miércoles, mayo 31, 2006

Felicidad

Uno. Why Architects Get It Wrong, extracto de The Architecture of Happiness de Alain de Botton, Hamish Hamilton, 2006; publicado por Seven, suplemento cultural del Sunday Telegraph el 2-4-2006. El autor (uno de mis favoritos, por si no lo había dicho) pasa un verano tranquilo y animado a la vez, en el centro de París. Años después descubre en un libro ilustrado sobre planificación urbanística las ideas de Le Corbusier (uno de los más inteligentes e influyentes arquitectos del siglo XX, alguna vez estuve en una exposición sobre su obra) para esa zona de París: quería dinamitar todo ese centro y reemplazarlo con un gran parque, punteado a intervalos con dieciocho torres de forma cruciforme, cada una de sesenta pisos, extendiéndose hacia las partes inferiores de Montmartre. ¡Un plan demencial realmente! Por muy racional y planificado con suma lógica, uno no puede luego por menos que burlarse o sentirse superior a esta concepción del futuro de la ciudad.

Estos proyectos de futuro surgieron a partir de la constatación de un estado de cosas, una ciudad superpoblada tras la masiva llegada de gente del campo y provincias pequeñas, y un centro que era ya un puro caos a principios del siglo pasado. Para solucionar esto, la medida radical era echarlo abajo y construir grandes torres --rascacielos-- que pudieran albergar 2.700 personas, ¡o incluso 40.000, en sus sueños grandiosos! En la primera visita que hizo a Nueva York, se mostró decepcionado por la escala de las construcciones: "Sus rascacielos son muy pequeños", contó a un sorprendido periodista del Herald Tribune. En sus dos obras fundacionales, aboga por la eliminación de los suburbios, en un intento de democratizar la vivienda y barrer de paso la fea estética de las villas de las afueras; también las calles son producto de un tiempo pasado, y no compatibles con los tiempos modernos. Y, otra medida escandalosa, habría que hacer una radical separación entre peatones y conductores, para que cada uno estuviera cómodo en su entorno, los primeros por sus verdes senderos y los segundos en sus autopistas veloces y sin interrupciones de esos petardos que van a pie.

Desgraciadamente, el tiro le salió por la culata, y no hay más que darse una vuelta por el anillo que rodea París, esas tierras devastadas que los turistas miran con horror, para observar el resultado de esta distopía: los mismos suburbios que hace unos meses salieron a diario en las noticias, por la quema de coches masiva y los altercados de sus moradores con la policía. Torres y más torres, basura, miseria y modernidad en su peor grado de expresión. Son la prueba viviente de todo lo que Le Corbusier no tuvo en cuenta, ni arquitectónica ni humanamente (y las razones que expone el escritor son bien tajantes). Lo que la lógica aplastante del arquitecto no le dejó pensar fue que un entorno incómodo, no pensado para las verdaderas necesidades humanas, hace que se desaten todas las tormentas. La separación radical de hombres y vehículos, de personas y comercios o negocios, hace que el verdadero componente humano se pierda, y el sujeto se aísle cada vez más. El fallo de los arquitectos para crear entornos amigables refleja nuestra torpeza para encontrar felicidad (harmonía) en otras áreas vitales. Mala arquitectura es a fin de cuentas más un fallo de psicología que de diseño. Es un ejemplo expresado a través de materiales de la misma clase que en otros dominios nos lleva a casarnos con la gente equivocada, a elegir trabajos poco adecuados o reservar vacaciones tontas: la tendencia a no entender quiénes somos y qué nos satisface. Los lugares que realmente amamos son, por contraste, la obra de esos raros arquitectos con la humildad para interrogarse adecuadamente sobre sus deseos y la tenacidad para trasladar sus etéreos temores de alegría a planes lógicos --una combinación que les permite crear entornos que satisface necesidades que conscientemente nunca sabíamos que teníamos.

Dos. El viaje a la felicidad de Eduardo Punset (Destino, 6 ª edición, 2006). Una obra de divulgación (ya un pequeño bestseller) que trata de comentar los últimos avances científicos encaminados a proporcionar vía libre para ese viaje a la felicidad que acaba de comenzar y cuyo final es incierto. Porque esos cuarenta o cincuenta años redundantes (en términos evolutivos) que ahora el ser humano tiene, esa esperanza de vida alargada hasta los setenta de media (las mujeres algo más), han hecho cambiar todas nuestras expectativas y han dado paso al futuro, a la felicidad posible aquí y ahora, no en otra vida. Es por ello que los gastos en inversión (reproducción) no sean ya tan vehementes y principales, y que la felicidad tenga un espacio, un hueco al menos, como energía de mantenimiento ya no como lujo, sino casi como obligación. El autor nos da las nuevas claves científicas, y una de ellas es la revolución emocional, el nuevo modelo de trabajo que da casi la misma importancia a las emociones que a la parte lógica de nuestro cerebro. En el capítulo dedicado a las amebas, los reptiles y los mamíferos no humanos, y en el apartado dedicado a lo que nos une con ellos, el autor habla de algunas pistas: la felicidad está escondida en la sala de espera de la felicidad (sí, amigos, lo que viene antes, la búsqueda de, es más importante que el placer luego alcanzado, y esto ya lo sabían los poetas desde siempre); el conocimiento se adquiere observando a los demás; todos los reptiles y mamíferos compartimos la resistencia al cambio y a la novedad...

"La felicidad no depende tanto del nivel de inversión en la perpetuación de la especie y el equipamiento, como de algo menos tangible caracterizado por actitudes y valores vinculados al mantenimiento de la especie en condiciones sostenibles" (p. 23). Y es que es algo que tendríamos que saber: tantos bienes materiales nos llevan a la ruina, y nada de eso puede dar la felicidad.

