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Sermón #1772 El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano 1

El Becerro Degollado
NO. 1772
SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 23 DE MARZO, 1884,
POR CHARLES HADDON SPURGEON,
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“Entonces degollará el becerro en la presencia de Jehová.”
Levítico 1:5.

Ustedes recordarán que el domingo pasado hablamos de dos elemen-


tos que son vitalmente esenciales para un verdadero sacrificio, y el pri-
mero de esos elementos sobre el que ya predicamos, fue la imposición
de las manos del oferente sobre la víctima, acto mediante el cual, él
aceptaba la ofrenda como su propio sacrificio, y hacía una transferencia
típica del pecado suyo a la víctima. Ahora, la segunda cosa esencial, de
la cual vamos a hablar esta mañana, es esta: que la víctima que así lle-
vaba la culpa del oferente, debía ser degollada: se debía derramar su
sangre en la presencia del Señor. Nada que no fuera su muerte violenta
la convertiría en una expiación para el oferente: “Degollará el becerro.”
Ustedes descubrirán que este orden se repite continuamente siempre
que se habla de un sacrificio.
Como dije el domingo pasado, siento una gran satisfacción en este
tiempo de mi debilidad, debido a que se me permite hablarles sobre co-
sas esenciales. Siempre fue un estigma en el carácter del emperador
Calígula que en ciertas ocasiones reunía a sus guerreros, y aprestaba
sus barcos; y, cuando la gente de Roma esperaba algún grandioso cre-
cimiento del imperio debido a la vasta expedición naval, él simplemente
anclaba sus barcos cerca de la costa, y ordenaba que sus legiones
avanzaran hacia la playa para recoger conchas y piedritas, y que las
llevaran a sus casas como trofeos de una conquista indiscutible. Calí-
gula tomaba las cosas muy a la ligera cuando debía más bien esforzar-
se; él desperdiciaba su tiempo y su trabajo en cosas sin importancia, y
descuidaba los asuntos prioritarios de su reino.
Nosotros no haremos eso hoy: no nos interesan ni las conchas ni los
guijarros. Nuestro interés son asuntos que valen más que el oro o las
perlas, cosas esenciales para la vida eterna, y vitales para la salvación
de las almas de los hombres.
Tampoco traigo conmigo algún tema controversial para debatir con
ustedes. Independientemente de la importancia que pueda tener a veces
la controversia, nos alegra mantenernos lejos de su refriega, para con-
siderar una doctrina alrededor de la cual se reúnen los verdaderos cre-
yentes en unidad de corazón, una doctrina que debe ser aceptada ple-
namente por la iglesia cristiana, que se aloja en la propia raíz de la ver-
dad y en el mero corazón de la religión verdadera. Sin ninguna contro-
versia, grande es el misterio de la piedad, que Cristo que fue manifesta-
do en carne debía morir por el pecado, pues de lo contrario el pecado no
podría ser quitado.
Ustedes recordarán lo que dijo aquel griego cuando escuchó a un an-
ciano filósofo de cabellos blancos y barba gris que debatía acerca de
cómo se debe vivir. “¡Caramba!” dijo él, “si a su edad él está debatiendo
acerca de ese tema, ¿cuándo podrá poner en práctica sus conclusiones
si es que finalmente las encuentra?” Ciertamente yo les puedo pregun-
tar a ustedes, a quienes he ministrado durante tanto tiempo, que si
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siempre estamos aprendiendo sin llegar alguna vez al conocimiento de
la verdad, ¿qué será de nosotros? Si no logramos tener nada, excepto
asuntos debatibles puestos frente a nosotros, ¿cuándo llegará el mo-
mento de la posesión real y del gozo de la bendición del Evangelio?
En esta hora mi tema es tal que yo les hablo sin ningún temor ni du-
da. En este caso “Nosotros hemos creído y conocemos.” Concerniente a
nuestro Señor Jesucristo, el gran sacrificio por el pecado, era esencial
que Él muriera; pues únicamente por medio de la sangre que Él derra-
mó en el Calvario por la culpa humana, se puede predicar la remisión
de los pecados para los hombres—
“¿Qué puede lavar mis manchas?
¡Nada sino sólo la sangre de Jesús!
¿Qué puede devolverme la salud?
¡Nada sino sólo la sangre de Jesús!
Esta es toda mi esperanza y mi paz:
¡Nada sino sólo la sangre de Jesús!
Esta es toda mi justicia:
¡Nada sino sólo la sangre de Jesús!”
¡Que el Espíritu Santo abra en este momento nuestras conciencias a la
sangre de la expiación, para la gloria de Dios y para nuestra propia paz!
I. En relación a la muerte y degolladura de la ofrenda, nuestro pri-
mer punto es que era ABSOLUTAMENTE ESENCIAL. El derramamiento
de la sangre de la víctima era un elemento sumamente esencial del tipo.
La muerte de Cristo mediante el derramamiento de Su sangre fue abso-
lutamente necesaria para hacerlo a Él un sacrificio aceptable por el pe-
cado. “Y así fue necesario que el Cristo padeciese.” Él sólo podía entrar
a la presencia de Dios con Su propia sangre. Él no hubiera podido ser
el grano de trigo que produce mucho fruto, si no hubiera muerto.
Recuerden que aunque había importantes características acerca de
la víctima, no hubieran servido de nada si no hubiera sido sacrificada.
