02 - La Prisionera de Vallenia - Lynette Noni

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Traducción de Carla Bataller Estruch

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay
Título original: The Gilded Cage
Editor original: Houghton Mifflin Harcourt Publishing
Traducción: Carla Bataller Estruch

1.ª edición: julio 2023

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2021 by Lynette Noni


Mapa © 2021 by Francesca Baerald
All Rights Reserved
© de la traducción 2023 by Carla Bataller Estruch
© 2023 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com

ISBN: 978-84-19413-57-4

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.


Para mamá…
Por el pingüino.
PRÓLOGO
C orrer.
Tenían que seguir corriendo.
La noche era oscura, el frío tan intenso que les atravesaba los huesos y,
aun así, no podían parar. No cuando la misma muerte les pisaba los talones.
—Mamá, ¿a dónde…?
—Calla, cariño —silenció la mujer a su hija mientras miraba por encima
del hombro en busca de cualquier señal de persecución.
—Pero ¿qué pasa con papá? —susurró el niño—. ¿Y con…?
—Chist —lo interrumpió la mujer, que lo agarró con más fuerza de la
mano y le hizo apretar el paso.
Ni el niño ni su hermana mayor pronunciaron ni una palabra más; los dos
notaban el apremio de su madre, los dos veían las lágrimas silenciosas que
se deslizaban por su rostro, que brillaban bajo la luz de la luna.
Siguieron corriendo, y ninguno mencionó a las personas que habían
dejado atrás ni todo lo que habían perdido esa noche.
La mujer no soportaba cerrar los ojos por si evocaba la imagen de la casa
familiar en llamas, de su marido y su hija pequeña arrastrada por la Guardia
Real, de su hijo…
Un sollozo abandonó su boca antes de que pudiera acallarlo.
Su hijo estaba muerto.
Estaba muerto.
La mujer se mordió la lengua para contener otro sollozo; daba gracias por
que sus dos hijos mayores hubieran acatado la orden de permanecer
escondidos cuando ella había regresado a hurtadillas para investigar. Así les
había ahorrado la visión que siempre la atormentaría en sus pesadillas.
Una espada que atravesaba el pecho pequeño.
Su marido que pedía ayuda.
Su hija que gritaba mientras intentaba alcanzarlo, desesperada por
salvarlo.
Pero era demasiado tarde.
—Mamá, me estás haciendo daño.
La queja en voz baja de su hijo la obligó a aflojar la mano y musitar una
disculpa. Fue lo único que pudo decir, tan asfixiada por todo lo que sentía
que no pudo ofrecerle nada más.
Pasaron las horas mientras seguían el retorcido río Aldon; no aminoraron
el paso en ningún momento, siempre miraban atrás por si los seguían. No
había señal de los guardias, pero la mujer no se arriesgó a parar hasta que se
adentraron en lo más hondo de las laderas de las montañas Armine, lejos de
la civilización. Una casa segura, le habían dicho. Un lugar donde podría
encontrar refugio, si lo peor les sucedía a ella y a sus seres queridos.
Cuando les llegó la invitación de parte de un desconocido encapuchado
en el mercado, ella se había reído como si fuera una broma y afirmó que no
tenía ni idea de por qué su familia correría jamás ese peligro. Solo eran
humildes servidores del pueblo, había dicho, ya que su marido era el
sanador de la zona y ella, una madre y esposa devota.
No tenía ni idea de cómo la habían localizado. Se había pasado años
escondida, tras toda una vida de negar la sangre que corría por sus venas.
Había quien la llamaba sangre de traidores.
Otros la llamaban sangre de reyes.
O, en su caso… de reinas.
La mujer había hecho todo lo posible por ignorar los rumores sobre el
creciente grupo rebelde que buscaba a los descendientes de su monarca
perdido. Había adoptado un nuevo nombre para convertirse en una nueva
persona, puesto que lo único que quería era una vida tranquila con su amada
familia.
Esa noche le habían arrancado la mitad de su familia.
Algo vital se había roto en su interior mientras observaba, indefensa y sin
poder hacer nada.
No quería volver a sentirse tan indefensa.
Nunca se permitiría sentirse indefensa de nuevo.
Y así, mientras se acercaba con los dos hijos que le quedaban a la casa
segura (una cabaña con techo de paja, escondida en medio del bosque
nevado), la mujer tomó una decisión.
Tres golpes breves de su puño entumecido contra la puerta de madera fue
lo único que hizo falta para que se abriera. Apareció la figura encapuchada
del mercado, iluminada por los faroles de luminio de dentro, junto con un
pequeño grupo de personas que se inclinaban hacia la chimenea y miraban
con curiosidad en su dirección.
—Menuda sorpresa —dijo el hombre encapuchado. Llevaba la capucha
echada hacia atrás, de tal forma que revelaba su rostro curtido mientras
examinaba a la mujer y a sus dos hijos temblorosos.
La mujer alzó los ojos color esmeralda hacia los del hombre y, agarrando
con más fuerza a su hija y a su hijo, declaró:
—Queremos unirnos a vosotros.
Las personas que estaban en la habitación se quedaron inmóviles como
estatuas, pero el hombre solo ladeó la cabeza y repitió:
—¿Uniros a nosotros?
—Sé quiénes sois y lo que buscáis —expuso sin rodeos—. No triunfaréis
sin mí.
El hombre arqueó una ceja mientras los demás parecían contener la
respiración.
—¿Y qué quieres a cambio?
La mujer recordó todo lo que había sufrido esa noche; aún oía los gritos,
aún veía la sangre. Susurró una única palabra:
—Venganza.
Una sonrisa gradual se extendió por la cara del hombre, pero entonces
frunció el ceño con intensidad.
—Pues adelante, Tilda Corentine —dijo mientras el resto de personas en
la habitación se levantaban y hacían reverencias a su vez—. Tus rebeldes
llevan mucho tiempo esperándote.
Tragándose las dudas, la mujer y lo que quedaba de su familia atravesaron
el umbral. Ya no la llamarían Tilda Meridan. Ni ella ni sus hijos negarían su
linaje.
Sangre de traidores.
Y sangre de reinas.
Tilda planeaba ser ambas cosas: traicionaría toda una vida de
convicciones para reclamar lo que le pertenecía por derecho.
Nada podría cambiar lo que había ocurrido esa noche. Pero Tilda
Corentine pensaba dedicar el resto de su vida a hacer que las personas
responsables pagaran por ello.
De un modo u otro, costase lo que costase, se cobraría su venganza.
DIEZ AÑOS MÁS TARDE
CAPÍTULO UNO
E l hombre estaba muerto.
Kiva Meridan (conocida por unos pocos elegidos como Kiva
Corentine) bajó la mirada hacia el cadáver y se fijó en las mejillas hundidas
y la piel cenicienta. Dado su estado de hinchazón, seguramente habría
pasado al mundoterno hacía tres o cuatro días. El tiempo suficiente para que
el aroma de la muerte emanara de él, aunque no mostrase todavía señales
físicas de descomposición.
—Hombre de mediana edad, altura y constitución promedias, sacado del
río Serin bien temprano esta mañana —dijo la sanadora Maddis. Con su voz
nítida pronunciaba cada palabra a la perfección—. ¿Quién puede especular
sobre la causa de la muerte?
Kiva mantuvo la boca cerrada, muy consciente de que le habían permitido
entrar en la aséptica sala de examinación solo como observadora.
—¿Nadie? —animó la sanadora Maddis a sus estudiantes, que se
apiñaban alrededor del cuerpo dispuesto sobre una tabla de metal en el
centro del reducido espacio—. ¿Novicio Waldon?
Un joven con gafas enormes parpadeó como un búho y respondió:
—Esto… ¿se ahogó?
—Un razonamiento deductivo maravilloso —replicó Maddis con
aspereza antes de girarse hacia la estudiante que había junto al chico—.
¿Novicia Quinn?
La joven se encogió sobre sí misma.
—¿Puede que fuera un ataque al corazón? —dijo. Su voz era apenas un
murmullo—. ¿O… o un derrame cerebral?
La sanadora Maddis se dio unos golpecitos en los labios con la uña.
—Es posible. ¿Alguien más quiere decir algo? —Kiva se removió y captó
la atención de la sanadora—. ¿Y nuestra visitante? —preguntó Maddis, con
lo que atrajo todas las miradas hacia Kiva—. La señorita Meridan, ¿verdad?
Al ver el desafío manifiesto y sugerente en los ojos de la anciana
sanadora, Kiva se quitó de encima la inquietud y dio un paso hacia el
cadáver. Le agarró la mano inerte para revelar las manchas bajo las uñas.
—Esta decoloración indica que sufría de un trastorno del sistema inmune,
seguramente sífino o cretamot —dijo. Ya había diagnosticado casos
similares en el pasado—. Sin tratar, ambas enfermedades pueden provocar
una hinchazón rápida de los vasos sanguíneos. —Miró a los dos novicios
que habían sido interpelados—. Waldon y Quinn tenían razón. Seguramente
sufrió un ataque al corazón o un derrame cerebral, causado por esta
enfermedad subyacente, y luego cayó al río, donde se ahogó. —Soltó la
mano del hombre—. Pero esto solo se confirmará tras un examen completo.
Una sonrisa de aprobación apareció en el rostro oscuro y arrugado de la
sanadora jefe.
—Bien visto.
Y luego se lanzó a dar una lección sobre trastornos habituales del sistema
inmune, pero Kiva solo escuchaba a medias, pues seguía admirando el lugar
en el que se hallaba.
La Academia Silverthorn… La academia de sanación con más renombre
de todo Evalon. Algunos dirían que incluso de todo Wenderall.
Cuando Kiva era niña, su padre hablaba a menudo de Silverthorn. Al
crecer en la ciudad de Fellarion, solía encontrar cualquier excusa para
visitar Vallenia y colarse en las clases de la academia. Su mayor pesar era
que nunca se había mudado para estudiar en el campus a tiempo completo,
ya que había aceptado el puesto de aprendiz con un maestro sanador situado
más cerca de su casa. Una posición de honor, pero una que empalidecía
comparada con ser un alumno de Silverthorn.
El propósito vital de Faran había sido ayudar a la gente, algo que Kiva
había heredado hasta el punto de que, cuando la habían encerrado en una
pesadilla, aún había usado todo lo que su padre le enseñara para mejorar la
vida de otras personas.
Un sentimiento sombrío se apoderó de Kiva al recordar los largos años
que había dejado atrás. Había pasado una década de su vida tras muros
gruesos de piedra caliza e impenetrables puertas de hierro.
La cárcel de Zalindov.
Para la mayoría era una pena de muerte, pero Kiva había sobrevivido.
Y allí estaba ahora, en el corazón del sueño de su padre, cuando debería
estar en otro sitio. En cualquier otro sitio.
No había ninguna excusa para sus actos de ese día. Sin embargo, cuando
se había presentado la oportunidad de visitar Silverthorn, no había podido
negarse, aun a sabiendas de que sus propios deseos deberían situarse en el
último puesto de sus prioridades.
Habían pasado seis semanas desde su huida de Zalindov. Seis semanas
desde que descubriera que el príncipe heredero la había mantenido con vida
a través de los juicios por ordalía, una serie de cuatro pruebas elementales a
las que se había enfrentado para salvar a la reina rebelde, Tilda Corentine.
La madre de Kiva.
Sus esfuerzos habían sido en vano, ya que un motín violento en la cárcel
había acabado con la vida de Tilda. Pero, incluso muerta, su propósito
persistía, heredado por Kiva y sus otros dos hermanos. Juntos, los tres se
vengarían por lo que les habían robado hacía generaciones. Juntos,
reclamarían el trono de Evalon para el linaje Corentine.
El problema era que Kiva no tenía ni idea de cómo encontrar a su
hermano y a su hermana. La única pista que tenía era una nota en código
que había recibido antes de abandonar Zalindov y que solo contenía una
palabra: Oakhollow.
El pueblo se hallaba a una media hora a caballo de Vallenia, pero, desde
su llegada a la ciudad hacía dos días, Kiva no había disfrutado de un
momento de libertad para explorar, ya que había pasado las semanas previas
refugiada en las montañas Tanestra a la espera de los deshielos de
primavera. Ese era el primer día en el que podría haberse escabullido. Sin
embargo, en vez de aprovechar la oportunidad para buscar a sus distantes
hermanos, se había entregado a sus sueños.
Tilda Corentine se habría puesto furiosa.
Faran Meridan habría estado encantado.
Kiva eligió aliarse con su padre y decidió que la misión de su madre
podía esperar un día más.
La culpa había burbujeado en su interior tras decidirlo esa mañana, pero
un nudo de ansiedad también se había aflojado en su estómago. No tenía
ningún motivo para sentirse nerviosa por una reunión con sus hermanos y,
aun así… diez años eran muchos años. Kiva no era la misma niña
despreocupada, y solo podía deducir que eso también sería cierto para ellos.
Habían pasado demasiadas cosas… a los tres.
Y luego estaba la cuestión de lo que pretendían hacer…
El sonido de unas campanas interrumpió sus pensamientos; el ruido la
sobresaltó, un efecto colateral de los años que había pasado prestando
atención ante cualquier sonido nimio que pudiera anunciar su muerte. Pero
ya no estaba en Zalindov, y los tañidos apacibles solo resonaban entre los
muros de la aséptica sala de examinación para señalar el fin de la clase.
Los alumnos, todos ataviados con túnicas de un blanco prístino, se
afanaron en terminar de tomar apuntes mientras la sanadora Maddis los
despachaba.
—Y los que vayáis al festival este fin de semana —dijo mientras los
estudiantes se encaminaban hacia la puerta—, recordad que no tendré
piedad el lunes si os excedéis en las libaciones. Estáis avisados.
Sus ojos grises destellaron conforme pronunciaba su tibia amenaza;
algunos de los alumnos más valientes sonrieron a modo de respuesta
mientras salían por la puerta. Kiva siguió sus pasos.
—Miss Meridan, ¿podemos hablar?
Kiva se detuvo en el umbral de la pequeña sala de examinación.
—¿Sí, sanadora jefe? —preguntó, usando el honorífico apropiado para la
mujer, no solo por su edad y experiencia, sino porque era la directora de la
Academia Silverthorn.
—Pocas personas se habrían fijado en la decoloración del nacimiento de
la uña con tanta prontitud como tú —dijo Maddis mientras cubría al hombre
muerto con una sábana—. Y muchas menos lo habrían hecho sin una
formación adecuada. —Alzó los ojos y sus miradas se encontraron—. Me
has impresionado.
Kiva se removió.
—Gracias —farfulló.
—Faran Meridan también me impresionó en su día.
Kiva dejó de removerse enseguida.
Las arrugas de la sanadora Maddis se acentuaron al sonreír.
—Sabía de quién eras hijas en cuanto cruzaste la puerta. —Sin saber si
debería huir o esperar a ver qué más decía la mujer, Maddis le quitó la
oportunidad de actuar cuando preguntó—: ¿Cómo está tu padre? ¿Aún
sigue salvando el mundo, paciente a paciente?
A Kiva se le ocurrieron un millón de respuestas, pero se conformó con:
—Murió. Hace nueve años.
A Maddis se le descompuso el rostro.
—Ah. Siento mucho oírlo.
Kiva asintió sin más, pues no veía ningún motivo para revelar cómo había
muerto. O dónde.
La sanadora jefe carraspeó.
—Tu padre fue mi mejor alumno… si pasamos por alto que no era un
alumno de Silverthorn. El joven Faran Meridan siempre se colaba en mis
clases y actuaba como un novicio inocente. —Maddis resopló, jovial—.
Parecía tan prometedor que nunca lo denuncié ante la sanadora jefe de
aquella época, pues sabía que le prohibirían la entrada. Alguien con un
talento tan natural e intuitivo se merecía la oportunidad de perfeccionar sus
habilidades. Lo creía entonces. —Hizo una pausa—. Y lo creo ahora. —
Maddis le dirigió tal mirada que Kiva se quedó sin respiración—. La muerte
de Faran es terrible, pero me alegra ver que transmitió su pasión a otra
persona. Si quieres, eres bienvenida a estudiar aquí, en Silverthorn. No hace
falta que te cueles.
Kiva abrió y cerró la boca como un pez. Estudiar en Silverthorn sería un
sueño hecho realidad. La de cosas que podría aprender… Las lágrimas se
acumularon en sus ojos con solo pensarlo.
Y se acumularon aún más porque sabía que no podría aceptar.
Madre ha muerto.
Voy camino a Vallenia.
Es hora de reclamar nuestro reino.
Kiva había escrito esas palabras a sus hermanos tras dejar Zalindov y
debía llevarlas a cabo, pues había renunciado a sus propias ambiciones para
dar prioridad a su familia.
—Piénsalo —le dijo la sanadora Maddis cuando Kiva guardó silencio—.
Tómate el tiempo que necesites. La oferta seguirá en pie.
Kiva parpadeó para apartar más lágrimas y se preparó para pronunciar
una negativa educada. Pero cuando al fin habló, lo que dijo fue:
—Lo consideraré.
A pesar de sus palabras, sabía que Silverthorn no entraba en sus planes de
futuro. En cuanto Maddis descubriera dónde había puesto en práctica sus
habilidades durante la última década, retiraría la invitación. Lo único que
Kiva tenía que hacer era arremangarse y descubrir la cicatriz en forma de
zeta de su mano.
Pero no podía hacerlo. No podía sabotearse de esa forma tan irrevocable.
En vez de eso, se despidió en voz baja y salió de la sala de examinación
hacia el aséptico pasillo del otro lado.
Con la cabeza dándole vueltas, no prestó demasiada atención mientras
recorría el largo corredor y dejaba atrás sanadores y estudiantes vestidos de
blanco, además de una mezcla de visitantes y pacientes con ropa de calle.
Ya había visitado el campus ese mismo día. Se había enterado de que había
tres grandes enfermerías: una para traumas psicológicos y recuperación,
otra para cuidados a largo plazo y rehabilitación y esta, dedicada al
diagnóstico y el tratamiento de dolencias físicas relacionadas con
enfermedades y lesiones. También había un puñado de edificios más
pequeños por todo el campus, como el taller de los apotecarios, el bloque de
cuarentena, la morgue y la residencia de los sanadores. El público solo
podía acceder a las enfermerías principales, conectadas por el exterior
mediante senderos con arcos de piedra que daban a los jardines del centro,
también conocidos como el santuario de Silverthorn. Era un lugar donde
pacientes y sanadores podían retirarse y relajarse para disfrutar de la
tranquilidad del arroyo burbujeante y de las aromáticas flores silvestres,
todo desde la cima de una colina que dominaba la ciudad, en el punto justo
donde el serpenteante río Serin se encontraba con el mar Tetran.
A ese santuario se dirigió Kiva en cuanto salió de la enfermería más
grande. Recorrió un sendero de piedra durante un tramo corto antes de
dejarlo atrás para hundir las sandalias en la frondosa hierba. El sol
vespertino le caldeaba el frío de los huesos. Siguió andando sin rumbo fijo
hasta alcanzar un puente pequeño que ofrecía un paso seguro sobre el hilo
del arroyo y se detuvo para apoyarse en el pasamanos de madera e intentar
ordenar sus pensamientos.
—Ay, no, esa es tu cara seria.
Kiva se quedó quieta al oír la voz familiar e ignoró las sensaciones que le
produjo… todo lo que le provocó. Se preparó y se dio la vuelta para ver la
silueta que se había acercado para detenerse justo a su lado.
Jaren Vallentis… o el príncipe Deverick, como lo conocía la mayor parte
del mundo. Otro preso fugado, su compañero de viaje, quien fuera su amigo
(y, potencialmente, quizá algo más) y el enemigo acérrimo de su familia.
El enemigo acérrimo de Kiva.
—Esta es mi cara normal —dijo ella, intentando no mirarlo con fijeza. La
camisa azul oscuro con bordados dorados por el cuello le quedaba
demasiado bien, igual que la chaqueta y los pantalones negros hechos a
medida. Le costó horrores apartar la mirada.
—Sí, y es demasiado seria —constató Jaren, alargando la mano para
colocar un mechón de pelo oscuro, liberado por el viento, detrás de su oreja.
El estómago de Kiva dio un vuelco traicionero y se regañó para sus
adentros. El afecto casual de Jaren no era infrecuente. Hasta en Zalindov
había sido muy cariñoso con ella. Desde su huida, Kiva había querido
mantenerlo bien lejos, pero su voluntad empezaba a desintegrarse. Era
como si Jaren hubiera nacido con el único propósito de tentarla, de
distraerla de su deber.
Y eso era inaceptable.
—¿Has pasado un buen día? —preguntó el príncipe. Sus singulares ojos
azules y dorados capturaron los de la chica.
Kiva se alisó la ropa (un sencillo vestido verde con una chaqueta fina de
color blanco) y sopesó su respuesta. Estaba en Silverthorn por Jaren: el
príncipe había pedido un favor que resultó en que despertaran a Kiva al
amanecer para sacarla del Palacio Fluvial y conducirla hasta la oportunidad,
única en la vida, de pasar el día en la mejor academia de sanadores del
reino.
Había muchos motivos por los que Kiva debería odiar al príncipe
heredero, pero no pudo hacer acopio del resentimiento amargo que debería
estar consumiéndola. Culpaba a Jaren por eso. Desde que se habían
conocido, el joven se había comportado con atención y amabilidad y se
había consagrado por completo a ella. Incluso cuando Kiva descubrió que
había mentido sobre su identidad, no pudo darle la espalda y dejarlo morir,
malherido, en los túneles bajo Zalindov. Había intentado con desesperación
endurecer su corazón hacia él en las semanas que habían pasado en su
palacio familiar de las montañas Tanestra, y luego durante los largos días de
trayecto hasta Vallenia, pero fue inútil. Jaren era demasiado adorable. Así
dificultaba todo lo que Kiva tenía planeado hacerles a él y a su familia.
Aunque tampoco pensaba admitirlo… ni siquiera para sí misma.
—Ha sido… —empezó, sin saber cómo responder. Su día había sido
espectacular, increíble, todo lo que había esperado. Pero, sabiendo lo que
sabía sobre su futuro y cómo debería rechazar la oferta de Maddis, solo
añadió—: Interesante.
Jaren arqueó las cejas doradas.
—Menudo elogio tan entusiasta.
Kiva pasó por alto su sarcasmo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
No había nadie cerca en el puente, pero aun así examinó nerviosa a las
otras personas del santuario y a la poca gente que paseaba por los senderos
con arcos de piedra entre enfermerías.
—He venido a recogerte —dijo Jaren con un guiño alegre—. Por ser el
primer día de clase y todo eso.
Kiva sacudió la cabeza.
—No deberías estar aquí.
—Ay —dijo Jaren, llevándose una mano al corazón—. Eso duele. Justo
aquí.
—Si alguien te reconoce…
Jaren tuvo la audacia de reírse.
—La gente de Vallenia está acostumbrada a que mi familia y yo
paseemos libremente entre ellos. Solo llevamos máscaras durante los
eventos especiales, así que nos reconocen con facilidad el resto del tiempo.
No te preocupes, no somos tanta novedad como crees.
—No creo que Naari coincidiera contigo —arguyó Kiva, mirando detrás
de Jaren—. ¿Dónde está?
Desde que se marcharon de Zalindov (y en el tiempo que habían pasado
juntos), era raro ver a Jaren sin su guardia real más leal, su Escudo Dorado.
Que Naari Arell estuviera ausente en ese momento podía significar una de
dos cosas: o les estaba dando espacio y los observaba de lejos o…
—¿Te sentirías impresionada si te dijera que he conseguido darle
esquinazo?
La sonrisita ufana de Jaren hizo que Kiva ladeara la cabeza, con un asomo
de sonrisa en sus labios.
—Me sentiré impresionada si consigues sobrevivir a su ira.
La sonrisa de Jaren desapareció y una mueca ocupó su lugar.
—Ya. Bueno. —Enderezó los hombros y recobró el ánimo—. Ese es un
problema para más tarde.
—Diré algo bonito en tu entierro —prometió Kiva.
Jaren soltó una carcajada.
—Eres demasiado bondadosa. —Luego le agarró la mano y la llevó hacia
el sendero abovedado—. Vamos, tenemos que irnos para no perdérnoslo.
Kiva intentó liberarse, pero Jaren solo apretó más los dedos, así que cedió
a su insistencia e ignoró con resolución lo agradable que era aquello.
Intentó seguir el ritmo de sus largas zancadas.
—¿Perdernos el qué?
—El anochecer.
—Esto puede que te resulte chocante —comentó Kiva con frialdad
cuando Jaren no elaboró más—, pero habrá otro mañana.
Jaren tiró de ella con suavidad.
—Listilla.
La mirada divertida que le dirigió le llenó de calor las entrañas… y
decidió pasar por alto también aquello.
Pasaba muchas cosas por alto últimamente, sobre todo en lo referente a
Jaren.
—El Festival Anual del Río arranca hoy al anochecer. Dura todo el fin de
semana, pero la primera noche siempre es la mejor, así que querremos tener
buenas vistas.
—¿De qué?
—Ya verás —dijo Jaren con aire misterioso.
Kiva tomó una decisión rápida. Se concedería una noche más, una noche
para vivir el Festival del Río y disfrutar de la compañía de Jaren, aun
sabiendo que sus días juntos estaban contados.
Una noche y luego partiría hacia Oakhollow, donde al fin haría todo lo
que había decidido al marcharse de Zalindov.
Daba igual lo que sintiera, daba igual que el príncipe heredero se hubiera
abierto paso hasta su corazón: había llegado el momento de derrocar a la
familia Vallentis.
CAPÍTULO DOS
K iva había descubierto, a su llegada dos días antes, que a Vallenia se la
conocía como la Ciudad Fluvial. Poseía muchos canales serpenteantes
que se podían navegar, aunque ninguno era tan impresionante como el gran
río Serin, que se retorcía y enroscaba como una serpiente por toda la capital.
Hacia ese río la conducía Jaren. Fue un paseo sencillo cuesta abajo desde
Silverthorn, hasta que alcanzaron la calle principal, donde la gente ya
empezaba a apiñarse por las aceras que bordeaban el agua. La expectación
caldeaba el ambiente.
Mientras se abrían paso entre las multitudes, Kiva dedujo que Jaren la
llevaba de vuelta al Palacio Fluvial, una proeza de la arquitectura dividida
en dos por el Serin y cuyas partes estaban conectadas gracias a un puente
dorado. Ni siquiera Kiva podía negar lo magnífica que era la residencia real,
con el luminio insertado en los muros exteriores para crear un resplandor
que resultaba deslumbrante.
Hasta el momento, Kiva solo había pisado el palacio oriental, donde Jaren
tenía un ala entera para él solo que incluía habitaciones para invitados, de
las cuales Kiva había recibido una lujosa suite. Los hermanos del príncipe,
Mirryn y Oriel, también residían en el palacio oriental, pero sus padres
vivían en la ribera occidental del río. Kiva aún no había visto al rey o a la
reina, pero, dados sus sentimientos hacia los monarcas, no tenía prisa por
conocerlos.
La multitud se espesó de un modo incómodo a medida que se acercaban
al Palacio Fluvial, con lo que Kiva tuvo una excusa válida para liberar su
mano de la de Jaren. Se negaba a reconocer el sentimiento de pérdida que la
atravesó al interrumpir la conexión, por lo que se concentró en el
despeinado pelo marrón dorado del príncipe mientras este la sacaba de la
calle principal hacia un callejón mugriento, bastante lejos de las puertas
palaciegas vigiladas por guardias. Los edificios ruinosos a ambos lados eran
tan altos que bloqueaban la puesta rápida del sol y proyectaban unas
sombras profundas en su camino.
—¿Esta es la parte en la que me matas y escondes mi cadáver? —
preguntó Kiva con los ojos entornados en la penumbra.
—No seas ridícula —dijo Jaren. Y luego añadió—: Tengo gente que hace
esas cosas por mí.
Kiva agradeció que la oscuridad ocultara su sonrisa.
—Supongo que no quieres ensuciarte tus manos de príncipe.
Jaren resopló.
—Mis manos de príncipe están ocupadas con otras cosas. —La guio
alrededor de un charco y se quedó tan cerca que sus brazos se rozaban al
caminar—. No queda mucho… es justo aquí delante.
—¿El qué?
—Ya te lo he dicho… Queremos tener buenas vistas.
—¿Del río?
—Del palacio —explicó Jaren. Se detuvo junto a una puerta decrépita. El
inútil pomo de latón se desprendió de la madera al girarlo.
—Ni hablar —dijo Kiva llanamente al mirar hacia el interior y ver la
escalera… O, mejor dicho, los listones de madera podrida que se alzaban en
la habitación vacía y ascendían por la esquina hasta perderse de vista.
—¿Dónde está tu sentido de la aventura? —preguntó Jaren, llevándola
por el umbral a rastras.
De no ser por la tenue luz que procedía de algún punto encima de ellos,
Kiva no habría visto nada.
—Ya he tenido suficiente aventura para toda una vida, gracias —dijo
mientras Jaren la conducía hacia la escalera y le daba un leve empujón para
que subiera delante de él.
—Solo son unos pocos escalones —comentó conforme Kiva subía uno,
dos, tres y más—. ¿Ves? Son totalmente seguros.
Nada más pronunciar esas palabras, la madera en la que Kiva acababa de
apoyar su peso se rompió. Se le escapó un gritito de miedo, pero, en vez de
caer de vuelta al suelo, su pie se sostuvo en el aire.
Con la vista fija en el espacio vacío bajo ella, Kiva se giró para mirar a
Jaren, que sacudía la cabeza con un regocijo cariñoso.
—En serio, tienes que aprender a confiar en mí.
Una sensación de ingravidez se apoderó de Kiva hasta que, de repente, se
encontró por encima de los escalones podridos; la magia elemental de Jaren
los llevó flotando hasta la parte superior de la escalera, con lo que sortearon
el peligro.
Kiva aguardó hasta hallarse sobre sus propios pies para hablar.
—Podrías haberlo hecho desde el principio.
—La magia siempre tiene un precio —dijo Jaren, conduciéndola por otra
puerta destartalada que daba a una azotea descubierta—. Solo un tonto
malgastaría poder sin motivo.
—¿Cuánto te cuesta a ti? —preguntó Kiva con curiosidad.
—Depende de cuánta use. Algo así —señaló la escalera a su espalda— no
requiere mucha. Pero las cosas grandes pueden agotarme.
Kiva ladeó la cabeza.
—¿Es como una transferencia de energía?
Jaren asintió y la hizo rodear una chimenea de piedra.
—Así lo entiendo yo. Cuanta más energía tenga, más fuerte es mi magia.
Y viceversa.
—¿Alguna vez la has agotado? La magia, quiero decir.
—En un par de ocasiones, cuando era joven —admitió—. Intento evitar
que pase ahora, ya que me deja con una sensación rara, como si me faltara
algo. Mi magia es… —Se detuvo a pensar—. Es una parte de mí, ¿sabes?
Como un brazo o una pierna. Si uso mucha demasiado rápido, es como si
me cortara una extremidad y tuviera que esperar a que creciera de nuevo.
¿Tiene sentido lo que digo?
Kiva asintió al reconocer las similitudes con su propia magia, el
prohibido poder sanador que corría por sus venas, una señal del linaje
Corentine.
Sin embargo, a diferencia de Jaren, Kiva no coincidía con su tono
melancólico, la alegría y la satisfacción en su voz cuando hablaba de magia.
Por su propia seguridad, tuvo que mantener la suya bien escondida en su
interior. Había llegado a considerarla más como una carga que como un
don, algo que negar a toda costa para no arriesgarse a revelarla. En la última
década, solo la había usado en una ocasión, durante un momento de
auténtica desesperación para salvar a…
—¡K-Kiva! ¡Ya e-e-estás aquí!
Jaren se detuvo en seco y musitó una maldición entre dientes al ver a las
dos personas que tenían delante. La mirada de Kiva se suavizó por el
muchacho pelirrojo que saltaba hacia ellos, pero luego se rio con malicia al
detectar el motivo de la angustia de Jaren: su Escudo Dorado estaba allí
mismo con los brazos cruzados y un ceño de enojo en su rostro oscuro.
Antes de que alguien pudiera decir nada (o gritar, vista la expresión de
Naari), Tipp alcanzó a Kiva y la envolvió en un abrazo rápido. Aunque
breve, ella disfrutó del gesto; recordó con dolor que el muchacho había
estado a punto de morir hacía seis semanas. Si ella no hubiera llegado a
tiempo a la enfermería, si no hubiera podido usar su magia suprimida para
curarlo…
Pero Tipp no había muerto. Estaba sano y salvo, rebosaba tanta vitalidad
como siempre.
Kiva se había preocupado los primeros días tras su experiencia cercana a
la muerte. Cuando al fin despertó, Tipp se sentía desorientado, incluso
atemorizado. Habían hecho falta unas mentiras rápidas para convencerlo de
que se había golpeado la cabeza y que no podía fiarse de nada de lo que
recordase. Cuando Kiva le aseguró que estaba bien, que era libre, Tipp
recuperó su personalidad alegre, listo para comerse el mundo y vivir la vida
al máximo. Ni parpadeó al enterarse de que Jaren era un príncipe, sino que
se emocionó más por las aventuras que les aguardaban al llegar a Vallenia.
—Ven, v-v-ven, ven —dijo el muchacho, tirando de Kiva hacia el borde
del edificio.
Kiva se fijó en la manta del suelo, con una cesta abierta al lado llena de
fruta y pasteles dispuestos de un modo tentador. Pero solo les dedicó un
vistazo porque Tipp se detuvo de repente y la ciudad captó su atención.
—Guau —suspiró. El asombro no solo era por el reluciente Palacio
Fluvial. Muchas casas en Vallenia tenían luminio incrustado en los tejados
pálidos, y toda la ciudad pareció brillar cuando los últimos retazos de sol se
desvanecieron en el horizonte.
—¿Verdad? —dijo Tipp, cambiando el peso de un pie a otro—. N-Naari
ha dicho que es una de las m-mejores vistas de toda la c-capital.
—Y no se equivoca —coincidió Kiva, mirando hacia la guardia, que
mantenía una conversación acalorada con Jaren. El príncipe parecía
reprimir una sonrisa, algo que no ayudaba a calmar el temperamento de
Naari.
—¿Crees que d-deberíamos salvarlo? —susurró Tipp, siguiendo su
mirada—. Naari estaba m-m-muy enfadada cuando se enteró de que s-se
había marchado sin e-ella.
—Sobrevivió a Zalindov —comentó Kiva mientras se sentaba con las
piernas cruzadas en la manta y disfrutaba de las vistas ininterrumpidas—.
Puede sobrevivir a Naari.
—… y si vuelves a marcharte así otra vez, yo misma te encerraré en los
calabozos, ¿me oyes?
El tono furioso de Naari flotó hasta ellos. Kiva hizo una mueca y se
corrigió.
—Posiblemente.
Tipp rio, pero enseguida se metió un pastelito en la boca cuando Naari se
acercó dando pisotones y reordenando sus armas para poder sentarse.
Taladró a Kiva con la mirada.
—Si descubro que has tenido algo que ver con… —amenazó.
Kiva se apresuró a levantar las manos.
—Yo estaba a mi aire antes de que me arrastrara hasta aquí.
—Gracias por la solidaridad —musitó Jaren, dejándose caer a su lado, tan
cerca que Kiva percibió la calidez de su cuerpo. Se planteó alejarse, pero, al
salir esa mañana, no había pensado en agarrar nada de ropa para la noche; la
fina chaqueta apenas combatía el frío vespertino.
Una noche, se recordó. Poco daño haría quedándose allí.
—Al menos hay m-mucha comida —dijo Tipp, tomando unas uvas.
—Qué bien —replicó Jaren con sequedad.
Kiva se dio cuenta entonces de una cosa: Jaren había soltado una
maldición al ver a Naari y a Tipp, como si no los esperase allí. Todo aquello
(las vistas, la manta, la cesta) lo había preparado para ella.
Se giró para encontrarse con un gesto tímido en su semblante. Jaren
encogió los hombros un poco, como si quisiera decir que lo había intentado,
y algo dentro de Kiva se derritió. Pero entonces recordó quién era él y qué
planeaba hacerle (lo que debía hacerle) y apartó los ojos, erigiendo un muro
alrededor de su corazón.
—En el futuro —declaró Naari—, cuando planeéis escabulliros para
pasar un rato a solas, tened el favor de hacerlo dentro del palacio.
Kiva abrió la boca para negar su participación, pero Jaren intervino antes.
—¿Y qué gracia tiene eso? —Le lanzó una manzana a la guardia—.
Come algo, Naari. Te pones de peor humor cuando tienes hambre. —La
mirada que le dirigió la mujer prometía venganza, pero se llevó la fruta a la
boca y la mordió—. Ya falta poco —le dijo a Kiva y le ofreció el plato de
pastelitos—. Come y ponte cómoda.
Mientras mordisqueaba una tartaleta de crema, Kiva se maravilló ante la
novedad de poder comer con libertad. Por primera vez desde niña, tenía
carne en los huesos, por no mencionar las curvas que antes habían sido
inexistentes. Tipp también había florecido desde que dejaron atrás Zalindov
y sus escasas raciones; había llenado su cuerpecito y su piel cubierta de
pecas relucía con un brillo juvenil.
Kiva se preguntó cómo había sobrevivido con tan poco. Pero Zalindov
pertenecía al pasado. Un día, buscaría justicia por los crímenes que había
cometido el alcaide Rooke, el hombre responsable de la muerte de su padre
y de muchas personas más. Pero sabía que ese día debía esperar.
—En cualquier momento —anunció Jaren, justo cuando los últimos rayos
de sol se hundían en el horizonte.
Tipp se arrodilló con ganas mientras Naari seguía masticando la manzana
y recorría el tejado con su atenta mirada ambarina. Kiva entornó los ojos y
los dirigió hacia el atardecer, sin saber qué debía mirar, sobre todo porque la
oscuridad lo cubriría todo enseguida.
—¿Tenemos que…?
Kiva terminó la frase con un jadeo justo cuando un caleidoscopio de color
iluminó la noche, acompañado de una sinfonía orquestal que resonaba en
toda la ciudad. El origen de la música era imposible de localizar, pero los
focos arcoíris salían del puente dorado del palacio hacia el mismo corazón
del río Serin, donde se reflejaban en el agua en una neblina psicodélica.
La multitud aplaudió con tanta intensidad que a Kiva le resonaron los
oídos incluso de lejos. El ruido la transportó de vuelta a Zalindov, al
momento en que se ofreció voluntaria para sufrir la condena de su madre y
el estruendo resultante de los presos reunidos. Le empezaron a sudar las
palmas, pero la multitud de la ciudad estaba de celebración, no la
abucheaba, y el sonido era lo bastante alegre como para aflojar la presión
repentina de su pecho.
—Allá vamos —dijo Jaren a su lado cuando las luces multicolor
empezaron a girar en espiral.
Él no era consciente de la batalla mental que acababa de sortear Kiva,
pero Jaren entendería, más que otra gente, su trauma persistente, sobre todo
porque ella sabía que el joven también sufría: había oído sus pesadillas
inquietas a través de las paredes durante las semanas que pasaron en el
palacio de invierno. Kiva había actuado con indiferencia, sin revelar que
había permanecido despierta hasta que los sonidos de angustia
desaparecieron; nunca le contó que ella también soportaba sus propios
sueños tortuosos.
Tras apartar estos pensamientos de su mente, Kiva se arrodilló junto a
Tipp por si veía el motivo de la declaración de Jaren.
Apenas unos segundos más tarde, un pequeño bote apareció en el centro
de las luces y las franjas multicolor cambiaron de posición para formar un
círculo perfecto alrededor de la embarcación. Una figura solitaria se hallaba
de pie en la popa, vestida de blanco con una capucha sobre el rostro. Por
debajo se entreveía una máscara dorada.
La música se elevó en un crescendo y, con ella, la figura alzó los brazos
bien alto. Las luces se movieron de nuevo, en esa ocasión de un modo más
errático. El río empezó a girar y borbotear hasta que formó un remolino
alrededor de la barca, que permaneció completamente inmóvil en el centro.
Y de repente…
—¡No p-puede ser! —exclamó Tipp cuando del remolino salió un cisne
tres veces más grande que el bote… y hecho por completo de agua. Las
luces arcoíris del puente se centraron en el pájaro para realzarlo justo
cuando se elevó en el aire. Agitó las alas de agua y unas gotas aterrizaron en
el Serin—. ¡M-Mirad! —gritó Tipp, con lo que atrajo la mirada sorprendida
de Kiva hacia la figura de la barca, que giraba las manos al son de la música
y apuntaba hacia el agua de nuevo.
En esa ocasión, lo que apareció fue un grupo de delfines, todos igual de
engrandecidos. Muchas luces los enfocaron mientras saltaban por la
superficie del río, se hundían y emergían de nuevo para brincar bien alto en
una serie de acrobacias aéreas.
Cuando la figura del bote apuntó de nuevo el agua con la mano, toda una
sección del Serin se puso a burbujear. De ahí salieron unas largas líneas
rectas hacia el aire y de los extremos brotaron unos girasoles perfectos,
resaltados por las luces amarillas del puente. Y entonces, mientras Kiva
observaba, los girasoles se separaron cuando una manada de caballos los
atravesó al galope. Con las crines al viento, alzaban agua a su paso.
—¿Qué es todo esto? —jadeó Kiva.
—El Festival del Río celebra la vida —respondió Jaren a medida que un
roble enorme surgía del remolino y se elevaba hacia el cielo. Unos pájaros
iridiscentes aparecieron y echaron el vuelo desde las ramas para unirse al
cisne que aún daba vueltas sobre el río mientras el agua goteaba de vuelta a
la superficie—. Hace siglos, servía como recordatorio de que nuestras vidas
son estacionales y de que las personas que habían sobrevivido al invierno
podían relajarse y disfrutar de los placeres de la primavera. Pero en la
actualidad solo es una excusa para montar una fiesta. —El volumen de la
orquesta se incrementó y Jaren alzó la voz para continuar—: Celebramos
cuatro festivales así en todo el año: el Festival del Río es en primavera, el
Carnaval de las Flores en verano, el Ritual de las Ascuas en otoño y los
Vientos de Cristal en invierno. Cada uno se centra en un poder elemental
distinto (agua para primavera, tierra para verano, fuego para otoño y viento
para invierno). Recuerdan al pueblo la magia que poseemos y la protección
que les ofrecemos.
Kiva observó la figura con ojos entornados.
—Esa de ahí es la reina, ¿verdad?
Tenía que serlo, ya que el rey formaba parte de la familia Vallentis por
matrimonio y carecía de poderes, la princesa Mirryn era una elemental de
aire con una ligera afinidad por el fuego y el joven príncipe Oriel era adepto
sobre todo a la magia de tierra. Solo Jaren era capaz de manejar los cuatro
elementos (razón por la que lo habían nombrado heredero, a pesar de que
Mirryn era la primogénita), pero el resto del mundo solo sabía que era un
poderoso elemental de fuego, con cierto control del aire. El pueblo creía que
era heredero al trono por la fuerza de su magia, aunque muy pocas personas
sabían de qué era capaz… Y Kiva era una de ellas.
—Sí, esa es mi madre —confirmó Jaren.
Nada en su voz reveló lo que sentía hacia la mujer que lo había
maltratado de forma reiterada durante muchos años. El público en general
no conocía su adicción al polvo de ángel.
—Posee mucho poder —observó Kiva con cuidado.
Antes de que Jaren pudiera responder, una serpiente colosal se formó a
partir del Serin y se tragó el roble de un bocado. Acto seguido, se deslizó
hacia el campo de girasoles para devorarlos también. Luego se alzó como
un áspid y los pájaros desaparecieron entre sus fauces acuosas, seguidos de
los delfines acrobáticos y los caballos encabritados. Al cabo de unos
segundos solo quedó la serpiente; daba vueltas al bote tras sustituir al
remolino, que se había ido disolviendo hasta serenar las aguas.
—Aunque no lo parezca, este tipo de trucos no requieren mucho esfuerzo
—explicó Jaren—. Se sentirá un poco cansada después, pero nada más. —
Señaló el agua—. Ya casi ha acabado… Esta parte os gustará.
Resultaba difícil no formular más preguntas, pero Kiva se concentró de
nuevo en la serpiente que se elevaba bien alto sobre el río, como un dragón
sin alas que atravesara el cielo volando. A medida que la orquesta alcanzaba
el clímax, la reina Ariana dio una palmada y la serpiente estalló para
convertirse en millones de gotas de agua suspendidas en el aire como
diamantes relucientes.
—Oh.
Kiva solo pudo suspirar cuando el Palacio Fluvial cobró vida. El luminio
brillaba con tanta intensidad que tuvo que alzar una mano para protegerse
los ojos.
Como si fuera una especie de señal, la multitud bramó con más fuerza
que antes. Los más cercanos al agua encendieron faroles en forma de flor de
loto y los colocaron en la superficie; primero fueron decenas y luego
centenares, hasta que hubo miles de faroles flotando sobre el río.
—Es m-mejor de lo que había imaginado —susurró Tipp lleno de
asombro.
El muchacho no se equivocaba… La combinación de gotas arcoíris y
faroles flotando, todos iluminados por el palacio brillante, era con facilidad
la cosa más bonita que Kiva hubiera visto en su vida.
Y entonces llegaron los fuegos artificiales.
Tipp profirió un grito cuando estallaron sobre el palacio y Kiva se
sobresaltó por la fuerza del primer petardo. La música ahogaba un poco el
ruido, la orquesta aún tocaba mientras la multitud bramaba de alegría.
—¿Has dicho que esto dura todo el fin de semana? —Kiva casi tuvo que
gritarle a Jaren para que la oyera por encima del estruendo.
—Los dos próximos días serán más tranquilos —dijo, casi a voz de grito
también—. Serán más sobre arte, cultura y comunidad, y no tanto sobre el
dramatismo.
Kiva pensó que dramatismo lo resumía bastante bien. Aquello había sido
un espectáculo desde el momento en que el bote apareció en el agua. Un
bote que ya se había esfumado. La reina había regresado al palacio, dejando
que su pueblo disfrutase de la celebración.
La chica se acomodó para observar el despliegue pirotécnico, soltando
algún que otro ooh y aah con Tipp. Las gotas de agua solo regresaron al
Serin cuando se disolvió la última ascua y el palacio fue atenuándose hasta
recuperar la normalidad. Los faroles de flor de loto, sin embargo, siguieron
iluminando el agua y, aunque la orquesta se había acallado con el final de
los fuegos artificiales, los músicos callejeros empezaron a tocar canciones
animadas para continuar con la fiesta ahora que la celebración oficial había
concluido.
—Deberíamos irnos —declaró Naari. Se puso de pie y se sacudió las
migas de pastel de la armadura de cuero, un atuendo casi idéntico al que
había lucido en Zalindov—. Quiero estar de vuelta en palacio antes de que
las cosas se alboroten demasiado ahí abajo. Prefiero no tener que explicar al
rey y a la reina por qué su hijo y sus amigos acabaron enzarzados en una
pelea callejera entre borrachos.
—¡Yo quiero v-ver una p-pelea callejera! —dijo Tipp, levantándose junto
a la guardia.
Naari le envolvió el cuello con un brazo.
—En otra ocasión, chico.
Tipp se entristeció, pero enseguida se animó de nuevo.
—Ori se va a p-poner muy celoso. Qué g-ganas tengo de volver y
contarle lo que he-hemos visto aquí fuera.
—¿Dónde está Oriel? —preguntó Kiva.
El alegre joven príncipe y Tipp se habían convertido en uña y carne desde
que se conocieran hacía dos días. Donde iba uno, el otro lo seguía, al menos
hasta esa noche.
—En general, la familia real suele ver la inauguración de cada festival
estacional desde el interior del palacio —explicó Naari. Miró a Jaren y
resaltó—: Juntos.
La mirada de Kiva también se posó en él.
—Te has escabullido de verdad, ¿no?
Tras seis semanas viviendo y viajando con la altiva princesa Mirryn y el
ligón del príncipe Caldon, Kiva no podía culparlo.
—No es la primera vez ni será la última —declaró Jaren, sonriendo sin un
ápice de arrepentimiento—. ¿Cómo crees que encontré este sitio? Llevo
años viniendo aquí.
Naari gruñó en voz baja antes de intervenir.
—Recogedlo todo. Nos vamos.
Dado que el espectáculo de luces había terminado, nadie rebatió la orden
tensa de la guardia. Tipp ayudó a llenar la cesta con las sobras de comida y
se metió puñados de galletas y queso en la boca, como si temiera no volver
a comer jamás. Kiva entendía ese sentimiento de desesperación y se
preguntó cuánto tardaría en desaparecer… en ellos dos.
Un soplo de viento azotó el tejado y la hizo temblar y frotarse los brazos.
Al ver su reacción, Jaren se quitó la chaqueta y se la colocó sobre los
hombros. La calidez la envolvió enseguida cuando metió los brazos en las
mangas; el aroma reconfortante a tierra fresca, sal marina, rocío y humo le
cosquilleó en la nariz. Tierra, viento, agua y fuego… Un olor único de
Jaren.
—Gracias —susurró e ignoró con firmeza cómo la camisa de Jaren se
tensaba de un modo tentador sobre sus músculos.
—Lo que sea por ti —respondió el joven. Le guiñó un ojo cuando se
agachó para recoger las últimas cosas. El movimiento solo acentuó su físico
bajo la luz de la luna. Su cuerpo era tan perfecto que…
—Ejem —carraspeó Naari. Su rostro severo lucía una sonrisa en los ojos.
Kiva deseó que el calor desapareciera de sus mejillas. Plegó la manta del
pícnic en un cuadrado y se la entregó a Jaren, que ya había reclamado la
pesada cesta al entusiasta de Tipp.
—Listos —le dijo a Naari.
La guardia no parpadeó al ver que el príncipe heredero cargaba con sus
posesiones como una mula. Llevaba años viéndolo actuar de una manera
muy por debajo de su posición. La cicatriz en forma de zeta en su mano era
prueba de ello: prueba del servicio para su pueblo, de a qué extremo estaba
dispuesto a llegar para mantenerlo a salvo.
La culpa burbujeaba en el estómago de Kiva, pero la ignoró y siguió a
Naari por el tejado; pasaron de largo la puerta decrépita hasta una escalera
que conducía directamente a la calle. Kiva le dirigió una mirada a Jaren,
preguntándose por qué no la había traído por esa entrada, mucho más
estable, pero él tuvo cuidado de no mirarla.
En serio, tienes que aprender a confiar en mí, le había dicho antes.
Kiva casi resopló al darse cuenta de que su intención había sido
recordarle que, con él, estaba a salvo… siempre.
Como si no lo supiera.
—Venga, seguid —les instó Naari, con lo que interrumpió los
pensamientos traicioneros de Kiva. Bajaron las escaleras deprisa. Cierta
sensación de peligro impregnaba el aire, casi como si los vigilasen, pero la
preocupación de Kiva disminuyó un poco cuando se acercaron a la calle
principal. Las luces y los sonidos del festival aumentaban con cada paso
que daban hacia el río.
Naari maldijo cuando al fin salieron del callejón lateral y se encontraron
con gente apelotonada que bailaba, reía y cantaba al son de la música. Tanto
jolgorio… y todo bloqueaba el camino hasta las puertas del palacio.
—Esto no me gusta —dijo la guardia con los labios fruncidos.
Kiva casi no la oyó por encima del estruendo de la fiesta callejera.
—Estarán así hasta el amanecer —señaló Jaren, lo que no mejoró el
ánimo de Naari—. Aunque si quieres dejarnos aquí toda la noche…
Cerró la boca enseguida por la mirada que le dirigió la guardia.
—Abriré paso. Vosotros quedaos directamente detrás de mí —ordenó
Naari con una mano tensa rodeando la empuñadura de la espada, como si
pretendiera atravesar a quien se interpusiera en su camino—. Nada de
pararse ni de mirar. Directos a las puertas.
Aguardó hasta captar la atención de Tipp, ya que el muchacho observaba
el caos con ojos anhelantes. Cuando al fin se dio cuenta de lo que ella
quería, accedió a regañadientes.
Al entrar en la masa de gente, Naari fue engullida en un instante, pero
Kiva le propinó a Tipp un buen empujón para mantenerlo cerca de la
guardia. Jaren la empujó a ella con suavidad para quedarse en la
retaguardia, algo que no le gustaría ni un ápice a Naari, pero Jaren había
tenido razón antes: al pueblo le daba igual que el príncipe heredero
estuviera inmerso en ese fragor. Para los fiesteros, solo eran cuatro
ciudadanos intentando abrirse paso.
A mitad de camino del palacio, la música cambió y un grito enérgico se
alzó a su alrededor. Primero pisotones y luego saltos de cuerpos sudorosos
sacudieron la tierra. Kiva no oía nada por encima de los gritos de júbilo y
apenas podía distinguir la silueta de Naari, casi engullida por la creciente
muchedumbre. En algún punto indeterminado, Jaren había abandonado la
cesta y la manta para tener las dos manos libres, agarrarse a Kiva y
mantener el camino despejado, como ella intentaba hacer con Tipp.
Otro grito poderoso resonó en la multitud y los saltos se incrementaron.
Muchos cuerpos se estamparon contra ellos desde todos los ángulos. La
claustrofobia se apoderó de Kiva cuando un juerguista perdido la empujó
con fuerza a un lado y arrancó sus dedos de Tipp. Tropezó con violencia y
solo consiguió mantenerse erguida por el firme agarre de Jaren. Aun así, los
dos cayeron sobre un grupo de personas, tan enzarzadas en la fiesta que les
dio igual.
Un vistazo rápido a su alrededor bastó para que Kiva se diera cuenta de
que aún veía a Naari… pero no a Tipp.
Olvidó enseguida la claustrofobia y gritó su nombre por encima de la
música. Jaren la imitó a su lado. Avanzaron juntos, su apremio en auge
cuando vieron que el muchacho estaba en el suelo y le costaba levantarse.
—¡Lo van a pisar! —gritó Kiva con el corazón en la garganta.
Aún no había terminado de pronunciar esas palabras cuando Jaren pasó a
su lado y empujó a la multitud asfixiante hasta alcanzar a Tipp al mismo
tiempo que Naari. Los dos auparon al chico hasta ponerlo de pie.
Alguien tropezó con Kiva por la espalda; una mano se agarró a su brazo y
le impidió reunirse con sus amigos. Intentó liberarse, pero el agarre se
endureció y tiró de ella hacia atrás. El espacio a su alrededor estaba tan
abarrotado que no pudo girarse para ver quién la sujetaba. Su pánico se
intensificó. Veía a duras penas cómo Jaren y Naari comprobaban si Tipp
estaba herido y sintió un alivio momentáneo al ver que parecía ileso,
aunque la mano que la apresaba le dio otro tirón despiadado y la atrapó
contra un cuerpo duro. Volvió a resistirse, pero, antes de poder proferir un
grito siquiera, le taparon la cara con una tela y captó un olor intenso a
huiloc y tamarindo que le humedeció los ojos. Sabía que una inhalación
profunda la dejaría inconsciente, así que contuvo la respiración y peleó con
más fuerza, ansiando que Jaren o Naari se giraran hacia ella.
Una imprecación masculina salió de su captor cuando se dio cuenta de
que Kiva no cedería con facilidad y le quitó la tela. Kiva sintió un rayo de
esperanza, por si había decidido que no valía la pena atraparla. Sin
embargo, antes de darse cuenta, un ramalazo de dolor le hizo ver las
estrellas y se derrumbó en los brazos del hombre, fuera de combate.
CAPÍTULO TRES
—… N o—¿Estás
me ha dejado otra opción.
loco? ¿Has visto el moratón que tiene en la cara?
El general te enterrará vivo.
Hubo un sonido de pies arrastrándose, seguido de un susurro.
—La comandante ha dicho que hiciéramos lo necesario para atraparla
sola.
Una carcajada tensa.
—Buena suerte con esa excusa.
Poco a poco, Kiva abrió los ojos y reprimió un quejido al notar los latidos
continuos en la sien. Intentó moverse, aunque descubrió que la habían atado
a una silla de madera en medio de una habitación mugrienta; las cuerdas le
rozaban las muñecas y los tobillos y tenía una mordaza en la boca. Una
única puerta en un rincón se abría a un pasillo iluminado para revelar las
sombras que proyectaban dos guardias de pie, pero no a la vista: los
propietarios de las voces veladas que la habían despertado.
Kiva comprobó con cuidado sus ataduras, aunque solo consiguió clavarse
más la cuerda en la piel y se ganó unas cuantas astillas de la silla en el
proceso. No escaparía pronto. No sin ayuda.
No llevaba en Vallenia ni dos días. No era tiempo suficiente para ganarse
enemigos, y menos unos tan poderosos para que las órdenes procedieran de
una «comandante». Pero… si alguien la había visto con Jaren… Era el
heredero del reino más rico de Wenderall, con innumerables enemigos
procedentes de todos los territorios del continente. Si una corte real quisiera
hacerle daño, una forma segura de conseguirlo sería atacar a la gente
cercana a él.
Kiva tragó saliva antes de recordar que Jaren y Naari la encontrarían.
Llevarían a Tipp al palacio y luego destrozarían la ciudad para comprobar
que ella estaba bien. Solo tenía que ganar tiempo para ellos. Y para ella.
Unos pasos resonaron en el pasillo y la impelieron a quedarse quieta.
Dirigió la mirada a toda prisa hacia la puerta abierta.
—¿La tenéis? —dijo una voz de mujer. Uno de los guardias respondió tan
por lo bajo que Kiva no lo oyó, pero fue una contestación demasiado larga
para tratarse de un sí o un no—. Tienes razón, no estará contento —
murmuró la mujer y suspiró—. Viene de camino. Yo me encargaré de él
cuando llegue.
Un millar de preguntas inundó la mente de Kiva, pero cada una de ellas la
abandonó al ver a la joven que cruzó con seguridad la puerta abierta.
—Uurreeega —jadeó Kiva. La mordaza volvió la palabra, el nombre,
ininteligible.
Pero no cabía duda de quién era.
No cabía duda de que Zuleeka Meridan, Zuleeka Corentine, acababa de
entrar en la habitación.
Con el cabello oscuro trenzado sobre un hombro, ojos de oro líquido
mezclado con miel (los ojos de su padre) y piel pálida como la luna, tenía
casi el mismo aspecto que hacía diez años, cuando Kiva la había visto por
última vez. Sin embargo, Zuleeka ya no era una niña inocente e ingenua de
once años. Ahora poseía cierta dureza, cierta firmeza en sus facciones
angulares, mientras apoyaba las manos en las armas que llevaba atadas a la
cintura envuelta en cuero. Su postura era tanto desenfadada como
amenazadora; esto último se volvió más evidente cuando una sonrisa lenta y
peligrosa apareció en su rostro de halcón.
—Hola, hermana.
Lo único que Kiva pudo hacer fue mirarla, pues no sabía cómo responder
ni aunque pudiera hablar con la mordaza.
Zuleeka se acercó y le quitó la tela de la boca.
—Me han dicho que le has causado problemas a Borin —se quejó—.
Solo hacía su trabajo. Te hemos vigilado desde que llegaste hace dos días,
pero le pusiste difícil lo de agarrarte.
—Podría haberlo pedido con amabilidad —replicó Kiva con gran
emoción.
Una carcajada como un ladrido salió de Zuleeka, aunque a Kiva nada de
aquello le parecía gracioso.
Esperó un segundo, pero su hermana no comentó nada más.
—¿No vas a desatarme? —preguntó.
—Enseguida —replicó Zuleeka, tamborileando los dedos contra el muslo
—. Antes quiero hacerte unas preguntas. —Hubo una pausa calculada—.
He oído que te has hecho amiga de gente poderosa.
La sangre de Kiva se tornó de hielo.
Diez años.
Diez años encerrada en una maldita prisión letal. Sus padres habían
muerto allí y la misma Kiva había pasado por un infierno para sobrevivir el
tiempo suficiente con tal de escapar. Pero, en vez de mostrar cualquier
indicio de que se alegraba de verla, ¿Zuleeka quería interrogarla?
Kiva respiró hondo y se obligó a considerar cómo habría actuado ella de
ser su hermana. Se dio cuenta de que quizá también iría con cuidado de
poner a prueba sus lealtades. Aun así, no pudo evitar sentir una punzada de
decepción.
—Tenemos espías por todas partes, ¿lo sabías? —dijo Zuleeka en un tono
casual al ver que Kiva guardaba silencio—. Te han estado vigilando desde
que te marchaste de Zalindov, han seguido tus pasos hasta aquí. Tu nota
llegó unas semanas antes que tú. «Voy camino a Vallenia. Es hora de
reclamar nuestro reino». Eso lo escribiste tú misma, plasmaste el ansia por
recuperar lo que nos pertenece por derecho con tu propia sangre.
En eso se equivocaba; no había escrito la nota con su sangre. Y no era lo
único que había escrito.
Madre ha muerto.
Zuleeka no había mencionado la primera línea de su carta. ¿Acaso sus
espías (sus espías rebeldes) ya le habían contado los detalles de la muerte de
Tilda o simplemente no quería saberlo?
—Parece que has estado ocupada, hermanita —prosiguió Zuleeka,
ladeando la cabeza—. Has sobrevivido a los letales juicios por ordalía, has
escapado de la inescapable cárcel de Zalindov y, de algún modo, has
intimado lo suficiente con el príncipe heredero que hasta te ha invitado a
vivir con él y su preciada familia en el Palacio Fluvial. —Sonrió con
malicia—. Bueno, esa sí que es una jugada audaz. Te felicito por tu
estrategia. Y por tus dotes de interpretación.
Con cada palabra que salía de la boca de Zuleeka, una sensación de ardor
crecía dentro de Kiva. La aplastó y no quiso considerar sus orígenes.
—A menos que… —añadió su hermana, arrastrando las palabras—. No
todo fuera una actuación. —Kiva se tensó en la silla y le sostuvo la mirada
—. He oído que el príncipe Deverick es muy guapo. —Le dio un golpecito
a la manga de Kiva; una constatación silenciosa sobre a quién pertenecía la
chaqueta—. Pero tú no lo llamas así, ¿verdad? Sus seres queridos usan su
segundo nombre. Jaren, ¿no?
—¿De qué me estás acusando exactamente? —preguntó Kiva con acritud.
Zuleeka se llevó una mano al pecho en un gesto de falsa inocencia.
—De nada, hermanita. Solo intento evaluar tus prioridades.
—Mis prioridades siguen siendo las mismas de siempre —declaró Kiva
con firmeza—. Lo primero siempre es mi familia.
Después de todo por lo que había pasado, no entendía cómo podía
cuestionar aquello.
—«Es hora de reclamar nuestro reino». —Zuleeka citó de nuevo la nota
de Kiva. Su gesto se tornó astuto, incluso cruel, mientras hablaba—.
Perdóname, pero no puedo evitar preguntarme cómo planeas hacer eso
mientras te revuelcas en las sábanas del príncipe.
El ardor en el pecho de Kiva subió hasta sus mejillas, aunque no por
vergüenza.
—No sé de dónde has sacado ese dato —replicó Kiva con frialdad—,
pero deberías hablar con tus espías para que te digan la verdad.
Zuleeka alzó las cejas.
—¿Niegas que…?
—No niego nada —dijo Kiva, hirviendo de rabia—, porque no debería
tener que hacerlo. Soy tu hermana. Eso debería bastarte para confiar en mí.
—No confío en nadie —alegó Zuleeka—. Y menos en una persona que
podría llevar una década muerta.
Kiva apartó la cara como si le hubieran propinado una bofetada; su
reacción fue tan violenta que el semblante de Zuleeka se suavizó por
primera vez desde su entrada. Abrió la boca, como si fuera a disculparse,
pero la interrumpió el sonido de unos pasos fuertes y rápidos y una voz
masculina que preguntaba:
—¿Dónde está?
Un guardia respondió con un tartamudeo y, unos segundos más tarde, un
joven irrumpió por la puerta y se detuvo en seco cuando sus ojos se posaron
en Kiva.
Ojos de color esmeralda… Como los suyos.
Y como los de su difunta madre.
—Kiva —jadeó su hermano Torell. Pronunció su nombre como una
plegaria.
—Hola, Tor —dijo Kiva con la garganta constreñida.
Él dio otro paso adelante, sin apartar los ojos de su hermana, pero
entonces los entrecerró al fijarse en la mordaza, las cuerdas y lo que ella
presentía que sería un moratón muy feo en la sien izquierda.
—Pero ¿qué demonios? —gruñó Torell, taladrando a Zuleeka con una
mirada que dejó a Kiva con las rodillas temblorosas.
—Tranquilízate, hermano. Kiva y yo solo nos estábamos poniendo al día.
El semblante de Tor se oscureció aún más y apretó la mandíbula como si
así pudiera contener las palabras. Sacó una daga, se arrodilló delante de
Kiva y empezó a cortar las ataduras. Una vez libre, Tor se levantó y la
ayudó a ponerse de pie, directa a sus brazos.
—Kiva —jadeó de nuevo. El abrazo le quitó el aire de los pulmones, pero
la chica no se quejó y lo abrazó con la misma fiereza y lágrimas en los ojos.
Eso era lo que se había imaginado. El reencuentro que había deseado.
Como su hermano mayor, Torell tenía casi diez años la última vez que lo
había visto; por aquel entonces era un niño flacucho con las rodillas siempre
raspadas. No quedaba nada de ese niño en el joven que ahora se cernía
sobre ella. Un rico bronceado complementaba su cabello negro y los ojos
penetrantes, y su cuerpo duro indicaba años de cuidada disciplina. Vestido
de negro y con suficientes armas para poner verde de envidia a Naari, todo
en Tor gritaba que era un luchador, un guerrero. Eso le bastó a Kiva para
saber que él, al igual que Zuleeka, había cambiado mucho en los últimos
diez años.
—Dioses, Kiva, no sabes cuánto te he echado de menos —dijo Tor. Usó
una mano para limpiarle las lágrimas que le caían por la barbilla a su
hermana y examinó el moratón de su sien. Sus rasgos atractivos se
endurecieron cuando, con un tono letal, preguntó—: ¿Quién ha sido?
—Es solo un pequeño chichón —refunfuñó Zuleeka con desdén antes de
que Kiva pudiera responder—. Hubo algún que otro problema al separarla
de sus amigos, y como había tanta gente en el festival, la cosa se desmadró.
Pero mírala… Está bien.
Por mucho que Kiva quería ver cómo regañaban al bruto de Borin, sintió
que lo más importante era calmar a su hermano, así que colocó una mano
sobre la que él había apoyado en el lado ileso de su cara.
—No te preocupes —dijo—, los he sufrido peores.
Fue un error, ya que los ojos color esmeralda de su hermano se llenaron
de sombras al darse cuenta de por qué (y dónde) había sentido tanto dolor.
Torell tragó saliva y la rabia lo abandonó.
—Casi te saqué de allí —susurró con dureza.
—¿Cómo? —preguntó confusa Kiva al percibir su angustia.
—Estuvimos tan cerca… —prosiguió él, con la mirada perdida y la mente
a miles de kilómetros de distancia—. Llevaba a mis mejores guerreros,
todos estábamos listos para hacer lo que hiciera falta con tal de sacaros a ti
y a madre. —Kiva inhaló con fuerza y lo entendió todo de repente—. Nos
habíamos escondido en las montañas para provocar al alcaide y sus
guardias. Fingimos un intento de rescate para que redoblara los centinelas.
Fue una distracción, algo para mantenerlo ocupado y que no adivinase
nuestras intenciones.
Kiva lo recordaba… Había estado paseando por el comedor la noche
previa a la segunda ordalía y había oído hablar a un grupo de prisioneros
sobre el fallido intento de rescate de los rebeldes. Pero… si Tor decía que
no habían fracasado, que solo había sido una artimaña…
—Todo estaba listo —dijo en un tono vacío—. Estábamos preparados
para atacar y entonces…
—Entonces les ordené que se retirasen —lo interrumpió Zuleeka. Miró a
Kiva con recelo, como si tomase una decisión y, tras asentir, habló con
mucha más sinceridad que antes—. Como general de las fuerzas rebeldes,
Tor tiene el mismo nivel de autoridad que yo, pero como madre me designó
comandante temporal antes de marcharse a Zalindov, no es bueno que nos
vean peleándonos. No le dejé otra opción que retirarse, aunque no le
gustase.
Dada la mirada de tormento en el rostro de Tor, aquello no hacía justicia a
sus sentimientos.
—¿Has dicho que madre se marchó a Zalindov? —La palabra sabía rara
en la lengua de Kiva, la implicación de que Tilda había elegido por
voluntad propia el encierro—. ¿No la… no la capturaron en Mirraven?
Antes de que alguien pudiera responder, sonaron unos golpes en el techo
sobre sus cabezas que provocaron una lluvia de polvo y yeso.
—Nos estamos quedando sin tiempo —dijo Zuleeka, quitándose unos
trozos blancos de la ropa de cuero—. Parece que tus amigos rastrean mejor
de lo que pensaba.
Kiva ignoró la malicia de su tono… igual que ignoró los sentimientos que
le provocó saber que Jaren y Naari estaban de camino. Ellos no habían
esperado diez años para rescatarla.
—Tenéis que responderme —dijo con un ligero temblor en la voz—.
Tengo que saber…
—Hay mucho que debes saber —replicó Zuleeka y, aunque el tono era
burlón, su semblante estaba serio—. Pero te toca esperar.
Tor suspiró y abrazó a Kiva con cariño por los hombros.
—Zulee tiene razón. Me he enterado de los amigos que tienes ahora…
Debemos portarnos bien e irnos antes de que lleguen. —Kiva se preparó
para recibir más de las acusaciones que Zuleeka le había soltado antes, pero
Torell solo sonrió y añadió—: ¿Hacerse amiga del príncipe heredero y de su
Escudo Dorado? Muy astuto. No se me ocurre una forma mejor de
conseguir información privilegiada.
Aunque era un elogio, había algo en los ojos de Tor que Kiva no supo
identificar. No la juzgaba ni sospechaba de ella ni nada que se pareciera a
cómo Zuleeka la había contemplado antes. Pero algo en aquella mirada la
conmovió; era casi como si se mirase en un espejo. Antes de que pudiera
reflexionar más sobre ello, Torell parpadeó y el brillo desapareció.
Tres golpes más sonaron sobre sus cabezas, seguidos de otro un instante
después.
—Hora de marcharnos —declaró Zuleeka antes de señalar a Kiva con un
dedo—. Vuelve a la silla.
La chica miró la silla y luego a su hermana.
—¿Perdona?
Zuleeka recogió las cuerdas que Torell había cortado y silbó por lo bajo.
Uno de los hombres que vigilaba la puerta entró en la habitación y se las
llevó, para acto seguido entregarle unas nuevas y marcharse de nuevo.
—Vuelve a la silla —repitió Zuleeka—. Te han secuestrado, ¿recuerdas?
Tienes un papel que representar, así que ponte el sombrero de actriz.
—Pero… —Kiva no sabía qué decir. Había planeado viajar a Oakhollow
el día siguiente para buscar a sus hermanos, aunque ya no era necesario.
Zuleeka y Torell se hallaban delante de ella, los tres se habían reunido al
fin. Tenía muchas preguntas que hacerles, había muchas cosas que discutir,
y por eso, con la voz ronca y llena de desconcierto, preguntó—: ¿No voy
con vosotros?
Zuleeka resopló.
—No puedes espiar a tu príncipe desde el campamento rebelde. —Kiva
se quedó de piedra. Zuleeka alzó las cejas oscuras—. No me digas que te
sorprende. Ya tenemos a gente dentro del palacio, pero a Deverick…
perdón, a Jaren le cuesta confiar más en la gente que a mí. Hay cosas que
no comparte ni siquiera con el consejo real, con su familia, o eso dicen mis
fuentes. Pero a ti te escucha. Tú puedes llegar hasta él de un modo que no
puede nadie más, descubrir cosas sobre él, sobre sus planes, sobre sus
puntos débiles. Tú puedes descubrir sus secretos. —Hizo una pausa antes de
concluir—. Y luego podemos usarlos en su contra.
Kiva no dijo nada y controló su semblante. Jaren sí que confiaba en
ella… y por eso Kiva ya conocía algunos de sus mayores secretos. Sin
embargo, por algún motivo, no reveló nada. No era el momento, se dijo,
casi hasta convenciéndose.
—Odio decir esto, pero coincido con Zulee —dijo Torell—. Por ahora,
debes quedarte aquí. Es lo más seguro, porque creerán que te retuvieron en
contra de tu voluntad.
Su mirada se centró en el moratón de su cara y luego viajó hasta la piel
irritada y rota de sus muñecas. Torell apretó los labios al darse cuenta de
que Kiva no necesitaría mentir para que le creyeran.
A diferencia de Zuleeka, Tor no dijo nada más sobre espiar ni insinuó que
solo era tan útil como la información que consiguiese, sino que la envolvió
en otro abrazo rápido.
—Nos veremos pronto. Te lo prometo —susurró. Dio un paso atrás y de
la capa sacó algo que parecía una máscara plateada. Kiva no logró verla
bien antes de que Tor se diera la vuelta y dijera—: Me aseguraré de que la
salida está despejada. Tú acaba por aquí, con amabilidad, y reúnete
conmigo en el callejón. Prepárate para correr.
Zuleeka le dirigió un asentimiento corto con la cabeza y Torell se marchó
tras mirar por última vez a Kiva. Sin palabras, le aseguró que mantendría su
promesa.
—Siéntate —ordenó Zuleeka, y esa vez Kiva obedeció.
Con gestos rápidos, Zuleeka la ató con las cuerdas nuevas y le puso la
mordaza para taparle de nuevo la boca.
Más golpes sonaron sobre ellas, con tanta premura que hasta Kiva
comprendió que su hermana se arriesgaría a que la descubrieran si se
quedaba más tiempo.
—Tor no lo sabe, pero he ordenado que un puñado de nuestra gente se
quede aquí, lo justo para que opongan una resistencia creíble —comentó su
hermana. Ladeó la cabeza y concluyó—: Siento todo esto. Me dijo que
fuera amable, pero esta parte también tiene que ser creíble.
Kiva entornó los ojos con desconcierto, pero entonces los abrió alarmada
cuando su hermana desenvainó una daga y, sin previo aviso, estampó la
empuñadura contra su sien herida. El dolor estalló de nuevo… y Kiva
sucumbió una vez más a la oscuridad.
CAPÍTULO CUATRO
A cero chocando con acero y golpes fuertes en el pasillo alcanzaron los
oídos de Kiva conforme recuperaba la consciencia. Musitó un gemido
quedo; el regalo de despedida de su hermana era como una daga clavada en
el cerebro.
Las náuseas le revolvieron el estómago a medida que la lúgubre
habitación daba vueltas a su alrededor. La sensación solo amainó un poco
cuando oyó otro golpe detrás de la puerta, y justo en ese momento una
silueta entró a toda prisa.
—Dioses, bombón, estás hecha un desastre. —El alivio y la decepción
inundaron a Kiva al ver al príncipe Caldon, el primo de Jaren, delante de
ella—. Lo sé, lo sé. —El hombre se adelantó enseguida. Sus amplios
hombros proyectaban sus propias sombras—. Te alegras un montón de
verme. Estás entusiasmada. No hay nadie que prefirieras ver antes que a mí.
Me duele decir esto, cielito, pero tienes que contener tu emoción. Resulta
vergonzosa.
Kiva gruñó cuando le cortó todas las cuerdas y le quitó al fin la mordaza.
Sin poder ofrecer ni el más mínimo aviso, se inclinó por el borde de la
silla… y vomitó en toda la alfombra mohosa.
Caldon maldijo y se apartó de un salto para situarse a su lado y sujetarle
el pelo.
—En general, la gente tiene una reacción distinta al verme. Intentaré no
ofenderme.
—Lo siento —se disculpó Kiva débilmente mientras se limpiaba la boca
y se apretaba la cabeza con una mano. Notaba la piel caliente y palpitante.
—No es culpa tuya —dijo Caldon, situándose delante de ella—. Menudo
morado tienes. Pero no te preocupes, resalta esos ojos tan bonitos.
Kiva se quejó por segunda vez.
—Deja de flirtear conmigo o volveré a vomitar. —Caldon alzó los brazos
en gesto de derrota y la visión de Kiva al fin se enfocó lo suficiente para
distinguir la sangre que le cubría el cuerpo—. ¿Estás herido? —preguntó,
examinándolo de cerca.
Caldon resopló con socarronería.
—Hace falta algo más que unos pocos rebeldes torpes para hacerme daño
de verdad. —Un sonido lejano le hizo ladear la cabeza y escuchar con
atención antes de añadir—: Pero vienen más de camino y, como eres una
damisela en más apuros de los habituales, tenemos que irnos.
Kiva sentía demasiado dolor para rebatir el comentario sobre la damisela.
Caldon la ayudó a levantarse con cuidado y la estabilizó hasta que pudo
sostenerse por sí misma.
—¿Todo bien, cielito? —preguntó, y usó de nuevo el mote que se le había
ocurrido durante las semanas en el palacio de invierno, una burla sobre su
personalidad tan poco angelical.
—Bastante.
Ya hacía tiempo que había dejado de pedirle que la llamara por su
nombre, sobre todo cuando él le respondió que, si no le gustaba cielito,
siempre podía llamarla delincuente. Había disfrutado mucho en lanzarle una
almohada a su rostro sonriente.
Cuando Caldon reveló el motivo de su otro mote, bombón, le habría
gustado lanzarle algo más contundente.
—Me gustaría decirte que vayamos despacio, pero procuro no mentir a
mujeres hermosas —dijo Caldon, sosteniéndola con un brazo alrededor de
la cintura mientras avanzaban hacia la puerta. Con la otra mano aferraba la
empuñadura de su espada ensangrentada—. Tenemos que devolverte al
palacio y avisar a los otros de que estás sana y salva.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Kiva mientras accedían al
destartalado pasillo. Hizo una mueca por la potente luz.
—Hemos tenido que dividirnos —respondió Caldon. Movió con un pie el
cadáver de un hombre que había apuñalado para llegar hasta Kiva. La chica
apartó la mirada enseguida, en parte para no recordar la última vez que
había presenciado tanta violencia (el sangriento motín de la cárcel) y en
parte porque Zuleeka había ordenado al hombre muerto que se quedara
atrás, con lo que había dado su vida por la causa rebelde. La causa de su
familia—. Tus secuestradores han sido listos. Pusieron una serie de pistas
falsas, con lo que nos complicaron la tarea de determinar en qué dirección
te habían llevado, sobre todo en medio del caos del festival. Jaren y Naari se
marcharon a la zona este de la ciudad, el capitán Veris y un contingente de
guardias están cubriendo norte y sur y yo vine al oeste. —Le dirigió una
sonrisa altanera—. Soy el mejor rastreando. De nada, por cierto.
—Aún no hemos salido de aquí —remarcó Kiva. Al recordar el papel que
debía interpretar, añadió—: Y estaría bien saber quién me ha secuestrado.
—¿No han dicho nada? —preguntó Caldon con recelo mientras la hacía
entrar en una habitación grande con techos altos que parecía una cocina.
—Me desperté unos segundos antes de que atravesaras la puerta —dijo
Kiva. No era una mentira, aunque tampoco la verdad completa. Siguió
interpretando su papel—: Has dicho que fueron los rebeldes… ¿qué querrán
de mí?
Los ojos cobalto de Caldon destellearon y apretó la mandíbula, pero la
relajó para responder.
—Tus conjeturas son tan buenas como las mías, bombón. —Estiró el
brazo y le tocó la nariz con un dedo de la mano de la espada—. Pero es fácil
deducir que eres un cebo muy sabroso para un pez más grande.
Kiva lo apartó de un manotazo, pero él ya lo había retirado. Caldon se
tensó y pararon en seco. Entornó los ojos hacia la puerta en el otro extremo
de la cocina; su atención se centraba en algo que Kiva no supo determinar.
—¿Qué…?
Caldon le tapó la boca y la empujó detrás de un banco firme en medio de
la habitación destartalada.
—Silencio —siseó y la obligó a agacharse—. Tenemos compañía.
Zuleeka había dicho que dejaba allí a un puñado de gente, pero Kiva
había deducido que Caldon ya habría dispuesto de ellos. ¿Cuánta gente más
tendría que luchar (y morir) para que aquella artimaña fuera creíble?
—Parece que se nos ha acabado la suerte —dijo Caldon. Desenvainó una
segunda espada para él y una daga afilada, que extendió hacia Kiva—.
¿Sabes cómo usar una de estas?
Kiva agarró la empuñadura con torpeza entre el pulgar y el dedo índice.
—Esto… ¿es posible? —dijo la chica. Caldon musitó algo entre dientes
que sonó a: «Por todos los dioses»—. Aunque parezca increíble —replicó
Kiva a la defensiva—, no nos enseñan a manejar armas en la cárcel.
El príncipe resopló con sorna antes de que una seriedad poco habitual en
él ocupara su rostro cuando detectó un ruido en la habitación contigua.
Agarró la mano de Kiva y le cambió los dedos de posición alrededor de la
empuñadura; luego se los cerró con fuerza y susurró:
—Si la cosa se caldea, corre, escóndete y ya te encontraré más tarde. Solo
usa esto —señaló el arma— si es absolutamente necesario. Pero, hagas lo
que hagas, no te apuñales a ti misma. Jaren me mataría. —Y, como si se lo
pensara mejor, añadió—: Tampoco me apuñales a mí, claro.
Kiva le dirigió una mirada insulsa y no se molestó en confirmar que no
tenía ninguna intención de apuñalar a nadie.
—Parece que nos están esperando media decena de personas, puede que
unas cuantas más —comentó Caldon, escuchando algo que solo él podía oír.
—¿No podemos ir por otro lado?
—Tendrán a más gente vigilando la parte de atrás. La puerta delantera
está en la habitación contigua y por eso es la salida más sencilla. —Le
alborotó el cabello—. No te preocupes, cielito. Media decena no es nada. Te
mantendré a salvo.
Caldon podía ser un ligón incorregible, pero Kiva había descubierto en
las últimas seis semanas que no era un príncipe mimado que se pasaba el
día jugando a los cortesanos, aunque, por motivos que se le escapaban a
Kiva, hacía creer a la gente que sí lo era. Sus armas no eran decorativas; lo
había visto entrenar con Jaren en el palacio de invierno. Combatían a la
velocidad del rayo, con fuerza y habilidad. Kiva le creyó a Caldon cuando
le dijo que la mantendría a salvo, pero no se preocupaba por su vida, sino
por la de esos rebeldes contra los que iba a luchar para abrirse paso. Y todo
para que su artimaña siguiera en pie.
—Hazme un favor e intenta no vomitar de nuevo —dijo Caldon. Agarró
las espadas y se puso en pie—. Contigo detrás, estaré justo en tu trayectoria.
Me arruinarás el modelito.
Su ajustada chaqueta verde ya estaba manchada de sangre, el bordado
plateado se había teñido de un rojo oxidado. Kiva supo que solo lo había
dicho para tranquilizarla.
Se preparó para lo que estaba a punto de pasar y echó a correr detrás del
príncipe, pero apenas recorrieron la mitad del camino hasta la siguiente sala
antes de que el grupo rebelde entrase en la cocina con gritos ensordecedores
y las armas en alto.
Caldon maldijo y empujó a Kiva hacia atrás. Giró las dos espadas para
encontrarse con sus atacantes en cada golpe. No era lo mismo que había
presenciado durante las prácticas con Jaren. Aquello había sido casi
hermoso, con pasos calculados y ágiles. Lo de ahora era diferente: confuso
y caótico, con una rabia subyacente que fluía en los rebeldes y una fría
calma que emanaba del príncipe guerrero.
El primer rebelde cayó antes de que Kiva hubiera recuperado el
equilibrio, el segundo fue abatido antes de que alzara la daga en vano. Ella
era sanadora, su única misión en la vida era ayudar a las personas, no
hacerles daño. Pero no sabía cuánto les había contado Zuleeka a los
rebeldes, si sabían que Kiva era una de ellos o si creían que formaba parte
del enemigo.
Caldon despachó al tercer y al cuarto atacante con facilidad; sus espadas
eran un borrón conforme se agachaba y peleaba en rápidas sucesiones.
Cinco rebeldes más entraron corriendo por la puerta. Tres fueron directos a
por el príncipe, pero los últimos dos hombres fornidos pasaron de largo de
la escaramuza y fijaron sus ojos en Kiva.
La chica retrocedió, aferrando la daga con tanta fuerza que le dolían los
dedos. Los hombres la rodearon mientras se relamían los dedos y
compartían miradas cargadas de significado. Una oscura anticipación ocupó
sus rostros.
—Creo que nos lo pasaremos bien contigo —dijo el que iba en cabeza.
Identificó su acento como nativo de Mirraven. Kiva había oído que los
rebeldes buscaban reclutas fuera de Evalon, pero ver prueba de ello le
resultó sorprendente—. No te preocupes, pequeña. Lo pasarás genial.
La bilis se alzó en su estómago al ver la mirada lasciva en sus caras, la
alegría que alcanzaba sus ojos mientras se deleitaban en su patética figura.
La daga tembló, pero la mantuvo en alto y sus nudillos se tornaron blancos
alrededor de la empuñadura.
Un vistazo rápido reveló que Caldon aún seguía enfrentándose a dos
oponentes, mucho más hábiles que los hombres en el suelo mohoso, con lo
que exigían toda su atención. Pero eso no le impidió mirar hacia Kiva y
fijarse en los dos hombres enormes que se aproximaban hacia ella.
—¿A qué estás esperando? —le gritó mientras bloqueaba un golpe alto
que le habría partido el cráneo en dos—. ¡Corre!
La orden desbloqueó su cerebro y la impulsó a darse la vuelta y huir de la
cocina. Corrió por el pasillo en busca de un escondite, con dos pares de
pisadas fuertes persiguiéndola. El dolor de cabeza quedó en un segundo
plano detrás del pánico que surgió al darse cuenta de que no estaba en
condiciones de pelear contra nadie, y mucho menos contra sus dos
perseguidores descomunales. No podía revelar su identidad con Caldon tan
cerca, pero no tenía ninguna posibilidad si…
Ahí. Una puerta abierta en el pasillo.
Kiva la atravesó a toda prisa y entró en una habitación oscura iluminada
por un rayo de luna que se colaba por una ventana sucia. Al no ver otra
salida, cerró la puerta de golpe y puso el cerrojo. Rezó para que aguantara.
El pomo raqueteó y se oyó un pesado pum cuando uno de los hombres
estampó su peso contra la puerta.
—¿De verdad crees que esto nos detendrá, pequeña? —gritó, y las
bisagras protestaron.
El siguiente empujón tuvo tanta fuerza que abrió una grieta en la madera
podrida. Kiva saltó hacia delante para apoyar el cuerpo contra ella. Al darse
cuenta de que le quedaban unos pocos segundos antes de que cediera por
completo, el corazón empezó a martillearle en el pecho y aferró con energía
la daga.
El golpe más fuerte que había oído hasta ese momento resonó en sus
oídos, seguido por una maldición amortiguada y otro impacto que hizo
temblar las paredes, y supo que el momento había llegado. No había forma
de comunicarles que estaba de su lado ni de que le creyeran si lo intentaba.
Solo le quedaba una opción: luchar.
Una bota sólida se estampó contra la puerta, lo que partió la madera
alrededor del cerrojo, y otra patada la abrió con tanto impulso que lanzó a
Kiva por los aires. No se permitió dudar: se dio la vuelta y se lanzó a por la
cara de la figura que se cernía sobre ella en la oscuridad. Acuchilló a ciegas
con la daga y sintió una sacudida nauseabunda cuando la hoja atravesó
carne.
—Joder, Kiva, ¿qué demonios has hecho? —En menos de un segundo la
habían desarmado y lanzado contra el pasillo más iluminado, donde vio que
Caldon la fulminaba con la mirada y se apretaba una mano contra el
hombro que sangraba—. Te dije que no me apuñalaras. Solo tenías un
trabajo.
—Caldon —jadeó ella y estiró el brazo de forma automática hacia la
herida—. Lo siento mucho, es que…
Inhaló con fuerza y apartó las manos para esconderlas detrás de la
espalda.
No.
No, no, no.
Los ojos la engañaban, nada más. Solo era la adrenalina que fluía por sus
venas, la herida en la cabeza que le hacía ver cosas… Por eso había visto
una luz dorada que emanaba de sus dedos cuando los alargó hacia el
príncipe.
La luz dorada de su magia sanadora.
Magia que nadie podía saber que poseía.
Y menos un príncipe Vallentis.
Kiva apretó las manos en puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en
la piel. Luego se atrevió a alzar los ojos y encontrarse con los de Caldon. Se
le escapó un suspiro aliviado cuando captó que el príncipe miraba con mal
gesto la herida y no ofrecía ningún indicio de haber visto nada extraño.
—¿Estás bien? —preguntó Kiva débilmente.
Los ojos cobalto de Caldon la atravesaron.
—Esta —se señaló el hombro— no es forma de hacer amigos. Y
definitivamente no es forma de conservarlos.
—Lo siento —repitió Kiva con la voz cargada de arrepentimiento.
Mantuvo las manos en la espalda, aunque su instinto sanador la instaba a
examinar la herida—. Pensaba que eras…
—Sé lo que pensabas —dijo Caldon, señalando con la barbilla a los dos
hombres en el suelo. Al ver la palidez en el rostro de la chica, suspiró y se
deshizo de forma visible de su rabia. Extendió una mano—. Venga, vamos a
sacarte de aquí.
Kiva miró la palma y el pecho se le constriñó con un miedo renovado.
El gesto de Caldon se suavizó al malinterpretar su reacción.
—Ahora estás a salvo, lo prometo.
Meneó los dedos y Kiva no tuvo más remedio que aflojar los puños y
suspirar de alivio con discreción al comprobar que sus manos eran
perfectamente normales.
A lo mejor se había imaginado el brillo.
Pero… no podía ignorar el poder que le palpitaba justo debajo de la piel,
una sensación adictiva que ansiaba ser liberada. Necesitó de todas sus
fuerzas para enterrarla bien hondo, para exigir que ese cosquilleo
desapareciera. Solo entonces se arriesgó a tomar la mano de Caldon, cuyo
apoyo fue firme y fuerte mientras recorrían el pasillo de nuevo y salían a la
noche.
CAPÍTULO CINCO
T ras salir del edificio en ruinas, Caldon condujo a Kiva por un callejón
estrecho, sin soltar sus manos entrelazadas. No había nada romántico
en el gesto, sino más bien la intención de prestarle su fuerza, de recordarle
que con él estaba a salvo.
—Gracias —dijo Kiva en voz baja—. Por venir a por mí.
—Con «venir a por mí» supongo que te refieres a que te he salvado el
pellejo —musitó él mientras los conducía por una calle secundaria a oscuras
—. Por cierto, me debes una chaqueta.
—No te he vomitado encima —se defendió Kiva.
—No, solo me has apuñalado. Hay un agujero de cinco centímetros que
atraviesa justo el bordado. La has estropeado por completo.
Kiva se mordió el labio, ya que la chaqueta no era lo único dañado.
—¿Te duele mucho?
Al ver su preocupación, Caldon cambió de actitud.
—Solo es una herida, cielito —dijo con tono tranquilizador—. Es un
rasguño.
Kiva sabía que estaba mintiendo (había sentido cómo la hoja se hundía en
la carne), pero le agradeció la mirada alentadora que le dirigió.
Giraron en otra calle secundaria, más iluminada que las otras, y los
sonidos lejanos del Festival del Río llegaron a sus oídos. Era como si
hubieran pasado años desde el espectáculo de magia de la reina. El
agotamiento la inundó, la palpitación en aumento de la cabeza le hizo ansiar
un baño largo y caliente en las bañeras enormes del palacio. Y después de
eso se dedicaría a dormir feliz durante tres meses.
—Los rebeldes nos han hecho un favor al arrastrarte a este lado del río —
dijo Caldon con tono casual—. Desde aquí podemos entrar por la puerta
trasera del palacio y nos ahorramos las multitudes.
Kiva se preguntó si su hermana habría planeado aquello, como un regalo
irónico para aliviar todo el sufrimiento de la noche.
—Ya casi hemos llegado —añadió el príncipe—. ¿Te ves con fuerzas para
seguir? Podemos parar a descansar si lo necesitas.
Kiva no se había percatado de que Caldon había ralentizado el paso por
ella.
—Estoy bien —dijo, acelerando.
—Tienes un chichón del tamaño de Wenderall en la sien —comentó él
con aspereza—. Estoy bastante seguro de que esa es la definición de no
estar bien.
Kiva hizo una mueca, pero replicó:
—Y tú sangras por múltiples heridas. Si alguien necesita descansar, ese
eres tú.
—Solo de una, la verdad —respondió Caldon con una mirada mordaz.
Kiva no dijo nada, sintiéndose culpable de nuevo.
Caldon le apretó los dedos y se ablandó.
—Te perdono, cielito. Sabes que no lo decía en serio.
Tenía razón. Y Kiva se dio cuenta de que ese era el problema. Porque
Caldon era un Vallentis. Ni siquiera su Vallentis favorito, si era sincera. Y,
aun así, saber que le había causado dolor la ponía físicamente enferma.
Se recordó que la compasión era la cualidad más intrínseca de una
sanadora. Lo que sentía era normal, una parte fundamental de su carácter.
Pero podía controlarla. Debía controlarla. Durante diez años, lo único que
había querido era vengarse de la familia real… de la familia de Caldon.
Nada impediría su misión, y mucho menos ella misma.
—Hogar, dulce hogar —dijo Caldon cuando doblaron la siguiente esquina
y se encontraron con el río Serin delante de ellos. Las olas chapoteaban con
suavidad contra el muro de piedra que bordeaba la parte trasera del palacio.
Tanto el lado oriental como el occidental tenían unas vistas más pintorescas
por la parte delantera, con vallas ornamentales y portones de hierro y oro,
pero la trasera tenía un aspecto más militar, fortificada e intimidante, y
suponía un gran contraste con el encanto acogedor de la entrada principal.
Las zancadas de Caldon no flaquearon mientras conducía a Kiva
directamente hacia donde se hallaba un grupo de guardias armados, cerca de
una abertura lo bastante grande para la entrega de suministros y las idas y
venidas de los trabajadores de palacio.
—Buenas tardes —saludó Caldon.
—Príncipe Caldon, ¿todo bien? —preguntó una joven guardia al fijarse
en su aspecto ensangrentado.
—Nunca he estado mejor —mintió—. ¿Podéis avisar a las partidas de
búsqueda de que pueden regresar a palacio? Nuestra pequeña delincuente
está sana y salva.
Kiva le propinó un pisotón de una forma muy poco sutil.
La mujer sonrió con timidez y ofreció un jadeante:
—Enseguida, Su Majestad.
Para sorpresa de Kiva, Caldon no reaccionó a la sugerente mirada de la
guardia, sino que deseó al grupo buenas noches para, acto seguido, arrastrar
a Kiva por el camino de gravilla en dirección al palacio.
—Me sorprende que no hayas flirteado con ella —dijo Kiva, sin poder
resistirse, mientras avanzaban por el sendero. Unas farolas de luminio
iluminaban el camino; los cuidados jardines al otro lado parecían un parque
encantado bajo el suave resplandor de la luna.
—Cuidado, criticona —replicó Caldon mientras balanceaba sus manos
entrelazadas como niños—, o pensaré que estás celosa.
—Sigue soñando, Su Majestad —dijo Kiva con una sonrisa, y sacudió la
cabeza. No veló su tono de burla al copiar las palabras jadeantes de la
guardia.
El humor iluminó los ojos de Caldon.
—Creo que mi primo te subestima.
Con eso contaba Kiva precisamente.
Y también era algo que le revolvía el estómago de un modo incómodo.
Al llegar al final del sendero, Caldon guio a Kiva hacia el palacio
occidental, un lugar que aún no había pisado; era la residencia del rey y la
reina. No habían entrado aún por la puerta trasera cuando apareció un
criado, hizo una reverencia e informó a Caldon que su tía lo aguardaba en la
Sala Fluvial.
Su tía… La reina Ariana.
Los nervios burbujearon en el estómago de Kiva cuando Caldon la
arrastró por un largo pasillo salpicado de obras de arte a las que apenas
prestó atención; tampoco se fijó en los acabados dorados de las paredes, ni
el suelo de mármol blanco ni las amplias escaleras con moqueta roja. Todo
eso ya lo había visto en el lado oriental del palacio; ambas partes
compartían el mismo nivel de grandiosidad. Igual que ya había visto la Sala
Fluvial en el otro lado del Serin. Era su habitación favorita, lo bastante
pequeña para ser íntima, pero con ventanales hasta el techo que daban al
agua y a la ciudad en la orilla opuesta.
Al llegar a la Sala Fluvial occidental, Kiva vio que era igual que su
homóloga oriental, hasta el punto de imitar el candelabro de luminio que
colgaba en el centro del acogedor espacio. La única diferencia residía en
quién se sentaba en el cómodo sofá, aguardando su llegada.
Kiva inhaló con fuerza al ver de cerca a la monarca que reinaba en
Evalon.
Con el cabello dorado peinado a la perfección sobre la cabeza y ojos
relucientes como zafiros, la belleza de la reina era innegable. Pero lo que
había detenido a Kiva en seco era la mirada en el semblante de Ariana
mientras avanzaba a toda prisa hacia ellos: el alivio, la calidez, la
amabilidad. Su expresión irradiaba una preocupación auténtica al ver la
herida en la cabeza de Kiva, la sangre en la ropa de Caldon. Sin perder ni un
segundo, le pidió a una criada que llamara a un sanador. Solo entonces
estiró las manos… pero no hacia su sobrino. Apartó a Kiva de Caldon y le
apretó los dedos para consolarla.
—Cuánto me alegro de que estés a salvo, Kiva. Ven y siéntate, por favor.
No me puedo ni imaginar por lo que has pasado esta noche.
—¿Y yo qué? —preguntó Caldon con una ofensa fingida—.Tienes aquí a
tu sobrino favorito, sangrando con profusión. Por si no te habías fijado.
—¿Sobrino favorito? —Ariana arqueó una ceja dorada—. ¿Quién te ha
mentido?
—Qué mala —rio Caldon.
El rostro de la reina se suavizó más aún, si eso era posible. Soltó las
manos de Kiva para poder acariciarle la mejilla a Caldon, sin que le
importara la sangre seca que le manchaba la piel.
—Gracias por encontrarla, querido. Como siempre, me siento muy
orgullosa de ti.
—Así me gusta —dijo Caldon, satisfecho.
Algo ocurría en el interior de Kiva, algo que no comprendía. Nada de
aquello era lo que esperaba de su encuentro con la casi mítica Ariana
Vallentis. Se suponía que la reina de Evalon era arrogante y fría, cruel y
despiadada. Era el rostro que aparecía en las pesadillas de Kiva, la persona
responsable por todo el sufrimiento de su familia.
Sin embargo, Ariana no era como Kiva se había imaginado. Los avisos de
Jaren le rondaban la mente, sobre que la adicción al polvo de ángel de su
madre había dado como resultado un maltrato indescriptible durante años.
Sin embargo, nada de ello se parecía a la mujer descalza y de ojos amables
que tenía delante.
—He pedido chocolate caliente —dijo Ariana, girándose hacia Kiva—. Y
tenemos magdalenas de arándanos recién hechas. —Otro apretón de sus
manos suaves—. Venga, siéntate. Vas a descansar hasta que llegue el
sanador y eche un vistazo a ese chichón tan feo.
Kiva se movió con rigidez mientras la reina la conducía por la habitación.
Le costaba comprender la reacción de Ariana ante su encuentro. La reina
sabía quién era exactamente Kiva… y de dónde venía. Seguro que Ariana
no aceptaría tan bien a una prófuga de la cárcel, aunque Kiva se hubiera
ganado su libertad. Ninguna monarca querría a una exdelincuente viviendo
en su hogar ni querría que trabara amistad con sus hijos, con su heredero. Y
aun así… la expresión de la reina fue genuina cuando sonrió a Kiva antes de
centrar su atención en su sobrino.
—Caldon, sé bueno e intenta no sangrar sobre el sofá —dijo por encima
del hombro—. La última vez los criados tuvieron que reemplazar la
tapicería y me gusta esta tela.
Caldon musitó una respuesta seca que Kiva no captó, demasiado
entumecida para enterarse de lo que ocurría a su alrededor. Esa sensación
solo se incrementó cuando dobló la esquina del sofá y se encontró a Tipp
acurrucado y roncando con suavidad.
Ariana se agachó para acariciarle su lustroso cabello pelirrojo.
—El pobre estaba tan alterado que hemos tenido que darle un tónico de
moradino para que no se uniera a las partidas de búsqueda —explicó en voz
baja—. No he querido moverlo, no hasta que pudieras verlo y saber que
estaba bien.
A Kiva se le encogió el corazón. Odiaba que Tipp hubiera pasado tanto
miedo por ella y sentía un agradecimiento reticente por la intervención de la
reina. El moradino era un sedante potente que incitaba a la persona a dormir
sin sueños. El muchacho dormiría hasta la mañana.
Como no quería molestarlo, Kiva siguió a la reina hasta otro sofá, donde
aguardaba una bandeja de comida. Le rugió el estómago mientras Ariana le
preparaba una magdalena y la cargaba de nata antes de entregársela.
Al ver que la reina de Evalon la servía como una criada, se le quedó la
mente en blanco y la dejó sin nada que hacer excepto llevarse la magdalena
a la boca mientras Ariana empezaba a interrogar a Caldon sobre cómo la
había encontrado. Fueron interrumpidos a mitad de la explicación por la
llegada de una mujer, un par de años mayor que Kiva, vestida con la túnica
blanca familiar de los sanadores de Silverthorn.
—Su Majestad —dijo con una reverencia respetuosa. Su piel pálida tenía
un brillo rosado y, aunque sus rasgos eran demasiado afilados para
considerarse bellos según los cánones clásicos, su rostro con forma de
corazón, los ojos ocres y el cabello rubio ceniciento recogido en un moño
caótico bastaron para que Caldon la contemplara con interés.
—Gracias por venir tan rápido —dijo Ariana. Se levantó e indicó por
señas a la sanadora que se acercara—. Sé que es tarde.
—Una sanadora nunca duerme —respondió con amabilidad la joven y su
sonrisa iluminó la sala. Su mirada pasó de Caldon a Kiva antes de
chasquear la lengua—. Al parecer nos hemos divertido demasiado en el
festival.
—No lo suficiente, en mi opinión —dijo Caldon, reclinándose. Le dirigió
una sonrisa perezosa cargada de promesas—. Pero aún hay noche para rato.
Kiva controló las arcadas. Le puso mala cara a Caldon cuando la sanadora
abrió su bolsa. Al príncipe se le iluminó la mirada de placer.
—Soy Rhessinda Lorin —se presentó la joven. Su mirada se encontró con
la de Kiva y añadió—: Mis amigos me llaman Rhess.
—Encantada de conocerte, Rhess —dijo Caldon, ronroneando su nombre.
Kiva no supo si reír o llorar, pero su respeto por la sanadora aumentó
cuando ignoró por completo la atención del príncipe y se concentró en sacar
materiales.
—¿Quién quiere ir primero? —preguntó.
—Ella —respondió el príncipe, y Kiva no tuvo energías para quejarse. La
sanadora ocupó el asiento que Ariana había dejado libre. La reina se
mantenía apartada para no agobiarlas.
Rhessinda acercó la cara de Kiva hacia la luz y le palpó el chichón.
—¿Puedes decirme tu nombre?
—Kiva.
—¿Edad?
—Diecisiete años.
—¿Qué día es?
—Viernes.
—¿Color favorito?
Las preguntas continuaron hasta que Rhessinda se quedó satisfecha.
Después sacó una linterna manual de luminio y la dirigió directamente a los
ojos de Kiva, que siseó y se apartó.
—Ay, eso ha debido doler.
Kiva la fulminó con la mirada y luego dirigió sus ojos hacia Caldon
cuando este tosió para ocultar que aquello le hacía gracia, pero fracasó
estrepitosamente.
—Tienes una contusión muy fea, aunque diría que no hay nada más grave
de lo que preocuparse —declaró Rhessinda mientras le untaba un poco de
gel de hierbaloe para ayudar con la inflamación. Sus dedos encallecidos
rasparon un poco la piel sensible de Kiva—. Te dejaré algo para el dolor, así
que mañana te sentirás mejor. Si el malestar se intensifica o empiezas a
sufrir problemas de visión, equilibrio, náuseas y cosas así, avisa a
Silverthorn.
Kiva asintió para indicar que lo entendía. Sabía lo suficiente sobre heridas
en la cabeza para no necesitar (ni querer) cuidados de más.
—Su turno —dijo Rhess, sentándose junto a Caldon—. Quítese la ropa,
por favor.
—Pensé que nunca me lo pedirías —canturreó Caldon. Flexionó los
músculos mientras se quitaba la chaqueta verde y la camisa blanca, con lo
que solo se quedó con los pantalones oscuros y las botas.
Una vez más, su intento de seducción le resbaló a Rhessinda (igual que su
cuerpo expuesto), ya que la sanadora solo se concentraba en su tarea. Kiva
se inclinó para examinar la herida y se distrajo un momento con las otras
cicatrices del torso de Caldon. Una en particular tenía pinta de que alguien
había intentado destriparlo con muchas ganas. Pero luego centró los ojos en
la puñalada reciente que tenía cerca del hombro; la piel circundante estaba
hinchada y roja, con la sangre ya coagulada. Desinfectarla un poco, unos
cuantos puntos y Caldon estaría bien.
Rhess alcanzó la misma conclusión y abrió un frasco.
—No es muy grave.
Kiva respiró mejor tras su confirmación, pero desvió su atención al oír
pasos rápidos y voces que anunciaban la llegada de un pequeño grupo de
guardias que atravesaron las puertas de la Sala Fluvial. A la cabeza iba
Jaren. A Kiva le dio un vuelco inconfundiblemente agradable el estómago
cuando captó la mirada de alivio del príncipe heredero.
Con largas zancadas que se comieron el espacio que los separaba, Jaren la
alcanzó justo cuando Kiva se ponía de pie para saludarlo y la envolvió
directamente en sus brazos.
—Estaba muy preocupado —murmuró.
Kiva sabía que debería apartarlo, pero, por mucho que lo intentase, no
podía, así que le devolvió el abrazo y deseó sentir asco o repugnancia…
cualquier otra cosa que no fuera seguridad y cariño.
—Estoy bien —aseguró en voz baja. Él se apartó lo justo para verle la
cara. Su mirada recayó en la herida de la cabeza y tensó el gesto—. Solo es
un pequeño chichón. Apenas lo noto.
Caldon resopló y llamó la atención de Jaren.
—Lo cierto es que se trata de una contusión tan chunga que se desmayó
—compartió Caldon con una sinceridad brutal—, vomitó hasta la última
papilla y tuvo problemas para levantarse. Hasta la luz más tenue le causa un
intenso malestar. —El príncipe encogió el hombro ileso—. Pero sí, claro,
solo es un pequeño chichón.
Toda la tensión volvió a colmar el cuerpo de Jaren.
—¿Quieres callarte? —le siseó Kiva a Caldon—. No estás ayudando.
El semblante de Caldon se llenó de mofa, pero se convirtió en una mueca
cuando Rhess le limpió la herida con aceite de semilla plateada, un amargo
antiséptico cuyo olor inundó la sala.
—¿A ti qué te ha pasado? —preguntó Jaren a su primo.
—Tu novia me ha apuñalado —replicó este con una mirada maliciosa
dirigida a Kiva.
La chica se ruborizó cuando todo el mundo se giró hacia ella: los
guardias, la familia real y la sanadora.
—Fue un accidente —dijo, pasando totalmente por alto el comentario
sobre ser su novia. Con el ceño arrugado en dirección a Caldon, avisó—:
Pero, a este ritmo, la próxima vez no lo será.
El príncipe engreído le dedicó una amplia sonrisa y la carcajada de Jaren
sonó cerca del oído de Kiva, lo que la hizo volverse hacia él y captar el
humor que le iluminaba los ojos.
Distancia… Necesitaba poner cierta distancia entre ellos. Solo así
sobreviviría a todo lo que iba a ocurrir.
Carraspeó y se apartó de sus brazos para echar un vistazo a los recién
llegados. Naari estaba allí, mostrando un alivio manifiesto al ver a Kiva
sana y salva. Detrás de ella había un puñado de guardias reales y el capitán
Veris. A Kiva se lo habían presentado durante su primera ordalía en
Zalindov, aunque en realidad lo había conocido unos diez años antes. Ahora
le costaba mirarlo, porque una parte de ella temía que pudiera reconocerla
de repente y la otra no era capaz de reprimir los recuerdos de esa terrible
noche de invierno, cuando su vida cambió para siempre.
—Bueno —dijo la reina en alto. Sonrió con benevolencia a los guardias
—. Menuda nochecita hemos tenido. Gracias por ayudarnos a buscar a
nuestra invitada. Estamos todos muy agradecidos.
Su despedida fue amable pero clara. A modo de respuesta, Veris inclinó
con respeto la cabeza y condujo a sus tropas por la puerta. No cabía duda de
que recibiría un informe completo más tarde, aunque Kiva agradeció que la
reina limitase su implicación en aquel asunto.
Sin los guardias en la sala, Jaren, Naari y Ariana aguardaron a que
Rhessinda se marchara antes de hacer cualquier pregunta. Al notar su
impaciencia, la sanadora terminó las suturas con rapidez, tapó la herida de
Caldon con una venda y dio por terminado su trabajo. De camino hacia la
salida, le entregó a Kiva un frasquito de leche de amapola y le advirtió de
que se despertara cada pocas horas durante esa noche y buscara ayuda si la
necesitaba.
Sola con la familia real y Naari (y Tipp, que seguía durmiendo), a Kiva
no le quedó otra opción que compartir los acontecimientos de la noche.
Empezó con cómo la habían dejado inconsciente en medio de la multitud
del festival, se saltó la parte intermedia con sus hermanos y acabó con el
rescate de Caldon. El príncipe intervino con sus propios detalles.
Al concluir, su público se puso a debatir sobre qué buscaban conseguir los
rebeldes con su secuestro. Caldon ofreció algunas teorías interesantes (e
incorrectas) y comentó que quizá no fueron solo los rebeldes, ya que le
preocupaba la presencia de mirravenos en los ataques finales. Jaren le
recordó entonces que los rebeldes estaban reclutando en otros reinos, pero
aquello no convenció a Caldon, que miró a Kiva como si quisiera su
intervención para respaldarlo. Sin embargo, lo único que pudo ofrecer la
chica fue un encogimiento de hombros y decir que llevaba una década
encerrada, así que no sabía nada sobre las operaciones de los rebeldes.
Y no era mentira.
A medida que la conversación proseguía, Kiva supo que a Zuleeka y
Torell les gustaría oír los detalles, pero las últimas horas empezaban a
pasarle factura con tanta rapidez que le costaba mantener los ojos abiertos.
Lo siguiente que supo era que unos amables dedos le acariciaban la
mejilla para sacarla de su adormecimiento. Parpadeó para encontrarse a
Jaren agachado a su lado. Se había acurrucado en el sofá sin darse cuenta.
—Hora de irse a la cama —susurró.
Kiva no lo apartó cuando la ayudó a ponerse de pie ni se quejó cuando le
entregó el frasco de leche de amapola. Lo engulló de un trago; sabía que
tendría el tiempo justo para regresar al palacio oriental y caer en la cama
antes de que hiciera efecto.
—Nos veremos pronto —le dijo la reina Ariana en voz baja y le dio un
beso en la mejilla.
Kiva estaba tan aturdida que no sintió pánico ante la muestra de afecto
por parte de su enemiga acérrima y musitó un «buenas noches» mientras
observaba a Jaren recoger a Tipp.
—Venga, cielito, vamos a llevarte a tu dormitorio antes de que a alguien
le toque llevarte a cuestas al otro lado del río —dijo Caldon, empujándola
hacia la puerta.
Kiva, que apenas podía andar en línea recta, prestó muy poca atención a
lo que Caldon siguió diciendo mientras la dirigía por los pasillos de palacio
hacia el puente privado. Pero sí que se despertó justo a tiempo para oírlo
declarar:
—Y, por si antes no te has enterado, te voy a arrastrar al patio de
entrenamiento al amanecer para trabajar en tus inexistentes habilidades de
lucha. La próxima vez que sujetes un arma no pienso convertirme en tu
daño colateral.
Todo lo que dijo después de eso se perdió por culpa de los efectos de la
leche de amapola. El resto de la caminata fue un borrón, hasta que Kiva al
fin se derrumbó en su cama, completamente vestida, y se durmió al instante.
CAPÍTULO SEIS
A laocasiones.
mañana siguiente, despertaron a Kiva de mala manera. En dos