Un libro muy ameno y útil, y que nos servirá cien veces más que cualquier manual de autoayuda.

lunes, mayo 29, 2006

Decadencia

Sigo diciendo que es una desgracia que en 2001 se nos fuera el mejor escritor que teníamos, W. G. Sebald, del que ahora he leído Los emigrados (Anagrama, 2006). Son cuatro historias de gente que él ha conocido apenas, pero que tienen en común el hecho de haber emigrado de su territorio natal, por su condición de judíos. El narrador, el propio Sebald, que también se retrata de paso, indaga en estas vidas corrientes, visita los lugares en donde se movieron, una vez que a través de ciertos documentos ha sabido algo más sobre ellos. La historia más breve y tal vez más triste es la de su casero en Norfolk, Henry Selwyn, que acabó suicidándose con una escopeta de caza que nunca usó contra nadie más. Ya desde el inicio, cuando el narrador llega a la propiedad que alquilará luego, y contempla el estado de abandono del jardín y demás, sabemos un poco lo que vendrá luego. Este será el denominador común de las historias, esa decadencia que el cruel tiempo provoca en las cosas y en nosotros mismos, también atados a la rueda del tiempo. La historia de Paul Bereyter, el que fuera su maestro de primaria en S., no es menos triste. A través de madame Landau, y de un álbum de fotografías que ella le muestra, sabrá más cosas sobre su desgraciada y atea existencia. Una vida que al final descubrimos marcada por el ferrocarrill (que lleva a la muerte), un final tremendo pero de alguna manera esperado. La tercera historia es mucho más extensa y un poco tediosa en algunos pasajes, y cuenta la dificultad de saber algo sobre un tío-abuelo, Ambros Adelwarth, que emigró a Estados Unidos, llegó a servir en casa de los Solomon, los ricos banqueros de Nueva York, y acabó en un sanatorio psiquiátrico, el mismo de Ithaca en donde terminó sus días su fiel compañero de juergas y más, Cosmo Solomon, ejemplo de dandy de los años de la belle epoque. En este caso el documento en que se apoya es una agenda escrita con letra diminuta, que traza el viaje que ambos hicieron al final del verano de 1913, desde Italia hasta Jerusalén, pasando por Constantinopla y otras ciudades de Oriente Medio. Lo demás que llega a saber de él es a través de su tía Fini, que vive en un bungalow de New Jersey. En realidad, esta historia es el relato colectivo de una gente que tuvo que apañárselas en otro país, en unos años difíciles y esperanzadores a la vez. La última historia es de una hondura inigualable, cuenta la historia de un pintor del que se hizo amigo, Max Ferber, al que conoció en Manchester a finales de los años 60, cuando estuvo allí tres años, y que luego volvería a visitar, ya en los 90, cuando tenía cierto éxito con sus cuadros y cuando tuvo que ser ingresado en un hospital con enfisema pulmonar. En este caso, son unos escritos de su madre Luisa Lanzberg los que le proporcionan la información que necesita para reconstruir su vida..., la vida de ella, desde su infancia en Steinach hasta su vida de casada en Múnich, pasando por la juventud en Bad Kissingen, la estación balnearia, con pasajes realmente románticos. Pero lo que me llama la atención de este trozo de libro es justo lo que se refiere a la ciudad inglesa, cuna del capitalismo idustrial, y ahora desde mediados del siglo XX convertida en pura ruina, en decadencia y escombrera de un mundo que se viene abajo por su propio abandono. Es esta atención a los conflictos internos del capitalismo, que se deriva de Benjamin y su libro de los pasajes, lo que más engancha de la escritura magnética y lanzada de Sebald. Todo parece abocado a la muerte, a la destrucción de la naturaleza, y finalmente, será la naturaleza la que acabe con la destrucción anterior. Ese viejo manicomio de Ithaca, dejado a su suerte (mejor dicho, a la de las polillas y demás bichos roedores) por el doctor Abramsky, que renunció a los electrochoques de su antecesor, y que dice: "Hoy tengo puestas mis esperanzas en el género de los ratones, como también en las carcomas, que tarde o temprano echarán abajo el sanatorio, el cual en algunas partes ya gime y está a punto de ceder" (p. 128). Es también el Midland Hotel de Manchester, otrora majestuoso y ahora una ruina; como el Grand Hôtel des Roches Noires de Deauville, hoy una monstruosidad ya medio hundida en la arena... El texto, como en Austerlitz, se acompaña de muchas fotografías, todas en B/N, algunas de mala calidad, pero que dan una idea de los lugares mencionados.

Este libro es el más necesario en un tiempo imbécil que consagra a grupos noños como La Oreja de Van Gogh.

Leo también, desde hace tiempo y alternando con los libros principales, una trilogía de R. K. Narayan, autor indio admirado por Graham Greene y muchos otros colegas, creador de una población imaginaria, Malgudi, poblada por seres maravillosos en su sencillez y emoción verdaderas. Swami and Friends es la primera historia, a la que le sigue The Bachelor of Arts, que leo ahora a trancas y barrancas, no porque me disguste sino porque estuve con otras novelas. Me recuerda al mundo de S. Ray, el genial cineasta indio, creador del mundo de Apu. La historia del estudiante Chandran, sus estudios de Historia, luego su romance fallido con una joven que vio junto al río Sarayu, su huida a Madrás, sus meses de vagabundeo como sanyasi, su retorno al hogar, su desconfianza quínica del Amor y la Amistad, y su posterior esperanza de entrar a trabajar en un periódico, son las distintas aventuras que por ahora he atravesado. Como ir junto a los personajes, y no querer perderlos de vista.

