02 - La Prisionera de Vallenia - Lynette Noni
02 - La Prisionera de Vallenia - Lynette Noni
02 - La Prisionera de Vallenia - Lynette Noni
ISBN: 978-84-19413-57-4
Durante los siguientes días, Kiva no pudo estornudar sin que Caldon
estuviera lo bastante cerca para ofrecerle un pañuelo.
Cada mañana comenzaba con su entrenamiento. Kiva solo sobrevivía a
los ejercicios con la espada gracias a las fuertes dosis del relajante muscular
de Rhess. En cuanto Caldon daba por finalizada la sesión, apenas le dejaba
tiempo para asearse y cambiarse antes de respetar la promesa de Jaren y
sacar a Kiva a la ciudad.
La chica no tuvo ni siquiera un segundo libre para intentar escaquearse y,
aunque no sufrió más estallidos mágicos durante esos días, cada vez era
más consciente del poder que acechaba bajo su piel, como un susurro que le
recordaba que estaba allí… y que quería salir. Al recordar que su madre
había usado pequeños «trucos», Kiva se planteó si lo mismo le vendría bien
a su magia para evitar que estallara libre. Pero el miedo de que la
descubrieran le impidió intentarlo y apartó la idea de su mente.
Cuando llegó el sábado por la mañana (cinco días desde que se marchara
Jaren), Kiva estaba tan desesperada que decidió pensar en un plan drástico.
Jaren le había dicho que estaría fuera cuatro días, quizá más, y eso
significaba que podía regresar en cualquier momento. Cuando lo hiciera
(junto con Naari y el capitán Veris), a Kiva le resultaría mucho más difícil
salir de la ciudad sin que la descubrieran.
Mientras pensaba, se planteó usar Silverthorn como excusa de nuevo, lo
mismo que había hecho para escabullirse a Oakhollow. Pero con Caldon
pisándole los talones, sabía que la seguiría sin más. Aun así, Kiva había
decidido que la academia la ayudaría a eludir al príncipe, aunque fuera de
un modo más extremo.
La primera parte de su plan empezó al terminar el entrenamiento
matutino. Caldon enumeró los lugares a los que planeaba llevarla ese día,
empezando por el Templo de los Dioses Perdidos y luego los Jardines
Cantores. Después de eso, se darían un chapuzón en los Baños de Sarana y
acabarían con una caminata por los Peldaños del Guerrero, para ver el
atardecer sobre la ciudad.
Kiva se sintió agotada de solo pensarlo y usó esa emoción para mirarlo
con ojos suplicantes.
—¿Te importa si paramos en Silverthorn a la salida? Quiero recoger una
cosa.
—¿No me lo quieres contar por algo? —preguntó Caldon, acariciando la
espada de madera.
Kiva se llevó las manos a la cadera y mintió sin vergüenza alguna:
—Intentaba ahorrarte los detalles, pero ya que eres tan fisgón, te contaré
que tengo dolores por la regla y quiero ir a por flor de luna.
Caldon frunció el ceño.
—Deberías habérmelo dicho antes. Si hubiera sabido que estabas
sufriendo, habría sido menos duro.
—Sufro todas las mañanas contigo —replicó Kiva, sintiendo una pizca de
culpabilidad ante la muestra de compasión inesperada del príncipe—. Y
antes te ha dado igual.
—Eso es diferente y lo sabes.
Si Kiva hubiera estado sufriendo por su ciclo mensual, quizá se habría
emocionado tanto como para abrazarlo. Sin embargo, se tragó su gratitud y
accedió a reunirse con él después de bañarse.
La segunda parte de su plan tuvo lugar a su llegada a Silverthorn. Kiva
soltó un suspiro de alivio al ver a Rhessinda sentada en el mismo banco que
la primera vez que había ido a buscarla.
—¿Te importa darme un momento a solas con ella? —le preguntó a
Caldon, señalando a la sanadora—. Esto, eh, solo quiero comentarle
algunos de mis, ah, síntomas.
El príncipe parecía sorprendido por su vergüenza fingida y ella maldijo
para sus adentros al percatarse de que ella, como sanadora también, debería
sentirse muy cómoda hablando sobre sus funciones corporales. Por suerte,
Caldon no insistió y se detuvo para apoyarse en uno de los arcos de piedra y
esperar.
Kiva fue directa hacia Rhessinda, que se levantó al ver que se acercaba.