La primera fue cuando Tipp irrumpió en su dormitorio. El pánico del


muchacho solo menguó al ver que su amiga estaba bien. Kiva musitó algo
consolador antes de arrastrarlo a su cama y decirle que se durmiera de
nuevo.
El siguiente despertar fue mucho menos agradable.
—A levantarse se ha dicho, cielito.
La voz de Caldon sonaba muy cerca de su oído.
—Vete —refunfuñó ella, adormilada.
—Ni hablar, bombón. Es hora de ponerte en forma para pelear.
Le clavó un dedo en el hombro y Kiva le propinó un manotazo. Conforme
recuperaba la consciencia, empezó a recordar lo que el príncipe había dicho
antes de que la leche de amapola hiciera efecto hacía unas horas, algo sobre
trabajar con él en el patio de entrenamiento.
Abrió los ojos y se encontró con su rostro sonriente.
—No he accedido a hacer nada —declaró Kiva.
—No te di a elegir. —Y, acto seguido, tiró de ella para sacarla de la cama
y alejarla de Tipp, que roncaba y se abrazaba a una almohada, ajeno a todo
lo que ocurría a su alrededor—. Dispones de cinco minutos para vestirte. Si
tengo que volver a entrar, no llamaré antes. Por mí puedes no llevar nada
encima.
Kiva intentó golpearle con un cojín, pero él se apartó de su trayectoria y
salió de la habitación riéndose.
Por mucho que quisiera volver a la cama, Kiva decidió no arriesgarse a
que el molesto príncipe entrara para vestirla él mismo, así que se acercó a
trompicones al armario casi a ciegas, porque el amanecer empezaba a
asomar por el balcón que daba al río Serin.
Con un gruñido al ver lo temprano que era, Kiva intentó sentirse
agradecida de que la cabeza, al menos, ya no le martilleaba. El sueño
profundo le había sentado de maravilla.
Buscó con rapidez entre su ropa. Algunas prendas se las había prestado la
princesa Mirryn en el palacio de invierno y otras la habían estado esperando
a su llegada a Vallenia. Al principio había sido raro, lo de llevar algo que no
fuera la túnica gris de la cárcel. Le habían negado durante demasiado
tiempo el lujo de elegir su propia ropa, e incluso tras seis semanas
escogiéndola aún apreciaba esa libertad. Pero, con el aviso de Caldon
resonándole en los oídos, no perdió el tiempo y agarró un par de mallas y un
suéter beis. Dedujo que unas prendas básicas le irían mejor que cualquier
otra cosa.
Se apresuró a entrar en su baño privado (otro lujo, sobre todo con agua
caliente) y procedió a aliviarse mientras admiraba los matices dorados y
perla de la habitación. El dormitorio lucía la misma combinación de
colores, igual que el resto del palacio. Todo era elegante, sofisticado y
sereno.
Tras echarse agua en la cara, Kiva agarró un par de botas y salió de la
habitación. Entró en la salita que había en el centro de su suite. El espacio
era sencillo pero cómodo, con grandes ventanales que daban al río, una
puerta enfrente a la suya por la que se accedía al dormitorio de Tipp y otra
puerta hacia el pasillo del palacio.
—Has tardado seis minutos —canturreó Caldon desde el sofá—. Voy a
añadir un minuto a tu entrenamiento.
—Sobre este «entrenamiento»…
—Nop —la interrumpió Caldon, levantándose de un salto y llevándola
hacia la puerta—. Ya está decidido. Vendré a por ti a primera hora de cada
mañana, llueva, granice o haga sol. Sin discusiones.
Aunque Kiva no deseaba participar en lo que fuera que el príncipe
hubiera planeado, también sabía que no debería saltárselo, sobre todo si era
una forma de recabar información. Zuleeka y Torell la matarían si
descubrían que había dejado pasar esa oportunidad. Sobre todo Zuleeka.
El palacio era tan grande que tardaron un rato en llegar a la planta
inferior. Luego salieron fuera y mantuvieron el paso ligero para evitar el
frío de la mañana. Caldon tarareaba para sí con alegría mientras se
acercaban a los barracones, un recinto impresionante con dormitorios para
los guardias, un comedor, una pequeña enfermería, un establo, una armería
y hasta una forja para armas con un herrero que trabajaba allí mismo. En el
centro se situaba el enorme patio de entrenamiento. La zona verde se
expandía más allá de los barracones hasta los terrenos del palacio.
Mientras se acercaban al patio, Kiva se sorprendió por la cantidad de
gente que ya estaba practicando combate cuerpo a cuerpo, pelea con
espadas, tiro con arco, lanzamiento de dagas y otros muchos ejercicios
letales.
Por una vez, Naari no vigilaba a Jaren como un halcón, sino que lanzaba
flechas, una detrás de otra, a unas dianas que se hallaban a una distancia
imposible. Recargaba el arco tan rápido que sus manos eran un borrón.
Jaren también estaba en el patio. Su camisa empapada en sudor indicaba
que llevaba allí un tiempo. Hacía tan solo seis semanas, apenas había sido
capaz de moverse, y mucho menos entrenar con alguien, pero su estancia
prolongada en el palacio de invierno había curado todas las heridas
recibidas dentro de la cárcel. Sus movimientos rápidos y fuertes mostraban
con qué velocidad había recuperado la salud. En ese momento,
entrechocaba la firme espada con el formidable capitán Veris.
Kiva no pudo apartar la mirada del príncipe heredero. Había algo
irresistible en él, algo muy adictivo sobre su forma de moverse, las líneas
elegantes y fuertes de su cuerpo, su intensa concentración, el perfecto…
—Oye, que se te cae la baba. Justo por aquí.
Kiva apartó la mano de Caldon y lo fulminó con una mirada ceñuda. Para
intentar ocultar su vergüenza, gruñó:
—¿Por qué hay tanta gente levantada a esta hora tan intempestiva?
—Esto puede que te sorprenda, pero hay todo un mundo lleno de gente
que empieza su día antes de las ocho de la mañana —comentó Caldon con
acritud. Con un empujón hacia delante, añadió—: Creo que es mejor que
mantengamos a cierta persona fuera de tu campo de visión o no
avanzaremos nunca.
Kiva permaneció callada para intentar conservar un poco de dignidad
intacta.
Caldon la llevó hacia el extremo más alejado del patio y al fin se detuvo
delante de un espacio vacío cerca de la esquina.
—Espera aquí, ahora vuelvo —dijo.
Se marchó, y Kiva se quedó observando a un grupo de guardias que
practicaba cerca, maravillada por sus movimientos rápidos y osados. El
espectáculo la catapultó hasta el sangriento motín de Zalindov, donde los
presos se habían alzado contra los guardias de la cárcel. Habían usado las
herramientas de trabajo como armas; blandieron picos, martillos y cinceles
para pelear contra las espadas, mucho más letales. Incluso ahora, Kiva
podía verlo vívidamente; las palmas empezaron a sudarle mientras
recordaba los gritos, la sangre, la muerte.
Inhaló con fuerza, se limpió las manos en las mallas e intentó ralentizar
su pulso. Acababa de tranquilizarse cuando Caldon llegó por detrás y dejó
caer una caja de madera al suelo, con lo que la sobresaltó y le aceleró el
corazón de nuevo.
El príncipe alzó una ceja por su reacción exagerada, pero luego su gesto
se ablandó al ver la cara pálida de Kiva, como si comprendiera con qué
recuerdos estaba lidiando. Para alivio de la chica, no hizo ningún
comentario, solo dijo:
—Empecemos con unos estiramientos.
Tras completar una serie de ejercicios para aflojar los músculos, Kiva
miró a la pareja de guardias más cercana. Las espadas chirriaban con cada
golpe.
—¿Vamos a hacer eso? —preguntó.
Caldon echó la cabeza hacia atrás y se rio.
—Estás loca si crees que voy a dejar que te acerques siquiera a una
espada en un futuro cercano. —Kiva se cruzó de brazos. Las carcajadas de
Caldon remitieron y añadió—: Tengo que ver con qué voy a trabajar.
Enderézate todo lo recta que puedas.
Kiva hizo lo que ordenó y Caldon repasó su cuerpo con la mirada, pero
no con su flirteo habitual. Rezumaba cierta seriedad, la suficiente para que
Kiva se percatara de que aquello era importante para él: el arte de entrenar y
la disciplina requerida.
—Es peor de lo que me imaginaba —musitó el príncipe.
—¿Perdona?
—¿Seguro que estás recta?
—Pues claro que…
—¿Puedo? —Caldon no aguardó a que le diera permiso antes de echarle
los hombros hacia atrás, separarle las piernas de una patada, asegurarle la
columna y alzarle el mentón—. Mejor. Ahora mantén esa postura.
Pasaron unos segundos antes de que los hombros de Kiva empezaran a
curvarse hacia dentro y el mentón bajara. Ella no se habría dado cuenta de
nada si Caldon no le hubiera corregido la postura de nuevo. Empezó a
dolerle un poco la parte baja de la espalda y el ardor se extendió tanto hacia
arriba como hacia abajo cuanto más permanecía en esa posición. El cuello
empezó a gritarle de dolor.
—¿Cuál es el objetivo de esto? —preguntó con los dientes apretados
cuando él le colocó los hombros en su sitio una vez más.
—Tenemos que mejorar tu equilibrio y fortalecer la zona abdominal —
dijo Caldon, dándole un golpe con la espada en el estómago—. Tienes
diecisiete años de malos hábitos que romper, pero esas dos cosas son
importantes. No tiene sentido aprender a hacer algo más difícil —señaló a
los dos guardias que peleaban— hasta que hayas dominado la base.
—Pero solo estoy aquí de pie.
—La forma de erguirte afecta a tus movimientos. Si no puedes erguirte
como es debido, nunca podrás moverte aprovechando al máximo tu
habilidad.
Kiva gruñó entre dientes, pero en el fondo entendió la lógica de lo que
Caldon decía.
Cuando el príncipe señaló que se había acabado el tiempo, Kiva se
esforzó en no desplomarse. Ignoró el dolor sordo en la espalda y el cuello
para concentrarse en la mirada burlona de Caldon. Detestó que él pudiera
percibir su malestar físico.
—Ahora que ya sabes cuál debería ser tu postura —dijo, acercando la
caja de madera—, sube aquí. —Kiva se preguntó si había algún truco y,
vacilante, obedeció. La caja no era muy alta, pero sintió que los músculos se
tensaban al estirarse—. Ahora repítelo de nuevo, pero con la espalda recta.
Kiva repitió el movimiento, pero esa vez en la postura adecuada, y el
dolor le recorrió todo el cuerpo.
—Bien. Repítelo.
Y Kiva lo hizo una vez más.
Y otra.
Y otra.
Mientras seguía con esa tarea mecánica, intentó echar un vistazo por el
patio por si veía algo que sus hermanos quisieran saber. Pero no tenía ni
idea de cómo describir las técnicas de lucha que se practicaban allí y pronto
requirió de toda su atención para mantener las piernas en su sitio mientras
bajaba y subía, una y otra vez.
Le ardían los muslos, el resto de su cuerpo estaba igual de encendido y el
sudor le caía de sitios que no sabía que podían sudar cuando Caldon al fin
le dijo que parase.
—¿Qué tal estás? —preguntó mientras ella se dejaba caer en la caja.
—Con ganas de matarte —jadeó Kiva, masajeándose las piernas.
—Perfecto. Vamos avanzando.
Ella no tuvo energías ni siquiera para taladrarlo con la mirada.
Una cantimplora de agua apareció en su campo de visión y la agarró con
ganas.
—Ve despacito —dijo Caldon. Se la arrebató antes de que Kiva pudiera
agotarla—. Te arrepentirás si bebes demasiado. Aún no hemos acabado. —
Kiva reprimió una queja cuando Caldon la puso de nuevo en pie de un tirón
—. El equilibrio y el fortalecimiento de la zona abdominal son importantes.
Pero, ahora mismo, careces de habilidad para luchar y eso no cambiará de la
noche a la mañana. Si te pasara algo, en plan, si alguien intentase
secuestrarte otra vez, entonces lo mejor que puedes hacer para sobrevivir es
sencillo: echar a correr. —El miedo empezó a inundar a Kiva—. Tu
capacidad física ahora mismo es inexistente gracias a los años que pasaste
en Zalindov, así que tenemos que trabajar en tu resistencia. —Una sonrisa
se extendió por el rostro de Caldon—. Si ahora quieres asesinarme, espérate
a ver cómo te sientes después de esto.
Media hora más tarde, Kiva se estaba preguntando si odio era una palabra
demasiado amable para reflejar lo que sentía por Caldon, sobre todo
después de vomitar por tercera vez en los arbustos que bordeaban el patio
de entrenamiento.
—Te he dicho que no bebieras tanta agua —dijo él, que ni siquiera se
había quedado sin aliento.
—No ha sido el agua —se quejó Kiva, entre quejidos y jadeos—. Ha sido
el idiota sádico que tenemos por príncipe…
—Esa lengua.
—… que no me ha dejado parar ni cuando le he dicho que estaba a punto
de morirme.
—Y, aun así, aquí estás, vivita y coleando. ¿Qué tal la cabeza?
La herida de la noche anterior era el menor de los problemas de Kiva. El
resto de su cuerpo gritaba después de que lo obligaran a correr alrededor del
gran patio tres veces, con tan solo un minuto para descansar entre cada
vuelta. El tiempo suficiente para que ella pudiera vomitar los contenidos de
su estómago.
En vez de admitir lo desgraciada que se sentía, le devolvió a Caldon la
misma pregunta.
—¿Qué tal el hombro? —preguntó. Lo había visto llevarse una mano a
ese punto durante la segunda vuelta y hacer una mueca mientras sus pasos
rápidos agitaban la parte superior del cuerpo.
—Ha vivido épocas mejores —admitió.
Kiva se acercó a él.
—Déjame verlo.
Caldon no protestó y se apartó el cuello hasta revelar el vendaje
manchado de sangre.
Kiva retiró las vendas y le alivió ver que no se le había saltado ningún
punto. Tuvo cuidado de no tocar la piel con las manos sucias y solo palpó
los bordes hinchados por si había señales de infección.
—Todo bien. Estará tierna durante una temporada, pero, si la mantienes
limpia, debería curarse muy rápido.
—No es mi primera herida por apuñalamiento, cielito, ni la peor —dijo
Caldon, lo que le recordó las otras heridas que había visto en su torso la
noche anterior—. Ni será la última. Sé por qué me apunté a esto.
Kiva ahogó la alarma que empezó a sentir y se dispuso a vendarle de
nuevo la herida.
… hasta que sus manos empezaron a brillar.
No.
Las náuseas regresaron con sed de venganza (motivadas esa vez por su
terror) mientras Kiva instaba a la magia a desaparecer y rezaba para que la
luz brillante del sol bastara para que nadie se diera cuenta. Caldon, por
suerte, estaba concentrado en un combate cercano y no se había fijado en la
dorada luz sanadora que fluía de las manos de Kiva justo debajo de sus
narices.
No, no, no.
Kiva apretó los dientes contra el cosquilleo. Las manos le temblaron
conforme peleaba por controlar su poder. Era una cuestión de pura voluntad
evitar que le entrase el pánico mientras se obligaba a terminar de vendar
metódicamente la herida de Caldon. La luz desapareció justo a tiempo: el
príncipe se había centrado de nuevo en ella.
—Tienes manos mágicas.
Kiva casi se desmayó.
—¿Qué? —jadeó, con el corazón martilleándole en el pecho.
Caldon hizo movimientos circulares con el hombro.
—No sé lo que has hecho, pero ya lo noto mejor. Gracias, cielito.
—Yo… —Kiva se interrumpió antes de decir con voz débil—. No he
hecho gran cosa.
Lo cierto era que no había hecho nada en absoluto. Nada mundano, por lo
menos. Pero… su magia…
No quiso pensar en ella, por si al hacerlo animase el regreso de la luz
dorada.
Una casualidad, se dijo. La noche anterior y ese día habían sido
coincidencias desafortunadas, el resultado del cansancio y el estrés, nada
más. Durante diez años había conseguido ocultar su poder. No había ningún
motivo para temer que nada hubiera cambiado, no cuando…
—¿Qué tal el primer día de entrenamiento?
Kiva profirió un gritito cuando Jaren se detuvo a su lado, más sudoroso
que antes. A diferencia de ella, el príncipe heredero parecía revitalizado tras
el ejercicio, con el pelo húmedo, las mejillas sonrosadas y los ojos
cristalinos bajo el sol matutino.
Por una vez, su apariencia no la distrajo, así que aprovechó para estudiar
su rostro por si había visto algo extraño mientras se acercaba. Él la miraba
igual que siempre, por lo que Kiva desechó sus recelos mágicos y se dijo
que no era nada que una buena noche de sueño no pudiera arreglar.
—Le doy puntos por quedarse —respondió Caldon—. Pero no cabe duda
de que hay mucho que mejorar.
Estaba siendo generoso, pensó Kiva. Ella era consciente del trabajo que le
quedaba por delante.
—¿Lista para irte? —le preguntó Jaren.
—No lo sabes tú bien —replicó ella, y lo dijo muy en serio.
—Mañana a la misma hora, cielito —dijo Caldon, desenvainando la
espada. Sin prestar atención al hombro herido, echó a andar hacia donde
Naari aguardaba con su arma lista. El príncipe le guiñó un ojo a Kiva y
concluyó—: Será el momento más bonito de tu día.
Lo observó alejarse antes de volverse hacia Jaren y preguntar:
—¿Cómo de íntimos sois?
Él ladeó la cabeza.
—¿Por qué lo dices?
—Me preguntaba cómo te sentirías si le pasara algo a Caldon. En plan, un
accidente. —Y se apresuró a añadir—: Hipotéticamente hablando, claro.
—Claro —repitió Jaren, con labios temblorosos.
Kiva removió la tierra con la bota.
—Da igual.
Jaren rio y echó a andar hacia los barracones.
—Hipotéticamente hablando, diría que seguramente se merece las
desgracias que se le crucen en su camino.
—Eso es lo que estaba pensando —dijo Kiva, asintiendo con énfasis.
Jaren se rio de nuevo antes de ponerse serio.
—No hace falta que entrenes con él, ¿lo sabías?
—¿Por qué estoy entrenando con él? ¿Por qué no con Naari o… o… con
cualquier otra persona?
—Siempre es bueno aprender del mejor —respondió Jaren mientras
rodeaban a una pareja de guardias, un hombre y una mujer, que estaban
enzarzados en un combate cuerpo a cuerpo—. Cal es uno de los mejores
guerreros del reino. Su madre, la hermana de mi madre, era la general de
nuestros ejércitos y su padre, el comandante de las armadas. Pasó su niñez
aprendiendo el arte del combate y las estrategias de guerra. Lleva
entrenando desde que salió del útero, lo que lo convierte en la persona más
cualificada para enseñarte. Para enseñar a cualquiera.
Kiva frunció el ceño.
—¿Estamos hablando de la misma persona?
Jaren sacudió la cabeza. No para negarlo, sino más bien como si le hiciera
gracia.
—Su forma de comportarse es…
—¿Como la de un depravado arrogante y egocéntrico? —sugirió Kiva.
—Y más —replicó Jaren con una sonrisa—. Pero mi primo es muchas
cosas más de lo que parece a simple vista.
Kiva empezaba a darse cuenta de ello.
—¿Has dicho que su madre era general? ¿Y su padre era el comandante?
El humor persistente de Jaren desapareció.
—Hace tres años, mis tíos subieron a un grupo de soldados de élite a un
barco para practicar en aguas abiertas. Cal debería haber ido con ellos, pero
se despertó muy enfermo esa mañana. Su hermana, Ashlyn, se quedó para
cuidarlo. —Jaren tragó saliva—. Esa tarde apareció una tormenta de la
nada. Azotó la ciudad con tanta fuerza que necesitamos meses de
reparaciones, pero, aun así, era en tierra firme. Mis tíos y sus soldados
seguían en la mar cuando llegó la tormenta. —Tragó de nuevo—. Nunca
regresaron.
Kiva se detuvo en seco al borde del patio de entrenamiento.
—¿Estás diciendo…?
—Cal perdió a sus dos padres ese día —confirmó Jaren, con gesto
sombrío—. Lo habían criado desde su nacimiento para que fuera general
una vez se retirase su madre, con Ash como comandante de las armadas en
cuanto su padre hiciera lo mismo, pero ninguno esperaba que ese momento
llegase tan pronto.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Kiva en voz baja. Los sonidos de las peleas
pasaron a un segundo plano, concentrada como estaba en el relato de Jaren.
—Mi tío tenía bastante gente competente bajo su mando, y todos eran
capaces de supervisar las armadas en su lugar. Pero los ejércitos… Mi tía
era tan querida que a sus lugartenientes les costó mantener el orden —dijo
Jaren, mirando a lo lejos—. Cal y Ash estaban sobrepasados por la pena,
pero todos sabíamos que uno de ellos tendría que encargarse. Debería haber
sido Cal… Ese era el plan desde el principio, lo que él quería. Pero no de
esa forma. —Jaren suspiró—. No tomó el mando. No pudo hacerlo. Así que
Ashlyn se ocupó. Solo le saca unos años y se convirtió en la general más
joven de la historia de Evalon. Pero el respeto que los ejércitos sentían por
ella, por los dos, era inigualable. Los hombres y las mujeres no solo
lucharían por Ashlyn, sino que morirían por ella, pues sabían que ella se
entregaría del mismo modo a su lado. —En voz baja, Jaren admitió—:
Habríamos tenido muchos problemas de no ser por Ash.
—¿Se habrían disuelto los ejércitos? —preguntó Kiva. ¿Cómo algo tan
fuerte se podía romper con tanta facilidad?
—Nunca habríamos permitido que llegase a ese extremo. Pero ocurrió en
un mal momento. Hace tres años, cuando todo esto estaba pasando, los
rebeldes empezaron a convertirse en una auténtica molestia.
Molestia… Kiva casi se rio al oír esa palabra. Seguro que a Torell y
Zuleeka no les haría gracia.
—Sus ataques se volvieron más osados, hasta el punto de ser
abiertamente hostiles. Causaron daños en pueblos y mataron a todo aquel
que se opuso a ellos. Siempre evitaban las grandes ciudades, y siguen
haciéndolo, pero los pueblos pequeños eran objetivos fáciles. Fue… —
Jaren sacudió la cabeza—. Bueno, fue un desastre, la verdad. Y la cosa
empeoró porque nuestras fuerzas estaban desorganizadas y aguardaban a
que un líder tomase los mandos. Y eso fue lo que hizo Ashlyn.
Abiertamente hostiles, causaron daños en pueblos y mataron a… Kiva
apartó estas palabras de su mente, segura de que debía haber una
explicación. Su hermano lideraba las fuerzas rebeldes y Tor no permitiría
ese tipo de violencia sin sentido sin un buen motivo.
—¿Por qué Ashlyn no usó los ejércitos para detener a los rebeldes?
—Era demasiado tarde. Habían tenido demasiado tiempo para afianzarse
y ganar seguidores. Años y años de sumar gente a sus filas y de expandirse
por Evalon y más allá hizo que fuera imposible cazarlos y acabar con su
movimiento por completo. Pero Ash se esforzó todo lo que pudo para
defenderse, para proteger a nuestro pueblo de los peores ataques. También
protegió a los rebeldes de sí mismos. Aunque no se dieran cuenta. O no les
importase.
Kiva se preguntó qué pensarían sus hermanos de las palabras de Jaren, si
ofrecerían una defensa. Pero entonces una pareja de combatientes le resultó
familiar y llamó su atención, y su mente regresó a Caldon mientras los
observaba a él y a Naari en el patio de entrenamiento. Sus espadas eran un
borrón de movimiento.
—¿Qué le pasó a Caldon? —preguntó en voz baja.
—Nada —respondió Jaren en el mismo tono—. Y ese es el problema. No
está haciendo nada con su vida. No tiene un propósito ni un rumbo. Antes
del accidente, pasaba todo el tiempo entrenando y estudiando para
convertirse en el siguiente general, pero ahora no quiere ni pisar un
campamento militar. Y no ha visto a su hermana en tres años… No desde
que ella aceptó el cargo. Cuando Ashlyn viene a Vallenia, Cal siempre
encuentra una excusa para estar en otra parte. Es como si evitara cualquier
cosa que pudiera recordarle a sus padres.
—Pero parece tan… —Kiva buscó la palabra adecuada antes de decidirse
por—: Despreocupado.
Jaren tardó en responder mientras observaba a su primo pelear con Naari.
—A veces las personas que actúan como si no les importase nada son las
que más se preocupan en realidad. Sus sentimientos son tan intensos que los
sobrepasan y, para no derrumbarse, se esconden detrás de sonrisas fáciles y
carcajadas rápidas, para actuar como si nada importase. Es un mecanismo
de defensa, una forma de protegerse del mundo. Una forma de evitar que les
hagan daño.
—No es sano —dijo Kiva, aunque ella tampoco era quién para juzgar,
dado que había convertido en un arte lo de alejar a la gente para protegerse.
—Es posible —dijo Jaren. Se dio la vuelta y le indicó por señas que lo
siguiera de nuevo—. Pero cada uno procesa las emociones de una forma
distinta. Hasta que Cal esté listo para lidiar con lo que ocurrió, lo único que
podemos hacer es estar aquí, a su lado, aunque a veces sea un incordio.
—¿A veces? —musitó Kiva, pero el comentario fue desganado.
Odiaba que el príncipe libertino hubiera perdido a sus padres tan joven.
Entendía sus sentimientos de un modo que no le acababa de gustar. Y, del
mismo modo, odiaba sentir tanta empatía por él, ya que eso solo
complicaría más su misión.
¿Qué les pasaba a los príncipes Vallentis? ¿Por qué tiraban de su fibra
sensible a un nivel tan profundo? ¿Por qué tenían que ser tan… tan…?
Kiva no se permitió terminar ese pensamiento y cerró la puerta de esa
parte de su mente.
—Pero es cierto —dijo Jaren, reclamando su atención—. Lo que he dicho
antes… No tienes por qué entrenar con él si no quieres. No tienes por qué
entrenar con nadie.
—¿Y qué crees que debería hacer?
Jaren caviló su respuesta mientras la conducía por los barrancones hacia
el sendero de gravilla.
—Si vuelve a ocurrir algo como lo de anoche, me sentiría más cómodo
sabiendo que puedes defenderte o que, al menos, puedes correr hasta un
lugar seguro. Pero lo que yo quiero no importa. ¿Qué es lo que tú quieres?
Eso no era algo que Kiva pudiera responder con sinceridad, no a Jaren.
Quizá ni siquiera a sí misma. Así que lo que dijo fue:
—Estoy de acuerdo.
—¿Así que seguirás entrenando con él?
—Por ahora —dijo, aunque le costó.
—Me alegro —respondió él, claramente aliviado—. Si Cal se pasa,
dímelo y hablaré con él. No quiero que te sientas incómoda. Nunca.
Sus palabras calentaron a Kiva, pero las apartó a un lado.
—Puedo manejar a tu primo.
—Sé que puedes —replicó él, y eso también la calentó por dentro—. Pero
la oferta sigue en pie.
Antes de que pudiera repetírselo, un criado se acercó desde palacio e hizo
una reverencia profunda a Jaren. Luego le entregó una nota y se alejó de
nuevo.
El joven rompió el sello de cera, leyó por encima las palabras y se giró
hacia Kiva con una expresión indescifrable.
—¿Qué? —preguntó la chica.
—Mi madre te ha invitado a almorzar.
Kiva parpadeó.
—¿Qué? —repitió.
—Y el consejo real quiere hablar conmigo —prosiguió Jaren, plegando
de nuevo la nota—. Así que parece que tú vas a comer tu peso en pasteles
mientras yo tengo que quedarme sentado en una sofocante sala subterránea
escuchando a gente que se piensa que sabe más que los demás.
Sin poder moderar su curiosidad, Kiva preguntó:
—¿Os reunís bajo tierra?
—Por temas de seguridad. Menos riesgo de que alguien nos escuche si no
hay ventanas.
Kiva habría dado lo que fuera para espiar esa reunión, pero no se le
ocurrió un motivo para convencer a Jaren de que la dejara acompañarla,
sobre todo con la invitación de la reina en mano.
—Me sacrificaré —dijo con una sonrisa forzada—, pero cumpliré con mi
deber si tú cumples con el tuyo.
Jaren arqueó las comisuras de la boca.
—Qué noble. —Luego suspiró y su buena voluntad se evaporó—. Tenía
planeado llevarte a los establos y mostrarte los terrenos a caballo, pero
supongo que tendrá que esperar. Como tú dices… el deber me llama.
CAPÍTULO SIETE
K iva apenas tuvo tiempo de asearse y cambiar de ropa antes de que una
criada llegase para conducirla a la Sala Fluvial del palacio occidental.
Allí encontró a la reina Ariana reclinada en uno de los cómodos sofás, con
la princesa Mirryn sentada enfrente. Su inquietud se incrementó al verla,
pues sabía que Mirryn podía ser atenta y generosa, pero su humor se
tornaba cínico y mordaz con rapidez.
—Kiva, querida, qué maravilla que hayas podido acompañarnos —dijo la
reina, levantándose para saludarla con un beso en la mejilla.
Mirryn la saludó con un gesto del mentón mientras se alisaba el vestido
rojo vino y observaba a Kiva sentarse. Ariana también llevaba un vestido, el
suyo de azul oscuro con una compleja pedrería. Kiva sintió que no se había
vestido para la ocasión.
—Gracias por invitarme. Es un honor estar aquí.
La reina sonrió con bondad.
—No hace falta ser tan educada. Estás entre amigas. —Kiva se habría
sentido más cómoda en un foso de serpientes, pero se obligó a devolverle la
sonrisa a Ariana—. No sabía lo que querrías comer, así que he pedido en
cocina que nos preparen una selección. —La reina se acercó a una mesa
casi desbordante de comida—. Ahora te traigo un plato.
Incómoda por la idea de que la reina la sirviese justo como la noche
anterior, Kiva se removió mientras Ariana procedía con su tarea mientras
tarareaba por lo bajo. Había algo muy gentil en la reina, algo tan
encantador que a Kiva le costó una vez más verla como la villana que
llevaba una década imaginando. Pero no podía permitirse concebirla de un
modo distinto. Por lo que ella sabía, aquello podía ser una artimaña. La
reina contaba con años de experiencia en los que había aprendido la
grandeza que acompañaba a su título. Daba igual cómo se comportase, Kiva
no tenía forma de saber lo que ocultaba bajo esa fachada de consideración.
Una hora más tarde, sin embargo, a Kiva le estaba costando recordar que
se hallaba en compañía de su enemiga, sobre todo porque la reina se había
pasado todo el rato compartiendo historias adorables sobre la infancia de
Jaren.
—… y desde entonces que le dan un miedo espantoso las tortugas —
concluyó Ariana su último relato.
Mirryn rio contra la taza de té.
—Es cierto. Yo estaba allí.
—Mi hijo el intrépido —dijo Ariana con un afecto evidente. Miró a Kiva
y añadió—: Se horrorizará si se entera de que hemos compartido esa
historia contigo.
—Mis labios están sellados —prometió Kiva con una sonrisa genuina.
—No, deberías usarlo para avergonzarlo en algún momento —dijo
Mirryn—. Le sentará bien que alguien le ponga los pies sobre la tierra de
vez en cuando.
Kiva consideró este comentario, curiosa por saber por qué la princesa
decía eso sobre su hermano. De hecho, era Mirryn quien necesitaba que le
bajasen un poco los humos.
—Seguro que tú tienes alguna historia interesante sobre mi hijo —le dijo
Ariana mientras le rellenaba la delicada taza de té—. Jaren no nos ha
contado casi nada del tiempo que pasó en Zalindov. ¿Cómo os conocisteis?
¿Qué tal es ese sitio?
Toda la comida deliciosa que Kiva había ingerido en la última hora se
revolvió en su estómago.
Con una consideración muy poco habitual en ella, Mirryn acudió a su
rescate.
—Yo preferiría saber más sobre el secuestro de ayer. No me puedo creer
que nadie viniera a buscarme… Me perdí toda la historia.
—¡Me había olvidado! —dijo la reina con una mirada preocupada
mientras examinaba la sien de Kiva—. ¿Qué tal tienes hoy la cabeza?
—Está mucho mejor.
—Los sanadores de Silverthorn valen su peso en oro.
—Hablando de oro —intervino Mirryn. Su mirada se llenó de pasión
cuando se volvió hacia su madre—. Estoy pensando en que los colores para
la fiesta sean el azul y el dorado. ¿Qué te parece?
Kiva sintió que se habían saltado algún paso, pero la reina asentía
despacio con el semblante pensativo.
—Se lo diré a los decoradores —dijo. Al ver el desconcierto de Kiva, se
explicó—: En menos de quince días es el cumpleaños de Mirryn y lo
celebrará con un baile de máscaras.
—El mal tiempo nos dejó atrapados en las montañas más de lo que yo
esperaba —le contó Mirryn—. Desde que volvimos voy por ahí como pollo
sin cabeza, organizando todos los detalles.
—No solo has organizado la fiesta —replicó Ariana con una sonrisa
maliciosa—. He oído que te has pasado las noches escribiendo cartas a esa
misteriosa novia tuya. ¿Podremos conocerla al fin en tu cumpleaños?
Mirryn se limpió las migas del regazo.
—Puesto que no responde a mis misivas y en la última que recibí me
contaba que lo mejor sería romper, solo puedo deducir que no vendrá.
A Ariana se le descompuso el rostro.
—Ay, Mirryn, cuánto lo siento. Sé lo feliz que te hacía esa chica.
—Solo la felicidad de los tontos depende de otras personas —respondió
la princesa con el semblante endurecido, pero Kiva percibió el dolor que
sentía. Ariana también lo vio y se cambió de sitio para sentarse junto a su
hija y tomarla de las manos.
—Pase lo que pase —dijo en voz baja—, hay alguien perfecto para ti
esperándote, mi preciosa hija. Te lo prometo.
Mirryn apartó la mirada, pero Kiva captó el brillo de las lágrimas en sus
ojos.
—Lo sé —susurró—. Y ahora la he perdido.
—Cariño —musitó Ariana, y se inclinó para abrazarla.
Kiva bajó los ojos y aguantó un pinchazo de celos, de anhelo. Habían
pasado más de diez años desde que ella hubiera recibido la caricia cariñosa
de una madre. Al ver a Ariana abrazar a Mirryn, el pecho se le contrajo.
Supo que nunca volvería a tener aquello.
Mirryn carraspeó y se apartó; se limpió los ojos y reclamó su taza de té.
Sin mirar a nadie, declaró:
—Creo que deberíamos usar a la chef Laveau para el cáterin, pero quiero
que la tarta sea de Euphorium. Nuru es una experta en sabor y diseño.
Al ver cuánto sufría su hija por su amor perdido, Ariana permitió el
cambio de tema.
—Coincido —dijo sin más—. Las dos han demostrado ser muy
competentes en celebraciones pasadas.
Juntas, la reina y la princesa se enfrascaron de nuevo en el baile de
máscaras y se pusieron a compartir ideas para la decoración, la música y el
menú. Kiva permaneció callada la mayor parte del tiempo, ignorando con
resolución la compasión que sentía al ver la tristeza tras los ojos de Mirryn.
Respondía cualquier pregunta con lo que creía que querían oír las dos.
Estaba pensando en la mejor forma de salir de la conversación cuando la
puerta de la Sala Fluvial se abrió para dar paso a un estallido de actividad.
Dos estallidos, en realidad.
Tipp y Oriel, en un descanso de sus estudios.
Y detrás de ellos iban Caldon, Naari y Jaren; el último tenía muy buen
aspecto con una camisa negra y las mangas enrolladas hasta los codos. Los
antebrazos musculosos llamaron la desvergonzada atención de Kiva.
—¡Estás a-aquí! —gritó Tipp y echó a correr directamente hacia Kiva,
con lo que interrumpió su obvia contemplación de Jaren.
—Tipp —lo regañó cuando el muchacho rebotó en el sofá a su lado—,
acuérdate de tus modales.
—Ah, s-sí —dijo él. Se puso de pie de un salto y luego se sentó otra vez,
pero más despacio.
—Eso no es lo que… —Kiva se interrumpió con un suspiro—. Da igual.
Todos los que tenían más de once años se rieron, aunque el príncipe Oriel
requirió la atención de Kiva cuando, con timidez, le acercó algo: una flor de
nieve.
—¿Para mí?
Oriel asintió hacia el suelo, con las mejillas sonrosadas.
—Estaba practicando mi magia y Jaren me dijo que eran tus favoritas.
Kiva alzó la mirada y se encontró con una discreta sonrisa en el rostro de
Jaren. Ella solo había compartido su amor por las flores blancas invernales
tras su huida de Zalindov, durante un momento de reflexión en el que le
había sacado a colación la flor que Jaren había creado de la nada en los
túneles. Hasta ese día, no recordaba si había preferido esas flores antes o
solo después de ese momento.
—Es preciosa —le dijo a Oriel. Inhaló su aroma fresco y dulce antes de
colocarse el tallo en la oreja.
Las mejillas del joven príncipe se sonrosaron más por aquello.
Como no quería incomodarlo, Kiva se inclinó para susurrarle:
—¿Sabes qué?
—¿Qué?
Transfirió la flor a su oreja y escondió el tallo entre sus suaves rizos
rubios.
—Creo que te queda mucho mejor a ti. —Con un dedo le tocó la punta de
la nariz y lo hizo reír—. ¿Me la guardas?
Oriel asintió con entusiasmo. Una sonrisa tímida, pero más luminosa,
apareció en su rostro.
—¡Yo t-también quiero una! —dijo Tipp, rebotando junto a Kiva—. ¿Ori,
p-por favor?
El príncipe arrugó la cara en un gesto de concentración y, unos segundos
más tarde, una flor de nieve idéntica apareció en su mano. Tipp se lo
agradeció con efusividad y se la colocó en la oreja. Sonreía de placer.
—¡Ahora s-somos gemelos! —dijo emocionado.
—Y unos gemelos muy guapos —declaró la reina Ariana, aún sentada
junto a su hija—. Diría que, con esas flores, sois los más guapos de todo el
reino.
—Cuidado o pondrás celoso a Jaren —dijo Mirryn arrastrando las
palabras. Ya no había ni rastro de tristeza en sus ojos. Había encerrado con
firmeza sus emociones—. No está acostumbrado a tener competencia.
—Claro que sí —replicó Caldon con fanfarronería. Naari puso los ojos en
blanco.
—Toma, Jaren —dijo Oriel tras crear otra flor de nieve.
—Gracias, Ori, me encanta —respondió Jaren y le alborotó el pelo.
—¿Dónde está la mía? —preguntó Caldon.
—Ayer dijiste que Flox estaba gordo. No está gordo… solo es peludito.
Caldon arqueó una ceja.
—¿Y?
—No voy a hacerte nada hasta que te disculpes con él.
La querida mascota de Oriel eligió ese momento para entrar en la sala
dando saltos, como un rayo plateado y blanco que fue directo a por Jaren.
Allí se restregó contra las piernas del príncipe cual gato antes de tumbarse
sobre sus botas.
Kiva había conocido a Flox a su llegada al Palacio Fluvial y, tras pensarlo
bien, aún no tenía ni idea de qué tipo de criatura era. La mejor conclusión a
la que había llegado era: parte zorro, parte hurón, parte mapache, todo
combinado para formar un bulto infame de travesuras. Lo único que sabía
con certeza era que poseía tanta energía como Tipp y Oriel y que estaba
enamoradísimo de Jaren. Y Kiva no lo culpaba.
—Puedes quedarte con tu flor, chico —dijo Caldon con una sonrisa
mientras observaba a Jaren intentar separarse de Flox. Solo consiguió que la
peluda criatura se aferrara a él con fiera desesperación—. Me guardo mi
disculpa.
—Aunque apreciemos vuestra compañía —los interrumpió la reina
Ariana—, ¿puedo preguntar por qué nos bendecís con vuestra presencia?
Su pregunta iba dirigida a toda la sala, pero fue Caldon quien respondió.
—Jaren necesita desahogarse un poco. —Miró a Ariana, luego a Mirryn y
preguntó—: ¿Tenéis tiempo para un viaje rápido abajo? Ya lo hemos
hablado con la tutora de Ori.
La expresión de la reina se tornó preocupada al mirar a su hijo mayor.
—¿La reunión con el consejo no ha ido bien?
—No ha ido, punto —respondió Jaren, tenso—. El gran maestro Horeth
ha enviado una nota para posponerla hasta esta tarde.
El príncipe cejó en su empeño de desprenderse de Flox y recogió la bola
de pelo plateada del suelo. Le acarició el cuerpo nervioso hasta que se
tranquilizó y, en cuestión de segundos, Flox cerró los ojos y cayó en un
sueño ligero.
Kiva disfrutó de esa visión, de lo pura, de lo genuina que era.
—Hoy aún tengo muchas cosas que planear para la fiesta. Que sea rápido
—dijo Mirryn, levantándose para encaminarse hacia la puerta con la reina a
su lado.
Sin saber lo que estaba ocurriendo, Kiva se levantó para seguirlos. Tipp
se apresuró a acercarse a Oriel mientras el joven príncipe recogía a Flox de
los brazos de Jaren.
Kiva, sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando los dedos de
Caldon se enroscaron en su codo.
—Lo siento, cielito, pero tendrás que entretenerte sola durante un rato. —
Su mirada pasó a Tipp—. Tú también, chico.
Tipp parecía abatido.
—No pasa nada. Déjalos que vengan —dijo Jaren.
Ariana y Mirryn se detuvieron en la puerta y lo miraron con las cejas
alzadas.
Caldon se giró hacia su primo con alarma en los ojos.
—Una cosa es que lo sepan, al menos ella, y otra que lo vean.
Su afirmación dejó perpleja a Kiva. Y a Tipp. Pero en la habitación nadie
más parpadeó siquiera.
—Caldon tiene razón —dijo despacio la reina.
Para su sorpresa, fue Mirryn quien defendió a Kiva.
—Ella ya ha visto mucho. Y lo ha notado, ya que estamos.
—Eso era diferente —objetó Caldon.
—Confío en ellos —dijo Jaren—. Si alguno tiene un problema con eso,
que no venga.
Sin añadir ni una palabra más, salió de la sala.
—Está de un humor estupendo —musitó Mirryn.
—La nota de Horeth implicaba que el consejo va a exigir respuestas por
sus últimos actos —les informó Naari con un gesto de desaprobación en los
labios—. Se está preparando para una tarde desagradable.
El semblante de la reina reflejó preocupación cuando siguió a su hijo con
la mirada; nadie ofreció más argumentos en contra de que Kiva y Tipp los
acompañaran. Ariana se apresuró tras su hijo, con Mirryn y Naari a su lado,
y Oriel y Tipp las siguieron brincando.
A solas con Caldon, Kiva aguardó por si intentaba detenerla de nuevo.
Al ver que dudaba, el príncipe le dirigió una sonrisa de disculpa, una que
no alcanzó sus ojos.
—Lo siento, cielito. Me pongo protector con mi familia.
Kiva se acordó de Jaren, de cuando compartió la trágica historia sobre los
padres de Caldon. El corazón se le encogió en el pecho con un pinchazo de
dolor.
—Lo entiendo. La familia lo es todo.
Dioses, cuánto lo entendía ella.
Una sombra cruzó el semblante de Caldon mientras le sostuvo su mirada
compasiva.
—Todo no. No siempre. A veces lo mejor es dejarlos marchar.
Su hermana. Kiva casi se había olvidado de ella. Pero no creía que
Ashlyn Vallentis apoyara la decisión de Caldon de evitarla durante los tres
últimos años.
—Y a veces tienes que aferrarte con fuerza a ella —rebatió Kiva.
Sin querer, pensó en la difícil reunión que había tenido con su hermana.
Detestaba la idea de que esa tensión persistiera entre ellas para siempre…
O, peor, que se convirtieran en algo parecido a Caldon y Ashlyn y eligieran
conscientemente no verse. Perturbada por esa idea, decidió que en cuanto
sus caminos se cruzaran de nuevo se esforzaría más por arreglar lo que se
hubiera roto entre ellas. Con suerte, Zuleeka reconocería sus esfuerzos y
contribuiría.
—Me parece que no coincidimos en eso, bombón —dijo Caldon. Apartó
a un lado la melancolía y le colocó un brazo sobre los hombros para
arrastrarla hacia la puerta—. Venga. Jaren dice que ha llegado el momento
de vernos entrenar, así que será mejor que nos pongamos en marcha no sea
que te pierdas lo bueno.
Kiva tropezó a su lado y arrugó la frente al repetir una palabra.
—¿Entrenar?
La única respuesta que ofreció Caldon fue:
—Date prisa y lo verás.
CAPÍTULO OCHO
J aren estaba esperando a Kiva y a Caldon al final del pasillo; los otros
habían avanzado un poco más. Guardó silencio mientras bajaban a la
planta baja y seguían hasta el subterráneo.
Con el palacio dividido en dos por el Serin, Kiva había cuestionado sus
defensas nada más llegar, pero Jaren le aseguró que sería casi imposible de
tomar por fuerzas enemigas. Si invadían un lado, la familia real solo tenía
que huir al otro a través del puente privado. Si el enemigo descubría este
pasaje, existía toda una red de túneles subterráneos por debajo del río que
conectaba la residencia oriental con la occidental. Por ahí cruzaban los
criados y los guardias a todas horas del día.
Kiva se había sentido un tanto mareada al descubrir lo bien que estaba
protegido el palacio; le costó reconocer que era otro reto al que debía
enfrentarse su familia para hacerse con el trono. Hasta ese día, no había
pisado los túneles y había deducido sin más que se parecían a los de
Zalindov: una telaraña de pasajes oscuros y claustrofóbicos, de los cuales
muchos estaban sumergidos en parte. Pero enseguida vio que no era el caso,
puesto que descubrió un pasadizo con pilares de mármol y suelo de piedra
pavimentada tan amplio que cabían tres carromatos unos junto a otros. El
túnel estaba seco, limpio y había una infinidad de lámparas de luminio en
los pilares que inundaban el espacio con una luz brillante y acogedora.
—Impresionante, ¿eh? —comentó Caldon al ver la expresión de Kiva.
Ella asintió sin mediar palabra y siguió al pequeño grupo. Mentalmente
fue registrando cada puerta y sendero secundario que dejaban atrás.
Pretendía volver más tarde para explorar más.
Cuando alcanzaron un punto cerca de donde Kiva había deducido que se
hallaba la ribera por encima de sus cabezas, giraron en un pasaje más
estrecho; ese le recordaba más a los de Zalindov. Se le puso la piel de
gallina cuando los recuerdos asaltaron su mente, pero los apartó y respiró
hondo para que el miedo no arraigara.
El pasadizo terminaba en una puerta de madera con una cerradura de
hierro, pero, en vez de sacar una llave, Mirryn chasqueó los dedos hacia
arriba. Una ráfaga de viento precedió el traqueteo de la cerradura girando.
Acto seguido, la puerta se abrió sobre sus chirriantes goznes.
—Qué p-pasada —susurró Tipp con una gran sonrisa.
Detrás de la puerta había una escalera tallada en el suelo que conducía
hacia abajo, pero con una inclinación mucho más pronunciada. Allí no
había lámparas de luminio, la oscuridad engullía el camino. Nadie parecía
ni una pizca molesto por aquello; Mirryn, Jaren y Caldon agarraron unas
antorchas de madera que había en una cesta en el suelo. Jaren agitó la mano
y las antorchas se encendieron en tres llamas brillantes, inundando así la
escalera con su luz.
Kiva controló su temor y siguió al grupo escalera abajo. Le dolían los
muslos para cuando llegaron al fondo y entraron en una cámara húmeda que
olía a tierra. Los dolores del ejercicio de la mañana volvieron a hacerse
notar. Solo desaparecieron cuando, con otro movimiento de la mano de
Jaren, el fuego recorrió la sala y encendió varios apliques encajados en las
paredes. Ante ella apareció un espacio que le quitó el aliento.
Era una enorme caverna subterránea. Las ricas paredes de piedra caliza se
alzaban muy por encima de su cabeza, con grandes estalactitas que
descendían perezosas y regordetas estalagmitas que se alzaban desde el
suelo rocoso. En medio de la expansión vacía había una charca de agua
turquesa que se retorcía en un recodo hasta desaparecer. La superficie no se
movía, a excepción de unas olas pequeñas en los bordes escarpados.
—¡Guau! —jadeó Tipp mientras examinaba la cueva.
—Bienvenidos a nuestro espacio de entrenamiento —dijo Caldon con un
ademán elocuente del brazo.
—¿Entrenamiento para qué? —preguntó Kiva, aunque empezaba a
adivinarlo.
—Para nuestra magia —respondió la princesa Mirryn, con lo que
confirmó las sospechas de Kiva.
Jaren colocó la antorcha llameante en un aplique vacío y se acercó a Kiva.
Con un esfuerzo visible para suprimir los sentimientos sobre la próxima
reunión del consejo, explicó:
—Mucha gente piensa que, como nacimos con magia, sabemos de forma
automática cómo usarla. Y eso es, en parte, cierto. Te conté anoche que es
como otra extremidad, integrada por completo en nuestro ser. Pero, del
mismo modo, también es como un músculo. Y, como cualquier músculo,
tenemos que fortalecerlo. —Señaló la caverna y añadió—: Para ello,
necesitamos un espacio seguro, escondido del público. —Arrastró los pies
por la tierra—. Yo, al menos, lo necesito.
Kiva abrió los ojos al entenderlo. Solo un puñado de gente sabía que
Jaren podía controlar los cuatro elementos, y por eso debía practicar en
secreto. Una vocecita en su mente le recordó que ella también tenía magia
que funcionaba como un músculo, algo que necesitaría usar, estirar, crecer,
pero ignoró esa voz para centrarse en Jaren que, tras girarse hacia Tipp, se
agachó hasta estar al mismo nivel que el muchacho.
—Vas a ver cosas y necesito saber que no se las contarás a nadie —dijo
con seriedad—. Antes he dicho que confiaba en ti. ¿He acertado?
Más solemne de lo que Kiva lo había visto nunca, Tipp asintió.
—Lo juro, J-Jaren. Puedes c-c-contar conmigo.
—Buen chico —dijo Jaren y le apretó el hombro. Luego se acercó más a
Kiva, se quitó la flor de nieve de la oreja y se la transfirió con gentileza a la
suya—. ¿Puedes guardarme esto? Es muy valioso.
La forma en que la miró le hizo pensar que no hablaba de la flor. Su
pulgar le rozó la mejilla en una caricia ligerísima, lo justo para hacerle
temblar las piernas, y luego se dio la vuelta y se adentró más en la caverna,
hacia la orilla del agua.
Sin mediar palabra, Mirryn, Ariana y Caldon se marcharon tras él; Oriel
hizo lo mismo, pero solo tras depositar al dormido Flox en los brazos de
Kiva.
Kiva miró a la criatura que roncaba con suavidad, sacudió la cabeza con
desconcierto e hizo amago de seguir a la familia real, pero Naari la contuvo.
—Será mejor que nos mantengamos lejos —dijo. Señaló una enorme
piedra plana que sobresalía en un ligero voladizo, con vistas directas a la
moderada pendiente del río.
Tras sentarse entre Naari y Tipp, Kiva guardó silencio mientras esperaba
a ver qué ocurría. Hasta Tipp estaba inusualmente callado, aunque lo notaba
hervir de emoción a su lado.
Mientras acariciaba el suave pelaje de Flox (con lo que se ganó un sonido
adormilado de gozo), Kiva descubrió que se le aceleraba el pulso y la
expectación le llenaba las venas. No tenía ni idea de lo que iba a presenciar,
pero presentía que era algo que muy poca gente podría ver.
En la orilla del río, Jaren le daba la espalda al agua, mientras que su
madre, hermana, hermano y primo estaban cara a él, pero alejados los unos
de los otros. Al verlos así, Kiva se percató de lo que representaban. Ariana
controlaba la magia acuática, el poder más fuerte en Mirryn era el del
viento, Oriel era un elemental de tierra y Caldon, al ser del linaje Vallentis
por parte de madre, tenía una afinidad por la magia ígnea.
Y luego estaba Jaren, que dominaba los cuatro elementos.
—¿Qué v-van a…? —la pregunta que susurró Tipp se vio interrumpida
cuando, de repente, la luz estalló en la caverna.
Pero no una luz cualquiera.
Caldon había estirado los brazos como un director de orquesta mientras
señalaba los apliques de las paredes que recorrían toda la cueva. Las llamas
crecieron bien altas hasta que se alejaron de la piedra caliza. Múltiples bolas
de fuego surcaron el aire… directamente hacia Jaren.
El príncipe heredero alzó las manos, a su espalda el agua se elevó del río
y lo envolvió para apagar el infierno que traían las llamas.
Pero entonces la reina dio un paso adelante y agitó los dedos, con lo que
más agua del río se elevó y rodeó a Jaren. El agua nueva empujó la que ya
había allí hacia dentro, hasta que Jaren quedó casi oculto tras una montaña
de líquido.
Kiva abrazó a Flox con tanta fuerza que la criatura profirió un quejido de
disgusto, pero no pudo tranquilizarlo. Tenía miedo de estar viendo cómo
Jaren se ahogaba dentro de una masa de agua.
Sin embargo, enseguida quedó claro que Jaren sabía lo que hacía. Con un
empujón de las manos, el agua estalló en millones de gotas que salpicaron a
su familia. Con ello reveló que el ataque no le había afectado, ya que no
quedaba ni una pizca de humedad en su cuerpo.
Y ahí fue cuando la auténtica batalla empezó.
Mirryn extendió un brazo y Jaren jadeó cuando se vio lanzado con
violencia hacia atrás, pero usó su propia magia aérea para detenerse en
medio del río. Un sonido ensordecedor resonó en toda la cueva antes de que
el príncipe heredero regresara a la orilla: una estalactita se había roto sobre
ellos por orden de Oriel y se precipitaba como una lanza letal. Aquello no
afectó a Jaren, que seguía flotando. Dio una palmada y con eso rompió la
roca en polvo caliza que cayó inofensivo sobre el agua. Pero entonces se
percató de que era una distracción porque, al mismo tiempo, Caldon había
disparado otra ronda de bolas de fuego en su dirección, mientras Mirryn
hacía un movimiento circular con las manos, y Jaren acabó atrapado en un
tornado en miniatura que giraba sin control.
Kiva estaba segura de que el fuego de Caldon iba a quemar a Jaren, sobre
todo porque el príncipe heredero pareció buscar la magia acuática y el río
no respondió a sus órdenes, sino que se hundió ante el peso de lo que fuera
que estuviera haciendo la reina. Era como si lo presionase contra la tierra
para evitar que defendiera a Jaren.
De repente, Kiva no pudo respirar. Pensó que era por los nervios de lo
que estaba viendo, que se le habían paralizado los pulmones, pero entonces
todos los fuegos de la sala chisporrotearon hasta sumir la cueva en una
oscuridad absoluta y se dio cuenta de que Jaren era el causante: había
eliminado todo el aire para liberarse del tornado de su hermana y, a su vez,
apagar las llamas de Caldon antes de que lo alcanzaran.
Era astuto… muy astuto. Pero Kiva no podía admirar por completo su
estrategia. Ciega, ahogándose y asustada por los mismos sonidos de asfixia
procedentes de Tipp y Naari, junto con el angustiado Flox, solo contenía el
pánico porque sabía que Jaren nunca permitiría que le ocurriera nada malo a
su familia… ni a ella.
Y, en efecto, en cuestión de segundos inhalaba de nuevo aire fresco y, con
él, el fuego estalló otra vez… no solo en los muros, sino también en los
dedos de Jaren. Ahí se quedó el tiempo justo para que el príncipe lo lanzase
como una jabalina hacia su primo.
Caldon esquivó el ataque y el fuego se estampó a su espalda, en la piedra
caliza, con un rugido de chispas. Una segunda jabalina de Jaren tuvo a
Caldon esforzándose para invocar un escudo de fuego con tal de absorber
las otras llamas. Lo consiguió justo a tiempo.
—¡Tendrás que esforzarte un poco más! —se jactó el disoluto príncipe.
Jaren no pudo responder, porque el resto de miembros de su familia
seguía enviándole sus ataques. El viento le agitaba la ropa y el cabello,
aunque no lo levantó del suelo. Kiva se dio cuenta de que estaba anulando
lo que Mirryn intentaba hacer. Al mismo tiempo, el agua se elevó de nuevo
para formar una serpiente parecida a la que habían visto la noche anterior en
el Festival del Río. La serpiente se movió para atacar a Jaren, pero él apuntó
con un dedo no hacia la bestia, sino hacia el suelo donde él se hallaba, y un
crac poderoso resonó justo cuando una parte se rompió y se alzó para
protegerlo y llevarse el grueso del ataque. Sin embargo, lo que Jaren no vio
fue el movimiento furtivo de Oriel: el joven príncipe había dirigido unas
vides camufladas en el suelo para que se enroscaran alrededor de los
tobillos de su hermano. Con un gesto rápido de su mano, tiraron de los pies
de Jaren. El escudo de tierra era lo único que impedía que la serpiente de la
reina lo engullera mientras se defendía también de las plantas trepadoras
que avanzaban a toda velocidad por su cuerpo para atraparlo y quitarle con
un apretón el aire de los pulmones.
Un fogonazo de luz hizo que Kiva se encogiera. Jaren había invocado una
espada hecha de llamas y la usaba para cortar las vides. Liberado de su
agarre, saltó para ponerse de pie y dirigió una mirada cargada de orgullo
hacia su hermano pequeño por sus esfuerzos. Pero el respiro fue breve, con
Caldon, Mirryn y Ariana lanzando nuevos ataques contra Jaren, y Oriel
implicándose de nuevo en la lucha.
Kiva no supo cuánto tiempo siguieron así, con tierra, fuego, aire y agua
moviéndose por la caverna de formas que nunca había imaginado posibles.
Lanzaron trozos de hielo como dagas, una grieta se abrió bajo los pies de
Jaren, un caballo y su jinete de llamas cargaron contra él y casi lo hicieron
caer al río. Y la cosa seguía. Los ataques aumentaron su creatividad y
dificultad cuanto más tiempo seguían con la pelea. A Kiva se le tensó el
estómago al darse cuenta de que eso era lo que significaba ser un
Vallentis… y eso era a lo que debería enfrentarse su familia si se atrevían a
desafiarlos por la corona.
No era de extrañar que Caldon hubiera recelado por tener testigos. Ese
tipo de magia superaba cualquier cosa que Kiva hubiera imaginado. Sabía
que la familia real podía controlar los elementos y había visto ejemplos de
Jaren y Mirryn en los últimos meses, pero nunca se había dado cuenta de
verdad de lo que eso significaba. En ningún momento había pensado que la
reina podía ahogar a alguien con un chasquido de sus dedos, que la princesa
podía arrebatar el aire de los pulmones a una persona, que el joven Oriel
podía enterrarte vivo, que Caldon podía prenderle fuego a alguien con tan
solo pensarlo. Y Jaren… Él podía hacer todo eso y, por lo que Kiva estaba
viendo, mucho, mucho más.
Era imparable. Daba igual cuánto lo atacase su familia, que él encontraba
una forma de defenderse, ya fuera usando su propio elemento contra ellos o
uno de los tres poderes que tenía a su disposición.
Era magnífico.
Y terrorífico.
Mientras lo observaba, a Kiva no le cupo la menor duda de por qué el
consejo real lo había elegido como heredero en vez de a Mirryn. Durante el
reinado de Jaren, su pueblo estaría a salvo, ninguna fuerza enemiga tendría
ni la más mínima posibilidad de derrotarlo.
Y ese era un problema para Kiva.
Para su familia.
Para los rebeldes.
Un sudor nervioso le goteaba por la espalda cuando Jaren puso fin a los
ataques mágicos. Respiraba con dificultad, pero toda la carga que le había
pesado antes sobre los hombros había desaparecido. Su rostro brillaba de
satisfacción mientras compartía sonrisas con su familia, que parecían igual
de revividos por su sesión de entrenamiento. Kiva no oía lo que se decían,
pero observó a Jaren echar la cabeza hacia atrás y reírse por un comentario
de Caldon. Una carcajada y una visión tan llenas de despreocupación que el
corazón de Kiva se encogió en su pecho.
¿Era la magia lo que había hecho aquello? ¿A todos ellos? De ser así,
Kiva no lo entendía. Ella no había podido disfrutar nunca de su propio
poder. Acababa de descubrir que lo tenía cuando se la llevaron a Zalindov,
y después había prometido a su padre que no lo usaría nunca. No podía
imaginarse la ligereza que emanaba de la familia real después de entrenar,
la alegría que irradiaba de ellos. Pero tampoco podía negar que sentía un
pinchazo de envidia… y una pizca de curiosidad. Si entrenaba del mismo
modo, ¿su poder se desarrollaría como un músculo? ¿Dejaría de verlo como
una carga y lo aceptaría como una bendición? No lo sabía. Mientras viviera
en el palacio, no podría averiguarlo, así que cerró con fuerza la puerta de
esos pensamientos y decidió no pensar más en ello.
Después de que la familia real compartiera unas cuantas palabras más,
Jaren condujo al grupo hacia donde aguardaban Kiva, Naari y Tipp. Oriel se
adelantó corriendo para reclamar a Flox, que se había despertado y estaba
un poco nervioso.
—No le ha gustado lo de no respirar —explicó Kiva, poniéndose de pie.
Le dirigió una mirada decidida a Jaren, que ofreció una mueca arrepentida a
modo de respuesta. El joven sabía que no se refería solo a la bola de pelo.
—Pobre Floxie —arrulló Oriel mientras acariciaba a la criatura hasta que
esta se puso a ronronear.
Naari y Tipp se habían puesto de pie junto a Kiva. El muchacho miraba a
la familia real con estrellas en los ojos.
—Eso ha sido e-e-espectacular —jadeó.
—Qué va, no ha sido nada. Solo un calentamiento —dijo Caldon mientras
se limpiaba ceniza de la ropa y del cabello dorado—. Deberías vernos
cuando nos desatamos de verdad.
Nadie lo contradijo, lo que indicaba que no estaba fardando sin más. Kiva
controló su semblante y por dentro se horrorizó por todo lo que podrían
hacer cuando se esforzaran de verdad.
—Si hemos acabado ya —dijo Mirryn, escurriéndose el agua de la falda
—, tengo que ir a encargar mi tarta de cumpleaños.
—Yo también debería marcharme —intervino la reina Ariana—. Tengo
una mesa llena de papeles a la que no hago caso desde hace días. —Su
mirada se posó en Oriel y Tipp—. Y vosotros dos tenéis que regresar a
vuestros estudios con la tutora Edna.
Tipp parecía a punto de morir en el sitio si no preguntaba un millón de
cosas sobre lo que acababa de presenciar, pero, ante la mirada severa de la
reina, exhaló con resignación.
—No te preocupes, podemos escribirnos notitas cuando Edna no mire —
le susurró Oriel. Ariana profirió un sonido de desaprobación y su hijo
pequeño la miró avergonzado—. Esto… durante el descanso.
Tipp rio hasta que los ojos de la reina recayeron en él. En ese momento,
se mordió el labio y bajó la mirada al suelo con culpabilidad.
—Bueno, pues yo me muero de hambre —declaró Caldon. Se giró hacia
Kiva y dijo—: Tienes que comer más proteínas, así que te vienes conmigo a
la cocina.
No esperó a que ella accediera antes de echar a andar detrás de su familia,
con Tipp y Naari a la zaga. Jaren se quedó atrás y Kiva lo acompañó. Sentía
que algo le rondaba la mente.
Cuando los otros desaparecieron de su vista, se aclaró la garganta y habló.
—Tipp lo ha llevado bien. Lo de la magia, quiero decir.
Kiva rio.
—Si no te idolatraba antes, ahora sí.
—¿Y tú?
El buen humor de Kiva desapareció al percatarse de que a Jaren no le
preocupaba la reacción de Tipp… sino la suya.
—Ya sabía lo de tu magia, Jaren —respondió despacio.
—Pero no hasta qué extremo llegaba.
Kiva lo observó con cuidado.
—No. Supongo que no —convino. Jaren apartó la mirada y se pasó una
mano con brío por el cabello—. Eh —dijo. Estiró un brazo hacia el príncipe
heredero, pero se detuvo en el último segundo y apretó los dedos para evitar
agarrarle la mano—. ¿Qué pasa?
—Es que… —comenzó con vacilación—. No quiero que me tengas
miedo.
Kiva parpadeó.
—¿Miedo?
—De lo que puedo hacer —aclaró él—. O de si puedo hacerte daño.
Sorprendida, Kiva no supo cómo responder. Pero entonces captó el miedo
en los ojos de Jaren y se obligó a hablar.
—Cuando eliminaste el aire en la sala, casi me dejé llevar por el pánico.
Pero ¿sabes por qué no lo hice al final? —Jaren negó con la cabeza—.
Porque sabía que no permitirías que nada malo le pasara a tu familia. —Y,
en voz baja, añadió—: O a mí.
La tensión abandonó al joven.
—No lo haría. Nunca.
Kiva era dolorosamente consciente de que algún día quizá no pudiera
mantener esa promesa. Y, aun así, no había mentido: no le tenía miedo. A su
poder sí, por supuesto. Pero a él no. A él nunca.
Kiva estaba metida en problemas hasta el cuello.
Se mordió el labio y se obligó a apartar la mirada, pero al hacerlo el aire
cambió entre ellos, como si los dos se dieran cuenta de repente de lo cerca,
de lo solos, que estaban. La mirada de la chica regresó a Jaren y una calidez
le recorrió las venas al captar su semblante.
—Kiva —susurró él, acercándose más—. Yo…
—Perdonad —dijo Caldon en voz alta desde la entrada de la caverna.
Kiva retrocedió de un salto—. Pero ¿no me habéis oído cuando he dicho
que me moría de hambre?
—¿He mencionado lo mucho que odio a tu primo? —murmuró Kiva, con
el corazón martilleándole en el pecho—. Un poco, no. Mucho.
A pesar de sus palabras, se sentía tremendamente agradecida por la
interrupción, ya que temía lo que podría haber ocurrido si Caldon no
hubiera regresado en ese momento.
Tonta. Era muy, muy tonta. Tenía que ir con más cuidado, ser más astuta.
Lo que acababa de pasar con Jaren (o lo que casi había pasado) no podía
suceder de nuevo.
—Ahora mismo yo también lo odio mucho —coincidió Jaren.
—Sabíais que, gracias a la acústica de aquí, os puedo oír, ¿no? —gritó
Caldon—. ¡Venid ya!
Tanto Jaren como Kiva suspiraron a la vez y luego compartieron una
mirada divertida antes de encaminarse hacia el pasadizo y empezar a subir
las escaleras infinitas hacia el palacio. Con cada peldaño, los músculos de
Kiva gritaban de dolor, un recordatorio de dónde se hallaba, quién la
acompañaba… y por qué estaba allí para empezar.
Tenía un papel que interpretar. Una misión que cumplir.
Y, pasara lo que pasase, no decepcionaría a su familia.
CAPÍTULO NUEVE
E sa tarde, Kiva regresó a los túneles y recorrió los caminos
subterráneos con una confianza fingida, actuando como si tuviera todo
el derecho de estar allí. Sus intenciones eran arriesgadas, pero, como la
reunión del consejo real se había pospuesto hasta más tarde, no podía dejar
pasar la oportunidad de, al menos, intentar espiarlos.
Kiva había observado con atención a Jaren durante la caminata hasta la
sala de entrenamiento, y el príncipe heredero había mirado con mala cara
una puerta en concreto; esa expresión resultaba tan extraña en su rostro que
Kiva había sentido una ráfaga de triunfo. Aunque no sabía a qué hora se
celebraría la reunión, estaba preparada para quedarse por los túneles toda la
tarde si eso implicaba oír algo de valor.
Como el príncipe heredero se hallaba en ese momento en la superficie,
aún había tiempo para refinar su plan antes de la reunión. Lo había dejado
con Caldon después de la comida, con la excusa de que la herida de la
cabeza le dolía y quería echarse una siesta. La preocupación de Jaren le
había provocado un aguijonazo de culpa, pero se había obligado a ignorarlo.
Daba igual cómo se sintiera a su lado, daba igual cuánto se preocupase el
joven por ella: Kiva debía recordar que se hallaban en lados opuestos del
trono. Y, por culpa de sus linajes, eso siempre sería así.
No había ninguna esperanza para ellos.
Nunca la había habido.
Y no podía permitirse olvidarlo.
Nunca.
Tras silenciar sus pensamientos, Kiva prosiguió por el pasadizo y evitó la
tentación de ir junto a la pared, donde la luz de las lámparas de luminio se
desvanecía en las sombras. Era un espacio tranquilo por el que solo pasaban
un puñado de criados y trabajadores de palacio para cruzar el río. Por
suerte, no había guardias vigilando el pasadizo; solo había visto a dos
cubiertos de sudor que regresaban del patio de entrenamiento. Eran jóvenes,
estaban fuera de servicio y se hallaban tan enfrascados en su conversación
que ni siquiera la miraron.
Sin nadie que la observase, fue fácil para Kiva llegar a la puerta que había
causado esa reacción tan adversa en Jaren y la atravesó con rapidez. Gruñó
al ver que había más escaleras.
Al igual que el camino que conducía a la cueva de entrenamiento, delante
de Kiva había otro túnel que descendía, pero ese estaba iluminado por unos
pequeños orbes de luminio. El resplandor se desvanecía a lo lejos. Así solo
la tentaba a investigar más.
Kiva no había sobrevivido tanto tiempo por actuar sin pensar. No sabía
cuánto descendía el pasadizo o a dónde conducía. Y si los miembros del
consejo llegaban mientras ella exploraba… Si Jaren la encontraba
fisgoneando por allí y la descubría mintiendo…
Se mordió el labio y deliberó un momento antes de apartar a un lado sus
recelos y bajar por el túnel. Maldijo el dolor renovado de sus piernas.
Cuando al fin alcanzó el final de la escalera, no sintió ningún alivio, ya que
ahora se enfrentaba a una bifurcación en el camino.
Kiva contempló ambos túneles, sin saber cuál tomar. Peor: ninguno
estaba iluminado por orbes de luminio, así que, si seguía adelante, lo haría a
ciegas.
Sabía que no podía permitirse la demora, por lo que echó a andar por el
de la derecha. Con una mano apoyada en la rugosa pared de piedra,
mantuvo la otra extendida hacia delante para evitar tropezarse con algo.
Rezaba a los dioses olvidados para que no hubiera más escaleras por las que
pudiera caer.
Justo cuando la oscuridad empezaba a ser demasiado y había decidido
regresar, su pie tropezó con una piedra y le provocó un aguijonazo de dolor.
Con un siseo, Kiva dio unos saltos antes de agacharse y palpar con las
manos la cosa con la que había chocado. Descubrió que era una escalera
ascendente. Entornó los ojos hacia la oscuridad y pudo ver un ligerísimo
rastro de luz por encima de su cabeza. El ascenso no era prolongado.
Tras alcanzar la parte superior de la corta escalera, el corazón le dio un
vuelco cuando llegó a un punto muerto y descubrió el origen de la luz. De
cerca, era más intensa… y ahora entendía su procedencia.
Era la luz del sol.
No había encontrado la sala del consejo. Pero no estaba decepcionada,
porque por encima de su cabeza había una reja de hierro. A través de las
aberturas, vio que daba a una orilla del río Serin… y, lo más importante: se
hallaba fuera de los muros del palacio.
Completamente por accidente, había descubierto lo que parecía una ruta
de huida de emergencia en los túneles.
Una ruta de huida sin vigilancia.
Kiva dedujo que existía por si, en algún momento, necesitaban evacuar al
consejo real a toda prisa, y una parte de ella quería probar la rejilla, salir del
pasadizo oscuro y regresar a la superficie, pero sabía que no había
completado su tarea.
Dio la espalda a la salida y bajó con cuidado los peldaños para regresar al
oscuro camino. Se negó a considerar las repercusiones de su
descubrimiento. Si una entrada sin vigilancia podía usarse para escapar,
también se podía usar para entrar… y ese era un dato peligroso. Casi
deseaba no haberla encontrado, para no tener que decidir qué hacer con esa
información y con quién compartirla.
Tropezó con una roca suelta y maldijo los pensamientos que la distraían.
El hecho de que se cuestionase si revelar o no su descubrimiento le revolvía
las entrañas, pero ese sentimiento disminuyó cuando recordó que aún no
tenía que hacer nada al respecto. Podía dedicar tiempo a reflexionar si valía
la pena compartir aquello… y si podía cargar con el peso de las
consecuencias.
Tras despejar su mente (y acallar a su corazón traicionero), Kiva regresó a
la bifurcación del camino y echó a andar por la izquierda, otra vez a ciegas.
Por suerte, el recorrido fue corto antes de que su mano extendida se topase
con una superficie sólida. Temía que fuera otro punto muerto, esa vez sin
salida, pero entonces captó la forma distintiva del pomo de una puerta y
solo dudó un segundo antes de abrirla.
La luz inundó el pasillo con tanta intensidad que Kiva hizo una mueca y
esperó a que sus ojos se adaptaran. Cuando al fin pudo distinguir la
habitación, una sonrisa victoriosa apareció en su rostro.
Ante ella había una habitación sellada con una mesa redonda de caoba
sobre una lujosa alfombra carmesí; encima de ambas colgaba un candelabro
de luminio. A la derecha de la puerta había una estantería inmensa, con
títulos desde estrategia militar, historia política y leyes de comercio hasta
religiones y tradiciones culturales extranjeras.
Entró en la habitación y se maravilló por los mapas que colgaban en las
paredes, cada uno de los ocho reinos y un noveno con todo el continente en
detalle de Wenderall. Pero fue el armario de fresno al otro lado lo que
atrapó su mirada, con un pergamino abierto sobre la superficie que
reclamaba su atención.
La prudencia le dijo que volviera al pasadizo y se escondiera en la
oscuridad del túnel bifurcado hasta que viera llegar a Jaren y a los
miembros del consejo. Después acudiría a hurtadillas a la puerta para
escuchar. La madera no era demasiado gruesa; sus palabras quedarían
ahogadas, pero podría oírlas.
Sin embargo, ese pergamino abierto era demasiado tentador para
resistirse.
Kiva no oyó nada que indicase que alguien se aproximaba. Debía darse
prisa. No se podía arriesgar a cruzarse con ellos de vuelta hacia la
bifurcación.
Le temblaban las manos cuando rodeó a toda prisa la mesa circular hacia
el armario. No tocó el pergamino por si alguien se fijaba en que había
cambiado de posición, pero tampoco le hizo falta, ya que un vistazo rápido
reveló que estaba escrito en una letra manuscrita… en otro idioma.
Kiva maldijo entre dientes y lo estudió en busca de alguna palabra
reconocible. Aunque todos los ciudadanos de Wenderall hablasen el idioma
común, otros reinos también tenían sus lenguas nativas. Kiva había pasado
parte de su vida en Zalindov, pero había oído alguna que otra frase de sus
pacientes más locuaces.
Con los ojos entornados de la concentración, bajó hasta el final de la carta
y encontró el nombre del remitente: Navok Kildarion.
La sorpresa le recorrió el cuerpo y leyó el nombre de nuevo, solo para
asegurarse.
La familia Kildarion eran los monarcas gobernantes de Mirraven. De
niña, Kiva había oído a sus padres hablar sobre los reyes despiadados del
norte y los rumores que afirmaban que la esposa del rey Arakkis le tenía
tanto miedo que había huido en plena noche, abandonando a sus dos hijos,
la princesa Serafine y el príncipe Navok.
Pero… ¿por qué iba a escribir un príncipe de Mirraven al consejo real de
Evalon?
Kiva examinó la carta de nuevo, desesperada por encontrar alguna pista
sobre su contenido. Aparte de las palabras Arakkis y Serafine, también vio
otro nombre que reconocía de hacía tiempo: Voshell. Si la memoria no le
fallaba, ese debía ser Voshell Aravine, el príncipe heredero de Caramor.
Pero ninguna otra palabra le resultó familiar y suspiró con frustración.
Durante un momento, Kiva contempló la idea de robar el pergamino y
llevárselo a alguien que leyera mirraveno, pero, por los pocos nombres que
había entendido, sabía que era tan valioso que lo echarían de menos. La
carta debía quedarse, ella solo tendría que descubrir su contenido de otro
modo.
Con los hombros hundidos de resignación, Kiva examinó el resto de la
superficie del armario y no descubrió nada interesante, solo una licorera de
cristal casi vacía; el alcohol ámbar onduló cuando quitó el tapón y los ojos
se le humedecieron por la fuerza de su olor. La cerró de nuevo y se fijó en
unos vasos delicados listos para usar. Dedujo que el consejo real los tendría
a mano para las celebraciones… o los pesares.
Sabía que cada segundo que se quedase allí aumentaba el riesgo de que la
descubriesen, así que abrió con rapidez las puertas del armario y descubrió
su interior vacío, a excepción de unas hojas de pergamino en blanco y unas
cuantas botellas de licor.
Decepcionada, cerró otra vez el armario; le picaba la piel por las ganas de
salir de la habitación. No sabía cuánto tendría que aguardar la llegada del
consejo, pero su nerviosismo había crecido tanto que era hora de marcharse.
Se dirigió a toda prisa hacia la mesa de caoba y su mirada recorrió una
vez más los mapas. Sintió que la insignificancia la inundaba al darse cuenta
de lo grande que era Wenderall. Aún tenía muchas cosas por ver incluso en
su reino, Evalon, y nunca había pisado otro territorio. Hacía mucho tiempo
soñaba con viajar a los prístinos bosques de Nerine, a las montañas de sal
de Valorn, al reino desértico de Hadris y a las tierras bañadas por el sol de
Jiirva. Se había imaginado que atravesaría los duros paisajes de Caramor y
se aventuraría más allá de la famosa fortaleza Darkwell de Mirraven hacia
el Norte Deshabitado. Hasta había contemplado la idea de alquilar un barco
y explorar la naturaleza de Odon, incluso marcharse a las abandonadas Islas
Sierpe o viajar a uno de los continentes cuasi míticos al otro lado del
océano.
Sus fantasías de la infancia habían permanecido con ella durante sus años
en Zalindov y le ofrecían una escapatoria mental en los días más oscuros.
Incluso ahora, Kiva ansiaba los sueños de su juventud, la libertad de su
imaginación. A lo mejor algún día tendría la oportunidad de viajar más allá
de Evalon, de experimentar las maravillas de Wenderall en persona. Quizá
un día sería libre para…
Kiva se quedó de piedra cuando sus oídos captaron un ruido que la sacó
con violencia de sus pensamientos nostálgicos. Agudizó los sentidos todo lo
que pudo para oír algo aparte de su pulso acelerado.
Allí. A lo lejos.
Voces.
CAPÍTULO DIEZ
E l hielo inundó las venas de Kiva mientras observaba la entrada abierta
antes de entrar en razón y correr a cerrarla. Las voces parecían
demasiado distantes para que hubieran alcanzado la bifurcación y se
hubieran fijado en la luz del túnel, por lo que nadie conocía su presencia por
el momento.
Pero el consejo real se dirigía hacia allí.
Jaren se dirigía hacia allí.
Y, al cerrar la puerta, se había atrapado a sí misma en la sala.
Durante un vertiginoso segundo, el miedo tomó el control y sus
pensamientos formaron un remolino, pero entonces se recuperó y empezó a
buscar con desesperación un lugar para esconderse.
Miró la estantería llena de libros y la descartó de inmediato. Luego
consideró si no la verían debajo de la mesa, pero rechazó esa idea igual de
rápido. Mientras examinaba su entorno con frenesí, sus ojos se posaron en
el armario de fresno y dejó escapar un gritito de esperanza. Echó a correr
hacia él, abrió las puertas con fuerza y apartó a un lado las botellas de licor
y los pergaminos sin usar. Sus músculos doloridos protestaron cuando
retorció el cuerpo para caber en ese espacio tan reducido; dobló la cintura y
se abrazó las piernas para caber. Le costó tres intentos antes de poder cerrar
las puertas, pero al fin consiguió encerrarse dentro.
Durante un instante, Kiva no vio nada y el olor húmedo de la madera le
abrumó los sentidos, acompañado por el aroma más intenso del alcohol, lo
que indicaba que quizá se hubiera derramado una botella en algún
momento. La oscuridad la consumía, las paredes se cerraban sobre ella, la
transportaron a la época que pasó en el Abismo, cuando la encerraron en
una celda oscura durante quince días.
Atrapada.
Igual que ahora.
Su respiración empezó a sonar con más fuerza a medida que se le
constreñían los pulmones. El terror del recuerdo le dejó la frente sudorosa.
No podía ver.
No podía respirar.
Tenía que salir de allí.
Tenía que salir de allí.
Pero entonces sus ojos empezaron a adaptarse y una franja de luz, que se
colaba por el hueco entre las dos puertas, le ofreció una salvación. Soltó un
suspiro tembloroso y apretó la cara contra la madera. Con un ojo podía ver
la habitación al otro lado…
Y, justo a tiempo, presenció cómo la puerta se abría con la llegada del
consejo real. Jaren iba a la cabeza. La reina Ariana también los
acompañaba; al parecer había abandonado la idea de dedicar la tarde al
papeleo.
Kiva se recordó que ya no estaba encerrada en el Abismo, pero lo estaría
si la descubrían allí. Debía permanecer tranquila, en silencio.
Y debía prestar atención. Porque, sin pretenderlo, se hallaba en el mejor
sitio para espiar al consejo real.
—… que reconozca que fue imprudente y peligroso —decía un hombre
de mediana edad con el pelo entrecano y los ojos brillantes enmarcados en
un ceño fruncido—. Una tontería, vaya. Muchas cosas podrían haber salido
mal. Y otras tantas sí que salieron mal.
—Horeth, si pretende pasar la tarde regañándome como si fuera un niño,
dígalo ya —dijo Jaren con una impaciencia evidente—. Tengo cosas
mejores que hacer.
Horeth… Kiva había oído el nombre antes. Era el gran maestro del
consejo real. Y, en ese preciso instante, fulminaba a Jaren con la mirada
igual que las otras tres personas que lo habían seguido dentro de la
habitación: dos mujeres y otro hombre. Los cuatro miembros del consejo
vestían túnicas rojas con diademas resplandecientes en la frente. La de
Horeth era de oro, las otras tres, de plata.
Jaren y Ariana se sentaron en la mesa, y el gran maestro y sus tres
acompañantes los imitaron. Kiva tuvo que ladear el cuello y mirar a través
del hueco con los ojos entrecerrados para abarcar a todos, pero podía verlos
bastante bien.
—Creo que lo que mi hijo quiere decir es que es consciente de que sus
actos fueron… precipitados —dijo Ariana con suavidad—. Pero cuando se
enteró del inminente traslado de Tilda Corentine a Zalindov, vio una
oportunidad tan tentadora que no pudo resistirse.
Kiva contrajo los dedos al oír el nombre de su madre.
—Y casi murió por ello —señaló una mujer de piel oscura. Llevaba el
cabello negro recogido en un moño estricto en la nuca.
—Yisari tiene razón —dijo Horeth con un gesto arrogante de la cabeza y
taladró a Jaren con la mirada—. Todos hemos leído los informes de Naari
Arell, sabemos que Eidran Ridley se ofreció voluntario para infiltrarse
dentro de la cárcel y aguardar la llegada de Tilda. También sabemos que su
inoportuno accidente implicó que deberían haber desistido con el plan. Lo
que no sabemos es por qué no desistieron… y por qué usted, el heredero de
nuestro reino, decidió jugarse la vida yendo a un entorno hostil sin ningún
tipo de preparación. Por todo el mundoterno, ¡mírese la mano! Tendrá esa
cicatriz para siempre y a saber cuántas más, por todos los dioses.
Saltaba a la vista que Horeth nunca había visto a Jaren sin camisa o sabría
que unas cuantas cicatrices más eran el menor de sus problemas. Aun así,
Kiva tuvo que reprimir la vergüenza que sentía, ya que ella le había tallado
la zeta en la mano. Se preguntó si los informes de Naari habían incluido ese
detalle en concreto.
Todos los ojos se posaron en el príncipe, pero él solo se reclinó en la silla
y se cruzó de brazos.
—Eidran está mejor, gracias por preguntar —dijo sin rodeos—. Su pierna
estaba peor de lo que pensábamos, así que tardará una temporada en
recuperarse, pero está con su familia en Albree y lo ayudarán en la
rehabilitación. Me aseguraré de transmitirle sus buenos deseos.
El silencio reinó en la sala tras la seca declaración de Jaren, y los labios
de Kiva se curvaron en una sonrisa. Esa parte de él no la había visto nunca:
principesco, casi insolente.
—A lo mejor deberíamos seguir —murmuró el hombre que llevaba una
diadema de plata, calvo y con la piel de un blanco lechoso—. Como todos
hemos visto, el príncipe Deverick ha regresado con nosotros sano y salvo.
De hecho, no sabíamos que estaba en Zalindov hasta que escapó de allí. No
tiene sentido centrarnos en el pasado.
—Como siempre, sabias palabras, Feldor —dijo la segunda consejera.
Ella también era pálida, aunque la piel visible estaba cubierta de pecas y
arrugas por la edad. Su cabello castaño estaba surcado generosamente de
plata.
—De acuerdo —concedió el gran maestro Horeth, con el semblante
constreñido por el desagrado—. Si no vamos a tratar los actos imprudentes
de Su Alteza, entonces hablemos sobre su decisión desconsiderada de traer
no uno, sino dos criminales prófugos a Vallenia… y a palacio, encima.
La angustia se apoderó del cuerpo de Kiva, pero no por el nuevo tema de
debate de Horeth, sino por la mirada turbulenta en el rostro de Jaren, que le
hizo tensar los músculos doloridos.
—Cuidado con lo que diga a continuación, gran maestro —advirtió Jaren
con frialdad. Se inclinó hacia delante; sus ojos eran como esquirlas de hielo
—. Uno de esos criminales del que habla es un chico cuyo único crimen fue
querer demasiado a su madre…
—Su madre era una ladrona…
—Y la otra criminal, como usted la ha llamado —prosiguió Jaren por
encima de Horeth. Se le contraía un músculo en la mandíbula—, tenía
apenas siete años cuando llegó a Zalindov. No me importa lo que usted
diga… Nuestras leyes son terribles si permiten que enviemos a niños a una
cárcel letal.
—Pero la chica…
—Recordemos también que Kiva ganó su libertad al sobrevivir el juicio
por ordalía. De no ser por el motín, la habrían liberado.
—Todos sabemos que la ayudó a sobrevivir en las ord…
—Y si pasamos por alto todo eso —dijo Jaren, sin permitir que el gran
maestro dijera ni pío—, dedicó cada momento en Zalindov a ayudar a otros
prisioneros, a menudo a costa de un gran sacrificio personal. En mi mente,
eso la convierte en una heroína. Intente recordarlo la próxima vez que
piense que me voy a sentar y sonreír mientras usted la llama criminal.
Con las mejillas rojas y los ojos ardientes después de que lo
interrumpieran tantas veces, Horeth espetó:
—Su padre era sospechoso de…
—Sé lo de su padre. —Solo cinco palabras de Jaren y el mundo
desapareció bajo los pies de Kiva—. ¿De verdad creéis que no la
investigué? —preguntó a la mesa con incredulidad—. Lo primero que hice
nada más llegar al palacio de invierno fue pedirle a Caldon que fuera a por
su expediente. Pero, cómo no, él iba dos pasos por delante de mí. Había
empezado a investigarla el día que se conocieron, en la primera ordalía. Me
informó enseguida y compartió conmigo todo lo que necesitaba saber.
La sorpresa de Kiva se transformó en un entumecimiento frío y aterrado.
—Entonces sabe… —intentó decir Horeth, pero Jaren lo interrumpió una
vez más.
—Lo que sé es que la supuesta asociación de Faran Meridan con los
rebeldes fue justo eso… una suposición. —La voz del príncipe era tan
inflexible como su semblante—. Lo enviaron a Zalindov por una presunta
traición sin pruebas de ningún crimen. Dioses, el hombre pasó su vida
salvando a gente. ¿Y qué recibió a cambio? Una muerte rápida y la carga de
dejar a su hija sufriendo por un crimen que quizá él nunca cometiera, y todo
porque ella lo defendió cuando lo arrestaron.
—¡Exacto! —gritó Horeth—. ¡Lo defendió cuando lo arrestaron! Esa es
una ofensa crim…
—¡Tenía siete años! —dijo Jaren, casi gritando y con los puños sobre la
mesa—. Acababa de ver morir a su hermano en un accidente sin sentido y
se llevaban a su padre a rastras en medio de la noche. Pues claro que lo
defendió. ¡Cualquiera lo habría hecho!
Kiva no oyó la respuesta de Horeth por encima del pitido de sus oídos.
Intentó tranquilizar a su corazón desbocado, recordándose que le había
contado fragmentos de esa historia a Jaren hacía unos meses. Ya sabía que
Kerrin había muerto… pero nunca le había contado cómo o que ella estuvo
presente. También había sabido que su padre estuvo en Zalindov, aunque
nunca había revelado los cargos de su encarcelamiento. Era información
peligrosa, del tipo que podía hacerle dudar al príncipe sobre sus motivos,
sobre todo cuando ella tampoco le había contado toda la verdad.
Pero… si Jaren lo había sabido todo desde el primer día en el palacio de
invierno, si Caldon lo sabía desde antes…
La tensión en su pecho se aflojó al darse cuenta de que eso era todo lo
que sabían. Caldon no habría indagado más tras leer su expediente de la
cárcel. No tenía ningún motivo para hacerlo. Los cargos contra su padre
eran infundados y, por tanto, conducían a un punto muerto. De hecho, no
había nada en los archivos del alcaide Rooke que pudiera relacionarla a ella
(o a Faran) con Tilda ni que señalasen que su padre y ella se llamaran de un
modo diferente a Meridan. La tatara algo de su madre había abandonado el
apellido Corentine muchas generaciones antes de que Kiva naciera. Antes
de Zalindov, su familia se mantenía alejada de cualquier actividad rebelde,
por lo que no había nada incriminatorio en su historia… y, de hecho, nada
que estuviera documentado.
Lo que significaba que Kiva seguía a salvo.
Pero los había subestimado. Tanto a Jaren como a Caldon. No podía
permitir que ocurriera de nuevo.
—Lo único bueno de todo este embrollo —dijo Jaren, pasándose unos
dedos nerviosos por el pelo— es que, al parecer, Kiva era demasiado joven
para saber que fue la Guardia Real quien le arruinó la vida o que el capitán
Veris en persona estuvo allí esa noche. —Se equivocaba en ambas cosas,
pero Kiva tampoco pensaba salir del armario para corregirlo—. No ha dado
señales de reconocerlo, pero Veris la recuerda como si fuera ayer. «Nunca
olvidaré esos ojos», me dijo. —Jaren bajó la mirada a la mesa, con el
semblante lleno de desdicha, y susurró—: Dioses, si supiera la verdad,
nunca querría volver a verme.
Se equivocaba en eso también, aunque Kiva desease que estuviera en lo
cierto.
—Qué tragedia sería —dijo Horeth con acritud. Se volvió hacia la reina y
añadió—: Su Majestad, seguro que usted no querrá que la chica Meridan
corretee por palacio, ¿verdad? Y con el niño igual… Tipper o como se
llame. Son una amenaza contra su seguridad. Al menos deberían escoltarlos
un guardia en todo momento.
Jaren abrió la boca para protestar, pero Ariana le apoyó una mano sobre el
puño apretado para hacerlo callar.
—Admitiré que, cuando me enteré de quiénes eran los compañeros de
viaje de mi hijo, me preocupé. Pero también supe que él nunca pondría en
peligro a nuestra familia ni al reino. Jaren confía en ellos y yo me fío de su
juicio. —Miró a cada uno de los miembros del consejo y su mirada persistió
un poco más en Horeth antes de concluir—: Vosotros también deberíais.
—La confianza es el primer ingrediente en la receta para la traición —
replicó el gran maestro, sacudiendo la cabeza. Kiva no supo si por
decepción o asco. Pero se le puso la piel de gallina al oír sus proféticas
palabras.
—El argumento de Horeth es válido —intervino Feldor, el hombre calvo
—. ¿Cuál es la base para esa confianza, príncipe Deverick? Una explicación
nos ayudaría a entenderlo mejor.
—Kiva me salvó la vida —dijo Jaren. Sus palabras fueron sencillas, pero
todos en la sala se enderezaron—. Ahora mismo estaría muerto en un túnel
bajo Zalindov de no ser por ella. Apenas podía ponerme en pie sin ayuda, y
menos salir de allí por mí mismo. Podría haberme dejado y no lo hizo.
Los preciosos rasgos de la reina Ariana empalidecieron con cada palabra
que pronunciaba Jaren, aunque seguro que ella conocía todos los detalles de
su huida.
Horeth, sin embargo, profirió un sonido de desdén.
—Naari lo habría acabado encontrando. Y, aunque no lo hiciera, ¿se
supone que debemos pasar por alto su magia? Su Alteza, usted no
necesitaba salir de allí andando y eso lo sabemos todos.
Kiva parpadeó en la oscuridad al darse cuenta de que Horeth tenía razón.
Si Jaren podía flotar sobre un río subterráneo, también podría haber levitado
con facilidad hasta la salida del túnel por las escaleras de cuerda. Demonios,
hasta podría haber usado su magia terrestre para abrir el suelo y llegar
directamente a la superficie.
—Se está olvidando de que me torturaron durante quince días y había
pasado semanas haciendo trabajos forzados con agua y comida limitadas —
replicó Jaren, lo que causó que su madre palideciera más—. También había
gastado mucha magia y no tenía energía para que se repusiera como es
debido. Solo me quedaban rescoldos, nada más.
Y eso se debía a que había usado la magia para proteger a Kiva en las
ordalías. El poco poder que le quedaba lo había usado para iluminar los
túneles hasta la salida… y para escapar de Zalindov después.
—¿De verdad espera que creamos que está vivo hoy solo gracias a Kiva
Meridan? —preguntó Horeth con un resoplido de burla.
—Me da igual lo que creáis. Pero sí que espero que tratéis a Tipp y a ella
con respeto. Están aquí como mis invitados y no quiero oír ni una palabra
más en su contra.
Miró a cada miembro del consejo para desafiarlos a que cuestionaran más
su palabra.
Una lo hizo… pero no en la misma línea que antes.
—¿Están aquí solo por eso? —preguntó la mujer de pelo castaño con una
sonrisa maliciosa en los labios—. Solo he visto a Kiva de lejos, pero no
pude evitar fijarme en que es agradable a la vista, no sé si me explico.
Jaren se quedó inmóvil.
—Cuidado, Zerra.
La sonrisa de la mujer se agudizó cuando levantó las manos a modo de
súplica.
—Perdone la curiosidad de una anciana, pero quizá sea mejor que
comparta sus intenciones con nosotros. ¿Planea casarse?
Kiva experimentó una reacción de cuerpo completo al oír la sugerencia.
Su torso sufrió una sacudida, abrió los ojos de par en par, se le sonrojaron
las mejillas y un jadeo se le escapó peligrosamente de entre los labios antes
de que pudiera contenerlo.
—¿Casarse? —farfulló Horeth—. Seguro que estás bromeando, Zerra.
La chica es una plebeya. No, es menos que una plebeya, es una crim…
—No acabe esa frase —ordenó Jaren con tono de hierro.
Pero no era el único en la mesa que, de repente, estaba furioso.
—Mi marido, el rey, también fue un plebeyo —dijo la reina Ariana con
un tono que hizo temblar a Kiva—. Vadea aguas peligrosas, gran maestro.
Vaya con cuidado.
Horeth se retractó enseguida.
—Perdóneme, Su Majestad. Solo deseaba expresar mi preocupación por
su hijo… y por el futuro del reino. Si pretende…
—Mis intenciones no son asunto de este consejo —dijo Jaren con tono
muy firme—. Si llega un momento en el que sean asunto de este consejo,
entonces y solo entonces, se lo haré saber. ¿Queda claro? —Aguardó a que
los cuatro consejeros ataviados con túnicas rojas asintieran antes de
proseguir—. Kiva se ha pasado más de media vida encerrada en una
pesadilla. Lo último que quiero es que se sienta atrapada en otra jaula, por
muy dorada que sea. No tengo ni idea de qué nos deparará el futuro, pero
ahora mismo se merece la oportunidad de vivir su vida y seguir sus sueños.
Solo espero que me conceda el honor de estar a su lado en ese viaje y, si lo
hace, el consejo tendrá que encontrar una forma de aceptarlo. No creo que
pueda decirlo más claro.
Kiva notó el pecho constreñido otra vez ante las palabras sentidas de
Jaren. No podía permitirse sentir con tanta profundidad, pero, a pesar de sus
esfuerzos para resistirse, las palabras se hundieron en su interior y allí se
quedaron, calentándole todo el cuerpo.
—El pueblo nunca la aceptará en cuanto se descubra de dónde procede.
La malicia de Horeth disolvió toda la calidez de Kiva. Pero Jaren le
sostuvo la mirada al gran maestro y se acarició a propósito la cicatriz en
forma de zeta que tenía en el dorso de la mano.
—Si pueden aceptarme a mí, la aceptarán a ella. Hace un flaco favor a
nuestra gente al pensar que la juzgarán con tanta dureza como usted.
El gran maestro frunció el ceño y abrió la boca para replicar, pero Ariana
lo interrumpió.
—Creo que hoy ya hemos hablado suficiente sobre la vida personal de mi
hijo —dijo. Quedó claro que el tema estaba cerrado—. ¿Qué otras
cuestiones hay en el orden del día?
Jaren aprovechó la vacilación del consejo para proponer:
—Ponedme al día sobre la investigación relacionada con el abuso de
poder del alcaide Rooke. No he oído nada desde que me marché del palacio
de invierno… ¿Ya está acusado?
El cuerpo de Kiva se sacudió y sus extremidades contorsionadas gritaron
en protesta, pero no pudo evitar su reacción. ¿Estaban investigando a
Rooke? ¿Iba a… iba a pagar de verdad por lo que había hecho?
Feldor se rascó la suave calva antes de responder.
—Hemos presentado su petición como pidió, Su Alteza, pero Rooke en
teoría no está bajo nuestra jurisdicción. No es un ciudadano de Evalon, sino
que responde a los ocho reinos y solo Nerine y Valorn nos apoyan en su
petición de justicia. En este caso, la mayoría manda, me temo. Tenemos las
manos atadas.
La esperanza de Kiva se desvaneció otra vez, antes de recordar que
debería vengarse ella misma. Algún día.
—¿Y ya está? —preguntó Jaren con una frustración manifiesta—. ¿Tiene
permiso para seguir aterrorizando a los presos? ¿Para envenenarlos cuando
decida que necesita una matanza selectiva?
—No hay pruebas de que hiciera algo así —dijo Yisari con un tono de
advertencia.
—Yo estaba allí —replicó Jaren—. Naari, Kiva, Tipp… Todos vimos a
los prisioneros morir, uno detrás de otro. Incluso nos preguntábamos si
seríamos los siguientes.
—De nuevo, no tiene pruebas de que Rooke estuviera detrás de eso —
repitió Yisari, abriendo las manos en un gesto de disculpa—. Ha mantenido
a los habitantes de Zalindov en un control estricto durante más de una
década, más que cualquier otro alcaide. Es su palabra contra la de usted y,
sin pruebas tangibles, no podemos poner a los otros reinos en su contra. No
quieren reemplazarlo cuando ha hecho tan buen trabajo.
—Es un asesino —gruñó Jaren.
—Sus víctimas tampoco es que sean inocentes —dijo Horeth antes de
rectificar—. La mayoría, al menos.
Jaren fulminó con la mirada al gran maestro antes de girarse hacia su
madre.
—Debemos reevaluar nuestras leyes sobre las condenas. No puedo hablar
por los otros reinos, pero me niego a permitir que un ciudadano de este
territorio sea arrestado sin un juicio justo. No debería haber personas
inocentes dentro de Zalindov. No debería haber ninguna. Y los criminales
de verdad que merecen estar encerrados deberían tener derechos humanos
básicos. —Se dirigió a toda la mesa al concluir—: Si no podemos destituir a
Rooke, entonces al menos deberíamos intentar proteger a nuestro pueblo
dentro de esas paredes… e impedir que cualquier persona inocente sea
arrestada.
El consejo se quedó perplejo tras la declaración de Jaren, igual que Kiva,
pero a su lado Ariana asentía con una sonrisita de orgullo en los labios.
—Coincido —dijo. Se giró hacia Horeth y ordenó—: Reúnete con el
Gremio Jurídico para que repasen el Libro de la Ley, a ver qué debemos
modificar. Esto es prioritario.
El gran maestro parpadeó con aire estúpido durante un rato largo, pero ni
siquiera él era lo bastante tonto para rehusar una orden directa de su reina,
así que asintió con rigidez.
Unas bocanadas de aire abandonaron los labios de Kiva cuando se dio
cuenta de las vidas que se podrían salvar si modificaban las leyes, pero no
pudo reflexionar sobre lo que Jaren había instigado (y cómo la hacía sentir
aquello) porque la reunión del consejo aún no había terminado.
—¿Qué está pasando con los rebeldes? —preguntó la reina Ariana,
siguiendo adelante con la conversación—. Están más tranquilos desde la
muerte de Tilda, pero anoche secuestraron a Kiva… En principio, para que
sirviera de cebo para Jaren. ¿Se están movilizando de nuevo?
—La información más reciente es tan limitada que resulta frustrante —
dijo Zerra. Su sonrisa había desaparecido y su rostro cubierto de pecas
estaba ahora serio—. Desde que Rhune y Whitlock aparecieron muertos,
nos ha costado que nuestros espías se acerquen al círculo interno, y ni
siquiera se han podido infiltrar en el campamento principal. Es como si la
Víbora y el Chacal tuvieran un sexto sentido en lo que se refiere a las
lealtades de sus seguidores.
La Víbora y el Chacal… A Kiva no le hacía falta adivinar quiénes eran,
pero sentía curiosidad por saber por qué se los conocía por esos nombres.
También le preocupaba saber lo de los dos hombres muertos y el estómago
le dio un vuelco al pensar que Torell o Zuleeka pudieran ser los
responsables.
—Es más probable que tengan espías entre nosotros —dijo Jaren con un
suspiro—. No necesitan un sexto sentido si alguien les está diciendo todo lo
que quieren saber. —Se pasó una mano cansada por la cara—. Dioses, ojalá
Eidran estuviera aquí. Él sabría qué hacer exactamente y en quién podemos
confiar.
—Formó a Rhune y a Whitlock, ¿no? —preguntó Feldor. Jaren asintió.
—Sus muertes lo afectaron mucho. Por eso Naari y yo lo convencimos de
ir al palacio de invierno, para que saliera de la ciudad y no hiciera nada
precipitado. Pero, aunque estábamos lejos, seguía pensando en nuevas
formas de infiltrarse entre los rebeldes. —Jaren hizo una pausa, como si
recordase algo de repente—. Justo antes de marcharnos, estaba seguro de
haber encontrado un lugar secreto donde se reunían, aquí en Vallenia.
Planeaba ir de incógnito a nuestro regreso.
—¿Le dijo la localización? —preguntó Yisari con ojos negros llenos de
entusiasmo.
A Jaren se le escapó una carcajada.
—En la última media hora, me han llamado tanto imprudente como tonto.
¿De verdad creen que Eidran habría compartido ese dato conmigo, a
sabiendas de lo que haría con él?
Nadie respondió.
La reina Ariana se tornó hacia Zerra y dijo:
—Envía a alguien de confianza a Albree. Quiero saber todo lo que Eidran
sabe. Luego prepara a uno de los espías nuevos para que se infiltre.
—No se lo dirá —dijo Jaren—. Después de lo que pasó con Rhune y
Whitlock, sabe que hay un topo en alguna parte y pensará que toda nuestra
gente está comprometida.
—No tendrá otra opción —constató Horeth—. No si quiere reclamar su
preciado puesto entre la guardia cuando recupere su salud.
Jaren no dijo nada, así que los cuatro consejeros empezaron a sugerir
nombres para determinar quién iría a Albree y quién se colaría en la reunión
clandestina. Luego iniciaron un debate sobre cómo eliminar a los espías
rebeldes. Ariana intervino para ofrecer su opinión.
Ninguno le prestaba atención a Jaren, por lo que todos se perdieron la
mirada calculadora en su rostro. Del mismo modo, nadie se había percatado
de que nunca había respondido a la pregunta de Yisari, sino que había
replicado con otra pregunta.
¿De verdad creen que Eidran habría compartido ese dato conmigo, a
sabiendas de lo que haría con él?
Kiva estaba segura de que Jaren sabía más de lo que había revelado. Si
Eidran había compartido lo que sabía sobre el lugar de reunión de los
rebeldes, entonces estaba claro que Jaren haría algo al respecto. Kiva
debería vigilarlo de cerca, por si actuaba.
—… así que seguiremos controlando la situación rebelde lo mejor que
podamos, como siempre —decía Zerra, y Kiva volvió a prestar atención—.
Pero, al final, todos sabemos que, aunque son una simple plaga, no suponen
una amenaza real para Evalon.
Kiva abrió los labios en un gesto de indignación antes de cerrar la boca de
nuevo.
—Dígales eso a las personas que han perdido a sus seres queridos por su
culpa —dijo Jaren con el gesto adusto—. O a quienes han perdido sus
hogares, e incluso todo su pueblo. Dudo que esa gente considere que los
rebeldes sean una simple plaga.
—A ninguno de nosotros le gusta el malestar civil que están causando,
sobre todo con los daños resultantes —dijo el gran maestro Horeth con tono
tranquilizador, para variar—. Pero Zerra tiene razón. Por mucho que lo
intenten, nunca reunirán fuerzas suficientes para derrotar a nuestros
ejércitos. Y, sin el Ternario Real, no tienen ningún modo de reclamar el
trono.
Kiva agudizó el oído al oír esas extrañas palabras. Ternario Real… ¿Qué
era eso? ¿Y qué relación guardaba con el trono? Tomó nota mentalmente
para preguntárselo a sus hermanos la próxima vez que los viera… igual que
les preguntaría sobre los daños causados por su revolución. Esperaba que
tuvieran una excusa válida.
—Por ahora, no podemos hacer mucho más sobre los rebeldes —
prosiguió Horeth—. O, mejor dicho, no tenemos que hacer mucho más. Ya
hemos visto que se han tranquilizado. Sin su reina, al final acabarán
rindiéndose. Solo tenemos que esperar.
—La Víbora y el Chacal no se rendirán con tanta facilidad —dijo Jaren.
Justo eso mismo pensaba Kiva—. Eidran cree que uno de ellos, o quizá los
dos, puede ser pariente directo de Tilda. Sus hermanos, primos, hijos…
Nadie fuera del círculo interno ha visto sus rostros, así que solo podemos
conjeturar sobre su edad. Pero, si Eidran tiene razón y han asumido el
liderazgo como nos imaginamos, eso significa que…
—Que quizá tengan sangre Corentine —dijo Ariana, entornando sus ojos
color zafiro.
Kiva agradeció que Eidran estuviera en la costa, ya que su conocimiento
sobre los rebeldes parecía ser lo único que mantenía a flote al consejo real.
—Eso es preocupante, lo admito —coincidió Horeth—, pero no cambia
nada. Con sangre Corentine o sin ella, no vencerán. Seguiremos enviando
guardias para proteger a nuestros ciudadanos en lugares con mucha
actividad rebelde, pero, por lo demás, lo único que podemos hacer es
esperar a que se den cuenta de que su movimiento está condenado al
fracaso. —Jaren fulminó la mesa con la mirada, claramente descontento con
la falta de iniciativa—. Mientras tanto, tenemos una preocupación más
acuciante.
La mirada de Jaren retornó al gran maestro, que se apartó de la mesa para
levantarse. La túnica le envolvió el cuerpo nervudo como una ola de sangre.
Y luego empezó a andar por la sala.
Directamente hacia Kiva.
La chica dejó de respirar cuando el hombre se acercó, por miedo a hacer
cualquier sonido que pudiera delatarla. El gran maestro se detuvo justo
delante del armario, bloqueando su campo de visión. Lo único que debía
hacer era agacharse, abrir las puertas y Kiva…
—Hemos recibido una carta del rey de Mirraven —declaró Horeth, y
Kiva casi lloró de alivio al oír el susurro del pergamino. Volvió a ver en
cuanto el hombre regresó a su asiento con la misiva en las manos.
—¿Con qué amenaza Arakkis esta vez? —gruñó Jaren—. Déjeme
adivinar: ¿si le entregamos Evalon, no nos matará a todos? O puede que un
día encuentre algo de creatividad.
Un silencio cargado de recelo inundó la sala antes de que la reina Ariana
se tornase hacia su hijo y dijera despacio:
—Arakkis ha muerto.
—¿Qué? —Jaren se sobresaltó visiblemente.
—Te escribí —dijo Ariana con una arruga en el ceño—. Justo después de
que te marcharas de Vallenia al palacio de invierno.
Jaren negaba con la cabeza.
—Las únicas notas que recibí fueron sobre la captura de Tilda en
Mirraven y vuestra negociación para enviarla a Zalindov.
—Eso ocurrió después de la muerte de Arakkis. Esas negociaciones
fueron con…
—No lo digas —susurró Jaren con el semblante pálido.
—Navok es rey ahora —dijo Ariana en voz baja, incluso con pesar—.
Como sabes, las leyes de Mirraven establecen que, si alguien de sangre real
reta al monarca gobernante y lo derrota en combate, pueden reclamar el
trono. Navok retó a Arakkis. Y ganó.
—Mató a su propio padre —dijo Jaren impasible.
—Arakkis no era ningún santo —señaló el gran maestro.
—Lo era comparado con su hijo.
El peso de la dura declaración de Jaren llenó la sala hasta que Horeth
carraspeó y señaló el pergamino.
—Esto llegó anoche. Hasta ahora, Mirraven no había respondido a
ninguna de nuestras últimas misivas. Ni Caramor, ya que estamos. —Jaren
agarró la carta y empezó a leerla de inmediato—. Como ve, a diferencia de
su padre, Navok no amenaza con atacar.
—Es más astuto —murmuró Jaren con una mirada de concentración
mientras traducía las palabras en mirraveno. Entornó los ojos en un
momento dado y alzó la cabeza—. ¿Serafine se va a casar con Voshell?
—Uno de los primeros edictos de Navok como rey fue comprometer a su
hermana con el príncipe heredero de Caramor —confirmó Horeth. Y, con
amargura, añadió—: Como si los dos territorios necesitaran estar más cerca.
—Para nada —dijo Jaren con el ceño arrugado—. Ya son uña y carne…
Un matrimonio no los fortalecerá más, sobre todo cuando todos sabemos
que Serafine moriría antes que casarse con Voshell. ¿A qué juega Navok?
Esto no tiene sentido.
—¿Quizá quiera quitársela de en medio para que no lo rete? —sugirió
Yisari, apartando un mechón oscuro que se había escapado del estricto
moño.
—Serafine Kildarion no haría daño ni a una mosca —arguyó Jaren—. Si
no se pareciera tanto físicamente a su padre y a su hermano, diría que es
adoptada. No es como ellos.
—Pues entonces habrá heredado la personalidad de su madre —
reflexionó Zerra.
—Esperemos que no tenga un final parecido —comentó Feldor con tono
sombrío.
Kiva alzó las cejas. Quizá la antigua reina no hubiera huido en medio de
la noche.
O quizá lo había intentado y su cruel marido la había descubierto.
—Pobre Serafine —dijo Jaren con sinceridad—. Está claro que Navok la
va a usar como moneda de cambio. No se merece algo así… Fue la única a
la que aguantaba durante nuestras misiones diplomáticas en el norte. Mirryn
también disfrutaba de su compañía, se volvieron amigas. Y Caldon…
Bueno, está claro que a Caldon le gustaba. Aunque es lista y rechazaba
todas sus insinuaciones. —Jaren puso los ojos en blanco y se ganó unas
carcajadas de la mesa. Pero luego todos recuperaron la seriedad cuando bajó
el pergamino y exhaló con fuerza—. Esta carta no nos dice nada, ¿verdad?
Navok solo quiere burlarse con sus cumplidos, nos quiere nerviosos y
preocupados por averiguar lo que está tramando. —Jaren tamborileó los
dedos sobre la mesa—. Pero no importa, avisad a Ashlyn. Si los ejércitos de
Mirraven y Caramor se van a mover, necesitamos que el nuestro esté listo.
—Siempre lo está —dijo Yisari con un orgullo patente—. Si esos brutos
del norte se creen que pueden invadirnos con tanta facilidad, enseguida
aprenderán por qué Evalon es el reino más poderoso de todo Wenderall.
Jaren asintió, distraído, mientras examinaba la misiva de nuevo.
—Hay algo aquí que no me acaba de encajar. Lo único que hace es
regodearse sobre la boda inminente de Serafine. Pero ¿por qué? —Miró a
Yisari y preguntó—: ¿Tenemos ojos dentro de Mirraven?
—Nadie lo bastante cerca para darnos algo útil.
—Que Ashlyn se encargue —ordenó—. Dile que mande a su mejor espía,
a alguien que piense rápido y se adapte a lo que haga falta. Navok es astuto
y perspicaz… Olerá a un espía antes de que pise Zadria, así que la persona
que se infiltre debe de ser ingeniosa.
—Enviaré hoy mismo a un mensajero —prometió Yisari.
—Conociendo a Ash, seguramente ya tenga a alguien dentro y nosotros
sin saberlo —comentó Jaren y le pasó la carta a su madre—. Pero si no, lo
hará.
—¿Y hasta entonces? —preguntó Horeth.
—Observamos. Escuchamos. Aguardamos.
—Si intentan algo, los detendremos —dijo la reina Ariana con dureza—.
Nadie amenaza a mi familia y a mi reino y se sale con la suya. Nadie.
Kiva tembló ante la furia en la voz de Ariana. Las palabras se repitieron
en sus oídos mucho después de que el consejo real se pusiera a hablar sobre
otros temas en el orden del día. Comercio exterior, actualización sobre
obras en la ciudad, peticiones de los gremios… Cuestiones poco
importantes para ella. Se aburrió enseguida y el malestar de la postura se
volvió más obvio. Le dolían los músculos y se le adormeció la espalda.
Justo cuando pensaba que no podría sobrevivir ni un minuto más en ese
espacio claustrofóbico, Jaren y Ariana se pusieron en pie y dieron por
concluida la reunión. Kiva casi lloró de alivio cuando los consejeros los
siguieron hacia el pasillo oscuro y la puerta se cerró a su espalda.
Sin querer arriesgarse a que la descubrieran, Kiva aguardó a que hubiesen
regresado a la superficie antes de abrir el armario… y tropezó hasta
derrumbarse en el duro suelo de piedra. Tumbada allí, se mordió el labio
para mitigar el hormigueo y esperó a que el dolor remitiera.
No lo hizo.
Culpó a Caldon y a la tortura del entrenamiento matutino, aunque no era
culpa suya que ella hubiera pasado la mayor parte de la tarde metida en un
armario.
Se recordó que había valido la pena. Apretó los dientes y se puso en pie.
Ni siquiera Naari tenía permiso para entrar allí. Demonios, ni siquiera
Mirryn tenía acceso a todos los secretos del consejo. Solo la reina y su
heredero.
Y ese día, Kiva.
Ahora solo debía encontrar una forma de comunicar lo que había
descubierto a Torell y Zuleeka.
Una sensación desagradable le inundó el estómago cuando empezó a
avanzar dolorida por la sala. Intentó convencerse de que era por el hambre y
no por cómo había planeado traicionar a la familia Vallentis.
Traicionar a Jaren.
Lo último que quiero es que se sienta atrapada en otra jaula, por muy
dorada que sea.
Esas palabras resonaron en su mente y se le retorció más el estómago.
Ahora mismo se merece la oportunidad de vivir su vida y seguir sus
sueños.
Ojalá fuera tan fácil, pensó Kiva. Ojalá los últimos diez años no hubieran
ocurrido nunca. Ojalá no estuviera vinculada a su deber y al amor por su
familia.
Solo espero que me conceda el honor de estar a su lado en ese viaje.
Él estaría a su lado. Hasta el momento en que la corona le cayera de la
cabeza.
Kiva tuvo que detenerse en medio del túnel oscuro; la angustia de esa
imagen fue casi insoportable.
Y luego siguió adelante.
Porque tenía que hacerlo.
Pero, a pesar de sus esfuerzos por ignorarlo, el dolor retorcido se quedó
con ella durante todo el trayecto hasta el palacio. Persistió el resto de la
tarde y bien entrada la noche. Era un dolor tenaz que se negaba a
desaparecer.
CAPÍTULO ONCE
K iva ardía.
Caía.
Se ahogaba.
Agua. Mucha agua. No podía respirar.
Tenía la piel en llamas. Ardía. Ardía.
Caía sin cesar, el viento la desgarraba, el frío le destrozaba la piel.
El chasquido de un látigo. Un gruñido quedo, masculino.
Sangre fluyendo por un desagüe.
Oscuridad… Mucha oscuridad.
No podía respirar.
NO PODÍA RES…
—¡Despierta!
Kiva jadeó y se enderezó en la cama para encontrarse con la silueta de un
hombre sobre ella que la agarraba por los hombros. Gritó y lanzó los puños
contra su pecho desnudo, agitándose con violencia para liberarse. El
hombre soltó un gruñido, pero solo la sujetó con más fuerza y la atrapó con
sus brazos. Kiva abrió la boca para gritar de nuevo y entonces…
—¡Kiva! ¡Kiva! ¡Soy yo! —La voz de Jaren al fin penetró en su mente.
Kiva se quedó inmóvil—. Solo ha sido una pesadilla —dijo, abrazándola
con fuerza contra su cuerpo cálido y fuerte—. Estás a salvo. Estoy aquí. —
Le apartó el cabello sudado de la cara y repitió—: Estoy aquí.
—¿J-J-Jaren? —tartamudeó Kiva entre jadeos agitados. La habitación
estaba a oscuras. La poca luz de luna que entraba le permitió distinguir el
semblante preocupado del joven.
—Te tengo —le dijo él mientras le masajeaba la espalda con movimientos
relajantes.
Kiva temblaba con tanta fuerza que se acurrucó en el torso desnudo de
Jaren y hundió la cara en el hueco de su cuello, olvidándose de que debía
apartarlo de ella. Sin embargo, se aferró al príncipe como una niña.
Oyó la voz de Tipp, procedente de la puerta del dormitorio.
—¿Está b-bien?
—Se recuperará —respondió Jaren en voz baja—. Has hecho lo correcto
en venir a buscarme. ¿Por qué no vas y despiertas a Ori para ir a tomar un
chocolate caliente furtivo? Luego volved a la cama. Puedes hablar con ella
por la mañana.
Kiva percibió la vacilación de Tipp, pero luego oyó que se cerraba la
puerta.
Seguía aferrada a Jaren, no podía soltarse. Su cuerpo no dejaba de
temblar. Ni siquiera le importaba que estuvieran a solas, enredados en su
cama, con él semidesnudo. Lo único que sabía era que se sentía a salvo
entre sus brazos. Eso era lo único que la mantenía entera.
Él era lo único que la mantenía entera.
—Yo también los sufro, ¿sabes? —susurró Jaren mientras le acariciaba el
pelo con los dedos—. Los sueños. Desde Zalindov.
Kiva se enterró más en él y recordó los sonidos de angustia que había
oído a través de las paredes del palacio de invierno.
—¿Con qué sueñas? —preguntó contra su cuello en el más tenue de los
susurros.
Sabía que debería distanciarse de él.
Pero no se movió.
Solo esta vez, se dijo.
Solo esta vez, se permitiría olvidar quién era Jaren (quién era ella) y
descansaría en el consuelo de su abrazo.
—Sueño con la oscuridad, con la muerte —respondió el joven poco a
poco—. Sueño que caes de esa torre y que no te agarro a tiempo. Sueño que
entras en el crematorio y no vuelves a salir nunca. Sueño con… con… —
Tragó saliva—. Sueño que te encuentro en el fondo de la cantera y no
respiras. —Tembló contra ella—. Sueño con tu muerte, una y otra vez,
mientras yo me quedo ahí sin hacer nada.
Las palabras de Jaren le recordaron sus propias pesadillas.
Caía.
Ardía.
Se ahogaba.
Pero también la oscuridad desgarradora del Abismo. Y…
—Yo veo cómo te azotan.
Las palabras abandonaron su boca sin permiso.
Jaren se quedó quieto como una estatua.
Después del día que había tenido, de todo lo que había oído, de todo lo
que había sentido (y que estaba sintiendo ahora), la guardia de Kiva estaba
completamente destrozada. Por eso, no pudo evitar añadir:
—Fue culpa mía. Tú… tú me salvaste y él… él te hizo daño.
Se le cerró la garganta y produjo un sonido roto y doloroso.
—Cariño —susurró Jaren, y le besó la sien.
Kiva se derritió contra él. No pudo evitarlo.
—Lo siento mucho —susurró, una disculpa que procedía de lo más hondo
de su ser—. Nunca te lo he dicho. Debería habértelo dicho antes.
—No tienes nada de lo que disculparte.
—Tampoco te he dado nunca las gracias —prosiguió Kiva, sin oírlo.
Seguía medio dormida y las palabras le salían de los labios sin pensar—.
Me salvaste la vida y nunca te lo he agradecido. Estaba… estaba tan
enfadada porque me mentiste, pero tú… tú aun así me salvaste. Estoy viva
gracias a ti. —Su voz se tornó ronca—. ¿Qué tipo de persona no da las
gracias?
Jaren la acarició para consolarla.
—Estoy seguro de que me diste las gracias.
—No —negó ella, aferrándose más a él—. No lo hice.
—Vale, pues me las estás dando ahora —dijo Jaren con tono sereno.
—Tendría que haberlo hecho antes.
—Ya lo haces ahora —repitió el príncipe.
Kiva guardó silencio. Las emociones hervían en su interior. Su pesadilla
la había dejado descarnada. Sentía tanto… demasiado. Todo lo que llevaba
intentando enterrar durante esas seis semanas, esos últimos diez años,
amenazaba con salir a la superficie.
—Lo siento —susurró de nuevo con palabras rotas.
—Eso ya lo has dicho, preciosa —replicó Jaren, acercándola más a él.
Pero, esa vez, Kiva no se disculpaba por lo que ya había ocurrido.
Se disculpaba por lo que estaba por venir.
Y, mientras Jaren la abrazaba, prometiéndole que se quedaría hasta que se
durmiera de nuevo, Kiva supo que corría más peligro que antes.
Porque no quería soltar a Jaren.
Y no sabía si podría hacerlo.