En la noche cerca de la madrugada, cámara de ecos, una obra de Javier Maderuelo, no apta para los que se asustan en la oscuridad.

martes, mayo 23, 2006

Algo del pasado

A veces me acuerdo de Abraham y de lo que éste escribía en los Foros Inicia, como el siguiente texto llamado Demasiada carne, que ahora cuando se acerca el verano, es más que efectivo.

Cuando la masa se arremolina y, conseguida la igualdad de derechos en casi todos los campos, decide dar rienda suelta a sus placeres exacerbados, ya no hay quien detenga esta riada orgánica. La avalancha se produce, inevitablemente, y arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Ya no hay clases sociales, ni diferencias generacionales, sólo marcas de ropa y distintas velocidades en el mercado imparable de las telecomunicaciones. La comunidad "lenta" y la "rápida" se enfrentan, sigilosamente, en el campo de batalla virtual en donde la moda de lo transparente ondea a todo trapo.

Es aquí que entra en juego, saltando por los aires las últimas barreras, el mercado de la carne "todo a cien" (ahora, todo a partir de 60 céntimos de euro). En el verano multicolor y sin distinciones, en donde da igual 8 que 80, tod@s se apuntan al carro del "ilústrate a ti mismo" bajo formas rutinarias de tatuajes, piercings e informales atuendos pret-à-porter. Como suele suceder en el imperio de lo insignificante, menos es más, y es por eso que la carne estalla libre de ataduras y obstáculos: un sujetador, un tanga, una camiseta, el pareo para bajar a la playa (en el caso de ellas); unas bermudas, sandalias o chanclas, gafas Ray-Ban (ellos), da igual: lo que importa es la ausencia de peso bajo el sol omnipresente, el vacío de ideas mientras se hojea el Marca y se echa un ojo a la rubia de turno tatuada al final de la espalda.

Ya no quedan secretos, y la vida sin misterio es ligera, cool, televisiva, asquerosamente seductora y frígida. La pasión se ha transformado en un folleteo de imágenes y pantallas-apariencias cargadas de tensión fría. Tanta carne, todaigual, produce empacho. Como comer pizza todas las noches, con la botella de rigor. No te emociones mucho: cuidado que es light.
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Todo un filósofo casual, este Abraham, que se hizo famoso en los mejores foros de la Red allá por 2001. Ahora están muertos, pero casi nadie que pasó por allí olvida aquellas diatribas y los mensajes desaforados de toda la peña. ¡Ay, Mariola, Carlos Solrac, Cecilia, qué tiempos! Pienso en todos ellos, que tanto me acompañaron un tiempo, sobre todo en el terrible 2002, y cuando miro atrás y veo que ya nadie está, que sólo un silencio ardiente... Volved, voces del pasado, volved y hacedme reír.

viernes, mayo 19, 2006

Vida del fantasma

La bondad, de nuevo, lo ha dicho Martín Garzo en la misma página en que salió la crítica de la última película de Almodóvar, Volver. Este mismo título acoge múltiples significados: volver al pueblo, a ese lugar de la infancia que todos he mos dejado atrás, que más tarde o más temprano hemos de traer de nuevo al presente. Volver de entre los muertos, y esto parece también un homenaje a Hitchcock, director que está presente de manera sutil en todo el filme. Volver, en fin, de Carmen Maura, la actriz que después de tantos años se reencuentra con el director manchego. Ese regreso a lo más auténtico, es también una forma de bondad, un perdonar, un hacer el bien aunque haya tanto mal detrás, y cueste olvidar, y sea tanto el dolor acumulado. Pero al final, la bondad triunfa, una bondad que radia desde el rostro de Lola Dueñas, la Sole, peluquera clandestina, que va sola al entierro de la tía (Chus Lampreave), cuidada hasta el último día por una mano amiga. La bondad de esa mujer de pueblo que tiene un dilema y una sospecha tan grande, que llega hasta la telebasura para tratar de contar su caso, sin conseguirlo del todo. Qué bien que está Blanca Portillo (Agustina), una actriz que no conocía. La bondad de esas mujeres de barrio que ayudan a Raimunda (Penélope Cruz) en sus tareas más o menos clandestinas también, con el restaurante y con lo otro. La bondad de los desconocidos, en la que siempre había creído el personaje que interpreta Marisa Paredes en Todo sobre mi madre. Ss han hecho tantas películas sobre el Mal, sobre la maldad, que hacer algunas sobre esa bondad desconocida, es todo un logro.
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Los muertos no se van tan fácil, quedan ahí entre dos tierras, esperando que se cumpla una promesa, esperando la luz entre tanta oscuridad. Por eso se aparecen a los vivos, para que éstos busquen, y encuentren al fin la paz. Y esos muertos que están tan vivos, siguen con sus culpas y sus pesadillas, y son los otros, hoy día es una rusa, una recogía de la calle, que por un poco de comida y una cama, calla su boca, y trabaja en lo que sea. La vida oculta, debajo de la cama, en los maleteros de los coches, los que van del campo a la ciudad a través de los molinos de viento modernos. La vida del invisible, el que apenas cuenta, el que está atenido a los rumores del populacho. La vida del fantasma, esa vida maravillosa, que proporciona historias, que sabe de cosas que nadie sabe, porque se las llevó a la tumba, y ahora vuelve para contar la verdad. Una verdad que alivia, que cura y remansa,
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Los hombres en las películas de Almodóvar son siempre unos mamarrachos, aquí los pocos que aparecen son poco menos que violadores, salidos, imbéciles, todo el peso lo llevan las mujeres, sobre sus hombros recae toda la carga, siempre ha sido así en el mundo real, el de los barrios, Puente de Vallecas, o ribera del río Júcar en donde todo se está secando, también los árboles, España es un país muy seco, y el pueblo ése es donde más alto índice hay de locura. Los hombres violan a sus propias hijas. Los hombres miran la tele tonta mientras sorben latas de cerveza. Los hombres miran babosos las tetas de las mujeres que están trabajando. Hombres estúpidos en el estúpido mundo.
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Hitchcock, Rossellini, Visconti (Bellissima), tantos otros, pero ante todo, él mismo. Rayos de luz, y oscuridad, y dulces de la infancia que ya no volverá, y negro sobre negro, y más luz al fondo, y un poco de color en el pelo, y en la Rosa, y una canción, y la fiesta que ilumina la noche, y más rojo es obsesión, y una niña que se abre de piernas, sí, tal vez el único defecto del filme es que ese crimen es previsible, un poco demasiado. Pero quién no se arrimaría un poco más a Johana Cobo, y quién no poblaría más esos patios, y dónde se han ido las maletas con nuestros juguetes de entonces, dónde están las rosquillas, dónde aquellos muebles, las calles vacías, y cómo la vida de adulto es todo mentira, y en qué esquina yace, y en qué ribera, el muerto, el deseo, y su sombra.
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Es verdad que la película tiene sus lagunas, como toda esa historia de equipo de rodaje, que no aporta mucho al resto de la historia, que se sale del tronco principal (aunque siendo un narrador posmoderno, Almodóvar se puede permitir esos deslices). Pero da igual. Al final engancha, aunque no sé si un segundo visionado resiste. Lo que no se soporta, como dice el blogger de más arriba, es la mala educación de la gente ( a mi derecha, una cerda comiendo palomitas todo el tiempo; un niño en la sala aburrido y medio chillando; móviles que suenan, y para peor, los créditos del final, tan maravillosos, cortados). Tendré que volver a verla, en casa.

