© Íñigo Ongay
Con el título «Ateísmo lógico», Alfonso Fernández Tresguerres nos ha ofrecido en el número 110 de El Catoblepas un trabajo en el que expone las razones que fundarían un juicio negativo respecto al problema de la existencia de Dios. Tresguerres estaría reconstruyendo allí una argumentación filosófica de signo ateo, no teísta pero tampoco meramente agnóstica, tendente a la negación más terminante de la existencia de Dios. Y ello tanto por motivos lógicos («ateísmo lógico») como por razones puramente factuales (pues es así que, según parece, de la incapacidad del teísta a la hora de demostrar la existencia de Dios, deberá concluirse, a la Hanson, que este simplemente no existe de hecho dado que, como ya se sabe, «el que afirma tiene que probar», &c.). Esto es; si a la incapacidad del teísta de probar sus asertos «en el terreno de los hechos» (algo que, adviértase, ya de suyo probaría la inexistencia de Dios) se suma el carácter contradictorio de la esencia divina (y es que, al fin de cuentas, Dios no es siquiera posible en el terreno de la lógica) se seguirá simplemente, tras la combinación de ambos tipos de argumentos «a la mayor gloria del ateísmo», que Dios no existe y ello por mucho que, tal y como le sucede a Tresguerres según «confesión de parte», estuviésemos encantados de que el Padre Eterno existiese a fin de no vivir en la finitud puesto que, apoyándonos en Unamuno, simplemente no nos da la gana de morirnos. Una vez semejante conclusión ha quedado bien aquilatada cabrá, sí, «respetar» las «creencias» del teísta (pues al fin y al cabo éste es muy libre de creer lo que estime oportuno incluso cuando se ampara en fideísmos del tipo «credo quia absurdum» de Tertuliano) siempre y cuando éste, a su vez, sea también capaz de ofrecernos un respeto semejante a los que, en nombre del «ateísmo lógico», «no creemos».
En este contexto, si nosotros, por nuestra parte, nos hemos decidido a «responder» a algunas partes de su ensayo es porque la idea misma de ateísmo desde la que él mismo razona en todo momento nos parece enteramente indefinida al menos si es verdad que el «ateísmo» (como en general todos los conceptos negativo-funcionales) se dice de muchas maneras. Ello, estimamos, será razón más que suficiente para tratar de «diagnosticar» la posición, sin duda que atea, de Tresguerres, sirviéndonos para ello de algunos de los delineamientos doctrinales expuestos por Gustavo Bueno en su libro La fe del ateo.
En efecto, tal y como Gustavo Bueno nos lo advierte en su libro, el término ateísmo, en cuanto que construido según una estructura funcional definida por el «alfa privativa», sólo alcanzará un sentido preciso al recortarse sobre los contenidos determinados que se nieguen en cada caso, con lo que ciertamente, no se podrá en modo alguno confundir la negación de la existencia de los dioses ónticos de los panteones politeístas griegos, romanos, fenicios, egipcios o cartagineses (ateísmo óntico) con la negación de la existencia del Dios metafísico de las religiones terciarias (ateísmo ontológico) como no será tampoco indiferente que la operación negar, contenida en el alfa privativa de referencia, aparezca como referida al Dios católico (ateísmo católico) o al Dios de Mahoma (ateísmo musulmán). Tampoco será igual, referir la negación a la existencia de Dios conservando su esencia o constitutivo formal (ateísmo existencial) que negar la esencia divina bien sea en alguno de sus componentes o atributos en el sentido del ateísmo esencial parcial (como lo hacen los deístas respecto de la providencia, razón por la que Voltaire pudo tipificarlos como «ateos corteses») bien sea en relación a la totalidad de la esencia de Dios (en el sentido del ateísmo esencial total según el cual, dejando enteramente al margen el problema de la existencia de Dios –problema que ahora, aparecerá como capcioso en su mismo planteamiento–, lo que propiamente no existe es la propia idea de Dios). En fin, tampoco será exactamente lo mismo el ateísmo privativo característico de tantos «ateos militantes» que necesitan definirse incesantemente en función de los propios contenidos negados (por ejemplo, apostatando u organizando «procesiones ateas» en plena semana santa católica, &c., pero también «echando de menos a Dios» suponemos que a la manera como también se echa de menos el «miembro fantasma») que el «ateísmo negativo» propio de aquellas personas que se desenvuelven al margen de Dios, &c.
