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jueves, 14 de mayo de 2009

De cómo hacer pan y no morir en el intento.


Shysh, del blog Siete vidas tiene el gato, me pedía (pobre iluso) que hiciese un reportaje acerca de cómo se hace el pan. Con esta, serán dos las veces que lo he visto en mi vida, pero bueno, que no se diga que una no tiene buena voluntad. La primera aclaración que he de hacer es que, a pesar de terminar literalmente rebozada en harina, no la marqué. Me dediqué, eso sí, a hacer fotos aquí y allá intentando no sacar “caras” pues la gente cuando escuchó eso de que probablemente las colgaría en internet me hizo saber que de eso nada, que del pan las que quisiera, pero caritas de ángel, ninguna. La segunda aclaración es que, casi seguramente, meteré la pata en alguna cosa. Ustedes perdonen, pero como he dejado (creo) bastante claro, no tengo ni puta idea de estas cosas. Ni de otras, pero eso es otra historia.

Otra aclaración, y ya van tres, que a la vez es advertencia: el post será largo, y aunque supongo que a estas alturas ya estáis acostumbrados a mis parrafadas, hago constar que esta vez tiene que ser largo porque el proceso lo requiere (y no porque yo sea un loro capaz incluso de hablar debajo del agua). Como cuarta y última aclaración, no menos importante, avisaros de que algunas fotos no son suficiemente claras, pero el lugar en el que estábamos no daba mucho juego. Ni mi adorada cámara ni yo somos culpables de ello.

Lo primero que hay que hacer es “pineirar”, o lo que es lo mismo, tamizar la harina. Para ello, tal y como se hacía antigüamente, se utilizan dos pineiras (o tamices) colocadas sobre una especie de escalera y ésta sobre la artesa (especie de arca, pero con patas para que el trabajo no resulte tan pesado). En palabras de una de mis primas, no hay que golpear una pineira contra la otra, sino que hay que ir girando, dando vueltas a cada pineira para no forzar el proceso. Amén.












Normalmente, y para no sobrecargar los músculos, esta tarea se realiza el día anterior a aquel en que vayamos a amasar.


Amanece un nuevo día y con él empiezan las tareas. Hoy no será un día de andar vagueando. Hay mucho trabajo que hacer. Primero hay que encender un fuego para que la masa “no coja frío”, vamos, para que leve. No pregunté cuáles son las proporciones, pero sí pude ver que a esa harina que habíamos pineirado el día anterior le añadieron agua y levadura y empezaron a amasar. Yo intenté hacerlo, pero de verdad me da poco menos que asquito tener las manos tan pringosas, así que dejé mis pinitos para un poco más tarde, cuando la masa, que ya está más trabajada, se adhiere menos a las manos. Sin duda, este fue para mí el trabajo menos agradable, amén de lo que tira de espalda, compañeros.

Una vez que la masa está en su punto, se tapa con sábanas o telas que previamente han sido calentadas al fuego y se deja en reposo, con el fuego que habíamos hecho antes encendido, que no pierda calor. Cuando está bien tapadita se coloca un “extraño” taco de madera que, en el momento me dejó un poco descolocada. Aunque más tarde entendería su utilidad, en ese momento pensé que sólo cumplía la función de “sujetar” la masa, para que ésta no terminase extendida por toda la artesa.














Cerramos la artesa y nos vamos a dar una vuelta por el pueblo, a disfrutar de las increibles vistas y a charlar con todos aquellos que nos encontramos por el camino. Yo, cámara en mano cual si fuese japonesa, haciendo fotos aquí y allá.













Mientras sigo con mi tarea nipona, el resto del grupo se dedica a pelar patatas y cebollas, a limpiar acelgas, y a cortarlo todo para hacer las empanadas. Otros se encargan de cortar la carne, el chorizo y el tocinín que también usaremos más tarde. Y yo a lo mío.
















Después de comer, y casi con el último bocado en la boca, volvemos al horno y allí nos encontramos con una masa que ha subido bastante. Empiezan a quitarle la ropa y a colocar esas mismas sábanas sobre una superficie de madera (cuyo nombre no recuerdo), allí se irán colocando las hogazas a medida que estén preparadas para hornear.













Y he aquí que, por fin (si es que nunca he sido la más lista del pueblo) descubro la utilidad del “taco de madera”. Por ahí irá saliendo la masa, prácticamente la misma cantidad para cada hogaza. Me quedo muerta al observar cómo se le da forma a las hogazas. Pensaba que había que “trabajar” más la masa hasta conseguir darle esa forma, pero no. La masa sale por el espacio que deja libre la madera y allí unas manos sabias (no precisamente las mías, que hice tres hogazas y parecían obra de Picasso, no por el arte, sino por lo abstracto) la recogen, y en apenas tres movimientos la envuelven sobre sí misma y la colocan rápidamente sobre la tela.













A todo esto el horno está que hecha fuego, y nunca mejor dicho! Y se sigue atizando para conseguir que tenga la temperatura ideal. Más tarde habrá que ir sacando las brasas y colocándolas debajo del horno. Aquí toman entrada ciertos artilugios que serán imprescindibles: unos para trabajar dentro del horno (sacar brasas, meter y sacar hogazas, etc) y otro, rudimentario como él solo, que no necesita mucha explicación.