—¿A qué viene lo del guardaespaldas real? —preguntó, apartándose la
trenza color ceniza por encima del hombro.
—No es un guardaespaldas, más bien un niñero con buena intención pero
tan pesado que resulta frustrante. —Kiva sacudió la cabeza—. Eso da igual,
necesito tu ayuda. ¿Puedes llevarme al huerto de los apotecarios?
Rhessinda no perdió el tiempo planteando preguntas.
—Claro. Parece que tienes prisa… Podemos atajar por el santuario.
Kiva se giró hacia Caldon y con señas le indicó que volvería en unos
minutos. A una parte de ella le sorprendió que no la siguiera cuando
echaron a andar por la hierba, pero se recordó que no era una prisionera:
Caldon iba a pasar el día con ella para hacerle compañía, porque creía que
Kiva la necesitaba. Porque Jaren creía que Kiva la necesitaba. En cualquier
otro momento, le habría conmovido su consideración y las horas que
Caldon estaba sacrificando para enseñarle la hermosa ciudad.
—¿Quieres contarme qué está pasando? —preguntó Rhess con
indiferencia cuando cruzaron el fino arroyo y atravesaron un bosquecillo de
cítricos. Aromas a naranja, lima y limón impregnaban el aire.
—Necesito pedirte un favor, pero no quiero meterte en líos.
Rhess resopló.
—Por favor. ¿Te parezco una persona que prefiera evitar líos?
Lo cierto era que no. Y por eso Kiva había ido a pedirle ayuda.
—Tengo que salir de Vallenia hoy.
—¿A Oakhollow? —preguntó Rhess mientras se dirigían hacia un
impresionante invernadero. No había formado parte del recorrido que había
hecho Kiva el primer día, ya que solo había visto el taller de los apotecarios
donde se preparaban las medicinas y las dejaban listas para su recogida.
—A Oakhollow no, a otro sitio.
Aunque Kiva empezaba a apreciar la amistad de Rhess, aún tenía
demasiados secretos que no podía compartir. Pero la sanadora no insistió,
solo preguntó:
—¿Qué necesitas?
Kiva le explicó a toda prisa que Caldon la seguía a todas partes y que
necesitaba sacarlo de la ecuación.
—Estoy pensando en un remedio para dormir. Quizá una combinación de
moradino y rosarón.
Normalmente solo usaría moradino, lo que la reina le había dado a Tipp la
noche del secuestro de Kiva, pero con el rosarón se aseguraría de que un
adulto como Caldon cayera en un sueño profundo.
—Eso funcionará sin ninguna duda —dijo Rhess sin juzgarla.
Llegaron al borde exterior del huerto de los apotecarios, con una pequeña
valla que rodeaba varias hileras de plantas medicinales. De haber tenido
tiempo, Kiva habría pasado horas paseando por los pasillos y explorando el
invernadero del centro, pero no era día para darse un paseo.
—¿Hacia dónde? —le preguntó a Rhess, señalando el enorme huerto.
La sanadora dudó y Kiva se preguntó si se estaba pensando lo de ayudarla
a robar de la academia. Pero entonces Rhess saltó por encima de la valla y
se encaminó con decisión hacia un cartel. Al verlo, Kiva se percató de que
podría haber dejado a Rhess fuera de su plan por completo, ya que había un
mapa detallado de todos los arriates del huerto.
—Moradino y rosarón, ¿verdad?
—Sí —confirmó Kiva.
Rhess examinó el mapa, encontró ambas hierbas en el mismo arriate y
abrió la marcha en esa dirección.
—¿Así que planeas drogar al príncipe Caldon y luego escabullirte de
palacio a un lugar desconocido? —preguntó la sanadora mientras
avanzaban por el sendero—. Parece prudente.
—Voy a visitar a mi familia.
—Pensaba que ya lo habías hecho.
—A otra parte de la familia.
—Mientras no acabes herida por culpa de mi complicidad… O perdida.
¿Adónde vas?
Kiva se mordió el labio cuando se acercaron al arriate deseado. Se había
olvidado de consultar un mapa.
—A Blackwater Bog. ¿Lo conoces?
—Claro. Está un poco hacia el norte —dijo Rhess y se detuvo.
—Donde la Vegasalvaje se junta con el pantano de Crewlling —recitó
Kiva.