Desde este punto de vista, nos apresuramos a manifestar nuestro acuerdo total con Tresguerres a la hora de señalar el error de diagnóstico de Enrique Tierno Galván. En efecto, si Tierno afirmaba que el «ateo no quiere que Dios exista» mientras que el «agnóstico se limita a no echar de menos a Dios conformándose con vivir la finitud», nosotros, procediendo desde las mallas clasificatorias que acabamos de resumir, interpretaríamos la postura propia de quienes en efecto «no quieren que exista Dios» como un «ateísmo privativo» (pues todos nos definimos a la postre por nuestros enemigos) mientras que, ciertamente, «no echar de menos a Dios» cuadraría más bien con el «ateísmo negativo» de signo más neutro. No entendemos en cambio demasiado bien lo que quiere decir Tresguerres cuando asegura que estaría encantado si Dios existiese, puesto que tal «confesión», por mucho que se ampare en la autoridad de don Miguel de Unamuno, no tendría mayor alcance, al menos si hemos entendido correctamente el núcleo de su «ateísmo lógico», que «desear» la existencia de un decaedro regular al que se comienza por considerar como un contrasentido geométrico a la luz de las leyes de Euler. No es que neguemos a Tresguerres su derecho a «no querer morirse», pero desde luego nos parece sorprendente que nuestro autor pueda declararse «encantado» ante la «existencia» de un conciencia egomórfica incorpórea e infinita que empezaría por hacer imposible la existencia del mundo, una conciencia por lo demás, de la que se predica a la vez la omnipotencia y la incapacidad de dotar a sus propias criaturas la virtud creadora, &c. Simplemente si la esencia divina es contradictoria, no cabrá ni «estar encantado» ni «afligirse» (muy literalmente, a la manera de Espinosa: ni reír ni llorar) ante la afirmación, ahora declarada como imposible, de su existencia.
Ahora bien, si la postura que Tierno enjareta al ateo es en realidad propia tan solo de una de las variedades de ateísmo, con lo que en efecto, la diferencia entre este y el agnosticismo no podría situarse donde Enrique Tierno Galván la hace residir, tampoco cabrá, según pensamos, limitarse a declarar que frente al escepticismo del agnóstico que, inconsecuentemente, retiraría el juicio de existencia, el ateo sostiene que Dios no existe (y menos aún rematar semejante declaración con un rotundo «así de simple»), y ello puesto que tal posición, sin perjuicio de que en efecto se coordine hasta identificarse con la postura propia del ateísmo existencial (en el que valdría situar a Hanson, cuyos argumentos parecen resultar tan caros a Tresguerres), no por ello se solidarizará con otras versiones del ateísmo que dirigieran su trituración no tanto a la «existencia» como a la «esencia» divina, o a algún componente especialmente significativo de la misma. Este, sin ir más lejos, sería el caso de argumentos tan clásicos como el de Epicuro al que Tresguerres se refiere, puesto que en lo referido al problema del mal, retirar la Bondad divina (si es que Dios ha podido evitar el mal pero no ha querido hacerlo) como negar su Omnipotencia (si es que Este ha querido evitarlo sin poderlo) no equivale sin más a destruir la totalidad de su constitutivo formal a la manera del ateísmo esencial total. Por las mismas razones cabría suponer, en la dirección de un ateísmo parcial por referencia al teísmo terciario, que Dios, aunque exista, no es omnipotente o no es bueno o simplemente no gobierna el mundo, &c., planteamientos todos ellos que nos pondrían muy cerca del deísmo o de concepciones como pueda serlo la del propio Epicuro con sus dioses de los Entremundos.