miércoles, mayo 17, 2006

Retrato del cínico contemporáneo

Es difícil encontrar una película (por no decir una novela o cualquier otra historia en otro formato) que se acerque de mejor manera a la figura del cínico de nuestros días que la que he tenido oportunidad de ver ahora, De latir, mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s'arrête), del cineasta Jacques Audiard, película que ha sido multipremiada en su país, y que también ha cosechado el premio a la mejor película europea en el Festival de Sevilla. Y estamos, curiosamente, ante una revisitación de una película oscura del cine norteamericano, Fingers de James Toback, con Harvey Keitel de protagonista. Como sabemos los que hemos leído el manual de Sloterdijk, el cínico es el agente doble por antonomasia, el que trabaja en casa y para el enemigo; es un tipo que trabaja en el negocio brutal de las inmobiliarias, de día y por las mañanas principalmente, y que dedica las tardes a tocar el piano, a ensayar para una audición que le han prometido, y que de alguna forma lo salvará de ese vertiginoso mundo en que se halla inmerso. El negocio de mierda es el que ha heredado de su padre, un tipo impresentable, y que lo tiene subyugado hasta tal punto, que no puede hacer otra cosa que obedecer sus sucias órdenes, para acometer actos impuros, digamos. Por otro lado está su madre, que era pianista aficionada, y cuyo representante de entonces viene ahora a rescatarlo del submundo de yuppies asquerosos. Pero su sensibilidad está podrida, y para ponerla de nuevo en buena forma, tendrá que practicar mucho junto a la única mujer de la película que no es una furcia (así califica a la nueva novia de su padre), una china que no entiende francés pero que al final será su rescatadora, su hada buena, y de alguna manera, la sustituta de la madre perdida. El director y su equipo son tan inteligentes que sólo nos muestran las escenas clave para entender este mundo y a este personaje, encarnado por un joven actor que está justo en su punto, sin histrionismos vacuos. La música, que tiene un papel marcado, pasa de forma esquizofrénica de la electrónica a Bach o los románticos, para dar cuenta de ese estado de alteración, de esquizofrenia calculada, que mantiene en pie al borde del abismo a los seres demoníacos que pululan hoy y cualquier día por las calles de las grandes ciudades. Ciudades de Occidente podridas que luchan por conseguir la calma en la tempestad, pero que fracasan una y otra vez. Porque bajo la fachada y los escaparates asépticos late la mugre de los desposeídos, y tras la zambomba del electro-no-sé-qué, está la dulzura ida y duramente traída de otras dimensiones, de la clásica, la verdadera música. Así, ese final, esa coda dos años después, es de una coherencia y una firmeza escalofriante, nos coloca en el plano verdadero, nos hace temblar con la culpa, la redención, el deseo de venganza y el sabor tibio de la belleza. Primero rabia, sangre, decibelios, luego una ducha fría, una marcha atrás, respirar entrecortado, sentarse, decir el mantra, escuchar.
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La calma es posible. La Copland's House, en el estado de Nueva York, en donde vivió el músico estadounidense muchos años, y que ahora funciona como centro de estudios y de investigación del legado del compositor de esa música deliciosa que es Primavera apalache. Escuchando las piezas camerísticas, el lunes desde Euro-Radio, uno se da cuenta de que esa melodía prosigue en muchas de estas obras, el Dúo para flauta y piano, el Sexteto, etc. También nos divertimos con la penúltima de las canciones espirituales, realmente graciosa; o casi que echamos a bailar, con los Piano Blues, o las otras piezas miniaturas para este instrumento. También escuchamos obras de Bernstein o Moravec, de éste una obra, Mood Swing, que escribió evocando su crisis depresiva, de la que pudo salir. La música neotonal también existe, y merece ser escuchada.
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Leo en El País que la ópera de Julio Estrada se hizo un poco pesada en su segunda hora. Me mataron los murmullos. Lástima que sólo unos pocos privilegiados madrileños pudieron escucharla y verla; en Radio Clásica al final no se dio, porque la organización dijo que era imposible. Claro: una ópera es para el directo, más un espectáculo total como prometía éste. También la muerte es propia, como decía Rilke, no nos vale el relato de alguien, no se puede decir "la muerte", porque no hay cosa más concreta que ella. No se dice "vivir", ni "la vida", porque decir eso es como no decir nada. Sólo cuenta "mi" vida, "mi" muerte, que cada vez aparece más cerca en el horizonte.
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Espantosos sonidos los de Souffle 1, el comienzo de Le voyage de Pierre Henry (Philips), grabación original de 1963. Cuando se acerca la muerte, el oído queda como el sentido que todavía recibe información, en cascada, a lo bestia, sonidos casi ruidos, que son recuerdos, que es una avalancha que no cesa, el enjambre que dicen, de amigosconocidosextraños, en el lugar del suceso. Y si no vemos la luz blanca, el aleteo, ya no podremos salir de la rueda infernal, y otra vez esa oscuridad, ahora agobiante, estamos perdidos, y hay sombras y seres que parecen van a devorarnos, y gritamos, muy fuerte, de forma aterradora, y estamos perdidos, perdidos. Impactante música, sólo en la cara A.