El israelita traía un becerro sin defecto, pero el hecho que no tuviera
defecto no lo convertía en una expiación por el pecado; sin duda, mu-
chos becerros y corderos todavía se alimentaban en las llanuras de Sa-
rón. Si el animal más perfecto hubiera salido con vida del altar, no
habría efectuado absolutamente nada por vía de expiación. Tenía que
ser sin ningún defecto para que fuera una ofrenda de entrada; aún así,
sus perfecciones no lo convertían en un sacrificio hasta que no era sa-
crificado. No importaba lo que se pudiera decir de ese becerro; hubiera
podido ser el animal más laborioso de todo Israel; pudiera haber arras-
trado el arado para arriba y para abajo, y aún llevar la carreta cargada
de cosecha; pero todo eso no servía de nada para convertirlo en un sa-
crificio por el pecado. Debía morir, y su sangre debía rociarse sobre el
altar, o de lo contrario el oferente no hubiera traído una oblación acep-
table. Ni su vida ni su trabajo habrían sido suficientes.
Tampoco habría bastado con llevar el becerro allí para dedicarlo a
Dios. Algunos animales que habían sido dedicados al servicio divino
eran usados para jalar las carretas que llevaban los utensilios sagrados
a través del desierto; pero ellos no eran considerados como sacrificios
por eso, ni tampoco servían para llevarse el pecado. Era indispensable y
necesario que el becerro fuera sin ningún defecto; era necesario que
fuera dedicado voluntariamente a Dios; pero si no hubiera sido degolla-
do, no hubiera existido ninguna presentación de una ofrenda de con-
formidad a la ley divina, ni una descarga de conciencia para el israelita.
De igual manera, Jesús debía morir: Su naturaleza perfecta, Su ar-
dua labor, Su vida sin defectos, Su perfecta consagración, no podían
servir de nada sin el derramamiento de Su sangre por muchos, para
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remisión del pecado. Lejos de que Su muerte fuera un simple proceso
más y una conclusión de Su vida, es el asunto más importante conec-
tado con Él; se destaca en primer plano, es el encabezado y la parte
frontal de Su obra de redención. Nosotros lo valoramos justamente por
Su ejemplo, y por Su intercesión viva; pero en el tema de la expiación es
necesario más allá de todo, que lo veamos como el Cordero sacrificado.
Ahora observen que esto fue declarado expresamente por Dios en el
libro de la ley judaica con palabras expresas. Amablemente les pido que
vayamos al libro de Levítico, al capítulo diecisiete, y leamos allí el versí-
culo once: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he
dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma
sangre hará expiación de la persona.” No es hacer arder a la víctima, no
es desollarla, ni lavarla; es el derramamiento de su sangre. Es decir, es
tomar su vida, lo que la convierte en una expiación por el pecado. No
necesito citar ningún otro texto del Antiguo Testamento, ya que este es
perfectamente preciso y cubre ampliamente todo el terreno. La expia-
ción no consiste en el animal en sí, sino en la sangre del animal, cuya
sangre representa su vida.
En cuanto a todas las Escrituras, están llenas de revelaciones de esta
verdad. Yo solamente voy a recordarles unos pocos versículos promi-
nentes; citarlos todos sería imposible. Cuando un niño se pone a reco-
ger flores en los prados en primavera, cuando están revestidos con flo-
res como campanitas de oro, llena su mano una vez, pero está casi per-
suadido de arrojar lo que ha recogido para poder cortar más flores de la
abundancia que lo rodea; de igual manera estoy convencido de que lo
que ahora les presento puede ser cambiado adecuadamente por otra
selección, por muchas otras selecciones, si tuviéramos suficiente tiem-
po.
En el Antiguo Testamento, uno de los tipos más instructivos de la
redención que nos fue dado, es el del cordero de la Pascua. Cuando
Dios estaba a punto de herir a Egipto, Él prometió preservar a Su pue-
blo; y para su salvación Él ordenó que cada familia tomara un cordero,
lo sacrificara, y rociara la sangre en el dintel y en los dos postes de las
puertas. Luego debían permanecer dentro de sus casas hasta la maña-
na, y el ángel heridor no tocaría a ninguno de ellos. ¿Qué fue lo que dijo
Dios expresamente acerca de este pasar de lejos? ¡Escuchen las pala-
bras, y beban maravillados su enseñanza! “Y veré la sangre y pasaré de
vosotros” Nunca existió un tipo más completo de la redención de Cristo,
no puedo acordarme de ninguno que sea más pleno, que el de pasar de
lejos de los israelitas por la sangre del cordero pascual; pero la esencia
de ese pasar de lejos nos es mostrada en esta frase: “Y veré la sangre y
pasaré de vosotros.” El ojo de Dios que se posa sobre la evidencia de
una vida que ha sido tomada en lugar de la vida del pecador, es la ra-
zón por la que pasa por alto al pecador, y éste no muere.
Cuando Isaías, el gran profeta evangélico, habló en relación a Aquél
sobre quien el Señor puso nuestra iniquidad, menciona Su muerte co-
mo la principal causa de Su gloriosa recompensa. El último versículo
del capítulo veintitrés de Isaías es el punto culminante de todo, y dice
así: “Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repar-
tirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte.” Es una ex-
presión maravillosa: explica que Cristo debía morir, o de lo contrario no
habría alcanzado la victoria para nosotros, ni habría repartido despojos.
Él debía derramar Su alma, Él debía entregar Su vida, debía derramarla
pródigamente, como si poseyera mucho de ella: debía hacerla brotar
como agua convertida en torrente proveniente de la peña golpeada. Esto
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debía hacerlo voluntariamente y sin escatimar nada: “derramando su
vida hasta la muerte” hasta que no quedó nada, y el fondo de la vasija
fue alcanzado en la muerte.
