¿Qué vale una mujer? ¿para qué sirve
una mujer viviendo en puro grito?
¿Qué puede una mujer en la riada donde naufragan tantos superhombres
y van desmoronándose las frentes
alzadas como diques orgullosos
cuando las aguas discurrían lentas?
Figuera Aymerich se pregunta en sus versos "¿qué vale una mujer?". Décadas después, estos versos envejecen ocultos en la historia a pesar de que formó junto a Celaya y Blas de Otero "el triunvirato vasco de la poesía de postguerra". A ellos se les estudia en el instituto y en la universidad. A ella (con suerte) se la nombra en los manuales de literatura: olvido, feminismo y compromiso social son las claves de la obra de esta mujer que no vivió en el mejor momento del siglo XX para ser escritora.
Su libro, Vencida por el ángel (1950) supone uno de los ejemplos más perfectos para entender la poesía española de postguerra y, por ese mismo motivo, sorprende su ausencia en antologías y manuales de literatura: muestra la miseria de España, la desolación de los vencidos y la situación de las mujeres empobrecidas y explotadas.
Su vida explica a una sociedad que intenta vivir en silencio bajo la dictadura franquista: junto a su marido, decide vivir en Madrid, una ciudad grande, para pasar inadvertidos. No obtante, su obra supone un ejercicio de valentía que resulta admirable desde la perspectiva presente.
Aunque por edad podría haber formado parte de las Sin sombrero, no publicó hasta finalizada la Guerra Civil Española. Compaginó la poesía con su trabajo como traductora y en la Biblioteca Nacional. También, participó en el servicio de bibliobuses (un sistema que se encargaba de llevar libros a la periferia de Madrid). En una carta Blas de Otero, Ángela el contaba:
“Sabrás que a mi vejez he resuelto dedicarme a la vida activa y trabajo por la mañana en la Biblioteca Nacional y por la tarde en una biblioteca ambulante o bibliobús que va prestando libros por los barrios extremos y suburbios madrileños. Este último es un servicio estupendo y yo lo hago encantada, con verdadero apasionamiento, aunque la remuneración es muy pequeña, como todas las que se cobran en España salvo raras y casi siempre honrosas excepciones. Se pone uno en contacto con el pueblo y se le orienta y se le educa en la lectura y no sabes cómo lo agradecen y qué contentos y amables se muestran con nosotros las bibliotecarias, y hasta nos toman afecto…”.
Pocas antologías recogen su nombre (lo que no resulta sorprendente ya). En palabras de Miguel Barrero: “En el caso de Ángela Figuera Aymerich, están claros los motivos que provocaron que en su propia época no ocupara nunca un papel protagonista: era mujer, pertenecía al bando derrotado en la Guerra Civil y su poesía, lejos de camuflar esa condición o de adaptarla al gusto de la retórica triunfante, incidía en ella y la empleaba como base desde la que lanzar una mirada ácida, rabiosa y escéptica a la sociedad que se desenvolvía en sus alrededores”.
En un mundo artístico controlado por los hombres, Aymerich se cuestiona el modelo que la cultura impone a la mujer. La poesía de Ángela Figuera está marcada por el compromiso social y la crítica al franquismo, que la desposeyó de su lugar en la historia de la literatura del siglo XX.
YO cerraba los ojos; yo apretaba los puños;
yo blindaba mi pecho con metales helados;
yo sorbía a raudales la alegría y el fuego
para escapar, bravía, al acoso del Ángel.
El Ángel era suave, silencioso y terrible.
Llevaba una ancha copa de licores amargos,
y en su pálida frente se leía imborrable
la palabra tremenda.
He luchado con él. He luchado: he reído
sobre todas las flores de los mayos ingenuos;
cabalgando las nubes; fabricándome estrellas;
derramando canciones.
Me he apoyado en mis huesos; me he afirmado en mi
sangre
He caído en la sima de los besos sin límite.
He crujido en el trance de los duros abrazos.
He gritado el triunfo de mi carne aumentada
en la carne del hijo.
Me he proclamado limpia contra el asco y la ruina.
Me he declarado libre contra el tedio y la duda.
Me he creído excluida, separada, intocable.
Pero el Ángel llegaba. A pesar de mis puños,
de mis ojos cerrados, de mis labios tenaces,
con su vuelo impasible, con su copa colmada,
me ha tocado; me ha roto la coraza soberbia;
me ha deshecho los muros; me ha cortado la huida.
Sin espada, sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado clavada la raíz de la angustia
y ya siento en mi alma el dolor de los mundos.
Si no has muerto un instante
Si no has de permitir que tu corazón tierno
trabaje un cupo diario de horas extraordinarias
para sentirse fusilado en Grecia.
Si tu pálida frente no llega a golpearse
contra el hierro o la roca
de una cárcel distante mil o dos mil kilómetros.
Si no has caído nunca con la nuca partida
por la más inocente
de las balas que silban en un rincón de Asia.
Si tus ojos no crecen
hacia los cuatro puntos cardinales
para buscar la veta del horror escondido
y aumentar los niveles represados del llanto.
Si no dejas a veces que tu estómago aúlle
porque a orillas del Ganges no hay arroz para todos.
Si nunca se te quiebran los huesos de fatiga
bajo el peso que abruma las espaldas de otro hombre.
Si no has mirado nunca tus manos desolladas
cuando un minero acaba su jornada en el pozo.
Si no has agonizado cualquier noche sin luna
en la sala de un blanco pabellón de incurables.
Si no has visto que un día se pudre en tu regazo
el cadáver de un niño con sus dientes primeros.
Si no has muerto tú mismo una vez tan siquiera,
solamente un instante, porque sí, porque nada,
porque todo, por eso, porque el hombre se muere,
entonces, amiguito, no sigas adelante.
Y muérete enseguida. Pero en serio. Del todo.
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