viernes, mayo 12, 2006

Lo que importa es el viaje



Eso es lo que dijo un profesor de instituto que estaba sentado unas filas más adelante, un viejo conocido mío de la época revolucionaria, amigo de Cuba y de otras ideologías que ya no tienen mucha actualidad (es un poco como leer a Zizek, que es leninista y lacaniano, toma zambomba). Estuve viendo Flores rotas del también viejo underground Jim Jarmusch, mi iniciador en esto del buen cine, y llegamos a ese final tan abrupto e imprevisible, y ése fue el comentario más adecuado, mientras nos quedábamos para ver los títulos de crédito, en donde salían las canciones y sus autores, etcétera. Si en las películas convencionales es el hijo quien busca al padre, en ésta es un supuesto padre que se emparanoia en busca de un hijo que le dicen que tiene a través de una ambigua carta rosa. Al final, ya cree verlo en cualquier esquina, dentro de cualquier coche. Pero vivimos en un mundo sin autoridad a la antigua, en donde los jóvenes no quieren más que un simple consejo, nada de padres que están metidos en todo, de ahí la huida del joven en viaje con el que comparte un poco de comida, bebida y unas cuantas palabras. Es lo máximo que ha podido tener de la experiencia de "padre", de sentir que tiene un hijo. En este retrato minimalista de una cultura, la occidental estadounidense, Jarmusch nos lleva en un viaje por todo el país, mostrándonos ante todo las casas, las comidas, las bebidas, los coches y el vestuario de una gente a la que caracteriza de una manera muy cómica (esta peli es una comedia sui generis), como en la primera mujer del pasado de Don Johnston, Laura-Sharon Stone, con una hija que se llama Lolita, y que es una caricatura de la obra de Nabokov, que para eso ha quedado el genial escritor. También es para reírse el personaje de Carmen (Jessica Lange), la comunicadora de animales, que parece más interesada por los perritos que por las personas, y atención a la secretaria y esas piernas mareantes. ¿Y qué decir de Dona, la fría y exitosa mujer de un imperio inmobiliario? Esas casas como las que aparecen en El show de Truman, tan asociadas ya a un estilo de vida waltdisneyzado. Y queda la última, la que podría ser la madre de su hijo supuesto, (Tilda Swinton), una macarra protegida por macarras, que marcará el fin de su viaje, de su experiencia por el ancho mundo privado de su país, que es un mundo privado en sí mismo. Un conocimiento de la belleza que no podía conocer aislado en su casita y viendo películas de otro tiempo, regodeándose con el mito de Don Juan que bien le recuerda su ángel negro, el que le arregla todo para que haga el viaje-experiencia, con música enlatada incluida, la banda sonora jazzística y de fusión que es la típica de Jarmusch. Hay mucho fundido en negro, mucho corte, mucho fragmento, como en toda película posmoderna que se precie, y ésta lo es con exceso; también se incluyen dos sueños de Don, tras un fundido en blanco, que son imágenes de antes pasadas por la turmix del vídeo digital. Hay constantes alusiones al viaje, aviones, salas de espera, coches, descampados, esos no-lugares que constituyen el paisaje desolado de la vida posmoderna. Hay una actitud entre indiferente y sentimental en este personaje que encarna tan bien un Bill Murray que viene de viajar al lejano Japón cuando se perdió en el traslado. Porque viajar es perderse, es perder la cabeza un poco, salir de la rutina, dormir mal, hacerse viejo como los astronautas envejecen cuando viajan en el tiempo, y volver de otra manera, casi como un budista zen que ayuda a su vecino, sin más. Es posible que todo ese lío de la carta haya sido una broma de Sherry (Julie Delpy), la última amante, cuando lo abandona; o hasta puede que sea un truco del amigo negro, que le gusta sumergirse en pruebas detectivescas. Lo del lacito rosa en la mochila del joven viajero es ya el último guiño: a las mujeres les gusta el color rosa...
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Música estadounidense de nuestros días: conciertos de la Fundación Juan March, este miércoles estaba el Cuarteto Penderecki, tocando obras de muy distintos autores. En primer lugar, la ramplonería de Philip Glass con su cuarteto nº 5, con sus melodías facilonas, sus cambios previsibles, su repetitivismo cansador. Luego, una autora nacida en 1939, de la que nunca había oído hablar, Ellen T. Zwillich, con su Cuarteto nº 2, que me hizo pensar en Elliott Carter, aunque sin la complejidad suya: se basó en un sueño muy vívido que recordó al despertar y que dijo que venía muy bien con la estructura del cuarteto de cuerda. Es una música abstracta, en donde cada músico tiene una parte definida que va por libre, hay contrastes, hay otro mundo. La segunda parte ya no la escuché. Y pienso, mientras paseo por la playa (ningún día el color del mar es igual a otro, pero no sé darles nombres a esos colores), que sólo se vive realmente, y se piensa, en viaje.
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La película de Jarmusch está dedicada a Jean Eustache. ¿Y ese quién es?, dirá el que va al cine a pasar un rato. Pues es uno de los mejores y más desgraciados cineastas que han existido, que filmó una obra maestra llamada La mamá y la puta, que se rodó en B/N, dura casi cuatro horas y está casi toda llena de diálogos, de esa verborrea francesa que me encanta, y que protagoniza el actor fetiche de Truffaut, y está llena de bellas mujeres, como en el cine primero de esa otra gran esperanza del cine independiente from USA del que ya casi no se oye hablar, Hal Hartley. Esa peli la tenía en vídeo y se me jodió en el viejo aparato de vídeo (también me jodió una muy querida, porno, con Sarah Young). Eustache, se suicidó porque no le veía salida al mundo, o a su mundo. Emprendió el viaje más largo y proceloso.