Cuando Kiva despertó por la mañana, había un príncipe en su dormitorio,


pero no era el mismo que le había hecho compañía tras la pesadilla y hasta
que se había quedado dormida en sus brazos.
—A entrenar, cielito —dijo Caldon—. ¡Va, va, va!
Atontada, Kiva apartó las mantas, preguntándose cuándo se habría
marchado Jaren, pero agradecida de que su primo no los hubiera encontrado
juntos en la cama.
Se le escapó un quejido de dolor cuando se puso en pie; sus músculos
protestaban por todo lo que les había hecho pasar el día anterior. Pero
Caldon no mostró piedad en cuanto llegaron al patio de entrenamiento. Su
segunda lección se convirtió en una réplica de la primera, con más
ejercicios de subir cajas y una vuelta de más por el patio.
Kiva vomitó de nuevo los contenidos de su estómago, con Caldon
empujándola sin contemplaciones hasta sus límites… y más allá.
Sudando como un río y con todo el cuerpo dolorido, Kiva no supo cómo
consiguió volver luego a su habitación, pero tras un largo baño caliente y
ropa limpia, empezó a sentirse más persona. La vergüenza de la noche
anterior intentó ocupar su mente, pero no la dejó arraigar. Jaren había estado
a su lado cuando lo necesitaba. Jaren siempre estaba a su lado cuando lo
necesitaba. No podía pensar solo en eso, porque cuando lo hacía…
Lo había visto en el patio de entrenamiento, enfrentándose de nuevo al
capitán Veris. Se había detenido el tiempo suficiente para mirarla y dirigirle
una sonrisa reconfortante antes de esquivar el siguiente golpe del capitán,
pero esa sonrisa había bastado para que Kiva supiera que lo de la noche
anterior (y lo de la caverna) no requería ninguna explicación. Ni definición.
Eran lo que eran. Jaren y Kiva. Dos personas unidas para bien o para mal.
No hacía falta que lo pensara mucho. De hecho, no podía pensar en ello si
quería conservar cierta cordura. Sus planes no habían cambiado, aunque su
corazón se negara a escucharlos.
Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos y dedujo que debía ser
Tipp, que venía a ver cómo estaba después de su pesadilla. Pero al abrir se
encontró con una criada anciana que hizo una rápida reverencia.
—Perdone, señorita, pero la sanadora que la trató la otra noche ha
enviado un mensaje para pedirle que se reúna con ella en Silverthorn.
—¿Rhessinda?
La mujer asintió.
—Sí, señorita. ¿Prefiere que la haga venir a palacio?
—No, no, no se preocupe. Hace buen día. Me vendrá bien salir un poco.
La actividad también ayudaría a relajarle los músculos. Por no mencionar
que le daría una excusa para alejarse un tiempo de Jaren. La distancia era
necesaria, se recordó… aunque fracasara estrepitosamente en seguir su
propio consejo.
—Muy bien, señorita —dijo la criada con otra reverencia antes de
marcharse.
Kiva había planeado dedicar su día a curiosear por el palacio y trazar un
mapa, pero, con todo lo que había descubierto el día anterior, se había
ganado un descanso. Tampoco podía comunicar la información aún, porque
no sabía cuándo pensaban reaparecer sus hermanos.
Se ató las botas y bajó a la planta baja para salir al sol primaveral. A su
llegada a Vallenia, le habían dicho que podía ir y venir de palacio como
quisiera, que los guardias tenían órdenes de dejarla pasar con libertad por
las puertas delanteras. Por ese motivo, no tuvo ningún percance al salir del
palacio y les sonrió con educación a los guardias reales. Solo recibió unos
gestos de respeto a modo de respuesta.
Kiva se tomó su tiempo para vagar por la calle del Río hacia Silverthorn,
para respirar el aire libre y disfrutar del sol sobre su piel. Era el último día
del festival, pero las calles no estaban tan abarrotadas como la primera
noche. No había empujones ni tirones, solo grupos de niños que bailaban al
son de las canciones animadas de los músicos callejeros.
Fue casi una lástima alcanzar la academia. Los músculos le dolieron de
nuevo mientras ascendía por la empinada colina hasta la cima, donde se
hallaba el campus. Moviéndose con rigidez para aliviar un poco las
molestias, se dirigió hacia la enfermería principal, pues no sabía dónde
estaría Rhessinda, aunque seguro que allí le podrían indicar la dirección
correcta.
Al pasar por el sendero con arcos de piedra, Kiva admiró el exuberante
santuario verde entre los edificios y disfrutó una vez más de su serenidad.
Estaba tan absorta en su apreciación que casi chocó con una mujer que
caminaba en dirección contraria, pero saltó hacia un lado justo a tiempo.
—Lo siento, no iba mirando…
Kiva se interrumpió al reconocer a la directora de Silverthorn.
—Señorita Meridan, qué sorpresa tan agradable —dijo la sanadora
Maddis con calidez—. Esperaba verte de nuevo.
—Ah, esto, hola —replicó Kiva, avergonzada porque casi había tirado a
la anciana al suelo.
—¿Has tomado una decisión sobre tus estudios? —preguntó Maddis,
subiéndose las gafas de alambre por la nariz.
—Pues… bueno… —Tenía en la punta de la lengua la respuesta, que no
estaba interesada, pero sabía que su mentira sería poco convincente—. Aún
lo estoy pensando.
Maddis sonrió, comprensiva.
—Tómate todo el tiempo que necesites. Como dije el otro día, la oferta
seguirá sobre la mesa.
Kiva tragó saliva a pesar del nudo en su garganta.
—Gracias.
La mujer se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo de su túnica blanca
de sanadora.
—Si no has venido a hablar conmigo, ¿qué te trae a Silverthorn?
—La sanadora Rhessinda me ha llamado —respondió. Señaló el moratón
en un lado de su cara—. Supongo que quiere ver cómo voy.
—Ay, cariño —dijo Maddis, y ladeó con cuidado la barbilla de Kiva—.
Menudo golpe más feo.
—La inflamación bajó enseguida, pero sigue sensible.
—¿Quién has dicho que te trató? ¿La sanadora Lucinda?
—Rhessinda —la corrigió Kiva.
Maddis caviló un momento y luego ofreció un gesto de disculpa.
—Antes conocía a todos nuestros sanadores, pero ahora hay muchos y no
se me dan tan bien los nombres como en el pasado. Lucinda, Rhessinda,
Jacinda, Melinda… Los mezclo todos, me temo. Es el peligro de volverse
vieja, pero no el peor, lo admito. —Su rostro oscuro se iluminó con un
humor crítico mientras se señalaba el cuerpo maduro—. En cuanto todo
decide irse al traste, el resto del camino es cuesta abajo. Algo que
cualquiera espera con ganas, claro. —Kiva no pudo evitar reírse—. Alguien
en recepción te ayudará a encontrarla —añadió Maddis mientras señalaba la
enfermería a la que se dirigía Kiva. La atención de la sanadora se desvió a
un grupo de personas con túnicas blancas y rostros de un ligero rubor verde
que se habían tumbado en la hierba. Con un sufrido suspiro, dijo—: Si me
disculpas, voy a hablar con algunos de los novicios sobre su
comportamiento en el festival de anoche. —Con una palmada en el hombro,
Maddis dejó a Kiva en el sendero, no sin antes girarse para decir—: Espero
con ganas el momento en el que tomes tu decisión.
Kiva no respondió para no decepcionarla. No quería decepcionarse a sí
misma. Pero no era el momento. Debía centrarse en otras cosas. Sus propios
deseos tendrían que esperar.
Ahora mismo se merece la oportunidad de vivir su vida y seguir sus
sueños.
Las palabras de Jaren dirigidas al consejo real resonaron en su mente,
pero Kiva les cerró el paso hacia su corazón. Aunque tomara la egoísta
decisión de anteponer sus deseos, la cicatriz en su mano la señalaría
siempre como delincuente. Ningún paciente confiaría en ella, ninguna
academia de sanación la aceptaría. Bastaría con una mirada de cerca para
que Maddis retirase su ofrecimiento.
Y aun así…
Kiva suspiró. Las palabras de Jaren se habían enterrado bien hondo a
pesar de sus esfuerzos para ignorarlas. Aunque lo intentase, no estaba lista
para renunciar a sus sueños.
Porque sueños era lo único que tenía.
Sueños en los que su familia estaba a salvo y feliz y vivía la vida que se
merecían.
Sueños en los que estudiaba en Silverthorn y era capaz de ayudar a
quienes lo necesitaban, de reconfortar a los que sufrían, de aportar luz
donde había oscuridad y esperanza donde todo estaba perdido.
Sueños en los que Jaren y ella…
No.
Sabía que no debía soñar con Jaren.
—¡Eh, aquí!
Kiva alzó la mirada para descubrir que había estado caminando distraída
hacia la enfermería y vio que Rhessinda estaba sentada en un banco en el
santuario y la saludaba con la mano.
Atravesó uno de los arcos de piedra para acercarse a la joven sanadora.
Bajo sus pies, la hierba era suave, los aromas a lilas y lavanda de los
arbustos cercanos le cosquilleaban en la nariz.
—Recibí tu mensaje —dijo. Rhess dio unas palmaditas en la madera a su
lado y Kiva se sentó.
Aunque la túnica blanca estaba impoluta, la sanadora se había recogido
de nuevo su cabello ceniciento en un moño desaliñado y se le habían
soltado unos cuantos mechones que le enmarcaban la cara.
—¿Qué tal la cabeza? —preguntó, examinando con sus ojos ocres el
moratón de un modo muy similar a como lo había hecho Maddis.
—Mucho mejor. El gel de hierbaloe ha reducido la inflamación más
rápido de lo que pensaba.
—La leche de amapola seguro que ayudó también —replicó Rhess con un
guiño cómplice.
Kiva sonrió.
—He dormido como un angelito. No sé si fue lo más acertado después de
recibir un golpe en la cabeza.
—Que yo recuerde, te dije que te despertaras cada pocas horas —replicó
Rhess con aspereza. Luego preguntó—: Aparte de la inflamación, ¿te has
sentido bien? ¿Te ha costado hablar, te has sentido atontada o has tenido
problemas de coordinación? ¿Somnolencia, vómitos, dolores de cabeza?
¿Algo así?
Lo cierto era que Kiva había experimentado muchas de esas cosas en los
últimos dos días, pero todas se podían atribuir al entrenamiento con Caldon,
así que negó con la cabeza.
—Ibas cojeando cuando venías para acá —observó Rhess con acierto.
—He empezado hace poco a hacer ejercicio —confesó Kiva, controlando
el tono para evitar revelar cómo se sentía sobre eso. A juzgar por el regocijo
en los ojos de Rhess, no tuvo ningún éxito.
—Ah. Así que ¿solo dolores musculares estándares?
—Si con estándar quieres decir que me estoy muriendo, entonces sí,
claro.
Rhess se rio con malicia.
—Puedo darte algo para aliviarlo, si quieres.
—Te lo agradecería.
Kiva esperaba que la sanadora dijera que enviaría un relajante muscular a
palacio, pero Rhess rebuscó en su bolsillo y sacó un frasquito con un polvo
naranja pálido.
Al ver la mirada de Kiva, Rhess explicó:
—Llevo lo que parece una pequeña enfermería siempre conmigo. Estoy
lista para lo que haga falta. —Le entregó el frasco—. Mezcla un poco de
eso en el té justo antes de acostarte y luego cuando te despiertes. Te sentirás
mejor enseguida.
Kiva quitó la tapa y olió la sustancia.
—Manteberro, hierbagibre, aurevainas y… —Olfateó de nuevo—.
¿Lúrcuma?
—Bien hecho —dijo Rhess con aprobación—. He oído que tienes
experiencia como sanadora.
—Nada comparado con lo que hacéis aquí —respondió Kiva,
jugueteando nerviosa con la manga de su suéter para asegurarse de que le
cubría la cicatriz.
—Silverthorn juega en otra liga, eso es cierto —coincidió Rhessinda,
contemplando los terrenos con un asombro que Kiva, en el fondo,
comprendía. Rhess, sin embargo, ya estaba viviendo ese sueño que ella solo
podía ansiar encontrar un día—. Gracias por venir hasta aquí —prosiguió la
sanadora—. Quería ver cómo ibas después de todo lo que pasó la otra
noche. Que te secuestraran… seguro que fue terrorífico.
—Me pasé la mayor parte del tiempo inconsciente —dijo Kiva, ciñéndose
a la mentira—. ¿Has ido a ver a Caldon? Su herida era peor que la mía.
Rhess esperó hasta que dos jóvenes sanadores pasaron a su lado hacia el
interior del santuario y respondió:
—Por lo que he oído, el príncipe ha sufrido heridas mucho más graves en
el pasado. Ya buscará a alguien si le preocupa algo.
—La gente suele aprovechar cualquier oportunidad para estar con él —
comentó Kiva sin poder evitarlo. Y, con toda la intención del mundo, añadió
—: Es muy guapo.
Rhess arrugó la nariz.
—Está claro que se lo tiene creído.
Kiva rio, sorprendida (y encantada) por la franqueza de la sanadora.
—La mayoría de mujeres caen a sus pies.
—Yo no soy como la mayoría.
Kiva empezaba a darse cuenta. Y lo respetaba.
—Entonces ¿lo evitas por principios, porque flirteó contigo?
—No lo estoy evitando. Solo que no quiero verlo. —Cuando Kiva curvó
los labios en una sonrisa, Rhess entornó los ojos—. No puedes juzgar… Tú
lo apuñalaste. Si eso no dice algo, no sé qué puede hacerlo.
Kiva se estremeció.
—En mi defensa, pensaba que era otra persona.
Pasó un instante de silencio y de repente Rhess se estaba riendo. Un
segundo más tarde, Kiva se le unió.
—¡No me puedo creer que apuñalaras a un príncipe! —exclamó la
sanadora, agarrándose la barriga.
—Lo estás disfrutando demasiado —dijo Kiva, aunque el humor persistía
en su tono—. Eres sanadora. ¿Dónde está tu compasión?
—No eres la primera persona que me lo pregunta —dijo Rhess, sin dejar
de reírse—. Faltaría el día en que enseñaron modales.
Kiva sacudió la cabeza. Sentía una conexión cada vez mayor con la
sanadora. Su afinidad parecía natural, algo que, de haber estado en
Zalindov, habría evitado a toda costa. Pero ya no estaba en la cárcel. No
tenía que alejar a la gente para ahorrarse el dolor que llegaba con su muerte.
Esa ya no era su vida.
Con eso en mente, cuando Rhess le preguntó si quería pasear por el río y
comer algo, Kiva solo dudó un instante antes de aceptar.
No pasa nada, se dijo. Podía empezar a construir una vida. Y hacer
amigos, sobre todo fuera de palacio, ya que el mundoterno sabía que
cualquier relación que estableciera allí se rompería bastante pronto.
—Bueno, ¿y cuál es tu historia? —preguntó Rhess mientras salían de la
academia y empezaban a bajar por la colina.
—No tengo historia —respondió Kiva demasiado rápido.
—Ya —dijo la sanadora, claramente sin creerle.
—De verdad. Solo soy una chica normal y corriente.
—Tu cicatriz en la mano izquierda dice lo contrario. —Kiva casi tropezó.
Pero Rhess no había terminado—. Por no mencionar que te secuestraron
unos rebeldes, vives en el palacio y el príncipe heredero te mira como si
fuera a quemar el mundo solo para mantenerte a salvo. Pero claro, solo eres
una chica normal y corriente. —Kiva no respondió, ya que no sabía cuál de
las observaciones de Rhess era más incriminatoria—. Personalmente, creo
que lo normal está sobrevalorado. —Se quitó la cinta que le recogía el pelo
y los mechones cenicientos salieron volando en la brisa—. Lo normal es
tedioso, aburrido. Las mejores personas son las que tienen historias, las que
han vivido cosas que otros solo pueden imaginar en sus sueños más
alocados… y en sus peores pesadillas. —Miró fijamente la mano de Kiva
—. Gente como tú. —Era demasiado tarde para taparse la cicatriz, pero a
Rhessinda no parecía molestarle. Su tono no era crítico, solo curioso—. En
cuanto a mí —prosiguió, evitando un niño que se había alejado de su
madre. La multitud crecía a medida que se acercaban a la calle del Río—.
Yo también tengo una historia.
Era una forma de provocarla, para que Kiva preguntara más, pero sabía
que, para recibir respuestas, ella también debía dar algunas.
—Supongo que esa historia tiene algo que ver con cómo acabaste en
Silverthorn, ¿verdad? —dijo, tragando con la garganta seca.
Rhess se detuvo junto a una barandilla que daba al río y su mirada se
ensombreció.
—Es posible.
Kiva dedicó un minuto a pensar y decidió que, como Rhess ya había visto
la cicatriz y conocía su relación con la familia real, bien podía oír el resto de
la historia.
Así que se la contó.
Le habló de su época en Zalindov y cómo había conocido a Jaren. Le
habló sobre su huida y sobre que habían pasado semanas recuperándose en
las montañas antes de aventurarse hacia la capital. Habló sobre lo que había
hecho esos días: entrenar con Caldon y conocer a la familia real, pero luego
dejó de compartir su historia, pues sabía que era mejor no revelar nada
sobre su familia ni los rebeldes con una desconocida. Aun así, fue más de lo
que le había contado nunca a nadie.
Al terminar, Rhess silbó entre dientes.
—Había oído rumores de que la reina rebelde estaba en Zalindov y
alguien se había ofrecido voluntario para ocupar su lugar en los juicios por
ordalías. Tienes agallas, lo reconozco.
Kiva notó que se le contraían las entrañas.
—¿Hay rumores sobre mí?
Echó un vistazo por la bulliciosa calle del Río, casi esperando ver a las
familias señalándola y mirándola.
—A la gente le gusta el cotilleo. Pero no te preocupes, todo el mundo se
piensa que estás muerta.
Kiva se sobresaltó.
—¿Perdona?
—No hubo más noticias después de la cuarta ordalía —explicó Rhessinda
con un encogimiento de hombros—, así que la opinión general fue que
habías fracasado. —Con aire pensativo, añadió—: Seguramente no sería
difícil hacer correr la voz sobre tu victoria, si eso es lo que quieres.
Atraerías mucha atención.
Kiva sintió asco ante la idea.
—No, gracias. Prefiero seguir muerta. —Rhess se atragantó con una
carcajada y, al percatarse de cómo había sonado aquello, Kiva se corrigió
—: Ya sabes lo que quiero decir… Prefiero que piensen que estoy muerta.
Lo último que quiero es que vengan unos desconocidos y me pregunten
cosas.
—Uf, no, desconocidos —dijo Rhess con un estremecimiento exagerado
—. Son lo peor.
Kiva puso los ojos en blanco.
—Te toca. ¿Cómo te convertiste en sanadora?
La chica tiró de su túnica blanca y todo su buen humor desapareció.
—Mis padres eran sanadores, así que se podría decir que seguí sus pasos.
—¿Viven en Vallenia?
—No.
Algo en el tono de Rhessinda puso a Kiva en alerta.
La sanadora suspiró, como si no quisiera hablar ahora que era su turno,
pero compartió su historia igualmente.
—Cuando tenía catorce años, una panda de mercenarios de Mirraven
burlaron a los guardias fronterizos y atacaron nuestro pueblo. Esto es
bastante habitual en el norte, suelen tomar su botín y marcharse. Pero esos
saqueadores fueron diferentes. No buscaban dinero. Era invierno, querían
cuerpos cálidos que los calentasen y les daba igual a quiénes pertenecieran.
La gente luchó con uñas y dientes, pero los mercenarios no tuvieron piedad.
Nos… —Rhess se giró para mirar el agua—. Nos hicieron pagar. A todos.
—Kiva tragó saliva, temiendo la siguiente parte de la historia—. Mis padres
hicieron todo lo que pudieron para mantenerme a salvo. —La voz de Rhess
tembló un poco, pero luego respiró hondo y, con tono mortecino, declaró—:
Y luego los mataron delante de mí. —A Kiva se le escapó un jadeo de
angustia—. Los mercenarios me secuestraron y…
Rhessinda se interrumpió, incapaz de seguir, pero no hizo falta. El
tormento en sus ojos lo decía todo.
Se tomó unos minutos para recuperar el control y prosiguió.
—Conseguí escapar. Cuestión de tiempo, casualidad, suerte. Una
combinación de las tres. Otra familia me acogió, me ayudó a sanar. —Las
sombras crecieron en su mirada y se extendieron por todo su semblante—.
Había días muy oscuros. Días en los que me rendía. Días en los que
intentaba, con todas mis fuerzas, no sentir nada. Días en los que no sentía
nada. —En un susurro, admitió—: Esos eran los peores. Porque, cuando no
sentía nada, no tenía algo a lo que aferrarme. —A Kiva se le encogió el
corazón. Con un suspiro pronunciado, las sombras en la mirada de Rhess
empezaron a aclarar—. Mi familia adoptiva me salvó la vida de múltiples
formas. Costó tiempo, pero me ayudaron a recordar que la vida es
demasiado valiosa para tirarla por la borda, por muy duro que sea, por
mucho que duela. Yo no… —Tragó saliva—. No estaría aquí sin ellos.
La declaración final fue tan tácita que Kiva tuvo que parpadear para evitar
las lágrimas. Se daba cuenta de la decisión que la sanadora casi había
tomado.
Pero al final no lo hizo.
Estaba allí, viva, tras luchar contra la oscuridad y vencer.
Había sobrevivido.
Igual que Kiva.
—Te lo dije —susurró Rhess, mirando de repente a Kiva a los ojos—. Las
mejores personas son las que tienen historias. Aunque desearían no tenerlas.
Kiva soltó un suspiro tembloroso, incapaz de hacer nada que no fuera
asentir con solemnidad. Sabía que la historia de Rhess tenía mucho más,
igual que la suya, pero ya habían revelado suficiente por el momento.
La sanadora también pareció pensar lo mismo, porque, en voz baja,
añadió:
—No suelo hablar sobre mi familia con gente que apenas conozco, pero
tú me has confiado tu historia, así que me ha parecido justo hacer lo mismo.
Dicho esto, te agradecería que no se la contaras a nadie. No quiero sientan
lástima por mí.
—Jamás —prometió Kiva, sacudiendo la cabeza.
—Y yo también te guardaré el secreto. No hace falta ni decirlo.
En general, no. Pero no cabía duda de que Kiva sentía una conexión con
la sanadora. Las dos habían sufrido tanto de jóvenes que sus almas se
reconocían la una a la otra, por el dolor, el daño… la sanación.
—Venga —dijo Rhess, apartándose del río y señalando un grupo de
tenderetes en la orilla—. Los sentimientos me dan hambre. Tengo que
comer mi peso en chocobollos.
Y, así como así, la conversación intensa pasó.
—¿Chocobollos?
Rhess la miró horrorizada.
—¿No me digas que no sirven chocobollos en la cárcel?
Kiva le devolvió una mirada inexpresiva.
La sanadora la agarró por el codo y la arrastró hasta los tenderetes.
—Amiga mía, tu vida va a cambiar para siempre.
Rhessinda tenía razón… y se equivocaba al mismo tiempo.
Los chocobollos resultaron ser divinos: suaves, con trozos aterciopelados
de chocolate mezclados en una masa que se derretía en la boca. Pero, por
muy buenos que fueran, no cambiaron la vida de Kiva. No, fue lo que
ocurrió después de que Rhess y ella ingirieran tantos chocobollos como
para provocarles dolor de estómago, cuando subían de nuevo por la colina
hacia la academia, quejándose de que no volverían a comer nunca más.
Justo cuando alcanzaron la entrada de Silverthorn y se detuvieron para
despedirse, un hombre pasó a su lado tambaleándose, de camino a la
enfermería. Se agarraba el costado, con un gesto de dolor, pero cuando
Rhess le preguntó si necesitaba ayuda, este declinó con educación su
ofrecimiento.
El hombre siguió avanzando y Kiva lo olvidó… o lo habría hecho de no
ser por el hormigueo que sintió en las manos, el brillo que brotó de sus
dedos.
Rhess inhaló con fuerza.
—Pero ¿qué…?
Un pánico puro y auténtico inundó a Kiva mientras empujaba hacia
dentro la magia con más fuerza que antes. La luz dorada se extinguió como
una vela, su piel recuperó la normalidad, pero la fuerza de suprimirla la dejó
con náuseas y palpitaciones en la sien.
Rhessinda miraba con sus ojos ocres las manos de Kiva.
—¿Has visto…?
—Tengo que ir a Oakhollow.
Kiva soltó las palabras, en parte para distraer a Rhess, pero sobre todo
porque no podía ignorar los hechos más tiempo. Tres veces en tres días su
magia se había alzado hasta la superficie en contra de su voluntad. No tenía
ni idea de qué lo causaba y no podía arriesgarse a que ocurriera de nuevo,
no mientras viviera en palacio. Si Jaren lo veía… si alguien lo veía…
Kiva debía hablar con sus hermanos. No podía esperar a que acudieran a
ella… Podían tardar días antes de volver a contactar. Incluso semanas.
A juzgar por lo que le estaba pasando a su magia, Kiva quizá no disponía
de tanto tiempo. Tenía que arriesgarse a buscar a Torell y a Zuleeka ella
misma, con la esperanza de que la ayudasen. Ninguno había dado señales de
poseer magia de niños, aunque eso podría haber cambiado. Y, si no era el
caso, su madre sí que tuvo magia sanadora, a pesar de elegir no usarla para
evitar que los descubrieran. A lo mejor Tilda les había contado algo que
explicase lo que le estaba ocurriendo a Kiva y cómo podía controlarla de
nuevo.
—¿Oakhollow? —repitió Rhessinda—. ¿Qué hay en Oakhollow?
Kiva tragó saliva y ofreció una verdad que ni siquiera Jaren sabía.
—Mi familia. —Tragó de nuevo y preguntó—: ¿Sabes cómo puedo llegar
hasta allí?
Rhess la miraba con atención, sus ojos pasaban de su rostro a las manos y
arriba de nuevo. Luego sacudió la cabeza, como si decidiera que había sido
cosa de la luz, y Kiva casi se desmayó de alivio.
—Es bastante sencillo —dijo, apartándose el pelo que azotaba el viento
—. Sigues la calle del Río y luego sales por la ciudad por el reloj del sur.
Sigue recto por las tierras de labranza hasta llegar a la primera bifurcación.
Después de eso, gira a la izquierda, luego a la derecha y… —Rhess
prosiguió dando indicaciones, que Kiva intentó memorizar, pero la sanadora
se detuvo al ver la expresión de la chica—. ¿Sabes qué? Tengo que ir a
Oakhollow a ver a unos pacientes esta semana. Puedo adelantar el viaje a
mañana, ¿por qué no me acompañas? Tendré que dejarte unas horas sola en
cuanto lleguemos, pero así dispondrás de tiempo para estar con tu familia y
al menos no te perderás.
Kiva estaba tan agradecida que podría haberla abrazado.
—¿No te importa?
—Tengo que ir en algún momento. Y no eres tan mala compañía.
La sonrisa rápida de Rhess le indicó a Kiva que quizá no era la única que
sentía la amistad crecer entre las dos.
Y por eso (y una miríada de muchas otras razones desesperadas), Kiva
preguntó:
—¿A qué hora nos vemos?
Enseguida pensaron en un plan para su partida de la mañana siguiente.
Kiva pensaba salir de palacio justo después de su sesión de entrenamiento
con Caldon. Si alguien preguntaba, diría que iba a pasar la jornada con una
sanadora de Silverthorn. Y no era mentira, aunque implicase que estaría en
la academia. Con cierta amargura, se dio cuenta de que era la tapadera
perfecta. Dejó a un lado su culpabilidad para concentrarse en lo positivo.
Mañana volvería a ver a sus hermanos. Y, aunque tenía cosas que
contarles (y, lo más importante: necesitaba ayuda con su problema mágico),
también aprovecharía al máximo esa oportunidad.
Quería plantearles algunas preguntas y ya era hora de que respondieran.
CAPÍTULO DOCE
T al como lo había planeado, Kiva comenzó el día con su entrenamiento
matutino. Fue otra sesión agotadora, pero, por el lado bueno, solo vomitó
una vez.
El único contratiempo fue cuando Jaren la llamó justo cuando se marchaba del
patio. Durante un momento, temió que hubiera despejado su agenda para pasar
tiempo con ella, pero solo se disculpó por no haberla visto mucho el día anterior,
ya que se había marchado de la ciudad para ayudar a reconstruir un pueblo
cercano.
Antes de que pudiera inquirir más sobre ello, el príncipe le preguntó sobre su
visita a Silverthorn y ella se lanzó a darle todos los detalles de las horas que pasó
con Rhessinda. Jaren pareció contento de su amistad en ciernes, y a Kiva le
resultó más fácil compartir sus planes falsos para el día. El príncipe se sintió
aliviado, porque le aguardaban muchas reuniones.
Al oír aquello, Kiva se preocupó por perder la oportunidad de escuchar a
escondidas, pero cuando mencionó el gremio de mercaderes, el sindicato de
estibadores y la sociedad de juglares (entre otros), se dio cuenta de que sus citas
se parecerían a la última mitad de la reunión con el consejo real, y ninguna
resultaba relevante para su misión de espía.
Se separaron cuando llegó un mensaje del ministerio de economía, que exigía
la presencia inmediata de Jaren. El príncipe la miró con ojos tristes, suplicándole
que lo salvara. Ella solo sonrió y bromeó con un «Ay, pobre principito», antes de
decirle que, cuanto antes acudiera a las reuniones, antes sería libre.
De vuelta en su dormitorio, Kiva se bañó a toda prisa y devoró un desayuno
ligero mientras se vestía para la excursión. Añadió al atuendo una capa con
capucha para que la protegiera de la brisa costera con la que se encontraría
durante el viaje… y así podría pasar más desapercibida, si hacía falta.
Se acordó de echar una pizca de relajante muscular en el té para aliviar los
dolores que aparecerían más tarde tras la sesión con Caldon, se tragó el mejunje y
salió a toda prisa de la habitación. Solo se detuvo en dos ocasiones: una cuando
pasó junto a Tipp y Oriel, que perseguían a Flox por los pasillos, con la tutora
Edna, una mujer de mediana edad, pisándoles los talones mientras musitaba una
oración para que le diera paciencia, y la otra cuando Naari la llamó justo cuando
iba a abandonar el vestíbulo.
—Me han dicho que te diriges a Silverthorn de nuevo —dijo la guardia.
A Kiva le sorprendió que Naari no siguiera los pasos de Jaren, pero entonces
pensó que muchas de sus conversaciones serían confidenciales, igual que la
reunión con el consejo real.
—Voy a pasar tiempo con una de las sanadoras —confirmó Kiva con el
semblante abierto y sincero.
Naari la observó con atención.
—Jaren dice que es importante que no te sientas atrapada aquí, que has pasado
diez años como una prisionera y te mereces recordar lo que es ser libre.
Lo último que quiero es que se sienta atrapada en otra jaula.
Las palabras de Jaren, pronunciadas hacía dos días, le volvieron a la mente. Su
consideración caló hondo en Kiva una vez más.
—Pero deberías saber que está preocupado por tu seguridad —prosiguió Naari
—, sobre todo después de lo ocurrido la otra noche. No te arrebatará tu libertad,
nunca te haría eso. Así que solo te pediré que tengas cuidado. —Su mirada ámbar
sostuvo la de Kiva—. He apostado más guardias en la calle del Río con órdenes
de estar pendientes de ti, pero hay mucha afluencia entre Silverthorn y el palacio,
y hasta el guardia más atento puede pasar por alto algo. Jaren no te lo dirá por si
te sientes atrapada, pero creo que ya sabes que, si te pasa algo, eso lo destrozará.
Así que actúa con cabeza.
El aliento de Kiva estaba atrapado en algún lugar de sus pulmones y le impidió
responder, pero asintió para hacerle saber que lo comprendía… y que estaba de
acuerdo.
—Caldon dice que se te da fatal empuñar un arma —prosiguió Naari, sacando
una daga de la capa—, pero me sentiré mejor si llevas una. Solo por si acaso.
Intentando ocultar el temblor de sus manos, Kiva aceptó el arma y prestó
atención mientras Naari le ofrecía instrucciones sobre cómo atársela a la
pantorrilla, metida en el cuero de la bota pero a un alcance fácil.
—No te apuñales —le advirtió Naari.
—¿Por qué la gente no deja de decirme eso? —musitó Kiva.
Los labios de Naari se curvaron antes de repetir su petición de que fuera con
cuidado. Luego desapareció en el palacio.
Kiva exhaló un largo suspiro y se marchó hacia Silverthorn mientras repasaba
la conversación con la guardia. No le gustaba la idea de que Jaren se preocupara
por ella, pero entonces se recordó que no debería importarle lo que él sintiera.
Lo último que quiero es que se sienta atrapada en otra jaula.
Por todo el mundoterno, ¿por qué tenía que ser tan… Jaren? Sabía que para él
sería mucho más sencillo ordenar que la siguieran unos guardias o incluso pedirle
que se quedara dentro de los terrenos de palacio, donde era seguro. Pero no lo
había hecho, sino que había dado prioridad a las necesidades de Kiva, como
siempre.
La chica sacudió la cabeza y se imaginó una puerta mental que se cerraba con
fuerza. Aceleró el paso en la calle del Río. Era muy consciente de los guardias
que patrullaban y la vigilaban entre la multitud, pero su presencia oculta no la
hizo sentir a salvo, sino que le puso la piel de gallina, como si pudieran leer su
mente… y captar su culpa. La sensación solo desapareció cuando ascendió la
colina hasta Silverthorn y alcanzó el campus. Encontró a Rhessinda esperándola
en el arco de entrada.
—Has llegado en el momento perfecto —declaró la sanadora con una gran
sonrisa. Llevaba un paquete enorme colgado del hombro, como si lo hubiera
llenado con material médico para el día—. ¿Preparada para la aventura?
Kiva estaba más que preparada, aunque el estómago le burbujeara de nervios
cuando siguió a Rhess hasta el pequeño establo que había al otro lado del portón
principal de la academia.
—Deduzco que no has montado mucho a caballo en los últimos diez años,
¿verdad? —preguntó Rhess mientras se acercaba a un joven caballerizo que
sostenía las riendas de dos caballos con aspecto saludable, uno alazán y el otro
tordo.
—Eso es muy acertado —respondió Kiva, observando con recelo a los
caballos. La última vez que había montado uno ella sola fue el viejo poni dócil de
su familia, una criatura mucho, pero que mucho más pequeña que los dos que
tenía delante.
—Iremos despacio —prometió Rhess. La ayudó a montar la yegua torda que
tenía el adorable nombre de Campanilla.
Kiva decidió olvidar con todas sus fuerzas lo lejos que estaba el suelo y esperó
a que Rhess montara el alazán antes de preguntar:
—¿Hay alguna posibilidad de que podamos evitar la calle del Río para salir de
la ciudad?
Un momento de silencio pasó antes de que la sanadora respondiera.
—Parece sospechoso, como si intentaras salir a hurtadillas.
—No he dicho a nadie a dónde vamos —admitió Kiva al pensar en los guardias
que vigilaban la calle principal— y preferiría que la cosa siguiera así. Al menos
hasta que… que…
No sabía cómo acabar la frase, pero el semblante de Rhess se suavizó.
—Eh, todos tenemos secretos —dijo, comprensiva—. Mientras no nos pongan
en peligro, no me importa guardártelos. Ayer lo dije en serio… puedes confiar en
mí.
Kiva exhaló un suspiro.
—Gracias.
Rhessinda caviló un momento antes de añadir:
—Me conozco los callejones bastante bien. Podemos usarlos para ir al reloj del
sur, pero tendremos que volver a la carretera principal después de atravesar los
muros de la ciudad.
—Me parece bien.
Seguramente no pasaría nada si tomaban la calle del Río todo el camino, ya que
Naari había mencionado que habría tanto tráfico que los guardias podían pasar
por alto algo. Y no esperarían que Kiva fuera a caballo. Pero los callejones
reducían el riesgo de un modo significativo.
Con la nueva ruta decidida, Rhess le recordó a Kiva los pasos básicos de la
monta y luego salieron juntas de la academia.
Oakhollow se hallaba a media hora a caballo de Vallenia, eso sin contar el
tiempo que tardaron en llegar a los límites de la ciudad. Iban más despacio que
por la ruta directa del río. Al final alcanzaron el reloj del sur y salieron por los
grandes portones, pasando junto a viajeros que iban y venían de la capital;
muchos conducían carromatos cargados con mercancías para vender, otros
llevaban emblemas que los identificaban como mensajeros y otros solo eran
ciudadanos que seguían con su día.
Kiva se dejó puesta la capucha y evitó mirar a cualquiera de los guardias, pero
no se encontraron con ningún problema y pronto habían atravesado los muros
fortificados y cabalgaban a buen ritmo por una carretera de tierra bien trillada. Al
principio, la multitud no disminuyó, pero tras avanzar por un trecho donde había
granjas a cada lado del camino, llegaron al sendero de la costa y tuvieron el
camino para ellas solas.
—¿Ya tienes confianza? —preguntó Rhess, señalando a Campanilla—. ¿Lista
para acelerar?
—Si me caigo y me rompo todos los huesos, me los pondrás en su sitio,
¿verdad? —preguntó Kiva, medio en broma.
La sanadora sonrió e impulsó a su caballo, con lo que animó a Kiva a que la
imitara con Campanilla. Las largas patas de la yegua acortaban la distancia
mientras subían una ligera cuesta y luego trotaban por el camino del acantilado
que recorría la costa. La brisa marina era fresca, pero el viento le había apartado
la capucha y su pelo volaba libre tras ella mientras galopaban por encima del mar
cerúleo. Kiva se sintió más viva que nunca. Quería gritar y chillar y reír por esa
sensación, ansiaba que durase para siempre. Pero enseguida tuvieron que dejar la
costa y reducir el ritmo. Atravesaron varias carreteras y se adentraron en un
bosque espeso.
—Ya casi estamos —dijo Rhess, lanzándole una cantimplora de agua. Señaló
los árboles que las rodeaban y añadió—: Este es el bosque Emelda. Oakhollow se
halla cerca de la linde, pero el bosque sigue hasta Avila. Es fácil perderse, así que
asegúrate de no alejarte demasiado de la ciudad. No serías la primera persona en
no volver a salir.
Kiva se estremeció; la foresta sombría parecía más siniestra que antes. Pero
entonces los árboles empezaron a clarear y el sendero se ensanchó. Un pueblecito
pintoresco apareció enseguida ante ellas.
—Si te dejo en la taberna, ¿podrás ir tú sola a ver a tu familia? —preguntó
Rhess mientras salían del bosque y se adentraban en el luminoso sol.
Kiva asintió, aunque no tenía ni idea de en qué lugar del pueblo estaría su
familia. Pero la taberna sería el mejor sitio para preguntar.
Las dos se aventuraron juntas por el pueblo y pasaron unas casitas de madera
con macetas en las ventanas antes de encontrar un herrero, un pequeño
apotecario, un sastre, una panadería y un mercado al aire libre. En el centro se
hallaba un gran establecimiento con un cartel pintado sobre la puerta, en el que se
leía El Jabalí Bebedor en cursiva. Debajo había un dibujo de un cerdo que
bailaba y, de algún modo, conseguía parecer muy borracho.
—Hay un establo en la parte trasera —dijo Rhess, cuando se detuvieron cerca
de la entrada. Antes de que acabase de hablar, una chica joven se acercó
corriendo, con heno sobresaliendo de la ropa sucia. De ella emanaba un olor
fuerte a estiércol. Estaba claro cuál era su papel allí.
Rhessinda le lanzó una moneda de plata y le indicó a Kiva por señas que
desmontara. La chica gruñó al aterrizar en el suelo; tenía las piernas rígidas y le
dolía la espalda a pesar del polvo medicinal de esa mañana.
—Espera a esta noche y verás —se rio Rhess.
La moza de cuadra se marchó a toda prisa con Campanilla.
—¿Te veo aquí dentro de unas horas? —preguntó Kiva.
—Sí, a media tarde —confirmó Rhess, reuniendo sus riendas—. Hay que estar
de vuelta en la ciudad antes del anochecer.
Kiva estuvo de acuerdo, pues lo último que necesitaba era que alguien de
palacio empezara a preocuparse y la mandaran a buscar a Silverthorn.
—Si necesitas ayuda con algún paciente… —Kiva calló al darse cuenta de que
no sabía cómo concluir su oferta, ya que tampoco podía decir: «Ven a buscarme».
Por suerte, Rhess no se fijó en su vacilación.
—Gracias —dijo sin más—, pero deberías disfrutar de tu familia.
Kiva esperaba que eso fuera posible, aunque, dado su último encuentro, no
contaba con ello.
Rhessinda azuzó a su caballo y se despidió con la mano mientras se alejaba de
la taberna. Kiva la observó hasta que desapareció por el pueblo y luego centró su
atención en el cerdo pintado. Tuvo cuidado de borrar toda repugnancia de su
rostro antes de atravesar el umbral.
El interior de El Jabalí Bebedor era como cualquier taberna en la que había
estado, tanto de niña con sus padres como durante las últimas semanas de viaje
desde el palacio de invierno a Vallenia. Lámparas tenues de luminio espantaban
la mayoría de las sombras y, aun así, el espacio sucio seguía siendo oscuro y
lúgubre, incluso con la luz del sol que intentaba atravesar las ventanas
mugrientas… y todo rodeado de varias cabezas de jabalí disecadas y expuestas en
las paredes.
Un olor abrumador a cerveza le cosquilleó la nariz cuando se adentró más en la
sala, donde un puñado de clientes ya estaban sentados en las mesas y se
balanceaban en taburetes a pesar de que no era ni media mañana. Mantuvo la
cabeza gacha al pasar a su lado y fue directa a la barra de roble en la parte trasera
de la habitación. Detrás de ella se hallaba el tabernero, un hombre de mediana
edad que limpiaba la madera con un trapo sucio.
—Hola —saludó Kiva. El hombre alzó sus ojos oscuros hacia ella pero no dijo
nada—. Eh… esperaba que pudiera ayudarme a encontrar a unas personas.
—¿Vas a pedir algo de beber? —preguntó con voz gruñona y áspera.
—Ah… bueno… —tartamudeó Kiva, antes de esbozar una sonrisa amigable—.
Es un poco temprano para mí. Quizá luego, después de encontrar a quien busco.
—El tabernero tampoco dijo nada. Kiva se lo tomó como una invitación para
preguntar—: ¿Conoce a Zuleeka y Torell Meridan? —No se atrevía a usar el
apellido Corentine y esperaba que sus hermanos no fueran tan tontos como para
alardear sobre su linaje—. Son un poco mayores que yo. Nos parecemos.
—¿Quién quiere saberlo?
—Su hermana. Kiva Meridan.
Sonó un golpe detrás de ella cuando una jarra llena de cerveza aterrizó en la
barra; el líquido se derramó por todos lados y un anciano se encaramó en el
taburete más cercano y se inclinó precariamente hacia la chica.
—Kiiiiiiva —dijo, arrastrando la palabra—. Qué nombre másssss bonito. Soy
Grum… Grumed… Grumedon.
Parecía complacido consigo mismo cuando al fin consiguió decir su nombre,
hipando entre un intento y el otro con una sonrisa de dientes marrones.
—¿Te apetece un poco de pan, Grum? —preguntó el tabernero. Su ruda voz se
suavizó un poco al ver al hombre—. ¿Un plato de estofado? Invita la casa.
Grumedon tomó un trago de su bebida.
—Demashado pronto para comer. Pero la cervesha que no pare.
Agitó la jarra, derramando más líquido. Un poco salpicó las botas de Kiva.
—Grum… —empezó el tabernero, pero el borracho lo interrumpió.
—¿Qué hace un shitio tan bonito como tú en una chica como eshta? —le
preguntó a Kiva.
—Busco a mi familia —respondió ella a su pregunta enrevesada—. A Zuleeka
y Torell Meridan.
—¡Ah! —exclamó el hombre, golpeando con fuerza la taza. Una ola de espuma
se vertió por el borde—. Lo shabía.
No dijo nada, así que Kiva lo animó a seguir hablando.
—Lo sh… eh… ¿Sabía el qué?
Grumedon la apuntó con un dedo retorcido.
—Tienesh los ojos de tu madre.
Antes de que Kiva pudiera superar la sorpresa de esa observación, el cuerpo del
hombre se desplomó y apoyó la cabeza en la barra. Un potente ronquido de
borracho se escapó de su boca abierta.
El tabernero suspiró y apartó la jarra para limpiar el líquido derramado.
—Cada día igual. Estará así durante horas. —Al ver el semblante de Kiva,
añadió—: Grum ha tenido una vida difícil, pero le va bien. Hay gente que cuida
de él. Pronto vendrán a recogerlo y se asegurarán de que está bien y no pasa frío.
No te preocupes, se recuperará.
—¿Mi madre era una de esas personas? —preguntó Kiva con voz ronca, sin
poder evitarlo.
El tabernero no dijo nada, su respuesta habitual. Pero la sorprendió cuando sacó
un trozo de pergamino mugriento y una pluma de debajo de la barra.
—Escribe una nota. Veré lo que puedo hacer —ofreció, aunque un poco a
regañadientes.
Llena de esperanza, Kiva se apresuró a decir:
—Tengo que verlos hoy. Lo antes posible. Es importante.
—Veré lo que puedo hacer —dijo el tabernero, sin prometerle nada.
Kiva supo que ese sería el mejor trato que podría conseguir y se dio prisa en
escribir su mensaje.

Estoy en El Jabalí Bebedor. Tengo que hablar con vosotros. Urgente.


