Mi alma pasta como un cordero en la belleza de las mareas crecientes, no es mío, es de El Príncipe de las Mareas, no la película sino el libro. En la película lo traducen distinto y no liga tan bien.
Eso me gustaría contarte, que soy una persona pacífica y pausada; que sé estar en un espacio con gente o que gano en las distancias cortas, despertando curiosidad y admiración en quien me conoce o que mi compañía es tan cálida como la leña que arde en las chimeneas durante el invierno.
Pero no quiero estar así, deseando ser algo distinto por muy bonito que sea y tampoco quiero esconderme. Quiero ser yo, pero tampoco sé bien cómo es ser yo..
Empiezo de nuevo, sin esconderme y sin tratar de ser otra... por favor, dame espacio, sé amable conmigo, espera:
Era una excursión a un yacimiento aborigen de los muchos que hay en la isla, me llevaban en coche porque el acceso requiere demasiadas conexiones de guagua. El lugar está azotado por el viento y la sequía, así que lo que crece lo hace a expensas solo de su determinación. Los pocos matorrales que dibujan el camino se deforman delatando la dirección en la que sopla el viento y la poca tierra que hay, intenta anidar sin éxito entre las piedras.
En la zona norte de la montaña, hay una cueva principal con cuatro aberturas y un espacio amplio “en el amanecer del solsticio de verano la luz ilumina todo este espacio” me explicaban “está tallado, no son cuevas naturales.. hecho a mano... aquí vivían hombres y mujeres como monjes y sus rituales tenían que ver con la naturaleza... cuando llegaron los españoles vieron el futuro de esclavos que les esperaba y al grito de Atis Tirma (Tirma es la isla) se lanzaban al precipicio”. Allí estaba el precipicio, en el lado sur de la montaña. Escuchaba esta historia del lugar mientras observaba los pequeños habitáculos en la parte alta de difícil acceso, justo encima del despeñadero.
No fue un momento exacto, no tengo un recuerdo preciso del instante, pero alguien me susurró algo que consoló el horror que acababa oír “o esclavos o ejércitos que conquistaran las otras islas... nosotros no queríamos eso, queríamos quedarnos aquí. La única forma en que lo podíamos hacer fue ésa”.
Me senté en la cueva enorme mientras el resto de amigas charlaba y se desperdigaba por la montaña “me llamo Ada y vengo del norte más allá del mar... los humanos hacemos cosas hermosas pero en estos cuatro siglos hemos destruido gran parte del planeta” le confesaba resignada y avergonzada. Seguí hablando con ella y alguien me vino a buscar para ir al coche “no te vayas” dijo la cueva “debo hacerlo, me han traído en coche” me justificaba. “volveré pronto” añadí pero me sonó a excusa, como ésas que les dicen a los niños y que se ven que son mentira “mañana venimos otra vez, ya verás” y mañana nunca llega.
Salí compungida buscando el sendero menos pedregoso y una amiga cerca de mí dijo “la cueva no quiere que nos vayamos”.
Ahí exploté, les dije que era cierto, que los aborígenes aún estaban ahí y que la cueva tenía voz propia. Nadie me pidió explicaciones, ni discutió la verdad de lo que decía. La amiga y yo volvimos a la cueva y nos quedamos un rato más que nos supo a regalo y paz compartida. Delante de aquellos seres silenciosos pude escuchar mi votos “cuando pueda dar con mano invisible y hasta donde pueda, estaré al servicio de la vida”.
Fue tiempo después que lo contaba en confianza cuando me di cuenta de que me había convertido en una harimaguada y de que tenía un lugar al que volver y en el que estar en buena compañía.
Tirma 11 de mayo 2022