lunes, mayo 08, 2006

El correr de los días

La música, de todas maneras, no puede faltar, y hacía tiempo que no iba a un concierto, así que el sábado por la noche aprovecho para ir al recital de Mario Prisuelos en el Villa de Nerja, con un programa dividido claramente en dos partes. La primera está dedicada a Mozart por el 250 Aniversario de su nacimiento, con dos sonatas estupendas, sobre todo la bien conocida por los melómanos K. 535, desde el arranque casi la podemos tararear, es de una dulzura y una alegría incomparables. La que viene luego, de una época anterior, no es menos deliciosa, pero sus líneas no son tan apolíneas, hay una cierta dureza en algunas partes, vamos, que no es una obra redonda como la otra. El joven pianista toca como los mejores mozartianos, como si viviera en esta música, en el fondo de un lago encantado, hecho de una miríada de gotas de lluvia y muchos nenúfares en su superficie. Tras el descanso, la segunda parte estaba ocupada por Robert Schumann, con sus Variaciones sinfónicas, op. 13. Una obra compuesta por un tema inicial y por doce estudios que se alternan con las variaciones póstumas, deliciosas las que llevan el indicativo con espressione, en tempo lento, de una arrebatada pasión enfermiza. En los estudios, se alternan también los tempi, hay uno scherzando, otros allegro con brio, y llega el allegro brillante final que es de un virtuosismo apabullante, y que el público, casi todos guiris, aplaudió de la lindo, y eso que no son ellos muy efusivos. Me gustó también mucho esta parte, el joven MP toca con fuerza y delicadeza a la vez, sin afectación, dando a cada compositor el aire que necesita, y vive las partituras como si las hubiese creado él: es que las creó, lo cual es lo mejor que se puede decir de un intérprete. Salí contento de la sala, y me fui caminando tranquilamente hacia casa, aunque por el largo camino me encontré de nuevo inmerso en la turbamulta del sábado noche, un pandemónium infernal. Hasta por los alrededores del río se escuchaba un insoportable ruido de banda rock o algo así, lo cual es indicativo de que el mundo entero se ha convertido en una Gran Zambomba, y que el hecho de ir a una sala oscura para escuchar las partituras del pasado es el acto más subversivo de nuestra época. Soy un revolucionario a la inversa.

Y el domingo, aunque me cuesta moverme ahora hasta Nerja, decido subir al rastrillo, aunque puede que por varias semanas ya no vaya más, y el domingo próximo, víspera de san Isidro, menos que menos. En fin, esta vez conseguí una rareza de esas que pocos tendrán, Le voyage de Pierre Henry, obra electroacústica que se inspira en en Libro tibetano de los muertos, el Bardo Thödol, y que ya escucharé tranquilamente cuando esté in the mood. Hasta la portada, con ese gris medio sintético, parece de otro mundo. Y que hay otros mundos, y no están en éste. Leo la novela de Clarke, ahora estoy ya de lleno en la parte de la magia total, y me meto por fin en el volumen dedicado a Jonathan Strange. No quiero que se acabe, así que lo dosificaré bien, he pasado ya la primera semana con él y no es plan (aunque me alegra que la autora planee una segunda parte). Escucho a Bartók, primero su Música para cuerdas, percusión y celesta (aunque no en la mejor de las versiones), y luego el Concierto para piano nº 3, por Anda/ Fricsay, ésta sí que de referencia, con ese adagio religioso central que es la música más triste y bella que se ha escrito, de una hondura excepcional. Sólo el canto de los pájaros se mete por medio de vez en cuando. Y pensar que allí abajo, los domingueros en la playa se asan, y asan sus comiduchas, con lo malo que es el sol. ¡Ah!, se me olvidaba, antes de entrar para el concierto, veo a dos parejas de españoles, y como siempre tienen que dar el cante, veo que dos de ellos (una de las parejas) toman una lata de Red Bull, ¡hay que joderse!, luego me fijo en la chica, que me recuerda a otra rubia descerebrada, y encima van vestidos como si vinieran de una boda (que es la ocupación favorita de los españoles los fines de semana, aparte de hacer picnics en la playa y campos). Y se toman ese brebaje como si fuera simple Coca-Cola. En fin, lo mejor es abstraerse, y pensar que se está solo en el mundo, porque a veces, aunque con mucho esfuerzo, el hombre puede ser una isla.

viernes, mayo 05, 2006

¿Existe la música contemporánea?