La sanadora se giró para mirarla con los ojos entornados.
—No tienes ni idea de a dónde vas, ¿verdad? —Kiva suspiró y sacudió la
cabeza. Rhess se rio—. No te preocupes, es fácil de encontrar. Dirígete al
norte fuera de Vallenia y sigue las señales. Solo tienes que rodear el este de
la Vegasalvaje, no atravesarla por el medio, así que es un viaje rápido. —
Pero, a toda prisa, la advirtió—: No vayas más allá de Blackwater Bog o el
pantano te devorará viva.
Kiva se estremeció con solo pensarlo.
—Gracias —dijo, consciente de que le debía una a Rhessinda.
La sanadora pasó por alto su gratitud y señaló el arriate.
—Ya hemos llegado.
Kiva se agachó y arrancó unos cuantos pétalos rojo brillante de moradino
junto con algunas hojas con vetas amarillas del arbusto del rosarón.
—Perfecto.
Sabía que Caldon podía venir a buscarla en cualquier momento (por eso
no había intentado marcharse sin él, ya que se montaría un buen lío si
descubría que se había ido), así que se apresuró a salir del huerto con
Rhessinda y cruzar el santuario de nuevo. Al llegar junto al príncipe, este le
dirigió una sonrisa coqueta a Rhess (que ella ignoró) y le preguntó a Kiva si
estaba lista para marcharse.
—¿Podemos volver un segundo al palacio? —respondió ella después de
despedirse de Rhess. Esa era la siguiente fase de su plan—. Llevo botas
nuevas y me están rozando. No quiero acabar con ampollas.
El príncipe no dio señales de impaciencia y coincidió en que necesitaba
un calzado apropiado por todo lo que iban a andar ese día.
Los nervios le revoloteaban en el estómago cuando llegaron al salón de
Kiva. Ahora solo faltaba la tarea más ardua.
—¿Por qué no te sientas? —le dijo, señalando un sillón cerca de la
ventana—. A lo mejor tardo unos minutos.
Caldon siguió su sugerencia; claramente no tenía prisa alguna, aunque
dijo:
—Agarra el primer par cómodo que encuentres.
En vez de dirigirse a su dormitorio, Kiva se acercó a una bandeja de té
que los criados mantenían caliente a todas horas del día. Con manos
temblorosas, sirvió dos tazas, sacó con cuidado los pétalos de moradino y
las hojas de rosarón de su bolsillo y las introdujo en el té de Caldon,
empujándolas hacia el fondo.
Tras pasar unas semanas con él en el palacio de invierno, una de las pocas
cosas que sabía era que le gustaba mucho tomar té por las mañanas. Rezaba
para que ese día no fuera distinto. Se dio la vuelta con una sonrisa
resplandeciente y se acercó para entregarle la taza.
—Podríamos haber tomado algo fuera —dijo Caldon, aceptando la
ofrenda humeante—. Tenía planeado enseñarte una tetería de lo más mona
que hay de camino al templo. Es de una antigua apotecaria y es como si te
trasladaras a un bosque. Pensé que te gustaría verla, pero supongo que
siempre podemos parar a la vuelta.
Se llevó la taza a los labios y Kiva se obligó a no arrancársela de las
manos. Jaren le había pedido que le enseñara la ciudad, pero era Caldon
quien había dedicado tiempo a decidir con cuidado dónde llevarla según sus
intereses. Kiva odiaba devolverle su amabilidad de esa forma, drogándolo,
aunque no le hubiera dejado otra opción.
Caldon chasqueó los labios tras el primer sorbo.
—Sabe distinto. —A Kiva le dio un vuelco el corazón, hasta que él olió el
té y preguntó—: ¿Le has añadido canela?
Dio otro trago grande mientras aguardaba su respuesta, pero la potente
mezcla somnífera hizo efecto antes de que Kiva pudiera contestar.
La chica nunca había trabajado con moradino ni con rosarón antes, ya que
no habían formado parte de su mediocre huerto en Zalindov, aunque su
padre le había enseñado a administrarlos. Le había dado a Caldon una dosis
lo bastante grande para dejarlo noqueado durante horas, segura de que no
tendría ningún efecto secundario, excepto aturdimiento y desorientación al
despertar… y eso solo actuaría en su favor.