Es claro que si Él no hubiera hecho esto, no hubiera hecho nada;
pues Él alcanza la victoria debido a esto; no porque haya guardado Su
alma de manchas, no porque haya predicado la justicia en la gran
asamblea, Él no fue recompensado por ninguna otra cosa que haya
hecho; pero la obra victoriosa fue que “derramó su vida hasta la muer-
te.” Este es el veredicto, no sólo del Espíritu Santo en la inspirada pro-
fecía, sino también de todo lo que habita con Dios arriba, pues cantan
con una dulce armonía ante el trono: “y cantaban un nuevo cántico, di-
ciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú
fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo
linaje y lengua y pueblo y nación.”
Los pasajes que exponen la doctrina sobre la cual estamos hablando
hoy, abundan en el Nuevo Testamento. Vayamos por ejemplo a Hebreos
9: 12. Allí se nos dice expresamente: “Y sin derramamiento de sangre
no se hace remisión.” No hay remisión por la vida de Cristo, no hay re-
misión por la enseñanza de Cristo, no hay remisión por nuestro arre-
pentimiento, no hay remisión por nuestra fe, aparte del derramamiento
de la sangre de Cristo, por Quien únicamente el pecado es borrado.
Esto es negativo; pero en este caso el negativo es tan fuerte como
puede serlo la expresión más positiva; pues ya que sin el derramamien-
to de sangre no hay remisión, entonces podemos darnos cuenta de
cuán importante es ese derramamiento de sangre. Si desean un enun-
ciado positivo, sale de inmediato una frase de nuestros labios: “La san-
gre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.” Observen, no la
vida, no la encarnación, no la resurrección, no la segunda venida del
Señor Jesús, sino Su sangre, Su muerte, la entrega de Su vida, eso es
lo que nos lava de todo pecado. Esta es esa purificación con hisopo de
la que habla David cuando lamenta su pecado, y sin embargo busca ser
hecho más blanco que la nieve por el perdón lleno de gracia de su Dios.
Esta verdad es el tema de toda predicación verdadera del Evangelio.
Ustedes ya saben cómo la expone Pablo: “Porque la palabra de la cruz
es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a noso-
tros, es poder de Dios;” “porque,” continúa, “los judíos piden señales, y
los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucifi-
cado.” No es predicación de Cristo en cualquier otra situación, sino de
Cristo crucificado, de Cristo hecho maldición por nosotros en el made-
ro, ese es el hecho más importante y el primero que estamos llamados a
predicar entre los hijos de los hombres. “En quien tenemos redención
por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia.”
Quiten esta muerte sustitutiva de nuestro Señor y habrán quitado todo:
sin la muerte de Cristo no queda para nosotros sino sólo la muerte; ol-
viden al Crucificado y habrán olvidado al único Nombre por medio del
cual podemos ser salvados. Oh, que todos ustedes confiaran en Él “a
quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, pa-
ra manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su pa-
ciencia, los pecados pasados.”
Hermanos míos, los santos están en el cielo por esta causa. En el
primer capítulo del Libro de Apocalipsis, en el versículo cinco, encon-
tramos la doxología que comienza, “Al que nos amó, y nos lavó de nues-
tros pecados con su sangre.” Así alaban todos los glorificados. Más ade-
lante, se nos dice en relación a los santos: “Han lavado sus ropas, y las
han emblanquecido en la sangre del Cordero. Por esto están delante del
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trono de Dios, y le sirven día y noche en su templo; y el que está senta-
do sobre el trono extenderá su tabernáculo sobre ellos.” Esta es la lec-
tura correcta del versículo catorce del último capítulo del Libro de Apo-
calipsis: “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho
al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad.” Así, el
pasaporte para la gloria es la preciosa sangre de Jesús. El acceso a
Dios, ya sea en la tierra o en el cielo, es únicamente por medio de la
sangre del Hijo de Dios.
A veces nos encontramos con una persona melindrosa que dice: “no
puedo soportar la mención de la palabra sangre.” Tales personas esta-
rán horrorizadas hoy: y se pretende que lo estén. El pecado es una cosa
tan horrible que Dios ha establecido que sea la sangre la que lo lave,
que el propio horror que el pensamiento de la sangre causa, pueda pro-
porcionarnos alguna noción de la terrible naturaleza del pecado de la
manera que Dios la juzga.
La terrible culpa de ustedes no puede ser limpiada de ninguna otra
manera sino mediante un terrible derramamiento de sangre. Cargar con
el pecado, y sufrir por el pecado no pueden ser jamás cosas placente-
ras; tampoco puede ser placentero para el observador, el tipo que ex-
presa esas cosas. En los grandes días de sacrificio, los atrios del templo
deben haber parecido como un matadero, y era simplemente lo justo,
para que todos pudieran ser impactados por la naturaleza mortal del
pecado.
Puesto que la sangre de Jesús es mencionada en los himnos del cie-
lo, no dejemos que sea olvidada en los cánticos de la tierra—
“A Quien amó las almas de los hombres,
Y nos lavó con Su sangre,
Levantó nuestras cabezas para recibir honores reales,
Y nos hizo sacerdotes para Dios;
A Él alabe toda lengua,
Y ame todo corazón.
A Él se den todos los honores de la tierra,
A Él, los cánticos más nobles del cielo.”