Pero a nuestro juicio, cuando de lo que se trata es de aquilatar lo que las diferentes variedades del ateísmo puedan dar de sí, es justamente el ateísmo existencial a la Hanson el que puede estimarse enfangado en un callejón sin salida. Y es que aunque nosotros desde nuestras propias premisas podamos sin duda aceptar con Tresguerres que «no hay experiencia alguna ni evidencia de ningún tipo que demuestre la existencia de Dios, ni tampoco argumento alguno capaz de hacerlo», ello, no se deberá tanto a que «Dios sólo exista como idea», tal y como el filósofo asturiano concluye de su crítica del argumento ontológico anselmiano, sino más bien, a que por el contrario «Dios no existe como idea», esto es, a que lo que ni existe ni puede existir es la misma idea de Dios que tanto el teísta como el ateo existencial (tanto San Anselmo como Santo Tomás, tanto Hanson o Richard Dawkins como Alfonso Fernández Tresguerres a lo largo de la mayor parte de su trabajo) proceden dando enteramente por supuesta.
Pero hay más. Y es que, si bien es cierto que, tal y como Tresguerres parece detectar con ojo clínico, las vías tomistas, sin perjuicio de poder recorrerse con total comodidad en la línea del regressus, hacen imposible todo progressus crítico al mundo del que se partió (y de ahí su formalismo metafísico), también se hará preciso reconocer, nos parece, que argumentos como el de San Anselmo no podrán en modo alguno desactivarse con objeciones del tipo «la existencia no es una perfección» como parece suponer Tresguerres (en la línea de Gaunilo, de Santo Tomás o incluso de Kant), puesto que no se trata tanto de que lo sea. De lo que se tratará en el fondo, y esto es algo que ni Santo Tomás ni Kant pudieron tomar debidamente en cuenta, es de que presupuesta la existencia de la idea de Dios como ser necesario (es decir, presupuesta la existencia de Dios como idea), resultará imposible (por contradictorio), proceder como lo hace el ateo existencial concluyendo que tal ser necesario es, sin embargo, sólo contingente (i. e., no necesario). Con ello, la cuestión no residirá tanto en determinar que «Dios no exista», a la manera como determinamos, por vía negativa, y tras un exhaustivo sumario empírico de los «hechos», que no existe el «monstruo del Lago Ness», puesto que Dios no es una esencia respecto de la cual la existencia aparezca como posible sin perjuicio de que pueda eventualmente negarse (como lo hace el ateo) en ausencia de pruebas, &c., &c. Simplemente si Dios es una esencia, esto es, si la idea de Dios figura como posible (composible) no ya en sí misma sino con respecto a los propios componentes que la integran así como en relación al mundus adspectabilis (si Dios es posible), entonces no quedará más remedio que reconocer inmediatamente, al menos si no se pretende incurrir en una contradicción, su existencia real (Dios es necesario) y ello porque la esencia de Dios, esto es su mismo constitutivo formal, tal y como el propio Santo Tomás se hizo cargo del asunto sin perjuicio de sus críticas a la prueba a priori, viene a coincidir con su Esse. Y la cuestión sigue siendo que si Él pudo decir a Moisés «soy el que soy», tal afirmación habrá que retraducirla, según todo el ciclo de la escolástica tomista, del siguiente modo: Dios es, en efecto, el ipsum esse subsistens.
Para decirlo de otro modo: si es verdad que el ateo (existencial) pero también el agnóstico razona como si resultase posible reconocer la idea de Dios al tiempo que se retira su existencia real, ello, al cabo, es algo que sólo podrá hacerse al precio de quedar vigorosamente enredado en la misma maquinaria del argumento ontológico (particularmente cuando este mismo se contempla desde la perspectiva de su reformulación modal a la manera de Leibniz) puesto que entonces, quien así procediese se verá forzado a afirmar de modo contradictorio que Dios es al mismo tiempo necesario e inexistente. Y ello, añadiríamos zambulléndose en el propio argumento ontológico que se pretendía destruir, sólo que ahora bajo la figura del «insensato» que la propia maquinaria argumentativa anselmiana reclama inexcusablemente. Para decirlo de otro modo: si el ateo –parece razonar el teísta–comienza declarando como existente la idea del Dios terciario (aunque sólo sea la de su idea, al modo de Tresguerres), entonces no podrá en modo alguno resistirse sin contradicción ante la conclusión, avasalladora, de que tal idea, a la que se reconoce como posible, implica a fortiori la existencia del Ens Necessarium.