Sin embargo, no había esperado que la droga hiciera efecto tan rápido y
tuvo que lanzarse hacia delante para agarrarlo cuando casi se cayó del
sillón. Tanto la taza de Caldon como la suya se volcaron en el suelo y el
líquido se derramó por doquier.
Pero Caldon estaba dormido. Y eso era lo importante.
Estaría a salvo en el salón. Tipp permanecería en el palacio occidental
estudiando con Oriel hasta primeras horas de la tarde, y cualquier criado
que entrase pensaría que el príncipe se estaba echando una siesta. Cuando
Caldon despertase, Kiva esperaba que él pensara lo mismo, pero, por si
acaso, ella regresaría mucho antes de que la droga abandonase su sistema, y
eso le daba tiempo de sobra para convencerlo de que se había quedado
dormido mientras aguardaba a que ella se cambiase las botas.
Se aseguró de dejarlo cómodo y limpió a toda prisa el estropicio. Luego
fue a por su capa de viaje. Justo cuando estaba a punto de marcharse, la
puerta del pasillo se abrió…
Y Tipp la atravesó.
Se le iluminó la cara al ver a Kiva, pero entonces detectó a Caldon
dormido en el sillón con el té derramado secándose poco a poco en el suelo.
Tipp no era tonto. Tardó menos de dos segundos en asimilarlo todo
(incluida la ropa de viaje de Kiva y su expresión de sorpresa) y se giró hacia
ella con una mirada acusatoria.
—¿Qué ha-has hecho?
Kiva alzó las manos.
—No es lo que parece.
—Lo que p-parece es que has drogado a C-Caldon.
—Pensaba que no volverías hasta tarde —admitió Kiva con una mueca.
—N-Necesito un jersey. Nos v-vamos a los jardines y p-p-pronto lloverá.
Kiva se había fijado en las nubes mientras volvían de Silverthorn, pero no
pensaba permitir que el mal tiempo le estropeara el día.
—Y ahora, d-dime qué estás haciendo —exigió Tipp con las manos en la
cadera.
Kiva sabía que el muchacho había trabajado el tiempo suficiente en la
enfermería de Zalindov para reconocer que el estado de Caldon no era
natural, así que se conformó con decirle una verdad a medias.
—Me ha estado vigilando como un halcón desde que Jaren se marchó.
Solo necesito un poco de espacio.
—¿Y p-por eso lo has drogado? Solo ha sido a-amable con nosotros…
toda su familia lo ha sido. Y ahora v-vas ¿y haces esto? —Alzó la voz—.
¿Por qué, K-Kiva?
Kiva usó la culpa que estaba sintiendo para influenciar a Tipp y
compartió otra verdad parcial.
—Tengo que ir a visitar a alguien y no quiero que venga conmigo.
—¿A quién?
Era un riesgo, Kiva lo sabía, pero confiaba en que el muchacho guardase
sus secretos… si se lo pedía.
Algunos, al menos. No todos.
Y por eso, en un susurro, dijo:
—A mi familia.
El enfado de Tipp se esfumó.
—¿A tu qué?
—Tengo un hermano y una hermana que viven justo a las afueras de la
ciudad —respondió Kiva. Pensaba que sería más seguro hablar sobre
Zuleeka y Tor que mencionar a Delora. Sus hermanos estaban bien
escondidos y así se quedarían, mientras que su abuela era imprevisible—.
Quiero ir a verlos.
Tipp arrugó la frente llena de pecas.
—Caldon p-podría llevarte.
—Llevo diez años sin verlos —dijo Kiva, mintiendo. Hizo que le
temblara el labio… nada difícil, visto lo mal que se sentía—. No sé si
querrán verme después de… de todo. Y si me rechazan, prefiero lamerme
las heridas en privado. Por eso quiero ir sola. —En voz baja, concluyó—:
Solo está dormido.
Tipp, sumido en sus pensamientos, miraba alternativamente a Caldon y a
ella.
—Esto es importante p-para ti, ¿verdad?
Kiva asintió.
—Más de lo que te imaginas.
Eso, al menos, era cierto.
El muchacho guardó silencio un minuto más antes de asentir.
—Te c-cubriré. —Kiva parpadeó de la sorpresa, pero Tipp no había
terminado. Se dirigió a su dormitorio, sin dejar de hablar—. Todo el m-
mundo piensa que está contigo, así que mantendré a Ori lejos d-de aquí y, si
alguien p-pregunta, diré que Cal estuvo hasta tarde fuera y está d-
durmiendo la mona.