La iglesia militante es llamada continuamente a conmemorar el derra-
mamiento de sangre. Siempre que nos reunamos alrededor de la mesa
de la comunión, podemos hacernos la pregunta: “La copa de bendición
que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?” Alrededor
de la mesa sagrada mostramos la muerte de nuestro Señor hasta que
Él venga. Él nos dice con palabras expresas: “Esto es mi sangre del
nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los peca-
dos.” Él te pide que recuerdes la sangre al momento de beber el fruto de
la vid, diciendo: “esta copa es mi sangre del nuevo pacto.” Si quitas la
sangre, la comunión de la Cena del Señor habrá desaparecido; no que-
da nada sino la misa de la iglesia católica que es llamada de manera
blasfema un sacrificio incruento para vivos y para muertos.
No se olviden que cada persona que se congrega alrededor de la mesa
de la comunión es, si es lo que profesa ser, un hombre consagrado, y
cómo llega a serlo si no es por esta razón: “¿Y que no sois vuestros?
Porque habéis sido comprados por precio.” Somos redimidos para Dios
por la sangre de Jesús. “Sabiendo que fuisteis rescatados no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha y sin contaminación.” Es la sangre la
que los convierte a ustedes en lo que son, y es la sangre la que les per-
mite a ustedes gozar lo que Dios ha preparado para ustedes; así que
desde toda perspectiva, ustedes pueden ver la absoluta esencialidad de
la muerte del grandioso Sacrificio.
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Consideremos adicionalmente aquí que la muerte es el resultado y el
castigo del pecado. “El alma que pecare, esa morirá.” “Y el pecado, sien-
do consumado, da a luz la muerte.” “Porque la paga del pecado es
muerte.” Era necesario que el Sustituto cargara con un castigo similar
al que debía recaer sobre el pecador. Nuestro Salvador no tuvo que ex-
perimentar la aniquilación, pues ese no es el significado de la muerte:
ni la primera ni la segunda muerte deben ser explicadas así. Jesús no
fue aniquilado, pero soportó el dolor, la pérdida, la ruina, la separación,
lo opresivo que conlleva la muerte. Él fue inclusive abandonado por
Dios, de tal forma que clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?” El castigo era la muerte, y por lo tanto Jesús tuvo Su
alma muy triste, hasta la muerte; Él puso Su vida por nosotros, y se
hizo obediente hasta la muerte, la muerte de cruz. La ley exigía la
muerte, y la muerte ha recaído sobre la grandiosa Cabeza del Pacto. “A
su tiempo Cristo murió por los impíos.”
Hay gran consuelo para mi alma en esto, pues si el Señor Jesús ha
pagado la sentencia de muerte no queda nada que no haya sido pagado.
“Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado;” es decir, si la
ley ha ejecutado al hombre, ya no le puede pedir más, ese hombre debe
ser libre de cualquier otro cargo de culpabilidad. Cuando el criminal ha
muerto, él ha sufrido la última sentencia de la ley, y ahora está más
allá de su jurisdicción. Nuestro Señor Jesús ha muerto, el justo por los
injustos, y debido a que eso que ha soportado es nada menos que la
muerte, debe cubrir todo lo que es debido por el pecado—
“Él llevó en el madero mi sentencia,
Y ahora, tanto la Garantía como el pecador, son libres.”
Puesto que Jesús ha muerto por el pecado una vez, ya no muere más,
la muerte no tiene dominio sobre Él; Él ha cargado con el último castigo
y el de mayor alcance, y ya no queda nada pendiente. Su expiación fue
una redención completa.
Si ustedes estuvieran endeudados, y tuvieran que pagar una cierta
cantidad al mes, estarían muy agradecidos a un amigo que interviniera
y pagara varias mensualidades en lugar de ustedes; pero si alguien
dueño de un espíritu más liberal cancelara el saldo total, la gratitud de
ustedes sería profunda y desbordante. Debemos gozarnos que el Señor
Jesucristo, mediante Su sacrificio sustitutivo, ha cancelado de manera
evidente, no sólo una parte o una porción de nuestro pecado, sino su
totalidad. Al entregarse a la muerte, Él ha quitado todas nuestras obli-
gaciones legales, y nos ha puesto más allá del alcance de demandas
adicionales. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por no-
sotros maldición.” Ahora podemos cantarle a Quien nos ha separado de
nuestras trasgresiones a tal distancia, como el este está separado del
oeste.
Esta muerte de Cristo era también absolutamente necesaria para la
purificación de la conciencia atribulada. Una conciencia que ha desper-
tado nunca podrá ser apaciguada con algo que no sea la sangre del
Cordero: descansa al contemplar el grandioso Sacrificio, y no puede
descansar en ninguna otra parte. Una conciencia afligida por el sentido
de pecado es una fuente inigualable de miseria. Una vez que la con-
ciencia comienza a azotar al pecador, él descubrirá que es el verdugo
más terrible venido del infierno.
Yo no sé si el profeta Isaías fue aserrado y partido en dos por Mana-
sés, pero sí sabemos que algunos de los santos sufrieron esa tortura;
sin embargo, una sierra que gradualmente corta a un hombre en dos
mitades desde la cabeza hasta los pies, es un cuadro tenue de lo que la
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conciencia puede hacer cuando comienza a operar en la mente con toda
su fuerza cortante.
Cómo será esa divina expiación que puede calmar las tormentas de
una conciencia acusadora, trayendo al alma una paz permanente. Al-
gunos podrán no darle mayor importancia a sus conciencias, pero
cuando Dios actúa, los hombres no pueden dejar de darle importancia.