Con las hogazas hechas, se limpia la artesa y, tras colocar sobre ella una plancha de madera, comienza un trabajo nuevo: el “montaje” de las empanadas. La misma masa con la que se ha hecho el pan es estirada, rellenada y cerrada para crear ese manjar de dioses tan poco valorado por algunos y que a mí me hace hasta perder el sentido: la empanada! Vaya aquí un dos por uno y no sólo os explico cómo se hace el pan, sino también, para aquellos que lo desconozcan, cómo se hace una buena empanada. Si es que estoy que lo doy todo, oigan!! Mientras unos van estirando la masa, otros untan las empanaderas de aceite, alguno se encarga del horno y yo, a lo mío: hacer fotos y darle a la lengua. Si es que he nacido “pa” currar!

Estirada la masa, se coloca sobre la fuente y encima se coloca el relleno. En esta ocasión se hicieron de bonito con cebolla, pimiento asado y huevo, y otras, la mayoría, de carne, patatas, acelgas, tocino y chorizo... una bomba de calorías que resucitaría a un muerto. Doy fe. Después del relleno, se coloca una segunda capa de masa, que hará de tapa para la empanada. Se enroscan los bordes (aquí cada maestrillo tiene su librillo) y se hace un agujerico central, para que respire. También es aconsejable pincharla con un tenedor, para el mismo fin. El último paso es untarlas con huevo (o clara de huevo, según los gustos), para que queden más doraditas, más monas y apetecibles, si eso es posible.





















El horno ya está listo, así que hay que ir metiendo las hogazas. No valen distracciones, hay que andar rápido: coges la hogaza, la colocas sobre un artilugio de rabo muyyyy largo, otra persona le hace un par de cortes, y una tercera, rauda como el viento, zas, las va introduciendo en el horno.













Tras una corta espera, que quizás se haga breve por las charlas y las risas, los primeros panes están horneados y hay que sacarlos para meter los siguientes. He aquí una de “MIS” hogazas y otra imagen de las que hicieron los demás, para que podais comparar el resultado.






















Con la última hornada entran también las empanadas al horno y una ya empieza a salivar peligrosamente pensando en la panzada que se dará. Se hicieron, además, varias bandejas de bollos "preñaos", alguna pizza, tartas de manzana... y se aprovechó el calorcito del horno para cocinar diferentes tipos de carne, a cual más sabroso, pero este post ya es demasiado largo, así que hasta aquí el reportaje "panadero" de la reportera más dicharachera de la blogosfera!!!







viernes, 1 de mayo de 2009

Ahora sí

Ahora ya estoy aquí para contaros mis aventuras por la tierrina. El Costillo quería tenerme de vuelta en Holanda para pasar juntos el día de la reina, y aunque en lo que a nosotros se refiere todo estuvo perfecto, ya sabeis qué triste fue al final. Así que, al grano!! Como sucede desde algún tiempo, mi viaje a España empezó en casa de los PapásCostillos. Allí disfruté una vez más de las perras y los gatos, de las ovejas (que aunque no son suyas forman ya parte de la familia), de las cigüeñas (que por segundo año consecutivo han vuelto a poner huevos allí... veremos cuántos hijitos traen esta vez). Me llevé la tremenda sorpresa de despertar a las cinco de la mañana con una naricita mimosa pegada a mi mano, exigiendo caricias! Acostumbrada como estoy a despertarme a esas horas no me resultó nada traumático hacerlo una vez más, pero la cara de poema que se me quedó al ver que era Soly el que reclamaba mi atención debió ser impresionante. Y es que este hijo de Satán, que los PapásCostillo se trajeron de España, era salvaje cuando lo recogieron y así sigue, el muy mamón. Y no hay forma humana ni divina de ponerle la mano encima. Lo máximo que había conseguido hasta la fecha había sido acariciarle la punta del rabo (no me sean mal pensados, please!), estirándome hasta el infinito mientras él huye como alma que lleva el diablo. Pues bien, esa noche decidió que ya que estaba usando una de “sus” camas, bien podría pagarle en mimos. Y así estuvimos hasta pasadas las siete de la mañana, que el jodío no se cansaba de que le acariciase una y otra vez y si paraba, me pedía más y más. Eso sí, cuando bajé para desayunar y nuestras miradas se cruzaron me insinuó (por decirlo suavemente) que donde dije digo digo Diego y que si te he visto no me acuerdo y que ni se te ocurra ponerme la mano encima, que te crujo. Mensaje captado, ahora acariciaré a Jamaica, que es más melosa y menos arisca que tú, cacho guarro!

El viaje fue pesado, de un lado por el largo tiempo que llevaba durmiendo mal (en España recuperé para una buena temporada) y por las ganas tremendas que tenía de achuchar y ser achuchada. Como nada dura para siempre, el viaje llegó a su fin y allí estaba mi Hermanísimo, esperando para llevarme a casa. Con él, mi Sobrinísima, que también se venía a la tierruca a pasar unos días. Llegados a casa, por fin pude abrazar a mis SuperPapis, crujirlos a besos e ir poniéndome al día. Les encontré guapetones (yo es que cada vez les veo más guapos) y, sin tirar cohetes, bastante bien de salud. Esperemos que eso continúe así. No pido más.