Tipp regresó al salón con una almohada y una manta. Con la última
envolvió cuidadosamente al príncipe y colocó la primera debajo de su
cabeza.
—Si se d-despierta antes de que vuelvas…
—No lo hará. Me daré prisa.
—S-Si se despierta —prosiguió Tipp—, le diré que p-pensabas que
podría estar enfermo y lo d-dejaste descansar.
Los ojos de Kiva se llenaron de gratitud.
—¿No dirás nada? ¿Sobre a dónde voy?
—Tengo la s-sensación de que prefieres que sea un secreto. —Kiva sentía
tantas emociones que solo pudo asentir—. Si para t-ti es importante, para
m-mí también lo es —dijo Tipp en voz baja. Se acercó para rodearle la
cintura con los brazos—. Estamos j-juntos en esto, Kiva. Siempre.
Ella lo apretó contra su cuerpo y solo lo soltó cuando él empezó a
retorcerse. El muchacho le dedicó una sonrisa mellada y la empujó hacia la
puerta.
Sin necesidad de más ánimos, Kiva se apresuró a salir y dirigirse a los
establos. Caldon la había sacado a caballo dos de los últimos tres días, así
que los caballerizos reales no hicieron ninguna pregunta cuando les pidió
con educación que le ensillaran una montura. En cuestión de minutos,
trotaba por el camino. Saludó a los guardias en la puerta principal y salió
hacia la ciudad.
Solo entonces suspiró de alivio y se encaminó hacia el norte para al fin, al
fin, buscar a su abuela.
CAPÍTULO DIECIOCHO
E l trayecto hasta Blackwater Bog fue más rápido de lo que había
previsto, quizá unos veinte minutos desde que salió de los muros de la
ciudad y puso el caballo a trote ligero. Bordearon las suaves colinas de la
Vegasalvaje hasta que el terreno se allanó y se volvió cenagoso, anunciando
el pantano que había más adelante.
Dado lo rápidos que eran sus viajes, Kiva estaba segura de que regresaría
con Caldon antes de que despertara… y que vencería a las inminentes nubes
que se acercaban a buen ritmo. Su certeza solo se incrementó al pasar junto
a un anciano que paseaba a su perro en la villa adormilada y que le dio sin
problemas indicaciones para llegar a la casa Murkwood, junto con la
advertencia de que Delora valoraba su privacidad. Y por ese motivo, Kiva
tuvo que adentrarse más de lo que esperaba en el pantano de Crewlling,
pero al menos el camino, aunque estrecho y húmedo, parecía bastante
seguro.
—Tranquilo, chico —le dijo a su montura nerviosa y le dio unas
palmaditas en el cuello—. Ya casi hemos llegado.
Al doblar el último recodo, vio al fin la casa Murkwood delante de ella,
rodeada de espesa vegetación y situada junto a una extensión de agua
lodosa. Hecha de piedra con un tejado de paja y una chimenea humeante, la
vivienda era pintoresca, aunque parecía sacada de un tétrico pantano.
Cuando Kiva se detuvo, apenas tuvo tiempo de desmontar antes de que la
puerta principal se abriera de golpe y una mujer de pelo cano saliera
cojeando con un bastón en la mano que alzó en el aire y blandió como un
arma.
—¡Propiedad privada! —gritó desde el porche—. ¡Esta es una propiedad
privada! ¿No sabes leer?
Señaló un cartel en el sendero tan cubierto de musgo que Kiva solo
distinguió dos P mayúsculas y nada más.
—Busco a Delora —dijo, sin apartarse del caballo por si necesitaba
escapar a toda prisa—. ¿Eres tú?
La anciana la observó con los ojos entrecerrados durante un largo minuto.
Luego golpeó el suelo con el bastón y dio un enfadado paso adelante.
—¡Te dije que no volvieras nunca, chica! No te daré lo que buscas. ¡Ni
ahora ni nunca!
Kiva se quedó de piedra. Zuleeka y Torell le habían dicho que habían ido
a visitarla con su madre, pero de eso hacía años. ¿Se pensaba Delora que
era Tilda? ¿Su hija?
—Lo siento —respondió con un nudo en la garganta—. Pero no nos
hemos conocido nunca. Soy Kiva.