Y es que justamente, a nuestro juicio no reside en otro lugar la misma inconsistencia del agnóstico. En efecto, no se tratará, como lo sostiene Tresguerres, de que este haya renunciado a exigirle tanto al teísta como al ateo «pruebas» tanto «en el ámbito de los hechos como en el de la lógica» ni tampoco, desde luego, de que no haya advertido que la ausencia de evidencias constituye evidencia de ausencia (algo en todo caso bien discutible, e incluso gratuito como principio lógico al menos cuando tomamos distancias de las consabidas argucias de abogado) puesto que la verdadera cuestión reside en que, argumentando ad hominem, cuando se comienza reconociendo la existencia de Dios como posible, no cabrá, tras ello, mantener por más tiempo que tal existencia es sin embargo, sólo problemática como si, por imposible, el ser necesario fuese contingente.
¿Quiere todo esto decir que podamos y debamos dar por buenas las conclusiones que tantos filósofos teístas (desde San Anselmo a Descartes, desde Duns Scoto a Malebranche o Malcom) han pretendido extraer de la prueba ontológica? No sin duda, puesto que sin perjuicio de reconocer al argumento el vigor de sus engranajes lógicos, siempre cabrá proceder en la dirección del ateísmo esencial total, «abriendo el proceso a la posibilidad de la esencia» para decirlo con la fórmula empleada por Gustavo Bueno en su libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, es decir, siempre será posible discurrir, a sensu contrario,concluyendo por modus tollens en lugar de modus ponens, que Dios es imposible. Y ello –esta es nos parece la cuestión– en virtud del mismo circuito argumental aducido en el Proslogio, sólo que leído ahora a a la inversa. Como señala Gustavo Bueno en su obra La fe del ateo:
«El ateísmo esencial (que no necesita mayores especificaciones, porque estas las reservamos para los casos del ateísmo esencial parcial, que sólo son ateísmos esenciales por relación a los teólogos que reconocen a esos atributos negados como integrantes del constitutivo formal de Dios) es la negación de la idea misma de Dios. El ateísmo esencial, en el sentido dicho de ateísmo esencial total, no niega propiamente a Dios, niega la idea misma de Dios, y con ello, por supuesto, niega el mismo argumento ontológico. Descartes o Leibniz, como es bien sabido, ya lo supusieron, al obligarse a anteponer a su argumento la «demostración» de que existía la idea de Dios, es decir, en la teoría de Leibniz, la demostración de que la idea de Dios era posible. Pero el ateísmo esencial impugna las pretendidas demostraciones de Descartes, Leibniz y otros muchos en la actualidad, de esta idea, y concluye que no tenemos idea de Dios clara y distinta, sino tan confusa que habría que considerarla como un mosaico de ideas incompatibles (si, por ejemplo, se considera incompatible la omnipotencia y la omnisciencia de Dios: si Dios es omnisciente, ¿cómo pudo tolerar, si fuera omnipotente, el Holocausto?), así como un mosaico de estas ideas con imágenes antropomórficas o zoomórficas («inteligente», «bondadoso», «arbitrario», «anciano»). La llamada «Idea de Dios», en su sentido ontológico, sería en realidad una pseudoidea, o una «paraidea» (a la manera como el llamado concepto de «decaedro regular» es en realidad un pseudoconcepto o un paraconcepto, es decir, para decirlo gramaticalmente, un término contrasentido).
Desde la perspectiva del ateísmo esencial, en la que por supuesto nosotros nos situamos, las preguntas habituales: «¿Existe Dios o no existe?», o bien: «¿Cómo puede usted demostrar que Dios no existe?», quedan dinamitadas en su mismo planteamiento, y con ello su condición capciosa. En efecto, cuando la pregunta se formula atendiendo a la existencia («¿Existe Dios?») se está muchas veces presuponiendo su esencia –o si se quiere, el sujeto gramatica= l, y no el predicado– (si la existencia se toma como predicado gramatical en la proposición: «Dios es existente»). Y, esto supuesto, es obvio que no es posible la inexistencia de Dios, sobre todo teniendo en cuenta que su existencia es su misma esencia; y dicho esto sin detenernos en sus consecuencias, principalmente en ésta: que quien niega la esencia de Dios está negando también la existencia, precisamente en virtud del mismo argumento ontológico que los teístas utilizan.» (Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, pág. 20.)