¿Puede existir algo tan marginal? ¿Es posible que exista algo que apenas ocupa espacio en la sección de Cultura del periódico, en los que todavía hay un espacio para la cultura que no sea ligada al deporte o los toros, por no hablar del llamado espectáculo, cuando todo se ha convertido en mercancía y producto cultureta?

La música contemporánea, que apenas me interesa ya, cuando en otro tiempo ocupaba buena parte de mis días y hasta de mis noches, que me hacía viajar por España y el mundo entero, esa música extraña y sugerente, esa Magia, ya no es mi cómplice, mi amiga, ya apenas es algo, o tal vez va camino de convertirse en una Gran Nada, máximo exponente del nihilismo que auguró Nietzsche, en el que vivimos y morimos, en la más completa intrascendencia, en todos sus sentidos. Así se titula precisamente un concierto para trombón y orquesta de Manuel Hidalgo, la gran-nada, o la ciudad que también es nada, porque lo simboliza todo, o tal vez es ahora, en este comienzo de verano (pronto ya no podré escribir apenas, sin tener que levantarme para limpiarme el sudor, pronto la modorra insoportable del verano, la estación muerta, los festivales por doquier).

Alguien me dice que la música contemporánea (que es un hueco en la historia de la música, una paradoja, o mejor, un gran vacío hacia el que vamos y ya no salimos) no es sólo la que se identifica con la dificultad de escucha, sino también la que procede de Debussy, y es verdad que hay Otra Música Posible, como hay otro mundo posible, que dicen los antiglobalización, pero ese mundo es como Dios, que está en todas partes pero que nunca se aparece. Debussy, luego Boulez hasta mira fijamente a su sombra, como en Memoriale, y también Dutilleux construye sus Timbres, espacio, movimiento, y su Misterio del instante, sabiendo que Claudio de Francia marcó la pauta, y Takemitsu, el japonés enamorado del francés, calca La Mer en un concierto para dos pianos y orquesta, y siempre evoca la atmósfera de Debussy, la música acuática, fluida, posmoderna, del compositor que nos enseñó a movernos fuera de lo terrible terrestre y hercúleo alemán. La música de nuestro tiempo no tiene por qué ser hermética, no tiene por qué estar referida siempre a Papá Webern, aunque los de Darmstadt decidieran que sí.


Henri Dutilleux

Me lamento por la muerte de una generación, la que fue joven en los años 50, la que hizo obras maestras en los 60 y 70 y empezó a decaer en los 80, esa generación de los Maderna, Nono, Stockhausen, Berio, Ligeti, Kurtag, Pousseur, Cristóbal Halffter, Bern Alois Zimmermann que estás en los cielos y con Roi Ubú, todos los chicos y chicas de Wergo, y pienso en lo que ha quedado, y en la gente de Kairos, en los que luchan por la supervivencia, en los que viven muy bien, y en cómo la ópera todavía remueve sentimientos, caso de Adriana Mater, de Maalouf-Saariaho-Sellars-Salonen, que se ha podido ver/ escuchar hace poco en París. Pienso en los cadáveres exquisitos, en la gente que no conocerá nada de esto, que no sabrá más que el Tres Por Cuatro, como nosotros sólo sabíamos jugar a la pelota, a las canicas y a esos Juegos Antiguos, cuando las máquinas no nos atraían todavía. Pienso en Pierre Henry y en el otro Pedro, y en Parmegiani y su obra maestra del mundo concreto, De natura sonorum. Piano piano si va lontano. Música reservata. Horas interminables, diarios que hablan de descubrimientos, foros para compartir, gente que no vendrá a mi boda, las bodas negras con el helio y el nitrógeno líquido, el hombre que sabía demasiado (Rihm) y el que persigue faeries (Crumb).

No, no existes, tú ni siquiera tienes un nombre con el que responder cuando te llamen, como el perro del mendigo que va royendo huesos duros y sobras por los contenedores. Me gusta el jazz de Claude Bolling, me gusta Bernard Herrmann, me gusta Tariq y la Fábrica de Colores, me gusta Eleanor Rigby y sus múltiples versiones, me gustan Dissidenten, la música india autentica, las performances de John Cage y cualquier performance en general, me gusta que digas cosas que molesten, me gusta aquella chica que se bajó el martes del autobús que llegaba a Málaga, me gusta Café de París, me gusta que duermas y pueda verte desde el pie de la cama, me gusta esta historia de terror y magia y cinismo de Susanna Clarke.

No quiero ningún réquiem por una música que no existe. Sólo, sólo me gustaría un programa en Radio Clásica dedicado al siglo XX, otro a la Música Viva que no sea a medianoche, quiero que un arcoiris lo cubra todo, que un terremoto en la Costa Oeste nos traiga más psicodelia, que la música desaparezca, y sólo quede un bendito silencio.