Delora entornó más los ojos color esmeralda (ojos Corentine) hasta que
solo fueron meras hendiduras en su rostro, y al fin se enderezó.
—Ah, así que no eres la diabla esa. —Blandiendo de nuevo el bastón,
dijo—: Pero supongo que te ha enviado ella aquí. A ti tampoco te la voy a
dar, así que vuelve por donde has venido. ¡Fuera!
—Por favor —dijo Kiva, alzando las manos—. No he venido a por nada.
—Enseguida se corrigió—: O sea, sí, pero no…
—¡No te la daré! —repitió Delora a gritos.
Kiva estaba muy perdida, así que soltó:
—Necesito tu ayuda para controlar mi magia.
Delora cerró la boca de golpe. Apretó los labios y la miró de arriba abajo.
—Tú eres la chica a la que dejó en la cárcel para que se pudriera,
¿verdad? ¿La que, según ella, estaba mejor allí?
Kiva empalideció, pero se recordó que Delora no había visto a su madre
en casi una década y era imposible que Tilda pensara que Kiva estaba
«mejor» en Zalindov.
—Estuve diez años encerrada. Mantuve mi magia oculta todo el tiempo y
no la usé hasta hace unas semanas, cuando sané a una persona que se moría.
Y ahora brota de mí al azar.
—¿Y qué? —dijo Delora, alzando dos cejas blancas y pobladas.
—Pues que —replicó Kiva con los dientes apretados— estoy viviendo en
el palacio real. Con la familia Vallentis.
Delora echó la cabeza hacia atrás y rio. Algo en el agua pantanosa (algo
grande) se movió con rapidez al oír el sonido y se sumergió antes de que
Kiva pudiera ver lo que era.
Tiene un perro guardián muy poco habitual. Torell la había advertido.
Con un temblor, Kiva aguardó a que el humor de su abuela se
desvaneciera. Pero acabó dando un pisotón.
—Me alegro de que esto te resulte gracioso —dijo.
—Dame un segundo —resolló Delora, sin dejar de reír—. Solo estoy
intentando imaginármelo. Deduzco que no tienen ni idea de quién eres,
¿no?
—No. Y me gustaría que siguiera así.
—A ver si lo adivino —canturreó la mujer, apoyando más su peso en el
bastón—. Planeas seguir los pasos ciegos y desafortunados de tu familia
para robar el trono que crees que te pertenece solo por poseer un linaje
aguado. ¿Estoy en lo cierto?
Kiva no dijo nada.
Delora resopló y se giró cojeando de vuelta hacia la puerta.
—No puedo ayudarte, chica.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó Kiva. Ató las riendas en una
rama que colgaba baja y subió a toda prisa los peldaños del porche.
—No quiero. —Mirando por encima del hombro, Delora añadió—:
Regresa a tu palacio con tus aires de venganza y déjame en paz.
—Por favor —suplicó Kiva—. Solo quiero que pare. Es lo único que
quiero. Una forma de controlarla. Solo… que pare.
Delora se detuvo en el umbral y se volvió para mirarla. Su examen duró
un largo minuto antes de que constatase:
—Has venido aquí solo por eso, ¿verdad?
—Me matarán si descubren quién soy —dijo en voz baja.
—¿No es eso lo que planeas hacerles a ellos? —replicó Delora sin piedad.
Kiva se estremeció.
—No. No, yo… —Le falló la voz—. No quiero que mueran.
Delora resopló de nuevo.
—Así que solo quieres destruirlos.
No era una pregunta.
—¿Me ayudarás o no?
Otro largo minuto, el tiempo suficiente para que la esperanza se
acumulase en el interior de Kiva. Y entonces…
—No puedo —dijo Delora. Kiva se desinfló, pero antes de que pudiera
suplicar de nuevo, Delora habló de nuevo—. Tengo club de lectura.
—Tienes… ¿cómo? —Kiva tropezó con las palabras.
—Hoy es sábado —declaró Delora, como si eso significase algo para la
chica—. El club de lectura es los sábados. Las señoras llegarán en cualquier
momento. —Señaló la casa con el bastón—. Hay un cobertizo en la parte
trasera. Acomoda allí al caballo y luego entra. Tenemos tiempo para hacer
bollos. Tú te encargarás de la nata montada.
Antes de que Kiva pudiera responder, la anciana atravesó la puerta
cojeando y la cerró a su espalda.