La llamada idea de Dios es en realidad una paraidea que no existe (no existe como idea) y de la que no se puede predicar ni la existencia ni la inexistencia puesto que ambas cosas, obsérvese, presupondrían por igual concebir a Dios como una esencia pensable y consistente la cual, eso sí, podrá declararse como inexistente de hecho, a la manera, efectivamente, de los duendes de Tresguerres. Pero la idea de Dios no puede existir y si se reconoce que puede (algo que desde luego el ateo existencial parece conceder implícitamente al exigir pruebas «en el terreno de los hechos») entonces Dios existe. Así de simple.
Sea de esto lo que sea, nosotros sin duda no pretendemos (entiéndase esto bien) que Alfonso Tresguerres ignore absolutamente estos planteamientos o que los haya pasado enteramente por alto a la hora de componer su trabajo. Al contrario, justamente los asertos en los que funda su «ateísmo lógico» se coordinan, nos parece, de manera bastante aproximada con los contenidos mismos de lo que Gustavo Bueno denomina «ateísmo esencial total». Así, sin ir más lejos, el profesor ovetense demuestra con total limpieza geométrica que los atributos de la «perfección» y de la «omnipotencia» que la tradición ha venido asignando al Acto Puro resultan sencillamente incompatibles entre sí. Creemos en efecto, que tal argumento, junto con otros muchos que podrían mencionarse (véase al respecto el extraordinario artículo de Javier Pérez Jara, «Materia y racionalidad. Sobre la inexistencia de la idea de Dios», en El Basilisco, nº 36, 2005), representan pruebas suficientemente poderosas para avalar conclusiones como estas, extraída por el mismo Tresguerres:
«La idea de Dios es, así, lógicamente contradictoria y denota la Idea de un ser imposible. Es falso, pues, que existe algún A que es B, un ser que es Dios, puesto que es verdad que Ningún A es B, ningún ser es Dios, dada la imposibilidad de la esencia designada por B, es decir, por la Idea de Dios. En consecuencia, la proposición «Dios existe» es falsa y la que sostiene que Dios no existe es necesariamente verdadera. Decía Leibniz (Monadología, & 45) que si Dios es posible, existe. Pues bien si Dios no es posible, no existe. Y no es posible. Luego no existe. Tal es en esencia, lo que sostiene el ateísmo lógico.»
Tal es, en efecto, lo que sostiene el «ateísmo esencial total». Pero si ello es así (como ciertamente nos parece que lo es), no entendemos que digamos demasiado bien qué es lo que quiere decir Tresguerres cuando procede, diríamos, componiendo acumulativamente este planteamiento con las «argucias de abogado» propias del «ateísmo existencial». De hecho, Tresguerres, sostiene en repetidas ocasiones a lo largo de su texto (y también en otros, véase al respecto por ejemplo «Dios en la filosofía de la religión de Gustavo Bueno», publicado en El Catoblepas, nº 20, 2003, pero también su contribución al manual Filosofía de primero curso de Bachillerato editado por la editorial ovetense Eikasía), que el ateo no debería renunciar del todo a argumentos como los de Hanson, &c., &c.
Ahora bien, la cuestión es que una tal acumulación argumental, muy lejos de vigorizar la conclusión que Fernández Tresguerres parece extraer cuando razona como un ateo esencial (la idea de Dios no existe porque es contradictoria) conduce su razonamiento en la dirección de una suerte de «ateísmo mixto –esencial– existencial», y esto –esto es, semejante ateísmo «bifronte»– es lo que resulta, ahora sí, claramente inconsistente, o incluso, llevado al límite, contradictorio. De otro modo, al proceder acumulativamente según lo dicho, Tresguerres parecería estar reconociendo con una mano que Dios es imposible como idea, mientras que con la otra se concede que su esencia es pensable sin contradicción, aunque desde luego falsa al no existir Dios «de hecho» (y de otro modo no tendría ningún sentido exigir al teísta pruebas al respecto), con lo que, ahora, la proposición «Dios no existe» parecería estar tratándose de una manera análoga a enunciados tales como «el monstruo del Lago Ness no existe».