No había nada secreto en lo que había escrito, pero usó el código que solo sus
hermanos podían entender. Era la costumbre.
—¿Qué es eso? —preguntó el tabernero, alzando la nota hacia la luz y
frunciendo el ceño.
—Zuleeka y Torell Meridan —le recordó Kiva—. Ellos podrán leerlo. —El
hombre soltó un gruñido y se guardó la nota en el bolsillo trasero, pero no hizo
amago de moverse—. Cuando he dicho que era importante, me refería a que era
cuestión de vida o muerte —añadió Kiva. Su vida o su muerte, si no conseguía
controlar la magia—. Por favor, solo dispongo de unas horas.
El tabernero la miró de nuevo.
—¿Vas a pedir algo de beber?
Kiva apretó los dientes y negó con la cabeza.
Él señaló con el pulgar una puerta en la parte trasera de la taberna.
—Pues entonces espera fuera.
—Por favor —repitió Kiva, esa vez en un susurro.
El hombre solo señaló de nuevo; luego se giró y desapareció en una habitación
detrás de la barra. Una mujer joven ocupó su lugar. Puso mala cara al recoger el
trapo sucio y lo cambió por otro limpio.
Con nada más que hacer, solo confiar en que el tabernero entregaría el mensaje,
Kiva suspiró y se dirigió hacia donde le había indicado. Salió por la puerta y
encontró un pequeño patio.
No había clientes fuera, así que se quitó la capa y se sentó en una de las mesas
de madera. Unos segundos más tarde, la camarera apareció y dejó una taza
humeante delante de Kiva. Sonrió y le guiñó un ojo.
—Saluda a Tor de mi parte —dijo por encima del hombro antes de desaparecer
otra vez dentro.
Como no tenía ganas de pensar en esas palabras tan insinuantes, Kiva dio un
sorbo a la bebida (leche especiada con miel) y dirigió la cara hacia el sol. Ojalá
sus extremidades se relajaran mientras esperaba resignada.
CAPÍTULO TRECE
T ras terminar la bebida, Kiva se puso a deambular por el patio. El
tiempo avanzaba a paso de tortuga. No había ni rastro de sus
hermanos, pero no podía pasarse el día esperándolos. Si el tabernero no iba
a buscarla, tendría que encontrar a otra persona que la ayudase.
Resuelta, Kiva se puso la capa, pero justo cuando se encaminaba hacia la
puerta de la taberna, captó unos pasos pesados y una figura alta emergió de
entre las sombras.
Kiva hundió los hombros de alivio al ver a su hermano, que no perdió
tiempo en acortar la distancia entre ellos.
—¿Estás loca? —le preguntó, abrazándola con fuerza—. ¿En qué estabas
pensando al venir hasta aquí?
—Yo también me alegro de verte, Tor —dijo Kiva, intentando no sonar
dolida.
Él se apartó para mirarla. Sus ojos color esmeralda le examinaron la cara
y luego la abrazó otra vez, suspirando por lo bajo.
—Lo siento —dijo con el rostro enterrado en su cabello—. Pues claro que
me alegro de verte. Pero es muy peligroso. ¿Cómo te has escapado de
palacio? ¿Te ha seguido alguien? ¿Has…?
Kiva se apartó sin poder reprimir una sonrisa.
—No te preocupabas tanto cuando éramos niños.
—Y ahora no me preocupo. —Torell la miró con intensidad y rectificó—:
Excepto en lo que respecta a mi hermana pequeña, a quien quiero con todo
mi corazón y deseo que esté a salvo.
—Ya no soy tan pequeña —comentó Kiva con un nudo en la garganta.
—Siempre serás mi hermana pequeña. Ya tengas siete o diecisiete años,
nunca dejaré de protegerte. —Retrocedió un paso—. Y ahora, dime, ¿por
qué te has arriesgado a venir aquí, ratón? ¿Ha pasado algo?
Ratón.
Ratoncita.
El apodo de su padre para ella.
Kiva tuvo que contener las lágrimas, pues se había olvidado de que Tor
también la llamaba así. Tardó un momento en poder responder.
—Me pasa algo malo. Tengo que hablar contigo y con Zuleeka, en un
lugar privado.
Torell le sostuvo la mirada antes de asentir y agarrarle la mano para
conducirla de vuelta a la taberna. Su piel era firme y los dedos estaban
encallecidos, lo que le hizo pensar en la gama de armas letales que llevaría
encima, igual que la última vez.
Su hermano, el guerrero.
Tan diferente del chico joven que recogía flores silvestres con ella y
perseguía mariposas en el prado junto a su casa, del muchacho que había
cuidado a un cervatillo herido hasta que recuperó la salud y declaró que
dedicaría su vida a ayudar animales enfermos. No había ni rastro de ese
chico amable en el duro joven que conducía a Kiva por la taberna lúgubre.
Cada parte de él era afilada y letal. Al menos físicamente. Por dentro, aún
percibía restos del hermano al que siempre se había sentido más unida.
La primera vez que Kiva había usado magia, acudió a Torell para que la
consolara. Sus padres nunca le habían hablado sobre el linaje de Tilda con
la esperanza de que ninguno de sus niños heredase el poder sanador. Kiva
aún recordaba pedirle historias a su madre sobre la antigua realeza de
Sarana Vallentis y Torvin Corentine, igual que recordaba ansiar tener magia.
Cuando la luz dorada brotó de ella un día, fue Tor quien la abrazó con
fuerza mientras su madre compartía al fin su secreto y les advertía de que
Kiva se convertiría en un objetivo si alguien descubría lo que podía hacer;
fue Tor quien le había limpiado las lágrimas de los ojos y prometido que la
mantendría a salvo, que nunca le pasaría nada malo.
No había podido mantener esa promesa. No de niño.
Pero algo le decía a Kiva que el hombre en el que se había convertido
lucharía a muerte para protegerla de todo mal.
—Súbete la capucha —ordenó Torell en voz baja al llegar a la salida de la
taberna. Se despidió de la camarera con un gesto de la barbilla, pero no
había ni rastro del tabernero. Ya le daría las gracias a su regreso.
—Tengo una yegua en el establo —dijo mientras él la conducía hacia un
caballo negro atado a un poste de madera—. ¿Voy a…?
Antes de que pudiera terminar, Torell se subió a su montura y la arrastró
con él. Las piernas de Kiva tropezaron de un modo incómodo con las
abultadas alforjas.
—Mantén la cara cubierta. Y agárrate.
La capucha se le cayó cuando arrancaron en galope, pero no se atrevió a
soltarse de Torell, segura de que se caería del caballo.
Al llegar al límite del pueblo, Tor se desvió de la carretera principal hacia
los densos árboles. Esquivaron ramas y atravesaron arroyos entre chapoteos
a un ritmo vertiginoso. Cuando al fin redujeron la velocidad, Kiva respiraba
con dificultad y se aferraba a su hermano con los nudillos blancos.
—¿Estás intentando matarnos? —gritó, propinándole una palmada en el
hombro.
Torell tuvo la osadía de reírse.
—Olix conoce muy bien este bosque. Estábamos a salvo.
—¡Un paso en falso y nos podríamos haber roto el cuello!
—Sabes que nunca permitiré que pase eso. ¿Sigues con la capucha
puesta?
—No, no la tengo puesta —masculló ella—. Se me ha caído desde que
intentaste batir el récord de velocidad para la mayor estupidez a caballo.
—Eso no existe —replicó Tor con buen humor—. Vamos a entrar en el
campamento y no quiero que nadie te vea la cara, así que póntela. —Buscó
en una alforja, sacó un objeto de plata y se lo entregó—. Ponte esto
también.
Kiva vio de pasada que Tor extraía otra cosa plateada, que se la quedó
para él, pero su concentración estaba fija en lo que sostenía en las manos.
Entre sus dedos había una máscara… Una hecha por completo de
serpientes retorcidas.
Víboras, al parecer.
Rodeó a Torell y vio que también sujetaba una máscara; la suya tenía la
clara forma de un can.
—La Víbora y el Chacal —musitó Kiva—. No tienen ni idea de quiénes
sois, ¿verdad?
—No nos fiamos a la ligera —dijo Torell, poniéndose la máscara—. Ni
siquiera entre los nuestros. —Kiva lo imitó y se puso la que dedujo que era
la máscara de Zuleeka. Luego se subió la capucha—. Nos ha ido bien —
siguió contando Torell mientras avanzaban entre los árboles, que
empezaban a escasear—. Solo los del círculo más íntimo conocen nuestras
identidades. El resto del tiempo llevamos las máscaras, incluso cuando
hacemos tareas cotidianas por el campamento. Fue idea de madre. «Toda la
realeza lleva máscaras», nos dijo. Pero sobre todo quería que Zulee y yo
pudiéramos movernos con libertad por el reino, sin tener que mirar por
encima del hombro todo el rato.
Su tono transmitía tristeza y melancolía. Kiva lo abrazó con suavidad por
la cintura. Abrió la boca para ofrecerle consuelo, pero las palabras la
abandonaron cuando llegaron a la linde del bosque. Los árboles
desaparecieron para revelar un claro enorme con unas vistas que la hicieron
jadear de asombro.
Una tienda tras otra se alineaba en el claro, demasiadas para contarlas;
cada una era sencilla, exceptuando unas cuantas estructuras más grandes en
el centro del campamento. Hacia allí se dirigía Tor. Mujeres y hombres de
todas las edades gritaban sus nombres al pasar (a él lo llamaban Chacal) y
los miraban con una clara adoración en los ojos.
Era su general, recordó Kiva. Había luchado con ellos, luchado por ellos.
Todo lo que hacía era para esta gente… para esos rebeldes.
Sus rebeldes, se recordó.
Porque también era su gente, y todos dedicaban sus vidas para que su
familia reclamase lo que le habían robado a su antepasado cuando casi lo
mataron y lo obligaron a exiliarse. Durante siglos, el movimiento rebelde
había crecido despacio, dedicado a recuperar el trono de parte de Torvin,
pero nunca antes se habían aliado con uno de sus herederos ni habían tenido
la oportunidad de derrocar de verdad a la familia Vallentis del trono.
Kiva necesitaba saber cómo había ocurrido: cómo Zuleeka se había
convertido en la comandante rebelde, cómo Torell había llegado a ser su
general. Necesitaba saber cómo su madre había rechazado sus propias
advertencias sobre los rebeldes, ya que siempre dijo que nunca podían
descubrir que el linaje Corentine seguía vivo. Durante mucho tiempo, Tilda
había renegado de su magia para evitar que descubrieran a su familia y, aun
así, allí estaba Kiva, en el corazón de un movimiento del que sus padres
nunca, jamás, habían querido formar parte.
—Zuleeka está en la tienda de mando, justo allí delante —dijo Tor,
sacándola de sus pensamientos—. La tela es lo bastante gruesa para
proporcionar algo de privacidad. Ahí podemos hablar tranquilamente.
Las manos empezaron a sudarle cuando se detuvieron en el exterior de
una gran tienda. Tor la ayudó a bajar al suelo; luego desmontó él y le dio
una palmada cordial a Olix en el cuello. Profirió un silbido grave y un
muchacho se acercó corriendo. Le sonrió con cariño a Tor y se llevó al
caballo.
—Después de ti —dijo Torell, señalando la entrada de la tienda.
Kiva enderezó los hombros y entró, fijándose en el espacio abierto que
estaba prácticamente vacío a excepción de una larga mesa de madera llena
de papeles. Había un mapa de Wenderall colgado en la pared de tela, casi
idéntico al que Kiva había visto en la sala del consejo real. Un movimiento
llamó su atención y se giró para encontrarse a Zuleeka, que bebía de una
taza humeante y la observaba con intensidad. Su semblante inexpresivo no
reflejaba ninguna sorpresa. Ni tampoco cariño.
—No deberías estar aquí —declaró.
—Si me hubieras golpeado con más fuerza el otro día, no estaría en
ninguna parte —replicó Kiva, dolida, mientras se quitaba la máscara.
Torell se detuvo junto a ella y se retiró su máscara para revelar una
expresión de desconcierto.
—¿A qué viene esto?
Zuleeka no le respondió y, a pesar de que aún estaba enfadada por el
golpe de la cabeza, Kiva no quería delatar a su hermana. Hacía tan solo dos
días que había decidido esforzarse más en reparar la relación rota entre las
dos y estaba resuelta a conseguirlo… aunque aquel no fuera un comienzo
prometedor.
—Nada —dijo—. No dispongo de mucho tiempo. He venido desde
Vallenia con una amiga y se va a reunir conmigo en la taberna dentro de
unas horas.
—¿Una amiga? —Zuleeka alzó una ceja oscura—. ¿De palacio?
—Pues claro que no. No soy tonta.
No le sentó bien que la boca de su hermana se curvase en una sonrisa
burlona, así que la ignoró por completo y se acercó a la mesa. Depositó la
máscara de serpientes y tomó asiento. Tor la siguió para sentarse a su lado y
Zuleeka los imitó solo cuando su hermano le lanzó una mirada firme, pero
no sin antes poner en blanco sus ojos de color miel, como si la aparición de
Kiva la molestase sobremanera.
—¿Qué te trae de visita, hermanita? ¿Sientes añoranza? ¿Quieres un
abracito?
Las buenas intenciones de Kiva se evaporaron rápidamente ante la
pasivoagresividad de su hermana.
—¿Qué problema tienes conmigo? Estamos en el mismo bando. Ya te
vale con esa actitud.
—No sé a qué te refieres —dijo Zuleeka, removiendo el té—. Estoy
encantada de verte. Me has alegrado la semana.
Torell suspiró con cansancio y musitó algo entre dientes que Kiva no oyó.
Respiró hondo para tranquilizarse y se recordó que desconocía todo por lo
que Zuleeka había pasado en los últimos diez años. Aunque no sabía qué
podría ser peor que el hecho de que la abandonaran en una cárcel letal,
existían muchos tipos de infierno.
Se concentró en su tarea, reflexionó sobre por qué estaba allí y deliberó
por dónde, y cómo, comenzar. Debía contarles muchas cosas, pero no podía
contener ni un segundo más su curiosidad.
—Me gustaría saber más sobre madre —dijo—. ¿Cómo acabó en
Zalindov? ¿Cómo acabasteis vosotros entre los rebeldes? ¿Qué pasó…
después de esa noche?
Zuleeka resopló con desdén.
—Mírate, arriesgando tu vida para oír una historia. Quién lo iba a decir.
—No estoy arriesgando mi vida.
—No, tan solo todas nuestras vidas. —El buen humor de Zuleeka
desapareció tan rápido que Kiva se percató de que nunca había existido—.
¿Te paraste a pensar en lo que hacías antes de salir de Vallenia? ¿Acaso te
preocupas por alguien que no seas tú misma? Nunca fuiste tan egoísta de
niña, pero supongo que diez años anteponiendo tus necesidades a las de los
demás pasa factura.
—Zuleeka —espetó Tor—. Ya basta.
Kiva intentó no revelar cuánto le dolían las palabras de su hermana, lo
injustas que eran. Se le formó un nudo en la garganta, pero consiguió
hablar.
—He venido porque tengo problemas para controlar mi magia y necesito
vuestra ayuda para evitar que me descubran. —Tragó saliva—. Pero
tampoco pienso marcharme antes de que me habléis sobre madre. Merezco
saber la verdad.
No mencionó la reunión del consejo real, porque no quería revelar todas
sus cartas antes de conseguir algo a cambio.
—¿Qué le pasa a tu magia? —preguntó Tor. La preocupación se reflejó en
su semblante.
Kiva negó con la cabeza.
—Vosotros primero.
Al ver la seriedad de su rostro, Tor se rindió.
—La noche que llegaron los soldados, huimos a una casa en las
montañas. Allí nos esperaban unas personas. Rebeldes.
—Pero los rebeldes no sabían lo de nuestra familia —arguyó Kiva—.
Mamá y papá se aseguraron de…
—No sabían nada a ciencia cierta, pero llevaban años siguiendo rumores
y uno los acabó conduciendo hasta nosotros, hasta Riverfell. Su líder en
aquella época, un hombre llamado Galdric, ya había hablado con ellos en el
mercado, pero papá y mamá se rieron de sus afirmaciones. —Los músculos
fibrosos de sus brazos se tensaron—. La noche en la que… todo pasó…
madre nos llevó directamente con Galdric y se ofreció unirse a la causa
rebelde a cambio de una cosa.
—¿De qué? —susurró Kiva.
Fue Zuleeka quien respondió, con tan solo una palabra.
—Venganza.
Sin querer, el recuerdo del apuñalamiento de Kerrin acaparó la mente de
Kiva, seguido del de Farran siendo arrastrado por la Guardia Real. Apartó
esas imágenes, aunque sabía que no la abandonarían nunca.
—Pasamos unos años con Galdric y sus confidentes más cercanos.
Íbamos de una casa segura a otra, y ellos confabulaban, planeaban y
maquinaban con madre —prosiguió Tor—. Aprendimos a luchar, a
protegernos. Y madre… —Se le trabó la voz—. Madre empezó a usar su
magia en público. Ya le daba igual quién nos descubriera.
—Acelera, Tor —dijo Zuleeka, sin dejar de remover el té—. No necesita
una lección de historia.
—Puedes aportar algo siempre que quieras —replicó Torell.
Zuleeka le dirigió una mirada dulce y empalagosa.
—Pero si tú lo estás haciendo muy bien.
Kiva observó a sus dos hermanos, fijándose en la inconfundible tensión
que existía entre ellos. Una década antes, habían estado muy unidos. No
tanto como Kiva y Tor, pero sí lo bastante para quererse con ganas. Esa
tensión entre ellos, esa rabia… Kiva no tenía ni idea de qué podría haberla
causado.
—Al final decidieron que había llegado el momento de que madre
asumiera el liderazgo de Galdric. Ella tenía sangre Corentine, era su líder
por derecho propio. Nuestra legítima líder —se corrigió—. Galdric siguió
como su consejero más cercano, pero ella tenía la última palabra sobre todo
lo que hacían los rebeldes. Hasta entonces, nuestras filas habían crecido
poco a poco, a medida que los rumores se propagaban sobre el retorno de la
heredera de Torvin, pero madre estaba inquieta y quería que todo avanzara
más rápido. En cuanto tomó las riendas, empezó una campaña de
reclutamiento activo. Los rebeldes iban de pueblo en pueblo y animaban a
la gente a seguir su causa. Nuestra causa.
Otra rápida corrección.
Kiva captó la forma en que lo dijo y preguntó:
—¿Cuándo dices «animaban…»?
Torell miró hacia el otro lado de la tienda para evitar sus ojos.
—Hizo lo que tuvo que hacer. Nosotros hicimos lo que había que hacer.
Sus ataques se volvieron más osados, hasta el punto de ser abiertamente
hostiles. Causaron daños en pueblos y mataron a todo aquel que se opuso a
ellos.
Kiva tragó saliva al recordar las palabras de Jaren de hacía dos días.
—Atacasteis a gente —susurró—. Matasteis.
—Solo si nos atacaban antes —dijo Zuleeka, inspeccionándose las uñas
—. Recibieron lo que se merecían. —Miró los ojos afligidos de Kiva. Los
suyos permanecían fríos—. Las guerras no se ganan sin sacrificios,
hermanita. Cualquiera que se oponga a nosotros es nuestro enemigo… y el
enemigo no se merece misericordia. ¿Por qué deberíamos preocuparnos por
ellos si no se preocupan por nosotros?
Pero Zuleeka se equivocaba. Kiva sabía que una persona al menos sí se
preocupaba por toda su gente, incluidos los rebeldes.
—¿Madre consideró en algún momento que podía haber otra forma? —
preguntó con dureza—. ¿Que la gente inocente no necesitaba sufrir durante
su búsqueda de venganza?
—¿Inocente? —Zuleeka soltó una carcajada—. Has pasado demasiado
tiempo con ese príncipe tan guapo. Enseguida has caído, ¿eh? Ojitos azules,
una melena dorada y revuelta, y ya estás lista para entregarle todo por lo
que nosotros hemos trabajado.
—Todo por lo que habéis trabajado —dijo Kiva, tensa—. Todo por lo que
vosotros habéis trabajado. Porque, por si te habías olvidado, yo he pasado
todo ese tiempo encerrada y no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo
fuera.
—Ah, no me he olvidado —replicó Zuleeka con tono sombrío—. Tú te
has pasado una década relajada mientras nosotros lo hemos dado todo por la
causa. Nuestra sangre, nuestro sudor, nuestras lágrimas: todo por ti.
—¿Que me he relaj…? —farfulló Kiva, pero se interrumpió enseguida—.
¿Qué quieres decir con que todo es por mí?
—Ah, venga ya, como si no lo hubieras adivinado ya —masculló
Zuleeka.
—¿El qué?
—Que madre murió por ti.
Kiva sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.
—¿Qué?
—Zu…
—No, Tor —lo interrumpió su hermana, taladrándolo con la mirada—. Si
está tan desesperada por tener respuestas, pues que lidie con las
consecuencias.
Un músculo se tensó en la mejilla de Torell, pero no la hizo callar de
nuevo.
Zuleeka se giró hacia la pálida Kiva y empezó a hablar.
—Madre estaba enferma. Una enfermedad que la pudría por dentro, algo
para lo que no encontramos cura. Podía sanar a cualquier persona en
cuestión de segundos, pero su magia nunca funcionó en ella misma. La
infección se extendió despacio, a lo largo de los años, pero no nos dimos
cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Kiva cerró los ojos al recordar el estado en el que Tilda había llegado a
Zalindov: solo un caparazón humano.
—Cuando se acercó el final, se obsesionó con liberarte. Estaba
convencida de que tú deberías ser la reina rebelde —prosiguió Zuleeka con
el gesto lúgubre—. Pero Galdric y los otros líderes sabían que Zalindov
estaba demasiado bien fortificada y el riesgo era demasiado grande. En el
pasado, a lo mejor habrían encabezado el ataque ellos mismos, ya que
madre se pasó años hablando de lo poderosa que eras, incluso de niña.
Desde el principio, habían querido que ella tomara el trono y tú fueras su
heredera. La sangre Corentine en tus venas era innegable. Pero a medida
que Tor fue ascendiendo hasta convertirse en general y yo me gané el
respeto de Galdric y sus compañeros, decidieron que bastábamos para
ocupar el lugar de madre, aunque no poseyéramos tu inmensa magia. Los
líderes rebeldes sabían que éramos descendientes de Torvin, no les hacía
falta nada más para vernos en el trono. Pero Madre… —Zuleeka apartó la
mirada—. Cuanto más enfermaba, más decidida estaba a verte por última
vez.
A Kiva le costaba respirar.
—Me dijeron que la habían capturado en Mirraven.
—Y así fue —dijo Tor con la voz pastosa.
—Pero solo porque fue a Zadria y llamó a las puertas del castillo —
explicó Zuleeka—. El rey Navok se alegró mucho de hacer un trato con la
reina rebelde, pues sabía cuánto enfadaría a la familia Vallentis… y lo
desesperados que estaban por atraparla. A cambio, solo tenía que conseguir
que las negociaciones entre reinos acabaran con la decisión de enviarla a
Zalindov. A ti.
—Pero no pude hablar con ella —dijo Kiva con voz ronca—. No de
verdad. Estaba muy enferma nada más llegar. Y… y ciega. Dijisteis que
quería verme, pero… —Kiva tragó aire de forma dolorosa y miró la mesa
—. No pudo verme.
—No, no pudo —dijo Zuleeka—. Y tú no la salvaste.
Kiva alzó los ojos con brusquedad.
—Yo…
—Tú curaste a un chico cualquiera en vez de a ella —replicó su hermana
con desprecio—. Bien hecho, hermanita. Qué forma más bonita de dar
prioridad a tu familia.
—No. —Kiva negó con la cabeza—. Eso no… Tipp no… Era demasiado
tarde. No estuve allí cuando murió. No pude hacer nada. No… no puedo
resucitar a los muertos.
—¿Y qué pasa con padre? ¿También estabas en medio de una ordalía
cuando murió?
Kiva se giró hacia Torell, que parecía a punto de intervenir y salvarla,
pero dudó. Mientras esperaba a oír su respuesta, el dolor en su rostro se
mostraba muy descarnado.
—Papá me obligó a prometérselo —susurró Kiva—. Juré que no usaría
mi magia. Ni siquiera con él.
—Y ahora nuestros dos padres están muertos y un chico (perdón, Tipp)
¿está vivito y coleando? —preguntó Zuleeka—. Qué bien.
—Vale, ya basta —intervino al fin Tor, aunque en voz baja.
Zuleeka lo ignoró y mantuvo su mirada ardiente fija en Kiva.
—Una decisión, eso fue todo lo que costó. ¿Para qué te sirve la magia si
tienes demasiado miedo para usarla?
Las lágrimas inundaron los ojos de Kiva, pero no las dejó caer. Había
tenido miedo. Seguía sintiendo miedo. Pero, aun así, cuando había llegado
el momento de actuar, había puesto por delante la vida de Tipp, porque no
podía ver cómo…
—Espera, ¿cómo sabes lo de Tipp? —preguntó Kiva con la voz cargada
—. No había nadie más en la enfermería.
Solo Tilda, que ya estaba muerta.
Zuleeka acarició el borde de la taza con un dedo.
—Uno de mis contactos rebeldes dentro de Zalindov tenía la orden de
proteger a madre hasta que pudiéramos rescatarla. Cuando empezó el motín,
fue corriendo a la enfermería, pero alguien se le adelantó. Vio al chico en el
suelo, en un charco de sangre, y supo que era una herida mortal. Pero luego
te vio corriendo hacia la puerta principal con él en brazos. Pensó que eran
sentimentalismos tuyos, no tenía ni idea de que escapabais con él. —
Zuleeka hizo una pausa—. Mis espías en palacio me han confirmado la
aparición del muchacho, pero han dicho que goza de muy buena salud. Fue
fácil atar cabos.
Ahí había mucho que desentrañar, pero Kiva solo preguntó:
—Tu contacto en la cárcel… ¿Estás hablando de Cresta Voss?
Zuleeka asintió.
—Ha hecho grandes cosas por nuestra causa, incluso dentro de esos
muros.
—Lástima que se vaya a quedar allí encerrada hasta su muerte —musitó
Kiva entre dientes. Cresta y ella nunca se habían llevado bien, a pesar de
que le había salvado la vida a la cantera al poco de su llegada—. Sabes que
me odia, ¿no? —añadió en voz alta—. Amenazó a Tipp, dijo que lo mataría
si no mantenía a madre con vida.
Zuleeka se encogió de hombros.
—No sabía quién eras tú. Y solo seguía órdenes.
Kiva apretó los dientes.
—No necesitaba más motivación. Nunca habría permitido que madre…
—Se interrumpió al ver la mirada triunfal en el rostro de su hermana.
—¿Muriera? ¿Nunca habrías permitido que madre muriera?
—Cambiemos de tema —intervino Tor antes de que Kiva pudiera
defenderse. La miró y dijo—: Ya tienes tus respuestas, ratoncita. Ahora…
—Un momento —lo interrumpió Kiva—. La otra noche me dijiste que
vinisteis a rescatarnos.
Tor asintió despacio.
—Lo intenté, sí. Hasta que nos hicieron retirarnos.
—Pero ¿qué me dices de ese tal Galdric que has mencionado? Dijiste que
no permitiría que madre pusiera en riesgo a los rebeldes en un intento de
rescate, ¿qué lo hizo cambiar de opinión?
—Nada. —El semblante de Tor se ensombreció de pena—. Cuando
madre decidió ir a Mirraven, no se lo dijo a nadie. Se marchó de noche y
solo dejó una nota breve en la que explicaba a dónde iba y por qué. Por lo
que pudimos averiguar, Galdric fue el primero en percatarse de que se había
ido y fue tras ella, seguramente para intentar detenerla. Pero… pero nunca
regresó. Solo encontramos su capa manchada de sangre. —Tor tragó saliva
—. Demasiada sangre.
Kiva se reclinó en la silla.
—¿Crees que… que ella lo mató?
Tor se estudió las manos.
—Hacia el final no estaba en su sano juicio.
No añadió nada más. Pero Kiva percibió el dolor en cada palabra, lo
suficiente para saber que Galdric había sido muy importante para su
hermano, y los actos de Tilda, inconscientes o no, le habían causado una
aflicción profunda.
Buscó su mano y entrelazó los dedos con los de su hermano, para
ofrecerle el único consuelo que podía. Luego recordó lo que le había dicho:
que ya tenía sus respuestas, aunque no le gustase lo que había oído.
—Gracias —les dijo a los dos, sin casi reconocer su propia voz—. Por
contármelo.
Zuleeka evitó su mirada, pero al menos ahora Kiva comprendía por qué
su hermana parecía odiarla tanto.
La culpaba a ella por la muerte de su madre.
Era injusto, pero Kiva sabía que, por culpa de la pena, la gente hacía,
pensaba y decía cosas que nunca se habría imaginado. También sabía que
no tenía sentido intentar convencer a Zuleeka de que ella no había podido
controlar las acciones de Tilda… ni las habría apoyado, de haber tenido la
oportunidad.
—Te toca —dijo Tor, sacándola de sus pensamientos abatidos—. ¿Qué le
pasa a tu magia? Cuéntanoslo todo.
CAPÍTULO CATORCE
K iva se tomó su tiempo para explicar los estallidos incontrolados de
magia y su miedo de que ocurriera delante de la familia real. Al
terminar, el silencio imperó en la tienda de mando mientras sus hermanos
reflexionaban sobre sus problemas.
—¿Madre mencionó alguna vez que le pasara algo así? —preguntó Kiva
—. Estuvo años reprimiendo la magia. Si es un efecto secundario de eso…
—No la reprimía —dijo Tor. Cuando Kiva intentó cuestionar aquello,
prosiguió—: Solo la escondía de nosotros. Incluso de padre.
—Pequeños trucos, así los llamaba —añadió Zuleeka. Su antagonismo de
antes había desaparecido mientras escuchaba a Kiva, como si al liberar su
rabia algo en su interior se hubiera calmado. En su rostro solo se reflejaba
una expresión pensativa, sin rastro de desprecio—. Cuando empezó a
fortalecer su poder para ayudar a nuestra causa, nos dijo que la había usado
desde siempre, pero de una forma discreta. Un moratón por aquí, un
arañazo por allá, siempre mientras dormíamos o estábamos distraídos. Dijo
que nunca había sido capaz de contenerla por completo, que la magia no
permitía que la silenciara.
Kiva se masajeó la frente.
—Si eso es cierto, ¿cómo pude silenciar la mía durante una década?
—¿Quizá tu magia es más débil que la suya? —sugirió Tor.
La mirada de Zuleeka era calculadora.
—O más fuerte. Madre pensaba que serías su heredera por un motivo. —
Había cierta amargura en su voz, pero Kiva la ignoró con cautela—.
¿Quieres saber lo que pienso? —prosiguió, sin esperar a que Kiva
respondiera—. Creo que tu magia está enfadada porque la mantuviste
encerrada durante mucho tiempo y esos estallidos incontrolados son su
forma de llamar tu atención. Creo que debes escucharla, usarla.
Kiva se inclinó hacia delante y siseó:
—Duermo a tres puertas de distancia de Jaren Vallentis. No puedo
escucharla. Tengo que detenerla. —Tan de repente como había llegado, la
rabia la abandonó y se dejó caer en el asiento—. Por favor. Si sabéis algo…
—Con un susurro, repitió—: Necesito que pare.
Torell la miraba con compasión, pero Zuleeka aún lucía una expresión
calculadora.
—Hay una posibilidad —dijo despacio—. Alguien que podría ayudar.
—¿Quién? —graznó Kiva. Suplicaría si era necesario.
El rostro de Tor se iluminó de comprensión, aunque negó firmemente con
la cabeza.
—No, ni hablar. ¿Estás loca?
De un modo inexplicable, una sonrisa divertida apareció en los labios de
Zuleeka.
—Pues claro que no.
—Pero ella es… y más.
Tor negó con la cabeza de nuevo.
—Si tienes una sugerencia mejor… —lo pinchó Zuleeka, arqueando una
ceja.
—¿Alguien puede informarme? —los interrumpió Kiva.
Tor se pellizcó el puente de la nariz, pero agitó una mano hacia Zuleeka
para que hablase. Ella lo hizo y ofreció dos palabras sin sentido.
—Nana Delora.
Kiva parpadeó.
—¿Nana quién?
—Nuestra abuela. La madre de mamá. Delora Corentine —explicó
Zuleeka. Kiva se quedó inmóvil. No sabía que tenían parientes vivos y
menos de la rama Corentine—. Tiene magia. O tenía. Si alguien sabe cómo
reprimirla, es ella.
—También está loca de remate —constató Torell—. Madre nos llevó a
verla una vez, justo después de unirnos a los rebeldes. Quería recuperar una
reliquia familiar, pero nana Delora nos echó un vistazo y se puso a gritar
que habíamos interrumpido su club de lectura. Nos cerró la puerta en las
narices, chillando que, si nos volvía a ver de nuevo, iría a Vallenia a
entregarnos.
Kiva lo miró durante un rato largo y luego preguntó:
—¿Qué reliquia familiar?
—Una daga —respondió Zuleeka, mirando el té frío con el ceño fruncido
—. La daga de Torvin Corentine, pasada de generación en generación. Es
un símbolo muy conocido sobre su reinado. Cuando madre decidió liderar a
los rebeldes, supo que esa daga la ayudaría a consolidar su posición, que
sería una prueba de su (nuestro) linaje. Pero Delora se negó a dársela.
—Es apotecaria —explicó Tor—. Deduzco que su forma de escupir sobre
nuestros antepasados es usándola para cortar hierbas. Ya sabes cómo son los
apotecarios… Se encariñan de sus cuchillos y ya no quieren separarse de
ellos. Algunos hasta quieren que los entierren con ellos. —Sacudió la
cabeza como para despejar la mente y le dijo a Zuleeka—: No es una buena
idea. Puede que tú y yo no tengamos magia, pero debe de haber alguien más
que pueda ayudar.
—Delora puede ser difícil, pero es la mejor opción que tiene Kiva —
arguyó Zuleeka.
—¿Dónde puedo encontrarla?
Tanto Torell como Zuleeka se giraron al oír su pregunta.
—No podremos ir contigo —dijo Tor al captar la seriedad en el semblante
de Kiva—. Nos dejó muy claro que no éramos bienvenidos.
—Eso lo he entendido, por cómo os amenazó. Pero no necesito niñera.
Solo indicaciones.
—A lo mejor no quiere ayudarte —advirtió su hermano—. No quiso
saber nada de…
—Tor, por favor —lo interrumpió Kiva en voz baja—. Tengo que
intentarlo.
—Vive en una casita en la linde del pantano de Crewlling, justo al otro
lado de la Vegasalvaje —dijo Zuleeka, ignorando la mirada de
desaprobación de Tor—. Hay un pueblecito cerca, llamado Blackwater Bog.
Lo encontrarás en cualquier mapa. Ve allí y pregunta a la primera persona
que veas por la casa Murkwood. Te lo dirán enseguida.
—Gracias —dijo Kiva, muy agradecida.
—Kiva…
—No albergaré muchas expectativas —lo interrumpió—. Pero, si hay
aunque sea una posibilidad de que pueda ayudarme, tengo que ir a verla.
Sabía que su hermano detestaba el plan, pero al final acabó por ofrecerle
un tenso gesto de la cabeza.
—Pues… ve con cuidado. Delora es impredecible. Y tiene un perro
guardián muy poco habitual. No querrás que te muerda.
Al oír la carcajada de Zuleeka, Kiva decidió que era mejor no preguntar.
—Tengo que volver pronto a Oakhollow. Rhess sabe que estoy con
vosotros, pero creo que debería regresar antes de que ella acuda a la
taberna.
—¿Rhess? —preguntó Zuleeka. Fijó sus ojos inquisitivos en Tor, pero él
no se encontró con su mirada. Había llegado a El Jabalí Bebedor mucho
después de que la sanadora se marchara.
—Rhessinda Lorin —respondió Kiva—. Una sanadora de Silverthorn.
Hace visitas a domicilio en el pueblo y, cuando se enteró de que quería
venir, se ofreció a ser mi guía.
—Últimamente estás conociendo a todo tipo de gente, ¿eh? —murmuró
Zuleeka.
—La verdad es que no —replicó Kiva un poco de mal humor—. Por
ahora he estado demasiado ocupada dejando que me secuestre mi propia
familia. Un príncipe me está torturando y me he hecho amiga de una reina
que, sin saberlo, me arruinó la vida. Eso no me deja mucho tiempo para
socializar.
Tor se inclinó hacia delante con una mirada que, de repente, se había
tornado abrasadora.
—¿A qué te refieres con que te está torturando un príncipe?
Kiva lo tranquilizó enseguida.
—Caldon me está enseñando a luchar. O esa es su intención. Por ahora,
solo hace que me arrepienta de los últimos diez años de desnutrición e
inactividad.
La tensión de Tor se disolvió.
—¿Estás entrenando con el príncipe Caldon?
—Me está torturando —le recordó Kiva—. Es una tortura.
—Menuda pérdida de tiempo —dijo Zuleeka con humor—. La única
arma que necesitarás la tienes en la punta de los dedos.
Kiva se observó las manos.
—La magia no es un arma. —Recordó lo que podía hacer la familia
Vallentis y añadió—: La mía no, al menos.
—La magia será lo que quieras que sea. Es una herramienta que puedes
doblegar con tu voluntad.
—Las armas hacen daño a la gente. Mi magia cura.
—Antes has dicho que llevas una década reprimiéndola. No tienes ni idea
de lo que puede hacer. De lo que tú puedes hacer.
Antes de que Kiva pudiera responder, Tor intervino.
—Esta conversación no tiene sentido —dijo, lanzándole una mirada firme
a Zuleeka—. Si quieres regresar a la taberna antes que Rhessinda, debemos
ponernos en marcha.
Empezó a levantarse, pero Kiva le indicó que se sentara de nuevo.
—No lo he dicho para que nos marchemos enseguida. Tengo más cosas
que contaros.
Tanto Zuleeka como Torell se enderezaron, toda su atención puesta en
ella.
—Yo… —empezó Kiva, pero, por algún motivo, le costó continuar.
—Sin prisa, tenemos todo el día —canturreó Zuleeka.
Tor la fulminó con la mirada y le dijo a Kiva:
—Tómate tu tiempo. Ordena tus pensamientos.
Ante sus ánimos, Kiva decidió ir al grano.
—El trono no se puede tomar a la fuerza.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Zuleeka con una mirada intensa.
—No sé cuántos rebeldes hay, pero dará igual. El palacio se puede
defender demasiado bien —dijo. Tomó la decisión repentina de no
mencionar la entrada secreta del túnel, ya que no podía hacer pasar todo el
ejército rebelde por ella sin llamar la atención. O eso fue lo que intentó
decirse, solo para aliviar su culpa—. Aunque consigáis vencer a la Guardia
Real, pueden llamar a los ejércitos y recuperarán el trono enseguida.
—Supongo que querrás incluirte en esa frase —replicó Zuleeka con
acritud.
Kiva la ignoró y siguió hablando.
—La única forma de tomar y mantener la corona es consiguiendo
legitimidad. Los ciudadanos de Evalon no os aceptarán… no nos aceptarán
a menos que les demos un motivo que no puedan ignorar. Algo legal, algo
justo. Eso o una abdicación pública y voluntaria por parte de la familia
Vallentis. Pero todos sabemos que no va a pasar.
—Legal y justo —repitió Zuleeka, pensativa. Un humor oscuro iluminó
sus rasgos al preguntar—: ¿Qué te parecería casarte con un príncipe,
hermanita? ¿Es suficientemente legítimo para ti?
Kiva retrocedió en su asiento. Su reacción fue tan violenta como cuando
la consejera Zerra le había preguntado a Jaren sobre sus intenciones. Pero
no era la idea de casarse con él lo que le resultaba tan horrible, sino la idea
de traicionarlo de un modo tan completo.
—No seas ridícula —le espetó Torell a su hermana mayor, para alivio de
Kiva—. No vamos a obligarla a casarse con nadie. Eso no va a pasar. —
Cuando Zuleeka alzó las manos para rendirse, le dijo a Kiva—: Nuestros
números son fuertes, pero tienes razón… Nunca ganaremos el reino solo
con fuerza. Y, sinceramente, no creo que nos lo mereciéramos.
Zuleeka dio unos golpecitos a la taza con la uña.
—Parece que tenemos una nueva tarea para ti, hermanita. Encuentra una
forma legítima de conseguir el trono, algo que obligue a Evalon a
aceptarnos como sus nuevos gobernantes sin discusión.
—Ah, ¿eso es todo? —preguntó Kiva con un sarcasmo patente.
—Es eso o que encuentres una forma de hacer que esos canallas de la
realeza caigan de rodillas. Tengo que admitirlo, resultaría satisfactorio
verlos abdicar por voluntad propia.
—No todos son malos —se le escapó a Kiva antes de poder refrenar sus
palabras.
Tor no reaccionó, pero el semblante de Zuleeka se tornó turbulento.
—Tienes que elegir, Kiva —dijo en voz baja—. No puedes decir que
estás de nuestra parte mientras admiras con deseo a tu preciado príncipe. Es
él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes tenerlo todo.
Kiva notó un nudo en el estómago porque Zuleeka tenía razón: no podía
seguir así, maquinando con los rebeldes mientras simpatizaba con la
realeza.
Y aun así… Zuleeka también se equivocaba. Porque diez años antes,
habían tomado una decisión por ella. Una decisión que ya no le
pertenecía… que nunca le había pertenecido.
La familia era lo primero.
Como había sido siempre.
—Hay otra cosa que debo contaros —dijo, removiéndose en la silla—.
Conseguí espiar una reunión del consejo real. —Torell se quedó de piedra a
su lado y la rabia desapareció del semblante de Zuleeka—. Hablaron
durante horas, sobre todo de asuntos cotidianos del reino, pero hubo unas
cuantas cosas que parecían importantes. —Hizo una pausa—. Algo ocurre
con Mirraven y los tiene preocupados.
—Mirraven lleva amenazando con invadir desde que éramos niños —dijo
Torell con despreocupación—. Nunca lo han conseguido ni lo conseguirán.
—No sin ayuda —añadió Zuleeka.
—Caramor está con ellos. Como aliados, pero pronto también por
matrimonio.
—Algo he oído… La princesa Serafine y el príncipe Voshell —rio
Zuleeka—. Menudo par. —Antes de que Kiva pudiera preguntar qué le
hacía tanta gracia, su hermana siguió hablando—. ¿Por qué esto es
relevante?
—Lo he mencionado porque el consejo está preocupado por Mirraven —
respondió Kiva con los dientes apretados—, pero no por los rebeldes.
Zuleeka entrecerró los ojos.
—Explícate.
—La realeza tiene espías entre vuestras filas. Deduzco que ya lo sabéis o
no iríais con tanta cautela. —Kiva le dio unos golpecitos a la máscara
plateada que descansaba sobre la mesa—. No están tan infiltrados como
para proporcionar información útil, pero hay un guardia que parece saber
más que nadie. Incluso sabe que vosotros, la Víbora y el Chacal, tenéis
sangre Corentine.
Torell maldijo, pero Zuleeka no parecía impresionada.
—¿Qué guardia?
Kiva abrió la boca para compartir el nombre de Eidran, pero luego
recordó lo que había dicho el consejo sobre los dos espías que había
entrenado y que aparecieron muertos. No necesitaba cargar con algo así en
su consciencia, no cuando ya peleaba con tantos demonios.
—No lo dijeron —mintió—. Pero, por lo que parece, se ha trasladado al
norte y ya no es guardia. —No hasta que se recuperase por completo de su
lesión, al menos—. Así que no está metido en esto ahora mismo. —Zuleeka
tenía pinta de querer presionarla para conseguir más detalles sobre la
identidad de Eidran, pero, para distraerla, Kiva añadió—: Hay otra cosa.
Antes de que ese guardia se marchara, se enteró de un lugar de reunión
secreto para los rebeldes en la ciudad. A lo mejor queréis decirles a vuestros
seguidores en Vallenia que actúen con discreción, porque me da a mí que
compartió la localización con Jaren.
—Yo misma les avisaré.
Kiva suspiró de alivio. Si Eidran le había dado de verdad la dirección a
Jaren, al menos el príncipe no iría directo a un lugar peligroso.
Al pensarlo, Kiva se dio una bofetada mental, ya que debería preocuparse
por lo que Jaren pudiera descubrir sobre los secretos rebeldes. Tenía que
reajustar sus prioridades antes de que sufriera otro desliz y se ganara una
reprimenda verbal de Zuleeka.
—¿El consejo mencionó algo más? —preguntó Torell.
—¿Qué es el Ternario Real? —inquirió Kiva a su vez.
Sus hermanos la miraron inexpresivos.
—¿Ternario como de tres? —preguntó Zuleeka—. ¿Los Tres Reales? —
Frunció el ceño—. ¿Los tres qué?
Kiva no lo sabía, así que compartió:
—Os he dicho que el consejo no está preocupado por los rebeldes. Creen
que os… nos rendiremos con el tiempo, sobre todo ahora que madre ha
muerto y, con ella, la figura de la reina rebelde.
—Pronto descubrirán cuánto se equivocan —declaró Zuleeka con
frialdad.
—No voy por ahí. Cuando hablaban sobre ello, el gran maestro mencionó
algo llamado el Ternario Real.
—¿En qué contexto? —preguntó Torell, la cabeza ladeada con
desconcierto.
Kiva intentó recordar lo que Horeth había dicho exactamente.
—Creo que fue: «Sin el Ternario Real, no tienen ningún modo de
reclamar el trono». —Torell y Zuleeka se quedaron de piedra. Con recelo,
Kiva preguntó—: ¿Estáis seguros de que no habéis oído hablar nunca de
eso?
Zuleeka se movió primero, negando con la cabeza.
—Pediré a mis espías de palacio que lo investiguen. —Tor abrió la boca,
pero Zuleeka siguió hablando—. ¿Tienes más cosas que decirnos?
Kiva le sostuvo la mirada a su hermana, pensando en todo lo que sabía,
incluido (y especialmente) el secreto más grande.
La magia de Jaren.
Confío en ellos.
Sus palabras le atravesaron la mente, su firme fe en Kiva y Tipp. Tan solo
fue un pensamiento fugaz, pero bastó para convencerla.
—No —dijo, con la voz un poco tomada—. Os he dicho todo lo que sé.
La mentira sabía amarga en su lengua, pero, al mismo tiempo,
desapareció un peso de sus hombros. Revelar lo que sabía sobre los poderes
de Jaren no cambiaría nada. Sus hermanos ya creían que controlaba dos
elementos, ¿qué más daba si podía manejar los cuatro?
Sin prestar atención a su estómago revuelto, Kiva mantuvo la mirada en
Zuleeka, ojos color miel fijos en verde esmeralda. Su hermana los apartó
antes, pero solo para centrarse en Torell.
—¿Puedes darnos un segundo? —preguntó.
Tor dudó, como si valorase la reacción de Kiva sobre estar a solas con
Zuleeka, pero luego recogió su máscara de chacal y se levantó.
—Deberíamos marcharnos pronto —le dijo a Kiva—. Haré que traigan a
Olix y nos vemos fuera dentro de unos minutos.
Kiva asintió. El pulso se le aceleró cuando Torell salió de la tienda.
—No te he tratado bien. —Al oír las palabras de su hermana, Kiva centró
la mirada de nuevo en ella—. Después de todo lo que ha pasado con
madre… —Zuleeka se interrumpió y apartó la mirada, mordiéndose el labio
—. Ha sido difícil para mí. Y sé que no debería culparte. Es… es duro.
Cuando te miro, no puedo evitar pensar en hasta dónde llegó para
encontrarte. Nos abandonó y murió. Por ti.
Kiva sentía cuchillos en la garganta.
—Y no solo eso —prosiguió Zuleeka, como si no pudiera parar—.
Cuando me enteré de que el príncipe estaba en Zalindov contigo, de que
habíais intimado, me enfadé muchísimo. No entendí cómo podías arrimarte
a él mientras mamá moría delante de tus narices.
—No sabía quién era —dijo Kiva con voz ronca.
—Pero, incluso después de enterarte, seguiste cerca de él. Dioses, por lo
que me han dicho, le salvaste la vida. A un Vallentis. Podrías haber dejado
que se pudriera bajo la cárcel, pero no.
—Él me salvó la vida antes —argumentó Kiva en tono débil—. Muchas
veces. Y no habría podido escapar sin él y sin Naari.
Zuleeka puso mala cara.
—Su Escudo Dorado. Oí que también eres amiga de ella. —Kiva quiso
defenderse, pero su hermana alzó una mano—. Un momento —dijo,
suspirando—. No lo estoy haciendo bien.
—¿El qué?
—Disculparme.
Una palabra, y Kiva se quedó de piedra.
—Te he tratado mal —dijo Zuleeka, casi repitiendo sus palabras previas
—. Es por madre, pero también porque pensé que nos darías la espalda.
Después de lo que nos has contado hoy, puedo ver que me equivocaba.
Colarse en una reunión del consejo real… Ni yo te habría pedido que
corrieras ese tipo de riesgo. Tendría que haberte dado el beneficio de la
duda desde el principio, y lo siento.
Kiva no sabía qué decir, ni siquiera si podía hablar con todo lo que sentía
de repente.
—No puedo prometer que no me cueste controlar mi comportamiento
contigo —advirtió su hermana—. Yo… necesito más tiempo, sobre todo
para aceptar lo que le ocurrió a madre y para intentar no verla cada vez que
te miro. —Kiva se estremeció—. Pero, si estás dispuesta a darme ese
tiempo, lo intentaré con más ganas. Prometo que lo haré.
Una vez más, sus miradas se encontraron y no se apartaron. En esa
ocasión, fue Kiva quien se movió antes, pero, al hacerlo, susurró:
—Claro que te daré tiempo.
—Gracias, hermanita —dijo Zuleeka, también en voz baja. Luego
carraspeó para deshacerse de la emoción en su voz y añadió—: Deberías
irte antes de que Tor empiece a pensar que nos estamos matando la una a la
otra aquí dentro.
Kiva no se lo pudo creer, pero se rio de verdad.
—Se preocupa mucho más que antes.
—Hace muchas cosas más que antes —dijo Zuleeka y puso los ojos en
blanco, pero con buen humor—. Sin embargo, por mucho que quiera
retorcerle el pescuezo a veces, es muy buen general. Nuestras fuerzas lo
seguirían al infierno y de vuelta a la superficie si él lo pidiera. Ese tipo de
devoción…
Sacudió la cabeza, con el asombro reflejándose en su mirada. Y una pizca
de envidia también, aunque desapareció en un instante.
Como si no pudiera aguardar ni un segundo más, Tor asomó la cabeza en
la tienda y llamó a Kiva.
—¿Vienes?
La chica suspiró y se levantó. Escondió una mueca de dolor al notar el
movimiento en todo el cuerpo.
—Hasta la próxima —se despidió Zuleeka.
Había suficiente calidez en sus palabras para que el corazón de Kiva se
llenara de esperanza. El sentimiento persistió en su interior después de que
se colocara la máscara plateada, se despidiera de su hermana y saliera de la
tienda.

La conversación privada con Zuleeka se repitió en la mente de Kiva


mientras Torell y ella regresaban a Oakhollow con un ritmo mucho más
pausado que antes.
Enfrascado en sus pensamientos, Tor solo rompió el silencio cuando los
árboles empezaron a clarear.
—No siempre fue así de difícil.
Los brazos de Kiva se tensaron por puro reflejo alrededor de su hermano.
No le había contado que Zuleeka se había disculpado y tampoco lo hizo en
ese momento; sentía curiosidad por lo que Torell pudiera decir.
—Madre y ella estaban muy unidas, sobre todo hacia el final —explicó
—. Pasaban cada minuto juntas. Se iban al bosque durante horas, luego
regresaban riéndose como si nada en el mundo les preocupase. Existía tanta
alegría entre ellas, tanta esperanza, tanto amor. —Kiva notó una punzada de
anhelo en el corazón—. Y luego madre se marchó —prosiguió Tor, guiando
a Olix alrededor de un árbol caído—. Algo cambió en Zulee después de eso.
Una oscuridad se apoderó de ella, una rabia profunda bullía justo debajo de
la superficie. Al principio pensé que solo era pena mezclada con la presión
de ser la comandante, sobre todo tras la desaparición de Galdric, pero han
pasado meses y solo ha empeorado. —Bajó la voz—. Guarda secretos, se
escabulle del campamento a todas horas. No comparte sus planes, no dice
de dónde saca la mayor parte de la información. ¿Los espías de palacio que
ha mencionado? Yo no tengo ni idea de quiénes son, solo sé que están tan
infiltrados que consiguen información privilegiada.
—Estás preocupado por ella —observó Kiva en voz baja.
—Ya no sé quién es. No sé quién lidera a los rebeldes. Eso no solo me
preocupa… me da un miedo terrible.
Kiva se apretó más a él para ofrecerle consuelo.
—¿Pensé que los liderabais juntos?
Tor resopló.
—Eso es lo que madre quería. Y Galdric. Pero es como cuando intenté
liberarte de Zalindov… Si tomo una decisión con la que Zuleeka no está de
acuerdo, no podemos arriesgarnos a dividir las fuerzas por una discusión.
Me preocupo demasiado por nuestra gente para que sufran eso, incluso si…
—Se calló de repente.
—¿Incluso qué, Tor?
Tardó varios minutos en responder.
—Estoy cansado, ratoncita. Estoy cansado de ver a gente buena sufrir por
una causa en la que ya no sé si creo. Una causa en la que no sé si he creído
alguna vez.
Kiva se quedó quieta a su espalda.
Como si la admisión le hubiera soltado la lengua, Tor siguió hablando con
más ganas:
—Zuleeka te ha dicho hoy que elijas, pero a mí nunca me dieron esa
opción. Con nueve años me convertí en rebelde por defecto, me formaron y
moldearon para convertirme en su arma. En su general. —El desagrado por
el título era palpable, pero luego soltó un largo suspiro y reconoció—: Soy
quien soy a día de hoy por lo que me enseñaron. Soy fuerte, soy capaz. Soy
un líder. Un guerrero. Siempre estaré agradecido por eso. Pero esta no es la
vida que yo habría elegido para mí mismo.
—Tor —susurró Kiva, abrazándolo con fuerza.
Él suspiró y apartó una rama que colgaba baja.
—Es lo que hay. Y tengo suerte, comparado con mucha gente. —Una
pausa—. Comparado contigo.
Kiva arrugó el ceño.
—¿Conmigo?
—Daría cualquier cosa, lo daría todo, por haberte mantenido lejos de
Zalindov —declaró Tor. Cada palabra estaba llena de dolor—. Habría dado
mi vida enseguida si con eso te hubieran liberado. Odio… —Se le quebró la
voz—. Odio que estuvieras allí sola durante tanto tiempo. No me puedo ni
imaginar por lo que pasaste para sobrevivir. Ni siquiera sé cómo
sobreviviste.
—Yo tampoco lo sé —admitió Kiva, con las sombras de los recuerdos
llenándole la mente—. Pero lo hice y estamos juntos de nuevo… Eso es lo
único que importa.
Tor soltó las riendas de una mano para darle un apretón en los dedos.
—Si te pasara algo…
—No me va a pasar nada —le dijo Kiva con firmeza, sin recordarle que
poseía una magia impredecible e intentaban derrocar un reinado. Cometía
traición con solo respirar—. Pero ¿qué vamos a hacer contigo? Parece que
tienes dudas.
—Mis sentimientos dan igual. He dedicado mi vida a esta causa.
—Una causa en la que no crees, por lo que acabas de admitir —señaló
ella.
—Y, aun así, haré lo necesario para verla hecha realidad.
Sus palabras eran firmes, pero carecían de pasión, como si se hubiera
resignado a su destino.
A Kiva le dolía el corazón por el niño que había conocido, porque le
habían robado sus sueños la misma noche que ella había perdido los suyos.
—¿Por qué los rebeldes luchan por nosotros? —preguntó en voz baja—.
Sé por qué nosotros seguimos este camino, pero ¿por qué les importa tanto
como para arriesgar su vida?
—Para ellos, somos realeza —respondió Tor con una voz desprovista de
emoción—. Durante siglos, lo único que han querido es ver a un Corentine
de vuelta en el trono. O, al menos, ese es el caso de muchos de los
seguidores de Torvin, cuyas familias se han consagrado a él generación tras
generación.
—Pero ¿qué me dices de los nuevos reclutas a los que no les importan los
linajes? —presionó Kiva—. ¿Es porque no les gusta la familia Vallentis?
—Siempre habrá gente a quien no le guste cómo se dirige un reino, sin
importar quién se siente en el trono, así que eso se aplica a ciertas personas
—confirmó Tor—. Otros solo quieren anarquía en aras de la anarquía. Pero
el resto… Nunca subestimes el poder de la esperanza, ratoncita.
Kiva miró los árboles ralos con el ceño fruncido.
—¿Perdona?
—Los rebeldes no siempre fueron tan destructivos. Cuando empezamos a
reclutar de forma activa, la gente se unía a nosotros porque madre les
ofrecía algo que querían con desesperación. Les curaba sus heridas y
enfermedades, justo como hizo Torvin antes de que lo exiliaran. Pero
entonces…
Tor se calló de repente y Kiva lo animó a seguir hablando.
—¿Entonces qué?
Su hermano esperó a que atravesaran un arroyo superficial para
responder.
—Al principio, madre no pidió nada a cambio de su magia. Cada vez que
viajábamos a un nuevo pueblo, curaba a todo el que acudiera a ella. Pero
entonces un día empezó a decir que necesitaban ganarse la sanación
demostrando que eran leales. La gente estaba tan desesperada por ayudar a
sus seres queridos (y a sí mismos) que se unían a nuestra causa, a la espera
del día en que Tilda Corentine recompensase su devoción. A medida que el
tiempo pasaba, dejó de curar a la gente y empezó a regodearse en el caos
que surgía cada vez que provocaba a los guardias del pueblo, casi como si
pensara que el baño de sangre fuera a atraer más gente hacia nosotros. En
algunos casos, sí que pasó, pero… ¿a qué precio? —Tor negó con la cabeza
—. A día de hoy, sigo sin entender su estrategia, pero, a pesar de los
disturbios, la gente seguía acudiendo a nosotros con la esperanza de que la
curasen.
—Pero… madre está muerta —dijo Kiva con cuidado—. Y ni tú ni Zulee
tenéis magia. —Abrió los ojos de par en par—. No esperarán que yo…
—No, no. —Tor puso freno a su creciente pánico—. Muchos aún no se
han enterado de lo de madre. Y, como he dicho, hace tiempo que no cura a
nadie… tanto que los líderes rebeldes quisieron que la sucediéramos a pesar
de no poseer magia. Basta con que la gente piense que la tenemos, como
herederos Corentine que somos.
Su tono era amargo y revelaba justo cómo se sentía sobre el engaño.
Kiva cerró los ojos. Ahora comprendía mejor a los rebeldes, pero casi que
habría preferido seguir en la ignorancia.
—¿Qué pasa si triunfamos? —dijo en voz muy baja.
Era una pregunta que no se había parado a considerar aún, en parte por
cómo la hacía sentir. Había ansiado venganza durante mucho tiempo, había
ansiado justicia, pero no podía imaginar su futuro si su familia conseguía
apoderarse del trono.
—La verdad es que no lo sé —dijo Tor con otro suspiro audible—. En
teoría, Zuleeka, tú y yo gobernaríamos juntos.
Sonaba como si se estuviera tragando unos clavos, y Kiva no pudo evitar
sentir lo mismo. La idea de gobernar el reino, aunque fuera su derecho de
nacimiento…
Una imagen de Silverthorn se coló en su mente, un recordatorio de todo a
lo que iba a renunciar. Sus esperanzas, sus sueños, sus ambiciones.
Su futuro.
Pero entonces le llegaron más imágenes.
Kerrin con una espada atravesándole el pecho.
La Guardia Real arrastrando a Faran.
Tilda cubierta de sangre, ojos ciegos que nunca volverían a ver.
Tres vidas, todas desaparecidas para siempre.
Kiva ya no podía negar que, al igual que Tor, tenía dudas. Pero tampoco
podía olvidar las atrocidades que se habían cometido contra su familia, el
dolor del que nunca se recuperaría. La familia Vallentis le había hecho
aquello.
Y por eso, aunque su corazón estuviera dividido, no tenía más remedio
que hacerles lo mismo.
Incluso si para ello debía sacrificarlo todo.
CAPÍTULO QUINCE
T orell dejó a Kiva en El Jabalí Bebedor tras hacerle prometer que no
regresaría a Oakhollow, ya que el riesgo de que los descubrieran era
demasiado grande. Kiva le devolvió la máscara de Zuleeka y accedió a
enviar cualquier mensaje a través del tabernero. Luego se despidió de su
hermano con un cálido abrazo.
Rhessinda la encontró en el patio de la taberna poco después y mantuvo
una conversación unilateral durante la vuelta a Vallenia. Cuando
desmontaron a las puertas de los establos de Silverthorn, el sol ya se hundía
por el horizonte.
Al percibir el nerviosismo de Kiva, Rhess le dijo que se marchara.
—Estoy todos los días aquí para el turno de la mañana. Ven a buscarme si
quieres descansar de la vida en palacio. Podemos ir a por chocobollos.
—Me parece perfecto.
Kiva echó a andar colina abajo y recorrió a toda prisa la calle del Río.
Llegó al palacio en tiempo récord.
Apenas se había desabrochado la capa cuando un golpe enojado sonó en
la puerta de su dormitorio.
Kiva se quedó inmóvil y la inundaron un millón de temores a la vez.
¿Y si alguien la había visto salir de la ciudad?
¿Y si la habían seguido a Oakhollow?
¿Y si la habían descubierto en el campamento rebelde?
¿Y si la máscara no los había engañado?
¿Y si…?
—¡K-Kiva, sé que estás ahí! ¡Te he o-o-oído regresar!
Soltó todo el aire contenido de golpe y fue a abrir la puerta, donde
encontró a Tipp con un mohín en su cara llena de pecas.
—¡Llevas t-t-todo el día fuera!
Su tono acusador resultaba evidente, pero Kiva desconocía el motivo.
—He ido a Silverthorn.
No era una mentira. Y, aun así, se odió por esa verdad a medias.
—¡Quería e-e-enseñarte lo que Ori y yo hemos hecho en c-clase de arte
hoy y no estabas! —exclamó Tipp—. ¡Siempre sé d-dónde encontrarte y
hoy no he p-podido!
Kiva entendió de repente por qué estaba tan disgustado.
Durante tres años, Tipp había podido buscarla en cualquier momento del
día en que la necesitase. En Zalindov, ella siempre estaba en la enfermería.
En el palacio de invierno, casi no se habían separado el uno de la otra
mientras se adaptaban a su nueva libertad. Incluso tras su llegada a Vallenia,
Kiva no había desaparecido tantas horas seguidas como ese día.
Tipp la había echado de menos.
Las lágrimas se acumularon en sus ojos al captar la fiera angustia del
muchacho, pero no quiso avergonzarlo, así que las apartó con unos
parpadeos.
—Lo siento, perdí la noción del tiempo. ¿Quieres enseñármelo ahora?
La rabia de Tipp fue reemplazada de inmediato por entusiasmo mientras
tiraba de ella hacia el salón. En un caballete cerca de la ventana había un
cuadro tapado con una sábana, y Tipp la quitó enseguida para revelar lo que
había debajo.
—¡Somos n-nosotros! —declaró con orgullo, señalando el retrato.
Las lágrimas que Kiva había contenido antes regresaron con ganas al ver
lo que el chico había creado.
Las pinceladas eran imperfectas y los colores excéntricos, pero Kiva pudo
reconocerse con facilidad en el cuadro; su cabello oscuro flotaba en la brisa,
sus ojos color esmeralda se abrían de un modo cómico. Una de las manos
sujetaba a un chico pelirrojo con la cara llena de pecas que sonreía con
ganas y la otra…
—Somos tú, yo y Jaren —dijo Tipp. Luego compartió una historia
larguísima sobre cómo la profesora de arte le había pedido que pintara su
futuro, y Kiva tuvo que desconectar de la historia, con el corazón dolido,
mientras registraba los otros detalles del retrato.
En él, la otra mano de Kiva se entrelazaba con la de Jaren. Los dos se
miraban sonrientes, con el Palacio Fluvial de fondo y…
Coronas sobre sus cabezas.
Sobre sus dos cabezas.
A lo lejos se veían las siluetas difuminadas de Oriel, Mirryn, Caldon,
Naari, la reina Ariana y un hombre que Kiva dedujo era el rey Stellan.
Hasta Flox aparecía en el cuadro, enroscado a los pies de Jaren.
Era un retrato familiar.
Creado por un niño de once años.
A quien le habían pedido que pintara su futuro.
—… y l-luego me dijo que la hierba no debería ser morada, p-pero le
recordé que había d-dicho que usase mi imaginación, ¿y qué es más i-
imaginativo que hierba m-morada?
Tipp hizo una pausa al fin para tomar aire y miró a Kiva, aguardando su
veredicto.
La chica sentía agujas en la lengua, pero de algún modo consiguió sacar
las palabras.
—Es perfecto.
La sonrisa mellada que le dirigió el muchacho iluminó la habitación. Kiva
no pudo evitar envolverlo con los brazos, en parte para evitar que percibiera
la desolación en su rostro y en parte para poder sentirlo cerca, sano y salvo.
Nunca tendría el futuro que se había imaginado, pero Kiva se aseguraría
de que tuviera un futuro y, pasase lo que pasase, no estaría solo. Tipp
siempre tendría un hogar en el palacio, a pesar de quién lo habitara… y ella
se encargaría de que así fuera.
—Lo siento, ¿interrumpo? Puedo volver más tarde.
Kiva alzó la mirada y se encontró a Jaren en la puerta, con la ropa
arrugada y el pelo muy alborotado, lo cual indicaba que se había pasado el
día tocándoselo con las manos. Tenía pinta de no haber dormido en
semanas, pero en vez de volverlo menos atractivo, esos defectos solo lo
hacían más real, más humano, más…
Kiva se dio una bofetada mental, soltó a Tipp y, cuando el chico fue
corriendo a saludar a Jaren, tapó a toda prisa el cuadro.
—¡J-Jaren! —gritó el muchacho, embistiéndolo al acercarse—. ¿Quieres
v-venir a ver…?
—¿Qué tal las reuniones? —se apresuró a interrumpirlo Kiva.
—Largas —respondió Jaren. Suspiró cuando Flox entró corriendo en la
habitación y se tumbó encima de sus pies—. ¿Qué tal Silverthorn?
—Se ha p-pasado todo el día fuera —dijo Tipp, repitiendo su acusación
anterior. Esa vez no hubo rabia en su tono, ya que concentraba toda su
atención en soltar las zarpas de Flox de las botas de cuero de Jaren para
poder acomodar al peludo en sus brazos.
Jaren alzó las cejas doradas.
—¿Todo el día? Estarás cansada.
—Le dijo la olla al cazo —dijo Kiva, señalando su aspecto desaliñado.
—Hoy ha sido un día… difícil —replicó el príncipe. Pareció que quería
añadir algo más, pero cambió de idea y dijo—: Si no tenéis otros planes,
hoy todo el mundo está libre por primera vez desde que regresamos a casa.
¿Os apetece una cena familiar?
A Kiva se le formó un nudo en el estómago, pero Tipp exclamó
emocionado.
—¡S-Sí!
—Ve a lavarte, chico —dijo Jaren, señalando el dormitorio de Tipp con el
mentón—. Te esperamos.
Tipp le entregó el descontento Flox (pero su ánimo mejoró en cuanto
estuvo en manos del príncipe) y se marchó a su habitación.
—¿Debería…? ¿Eh…?
Kiva señaló la ropa que llevaba, con miedo de que fuera demasiado
informal para cenar con la familia real.
Los ojos de Jaren no se apartaron de su rostro.
—Estás perfecta, tal y como eres —dijo con suavidad.
A Kiva no se le escaparon sus insinuaciones y se quedó sin aliento, pero
el regreso de Tipp la salvó de responder.
—¡L-Listo! —declaró el muchacho.
Si a Kiva le hubieran pedido que recordara algo sobre el recorrido por el
palacio occidental, no habría podido contestar. No con las palabras de Jaren
repitiéndose en su mente como una pluma acariciándole la piel.
Estás perfecta, tal y como eres.
Una parte de ella se sentía furiosa con el príncipe cuando entraron en un
pequeño comedor íntimo donde aguardaba su familia. ¿Cómo osaba ser tan
amable, tan encantador, tan Jaren? ¿Por qué no podía actuar como el
príncipe arrogante que debería haber sido o más como su hermana?
Demonios, o más como el coqueto de Caldon, hacia el que Kiva sentía cada
vez más cariño, pero cuya personalidad actuaba como un repelente
romántico.
Estás perfecta, tal y como eres.
Kiva quería echarse a llorar, pero acabó enderezando los hombros e
ignoró lo agradable que era sentir la mano de Jaren en su espalda, guiándola
por la habitación.
Un vistazo rápido reveló que había una mesa ornamentada de fresno en el
centro del espacio, ya dispuesta y repleta de comida: carne en tajadas y
verduras asadas, fuentes de salsa, tablas de quesos, panes densos y
apetitosos y todo un cúmulo de exquisiteces que le hicieron la boca agua
solo con verlas. Entre los platos dorados había una fina estela de gotas de
luminio, motas de luz que otorgaban un aire casi mágico al bufet, sobre todo
combinado con los jarrones de cristal llenos de flores de nieve. Al fondo,
los ventanales hasta el techo daban directamente a los cuidados jardines,
una vista que ya era hermosa de noche y que sería espectacular de día.
Por muy espectacular que fuera la sala, Kiva no pudo apreciarla como
debería. No cuando la familia real se giró al unísono para mirarlos a Jaren, a
Tipp y a ella entrar en el salón.
Los nervios la carcomían, pero Tipp, inmune a la atención, fue directo a
ocupar el asiento vacío junto al sonriente Oriel. Los dos chicos enseguida
juntaron las cabezas y empezaron a cuchichear de un modo que habría
alarmado a Kiva en cualquier otro momento, pero estaba demasiado
concentrada en permanecer tranquila mientras Jaren la conducía hacia un
extremo de la mesa.
—Creo que aún no has conocido a mi padre —dijo cuando un hombre de
mediana edad y bien vestido se levantó de su silla.
El rey de Vallenia se había levantado… por Kiva.
—He oído hablar mucho de ti —dijo el rey Stellan, tomándole la mano.
Sus dedos parecían adormecidos, pero su agarre fue amable al cerrar ambas
manos alrededor de las de Kiva. Le dirigió una sonrisa cálida.
La misma sonrisa que Jaren.
Y no era lo único que compartían.
El rey tenía el cabello más oscuro que el resto de su familia, de un
caramelo intenso, lo que explicaba los mechones más marrones que
aparecían en el pello dorado de Jaren. Los ojos de Stellan también eran
diferentes, de un color cobrizo, a diferencia del azul que su esposa e hijos
compartían; los del rey, además, tenían un borde dorado que solo había
heredado Jaren.
Alto, de hombros anchos y piel dorada… Aparte del cabello y los ojos,
Kiva se imaginaba así a Jaren dentro de veinte años.
No era una mala imagen.
Para nada.
Y aun así… había algo que Kiva no sabía determinar: cierta palidez en su
rostro, tensión en el gesto, apatía en los ojos. No habría pensado en ello
mucho más, excepto porque, cuando el rey la agarró de la mano, lo notó.
Estaba enfermo.
Kiva lo supo en cada parte de su ser. Su magia lo sabía, sus dedos dejaron
de estar entumecidos y sintió un cosquilleo.
¡NO!, gritó para sus adentros.
Si había un lugar en el que por nada del mundo podía perder el control de
su poder, era en una habitación con la familia Vallentis al completo.
Así que lo empujó hacia abajo, más y más hondo, igual que había hecho
con Rhessinda, y rezó con toda su alma para que el brillo dorado no se
percibiera desde fuera.
Porque, si alguien lo veía, estaba muerta.
Le dolía la cabeza del esfuerzo, notaba el estómago en una tensión
amarga, los huesos parecían estar derritiéndosele, pero cuando el rey al fin
le soltó la mano…
Su piel tenía justo el color que debía tener.
El alivio que sintió Kiva fue tan intenso que le temblaron las rodillas,
pero se obligó a devolverle la sonrisa a Stellan.
—Es un honor conocerlo, Su Majestad.
El rey agitó una mano.
—Por favor, en esta familia no somos muy de formalidades. —Se inclinó
hacia delante con ojos brillantes—. Sobre todo entre… amigos.
Su mirada pasó de Kiva a Jaren, y el énfasis en la última palabra le
calentó las mejillas a Kiva. Dioses, esperaba que el consejo real no hubiera
hablado con Stellan, sobre todo la consejera Zerra. O la reina Ariana, ya que
ella también había oído todo lo que se dijo en los túneles. Si uno de los dos
reyes empezaba una conversación sobre intenciones durante la cena, Kiva
se moriría de vergüenza.
—¿Por qué no te sientas a mi lado? —dijo Stellan, apartándole una silla
—. Quiero oír la historia de la extraordinaria joven que sobrevivió una
década en…
—Había pensado que podríamos hablarles a Kiva y a Tipp sobre nuestra
familia —lo interrumpió Jaren con suavidad—. Compartir algunas
anécdotas para que nos conozcan un poco mejor.
Kiva le dirigió una mirada de agradecimiento, pues supo que él había
percibido su creciente tensión y por eso se había apresurado a intervenir.
—¿Anécdotas familiares? —dijo Caldon. Sentado junto a Mirryn, sonrió
con malicia. Alzó la copa y la inclinó hacia Kiva—. Estás de suerte, cielito.
Sé los trapos sucios de todos los que están sentados en esta mesa. Prepárate
para reírte.
—Caldon, querido, no creo que… —empezó Ariana, pero la interrumpió
la llegada de Naari y el capitán Veris.
El corazón de Kiva martilleó de pánico, ya que temía que alguien hubiera
descubierto su excursión de ese día, pero entonces se fijó en que la guardia
y el capitán vestían ropa de calle y sus ademanes eran relajados.
—Sentimos llegar tarde —dijo Naari, sentándose en la silla vacía junto a
Caldon—. Estábamos haciendo simulacros con algunos de los nuevos
reclutas.
—¿Qué tal van? —preguntó Stellan.
Jaren empujó a la rígida Kiva hacia la silla que el rey aún seguía
agarrando para ella. En cuanto se acomodó, el príncipe se sentó a su
derecha, el rey reclamó el extremo de la mesa a su izquierda y…
El capitán Veris se sentó justo delante de ella.
Los nervios le pusieron la piel de gallina cuando el capitán le dirigió un
gesto de… ¿saludo? ¿Respeto? Kiva no estaba segura. Se obligó a respirar
hondo, a recordar todo lo que Jaren había dicho durante la reunión del
consejo: que Veris la recordaba de hacía diez años, pero Caldon no había
descubierto nada incriminatorio en su investigación. Para ellos, solo era
Kiva Meridan. Su auténtica identidad permanecía a salvo.
—Este año nos ha tocado una panda de engreídos —respondió el capitán
—. Son buenos y lo saben. Ya los pondremos en forma a base de latigazos.
A Kiva se le habría escapado una exclamación de alarma, porque todo el
mundo empezó a llenarse el plato.
—Lo dice en sentido figurado. Aquí no damos latigazos a los guardias.
—No, solo los obligamos a repetir el mismo ejercicio una y otra vez hasta
que les sangran los ojos de puro aburrimiento —dijo Caldon con aspereza
mientras untaba un trozo de pan con mantequilla.
—¿Qué tres cualidades debe poseer un buen guardia real? —preguntó
Veris, mirando a Naari y a Caldon. El cabello entrecano le brillaba bajo el
candelabro de luminio.
—Ay, por todos los dioses —murmuró el príncipe libertino, y agarró la
copa de vino—. Voy a necesitar algo más fuerte que esto.
—Disciplina —dijo Veris contando con los dedos—. Disciplina. Y
disciplina.
—Eso solo es una cosa —replicó Caldon—. Es lo que te he dicho
siempre. Cada vez que lo mencionas.
—A lo mejor así algún día recuerdas lo que significa.
—Yo al menos sé contar hasta tres —farfulló Caldon mientras se
rellenaba la copa y daba un trago.
—Muy bien, niños, nada de peleas en la noche familiar —les reprendió la
reina Ariana, aunque sus ojos brillaban de alegría al mirarlos a los dos.
Veris era mayor que ella y, por tanto, no entraba en la categoría de niño.
Pero Kiva se había quedado con las palabras que había usado.
Noche familiar.
Con cierto malestar, agarró su copa y por el olor descubrió que era zumo
de manzana. Tomó un largo trago justo cuando Oriel empezó a dar saltos en
su silla y se giró hacia el capitán.
—Tío Veris… —Kiva casi escupió el zumo—. Madre dice que puedo
empezar a entrenar contigo cuando cumpla doce años. ¿Podrá
acompañarnos Tipp?
—No veo por qué no —respondió Veris mientras acuchillaba unas judías
con el tenedor—. Siempre y cuando os lo toméis en serio.
—Lo haremos —dijo Oriel, y Tipp asintió con ganas a su lado.
Kiva, sin embargo, no pudo apartar la mirada del capitán.
—¿Tío? —musitó.
Los ojos marrones del hombre se encendieron con humor, dejándole claro
que no había pasado por alto su sorpresa.
—Pero no de sangre.
—Veris y yo nos criamos juntos —explicó el rey Stellan, pasándole un
cuenco de patatas asadas—. Mis padres murieron por la fiebre de los ríos
cuando era joven, por lo que Veris y su familia me acogieron. Cuando me
convertí en recluta de la Guardia Real, me invitó a su ceremonia de
graduación, y allí fue donde conocí al amor de mi vida.
La reina se sonrojó (¡se sonrojó!), por cómo Stellan la miró, y luego
prosiguió con la historia.
—A mis padres no les entusiasmó que me cortejara un joven sin título ni
rango. Y un huérfano, encima. Veris echó mano de todas sus dotes
imaginativas para que pudiéramos escabullirnos y vernos. De no ser por él,
a saber dónde estaríamos todos hoy.
—Los padres de Ari al final se dieron cuenta de que era un partidazo —le
contó Stellan con una sonrisa de satisfacción—. Y vivimos felices para
siempre.
Las palabras pesaron en la habitación. Tipp y Oriel no se dieron cuenta;
devoraban la comida y reían mientras le daban trocitos a Flox por debajo de
la mesa. Pero todos los demás…
Sabían que el rey estaba enfermo, que su felices para siempre se iba a
acabar.
Kiva carraspeó y actuó como si no percibiera la tristeza que acaparaba la
mesa.
—Es una historia encantadora.
—Lo es, ¿a que sí? —dijo Caldon con fingido asco. Pinchó un trozo de
cerdo glaseado y señaló con él a Kiva—. Pero te prometí risas. Así que me
toca compartir una historia y sé cuál es la más idónea.
Kiva se estaba dando cuenta de que Caldon no solo era un fastidio. Era un
fastidio inteligente. Había captado el ambiente en la habitación, el estado de
ánimo de la gente, y había comprendido que debía hacer algo para aligerar
la atmósfera. Se preguntó cuán a menudo hacía eso de llamar la atención
para distraer a su familia cuando más lo necesitaban.
Reflexionó más sobre aquello mientras cenaba y lo escuchaba relatar los
detalles de un viaje diplomático que Jaren y él habían hecho al reino
desértico de Hadris, en el lejano oeste de Wenderall. En cuanto empezó a
contar la historia, Jaren gruñó por lo bajo y se puso a comer, evitando la
mirada de Kiva. Supo el motivo de su reacción cuando Caldon llegó al final
de su descabellada historia.
—Y claro, él no tenía ni idea de que le había echado alcohol en la bebida,
pero si alguien necesitaba emborracharse después de catorce horas seguidas
de rechazar matrimonios concertados, ese era nuestro Jaren. ¿Cómo iba a
saber yo que no se quedaría dormido como una persona normal, sino que
saldría corriendo hacia los Mercados de Medianoche y bailaría hasta el
amanecer?
—Eso no fue exactamente lo que pasó —dijo Jaren con acritud—. Y, si la
memoria no me falla, no fui el único que acudió a esos mercados.
Caldon no pareció oírlo.
—Hoy en día te siguen llamando Príncipe Sin Pantalones —dijo con una
enorme sonrisa.
—Es mejor ese mote que el que tienen para ti, primo —intervino Mirryn
con suficiencia.
Kiva miró a Caldon.
—¿Qué mote…?
—¡Ninguno! —se apresuró a decir. Se llenó la boca de zanahorias y
repitió—: ¡Ningún mote! —Aunque le salió más como «¡Nimgfunf
mofte!».
Por la mirada que les lanzó a Jaren y a Mirryn, dejó claro que habría
consecuencias si alguno se atrevía a responder.
La princesa decidió portarse bien y se enfrascó en una nueva historia, una
de cuando Jaren, Caldon y ella eran niños. Los tres se habían escabullido de
palacio una noche, tras oír a un diplomático de Nerine hablar sobre visitar
una casa roja antes de volver a su reino. En su inocencia, pensaron que se
refería a una casa de color rojo, así que lo siguieron a los muelles. Lo que
vieron…
—Nos castigaron durante un mes —reveló Mirryn—. Pero no porque nos
escabullimos… sino por lo avergonzado que se sintió el embajador real
cuando nos descubrió muertos de espanto y tuvo que devolvernos a nuestros
padres. Nunca olvidaré lo rojas que se le pusieron las mejillas cuando
farfulló lo importante que era para él experimentar todos los rincones
ocultos de nuestra cultura.
—Está claro que quería explorar esos rincones ocultos, pero todos
sabemos que la cultura le importaba poco —murmuró Caldon hacia su
copa.
—Caldon —lo regañó Ariana.
—Como si tú no lo estuvieras pensando, tía.
La reina no respondió, sino que partió un poco de pan y lo mojó en aceite.
—¿Quién tiene otra historia? ¿Quizá alguna que no sea humillante?
—Pero las historias humillantes son las mejores —dijo Caldon,
reclinándose en su silla.
Al parecer, Mirryn estaba de acuerdo, ya que le dirigió una mirada
cargada de malicia.
—¿Te acuerdas de cuando esos cortesanos abordaron a Jaren la vez que
nos quedamos en el palacio de Lyras?
Jaren profirió un sonido de angustia.
—Que alguien me mate. Ahora mismo.
La princesa esbozó una sonrisa taimada y empezó a narrar una historia
sobre un grupo de hombres y mujeres fanáticos que no querían ni que Jaren
comiera solo mientras permaneciera en su reino.
—Es una ofensa rechazar cualquier acto de hospitalidad en Valorn —le
contó Mirryn a Kiva con un regocijo evidente—. Nuestros aliados
occidentales adoran un poquito demasiado a nuestro pobre Jaren.
Kiva rio con todos los demás, a pesar de que oyó el suspiro discreto de
Jaren. Cuando lo miró, se le habían iluminado los ojos con un humor
humilde y transmitían que, por muy avergonzado que él estuviera, no
pensaba aguar la diversión de su familia.
Sin embargo, después de que el resto de la realeza empezara a intervenir
con sus recuerdos, Jaren alcanzó su límite.
—¿Cómo no sabía esa? —preguntó Caldon, riéndose con ganas por la
historia que Oriel acababa de compartir, sobre unas vacaciones en la costa y
una amable anciana convencida de que Jaren era su nieto perdido.
—A lo mejor porque prefiero evitar estos momentos tan maravillosos —
replicó Jaren y echó un vistazo a la mesa—. Por todos los dioses, que
alguien cuente algo que no sea sobre mí, por favor.
—Yo tengo una historia —dijo el capitán Veris, apartando el plato vacío
—. Va sobre una adolescente tenaz que escapó de una arena de Jiirva, cruzó
las Tierras Olvidadas sin nada excepto las armas en su espalda, navegó las
letales calles subterráneas de Ersa hasta que al fin subió como polizona en
un navío de Evalon que regresaba a Vallenia. —Le dirigió un guiño paternal
a Naari—. Todo eso ya lo sabéis. Pero nunca os he contado lo que ocurrió
inmediatamente después de que encontrara a esta —la señaló con el dedo—
vomitando por encima de la barandilla.
Veris se puso a relatar una historia turbulenta sobre cómo había conocido
a Naari y cómo ella lo había convencido de que la acogiera bajo su
protección en vez de tirarla a los tiburones.
Su detallada narración hizo que la familia real riera y Naari pusiera los
ojos en blanco, pero Kiva solo la escuchó a medias, ya que no podía olvidar
lo que Veris había dicho en su introducción.
Naari había luchado en una de las famosas arenas de Jiirva.
Kiva había oído rumores sobre ellas, los suficientes para saber que,
aunque no siempre eran sentencias letales como Zalindov, a cualquiera que
enviasen a una arena acababa convirtiéndose en dos tipos de persona: un
guerrero… o un cadáver.
Y no solo eso, sino que, encima, Naari había escapado de allí… para
luego cruzar las Tierras Olvidadas sola.
Kiva siempre había respetado a la guardia por todo lo que había superado
en su corta vida (entre ellas, perder la mano para proteger a Jaren en un
ataque), pero ahora su estima creció de un modo considerable.
Igual que su preocupación.
Naari moriría antes que permitir que le ocurriera algo a Jaren. No solo
porque su trabajo era protegerlo, sino también porque el hecho de que
estuviera allí esa noche (en una cena familiar) significaba que no era una
simple guardia para la realeza, aunque se tratase del Escudo Dorado de
Jaren. Si presentía aunque fuera una pizca de traición, Kiva sabía que Naari
no dudaría en acabar con su vida, aunque compartiesen un fuerte vínculo.
Con la comida revuelta en el estómago, Kiva se centró de nuevo en la
conversación justo cuando Naari tomó la palabra para compartir una parte
de la historia que dejó al capitán riéndose de vergüenza y negando todo lo
que la guardia decía. El rey intervino para confirmar con alegría que aquello
era verdad y añadió sus propios detalles, lo que provocó más carcajadas.
Y a partir de eso, la cosa siguió igual. Cada uno compartió momentos de
sus vidas, unas veces alegres, otras humillantes; en ocasiones revelaban
fragmentos de sus historias, justo lo que Jaren había pedido a su llegada:
que Kiva y Tipp los conocieran mejor.
Con cada nueva historia, Kiva moría un poquito más. Por fuera, sonreía
junto con todos los demás, pero por dentro no soportaba lo que estaba
pasando.
La familia Vallentis era tan normal.
Pero no solo normal: se querían, y mucho. Era evidente en cada palabra
que pronunciaban, en cada mirada que compartían, en cada insulto gracioso
y cada halago conciliador.
Y no solo la realeza. Se comportaban del mismo modo con Veris y
Naari… Demonios, incluso con Kiva y Tipp. Todo en ellos indicaba
inclusividad, aceptación y un cariño tan tierno que Kiva sentía una tenaza
alrededor del pecho.
Estoy cansado de ver a gente buena sufrir por una causa en la que ya no
sé si creo.
El tono fatigado de Torell regresó a Kiva y esa frase resonó con fuerza en
ella.
Y entonces oyó la voz de Jaren.
Estás perfecta, tal y como eres.
Pero no lo era.
Estaba muy lejos de ser perfecta y muy pronto él se daría cuenta.
Y la odiaría.
Le costó que el aire le entrara en los pulmones al concebir la idea, pero se
obligó a seguir sonriendo mientras Jaren y su familia seguían esforzándose
para que Tipp y ella se sintieran aceptados.
Kiva jamás se había odiado tanto como esa noche… y sabía que el
sentimiento no desaparecería pronto.
O quizá nunca.
CAPÍTULO DIECISÉIS
C omo era de esperar, Kiva no pudo dormir esa noche.
Después de la cena, dio vueltas en la cama; la culpa y la vergüenza la
mantuvieron despierta hasta que al fin se puso una bata de seda y salió del
dormitorio.
Dado que era de noche, no vio a nadie mientras recorría los pasillos
dorados y blancos, ni tampoco esperaba que esto cambiase al llegar a su
destino. Sin embargo, cuando entró en la Sala Fluvial, descubrió que no
estaba sola.
Jaren, delante de la pared de ventanales, observaba el río Serin sin
percatarse de su presencia.
Con tan solo unos pantalones largos y holgados, la tenue luz revelaba las
cicatrices que le cubrían la espalda; Kiva las había visto todas en múltiples
ocasiones. Tan solo dos noches antes las había tocado con las manos
mientras él la consolaba en la cama. Pero, al verlas ahora, el dolor la
atravesó y la idea de que alguien pudiera hacerle daño a Jaren (el Carnicero,
su madre o cualquiera) le causaba tanto dolor físico como angustia.
Las guerras no se ganan sin sacrificios, hermanita.
Las duras palabras de Zuleeka ardieron en sus recuerdos.
Es él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes tenerlo todo.
Kiva cerró los ojos, segura de una única cosa: iba a hacerle daño a Jaren.
Ella sería el motivo de que le ocurriera algo horrible. Y Kiva… Kiva…
No podía permitir que eso pasara.
Pero tampoco podía evitarlo.
Mientras lo observaba, sintió que se dividía en dos. Una parte de su ser
estaba dedicada a su familia y a su causa. Y la otra…
A Jaren.
Pero también Caldon.
Y Naari.
El joven Oriel y Flox.
Hasta la princesa Mirryn y la reina Ariana y el rey Stellan.
Toda la familia Vallentis.
Aún no estaba segura sobre el capitán Veris, pero, a pesar de su presencia
la noche en que su familia fue destruida, no fue su espada la que había
matado a su hermano. Aún recordaba las palabras que había gruñido: Esto
no debía pasar. Esto no debería haber pasado nunca.
Sin su permiso, esas personas se habían abierto paso hasta su corazón y la
habían obligado a verlas no como la realeza o unos guardias, sino como
seres humanos. Como una familia.
Durante diez años, lo único que había querido era arruinar a la familia
que había destrozado a la suya. Pero ahora que los conocía…
Estoy cansado de ver a gente buena sufrir por una causa en la que ya no
sé si creo.
Las palabras de Torell la perseguirían toda la vida, de eso estaba segura.
Sin poder soportar más su atribulado corazón, Kiva retrocedió en silencio,
ya que no quería molestar a Jaren y exponerse a su amabilidad, su propia
forma de tortura. Pero un sexto sentido hizo que el príncipe mirase por
encima del hombro y se quedase de piedra nada más verla antes de relajarse
de nuevo.
—¿No puedes dormir? —le preguntó. Se apartó de los ventanales y se
acercó a Kiva.
—Parece que no soy la única —replicó ella con voz ronca por todo lo que
estaba sintiendo.
—¿Te sientas un rato conmigo? —dijo Jaren, señalando con la cabeza
hacia el sofá mullido—. Me vendría bien algo de compañía.
Al verlo de cerca, Kiva supo que no mentía. La tensión de antes había
vuelto a sus rasgos, junto con un profundo cansancio mezclado
generosamente con cierta inquietud.
Tú puedes llegar hasta él de un modo que no puede nadie más, descubrir
cosas sobre él, sobre sus planes, sobre sus puntos débiles.
Las palabras que había dicho hacía unos días Zuleeka regresaron a su
mente, y su vorágine interna se incrementó porque sabía lo que debía hacer.
Se acercó despacio a Jaren para sentarse en el extremo más alejado del
sofá.
—Tienes pinta de estar cargando con todo el peso del mundo sobre tus
hombros —comentó. Le había dejado espacio de sobra, pero Jaren suspiró
con fuerza y se sentó justo a su lado, tan cerca que sus brazos se rozaron—.
¿Quieres contármelo? —ofreció Kiva. Una parte de ella ansiaba que
respondiera que no.
Pero no fue así.
Porque era Jaren.
Y confiaba en ella.
Y por eso dijo:
—El consejo real está preocupado por una amenaza sobre el reino.
—¿Los rebeldes? —preguntó Kiva, haciéndose la tonta.
—No. Bueno, sí pero no —respondió el príncipe. Kiva aguardó a que
continuara, aunque ya supiera, gracias a su espionaje, lo que iba a decir—.
Los rebeldes están tranquilos desde la muerte de Tilda —explicó Jaren con
una mirada rápida de disculpa. Sabía lo mucho que Tilda había significado
para ella como paciente—. Aún causan problemas, pero no tantos como
antes del invierno. Aparte de su intento de secuestrarte, que supongo que
fue para recordarnos que siguen ahí fuera. —Se detuvo y luego añadió—:
Hay rumores de que Tilda dejó a un heredero lo bastante mayor para ocupar
su puesto, o puede que más de uno. No lo sabremos hasta que comiencen de
nuevo sus ataques. —Soltó un suspiro largo de frustración y luego giró el
cuello para liberar un poco de tensión—. Así que, hasta que eso ocurra, por
primera vez en años no son mi principal problema.
—Pero algo te preocupa —observó Kiva, sin dejar de hacerse la ignorante
—. Es algo que te preocupa desde que llegamos aquí, por eso estás
encerrado en reuniones y cada día pareces más miserable.
—¿Miserable? —repitió Jaren con cierto humor en los ojos.
A Kiva se le ocurrió una comparación.
—Tienes el mismo aspecto que Flox cuando no puede seguirte a algún
sitio. Miserable de esa forma.
En vez de sonreír, Jaren se apresuró a taparle la boca con la mano.
—Chist. No digas su nombre o despertarás a ese diablillo tan empalagoso.
Un gesto de su mentón hacia la ventana reveló al peludo dormido en el
suelo, justo donde antes había estado Jaren. Mientras lo observaban, Flox
abrió los ojos, alzó la cabeza con rapidez al darse cuenta de que estaba solo
y se le escapó un maullido. Pero entonces se giró hacia ellos y se le iluminó
la carita plateada mientras se acercaba brincando.
Jaren gruñó cuando Flox saltó directamente a su regazo, se enroscó de
nuevo y se puso a roncar con suavidad un minuto después.
—Tú tienes la culpa de esto —dijo, mirando a Kiva con los ojos
entornados.
Conteniendo una carcajada, Kiva acarició el pelaje suave de Flox.
—No es culpa mía que seas tan irresistible.
Al principio no se dio cuenta de lo que había dicho, pero entonces se fijó
en que Jaren se había quedado quieto a su lado y reprodujo mentalmente sus
palabras.
—¿Conque irresistible? —bromeó él con ojos relucientes.
Kiva intentó rectificar. Era eso o saltar por la ventana y ahogarse en el
Serin.
—Ya sabes… para un zorro, o lo que sea.
La diversión de Jaren solo se incrementó.
—¿Un zorro?
—¿Un hurón? ¿Un mapache? No tengo ni idea de lo que es.
Jaren se rio.
—Es un osoplata.
—No se parece en nada a un oso —observó Kiva, examinando a la
criatura dormida.
—A mí no se me ocurrió el nombre —dijo Jaren sin dejar de sonreír—.
Son poco comunes, solo se encuentran en las montañas septentrionales de
Odon. Flox fue un regalo de sus monarcas.
—¿Para Oriel?
—Para mí. —Con timidez, añadió—: Más un soborno que otra cosa.
—Déjame adivinar —dijo Kiva con acritud—. ¿Tienen a una heredera
con edad de casarse?
Jaren no la miró a los ojos, con lo que confirmó que era verdad.
—Ori se sentía solo en esa época. No había muchos niños por el palacio,
y Mirry, Cal, Ash y yo estábamos ocupados con cosas de política y
entrenando. Cuando Flox llegó, se lo di a mi hermano y enseguida se
volvieron amigos.
—Y, aun así, está más obsesionado contigo.
—Me han dicho que es porque soy irresistible.
Le dieron ganas de tirarse por la ventana al ver cómo la miraba Jaren.
Kiva carraspeó y decidió retomar su primer tema de conversación.
—Antes de que nos interrumpieran… —Acarició el lomo de Flox—.
Decías que algo amenazaba el reino.
Jaren guardó silencio durante mucho rato, tanto que Kiva se preguntó si
había cambiado de idea y ya no quería compartir con ella esa información.
Hasta que habló.
—¿Recuerdas que te conté en Zalindov que otros reinos temían que el
movimiento rebelde se extendiera a sus territorios? ¿Y que en algunos casos
ya ha ocurrido? —Kiva se mordió la mejilla y asintió—. ¿Recuerdas qué
más dije? ¿Sobre que Mirraven y Caramor esperaban una señal de
debilidad?
—¿Crees que van a invadir? —preguntó la chica, fingiendo
preocupación… aunque no porque no estuviera preocupada.
—Algo están tramando por el norte —dijo Jaren, sin responder a su
pregunta—. Siempre ha habido advertencias, amenazas, lo normal. Pero
algo cambió hace poco, cuando empezamos a negociar con Mirraven para
que nos entregaran a Tilda. Lo complicaron todo mucho, no aceptaron
ninguno de nuestros términos, aunque fueran muy generosos. —Esa última
parte era nueva para Kiva y se enderezó a su lado—. Solo me he enterado
de esto después de salir de Zalindov y no le encuentro sentido. Les
ofrecimos cosas que querían desde hace mucho tiempo, como mayor acceso
a nuestro luminio y menos restricciones para cruzar la frontera. Ambas
cosas habrían perjudicado nuestra economía y fomentado la suya. Pero no
les interesó nada.
Una extraña sensación se apoderó de Kiva y se llevó la mano a su
estómago revuelto. Recordaba las palabras que había dicho su hermana ese
mismo día.
El rey Navok se alegró mucho de hacer un trato con la reina rebelde. A
cambio, solo tenía que conseguir que las negociaciones entre reinos
acabaran con la decisión de enviarla a Zalindov.
Kiva había estado tan ocupada con todo lo demás que no se había parado
a cuestionar el trato que Tilda había propuesto a Mirraven a cambio de
rechazar la oferta de Evalon de un acuerdo de extradición. Pero ahora solo
podía hacerse más preguntas… ¿Qué había ofrecido su madre? ¿Qué había
hecho?
—El consejo teme su falta de cooperación, sobre todo porque ya no
responden a nuestras misivas. Lo mismo ocurre con Caramor. Ambos reinos
siempre han envidiado a Evalon… Nuestras tierras son ricas y prósperas,
mientras las suyas son, por lo general, yermas. Nunca han escondido su
deseo de invadirnos, pero con las montañas Tanestra en su camino y
nuestros ejércitos preparados para encontrarse con cualquier fuerza
atacante, han sido sensatos y no lo han intentado. Ahora, sin embargo… No
puedo evitar pensar en si han decidido que vale la pena el riesgo, sobre todo
porque estamos distraídos con nuestros problemas internos con los rebeldes.
—Entonces, ¿no es bueno que los rebeldes estén tranquilos justo ahora?
¿Así no os distraéis? —preguntó Kiva con la garganta seca. Jaren asintió,
pero no parecía convencido—. ¿Por qué sigues así de preocupado?
—Es que… —Jaren se pasó una mano por el pelo y las puntas doradas se
alzaron por doquier—. Amo demasiado a mi pueblo como para no
preocuparme por ellos. Es una parte intrínseca de quién soy: quiero
mantener a mi gente a salvo. Por eso no me gusta la idea de que haya una
amenaza cerniéndose sobre nosotros, aunque confíe en nuestras defensas.
Kiva no pudo evitar alzar una ceja.
—Eres el heredero de la tierra más rica de Wenderall. Siempre va a haber
amenazas.
Jaren profirió un sonido que era mitad carcajada y mitad gruñido.
—Créeme, lo sé. —Luego enderezó los hombros y añadió—: Aunque
Mirraven y Caramor decidan intentarlo, no llegarán muy lejos. Tenemos
demasiadas defensas en Evalon para bloquearlos. Es una misión imposible,
y solo por eso puedo dormir por las noches. —Cuando Kiva se giró
escéptica hacia los ventanales oscuros, Jaren se corrigió—: Bueno, la
mayoría de noches.
—Así que estás preocupado en general, pero no por nada específico —
resumió ella.
—Me preocupan muchas cosas específicas. —Jaren miró a Flox y, con
cierta amargura, añadió—: Como si podré salir de este sofá.
—Menudo dilema —bromeó Kiva.
Jaren sonrió, pero se puso serio enseguida.
—Hablando de salidas, quería contártelo antes, pero estaba distraído en la
cena más vergonzosa de toda mi existencia. —Kiva se rio al recordarlo—.
Mañana me marcho a Fellarion. Los líderes de la ciudad quieren hablar
sobre infraestructuras y agricultura y una serie de cosas que necesitan
supervisión. Estaré fuera al menos cuatro días, puede que más.
—Oh —dijo Kiva, en el fondo encantada. Si Jaren no estaba, no se
enteraría de si ella desaparecía durante unas horas… y después del casi
accidente de esa noche, estaba más desesperada que nunca por encontrar a
su abuela—. Bueno, eh, gracias por contármelo.
—Pensaba invitarte. Pero prefiero no ser el culpable de que mueras de
aburrimiento.
—Te lo agradezco —dijo Kiva, temblando para sus adentros al recordar la
segunda mitad de la reunión del consejo.
—También me han dicho que te han ofrecido una plaza en Silverthorn y
no quiero apartarte de tu sueño. —Se inclinó hacia ella con una expresión
que rebosaba de orgullo—. Enhorabuena, Kiva.
Ahora mismo se merece la oportunidad de vivir su vida y seguir sus
sueños.
A Kiva se le tensó el pecho al recordar sus palabras.
—Aún no la he aceptado.
—Eso también me lo han contado. —Jaren ladeó la cabeza—. Aunque no
sé por qué.
—Yo… —Kiva tragó saliva—. Solo quiero asegurarme de estar lista
antes.
—La sanadora Maddis dice que lo estás.
Eso no era lo que Kiva quería decir.
—Solo lo dice por mi padre.
—¿Lo conoció? —preguntó Jaren con sorpresa—. Me dijiste que era
sanador… ¿Estudió en Silverthorn?
—Más o menos. Maddis dijo que era uno de sus mejores alumnos.
Sabía que no debía darle a Jaren más datos sobre la historia de su familia.
Sabía tanto como para dejarla intranquila. Y aun así… defendió a Faran
ante el consejo real. Y, por tanto, a Kiva también.
—De tal palo tal astilla —dijo Jaren, mirándola con calidez, y apoyó un
brazo tranquilizador sobre sus hombros.
Kiva no pudo hablar durante un rato largo, ya que sus palabras resonaban
en su interior.
Era cierto… Sí que se parecía a su padre. Tenía su corazón de sanador, su
compasión por la gente y, en el pasado, su eterno optimismo.
Pero entonces llegó Zalindov.
Y le arrebataron a Faran.
En todo ese tiempo, Kiva se había obsesionado tanto con la venganza que
no se había parado a pensar en lo que él habría querido. Para ella. Para su
familia.
O quizá no lo había pensado porque ya conocía la respuesta.
Faran habría querido que perdonasen y siguieran adelante. Habría querido
que persiguieran sus sueños, que fueran felices, que vivieran.
No habría querido que se empañaran en vengarse.
Solo que estuvieran a salvo.
Y, en el fondo, Kiva sabía que se revolvería en su tumba si se enteraba de
lo que planeaban sus hijos.
—Hablando de padres —dijo Kiva, con voz ronca. No quería pensar en el
suyo. Se recostó en el sofá, inclinándose sin querer más cerca de Jaren—. El
rey Stellan, ¿está… eh…?
—¿Está qué?
—¿Está enfermo? —pregunto Kiva en un susurro.
Jaren se quedó quieto a su lado, pero entonces la abrazó con más fuerza,
tanto para consolarse a sí mismo como a ella.
—Sí —dijo en voz baja.
—¿Es terminal?
Jaren asintió.
—Es algo de la sangre. —Con la mano libre, acarició las orejas de Flox
mientras se lo contaba—. Últimamente ha tenido más días malos que
buenos. Por eso no lo conociste antes de esta noche… Lleva toda la semana
en reposo.
—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó Kiva con suavidad.
—No lo sabemos —admitió Jaren en el mismo tono—. Podrían ser años,
pero seguramente meses. O puede que semanas.
—¿No podéis hacer nada?
—Lo hemos intentado todo —dijo Jaren, negando con la cabeza—. Ahora
solo queremos que esté lo más cómodo posible.
Al ver el dolor descarnado en su rostro, Kiva acortó el último resquicio de
distancia que los separaba, apoyó la cabeza en el hombro del príncipe y le
envolvió el torso con un brazo, con cuidado de no molestar a Flox. Sabía
que no era lo más prudente, que debía mantenerse apartada, física y
emocionalmente.
Lo sabía… pero le daba igual.
Sobre todo cuando Jaren estaba triste.
Cuando la necesitaba.
—Lo siento —susurró.
A modo de respuesta, él le dio un beso en la sien.
El silencio reinó sobre ellos, durante tanto rato que Kiva decidió que era
hora de regresar a su dormitorio. Pero justo cuando iba a hacerlo, se le
cerraron los ojos y se quedó dormida.
CAPÍTULO DIECISIETE
C uando Kiva se despertó la mañana siguiente, estaba en la cama,
envuelta en sus mantas. Hizo memoria y se dio cuenta de que Jaren la
habría llevado a su dormitorio para acostarla.
Se le escapó un gruñido de vergüenza, pero entonces un golpe fuerte en la
puerta la hizo levantarse. Un instante después, Caldon anunció a través de la
madera que era la hora de entrenar. Lo último que Kiva quería esa mañana
era hacer ejercicio (sobre todo cuando estaba tan ansiosa por encontrar a
nana Delora), pero sabía que el príncipe la perseguiría si intentaba saltarse
esa sesión, así que se apresuró a vestirse con la ropa de deporte.
—Odio el amanecer —dijo al encontrarse con Caldon en el salón.
—Buenos días para ti también, cielito —replicó el príncipe, pellizcándole
la nariz.
Ella le puso mala cara y lo siguió al aire libre, quejándose durante todo el
camino. Como si quisiera castigar su actitud amargada, le duplicó la
cantidad de veces que debía subir la caja y le hizo dar dos vueltas más
corriendo. Todo eso la dejó agonizando, pero también llena de orgullo
cuando solo vomitó en una ocasión.
—Creo que cada vez se me da mejor —jadeó Kiva después de la última
vuelta.
—Aún no hemos terminado, bombón —dijo Caldon. Él respiraba con
total normalidad.
Kiva estaba a punto de quejarse, en parte por su cansancio y en parte
porque quería ir a Blackwater Bog, encontrar a su abuela y regresar al
palacio antes de que alguien se diera cuenta de su partida.
Pero entonces Caldon reveló dos espadas de madera y se tragó sus quejas
de lo emocionada que se sintió por poder sostener un arma. Le dio igual que
fuera para niños.
—No estás lista para acero de verdad, pero podemos comenzar
practicando algunos movimientos básicos, para que tus manos se
acostumbren y empieces a tener algo de fuerza en la parte abdominal.
Kiva se pasó la espada de una mano a otra.
—Es un poco ligera, ¿no?
El semblante de Caldon se llenó de alegría.
—Veamos si sigues diciendo lo mismo al acabar.
Kiva sentía una confianza ingenua cuando el príncipe la guio durante
algunos movimientos introductorios y le recordó que mantuviera la postura
correcta que llevaban días practicando. Mantuvo su propia espada de
madera enfundada mientras Kiva cortaba el aire, con los músculos
abdominales apretados mientras giraba la cadera a las órdenes de Caldon.
Atacaba y bloqueaba a la velocidad de un caracol.
—Es todo control, equilibrio —le dijo Caldon—. Con una buena dosis de
repetición.
En cuestión de minutos, a Kiva le ardían los músculos… de todo el
cuerpo. Debía mantener un control completo de su cuerpo mientras, al
mismo tiempo, prestaba una atención cuidadosa a las correcciones sin
piedad de Caldon.
—¡Alza los ojos! ¡Espalda recta! ¡Cuidado con los pies! ¡No te aceleres!
¡Aprieta el abdomen!
Hacia el final, le ordenó que aumentara la velocidad y le hizo dar una
serie de pasos rápidos, estocadas y movimiento continuo que le exigió un
equilibrio y una concentración perfectos. Cuando Caldon indicó por fin que
podía parar, Kiva no solo se hallaba físicamente rota, sino también
mentalmente.
—Eso no ha sido horrible —valoró Caldon, mirándola desde arriba. Kiva
estaba espatarrada en el suelo—. Pero tenemos mucho trabajo que hacer.
La chica protestó.
—¿Te da igual si te digo que la única parte del cuerpo que no me duele es
el pelo?
—No me da igual —respondió Caldon y, con una sonrisa, añadió—:
Porque, si no te doliera nada, eso significaría que mañana tendría que
presionarte más.
Kiva carecía de energía para responder. O para llorar, que era lo que más
le apetecía hacer. Nunca antes se había sentido tan agradecida por el
relajante muscular de efecto rápido de Rhessinda, que aguardaba en su
dormitorio… si es que podía reunir fuerzas para llegar hasta allí.
—Muy bien, bombón, te ayudaré, pero solo esta vez —dijo Caldon,
tirando de ella para ponerla de pie.
—Qué amable eres —se quejó Kiva… o lo intentó, pero sus palabras
terminaron en un gemido de dolor. Tuvo que esforzarse para que sus piernas
no cedieran bajo su peso.
—En general, lo soy —coincidió Caldon—. Pero hoy es por motivos
egoístas.
—Contigo suele ser así.
—Sé buena o no te haré de guía.
Kiva tardó un segundo en darse cuenta de lo que había dicho.
—Espera, ¿qué?
—Tu novio se sentía mal por abandonarte —informó Caldon mientras se
limpiaba una mota de tierra de la camisa—, así que me ha pedido que te
entretenga mientras está fuera. Te enseñaré la ciudad, te presentaré lo mejor
de Vallenia, ese tipo de cosas.
El dolor desapareció del cuerpo de Kiva y el miedo se apoderó de ella.
—No es necesario, de verdad. —Y a toda prisa añadió—: Y no es mi
novio.
Caldon agitó una mano.
—Cuestión de semántica.
—En serio, estoy bien sola.
—Digas lo que digas, se lo prometí a mi primo —concluyó Caldon
mientras recogía la espada de madera de Kiva y la empujaba hacia la salida
del patio de entrenamiento—. Hasta que Jaren regrese, tú y yo pasaremos
tiempo de calidad juntos. Mucho, muchísimo tiempo juntos. —Con otra
sonrisa fácil y un guiño rápido, dijo—: Considérame tu nuevo mejor amigo,
cielito. Allá donde vayas, iré yo. ¿A que es divertido?