—¿Qué acaba de pasar? —susurró a nadie en particular, sin saber si su
abuela había accedido a ayudar o no. Pero como Delora no la había enviado
al garete, Kiva siguió sus instrucciones a toda prisa, rezando para que el
club de lectura terminase pronto.
Horas (y horas) más tarde, Kiva se hallaba rodeada de estanterías repletas
de libros en el cómodo salón de Delora, con una chimenea crepitante para
combatir el frío de la tormenta que se desataba fuera; su intensidad solo era
un poco más feroz que las cinco ancianas sentadas en círculo gritándose
entre sí.
—Yo creo que el arco de redención ocurrirá próximamente —dijo Clovis,
clavando un dedo en la página y casi tirando el té.
Bretwalda, que era tan torpe que ya había tirado varias tazas, arguyó:
—Pero estamos hablando de este libro. Gavon es mucho más encantador.
—A mí me da igual si Killian acaba redimiéndose —constató Yinn con la
boca llena de bollo. La cuarta tanda acababa de salir del horno—. Es más
sexy como villano.
Merrilee asintió con fervor. La mujer de mejillas rosadas apenas había
murmurado cinco palabras desde su llegada. Era, por algún motivo, la
favorita de Kiva, ya que las otras cuatro (su abuela incluida) hablaban con
tanta pasión sobre el romance candente que Kiva temía que su cara nunca
recuperase su color habitual.
Por enésima vez, miró por las ventanas cuadradas de Delora y vio los
rayos de luz y la lluvia torrencial. El atardecer se acercaba a toda prisa. No
se marcharía de allí pronto, aunque se diera el milagro de que el club de
lectura terminase.
A cada minuto que pasaba, la ansiedad se retorcía más en su interior
como una serpiente. Caldon ya estaría despierto y, aunque se creyera la
mentira de Tipp sobre que lo había dejado descansando, aún tendría que
explicar dónde había estado, justo el tema que quería evitar. Su plan había
fracasado y a su regreso a palacio debería enfrentarse a las consecuencias.
Y se sentía enferma solo de pensarlo.
Una hora (y una tanda de bollos) después, la tormenta empezó a pasar; la
lluvia se convirtió en una simple llovizna, pero la noche había llegado de
una vez por todas.
Por muy desesperada que estuviera Kiva de regresar a Vallenia, aún
necesitaba la ayuda de su abuela, así que aguardó impaciente mientras las
cuatro amigas de Delora recogían sus cosas por fin.
—Yo digo que le des lo que quiere, Delly —declaró Clovis de repente,
levantándose con la ayuda de su andador de madera—. Parece buena gente.
Delora sorbió aire por la nariz con fuerza.
—Lo que quiere y lo que necesita son dos cosas distintas.
Kiva se quedó de piedra al percatarse de que hablaban de ella.
A lo largo del día, había salido de la habitación tan solo un puñado de
veces, sobre todo para preparar más bollos a las órdenes de su abuela.
Seguramente Delora habría aprovechado una de esas oportunidades para
informar a sus amigas… y, dado cómo la miraban todas, estaba claro que
sabían que poseía magia y quería deshacerse de ella.
¿Eso significaba que sabían quién era? ¿Quién era Delora? ¿El linaje que
compartían?
—Ser descendiente de Torvin no te vuelve malvada automáticamente. Tú
saliste bien —dijo Bretwalda con amabilidad, dándole unas palmaditas a la
mano arrugada de Delora.
Bueno, ya tenía una respuesta.
Aunque… Kiva no comprendía por qué había asociado a Torvin con el
mal. El monarca había dedicado su vida a sanar a la gente. Lo querían tanto
que Sarana se había puesto tan celosa que había intentado matarlo (a su
propio marido), con lo que lo obligó a renunciar al trono y a huir para estar
a salvo. Si alguien era malvado, esa era Sarana, no Torvin.
—Yo salí bien porque dejé todo eso atrás —dijo Delora a sus amigas—.
Ella se relaciona con esa diabla, la que solo quiere una cosa.
El verbo en presente le provocó un tirón en el corazón, un recordatorio de
que aún debía contarle a su abuela que Tilda había muerto.
—Pero no es ella —respondió Yinn mientras metía los bollos sobrantes
en una bolsa de tela—. Solo quiere ayuda para controlar su magia, no para
hacer daño a la gente.