La cosa más importante del mundo para un hombre sensible es la con-
dición de su propia conciencia: si su conciencia está intranquila, el
hombre está en verdaderos problemas.
Thomas Fuller nos dice de una manera original, que un día le pidió a
un ministro vecino que predicara en su lugar, cuando llegó a visitarlo.
“No,” respondió el ministro, “no puedo hacerlo, pues no estoy prepara-
do.” “Pero,” dijo Fuller, “aunque no estés preparado, yo estoy seguro
que predicarás tan bien que mi congregación estará satisfecha.” Su
amigo respondió: “Eso puede ser verdad, pero yo no podría predicar lo
suficientemente bien para satisfacer mi propia conciencia.” Ahí está el
asunto con un hombre de verdad. No podemos vivir lo suficientemente
bien para satisfacer a nuestras conciencias, y no podemos orar lo sufi-
cientemente bien para satisfacer a nuestras conciencias.
Una conciencia realmente tierna es tan ambiciosa como la garrapata
de los caballos que clama: “¡Dame! ¡Dame!” Esa conciencia pide la per-
fección y como no podemos dársela a causa del pecado, la conciencia
nunca abandonará sus gritos hasta que sea aquietada mediante la pre-
ciosa sangre de Jesucristo. Una vez que podemos ver a Jesús ofrecido
sobre la cruz por el pecado, nuestro corazón siente que es suficiente.
Cuando Dios ha sido agradado, podemos estar satisfechos, y proseguir
nuestro camino gozando de paz con Dios desde ahora y para siempre.
Esto ha sido suficiente en lo relativo a nuestro primer punto: por
muchas razones era absolutamente necesario que nuestro gran Sacrifi-
cio muriera.
II. En segundo lugar, meditaremos con gran deleite en el hecho que
la muerte de Cristo PREVALECE DE MANERA EFICAZ. Otras ofrendas,
aunque habían sido sacrificadas de la manera requerida, no hacían un
trabajo completo, no hacían un trabajo permanente, no hacían nada
realmente, como una expiación; pues la Escritura dice: “Porque la san-
gre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados”:
la verdadera purificación es encontrada únicamente en la muerte del
Hijo de Dios.
Cuando nuestro Señor fue sujetado al madero, dijo: “Consumado es,”
y entregó el espíritu, allí acabó con la trasgresión, terminó con el peca-
do, y trajo justicia eterna. Al ofrecer un sacrificio por los pecados de
una vez y para siempre la obra estaba consumada, el registro acusador
había sido completamente borrado. ¿Por qué tenía tal poder de borrar
la sangre del Redentor? Yo respondo, por varias razones.
En primer lugar, por causa de la gloria de Su persona. ¡Sólo piensen
de Quién se trataba! Era nada menos que la “Luz de luz, Dios verdadero
de Dios verdadero.” No estimó el ser igual a Dios como cosa a que afe-
rrarse, sino que tomó nuestra naturaleza y nació de una virgen. Su al-
ma santa habitó en un cuerpo perfectamente puro, y a esta Deidad es-
taba unido: “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la
Deidad.” Entonces, que muera esta persona gloriosa, sin pecado, divi-
na, es una cosa asombrosa. Que el Señor de los ángeles, Creador de to-
das las cosas, que sostiene a todas las cosas por el poder de Su pala-
bra; que Él, repito, incline Su cabeza a la muerte como una vindicación
de la ley, es una recompensa inconcebiblemente majestuosa, para
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honor de la eterna justicia. De ninguna otra manera la justicia podría
haber sido exaltada más gloriosamente en presencia de seres inteligen-
tes, que cuando el Señor de todo se sometió Él mismo a sus requeri-
mientos. Su muerte debe tener un mérito infinito: un merecimiento in-
decible, sin medida. Creo que si hubiera habido un millón de mundos,
su redención no habría necesitado más que este “sacrificio de sí mis-
mo.” Si el universo entero, rebosante de mundos tan abundantes como
las arenas del mar, hubiera requerido ser rescatado, ese Hombre que
entregó su espíritu habría sido suficiente como el precio justo por todos
ellos.
Independientemente de la gravedad de los insultos que el pecado
pueda haberle hecho a la ley, todos deben ser olvidados, pues Jesús
engrandeció abundantemente a la ley, y la hizo honorable mediante Su
muerte. Yo creo en el especial designio de la muerte expiatoria de nues-
tro Señor, y no voy a ceder ante nadie en mi creencia en el valor absolu-
tamente infinito de la ofrenda que nuestro Señor Jesús ha presentado;
la gloria de Su persona convierte en un insulto a la idea de que haya
límites.
A continuación consideren la perfección del carácter de nuestro Señor.
En Él no había pecado, ni tendencia a pecar. Él era “Santo, inocente,
sin mancha, apartado de los pecadores.” En Su carácter vemos a cada
virtud en su plenitud; Él es incomparable. Por tanto si Él murió, “el jus-
to por los injustos,” ¿cuál no debe ser el mérito de tal muerte? Su justi-
cia tiene tal dulzura en sí que todo el mal sabor de nuestra trasgresión
es quitada por medio de ella: no es una sorpresa que mediante la obe-
diencia de uno como este segundo Adán muchos son hechos justos.
En seguida piensen, queridos amigos, en la naturaleza de la muerte
de Cristo, y podrán ver cuán eficaz debe ser. No fue una muerte por en-
fermedad, o por vejez, sino una muerte violenta, muy bien simbolizada
por el sacrificio de la víctima en el altar. Él no murió en su cama, yén-
dose de este mundo en medio del sueño; sino que fue tomado por ma-
nos perversas, y azotado y escupido, y después fue sujetado para morir
con la muerte de un criminal.