Durante los siguientes días, Kiva no pudo estornudar sin que Caldon
estuviera lo bastante cerca para ofrecerle un pañuelo.
Cada mañana comenzaba con su entrenamiento. Kiva solo sobrevivía a
los ejercicios con la espada gracias a las fuertes dosis del relajante muscular
de Rhess. En cuanto Caldon daba por finalizada la sesión, apenas le dejaba
tiempo para asearse y cambiarse antes de respetar la promesa de Jaren y
sacar a Kiva a la ciudad.
La chica no tuvo ni siquiera un segundo libre para intentar escaquearse y,
aunque no sufrió más estallidos mágicos durante esos días, cada vez era
más consciente del poder que acechaba bajo su piel, como un susurro que le
recordaba que estaba allí… y que quería salir. Al recordar que su madre
había usado pequeños «trucos», Kiva se planteó si lo mismo le vendría bien
a su magia para evitar que estallara libre. Pero el miedo de que la
descubrieran le impidió intentarlo y apartó la idea de su mente.
Cuando llegó el sábado por la mañana (cinco días desde que se marchara
Jaren), Kiva estaba tan desesperada que decidió pensar en un plan drástico.
Jaren le había dicho que estaría fuera cuatro días, quizá más, y eso
significaba que podía regresar en cualquier momento. Cuando lo hiciera
(junto con Naari y el capitán Veris), a Kiva le resultaría mucho más difícil
salir de la ciudad sin que la descubrieran.
Mientras pensaba, se planteó usar Silverthorn como excusa de nuevo, lo
mismo que había hecho para escabullirse a Oakhollow. Pero con Caldon
pisándole los talones, sabía que la seguiría sin más. Aun así, Kiva había
decidido que la academia la ayudaría a eludir al príncipe, aunque fuera de
un modo más extremo.
La primera parte de su plan empezó al terminar el entrenamiento
matutino. Caldon enumeró los lugares a los que planeaba llevarla ese día,
empezando por el Templo de los Dioses Perdidos y luego los Jardines
Cantores. Después de eso, se darían un chapuzón en los Baños de Sarana y
acabarían con una caminata por los Peldaños del Guerrero, para ver el
atardecer sobre la ciudad.
Kiva se sintió agotada de solo pensarlo y usó esa emoción para mirarlo
con ojos suplicantes.
—¿Te importa si paramos en Silverthorn a la salida? Quiero recoger una
cosa.
—¿No me lo quieres contar por algo? —preguntó Caldon, acariciando la
espada de madera.
Kiva se llevó las manos a la cadera y mintió sin vergüenza alguna:
—Intentaba ahorrarte los detalles, pero ya que eres tan fisgón, te contaré
que tengo dolores por la regla y quiero ir a por flor de luna.
Caldon frunció el ceño.
—Deberías habérmelo dicho antes. Si hubiera sabido que estabas
sufriendo, habría sido menos duro.
—Sufro todas las mañanas contigo —replicó Kiva, sintiendo una pizca de
culpabilidad ante la muestra de compasión inesperada del príncipe—. Y
antes te ha dado igual.
—Eso es diferente y lo sabes.
Si Kiva hubiera estado sufriendo por su ciclo mensual, quizá se habría
emocionado tanto como para abrazarlo. Sin embargo, se tragó su gratitud y
accedió a reunirse con él después de bañarse.
La segunda parte de su plan tuvo lugar a su llegada a Silverthorn. Kiva
soltó un suspiro de alivio al ver a Rhessinda sentada en el mismo banco que
la primera vez que había ido a buscarla.
—¿Te importa darme un momento a solas con ella? —le preguntó a
Caldon, señalando a la sanadora—. Esto, eh, solo quiero comentarle
algunos de mis, ah, síntomas.
El príncipe parecía sorprendido por su vergüenza fingida y ella maldijo
para sus adentros al percatarse de que ella, como sanadora también, debería
sentirse muy cómoda hablando sobre sus funciones corporales. Por suerte,
Caldon no insistió y se detuvo para apoyarse en uno de los arcos de piedra y
esperar.
Kiva fue directa hacia Rhessinda, que se levantó al ver que se acercaba.
—¿A qué viene lo del guardaespaldas real? —preguntó, apartándose la
trenza color ceniza por encima del hombro.
—No es un guardaespaldas, más bien un niñero con buena intención pero
tan pesado que resulta frustrante. —Kiva sacudió la cabeza—. Eso da igual,
necesito tu ayuda. ¿Puedes llevarme al huerto de los apotecarios?
Rhessinda no perdió el tiempo planteando preguntas.
—Claro. Parece que tienes prisa… Podemos atajar por el santuario.
Kiva se giró hacia Caldon y con señas le indicó que volvería en unos
minutos. A una parte de ella le sorprendió que no la siguiera cuando
echaron a andar por la hierba, pero se recordó que no era una prisionera:
Caldon iba a pasar el día con ella para hacerle compañía, porque creía que
Kiva la necesitaba. Porque Jaren creía que Kiva la necesitaba. En cualquier
otro momento, le habría conmovido su consideración y las horas que
Caldon estaba sacrificando para enseñarle la hermosa ciudad.
—¿Quieres contarme qué está pasando? —preguntó Rhess con
indiferencia cuando cruzaron el fino arroyo y atravesaron un bosquecillo de
cítricos. Aromas a naranja, lima y limón impregnaban el aire.
—Necesito pedirte un favor, pero no quiero meterte en líos.
Rhess resopló.
—Por favor. ¿Te parezco una persona que prefiera evitar líos?
Lo cierto era que no. Y por eso Kiva había ido a pedirle ayuda.
—Tengo que salir de Vallenia hoy.
—¿A Oakhollow? —preguntó Rhess mientras se dirigían hacia un
impresionante invernadero. No había formado parte del recorrido que había
hecho Kiva el primer día, ya que solo había visto el taller de los apotecarios
donde se preparaban las medicinas y las dejaban listas para su recogida.
—A Oakhollow no, a otro sitio.
Aunque Kiva empezaba a apreciar la amistad de Rhess, aún tenía
demasiados secretos que no podía compartir. Pero la sanadora no insistió,
solo preguntó:
—¿Qué necesitas?
Kiva le explicó a toda prisa que Caldon la seguía a todas partes y que
necesitaba sacarlo de la ecuación.
—Estoy pensando en un remedio para dormir. Quizá una combinación de
moradino y rosarón.
Normalmente solo usaría moradino, lo que la reina le había dado a Tipp la
noche del secuestro de Kiva, pero con el rosarón se aseguraría de que un
adulto como Caldon cayera en un sueño profundo.
—Eso funcionará sin ninguna duda —dijo Rhess sin juzgarla.
Llegaron al borde exterior del huerto de los apotecarios, con una pequeña
valla que rodeaba varias hileras de plantas medicinales. De haber tenido
tiempo, Kiva habría pasado horas paseando por los pasillos y explorando el
invernadero del centro, pero no era día para darse un paseo.
—¿Hacia dónde? —le preguntó a Rhess, señalando el enorme huerto.
La sanadora dudó y Kiva se preguntó si se estaba pensando lo de ayudarla
a robar de la academia. Pero entonces Rhess saltó por encima de la valla y
se encaminó con decisión hacia un cartel. Al verlo, Kiva se percató de que
podría haber dejado a Rhess fuera de su plan por completo, ya que había un
mapa detallado de todos los arriates del huerto.
—Moradino y rosarón, ¿verdad?
—Sí —confirmó Kiva.
Rhess examinó el mapa, encontró ambas hierbas en el mismo arriate y
abrió la marcha en esa dirección.
—¿Así que planeas drogar al príncipe Caldon y luego escabullirte de
palacio a un lugar desconocido? —preguntó la sanadora mientras
avanzaban por el sendero—. Parece prudente.
—Voy a visitar a mi familia.
—Pensaba que ya lo habías hecho.
—A otra parte de la familia.
—Mientras no acabes herida por culpa de mi complicidad… O perdida.
¿Adónde vas?
Kiva se mordió el labio cuando se acercaron al arriate deseado. Se había
olvidado de consultar un mapa.
—A Blackwater Bog. ¿Lo conoces?
—Claro. Está un poco hacia el norte —dijo Rhess y se detuvo.
—Donde la Vegasalvaje se junta con el pantano de Crewlling —recitó
Kiva.
La sanadora se giró para mirarla con los ojos entornados.
—No tienes ni idea de a dónde vas, ¿verdad? —Kiva suspiró y sacudió la
cabeza. Rhess se rio—. No te preocupes, es fácil de encontrar. Dirígete al
norte fuera de Vallenia y sigue las señales. Solo tienes que rodear el este de
la Vegasalvaje, no atravesarla por el medio, así que es un viaje rápido. —
Pero, a toda prisa, la advirtió—: No vayas más allá de Blackwater Bog o el
pantano te devorará viva.
Kiva se estremeció con solo pensarlo.
—Gracias —dijo, consciente de que le debía una a Rhessinda.
La sanadora pasó por alto su gratitud y señaló el arriate.
—Ya hemos llegado.
Kiva se agachó y arrancó unos cuantos pétalos rojo brillante de moradino
junto con algunas hojas con vetas amarillas del arbusto del rosarón.
—Perfecto.
Sabía que Caldon podía venir a buscarla en cualquier momento (por eso
no había intentado marcharse sin él, ya que se montaría un buen lío si
descubría que se había ido), así que se apresuró a salir del huerto con
Rhessinda y cruzar el santuario de nuevo. Al llegar junto al príncipe, este le
dirigió una sonrisa coqueta a Rhess (que ella ignoró) y le preguntó a Kiva si
estaba lista para marcharse.
—¿Podemos volver un segundo al palacio? —respondió ella después de
despedirse de Rhess. Esa era la siguiente fase de su plan—. Llevo botas
nuevas y me están rozando. No quiero acabar con ampollas.
El príncipe no dio señales de impaciencia y coincidió en que necesitaba
un calzado apropiado por todo lo que iban a andar ese día.
Los nervios le revoloteaban en el estómago cuando llegaron al salón de
Kiva. Ahora solo faltaba la tarea más ardua.
—¿Por qué no te sientas? —le dijo, señalando un sillón cerca de la
ventana—. A lo mejor tardo unos minutos.
Caldon siguió su sugerencia; claramente no tenía prisa alguna, aunque
dijo:
—Agarra el primer par cómodo que encuentres.
En vez de dirigirse a su dormitorio, Kiva se acercó a una bandeja de té
que los criados mantenían caliente a todas horas del día. Con manos
temblorosas, sirvió dos tazas, sacó con cuidado los pétalos de moradino y
las hojas de rosarón de su bolsillo y las introdujo en el té de Caldon,
empujándolas hacia el fondo.
Tras pasar unas semanas con él en el palacio de invierno, una de las pocas
cosas que sabía era que le gustaba mucho tomar té por las mañanas. Rezaba
para que ese día no fuera distinto. Se dio la vuelta con una sonrisa
resplandeciente y se acercó para entregarle la taza.
—Podríamos haber tomado algo fuera —dijo Caldon, aceptando la
ofrenda humeante—. Tenía planeado enseñarte una tetería de lo más mona
que hay de camino al templo. Es de una antigua apotecaria y es como si te
trasladaras a un bosque. Pensé que te gustaría verla, pero supongo que
siempre podemos parar a la vuelta.
Se llevó la taza a los labios y Kiva se obligó a no arrancársela de las
manos. Jaren le había pedido que le enseñara la ciudad, pero era Caldon
quien había dedicado tiempo a decidir con cuidado dónde llevarla según sus
intereses. Kiva odiaba devolverle su amabilidad de esa forma, drogándolo,
aunque no le hubiera dejado otra opción.
Caldon chasqueó los labios tras el primer sorbo.
—Sabe distinto. —A Kiva le dio un vuelco el corazón, hasta que él olió el
té y preguntó—: ¿Le has añadido canela?
Dio otro trago grande mientras aguardaba su respuesta, pero la potente
mezcla somnífera hizo efecto antes de que Kiva pudiera contestar.
La chica nunca había trabajado con moradino ni con rosarón antes, ya que
no habían formado parte de su mediocre huerto en Zalindov, aunque su
padre le había enseñado a administrarlos. Le había dado a Caldon una dosis
lo bastante grande para dejarlo noqueado durante horas, segura de que no
tendría ningún efecto secundario, excepto aturdimiento y desorientación al
despertar… y eso solo actuaría en su favor.
Sin embargo, no había esperado que la droga hiciera efecto tan rápido y
tuvo que lanzarse hacia delante para agarrarlo cuando casi se cayó del
sillón. Tanto la taza de Caldon como la suya se volcaron en el suelo y el
líquido se derramó por doquier.
Pero Caldon estaba dormido. Y eso era lo importante.
Estaría a salvo en el salón. Tipp permanecería en el palacio occidental
estudiando con Oriel hasta primeras horas de la tarde, y cualquier criado
que entrase pensaría que el príncipe se estaba echando una siesta. Cuando
Caldon despertase, Kiva esperaba que él pensara lo mismo, pero, por si
acaso, ella regresaría mucho antes de que la droga abandonase su sistema, y
eso le daba tiempo de sobra para convencerlo de que se había quedado
dormido mientras aguardaba a que ella se cambiase las botas.
Se aseguró de dejarlo cómodo y limpió a toda prisa el estropicio. Luego
fue a por su capa de viaje. Justo cuando estaba a punto de marcharse, la
puerta del pasillo se abrió…
Y Tipp la atravesó.
Se le iluminó la cara al ver a Kiva, pero entonces detectó a Caldon
dormido en el sillón con el té derramado secándose poco a poco en el suelo.
Tipp no era tonto. Tardó menos de dos segundos en asimilarlo todo
(incluida la ropa de viaje de Kiva y su expresión de sorpresa) y se giró hacia
ella con una mirada acusatoria.
—¿Qué ha-has hecho?
Kiva alzó las manos.
—No es lo que parece.
—Lo que p-parece es que has drogado a C-Caldon.
—Pensaba que no volverías hasta tarde —admitió Kiva con una mueca.
—N-Necesito un jersey. Nos v-vamos a los jardines y p-p-pronto lloverá.
Kiva se había fijado en las nubes mientras volvían de Silverthorn, pero no
pensaba permitir que el mal tiempo le estropeara el día.
—Y ahora, d-dime qué estás haciendo —exigió Tipp con las manos en la
cadera.
Kiva sabía que el muchacho había trabajado el tiempo suficiente en la
enfermería de Zalindov para reconocer que el estado de Caldon no era
natural, así que se conformó con decirle una verdad a medias.
—Me ha estado vigilando como un halcón desde que Jaren se marchó.
Solo necesito un poco de espacio.
—¿Y p-por eso lo has drogado? Solo ha sido a-amable con nosotros…
toda su familia lo ha sido. Y ahora v-vas ¿y haces esto? —Alzó la voz—.
¿Por qué, K-Kiva?
Kiva usó la culpa que estaba sintiendo para influenciar a Tipp y
compartió otra verdad parcial.
—Tengo que ir a visitar a alguien y no quiero que venga conmigo.
—¿A quién?
Era un riesgo, Kiva lo sabía, pero confiaba en que el muchacho guardase
sus secretos… si se lo pedía.
Algunos, al menos. No todos.
Y por eso, en un susurro, dijo:
—A mi familia.
El enfado de Tipp se esfumó.
—¿A tu qué?
—Tengo un hermano y una hermana que viven justo a las afueras de la
ciudad —respondió Kiva. Pensaba que sería más seguro hablar sobre
Zuleeka y Tor que mencionar a Delora. Sus hermanos estaban bien
escondidos y así se quedarían, mientras que su abuela era imprevisible—.
Quiero ir a verlos.
Tipp arrugó la frente llena de pecas.
—Caldon p-podría llevarte.
—Llevo diez años sin verlos —dijo Kiva, mintiendo. Hizo que le
temblara el labio… nada difícil, visto lo mal que se sentía—. No sé si
querrán verme después de… de todo. Y si me rechazan, prefiero lamerme
las heridas en privado. Por eso quiero ir sola. —En voz baja, concluyó—:
Solo está dormido.
Tipp, sumido en sus pensamientos, miraba alternativamente a Caldon y a
ella.
—Esto es importante p-para ti, ¿verdad?
Kiva asintió.
—Más de lo que te imaginas.
Eso, al menos, era cierto.
El muchacho guardó silencio un minuto más antes de asentir.
—Te c-cubriré. —Kiva parpadeó de la sorpresa, pero Tipp no había
terminado. Se dirigió a su dormitorio, sin dejar de hablar—. Todo el m-
mundo piensa que está contigo, así que mantendré a Ori lejos d-de aquí y, si
alguien p-pregunta, diré que Cal estuvo hasta tarde fuera y está d-
durmiendo la mona.
Tipp regresó al salón con una almohada y una manta. Con la última
envolvió cuidadosamente al príncipe y colocó la primera debajo de su
cabeza.
—Si se d-despierta antes de que vuelvas…
—No lo hará. Me daré prisa.
—S-Si se despierta —prosiguió Tipp—, le diré que p-pensabas que
podría estar enfermo y lo d-dejaste descansar.
Los ojos de Kiva se llenaron de gratitud.
—¿No dirás nada? ¿Sobre a dónde voy?
—Tengo la s-sensación de que prefieres que sea un secreto. —Kiva sentía
tantas emociones que solo pudo asentir—. Si para t-ti es importante, para
m-mí también lo es —dijo Tipp en voz baja. Se acercó para rodearle la
cintura con los brazos—. Estamos j-juntos en esto, Kiva. Siempre.
Ella lo apretó contra su cuerpo y solo lo soltó cuando él empezó a
retorcerse. El muchacho le dedicó una sonrisa mellada y la empujó hacia la
puerta.
Sin necesidad de más ánimos, Kiva se apresuró a salir y dirigirse a los
establos. Caldon la había sacado a caballo dos de los últimos tres días, así
que los caballerizos reales no hicieron ninguna pregunta cuando les pidió
con educación que le ensillaran una montura. En cuestión de minutos,
trotaba por el camino. Saludó a los guardias en la puerta principal y salió
hacia la ciudad.
Solo entonces suspiró de alivio y se encaminó hacia el norte para al fin, al
fin, buscar a su abuela.
CAPÍTULO DIECIOCHO
E l trayecto hasta Blackwater Bog fue más rápido de lo que había
previsto, quizá unos veinte minutos desde que salió de los muros de la
ciudad y puso el caballo a trote ligero. Bordearon las suaves colinas de la
Vegasalvaje hasta que el terreno se allanó y se volvió cenagoso, anunciando
el pantano que había más adelante.
Dado lo rápidos que eran sus viajes, Kiva estaba segura de que regresaría
con Caldon antes de que despertara… y que vencería a las inminentes nubes
que se acercaban a buen ritmo. Su certeza solo se incrementó al pasar junto
a un anciano que paseaba a su perro en la villa adormilada y que le dio sin
problemas indicaciones para llegar a la casa Murkwood, junto con la
advertencia de que Delora valoraba su privacidad. Y por ese motivo, Kiva
tuvo que adentrarse más de lo que esperaba en el pantano de Crewlling,
pero al menos el camino, aunque estrecho y húmedo, parecía bastante
seguro.
—Tranquilo, chico —le dijo a su montura nerviosa y le dio unas
palmaditas en el cuello—. Ya casi hemos llegado.
Al doblar el último recodo, vio al fin la casa Murkwood delante de ella,
rodeada de espesa vegetación y situada junto a una extensión de agua
lodosa. Hecha de piedra con un tejado de paja y una chimenea humeante, la
vivienda era pintoresca, aunque parecía sacada de un tétrico pantano.
Cuando Kiva se detuvo, apenas tuvo tiempo de desmontar antes de que la
puerta principal se abriera de golpe y una mujer de pelo cano saliera
cojeando con un bastón en la mano que alzó en el aire y blandió como un
arma.
—¡Propiedad privada! —gritó desde el porche—. ¡Esta es una propiedad
privada! ¿No sabes leer?
Señaló un cartel en el sendero tan cubierto de musgo que Kiva solo
distinguió dos P mayúsculas y nada más.
—Busco a Delora —dijo, sin apartarse del caballo por si necesitaba
escapar a toda prisa—. ¿Eres tú?
La anciana la observó con los ojos entrecerrados durante un largo minuto.
Luego golpeó el suelo con el bastón y dio un enfadado paso adelante.
—¡Te dije que no volvieras nunca, chica! No te daré lo que buscas. ¡Ni
ahora ni nunca!
Kiva se quedó de piedra. Zuleeka y Torell le habían dicho que habían ido
a visitarla con su madre, pero de eso hacía años. ¿Se pensaba Delora que
era Tilda? ¿Su hija?
—Lo siento —respondió con un nudo en la garganta—. Pero no nos
hemos conocido nunca. Soy Kiva.
Delora entornó más los ojos color esmeralda (ojos Corentine) hasta que
solo fueron meras hendiduras en su rostro, y al fin se enderezó.
—Ah, así que no eres la diabla esa. —Blandiendo de nuevo el bastón,
dijo—: Pero supongo que te ha enviado ella aquí. A ti tampoco te la voy a
dar, así que vuelve por donde has venido. ¡Fuera!
—Por favor —dijo Kiva, alzando las manos—. No he venido a por nada.
—Enseguida se corrigió—: O sea, sí, pero no…
—¡No te la daré! —repitió Delora a gritos.
Kiva estaba muy perdida, así que soltó:
—Necesito tu ayuda para controlar mi magia.
Delora cerró la boca de golpe. Apretó los labios y la miró de arriba abajo.
—Tú eres la chica a la que dejó en la cárcel para que se pudriera,
¿verdad? ¿La que, según ella, estaba mejor allí?
Kiva empalideció, pero se recordó que Delora no había visto a su madre
en casi una década y era imposible que Tilda pensara que Kiva estaba
«mejor» en Zalindov.
—Estuve diez años encerrada. Mantuve mi magia oculta todo el tiempo y
no la usé hasta hace unas semanas, cuando sané a una persona que se moría.
Y ahora brota de mí al azar.
—¿Y qué? —dijo Delora, alzando dos cejas blancas y pobladas.
—Pues que —replicó Kiva con los dientes apretados— estoy viviendo en
el palacio real. Con la familia Vallentis.
Delora echó la cabeza hacia atrás y rio. Algo en el agua pantanosa (algo
grande) se movió con rapidez al oír el sonido y se sumergió antes de que
Kiva pudiera ver lo que era.
Tiene un perro guardián muy poco habitual. Torell la había advertido.
Con un temblor, Kiva aguardó a que el humor de su abuela se
desvaneciera. Pero acabó dando un pisotón.
—Me alegro de que esto te resulte gracioso —dijo.
—Dame un segundo —resolló Delora, sin dejar de reír—. Solo estoy
intentando imaginármelo. Deduzco que no tienen ni idea de quién eres,
¿no?
—No. Y me gustaría que siguiera así.
—A ver si lo adivino —canturreó la mujer, apoyando más su peso en el
bastón—. Planeas seguir los pasos ciegos y desafortunados de tu familia
para robar el trono que crees que te pertenece solo por poseer un linaje
aguado. ¿Estoy en lo cierto?
Kiva no dijo nada.
Delora resopló y se giró cojeando de vuelta hacia la puerta.
—No puedo ayudarte, chica.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó Kiva. Ató las riendas en una
rama que colgaba baja y subió a toda prisa los peldaños del porche.
—No quiero. —Mirando por encima del hombro, Delora añadió—:
Regresa a tu palacio con tus aires de venganza y déjame en paz.
—Por favor —suplicó Kiva—. Solo quiero que pare. Es lo único que
quiero. Una forma de controlarla. Solo… que pare.
Delora se detuvo en el umbral y se volvió para mirarla. Su examen duró
un largo minuto antes de que constatase:
—Has venido aquí solo por eso, ¿verdad?
—Me matarán si descubren quién soy —dijo en voz baja.
—¿No es eso lo que planeas hacerles a ellos? —replicó Delora sin piedad.
Kiva se estremeció.
—No. No, yo… —Le falló la voz—. No quiero que mueran.
Delora resopló de nuevo.
—Así que solo quieres destruirlos.
No era una pregunta.
—¿Me ayudarás o no?
Otro largo minuto, el tiempo suficiente para que la esperanza se
acumulase en el interior de Kiva. Y entonces…
—No puedo —dijo Delora. Kiva se desinfló, pero antes de que pudiera
suplicar de nuevo, Delora habló de nuevo—. Tengo club de lectura.
—Tienes… ¿cómo? —Kiva tropezó con las palabras.
—Hoy es sábado —declaró Delora, como si eso significase algo para la
chica—. El club de lectura es los sábados. Las señoras llegarán en cualquier
momento. —Señaló la casa con el bastón—. Hay un cobertizo en la parte
trasera. Acomoda allí al caballo y luego entra. Tenemos tiempo para hacer
bollos. Tú te encargarás de la nata montada.
Antes de que Kiva pudiera responder, la anciana atravesó la puerta
cojeando y la cerró a su espalda.
—¿Qué acaba de pasar? —susurró a nadie en particular, sin saber si su
abuela había accedido a ayudar o no. Pero como Delora no la había enviado
al garete, Kiva siguió sus instrucciones a toda prisa, rezando para que el
club de lectura terminase pronto.
Horas (y horas) más tarde, Kiva se hallaba rodeada de estanterías repletas
de libros en el cómodo salón de Delora, con una chimenea crepitante para
combatir el frío de la tormenta que se desataba fuera; su intensidad solo era
un poco más feroz que las cinco ancianas sentadas en círculo gritándose
entre sí.
—Yo creo que el arco de redención ocurrirá próximamente —dijo Clovis,
clavando un dedo en la página y casi tirando el té.
Bretwalda, que era tan torpe que ya había tirado varias tazas, arguyó:
—Pero estamos hablando de este libro. Gavon es mucho más encantador.
—A mí me da igual si Killian acaba redimiéndose —constató Yinn con la
boca llena de bollo. La cuarta tanda acababa de salir del horno—. Es más
sexy como villano.
Merrilee asintió con fervor. La mujer de mejillas rosadas apenas había
murmurado cinco palabras desde su llegada. Era, por algún motivo, la
favorita de Kiva, ya que las otras cuatro (su abuela incluida) hablaban con
tanta pasión sobre el romance candente que Kiva temía que su cara nunca
recuperase su color habitual.
Por enésima vez, miró por las ventanas cuadradas de Delora y vio los
rayos de luz y la lluvia torrencial. El atardecer se acercaba a toda prisa. No
se marcharía de allí pronto, aunque se diera el milagro de que el club de
lectura terminase.
A cada minuto que pasaba, la ansiedad se retorcía más en su interior
como una serpiente. Caldon ya estaría despierto y, aunque se creyera la
mentira de Tipp sobre que lo había dejado descansando, aún tendría que
explicar dónde había estado, justo el tema que quería evitar. Su plan había
fracasado y a su regreso a palacio debería enfrentarse a las consecuencias.
Y se sentía enferma solo de pensarlo.
Una hora (y una tanda de bollos) después, la tormenta empezó a pasar; la
lluvia se convirtió en una simple llovizna, pero la noche había llegado de
una vez por todas.
Por muy desesperada que estuviera Kiva de regresar a Vallenia, aún
necesitaba la ayuda de su abuela, así que aguardó impaciente mientras las
cuatro amigas de Delora recogían sus cosas por fin.
—Yo digo que le des lo que quiere, Delly —declaró Clovis de repente,
levantándose con la ayuda de su andador de madera—. Parece buena gente.
Delora sorbió aire por la nariz con fuerza.
—Lo que quiere y lo que necesita son dos cosas distintas.
Kiva se quedó de piedra al percatarse de que hablaban de ella.
A lo largo del día, había salido de la habitación tan solo un puñado de
veces, sobre todo para preparar más bollos a las órdenes de su abuela.
Seguramente Delora habría aprovechado una de esas oportunidades para
informar a sus amigas… y, dado cómo la miraban todas, estaba claro que
sabían que poseía magia y quería deshacerse de ella.
¿Eso significaba que sabían quién era? ¿Quién era Delora? ¿El linaje que
compartían?
—Ser descendiente de Torvin no te vuelve malvada automáticamente. Tú
saliste bien —dijo Bretwalda con amabilidad, dándole unas palmaditas a la
mano arrugada de Delora.
Bueno, ya tenía una respuesta.
Aunque… Kiva no comprendía por qué había asociado a Torvin con el
mal. El monarca había dedicado su vida a sanar a la gente. Lo querían tanto
que Sarana se había puesto tan celosa que había intentado matarlo (a su
propio marido), con lo que lo obligó a renunciar al trono y a huir para estar
a salvo. Si alguien era malvado, esa era Sarana, no Torvin.
—Yo salí bien porque dejé todo eso atrás —dijo Delora a sus amigas—.
Ella se relaciona con esa diabla, la que solo quiere una cosa.
El verbo en presente le provocó un tirón en el corazón, un recordatorio de
que aún debía contarle a su abuela que Tilda había muerto.
—Pero no es ella —respondió Yinn mientras metía los bollos sobrantes
en una bolsa de tela—. Solo quiere ayuda para controlar su magia, no para
hacer daño a la gente.
—Eso dice ella —refunfuñó Delora, dirigiéndole una mirada de enfado a
Kiva—. Pero no sería la primera Corentine en mentir. Hemos hecho un arte
de nuestras mentiras.
—Te lo juro —se defendió Kiva—. Solo he venido para eso. Y para nada
más.
Delora agitó una mano incrédula.
—Bah.
Kiva abrió la boca para discutir, pero, en ese momento, Bretwalda se
levantó, giró el bolso y todo su peso sólido se estampó en la cara de
Merrilee, abriéndole la mejilla y tirándola de la silla.
Al ver la sangre, Kiva se movió para inspeccionar el corte. Pero su magia,
que se había pasado el día burbujeando con impaciencia, al fin se había
hartado de que la reprimieran. Salió en un estallido, más fuerte y luminosa
que nunca, y en esa ocasión no intentó reprimirla. Esas mujeres ya conocían
su secreto, así que podría ayudar a la aturdida Merrilee, aunque la dejase
agotada para el regreso a casa.
Kiva se concentró en el poder que emanaba de sus dedos y urgió a su
magia a sellar la herida. La fue persuadiendo con cuidado, como cuando
aprendió a manejarla de niña.
La magia es tu amiga, le había dicho su padre cuando su madre se negó a
enseñarle. Trátala con amabilidad y te devolverá el favor.
Kiva no la había tratado con amabilidad, sino que la había reprimido
durante mucho tiempo. No era de extrañar que estuviera enfadada.
El silencio reinó en la casa cuando Kiva retrocedió. El corte había
desaparecido, como si nunca hubiera existido.
—¿Querías curarla? ¿Ha sido deliberado? —preguntó Delora después de
que Merrilee le susurrara un agradecimiento.
Kiva negó con la cabeza.
Su abuela suspiró y se restregó la cara arrugada antes de ponerse seria y
volverse hacia sus amigas.
—Cuidado por el camino. A Don Mordisquitos le encanta merodear por
tierra después de una tormenta. Y ya sabéis que se asusta con facilidad.
Una imagen de la enorme criatura que se había sumergido en el agua
regresó a la mente de Kiva y se estremeció otra vez.
—Esa bestia ya se llevó una parte de mí —dijo Clovis, levantándose la
falda para revelar una cicatriz vieja—. No conseguirá otro bocado.
—Es amistoso si lo dejas en paz —dijo Delora sin compasión—. Idos
antes de que arranque a llover de nuevo.
Kiva no sabía qué la alarmaba más: que cuatro mujeres muy ancianas,
una con andador, estuvieran a punto de salir al pantano de noche mientras
había una criatura carnívora «merodeando» por ahí o el hecho de que ella
haría el mismo recorrido pronto. Sin embargo, las cuatro amigas no
parecían preocupadas y se despidieron sin más antes de desaparecer en la
noche.
Delora se giró hacia Kiva y soltó un suspiro largo y resignado. Luego se
acercó a la estantería más cercana y sacó un libro con el lomo negro titulado
1001 tartas y tartaletas. La cubierta se abrió para revelar un hueco en el
interior, donde había una daga. Aparte de la gema de color claro incrustada
en la empuñadura, el arma no destacaba, pero Delora observó a Kiva con
una concentración intensa mientras la sacaba de su escondite.
Kiva dedujo que aquella era la famosa daga de Torvin, la reliquia familiar
que Tilda había intentado recuperar sin éxito. Como Kiva no quería que le
cerraran la puerta en las narices, tuvo cuidado de actuar como si no supiera
lo que era.
—¿Estás pensando en apuñalarme? —preguntó—. Porque solo así
conseguirás que me marche sin tu ayuda.
La tensión abandonó los hombros de Delora, como si temiera que Kiva
fuera a saltar y arrebatarle el arma. Pero para ella la daga carecía de valor e
intentó no mirarla demasiado por si Delora pensaba de otra forma.
—Ven conmigo —ordenó la anciana, cojeando fuera de la habitación.
Con recelo, Kiva siguió a su abuela hacia la abarrotada cocina. Manchas
de harina poblaban el banco después de su último intento de hornear, pero
Delora ignoró el desastre y se acercó a unas repisas que contenían un
surtido de esquejes, incluidos especímenes nuevos en jarras de agua.
A Kiva le costó contenerse para no hacer preguntas mientras observaba a
Delora arrancar hojas, tallos y flores de su colección para luego ponerlos en
una tabla de cortar y alinearlos con la daga. Justo antes de hacer el primer
corte, entornó los ojos y le ordenó:
—Date la vuelta.
Kiva se mostró reacia. No quería darle la espalda a alguien que sujetaba
un arma letal.
—¿Perdona?
—Date la vuelta —repitió Delora, haciendo un círculo con la hoja—. Es
una receta secreta.
—Pero… —Kiva apretó los dientes para reprimir la protesta al ver la
mirada inflexible en el rostro de la mujer.
—Si quieres mi ayuda, date la vuelta. O tendrás que apañártelas sola. —
Con ese ultimátum, Kiva se apartó de su abuela, llamándola de todo entre
dientes—. Soy vieja, pero no estoy sorda.
Sorprendentemente, lo dijo con humor.
Kiva prestó atención cuando empezaron los sonidos de cortes firmes. Se
acordaba de lo que su hermano había dicho sobre que Delora era apotecaria.
Deduzco que su forma de escupir sobre nuestros antepasados es usándola
para cortar hierbas.
Torell había tenido razón. En vez de usar un cuchillo estándar de la
cocina, Delora había elegido la hoja de Torell como su daga de apotecaria,
el arma que simbolizaba su reinado… el de los tres, como herederos suyos
que eran.
Kiva sacudió la cabeza, maravillada por la arrogancia de la mujer.
—Hecho —declaró Delora unos minutos más tarde, y Kiva se giró para
encontrar la tabla de cortar vacía y un pequeño frasco tapado junto a la
daga.
Delora lo agarró y lo hizo rodar entre sus dedos.
—Dijiste que querías que tu magia desapareciera. ¿Para siempre?
Mi magia es una parte de mí. Como un brazo o una pierna.
Las palabras de Jaren volvieron a su mente mientras consideraba la
pregunta de su abuela. Por sus circunstancias actuales su magia era más una
carga que una bendición. Sin embargo, la idea de no poder acceder nunca
más a ella la llenó de frío. Aunque la hubiera reprimido durante una década,
siempre había estado allí, lista para brotar con una orden suya. Si
desaparecía para siempre…
—No —respondió—. Solo quiero poder controlarla. Detener estos
estallidos mágicos. Solo necesito tiempo.
Cuando ya no tuviera que esconder su magia, podría hacer muchas cosas
buenas. Ayudaría a tantísima gente, seguiría los pasos de Torvin.
Delora no parecía complacida con esa respuesta, pero le entregó el frasco.
—Esto frenará tu magia, la hará dormirse. Tómate un trago ahora y luego
otro más cada mañana con el desayuno.
Kiva abrió el frasco y lo olfateó, reconociendo trazas de flor de tilí,
trigoplata, garrón y musgúlubre. También había visto tumumbre y
heracleum en el banco antes de que su abuela le hiciera darse la vuelta. Sin
embargo, no reveló su conocimiento rudimentario sobre pociones.
—Aquí no hay ni para tres días.
—Eso es porque no se trata de una solución permanente. Y, aunque lo
fuera, no tengo suficientes ingredientes a mano para preparar más.
Kiva la miró presa del pánico.
—¿Entonces cómo voy a…?
—Vuelve el martes e intentaré preparar más. Te durará hasta esa noche.
No pasará nada.
Kiva no estaba tan segura, sobre todo por lo que la aguardaba al volver a
palacio. A lo mejor no la dejaban salir de nuevo.
Aunque… siempre le quedaba la salida secreta del túnel, si no había otra
opción. Pero le costaría encontrar un caballo.
—No sé si podré —dijo—. Me resulta difícil…
—A mí me da igual tanto si vuelves como si no —constató Delora,
limpiando la daga con un trapo.
Como disponía de tres días para pensar en algo, Kiva lo apartó de su
mente y se llevó el frasco a los labios. Hizo una mueca por el sabor amargo.
Una sensación incómoda empezó a cosquillearle debajo de la piel en
cuestión de segundos, pero justo cuando se estaba preocupando
desapareció, reemplazada por una repentina frialdad que la hizo jadear en
voz alta. Antes de que pudiera acostumbrarse a la sensación, esta se
convirtió en un ardor tan intenso que casi gritó. Un segundo después, el
hielo le inundó de nuevo las venas y entonces…
Nada.
Absolutamente nada.
Kiva sentía el cambio, como si una parte de su ser hubiera desaparecido.
Le temblaba la mano cuando la extendió y llamó a su magia a la superficie,
aguardando a que aparecieran el cosquilleo y el resplandor dorado. Pero no
había nada que invocar.
Mi magia es una parte de mí. Como un brazo o una pierna.
Las palabras de Jaren se reprodujeron de nuevo en su mente, y Kiva se
dio cuenta de que tenía mucha razón. La sensación de que faltaba algo, de
que algo tan vital había desaparecido… Le dieron ganas de romper el frasco
de Delora contra el suelo.
Pero no lo hizo.
No era para siempre, se recordó, casi con desesperación. Lo aguantaría
por ahora, un pequeño sacrificio en aras de un objetivo mayor.
Respiró hondo mientras se adaptaba a la extraña sensación de vacío en su
interior y miró a su abuela.
—¿Esto es lo que tomas tú? —preguntó—. Para detener tu magia, quiero
decir.
—Te he dicho que no es una solución permanente. Tienes que aprender a
controlarla, no a reprimirla. Es la única forma de dominar los estallidos.
—¿Cómo lo hiciste tú?
—No lo hice.
Kiva aguardó a que Delora se explicara, pero no añadió nada más.
—Así que… ¿aún practicas? —preguntó. Recordaba lo que habían dicho
sus hermanos, que Tilda no había sufrido porque nunca había dejado de usar
su poder.
—No.
Kiva arrugó el ceño.
—Si no te tomas esto —señaló el frasco— y no usas tu magia, entonces
¿cómo evitas que…?
—Se acabó el interrogatorio. —Delora la interrumpió con tanta firmeza
que Kiva supo que no debía presionar. La anciana regresó cojeando al salón
para devolver la daga a su sitio y repitió—: Vuelve en tres días. —Al ver
que el miedo se instalaba en el semblante de la chica, suspiró y añadió—:
Pensaré en otras formas de ayudarte. Pero no te prometo nada.
Si Kiva no creyera que acabaría con un bastonazo en las costillas, habría
abrazado a la cascarrabias de su abuela.
—Gracias por todo —dijo en voz baja mientras se guardaba el frasco y
buscaba la capa de viaje. No le gustaba cómo la hacía sentir la poción, pero
no cabía duda de que sus niveles de ansiedad habían mejorado mucho.
Delora hizo un gesto con la mano.
—Venga, vete. Y mantén los ojos abiertos en el camino de vuelta.
Lo último que Kiva necesitaba era un recordatorio de que Don
Mordisquitos merodeaba por allí, así que asintió conforme y reprimió un
escalofrío. Con un adiós agradecido en voz baja, salió de la casa, con ganas
de alejarse del pantano.
En tres días tendría que volver.
Encontraría un modo.
Siempre lo hacía.
CAPÍTULO DIECINUEVE
L as nubes descargaron su lluvia una vez más cuando Kiva se hallaba a mitad
camino de Vallenia. Cuando atravesó los portones de palacio, estaba muy
empapada.
Con unas palmaditas cariñosas a su caballo manchado de barro, lo dejó en
manos de los caballerizos reales antes de subir chapoteando por el sendero oscuro
de gravilla hacia el palacio.
Sabía muy bien lo tarde que era y se preparó para lo que iba a ocurrir mientras
ascendía las escaleras y chorreaba agua por la moqueta roja. Estaba segura de que
encontraría a Caldon esperándola en la habitación, listo para liberar su furia.
Lo que no había previsto era que Jaren hubiera regresado a tiempo para
presenciarlo.
Kiva contuvo un gruñido cuando los ojos del príncipe se centraron en ella al
entrar. Su rostro permanecía inusualmente inexpresivo.
Caldon, sin embargo, la taladraba con una rabia desbocada. Tenía los brazos
cruzados, le ardían los ojos color cobalto.
Los dos príncipes estaban de pie, igual que Naari, que miró a Kiva con un ceño
fruncido de evidente decepción. Solo Mirryn se reclinaba en el sofá. Parecía
divertida.
Kiva no prestó atención a la princesa ni se preocupó por nadie más en ese
momento, porque sus ojos aterrizaron en la última persona de la sala. Tipp se
acurrucaba en el sillón donde había dejado a Caldon. Se rodeaba las rodillas con
los brazos, pálido, y miraba a todas partes menos a ella.
Alarmada por su postura, Kiva se apresuró a acudir a su lado y se agachó. La
ropa salpicó agua por doquier con el movimiento.
—¿Tipp?
Él no respondió, y su preocupación solo aumentó, hasta que al fin el muchacho
la miró, con labios temblorosos.
—Lo s-s-siento. Te m-marchaste durante tanto tiempo y t-todo el mundo estaba
preocupado. S-se lo he contado.
Kiva cerró los ojos con resignación. Todas las excusas que había pensado en el
trayecto de vuelta eran inútiles. Aun así, le acarició la mejilla con su mano fría.
—No pasa nada. No te culpo.
Se levantó para enfrentarse a los demás. Nadie habló, como si aguardaran a que
ella hiciera el primer movimiento. Pero cuando se quedó mirándolos, Caldon
estalló al fin y la apuntó con un dedo.
—¿Dónde demonios has estado?
—Yo…
—¡Te secuestraron hace apenas una semana! —la interrumpió a voz de grito—.
No debes irte por ahí sola y claramente no debes marcharte de la ciudad por
cualquier motivo, y menos para ver a tus hermanos, esos que han pasado de ti
durante una década. Dioses, Kiva. Pensé que eras más lista.
—Pero…
Él la cortó con otro gesto del dedo.
—Y bajo ninguna circunstancia debes drogarme, por todos los dioses. —
Gritando, concluyó—: ¿En qué demonios estabas pensando?
Kiva se rodeó el torso con los brazos, sin poder defenderse ante su (justificada)
rabia.
—Cal —dijo Jaren sin alzar la voz y bajando el dedo de su primo—. Déjala
hablar.
—Esto va a ser bueno —intervino Mirryn con alegría desde el sofá. Sostenía
una copa de vino en la mano.
Kiva no miró a la princesa. Su concentración se dividía entre Jaren y Caldon,
que vibraba de rabia. El otro permanecía extrañamente tranquilo.
Tragó saliva y se envolvió más con la capa.
—¿Qué os ha contado Tipp?
—No —espetó Caldon—. No vas a repetir lo que ya sabemos. Llevamos horas
preocupados. Estábamos a punto de llamar a los guardias para comenzar una
partida de búsqueda. Otra más. Así que empieza a hablar. Ahora mismo.
Jaren permaneció en silencio todo el rato, aún con el rostro alarmantemente
inexpresivo. Kiva podía manejar la rabia de Caldon. Pero ¿la distancia de Jaren?
Eso era demasiado.
—Lo siento —susurró para los dos—. No quería asustaros. Es que… —Reunió
todo lo que sentía y repitió la actuación que había hecho para Tipp antes—. Solo
quería ver a mi familia. Para saber si… si… —Se obligó a tragar saliva de forma
ostentosa y permitió que las lágrimas le inundasen los ojos—. Para saber si
querían mantener alguna relación conmigo. Después de Zalindov.
El enfado de Caldon no desapareció, pero los ojos de Jaren brillaron de
compasión y su semblante se derritió. Agarró la manta que Tipp había apartado y
dio un paso adelante para envolver a Kiva con ella. Solo entonces recordó lo
empapada que estaba.
—Has estado fuera mucho rato —dijo en voz baja.
—Acabé en medio de la tormenta —respondió Kiva. Una verdad a medias—.
Decidí que era mejor esperar. —Señaló la ropa empapada y ofreció una sonrisita
humilde—. No me di cuenta de que la lluvia no había terminado.
—La tormenta no ha llegado hasta bien entrada la tarde —señaló Caldon,
pasando por alto su intento de comentario frívolo—. Había tiempo de sobra para
volver.
—Teníamos que ponernos al día de los últimos diez años —mintió Kiva—. No
me di cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo.
—Aún no nos has dicho dónde has ido. Lo único que Tipp ha podido contarnos
es que era «fuera de la ciudad». No sabíamos dónde ir a buscarte.
—No os pedí que me buscarais —se le escapó antes de poder contenerse.
—¿Qué parte de todo esto no estás entendiendo? —gruñó Caldon, con ira
renovada—. Nos preocupamos por ti, Kiva. Si obviamos el hecho de que has
impedido de forma deliberada que te acompañase, algo que habría hecho sin
dudar, como bien sabes… Cuando no volviste, pensamos que te había pasado
algo. ¿Sabes lo que se siente cuando alguien que te importa desaparece o está en
peligro y no sabes cómo encontrarlo?
En esa ocasión, las lágrimas en los ojos de Kiva no eran falsas.
Caldon había perdido a sus dos padres en una tormenta. No había tenido forma
de encontrarlos o de saber si seguían vivos.
Existían demasiados paralelismos con lo que Kiva le había hecho pasar esa
tarde. Sin querer, lo había obligado a revivir los peores momentos de su vida.
—Lo siento —susurró de nuevo, y se le quebró la voz.
Su emoción no afectó a Caldon.
—Decir que lo sientes no cambia lo que has hecho. Ahora mismo no puedo ni
mirarte. —Fiel a su palabra, centró su mirada fiera en Jaren y ordenó—: Ven a
buscarme luego.
No esperó a que su primo accediera y salió hecho una furia de la habitación.
Kiva se quedó mirando el vacío que había dejado, atónita.
—Ya recapacitará. Dale tiempo.
Kiva se giró despacio para encararse a Jaren de nuevo. El aliento la abandonó
cuando descubrió que su semblante ya no era cerrado, sino que reflejaba todo lo
que había sentido mientras ella estaba fuera. Miedo, temor, desesperación. Y
alivio… muchísimo alivio de que estuviera a salvo.
Le temblaron las rodillas al saber cuánto poder tenía sobre él.
… y al saber cuánto poder tenía Jaren sobre ella con tan solo una mirada.
Sin poder sostener sus ojos más, Kiva no se resistió (no quiso resistirse) cuando
él la envolvió en un abrazo.
—No te diré que no lo hagas de nuevo —le susurró—. No quiero que estés
atrapada aquí. Pero, por favor, significaría mucho para mí si le contaras a alguien
a dónde vas la próxima vez.
Kiva asintió contra su pecho, sin poder mentirle a la cara. Su generosa
comprensión envió un pinchazo de dolor por todo su cuerpo.
Porque ese era el Jaren que odiaba.
Porque ese era el Jaren que… que…
Kiva no terminó el pensamiento, negándose a admitir cuánto le importaba el
príncipe.
Y no solo Jaren. Si su entumecimiento persistente indicaba algo, Caldon
también se había abierto paso en su corazón, aunque de un modo más platónico.
Por mucho que lo intentase, no podía dejar de ver la mirada de despedida que le
había echado y su partida rápida y enfadada.
Con un carraspeo, Kiva se alejó de Jaren. Ansiaba escapar a su dormitorio y dar
el día por finalizado.
—¿Y ya está? —preguntó Mirryn con incredulidad desde el sofá—. ¿Nadie
siente curiosidad por saber qué tal fue la reunión?
—Mirry —dijo Jaren en voz baja y con firmeza—. Si Kiva no quiere
contárnoslo, no tiene por qué hacerlo.
—A mí me gustaría saberlo.
Las palabras procedían de Naari, que había guardado silencio hasta entonces.
Una mirada reveló que seguía enfadada, ya que le había dicho explícitamente que
fuera astuta, que no corriera peligro… y ella no había hecho nada de eso.
—¿K-Kiva? —vaciló Tipp—. ¿Nos lo cuentas, por favor? ¿Qué ha pasado con
tu f-familia?
La expresión honesta de Jaren le decía que debía decidirlo ella, pero después de
lo que les había hecho sufrir, Kiva se sintió obligada a responder.
—Ha ido… bien. Comí unos bollos y bebí té y hablamos durante horas.
Ahora estaba mezclando las dos historias. Si no iba con cuidado, descubrirían
alguna de sus mentiras enredadas.
—Con tu hermano y tu hermana, ¿verdad? —preguntó Jaren—. Eso es lo que
nos ha dicho Tipp.
—Sí. Zuleeka y Torell.
Kiva se sentía segura compartiendo sus nombres porque el consejo real no
había podido identificar a la Víbora y al Chacal, y Tor le había confirmado que
mantenían sus identidades en secreto para poder moverse con libertad por el
reino.
—Y, dinos, ¿dónde te has reunido con tus hermanos? —preguntó Mirryn,
mirando a Kiva por encima de su vino.
Como Torell y Zuleeka estaban bien escondidos en el bosque, ofreció otra
verdad a medias:
—En Oakhollow.
Naari soltó una exclamación de sorpresa.
—¿Has ido hasta Oakhollow tú sola? ¿Sabes cuánta gente se pierde en esos
bosques?
—No he entrado en el bosque —dijo Kiva, sin dejar de mentir.
Casi deseaba haber admitido desde el principio que había ido a ver a su abuela
en Blackwater Bog, pero entonces recordó que cuatro ancianas del pueblo
conocían su secreto. Si alguien iba al pantano a hacer preguntas… No, era más
seguro que siguiera hablando sobre sus hermanos, que resultaban más difíciles de
localizar.
O eso era lo que pensaba Kiva hasta que Mirryn habló.
—Creo que deberías invitarlos a comer. Mañana mismo.
Kiva abrió mucho los ojos sin querer.
—¿Perdona?
—Es lo justo. Tú has conocido a nuestra familia… Nosotros deberíamos
conocer a la tuya.
—Yo… eh… —Kiva intentó pensar en una excusa, pero tenía la mente en
blanco.
—Decidido —dijo Mirryn, levantándose con elegancia—. Envíales una carta.
Haré que el personal de cocinas prepare algo delicioso. Será todo un
acontecimiento.
—No, por favor, no…
Mirryn agitó la copa vacía.
—Es broma. Será algo informal. No hace falta que entres en pánico, Kiva. Será
divertido.
Divertido era la última palabra que Kiva habría pensado para describir aquello,
pero Mirryn salió por la puerta antes de que pudiera protestar.
—A lo mejor no pueden venir con tan poco preaviso —les dijo con debilidad a
Jaren y Naari. Tipp solo parecía emocionado por la idea de conocer a sus
hermanos. Había recuperado su vitalidad ahora que sabía que Kiva no estaba
metida en ningún problema grave.
—Tú pregunta —dijo Naari, señalando la mesita que había en un rincón de la
habitación—. Escribe la nota y haré que la mensajería real la envíe esta noche.
Presionada, Kiva se acercó a la mesa. Su mente le gritaba que era mala idea.
Pero, sin ningún motivo para objetar, se sentó a regañadientes y sacó un trozo
nuevo de pergamino. Fue consciente de un modo frustrante de que Naari se
acercaba cuando empezó a escribir.

Querido hermano, querida hermana:


Ha sido maravilloso veros hoy. Gracias por darme la
bienvenida a vuestro hogar en Oakhollow y por
ofrecerme consuelo cuando me ha costado controlar
todo lo que sentía. Estoy segura de que los próximos
días serán mejores.
Para agradeceros vuestra amabilidad, quisiera
invitaros a comer en el Palacio Fluvial mañana.
Responded cuanto antes, por favor, aunque entiendo
que quizá no podáis asistir.
Con cariño,
Kiva
—¿Has terminado? —preguntó Naari. Había leído sin vergüenza alguna por
encima de su hombro.
Kiva asintió, con la esperanza de que las palabras casi incoherentes fueran lo
bastante inocuas para evitar sospechas… pero también para que sus hermanos se
fijaran en los detalles ocultos que había ofrecido, incluido el hecho de que había
encontrado una forma de reprimir su magia y que debían rechazar su invitación.
Jaren se acercó y Kiva se preparó para que examinara el mensaje, pero él solo
le echó un vistazo pasajero.
—¿No vas a usar tu código?
Kiva se quedó a cuadros.
—¿Cómo?
—La nota que enviaste a tu familia cuando partimos de Zalindov estaba escrita
en código. Supuse que era cosa de hermanos.
—Tienes razón —dijo Kiva con voz áspera—. Esto, eh, añadiré algo al final,
para que no les quepa duda de que lo he escrito yo.
Volvió a mojar la pluma y, sin casi poder evitar que le temblara la mano,
terminó el mensaje.

Quedé atrapada en Bog. Dije a la familia real que estaba con vosotros.
Quieren conoceros. No vengáis.
Kiva casi subrayó las últimas dos palabras, pero temió que fuera demasiado.
—¿Qué dice? —preguntó Naari, mirando los garabatos con los ojos
entornados.
—Que tengo ganas de volver a verlos —mintió Kiva mientras doblaba la nota y
escribía Torell y Zuleeka Meridan en la parte delantera. Luego incluyó la
dirección: El Jabalí Bebedor, Oakhollow.
Naari se la quitó de las manos con cierto recelo en sus ojos ambarinos, pero
como esa era la expresión natural de la guardia, Kiva intentó no ponerse de los
nervios.
—Me m-muero por conocer a tu familia —dijo Tipp—. Mirry tiene r-r-razón…
¡Qué divertida será la c-comida!
Kiva esbozó una sonrisa forzada. Esperaba que no reflejara su malestar.
Seguro que Tor y Zuleeka eran lo bastante sensatos como para no venir.
Y aun así… mientras los demás salían de su salón, Kiva no pudo evitar temer
que solo la curiosidad pudiera atraer a sus hermanos al palacio. Notó el estómago
revuelto solo con pensar en lo que podría ocurrir al día siguiente.
CAPÍTULO VEINTE
E sa noche, cuando Kiva se acomodó en la cama, varias preocupaciones
peleaban por su atención. En especial, no podía sacarse de la cabeza el
semblante furioso de Caldon. Nunca lo había visto así de enojado, ni
siquiera cuando lo había apuñalado.
Se dio cuenta de que tenía que ir a verlo. Apartó las sábanas. Al menos
tenía que intentar mejorar las cosas entre los dos. Solo así podría calmar sus
nervios.
El problema era que Caldon no dormía en el palacio, sino en los
barracones.
Como no podía ponerse una bata y recorrer el pasillo hasta su dormitorio,
Kiva tuvo que buscar una capa seca y ponérsela sobre el pijama. Luego
metió los largos pantalones de seda por dentro de las botas. El pijama
oscuro apenas se distinguía debajo de la capa, pero tuvo cuidado de agarrar
bien la parte delantera al salir de su habitación y bajar al piso inferior para
salir a la noche.
Tras la tormenta, el aire era cortante y Kiva avanzó con rapidez por el
sendero hacia los bien iluminados barracones. Era tan tarde que Caldon
debería estar en algún lugar de los dormitorios; si no recordaba mal, estaban
situados entre el comedor y la enfermería privada.
Al llegar a la entrada, alcanzó la puerta justo cuando dos guardias salían,
un hombre y una mujer que lucían una armadura pulida y que se
encaminaban sin duda a su turno de noche. Los dos la miraron con
curiosidad, pero no la detuvieron cuando pasó a su lado. Por ese motivo se
giró para preguntarles:
—Perdonad, ¿podríais decirme dónde puedo encontrar a Cal… al príncipe
Caldon?
La mujer arqueó una ceja y Kiva maldijo para sus adentros al percatarse
de cómo su presencia allí (en plena noche) se podría interpretar. Tensó los
dedos alrededor de la capa y mantuvo la cabeza alta. Ojalá no se le
sonrojaran las mejillas.
El hombre (alguien a quien Kiva reconoció del campo de entrenamiento)
ni siquiera parpadeó. Ojalá impidiera que su compañera difundiera rumores
desagradables.
—El príncipe tiene una habitación privada —respondió el hombre y
procedió a darle unas rápidas indicaciones.
Kiva se lo agradeció y entró en el edificio. Aunque sentía curiosidad, no
se detuvo a examinar la enfermería ni a mirar las distintas puertas que dejó
atrás. Dedujo que muchas conducían a habitaciones privadas y salas de
reunión, y otras a dormitorios compartidos donde dormían los soldados de
menor rango.
Al acercarse a la habitación de Caldon, sintió los nervios revoloteando en
su estómago. Se detuvo delante de la puerta para observar la madera y
reunir valor antes de llamar con discreción. Cuando no hubo respuesta,
frunció el ceño y llamó otra vez con más fuerza.
Durante un vergonzoso segundo, Kiva se preguntó si Caldon tendría
compañía… el tipo de compañía que no querría molestar. Con una mueca,
empezó a retroceder, pero entonces la puerta se abrió para revelar al
príncipe en pantalones de pijama y una camisa arrugada sin abrochar. Tenía
el pelo alborotado y entornaba los ojos por la intensa luz del pasillo. Todo
indicaba que lo acababa de despertar de malos modos.
Kiva se mordió el labio, con miedo a que tuviera un motivo más para
enfadarse con ella, aunque no lo necesitase. De hecho, ya parecía estar
pensando en cerrarle la puerta en las narices.
—Por favor —dijo con voz ronca—. Quiero hablar, de verdad.
Caldon apretó los labios en una fina línea, pero se apartó a un lado para
permitirle entrar.
Kiva pasó a su lado y observó sus aposentos con un interés manifiesto.
Aparte de la cama, el escritorio, una estantería y el armario, la habitación
estaba vacía; el espacio era práctico y funcional. No había nada de arte en
las paredes ni desorden en el suelo. Todo estaba en su lugar… y carecía de
personalidad. La estancia era tan opuesta a todo lo que era Caldon que Kiva
sintió una punzada de alarma.
—¿Por qué no vives en palacio? —soltó, en vez de repetir su disculpa.
Caldon cerró la puerta y se apoyó en ella, cruzando los brazos sobre su
pecho semidesnudo.
—¿Por qué has venido, Kiva?
No había respondido a su pregunta. Peor: la había llamado por su nombre
real. Nada de cielito ni bombón. Odiaba ambos motes (o eso se decía) y,
aun así, habría dado lo que fuera por oírlos en ese momento.
—¿Puedo sentarme?
Kiva señaló la silla detrás del escritorio.
Caldon no se apartó de la puerta.
—No.
Kiva supo que la situación sería difícil, pero él ni siquiera intentaba
ponérselo más fácil.
—Sé que estás enfadado conmigo —dijo con tono tranquilizador—.
Tienes todo el derecho a estarlo.
—Qué generosa —replicó él con monotonía, sin alterar su expresión.
Con una mueca, Kiva se recordó el motivo de su enfado… y no solo
porque lo había drogado.
¿Sabes lo que se siente cuando alguien que te importa desaparece o está
en peligro y no sabes cómo encontrarlo?
Sin poder sostener su mirada furiosa, Kiva apartó la cara y sus ojos
aterrizaron en el escritorio. Captó algo que había pasado por alto en su
primer examen: una pizca de color en aquel espacio utilitario.
Era un pequeño retrato enmarcado: un chico y una chica, los dos
sonrientes y abrazándose. Detrás posaban un hombre y una mujer que los
miraban con adoración y una sonrisa.
El corazón de Kiva dio un vuelco doloroso cuando se acercó más; sus
dedos ansiaban agarrar el marco, pero se obligó a resistirse. Aun así, sabía
lo que estaba mirando: eran Caldon y su familia antes de que la tragedia los
destrozara.
—La he pifiado —susurró. Caldon se enderezó de la sorpresa—. Hoy la
he liado. Tendría que haberte dicho que quería pasar tiempo sola. Odio… —
Se le quebró la voz—. Odio haberte hecho pasar por esto. —Estiró la mano
hacia el retrato y acarició el borde con suavidad—. Sé lo que es que te
arrebaten a tu familia. Sentir ese vacío, ese dolor, y temer que nunca te vaya
a abandonar. —Caldon tragó saliva—. Sé lo que se siente cuando solo te
dejan con la oscuridad —prosiguió Kiva, antes de ofrecer una confesión
peligrosa en voz baja—. Sé lo que es convertirse en esa oscuridad, cuánto te
consume. Es más fácil esconderse en la noche que luchar por la luz. —
Dioses, bien que lo sabía ella—. También sé lo tentador que resulta no
sentir ninguna de esas cosas. Apartarse de todo el mundo para no tener que
vivir ese tipo de agonía otra vez. Lo sé, Cal. Lo sé. —El príncipe se
descruzó de brazos. Le brillaban los ojos por las lágrimas—. Hace diez años
me arrebataron a mi familia —continuó Kiva en un susurro—. Lo que he
hecho hoy ha estado mal, pero, dime: si te dieran la misma oportunidad, ¿no
harías lo mismo para reunirte con tus padres?
Era un golpe bajo, estaba usando su propio corazón roto contra él, pero
nada de lo que había dicho era mentira… No en esa ocasión.
—Lo siento de verdad —concluyó—. Más de lo que te imaginas.
Caldon apretaba con fuerza la mandíbula, pero al mirar a Kiva y ver el
remordimiento auténtico en su rostro, la relajó y suspiró.
—Ven aquí —ordenó.
Kiva dudó, con miedo a que la echara de la habitación.
Pero entonces Caldon avanzó hacia ella, con pasos largos y rápidos, hasta
que de repente envolvió su cuerpo sobresaltado con sus brazos.
—Nunca vuelvas a darme un susto así, ¿me oyes? —le susurró al oído. La
apartó para mirarla a los ojos y, con más firmeza, añadió—: Y si me vuelves
a drogar otra vez, te encerraré en el calabozo durante una semana. O puede
que más. ¿Está claro? —Kiva asintió, sorprendida por su abrazo, por su
perdón—. Tienes razón… hoy la has pifiado. Pero también tienes razón en
que, si existe un motivo para actuar de un modo tan absurdo como tú, al
menos que sea por la familia. —Se apartó un paso para dejar espacio entre
los dos, pero sin alejarse demasiado—. Jaren vino antes y me ha contado
todo lo que me he perdido. Espero que tus hermanos vengan mañana,
aunque solo sea para ver si todo el alboroto de hoy ha valido la pena.
A Kiva se le encogieron las entrañas con tan solo recordarlo.
—¿Y bien?
Parpadeó al oír las dos palabras que había espetado Caldon.
—Y bien ¿qué?
—¿Valen la pena? —preguntó con gesto serio—. Has arriesgado muchas
cosas para reunirte con ellos. Pero, a pesar de todo, luego volviste con
nosotros. Te quedas aquí, no con ellos… Eso significa algo.
Como Zuleeka había dicho hacía una semana, Kiva no podía espiar a la
familia real desde el campamento rebelde. Y aun así… Meditó las palabras
de Caldon, preguntándose dónde elegiría vivir si pudiera decidir.
Supo la respuesta de inmediato y el pánico la golpeó con fuerza al
percatarse de lo cómoda que estaba en el palacio. Y no por los lujos, sino
por las personas con quienes lo compartía.
Por todo el mundoterno.
Como debía recuperar cierto control, Kiva se obligó a esbozar una sonrisa
irónica.
—¿Me estás echando? —preguntó.
Caldon puso los ojos en blanco.
—Cuidarte es un trabajo a tiempo completo, así que no. —Ladeó la
cabeza—. No a menos que me des un motivo.
—No causo tantos problemas —arguyó Kiva, aunque solo para evitar
admitir que había muchos motivos por los que debería mantenerla alejada
de su familia.
—No estoy de acuerdo. Secuestrada por rebeldes, atacada por
mirravenos, desaparecida en lugares desconocidos en un intento fallido de
visitar…
—Un momento —le cortó Kiva—. ¿A qué te refieres con lo de atacada
por mirravenos?
Caldon apoyó la cadera en el escritorio.
—Creo que tu secuestro fue algo más. Jaren, Naari, Veris… Ellos no
estaban allí. Pero cuando limpié el edificio de rebeldes y fui a buscarte, el
siguiente grupo que nos tendió una emboscada… Creo que no estaban
relacionados con el primero. Creo que querían otra cosa. Por eso me he
preocupado tanto por ti hoy… pensaba que los mirravenos te habían
capturado.
Kiva empalideció al recordar que Caldon ya había comunicado sus
sospechas después del incidente y nadie le había hecho caso. Pero si lo que
decía era cierto…
—¿Por qué iban a querer atraparme los mirravenos?
Caldon le dirigió una mirada aguda y preguntó a su vez:
—¿Por qué iban a querer atraparte los rebeldes? —Kiva no podía
contestar a aquello, ya que tampoco podía admitir que el secuestro había
sido falso—. Entenderás —prosiguió Caldon cuando ella no respondió—
por qué lo de vigilarte es más fácil cuando sé dónde estás. O, al menos,
dónde deberías estar. —Su mirada mordaz se clavó en la suya—. Hazañas
como la de hoy no ayudan.
Kiva bajó la mirada al suelo con culpabilidad. No sabía si se creía la
teoría de Caldon sobre Mirraven… Los rebeldes habían reclutado a gente
en el norte y Zuleeka podría haber dejado con facilidad más gente de la que
había insinuado. Eso era mucho más probable que el hecho de que Kiva
fuera el blanco de un segundo grupo desconocido de atacantes en una
misma noche. La coincidencia era demasiado grande. Sin embargo, decidió
sacárselo de la cabeza. Ya tenía suficiente de lo que preocuparse como para
añadir hipótesis a la lista.
Con un bostezo sonoro, Caldon se apartó del escritorio y se aproximó a la
puerta.
—Aunque he disfrutado mucho de nuestra charla nocturna, necesito mi
sueño reparador. Vamos a devolverte a la cama. Mañana tienes un gran día.
—Tranquilo, puedo volver sola —dijo Kiva. Con el recordatorio, las
mariposas emprendieron el vuelo otra vez en su estómago.
—Mueve el culo, cielito —ordenó Caldon, abriendo la puerta y señalando
el pasillo con el mentón. No pensaba aceptar un no como respuesta.
Kiva solo se sintió aliviada de que la llamase de nuevo cielito. Las
mariposas desaparecieron con la calidez del gesto.
Al pasar a su lado y salir a los pasillos dormidos de los barracones, no
pudo evitar volver a preguntar:
—¿Por qué no vives en el palacio?
Y en esa ocasión Caldon sí que respondió.
—Tengo aposentos allí. ¿Has visto mi armario? ¿Dónde crees que guardo
la mayor parte de mi ropa? —Alzó una ceja en un gesto cómico y Kiva
reprimió una sonrisa. Pero luego se puso seria cuando él siguió hablando—.
Prefiero estar aquí. Crecí entre barracones y me recuerda a eso. A una época
distinta, llena de cosas que… —Se le entrecortó la voz—. De cosas que no
quiero olvidar.
A Kiva se le tensó el pecho. Jaren se equivocaba al decir que Caldon
evitaba todo lo que recordase a sus padres. Era lo contrario: hacía todo lo
posible para recordarlos. Excepto, quizás, las cosas que dolían demasiado.
Como ver a su hermana. Y visitar los campamentos del ejército. Y aceptar
el liderazgo que le correspondía por nacimiento, por el que tanto había
trabajado y que tanto ansiaba.
No hacía falta ser un genio para discernir que Caldon se estaba
castigando. Que, tres años más tarde, el dolor de la pérdida seguía siendo
tan intenso que dictaminaba sus decisiones.
Kiva era quien más podía empatizar con él. También sabía que no quería
su compasión, así que esbozó una sonrisa irónica.
—Ya, puedo ver por qué te gusta estar aquí. Hay tanta privacidad. Y
tranquilidad. Y espacio. Es como si tuvieras tu propio remanso de soledad.
Había calculado el comentario para que coincidiera con su paso por una
puerta que daba a uno de los dormitorios más grandes de guardias, donde se
apelotonaban las literas y resonaban los ecos de los ronquidos y de otras
funciones corporales.
Los labios de Caldon temblaron.
—Si tanto te gusta, estoy seguro de que puedo encontrarte una habitación.
Kiva puso mala cara y el temblor de Caldon se convirtió en una sonrisa
completa.
—Hace frío fuera —dijo Kiva, sin morder el anzuelo… pero eso solo le
hizo más gracia—. Deberías abotonarte la camisa o te resfriarás.
Caldon se rio entre dientes pero no hizo amago de abrocharse nada.
—Abdominales como estos merecen ser vistos.
Kiva sacudió la cabeza sin poder reprimir un resoplido.
El ambiente ya se había aligerado entre ellos. Salieron de los barracones
por el sendero que conducía a palacio y, en la entrada principal, Kiva
insistió en que no necesitaba escolta hasta su dormitorio. Caldon le deseó
buenas noches en voz baja.
Justo cuando la chica se daba la vuelta, él la llamó.
—Has dicho que te conviertes en la oscuridad, que te consume —dijo con
ternura en sus ojos cobalto—, pero es mentira. Nunca he conocido a nadie
que brille tanto como tú.
Y con ese cumplido inesperado (y profundo), Caldon se alejó, dejándola
con lágrimas en los ojos y en un silencio atónito y sentido.
CAPÍTULO VEINTIUNO
K iva seguía conmocionada por las palabras de despedida de Caldon
mientras atravesaba el palacio hacia su dormitorio.
Todo lo que había ocurrido ese día empezaba a afectarle y se sentía lo
bastante cansada para dormir, pero sus planes de derrumbarse enseguida en
la cama desaparecieron cuando vio una silueta misteriosa vestida de negro
que avanzaba a toda prisa y doblaba una esquina.
Conocía esos hombros. Los habría reconocido en cualquier parte.
La silueta era Jaren. Pero… ¿por qué iba a hurtadillas en su propio
palacio?
¿De verdad creen que Eidran me habría dado ese dato, a sabiendas de lo
que haría con él?
Kiva soltó un gemido. Pues claro que Jaren elegiría esa noche entre todas
las demás para investigar el lugar de reunión secreto de los rebeldes… si era
eso lo que estaba haciendo. Fuera lo que fuera, Kiva sentía demasiada
curiosidad como para ignorarlo.
Ojalá se hubiera cambiado el pijama antes de visitar a Caldon. Se ciñó
más la capa y se apresuró a ir tras el príncipe, con cuidado de mantener una
distancia generosa entre ellos.
Descendieron y descendieron, una planta tras otra, hasta que llegaron a
nivel del suelo… y siguieron bajando.
Hacia los túneles.
Mientras lo seguía por debajo del río hacia el palacio occidental, Kiva se
percató de que Jaren no corría riesgos. Los dos se mantenían ocultos en las
sombras. Él no quería que nadie lo viera abandonar el palacio… porque se
dirigía hacia el pasaje secreto.
El pulso de Kiva se aceleró cuando el príncipe desapareció por la puerta
que se desviaba del túnel principal. No podía ir directamente tras él; si no le
daba ventaja para avanzar por el túnel, la descubriría.
Qué angustia. Se sentía expuesta, cambiaba el peso de un pie a otro sin
parar. Pero era de noche y la red subterránea estaba desierta. Nadie sabía
que estaba allí. Nadie sabía que Jaren estaba allí.
Naari lo mataría en cuanto se enterase.
Eso si se enteraba, se corrigió mentalmente Kiva.
Cuando consideró que había pasado tiempo suficiente, abrió la puerta
(con discreción) y entró. Bajó los múltiples escalones del pasaje poco
iluminado y solo se detuvo al alcanzar la bifurcación en el camino.
Prestando mucha atención, intentó determinar cómo de lejos había
llegado Jaren. Si había reducido el ritmo, podría chocarse con él en el
oscuro túnel, pero podría perderlo si había acelerado. Tenía que ver hacia
dónde se dirigía una vez atravesase la reja; si desaparecía en la ciudad,
nunca lo encontraría.
Kiva decidió no esperar demasiado y se encaminó por el túnel de la
derecha. La oscuridad le robó la visión. A lo lejos, oyó el revelador ruido de
metal moviéndose. El corazón le latió a mil por hora al saber que Jaren casi
había llegado a la superficie… y ella estaba demasiado lejos.
Lanzó por la borda toda precaución y echó a correr hacia delante hasta
que la alcanzó un rayito de luz de luna que coloreó el túnel de azul
medianoche. Kiva se detuvo de repente y procedió con más cuidado. La
escalera se hallaba a tan solo unos pasos por delante.
La subió todo lo rápido que se atrevió y llegó a la superficie para
encontrarse la reja de hierro de nuevo en su sitio. Empujó el metal hacia
arriba y lo apartó a un lado, con una mueca por el terrible ruido que hizo.
Pero no tenía que preocuparse por si Jaren (o cualquiera) lo oía, porque
cuando asomó la cabeza solo escuchó el chapoteo del río. La reja estaba
mucho más cerca de la orilla de lo que había pensado.
Echó otro vistazo a su alrededor, fijándose en los muros fortificados del
palacio detrás de ella y en el Serin a la derecha. Solo había una franja de
prado entre las calles más cercanas de la ciudad y Kiva. No había vallas
doradas, con lo que se hallaba en la parte trasera del palacio, pero a la
vuelta de la esquina de la puerta vigilada que Caldon y ella usaron la noche
de su secuestro. No había nadie a la vista, solo Jaren, que se mezclaba en las
sombras mientras atravesaba a toda prisa los árboles del prado.
Kiva salió del túnel y echó a correr tras él. Lo siguió en cuanto Jaren
aceleró por una calle que rozaba el río, pasando lujosos pisos que daban al
río y locales de gremios, cámaras de comercios y almacenes mercantiles.
Los edificios estaban bien iluminados desde el interior, pero el camino era
lo bastante oscuro para ocultarlos de posibles ojos curiosos.
Siguieron avanzando y pronto llegaron a uno de los barrios más
deteriorados que daba a los muelles, la zona más parecida a un barrio pobre
que existía en Vallenia. Sin embargo, se hallaban en el límite, aún cerca de
las calles interiores más ricas en las que Kiva no sentía que podrían
atracarla y darla por muerta.
Mientras iba tras Jaren, empezó a preguntarse si había cometido un error
en abandonar el palacio. Aunque él siguiera la pista de Eidran, Zuleeka
había prometido avisar a los rebeldes de la ciudad. Jaren no encontraría
nada (ni a nadie) que no debiera encontrar. Y por eso no tenía sentido
seguirlo.
Aun así, Kiva no pudo resistirse.
Sobre todo cuando lo vio entrar en un callejón y detenerse delante de un
edificio a oscuras, mirar rápidamente por encima del hombro y agacharse
para atravesar una puerta.
Las cejas de Kiva alcanzaron el nacimiento de su cabello cuando se
aproximó a la puerta escarlata, por donde emanaban los sonidos de música
fuerte y risas estridentes que resonaban en el tranquilo callejón. Pero
además de música y carcajadas, también percibió los sonidos bajos que solo
podrían proceder de una casa roja, uno de los famosos burdeles de Vallenia.
Se le encendieron las mejillas y se preguntó si se habría equivocado al
malinterpretar la intención de Jaren para salir de palacio. Pero… no. Caldon
a lo mejor sí que habría visitado una casa roja, pero Jaren no parecía el tipo
de persona que buscaba placer en desconocidos. Aquella sería la dirección
que le habría dado Eidran.
Preparada para lo que pudiera encontrarse, Kiva se alzó la capucha antes
de abrir la puerta y entrar. El fuerte aroma a incienso le quemó en la nariz
mientras sus ojos se adaptaban al interior de tonos carmesíes; las luces de
luminio estaban cubiertas con telas escarlata y proyectaban sombras rojas
sobre todas las superficies.
El salón estaba a rebosar de gente, algunos encapuchados y disfrazados,
otros en varios estados de desnudez. Había personas de pie, otras reclinadas
en muebles de color vino; algunas bailaban al son de la intensa música
sensual. Unas sábanas finas caían del techo para ofrecer cierta privacidad,
pero la tela era tan transparente que se veía el otro lado. Aquello parecía
sacado del sueño de un voyeur.
Kiva se adentró más en la sala, manteniendo el rostro oculto mientras
buscaba a Jaren. Había tantos clientes que le costó inspeccionar la multitud
dos veces antes de localizarlo. Estaba hablando con una mujer corpulenta
que señalaba hacia un rincón del salón carmesí. El príncipe agachó la
cabeza encapuchada a modo de agradecimiento y se marchó en esa
dirección.
Kiva intentó ver lo que había por allí, pero demasiados cuerpos se
retorcían por en medio y las sábanas ralas distorsionaban su visión. Se
acercó más, ignorando los brazos que intentaban tocarla, las invitaciones
entre susurros que ella declinaba en voz baja. Ojos vidriosos y sonrisas
demasiado relajadas aparecían allá donde mirase; pieles perladas de sudor a
pesar de la frialdad del ambiente, brillantes partículas doradas sobre labios,
narices, dedos.
Polvo de ángel.
Y otras drogas también, quizá hasta la casa roja tenía un cóctel disponible
para sus clientes.
Kiva sacudió la cabeza y vadeó la multitud. Al fin tuvo una panorámica
clara de Jaren acercándose a la esquina más alejada. Allí sentado había un
grupo reducido de gente. Nadie parecía interesado en lo que ocurría a su
alrededor.
No, pensó Kiva con un jadeo. Zuleeka tendría que haber dicho a los
rebeldes de la ciudad que encontrasen un nuevo lugar de reunión, que no se
juntaran, lo que fuera para evitar que los descubrieran.
Jaren no era tonto. Si se había infiltrado en Zalindov, seguro que podría
convencer a un pequeño grupo de rebeldes que era uno de ellos. Kiva tenía
que avisarles.
O quizás… avisarle a él.
Porque justo cuando otra pareja que bailaba se apartó de su camino y otra
sábana rala ondeó con el movimiento, Kiva vio algo que había pasado por
alto al principio: una persona llevaba una máscara plateada hecha de
serpientes enroscadas.
La Víbora estaba allí.
Zuleeka estaba allí.
Y, en menos de un segundo, se había puesto en pie y su espada rasgaba el
aire hacia el príncipe heredero de Evalon.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
T odo el aire abandonó los pulmones de Kiva mientras veía cómo la hoja
caía hacia Jaren.
—¡NO! —gritó, pero solo la oyeron las personas de su proximidad; la
música era demasiado alta, la multitud demasiado densa. Estaba tan lejos
que no podía hacer nada, solo mirar horrorizada lo que estaba a punto de
ocurrir.
Zuleeka fue rápida, su espada fluyó por el aire.
Solo que Jaren fue más rápido.
Kiva ni siquiera lo vio sacar el arma, pero en vez de recibir una cuchillada
de Zuleeka que le rasgara el torso, se oyó un chasquido de metal cuando sus
hojas se encontraron. El sonido fue tan intenso que atrajo más atención que
el grito de Kiva.
La clientela de ojos confusos se giró para mirar mientras el resto de
rebeldes se ponía en pie de un salto. Todos desenvainaron espadas y
corrieron hacia Jaren.
Lo superaban en número…
Pero ya no.
Porque, de repente, Naari estaba allí. Cuando apareció de entre las
sombras, su capucha salió volando para revelar su semblante feroz y sus dos
espadas arrasando por el aire.
La Víbora (Zuleeka) centró enseguida su atención en Naari, como si el
Escudo Dorado supusiera una amenaza mayor. Las dos se rodearon con
violencia mientras Jaren peleaba contra los otros rebeldes; no solo se
defendía a él, sino también a los civiles más cercanos que habían empezado
a darse cuenta del peligro y se alejaban a trompicones. Kiva oyó gritos
mientras la clientela entraba en pánico y tropezaban unos con otros con las
prisas de salir y ponerse a salvo. Y esos gritos solo se intensificaron cuando
la puerta principal se abrió de golpe y un contingente de guardias reales con
armadura plateada irrumpió en la casa roja, encabezados por el capitán
Veris.
Hasta los clientes más drogados se espabilaron al ver el panorama. Los
que iban ligeros de ropa buscaron sus prendas y quienes iban disfrazados se
bajaron más la capucha, Kiva entre ellos.
Tenía que marcharse enseguida.
Sin embargo, antes de que pudiera mezclarse entre el flujo de cuerpos, vio
que su hermana se fijaba en los guardias que se acercaban hacia ella.
Zuleeka dio una señal rápida a alguien que no estaba a la vista y, en menos
de un segundo, todas las luces se apagaron.
Los gritos de la clientela se volvieron desgarradores, codos y hombros se
estamparon contra Kiva mientras la gente corría a ciegas hacia ella. Las
luces de luminio tardaron unos segundos en encenderse de nuevo, pero Kiva
ya sabía con qué se encontraría.
Zuleeka y los rebeldes habían desaparecido.

Kiva aprovechó el pandemonio dentro de la casa roja. Salió a toda prisa con
los clientes que se habían dejado llevar por el pánico y se disolvió en la
oscuridad del callejón antes de que alguien pudiera reconocerla. Se encogió
al pensar en cuántos problemas se habría metido Jaren. Naari estaría
furiosa.
Esa noche la cosa había estado cerca… demasiado cerca. Si Naari no
hubiera aparecido en el momento justo, Jaren se habría tenido que enfrentar
él solo a todo el grupo rebelde, incluida Zuleeka. Y si la Guardia Real no
hubiera irrumpido en el local, quizás los rebeldes no habrían huido. Alguien
podría haber acabado herido. O muerto.
Y habría sido culpa de Kiva… porque se la habían jugado.
Caminaba despacio por la orilla del río mientras reflexionaba sobre que
Zuleeka nunca había pretendido avisar a los rebeldes de que su lugar de
encuentro se había visto comprometido, sino que los usó para tender una
trampa.
Kiva tuvo que reconocer que era un movimiento astuto. Y de haber
funcionado…
No terminó ese pensamiento. No podía soportar las implicaciones.
Durante todo el trayecto de vuelta al palacio, Kiva no pudo discernir con
quién estaba más enfadada: con Zuleeka, Jaren o consigo misma. Zuleeka
se había arriesgado al ir esa noche a la ciudad, y más tras organizar un
ataque contra el príncipe heredero. Pero Jaren había caído justo en sus
manos al actuar de un modo impulsivo y seguir una pista peligrosa sin
ningún tipo de seguridad.
En cuanto a sí misma, Kiva estaba más frustrada que nunca por su
mentalidad doble. No sabía por quién había temido más durante la pelea: si
por Zuleeka o por Jaren. Si le hubieran hecho daño (o si hubieran atrapado)
a su hermana, entonces no sabría qué habría hecho. Pero lo mismo se
aplicaba a Jaren, que había corrido el mismo peligro o incluso más.
No podía seguir así, sintiéndose dividida. Resultaba agotador… y la
volvía loca.
Kiva se estaba masajeando las sienes cuando llegó a la reja de metal y se
introdujo en los túneles. Cansada y con frío, lo único que quería era volver a
su dormitorio y tirarse a la cama.
Pero cuando al fin entró en la habitación del palacio oriental, se dio
cuenta de que su noche aún no había terminado.
Porque Naari estaba sentada en su cama en la oscuridad. Pronunció cuatro
palabras con una voz grave y letal.
—¿Has disfrutado del paseo?

