Foto de Enri Mann
La percepción del tiempo se torna diferente durante las
largas esperas. Los minutos se van elongando como un elástico con cada
instante, se hacen cada vez más largos, transformando la escala temporal. La
lentitud plomiza pesa sobre el ánimo provocando inevitablemente el descenso
hasta el nivel de desaliento. Producto
de esta elongación tengo la sensación de que media hora ha sido medio día y
después de la primera hora parece que ha transcurrido una semana, a este paso
una hora más y seguro que cuando salga de esta cola interminable a
mi cabeza se le añaden algunas canas.
Para pasar el rato la mente se entretiene con meticulosidad
forense en pequeños detalles, ya no me quedan letreros por leer, grietas por
descubrir en la pared, y los rostros de los que están en la misma situación que
yo aquí se van desdibujando hasta convertirse en el inanimado atrezo de un
escenario.
Hasta yo misma
me he mimetizado, estática en esta esquina de oscura piedra gris. Sumergida en
las duras aguas de este océano de pizarra, despliego mi periscopio para dar
orientación a mi foco de atención. El cielo del atardecer empieza ya a mostrar
sus tonos, me cuesta enormemente valorarlo como se merece, lo que en otra circunstancia sería calificado
como un atardecer bello, de colores realzados con pinceladas de buen humor, en
este momento apenas me conmueve, pues solo pienso que se me ha escapado una tarde en un trámite que
en plena era tecnológica es totalmente evitable. Confío en que a partir de
ahora los atardeceres no me traigan este mal recuerdo, espero no ser como el
prisionero que cuando escucha “alcatráz” no piensa en el ave marina, sino en
rejas, altos muros, falta de libertad, limitación…
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