La suya fue una muerte cruel; difícilmente la malicia humana pudo
haber inventado algún método de ejecución que creara con mayor segu-
ridad tal dolor y angustia que la muerte por crucifixión en un madero,
sujetado por clavos que traspasaban las manos y los pies. Además de
Su dolor físico, nuestro Señor estaba terriblemente atribulado en espíri-
tu. Los sufrimientos de Su alma eran el alma de Sus sufrimientos: “Mi
alma está muy triste, hasta la muerte.” El cielo escondió su sonrisa: Su
mente estaba sumida en tinieblas. Ser mirado por Dios con enojo era
parte del castigo de nuestro pecado, y a Él no se le escatimó ese dolor,
el más amargo y espantoso.
Dios mismo alejó Su rostro de Él, y lo dejó en la oscuridad. Él murió
de una muerte deshonrosa, sí, una muerte maldita: “Porque está escri-
to: Maldito todo el que es colgado en un madero.” Ahora, fue algo
asombroso que el Hijo de Dios muriera, y que muriera de tal manera.
Ningún mártir ha muerto clamando que ha sido abandonado por Dios:
esa deserción fue el dolor del Salvador en su mayor profundidad, y
puesto que murió así, puedo entender muy bien que por medio de eso
Él fue hecho una amplia expiación por el pecado de todos quienes creen
en Él. ¡Oh, grandiosa expiación de mi bendito Señor, mis pecados son
absorbidos por ti! Mirando a la cruz y al corazón traspasado de Jesús
mi Señor, recibo la garantía que si soy lavado por Su sangre seré más
blanco que la nieve.
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Y luego piensen en el espíritu con el que nuestro Señor y Salvador so-
portó todo esto. Los mártires que han muerto por la fe han pagado úni-
camente la deuda de la naturaleza un poco antes de tiempo, pues tarde
o temprano ellos tenían que morir; pero nuestro Señor no tenía que
haber muerto de ninguna manera. Él dijo refiriéndose a Su vida: “Nadie
me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo.” Ningún hombre tenía
el poder de derramar Su alma hasta la muerte hasta que el Señor quiso
entregarse a Sí mismo como un sacrificio. “Se entregó a sí mismo por
mí.” Él entregó Su vida por Sus ovejas. Él bebió voluntariamente la co-
pa que había sido preparada, por amor a Dios y a los hombres: la única
compulsión que Él conoció fue Su propio deseo de bendecir a Sus elegi-
dos. “El cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospre-
ciando el oprobio.” Esa vida de nuestro Señor fue vivida espléndida-
mente; ¡el espíritu que la guió la ilumina con un brillo inigualable! Oh,
esa muerte de nuestro Señor fue sufrida espléndidamente, ¡pues Él su-
bió a la cruz con tal sumisión voluntaria, que se convirtió en Su trono!
La corona de espinas fue una diadema tal como ningún emperador
jamás haya usado, estaba construida con los dolores ya terminados de
Su pueblo; dolores que habían llegado a su fin cuando rodearon Su ma-
jestuosa cabeza. Él ahuyentó a Sus enemigos en la cruz, convirtiéndo-
los abiertamente en un espectáculo, triunfando allí sobre ellos. En el
acto de Su muerte, Él clavó a Su cruz el manuscrito de las ordenanzas
que estaba dirigido contra nosotros, y así destruyó el poder de conde-
nación de la ley. ¡Oh, glorioso Cristo, debe haber un mérito infinito en
una muerte como la Tuya, soportada con tal estilo!
Y luego les pido que recuerden una vez más el carácter del pacto que
Cristo sostuvo: pues cuando Él fue crucificado nosotros consideramos
así que uno murió por todos, y en Él morimos todos. Él no fue muerto
como un individuo privado, sino que fue sacrificado como un hombre
representativo. Dios había entrado en un pacto con Cristo, y Él fue la
garantía de ese pacto; por lo tanto Su sangre es llamada “la sangre del
pacto eterno” Recuerden la expresión del apóstol donde habla de “la
sangre del pacto en la cual fue santificado.” Ni el primer pacto ni el se-
gundo fueron celebrados sin sangre; pero el nuevo pacto fue establecido
no por medio de sangre de animales, sino por la sangre de nuestro Se-
ñor Jesucristo, ese grandioso Pastor de las ovejas.
Cuando se ofreció a Sí mismo, Él fue aceptado en ese carácter y esa
capacidad en que Dios lo había considerado desde antes de la funda-
ción del mundo; de tal forma que lo que hizo, lo hizo como cabeza del
Pacto de Su pueblo. Era necesario que Él muriera por nosotros, viendo
que Él asumió la posición del segundo Adán, habiendo sido constituido
nuestra Cabeza federal y nuestro Representante. El castigo de nuestra
paz fue sobre Él porque condescendió a ser una carne con nosotros; y
con Sus azotes somos sanados porque hay una unión de pacto entre
nosotros. Esto es suficiente en relación a la eficacia que prevalece en
ese sacrificio: un tema tan vasto que uno podría elaborar sobre él todo
el tiempo.
III. Amados amigos, me parece que nadie me va a impedir decir, en
tercer lugar, que el hecho de la necesidad de la muerte del Señor Jesús
es INTENSAMENTE INSTRUCTIVO. Escuchen mientras yo repito las
lecciones muy brevemente: ustedes podrán extenderse más cuando se
hayan ido de aquí para meditar en soledad.