miércoles, mayo 03, 2006

Días casi felices

Después de tantos días de ausencia, quería escribir un poco más sobre la problemática de la música contemporánea, para de alguna manera seguir el debate del último mensaje, pero la actualidad se sobrepone, y es que además no sé muy bien cómo seguir, pues no estoy al tanto de lo último de lo último (la escena actual, la más rabiosa, también la más accesible, es posible), y es muy posible que no acuda a Madrid, como tenía pensado, para el espectáculo de ÓperadHoy, con la obra de Julio Estrada en estreno absoluto. Hay otras cosas que me hacen quedarme, un cambio de casa, unas ganas demoradas de comprar algún mueble, de decorar la nueva casa de otra manera, de quedarme, por una vez, quedarme, no tener que estar constantemente huyendo, porque nunca escapas de tí mismo, así es. Voy a recibir a mi querida M., es el día de la Gran Salida para los madrileños, ya que el día 2 también es fiesta en la comunidad, así que un día más de descanso, y de fiesta tranquila junto al mar. Le llevo un librito que acaba de salir, de Daniel Toledo, Audrey Hepburn, de la A a la Z (Ed. Jaguar), ella me trae la revista Siete Leguas, que trae de regalo la guía de Roma de Lonely Planet (ella ya se la compró en su día con El Mundo) y Billete de ida, de Javier Reverte, ejemplo perfecto de periodismo viajero. El viernes ya es tarde para algo, pero el sábado por la tarde vamos a Nerja y callejeamos un poco, ahora cuando quiero ir tengo que desplazarme, y es un poco como ser de nuevo extraño, y así es como me gusta, no estar dentro y asfixiado. Nos llegamos a la tienda de libros usados, y ahí veo una joyita, declarada por muchos críticos como el mejor libro de ficción del año 2005, (Jonathan Strange & Mr Norrell, de Susanna Clarke (Bloomsbury, 2005). Los que lo hayan leído sabrán que es una historia sobre dos magos que se enfrentarán, trayendo de nuevo la magia a Inglaterra, en un ambiente general de guerra, muy movido. La primera parte la protagoniza el más viejo de ellos, el nombrado Mr Norrell, que vive en una casa de campo típicamente inglesa, alejado del mundanal ruido, pero que por determinadas circunstancias que pronto sabremos, decide trasladarse a Londres, y su entrada en sociedad será también... La prosa de SC es perfecta, llena de matices, notas a pie de página, descripciones y emociones auténticas. Estamos ante el renacimiento de la fantasía en su más alto nivel, y las muchas páginas que quedan hacen de mí un afortunado. ¡Y pensar que me cuesta menos de 5 €!



Luego de varias vueltas por distintas tiendas de regalos y objetos preciosos, vamos a tomar algo a la barra de Casa Luque, nuestro lugar favorito para comer, esta vez es especial ya que quiero agradecer a su dueño, Rafael Luque, el haberme descubierto Verema, la estupenda web sobre el mundo del vino. Nos cuenta un poco de sus últimas andanzas, por Nueva Zelanda, y luego nos invita a unos vinos nuevos, el Gadea 2004 Roble, que está bueno (más que el que hemos pedido antes, en mi caso Beronia crianza 2003, ella un Libaris, blanco), y luego el Chinchilla joven 2005, de Ronda, que es el que menos me gusta, lo encuentro muy poco formado aún. A nuestra derecha hay un matrimonio de malagueños que está tapeando también, aunque muy distinto a nosotros, algo más informal, y enseguida nos liamos en una charla de más de media hora, sobre gastronomía y viajes, que es la pasión compartida. Y mientras la noche avanza y el restaurante se va llenando, sobre todo por turistas y extranjeros, que esperan mesa junto a la puerta de entrada. Y me siento bien, como nunca.

El domingo vamos al rastrillo, por fin compro La flauta mágica de Mozart en versión de Klemperer (EMI), que es una de las mejores que se han grabado, y que consigo por el ridículo precio de 3 €. Hace un día espléndido, está todo en su apogeo, muchos hippies, muchos perros, muchos puestos, y unas ganas tremendas de que esto no acabe nunca.

Pero el lunes, en un chiringuito de la playa salvaje, me quedo pensando en que es muy duro aceptar que la vida no tiene ningún sentido.

Y aquí sólo los pájaros, sólo los pájaros, sólo se escuchan los pájaros.

Sueños, sueños para inaugurar una nueva vida, uno de ellos se lo cuento nada más despertar a M., que duerme a mi lado y me escucha atenta, y me gustaría que esto fuera lo común, pero por desgracia no lo es, es lo excepcional. Uno tiene que ver con una mujer extraña y sensual, a la que abrazo por detrás, su piel es extraña también, es como si sólo llevara ese tatuaje ritual, como si fuera desnuda, y el dueño del bar, o el taquillero en donde pido el billete, me dice que si también la conozco, al parecer es muy popular, es la representación de todas las mujeres fatales, y sé que tiene que ver con Cecilia B., la que a veces entra y hace comentarios aquí. Tiene que ver con su potente erotismo y con sus personales gustos. El de la taquilla se emborracha rápido, lo veo cómo se trinca la botella entera (en alguna parte he leído que un conductor de autobús iba borracho, hablando por el móvil y sin carnet). Antes, jugueteo con alguien que está a mi lado, trato de ponerle un sombrerito de papel, y siento con placer cómo la cola aumenta tras de mí. Mujer fatal, mujer que devora todo. La chica que veo bajarse del autobús, el martes al mediodía, cuando llegamos a Málaga, que me recuerda a Inma (Wen), salvo que con dos tetas muy bien puestas. Una mujer del rastrillo le dice a un comprador que ella es epiléptica, y esta mujer me recuerda a Annaloren, que es una alcohólica sin remedio, está llena de tatuajes y le encanta el sexo, recuerdo el día de la Confesión.

En el CAC ya han quitado la exposición de Anish Kapoor, es una pena, fue hasta el día 30, ahora hay una también muy interesante, de Peter Zimmermann, Capas de gelatina, o la reinvención del color y la fantasía abstracta por otros medios, con otros materiales ultramodernos.

Por qué te tienes que ir, por qué no podemos quedarnos una hora más (sí podemos, el autobús llega tarde), por qué esa chica que también espera, y con la que M. de alguna manera confraterniza, es tan fina, tan delicada, que no guapa.

A la noche, cuando llego a la nueva casa, y veo que ella ya no está, siento que algo me falta, y que la librería Pombal no podrá sustituir, por mucho que los libros sean mi pasión. Y me consuelo pensando, que tal vez, en otra vida...

Jonathan Strange y el señor Norrell