Kiva se detuvo en la entrada y su mente se quedó en blanco al ver los


brillantes ojos ambarinos de la guardia.
—Tienes suerte de que la tormenta haya pasado —dijo Naari con un tono
engañosamente cortés—. O habría sido un paseo desagradable bajo la
lluvia.
—No he… —empezó, decidiendo que se haría la tonta, pero la mujer la
interrumpió.
—Yo que tú elegiría muy bien tus siguientes palabras —la advirtió y se
levantó con un movimiento fluido. Su cuerpo envuelto en cuero temblaba
de furia.
Kiva se mordió la mejilla y dio un paso hacia el interior de la habitación.
La luna iluminaba desde el balcón y ofrecía una vista pacífica… pero no lo
suficiente para llenarla de calma.
—Si me vas a gritar, pues grítame —dijo con un suspiro de resignación.
Naari entrecerró los ojos.
—¿Y por qué te iba a gritar, Kiva? ¿Qué parte de esta noche me va a
enfadar? —La prudencia le dijo a Kiva que contuviera la lengua—. ¿Te
haces una idea de lo mal que podrían haber salido las cosas? Si no os
hubiera visto a Jaren y a ti escabulléndoos del palacio…
Kiva hizo una mueca. Conque así la había descubierto, justo desde el
principio.
—Y si no hubiera avisado a Veris ni le hubiera dicho a dónde deducía que
ibais… —Naari detuvo su diatriba y espetó—: No me mires así, ¿de verdad
crees que la persona que le dio esa pista a Jaren no sabía que decidiría
actuar y por eso me dio a mí también los detalles? Por favor.
Kiva maldijo entre dientes. Pues claro que Eidran se lo había dicho a
Naari. Los dos guardias planearon la misión de Zalindov con Jaren. Estaban
muy unidos.
—La verdad es que no sé si estoy más furiosa con Jaren por ser un tonto
temerario y cabezota o a ti por seguirlo en vez de detenerlo —manifestó
Naari con un ceño furioso—. Por todos los dioses, ¿por qué fuiste detrás de
él, Kiva? Eso es lo que no entiendo.
Kiva se frotó los brazos para intentar ganar tiempo. Su mente buscaba una
excusa creíble.
—¿Y bien? —exigió saber Naari.
—Si vieras al príncipe heredero yendo por ahí como si no quisiera
levantar sospechas, ¿no sentirías curiosidad? —preguntó Kiva, dándole la
vuelta a la pregunta.
—Yo no lo seguiría por media ciudad.
Kiva decidió no señalar que Naari había hecho justo eso, sino que
empapó de emoción su voz.
—No ha estado durmiendo bien desde Zalindov. Estaba preocupada por
él.
—¿Cuál de las dos es? —preguntó Naari, claramente sin creérselo—.
¿Estabas preocupada o sentías curiosidad?
—Las dos —dijo Kiva, maldiciendo su mente lenta y cansada—. Lo seguí
porque quería estar ahí para él, por si me necesitaba. No sabía a dónde
iríamos.
—Y cuando lo descubriste… ya sabes, cuando hubo espadas y gritos —
dijo Naari con un sarcasmo evidente—, ¿no pensaste en revelarte y volver
al palacio con nosotros?
Kiva hizo como que se arrepentía.
—No quería que Jaren descubriera que lo había seguido. ¿Cómo se lo iba
a explicar?
—Eso, cómo.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Kiva con un temor auténtico.
Naari la miró durante un rato largo, como si intentara determinar si era
inocente o no. Al fin, suspiró con fuerza.
—No. Después de intercambiar unas duras palabras sobre sus actos, lo
devolví a sus aposentos y vine directa aquí para esperarte. No tiene ni idea
de que estabas en la casa roja ni que viste lo que pasó.
—¿Y qué es lo que vi? —preguntó Kiva con candidez—. ¿Quiénes eran
esas personas que lo atacaron?
Naari regresó a la cama de Kiva y dio unas palmaditas a su lado. Con
recelo, Kiva se sentó en el borde e intentó ocultar toda la tensión que sentía.
—La pista que le dieron a Jaren sugería que los rebeldes se reunían en un
lugar secreto. Eso es lo que fue a buscar esta noche.
Kiva adoptó una mirada de perplejidad.
—¿Esos eran rebeldes? Pero… un momento. Si Jaren lo sabía, ¿por qué
se arriesgó a ir él solo?
Deberían darle una medalla por sus dotes de interpretación.
—¿Por qué Jaren hace lo que hace? —preguntó Naari, pasándose una
mano exasperada por su cabello corto—. Intenta proteger a su pueblo. Los
rebeldes han estado tranquilos últimamente… Quería saber por qué y si
planeaban seguir así. No pensó que conseguiría respuestas si entraba con
refuerzos.
—Pues parece que tampoco consiguió ninguna respuesta de esa forma —
señaló Kiva, siguiéndole la corriente.
—Fue casi como si lo esperasen —murmuró Naari con el ceño fruncido
—. La Víbora nunca está en la ciudad. No debería haber estado allí en
absoluto, no pareció sorprenderse de ver a Jaren. Saltó sobre él antes de que
dijera nada.
Kiva debía proceder con cuidado en ese instante.
—¿La Víbora? —preguntó, intentando que su voz sonara normal—. ¿Era
la de la máscara?
Naari asintió con el gesto sombrío.
—Es una de las líderes rebeldes… Quizá la líder, ahora que su reina ha
muerto. —La guardia bajó la mirada hacia su mano y flexionó los dedos—.
Tenemos una larga historia.
Un sentimiento horrible se retorció de repente en el interior de Kiva
mientras miraba cómo Naari se contemplaba la mano.
Su mano prostética.
—¿Ella…? ¿Fue ella quien…? —Ni siquiera podía formular la pregunta.
—Pasó hace tres años, cuando los rebeldes empezaron a convertirse en un
problema de verdad —dijo Naari, sin dejar de observarse los dedos. No era
consciente del temor que llenaba a Kiva—. Tenía dieciocho años y acababa
de llegar a Evalon tras meterme como polizona en el navío de Veris. En esa
época, él creía en mí, más que nadie, pero tenía muchas cosas que
demostrar, sobre todo ante mí misma. Aún no era la guardia personal de
Jaren, pero sí que formaba parte de un grupo que viajaba con él para visitar
algunos pueblos interiores que sufrían la presencia de los rebeldes. Jaren
quiso verlo por sí mismo, comprobar cómo estaba su gente y ayudar con las
reconstrucciones. —La mirada de Naari se volvió introspectiva mientras
proseguía con su historia—. En uno de esos pueblos, Jaren oyó hablar sobre
una familia que vivía carretera arriba y cuyo hijo pequeño había acabado
herido en la escaramuza rebelde. Quiso ver qué tal le iba al muchacho.
Hacía tiempo que no había actividad rebelde en la zona. Jaren debería haber
estado a salvo en ese corto trayecto, pero preferí actuar con cautela y lo
acompañé. —Hubo una larga pausa, como si Naari reviviera su recuerdo
otra vez—. He pensado tantas veces sobre ese día en los últimos tres años
que es imposible contarlas —dijo en un tono bajo y reflexivo—. No creo
que supieran que estábamos allí… que Jaren estaba allí. Creo que fue una
coincidencia funesta.
Kiva apenas respiraba.
—¿Qué pasó?
Naari cerró los dedos prostéticos en un puño.
—Solo había dos. La reina rebelde y la Víbora. Salieron del bosque hasta
la carretera justo delante de nosotros, en plena conversación. Supongo que
se dirigían al pueblo a por provisiones, pero en cuanto se dieron cuenta de
que tenían a Jaren allí mismo, la enmascarada Víbora sacó la espada y se
abalanzó directamente a por él.
Kiva podía verlo en su mente: la sorpresa de Zuleeka ante la aparición de
Jaren, la oportunidad de acabar con él demasiado grande para resistirse.
—Yo… me quedé paralizada. —La admisión tartamudeada de Naari salió
de lo más profundo de la mujer, de un lugar oscuro de arrepentimiento—.
Años luchando en las arenas de Jiirva y nunca me había ocurrido algo así
antes, ni una sola vez. Aún no sé lo que pasó. La oscuridad me llenó la
visión, las extremidades no me obedecían. Señales típicas de un ataque de
pánico, lo sé. Fue… —Sacudió la cabeza—. Jamás me había sentido de esa
forma. Fue terrible no tener control. No poder hacer nada. —Respiró
temblorosa—. Fue como si todo ocurriera a cámara lenta. Vi a la Víbora
abalanzarse a por Jaren y lo vi sacar su propia espada, justo a tiempo para
detener su golpe. Casi como hoy. Tilda gritó: «¡No!» y alzó la mano como
para detenerme, pero yo no era ninguna amenaza… Estaba tan paralizada
que apenas podía respirar. Pero entonces fue como si la adrenalina hiciera
efecto al fin y de repente la oscuridad desapareció en un rayo de luz. En ese
momento, Jaren retrocedió a trompicones y la Víbora se abalanzó sobre él.
—Naari tragó saliva—. Salté delante de ella cuando movía la espada y no
tuve tiempo de sacar mi arma, así que estiré el brazo para protegerlo y…
Naari no acabó la frase. No hizo falta.
Kiva ya sabía lo que había pasado.
Iba a vomitar. Justo ahí, en la lujosa alfombra. Lo que su hermana había
hecho…
Naari carraspeó y abrió la mano.
—Todo lo que pasó después está un poco borroso. Veris y los otros
guardias se dieron cuenta de que algo iba mal y vinieron corriendo. Tilda se
llevó a la Víbora a rastras y desapareció en el bosque. Jaren se aseguró de
que los mejores sanadores trabajaran en mí mientras buscaba la prótesis
más avanzada. Luego me convirtió en su Escudo Dorado, un honor que
ningún otro guardia real ha recibido en más de cincuenta años. —Naari se
encogió de hombros con humildad—. Supongo que no lo he hecho tan mal.
Kiva apartó todos sus sentimientos a un lado para decir:
—¿Hoy… hoy es la primera vez que has visto a la Víbora desde
entonces?
—Hemos cruzado nuestras espadas unas cuantas veces más en los últimos
tres años. Pero, al igual que esta noche, siempre consigue escapar, justo
cuando la tengo arrinconada. Deberían haberla llamado la Rata o la
Comadreja, pero supongo que es tan escurridiza como una serpiente.
Y venenosa como una Víbora, pensó Kiva.
—Pero bueno —dijo Naari, tirando del dobladillo de los guantes de cuero
—. Entiendes por qué tenemos asuntos pendientes. Un día acabaremos lo
que empezamos y, créeme, ese día ya está tardando en llegar.
Kiva necesitó de todas sus fuerzas para no encogerse ante la dura
declaración de Naari. La idea de que las dos se enfrentasen de nuevo, de lo
que pudiera pasarles…
Dioses, Kiva necesitaba aclarar el lío de su cabeza.
Es él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes tenerlo todo.
Cerró los ojos ante las palabras de Zuleeka, abrumada por el cansancio.
—Ha sido un día largo —dijo Naari, poniéndose de pie—. No le diré a
Jaren que lo seguiste esta noche, pero si vuelve a pasar… Si cualquiera de
los dos intentáis salir a hurtadillas…
—No lo haré —se apresuró a decir Kiva—. Lo prometo.
Tuvo cuidado de no pensar en su regreso a la casa Murkwood dentro de
tres días, por si Naari percibía la mentira en su rostro.
—Duerme un poco, Kiva —dijo Naari con amabilidad—. Y no te
preocupes por la Víbora y los rebeldes. Me pasé gran parte de mi vida en un
reino oprimido por gobernantes corruptos y lleno de ciudadanos
desconsolados y odiosos. Escapé por un buen motivo y no permitiré que eso
ocurra aquí. Los rebeldes no ganarán… nunca. Estás a salvo con nosotros.
Siempre lo estarás.
Con esas palabras, la guardia le ofreció una pequeña sonrisa y salió del
dormitorio, sin ser consciente de la devastación que dejaba a su paso.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
Ala mañana siguiente, Kiva casi lloró al oír el golpe familiar de Caldon en
la puerta. Pero su cansancio persistente desapareció cuando él la saludó con
una sonrisa tensa y la desagradable noticia de que sus hermanos habían
respondido y aceptaban su invitación para comer.
Aunque Kiva casi había esperado esa noticia, seguía furiosa por que
hubieran ignorado sus advertencias, sobre todo Zuleeka, después de la
noche anterior. Si la descubrían, los acusarían de traición, crimen que se
castigaba con una ejecución pública (si la familia Vallentis se sentía
misericordiosa) o con un viaje de ida a Zalindov. Ambas posibilidades
dejaron sudorosa a Kiva a pesar del frío ambiente matutino que la saludó al
salir fuera.
Ajeno a la agitación interna de la chica, el príncipe la presionó más que
nunca durante su entrenamiento. Kiva se dio cuenta de que quizá no la
había perdonado por completo después de lo de ayer, aunque volviera a ser
el bromista de siempre. Al terminar, Kiva tuvo que subir cojeando hacia el
palacio, donde disfrutó de un baño largo y caliente.
Demasiado nerviosa para tomar un desayuno copioso, Kiva se aseguró de
tragarse la dosis prescrita de la poción amarga de Delora. Se estremeció por
el hormigueo que la recorrió entera cuando hizo efecto. Se recordó que
aquello solo era un medio para alcanzar un fin y llegaría un día en que no lo
necesitase. Quizá incluso empezaría a apreciar su magia, como hacía Jaren,
entrenando y fortaleciéndola y usándola para el bien, hasta que no la
considerase una carga. Pero con la visita de sus hermanos a palacio, era más
importante que nunca tener bajo control su poder… o, al menos, apartarlo
de su camino.
—¡Toc, toc! —llamó Mirryn. Kiva escondió el frasco en el cajón de la
mesita de noche justo cuando la princesa irrumpió en su dormitorio. Mirryn
sonrió con suficiencia mientras examinaba a Kiva de arriba abajo—. Sé que
dije que sería una comida informal, pero quizá quieras reconsiderar tu
vestimenta. No queremos que a Jaren le dé un infarto en la mesa.
Kiva se ciñó más la toalla con la que se había envuelto al salir del baño.
—Pasa, por favor —la invitó con acritud—. No es como si quisiera tener
privacidad ni nada.
—No has tenido privacidad en una década —replicó Mirryn sin una pizca
de compasión y se sentó en la cama de Kiva—. Puedes aguantar unos
minutos.
Esos minutos se alargaron de forma considerable cuando Mirryn se
declaró la estilista de Kiva para ese día y le exigió que se probara un
modelito tras otro hasta que encontró la combinación perfecta para la
comida.
En cualquier otro momento, Kiva le habría pedido a la princesa que se
marchara, pero con mariposas dando volteretas en su estómago y el
consuelo familiar de su desaparecida magia (algo que Kiva no había
apreciado hasta que ya no la tuvo), se sentía extrañamente agradecida por el
parloteo incesante de Mirryn.
La princesa estaba de buen humor, reclinada en la cama de Kiva mientras
compartía cómo iban sus planes para el baile de su cumpleaños, para el que
solo faltaban tres días. Dejó de hablar demasiado pronto para declarar que
era la hora de la comida. Le preguntó a Kiva si quería encontrarse con sus
hermanos en la entrada de palacio o esperarlos en la Sala Fluvial, donde
habían dispuesto una mesa.
A Kiva no le gustaba ninguna opción, pero Mirryn eligió por ella y la
arrastró fuera para poder esperar junto con Jaren, Caldon, Tipp y Naari.
Si algo bueno tenía esa mañana era que los monarcas se habían marchado
a celebrar la inauguración de un río en otra zona de la ciudad. El príncipe
Oriel los había acompañado, no sin suplicar que Tipp fuera con ellos, pero
el muchacho pelirrojo había elegido quedarse para conocer a la familia de
Kiva.
—Tienes pinta de querer vomitar —comentó Caldon, situado a su lado—.
O de desmayarte. No sé cuál será.
—Puede ser cualquiera —musitó Kiva, lo que hizo reír al príncipe—. A
lo mejor las dos cosas.
—Todo irá bien —le aseguró él en una muestra poco frecuente de
consuelo y le clavó un dedo en las costillas—. Y si no, pues no. ¿Qué es lo
peor que podría pasar?
Kiva casi empezó a hiperventilar ante la idea. Miró a Jaren, ansiando su
presencia firme, pero él se había pasado todo el día distante; no frío, sino
más bien como si tuviera muchas cosas en la cabeza. Kiva se preguntó si
era porque la noche anterior Naari lo había descubierto (y seguramente
gritado), aunque percibía que había algo más. Normalmente estaba muy
sintonizado con Kiva y, sin embargo, ese día no parecía captar su necesidad
de consuelo. Jaren tenía la vista fija en los portones principales, con el
rostro casi endurecido mientras observaba a dos figuras acercarse a caballo.
Ay, dioses, pensó Kiva, apretando las manos. Allá vamos.
En lo que parecieron segundos, Torell y Zuleeka se detuvieron ante ellos,
desmontaron y entregaron las riendas a los caballerizos. Los dos hermanos
iban vestidos con ropa sencilla: Tor con pantalones oscuros y una camisa
verde bosque arremangada hasta los codos y Zuleeka en mallas y una túnica
modesta. No había ni rastro de armas en ninguno de los dos. Ni tan solo las
máscaras.
Ese día no eran la Víbora y el Chacal.
Pero, al mismo tiempo, sí que lo eran.
Kiva se adelantó con piernas temblorosas y se obligó a esbozar una
sonrisa de bienvenida.
—¡Me alegro mucho de que hayáis venido! —dijo, canalizando la
emoción excesiva de Tipp.
Tor le devolvió la sonrisa, con ojos brillantes y llenos de un humor que
apenas pudo contener, y la abrazó
—Todo irá bien —susurró, repitiendo, sin saberlo, las palabras de Caldon
—. Respira hondo y cálmate.
Kiva obedeció y solo se sintió un poquito mejor al apartarse.
—Hola de nuevo, hermanita —dijo Zuleeka con tanta calidez que Kiva
parpadeó de la sorpresa, un sentimiento que se intensificó cuando ella le dio
un intenso abrazo.
Zuleeka la estaba abrazando.
Por primera vez en años.
Por muy sorprendida que estuviera, Kiva la envolvió con los brazos. Notó
lágrimas en los ojos al recordar lo que Zuleeka le había dicho cuando se
despidieron.
Lo intentaré con más ganas. Prometo que lo haré.
Kiva no era tonta: sabía que su hermana estaba representando un papel
para la familia real, que actuaba como la hermana cariñosa. Pero la calidez
en su semblante, la fuerza de su abrazo… eso le había parecido genuino.
Zuleeka lo estaba intentando, justo como había prometido. Las dos
necesitaban tiempo para recuperarse de su escabroso comienzo, pero de
repente Kiva sintió tanta esperanza que el temor nauseabundo empezó a
desaparecer.
Aun así, eso no impidió que le susurrara al oído:
—Os vi anoche. Tienes muchas cosas que explicar.
Kiva se apartó justo a tiempo para ver un destello de sorpresa en el rostro
de Zuleeka. Entrelazó los brazos con sus dos hermanos y los condujo hacia
la familia real.
—Me gustaría presentaros a mi hermano y a mi hermana, Torell y
Zuleeka. Tor, Zulee, estos son…
Las palabras la abandonaron al darse cuenta de que no sabía cómo
presentar la familia real a sus mayores enemigos.
—Yo soy Caldon —dijo el príncipe con suavidad.
Dio un paso adelante para salvar a Kiva, le estrechó la mano a Tor y besó
la de Zuleeka. Sorprendentemente, no intentó ligar con nadie, como si
supiera que lo último que Kiva necesitaba era que se insinuara a su
hermana.
—Y yo, Mirryn —dijo la princesa y, para proseguir con las
presentaciones, fue señalando al resto del grupo—. Ellos son Naari, Tipp
y…
—El príncipe Deverick —la interrumpió Jaren, cruzándose de brazos de
un modo claramente poco cordial.
Kiva se echó hacia atrás, sorprendida no solo por el nombre formal, sino
también por la frialdad de su tono. Los ojos de Jaren eran de azul hielo y los
bordes dorados parecían llamas.
—Un honor, Su Alteza —dijo Zuleeka con una profunda reverencia y
mirando a Jaren entre las pestañas—. Gracias por cuidar tan bien de nuestra
hermana. No sabe lo mucho que significa para nosotros… y lo agradecidos
que estamos. —Kiva sintió una punzada de malestar por sus melindrosas
palabras—. Ahora que ha vuelto, podemos volver a ser una familia. Justo
como siempre hemos querido —añadió Zuleeka con una brillante sonrisa
mientras contemplaba a Kiva con cariño.
Jaren no dijo nada, pero su rostro permaneció pétreo.
Algo iba mal, pero que muy mal.
¿Se había enterado de que combatió con Zuleeka la noche anterior?
¿Sabía que la Víbora y el Chacal estaban ante él? ¿Por qué si no iba a estar
así de enfadado?
Y, pese a todo, no llamó a los guardias.
—La comida nos espera —declaró sin más.
Se dio la vuelta y entró en el palacio con grandes zancadas.
—Alguien se ha mosqueado —murmuró Caldon, pero Kiva estaba
demasiado ocupada intentando no dejarse llevar por el pánico para
responder.
No podía saberlo. Seguro que no. Zuleeka y Torell nunca habrían acudido
al palacio si cabía la más mínima posibilidad de que la realeza supiera
quiénes eran. Pero, si no era eso, ¿por qué mostraba tanto enojo?
Y luego estaba Naari, que seguía a Jaren a toda prisa… Naari, que no
tenía ni idea de que iba a comer con su némesis, la persona que le había
cortado la mano.
La guardia quizá no se daría cuenta, pero Zuleeka tenía que conocer a la
persona a quien tanto daño había infligido hacía tres años… y con quien
había peleado varias veces desde entonces, incluida la noche anterior.
Dioses, Kiva no sabía si podía seguir con aquello.
Pero tenía que hacerlo. Así que respiró hondo y siguió a sus hermanos al
interior del palacio mientras escuchaba con un oído a Mirryn hacer de guía
cortés y a Tipp ofrecer sus propios comentarios animados.
—¿Por qué no me has dicho que tu hermano tiene ese aspecto? —
preguntó Caldon en voz baja. Iba a la retaguardia del grupo al lado de Kiva.
—¿Qué aspecto? —murmuró ella distraída.
—¿Cómo que «qué aspecto»? —dijo Caldon exasperado—. Ese aspecto.
—Señaló la fuerte espalda de Torell—. Es delicioso.
Aquello bastó para que Kiva se olvidara de sus miedos y se girase de
golpe hacia el príncipe.
—Pensaba que te gustaban las chicas.
Caldon puso mala cara.
—Primero: mujeres. Me gustan las mujeres, no las chicas. Hay una
diferencia.
Kiva alzó las manos a modo de disculpa.
—Vale, perdona.
—Y segundo —añadió Caldon con una paciencia forzada—, me atrae
quien me atrae. Y ahora mismo no hay nada en eso —ladeó el mentón hacia
Torell— que no sea atractivo. —Con cierta tristeza, añadió—: Me parece
fatal que lo mantuvieras en secreto.
—En mi defensa, diré que solo lo vi ayer —dijo Kiva, ciñéndose a su
mentira.
Caldon no añadió nada más, pero había algo en su silencio, algo profundo
que Kiva no pudo identificar. Sin embargo, esa sensación desapareció
cuando se acercaron a la Sala Fluvial.
—Escucha —susurró el príncipe—, no sé qué le pasa a Jaren, pero puedo
adivinarlo. Ayudaré conforme pueda, pero, si estoy en lo cierto, esta comida
será incómoda. Pase lo que pase, recuerda que se preocupa por ti y que por
eso está enfadado. Muy enfadado. —Hizo una pausa—. Para ser sincero,
estoy con él. Pero alguien tiene que mantener las cosas civilizadas y, dado
lo que siente por ti, no creo que hoy su comportamiento sea muy
principesco. Tú… trátalo con ternura.
—¿A qué te refieres? —murmuró Kiva, agarrándolo del hombro para que
no avanzara tan rápido.
—Piénsalo bien, bombón —dijo Caldon, sosteniéndole la mirada—.
¿Cómo te sentirías si una persona de la que te estás enamorando hubiera
pasado más de la mitad de su vida encerrada y de repente llegaran sus
hermanos como si no hubiera pasado nada, con ganas de volver a ser una
familia después de diez años de abandono? —Caldon sacudió la cabeza—.
No está bien, cielito, y lo sabes.
Kiva se lo quedó mirando.
—¿Jaren está enfadado con mi familia porque me enviaron a Zalindov?
Pero… pero… —tartamudeó antes de sisear—: ¡Eso no tiene sentido! ¡No
fueron ellos quienes me enviaron allí!
Se estaba arriesgando, aunque Caldon no pareció fijarse en su énfasis.
—Pero te dejaron allí —replicó el príncipe. Ante su incredulidad, bajó la
voz en un susurro de sorpresa—. No sabes a qué me refiero, ¿verdad?
Kiva no pudo responder antes de que Mirryn los llamara desde dentro del
salón.
—¿Vais a venir hoy o qué?
Caldon tapó la mano de Kiva, que aún lo agarraba por el brazo con dedos
fríos, y la guio al interior de la Sala Fluvial.
—Perdón, pelea de novios —dijo él con una sonrisa encantadora.
Kiva lo taladró con la mirada e intentó liberarse, pero él solo la agarró
con más fuerza y la acercó hacia la mesa, parecida a la cena que había
compartido con la familia Vallentis. En vez de carne asada, había montañas
de ensaladas y quesos y panes, junto con carnes frías y verduras crudas,
todo situado junto a copas de cristal llenas de zumo espumoso y jarrones
con flores de invierno. Como telón de fondo, el río Serin brillaba a través de
los ventanales; el sol primaveral volvía la superficie de oro líquido.
En cualquier otro momento, Kiva se habría maravillado ante tamaño
despliegue. Ese día tuvo que obligarse a no salir corriendo de la sala.
Los demás ya se habían sentado mientras Caldon y ella se acercaban. Él
la empujó en el hueco junto a Jaren antes de tomar la silla vacía al otro lado
de Kiva.
Le temblaron las manos al ver la disposición de los asientos. Naari y Tipp
estaban bien, pero Zuleeka se hallaba junto a la princesa (un desastre en
ciernes) y Torell se había situado justo frente a Jaren, cuya mirada pasaba
de los hermanos a Kiva con ardor, pero su ira se centraba sobre todo en Tor.
—Esto tiene una pinta deliciosa —se obligó a decir la chica, casi sin
reconocer su propia voz.
—Es mucho mejor que las cosas a las que estamos acostumbrados, eso
seguro —dijo Torell con afabilidad. Se esperó a que la familia real
empezara a servirse antes de imitarlos.
—Kiva nos dijo que vivís en Oakhollow —comentó Jaren. Era la única
persona que no se estaba llenando el plato—. ¿A qué dedicáis vuestro
tiempo?
—Yo soy herrero —respondió Torell mientras introducía rodajas de
jamón dentro de un panecillo recién hecho. Los gruesos músculos de sus
brazos validaban su mentira—. Zulee es costurera.
Kiva se alegró de no estar comiendo ni bebiendo nada, porque habría
escupido por toda la mesa.
—¿Costurera? —repitió Mirryn, girándose hacia Zuleeka con una ceja
arqueada mientras juzgaba su atuendo sencillo.
—Una profesión modesta —respondió la interpelada, agachando la
cabeza en un gesto artificial de humildad—. Pero mi madre siempre me
animó a seguir mis sueños.
Las palabras dieron de pleno en el pecho de Kiva.
—¿Y soñabas con ser costurera? —La mofa en el tono de Mirryn resultó
inconfundible en esa ocasión.
Jaren también la habría captado y, a pesar de su fría actitud, evitó que
Zuleeka respondiera al plantear otra pregunta.
—No hemos oído hablar mucho de vuestra madre. ¿Vive con vosotros en
Oakhollow?
Kiva deseó que hubiera dejado a Zuleeka sola para enfrentarse al desdén
de Mirryn. Si la memoria no le fallaba, nunca había dicho nada sobre su
madre (por una buena razón) y los expedientes carceleros que Caldon
hubiera desenterrado solo contendrían datos sobre su padre. Se apresuró a
pensar en una forma de redirigir la conversación.
Zuleeka, sin embargo, no parpadeó antes de responder.
—Vivía con nosotros. Pero, por desgracia, falleció mientras Kiva estaba
en Zalindov. Dijeron que por causas naturales, pero para mí que fue porque
madre sentía una gran tristeza por su hija. Fue una pérdida terrible.
Cuando te miro, no puedo evitar pensar en hasta dónde llegó para
encontrarte. Nos abandonó y murió. Por ti.
Al recordar las palabras de Zuleeka, Kiva agarró con tanta fuerza el
tenedor que se hizo daño.
—Lamento mucho oírlo —dijo Jaren con suavidad, y Kiva supo que las
condolencias iban dirigidas a ella.
—Es trágico, que nuestros dos padres murieran mientras ella no estaba —
respondió Zuleeka, mordisqueando un trozo de queso—. Pero al menos aún
nos tiene a nosotros.
Jaren fue a agarrar su copa de cristal con el cuerpo tan tenso que Kiva
temió que el delicado tallo se rompiera.
—¿P-p-podéis contarnos historias de cuando K-Kiva era joven? —pidió
Tipp con entusiasmo.
Kiva se habría lanzado al otro lado de la mesa para besar al muchacho por
su intento de aligerar el ambiente, aunque no fuera un gesto intencionado.
—Cuanto más vergonzosas mejor —intervino Caldon—. Necesitamos
algo contra ella para la próxima noche familiar.
—¿Noche familiar? —repitió Zuleeka, con las cejas alzadas en una
imitación perfecta de Mirryn—. Qué… curioso.
—Nosotros también teníamos una noche familiar —se apresuró a decir
Torell con una mirada de advertencia dirigida a su hermana—. Aunque,
claro, era cada noche, ya que nuestros padres no estaban ocupados
gobernando un reino. —Soltó una breve carcajada forzada antes de
responder a Tipp—. La joven Kiva era un peligro. Una niña salvaje de
verdad.
—¿En serio? —preguntó Caldon, inclinándose con gusto. Kiva no supo
determinar si era auténtico o solo metía baza para aligerar un poco más la
comida.
—Siempre se marchaba corriendo para perderse en el bosque, nadaba a
tanta profundidad en el río que la atrapaba la corriente, rodaba por campos
llenos de flores silvestres y volvía a casa cubierta de barro… La lista de líos
en los que se metía era eterna.
—No hagas como si tú no me acompañaras a todas partes —dijo Kiva,
apuntándolo con un tenedor.
Tor la ignoró y siguió hablando.
—Pero luego tenía otra cara. Una cara más seria que salía cada vez que
ayudaba a nuestro padre a tratar a sus pacientes. Su compasión, su empatía,
su paciencia… Sabíamos desde hacía años que seguiría sus pasos. Nuestra
hermana, la sanadora. —Se encontró con su mirada desde el otro lado de la
mesa—. El mundo es afortunado de tenerla.
A la chica se le formó un nudo en la garganta al ver la mirada de cariño
de su hermano.
—Kiva es la m-mejor sanadora del mundo —declaró Tipp mientras
masticaba—. Me salvó l-la vida en Zalindov. No estaría a-aquí de no ser por
ella.
Todo en Kiva se paralizó.
¿Lo… lo recordaba?
En su mente apareció una imagen del torso ensangrentado de Tipp, de las
manos de Kiva llenando al muchacho de luz dorada, de su magia curando la
herida letal hasta dejar tan solo un rasguño. Si sabía lo que había hecho…
—Me p-puse muy enfermo —prosiguió Tipp con cara solemne—. Mucha
gente s-se estaba muriendo. Pero Kiva se quedó a m-mi lado y me cuidó
hasta que e-estuve mejor.
La miró con tanto amor en los ojos que Kiva casi se echó a llorar… en
parte por esa mirada, pero sobre todo por el alivio al oír la historia que
estaba contando.
No se acordaba.
Su secreto estaba a salvo.
—Ayudó a mucha gente allí, chico —dijo Jaren—. Durante muchos años.
—En voz más baja, añadió—: Demasiados años.
Al oír la tristeza en su tono, Kiva no pudo evitar estirar la mano por
debajo de la mesa y entrelazar sus dedos con los de él. El pulgar de Jaren
dibujó círculos tranquilizadores en su piel, como si pensara que necesitaba
su consuelo y no al revés.
—Es curioso —meditó Zuleeka—, pero Kiva seguramente salvase más
vidas encerrada en Zalindov que si se hubiera quedado en nuestra pequeña
aldea. Supongo que podemos decir que todo salió mejor de lo esperado.
El agarre de Jaren se tensó tanto que Kiva temió lo que estuviera a punto
de decir, de hacer, pero antes de que pudiera decantarse por una acción u
otra, Torell habló.
—Zuleeka —le espetó. No dijo nada más; eso, junto con su ceño estricto,
fue suficiente.
Su hermana recorrió la mesa con la mirada, se fijó en las expresiones
tensas de los demás y abrió la boca.
—Ay, dioses, eso ha sonado fatal, ¿verdad? —Sacudió deprisa la cabeza
—. Lo que quería decir es que ahora gente muy peligrosa le debe la vida a
Kiva. Eso solo puede ayudarla, ¿no?
Cuando nadie respondió (aunque Jaren sí que tenía pinta de querer
lanzarle la copa a la cara), Zuleeka hizo una mueca de disculpa antes de
quitarle una aceituna a Mirryn de su plato. Kiva la miró con horror, pero a
la princesa pareció hacerle gracia su osadía. Eso o Mirryn estaba
considerando atravesarle la mano con el tenedor.
—Cuidado, Zuleeka —dijo Caldon con frialdad al fijarse también en su
movimiento—. Mi prima no es famosa por su generosidad. Hazlo otra vez y
a lo mejor pierdes un dedo.
Zuleeka le dirigió una sonrisa llena de dientes y le arrebató otra aceituna a
Mirryn.
—No me asusto con facilidad.
Esa vez fue Kiva quien tuvo que contenerse para no lanzarle nada.
—Zulee… —siseó para advertirla.
—¡T-Tengo una idea! —gritó Tipp, rebotando en su silla. Tenía la boca
tan llena que sonó a algo como «Tengfo una ifdea!», pero luego tragó y
miró a Mirryn antes de añadir—: ¡Deberían v-venir el miércoles!
Kiva se tensó.
—Tipp…
—¿Qué ocurre el miércoles? —preguntó Zuleeka.
—Es el c-cumpleaños de Mirryn —respondió el muchacho. No por
primera vez, Kiva deseó que dejara de hablar—. Lo c-celebrará con una
gran fiesta. Un baile de m-máscaras.
—Suena divertido —dijo Zuleeka con un brillo peligroso en su mirada.
—¡Lo s-será! —exclamó Tipp—. ¿Pueden v-venir, Mirry?
Kiva intervino a toda prisa para controlar los posibles daños.
—Tipp, no invitamos a gente a fiestas que no son nuestras. Es de mala
educación.
—Pero n-nunca he celebrado una fiesta a la que p-pueda invitar a alguien
—replicó. A Kiva le ardía la garganta.
—No pasa nada —intervino Mirryn con un gesto imperioso de la mano y
se giró hacia Zuleeka y Tor—. Sois más que bienvenidos a acompañarnos.
De hecho, insisto, ya que sois la familia de Kiva.
—No —respondió esta antes que nadie—. Es muy amable por tu parte,
pero estoy segura de que tienen otros planes.
Miró con firmeza a sus hermanos, suplicándoles que coincidieran con
ella.
—Kiva tiene razón —dijo Torell al notar su tensión—. Es una oferta muy
amable, pero no podemos…
—… rechazar una invitación real —lo interrumpió Zuleeka con facilidad.
Miró a Mirryn con una sonrisa radiante en los labios—. Nos encantará
venir, princesa. Gracias por la invitación.
—Zulee… —intentó decir Tor, pero calló al captar el semblante de su
hermana.
—Madre nos enseñó a no mostrar arrogancia al recibir bendiciones
inesperadas, hermano —replicó ella.
Las palabras sonaron inocentes, pero oprimieron los pulmones de Kiva,
una sensación que solo empeoró cuando Jaren cambió de tema, apoyándose
sobre la mesa para hablar directamente con Torell.
—Has dicho que eras herrero —comentó, observando sus músculos—.
¿Eso significa que sabes manejar una espada?
—Algo de experiencia tengo —contestó Tor con cuidado—. Sobre todo
porque me ofrecí voluntario en la guardia del pueblo hace unos años.
—¿Te apetece un combate? —Jaren se palmeó su vientre perfectamente
plano—. Así bajamos la comida.
Kiva no se creyó esa explicación porque lo había visto comer incluso
menos que ella. Tor seguramente también se habría fijado en el escaso
apetito de Jaren, pero aun así apartó el plato y se levantó.
—Sería todo un honor cruzar espadas con usted, Su Majestad —dijo,
antes de ofrecer una sonrisa torcida—. Pero tendrá que perdonar mi torpe
manejo de los pies.
No, no, no, no, no.
¿En qué demonios estaba pensando Torell? No podía pelear con Jaren…
y menos cuando el príncipe estaba de tan mal humor.
—Seguro que te acuerdas rápido de cómo se hace —dijo Jaren. Soltó los
dedos entumecidos de Kiva y también se puso en pie.
—Jaren, tío —murmuró Caldon al ver el rostro de Kiva, que empalidecía
por momentos—. Quizá deberías…
—Es solo un combate amistoso —replicó este. Sin embargo, a pesar de
sus palabras, su mirada era glacial. Señaló la puerta con la mano—.
¿Vamos?
Kiva suplicó a su hermano en silencio, pero Tor solo le dirigió una
pequeña sonrisa tranquilizadora que no sirvió de nada para calmarla.
—Los chicos y sus espadas —dijo Mirryn con un suspiro mientras se
levantaba, igual que el resto de la mesa. Se giró hacia Zuleeka y puso los
ojos en blanco de una forma poco apropiada para una princesa—. Gracias a
los dioses que las mujeres tenemos métodos más sofisticados de lidiar con
nuestros sentimientos.
—Aunque coincido, estoy segura de que usted y yo tenemos técnicas muy
distintas —dijo Zuleeka. Y, burlona, añadió—: Su Alteza.
Mirryn entornó los ojos. Había captado el desdén de esas dos últimas
palabras.
Con miedo de que tuviera que sacar a sus dos hermanos de los calabozos
reales si no empezaban a mostrar un poco de respeto, Kiva le dirigió una
mirada de advertencia a Zuleeka antes de seguir a su hermano y a Jaren.
Naari se mantuvo a su altura. La guardia había permanecido en silencio
durante la comida, por si captaba alguna señal de peligro procedente de la
familia de Kiva. En ese momento le ofreció una mirada de consuelo.
—No te preocupes, Jaren sabe lo que hace —murmuró. Kiva no estaba
tan segura—. No le hará daño a tu hermano. Sabes que nunca permitiría que
alguien importante para ti sufriera.
Esa afirmación atravesó a Kiva, ya que sabía que era cierta. Jaren no le
haría daño a Tor… Pero ¿y si Tor hacía daño a Jaren? Su hermano había
dedicado la última década a entrenar como guerrero, como general. ¿Y
si…?
—Respira, cielito —dijo Caldon, situándose a su otro lado—. Todo irá
bien.
Eso era fácil de decir. Dos de las personas más importantes de la vida del
príncipe no estaban a punto de enzarzarse en un combate «amistoso».
Kiva intentó permanecer tranquila y salió al exterior. Tipp daba saltos
junto a ellos, con Mirryn y Zuleeka a la zaga. Llegaron demasiado rápido al
patio de entrenamiento, donde Torell ya sostenía una espada frente a Jaren.
Los dos alzaban sendas armas en una postura de ataque.
—¿No podemos pararlos? —suplicó Kiva a Naari, a Caldon, a cualquiera
que estuviera escuchando.
—Creo que es mejor que se lo quite de encima, bombón —dijo Caldon,
pasándole un brazo por encima del hombro.
—De verdad, Kiva —intervino Naari—. No dejaría que esto pasara si
estuviera preocupada… por alguno de los dos.
Kiva agradeció la confianza de la guardia, pero Naari desconocía la
habilidad de Torell. Demonios, ni Kiva la conocía, ya que nunca lo había
visto en acción. Sin embargo, sí que había visto a Jaren pelear con Caldon y
con el capitán Veris, y a veces con los dos a la vez e incluso con Naari
también. Al mismo tiempo, había presenciado lo rápido que había
reaccionado al ataque de Zuleeka en la casa roja y con cuánta habilidad se
había defendido de los rebeldes. Recordar todo esto ayudó a aliviar un poco
el miedo que le presionaba el pecho.
Y luego este sentimiento regresó con energías renovadas cuando las
espadas empezaron a volar por el aire, un borrón de movimientos
defensivos y de ataques, de golpes por encima de la cabeza y por debajo de
los brazos.
Caldon soltó un silbido de apreciación.
—Justo cuando pensaba que tu hermano no podía ser más atractivo. —
Con tono seco añadió—: ¿Quién habría pensado que ser herrero te
convertiría en eso?
Kiva no respondió, demasiado ocupada en observar el combate. Los
movimientos de su hermano eran tan perfectos como los de Jaren, motivo
por el que Naari se removió inquieta, pero la guardia no intervino.
Seguramente porque había notado lo que Kiva empezaba a sospechar: que
Jaren y Torell peleaban con fervor, pero también se estaban conteniendo.
—Tengo curiosidad —dijo Jaren con naturalidad entre dos golpes. La voz
llegó hasta donde se hallaban Kiva y los demás—. ¿Qué se siente al saber
que tu hermana estuvo en la cárcel durante tanto tiempo? —Desvió la hoja
de Torell sin esfuerzo—. ¿Fue más fácil olvidarse de ella? ¿Actuar como si
nunca hubiera existido?
Con un nudo en el estómago, Kiva dio un paso adelante, pero Caldon
tensó el brazo que la rodeaba.
—Espera.
—Pensaba en ella todos los días —respondió Tor, con una finta hacia la
izquierda—. La echaba de menos todos los días.
Jaren detectó la finta y giró la espada en un arco. Tor se apresuró a
detenerla con un choque de metales que dejó a Kiva con un pitido en los
oídos.
—Y, aun así, no hiciste nada —replicó Jaren. Jadeaba ligeramente por
todo lo que estaba sintiendo—. La dejasteis allí. Sola. A una niña.
—Dicho así parece que tuviéramos elección —espetó Torell. Le brillaban
los ojos color esmeralda con fiereza cuando dio una serie de golpes rápidos
como el rayo.
—Tenía siete años —gritó Jaren mientras se agachaba, saltaba y
esquivaba los ataques de Torell. Luego contraatacó en una rápida sucesión
de movimientos—. Perdió más de media vida en ese miserable lugar y tú,
su querido hermano —dijo con un golpe que Tor apenas consiguió desviar
—, la dejaste allí para que se pudriera.
—Jaren, para —graznó Kiva, pero él no la oyó por encima del clamor del
acero.
—¿Qué podíamos hacer? —preguntó Torell con otra finta, esa vez hacia
la derecha—. ¿Asaltar las puertas? ¿Tirar los muros? ¿Matar a los guardias?
Dígame, Su Alteza, ¿cómo podría haber salvado a mi hermana pequeña para
que no pasara una década en ese infierno… en su cárcel?
—Era una niña —repitió Jaren con los dientes apretados, como si eso
significase algo—. Una menor.
Con esas dos palabras, a Kiva le sobrevino un mareo repentino.
Empezaba a darse cuenta de por qué Jaren estaba tan disgustado, tan
enfadado. La voz del alcaide Rooke fue un susurro en sus oídos. Recordó
una conversación que habían mantenido cuando ella había intentado liberar
a Tipp.
Si no tiene a un tutor que lo reclame, se lo considera pupilo de Zalindov.
Puede marcharse, pero solo si alguien viene a recogerlo.
Tipp no tenía a nadie que fuera a por él. Pero Kiva…
Se tambaleó. El brazo de Caldon fue lo único que la sostuvo de pie.
Jaren bajó la espada, se adelantó hacia la derecha para ocupar el espacio
de Torell y lo fulminó con la mirada.
—La ley de Evalon establece que los niños menores de doce años están
exentos de cualquier castigo que resulte en una sentencia de por vida. Kiva
se convirtió en pupila de Zalindov nada más llegar y lo único que vosotros
—le clavó a Tor un dedo en el pecho— teníais que hacer era reclamar su
tutela y la habrían liberado. Eso significa que tuvisteis cinco años para
sacarla de allí. Solo teníais que preguntar… y lo sabíais.
Kiva no podía respirar.
Notaba la garganta constreñida, las vías respiratorias bloqueadas.
… su devastación era demasiado real.
—Cielito, tienes que respirar.
Kiva apenas oyó el susurro desesperado de Caldon, pero cuando la
oscuridad empezó a inundar los bordes de su visión, consiguió tomar una
dolorosa bocanada de aire.
—Buena chica —musitó Caldon.
Ella no lo oyó.
Porque mientras se alejaba de su nube de agonía, sus ojos aterrizaron en
el semblante pálido y horrorizado de Torell.
Daría cualquier cosa, lo daría todo, por haberte mantenido lejos de
Zalindov. Habría dado mi vida enseguida si con eso te hubieran liberado, le
había dicho hacía casi una semana.
Jaren se equivocaba… Torell no conocía esa ley ni el hecho de que podría
haber liberado a Kiva en cualquier momento antes de su duodécimo
cumpleaños. Él había sido un niño, dos años mayor que ella. ¿Cómo podría
saberlo? A pesar de todo, su tormento se reflejaba en su rostro, tanto que
Jaren lo percibió y toda su rabia se esfumó.
—Torell, yo… —empezó a disculparse, pero Tor alzó la mano para
cortarlo.
Sus ojos color esmeralda brillaban con lágrimas al mirar hacia Kiva, pero
luego se tornó hacia Zuleeka.
—¿Tú lo sabías? —preguntó con dureza.
—Claro que no —se apresuró a decir ella.
A Kiva se le rompió el corazón al percibir la mentira. Dada la expresión
atormentada de su hermano, él también se había dado cuenta.
Zuleeka lo había sabido.
Cinco años tuvieron para liberar a Kiva. Solo hacía falta que alguien la
reclamara. Que alguien fuera a por ella. Que alguien la quisiera.
Y si Zuleeka lo había sabido…
—¿Madre lo sabía? —dijo Tor con voz ronca.
Zuleeka lo miró a los ojos y repitió:
—Pues claro que no.
Mentira.
Mentira, mentira, mentira.
Torell cerró los ojos, con lágrimas vertiéndose de ellos mientras le
devolvía la espada a Jaren.
—Creo que es hora de que mi hermana y yo nos marchemos.
—Torell… —intentó decir Jaren, pero Tor lo interrumpió de nuevo.
—Gracias por hacer lo que yo no pude —susurró, como si no pudiera
hablar más alto—. Gracias por protegerla, por liberarla. Ojalá… —Se le
quebró la voz—. Ojalá lo hubiera sabido. Habría… habría…
Jaren apoyó una mano en su hombro.
—Ahora lo sé. Lo siento.
Torell solo asintió, limpiándose la cara. Murmuró unas despedidas para
los enmudecidos Mirryn, Caldon, Tipp y Naari, sin ser capaz de mirar a
Kiva antes de taladrar a Zuleeka con los ojos y salir a toda prisa hacia los
establos.
—Disculpad a mi hermano —dijo Zuleeka tras una larga pausa—. A
veces se pone muy emotivo. —Les dirigió una sonrisa que nadie devolvió,
ni siquiera Tipp, y añadió—: Será mejor que lo siga. Nos volveremos a ver
en el baile de máscaras.
Y luego hizo una reverencia rápida, casi burlona, y se apresuró a seguir a
Torell.
—Perdonad —dijo Kiva sin mirar a nadie.
Echó a andar hacia los establos y alcanzó a sus hermanos justo cuando
llegaban a la entrada y pedían que les sacaran los caballos.
—¿A qué ha venido eso, Tor? —preguntó Zuleeka—. Tú…
—No me hables —la interrumpió Torell, lívido.
Kiva se acercó y le agarró su mano apretada. Le abrió el puño y entrelazó
los dedos con los de su hermano.
—Tor, no pasa nada —dijo en voz baja. Tenía la voz espesa de tantas
lágrimas sin derramar.
—Sí que pasa —replicó él, veloz como un látigo. Pero entonces suavizó
el semblante y susurró—. Lo siento mucho, ratoncita. No sabía que…
—Lo sé. Sé que no lo sabías. —Se obligó a girarse hacia Zuleeka—. Pero
tú sí. Madre y tú. —Esa vez, sin la realeza como público, Zuleeka no lo
negó. Kiva tragó saliva—. Podríais haberme sacado de allí. Ni siquiera
hacía falta usar la fuerza… Me habrían dejado ir.
Zuleeka no la miró a los ojos, sino que contempló los cuidados jardines
de palacio.
—Sé que te costará creerlo, pero estabas más segura allí dentro que aquí
fuera.
Kiva profirió un sonido de incredulidad.
—¿Que estaba qué?
—Más segura…
—¿Tú has estado en Zalindov? Cada día tenía que luchar por mi vida. A
veces, cada minuto. Y eso sin contar el juicio por ordalía que me habría
matado de no ser por la intervención de Jaren en todas y cada una de las
tareas. Es un milagro que sobreviviera, y más tanto tiempo. —Zuleeka se
mordió el labio y miró el suelo—. ¿Por qué, Zuleeka? —dijo Kiva con la
voz rota—. ¿Por qué madre y tú me dejasteis allí? Tienes que decírmelo.
Me lo debes.
Zuleeka exhaló con fuerza.
—No debemos hablar de eso aquí.
Señaló a toda la gente que había dentro del bullicioso establo.
—Pues piensa un modo —dijo Torell con dureza—. Kiva se merece la
verdad. Y yo también quiero saberla.
Con una mirada cargada de fastidio, los rasgos de Zuleeka se suavizaron
cuando se giró hacia Kiva.
—Ese problema que tienes, el que estás trabajando para controlar —
explicó con cuidado—, por eso madre pensó que estarías mejor allí. Dijo
que estabas protegida detrás de esos muros, que así no te descubrirían. Si
pasaba algo, no se hablaría de ello ni causaría problemas a nuestra familia
ni a nuestros… amigos. Y, aunque al final se supiera y alguien descubriera
la verdad, ya estabas encerrada. No te podía pasar nada peor. —Una pausa
—. Pero, si te hace sentir mejor, madre siempre quiso liberarte algún día.
Cuando fuera el momento adecuado.
Un silencio cayó sobre ellos después de las palabras de Zuleeka, hasta
que Torell intervino.
—Eso es peor de lo que pensaba. ¿Por qué no sabía nada?
—Porque habrías ignorado a madre y habrías ido a sacar a Kiva.
—Pues tienes razón. Lo habría hecho. Como tú deberías haber hecho. No
me puedo creer…
—Lo hecho, hecho está —lo interrumpió Zuleeka, perdiendo la paciencia
—. No podemos cambiar el pasado, así que no tiene sentido arrepentirse.
Kiva está bien, está aquí, sana y salva, sobrevivió. Eso es lo que importa.
Kiva no podía procesar lo traicionada que se sentía… por su propia
familia. Su propia hermana. Su madre.
Tú eres la chica a la que dejó en la cárcel para que se pudriera, ¿verdad?
¿La que, según ella, estaba mejor allí?
Delora había dicho la verdad el día anterior, solo repitió lo que había
oído. Pero ¿cómo, cómo podía Tilda haber imaginado que Kiva estaba más
segura en un lugar como Zalindov? ¿Por qué había pensado que era mejor
que su hija permaneciera encerrada, y su magia escondida, cuando ella
misma había empezado a practicarla en público? ¿Tanto miedo tenía de que
la descubrieran, de que arruinaran todos sus planes de venganza, que había
permitido que su hija sufriera sin necesidad durante diez años?
Kiva no podía ni imaginárselo. Pero sí que sabía que dolía. Muchísimo. Y
necesitaba estar sola para procesarlo.
—Quiero que os marchéis —susurró sin mirar a ningún hermano—.
Necesito tiempo. Para mí.
Zuleeka estiró el brazo hacia ella, pero Kiva se apartó.
—Tienes que entenderlo, por favor —imploró su hermana—. Te dije que
las guerras no se ganan sin sacrificios… —Kiva se estremeció con tanta
fuerza que echó la cabeza hacia atrás al darse cuenta de que, en esa ocasión,
ella era el sacrificio—. Por muy duro que fuera, madre tuvo que sopesar los
riesgos y decidió que estábamos más seguros si tú te quedabas allí hasta…
—Deja de hablar —espetó Torell al fin—. Kiva no quiere verte ahora
mismo. Yo tampoco quiero verte. Ve… ve a ver si los caballos están listos.
Zuleeka le sostuvo la mirada a Kiva, sus ojos dorados como la miel
suplicándole que lo entendiera.
Lo intentaré con más ganas. Prometo que lo haré.
Kiva apartó la cara.
—Te veré en el cumpleaños de Mirryn —se despidió Zuleeka con un
suspiro quedo y entró en el establo.
Kiva aguardó hasta perderla de vista y se giró hacia su hermano.
—¿Puedes impedirle que venga a la fiesta? No es seguro. Ni astuto. Y
yo… no quiero verla.
Daba igual cuánto quisiera a su hermana de vuelta: en ese instante no
quería tenerla cerca.
Torell suspiró con fuerza.
—Haré lo que pueda. Pero ya sabes cómo es.
Él hizo una mueca repentina al percatarse de lo que había dicho: Kiva no
sabía cómo era Zuleeka porque no se parecía en absoluto a la niña que fue
en el pasado.
—Lo siento mucho, ratoncita —repitió, también en voz baja—. Diez
años… No sé ni qué decir.
—No quiero hablar más de esto —le dijo con voz ronca—. Pero no… no
te culpo. Eso lo sabes, ¿verdad?
—Pues deberías —replicó él con un desprecio amargo—. Yo me culpo.
Kiva le apretó la mano.
—No, Tor. Si tengo que preocuparme por cómo te sientes, aparte de todo
lo demás… es demasiado.
Él soltó otro suspiro sonoro y la abrazó.
—No te puedo prometer que no me sienta mal… Te quiero demasiado
como para no odiar lo que viviste, sobre todo ahora que sé que podríamos
haberte liberado hace años.
—No te odies por algo que no pudiste controlar. Prométemelo.
Pasaron unos largos minutos antes de que él dijera:
—Lo intentaré.
Kiva sabía que no le sacaría más, así que se apartó y se limpió los ojos.
Luego lo empujó con suavidad hacia donde Zuleeka había desaparecido
dentro de los establos.
—Vete. Y hazle el vacío en el camino de vuelta.
—Pensaba hacerle el vacío mucho más tiempo —murmuró Tor con
enfado.
Le dio un beso en la frente y se alejó con grandes zancadas, dejando a
Kiva a solas con sus pensamientos atormentados… y su corazón roto.
CAPÍTULO VEINTICUATRO
K iva evitó a los demás el resto del día. Fue de los establos a su
dormitorio y se enterró en la cama. Le daba igual desperdiciar una
tarde, solo necesitaba revolcarse en todo lo que había descubierto, estar
triste.
Mucha gente fue a visitarla a lo largo de las horas. Sus llamadas quedas
en la puerta y sus voces más quedas aún le permitieron identificarlos como
Jaren, Tipp, Caldon, Naari y hasta Mirryn. Cada uno acudió a distintas
horas del día para ver si les permitía entrar. Pero nadie invadió su
privacidad cuando ella no respondió. Le dieron el espacio que ansiaba con
tanta desesperación.
La noche cayó detrás de las ventanas y, a pesar de lo que le rugía el
estómago, Kiva no salió de la cama para buscar la cena, sino que
permaneció enroscada sobre sí misma hasta que al fin sintió que podía
respirar de nuevo. Al final ocurrió, sobre todo gracias al recordatorio de
Zuleeka de que no podían cambiar el pasado. Por un motivo imperdonable,
su madre la había abandonado en Zalindov. Ya estaba hecho, no se podía
cambiar. Ahora Kiva tenía que olvidarse del tema y seguir adelante.
Poco después de tomar esa decisión, alguien llamó a la puerta y esa vez sí
que se levantó para responder. Le sorprendió descubrir que no era ninguno
de sus amigos, sino un criado anciano.
—Señorita Kiva —dijo con una ligera reverencia—. Su Majestad la reina
se disculpa por perderse la comida y la invita a disfrutar de una bebida con
ella antes de retirarse esta noche. En concreto, me ha encomendado que le
mencione que ha pedido chocolate caliente con extra de chocolate. —El
estómago de Kiva rugió con tanta fuerza que el criado la miró alarmado,
pero concluyó—: La está esperando en su salón personal, y yo debo
conducirla hasta allí de inmediato.
Habría sido fácil declinar la oferta. Conocía lo suficiente a la reina para
saber que no la estaba presionando. Ariana no querría presionarla: había
sido una de las primeras personas en animar a Kiva para que se tomara el
tiempo necesario con tal de superar el dolor del día.
Quizá por esa misma razón Kiva se peinó con los dedos y siguió al
hombre. Nunca lo admitiría en voz alta, pero, aunque tenía hambre y le
tentaba el chocolate caliente, lo que más quería en el mundo era el consuelo
de una madre… aunque esa fuera Ariana Vallentis.
Al no ver a Tipp ni a nadie al salir de la suite, Kiva caminó en silencio
detrás de su escolta mientras se preguntaba si alguno de los criados que
pululaban por los pasillos eran espías rebeldes que informarían de a dónde
iba y por qué. Pero luego decidió que le daba igual. No pensaría en su
misión, en la causa de su familia, en nada. Esa noche disfrutaría, se
recuperaría, sanaría.
Tras una rápida caminata por el puente dorado hacia el palacio occidental,
vio los aposentos personales de la reina, que estaban casi en línea recta con
el dormitorio de Kiva al otro lado del río. Su escolta la hizo pasar
directamente al salón; luego retrocedió y cerró las puertas doradas detrás de
él.
Kiva se detuvo en la entrada y dio vueltas para captar toda la opulencia
que la rodeaba.
El salón de la reina tenía techos altos, una moqueta mullida y ventanales
que daban tanto al Serin como a los jardines, que estaban repletos de luces
de luminio como si fueran luciérnagas estirándose a lo lejos. Un elegante
candelabro colgaba como un conjunto de gotas; las paredes estaban repletas
de arte y un surtido de flores frescas y plantas verdes en macetas daban un
toque de color a la decoración en blanco y dorado. Mientras daba vueltas,
Kiva vio una chimenea crepitante en una pared, sus llamas cálidas y
acogedoras, y delante de ella…
Kiva ahogó un grito y, sin poder resistirse, se acercó al piano de cola.
Nunca había visto nada igual: las patas, la cubierta y los laterales estaban
hechos al completo de un cristal transparente y brillante.
—Bonito, ¿eh?
Kiva estaba admirando las teclas blanquinegras, la única parte normal del
instrumento (y, aun así, hermosa de todos modos), cuando oyó la voz. Se
dio la vuelta para encontrarse con la reina reclinada en un diván de
terciopelo rojo. La estaba observando por encima del borde de una copa de
vino.
—¿Tocas el piano? —preguntó Ariana, arrastrando ligeramente las
palabras.
—Eh, no —respondió Kiva. Observó con atención a la reina y se
preguntó cuánto habría bebido.
—Jaren solía tocar todo el rato —dijo Ariana con una mirada distante—.
Ahora ya no.
Kiva se acercó despacio con el presentimiento de que algo no iba bien.
Sin embargo, su temor disminuyó al ver la bandeja con el chocolate caliente
y un surtido de pasteles pequeños. Sintió una calidez extendiéndose por su
estómago al notar cuánto se había esforzado la reina.
—¿Ya no toca? —preguntó. La idea de Jaren tocando el piano era
demasiado hermosa para su pobre cerebro, así que la apartó antes de que
pudiera arraigar—. ¿Por qué no?
Ariana tomó un gran sorbo del vino.
—No quiere venir aquí.
Las cuatro palabras arrastradas dejaron a Kiva clavada en el sitio… pero
no solo por eso. Se había acercado lo suficiente para ver algo que no pudo
distinguir de lejos.
Los ojos vidriosos de Ariana, la piel cerosa, las manos que temblaban…
… y el polvo dorado alrededor de su boca, bajo la nariz y dentro de ella.
Polvo de ángel.
La reina estaba colocada.
Y cuando la reina se colocaba…
No quiere venir aquí.
Kiva retrocedió y vio la gloriosa habitación con nuevos ojos.
Allí era donde la reina había hecho daño a Jaren. Durante años.
Allí era donde sucumbía a su adicción, perdía el control, infligía
cantidades indecibles de dolor.
Y Kiva se hallaba a solas con ella. Solo el criado sabía que estaba allí.
—Toma un poco de chocolate, Kiva —dijo la reina con voz pastosa,
alargando el nombre de Kiva en tres sílabas—. Lo he hecho especialmente
para ti.
El pulso de Kiva se aceleró mientras consideraba sus opciones. Podía huir
y arriesgarse a actuar con exageración, pero así se aseguraría de estar a
salvo, o podía sentarse junto a Ariana, en el sitio donde la reina daba unas
palmaditas, y beberse el chocolate como estaba planeado. Aunque, después
de ver el polvo dorado, su hambre había desaparecido, Kiva supo que la
última opción limitaría las posibilidades de ofender a la monarca. Pero
también sabía que los adictos al polvo de ángel, sobre todo los funcionales,
eran impredecibles, propensos a los cambios de humor y a la violencia. A
veces olvidaban lo que habían hecho una vez la droga abandonaba su
cuerpo. El peligro era demasiado grande.
Tras decidirse, Kiva retrocedió otro paso.
—De repente no me encuentro bien, Su Majestad. Si me disculpas… Creo
que será mejor que me retire.
Kiva hizo una reverencia respetuosa. La Ariana sobria no habría esperado
que fuera tan ceremoniosa, pero no sabía cómo afectaría la droga a su
memoria. Se enderezó a toda prisa y le dedicó una sonrisa temblorosa antes
de girarse hacia la puerta.
—No tan rápido.
Las tres palabras no contenían ni una pizca de la calidez ni de la
amabilidad de Ariana, sino que fueron frías como el hielo, imperiosas y
exigentes a la vez. Detuvieron en seco a Kiva, aunque no porque creyera
que debía pararse a escuchar. Estaba más desesperada que nunca por salir
de la habitación y mandar a la porra las consecuencias.
Pero no podía moverse.
No solo las palabras de la reina habían estado llenas de hielo, sino que el
agua se había alzado desde el suelo, bajo los pies de Kiva, y luego se había
congelado, atrapándola en el sitio.
El pánico la desbordó mientras intentaba liberarse. Sus esfuerzos fueron
inútiles. El bloque de hielo giró despacio bajo las órdenes de Ariana y Kiva
la encaró una vez más.
—¿Estás intentando irte? Aún no hemos tomado el chocolate.
—No, yo… eh… —tartamudeó Kiva con miedo.
De repente, la reina profirió un grito ensordecedor. Alzó con rapidez el
brazo por encima de la cabeza y tiró la copa contra la bandeja de la cena. El
vino, el chocolate y los pasteles salieron volando por doquier. La reina se
levantó y avanzó a trompicones hacia Kiva. Cortó el aire con la mano y un
anillo de oro captó la luz.
—¡Mira lo que has hecho! ¡Mira este desastre! —gritó—. Yo quería que
pasáramos un buen rato juntas ¡y lo has estropeado! ¿Por qué lo has
estropeado?
Al ver la mirada salvaje en su rostro, Kiva intentó con fuerzas renovadas
soltarse los pies, pero el hielo permaneció inamovible. Su agarre era
inquebrantable.
—Su Majestad, por favor —suplicó Kiva. Sabía que sería como hablar
con un animal salvaje—. No era mi intención. Lo siento. Ha sido un
accidente.
Las palabras salieron sin permiso de ella, lo que fuera para apaciguar a la
reina.
Su alivio fue casi paralizante cuando la rabia desapareció del semblante
de Ariana y el hielo bajo sus pies volvió a ser agua que se evaporó por
completo.
A pesar de estar libre, Kiva no se atrevió a dar ni un paso.
—¿Por qué estás tan asustada? —preguntó la reina, tropezando con la
comida y las bebidas derramadas—. Somos amigas, ¿verdad? ¿O acaso no
te caigo bien?
—Claro que sí —respondió Kiva con rapidez.
La reina captó el miedo en su voz y entornó sus ojos zafiro.
—¡MENTIROSA! —gritó—. ¡ME ESTÁS MINTIENDO! ¡TODO EL
MUNDO ME MIENTE!
Ante su mirada llena de ira, Kiva retrocedió, pero no consiguió dar ni tres
pasos antes de que la reina la apuntara con un dedo para detenerla una vez
más.
Pero no para congelarle los pies.
Sino para que no pudiera respirar.
Kiva se llevó una mano a la garganta para intentar inhalar aire, aunque
acabó doblándose y tosiendo agua. Y luego más agua. Sin dejar de toser,
intentó sacar todo el líquido de los pulmones. De repente los tenía llenos,
inundados.
Un terror puro la desbordó al ver que salía más y más agua de ella. Buscó
con desesperación algo para usar como arma y solo vio la bandeja tirada de
la cena. Tosiendo y escupiendo, cayó de rodillas y se arrastró hacia la copa
rota de vino. Enroscó los dedos alrededor de un trozo de cristal, pero la
reina le tiró con fuerza del pelo y el arma improvisada se le escurrió de la
mano. Ariana la arrastró por la comida derramada, bien lejos de cualquier
opción de defensa.
—¿Por qué me has mentido? —preguntó la monarca con tristeza—.
Quería caerte tan bien.
—¡Por favor! —dijo Kiva, pero solo le salió un gorgoteo.
Le ardían… le ardían los pulmones.
La oscuridad empezó a apoderarse de su visión y se dio cuenta de que ese
era el fin. No tenía modo de defenderse contra la magia de Ariana. El agua
llenaba todo su cuerpo, la ahogaba en tierra.
Y, de repente, ya no.
Con un sonoro ¡BANG!, las puertas del salón se abrieron y Jaren las
atravesó corriendo. Tras una mirada rápida cargada de terror, agitó la mano
hacia Kiva para vaciarle los pulmones en un instante. Una segunda oleada
de magia envió a su furiosa madre al otro lado de la habitación.
—Kiva —jadeó el príncipe, corriendo a su lado. La chica seguía tosiendo
con violencia. Le caían lágrimas mientras intentaba aguantar el dolor y
tragaba pesadas bocanadas de oxígeno—. Agárrate a mí.
Sin prestar atención a la porquería húmeda que la cubría, Jaren la aferró
entre sus brazos y se encaminó hacia la salida con el rostro pétreo.
—¡Jaren, cariño! —gritó Ariana, tropezando tras ellos—. ¡Mi querido
niño!
Nada más salir, las puertas se cerraron tras ellos movidas por un viento
invisible. Entre toses incesantes, Kiva oyó que la reina golpeaba las puertas
desde dentro, pero la magia de Jaren las mantenía cerradas.
—J-J-J…
—No intentes hablar —dijo con tensión. La miró y su tono se suavizó—.
Concéntrate en respirar, cariño.
Kiva pasó todo el trayecto de vuelta al palacio oriental inhalando y
exhalando, hasta que al fin pudo volver a respirar más o menos con
normalidad. No dejaba de temblar, no quería soltar a Jaren, así que no se
resistió cuando él la condujo a su dormitorio en vez de a la suite de Kiva.
La chica nunca había estado dentro de sus aposentos privados, pero,
después de lo que había ocurrido, apenas consiguió reunir un interés
pasajero. Sí que se fijó en que su salón no era tan opulento como el de la
reina, sino más parecido al que compartían Tipp y Kiva. Eso fue lo único
que distinguió antes de que él la condujera a su dormitorio y se sentara en la
cama con Kiva sobre su regazo.
La habitación estaba a oscuras. La luz de la luna entraba por las ventanas
que, al igual que las de Kiva, se abrían en un balcón sobre el río Serin. El
espacio era bastante más grande que sus aposentos de invitada, con tonos
masculinos de gris y azul oscuro entre el dorado y perla estándares de
palacio. Hasta la ropa de cama era más oscura. Su cama con dosel era muy
lujosa.
—Kiva —dijo él con voz ronca mientras le acariciaba la cara con
suavidad—. Lo siento tantísimo. —Kiva percibió la devastación de sus
palabras en lo más hondo de su ser—. No sé cómo…
—Chist —lo interrumpió la chica, agarrándose a su chaqueta y colocando
un dedo en sus labios—. No ha sido culpa tuya.
Notaba la voz un poco áspera, pero era un inconveniente menor
comparado con la alternativa.
Jaren le había salvado la vida.
Otra vez.
Sin poder soportar ese peso, Kiva se inclinó hacia él hasta apoyarse en el
hueco de su cuello.
—Gracias —susurró.
A Jaren se le escapó un gemido de sufrimiento y la envolvió de nuevo
con los brazos, sin importar la porquería que cubría a Kiva.
—No me des las gracias, por favor. —Con voz agonizante, añadió—:
Pensaba que lo había dejado. Me dijo que lo había dejado.
Kiva se agarró a él con más fuerza y sintió su angustia como si fuera
propia. Débil y vulnerable, no pudo evitar darle un beso muy suave en la
mandíbula. Era el único consuelo que podía ofrecerle.
Jaren se quedó inmóvil bajo ella, pero luego soltó un largo suspiro y
enterró la cara en su cabello, acercándola más a él.
—No sé qué haría si te pasara algo —murmuró.
Kiva notó un nudo en la garganta cuando le susurró su propia y terrible
verdad, algo que deseaba fuera mentira… pero no lo era.
—Lo mismo digo.
Al oír sus trémulas palabras, Jaren ladeó la cabeza para que pudiera
mirarlo a los ojos.
El aire abandonó sus pulmones de nuevo al verle la cara, al captar todo lo
que le estaba permitiendo observar, todo lo que él quería que viera.
La piel empezó a cosquillearle por el calor en sus ojos, la calidez le
inundó las venas y alejó todo el frío del ataque de la reina. Aún temblaba,
pero ya no de miedo. Era un temblor distinto.
La anticipación la invadió, el deseo la invadió. Su mente gritaba que era
mala idea, que aquello solo acabaría con dolor, pero no impidió que Jaren se
acercara poco a poco.
Kiva inhaló aire con rapidez…
Pero, en el último segundo, Jaren cambió de dirección y apretó los labios
en su frente.
—Quédate conmigo esta noche —susurró contra su piel.
No era una orden y, a pesar del calor que había aparecido hacía unos
instantes en sus ojos, Kiva supo que su intención no era que ocurriera algo
más íntimo entre ellos.
La decepción la llenó, pero, al mismo tiempo, también sintió un alivio
inmenso.
—No estoy segura… —empezó a decir. Le temblaba la voz de los fuertes
sentimientos que hervían en su interior.
—Por favor —suplicó Jaren. El príncipe heredero. Suplicando. En voz
baja, añadió—: Después de lo que ha pasado, necesito saber que estás a
salvo.
Kiva se dio cuenta de que él aún seguía conmocionado, quizá más que
ella. Por ese motivo, asintió conforme.
Jaren soltó un suspiro de agradecimiento y le besó de nuevo la frente
antes de apartarse.
—Te traeré algo para que te cambies.
Acto seguido, la levantó y la depositó en su cama. Con el dorso de la
mano le acarició la mejilla y luego atravesó la habitación a oscuras hacia el
armario.
Kiva consiguió recomponerse un poco antes de que él regresara con una
de sus camisas limpias de manga larga. Luego entró a toda prisa en el cuarto
de baño para quitarse la ropa sucia.
Cuando salió al dormitorio, Jaren se había puesto unos pantalones de
pijama… y nada más.
A Kiva se le secó la boca y obligó a sus ojos a apartarse del torso
desnudo, aunque captó justo a tiempo cómo Jaren la veía con su camisa. El
bajo no le llegaba ni a mitad del muslo.
¿Qué estoy haciendo?, gritó su mente presa del pánico. No podía hacerlo.
Definitivamente no debía hacerlo.
Abrió la boca con tal de preparar una excusa para marcharse (la que
fuera), justo cuando Jaren carraspeó y dijo:
—Quiero darte una cosa.
Kiva cerró la boca.
En vez de seguir hablando, él ladeó la cabeza.
—¿Por qué te has quedado en la puerta del baño? —preguntó.
Kiva suspiró temblorosa, pero echó a andar hacia él, resuelta a no mostrar
lo nerviosa que estaba. Cuando llegó a su lado, Jaren señaló la cama y los
dos subieron y se apoyaron contra el cabezal, codo con codo.
—Debería habértelo dado antes —dijo Jaren, dando vueltas a una
pequeña caja con los dedos—. Ni siquiera lo pensé. Pero fue una estupidez
por mi parte… Debería haberlo sabido.
La amargura llenaba su voz hacia el final, tanta que Kiva apoyó las manos
encima de las suyas para que dejara de juguetear con la caja.
Jaren soltó aire y la abrió para revelar un amuleto brillante sobre el lecho
de terciopelo.
Kiva lo había visto antes. Lo había llevado antes. Le había salvado la vida
en la ordalía por fuego y luego había acabado en manos de Naari. Y Kiva se
había olvidado de él.
Al final de la cadena resplandeciente se hallaba el emblema de los
Vallentis, con los cuatro cuadrantes elementales hechos de rubí, esmeralda,
topacio y zafiro, divididos por una espada y una flecha doradas y rematados
con una corona.
Era hermoso, admitió Kiva a regañadientes. Y esa belleza solo aumentó
cuando Jaren apoyó un dedo en él, con los ojos centrados en el colgante. Y
entonces las gemas empezaron a brillar.
Rojo, verde, blanco y azul: los colores se intensificaron más y más hasta
que Jaren apartó la mano al fin y regresaron a la normalidad.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Kiva, mirando el amuleto con los
ojos entornados. Jaren lo alzó.
—¿Puedo?
Al ver su mirada sincera y paciente, Kiva se encogió de hombros y se
apartó de su cuerpo. Un momento después, las manos del príncipe le
rodearon el cuello y el amuleto cayó contra su esternón. Luego Jaren se lo
abrochó.
—Esto te protegerá de cualquier ataque mágico —le explicó cuando Kiva
estuvo de nuevo frente a él—. He introducido mi poder en él. No solo
fuego, como en la ordalía, sino también tierra, agua y aire. Si alguien
intenta usar magia para hacerte daño, actuará como un escudo y te
mantendrá a salvo. —Kiva se lo quedó mirando—. No me crees —dijo él,
malinterpretando su expresión. Le buscó la mano—. Mira.
El fuego estalló de la punta de sus dedos y Kiva intentó apartarse, pero
Jaren la agarró con firmeza.
—Mira —repitió y señaló el punto en el que las llamas pasaban de su piel
a la de Kiva. Ella no notaba nada, ni dolor ni quemazón, justo como había
ocurrido en el crematorio.
—¿Cuánto durará? —graznó, sin poder procesar el valor de ese regalo.
Y lo que significaba.
Jaren la estaba protegiendo… de su familia.
De él mismo.
—El tiempo suficiente para que a la próxima salgas corriendo —dijo,
claramente enojado. Luego sacudió al cabeza y añadió—: No deberías tener
problemas con nadie más, pero sí que existen anomalías en el mundo…
Gente con magia fuera del linaje real. Esto también te protegerá de ellos.
Kiva bajó la mirada hacia el amuleto.
—No sé qué decir.
—Di que te lo quedarás. Que lo llevarás.
—Lo haré. Lo prometo.
El amuleto le había salvado la vida en el pasado. A pesar del emblema,
sería tonta si rechazara un regalo tan poderoso. Sobre todo con lo que iba a
ocurrir.
No pienses en eso, se dijo. Esta noche no.
—Ha sido un día largo —dijo Jaren, tapándolos a los dos con las mantas
—. Deberíamos dormir.
Kiva asintió y se enterró en esas mantas imposiblemente mullidas. Al
ponerse de cara a Jaren en la oscuridad, no pudo evitar decir:
—Tu cama es mejor que la mía.
Jaren soltó una carcajada de sorpresa.
—Me alegro.
Kiva se enterró más y se maravilló de lo natural que le parecía estar
acostada tan cerca de él sin una pizca de incomodidad.
—¿Cómo has sabido…? —no pudo terminar el susurro, pero Jaren supo
lo que quería preguntar.
Él le remetió un mechón de pelo detrás de la oreja. El roce le puso la piel
de gallina.
—Fui a tu habitación a ver cómo estabas, pero Tipp me dijo que te habías
marchado. Había oído a Oswald comunicarte la invitación de madre y en
cuanto me lo dijo, pues… Supe que algo iba mal. —En voz baja, concluyó
—: Siento no haber llegado antes.
—Yo solo doy gracias de que hayas venido —dijo Kiva. Luego repitió sus
propias palabras—. Gracias, Jaren. Siempre me estás salvando.
—Y siempre lo haré —replicó él. La profunda emoción de su respuesta
habría conmovido a Kiva si él no hubiera seguido hablando a toda prisa y
lleno de vergüenza—. Bueno, si es necesario. Y espero que no lo sea. Nunca
más. Pero, si tengo que salvarte, lo haré. Claro. Obviamente.
Riéndose por lo nervioso que se había puesto, Kiva posó un dedo sobre
sus labios por segunda vez en una noche.
—Buenas noches, Jaren.
Él suspiró bajo su dedo.
—Buenas noches, Kiva.
La chica se acurrucó más y ya empezaba a dormirse cuando le llegó de
nuevo la voz de Jaren en un suave susurro.
—¿Kiva?
—¿Mmm?
—Siento lo de hoy. Con tu familia.
Aunque había decidido dejarlo pasar, sintió otro pinchazo de traición.
—Y siento haberme enfadado tanto —prosiguió Jaren—. Es que…
—Lo sé —lo interrumpió ella con otro susurro.
Medio dormida e incapaz de mantener la guardia, Kiva se movió en la
cama hasta apretarse contra Jaren. Él se puso bocarriba enseguida y la
acercó más. Kiva apoyó la cabeza en su pecho desnudo. Sin pensar, colocó
la mano sobre su corazón y enroscó la pierna alrededor de su rodilla.
Quedaron perfectamente entrelazados.
Él no dijo nada más, pero justo cuando Kiva se dormía de verdad, susurró
por segunda vez:
—Lo sé.
CAPÍTULO VEINTICINCO
C uando Kiva despertó a la mañana siguiente, tenía todo el torso pegado
al de Jaren y sus piernas enredadas en una proeza impresionante de
flexibilidad.
El pánico la inundó, pero se obligó a permanecer tranquila. Solo tenía que
salir de allí antes de que se despertase. Si podía liberarse sin moverlo
demasiado, entonces…
—Buenos días. —Kiva se quedó de piedra. Apenas había conseguido
apartar el brazo y poco más—. No estarás intentando escabullirte, ¿verdad?
—preguntó Jaren con voz ronca pero cargada de humor.
—Em…
Con un movimiento imposiblemente rápido, Jaren les dio la vuelta a los
dos. Kiva soltó todo el aire y acabó bocarriba, mirando su rostro lleno de
diversión.
—Intentémoslo de nuevo, ¿vale? —murmuró él mientras le besaba la
mandíbula—. Buenos días, Kiva.
La chica farfulló. Notó una calidez llenándole el estómago mientras los
labios de Jaren se movían audaces por su cuello y le besaban el punto
sensible bajo la oreja.
—¿Has dormido bien? —susurró allí. Su boca le rozó la piel con cada
palabra, lo que le provocó un delicioso escalofrío por la espalda. Kiva
produjo otro sonido ininteligible y él se rio en voz baja—. Yo también.
Kiva se aferró a su pecho desnudo, sin saber si apartarlo o acercarlo.
Antes de que pudiera decidirse, él se apartó y la miró con ternura.
—Pasa el día conmigo.
Su mente estaba tan alterada por sus caricias que tardó un momento en
responder.
—¿Cómo?
La palabra fue más un jadeo que otra cosa y se habría sentido
avergonzada si los ojos de Jaren no se hubieran enternecido más. Se agachó
de nuevo y plantó un beso ligerísimo en la comisura de su boca, como si no
pudiera evitarlo. Pasó tan rápido que Kiva se habría preguntado si lo había
imaginado de no ser por el cosquilleo que persistió después del beso.
—Pasa el día conmigo —repitió el príncipe.
En esa ocasión, Kiva ignoró todo lo que la hacía sentir para intentar
concentrarse.
—¿No tienes reuniones?
—Las cambiaré. —Se inclinó tanto que Kiva solo veía su rostro—. Por
favor. Necesito un día libre. Y quiero pasarlo contigo.
Habría hecho falta una persona mucho más fuerte que Kiva para negarse,
sobre todo cuando él la miraba… de… de esa forma.
—Vale —cedió—. Pero si te refieres a todo el día, entonces se lo dices tú
a Caldon.
Otra carcajada queda de Jaren.
—Creo que sobrevivirás si te saltas una sesión de entrenamiento. —
Señaló el balcón con la cabeza—. Además, el amanecer ya ha pasado.
Kiva siguió su mirada y ahogó un grito al ver el brillante sol. No sabía
que habían dormido hasta tan tarde.
—Mañana me va a matar —gimió. Ya tenía miedo de los ejercicios que le
pondría a modo de castigo.
—Pues será mejor que hoy aprovechemos el día para que tu inevitable
muerte valga la pena. —Con esas palabras cargadas de regocijo, Jaren se
apartó de Kiva y la sacó de la cama, sin dejar de abrazarla—. A ver qué te
parece este plan. Te vistes mientras yo cambio un par de asuntos y nos
encontramos en tu suite dentro de veinte minutos. Sé de un sitio maravilloso
para desayunar que está en el río y que hace los mejores rollitos de huevo y
beicon de todo Wenderall. Comemos algo y luego… —Sonrió—. Bueno,
luego ya verás.
—Cuánto misterio.
Su sonrisa aumentó.
—Mira quién fue a hablar.
Kiva no tenía forma de defenderse, así que puso los ojos en blanco y se
apartó de él para ir hacia la puerta. Acababa de abrirla y estaba a punto de
salir cuando Jaren la llamó. Ella se detuvo y se giró hacia él.
—Nunca en toda mi vida había dormido tan bien.
Kiva tragó saliva al ver cómo la miraba. Quería mentir, pero lo que dijo
fue la verdad absoluta e innegable.
—Lo mismo digo.

Jaren tenía razón sobre los rollitos de huevo y beicon. Tras un mordisco,
Kiva casi inhaló el resto, porque había comido muy poco la noche anterior.
El sabor también ayudó a limpiar la amargura de la poción de Delora, que
Kiva había tomado nada más regresar a su dormitorio. Solo le quedaba un
trago en el frasco y tendría que encontrar una forma de volver a ver a su
abuela al día siguiente, tal y como quedaron, pero decidió que podría
preocuparse por eso más tarde.
—Te lo dije —comentó Jaren mientras paseaban junto al río. Se había
fijado en lo rápido que se había terminado el rollito y fue muy amable de
darle lo que quedaba del suyo.
Kiva quiso protestar, pero no tuvo fuerza de voluntad… como le ocurría
con todo lo relacionado con Jaren. Solo se arrepintió de sus decisiones
vitales cuando terminó de comer, se chupó los dedos y los dos rollitos
llegaron a su estómago.
—Tienes pinta de estar un poco incómoda —dijo Jaren con un amago de
sonrisa mientras la veía agarrarse la barriga y gemir—. ¿Crees que puedes
subir la colina o tengo que llevarte?
Señaló un camino conocido, uno que Kiva había recorrido varias veces
desde su llegada a la ciudad.
—¿Me vas a llevar a Silverthorn? —preguntó, ladeando la cabeza
sorprendida. El amuleto se movió en su cuello, un recordatorio de que
descansaba bajo su suéter y la protegía de todo mal—. No estoy tan mal.
Solo he comido demasiado.
Jaren rio y la abrazó por la cintura para llevarla por la concurrida calle del
Río hasta un callejón lateral más tranquilo que también conducía a la
academia.
—No vamos allí por ti.
La alarma llenó a Kiva.
—¿Estás bien?
—Sí —se apresuró a responder él—. Tampoco vamos por mí. —Hizo una
pausa—. Bueno, en cierto sentido sí, pero no por nada que… —Se
interrumpió—. Da igual. Ya lo verás en cuanto lleguemos.
Llena de curiosidad, Kiva lo siguió por la colina. Esperaba que entraran
por la puerta principal, pero, antes de llegar al campus, Jaren la guio entre
dos edificios estrechos de viviendas y se adentró más en las sombras para
cerciorarse de que no los veía nadie.
—Esto no es raro para nada —constató Kiva mientras echaba un vistazo a
su alrededor.
—Si esto te parece malo, no aceptes nunca cualquier oferta de Caldon de
pasar la noche en la ciudad —replicó Jaren. Metió la mano en el bolsillo y
sacó dos pequeños objetos dorados—. Sobre todo si menciona algo sobre
perseguir los espíritus de nuestros antepasados o cazar los fantasmas de los
dioses.
Kiva parpadeó durante un largo minuto antes de decir:
—Hay tantas cosas ahí que no sé ni qué preguntar.
Jaren rio.
—Es una historia para la próxima noche en familia. —Le ofreció uno de
los dos objetos dorados—. Toma.
Kiva lo aceptó y le dio la vuelta. Una sensación incómoda se apoderó de
ella al ver la máscara sencilla pero elegante. No era de plata y no había
serpientes enroscadas, pero se tragó su inquietud.
—¿Para qué es esto?
Jaren se colocó la máscara en la cara.
—Para lo que vamos a hacer, tengo que ser el príncipe Deverick. —
Señaló sus rasgos ocultos por la máscara con una mirada cohibida. Luego
señaló la que sostenía Kiva—. Si no te importa, creo que tú también
deberías ponértela.
—Pero no soy de la realeza —dijo Kiva con el ceño fruncido—. A nadie
le importa quién sea yo.
El motivo de su inesperada mirada quedó claro cuando Jaren dijo:
—Sígueme la corriente. Estoy… estoy pensando en el futuro.
El aliento abandonó a Kiva por su insinuación. El retrato de familia de
Tipp le vino a la mente: la imagen de Jaren y ella agarrándose de la mano y
luciendo unas coronas era imposible de olvidar.
Quizá sea mejor que compartas tus intenciones con nosotros.
Oyó de nuevo las palabras de la consejera Zerra y se sintió caer otra vez,
pero la sensación no fue del todo desagradable.
Jaren no parecía esperar respuesta y, tras aguardar a que ella accediera
con un gesto de la cabeza, le quitó la máscara de sus dedos insensibles y se
la colocó con suavidad en la cara.
—Te queda bien —murmuró, alisando los bordes.
A Kiva le costaba tragar aire, pero consiguió jadear:
—Em, gracias.
Jaren sonrió. Su máscara acababa en la punta de la nariz y le dejaba la
boca visible. Detrás de la filigrana dorada, sus ojos eran como charcos
gemelos de un océano iluminado por el sol, tan imposiblemente hermosos
que la distraían de un modo frustrante.
Kiva carraspeó y apartó la mirada. Tocó el frío metal de su cara.
—Vale, príncipe Deverick —dijo. Su nombre oficial sonaba extraño en su
lengua—. Creo que es hora de que me expliques por qué hemos venido a
Silverthorn.
Jaren no respondió, solo sonrió con más ganas y la condujo al campus.
Kiva intentó estar pendiente por si veía a Rhessinda mientras recorrían los
senderos de piedra, pero se distrajo cuando echaron a andar por una
bifurcación hacia la enfermería para los pacientes que necesitaban cuidados
y rehabilitación durante un largo periodo de tiempo.
En cuanto entraron en el enorme edificio, quedó claro que Jaren conocía
los pasillos asépticos. Los sanadores y residentes lo saludaron al pasar y
nadie se sorprendió de verlo. Sin embargo, sí que lanzaron miradas curiosas
hacia Kiva. Agradeció que la máscara la ocultara de sus ojos indiscretos.
—Ya casi estamos —anunció Jaren mientras ascendían por una amplia
rampa en espiral hacia los niveles superiores.
—Pero ¿dónde estamos?
Una vez más, él no respondió, pero se detuvo al alcanzar la parte superior
de la rampa.
—¿Te importa si te tomo prestado el amuleto? Tengo que llevarlo cuando
vengo aquí porque… Bueno, lo entenderás enseguida.
Kiva entornó los ojos, pero él solo aguardó paciente hasta que ella
suspiró, sacó el amuleto de debajo del suéter y se lo entregó. Él se lo puso
enseguida alrededor del cuello, asegurándose de que el emblema quedara
encima de la ropa para que todo el mundo lo viera. Solo entonces siguió
guiándola por un pasillo blanco hasta que alcanzaron una puerta cerrada al
final.
—Jaren… —dijo Kiva, frustrada ante la escasez de respuestas, pero justo
entonces abrió la puerta. Antes de que la chica pudiera terminar la frase,
múltiples gritos de «¡PRÍNCIPE DEVERICK!» le taladraron los oídos y se
tragó de repente su queja.
Kiva se quedó en la puerta, perpleja, mientras un sonriente Jaren entraba
en la sala y saludaba a todas las caras llenas de regocijo que lo rodeaban.
Niños, se corrigió mentalmente Kiva… Saludaba a todos los niños llenos
de regocijo que lo rodeaban.
Echó un vistazo hacia las camas pequeñas alineadas unas junto a otras, el
batiburrillo de dibujos pegados a las paredes y los coloridos juguetes por el
suelo. Eso le confirmó a Kiva que se hallaban en el pabellón infantil de la
enfermería para pacientes de larga estancia.
Y en el centro se situaba el príncipe heredero con los brazos estirados
mientras los niños se levantaban de sus camas, algunos más despacio que
otros, y corrían hacia él.
—Siempre se porta muy bien con ellos.
Kiva se giró para encontrarse a una sanadora de Silverthorn ataviada con
la túnica blanca. La mujer de mediana edad y piel oscura se había acercado
hasta situarse a su lado y observaba al príncipe con una adoración patente.
No por quién era, sino por lo que hacía. Porque mientras Kiva lo miraba,
Jaren alzó las manos… y los niños empezaron a volar.
Soltaron gritos de alegría mientras zumbaban por el pabellón. Jaren
parecía saber con quién debía ir con más cuidado y los trataba así. Padres y
visitantes observaban la escena y sonreían al príncipe con amor y aprecio,
como si lo hubieran visto antes. Varias veces.
Fue suficiente para que Kiva preguntara:
—¿Viene aquí a menudo?
—Cada semana —respondió la mujer. Por señas le indicó que entrara más
en la sala—. Bueno, al menos cuando está en la ciudad. Estuvo la mayor
parte del invierno fuera. Los niños se quedaron destrozados, pero vino nada
más regresar. Es muy generoso con su tiempo, sobre todo porque divide sus
horas por igual entre otros lugares.
Kiva observó mientras Jaren agitaba las manos y aparecían flores en la
sala, además de enredaderas en flor que subían por el techo y las paredes. El
pabellón cobró vida con una belleza natural. Y con él, Kiva entendió de
repente por qué necesitaba el amuleto.
Era una tapadera.
El público sabía que el príncipe Deverick controlaba la magia ígnea y
aérea, pero nada más. Si había estado aquí y había hecho aquello antes,
seguro que se le habría ocurrido una historia sobre el amuleto para que
creyeran que su familia le había imbuido poder con tal de que lo
manipulara… cuando, en realidad, no usaba el amuleto en absoluto.
Kiva notó un nudo en la garganta.
—¿Otros lugares? —carraspeó. La sanadora asintió.
—Ah, sí. Va por toda la ciudad, nuestro príncipe Deverick. Visita todos
los orfanatos, los asilos de ancianos y hasta ayuda a alimentar y vestir a los
indigentes cerca del puerto. Hace lo que puede para aliviar el sufrimiento de
los demás.
Con lágrimas en los ojos y la garganta cerrada, Kiva no pudo responder.
La sanadora se fijó en su reacción y se acercó más para decir:
—A la reina Ariana se la respeta bastante, pero ¿al príncipe Deverick? Es
el príncipe del pueblo. Es nuestro príncipe. Cuando herede el trono será el
mejor día en toda la historia de Evalon. —Su mirada se posó en Jaren, que
había devuelto a todos los niños al suelo y ahora hacía malabares con bolas
de fuego ante sus gritos y carcajadas—. Ese joven está destinado a la
grandeza. Será el mejor rey que hayamos tenido nunca. Estoy segura.
Kiva no pudo soportarlo más.
Jaren había invocado unas gotas de agua y las había hecho brillar como
perlas de luz, con lo que cautivó a los niños de nuevo. Kiva no podía apartar
la mirada de él. Sabía en lo más hondo de su ser que la sanadora tenía
razón. Sería un rey maravilloso… El mejor.
Y su familia planeaba arrebatarle aquello.
Ella lo estaba planeando.
—Cielos, sanadora Tura, ¿qué le has dicho a nuestra visitante? Parece a
punto de vomitar.
Kiva apartó los ojos de Jaren para ver entrar a la sanadora jefe en el
pabellón. Le quedó claro que la había reconocido a pesar de la máscara.
—Solo estábamos hablando de lo maravilloso que es el príncipe —dijo
Tura. Su mirada se tornó alerta al observar a los niños—. Si me disculpa,
parece que la joven Katra va a hacer alguna travesura.
Se dirigió con rapidez hacia una niña que se estaba atando una de las
enredaderas de Jaren en el pie. Claramente ansiaba que la alzara en el aire,
ahora que el príncipe había depositado a todos los niños voladores en el
suelo.
—Esperaba verte de nuevo otra vez, señorita Meridan —dijo la sanadora
Maddis en cuanto estuvieron a solas—. Cuando oí que el príncipe Deverick
había venido con una acompañante, decidí pasarme a ver si eras tú.
—Lo siento, sanadora jefe, pero si esto es por si voy a asistir…
Maddis agitó una mano.
—Dije que te tomaras tu tiempo para decidirlo y lo dije en serio. —Sacó
un bote de la túnica, con un ungüento pálido en su interior, y la sostuvo en
alto—. He venido a traerte esto.
Kiva abrió la tapa y captó unos aromas familiares, aunque no pudo
identificar todos los ingredientes.
—¿Qué es?
—Es para tu mano. —Kiva tardó un momento en procesar las palabras,
pero, cuando lo hizo, miró a Maddis a los ojos. Sin ser consciente de su
angustia, o quizá pasándola por alto, la sanadora añadió—: No borrará la
cicatriz por completo, pero fomentará la regeneración de las células y, con
el tiempo, la marca se notará menos. —Señaló con el mentón a Jaren—.
Nuestro príncipe también podría usarla.
Y con aquello reveló que podía percibir todo lo que se revolvía en el
interior de Kiva. Maddis le agarró con gentileza la mano izquierda y apartó
la manga para exponer la cicatriz en forma de zeta, la misma que Kiva creía
que la condenaría si la sanadora jefe se enteraba de su existencia.
—Nuestras cicatrices nos definen —dijo la mujer en voz baja mientras
acariciaba las tres líneas con la punta de un dedo—. Cuentan una historia de
valor y supervivencia. Dicen quiénes somos en lo más hondo, narran los
retos a los que nos hemos enfrentado y superado. —Le dio una palmadita en
la mano y susurró—: No todas las cicatrices son tan visibles como esta. Me
atrevería a decir que tienes más por dentro. Pero no te olvides de que cada
cicatriz es hermosa. Y nunca, nunca deberías avergonzarte de ellas.
Con una sonrisa amable, Maddis soltó a Kiva y se encaminó hacia la
puerta. Salió sin decir ni una palabra más.
Abrumada, Kiva se quedó allí plantada, respirando profundamente.
Maddis sabía que había estado en Zalindov.
Lo sabía y le daba igual.
No había retirado su ofrecimiento ni dicho que ya no podía ser alumna.
Tampoco había aplastado sus sueños.
No… Kiva era quien lo hacía. Kiva y su compromiso para con su familia,
su misión y todo lo que le impedía vivir la vida que quería, Silverthorn
incluido. Incluso ahora, después de la traición que había descubierto el día
anterior, después de no poder negar lo que sentía por Jaren… Incluso ahora
seguía fiel a sus hermanos y a sus planes de venganza.
Porque, después de diez años, no sabía cómo no serlo.
Aunque desease (y lo deseaba con toda su alma), no podía abandonar
todo aquello.
Con el corazón y la mente enfrentados, Kiva alzó los ojos y captó la
mirada feliz de Jaren. Al ver que estaba sola, extendió una mano para que se
acercara.
Y así, con el gesto tenso, guardó el tarro y se acercó a él con una sonrisa
genuina dirigida a los niños, que gritaron con una alegría renovada al ver
que tenían otra visitante con la que jugar.
—¿Te apetece divertirte un rato? —le preguntó Jaren.
Sin apartar la mirada de él, la sonrisa de Kiva aumentó a pesar de su
corazón roto.
—Venga.

Kiva y Jaren pasaron casi todo el día en Silverthorn, moviéndose de


pabellón en pabellón para traer alegría a niños y adultos por igual. No
importaba que ella no poseyera magia elemental, porque Jaren estaba más
que dispuesto a cumplir cualquier petición de Kiva. Con un movimiento de
su mano, llenó habitaciones enteras de burbujas que no estallaban, animales
de fuego que correteaban por ahí y fuentes de agua y bosques tropicales que
surgían de la nada.
A lo largo del día, muchos sanadores hablaron con Kiva y compartieron
con ella cuánto significaba la generosidad de Jaren para los niños y sus
familias. Decían que era el mejor momento de la semana.
El príncipe del pueblo, así lo había llamado la sanadora Tura.
No se equivocaba.
Con cada carcajada nueva de un niño y cada ilusión producida por la
magia de Jaren, Kiva se veía obligaba a reconocer que estaba metida en más
problemas de los que pensaba.
Porque cada vez que Jaren la miraba, le sonreía y la tocaba, sabía en lo
más hondo de su ser lo que haría si vivían otra noche como la anterior, otra
mañana como la de ese día.
No lo apartaría.
Se aferraría a él todo lo que pudiera, todo lo que él se lo permitiera.
Porque estaba e…
—Estás muy callada —dijo Jaren, sacándola de golpe de sus
pensamientos.
De sus pensamientos peligrosos, peligrosísimos.
—¿Mmm? —respondió Kiva. Rezaba para que su rostro no la traicionara.
Ojalá no se hubieran quitado las máscaras al salir de los terrenos de la
academia.
—No pretendía agotarte —añadió Jaren mientras paseaban despacio por
la calle del Río de vuelta al palacio. El sol se ponía a lo lejos—. Solo quería
demostrarte que mi vida no siempre está llena de reuniones del consejo o
política deprimente. Y pensé que… —Se pasó una mano por el pelo y miró
el amuleto que volvía a rodear el cuello de Kiva—. Supongo que quería
compartir contigo algo que nunca he compartido con nadie. Pensé que te
gustaría. Incluso que lo disfrutarías.
Kiva captó todas las expresiones que le cruzaban el rostro: la duda, la
timidez, la incertidumbre. Todo lo que sentía por ella y lo importante que
era la opinión de Kiva para él.
—Sí que me ha gustado —respondió la chica con la voz cargada de
emoción—. Y lo he disfrutado. Más de lo que puedo expresar.
Él le dirigió una mirada de alivio, que desapareció enseguida al verle el
semblante.
Tiró de ella para apartarla a un lado y se detuvieron junto a la barandilla.
—¿Quieres decirme qué va mal? Durante todo el día es como si hubiera
cierta… tristeza en ti. —La miró con atención—. ¿Es por los niños? Pensé
que te parecería bien, como sanadora que eres. —Y se apresuró a añadir—:
No quiero decir que te parezca bien que estén enfermos, sino que…
—Sé a lo que te refieres —dijo Kiva, cortándole. Pensaba que había
ocultado bien su desdicha, pero él podía leerla mejor que otra gente.
Aprovéchalo, dijo una voz que se parecía sospechosamente a la de
Zuleeka. Aprovecha esta oportunidad. Te lo está poniendo en bandeja.
—Verás… —empezó, pero se detuvo. El amuleto se movió, como si le
suplicara que no lo hiciera. O quizá era su corazón.
Hay cosas que no comparte siquiera con el consejo real, con su familia…
Pero a ti te escucha.
Esa era sin duda la voz de Zuleeka… y no se calló.
Encuentra una forma legítima de conseguir el trono, algo que obligue a
Evalon a aceptarnos como sus nuevos gobernantes sin discusión.
Mareada, Kiva se apoyó en la barandilla sin poder mirar a Jaren.
—Fue duro, verte con ellos hoy. Cuánto los quieres. Cuánto te quieren.
Jaren se apoyó a su lado, su brazo rozando el de Kiva.
—¿Por qué?
Hazlo, hermana.
—Porque…
Es él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes tenerlo todo.
Kiva cerró los ojos para no ver el recuerdo. Debía tomar una decisión. Y
debía ser fiel a ella.
—Porque no puedo evitar preocuparme por si te pasa algo a ti. Y a tu
familia.
Soltó las palabras con rapidez, como si así fuera más sencillo.
—¿Qué? —exclamó Jaren con sorpresa y humor.
Comprometida ya, Kiva se explicó.
—Sé que ahora mismo no estáis preocupados por los rebeldes. Pero… —
Se obligó a mirarlo con miedo en los ojos—. Pero me secuestraron, Jaren. Y
eso significa que siguen conspirando. ¿Qué pasará si han encontrado una
forma de hacerte daño?
—¿Estás preocupada por los rebeldes? —preguntó Jaren con las cejas
alzadas con una incredulidad manifiesta.
Su sentimiento era genuino, a pesar de que los rebeldes lo habían atacado
hacía tan solo dos noches.
—Si intentan hacerse con el trono… —dijo Kiva, pero la interrumpió otra
carcajada sorprendida.
—Voy a pararte ahí. —Le rodeó la cara con las manos y con amabilidad
dijo—: No tienes nada de lo que preocuparte, Kiva. Te lo prometo. Aunque
sean un fastidio tremendo, nunca serán tantos como para poder tomar el
reino a la fuerza. Y, aunque lo hicieran, nuestros ciudadanos nunca
aceptarían a un gobernante que ha derramado tanta sangre inocente.
—Pero ¿y si han encontrado otra forma? —preguntó Kiva con un ceño de
preocupación—. ¿Y si conocen algún modo legal para que abdiquéis y el
pueblo los acepte? —Tragó bilis y se obligó a añadir—: Si tienen un
heredero Corentine entre sus filas, su reclamación sería válida, ¿no?
—Para empezar, eso no está confirmado.
—Pero tú crees que es cierto —lo presionó Kiva.
Él reconoció que tenía razón y prosiguió:
—Y sí, estás en lo cierto. En teoría, existe una forma para que el pueblo
los acepte. —A Kiva se le detuvo el corazón—. Pero cuando digo «en
teoría» es porque las posibilidades de que ocurra son tan mínimas
(imposibles, en realidad) que no vale la pena ni pensar en eso.
Kiva casi no pudo ni forzar el sonido a que atravesara sus labios.
—¿Cómo estás tan seguro?
Jaren guardó silencio durante un minuto sin dejar de mirarla. Ella no tuvo
que controlar su gesto, ya que el temor la llenó sin esfuerzo alguno.
—Estás preocupada de verdad por esto, ¿no? —murmuró Jaren al fin. Su
mano se posó en la nuca de Kiva y le acarició la piel para consolarla.
—No sabes cuánto —respondió Kiva. Decía la verdad.
Él le dio otra caricia más antes de bajar los dedos por su brazo y
entrelazar sus dedos con los de la chica.
—Ven conmigo —le dijo en voz baja—. Quiero enseñarte una cosa.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
J aren condujo a Kiva hacia el palacio occidental, el que menos conocía.
La guio por los pasillos hasta que alcanzaron unas puertas doradas que
daban a una biblioteca tan magnífica que Kiva pasó un minuto entero dando
vueltas sobre sí misma con la boca abierta.
Al igual que el resto del palacio, la biblioteca era dorada y blanca, pero
había paredes hechas de estantes que se elevaban al menos tres pisos, con
escaleras de caracol entre ellas y balcones en cada nivel que daban a la
planta abierta. No había demasiados muebles, solo unos cómodos sillones
para leer. En el centro, y estirándose hacia el mural del techo, se hallaba el
tronco retorcido de un roble pálido, como un anciano guardián que vigilaba
los libros.
—Supongo que no has estado nunca aquí —dijo Jaren con alegría al ver
la reacción de Kiva.
Ella solo pudo negar con la cabeza, muda de puro asombro.
Jaren rio por lo bajo y luego la condujo al centro del espacio abierto,
hacia la base del roble sin hojas.
—Aunque corra el riesgo de que nunca salgas de aquí, debo decirte que
hay toda una sección en la segunda planta dedicada al conocimiento de
plantas y las artes sanadoras. Los residentes de Silverthorn suelen hacer
peticiones cuando su biblioteca no abarca un tema concreto.
Kiva ansiaba subir corriendo la escalera de caracol más cercana y
enterrarse en lo que solo podían ser los libros más singulares del mundo,
pero disimuló su admiración para preguntar:
—¿Por qué me has traído aquí?
—Para enseñarte esto.
Jaren se detuvo delante del tronco y señaló un pequeño estante tallado en
la madera. Sobre él había un único libro con el cuero envejecido y las
frágiles páginas descoloridas. Aun así, dado lo viejo que era (y lo que era),
estaba muy bien conservado. Mediante magia, no cabía duda.
—¿Es lo que creo que es? —susurró Kiva con veneración al leer el título.
—El Libro de la Ley —confirmó Jaren. Abrió la cubierta y pasó las
páginas antiguas. Su mirada seria se encontró con la de Kiva—. Solo mi
madre y el consejo real saben lo que voy a contarte. Solo el monarca
gobernante, su heredero elegido y los gobernadores supremos de Evalon…
Así ha sido desde que Sarana Vallentis ocupó el trono y creó las leyes que
se conservan a día de hoy. —Dio unos golpecitos al libro con un dedo—. Ni
mi padre lo sabe, ni Mirry, Cal, Ori ni nadie más. Solo madre, el consejo y
yo. Necesito que entiendas lo que te estoy diciendo.
Kiva lo entendía. Estaba confiando en ella. Le confiaba su vida… y su
reino.
—A lo mejor no deberías decírmelo —dijo con voz temblorosa.
Una parte de ella rezaba para que no lo hiciera.
Porque esa misma parte temía que lo que estaba a punto de compartir con
ella fuera la perdición de Jaren.
Es él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes tenerlo todo.
Kiva alejó de su mente la voz de su hermana.
—Es importante para mí que te sientas segura —dijo Jaren en voz baja—,
que no estés preocupada por un futuro que nunca ocurrirá. No hace falta que
diga que este es mi mayor secreto (el mayor secreto de Evalon), pero si te
ayuda a dormir bien por las noches, entonces quiero que lo sepas. Confío en
ti, Kiva. Ya deberías saberlo.
Para, por favor, quería decirle la chica. No digas nada.
Sin embargo, contuvo la lengua mientras Jaren pasaba más páginas antes
de detenerse y señalar un punto en la tinta vieja.
La caligrafía curva estaba escrita en evalonio antiguo, un idioma que solo
entendían los eruditos más instruidos. Al final de todo había un anexo en
letra minúscula, tan pequeña que Kiva tuvo que entornar los ojos para
distinguir las palabras.
Jaren señalaba ese anexo.
—Te dije que, en teoría, los rebeldes tienen una forma legítima de asumir
el liderazgo del reino, y el modo de conseguirlo está escrito ahí. —El pulso
de Kiva se aceleró a un ritmo poco saludable—. Es una cláusula enterrada
en la letra pequeña de nuestras propias leyes, una que revela una instancia
en la que los ciudadanos de Evalon deben rendirse pacíficamente ante un
nuevo monarca. Del mismo modo, cualquier soberano actual debe ceder el
liderazgo sin disputa. —Kiva tenía la sensación de estar a punto de
desmayarse—. La cláusula establece que la persona, o personas, que posea
el Ternario Real al completo tendrá automáticamente derecho al trono y
linaje real —recitó Jaren. Arrugaba el ceño, pensativo—. Supongo que en
ese caso da igual si los rebeldes tienen un heredero Corentine o no entre sus
filas. Sin embargo, como todo su movimiento está basado en la premisa
errónea de vengar a Torvin por algo que, para empezar, se merecía,
entonces supongo que, sin uno de los descendientes que los lidere, los
rebeldes se volverán inestables.
A Kiva le daba vueltas la cabeza. El Ternario Real… las palabras que
había oído al consejo real durante su reunión, las mismas palabras por las
que les había preguntado a sus hermanos. Ninguno sabía cómo de secreta
era la respuesta.
A pesar de su conflicto interno, Kiva pasó por alto lo que Jaren había
dicho sobre Torvin y prefirió plantear la única pregunta aceptable con un
tono tan bajo que no era ni un susurro:
—¿Qué es el Ternario Real?
—Son tres objetos —respondió Jaren, pasando de nuevo las páginas—. El
primero es… —Dio unos golpecitos al Libro de la Ley—. El segundo es el
sello real, un anillo de oro que lleva el soberano actual de Evalon. Idearon
el escudo de mi familia para imitarlo, así que es en esencia una versión más
pequeña del amuleto que llevas, solo que sin el poder de canalizar magia.
Kiva recordó el anillo que había visto la noche anterior en el dedo de
Ariana y en muchas otras ocasiones.
—¿Lo lleva tu madre? —preguntó.
Jaren asintió.
—Cuando herede el trono, me lo dará a mí.
Kiva no pudo mirarlo a los ojos.
—¿Y el tercer objeto?
Jaren señaló la página que había abierto. En ella había un dibujo de dos
manos estiradas que sujetaban una gema sencilla, esférica y sin color, como
un diamante reluciente o un cristal muy puro.
—El Ojo de los Dioses. Gracias a él no debes preocuparte por si alguien
nos arrebata el reino.
—¿El Ojo de qué? —preguntó Kiva mientras examinaba la gema.
—Vamos a sentarnos —sugirió Jaren, guiándola hacia los sillones de
lectura más cercanos. Una vez cómodos, respondió—: Ya conoces la
historia de Torvin y Sarana… o una de las historias. La que compartiste en
Zalindov la había oído antes, pero no es la única. Y no es en la que yo creo.
—Sacudió la cabeza—. Eso da igual. Todas las historias comienzan igual,
con los dos enamorándose. ¿Coincidimos en eso?
Kiva asintió. Sentía curiosidad por conocer las otras historias que Jaren
había oído, pero no tanto como para interrumpirlo.
—Según la leyenda, mientras gobernaban juntos, algunos de los dioses
antiguos aún pululaban por el mundo, ya que no se habían marchado al
mundoterno —prosiguió Jaren—. Tras la unión de Sarana y Torvin, esos
dioses decidieron que ya no eran necesarios, pues creyeron que su pueblo
estaba a salvo y las tierras protegidas por la poderosa magia que ambos
soberanos poseían. Como regalo de despedida, dieron una preciada gema, el
Ojo de los Dioses, a los recién casados, una bendición para señalar su valía
como líderes. A día de hoy, se dice que quien posea el Ojo tiene la
aprobación de los dioses para gobernar.
—Me dijiste que, gracias al Ojo, no debía preocuparme —consiguió decir
Kiva a pesar de sus labios adormecidos—. Nada de lo que has dicho me
hace sentir mejor.
Jaren rio. Se rio de verdad.
—Respira, Kiva —dijo, dándole un apretón tranquilizador en la mano—.
No tienes por qué preocuparte, porque el Ojo es casi imposible de robar. Lo
tiene…
—No me lo digas.
Jaren sacudió la cabeza con indulgencia. Parecía que hasta le hacía gracia.
—Te dije que confío en ti. Y, además, no pasará nada aunque te lo diga.
Tendrías que atravesar un ejército entero para robarlo. —Kiva parpadeó, sin
terminar de entenderlo—. El Ojo viaja con la general actual de los ejércitos
de Evalon. Ahora mismo lo tiene Ashlyn, a cientos de kilómetros al norte
de aquí. Además de protegerlo con su magia eólica y terrestre, cualquier
ladrón necesitaría una gran fuerza para superar nuestro número significativo
de soldados. Y, en caso de conseguirlo, ya serían lo bastante fuertes para
conquistar todo Evalon sin necesidad del Ternario. —Se detuvo para
asegurarse de que Kiva prestaba atención y concluyó—: Los rebeldes no
poseen esa fuerza. Y, si alguna vez se acercan a tenerla, tomaremos otras
precauciones. —Poco a poco, la tensión de Kiva empezó a disminuir—.
Mirraven y Caramor, por otra parte… —prosiguió Jaren con naturalidad,
aunque con el rostro pétreo—. Su alianza sí que nos preocupa, ya que en
conjunto sí que poseen soldados suficientes para vencernos. Pero, aunque
conocieran el auténtico valor del Ojo (y no lo conocen), les daría igual. No
buscan una forma legítima de tomar Evalon. No se molestarían en buscar el
Ternario, solo usarían sus ejércitos para conquistarnos. —Le dio otro
apretón, quizá porque notaba que la tensión de Kiva regresaba—. Pero eso
no va a pasar. Estamos vigilando de cerca los pasos de montaña y tenemos
muchas ventajas de nuestra parte. No pueden derrotarnos. Ni Mirraven, ni
Caramor… y mucho menos los rebeldes. Ninguno de ellos es una amenaza
auténtica para Evalon y, con Ternario Real o sin él, nunca conseguirán nada.
Kiva no sabía si reír o llorar.
Jaren acababa de contarle cómo apoderarse del trono… y, al mismo
tiempo, había revelado que era imposible.
El alivio y la desolación peleaban en su interior.
… pero ganó el alivio.
Kiva soltó un suspiro tembloroso.
—Así que esa cláusula establece que una persona debe tener los tres
objetos, ¿no? No uno ni dos, ¿sino los tres? ¿Y esa es la única forma de que
se los pueda considerar auténticos gobernantes?
—Los tres, sí —confirmó Jaren, sonriendo al ver su expresión—. Puedes
relajarte. El Ojo está bien protegido y el libro y el sello están a salvo en el
palacio. La cláusula del Ternario Real no se puede aprobar sin los tres.
—¿Y no hay otra forma de que alguien tome el poder, aparte de un baño
de sangre?
Jaren rio entre dientes.
—Cuidado o empezaré a pensar que quieres derrocarme tú misma.
Kiva se obligó a reír, consciente de lo desesperada que sonaba.
—Lo siento, es que…
—Lo entiendo —la cortó él con delicadeza—. Estás preocupada. Pero
espero que te des cuenta de que no debes preocuparte por nada.
Kiva se había dado cuenta, igual que sabía que había dedicado diez años
de su vida a una causa sin posibilidades de éxito. Aunque algún día los
rebeldes superasen en número los ejércitos reales, el pueblo de Evalon no
aceptaría un cambio de poder sangriento. A menos que los rebeldes
sobreviviesen a la guerra y robasen el Ojo de su general, una mujer con
poderes (algo complicado, si Ashlyn Vallentis se parecía al resto de su
familia), entonces, sin la cláusula del Ternario Real, el pueblo de Evalon se
resistiría.
Sin embargo, Kiva tenía la sensación de que a los rebeldes eso les daría
igual, sobre todo con Zuleeka como comandante. Como su futura reina.
Las guerras no se ganan sin sacrificios, hermanita.
—Venga —dijo Jaren, interrumpiendo sus inquietos pensamientos—. Ya
que estamos aquí, voy a enseñarte la biblioteca como es debido.
Y así, Kiva siguió al príncipe heredero por la magnífica biblioteca
mientras reflexionaba sobre todo lo que le había contado… y sin saber
cómo debía sentirse.