¿Deben morir las víctimas? ¿Debe derramar Su sangre Jesús? En-
tonces veamos qué es lo que reclama nuestro justo Dios. El reclama
nuestra vida: Él exigía el ofrecimiento de la sangre de la víctima, que
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era su vida: Él justamente reclama de cada uno de nosotros nuestra vi-
da entera. No debemos soñar con satisfacer a Dios con oraciones forma-
les, o con limosnas ocasionales, o con ceremonias externas, o con una
reverencia a medias. Él debe tener todo nuestro corazón, y nuestra al-
ma, y nuestra mente y nuestra fuerza: todo lo que constituye nuestro
verdadero yo, la vida de nuestro ser.
Las obras muertas no tienen ningún valor ante el Dios viviente. Él
reclama nuestra vida y la tendrá de una forma o de otra; ya sea porque
esta vida es dedicada perfectamente a Su servicio, o si no, siendo gol-
peada hasta la muerte como el castigo justo de la rebelión. Tampoco la
demanda es injusta. ¿Acaso no nos hizo Él, y acaso no nos preserva?
¿No debe recibir Él el homenaje de las criaturas de Su mano?
A continuación, ¿debe morir el sacrificio? Entonces vean el mal del
pecado. No es algo sin importancia como lo imaginan ciertos hombres.
Es un mal mortal, un veneno que mata. El propio Dios en forma huma-
na tomó la culpa sobre Sí: el pecado no era suyo, solamente le era im-
putado, pero cuando fue hecho pecado por nosotros, y cargó con nues-
tras iniquidades, no había ninguna otra opción ¡Él debía morir! ¡Sí, Él
debía morir! No era posible que la copa fuera apartada de Él.
Se oyó una voz desde el trono: “Levántate, oh espada, contra el pas-
tor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos.
Hiere al pastor.” La justicia divina es tan firme, que ni quiere ni puede
pasar por alto el pecado, en dondequiera que esté; es más, aún cuando
esa culpa no sea propia de la persona, sino que se toma únicamente
como sustituto. El pecado, dondequiera que esté, debe ser castigado
con la espada de la muerte: esta es una ley fija e inalterable. ¿Quién en-
tonces disfrutará la trasgresión? ¿Acaso cada hombre que ame su pro-
pia vida no se levantará para pelear contra la iniquidad? Pecador, arro-
ja con una sacudida tu pecado, de la misma manera que Pablo sacudió
la víbora arrojándola al fuego. No te diviertas con el pecado. Pídele a
Dios que puedas terminar con él de inmediato. Es una cosa horrible y
atroz, y Dios te dice: “No hagáis esta cosa abominable que yo aborrez-
co.” Que Dios les ayude a huir de toda iniquidad.
A continuación, conozcan el amor de Dios. ¡Vean cómo Él los amó a
ustedes y a mí! Él debe castigar el pecado, pero Él quiere salvarnos, y
así Él da a Su Hijo para que muera en lugar nuestro. No me estaré
aventurando muy lejos si digo que al dar a Su Hijo el Señor Dios se dio
a Sí mismo, pues Jesús es uno con el Padre. No podemos dividir la Sus-
tancia aunque distingamos a las Personas: de esta manera Dios mismo
hizo expiación por el pecado contra Él mismo. La iglesia es “el rebaño
de Dios que él ganó por su propia sangre.”
¡Maravilla de maravillas! ¡Ciertamente el amor es tan fuerte como la
muerte según lo vemos en el corazón de Dios! “Ciertamente, apenas
morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara mo-
rir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” Esto es un manojo
de maravillas. ¡Contemplen qué forma de amor el Padre nos ha otorga-
do!
Seguidamente aprendan cómo Cristo ha puesto un fin al pecado. El
pecado es cargado sobre Él y Él muere; entonces el pecado está muerto
y enterrado; si es buscado no podrá ser encontrado. Hablando de poner
fin a una cosa, este es el fin más verdadero y seguro que ha existido o
que existirá jamás. “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” No como
antes. Si Cristo murió, ¿qué hay después de la muerte? Nada sino el
juicio, y he aquí, Él se presenta a ese juicio: “sabiendo que Cristo,
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habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se en-
señorea más de él.” Este es nuestro gozo, porque ni el pecado ni la
muerte pueden tener dominio sobre nosotros, por quienes Cristo murió,
y que hemos muerto en Él. Cristo ha puesto un fin al pecado. Su ofren-
da única ha perfeccionado para siempre a quienes han sido apartados.
Estas no son sino unas cuantas lecciones que podemos aprender de
la necesidad que el Sacrificio sea inmolado. Les ruego que se las apren-
dan bien. Que sean grabadas en sus corazones por el Espíritu Santo.
IV. Y voy a concluir diciendo que este bendito tema no solamente es-
tá lleno de enseñanza, sino que es ENERGÉTICAMENTE INSPIRADOR.
En primer lugar, nos inspira con el espíritu de consagración. Cuando
pienso que no puedo ser salvo excepto por la muerte de Jesús, entonces
siento que no me pertenezco a mí mismo, sino que he sido comprado
con un precio. Recuerdo haber leído acerca de Charles Simeon, el fa-
moso clérigo evangélico de Cambridge, que fue arrojado un día de su
cabalgadura, y temía haber sufrido una lesión seria. Cuando se hubo
recuperado de la fuerza de la caída, extendió su brazo derecho, lo sin-
tió, y viendo que no había ningún hueso roto, consagró de nuevo ese
brazo al Dios viviente, que tan misericordiosamente lo había preserva-
do. A continuación examinó su brazo izquierdo y lo encontró en perfecto
estado, y lo alzó, y lo dedicó de nuevo al servicio divino. Hizo lo mismo
con su cabeza, sus piernas, y con todo su cuerpo.