Pero esto es justamente lo que no puede hacerse. Por decirlo de otra manera, cuando ante el problema de la existencia de Dios, empezamos por pedir pruebas al que afirma, dando en consecuencia por descontado que «el que afirma» tiene una idea clara y distinta del «sujeto» al que atribuye el predicado gramatical «existe», entonces volvemos a comportarnos como el «insensato» de San Anselmo, quedando en consecuencia prisioneros de la potencia dialéctica del mismo argumento que, por otro lado, Tresguerres ha reconocido en su condición de «ateo esencial».
Ahora bien, así las cosas, no resulta sin duda nada fácil determinar las razones por las que Tresguerres ha considerado necesario enrocarse en una estrategia acumulativa tendente a combinar el «ateísmo esencial» («ateísmo lógico») con el «existencial» (el «ateísmo –diríamos, a falta de mejor rótulo– de abogado») sin parar mientes en que dicha yuxtaposición conduce a un verdadero callejón sin salida. Si no nos equivocamos demasiado por nuestra parte, creemos que estas razones, sean ellas mismas las que sean, estarían vinculadas a un equívoco en el que el profesor asturiano ha incurrido repetidamente a lo largo de su texto. Nos referimos a la constante división entre el terreno de los «hechos» y el ámbito de la «lógica», como dos perspectivas, al parecer duales, que según el autor de Los dioses olvidados cabe separar, sin perjuicio suponemos de sus entrecruzamientos &c., a la hora de analizar estas cuestiones. En estas condiciones, parecería (y de hecho así lo sugiere el propio Tresguerres en más de una ocasión) que, situado en el «terreno de los hechos», el ateo podrá proceder como un «coleccionista de hechos», limitándose, por vía empírica, a pedir al teísta que demuestre sus afirmaciones para concluir, en ausencia de evidencia, que Dios sencillamente no existe. Cuando nos situamos, empero, «en el terreno de la lógica», el ateo podrá sin duda «ir más lejos» (el sentido del ateísmo esencial), demostrando por su parte que Dios no puede existir al denotar su misma esencia la idea de un ser contradictorio.
Con ello, según parece dinamarse del sentido general de la argumentación, ambos tipos de ateísmo (esencial y existencial) se yuxtapondrían armónicamente, reforzándose mutuamente para desesperación del teísta que, acosado por ambos francos, no podrá sino reconocer que en efecto «Aquel» al que todos llaman Dios no existe y además es imposible.
Pues bien. A nosotros nos parece sin embargo que tal división jorismática entre los «hechos» y la «lógica» no es mucho más que una hipóstasis metafísica que resulta, principalmente, de ignorar que la «lógica», en su ejercicio, no es otra cosa que la propia concatenación de los propios «hechos» según sus ensortijamientos propios, y ello de tal suerte que estos mismos quedarían disueltos en tanto que hechos (es decir en su entretejimiento constitutivo) al margen de la lógica. Ello, a su vez, demuestra que el propio sintagma «ateísmo lógico», aunque se emplee como sinónimo de «ateísmo esencial», no dice nada, puesto que también el «ateísmo existencial» (por no mencionar otras especies del género «ateísmo», pero también de «agnosticismo» o incluso de «teísmo», posiciones todas ellas que resultaría evidentemente absurdo tipificar como «ilógicas» o «anti-lógicas») son igualmente «lógicas» como es «lógico», asimismo, el proceder del «coleccionista de hechos» al que se refiere Tresguerres. Si con «ateísmo lógico» se pretende aludir a la posición de quien afirma que la idea de Dios es contradictoria «en el terreno de la lógica» como contradistinto al de los hechos, esto mismo será decir muy poco o decir un contrasentido –y particularmente metafísico– pues ni siquiera es verdad que la Idea de Dios sea contradictoria en sí misma. La Idea de Dios, exactamente igual que la idea de un decaedro regular, al menos cuando razonamos fuera de las premisas de la propia teología natural, no es de suyo una idea simple que pueda suponerse como contradictoria «lógicamente» respecto de sí misma, sino un conglomerado muy complejo de términos plurales (omnisciencia, omnipotencia, providencia, aseidad, simplicidad, actualidad, infinitud, &c.) que resultan, ellos sí, incomponibles «de hecho» tanto mutuamente (y por eso la idea de Dios no puede componerse, esto es, no es posible) como con relación a la propia pluralidad de términos que componen el mundo en marcha (y por eso la idea de Dios no es compatible con un mundo al que anegaría si es que Dios es infinito) y ello, a la manera como también resultan incomponibles, según la lógica material ejercitada operatoriamente por la geometría sólida, las caras, las aristas y los vértices de un decaedro regular; mas no «al margen de los hechos», o, por razones meramente «lógicas» (al menos cuando estas se interpretan como desconectadas hipostáticamente de aquellos) sino contando con los hechos (geométricos) mismos, y a su través.
