había que dar cumplimiento a otra promesa: la de que «la historia del Imperio
Romano y la historia de la salvación, iniciadas por Dios en Israel, se
compenetran recíprocamente». Así alcanza a emparejar la grandeza de Augusto y la
grandeza de Jesús, «una conexión interplanetaria», dice el Papa. Lo escribe en
un espectacular palacio levantado en el corazón de aquel Imperio, hoy centro
neurálgico del imperio cristiano, que lo sustituyó.
La mayoría de las biografías de Jesús han sido escritas por
historiadores, pero abundan las firmadas por teólogos (en griego, personas que
dicen «palabras sobre Dios»), o estudiosos de los incontables textos conocidos
como Evangelios. Son decenas, pero la Iglesia romana, cuando se asentó en el
poder imperial y pudo podar a placer lo que no convenía a sus intereses,
incluso con violencia, los redujo a cuatro verdaderos. Como la gente seguía
interpretando, llegó el tiempo en que la autoridad eclesiástica prohibió leer
la Biblia, salvo la podada por Roma. Así siguen sus fieles, ahora por mala
costumbre.
Benedicto XVI, que antes de ser papa ejerció de inquisidor,
advierte ahora, generoso, que su vida de Jesús «no es en modo alguno un acto
magisterial, sino únicamente expresión de búsqueda personal del rostro del
Señor». Se le puede contradecir, asume. «No he intentado escribir una
cristología». El teólogo anuncia una vida de Jesús, pero la escribe más desde
la fe que desde la razón. Lo llama «toques de fe». Todo ello pese a escribir
también que «no se pueden atribuir a Dios cosas absurdas o insensatas o en
contraste con su creación».
Tampoco san Pablo se cayó del caballo
Escribió Renan que el teólogo tiene como principal interés
el dogma. “Un teólogo liberal es un pájaro al que se le han cortado algunas plumas
de las alas. Lo creéis dueño de sí mismo, hasta el momento en que trata de
emprender el vuelo. Entonces veréis que no es completamente hijo del aire”.
Pongan aquí el nombre de Joseph Ratzinger.
Veamos el caso de san Pablo, antiguo fabricante de tiendas
en Tarso y Apóstol de los Gentiles (como gustaba llamarse). Fue el auténtico
secretario de organización del primer cristianismo. Sin él, que mandó hacer la
romería —¡A Roma, a Roma, el corazón del mundo!—, la Iglesia que conocemos,
segunda en número de fieles tras el islam, no habría dejado de ser una secta
judía y contracultural. El mito dice que Pablo se cayó del caballo, deslumbrado
por el mismísimo Jesús resucitado, cuando corría a Damasco a aporrear
cristianos. La verdad la cuenta él mismo. Sencillamente, se convirtió por la
entereza con que vio morir al primer mártir cristiano, san Esteban.
Preguntaba el otro día Juan José Millás en la cadena SER, a
propósito del último libro de Benedicto XVI, cuáles serían las mejores
biografías de Jesús. Si hay una clásica es la Vida de Jesús, de Ernest Renan,
de 1863. Es una referencia obligada (en España, la última edición es de 1995,
de Edaf). Pese a que retrata al fundador cristiano como un ser excepcional (por
encima de los Evangelios), su publicación causó escándalo descomunal por la
reacción del papa Pío IX, que para entonces ya se comportaba como un psicópata.
Después de Lutero y Voltaire, ningún hombre ha desencadenado cóleras más
furibundas entre eclesiásticos.
Roma creyó que Renan fue el responsable del deterioro de la
fe cristiana en Europa, como si la jerarquía de esa religión no hubiera tenido
nada que ver en aquel derrumbe. De la obra incendiaria de Pío IX (Syllabus
Errorum, Índice de libros prohibidos, Concilio Vaticano I…), no quedan ni
cenizas.
Al Vaticano siempre le ha molestado que la gente de ciencias
o de letras, y también los historiadores sin sotana, meta las narices en la
vida de su mesías. El cristianismo romano es, en sus raíces, un culto a la
personalidad de Jesús, hijo de Dios, el segundo componente de ese ser único que
existe simultáneamente como tres personas distintas (la Santísima Trinidad,
gran misterio).
Jesús no escribió una línea y sus evangelistas (portadores
de buenas noticias) no llegaron a conocerlo. Tampoco escribió Sócrates, pero el
ateniense tuvo como biógrafos a Jenofonte y a Platón. Así que lo que se sabe de
Jesús cabe en unas líneas. Existió. Era de Nazaret. Fue un predicador
incendiario. Suscitó el odio de los jefes judíos, que lograron que el
gobernador de Judea, el romano Poncio Pilato, lo condenara a muerte. Fue
crucificado a las afueras de Jerusalén. Se dijo después que había resucitado.
Esto es
lo que se sabe con certeza, incluso si no existieran los Evangelios. El
resto es leyenda, mito, teología. Pongamos los Reyes Magos, de los que se ocupa
con simpatía Benedicto XVI en su último libro. Ni siquiera se sabe cuántos
fueron. El Evangelio de Mateo dice que tres; en la Iglesia siria tuvieron una
docena (reflejo de los 12 apóstoles y las 12 tribus de Israel), y en la copta
contaron hasta 60. Según el escritor Jesús Bastante, en los dos primeros siglos
solo fueron magos. Cuando la práctica de la magia le pareció pecaminosa a la
jerarquía del cristianismo romano —¡la de brujas que mandó quemar!—, pasaron a
ser reyes, los Reyes Magos. Tres. Por cierto, no hubo mago negro hasta el siglo
XVI, inicio de las veleidades ecuménicas de Roma.