(cuento de la Navidad pasada)
La abuela degolló a Rodolfo.
-¿Qué vamos a cenar por Nochebuena? –pregunté.
-Arroz con gallo muerto.
Un espantoso escalofrío recorrió mi espinazo. Rodolfo era mi amigo.
Desde que lo trajeron a la casa, tintado de violeta, lo había cuidado,
alimentado, y, cuando aún no había crecido del todo, ya éramos uña y
carne. Y ahora estaba allí, desplumado, en aquel barreño de agua
caliente, con la cabeza colgando, y los ojos, turbios, mirándome,
mirándome.
Me eché a llorar desconsolado.
-También los
niños huérfanos, más si son tan gravosos, tienen que contribuir a la
economía familiar, o ¿qué te pensabas? –dijo la abuela.
-¡Pero Rodolfo era mi amigo! ¡MI AMIGO!
-¡Incorpórate y anda, Rodolfo! –dijo, burlándose, el abuelo.
Rodolfo, de un acrobático salto, salió del barreño. Estaba
hambriento. Picoteó los ojos y la lengua a los abuelos –son ciegomudos
desde entonces-, devoró todo el arroz, las alubias, el pan, las
lentejas... Desde aquel día, no hemos dejado de pasar hambre.