Cuando Kiva regresó a su habitación esa noche, había una nota


aguardándola en su cama. Se le tensaron los músculos al reconocer la letra
de su hermana, las palabras escritas en código revelaban una dirección y
una hora. Al final había un tosco mapa dibujado con instrucciones claras.
Estas últimas estaban con la letra rápida de Torell.
Nerviosa al pensar que un espía rebelde había introducido el mensaje en
su habitación, Kiva sopesó ignorar la cita, sobre todo porque seguía
enfadada por el desastre de la comida. Sin embargo, aunque la traición fuera
dolorosa, ya había decidido dejarla pasar. Si quería tener una especie de
relación positiva con su hermana (porque, aunque la frustrase, sí que quería
tenerla), al menos debería escuchar lo que Zuleeka tenía que decirle.
Kiva miró de nuevo la dirección y se fijó en que estaba en los muelles, a
una buena distancia. La hora de la reunión se acercaba sin piedad, así que,
sin pensárselo más, agarró una capa, se ató la daga de Naari en la bota y
salió.
Pese a que no estaba haciendo nada malo al reunirse con sus hermanos (si
pasaba por alto quiénes eran en realidad, claro), decidió ser prudente y usar
la salida secreta con la verja de hierro, ya que no quería arriesgarse a que
nadie la viera salir por la puerta principal.
Una vez en la superficie, corrió por el parque hacia las calles alumbradas
con luminio. Luego se aventuró hacia el noreste, sin olvidar el mapa de Tor
mientras confiaba en los recuerdos que tenía de cuando Caldon la había
llevado a visitar los muelles la semana anterior.
Situados junto al puerto, donde el río Serin se encontraba con el mar
Tetran, los muelles eran la primera parada de cualquier navío que entrase y
saliese de Vallenia. Compuestos sobre todo por almacenes y otros edificios
similares, rebosaban de actividad durante el día mientras los marineros
cargaban y descargaban barcos de todos los tamaños. Mercados locales
improvisados vendían marisco junto con sedas inusuales, especias, jabones,
perfumes y otras mercancías del otro lado del océano, todas proclamadas a
voz de grito por vendedores incansables.
Por la noche, sin embargo, los muelles estaban casi desiertos, según
descubrió Kiva a su llegada. Maldijo a sus hermanos por elegir un lugar de
encuentro tan aislado, aunque entendía la necesidad.
Se ciñó más la capa y corrió por las calles oscuras hasta alcanzar la
dirección que le habían dado. Se encontró con un pequeño almacén entre
otros dos más grandes. Estaba a punto de buscar la entrada cuando oyó que
la llamaban desde un callejón claustrofóbico entre los edificios. Entornó los
ojos en la oscuridad para distinguir a Tor y Zuleeka, que le hacían señas
para que se acercara.
—¿No podríamos haber quedado de día? —se quejó Kiva nada más llegar
a su lado. El espacio era tan estrecho que casi estaban unos encima de otros
—. Vosotros habéis tenido una década para aprender a defenderos, pero yo
apenas sé mover una espada de madera. Si alguien debe morir esta noche,
ya sabéis quién será.
Tor sonrió por su perorata, pero Zuleeka ni siquiera movió los labios.
Kiva miró nerviosa a su hermana y se fijó en su expresión de
incomodidad.
—Gracias por venir —dijo Zuleeka, cambiando el peso de una pierna a
otra. No miraba a Kiva a los ojos—. Yo… esto… yo… —Suspiró con
frustración y lo intentó de nuevo—. Te he llamado para pedirte perdón. Por
lo de ayer. Por lo que descubriste, pero por más, por cómo te enteraste de
todo. No manejé bien la situación. Ni nada. Ni mi comportamiento durante
la comida. Y sé que no es excusa, pero fue… fue difícil estar allí, en el
palacio. Con ellos. Dejé que eso me nublara el juicio y no debería haberlo
permitido.
A Kiva se le escapó un suspiro de la sorpresa. No sabía por qué la habían
llamado, pero no había esperado en absoluto que su hermana tartamudease
una disculpa. Y menos una que sonaba auténtica.
—Zulee ha pensado largo y tendido sobre todo lo ocurrido —dijo Tor.
Sus brazos cruzados y su expresión dura dejaban claro que la había forzado
a ello—. Sabe que lo que hizo estuvo mal. No solo lo de ayer, sino también
por no liberarte de Zalindov.
—Fue madre —se defendió Zuleeka enseguida—. De verdad, me dijo que
estabas más segura allí, sobre todo con tu magia. Que nosotros estábamos
más seguros también. Y era joven, Kiva. Una niña asustada. Así que la
escuché. Sus motivos tenían sentido… Si te descubrían a ti, nos descubrían
a los demás. Podría haberlo estropeado todo. Pero tú estabas en Zalindov y
nosotros nos movíamos de un lugar a otro. Si hubiera pasado algo mientras
estabas encerrada, nadie nos habría encontrado. Y… —Se calló, como
conteniéndose.
Kiva ya había oído el argumento de Zuleeka y, a pesar de que tenía cierta
lógica, no bastaba para justificar el abandono de una niña en el infierno.
Aun así, la presionó.
—¿Y qué?
—Esto sonará horrible, pero… —dudó Zuleeka. Respiró hondo y en un
susurro admitió—: Yo no quería acabar en Zalindov también. Esa idea me
producía pesadillas.
Kiva cerró los ojos. No podía mirar a su hermana. Zalindov también
poblaba sus pesadillas… pero ella había tenido que vivir en la pesadilla.
Sola. Durante diez años.
—Lo siento —murmuró Zuleeka—. No debería haber escuchado a madre,
ahora lo sé. Tendría que habérselo dicho a Tor y habríamos ido a por ti. Te
fallamos. Yo te fallé.
Descarnada, Kiva dedicó un momento a ordenar sus pensamientos. Había
perdido diez años de su vida sin necesidad, así que no era capaz de perdonar
sin más a Zuleeka y hacer como si no hubiera pasado nada. Pero su
hermana tenía razón al decir que había sido joven. Si hubiera ocurrido al
revés y Tilda le hubiera contado a Kiva que todo el mundo estaba más
seguro si Zuleeka se quedaba encerrada, ¿no habría confiado en que su
madre sabía de lo que hablaba?
—Vamos a… —dijo con un profundo suspiro—. Vamos a intentar
olvidarnos de ello. Como dijiste ayer, lo hecho, hecho está.
Zuleeka parecía sorprendida. Igual que Torell.
—¿Te… te parece bien? —preguntó despacio su hermana.
—No me parece nada bien. —Kiva alzó la voz en el oscuro callejón, pero
la bajó para añadir—: Tampoco me parece bien que intentaras matar a Jaren
hace dos noches ni que fueras el motivo por el que Naari perdió la mano.
Pero tampoco puedo cambiar nada de eso, ¿verdad? Así que, por el bien de
mi cordura, tenemos que…
—Espera, retrocede —la interrumpió Torell con el ceño arrugado. A
Zuleeka le preguntó—: Sé lo de Naari, pero ¿qué es eso que ha dicho de
Jaren?
Zuleeka no respondió, solo miró a Kiva y comentó:
—Si quisiera matar al príncipe, ya estaría muerto. No era esa mi
intención. Solo pretendía asustarlo un poquito. Recordarle que no nos
vamos a ninguna parte.
Kiva se maravilló por el exceso de confianza de su hermana.
—Él sabe que no os vais a ninguna parte. Pero tampoco os considera una
amenaza real al compararos con otras cosas. Y con razón, dado lo que he
descubierto hoy.
Sus dos hermanos se pusieron alerta, y Kiva se esforzó en pensar una
forma de restarle importancia a su declaración, aunque luego se dio cuenta
de que no hacía falta. La información que Jaren había compartido con ella
no podía hacerle daño a él ni a su familia. No cuando una pieza de su
muerte se hallaba a cientos de kilómetros de distancia, protegida no solo por
magia, sino por todo un ejército.
—¿Qué has descubierto, Kiva? —preguntó Torell. Pasó de ser su querido
hermano al general de los rebeldes.
En medio de su conflicto interno, Kiva no supo qué decir. Por una parte,
aún estaba consternada por el hecho de que su familia no tenía un método
rápido de tomar el reino de forma legal. Y por otra…
Ese joven está destinado a la grandeza. Será el mejor rey que hayamos
tenido nunca.
Kiva oyó de nuevo la voz de la sanadora Tura. Sus palabras parecían
ciertas. Tras presenciar cómo se portaba Jaren con su gente y ver lo mucho
que se preocupaba por ellos no solo con palabras, sino también con actos,
Kiva supo que era verdad.
El reino estaba mejor en sus manos.
Sentía que traicionaba a su propia familia, pero, aunque lo intentase, no se
imaginaba un Evalon con Zuleeka como reina, ni siquiera con Tor como
rey. Y ella estaba segurísima: no quería gobernar, ya que no tenía ni idea de
cómo compaginar la política con la diplomacia. Se había aburrido una
barbaridad tan solo escuchando cómo el consejo real discutía asuntos
mundanos del reino. La idea de tener que participar en esas conversaciones
hizo que algo en su interior se marchitara y muriese.
Jaren, sin embargo, había dedicado toda su vida a aprender ese papel y
amaba cada segundo del proceso.
Era, de verdad, el príncipe del pueblo.
Y así, pese a que Kiva sabía que debería sentirse más disgustada, no
podía negar el alivio que le supuso saber que, al menos por ahora, la familia
Vallentis estaba a salvo y su trono, asegurado.
—¿Kiva? —dijo Tor cuando la chica llevaba demasiado rato en silencio
—. ¿Has descubierto algo?
—Sí —dijo, humedeciéndose los labios—. He descubierto una cosa. Y no
os va a gustar.
Una sensación desagradable se retorció en su interior mientras les
relataba a sus hermanos su visita a la biblioteca y al Libro de la Ley.
Compartió todo lo que había aprendido sobre la cláusula del Ternario Real,
el secreto mayor guardado de Jaren, algo que solo sabían él, su madre y el
consejo. Y ahora sus enemigos acérrimos. Kiva detestaba traicionar su
confianza, pero se consoló al saber que no le pasaría nada malo al príncipe.
Era un secreto con el que no podían hacer nada y, por tanto, nadie se
enteraría de que lo había revelado.
Cuando terminó de hablar, los únicos sonidos en el callejón fueron un
chapoteo ligero y el siseo lejano de un gato.
Y luego Tor maldijo en voz alta y golpeó la pared más cercana con el
puño.
—¡Por todos los dioses! —gritó con otro golpe.
Alarmada, Kiva le agarró el brazo e hizo una mueca al ver la sangre que
le cubría los nudillos. Buscó su magia, ansiando quitarle el dolor. Pero
entonces…
Nada.
La poción de Delora… Se había olvidado.
No podía acceder a la magia bajo sus efectos, ni siquiera aunque decidiera
usarla.
—Cálmate, hermano —dijo Zuleeka y le apoyó una mano en el hombro
—. Nunca ha habido ninguna garantía de que Kiva descubriera algo que nos
ayudase. Esto no cambia nuestros planes.
—¡Exacto! —gritó Tor, abriendo los brazos—. ¡No cambia nada!
¡Tenemos que seguir haciendo lo mismo!
Zuleeka entornó los ojos.
—¿Y qué tiene de malo eso?
Estoy cansado de ver a gente buena sufrir por una causa en la que ya no
sé si creo.
Las palabras de Torell volvieron a Kiva, palabras que Zuleeka no
entendería.
—Es culpa mía —dijo para salvarlo—. Me pedisteis una forma legal de
tomar el trono y no la he encontrado. Lo siento.
—Has hecho lo que has podido, hermanita —respondió Zuleeka. Estaba
mucho más tranquila de lo que Kiva había anticipado, aunque, claro, tenía
mucho que enmendar después de lo de ayer… y de los últimos diez años—.
Pero ¿estás segura? ¿Es imposible robar el Ternario? El Ojo parece lo más
complicado… ¿De verdad está tan bien protegido?
—Según Jaren, acompaña a la actual general allá a donde vaya. Así que
está con Ashlyn y los ejércitos… y ella lo protege también con su magia.
Zuleeka suspiró.
—Bueno, es un fastidio, pero no nos rendiremos. Sabíamos que reclamar
el trono llevaría tiempo, solo tenemos que ser pacientes.
Kiva echó un vistazo rápido a Torell y lo encontró taladrando la oscuridad
con la mirada.
Esta no es la vida que yo habría elegido para mí mismo.
A Kiva se le formó un nudo en la garganta al recordar sus palabras y se
apretó contra su hermano para ofrecerle un consuelo de una forma que, con
suerte, Zuleeka no cuestionaría.
Tor suspiró con fuerza y la abrazó por los hombros para acercarla más a
él. Pero entonces se quedó quieto y su mirada recayó en el cuello de la
chica.
—¿Qué es esto? —preguntó, alzando la cadena dorada.
—Un regalo de Jaren —respondió Kiva, y sacó el amuleto de la ropa—.
Anoche su madre me atacó y él me lo dio después para protegerme de
cualquier ataque mágico.
Torell y Zuleeka se quedaron de piedra al oírla.
—¿La reina te atacó? —exclamó Tor.
—¿Estás bien? —preguntó Zuleeka. Su preocupación emocionó a Kiva
mucho más que la disculpa de antes.
La chica no les contó que había estado a punto de ahogarse en el salón de
la reina. Ya tenían suficiente de lo que preocuparse esa noche.
—Estoy bien. Jaren usó su magia para salvarme.
—¿Magia de fuego contra la magia acuática de la reina? —preguntó
Zuleeka, arqueando una ceja—. ¿Cómo funcionó eso?
—También tiene magia de aire, ¿recuerdas? La usó para lanzar a Ariana
al otro lado de la habitación.
Eso no era mentira. No hacía falta que supieran que también había usado
su afinidad con el agua para contraatacar el poder de Ariana.
—¿Que hizo qué? —preguntó Torell con los ojos de par en par.
—Y luego la usó de nuevo para cerrar las puertas a nuestra espalda y
dejarla encerrada en sus aposentos.
—Guau —exclamó Torell con una admiración evidente.
—Fue bastante impresionante —admitió Kiva—. Las cosas que pueden
hacer con su magia…
Sacudió la cabeza con asombro.
—Nadie debería tener tanto poder —dijo Zuleeka con tono sombrío. Pero
luego se animó—. Al menos están limitados de algún modo. ¿Qué pasaría si
tuviéramos a otra Sarana Vallentis que controlase los cuatro elementos? Eso
sí que sería preocupante.
Kiva necesitó todas sus dotes interpretativas para no reaccionar. Debería
contárselo. Eran su familia. Pero…
Confío en ti, Kiva. Ya deberías saberlo.
Kiva había traicionado a Jaren de tantas maneras… No podía traicionarlo
con eso.
—Bueno, el amuleto —dijo Tor, entornando los ojos en la oscuridad—.
¿Te protege de la magia elemental?
Cuando Kiva asintió, sus hermanos se inclinaron para examinarlo de
cerca. Zuleeka tocó todas las gemas de colores mientras Kiva explicaba su
funcionamiento.
—Tienes suerte de que el príncipe se preocupe tanto por ti —reflexionó
Zuleeka—. Menudo regalo.
—Con suerte, no volveré a necesitarlo jamás.
Tor ladeó la cabeza.
—¿Jaren no te lo dio después del ataque?
—Sí —confirmó Kiva—. Pero también me lo dio en Zalindov. Bueno, en
teoría fue Mirryn. Me salvó en la ordalía de fuego. Sin él, habría acabado
reducida a cenizas.
El semblante de su hermano empalideció, pero Zuleeka miraba pensativa
el amuleto hasta que Kiva se lo metió de nuevo bajo el suéter. Solo entonces
su hermana dejó de cavilar.
—No deberíamos quedarnos aquí mucho rato más. Pero, con todo lo que
ocurrió ayer, no te preguntamos… ¿Qué tal te fue con nana Delora? Según
tu nota, te había ayudado, ¿no?
—Teníais razón sobre ella… no le caemos demasiado bien. Estoy
bastante segura de que pensó que había ido a robarle la daga de Torvin, al
menos hasta que la convencí de lo contrario. —Se giró hacia su hermano y
añadió—: La está usando en sus labores de apotecaria, justo como
imaginabas.
Tor resopló.
—Quién lo iba a decir.
—¿Te la enseñó? —preguntó Zuleeka, perpleja—. Pensaba que la tenía
escondida.
—Está escondida. La guarda en un libro negro vacío titulado 1001 tartas
y tartaletas. Y no me la enseñó para fardar de ella, sino para preparar una
poción, algo para suprimir mi magia.
—¿Así que te ayudó de verdad? —dijo Torell con alivio. Zuleeka lucía la
misma expresión—. Eso es genial, ratoncita.
—No es permanente. Solo me dio suficiente poción hasta mañana. Tengo
que volver a por más.
—¿Vas a verla de nuevo mañana? —preguntó Zuleeka. Como Kiva
acababa de decir justo eso, solo asintió para confirmarlo—. Sé que es
mucho pedir, pero he estado pensando en esto desde que hablamos la última
vez y bueno… —Respiró hondo—. ¿Crees que puedes intentar traer la daga
contigo?
Kiva soltó una carcajada breve e incrédula.
—Eh, no. Si muestro aunque sea un mínimo interés en la daga, Delora me
echará de su casa.
Directa al pantano, seguramente.
Con Don Mordisquitos.
Kiva se estremeció.
—Es que… —Zuleeka se remetió un mechón de cabello oscuro detrás de
la oreja—. Te dije que los rebeldes lo reconocen como un símbolo del
reinado de Torvin y todos sabemos lo poderosos que son los símbolos. Sin
madre, ahora… —Se le trabaron un poco las palabras—. Tenerla en nuestra
posesión nos ayudaría a motivarlos más de cara a nuestro liderazgo. La
daga Corentine por fin regresaría a sus legítimos herederos.
Kiva reconoció la validez en lo que decía Zuleeka, aunque dijo:
—Si Delora se negó a dársela a madre, ¿por qué me la iba a dar a mí?
—Es una vieja cascarrabias que se aferra a esa daga por puro despecho
porque odia nuestro linaje y, aun así, por algún motivo te está ayudando.
Eso significa que le caes bien, al menos un poco. —Luego pasó a suplicar
—: No pierdes nada por preguntar, ¿verdad?
Kiva pensó de nuevo en Don Mordisquitos e hizo una mueca. Sin
embargo, acabó por ceder.
—No prometo nada, pero si Delora está de buen humor, veré lo que
puedo hacer.
Zuleeka sonrió.
—Gracias.
Al ver cuánta alegría irradiaba su hermana, Kiva deseó que Zuleeka se
comportara así más a menudo. Esa era la hermana que recordaba de su
infancia, la niña que tenía sentimientos y se preocupaba por cosas, no la
dura comandante de los rebeldes. Quizá sí que había esperanza para las dos.
—Tenemos que irnos —anunció Torell, examinando el agua—. Los
estibadores cambian de turno dentro de poco y alguien nos verá si nos
quedamos más tiempo.
Zuleeka miró a Kiva.
—¿Te sientes segura si vuelves sola a palacio?
—No me pasará nada —dijo, a pesar de haberse quejado antes de que
podían matarla.
Zuleeka asintió.
—Quedaremos con los otros líderes rebeldes para hablar de los siguientes
pasos. Puede que tardemos un poco… Los campamentos están esparcidos
por todo el reino y este tipo de conversación es mejor tenerla en persona.
—¿Tenéis más de un campamento? —preguntó Kiva, sorprendida.
Aquello pareció hacerle gracia a Zuleeka.
—Llevamos años incrementando nuestras filas. ¿Te creías que cabíamos
todos a las afueras de Oakhollow?
Kiva sintió un poco de inquietud, pero le reconfortó saber que no había
ningún plan en marcha, ninguna acción que los rebeldes pudieran realizar…
por el momento.
—Nos pondremos en contacto pronto —le dijo Tor. Su semblante volvía a
ser estoico, como si hubiera regresado a su década de aceptación resignada.
—Os diré si me entero de algo mientras tanto —respondió Kiva, aunque
no sabía si estaba diciendo la verdad. Las líneas se habían difuminado y lo
malo ya no parecía tan blanco y negro.
—Por ahora, concéntrate en mantener tu tapadera y en reprimir la magia.
Y, por favor, intenta convencer a Delora de que te entregue la daga. Su
valor… —Zuleeka no terminó la frase, pero su expresión transmitía más
que cualquier palabra.
—Lo haré —prometió Kiva.
Tras unas despedidas rápidas, Zuleeka y Torell se adentraron más en el
oscuro callejón y desaparecieron en la negrura, mientras que Kiva se dio la
vuelta para volver por el mismo camino. Con paso rápido, acababa de
alcanzar un edificio cuando una figura encapuchada salió de entre las
sombras. Se le aceleró el pulso al ver una silueta masculina.
Sin pensar, Kiva se agachó y sacó la daga de Naari de la bota.
Pero entonces la silueta se bajó la capucha y reveló el rostro familiar de
Caldon.
—Dioses, me has asustado —rio Kiva, aunque de un modo forzado—.
Pensaba que me había metido en auténticos problemas.
—Es que te has metido en auténticos problemas —replicó Caldon con la
voz tan dura como su semblante.
—Ah… ¿sí? —preguntó Kiva.
Por fuera intentó mantener la compostura, pero la adrenalina causaba
estragos en su interior a medida que el pánico se asentaba en su cuerpo.
Estaba segura de que el príncipe no habría escuchado nada de su
conversación, porque el callejón era tan estrecho que se habrían dado cuenta
de su presencia, pero sí que los había visto reunidos. Y estaba claro que
Caldon sabía que Kiva había salido a escondidas de palacio. No era idiota:
la había seguido por una razón.
—Dejémonos de tonterías y vayamos al grano, cielito —dijo Caldon,
acercándose—. ¿Qué querían tus hermanos?
—Zuleeka quería disculparse por lo de ayer —respondió Kiva con
rapidez. Era la verdad. En parte, al menos.
Caldon se detuvo justo delante de ella.
—Voy a reformular la frase. —Se inclinó hacia Kiva con los ojos cobalto
ardiendo y, con un tono letal, preguntó—: ¿Qué querían tus hermanos… la
Víbora y el Chacal?
CAPÍTULO VEINTISIETE
E l mundo se detuvo después de las palabras de Caldon.
Un terror puro inundó las venas de Kiva y la hizo alzar de nuevo la
daga en un movimiento automático. Pero Caldon se movió como un rayo y
la agarró por la muñeca para girarla de tal forma que la espalda de la chica
se estampó contra el torso del príncipe. Caldon cerró la mano sobre la daga
para llevarla a la garganta de Kiva.
—¿De verdad te ha parecido buena idea? —le gruñó al oído.
El pulso de Kiva retumbaba con el conocimiento de que la habían
descubierto, con la seguridad de que iba a morir.
Pero entonces Caldon la soltó.
Estaba viendo su vida pasar ante sus ojos y de repente tropezó cuando él
le dio la vuelta para encararla una vez más.
—Hay unas cuantas cosas que vale la pena señalar —dijo Caldon en tono
normal mientras se guardaba el arma de Naari en el cinturón. Luego miró a
la nerviosa Kiva a los ojos—. Lo primero es que sé exactamente quién eres,
Kiva Corentine, y lo sé casi desde el día que nos conocimos. —Kiva se
tambaleó—. El capitán Veris te reconoció durante la primera ordalía —
explicó Caldon, algo que Kiva ya sabía de escuchar a escondidas a Jaren y
al consejo real—. Antes de visitarte en la enfermería, me habló de la noche
en la que os arrestaron a tu padre y a ti. Él, no obstante, solo te recuerda
como Kiva Meridan. —Caldon hablaba con un tono de incredulidad irónica
—. Tienes suerte de que no sintiera curiosidad por la chica que arriesgó su
vida por la reina rebelde. No como yo, que fui a buscar informes sobre tu
padre y sobre ti que me acabaron llevando al resto de tu familia. ¿Meridan?
—resopló con pesar—. Y una mierda.
Por todo el mundoterno, los expedientes de la cárcel. Pero… allí no
debería haber nada incriminatorio, ninguna forma de relacionar a Kiva con
el resto de su familia y su auténtico linaje. ¿Cuánto había escarbado Caldon
para averiguar su auténtica identidad?
Unos escalofríos le sacudieron el cuerpo, hasta…
—Te acabo de decir que lo sé desde hace meses, así que no hace falta que
pongas cara de que te vas a mear en los pantalones.
Meses.
Caldon lo había sabido durante meses.
Y aun así…
Aun así la había salvado.
La había entrenado.
Se habían hecho amigos.
¿Qué parte de todo esto no estás entendiendo? Nos preocupamos por ti,
Kiva, le había dicho al volver de casa de su abuela.
Había sabido su auténtica identidad durante todo ese tiempo.
—¿Por qué? —jadeó, incapaz de hablar más alto—. Tu familia lo es todo
para ti… ¿Por qué no me has entregado si sabes lo peligrosa que puedo ser
para ellos? ¿Para ti?
—Porque pensaba usarte —replicó Caldon sin dudar. Kiva se sobresaltó
—. Hemos tenido problemas a la hora de introducir espías en el círculo
interno de los rebeldes y pensé que podrías ser nuestra vía de entrada. Solo
tenía que mantenerte cerca y ganarme tu confianza. Y si eso no funcionaba,
te habría chantajeado… Tenía mucha ventaja. —A pesar de ser la culpable
allí, Kiva no pudo evitar sentirse dolida por lo que Caldon acababa de
admitir—. Pero entonces empecé a conocerte y me di cuenta de que no eras
la pequeña rebelde odiosa que había esperado. Cuando salimos del palacio
invernal, supe que te preocupabas tanto por Jaren que deberías estar
sufriendo con tus planes. Así que decidí esperar y ver qué hacías… a quién
elegías.
Tienes que elegir, Kiva. Es él o nosotros. Ellos o nosotros. No puedes
tenerlo todo.
Kiva envió bien lejos la voz de su hermana.
—¿Elegir? —preguntó con labios resecos.
Caldon pasó por alto su incertidumbre fingida.
—Admitiré que tu secuestro organizado fue una sorpresa… aunque
deduzco que debemos darle las gracias a tu hermana por esa reunión tan
especial. —Frunció el ceño y añadió—: Aún no sé por qué Mirraven nos
atacó después de que me encargara de tus amigos rebeldes. El día que me
drogaste y te fuiste, estaba preocupado de verdad por si te habían
capturado. Mirraven, no los rebeldes. Supe que con ellos estabas a salvo.
Puso los ojos en blanco.
—Dejaste que te drogara —resolló Kiva.
—No dejé que me drogaras. Aún estoy cabreado contigo por eso. Fue
vergonzoso… Me noqueaste con una infusión.
—Y Torell —dijo Kiva, con la mente dándole vueltas—. Me dijiste que te
gustaba. Si ya sabías quién era…
—Pero ¿tú lo has visto? —la interrumpió Caldon—. Corentine o no,
cualquiera con un par de ojos funcionales se sentiría atraído por él.
Kiva se masajeó las sienes, aunque se detuvo al darse cuenta tarde de una
cosa.
—No se lo has contado a Jaren.
—Por todo el mundoterno, pues claro que esa es la única parte que te
preocupa —musitó Caldon, mirando al cielo.
—No es lo único que me preocupa —se defendió Kiva—. Pero es
bastante importante.
—¿Por? —preguntó Caldon sin piedad—. ¿Porque sabes lo mucho que la
verdad le rompería el corazón?
Kiva apartó la mirada.
—No quería que pasara de esta forma. De verdad.
—Ah, ¿así que no pretendías que te quisiéramos tanto como para no
darnos cuenta de que nos apuñalabas por la espalda? ¿Eso no formaba parte
de tu plan?
—Eso no… yo no… no he…
Pero sí que lo había hecho. Había salido de Zalindov con esa intención:
infiltrarse en el palacio, conocer a la familia Vallentis, detectar sus puntos
débiles y usar lo que descubriera contra ellos.
Desde el principio, ese había sido su deber.
Su elección.
Pero ya no.
Kiva estaba harta.
No podía seguir aferrándose al dolor de los últimos diez años, no podía
justificar la usurpación de un reino cuyo heredero daría su vida por
mantener a salvo a su gente. Ese era el tipo de líder que Evalon necesitaba.
Ahora lo entendía. La venganza de su madre no le pertenecía. Podía
elegir perdonar, olvidar las rencillas antiguas y las traiciones para…
Para ser Kiva Meridan.
La hija de su madre… pero también de su padre.
Faran Meridan, el sanador que había inspirado sus sueños.
Sueños que podría cumplir si dejaba atrás su pasado.
Si dejaba atrás a Kiva Corentine.
Al pensar en esto, un peso se esfumó de sus hombros de un modo tan
repentino que se tambaleó.
—Estoy bien —susurró cuando Caldon estiró el brazo para estabilizarla.
—Estabas pensando con mucha intensidad. ¿Qué pasa?
Kiva alzó los ojos hacia él, percibió su mirada solemne y recordó todo lo
que había dicho: que sabía quién era, le había guardado el secreto y le había
dado el beneficio de la duda. Su aliado más inesperado… y un amigo que
no había previsto.
—Lo siento —susurró—. Tienes razón, he ayudado a mi familia. Pero…
ya no. Incluso hoy les he dado información inútil, algo sobre lo que no
pueden hacer nada, no ahora. Han pensado nuevos planes, pero requieren
tiempo. Semanas, meses, años, no lo sé. Lo único que sé es que… —Tragó
saliva—. Se acabó para mí. —Y se apresuró a añadir—: Aún los quiero,
claro. Pero también quiero a… —Se atragantó con el nombre y reformuló la
frase—: También me preocupo por tu familia. Y, si te soy sincera, sé desde
hace un tiempo que no puedo formar parte de algo que os hará daño. A
cualquiera de vosotros. Ya no.
Pasó un minuto. Luego otro. Mientras tanto, Kiva observó el suelo,
consciente de que acababa de admitir una traición suprema. Con un único
movimiento, Caldon podía clavarle la daga de Naari en el corazón y
justificar sus acciones. La vida de Kiva estaba en sus manos.
Como lo había estado, al parecer, durante meses.
El silencio insoportable se alargó hasta que al fin, al fin, él la sacó de su
miseria.
—No ha sido tan difícil, ¿verdad? —El humor de Caldon hizo que Kiva
alzara la mirada y abriera los ojos como platos cuando él la arrastró hacia
sus brazos para darle un tosco abrazo—. Eres un grano en el culo, cielito.
Pero, gracias a ti, todo resulta más interesante.
Kiva soltó una carcajada que era en parte un sollozo y se agarró con
fuerza al príncipe.
—¿No estás enfadado?
—¿Estás de broma? —dijo él, apartándose—. Has conspirado para
derrocar a toda mi familia. Para acabar con todo nuestro reino. Solo porque
lo supiera desde el principio no significa que no esté furioso. —Kiva se
mordió el labio hasta que él reconoció—: Pero, si alguien puede entender lo
importante que es la familia, ese soy yo. Y aunque sigo pensando que tu
hermana es mala gente, tu hermano, en cambio…
—Por favor, no me digas otra vez lo atractivo que es.
—Tu hermano —repitió Caldon— no le pone ganas, ¿verdad?
Kiva se apartó un poco, sorprendida.
—¿Cómo lo sabes?
Caldon se encogió de hombros.
—A pesar de mi actuación de ayer, no es la primera vez que lo veo.
—¿Lo conocías de antes? —preguntó Kiva, boquiabierta. El príncipe
negó con la cabeza.
—No nos presentamos. La última vez que mi hermana vino a Vallenia a
informar sobre el estado de los ejércitos, me marché una temporada y… —
Se interrumpió y frunció el ceño—. Sé que Jaren te ha hablado sobre mi
pasado trágico. Tú misma me lo dijiste la otra noche, cuando viniste a mi
habitación, así que deja de hacerte la sorprendida. —Kiva intentó controlar
su semblante—. Cómo has conseguido engañar a todo el mundo durante
tanto tiempo sigue siendo un misterio —murmuró él con incredulidad, pero
luego prosiguió—: Cuando Ashlyn vino, viajé hacia el interior y me detuve
en una aldea que resultó ser el objetivo más reciente de los rebeldes. En
cuanto la guardia local se cansó de su propaganda, las cosas se pusieron
violentas. —Kiva hizo una mueca y miró hacia el agua—. Fue un desastre.
Los aldeanos se unieron a la batalla, algunos a favor de los guardias, otros
de los rebeldes. Hombres, mujeres… hasta niños se pusieron a luchar. —Su
tono cambió a medida que relataba la historia—. Y entonces vi a tu
hermano. Era como un dios vengativo entre hombres. Su máscara de Chacal
hacía temblar a la gente nada más verlo. Pero lo que nunca olvidaré es que
no estaba atacando a nadie. Protegía a la gente. A todo el mundo. Incluso a
los guardias.
—¿Qué? —jadeó Kiva.
—Tuvo cuidado de que nadie se fijara, pero yo estaba en un tejado y
gozaba de una buena panorámica. Lo vi escabullirse a la parte trasera de un
edificio y quitarse la máscara. Ya no era el Chacal, así que empezó a salvar
a la gente que sus compañeros rebeldes intentaban herir. Noqueó a los
atacantes más peligrosos de ambos bandos, pero nunca hizo más daño que
ese. Fue tan increíble que luego no pude contárselo a nadie… ni revelar su
identidad. Tu hermano tiene unas habilidades impresionantes, cielito. O sea,
impresionantes de verdad…
—Rebobina —lo interrumpió Kiva—. ¿Has dicho que estabas en un
tejado?
Caldon se rascó la mejilla y miró por encima del hombro de la chica.
—Aún no sé cómo llegué hasta allí, puede que quizá estuviera ahogando
mis penas en la taberna tanto rato que apenas me podía poner en pie y
mucho menos unirme a la batalla. —Arrugó la nariz—. Me pilló en un mal
momento, pero estoy seguro de que tuve las mejores vistas de todo el
pueblo.
Kiva se echó a reír al pensar en un Caldon borracho e inútil que
observaba la batalla mientras deseaba a su hermano, el líder rebelde.
—Me alegro de que te haga gracia —resopló el príncipe—. Me pasé tres
días de resaca.
—Diría que lo tenías merecido —replicó Kiva entre risas.
Él resolló, pero no le llevó la contraria.
—En fin, por lo que vi ese día, tu hermano no parece tan comprometido
con la causa como piensa la mayoría de gente.
—No lo está —admitió Kiva—. Nunca eligió esa vida. Se siente…
—Atrapado —concluyó Caldon al entenderlo.
—Exacto.
—Bueno —suspiró el príncipe—, a lo mejor eso cambia después de esta
noche. Has dicho que sus planes se han retrasado, ¿verdad? Quizá se le
presente la oportunidad de librarse de algún modo.
Dada la resignación que Kiva había presenciado en Torell, tenía sus
dudas. Pero tampoco quiso renunciar a la esperanza. Haría todo lo posible
para animarlo a tomar la misma decisión que ella.
Se dio cuenta de que eso mismo había decidido su abuela. Y antes de los
acontecimientos que ocurrieron hace diez años, su madre eligió también ese
mismo camino… y se ciñó a él durante gran parte de su vida.
No era imposible abandonar la misión de los rebeldes. Difícil sí, pero no
imposible. Más difícil, claro, cuando la actual familia Vallentis había
causado tanto dolor personal. Pero si Kiva podía perdonarlos, entonces…
—¿En qué estás pensando? —preguntó Caldon. Con la punta del dedo, le
suavizó la arruga que se había formado entre sus cejas.
—En que quizá tengas razón… Con un poco de ayuda, Tor podría salir de
ahí. Podría recuperar su vida, justo como he hecho yo.
—Perdóname por resaltar esto, pero tú aún estás trabajando en ello —dijo
Caldon con aspereza y señaló el callejón donde se había reunido con sus
hermanos.
—Todos tenemos que mejorar en un asunto u otro —replicó Kiva.
Aquello le recordó a lo cerca que había estado del desastre esa noche. Si
la hubiera seguido otra persona… Si alguien hubiera investigado tanto
como Caldon… Si Kiva no le importase tanto al propio Caldon o él hubiera
decidido que no valía la pena mantenerla con vida…
—Para —dijo el príncipe, alisándole de nuevo la frente—. No frunzas
tanto el ceño o envejecerás treinta años de golpe. O puede que cuarenta. —
Ella le apartó la mano y arrugó adrede el cejo—. Encantador. Eres un
auténtico encanto.
—¿Siempre has sido así de molesto?
—Sacas lo mejor de mí, bombón.
Kiva lo miró inexpresiva.
Él se rio, pero luego se puso serio de nuevo.
—Es tarde… Debemos volver al palacio. Pero, antes de irnos, tengo una
última pregunta.
—Pensaba que ya lo sabías todo sobre mí.
—¿Tienes magia sanadora?
El aire abandonó a Kiva. Pero entonces, despacio, asintió.
—Sí. Pero Zuleeka y Tor no.
Caldon sacó la daga de Naari de su cinturón y a Kiva se le paró el
corazón. Pero él solo la agitó.
—Así que, si me apuñalo con esto ahora mismo…
—¡No! —gritó Kiva, lanzándose a por ella. Solo cuando la tuvo de nuevo
a salvo dentro de la bota se dio cuenta de que Caldon no se había resistido y
la miraba con las cejas alzadas. Carraspeó y explicó—: No puedo usar mis
poderes en este momento.
Su mirada interrogativa solo se acentuó, con lo que Kiva cedió y le contó
el motivo real por el que lo había drogado. Le habló con franqueza sobre los
estallidos de magia y la poción supresora de su abuela. Lo único que omitió
fue que debía volver a Blackwater Bog al día siguiente. Temía que Caldon
intentase detenerla… o, peor, que insistiera en acompañarla. Dudaba que
Delora apreciase la compañía de un miembro de la realeza.
Al terminar, Caldon la observó durante un largo minuto y al fin sonrió.
—¿A que sienta bien quitarse todo eso de encima? Ya no hay secretos
entre nosotros, cielito. —Su rostro se tornó adusto—. Lo digo en serio.
Aunque te quiero mucho, si capto un pequeño indicio de que me has
mentido y planeas hacer daño a mi familia, te cortaré el pescuezo. ¿Queda
claro?
Kiva tragó saliva. Fue respuesta suficiente para Caldon, ya que le rodeó
los hombros con un brazo y empezó a guiarla por los muelles. Fue silbando
con alegría durante todo el camino de vuelta al palacio.
CAPÍTULO VEINTIOCHO
Ala mañana siguiente, Kiva se despertó con un nerviosismo del que no se
pudo desprender. Sabía que se debía en parte al encuentro con Caldon de la
noche anterior, aunque no parecía que el príncipe planease revelar su
secreto. Solo de pensarlo se le revolvió el estómago y le costó tragar lo que
quedaba de la poción de Delora.
Tras una sesión agotadora de entrenamiento, regresó a palacio. Su
nerviosismo aumentó al ver a tanta gente por los pasillos. El baile de Mirryn
se celebraría al día siguiente y las preparaciones se hallaban en pleno
apogeo. Una infinidad de criados, proveedores y artistas correteaban por el
palacio sin cesar, tantos que Kiva se mantuvo tensa sin un motivo claro.
Incapaz de manejar su creciente estrés, intentó escabullirse después del
desayuno, no solo para buscar algo de paz y tranquilidad, sino también para
ir a Blackwater Bog. Sin embargo, justo cuando se estaba preparando para
partir, Mirryn entró en su dormitorio seguida por dos criadas que traían un
montón de vestidos y un anciano con una cinta métrica colgada del cuello.
—Bien, estás aquí —dijo Mirryn.
—Esto, eh, ¿qué pasa? —preguntó Kiva ojiplática.
—Necesitas un vestido para mañana —respondió la princesa y, sin previo
aviso, empezó a dar órdenes a las criadas mientras el sastre se acercaba a
Kiva para tomarle las medidas. Luego la obligó a probarse un traje tras otro
mientras Mirryn y él intercambiaban comentarios críticos sin cesar.
—¡Demasiado abultado!
—¡Necesita más brillo!
—¡Falta pecho!
—¡Demasiado pecho!
—¿Por qué hay tantos volantes? ¡Menos volantes! ¡Fuera todos los
volantes!
Y así fue la cosa.
Durante horas.
Cuando al fin decidieron el vestido perfecto, Kiva hizo acopio de toda la
paciencia que le quedaba para evitar echarse a gritar cuando el sastre,
Nevard, declaró que necesitaban elegir también una máscara.
Lista para sacar la daga de Naari y amenazar con violencia, Kiva le
dirigió una mirada suplicante a Mirryn, pero se encontró con que la princesa
la observaba con una diversión patente. Sin embargo, sí que reconoció que
Kiva estaba desesperada.
—¿Por qué no le elegimos una —le dijo con tranquilidad a Nevard— y se
la enviamos más tarde? Puede ser una sorpresa.
La idea pareció espantar al sastre, aunque asintió.
—Como desee, Su Alteza.
Su séquito y él recogieron con rapidez y solo dejaron allí el vestido y
unas pantuflas a juego. Luego desaparecieron por la puerta.
Mirryn, no obstante, se quedó y le agarró las manos a Kiva.
—He oído que tuviste un… incidente… con madre la otra noche. ¿Estás
bien?
Kiva no esperaba esa conversación y menos con Mirryn.
—Me… me sorprendió —admitió Kiva con vacilación—. Siempre ha
sido encantadora conmigo. Muy maternal. El cambio de su comportamiento
fue, eh, un tanto chocante.
Y casi la había matado, aunque Kiva no mencionó esa parte.
Mirryn asintió con solemnidad.
—No voy a defender sus actos, pero quiero que sepas que tuvo un mal
día. Padre casi se desmayó durante la inauguración del puente y el público
no sabe que está enfermo, por lo que madre temió que empezara a correr la
voz. Regresaron a palacio, mi padre se acostó y ella recurrió al polvo de
ángel para relajarse. Solo lo usa cuando se siente sobrepasada por todo. —Y
se apresuró a añadir—: Pero no la estoy defendiendo. Lo que te hizo… —
Mirryn sacudió la cabeza y luego acarició el amuleto que colgaba del cuello
de Kiva—. Me alegro de que Jaren te lo diera.
La chica no sabía cómo conciliar ese nuevo aspecto de la princesa, así
que decidió asentir conforme.
—Deberías saber que ella no recuerda nada —prosiguió Mirryn—. Me
refiero a mi madre. Preguntó ayer por ti, quiso saber dónde os habíais
metido Jaren y tú para asegurarse de que estabas bien tras el reencuentro
con tu familia. —Mirryn fijó sus ojos azules en ella—. Se preocupa por ti,
Kiva. Y mucho. Igual que todos. Y sé que quizá te cueste creerlo, pero
cuando madre quiere a alguien, lo quiere de verdad. Sobre todo a quienes
considera parte de la familia.
Mirryn le apretó la mano y Kiva se dio cuenta, con cierto sobresalto, de
que ella estaba incluida en esa afirmación.
—Lo daría todo por nosotros —añadió la princesa—. Sé que derrocaría
reinos enteros si algo nos pasara a Jaren, a Ori o a mí. No dudaría en hacer
todo lo necesario para que estemos a salvo. Sé que por ti haría lo mismo.
A Kiva le costaba respirar. No sabía por qué Mirryn le contaba aquello.
Con un último apretón, la princesa le soltó la mano.
—Sé que es duro, pero si tu corazón te permite perdonarla y recordar que
la culpa es de la droga y no de quien la toma… —Se calló, incapaz de
terminar la frase.
Kiva no necesitaba que dijera más. Ya sabía cómo funcionaban las
adicciones y conocía más el polvo de ángel de lo que le gustaría.
Demasiados presos en Zalindov habían confiado en esa droga, sobre todo
las personas que recibían los trabajos más duros, como los excavadores de
túneles y los canteros. Sin embargo, su dependencia solo causaba más
problemas a la larga; costaba quitarse la adicción y era casi imposible de
sobrevivir a la abstinencia, y más en una cárcel. Y el riesgo de sobredosis…
Mucha gente había elegido una muerte anestesiada en vez de una vida
cargada de dolor, una decisión que siempre destrozaba a Kiva todas y cada
una de las veces que ocurría.
—En fin —dijo Mirryn cuando Kiva guardó silencio durante demasiado
rato—. Ya está bien de tanta seriedad. Solo quería que supieras que no
recuerda nada de lo que pasó y es mejor que siga siendo así.
Kiva se preguntó cuánto del maltrato de Jaren le habrían ocultado a la
reina, si acaso sabía lo que le había hecho antes de que él aprendiera a
protegerse. Kiva dedujo que Ariana no tenía ni idea; del mismo modo,
imaginaba que Jaren había recibido toda su crueldad producto de la droga
para salvar a sus hermanos.
Pensaba que lo había dejado. Me dijo que lo había dejado.
¿Ariana lo habría dejado de verdad si supiera el daño que le había
causado a Jaren? ¿O dependía demasiado de la droga para dejarla? Era
difícil saberlo… y quizá por eso sus hijos no le habían contado la verdad.
Kiva no sabía si hubiera tomado la misma decisión que ellos, no cuando
hacían daño a un ser querido, pero sintió una gran compasión por la
situación imposible en la que se hallaban.
—Me aseguraré de elegir la máscara perfecta para el vestido —añadió
Mirryn. Actuó como si esa conversación tan seria nunca hubiera ocurrido
—. Vas a estar espectacular… Qué ganas tengo de ver la reacción de Jaren.
El calor inundó las mejillas de Kiva y cambió de tema enseguida.
—¿Y tú? ¿Ya has elegido tu vestido?
—Así es —confirmó la princesa, pero, en vez de estar complacida, la
tristeza se reflejó en sus ojos—. Fue un regalo de mi novia, un vestido que
me dio antes de… —Se calló, apartó la mirada y se corrigió—: Bueno,
exnovia ya.
—Lo siento, Mirryn —dijo Kiva con delicadeza.
—Pensaba que era la definitiva, ¿sabes? —respondió la princesa, también
en voz baja.
Su voz contenía tanto dolor que Kiva casi la abrazó, pero se contuvo,
puesto que no sabía cómo recibiría ese gesto la princesa.
—¿Alguna vez te escribió para explicar por qué quería romper?
Mirryn asintió.
—Su familia se entrometió —contó con cierta amargura—. No creen que
hagamos buena pareja.
Kiva se la quedó mirando.
—¿No saben quién eres?
—No lo aprueban precisamente porque saben quién soy. Al parecer, no
quieren a una princesa en la familia. Quién lo iba a decir. —Antes de que
Kiva pudiera transmitir su incredulidad, Mirryn siguió hablando con una
alegría forzada—. Ya no se puede hacer nada, pero al menos conseguí un
vestido precioso para mi fiesta. Mi ex tenía un gusto espléndido para la
ropa. Ya lo verás, Kiva. Tu vestido es bonito, pero el mío es espectacular.
La mirada de Mirryn desprendía desesperación, como si le suplicase que
no preguntara nada más para no sufrir. Kiva no pensaba hacerlo, no cuando
la princesa le había mostrado una amabilidad poco habitual. Así que
contuvo la lengua mientras Mirryn procedía a describir su vestido hasta que,
al fin, se despidió.
Nada más quedarse sola, Kiva soltó un suspiro de alivio y comprobó la
hora. Se sintió abatida al ver que ya pasaba de mediodía. Empezó a sentir
pánico por todo lo que debía hacer, aunque se dio cuenta de que estaba
desesperándose por nada. Su viaje a Blackwater Bog no llevaría mucho
tiempo (eso si su abuela no tenía una sesión de club de lectura entre
semana), así que podía permitirse unos minutos para relajarse.
Pero sin Mirryn allí, su nerviosismo previo retornó. Decidió que lo que
necesitaba era un poco de normalidad. Últimamente había pasado
demasiado tiempo con la realeza. Necesitaba con desesperación ver otro
rostro familiar, alguien que no viviera en un palacio.
Un plan se formó con rapidez en su mente: buscaría a Rhessinda en
Silverthorn y, si estaba libre, disfrutaría de una agradable comida con ella.
Después tomaría prestado un caballo de la academia y se marcharía a la
casa Murkwood. Si todo iba según lo planeado, regresaría antes del
anochecer y nadie se enteraría de que había salido de la ciudad.
Complacida, Kiva se guardó el amuleto debajo del suéter y salió de su
dormitorio. Quería evitar el caos del baile, así que se apresuró a cruzar las
puertas principales y casi se rompió el cuello al tropezar con uno de los
muchos jardineros que estaban colocando pequeños fragmentos de luminio
en los setos para la fiesta.
Tras una caminata corta por el río, Kiva se sintió más relajada al llegar a
Silverthorn. No vio a Rhessinda en el santuario, así que entró en la
enfermería más grande, la que trataba enfermedades y lesiones, y se acercó
a la recepción.
—Perdone —dijo al encargado, un hombre joven con gafas cuadradas—.
Busco a Rhessinda Lorin.
—¿De qué la están tratando?
—¿Cómo?
—¿Está enferma? ¿Herida? Dígame a qué ha venido y le indicaré el
pabellón. Allí le podrán dar su número de habitación.
Kiva negó con la cabeza.
—No, es una sanadora.
—Ah. —El hombre se enderezó las gafas—. Lo siento, soy nuevo.
Como no añadió nada más, Kiva preguntó:
—¿Puede decirme dónde está?
—¿Sabe cuántos sanadores trabajan aquí? —replicó él con una mirada
inexpresiva. Bajó la cabeza y regresó a su trabajo.
Su mala educación la divirtió y la dejó pasmada a partes iguales. Kiva se
dio la vuelta y salió de la enfermería. Vio un grupo pequeño de jóvenes
sanadores comiendo en la hierba y se encaminó en su dirección.
—Siento molestar, pero ¿podéis decirme dónde está la sanadora
Rhessinda?
Su pregunta fue recibida con miradas inexpresivas y gestos de negación.
—Somos novicios —respondió una—. Los únicos sanadores que
conocemos son los profesores.
Con un suspiro, Kiva les dio las gracias y regresó al sendero. Mientras
consideraba qué hacer, pasó junto a tres sanadores de más edad, pero
ninguno le supo decir la localización de su amiga. Estaba a punto de probar
en las enfermerías restantes cuando recordó lo que Rhess había dicho: que
trabajaba por la mañana… y ya era por la tarde.
Sin planes para comer, Kiva decidió cortar por lo sano y darse un
capricho. Salió de la academia y regresó al río, donde se compró un
chocobollo (o tres) y un plato de verduras asadas con salsa. Satisfecha,
regresó a Silverthorn para encaminarse a los establos. Le alegró ver al
mismo caballerizo de la otra vez.
Con una sonrisa, Kiva pidió con amabilidad que le preparase una
montura. Él miró su vestimenta con los ojos entornados; se fijó en que no
llevaba una túnica de sanadora, y en esa ocasión tampoco la acompañaba
Rhess, pero parecía recordarla y, tras encogerse de hombros, entró en el
pequeño establo. Unos minutos más tarde, regresó con Campanilla.
—Tienes buena memoria —dijo Kiva. Le dio una moneda de plata por las
molestias (cortesía de Jaren y sus arcas).
—Le caíste bien —dijo el chico con timidez—. Pensé que te gustaría
montar en ella de nuevo.
—El sentimiento es mutuo —respondió Kiva mientras acariciaba el
cuello moteado de la yegua—. La traeré de vuelta enseguida.
Sus planes no parecieron molestar al mozo. Dio vueltas a la moneda entre
los dedos y se la guardó con regocijo mientras Kiva montaba y se marchaba
de la academia.
Pensó que había sido demasiado fácil, pero mientras se dirigía hacia el
norte y empezaba su viaje a Blackwater Bog, una sonrisa se extendió por su
rostro. Ya era hora de que algo le saliera bien.
CAPÍTULO VEINTINUEVE
E l trayecto hasta la casa Murkwood transcurrió sin incidentes, con un
clima perfecto, una carretera despejada y un caballo tranquilo. Cuando
Kiva desmontó en la puerta de su abuela, todo su nerviosismo había
desaparecido por completo.
Y regresó en un instante cuando Delora salió al porche cojeando con el
bastón en la mano y un ceño fruncido en su rostro ajado.
—Has vuelto.
—Me dijiste que volviera —señaló Kiva despacio mientras evaluaba el
estado de humor de su abuela—. Han pasado tres días. Tu poción ha
funcionado a la perfección, gracias. No siento mi magia en absoluto.
—¡Pf! Supongo que aquí es cuando intentas convencerme de que has
vuelto a por más y no a por la daga que la preparó, ¿verdad?
Kiva examinó a la mujer con cautela. Creía haber avanzado con ella el
otro día, pero ahora sentía que había regresado a la casilla de salida.
—Sí que he vuelto a por más. —Dudó al recordar la promesa que le había
hecho a Zuleeka y reconoció—: Aunque, si quieres, me gustaría hablar
sobre la daga, ya que estoy aquí.
Delora alzó el bastón y apuntó con él a Kiva. Estaba repitiendo los
mismos gestos del primer encuentro.
—¡Lo sabía! ¡Eres igual que el resto de tu podrida familia! Supongo que
esa diabla te habrá enviado a hacer el trabajo sucio, ¿verdad? ¿Verdad?
Kiva se cruzó de brazos y enroscó las riendas del caballo en el hueco del
codo.
—Si te refieres a mi madre, entonces no —dijo con toda la frialdad
posible—. No me ha enviado aquí. Porque está muerta.
—¡Ya era hora! —exclamó Delora enseguida.
Kiva retrocedió.
—Estamos hablando de tu hija. ¿Cómo puedes decir eso?
—Tu madre era una serpiente venenosa y este mundo está mejor sin ella
—respondió Delora con crueldad. No hubo ni una pizca de dolor en sus ojos
color esmeralda—. Pero no me refería a ella, sino a tu hermana. Lleva años
molestándome, aparece cada pocos meses para intentar hacerse con la daga.
Dice que solo quiere verla y nada más. ¡Bah! Mentira. Es tan odiosa como
tu madre. E igual de peligrosa. Puedo olerlo en ella… No finjas que tú no.
Era cierto que Zuleeka guardaba más rencor que de niña; también era más
exigente, pero Kiva sabía que tenía sus motivos. Lo que no sabía era por
qué su hermana había mentido o insinuado que no había visto a Delora
desde hacía años.
Antes de que Kiva pudiera pensar en una explicación justificable, su
abuela habló de nuevo.
—No te voy a dar la daga ni ahora ni nunca. Ni te daré más poción, así
que puedes irte ya.
Kiva empalideció y dio un paso adelante. Casi resbaló en el sendero
húmedo y pantanoso.
—Por favor, la daga a mí me da igual. De verdad… Eso es algo entre
Zuleeka y tú. Pero necesito esa poción. Evita que…
—Lo único que hace es retrasar lo inevitable. Te dije que no era una
solución permanente. Si sigues usándola, no sé qué pasará cuando liberes al
fin la magia. Deduzco que te convertirás en lo mismo que tu madre, que
todo lo bueno y puro que hay en ti se volverá oscuro, que tu poder solo
dejará muerte y destrucción a su paso.
El croar de las ranas y el canto lejano de los pájaros alcanzaba los oídos
de Kiva, pero quedó ahogado por un pitido que se fue intensificando.
—¿De qué estás hablando? La magia de mi madre… mi magia… es
curativa. Ayuda a la gente. No hay nada oscura en ella.
Delora resopló.
—Va, por favor. Tu madre usaba su magia para matar a gente. Igual que
Torvin Corentine hace siglos.
El pitido paró.
El croar paró.
El canto de los pájaros paró.
Durante un instante, Kiva no oyó nada; cada ruido, cada pensamiento
salió de su mente en un torbellino. La chica retrocedió y no se cayó de
bruces porque chocó contra el peso sólido del caballo.
—¿Qué? —musitó, sin poder imbuir sonido a la palabra.
Delora miró a Kiva con los ojos entornados.
—No te lo dijo, ¿verdad? Menuda hermana tienes —se quejó su abuela.
Kiva apenas podía respirar y mucho menos formular una respuesta—.
Déjame adivinar… ¿Te contó que tu madre se murió de una enfermedad que
la pudría por dentro? ¿Algo para lo que no había cura? —Delora bufó—.
Seguro que sí. Pero seguro que no te contó que fue la propia magia de Tilda
la que la estaba pudriendo. En cuanto empezó a usarla para el mal, la
traicionó, se extendió como una infección hasta su propia alma. Hay que
pagar un precio por ese tipo de poder. Para dominar la muerte, hay que estar
dispuesta a morir.
Madre estaba enferma. Una enfermedad que la pudría por dentro, algo
para lo que no encontramos cura… La infección se extendió despacio, a lo
largo de los años, pero no nos dimos cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Al recordar las palabras de Zuleeka, Kiva tragó saliva.
—No lo entiendo. Nuestra magia… la magia Corentine… es buena. Cura
a la gente.
—¿Y cómo lo hace? —preguntó Delora, apoyándose más en el bastón—.
Manipulas el cuerpo humano. Tu magia fomenta el crecimiento acelerado
de las células, elimina toxinas, cambia la sangre y los tejidos y los órganos
y a saber qué más. Pero esa manipulación funciona en ambos sentidos. Con
un solo pensamiento, puedes detener un corazón. Hacer estallar una arteria.
Causar un derrame cerebral. Colapsar un pulmón. La lista es infinita,
tendrías el poder de la vida y de la muerte en tus manos. Tu madre lo sabía.
Y, hace diez años, cuando dejó de esconderse, estaba tan enfadada como
para usarla así. Su poder y su fuerza crecieron, llegó a un punto en el que ni
siquiera hizo falta que tocase a una persona para causarle daño, para
matarla. Lo último que me contaron fue que podía pasar junto a un grupo de
gente, agitar la mano y romperles los huesos del cuello. Muertos, sin más.
Kiva sintió la bilis en la garganta.
—Mientes.
—¿Para qué iba a mentir? Es mi hija… ¿Crees que estoy orgullosa de
saber en qué se convirtió? —Delora apartó la mirada para observar el agua
marrón y lodosa del pantano—. Aunque hay buenas noticias. Ese tipo de
magia se cobra un precio, lo que significa que el daño que causaba era
limitado, incluso con mucha práctica. Eso y que no era ni mucho menos tan
fuerte como Torvin. Podía hacer daño a unas cuantas personas a la vez, pero
¿él? Él podía arrasar pueblos enteros. ¿Por qué crees que Sarana Vallentis
intentó matarlo? Cuando su poder se corrompió, fue un peligro para todo el
reino. Para todo el mundo. Aunque fuera su marido, Sarana tuvo que dar
prioridad a su gente.
—No —dijo Kiva, alzando la mano despacio—. Eso no… eso no…
—Me imagino que tu madre te contó una historia diferente, ¿verdad? Una
en la que el pobrecito de Torvin era víctima de los celos de la malvada
Sarana. —Delora profirió un sonido de burla—. Pues claro que sí. No te
engañes, niña. Torvin fue bueno y amable al principio, el sanador del
pueblo, pero se convirtió en el peor mal que ha existido nunca. Y cada
Corentine desde entonces, al menos los que nacen con magia en la sangre,
hemos tenido que decidir si seguíamos sus pasos o no. —Miró a la
horrorizada Kiva a los ojos—. Tu madre eligió mal. Y tú… —Sacudió la
cabeza—. Con todo lo que has reprimido tu poder, me temo que solo es
cuestión de tiempo antes de que sigas el mismo camino oscuro. No hay
ninguna poción en el mundo que pueda alejarte de tus malas decisiones.
A Kiva le temblaba todo el cuerpo. No sabía qué decir, qué pensar.
Si la magia de Torvin lo había corrompido, si había matado a gente
(pueblos enteros, según Delora), entonces Sarana tenía motivos para
intentar acabar con él. Pero eso significaba que… que todo el movimiento
rebelde se basaba en una mentira. Su objetivo era reclamar el trono de
Evalon para su supuesto líder legítimo, alguien a quien habían exiliado
injustamente y a quien le habían arrebatado su título. Sin embargo, si
Delora estaba en lo cierto, entonces Torvin había perdido todo derecho a la
corona cuando dejó de servir a su pueblo, cuando empezó a hacerle daño.
Kiva se sentía mareada.
Era pariente de un monstruo.
Y su madre…
Su madre se había convertido en uno.
Incapaz de soportar esas abrumadoras revelaciones, Kiva se apartó de
Campanilla y corrió hacia la orilla del agua para vomitar una mezcla fétida
de chocobollos, verduras y salsa.
—Se te da muy bien actuar, eso te lo reconozco —gritó Delora sin
moverse del porche.
Kiva se limpió la boca con la mano y regresó a duras penas con su abuela.
Tropezó con enredaderas y sorteó una serpiente que pasó a su lado de
camino al pantano.
—No lo sabía —dijo con voz áspera—. Nada de esto… No lo sabía.
—Bueno, pues ya lo sabes —replicó Delora sin rodeos, indiferente a la
turbación interna de Kiva—. Y tómatelo como una advertencia. Eso es lo
que te pasará si no vas con cuidado.
—Yo nunca…
—No puedes predecir el futuro, chica —la interrumpió Delora—. Tilda
escondió su magia durante gran parte de su vida, decidió no usarla jamás
para el mal. Y luego… —Chasqueó sus dedos retorcidos—. Un día eso dejó
de importarle. Un día quiso hacer daño a la gente. No puedes decirme con
ninguna certeza que nunca harás lo mismo.
—Pero esa es la cuestión… sí que puedo —dijo Kiva. La fuerza regresaba
a su voz. Se acercó y se detuvo en la base de la escalera del porche—. Me
he pasado la vida ayudando a gente, aprendiendo a curar a personas. No con
magia, sino con medicina. Mi padre… —Se le quebró la voz—. Mi padre
me enseñó a amar a la gente, a sentir lo que sentían, a preocuparme por
ellos, hasta por los de peor calaña. Y lo hice. Durante diez años, ayudé a la
peor calaña de este mundo. No me planteé en ningún momento hacerles
daño. Incluso a quienes odiaba. Yo… —Sacudió la cabeza—. Sé que no
podría. Sé que no.
Delora la estudió durante un momento. Kiva le sostuvo la mirada, firme
en su confianza. No se convertiría en otra Torvin ni en su madre. Ella era
dueña de sí misma y ella decidía su camino. Y aunque era cierto que había
hecho cosas terribles en su vida, no era como ellos dos.
No era un monstruo.
—Veo que te lo crees —transigió Delora al fin—. Espero que tengas
razón, niña. De verdad que lo espero.
Kiva subió un peldaño del porche.
—Entonces ¿me ayudarás? Esa poción es lo único que mantiene a raya mi
magia. Si puedes darme aunque sea un poco más…
El semblante de Delora era decidido.
—Te he dicho que no es una solución permanente. Tienes que aprender a
controlarla. Es la única forma de que la uses como es debido. Debes elegirlo
de un modo activo. No puedes seguir reprimiéndola… Eso solo terminará
en desastre.
—Pero… —farfulló Kiva, desesperada—. Tú has reprimido la tuya. Me
lo contaste cuando nos conocimos.
—Yo no dije eso.
—Me dijiste que no tomabas la poción, pero que tampoco practicas
magia. Así que debe de haber alguna forma para…
Delora rio. Fue un sonido duro, chirriante.
—Conque no lo sabes, ¿eh?
Kiva alzó los brazos al aire e hizo una mueca cuando uno atravesó una
telaraña.
—¿Saber el qué?
Delora se rio de nuevo, pero sin humor.
—Si no te lo ha dicho ella, yo tampoco. —Con el bastón, señaló el
caballo de Kiva—. Vete. Aquí no hay nada para ti.
Se dio la vuelta y empezó a regresar despacio y cojeando hacia la puerta
abierta.
—¡Espera! —exclamó Kiva. Su abuela se detuvo para mirar por encima
del hombro. Con un tono áspero de derrota, prosiguió—: Al menos dame la
estúpida daga. Está claro que no quieres que te asocien con nuestro linaje y,
si lo que has dicho es cierto, no te culpo. Pero la daga de Torvin es
importante para los rebeldes y a Zuleeka le gustaría…
Kiva se calló cuando Delora echó la cabeza hacia atrás y aulló.
—¿La daga de Torvin? ¿Así la llama esa diabla?
—Dice que es una reliquia familiar —dijo Kiva con incertidumbre.
—Bueno, en eso no se equivoca —replicó Delora secamente antes de
reírse de nuevo. Pero luego recuperó la seriedad y con un tono inflexible
anunció—: Prefiero morir antes que ver esa daga en manos de tu hermana.
Díselo de mi parte.
Y entonces Delora atravesó la puerta y la cerró de un portazo sin añadir
nada más.
Las lágrimas acudieron a los ojos de Kiva, pero no las dejó caer. No valía
la pena: no convencerían a su abuela para que preparase más poción. Pero
Kiva tenía más opciones. Había visto algunos ingredientes en el banco de
Delora y aún le quedaban unas cuantas gotas en el frasco, las suficientes
para confirmar los otros solo por el olor. Descubriría cómo preparar la
maldita poción ella sola.
Regresó decidida a su caballo, montó y tomaron el sendero cenagoso. Se
negaba a pensar en lo que Delora le había dicho; esa supuesta historia
familiar era demasiado terrible para obsesionarse con ella. Debía
concentrarse en conseguir controlar su magia. Silverthorn podría ayudar: ya
conocía el camino hasta el huerto de los apotecarios. Lo único que
necesitaba era ir al palacio a por el frasco y luego ponerse a trabajar.
Ensimismada en su enfado justificado (mientras intentaba con
desesperación suprimir su creciente angustia), Kiva fue directa a los
establos de palacio. No recordaba que su montura pertenecía a la academia
y tenía una tapadera que mantener. Cambió de dirección y devolvió a toda
prisa el caballo. Le dio una palmadita de agradecimiento y le entregó las
riendas al caballerizo.
—Qué rápida —dijo el chico.
—Justo como te había prometido.
Kiva le dedicó una sonrisa desganada, le dio las gracias por su ayuda y se
giró para marcharse.
Regresó al palacio en tiempo récord. Pensaba volver a salir enseguida una
vez consiguiera el frasco. Pero nada más entrar en el salón se detuvo en
seco al ver quiénes la estaban esperando.
La familia Vallentis al completo, exceptuando a Oriel, se hallaba en la
habitación. También estaban el rey con pinta de enfermo, Naari y el capitán
Veris. A su llegada, todos se giraron para observarla. La tensión se palpaba
en el ambiente.
La sangre abandonó el rostro de Kiva.
¿Lo sabían?
¿Lo sabían?
Pero echó un vistazo rápido a Caldon, que sacudió la cabeza con mucha
discreción para indicarle que su secreto seguía a salvo.
Sintió poco alivio, ya que algo iba claramente mal. Tragó saliva porque
de repente sintió la garganta seca.
—¿Ha pasado algo? —preguntó.
—¿Dónde has estado hoy, Kiva? —preguntó el rey Stellan. Su semblante
permanecía pálido, pero su voz estaba llena de acero.
¿Sabían que hoy también había salido de la ciudad?
—Yo… fui a ver a mi amiga en Silverthorn. La sanadora que vino a
palacio la otra noche para tratarme después de… de…
—No pasa nada, Kiva, tranquilízate —dijo Ariana.
Se acercó para tomarla de las manos. A pesar de sus amables palabras, la
tensión aún rodeaba a la reina. En vez de preguntarse el motivo, Kiva se
concentró en compartimentar sus recuerdos de la última ocasión en que
había visto a la reina, cuando Ariana la atacó, para no apartar con rapidez
las manos.
—¿Llevas todo el día fuera de palacio? —preguntó el capitán Veris,
observándola con atención.
—Solo desde la hora de la comida.
—Pero ¿estabas aquí antes de eso? ¿Esta mañana? —insistió el capitán.
Kiva asintió. El estómago se le revolvió cuando la tensión en la sala
aumentó—. ¿Has ido al palacio occidental? ¿A la biblioteca real?
Al oír la pregunta, Kiva miró a Jaren. Tenía el semblante completamente
hosco, y eso le causó más alarma que todo lo demás.
—No, fui ayer —respondió despacio—. Fue la primera vez que estuve
allí.
—Pero ¿has regresado hoy? —la presionó Veris.
—No, ¿para qué iba a volver? —Kiva arrugó la frente—. ¿Qué está
pasando?
Naari dio un paso adelante.
—Esta mañana han robado el Libro de la Ley.
Lo único que Kiva pudo oír a partir de ese momento fue su propio pulso
en los oídos. Pero entonces echó un vistazo a la habitación, a todos los
rostros endurecidos (sobre todo al de Jaren) y se sobresaltó.
—¿Pensáis que he sido yo?
—Solo intentamos averiguar quién tuvo acceso a él —dijo la reina con
suavidad—. Con tantos trabajadores por aquí para preparar el baile de
mañana, ha sido complicado localizar a todo el mundo. Pero como nadie
podía encontrarte… Kiva, querida, solo queremos saber tu parte de la
historia.
—No hay ninguna historia —exclamó Kiva. Apartó las manos y
retrocedió un paso. Se giró hacia Jaren para preguntarle directamente—.
¿Por qué iba a…?
Se interrumpió de repente al recordar por qué Jaren la había llevado a la
biblioteca, por qué le había enseñado el Libro de la Ley.
El Ternario Real.
El libro era uno de los tres objetos que podían arruinar a su familia.
Y anoche…
Anoche les había hablado a Zuleeka y a Tor sobre él.
Se lo había contado todo.
Pero también les había dicho que sin los tres objetos (y uno de ellos se
hallaba a cientos de kilómetros de distancia) no podían hacer nada.
Seguro que no se habrían arriesgado a robarlo sin motivo, ¿verdad? No
cuando así ponían en peligro la vida de Kiva. El momento también había
sido demasiado evidente como para pasarlo por alto.
No era de extrañar que Jaren la mirase así. Tenía muchas razones para
sospechar de ella. Hasta Kiva habría sospechado de estar en su lugar.
—No he sido yo, lo juro. Hoy… —Kiva se interrumpió enseguida y se
volvió hacia Naari—. ¿Has dicho que ha sido esta mañana?
La guardia asintió.
—Entre las diez y las doce.
Kiva soltó un suspiro de alivio.
—Estaba aquí —les dijo con desesperación—. Justo aquí, en mi
habitación. Probándome vestidos. No hemos salido en toda la mañana.
—¿Tú y quién más?
Kiva le dirigió a Mirryn una mirada suplicante.
—Tonta de mí, se me ha olvidado mencionarlo, ¿verdad? —dijo la
princesa con más humor que arrepentimiento—. Kiva estuvo con Nevard y
conmigo hasta la hora de la comida. —Le guiñó un ojo a Jaren—. Ya verás
el modelito de mañana, hermano. De nada.
—Mirryn —intervino Ariana con un tono estricto de incredulidad—, ¿por
qué no has dicho nada?
—Me había olvidado —repitió la princesa a la defensiva—. Tengo
muchas cosas en la cabeza, madre.
La tensión en la sala se disolvió enseguida, reemplazada por una
combinación de remordimiento (dirigido hacia Kiva) y frustración (hacia
Mirryn).
Sin embargo, a Kiva le daba igual lo que pensaran los demás, solo le
importaba Jaren. Se centró en él y descubrió que el príncipe avanzaba hacia
ella; la dureza de su semblante había desaparecido y reflejaba mucha
emoción.
Se detuvo antes de chocar con ella y la acercó a él para susurrarle:
—Estaba seguro de que no eras tú, pero después de lo de ayer…
—Lo entiendo. Yo también habría dudado —dijo Kiva mientras por
dentro les gritaba a sus hermanos. Si tenían algo que ver con eso, no
pensaba perdonarlos jamás. Tenía una coartada solo por pura suerte… y
gracias a la princesa.
—¡Bueno! —dijo Caldon con una palmada—. Me alegro de que nuestra
delincuente favorita no haya robado una valiosa reliquia de Evalon, pero
todavía tenemos que descubrir quién ha sido. ¿Hay más pistas?
Kiva se apartó de Jaren para fulminar a Caldon con la mirada por cómo la
había llamado, aunque él solo le devolvió una sonrisa socarrona. Sin
embargo, había cierto recelo en sus ojos color cobalto, tanto que Kiva supo
que más tarde se enfrentaría a él por si encontraba alguna prueba de que
ella, o su familia, tenían algo que ver con el robo.
—Repasaremos de nuevo la lista —dijo Veris—. Como el baile es en este
lado del río, no hubo demasiados trabajadores que tuvieran acceso al
palacio occidental, solo un número reducido de proveedores y artistas con
giras programadas. Volveremos a interrogarlos, junto con los criados, hasta
que lleguemos al fondo del asunto.
Kiva sabía que, si alguien podía encontrar al culpable, ese era Veris. Rezó
de nuevo para que sus hermanos no estuvieran involucrados.
Debería haber rezado con más ganas.
O, mejor dicho, debería haber añadido un nombre más a sus plegarias, un
nombre diferente, porque justo cuando todo el mundo se iba a marchar, una
vocecita asustada dijo:
—Tengo que c-contaros una cosa.
Todas las miradas se centraron en la puerta de Tipp. Era evidente que el
joven los había estado escuchando. Su rostro lleno de pecas estaba pálido y
lucía una expresión atormentada.
—He s-sido yo. Yo he robado el L-L-Libro de la Ley.
CAPÍTULO TREINTA
L os siguientes minutos fueron de los más largos en la vida de Kiva
mientras observaba impotente cómo Veris, Naari y la familia real
interrogaban a Tipp.
Resultó que, aunque sí que había robado el Libro de la Ley, lo había
hecho sin saberlo.
Aún estaban intentando averiguar qué había ocurrido exactamente.
—Cuéntanoslo de nuevo, colega —lo animó Jaren, sentado junto a Tipp,
con Kiva al otro lado del muchacho. Le sujetaba la mano con fuerza y
notaba la piel húmeda. Al chico le temblaba todo el cuerpo, y a Kiva le
costó la vida no agarrarlo y salir corriendo de la habitación.
—P-Peri me pidió que fuera a por él, dijo que ella tenía prohibido entrar
en la biblioteca, p-pero que yo no me metería en problemas.
—¿Peri? —preguntó Jaren.
—Perita B-Brown, una de las c-criadas. Trabaja en las c-cocinas del
palacio o-occidental. Siempre nos da a Ori y a m-mí dulces cuando c-
conseguimos escaquearnos de la tutora Edna.
Miró lleno de culpabilidad al rey y a la reina, pero estos tenían otras
preocupaciones más acuciantes que las travesuras de unos niños.
—¿Dijo para qué lo quería?
—M-Me contó que Mirry se lo había pedido —respondió Tipp. Todos los
ojos se posaron en la princesa, cuya única reacción fue arquear una de sus
elegantes cejas doradas—. Peri tenía miedo de d-decepcionar a Mirry, pero
t-tampoco quería perder el trabajo si alguien la v-veía allí. Sabía que Ori y
yo p-pasábamos mucho tiempo en la biblioteca p-para nuestros estudios, así
que… me pidió a-ayuda. —Echó un vistazo a la habitación con los ojos
llenos de remordimiento—. No sabía que e-estaba haciendo algo malo.
Pensaba que era para M-Mirry.
—Princesa, ¿algo que decir sobre esto? —preguntó el capitán Veris. Ella
lo miró con indiferencia.
—¿Por qué querría robar algo que ya me pertenece?
—Técnicamente, el Libro de la Ley no nos pertenece a nosotros —
comentó Caldon—, sino al pueblo.
Antes de que Mirryn pudiera responder, Jaren intervino.
—Conozco a todo el personal de palacio, pero no reconozco el nombre de
Perita Brown.
—A mí tampoco me suena —coincidió Ariana—. Es posible que le diera
a Tipp un nombre falso.
—O a nosotros.
—O quizá no sea una criada y ha encontrado una forma de entrar para
poder robar nuestro preciado libro —dijo Mirryn.
—¿Desde cuándo la conoces, Tipp? —preguntó Caldon.
—Desde que llegamos a-aquí. Hace dos s-semanas.
—Así que llevaba tiempo planeándolo, si Mirryn está en lo cierto —
señaló el rey Stellan mientras se pasaba una mano por su rostro cansado. No
tenía pinta de que fuera a aguantar de pie mucho rato más. Si las cosas
fueran diferentes, Kiva se habría planteado intentar curarlo cuando su magia
regresara, pero sabía que eso era imposible.
—No sé —dijo Jaren—, algo no me cuadra.
—No me digas —replicó Caldon con sarcasmo.
Jaren lo ignoró y se centró de nuevo en Tipp.
—¿Puedes describirla?
Unos nervios repentinos se apoderaron de Kiva y tuvo una idea horrible:
¿y si Peri era Zuleeka? ¿Y si se había disfrazado y actuado como una criada
para ganarse a Tipp con tal de convencerlo de que robase el libro?
Pero… no. Había demasiados fallos en el plan, como el hecho de que
Tipp había conocido a Zuleeka o que Kiva les había hablado del libro y el
Ternario Real la noche anterior, no hacía dos semanas.
Cuando Tipp empezó a describirla, el nudo en el pecho de Kiva se aflojó
un poco, porque la mujer de mediana edad no se asemejaba a Zuleeka. Veris
y Naari prestaron mucha atención e hicieron más preguntas para recabar
todos los detalles posibles. Luego dijeron que iban a empezar a buscarla de
inmediato.
Los dos guardias salieron de la habitación poco después y el resto de la
familia Vallentis los siguieron. Jaren se quedó más tiempo, pero también se
marchó cuando Tipp se volvió hacia Kiva y se agarró con tanta fuerza a ella
como para dejar un moratón. El príncipe reconoció que el chico necesitaba
estar a solas con la persona que lo hacía sentirse a salvo.
Kiva podría haber besado a Jaren por su comprensión, aunque solo le
dirigió una sonrisita que se ensanchó cuando él le prometió traer noticias en
cuanto las hubiera.
La joven sabía que sus planes para la tarde se habían ido al traste, así que
apartó a un lado sus necesidades y pasó las siguientes horas intentando
tranquilizar a Tipp, cuya culpa era inconsolable.
Esa culpa solo se acrecentó cuando Jaren volvió esa noche con malas
noticias.
Habían encontrado a Perita Brown.
Pero estaba muerta.
No dijo la causa de la muerte, pero sí que compartió que el Libro de la
Ley no se hallaba con ella… y que no había más pistas. A pesar del
percance, la Guardia Real continuaría buscando. No se rendirían hasta
recuperar el libro.
Kiva tenía sus dudas. Aunque nadie supiera que formaba parte del
Ternario, el antiguo texto debía valer una fortuna. Seguro que ya se hallaba
lejos.
Antes de marcharse por segunda vez, Jaren se agachó delante de Tipp y lo
miró directamente a los ojos hinchados por las lágrimas.
—No te culpamos, chico. Fue un error inocente.
Tipp no pareció oírle. Estaba más disgustado que nunca por su papel en la
muerte de Perita, aunque hubiese sido involuntario.
El muchacho se echó a llorar de nuevo y Jaren le dirigió una mirada
alarmada a Kiva, pero ella negó con la cabeza. Sabía que no era culpa suya.
—¿Me ayudas a llevarlo a su habitación? —le preguntó en voz baja.
Juntos consiguieron que Tipp soltara su firme agarre de Kiva el tiempo
suficiente para colocarlo en la cama, donde se enroscó contra ella una vez
más mientras lloraba sobre su suéter ya empapado.
—¿Puedo hacer algo? ¿Te traigo alguna cosa? —preguntó Jaren—.
¿Cómo puedo ayudar?
El príncipe no tenía ni idea de cómo ofrecerle consuelo, y Kiva lo
entendía. Solo había visto a Tipp así en una ocasión, el día en que murió su
madre. Esa noche se había pasado horas abrazándolo y pretendía hacer lo
mismo ahora hasta que estuviera listo para volver a enfrentarse al mundo.
—Estamos bien, gracias —respondió. Acarició el sedoso cabello pelirrojo
del chico y añadió—: Solo necesita un poco de tiempo. —Jaren asintió,
aunque aún parecía reacio a marcharse—. Vete. Yo cuidaré de él.
—Sé que lo harás —dijo Jaren en voz baja. Y con esas palabras cargadas
de confianza, le dio un beso en la frente a Kiva, un apretón a Tipp en el
hombro y salió del dormitorio.

Kiva apenas durmió esa noche, y no porque Tipp tardase en quedarse


dormido tras llorar a mares. Tenía muchas cosas en la mente, desde el robo
a la familia real hasta todo lo que su abuela le había contado. Luego, claro,
estaba su nerviosismo por no haber tenido la oportunidad de replicar la
poción de Delora. Por la mañana, su magia regresaría y solo los dioses
sabían qué podría pasar.
Pero no fue solo el miedo lo que la mantuvo despierta.
También las pesadillas de Tipp.
En más de una ocasión, el chico se despertó de golpe con un grito de
espanto. Se agarraba el estómago y jadeaba algo sobre una luz dorada.
Luego caía de nuevo directo en el sueño.
Cada vez que pasaba, el corazón de Kiva se detenía, segura de que Tipp
había recordado lo que le había hecho. Pero cuando llegó la mañana y sacó
el tema con cuidado, el muchacho la miró con desconcierto. No recordaba
haber soñado nada, para alivio de Kiva.
Tipp siguió apagado, aunque ya no lloraba ni se aferraba a la chica. Ella,
por su parte, se preparó para el entrenamiento con Caldon y, cuando llegó la
hora de salir, Tipp le preguntó con timidez si podía ir a mirar.
Y así, mientras Kiva sudaba y sufría durante todo el ejercicio, Tipp estuvo
sentado en un lateral del patio de entrenamiento, como si no soportara que
lo separasen de ella. Kiva pensó que en parte se debía a un momento muy
desolador de esa noche, cuando el muchacho le había preguntado si lo
enviarían de vuelta a Zalindov. Kiva sentía su miedo como si le
perteneciera, y por eso le había prometido que nunca lo enviarían de vuelta
a la cárcel, aunque sabía de primera mano que el miedo persistía. Si Tipp se
sentía más seguro con ella cerca, entonces le permitiría estar a su lado el
tiempo que necesitase.
Eso se convirtió en otro problema cuando regresó a la suite tras el
entrenamiento. Normalmente Tipp se habría marchado a clase con Oriel,
pero no hizo amago de irse. Kiva notó más que nunca el frasco vacío que
estaba en su tocador.
Sin embargo, se dio cuenta de que no había ningún motivo por el que
Tipp no pudiera acompañarla a Silverthorn. No tenía que contarle qué hacía
la poción y él estaba acostumbrado a que Kiva preparase todo tipo de
remedios, gracias a los años que habían pasado juntos en la enfermería de
Zalindov. Quizá hasta pudiera echar una mano.
Tras decidirse, lo dejó solo el tiempo suficiente para ducharse y
cambiarse. Luego se tomaron un desayuno rápido y le informó de que debía
salir de palacio. El pánico ocupó el semblante del muchacho y solo
desapareció cuando ella le dijo que podía acompañarla. En ese momento, la
alegría a la que tanto la tenía acostumbrada regresó. Saltaba a la vista que a
Tipp le emocionaba visitar Silverthorn, aunque seguía un poco apagado.
Salieron del palacio juntos. El alboroto del día anterior se había
incrementado ahora que faltaban pocas horas para el baile. Kiva dio gracias
por escapar de esa locura y sintió que Tipp también lo agradecía. Se animó
más mientras paseaban por la calle del Río. La chica llevaba el frasco bien
seguro en el bolsillo. Su magia había regresado (la sentía de nuevo vibrando
bajo su piel), pero por el momento no le había causado ningún problema. Y
no tenía ningún deseo nefasto de usar su poder para hacer daño a nadie.
Daba igual lo que le pasara a Torvin o el oscuro camino que siguió Tilda:
Kiva estaba segura de que no sucumbiría a la misma tentación. Sobre todo
porque, para ella, esa idea no la tentaba en absoluto.
Cuando atravesaron la puerta principal de Silverthorn, Tipp quiso pararse
cada pocos pasos para mirar algo nuevo, pero Kiva le metió prisa. El alivio
se apoderó de ella al ver a Rhessinda sentada en el banco habitual del
santuario. Se dio cuenta de que, si la sanadora los acompañaba en su tarea,
habría menos posibilidades de que los mirasen mal.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Rhess, dirigiendo una sonrisa a Tipp
mientras se acercaban.
Kiva pensó que fue muy amable por su parte no mencionar que había
visto a Tipp antes, la noche del secuestro, cuando le habían dado un tónico
de moradino al chico que lo había dejado roncando en el sofá de la reina.
—Soy T-T-Tipp —respondió él y le ofreció una mano.
—Rhessinda —dijo la chica, dándole un firme apretón. Con un guiño,
añadió—: Pero mis amigos me llaman Rhess.
Tipp sonrió. La expresión alegre demostró que se estaba recuperando con
rapidez de la noche anterior.
—Ayer vine a buscarte —dijo Kiva—. Olvidé que solo trabajas de
mañana.
—¿Todo bien? —preguntó Rhess, y juntó las cejas color ceniza.
—Solo quería ver si estabas libre para comer —dijo Kiva y la frente de
Rhess se alisó—. Pero hoy… necesito otra cosa. —Sacó el frasco vacío del
bolsillo—. Tengo que preparar una poción. ¿Podemos ir al huerto de los
apotecarios?
Rhess suspiró con fuerza y puso los ojos en blanco hacia Tipp.
—Parece que Kiva quiere robar otra vez en Silverthorn.
—¿O-Otra vez?
—Robar, no —se defendió la chica—. Solo… tomar prestado.
—Sin permiso —señaló Rhess.
Kiva se cruzó de brazos e ignoró las risas de Tipp.
—¿Me vas a ayudar o no?
Rhessinda se puso en pie.
—Por ti, amiga mía, lo que sea.
La sanadora entrelazó el brazo con el suyo y con el de Tipp y los condujo
a paso de rana por el santuario. Así sonsacó una carcajada feliz del chico. Y
solo por eso Kiva supo que había tomado la decisión correcta de traerlo con
ella. La personalidad contagiosa de Rhessinda bastaba para alegrarle el día a
cualquiera.
Llegaron enseguida al huerto. Kiva recitó a Rhess y a Tipp los
ingredientes que había visto en el banco de su abuela, además de los que
había detectado mediante el olfato: flor de tilí, trigo plata, garrón,
musgúlubre, tumumbre y heracleum. Consultaron el mapa antes de
deambular por las diversas hileras de plantas para recoger las muestras que
buscaban.
El único contratiempo llegó al darse cuenta de que el musgúlubre se
hallaba dentro de un invernadero, hasta que Rhessinda señaló que allí
dentro quizá también habría un lugar de trabajo donde Kiva podría preparar
la poción.
Su falta de certeza hizo desconfiar a Kiva (igual que el hecho de que no
tuviera llave, aunque los sorprendió con su inesperada habilidad para abrir
cerraduras), pero, una vez dentro, todas las reservas de Kiva desaparecieron.
El invernadero no era grande, aunque rebosaba de plantas, hierbas, bayas
y flores extrañas de las que Kiva solo había oído hablar en las historias
maravillosas de su padre. De no estar tan desesperada por preparar la
poción, se habría quedado horas allí para respirar los frescos aromas
terrosos y disfrutar de la humedad en el ambiente.
—Aquí huele r-raro —dijo Tipp, arrugando la nariz.
—Se llama naturaleza —replicó Rhess, también con la nariz arrugada.
Kiva disimuló una sonrisa y fue a buscar el musgúlubre. Luego se
trasladó a un banco de madera en la parte de atrás. Allí encontró diversas
herramientas de apotecario, como cuchillos, tablas de cortar y frascos
grandes que podían contener más de los tres miserables tragos que Delora le
había proporcionado.
—¿En qué puedo ayudar? —preguntó Rhess. Se limpió salvia marrón en
la túnica blanca.
Kiva le entregó el frasco vacío.
—Tengo que replicar esto. Creo que he identificado todos los
ingredientes, pero no estoy segura sobre las cantidades.
Tipp extendió la mano y Rhess le pasó el frasco.
—No se me da bien hacer pociones complicadas —admitió—, pero sí que
me manejo de maravilla con un cuchillo. —Señaló las tablas de cortar—.
Puedo preparar lo que necesites.
Kiva había esperado que Rhess pudiera ofrecerle más ayuda, pero
también sabía que replicar la poción sería complejo. Solo debía seguir su
intuición de sanadora, desarrollada durante los años que pasó preparando
tratamientos para salvar vidas con recursos limitados. Si había podido
entonces, ahora también.
Decidida, Kiva expuso los ingredientes y reflexionó con cuidado sobre lo
que sabía de cada uno de ellos. Luego les dio instrucciones a Rhess y a
Tipp, que procedieron a cortar según sus órdenes. Kiva se puso enseguida a
combinar la mezcla y triturarlo todo junto; tuvo que esperar a que el garrón
y el musgúlubre supuraran para empezar a convertirla en líquido.
—¿Debería t-tener esta pinta? —preguntó Tipp cuando Kiva vertió la
poción en un frasco limpio.
—Creo que sí. —Había hecho todo lo que estaba en su mano para
reproducirla a la perfección y estaba segura de que olía y tenía el mismo
aspecto que la pócima de Delora. Solo faltaba probarla y ver—. Allá va.
Se llevó el frasco a los labios y tragó. Se llenó de orgullo al comprobar
que sabía exactamente igual que la poción que llevaba tres días bebiendo.
Y, aun así, no pasó nada.
Su magia no desapareció… ni siquiera disminuyó. Seguía allí, susurrando
bajo su piel, aguardando a que la liberara.
—¿Ha f-funcionado?
Kiva negó con la cabeza, llena de decepción… y miedo.
—¿Qué debía hacer? —preguntó Rhess, observando a Kiva con atención.
—Da igual —respondió con voz ronca, negando de nuevo—. Tendré
que… que pensar otra cosa.
Había estado muy segura, pero segurísima de que había recreado bien la
poción, tanto que no valía la pena intentarlo de nuevo con otras medidas,
porque el sabor, el olor y la textura eran perfectos.
Lo que significaba que faltaba algo.
Seguramente un ingrediente secreto. O quizá más de uno que no podía
detectar ni por el sabor, la vista o el olor.
Podían ser demasiadas cosas, todo un mundo de opciones. Y, aunque Kiva
no solía rendirse con facilidad, sabía que tardaría años de prueba y error en
averiguarlo.
Sintió una rabia inmensa hacia su abuela, pero antes de que se convirtiera
en furia, la apagó, ya que sabía que era inútil. Delora la había animado a
controlarla, por lo que debería seguir su consejo. Ya había conseguido
reprimirla durante una década; seguro que podría averiguar una forma de
usarla sin peligro. Sobre todo cuando no tenía otra opción.
—Tienes pinta de que te vendría bien un chocobollo —comentó
Rhessinda. Seguía observándola atentamente y captó todas las emociones
que cruzaron su rostro.
Como había vomitado los chocobollos del día anterior, se le revolvió el
estómago con solo pensarlo, pero Tipp intervino a toda prisa.
—¿Qué es un ch-chocobollo?
Rhess dio un gritito melodramático.
—Tenemos que rectificar esta situación de inmediato.
Y así como así, Rhess condujo a Kiva y a Tipp fuera del invernadero y los
guio por los jardines… lejos de cualquier esperanza de conseguir una
poción. Kiva sabía que no sería fácil, y aun así…
Quitarse la decepción fue difícil.
Y más lo fue deshacerse del miedo.
Pero los enterró bien hondo. Sabía que ninguno le serviría para nada.
No podía seguir dándole vueltas a por qué había fracasado la poción.
Antes debía pensar en formas de controlar la magia, o incluso de entrenarla
del mismo modo que Caldon fortalecía su cuerpo. Todo eso y más le
atravesó la mente mientras seguía a los parlanchines Rhessinda y Tipp fuera
de la academia, en dirección al río.
Absorta en sus pensamientos, Kiva no vio a los atacantes antes de que los
gritos de Tipp y Rhess llegaran a sus oídos. Un instinto automático le hizo
sacar la daga de Naari de la bota, pero se la arrebataron con un golpe y le
taparon la boca con una tela. El olor fétido y desconocido hizo que todo se
volviera oscuro en un instante.
CAPÍTULO TREINTA Y UNO
K iva iba a matar a su hermana.
Eso fue lo primero que pensó nada más despertar.
Su segundo pensamiento fue que iba a vomitar. El aroma de lo que la
había dejado inconsciente persistía como un mal sabor de boca. Daba igual
cuánto aire fresco inhalara, que no desaparecía por completo.
Mientras tosía y escupía y se resistía contra las cuerdas que le ataban las
manos a la espalda, abrió los ojos y le bastó con echar un vistazo al lugar
para ignorar con todas sus fuerzas su estómago rebelde.
Había captado el aroma a sal, el claro olor a pescado combinado con
madera vieja mohosa, vino y especias, pero solo cuando examinó el edificio
al que la habían arrastrado se dio cuenta de que se hallaba en un almacén de
los muelles.
El espacio a su alrededor estaba lleno de barriles chorreantes y sacos
abultados. Jarras de cerámica ocupaban los estantes, cajas de madera se
amontonaban con precariedad unas sobre otras, y tan solo una ventanita
entrecerrada en lo alto de la pared dejaba entrar una pizca de luz. El suelo
estaba vacío en gran medida; las mercancías se habían dispuesto en pilas
ordenadas cerca de las paredes, pero la habitación estaba tan abarrotada de
cosas que ocultaban el camino hasta la salida, lo que significaba que Kiva
se hallaba en lo más hondo del almacén. Aun así, no pensaba escapar. No
cuando se imaginaba que aquel era otro intento chiflado de su hermana para
llamar su atención, un secuestro planeado tan similar al primero que no
podía ser coincidencia.
Pero ahora Kiva no estaba sola.
Tumbados en el suelo a su lado se hallaban Tipp y Rhessinda, con las
manos también atadas a la espalda. El chico sangraba de una herida en la
cabeza (y la alarma le aceleró el pulso a Kiva) y la sanadora estaba
ensangrentada y magullada, aunque recuperaba la consciencia poco a poco.
Se sentó y examinó su entorno con el semblante lúgubre.
—Puedo explicarlo —soltó Kiva cuando Rhess la miró.
—¿Estás herida?
—Estoy bien. Pero tengo que decirte…
Antes de poder disculparse por esa situación, dos de los hombres más
grandes que Kiva había visto nunca salieron de detrás de una hilera de
cajas. Uno estaba cubierto de tatuajes y el otro era tan pálido como la leche.
—¿Cuál de vosotras es Kiva? —preguntó el hombre tatuado.
Su marcado acento dejó a Kiva de piedra. Se le fue aclarando la mente a
medida que la droga abandonaba su cuerpo, lo suficiente para recordar que,
según Caldon, su hermana no había sido la única en intentar secuestrarla
hacía casi quince días.
—Soy yo —replicó Rhessinda.
Kiva se la quedó mirando.
—No, soy yo —añadió a toda prisa.
—Calla y déjame a mí —siseó Rhessinda entre dientes mientras la
taladraba con la mirada.
Las palabras acallaron a Kiva. No quedaba ni rastro de la sanadora
divertida y amigable que Kiva conocía y adoraba. En su lugar había otra
persona nueva, alguien diferente con el semblante severo que miraba a los
dos hombres como si pudiera prenderles fuego con los ojos.
—Te has resistido de lo lindo, muñeca —dijo el hombre pálido, también
con un acento muy marcado. Señaló un largo arañazo en su antebrazo y
luego otro en la mejilla.
—Quítame las cuerdas para otra ronda —dijo Rhess con dulzura. No
había miedo en su voz, como si tuviera ganas de pelear.
Algo no encajaba. Algo que Kiva no entendía. Algo que…
El hombre pálido fijó sus ojos igual de pálidos en Kiva y la sacó de sus
pensamientos.
—Estás aquí por dos motivos, niña, y uno es recordarle a tu hermana que
nuestro rey se está impacientando. Puede que la reina rebelde esté muerta,
pero Navok aún espera que se cumpla su parte del trato. Zuleeka Corentine
debe pagar una deuda de parte de su madre. De tu madre. Asegúrate de que
sepa que debió pagarla hace tiempo.
Kiva sintió que la sangre desaparecía de su rostro. Recordó las palabras
de su hermana en Oakhollow: El rey Navok se alegró mucho de hacer un
trato con la reina rebelde.
Por todo el mundoterno, ¿qué había hecho su madre?
Pero Kiva no tuvo tiempo de reflexionar, no cuando acababan de
confirmarle que Zuleeka no había planeado ese secuestro. Y peor: el fornido
hombre acababa de revelar quién era Kiva (y su familia) a Rhessinda.
El miedo se apoderó de ella, pero cuando se giró hacia la sanadora con
una negativa en los labios, esta no parecía alarmada en lo más mínimo.
Ni sorprendida.
—Dioses —soltó al darse cuenta—, ¿qué…?
—El segundo motivo por el que estás aquí debería ser obvio —la
interrumpió el hombre tatuado y le propinó una patada a su bota. No dolió,
pero Kiva retrocedió hasta chocar con una caja de madera—. Eres el cebo.
—La última vez que nuestra gente intentó secuestrarte, no estaban
preparados, pero hoy las cosas son diferentes —dijo el pálido con una
sonrisa sombría—. Aun así, puede que pase un rato antes de que el guapo
de tu príncipe descubra que has desaparecido, así que, si quieres conservar
esa cara bonita para él, contén la lengua. En cuanto llegue con sus guardias,
celebraremos una fiesta. No un baile de máscaras, pero será igual de
inolvidable.
Eres un cebo muy sabroso para un pez más grande.
Caldon había tenido razón desde el principio. El rey Navok había enviado
a sus secuaces a capturarla después del Festival del Río por ese mismo
motivo: para atraer al príncipe heredero. Sabían lo mucho que significaba
ella para Jaren, sabían que iría a por Kiva.
Caramor y Mirraven sueltan espuma por la boca con solo pensar en
lanzar una invasión, a la espera de percibir la más mínima debilidad.
Kiva era la debilidad de Jaren.
La sonrisa del hombre pálido se agrandó cuando captó que Kiva lo había
entendido.
—Mirraven tiene grandes planes para Evalon —declaró—. Hoy les
ofreceremos un avance de lo que está por llegar.
Kiva cerró los ojos, como si pudiera bloquear las palabras.
Debería haberlos mantenido abiertos.
Porque así habría visto la mano que se acercaba a su cara, el trapo fétido
que se cerró sobre su boca de nuevo.
—Esto te ayudará a pasar el tiempo —dijo el tatuado—. Dulces sueños,
niña.