El tiempo no acompañó nada (apenas cuatro días despejados), y la verdad es que el ansia pura que llevaba de sol y calle han vuelto intactas. Pasé muchísimo tiempo en casina, eso sí, en la mejor compañía. Claro que también hubo visitas tremendamente agradables. Y es que aquí no echo de menos sólo a la Familia, sino también a esas pedazo vecinas y amigas que dejé en mi país, que me colman de mimos, que me hacen tartas (Mary eres un tesoro!!), que me dan lo que más me gusta: conversación, y que se alegran de verme y, lo que es más chungo, de oírme, que no se cansan, pobres. Me reencontré con amigos e hijos de amigos, que crecen como si les echasen plantavit, que es una cosa bárbara esto de los niños, que ya tiemblo pensando que dentro de nada saldrán por ahí de fiesta... y ahí estaremos los de siempre, botella en mano, bien pegadines a la barra, y me harán sentir tatarabuela o algo peor. Vaya usted a saber!














También, claro está, hubo tiempo para el fiestorro, y lo mismo nos liamos a matar judíos que a beber rebujitos por litros, y es que la que vale, vale para todo! Cuando regreso a Holanda y vuelvo a pasarme a la ley seca esas fotos me recuerdan las cosechas que hemos recogido juntos y a veces me río sola y otras se me salta la lagrimilla de tener lejos a mi Ido, a Keko, a Mario, a Diego... hasta hubo cenas de parejas con parejas cambiadas. Como el Costillo no fue, me agencié otro “maridito”, prestado y sin derecho a roce, eso sí!

Me puse morada a comer, comí casi todas las cosas que echo en falta cuando estoy aquí, cociné mucho con Mamá, para ver si se me pegan sus dotes culinarias. Hicimos bollos y torrijas, empanadas y mil cosas más que comí como si fuera gloria bendita. Amén.














Paseé e hice mil fotos de flores (que irán en post aparte, porque me estoy dando cuenta que, una vez más, me paso dándole al click), porque la primavera ya había explosionado, a pesar del frío, de la cansina lluvia y de los mil pesares, allí estaban las florecillas luchando por salir, ganando la batalla a un invierno que dura demasiado. Morí de envidia al ver que la hoya carnosa de mis Papis estaba hermosísima y a rebosar de flores y con un aroma que clama al cielo. Y la mía todavía nada, porque la he cambiado a un tiesto más grande y la lié parda y no sé yo si este año me alegrará las mañanas con flores.



Hubo comilonas familiares en casa y en las casas de amigos, paseos por el monte y descubrí una vez más la belleza infinita de la tierra que me vio nacer, y babeé y casi lloré al sentirme parte de ella (pena que no se me haya pegado nada de tanta hermosura. Ains). El último fin de semana nos fuimos a un pueblo de montaña, a casa de mi primo. Hicimos pan, empanadas como para una boda, bollos preñaos de diferentes rellenos, tartas y mil cosas más, comimos como cerdines, me enamoré de los hijos de Luna y Lupita y me quedé con ganas (como siempre) de traerme alguno de ellos para casa. Lo mío con los gatos no es cosa fácil. La que trepa como poseída es Lupita, que es hija de Luna. Puestos a marujear os confieso que Luna es una madre pésima, que a Lupita la trae a malvivir y que se va de ronda y deja a los peques solos. Eso sí, con los humanos es melosa como si fuera gallega, cariñosona como ella sola. Lupita, que es mejor madre, con los humanos es bastante arisca y pasa bastante de que andes sobándola. No sabe bien lo que se pierde.


Hasta hicimos un “safari” montaña arriba en busca del oso, al que no vimos, pero sí que nos encontramos rebecos, ciervos, corzos, cabras montesas y la de dios de imágenes que quedarán para siempre clavadas en mi retina. Cuando alcanzamos la cumbre empezó a nevar que daba gloria verlo. En abril. Con dos cojones!





























Lo de hacer pan (que probablemente también vaya en post aparte, ya veremos), que yo imaginaba así como relajado, resultó ser un trabajo agotador... y eso que yo apenas la marqué. Como iba de fotógrafa “oficial” apenas hice nada, pero terminé con harina hasta en el carnet de conducir (que aproveché para renovar, que una se organiza mal pero es muy "aseá").

A pesar de pasarme en España casi todo el mes de abril, desconectada de internet y casi del mundo, la verdad es que me supo (como siempre) a poco. Además, odio las despedidas, cada día más. Lo único bueno que les veo es que son el preámbulo de un nuevo reencuentro. Aún así, esto de vivir con un pie en cada país, con el corazón repartido, tiene sus peros y es que nunca puedes tener todo lo que quieres al mismo tiempo. Y eso que yo pido bien poco, pero, como decía Cervantes “pues aún lo imposible pido, lo imposible aún no me dan”. Eso sí, volveré!