Y en efecto, esta es, nos parece, la razón principal por la que el ateísmo esencial ni siquiera entra a discutir la «existencia» de Dios como si su «esencia» pudiese darse, en cambio, por supuesta como esencia pensable, aun cuando sólo fuese para concluir que dicha «esencia» corresponde a la de un «ser imposible». Si este «ser» es, esencialmente, imposible será porque ni siquiera su idea puede componerse lógico-materialmente, entre otras cosas, porque no podrá coexistir con el mundo en marcha. Con ello, adviértase la radicalidad de la cuestión, ni siquiera decimos (desde el ateísmo esencial total) que el «creyente» o el «teísta» se equivoquen al atribuir «existencia real» a Dios (pues esto, representaría a la postre, un simple «error de identificación»), sino, más bien, que ni el «creyente» ni el «teísta» ni el «agnóstico» o el «ateo existencial» tienen una idea de Dios sobre cuya existencia real pudieran, eventualmente, mantener posiciones contradictorias. Simplemente sucede que el «teísta» no dice absolutamente nada (al menos etic) cuando afirma que Dios existe porque de hecho lo que no existe, salvo por el nombre, es la propia idea que San Anselmo creía percibir clara y distintamente «en su corazón».
Pero si nadie en absoluto tiene una idea clara y distinta de Dios y sí tan solo un mosaico incongruente de imágenes obtenidas de contextos mundanos muy diversos, ¿qué decir de la actitud de «respeto» que Tresguerres, acaso irónicamente claro está, pretende mantener sobre las «creencias» del teísta terciario? Ante todo esto: que tal «respeto», signifique lo que signifique psicológicamente, en modo alguno podrá dirigirse tanto a la propia fe del teísta en Dios Padre Omipotente, puesto que, para empezar, esta fe no existe como no existe la propia idea de Dios. De otro modo, la fe del creyente terciario no estaría, salvo emic, referida a Dios mismo, sino más bien a un conjunto de personas –finitas– o instituciones de las que la propia para-idea a la que «todos llaman Dios» habría derivado. Si con su «respeto», lo único que Tresguerres quiere decir es que en efecto «tolera» la fe (natural) de los «creyentes» católicos en las instituciones vinculadas con la Iglesia, no tendríamos desde luego nada que oponer ante semejante «actitud» salvo en lo que se refiere a su subjetivismo (aunque, eso sí, no podríamos menos que preguntarnos en todo caso de cuántas «divisiones acorazadas» dispone Tresguerres para dejar de «tolerarla»), pero en todo caso, repárese en esta circunstancia, no cabe, al menos desde las premisas del ateísmo esencial, «respetar» a los que «creen en Dios» por la sencilla razón de que en Dios, salvo que por imposible empecemos por considerarlo como una esencia componible, literalmente no cree nadie más que en el terreno de las apariencias. Todavía más confuso resultará, por los motivos dichos, «echar de menos a Dios» o manifestar que «se estaría encantado si Él existiese» (aunque a renglón seguido se reconozca que, desafortunadamente, esa esencia cuya existencia se considera como deseable, no corresponde a ningún ser real) puesto que ni Unamuno, ni Tresguerres ni yo mismo disponemos de una idea consistente sobre la que discutir.
Versión levemente resumida del artículo publicado originalmente en El Catoblepas.