—¡Kiva, despierta!
Una mano le daba golpecitos en la cara, y ella gruñó. Quería apartarla,
pero aún tenía los brazos atados a la espalda.
—Bien. Ahora abre los ojos.
Kiva se quejó otra vez; había reconocido la insistente voz de Rhessinda,
que la sacaba de su sueño poco natural. Una nueva oleada de mareo la dejó
peleando para resistirse a las ganas de vomitar.
Entre toses y arcadas, Kiva abrió los ojos para ver de nuevo el almacén,
pero el sol que se filtraba por las ventanas era mucho más débil que antes y
las sombras del suelo más alargadas, lo que indicaba que era por la tarde.
Eso, junto con el tiempo que había pasado en Silverthorn, significaba que
Kiva había estado fuera horas, pero con los planes para el baile en pleno
apogeo era muy posible que nadie supiera que había desaparecido. Que
Jaren no conociera su ausencia.
Miró a un lado y vio que Tipp seguía inconsciente, pero en una postura
distinta, como si se hubiera despertado y quedado dormido de nuevo. Al
otro lado, Rhessinda se arrodillaba a su lado. Las muñecas de la sanadora
estaban ensangrentadas tras haberse liberado de sus ataduras. Enseguida se
puso a quitar las de Kiva.
—¿Quién eres? —farfulló Kiva.
Le dolían los dedos adormecidos mientras Rhess tiraba de sus muñecas.
A pesar de que la habían dormido de nuevo, no había olvidado lo ocurrido
con los hombres corpulentos ni la reacción (o la ausencia de ella) de Rhess
al descubrir lo de su familia.
—Ya sabes quién soy. Rhessinda Lorin.
—No te he preguntado tu nombre. ¿Quién eres?
En esa ocasión, Rhess no esquivó la pregunta.
—Soy la mano derecha de Torell.
A Kiva se le quedó la mente en blanco.
—¿Que eres qué?
—Su mano derecha —repitió Rhess—. O sea, la segunda al mando. De
las fuerzas rebeldes.
—Sé lo que significa mano derecha —siseó Kiva. Le costaba procesar la
noticia—. Pero… pero ¡eres una sanadora! ¡Una sanadora en Silverthorn!
Rhess sacudió la cabeza.
—Esa solo era mi tapadera. Tor quería que tuvieras a alguien cerca por si
pasaba algo, y como sabíamos que la academia te tentaría, tenía sentido que
me enviara allí de incógnito. Mis padres eran sanadores, como te dije, y a
veces ayudo a los médicos rebeldes, así que pude mantener las apariencias.
—Hizo una pausa—. Después del secuestro de Zuleeka, fue fácil robar una
túnica e interceptar el mensaje de palacio. Vestida de esa forma, solo tuve
que enseñar el mandato real a los guardias y me dejaron pasar por la puerta.
Fue demasiado fácil llegar hasta ti y consolidar un lugar en tu vida en
cuanto descubrimos que habías llegado a la ciudad.
Kiva pensó en todas las interacciones que había tenido con Rhessinda y
se preguntó por qué nunca había sospechado nada. Incluso ayer, cuando
nadie en Silverthorn había oído hablar de ella. Demonios, la semana pasada
la matrona jefe tampoco había reconocido su nombre. Y…
Estoy todos los días aquí para el turno de la mañana.
Cada vez que Kiva había encontrado a Rhess, ella la había estado
esperando. Sentada en el mismo banco del santuario, una coincidencia que
Kiva nunca se había parado a considerar. Igual que nunca se había parado a
considerar por qué no estaba trabajando, y todo porque siempre se sentía
muy feliz de encontrar a su amiga. Daba igual que se hubiera ofrecido muy
convenientemente para guiarla hasta Oakhollow y, dioses, hasta había visto
la magia brotar de Kiva y no había dicho nada.
Porque ya lo sabía.
—¿Algo de esto ha sido real? —preguntó con aspereza.
La sanadora (no, una sanadora no, se recordó Kiva) dejó de tirar y miró a
Kiva a los ojos.
—Todo lo que ha habido entre nosotras ha sido real —dijo con
solemnidad—. No dudes de eso, por favor.
—Me has mentido sobre tu identidad desde el primer día —replicó Kiva,
cada vez más enfadada.
La mirada que le dirigió Rhess lo decía todo.
—Mira quién fue a hablar.
La rabia de Kiva disminuyó, pero se aferró a ella todo lo que pudo.
—Eso es diferente. Tú conocías mi identidad desde el principio.
—Pero me mentiste todo el tiempo —arguyó Rhess, concentrada de
nuevo en las cuerdas de Kiva—. Así que, ¿por qué no dejamos el tema en
paz y, en vez de pelearnos, nos centramos en salir de aquí?
El resto de la rabia abandonó a Kiva. Rhess tenía razón: se habían
mentido y estaban metidas en ese lío juntas. Podrían resolver sus diferencias
más tarde, en cuanto estuvieran a salvo.
—Esos eran los hombres del rey Navok, ¿verdad? —preguntó, aunque ya
sabía la respuesta. Así le demostraba a Rhess que estaba dispuesta a dejar
pasar todo lo demás por ahora—. ¿Van a por Jaren?
—Eso parece. Dijeron unas cuantas cosas más después de dormirte de
nuevo. Hablaron en mirraveno, como si pensaran que no los fuera a
entender, pero crecí en un pueblo tan cercano a la frontera que soy bilingüe.
Allí conocí a tu hermano, por cierto. Me salvó de esos mercenarios que
atacaron mi pueblo hace cinco años. Es mi mejor amigo desde entonces.
Kiva recordaba lo que Rhess le había contado sobre su trágico pasado y
cómo la había adoptado una nueva familia.
Hablaba de los rebeldes.
Frustrada por no haber captado todas las señales, Kiva se obligó a ceñirse
al tema.
—¿Qué dijeron?
—Quieren hacer un intercambio. El príncipe Deverick, Jaren, por
nosotras. Creen que él aceptará, sobre todo por ti.
—Tenemos que escapar antes de que haga una estupidez —dijo Kiva,
remarcando la obviedad.
—Estoy en ello —replicó Rhess mientras seguía tirando de las cuerdas.
—¿Sabes de qué trato estaban hablando? —preguntó al recordar todo lo
que habían dicho los hombres—. ¿Esa deuda que han tardado en pagar?
—Eso me ha preocupado bastante, lo admito. No tengo ni idea de a qué
se referían, pero no me da buena espina.
—¿Estás segura de que no sabes nada? —la presionó Kiva. Movió las
manos. Las ataduras se estaban aflojando, pero aún no estaba libre—. Eres
una rebelde. Y la segunda al mando de Tor o su mejor amiga o… lo que sea.
—Él me lo cuenta todo —dijo Rhess. Dio un tirón a las cuerdas y Kiva
hizo una mueca—. Si él supiera algo sobre el trato que hizo tu madre, yo lo
sabría.
—Estoy bastante segura de que Zuleeka lo sabe —comentó Kiva al
recordar las palabras veladas de su hermana y en cómo los hombres de
Mirraven habían dicho su nombre con tanta audacia.
—Qué sorpresa —dijo Rhessinda con un tono desagradable.
—¿Mi hermana y tú…?
—Soy leal a Tor —declaró Rhess con firmeza—. La causa rebelde me
importa una mierda, pero daría mi vida por él. Le debo mucho después de
todo lo que ha hecho por mí. Así que a donde va él, voy yo. Y si eso
significa aguantar a la insidiosa serpiente de su hermana, pues la aguanto.
—Tiró de nuevo de las cuerdas y añadió a toda prisa—: Pero no le
menciones esa última parte a Zuleeka.
Kiva disimuló una sonrisa.
—Mi hermana y yo no es que nos llevemos muy bien. —Pensó en lo que
Delora había dicho, en cómo Zuleeka había ocultado la verdad sobre la
magia oscura de su madre y la corrupta historia familiar. Pero entonces
recordó que su hermana se había disculpado por su comportamiento, que
intentaba arreglar su relación, tal como le había prometido. En voz baja,
añadió—: Pero estamos trabajando en ello.
—Suerte con eso. No olvides que las víboras tienen colmillos.
—Te cae fatal, ¿verdad?
Rhess suspiró y dio un tirón bastante fuerte a las cuerdas. Acto seguido
oyó que algo se rompía. Aun así, Kiva no era libre todavía.
—Lo siento. Sé que es tu hermana. Tor y yo hicimos un pacto hace
tiempo de no hablar sobre ella. Está muy comprometido con su familia, por
muy malas decisiones que tomen.
«Tomen», en plural.
—Si llevas con ellos cinco años, ¿eso significa que conociste a mi madre?
Rhess no dijo nada, pero carraspeó y al final declaró:
—Sí. —Esa palabra estaba cargada de sentimiento, y no precisamente
bueno—. No la conocí muy bien. Tilda estaba muy… obsesionada. Con sus
objetivos. Cuando me uní a los rebeldes, no aparecía mucho por allí, se
marchaba a menudo del campamento con Zuleeka. Tor estaba triste. Sentía
que había perdido a su hermana y a su madre, pero canalizó todo eso en
entrenar y se fue volviendo más fuerte y hábil. En el proceso, los rebeldes
se enamoraron de él. Creo que, si él no fuera el general, se habrían
desmoronado bajo el liderazgo de Zuleeka. Ella es el ingenio, y Tor el
corazón. —Otro crujido de cuerdas y Kiva pudo mover más las manos—.
Ya casi está.
Kiva decidió dejar los pensamientos sobre su problemática familia para
más tarde.
—En cuanto me liberes, tendremos que darnos prisa. —Miró a Tipp—.
¿Ha recuperado la consciencia?
—Solo durante unos minutos. Sabía su nombre, recordaba lo que había
pasado, preguntó por ti. Pero luego se quedó inconsciente de nuevo.
El alivio recorrió a Kiva entera al saber que había estado tan lúcido como
para hablar.
—Tenemos que sacarlo de aquí para que lo examinen bien. ¿Alguna idea
sobre cómo sortear a los secuestradores?
—Tendremos que improvisar. Tor sabrá que algo va mal, así que nos
estará buscando. Habíamos quedado para después de comer y ya han pasado
horas.
—¿Tor está en la ciudad?
—Zuleeka y él, sí. Para la fiesta.
Por culpa de todo lo que había pasado, Kiva había olvidado la invitación
de Mirryn. Maldijo para sus adentros porque aquel día infernal no
terminaba nunca.
—Si salimos de aquí, puedo buscarlo y…
Rhess se interrumpió con un sonido triunfal y, un segundo después, la
cuerda que le rodeaba las manos a Kiva había desaparecido.
—Gracias —dijo con una mueca mientras se masajeaba los dedos.
—Tú carga con Tipp —ordenó Rhess—. Yo necesito las manos libres por
si hay que luchar…
Se detuvo de sopetón al oír que se acercaban unos pasos pesados. Con la
mirada le indicó a Kiva que pusiera las manos detrás de la espalda y actuase
como si siguiera atada.
—Ah, mira, la novia se ha despertado —dijo el hombre tatuado, que
apareció desde detrás del mismo montón de cajas. Iba acompañado del
pálido—. Aún no sabemos nada de tu príncipe. Con tanta gente en palacio,
nos cuesta entregar los mensajes. Será mejor que te pongas cómoda, niña,
porque…
Lo que fuera a decir a continuación quedó interrumpido cuando Rhess se
abalanzó a por él y lanzó todo el peso de su cuerpo directamente a su
barriga. El hombre se dobló e intentó agarrarla, pero Rhess se apartó
enseguida. Le había robado la espada y la deslizaba por el aire.
Rhessinda era rápida, pero el hombre pálido interceptó la espada con su
arma y golpeó de tal forma que estuvo a punto de rasgarle el cuello a la
mujer.
A pesar de no tener prácticamente entrenamiento, Kiva no podía permitir
que Rhess peleara sola con dos hombres enormes, así que se puso en pie a
duras penas. No había dado ni tres pasos cuando Torell llegó volando desde
detrás de las cajas, con la máscara de Chacal puesta y una espada en cada
mano.
—¡Quédate ahí! —le gritó a Kiva mientras se metía de lleno en el
combate.
El choque de metal resonó en los oídos de Kiva mientras Rhess y Tor
peleaban contra los mirravenos. El sonido atrajo a más hombres y mujeres,
todos ataviados con el mismo cuero gris que sus secuestradores.
Kiva fue a por Tipp y lo arrastró todo lo lejos que pudo. Se detuvo cuando
alcanzaron un montón de barriles de madera en una esquina del almacén,
donde se colocó frente a él para protegerlo mientras observaba el combate.
Los secuestradores superaban a Tor y Rhess en número… Eran
demasiados.
Y, aun así, los dos mantenían su posición. Luchaban espalda contra
espalda, sus armas eran borrones en el aire y a su paso dejaban cuerpos
caídos.
Ya habían hecho eso antes.
Era evidente por el poder sincronizado de sus ataques, por cómo cubrían
los puntos vulnerables del otro y se gritaban instrucciones: «¡Agáchate!»,
«¡A la izquierda!», «¡A tu derecha!», «¡Salta!».
Kiva observó maravillada mientras los enemigos seguían cayendo. Su
confianza aumentó con cada cuerpo derrotado, pero aún seguía nerviosa.
Temía que los dos rebeldes, por muy buenos que fueran, no pudieran
mantener su defensa contra una fuerza tan implacable.
Pero entonces los mirravenos empezaron a menguar en número. Había
más en el suelo que de pie. Muchos gruñían, muchos más permanecían
inmóviles. Rhess y Tor se movían más despacio, cubiertos de cortes y tajos,
pero siguieron peleando.
Hasta que, de repente, ya no había nadie con quien pelear.
Tor y Rhess respiraban con fuerza y se quedaron quietos durante un largo
minuto, contemplando el desastre a su alrededor. Rhess se recuperó la
primera y se acercó hacia la esquina donde estaban Kiva y Tipp. La chica
pensó que había oído un quejido quedo procedente del muchacho, como si
se estuviera despertando, pero cuando se giró hacia él otra cosa captó su
atención.
El hombre tatuado había fingido su muerte.
Se alzó en silencio detrás de Tor, sin que su hermano ni Rhess se dieran
cuenta. Los dos estaban mirando hacia Kiva.
—¡TOR! —gritó—. ¡DETRÁS DE TI!
Tor se giró demasiado tarde para defenderse. Ya tenía al mirraveno
encima.
Pero entonces apareció Zuleeka con su máscara de Víbora. Salió por
detrás de un montón de cajas y se estampó contra el corpulento hombre
justo cuando él lanzaba su arma hacia Torell. Los tres se enzarzaron en una
refriega, sus cuerpos tan juntos que parecían estar abrazándose. Se oyó un
grito de dolor y el hombre tatuado cayó de rodillas antes de desplomarse en
el suelo. Tor y Zuleeka se levantaron.
Durante un instante, nadie se movió.
Y luego Tor se derrumbó.
—¡Torell! —gritó Rhess. Lo alcanzó justo a tiempo para evitar que se
estampara contra el duro suelo.
Zuleeka miraba a su hermano llena de espanto.
Igual que Kiva.
Porque la espada del mirraveno estaba encajada en el pecho de Tor.
Durante un terrible segundo, Kiva no pudo moverse, ni siquiera pensar,
pero entonces Rhess la miró y gritó:
—¡AYÚDALO!
Y entonces Kiva se acordó.
Podía ayudarlo… podía curarlo.
Igual que había curado a Tipp.
Fue corriendo hacia ellos, sin prestar atención a la oleada de miedo, y se
obligó a permanecer tranquila.
—K-Kiva —dijo Tor. Bajo la máscara, tenía los ojos color esmeralda
velados de dolor.
—Todo irá bien —lo tranquilizó ella con su voz de sanadora—. Pero
esto… —Buscó temblorosa la empuñadura de la espada—. Esto va a doler
un poco. Solo un pinchacito.
Y, sin previo aviso, arrancó la espada de su pecho.
El cuerpo de Tor se encorvó y él abrió la boca en un grito silencioso de
agonía. Luego su mirada se quedó en blanco.
—¿Tor? ¡Tor! —chilló Rhess—. ¡Despierta! ¡Kiva, despiértalo!
—Está mejor inconsciente —dijo Kiva. Tapó con las manos la sangre que
le brotaba de la herida—. Joder, creo que la espada ha cortado una arteria.
—Tienes que ayudarlo —suplicó Rhess con un hilo de voz—. Kiva… por
favor.
En el fondo de su mente, Kiva se maravilló ante la idea de que la otra
chica había matado a mucha gente, estaba cubierta por trocitos de cadáveres
y, aun así, se había derrumbado al ver la sangre de Torell. Había dicho que
era su mejor amigo. Kiva no pudo evitar preguntarse si quizá era algo más
que eso.
—Aguanta, Rhess —dijo en voz baja—. Y dame espacio.
Durante todo ese rato, Zuleeka no había dejado de mirarlas con un terror
mudo, pero Kiva no tenía tiempo de consolar a su hermana. Cerró los ojos y
buscó su magia. Su abuela tenía razón: debería haber pasado tiempo
aprendiendo a usarla en vez de ahogarla y confiar en ella solo en momentos
de desesperación. Pero esos pensamientos no la ayudarían en ese instante,
no cuando la sangre de su hermano fluía entre sus dedos.
—Por favor —susurró, sin saber qué estaba haciendo, pero apremió a su
magia para que saliera a la superficie—. Por favor.
Y entonces lo sintió. El cosquilleo en los dedos, el ardor en las manos, la
ráfaga de poder que la abandonó cuando un instinto enterrado salió a la luz
y dirigió la magia para curar la herida fatal. Abrió los ojos para ver la
familiar luz dorada inundar a Torell. La sangre fluía cada vez con más
lentitud hasta que se detuvo por completo y la piel se cerró. El rostro de su
hermano estaba pálido, los labios casi azules. La cantidad de sangre que
había perdido era preocupante, pero no catastrófica. Se recuperaría, supo
Kiva. Su magia empezó a retirarse, la luz dorada desapareció. Viviría.
Se le escapó un sollozo y no solo ella sintió alivio. Rhess se aferraba con
fuerza a Torell.
—¿Está…?
—Se pondrá bien —dijo Kiva, débil. Se llevó una mano a la cabeza,
mareada de repente—. Solo necesita dormir.
Kiva igual. Se sentía igual de exhausta que cuando había curado a Tipp,
pero por aquel entonces se hallaba en medio de un motín y no disfrutó del
lujo de una siesta.
Por desgracia, en ese momento tampoco podía echarse una, así que
intentó olvidar el mareo y alzó la cabeza hacia su hermana para asegurarle
que Tor se pondría bien.
Pero Zuleeka no la miraba a ella. Sus ojos estaban fijos en una esquina
del almacén.
Con un mal presentimiento, Kiva se giró despacio para seguir la mirada
de su hermana. Ya sabía lo que se iba a encontrar.
Tipp estaba despierto.
Y, a juzgar por la cara que ponía, lo había presenciado todo.
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
K iva dejó al inconsciente Torell en manos de Rhess y se acercó a Tipp.
Tuvo cuidado de moverse despacio.
—Acabas d-de… acabas de curarlo —jadeó el muchacho con los ojos
azules abiertos de par en par. Tenía el rostro pálido y la sangre que fluía de
su sien resaltaba con intensidad—. E-Estabas brillando. T-Tienes magia.
—No cualquier tipo de magia —dijo Zuleeka. Había seguido a Kiva y,
tras quitarse la máscara de Víbora, declaró—: Magia Corentine. —Kiva
miró espantada a su hermana—. Lo iba a deducir él solo.
Con las manos atadas detrás de la espalda, Tipp se levantó con piernas
inestables y labios temblorosos. Se estaba dando cuenta de la traición de su
amiga.
—Tipp —susurró Kiva.
—¿Eres Corentine? ¿Como T-Torvin Corentine? ¿Y… y T-Tilda
Corentine?
—Tilda era mi madre —dijo Kiva, sin dejar de susurrar.
Tipp se quedó boquiabierto.
—¿La reina rebelde e-era tu madre? Pero… ¿qué s-significa e-eso?
—Significa que todo el tiempo que ha pasado adulando a tus amigos de
palacio en realidad estaba planeando su ruina.
—Zuleeka —espetó Kiva—. ¡Cállate! —Y para Tipp dijo a toda prisa—:
No es eso. Esa no es toda la historia.
Pero el daño estaba hecho. No podía retirar lo que Tipp había visto, lo que
Zuleeka había dicho, y Kiva no tenía ni idea de cómo demostrar que ella no
era la villana.
Porque así la estaba mirando Tipp con los ojos llenos de lágrimas.
—Puedo explicarlo —dijo Kiva. Su voz, y su corazón, se rompieron al
ver la cara que ponía el muchacho.
—Por desgracia, ahora no tenemos tiempo para eso —intervino su
hermana. Y, con un movimiento rápido, se abalanzó hacia el chico y le
estampó la empuñadura de la espada en la nuca.
Kiva lo agarró antes de que se derrumbara en el suelo y le lanzó una
mirada furiosa a su hermana.
—¿Qué has hecho?
—Es un lastre —dijo Zuleeka sin remordimiento.
—¡Es un niño de once años!
—Exacto. Hasta que averigüemos qué hacer con él, se quedará con
nosotros. Con los rebeldes. No podemos permitir que les cuente a tus
amigos de la realeza quién eres, ¿verdad?
Kiva estaba tan enfadada que no pudo decir nada. Buscó de nuevo su
magia para curar la contusión de Tipp (la segunda), pero Zuleeka le tocó el
brazo e interrumpió su concentración.
—No lo hagas. Será más fácil moverlo así.
—No se va a ir contigo.
—Piensa, Kiva —dijo Zuleeka, perdiendo la paciencia—. Si regresa a
palacio, ¿de verdad crees que mantendrá el pico cerrado? ¿Confías tanto en
él?
—Sí —respondió Kiva sin dudar.
Pero entonces recordó cómo la había mirado y las dudas empezaron a
asaltarla.
Caldon había descubierto su identidad antes de conocerla, con lo que
nunca se había sentido traicionado, ya que lo supo desde el principio. Tipp,
sin embargo… Kiva se lo había ocultado durante tres años. Y, lo que era
peor, sabía que había estado planeando hacer daño a la familia Vallentis, la
gente a la que quería tanto como para pintarlos en un retrato familiar. Si lo
obligaba a elegir, Kiva no sabía qué haría Tipp, no cuando estaba así de
enfadado.
—Veo que te estás enterando, hermana —añadió Zuleeka con más
amabilidad—. No te preocupes, estará bien. Y mañana se lo puedes explicar
todo y ver a quién es leal.
—¿Mañana?
—El baile empieza en menos de una hora. Hemos interceptado los
mensajes de los mirravenos, así que nadie en palacio sabe lo que ha pasado
hoy, pero si no quieres que tu príncipe empiece a preguntarse dónde estás,
tienes que regresar.
—No voy a ir a una estúpida fiesta mientras Tipp…
—Te sugeriría que no le contases nada de esto a Jaren —dijo Zuleeka por
encima de su protesta—. Me imagino que te costará explicarle cómo
escapaste. Y es mejor que no sepa que nuestros amigos del norte están en la
ciudad. Que nosotros estamos en la ciudad —se corrigió, mirando los
cuerpos esparcidos a su alrededor—. Nos hemos encargado de ellos, así que
ya no existe una amenaza inmediata para él.
Sus palabras llamaron la atención de Kiva y decidió dejar pasar la
discusión.
—¿Qué le prometió madre al rey Navok? Los hombres que nos han
secuestrado han dicho que debías pagar la deuda… Que se acabó el plazo.
Zuleeka miró hacia donde Rhess se agachaba sobre Torell, que aún
llevaba la máscara, sin prestar atención a la carnicería sangrienta que los
rodeaba.
—No es asunto tuyo.
—Pues sí que lo es —espetó Kiva.
Zuleeka se giró para encararse a ella y, al ver lo enfadada que estaba,
cedió.
—Te lo diré, pero aquí no. La próxima vez que estemos en un lugar
seguro… y a solas.
Kiva quería presionarla para recibir una respuesta, pero su hermana
estaba decidida, así que asintió con rigidez para indicar su conformidad. A
pesar de haber claudicado, no pensaba permitir que Zuleeka se escaquease
tan rápido. Necesitaba más respuestas.
—¿Has robado el Libro de la Ley? —preguntó, señalando con la cabeza a
Tipp.
Si Zuleeka se sorprendió por el cambio de tema, no lo demostró.
—Yo misma, no.
—Zul…
—Puede que tuviera algo que ver —admitió su hermana.
Kiva lo entendió de pronto.
—Perita Brown era una rebelde. Era tu espía en palacio.
—Una de ellas.
—¿Y la mataste?
Su rostro dejó entrever cierta dulzura cuando respondió.
—No quería que este —señaló a Tipp— se metiera en problemas. La
chica planeaba confesar. Hice lo que debía hacer.
Kiva retrocedió espantada.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué robaste el libro?
Zuleeka se limpió las manos ensangrentadas en los pantalones.
—Por fines educativos. —Al percibir cómo la miraba Kiva, su hermana
resopló y explicó—: La otra noche mencionaste una cláusula escondida, la
del Ternario Real. —A Kiva le dio un vuelco el corazón—. Y eso me hizo
pensar: ¿qué más hay en ese libro? ¿Y si existe otra pista secreta que nos
pueda ayudar? —Zuleeka se encogió de hombros—. Pensé que no estaría de
más echar un vistazo. —Le dirigió una mirada tímida—. Lo devolveré en
cuanto acabe con él. Lo juro.
A Kiva le horrorizaba hasta qué punto había llegado su hermana para
conseguir el libro, pero soltó un suspiro de alivio al oír su respuesta.
Antes de poder formular más preguntas, Zuleeka se colocó la máscara y
se llevó un dedo a los labios para silbar con fuerza. Unos segundos más
tarde, los rebeldes entraron en el almacén. Muchos estaban manchados de
sangre, lo que indicaba que se habían producido más peleas detrás de las
cajas amontonadas. ¿Cuántos mirravenos había enviado Navok? Kiva se
estremeció al darse cuenta de las ganas que tenía el rey norteño de hacer
daño a Jaren, y también a Evalon.
Otro silbido y los rebeldes empezaron a arrastrar cuerpos para llevárselos
y limpiar el desastre. Unos cuantos se acercaron a Rhess y a Tor. Prestaron
atención a la joven, que les dio instrucciones. Luego desaparecieron de
nuevo detrás de las cajas.
—¿Y madre? —preguntó Kiva, girándose hacia Zuleeka.
—Ya te he dicho que te contaré más tarde lo del trato con…
—No, ¿qué pasaba con su magia?
Zuleeka se quedó de piedra.
—¿A qué te refieres?
Kiva acomodó el peso de Tipp en sus brazos, pero no tenía sentido seguir
sujetándolo y lo bajó con cuidado hasta el suelo. Luego miró a su hermana a
los ojos.
—Delora me contó lo que hizo madre… Cómo usó su magia para hacer
daño a la gente. Igual que Torvin Corentine. Eso fue lo que la mató, no una
enfermedad que la pudría por dentro.
—Madre se sacrificó tanto por nuestra familia que no te lo puedes ni
imaginar —dijo Zuleeka. Sus ojos de un dorado miel se oscurecieron—. No
pienses ni por un momento que puedes juzgarla.
—¿La estás defendiendo? Mató a gente.
—Mira a tu alrededor —ordenó Zuleeka. Con un gesto, abarcó todo el
espacio ensangrentado—. Esta gente ha muerto hoy por ti. ¿Por qué eso es
diferente?
—Es completamente distinto —farfulló Kiva—. Querían hacernos daño.
Por lo que sé, madre atacó a personas inocentes. Mataba con un
movimiento de la mano.
—Madura, Kiva —espetó Zuleeka—. No hay nadie inocente. No en este
mundo.
Kiva se encogió al percibir su ira repentina.
Su hermana se dio cuenta de que había perdido el control de su
temperamento. Suspiró y se llevó una mano a la frente, por encima de la
máscara.
—Lo siento. Es que… no me gusta ver a Tor así. Nunca lo he visto así. Si
no hubieras estado aquí… —Miró a Kiva a los ojos con una expresión
atormentada—. Gracias, Kiva. No sé qué sería de mí si lo perdiera.
Kiva soltó un largo suspiro. Comprendía el terror de su hermana, aunque
no su forma de reaccionar.
—Solo quiero que dejes de ocultarme tantas cosas.
—¿Acaso me puedes culpar? —replicó Zuleeka, un tanto cansada—.
Dime la verdad: ¿en serio estás dispuesta a darle la espalda a la familia
Vallentis? Vi lo mucho que se preocupan por ti y puedes negarlo todo lo que
quieras, pero también sé que a ti te importan. Sobre todo Jaren. ¿De verdad
quieres arrebatárselo todo? ¿A él?
El pulso de Kiva se aceleró de nuevo. Podía mentir, seguramente debería
mentir, pero no quería. No a su hermana ni a sí misma.
Ya no.
—Antes sí —susurró—. Cuando salí de Zalindov, estaba preparada para
destruirlos.
—¿Y ahora? —preguntó Zuleeka con una expresión abierta bajo la
máscara.
Un poco perdida y, al mismo tiempo, segura de su decisión, Kiva dijo:
—Tienes razón… Sí que me preocupo por ellos. Pero también por
vosotros. Tor y tú… os quiero. Pero… —Respiró hondo y se obligó a
admitir—: No quiero ser una rebelde. —A toda prisa, añadió—: No quiero
luchar contra vosotros, pero no… no quiero ayudaros. Ya no.
El cansancio que Kiva había sentido después de curar a Torell la recorrió
de nuevo, junto con una gran dosis de miedo. Sin embargo, el gesto de
Zuleeka no varió. No había ni rastro de la rabia que Kiva había esperado, ni
tampoco de la indignación. De hecho, parecía… no complacida, pero sí
feliz de que la verdad saliera a la luz al fin.
—Ya me lo imaginaba —dijo su hermana en voz baja—. No se te da nada
bien ocultar lo que piensas. Ni siquiera cuando eras niña.
Kiva bajó la mirada al suelo.
—Lo siento.
—No puedes evitarlo —respondió Zuleeka antes de abrir los brazos y
atraer a Kiva en un abrazo—. Ya pensaremos en algo. Lo prometo.
Kiva casi lloró mientras Zuleeka la rodeaba con un brazo por la cintura y
con otro por el cuello, estrechándola bien cerca mientras repetía su promesa
de que todo saldría bien. Que no la culpaba, que lo entendía.
Se quedaron así un rato largo, como si compensaran los últimos diez años
de abrazos perdidos. Solo se separaron cuando oyeron un silbido en la
habitación. Kiva se limpió los ojos húmedos y se fijó, con cierta sorpresa,
en que los cuerpos habían desaparecido y los hombres a los que Rhess había
dado instrucciones habían regresado con una camilla para Torell.
Con cuidado, lo subieron a ella y desaparecieron con él a cuestas por
detrás de las cajas. Solo quedó Rhessinda, que se acercó a donde estaban
Zuleeka, Kiva y Tipp.
—Kodan acaba de informarme de que pronto habrá un cambio de turno
—dijo. Su voz aún sonaba preocupada—. Van a reabastecer este almacén,
así que en unos minutos se llenará de estibadores.
Zuleeka asintió.
—Tenemos que irnos. —Miró a Kiva—. Y tú tienes que regresar a
palacio.
—Pero Tipp…
—Yo cuidaré de él —le aseguró Rhessinda—. Lo siento, Kiva, pero he
oído lo que Zuleeka te ha dicho y coincido con ella. Si Jaren se entera de lo
que ha pasado hoy, querrá saber cómo escapasteis… y quién os ayudó. Aún
tenemos que descubrir qué ha pasado aquí.
Dirigió una mirada cargada de significado hacia Zuleeka. Saltaba a la
vista que pretendía interrogarla sobre el trato de Tilda con Mirraven lo antes
posible.
—Eso significa que debes ir al baile de la princesa y actuar con
normalidad —añadió Rhess, girándose hacia Kiva—. Y también que Tipp
debe quedarse con nosotros, al menos hasta que puedas hablar con él.
Tienes que pensar una excusa para cubrir su ausencia, pero solo para esta
noche. Y luego, en cuanto puedas escaquearte de nuevo, se lo explicarás
todo. —Bajó la voz para terminar—. Te juro que no me apartaré de su lado.
Estará a salvo conmigo.
Kiva odiaba esa situación. Pero su lógica coincidía con Zuleeka y Rhess:
tenían que vigilar a Tipp. Aún no entendía por qué Jaren no podía enterarse
del secuestro de los mirravenos, pero sí que sabía que, si descubría que
Kiva había estado en peligro, se echaría la culpa. Y ella no quería que
cargase con ese peso.
—Vale —cedió a regañadientes—. Pero quiero verlo mañana a primera
hora.
Rhessinda tomó a Tipp en sus brazos, gruñendo un poco por su peso.
—Tenemos una casa segura en la ciudad. Hasta que Tor esté… —Tragó
saliva—. Hasta que Tor despierte, no quiero moverlo de vuelta a
Oakhollow, así que pasaremos la noche en Vallenia. Uno de nosotros se
reunirá contigo en palacio por la mañana y te llevará con Tipp. ¿Te parece
bien?
Kiva asintió. Se contuvo para no agarrar al muchacho y no soltarlo jamás.
—Cuida de él, por favor.
—Tienes mi palabra. Por él y por tu hermano.
Kiva le ofreció una pequeña sonrisa de agradecimiento, pues fue lo único
que pudo expresar, y luego vio cómo la joven se alejaba con Tipp en brazos.
—Se recuperará —dijo Zuleeka—. Está claro que ese muchacho te
quiere.
A Kiva le costó responder por culpa del nudo en su garganta.
—Espero que eso baste.
Su hermana apoyó una mano reconfortante sobre su hombro.
—Me siento fatal por preguntarte esto… —dijo al cabo de un rato—. Sé
que no es el mejor momento y las dos tenemos que irnos, pero debo saberlo.
—¿El qué?
Zuleeka parecía afligida, pero al fin dijo:
—Has dicho que hablaste con Delora… ¿Supongo que fuiste a verla
según lo planeado?
—No me ayudó. —Kiva miró el suelo ensangrentado donde había estado
Torell. La frialdad la inundó cuando se dio cuenta de una cosa—. Pero Tor
habría muerto si ella me hubiera dado más poción, así que fue lo mejor. —
Se estremeció y concluyó—: Tendré que aprender a controlar mi magia sin
su ayuda.
Y lo haría. Kiva estaba decidida a aprender cada faceta de su poder
curativo para ser todo lo opuesto a su madre. Ayudaría a la gente y no haría
daño a nadie.
—Esperaba que fuera más generosa contigo —dijo Zuleeka.
—Ya, bueno, no le caemos demasiado bien. —Con una mirada cargada de
significado, añadió—: Sobre todo tú.
Zuleeka arrastró un poco los pies.
—Puede que la visitase más veces de lo que di a entender.
—No quiso darme la daga —dijo Kiva. Supuso que eso era lo que
Zuleeka quería saber—. Lo intenté, pero fue inflexible.
Su hermana hundió los hombros.
—Sabía que había pocas posibilidades. Pero esperaba… —Sacudió la
cabeza—. Da igual. Ahora ya no importa. —Señaló la salida con el mentón
—. Tenemos que irnos, en serio.
Empezó a guiarla por el almacén alrededor de más cajas y barriles de los
que Kiva pudo contar. El edificio era mucho más grande de lo que se había
imaginado, hasta que al fin salieron al exterior. El sol se ponía a lo lejos.
—Tengo que ir a buscar una cosa antes de la fiesta, pero te veré en el
palacio —dijo Zuleeka.
—No hace falta que vengas, de verdad —respondió Kiva con la
esperanza de que su hermana se mantuviera bien lejos.
—Tor ya no va a ir. Parecería raro… hasta maleducado si los dos
ignorásemos la invitación de la princesa.
Aunque le resultara frustrante, Zuleeka no se equivocaba.
—Nos vemos luego, pues —dijo Kiva con un suspiro.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
C uando Kiva llegó por fin al palacio, notaba los pies de plomo, le
martilleaba la cabeza y necesitaba con urgencia una siesta. Pero con
el reloj contando los minutos hasta el baile, se obligó a lavarse a toda prisa,
a quitarse la sangre de Torell (le extrañaba que nadie se hubiera fijado en
ella por el camino) y a ponerse el vestido.
Mirryn le había enviado la máscara, tal y como prometió, y aunque la
delicada pieza brillante era preciosa, no se podía comparar con la obra de
arte que era el vestido de Kiva.
Hecho por completo de seda de un oro pálido, el corpiño lucía un escote
bajo y se le ceñía bien a la cintura para luego expandirse como líquido hasta
el suelo. El efecto resultaba espectacular gracias al luminio trenzado, que
brillaba como pequeñas motas de luz. El vestido (y Kiva) eran más que
radiantes.
Ataviada con la intrincada máscara y las zapatillas relucientes, cuando
Kiva se miró en el espejo antes de salir del dormitorio no se pudo creer lo
que veía: apenas se reconocía.
«¿Qué estoy haciendo?», susurró, completamente paralizada. Pero
entonces sonó un golpe en la puerta y se sobresaltó. Atravesó corriendo la
habitación para responder.
Al otro lado estaba Jaren, vestido de un negro formal de la cabeza a los
pies, con espirales y remolinos de oro bordado por el collar de la camisa y
las costuras de la chaqueta. Kiva ansiaba acariciar el bordado con los dedos.
Ansiaba acariciarlo a él.
Desde las botas negras hasta la máscara negra y dorada, Jaren estaba
magnífico y, por mucho que lo intentase, Kiva no pudo apartar los ojos del
príncipe.
Aunque tampoco lo intentó demasiado, sobre todo al ver cómo el propio
Jaren la miraba a ella con el mismo descaro.
El calor se acumuló en su estómago al captar el deseo en su rostro, el
ansia pura que solo se intensificó cuando la miró despacio, como una
caricia suavísima y dulce. Kiva notaba que se le derretía la piel de los
huesos, que cada parte de su ser palpitaba de repente con deseo, con
necesidad…
Y entonces Naari entró en la habitación.
Kiva retrocedió de un salto, como si la hubieran descubierto haciendo
algo malo. Jadeaba un poco, se sentía como si acabara de echar una carrera
por el patio de entrenamiento. Estaba avergonzada por su reacción, pero
también experimentaba una atracción magnética hacia el príncipe.
—¿Lista para la fiesta? —preguntó Naari sin captar la tensión en el
dormitorio—. ¿Dónde está Tipp?
Kiva se quitó de encima todo el estupor que pudo.
—Está… eh…
Buscó una respuesta. En el camino de vuelta había estado tan preocupada
por regresar al palacio que no se había planteado qué excusa podría ofrecer.
Tenía en la punta de la lengua decir que había enfermado, pero Naari y
Jaren querrían ver cómo estaba. También sabían que Kiva no se apartaría de
su lado si ese fuera el caso.
—Ha ido contigo a Silverthorn, ¿no? —la presionó Naari, lo que le
recordó que había guardias vigilando la calle del Río. Pero, al parecer, sus
ojos habían estado distraídos ese día, ya que se habían perdido el secuestro
en el camino de la academia—. ¿Habéis regresado juntos?
Naari tardaría dos segundos en descubrir si Kiva mentía, ya que mucha
gente, incluidos los guardias de la puerta, la habían visto volver sola. Se
humedeció los labios antes de responder.
—Fue su primera vez allí y quería quedarse un rato más. Rhessinda, mi
amiga la sanadora, se ofreció a enseñarle el lugar por completo mientras yo
regresaba a vestirme.
Naari frunció el ceño hacia la puerta abierta del dormitorio de Tipp, pero
se encogió de hombros.
—Estaré pendiente y te avisaré en cuanto vuelva.
Kiva notó el estómago revuelto, pero le dio las gracias. Solo tenía que dar
excusas hasta la mañana. Luego podría hablar con Tipp y, con suerte, lo
convencería para que le guardara el secreto.
—Estás guapa, por cierto —le dijo Naari.
Jaren soltó un sonido estrangulado, el primero que había proferido desde
su llegada, pero Kiva no apartó la mirada de Naari.
—Tú también.
La guardia lucía su negro habitual, pero había cambiado la armadura de
cuero por un traje pantalón con los puños y el cuello bordados con un hilo
fino de oro, como si hubiera pensado en el último momento en seguir el
color propuesto por Mirryn. Para rematar su conjunto, Naari llevaba una
máscara sencilla pero delicada; las motas doradas resaltaban en un contraste
claro con su piel oscura.
—No me gusta este tipo de eventos —declaró mientras se pasaba las
manos por los costados—. Solo puedo esconder un número limitado de
armas en este modelito.
Kiva abrió mucho los ojos, ya que no veía ninguna arma en Naari y tenía
miedo de preguntar dónde las había conseguido esconder exactamente.
Sabía que Jaren llevaba una daga en la cintura; había entrevisto el brillo del
acero bajo la chaqueta cuando abrió la puerta. Aparte de eso, también
parecía ir desarmado.
—Pero como cada guardia real debe patrullar esta noche —prosiguió
Naari— y Mirryn me ha ordenado que me tome la noche libre, supongo que
tendré que aguantarme. —Puso cara de descontento—. Da igual. ¿Nos
vamos?
No esperó a que respondieran antes de salir por la puerta. Kiva hizo
amago de seguirla, pero Jaren la agarró por el antebrazo para detenerla.
—Naari se equivoca —dijo con voz ronca. Sus ojos azules y dorados
abrían un sendero de llamas allá donde tocaban la piel de Kiva—. No estás
guapa. —Se inclinó y Kiva contuvo la respiración cuando Jaren plantó los
labios justo debajo de su oreja para susurrar—: Estás exquisita. Eres
exquisita.
—Es por el vestido —respondió Kiva, temblorosa.
Jaren se rio. Su aliento sobre la piel le puso la piel de gallina.
—Confía en mí, no es el vestido.
—¿Venís o qué? —llamó Naari desde el pasillo.
Jaren se apartó con una maldición entre dientes.
—¿Crees que a alguien le importaría si mato a mi Escudo Dorado?
Kiva contuvo una sonrisa.
—¿Hipotéticamente hablando?
—Claro. Digamos que sí.
—¡Puedo oíros! —exclamó la interpelada.
Jaren suspiró y posó una mano en la espalda de Kiva para guiarla hasta la
puerta.
—A lo mejor no es tan hipotético —dijo por lo bajo.

Al llegar al baile, Kiva descubrió que el salón circular se había


transformado por completo. Había gente por todas partes, vestida a la
perfección en tonos azules y dorados, con máscaras delicadas que escondían
algunos de sus rasgos mejor que otros. Múltiples candelabros de luminio
relucían en el techo dorado. Una orquesta de cuerda tocaba desde un balcón
por encima de sus cabezas y a sus pies se arremolinaba una capa de niebla,
sin duda creada por magia elemental, igual que las motas de luz que
flotaban en el aire como estallidos de estrellas sobre las parejas que
bailaban. En el extremo más alejado, había una pared de cristal abierta para
revelar la balaustrada al otro lado que daba al río Serin. Su superficie estaba
tan llena de velas de luminio que lo hacía brillar más que la luna sobre la
ciudad.
—Oh —exclamó Kiva en voz baja.
—Mi hermana es muchas cosas —murmuró Jaren—, pero no cabe duda
de que sabe montar una buena fiesta.
Kiva asintió sin decir nada, enmudecida de asombro. Intentó localizar a
Mirryn entre la multitud, pero solo vio al rey y a la reina dando audiencia
cerca de un grupo de invitados. El joven Oriel permanecía obediente a su
lado y Flox se retorcía entre sus brazos.
—Hay demasiada gente —protestó Naari. Miraba descontenta la sala
abarrotada.
—La mitad son guardias —señaló Jaren—. Y la otra mitad es gente que
conocemos. Estás fuera de servicio, Naari. No corro peligro aquí.
—Pero…
—Mirry te ha ordenado que te tomes la noche libre —le recordó el
príncipe—. Si te ve merodeando a mi alrededor como una mamá oso, sabes
que no estará contenta. Así que ve a por una copa, algo de comer y disfruta.
—Cuando las dudas de Naari no desaparecieron de su semblante, Jaren rio
y añadió—: A menos que quieras bailar conmigo y con Kiva toda la noche.
La mirada de la guardia fue tan graciosa que, en una situación normal,
Kiva se habría reído, pero acabó por girarse hacia Jaren y repetir:
—¿Bailar?
Una sonrisa astuta apareció en los labios del príncipe.
—Pensé que nunca me lo pedirías.
Y tiró de ella para adentrarse más en la sala.
—No… Jaren… No puedo…
Pero no terminó su protesta porque él la hizo girar para atraparla entre sus
brazos. Una mano aterrizó en su cintura y la otra agarró con gentileza la
mano de Kiva.
—No sé bailar —aclaró la chica.
—Pues menos mal que llevo bailando toda mi vida —respondió Jaren con
la mirada reluciente—. Tú confía en mí. —Agachó la frente hasta que sus
ojos se encontraron—. ¿Confías en mí, Kiva?
Por cómo lo dijo, Kiva supo que no se refería solo al baile.
Y cuando ella le sostuvo la mirada y susurró sin aliento que sí, vio que él
se daba cuenta de que ella respondía con la misma intensidad.
El rostro de Jaren se iluminó esperanzado, con tanta alegría que por un
momento Kiva solo pudo mirarlo fijamente hasta que él la acercó más a su
cuerpo.
—Pues haz lo mismo que yo.
Kiva no tenía ni idea de qué estaba haciendo, pero permitió que Jaren la
guiase por la pista de baile, girando y dando vueltas al son de la música. A
él no le importaba que ella lo pisara o que todo el mundo los estuviera
mirando. Solo le importaba Kiva y, por cómo sus ojos no dejaban de mirarla
(ni siquiera durante un único instante), ella lo supo. Era demasiado fácil
caer en ese mismo hechizo, olvidarse de sus problemas y hundirse en el
momento. En Jaren.
Terminó la canción y él sonrió, una sonrisa amplia y gloriosa, y condujo a
Kiva hacia el siguiente baile.
Y el siguiente.
Y el siguiente.
No pararon hasta que los interrumpieron.
—Vale, primo, creo que es hora de que dejes que otra persona enseñe a
bailar de verdad a tu chica.
Como si la sacaran de un sueño, Kiva abrió los ojos cuando la voz de
Caldon sonó en medio de una pausa en la música.
—Cielito, ¿puedo? —le preguntó el príncipe, ofreciéndole una mano.
Jaren la sujetó con fuerza un instante antes de suspirar y soltar a Kiva.
—Iré a desearle feliz cumpleaños a mi hermana —dijo.
Se llevó los dedos de Kiva a los labios y plantó un beso superficial en el
dorso de su mano. Aunque a la chica le pareció de todo menos superficial.
Le dejó la piel de gallina.
—Buena suerte con eso —replicó Caldon con sequedad—. La
queridísima Mirry aún no nos ha honrado con su presencia. Deduzco que
quiere hacer una entrada triunfal. —Ladeó la cabeza hacia Ariana, Stellan y
Ori y bajó la voz—. Pero tu padre está un poco pálido. A lo mejor quieres
sugerirle que se retire pronto. Y Ori está triste porque no le permiten
apartarse de su lado. Flox no deja de escaparse para jugar en la niebla y
asusta a los invitados cuando les da vueltas entre los pies.
Kiva tosió para disimular una carcajada, pero recuperó la seriedad
enseguida al ver que Jaren miraba preocupado a su familia.
—Iré a hablar con ellos —dijo. Ofreció una sonrisa gentil a Kiva y una
mirada cargada de significado a su primo—. Cuida de ella.
—Por todos los dioses, a la porra con mis planes de tirarla al Serin —dijo
Caldon con mucha seriedad.
Jaren no se dignó a responder y se adentró en la multitud.
Caldon se rio con malicia y atrajo a Kiva hasta sus brazos cuando la
música arrancó de nuevo.
—Me gusta verlo así. Es fácil sacarlo de quicio hoy en día. Has sido un
regalo para todos, ¿lo sabías?
Kiva le pisó el pie adrede y sonrió con dulzura.
—Me alegro de ser útil.
El príncipe rio por lo bajo, la alejó en una vuelta y luego la hizo regresar.
—He estado buscando a tus hermanos. —Enseñó los dientes en una
sonrisa—. Sobre todo a tu hermano. Pero ni rastro de ellos.
A Kiva se le revolvió el estómago.
—Tor no va a venir.
Caldon alzó las cejas por encima de su máscara dorada.
—¿Y eso?
Kiva sopesó su respuesta y se dio cuenta de que, si había una persona a la
que podía contarle lo de su secuestro (sin tener que mentir sobre cómo
había escapado), ese era Caldon. Al menos alguien en palacio sabría que
Mirraven había intentado tenderle una trampa a Jaren. Pero en realidad Kiva
se lo contó por otro motivo.
A toda prisa, y en voz baja, le resumió su día y terminó con:
—Así que me vendría bien tu ayuda. Con Tipp. A lo mejor puedes
acompañarme mañana ¿y estar conmigo mientras se lo explico?
Caldon había soltado maldiciones a lo largo de su relato, pero ninguna tan
creativa como cuando le contó que Tipp había descubierto su identidad.
—No sé qué parte me preocupa más —murmuró el príncipe mientras la
guiaba alrededor de otro par de bailarines. No respondió a su pregunta, sino
que dijo—: Haré que Veris redoble las patrullas en la ciudad para
asegurarnos de que no haya más mirravenos por ahí, pero tienes que
interrogar a tu hermana para ver si te cuenta más detalles sobre el trato que
tu madre hizo con Navok.
Kiva asintió.
—Lo haré. Pero, ahora mismo, Tipp es mi prioridad. ¿Me ayudarás?
Caldon la hizo girar de nuevo.
—No sé qué puedo aportar, pero vale, iré contigo.
Kiva se hundió de alivio.
—Gracias.
—¿Estás segura de que está a salvo esta noche? No me gusta que…
—Lo sé, yo también lo odio —lo interrumpió Kiva, mordiéndose el labio
—. Pero Rhess me prometió que lo vigilaría.
Caldon parecía escéptico ahora que sabía la verdad sobre la otra chica,
pero, a pesar de la traición de Rhessinda, Kiva confiaba en ella, sobre todo
al ver cuánto se preocupaba por Torell.
—Te ayudaré a dar excusas sobre su ausencia esta noche —se ofreció
Caldon—. Pero si las cosas no salen como tú quieres mañana, vas a tener
que tomar decisiones muy duras, cielito.
Kiva suspiró y apartó la mirada.
—Lo sé.
Caldon movió las manos que tenían entrelazadas para alzarle la barbilla y
la miró a los ojos.
—Hablando de decisiones duras, estoy muy orgulloso de ti por decirle a
Zuleeka que ya no colaborarás con ellos. Eso no habrá sido fácil.
—No lo fue.
Kiva recordó lo comprensiva que había sido su hermana a pesar de todo.
No había mostrado ni una pizca de rabia, ni tampoco la había juzgado. Eso
le hizo preguntarse si quizá Zuleeka era un poco como Torell, al menos en
el fondo.
O quizá se había dado cuenta de que, después de una década en la cárcel,
Kiva se merecía decidir por sí misma.
Maravillada por esta idea, dio una última vuelta mientras la canción
terminaba y entonces, apenas un segundo después de detenerse, Jaren se
materializó a su lado. Su primo soltó un resoplido cargado de humor.
—Ha sido un procedimiento complicado —dijo Caldon con gravedad—,
pero ha sobrevivido a estar separada de ti durante siete minutos enteros.
Jaren pasó por alto su comentario y estiró el brazo hacia Kiva. Entrelazó
su mano con la de la chica y la condujo fuera de la pista de baile.
—¡No os preocupéis por mí! —gritó Caldon tras ellos—. ¡Estoy bien
solo!
Al principio, Kiva pensó que Jaren la llevaba a saludar a su familia, pero
un vistazo rápido reveló que los había convencido para que se marcharan.
Mirryn aún no había llegado, así que tampoco se encaminaban hacia ella ni
hacia la mesa dorada del refrigerio. Sortearon hombres y mujeres
enmascarados, muchos de los cuales ofrecieron sus saludos; todos la
miraron con una curiosidad manifiesta. Jaren no se detuvo para nadie:
concentraba toda su atención en su objetivo.
Salir del salón.
—¿A dónde vamos? —preguntó Kiva. Atravesaron las ornamentadas
puertas hacia el pasillo y luego subieron por la escalera de moqueta roja
más cercana.
—A un sitio tranquilo.
Al oír aquello, el corazón de Kiva dio un vuelco, que se convirtió en un
salto mortal cuando vio que se acercaban a la Sala Fluvial.
Situada directamente sobre el salón de baile, la música se filtraba por las
paredes, pero no había una multitud de gente, ojos curiosos ni miradas
escrutadoras. El candelabro de luminio proyectaba un brillo dorado en la
habitación y el Serin lleno de velas se extendía al otro lado de las ventanas;
el espacio era romántico, sobre todo cuando Jaren movió la mano y
apareció una bruma alrededor de sus tobillos y unos puntitos de luz
flotantes: una recreación perfecta del salón… pero más pequeña, más
íntima. Y solo para ellos dos.
—Sé que es egoísta —dijo Jaren mientras conducía a Kiva hacia las
ventanas—, pero no quiero compartirte con nadie esta noche. —La orquesta
arrancó con otra melodía—. ¿Me concedes este baile, Kiva?
Con la garganta seca de repente, ella respondió dando un paso adelante.
Jaren no inició un vals en esa ocasión, sino que le rodeó la cintura con los
brazos y juntos se balancearon despacio en el sitio. Los ojos del príncipe no
se apartaban de los suyos…
… unos ojos llenos de emoción que lo revelaban todo, sin esconder nada.
Jaren exponía todo su corazón.
El pulso de Kiva se volvió errático.
—¿Recuerdas aquella noche en el huerto? —preguntó Jaren en voz baja.
Kiva tragó saliva. Solo habían estado juntos en un huerto… su jardín
medicinal en Zalindov. Y solo habían estado allí una noche, cuando Tipp
había enfermado. Pero antes de que lo encontraran…
—Esa noche quise besarte —murmuró Jaren.
La respiración de Kiva se quedó atrapada en algún lugar de su pecho.
Jaren se inclinó y acercó los labios a su oído.
—Y creo que tú también querías besarme.
Un escalofrío le recorrió la columna.
—Han pasado muchas cosas desde entonces —jadeó. Su voz sonaba
diferente. Grave, ronca.
Los ojos de Jaren se oscurecieron al oírla.
—Pues sí —coincidió. Una de sus manos se movió despacio, lánguida,
por el costado de Kiva y por su hombro, antes de acariciarle el cuello para
posarse en su mejilla.
Las llamas se encendieron bajo la piel de Kiva ante su tacto. Su estómago
dio volteretas, un calor derretido se acumuló en su abdomen.
Con suavidad, Jaren le quitó la máscara y, un segundo después, la suya
también había desaparecido. Sin obstáculos, todo el efecto de su expresión
(el deseo, el ansia) dejó a Kiva con las piernas temblorosas.
—Han pasado muchas cosas —repitió Jaren en un susurro mientras le
acariciaba la mejilla con el pulgar—. Y otras tantas han cambiado. —Se
acercó tanto que Kiva notó su respiración sobre la piel—. Pero hay algo que
sigue siendo igual, y es lo que siento por ti.
Los dedos de Kiva se aferraron a su pecho, su respiración se tornó
superficial.
Jaren ladeó la cabeza y rozó la nariz de Kiva con la suya. A la chica se le
escapó de entre los labios un gemido suave, lo que oscureció aún más los
ojos de Jaren. Los bordes dorados eran círculos de fuego en un atardecer.
La visión fue demasiado para Kiva. Cerró los ojos, muy consciente de lo
que Jaren podría leer en su semblante.
Su boca se trasladó de nuevo a su oreja.
—Sé que estás asustada. —Le dio un beso, suave como un susurro, en el
cuello y Kiva gimió—. Pero te prometo que no tienes por qué estarlo. —
Otro beso, ese en el borde de la mandíbula—. Estás a salvo conmigo, Kiva.
Siempre lo estarás. —Las respiraciones superficiales de la chica se
volvieron jadeos—. Abre los ojos, cariño.
Tardó un momento, porque el corazón le martilleaba fuerte, fuerte, fuerte,
pero cuando miró a Jaren de nuevo todo su ser se quedó de piedra al ver lo
que irradiaba su rostro.
Y luego estalló.
Kiva no supo quién se movió primero. De repente, los labios de Jaren
estaban sobre los suyos, su mano se enredaba en su pelo, el otro brazo atraía
su pecho contra él. Con un roce de su lengua, Kiva jadeó y abrió la boca de
forma automática. Jaren gimió cuando ahondaron el beso, y ese sonido hizo
que a Kiva le fallaran las piernas de tal forma que los brazos del príncipe se
convirtieron en una banda de hierro alrededor de su cintura que la mantenía
derecha. Kiva apoyó todo su cuerpo contra él, deslizó las manos sobre su
pecho hasta el cuello y luego hasta su cabello suavísimo. Aferró su rostro
para sujetarlo bien cerca. No quería que el beso terminase nunca.
Pero entonces él se movió un poco y la daga en su cinturón se clavó en
las costillas de Kiva. El pinchazo de dolor la sobresaltó tanto que se apartó.
—Ay.
Jaren parecía perplejo, con el pelo revuelto y los ojos vidriosos, pero hizo
el esfuerzo de hablar.
—¿Estás bien?
Sin poder evitarlo, Kiva le acarició la cara y pasó un dedo sobre sus
labios hinchados por los besos.
Los ojos de Jaren se encendieron de nuevo, y ese mismo calor inundaba
todo el cuerpo de Kiva, pero antes de que se inclinase de nuevo hacia ella la
chica buscó la daga y se la quitó del cinturón.
—¿Podemos deshacernos de…?
Enmudeció nada más ver el arma.
—Lo siento, me había olvidado de ella —dijo Jaren, quitándosela de los
dedos, que de repente se habían vuelto insensibles—. Es ceremonial, algo
que debo llevar en eventos formales. La hoja ni siquiera está afilada.
Pasó el dedo por el borde para demostrarle lo que quería decir.
Pero Kiva no miraba la hoja.
Sino la empuñadura.
Y la gema de color claro que había incrustada en ella.
Kiva la señaló con un dedo tembloroso y un sentimiento horrible creció
en su interior.
—¿Qué es eso?
—¿Te acuerdas del Ojo de los Dioses, el regalo que le dieron a Sarana y a
Torvin? —Jaren dio unos golpecitos a la gema con forma de diamante—.
Estaba forjada en una daga, así que supongo que el nombre más preciso
sería la Daga de los Dioses, pero es un poco morboso. —Ladeó la cabeza—.
¿No te lo conté?
Kiva negó con la cabeza una vez. Y luego otra.
No.
No, no, no.
—Esta solo es una réplica. —Jaren tocó la gema de nuevo—. Como te
dije el otro día, Ashlyn tiene la real.
Se equivocaba.
Muchísimo.
Porque Kiva había visto la real.
En la casa de su abuela.
La que Ashlyn tenía era falsa. Tenía que serlo, o Delora no se comportaría
con tanta terquedad para conservar la suya… y mantenerla lejos del resto de
la familia.
—Todas las leyendas son diferentes —prosiguió Jaren, sin fijarse en la
palidez de Kiva—, pero algunas dicen que Sarana atacó a Torvin con su
magia y otras dicen que usó esta daga y casi lo mató con ella. O, bueno,
esta no. La que tiene Ashlyn.
Kiva apenas le prestaba atención. Estaba pensando en que Zuleeka había
deseado esa arma durante años, creyendo que era un símbolo para los
rebeldes. Pero no tenía ni idea de su auténtico valor.
Hasta hacía dos noches.
Cuando Kiva, la muy tonta, le había hablado del Ternario Real.
El frío la recorrió entera al darse cuenta de que uno de los dos objetos ya
estaba en manos de Zuleeka. Su motivo para robar el libro ya no parecía tan
de fiar.
De hecho, Kiva estaba segura de que Zuleeka había mentido.
Había dado igual si el Ojo estuviera realmente a cientos de kilómetros de
distancia, porque el Ternario no se completaría sin él, pero ahora…
Tengo que ir a buscar una cosa antes de la fiesta, pero te veré en el
palacio.
Las palabras de Zuleeka de esa tarde resonaron como un grito en los
oídos de Kiva y le sobrevino una terrible premonición al recordar que su
hermana había intentado conseguir la daga varias veces, sin éxito, porque
Delora la mantenía oculta.
Kiva oyó su propia voz: Está escondida. La guarda en un libro negro
vacío titulado 1001 tartas y tartaletas.
—Tengo que irme —espetó, mirando a Jaren afligida.
El príncipe alzó las cejas.
—¿Irte?
—Al baño —soltó.
—Te esperaré aquí.
—No, no, vuelve a la fiesta —insistió Kiva, intentando que no se le
notara el pánico—. A ver si Mirryn ha llegado ya.
Jaren se inclinó para darle un beso en la mejilla. Su voz estaba cargada de
significado cuando repitió:
—Te esperaré aquí.
Kiva ignoró el deseo que surgió de nuevo en ella y buscó una excusa que
pudiera explicar el rato largo que pasaría fuera.
—Tengo que ver si Tipp no se ha metido en ningún problema, así que
puede que vaya a tardar un poco.
Jaren rio. Había malinterpretado su nerviosismo y deducía que era por lo
que acababan de hacer. Con el recuerdo de sus besos aún en los labios, Kiva
ansiaba poder quedarse y seguir con lo que habían empezado. Pero su
mente estaba centrada en la casa del pantano y su sangre latía con
desesperación por llegar allí.
Prefiero morir antes que ver esa daga en manos de tu hermana. Eso había
dicho Delora. El recuerdo solo incrementó el miedo de Kiva.
—Tómate el tiempo que necesites, cariño —dijo Jaren—. Te esperaré. —
Presionó su boca contra la de Kiva, un roce ligero y cargado de promesas. Y
añadió—: Siempre te esperaré.
Sus palabras inundaron a Kiva, su calidez casi alejó el frío que se había
instalado en ella al ver la daga.
Casi… pero no.
Y por ese motivo, Kiva se obligó a esbozar una sonrisa vacilante y se
apartó de él. Mantuvo el paso firme hasta que dobló una esquina y
desapareció de su vista.
Entonces echó a correr.
CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
K iva no perdió tiempo cambiándose el vestido por un conjunto más
apropiado para montar a caballo, sino que salió corriendo de palacio,
resbalando por el camino. Interceptó a un caballerizo que se llevaba el
caballo de un invitado y agarró las riendas.
—¡Emergencia familiar! —exclamó.
El muchacho se la quedó mirando mientras montaba, con falda de seda y
todo, y salía a toda prisa hacia la ciudad.
Sus dos viajes anteriores a Blackwater Bog habían sido de veinte minutos
a un ritmo tranquilo, pero con la premura martilleando en su interior, Kiva
galopó con temeridad por la carretera iluminada por la luna. Cada parte de
su ser gritaba: «Deprisa».
Si Zuleeka había ido a por la daga… Si Delora había intentado
detenerla…
Kiva no sabía qué temía más, pero todos terminaban en la misma idea, en
lo que podría pasar si Zuleeka recuperaba el Ojo: solo una parte del
Ternario, el sello, se interpondría entre ella y todo el reino.
Se convertiría en la reina de Evalon.
Y la familia Vallentis…
Jaren…
Kiva no pudo terminar ese pensamiento.
Se recordó que no había ningún motivo para preocuparse por un futuro
que aún no había ocurrido, sobre todo cuando la magia elemental bastaba de
sobra para mantenerlos a salvo. Cada uno de ellos, incluso el joven Oriel,
era una fuerza a tener en cuenta. Sentir pánico por eventos sin determinar
no serviría de nada.
Así que Kiva se concentró solo en su caballo, en cabalgar más rápido que
el viento.
Llegó al pantano en la mitad de tiempo que de costumbre. Su caballo
jadeaba cuando ella saltó de la silla y subió corriendo los escalones del
porche. El corazón le empezó a latir en la garganta cuando vio la puerta de
la casa entreabierta.
—¡Delora! —gritó.
Atravesó corriendo la puerta y entró en el salón. Allí se detuvo en seco
para observar el destrozo de libros y adornos que había por el suelo, las
repisas vacías y las estanterías volcadas. Parecía que la habitación al
completo hubiera estallado.
Zuleeka no estaba allí.
Pero, en el centro de todo, bocabajo en el suelo, estaba Delora.
—¡No! —gritó Kiva. Fue corriendo a arrodillarse junto a su abuela y le
dio la vuelta con cuidado.
Un vistazo y Kiva retrocedió, apartando las manos de espanto e
inseguridad. Pero entonces Delora gimió y la chica se dio cuenta de que la
anciana seguía con vida. Aunque no sabía qué le pasaba.
Una bruma oscura se había asentado sobre su abdomen, como un
remolino de nubes negras. Kiva no tenía ni idea de qué era aquello, solo que
era terriblemente antinatural. Odiaba tener que tocarlo, pero se obligó a
posar las manos temblorosas sobre el estómago de Delora para invocar de
nuevo a la magia sanadora de sus venas. Rogó para que acudiera en ayuda
de su abuela.
Empezó a sentir un hormigueo en los dedos, le escocía la piel, su poder
alcanzó la superficie… pero la luz dorada no apareció.
Algo iba mal.
Su poder quería sanar, lo notaba al alcance de la mano, listo y a la espera
de que ella lo liberase, pero algo lo bloqueaba. Algo que, por una vez, no
tenía nada que ver con Kiva.
Delora tosió y abrió los ojos. No pareció sorprenderse de ver a Kiva ni
tampoco de la oscuridad que se arremolinaba sobre su torso.
—No f-funcionará —dijo con voz débil. Observaba las manos de Kiva
sobre ella—. No malgastes fuerzas.
Kiva no le hizo caso y se esforzó con más ahínco, instando a que su
magia actuara sobre la mujer. Pero nada, no ocurrió nada… Solo le
sobrevino una oleada de mareo, tan fuerte que tuvo que apoyarse en el
suelo.
—La diabla vino a por la d-daga —dijo Delora, con el rostro arrugado en
una mueca de dolor.
—¿Qué te ha hecho? —jadeó Kiva. Buscó el bajo de la túnica de su
abuela. Si no podía ejercer magia, aún podía aprovechar sus dotes
mundanas de sanadora.
Pero Delora alzó una mano frágil y la detuvo.
—T-Te lo he dicho, es tan peligrosa como tu madre. Posee el mismo mal.
—Tosió de nuevo, un estertor húmedo, y tensó los dedos que agarraban la
mano de Kiva—. Esto es lo que p-pasa cuando aceptas la oscuridad de
Torvin. Cuando pasas de sanar a dañar.
A Kiva se le cayó el alma a los pies.
—Pero… Zuleeka no tiene magia. Nunca la ha tenido.
—Te mintió. Tu madre… —Otra tos—. Tu madre le enseñó todo lo que
sabía. Aprendieron juntas.
—No. —Kiva negó con la cabeza—. Te equivocas.
Pero entonces oyó la voz de Torell como un susurro en su mente: Madre y
ella estaban muy unidas, sobre todo hacia el final. Pasaban cada minuto
juntas.
¿Podía ser cierto? ¿Zuleeka tenía magia y se la había ocultado a todo el
mundo? La prueba estaba delante de Kiva y, aun así, le costaba creerlo,
aunque presenciara la oscuridad con sus propios ojos.
Delora tosió de nuevo, esa vez con tanta violencia que todo su cuerpo se
sacudió y un fino hilillo de sangre le cayó de la boca.
Kiva maldijo en voz alta.
—¿Qué te ha hecho?
—Mis órganos s-se están cerrando —susurró la anciana—. N-No puedes
hacer nada mientras su poder esté en mi cuerpo, así que d-debes
escucharme.
—Esto es culpa mía —gimió Kiva—. Vino a por la daga porque…
—Escucha —la apremió Delora mientras le caía más sangre por la
barbilla—. La daga…
—Sé que es el Ojo de los Dioses —dijo Kiva. Quería que su abuela se
callara para que pudiera descansar—. Sé que Zuleeka puede usarla para
tomar el trono.
—No, n-no lo entiendes —replicó Delora antes de que le diera otro
ataque de tos. Se llevó la mano libre al abdomen mientras con la otra
aferraba con una fuerza abrumadora a Kiva—. La daga… Sarana la usó con
Torvin. Así s-salvó el reino.
Jaren había mencionado eso antes de que ella se marchara del palacio…
Que algunas leyendas afirmaban que la reina la había usado contra el rey y
casi lo había matado.
—Eso no importa —dijo Kiva con tono tranquilizador. Limpió la sangre
del rostro pálido de Delora—. Tenemos que llevarte a…
—Kiva —espetó la anciana. Una ráfaga de frustración le endureció la voz
—. La daga puede arrebatar magia. Fue un regalo de los dioses… Un regalo
para que Sarana lo usara contra Torvin. Un regalo para detenerlo.
Kiva retrocedió. Le pitaban los oídos tras las palabras irrefutables de
Delora.
La daga puede arrebatar magia.
—No lo… —jadeó Kiva, sin poder terminar su aterrada frase.
Delora la soltó y alzó el bajo para revelar una cicatriz irregular en su
abdomen. La magia letal aún se concentraba sobre su pálida piel.
—¿No querías saber cómo reprimí mi magia? —preguntó Delora, cada
vez más débil—. Me a-apuñalé a mí misma con esa hoja. El Ojo extrajo
cada gota de mi poder y eliminó cualquier posibilidad de que lo usara para
hacer daño a alguien. No quería v-vivir con ese miedo.
Kiva se quedó mirando la cicatriz y lo entendió.
—La poción… Intenté recrearla, pero no funcionó porque… porque…
—Los ingredientes d-daban igual —confirmó Delora—. Usé la daga para
prepararla. Eso es lo que detuvo tu magia. —Agarró de nuevo las manos de
la chica, las dos en esa ocasión; su piel ajada estaba fría y pegajosa—. Eres
distinta a ellos, Kiva, la luz en la oscuridad. Tu magia es pura, hay verdad
en tu corazón. Lo n-noto.
Una lágrima cayó desde la mejilla de Kiva, no solo por sus palabras, sino
porque sentía que Delora se alejaba. No le quedaba mucho tiempo.
—Pero d-debes ir con cuidado —prosiguió su abuela, débil… muy débil
—. Bastará con un error, una m-mala decisión. Tienes que pelear contra eso.
No te conviertas en ellos. —Con un último jadeo lastimero, Delora hizo
acopio de las fuerzas que le quedaban y susurró—: Sé la luz en la
oscuridad, Kiva.
Se le cerraron los ojos y la bruma negra desapareció en la nada cuando la
anciana expiró su último aliento.
Kiva agachó la cabeza, las lágrimas goteándole por el mentón. Apenas
había conocido a su abuela y, aun así, sabía que Delora no se merecía ese
final.
Aquello había sido cosa de Zuleeka.
Había matado a su abuela.
La había asesinado.
Y tenía la daga… un arma que no solo le robaría el reino a Jaren… sino
también su magia.
Kiva se puso en pie y se limpió la cara con una mano. Había que enterrar
a Delora, pero ya volvería más tarde a hacerlo. En ese momento debía
regresar al palacio y avisar a Jaren, aunque eso significase revelar su
auténtica identidad. Había demasiado en juego si no le revelaba el peligro
en que se hallaba. Tenían que proteger el sello de la reina y prepararse para
la magia letal de Zuleeka conforme pudieran. Porque, aunque Kiva había
visto la fuerza de los poderes elementales de los Vallentis, ellos no sabían
de lo que era capaz Zuleeka. Y si los atacaba sin avisar… sobre todo con la
daga…
Kiva echó un último vistazo a su abuela y luego salió corriendo de la
habitación, resuelta a evitar que su hermana hiciera daño a alguien más esa
noche… y nunca más.

El trayecto de vuelta a Vallenia fue tan angustioso como el viaje a


Blackwater Bog, pero Kiva azuzó a su montura para ir más rápido. El terror
y la desesperación hervían en su interior, junto con el creciente pánico de
llegar demasiado tarde. No sabía cuándo había abandonado Zuleeka la casa
Murkwood, pero no se habían encontrado en el camino. Ya podía estar en el
palacio y…
¡Basta!, se gritó Kiva mentalmente. No quería seguir por esos derroteros.
Cuando al fin vislumbró las puertas del palacio delante de ella, casi se
echó a llorar. Cubiertas de sudor, su montura y ella pasaron a toda velocidad
junto a los guardias y recorrieron el sendero de los cuidados jardines.
Apenas se detuvo antes de saltar del caballo. Tiró las riendas al criado y
atravesó los pilares de la entrada a saltos. Le ardían los pulmones, le dolía el
costado, pero siguió corriendo, subiendo los escalones de dos en dos
mientras iba corriendo directamente hacia el salón de baile y cruzaba las
puertas ornamentadas para encontrarse con…
Parejas bailando. Rostros sonrientes. Conversaciones bulliciosas.
Nada había cambiado.
Nada iba mal.
Kiva soltó un sollozo de alivio y buscó frenética a Jaren entre la multitud,
segura de que se habría cansado de esperarla en la Sala Fluvial.
No lo vio por ninguna parte, ni tampoco a Mirryn, pero detectó a Caldon
bailando con una mujer de cabello oscuro. Tenía miedo de que fuera
Zuleeka y se le paró el corazón, pero entonces una vuelta rápida reveló que
era otra persona.
Kiva atravesó el salón hacia ellos. Su apariencia desaliñada provocó
grititos y murmullos. Cuando Caldon la vio, se detuvo en pleno baile y
ofreció una disculpa a su pareja antes de encontrarse con Kiva en mitad de
la sala.
—¿Qué demonios te ha pasado? —preguntó, examinándola de la cabeza a
los pies.
—¿Dónde está Jaren? —jadeó Kiva.
Caldon puso los ojos en blanco.
—¿En serio? Tenéis que…
Kiva lo agarró por las solapas de la chaqueta y lo sacudió con fuerza.
—Caldon, ¿dónde está Jaren?
El príncipe se puso alerta.
—Pensaba que estaba contigo.
Kiva cerró los ojos. Se preguntó si Jaren sí que la habría esperado, justo
como le había prometido.
—¿Has visto a Zuleeka?
—Estaba justo aquí, preguntando por ti. Alguien le dijo que os había visto
a ti y a Jaren de camino a la Sala Fluvial hace un rato. —Al ver que Kiva
empalidecía, Caldon añadió—: Naari la siguió… No causará problemas.
Kiva no necesitó oír más. Ya se había dado la vuelta para volver por
donde había venido.
—Eh… ¡espera! —gritó Caldon. Sus pasos largos la alcanzaron con
facilidad mientras ella salía a todo correr del salón de baile hacia la escalera
más cercana. Siguiéndole el ritmo, preguntó—: ¿Qué pasa?
—Zuleeka es peligrosa. —Kiva no redujo el paso mientras subía a la
siguiente planta y recorría el pasillo—. Tiene magia. Magia oscura. Y
también la daga que…
Kiva y Caldon irrumpieron en la Sala Fluvial antes de que pudiera
terminar su advertencia. Y luego no pudo hablar más, porque en cuanto vio
a su hermana junto a Jaren en los ventanales, una lanza de oscuridad la
atravesó y la dejó con los pies clavados al suelo.
No era como cuando la reina le había envuelto los tobillos con hielo, sino
más bien parecía que tenía los huesos fusionados, las piernas separadas a la
fuerza, los brazos estirados hacia los lados, la boca cerrada. El dolor la
atravesaba entera mientras la magia oscura de Zuleeka manipulaba sus
músculos y tendones a voluntad.
A su lado, Kiva se dio cuenta de que Caldon estaba paralizado en la
misma postura. Los dos habían quedado atrapados por completo en la magia
de Zuleeka… igual que Jaren al otro lado de la habitación. Su cuerpo
permanecía inmóvil mientras le ardían los ojos de furia.
Sin embargo, Jaren no los estaba mirando. Ni siquiera miraba a Zuleeka.
Observaba con fijeza el suelo.
Donde yacía Naari.
Con los ojos cerrados.
Sobre un charco de sangre.
El corazón de Kiva se detuvo. Pero entonces vio el leve subir y bajar del
pecho de la guardia.
Viva… estaba viva.
Si Kiva pudiera controlar su propio cuerpo, se habría derrumbado de puro
alivio.
Y entonces comprendió otra cosa: Naari había sentido antes la magia de
Zuleeka.
La oscuridad me llenó la visión, las extremidades no me obedecían. Fue
terrible no tener control. Eso le había dicho la guardia cuando le habló
sobre el día en que había perdido la mano.
Si Kiva hubiera sabido antes lo de la magia oscura, si hubiera…
—Hermana, qué bien que hayas decidido unirte a nosotros —ronroneó
Zuleeka, interrumpiendo los tristes pensamientos de Kiva.
Una bola de fuego surgió de Caldon. Kiva se preguntó por qué Jaren no
estaba usando su magia. El terror la inundó de nuevo, pero no parecía
herido… y no había ni rastro de la daga.
Antes de que la alarma de Kiva pudiera incrementarse, el fuego de
Caldon golpeó a Zuleeka en el pecho…
Y no pasó nada.
Zuleeka esbozó una sonrisa afilada y sacó algo de debajo del cuello alto
de su vestido azul oscuro.
El poco aliento que le quedaba a Kiva la abandonó al ver el amuleto.
Su amuleto.
Pero ¿cómo…?
Tragó aire con brusquedad y recordó el largo abrazo que había
compartido con Zuleeka esa tarde, cuando su hermana le había asegurado
que todo iría bien, con la mano en su nuca todo el rato.
Para abrir el cierre.
No se había dado cuenta. Cuando se había puesto el vestido y se había
mirado en el espejo, se había asombrado tanto por su transformación (y
había estado tan cansada tras curar a Torell) que no se había fijado en su
ausencia.
—Gracias por el regalo, hermana —dijo Zuleeka, acariciando el poderoso
emblema—. Nunca habría llegado tan lejos sin su protección.
La mirada de Jaren se dirigió hacia Kiva; emanaba incredulidad e
incerteza. Quería gritarle que Zuleeka mentía, o sacudir la cabeza aunque
fuera, pero no podía moverse.
—No dispongo de mucho tiempo —continuó Zuleeka y se guardó de
nuevo el amuleto debajo del vestido—. Tengo cosas que hacer en el palacio
occidental.
Otra sonrisa afilada y se levantó la falda para sacar una daga, la daga, de
la funda de su muslo.
Kiva soltó un grito de pánico quedo y Caldon lanzó otra bola de fuego,
que rebotó de nuevo en Zuleeka.
—¿Reconoces esto, príncipe? —le dijo a Jaren, tocando la gema—. Por
desgracia para ti, el arma que tiene tu general es falsa. Esta es la daga real,
el regalo de los dioses. Lleva siglos en mi familia, pasada de generación en
generación. —Su mirada se posó en Kiva y su sonrisa se agrandó cuando
rectificó—. En nuestra familia. Creo que es hora de que tu amada y tú os
presentéis como es debido. —Kiva soltó otro quejido, pero Zuleeka solo le
lanzó una sonrisa envenenada y dijo—: Deverick Vallentis, te presento a
Kiva Corentine… descendiente de Torvin Corentine y mi querida hermana
rebelde, que llevaba trabajando sin parar para derrocaros a tu familia y a ti.
—Zuleeka le guiñó un ojo a Kiva—. Bien hecho, hermana. No habría
llegado hasta aquí sin ti.
Kiva no estaba prestando atención a Zuleeka, sino que fijaba la mirada en
Jaren. Sus ojos captaron toda su devastación y cómo se le rompía el
corazón.
—Esta traición escuece —añadió Zuleeka sin piedad—. Pero la cosa
empeora.
Con la punta de la daga, acarició el pecho de Jaren. La respiración del
príncipe se tornó superficial; Kiva no sabía si por miedo al arma o por el
dolor de lo que acababa de descubrir.
—Verás, mi querida hermana me ayudó a robar el Libro de la Ley.
ESTÁ MINTIENDO, quiso gritar Kiva.
—Y junto con esto —Zuleeka señaló la daga—, tengo ya dos de los
objetos de ese Ternario Real no tan secreto. Solo queda uno. —Ladeó la
cabeza—. Dime, Alteza, ¿has visto hoy a tu hermana? —En esa ocasión,
fue Caldon quien profirió un sonido ahogado—. Con tanta gente yendo y
viniendo de la fiesta, fue casi demasiado fácil atraparla —dijo Zuleeka con
una sonrisa—. La pobre princesita está pasando el peor cumpleaños de su
vida, pero me atrevería a decir que tu madre me dará lo que yo quiera a
cambio de que Mirryn vuelva sana y salva, ¿verdad?
Dioses, dioses, pensó Kiva al recordar lo que Mirryn había dicho sobre
Ariana justo ayer.
Sé que derrocaría reinos enteros si algo nos pasara a Jaren, a Ori o a mí.
No dudaría en hacer todo lo necesario para que estemos a salvo.
La reina entregaría el sello… Lo haría sin dudar.
Todo aquello era culpa de Kiva.
Y no podía permitirlo.
Eres distinta a ellos, Kiva, la luz en la oscuridad.
Las palabras de Delora alimentaron su desesperación, agitaron la magia
en su sangre y la exhortaron a alzarse. No había funcionado con lo que
Zuleeka le había hecho a su abuela, pero Kiva no permitió que eso la
detuviera. Lo intentaría, y lo seguiría intentando. Reuniría cada gota de
poder dorado en sus venas para liberarse de la oscuridad que la atrapaba.
Que los atrapaba a todos.
—Aunque ha sido de gran ayuda —le dijo Zuleeka a Jaren—, he oído que
el poder de este amuleto caduca y tú ya has intentado acelerar su desgaste,
dada la magia que me lanzaste nada más llegar. Eso habrá sido agotador.
Jaren había luchado con ella… pues claro. Y Naari también, a juzgar por
su estado. Pero ninguno había triunfado. No con la propia magia de Jaren
protegiendo a Zuleeka. Magia que le había dado a Kiva.
—Me alegro de que mi hermana me avisara de eso —añadió con astucia
—. Los cuatro elementos… eso es demasiado poder para una sola persona.
Lo supe en cuanto me reveló tu secreto.
La mirada de Jaren se posó de nuevo en Kiva, y ella deseó otra vez poder
gritarle que no era verdad. Kiva no le había dicho lo de su magia. Pero
entonces… ¿cómo lo sabía Zuleeka?
—Por suerte, tengo una forma de arreglarlo —dijo Zuleeka, moviendo la
daga—. Llevo años intentando hacerme con esto… No por lo del Ternario,
eso fue una agradable sorpresa, sino porque el Ojo tiene un poder mucho
más útil, del que me habló mi madre. Su madre tuvo la osadía de
ocultárnoslo, pero, como ya sabrás, Kiva ha sido una espía magnífica en
muchos sentidos. Es casi como si me lo hubiera dado en persona.
Zuleeka había mentido sobre querer la daga para que fuera un símbolo de
los rebeldes. Mentiras y más mentiras. Pero Kiva no podía pararse a pensar
en ellas ahora, así que reforzó sus intentos de invocar su magia y se tensó
contra la oscuridad que la mantenía inmóvil.
—En todas las leyendas que habéis oído sobre Sarana y Torvin, ¿nunca os
preguntasteis por qué Torvin no regresó para reclamar su reino? —preguntó
Zuleeka en un tono casual—. Fue por esto. —Tocó la gema reluciente con
un dedo—. El Ojo de los Dioses… su regalo para Sarana. —Con una
sonrisa alegre, reveló—: Un arma forjada para arrebatarle la magia a su
marido.
Jaren empalideció y Caldon inhaló aire con brusquedad.
—Siempre he querido usarla contra ti algún día, para arrebatarte tu magia
—declaró Zuleeka—, pero esta oportunidad es demasiado buena. ¿Por qué
voy a quitarte la magia si puedo matarte sin más?
Kiva dejó de respirar, su poder se escurrió como agua entre sus dedos.
Zuleeka apretó la hoja contra el corazón de Jaren y se giró para decir:
—¿Unas últimas palabras, hermanita?
La boca de Kiva se relajó, pero ella no habló. Apartó a un lado su miedo
y se concentró, se concentró en el ardor bajo su piel, en el cosquilleo de sus
dedos. Sacaba poder de su propia esencia. Aun así, la oscuridad se
arremolinaba a su alrededor y no había ni rastro de la luz dorada, aunque la
sentía justo ahí, justo fuera de su alcance.
Tu magia es pura, hay verdad en tu corazón. Tienes que pelear.
Kiva no necesitaba los ánimos de Delora, ya estaba peleando con todas
sus fuerzas. El sudor le caía por el rostro, se mezclaba con las lágrimas…
que solo fluyeron más rápido cuando Zuleeka se encogió de hombros y le
cerró de nuevo los labios. Después se volvió hacia Jaren.
—Supongo que no le importas tanto como para querer despedirse.
Eres distinta a ellos, la luz en la oscuridad, había dicho Delora.
Zuleeka echó hacia atrás el brazo con la daga.
Sé la luz en la oscuridad.
—Adiós, príncipe —dijo Zuleeka con su enorme sonrisa de víbora.
Sé la luz en la oscuridad.
La daga de Zuleeka cortó el aire…
SÉ LA LUZ EN LA OSCURIDAD.
… y con un grito poderoso, la luz dorada estalló de Kiva, la oscuridad
desapareció bajo su fuerza para liberarla a ella, a Caldon, a Jaren. No dejó
ni rastro de la magia corrupta de su hermana.
Pero entonces la daga de Zuleeka se clavó en Jaren.
Justo en su corazón.
Una oleada de poder surgió de él y envió a Kiva y a Caldon volando
contra la pared. Las ventanas se rompieron, el candelabro cayó al suelo.
Solo Zuleeka permaneció de pie mientras Jaren se desplomaba de rodillas
con la boca abierta en un jadeo de dolor. Sus manos liberadas aferraban la
daga alojada en su pecho.
—¡NO! —chilló Kiva.
Le pitaban los oídos y le dolía la cabeza, no solo por la fuerza de la onda
expansiva, sino también por lo mucho que le había costado eliminar la
magia de Zuleeka.
Intentó levantarse y se le escapó un sollozo cuando no pudo ponerse de
pie. Debía llegar hasta Jaren… Tenía que llegar hasta Jaren.
Caldon gruñía, le sangraba una herida en la cabeza. Apenas estaba
consciente. No podía ayudarla. Tenía que… tenía que…
Arrastrándose a gatas, sin prestar atención a los trozos rotos de luminio
que le cortaban la piel y le rasgaban el vestido, fue hacia Jaren y lo alcanzó
justo cuando Zuleeka le arrancaba la daga con aire triunfal.
—Sálvalo o detenme —declaró—. Tú decides, hermana.
Y salió corriendo de la habitación tras ponerse la máscara, la máscara de
la Víbora. Iba a hacer un trato con la reina.
Pero a Kiva le daba igual.
Que Zuleeka se quedase con el reino.
Solo quería que Jaren viviese.
Ya se le estaban cerrando los ojos, la sangre le brotaba del pecho. Y, aun
así, al ver a Kiva sobre él, consiguió clavar su mirada dolorida en ella.
—¿Cómo… has… podido? —susurró con voz rota y agonizante antes de
perder la batalla contra la consciencia.
La acusación rompió algo dentro de Kiva, pero en ese instante tenía
preocupaciones más acuciantes que el odio (merecido) de Jaren.
—No, no, no —lloró mientras apretaba las manos contra la herida.
No podía morir.
No podía.
Aunque a Kiva no le quedase nada, porque le había costado todo
liberarlos de la oscuridad, cerró los ojos e invocó los últimos recovecos de
su ser, suplicó para que apareciese una pizca diminuta de poder, para que se
alzase a la superficie.
—Por favor —graznó—. P-Por favor.
Durante un instante terrorífico, no ocurrió nada.
Pero entonces lo notó.
Sintió un cosquilleo en los dedos, le ardió la piel… y el brillo dorado
brotó de sus manos directo hacia la herida de Jaren.
Kiva sollozó y apoyó la cabeza en su torso ensangrentado, sin poder
sostener durante más tiempo su propio peso. La luz sanadora inundaba al
príncipe.
Oyó otro quejido de Caldon, sintió que se arrastraba hacia ellos, pero no
miró. Puso todas las fuerzas que le quedaban en su magia hasta que el brillo
al fin se desvaneció.
Y cuando Kiva se enderezó, lloró de nuevo al ver que la herida se había
cerrado.
Pero entonces se le escapó un sollozo, no de alivio, sino de pena al
recordar cómo Jaren le había explicado su poder: Mi magia es una parte de
mí. Como un brazo o una pierna.
Zuleeka lo había apuñalado con el Ojo de los Dioses.
Cuando Jaren despertase, su magia habría desaparecido.
Kiva le había hecho aquello.
Aunque le hubiera salvado la vida, ella era la culpable de la pérdida de su
magia.
Y pronto, de todo su reino.
No la perdonaría jamás.
Ella nunca se perdonaría.
—Tienes que irte.
Esa voz como de muerto procedía de Caldon.
Kiva se tornó con rigidez hacia él y lo encontró con la mirada fija en el
pecho de Jaren.
—Se pondrá bien —respondió ella con voz ronca, solo por si Caldon no
se había dado cuenta.
—Tienes que irte —repitió el príncipe. Sus ojos cobalto se habían
oscurecido como tinta—. Antes de que despierte. Antes de que ella se
despierte.
Señaló a Naari con la cabeza.
—No lo sabía. —Kiva quería que le creyera—. Lo juro, yo no…
—No —dijo Caldon con tono afilado. Se llevó una mano a la cabeza
ensangrentada—. Ahora no. Tengo que… que pensar. Y tú tienes que
marcharte antes de que te metan en el calabozo. O te maten enseguida.
Kiva tragó saliva y las lágrimas le empañaron la vista.
—Cal…
—¡Vete, joder!
Vio el dolor puro de su rostro, la pena, la angustia… todo por ella. Kiva
se puso en pie tambaleante.
Y entonces, tras echar un único vistazo (el justo para captar la palidez de
Jaren, su semblante inconsciente, para recordar cada línea de él), salió
corriendo de la habitación.
Rápido, cada vez más rápido, Kiva recorrió los pasillos de palacio con el
vestido dorado roto y ensangrentado, con lágrimas cayéndole por las
mejillas, pero no se detuvo, ni siquiera cuando le sobrevinieron oleadas de
cansancio y dolor ni cuando el mareo amenazó con hacerla caer.
Tenía que seguir avanzando.
Porque, en cuanto Jaren despertase y se diera cuenta de lo que había
ocurrido, de lo que había perdido, de lo que ella había hecho…
Kiva tenía que seguir avanzando.
Torell… debía encontrar a Torell. Aunque fuera el general de los rebeldes,
en el fondo sabía que no conocía los auténticos planes de Zuleeka… ni su
magia oscura. En cuanto se lo explicase, la ayudaría. De algún modo, él…
—¿Vas a alguna parte?
Kiva se detuvo en seco en el vestíbulo, a unos pasos de la puerta
principal.
Se giró y casi se derrumbó de alivio al ver a Mirryn allí de pie, con su
vestido azul hielo, una máscara perfecta y sin un pelo fuera de sitio.
—Mirry —jadeó Kiva. Estiró un brazo para comprobar que era real, que
estaba a salvo.
—Siento mucho esto —dijo la princesa. Kiva no sabía a qué se refería—.
No es nada personal.
Antes de que la chica pudiera preguntar el motivo de la advertencia, dos
ráfagas de aire se estamparon contra sus sienes. La presión fue como dos
dagas gemelas que le apuñalaban los tímpanos.
Una agonía pura, inconcebible, la hizo gritar. Nunca había sufrido un
dolor así… Hasta que se volvió demasiado y la oscuridad lo engulló todo.
CAPÍTULO TREINTA Y CINCO
K iva se despertó en una celda.
El pánico se apoderó de ella, crudo y férreo, y se puso en pie de un
salto, aunque se llevó una mano a la cabeza dolorida. Pero el dolor era
secundario frente a su miedo. Le costaba ver en la limitada luz.
Desorientada, durante un aterrador segundo se preguntó si estaba de vuelta
en el Abismo, pero entonces recuperó el sentido común. Había dos semanas
de viaje hasta Zalindov desde Vallenia. Así que seguía en el palacio.
En los calabozos.
Temblando, Kiva se acercó a los barrotes de metal que bloqueaban su vía
de escape. Rodeó dos con las manos y dio un tirón inútil.
—¿Hola? —Su voz resonó en el pasillo oscuro—. ¿Hay alguien ahí?
Oyó unos pasos a lo lejos, tacones sobre piedra. Kiva esperaba que
apareciese un guardia, pero se encontró cara a cara con Mirryn, igual de
perfecta que antes, sin un arañazo ni una lágrima ni nada que indicase que
se hubiera defendido en una refriega.
Las manos de Kiva temblaron en los barrotes.
—Zuleeka nunca te ha secuestrado, ¿verdad? —preguntó con una voz que
era apenas un susurro.
La princesa le sostuvo la mirada.
—No ha hecho falta. —Cuatro palabras y el mundo de Kiva se hundió—.
Tu hermana y yo somos aliadas desde hace un tiempo —reveló Mirryn
mientras alisaba la parte delantera de su vestido—. Nos dimos cuenta de
que las dos tenemos el mismo objetivo y de que lo conseguiríamos más
rápido si colaborábamos.
Kiva entendió de repente que Mirryn era la espía de Zuleeka en palacio.
Ella le había hablado de la magia de Jaren y de a saber qué más. Había
traicionado a su propia familia, había ayudado a organizar todo lo que había
ocurrido esa noche.
—¿Qué objetivo? —preguntó Kiva, aunque temía la respuesta.
—Gobernar Evalon, claro.
Pero… Mirryn ya gobernaba Evalon. Era una Vallentis. Una princesa de
nacimiento.
Kiva arrugó el ceño.
—No lo entiendo.
—¿De verdad que no tienes ni idea? —Mirryn soltó una carcajada. Dio
un paso adelante y agarró los barrotes, casi rozando los dedos de Kiva—.
Tú ves a mi hermano justo como el resto del mundo… perfecto y
maravilloso e increíble en todos los sentidos. ¿Sabes lo que es crecer junto a
eso?
A la mente cansada y dolorida de Kiva le costaba seguir el hilo.
—Estás… ¿estás celosa de Jaren? ¿Por eso ayudas a los rebeldes a
hacerse con el trono? ¿Tu trono? ¿Para que él no lo herede?
Mirryn resopló.
—Por fin empiezas a comprenderlo. Pero solo la mitad. —Su furiosa
mirada azul se clavó en Kiva mientras explicaba—: Nunca ha sido mi trono,
pero debería haberlo sido desde el principio. Fui la primogénita, era mi
derecho de nacimiento hasta que el bonito de Jaren nació y consideraron
que su magia era mucho más poderosa, como si eso significase algo. Me lo
arrebataron todo el día en que decidieron que él debería gobernar en mi
lugar: mi título, mi futuro, todo. Me criaron en la sombra, siempre la
segundona, siempre la de repuesto. —Arrugó el rostro y los nudillos de su
mano se tornaron blancos en los barrotes, pero luego se relajó de un modo
visible—. Cuando conocí a tu hermana, me dijo que podíamos trabajar
juntas para recuperar lo que me pertenecía, lo que nos pertenecía. Fue una
propuesta tan tentadora que no pude resistirme. —Hizo una pausa y admitió
—: Dicho esto, solo he trabajado de forma activa en las últimas semanas.
Antes les pasaba información, pero sin prisa. Ahora es distinto.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?
—Navok. —Mirryn espetó el nombre del rey de Mirraven como si fuera
una maldición—. Dijo que no soy lo bastante buena, que solo soy una
«princesa». ¿Te lo puedes creer? Fuimos con mucho cuidado de ocultarle
nuestra relación, pero se enteró. Y ahora va a obligar a la mujer que amo a
casarse con Voshell, porque sabe que él será rey algún día y ella reinará en
Caramor a su lado.
Kiva parpadeó al darse cuenta de que Mirryn hablaba de la hermana del
rey Navok, Serafine. Pero eso significaba…
Su familia se entrometió. No creen que hagamos buena pareja.
La princesa Serafine era la novia de Mirryn. Exnovia. Las habían
obligado a romper porque Navok quería que su hermana se casara con un
heredero, no con una segundona.
Kiva casi sintió compasión por Mirryn… pero solo casi.
La princesa se acercó más y la miró con ojos febriles.
—Esta es la única forma de recuperar a Serafine… convirtiéndome en la
reina de Evalon. Navok prometió que anularía su compromiso en cuanto me
hiciera con el trono. Luego será mía.
—¿Y dónde encaja Zuleeka en ese plan?
—Gobernaremos juntas. Ya lo hemos hablado. Este mundo nunca ha
presenciado a dos reinas como nosotras. Una Corentine y una Vallentis,
como debe ser. —Una sonrisa fugaz—. Y todo gracias a ti. —Kiva negó
con la cabeza, aunque sabía que la princesa decía la verdad—. El Ternario
Real… —musitó Mirryn y alzó una mano libre. En su dedo había un anillo.
A Kiva se le cayó el alma a los pies al percatarse de que era el sello de la
reina—. Nunca habríamos conocido esa cláusula de no ser por ti. Eso nos
ha ahorrado años de planificación. —Enseñó los dientes en un gesto que se
convirtió en una sonrisa radiante—. Gracias, Kiva. No sabes lo feliz que me
has hecho. Y a Zuleeka también.
Kiva se sentía vacía por dentro.
—Por desgracia —prosiguió Mirryn, y su sonrisa desapareció—,
tardaremos un poco de tiempo para ver cómo hacemos el anuncio y
establecer el cambio de reinado. Incluso con la cláusula del Ternario, los
ciudadanos de Evalon podrían sublevarse. A lo mejor les da igual que
nuestro derecho al trono sea legítimo, a pesar de que el consejo real no
tendrá otra opción que confirmarlo. —Las comisuras de la boca de Mirryn
se alzaron y añadió—: Pero tu hermana tiene un plan de emergencia, solo
por si acaso. Ya te lo explicará cuando venga. Quiere despedirse.
¿Despedirse?, se preguntó Kiva.
—Mientras tanto, he ordenado a madre que actúe como si nada hubiera
cambiado, aunque es consciente de que ya no está al mando. Mañana a
primera hora informaremos al consejo real. Luego hablaremos sobre la
forma más efectiva de que mi familia abdique.
—Jaren no abdicará —dijo Kiva. Le dolió todo el cuerpo solo con
pronunciar su nombre—. Con Ternario Real o sin él.
Mirryn tensó el gesto.
—No tendrá otra opción. En cuanto lo encontremos…
Se interrumpió de repente, consciente de lo que había dicho.
Kiva se aferró a ese dato y la esperanza la inundó.
—¿Encontrarlo?
Mirryn miró ceñuda el pasillo oscuro.
—Caldon los sacó a él y a Naari antes de que pudiéramos apresarlos. Pero
no tienen a dónde ir y Jaren ya no posee magia. Los encontraremos pronto.
Por primera vez desde que se había despertado, una sonrisa alcanzó los
labios de Kiva.
—No cuentes con ello.
El ceño de Mirryn se intensificó.
—Pareces demasiado complacida para estar encerrada en un calabozo.
—Está claro que tenéis algún plan pensado para mí —señaló Kiva— o no
me habríais arrastrado hasta aquí. —Se había fijado en la ausencia de
guardias, lo que le hizo pensar que Mirryn la habría traído levitando a la
celda sin que nadie la viera. Todo el mundo estaba distraído con la fiesta—.
Si esperáis usarme para atraer a Jaren, no funcionará. No ahora que…
No ahora que sabía quién era. Kiva no pudo terminar la frase y se le
quebró la voz.
—Esa no es nuestra intención, la verdad. Pero no te preocupes, que no te
quedarás aquí mucho tiempo —dijo Mirryn de buen humor—. Solo hasta
que… Ah, aquí llega.
Otros pasos resonaron por el pasillo y Zuleeka apareció ante ellas, aún
ataviada con el vestido azul marino, pero con una capa oscura sobre él.
Lucía un gesto solemne.
—Hola, hermana —dijo, deteniéndose junto a Mirryn—. Menudo día has
tenido.
Kiva tragó, incapaz de contestar.
Zuleeka se giró hacia la princesa.
—Danos un momento.
Mirryn parecía a punto de objetar, pero agachó la cabeza y cedió.
—Avísame cuando estés lista. Te espero fuera.
Kiva no supo qué significaba aquello, pero un nudo de nervios se instaló
en su estómago cuando Mirryn se alejó.
Zuleeka aguardó a que la princesa no pudiera escucharlas.
—Te dije que te explicaría algunas cosas en cuanto estuviéramos a solas.
—¿De verdad piensas que quiero oír lo que vas a decir? —dijo Kiva con
voz rasposa. No pudo ocultar la profundidad de su dolor—. Lo único que
has hecho es mentirme.
Zuleeka permaneció impasible.
—No soy yo quien ha traicionado a nuestra familia.
Kiva se apretó más contra los barrotes.
—Menuda hipócrita estás hecha —siseó—. Estás enfadada conmigo por
todo lo de Jaren, cuando llevas trabajando con una Vallentis desde el
principio.
—No sabes lo que dices —replicó Zuleeka, pero no añadió nada más.
Kiva la taladró con la mirada.
—Dime lo que has venido a decir y vete. Si vuelvo a verte después…
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Zuleeka con tono burlón—. ¿Qué harás,
Kiva? ¿Me atacarás con esa magia sanadora que tienes? —Alzó la mano e
invocó un tirabuzón de oscuridad—. Me gustaría ver cómo lo intentas.
Kiva retrocedió al recordar lo que había sentido cuando la atrapó ese
terrible poder.
Zuleeka rio y bajó la mano.
—Qué patética eres. Madre nunca debería haberse molestado en sacarte
de Zalindov. Pero, de no haberlo hecho, yo no tendría a Mirraven en el
bolsillo, así que al menos su sacrificio valió para algo.
Kiva se quedó de piedra.
—¿Qué?
—El trato que madre hizo con Navok… Te dije que te lo contaría, y
piensa lo que quieras sobre mí, pero suelo cumplir con mi palabra. —
Zuleeka se limpió una pelusa invisible del hombro antes de revelar—:
Madre alió a los rebeldes con Mirraven. Y con Caramor también, ya que
están muy unidos, aunque el trato fue tan solo con el rey Navok. —Para sí
misma, murmuró—: A él no le gustará lo que ha pasado hoy en el almacén,
pero debería ser más paciente. Esos idiotas podrían haberlo estropeado todo.
El corazón le latía con fuerza mientras las palabras de Zuleeka se repetían
en sus oídos. Madre alió a los rebeldes con Mirraven. Kiva ignoró todo lo
demás para, con labios entumecidos, preguntar:
—¿Qué trato?
—Las defensas de Evalon son demasiado fuertes para que los territorios
norteños lo invadan sin ayuda. Así que nosotros, los rebeldes, los
ayudaremos.
Kiva intentó contener su creciente alarma. Parecía que Zuleeka planeaba
ayudar a Navok a tomar Evalon, pero…
—¿Por qué madre hizo esa promesa si quería el reino para nosotros? —
preguntó con desconcierto.
—Sentía tanta rabia que habría sido feliz con arrebatar sin más el trono a
la familia Vallentis, aunque no pudiera quedárselo para ella. Cuando se
marchó para hacer ese trato, llevaba años trabajando sin conseguir ningún
resultado, y estaba tan enferma que supo que debía tomar una decisión. Y
determinó que la alianza con Navok sería la forma más rápida de conseguir
venganza. Pero, a pesar de eso, hizo todo lo posible para asegurarse de que
hubiera una Corentine reinando a su lado.
Kiva tardó un momento en comprenderlo, pero, cuando lo hizo, soltó una
exclamación.
—¿Me estás diciendo que… que te vas a casar con el rey Navok? ¿Eso
era parte del trato?
Las manos de Zuleeka se cerraron en puños, la única indicación de cómo
se sentía sobre el acuerdo.
—Madre no sabía nada sobre el Ternario Real… ni que había otra forma
legítima de conseguir el trono. Incluso así, aún podría haber problemas, por
lo que las fuerzas de Mirraven garantizarán que los ciudadanos de Evalon se
comportasen. Y los ejércitos. De todos modos, al final una Corentine estará
en el trono. Eso es lo que importa.
El plan alternativo que Mirryn había mencionado… era Mirraven.
Dioses. Dioses.
Jaren tenía razón cuando, hacía unas noches, le había comentado su
preocupación por los reinos del norte.
Pero se había equivocado en subestimar a los rebeldes.
—¿Tor lo sabe?
Zuleeka soltó una carcajada.
—¿Tú que crees? —Sacudió la cabeza y luego bajó la mirada antes de
admitir en voz queda—: Me he sentido fatal por apuñalarlo hoy, pero no
podía arriesgarme a que se entrometiera. Sabía que intentaría detenerme si
se enteraba de mis planes para esta noche. Sé desde hace un tiempo que su
lealtad flaquea. Y más desde que has vuelto.
Kiva miró boquiabierta a su hermana.
—¿Lo has apuñalado? Pero vi…
Brazos, piernas, tres cuerpos enredados. Eso fue lo único que había visto,
ninguna prueba de quién había clavado la espada del mirraveno en su
hermano.
—Tuve que hacer que pareciera real —comentó Zuleeka. Retrocedió un
paso y buscó dentro de su capa—. Y supe que podrías curarlo. La única
cuestión es ver qué recordará cuando despierte, pero ya me encargaré de eso
por la mañana. Tú, sin embargo, no te enterarás hasta más tarde cómo acaba
todo esto.
—¿A qué te…?
Pero, antes de que Kiva pudiera terminar, Zuleeka sopló un puñado de
polvo dorado en su cara. Kiva tosió y escupió cuando un sabor a caramelo
le llenó los sentidos.
Sintió un temor absoluto, cegador.
Polvo de ángel.
La adictiva droga la cubría por completo, le había entrado directamente
en la nariz y en la boca abierta.
—¿Qué demonios, Zul…?
—Me arrebataste a madre —la interrumpió Zuleeka con el rostro pétreo
—. De más formas de las que sabes. De formas que nunca entenderás.
Siempre creyó mucho más en ti que en mí. La niña dorada, te llamaba. La
más poderosa, decía. La que más potencial tenía. Pero mírate… no eres
nada.
Zuleeka se rio burlona, aunque a Kiva le costaba concentrarse por culpa
de la droga, que actuaba con rapidez. Luchó por comprender la rabia de su
hermana. Por comprender algo.
—Me lo quitaste todo —siseó Zuleeka—. Y ahora pienso quitártelo todo
a ti.
—Yo no… —intentó decir Kiva, pero las palabras se mezclaron antes de
salir de sus labios.
Zuleeka agitó la bolsa de polvo dorado en el aire.
—Considéralo un regalo por tu ayuda —dijo con más tranquilidad—. El
último regalo que recibirás de mí. Bueno, y este.
La visión se le emborronaba por momentos, pero Kiva vio que Zuleeka
sacaba el amuleto de debajo del vestido y metía la mano por los barrotes
para colgárselo a Kiva del cuello.
—Su poder protector se terminó cuando fui a por el sello de la reina. El
príncipe Oriel y ella lucharon tanto que lo agotaron, así que ahora me es
inútil, pero quiero que lo tengas como un recordatorio de esta noche… de
todo lo que hiciste para que esto ocurriera. Enviaré órdenes para que nadie
te lo quite con el resto de tus posesiones. Quiero que recuerdes, cada día,
hasta que ya no sepas ni recordar.
Kiva se balanceaba de pie, los barrotes de metal se movían delante de
ella, cada palabra que salía de la boca de su hermana era como un sueño
nebuloso y sin sentido.
Zuleeka profirió un silbido agudo, como el del almacén, y agitó de nuevo
la bolsa de polvo de ángel.
—Esto es un regalo, de verdad… Algo para que sobrevivas el camino de
vuelta. No te enterarás de nada, ni siquiera del paso del tiempo.
El rostro de Zuleeka se derretía en formas coloridas a medida que la
droga alucinógena arrastraba a Kiva hasta su abrazo, pero consiguió
pronunciar una palabra a duras penas.
—¿Vuelta?
—A Zalindov. No puedo tenerte correteando por ahí para ayudar a tu
príncipe a desbaratar mis grandes planes. Ni a Torell, si no colabora. —Se
inclinó hacia el remolino de barrotes y, con el rostro un tanto enloquecido,
susurró—: Están pasando muchas cosas que no entiendes. Madre no
pensaba a lo grande. Yo no cometeré el mismo error. Y no correré el riesgo
de que estés libre para detenerme.
En el fondo de su mente, Kiva supo que debería estar enfadada, hasta
aterrorizada, pero sus extremidades se relajaron mientras ella se
tranquilizaba y un ronroneo le recorría todo el cuerpo. El dolor de cabeza
desapareció, igual que sus problemas.
Zuleeka estaba diciendo algo más, algo que Kiva no pudo oír por el
tintineo agradable de sus oídos. Observó a través de una nube borrosa a su
hermana, que se había girado para mirar a alguien (a Mirryn, que se había
materializado a su lado, llamada por el silbido) y le entregó la bolsa dorada.
—Ya está bastante colocada —comentó la princesa. Su tono de humor le
llegaba a Kiva desde lejos—. Me aseguraré de que el carromato de la cárcel
esté listo y les daré el resto a los guardias. Han accedido a mantenerla así
hasta que llegue a Zalindov. No causará problemas de esa forma.
El contorno borroso de seda azul hielo desapareció de la visión de Kiva.
La cabeza le cayó a un lado. No sabía cómo, pero había acabado en el suelo.
—Adiós, hermana. —Las palabras de Zuleeka solo eran un susurro
distorsionado—. Ojalá las cosas hubieran sido diferentes.
Kiva no supo decir qué ocurrió después. El polvo de ángel se apoderó de
ella, con su abrazo rápido y fuerte. Supo que el vestido azul de Mirryn
regresó, que la puerta del calabozo se abría y luego su cuerpo flotaba. Rio
por la sensación, sintiéndose más ligera que el aire, pero luego notó el frío
del exterior y la tumbaron en una dura superficie. Tenía las extremidades
contraídas y la rodeaban más barrotes de hierro para encerrarla.
Y luego se movía.
Los siguientes minutos, horas, días, semanas se convirtieron en un borrón
de gravilla crujiendo y barrotes chocando, roto tan solo por unos momentos
brevísimos de claridad, el tiempo suficiente para que los guardias le echaran
más polvo con sabor a caramelo en la cara para hundirla de nuevo en el
estupor. Soñó con palacios dorados y ríos brillantes, con habitaciones llenas
de ventanas y mármol cubierto por la bruma. Vio el rostro de Jaren, sus
manos y labios, mientras la tocaba, la abrazaba, la quería. Y ella le
susurraba, le contaba todo lo que nunca había dicho en voz alta, todas las
verdades que había acumulado en su interior, por miedo a lo que pudieran
significar si las liberaba.
Sé que estás asustada. Pero te prometo que no tienes por qué estarlo.
Su voz la inundó como rayos puros de sol, y quiso decirle que se
equivocaba. Que ya no tenía miedo.
Porque lo amaba.
Más que nada en el mundo.
Y, cuando al fin se despertó una fría mañana y se encontró rodeada por
unos muros de piedra caliza que conocía muy bien, lo primero que hizo fue
murmurar su nombre, buscarlo.
Pero Jaren no estaba allí.
La realidad la golpeó, incluso mientras el polvo de ángel que quedaba en
su cuerpo luchaba por tomar el control de su mente. Se resistió al recordar
cómo Jaren la había mirado después de besarla… y luego el dolor en su
rostro cuando descubrió su traición.
Se le escapó un sollozo, pero su angustia se vio enmudecida por la droga,
igual que su miedo cuando apareció el rostro oscuro del alcaide Rooke, que
la miraba triunfal a través de los barrotes de metal del carromato.
—Qué lástima que ya no haya una vacante en la enfermería —dijo—,
pero siempre hay sitio de sobra en los túneles. —Estiró los labios en una
sonrisa—. Bienvenida a casa, N18K442.
Y eso fue lo último que supo Kiva antes de que el polvo de ángel la
arrastrara de nuevo, dejándola con un último pensamiento consciente:
Si Rooke la enviaba a los túneles, le quedaban seis meses de vida.
Un año como mucho.
Y luego moriría.
AGRADECIMIENTOS

Escribí este libro en medio de una pandemia global mientras me recuperaba


de una cirugía, después de que me diagnosticaran un trastorno autoinmune,
para que de repente, en mitad del primer borrador, mi querida abuela
falleciera. Decir que ha sido todo un reto es quedarse cortos.
Pero.
Si algo he aprendido es que las mejores cosas de la vida no se consiguen
con facilidad y que en las batallas más duras se cosechan grandes
recompensas.
Puede que escribir y corregir La prisionera de Vallenia haya sido una de
las experiencias más duras de toda mi vida, pero, gracias a eso, es el libro
del que más orgullosa me siento. Y debo reconocer la ayuda de mucha
gente por echarme una mano durante el viaje.
Primero, quiero dar las gracias a Dios, a mi familia y a mis amigos por ser
mis puntos fuertes y ofrecerme esperanza, incluso durante los momentos
más oscuros (de esos hemos tenido muchos en el último año o así).
Cómo no, gracias también a mi agente, Danielle Burby, por pelear en mis
batallas y mantenerme cuerda, todo mientras no se volvía loca por el trillón
de correos que le enviaba (cada día). Eres mi mejor campeona y no sabes
cuánto significas para mí. Gracias también a todo el equipo de Nelson
Literary Agency por ser tan maravilloso y ayudarme sin parar a conseguir
que mis sueños se hicieran realidad.
Un agradecimiento enorme a mi agente que gestiona los derechos para el
extranjero, Jenny Meyer (¡y a todo tu equipo!), por seguir impresionándome
con nuevas ofertas internacionales, a pesar de todas las dificultades que
ocurren en el planeta. Una vez bromeaste sobre dominar el mundo, pero ya
no sé si era broma o no.
A mis editoras, Emilia Rhodes y Zoe Walton. No puedo expresar lo
agradecida que estoy por todo vuestro trabajo duro en este libro. La
diferencia entre el primer borrador y la versión final es asombrosa, contiene
muchas más capas de las que habría pensado en incorporar sin vuestros
comentarios y directrices. Y, aparte de editar, ¡gracias por defender con
tantas ganas esta saga de todas las maneras posibles! (Muchos mimitos para
vosotras). También me gustaría dar las gracias a Gabriella Abbate y a Mary
Verney por vuestra sabiduría y, cómo no, a mis correctoras Ana Deboo y
Ellen Fast. ¡Este libro ha sido posible gracias al trabajo en equipo!
Tengo que dar las gracias de todo corazón a los equipos editoriales de
HMH Teen (sobre todo a John Sellers, Julie Yeater, Lauren Wengrovitz,
Mary Magrisso, David Hastings, Samantha Bertschmann, Taylor Navis y
Jim Tierney), PRH Australia (sobre todo a Dot Tonkin, Tina Gumnior, Jess
Bedford, Adelaide Jensen, Michael Windle y Kristin Gill, además de, cómo
no, a las leyendas Julie Burland, Laura Harris y Angela Duke) y Hodder &
Stoughton (sobre todo a Molly Powell, Kate Keehan, Maddy Marshall y
Sarah Clay). Abrazotes grandes para todos.
Gracias también a mis editoriales en el extranjero y a sus equipos en
Intrínseca, Sperling & Kupfer, Znanje, Maxim, Szeged, Loewe Verlag,
Eksmo, Albatros/Fragman y De Boekerij. ¡Qué ganas tengo de ver vuestras
bonitas traducciones!
A mis amigos escritores, como siempre, gracias por vuestro apoyo y
ánimo continuos. Sois demasiados, pero me siento honrada de conoceros a
todos. Quiero darle las gracias sobre todo a Sarah J. Maas por ser tan
increíblemente generosa y una mujer espectacular. Me siento tan, tan
bendecida por tu amistad (seis años y sumando… ¡¿te lo puedes creer?!). Y
gracias a Jessica Townsend; nuestros intentos de salir a pasear todas las
semanas por la playa son maravillosos, en parte por los perros, pero
principalmente porque puedo estar contigo, mi fantabulosa amiga (¿has
visto lo que he hecho?).
Estoy segura de que me olvido de alguien (¿podemos culpar al cerebro
pandémico?), pero voy a terminar ofreciendo mi agradecimiento infinito a
todas las personas que leísteis La sanadora de Zalindov y os gustó tanto que
lo gritasteis desde los tejados: reseñadores, libreros, bibliotecarios,
profesores, niños, adolescentes, adultos, padres, abuelos, a todos. Espero
que esta continuación de la historia de Kiva os haya dejado satisfechos,
pero, eh, siento haber acabado con otro cliffhanger. Culpa mía. *esconde la
cara*

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