Cuando meditaba en este tema sentí como si debía recorrer mi cuer-
po, mi alma, y mi espíritu, y dedicarlo todo a ese amado Salvador por
cuya sangre soy enteramente redimido de la muerte y del infierno.
“Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser su santo nombre.”
Puesto que no he sido echado de la presencia de Dios, no he sido des-
truido, no estoy en medio de tormentos, ni en el infierno, yo dedico a
Dios mi espíritu, mi alma y mi cuerpo comprados con sangre y los dedi-
co para que sean del Señor de aquí en adelante mientras viva. Herma-
nos y hermanas, ¿no sienten ustedes lo mismo? Ruego a Dios el Espíri-
tu Santo que los conduzca a hacer eso de una manera muy práctica.
Esta doctrina de la muerte de Cristo debería inspirarlos hasta el punto
de cantar—
“Jesús, Cordero de Dios sin mancha,
Tú me has comprado con Tu sangre,
No quiero valorar nada fuera de
Jesús, Jesús crucificado.
Yo soy tuyo y solamente tuyo,
Esto lo reconozco con gozo y plenamente;
Y en todas mis obras y caminos,
Ahora sólo buscaré Tu alabanza.”
A continuación, esta verdad debería crear en nosotros el anhelo de la
mayor santidad, pues deberíamos preguntar “¿El pecado mató a mi
Salvador? ¡Entonces yo mataré al pecado! ¿No podría ser salvado del
pecado, excepto mediante Su preciosa sangre? Entonces, ¡oh pecado,
seré vengado en ti! Voy a ahuyentarte con la ayuda del Espíritu de Dios.
No te voy a soportar ni te voy a abrigar. No haré ninguna provisión para
la carne. Como el pecado fue la muerte de Cristo por mi, así Cristo será
la muerte del pecado en mí.
¿Acaso no les inspira esto un gran amor por el Señor Jesús? ¿Pueden
contemplar sus amadas heridas, y no ser heridos con amor por Él? ¿No
son sus heridas como bocas que les suplican que sometan a Él todos
sus corazones? ¿Pueden mirar en Su rostro bañado de un sudor san-
griento, y luego retirarse para ser atrapados por las bellezas pintadas
del mundo? ¿Han oído alguna vez de un enamorado vestido con tales
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mantos de amor como esos que Jesús vistió? ¿Alguna vez usó el amor
tales medios sagrados para ganarse el corazón amado como Cristo lo ha
hecho? ¿Qué puede hacer alguien, sino responder de esta manera?—
“Aquí, Señor, yo me entrego a Ti,
Es todo lo que puedo hacer.”
¿No creen que esta solemne verdad debería inspirarnos un gran celo
por la salvación de otros? Como Cristo entregó Su vida por nosotros,
¿no deberíamos entregarnos nosotros por las almas que están pere-
ciendo, y si fuera necesario, entregar nuestras vidas por nuestros her-
manos? ¿No deberíamos practicar la abnegación en nuestros trabajos
para traer a los hombres a Jesús? ¿No deberíamos laborar arduamente
con gozo, y soportar el reproche con alegría, si por cualquier medio po-
demos hacer salvos a algunos de ellos?
Me parece que si este tema penetrara hasta lo más profundo de
nuestros corazones, sería de mucho beneficio para nosotros de mil ma-
neras, y nos haría mejores soldados de la cruz, y seguidores más fieles
del Cordero. Ruego que el Espíritu Santo lo coloque en el centro de
nuestras almas, y lo guarde allí. Traerá con él paz y descanso. ¿Por qué
deberíamos estar preocupados, pues Cristo murió? Llenará nuestras
bocas con alabanzas. ¡Aleluya al Cordero que fue muerto, que nos ha
redimido por Su sangre! Esto nos llevará a una comunión más íntima
con Él. Si Él nos amó y murió por nosotros, debemos vivir con Él, y en
Él y para Él.
¡Ciertamente también hará que anhelemos contemplarlo! ¡Oh, la vi-
sión del Crucificado! ¿Cuándo veremos el rostro que fue tan desfigurado
por nosotros? ¿Cuándo contemplaremos las manos y los pies que llevan
todavía las marcas de los clavos, y miraremos al costado traspasado en-
joyado con la herida causada por la lanza? Oh, ¿cuándo, en lo alto y le-
jos de todos nuestros pecados y aflicciones, lo contemplaremos eterna-
mente en Su brillo y podamos verlo permanentemente ante nosotros?
Oh, cuándo estaremos—
“Lejos de un mundo de aflicción y pecado,
En la compañía de Dios, eternamente.”
Hasta entonces, nuestra esperanza, nuestro solaz, nuestra victoria,
todo eso se encuentra en la sangre del Cordero, a Quien sea dada gloria
por los siglos de los siglos. Amén.
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Oren diariamente por los hermanos Allan Roman y Thomas Montgomery,
en la Ciudad de México. Oren porque el Espíritu Santo de nuestro Señor
los fortifique y anime en su esfuerzo por traducir los sermones
del Hermano Spurgeon al español y ponerlos en Internet.
Sermón #1772 – Volumen 30
Slaying the Sacrifice

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