—Eso dice ella —refunfuñó Delora, dirigiéndole una mirada de enfado a
Kiva—. Pero no sería la primera Corentine en mentir. Hemos hecho un arte
de nuestras mentiras.
—Te lo juro —se defendió Kiva—. Solo he venido para eso. Y para nada
más.
Delora agitó una mano incrédula.
—Bah.
Kiva abrió la boca para discutir, pero, en ese momento, Bretwalda se
levantó, giró el bolso y todo su peso sólido se estampó en la cara de
Merrilee, abriéndole la mejilla y tirándola de la silla.
Al ver la sangre, Kiva se movió para inspeccionar el corte. Pero su magia,
que se había pasado el día burbujeando con impaciencia, al fin se había
hartado de que la reprimieran. Salió en un estallido, más fuerte y luminosa
que nunca, y en esa ocasión no intentó reprimirla. Esas mujeres ya conocían
su secreto, así que podría ayudar a la aturdida Merrilee, aunque la dejase
agotada para el regreso a casa.
Kiva se concentró en el poder que emanaba de sus dedos y urgió a su
magia a sellar la herida. La fue persuadiendo con cuidado, como cuando
aprendió a manejarla de niña.
La magia es tu amiga, le había dicho su padre cuando su madre se negó a
enseñarle. Trátala con amabilidad y te devolverá el favor.
Kiva no la había tratado con amabilidad, sino que la había reprimido
durante mucho tiempo. No era de extrañar que estuviera enfadada.
El silencio reinó en la casa cuando Kiva retrocedió. El corte había
desaparecido, como si nunca hubiera existido.
—¿Querías curarla? ¿Ha sido deliberado? —preguntó Delora después de
que Merrilee le susurrara un agradecimiento.
Kiva negó con la cabeza.
Su abuela suspiró y se restregó la cara arrugada antes de ponerse seria y
volverse hacia sus amigas.
—Cuidado por el camino. A Don Mordisquitos le encanta merodear por
tierra después de una tormenta. Y ya sabéis que se asusta con facilidad.
Una imagen de la enorme criatura que se había sumergido en el agua
regresó a la mente de Kiva y se estremeció otra vez.
—Esa bestia ya se llevó una parte de mí —dijo Clovis, levantándose la
falda para revelar una cicatriz vieja—. No conseguirá otro bocado.
—Es amistoso si lo dejas en paz —dijo Delora sin compasión—. Idos
antes de que arranque a llover de nuevo.
Kiva no sabía qué la alarmaba más: que cuatro mujeres muy ancianas,
una con andador, estuvieran a punto de salir al pantano de noche mientras
había una criatura carnívora «merodeando» por ahí o el hecho de que ella
haría el mismo recorrido pronto. Sin embargo, las cuatro amigas no
parecían preocupadas y se despidieron sin más antes de desaparecer en la
noche.
Delora se giró hacia Kiva y soltó un suspiro largo y resignado. Luego se
acercó a la estantería más cercana y sacó un libro con el lomo negro titulado
1001 tartas y tartaletas. La cubierta se abrió para revelar un hueco en el
interior, donde había una daga. Aparte de la gema de color claro incrustada
en la empuñadura, el arma no destacaba, pero Delora observó a Kiva con
una concentración intensa mientras la sacaba de su escondite.
Kiva dedujo que aquella era la famosa daga de Torvin, la reliquia familiar
que Tilda había intentado recuperar sin éxito. Como Kiva no quería que le
cerraran la puerta en las narices, tuvo cuidado de actuar como si no supiera
lo que era.
—¿Estás pensando en apuñalarme? —preguntó—. Porque solo así
conseguirás que me marche sin tu ayuda.
La tensión abandonó los hombros de Delora, como si temiera que Kiva
fuera a saltar y arrebatarle el arma. Pero para ella la daga carecía de valor e
intentó no mirarla demasiado por si Delora pensaba de otra forma.
—Ven conmigo —ordenó la anciana, cojeando fuera de la habitación.
Con recelo, Kiva siguió a su abuela hacia la abarrotada cocina. Manchas
de harina poblaban el banco después de su último intento de hornear, pero
Delora ignoró el desastre y se acercó a unas repisas que contenían un
surtido de esquejes, incluidos especímenes nuevos en jarras de agua.
A Kiva le costó contenerse para no hacer preguntas mientras observaba a
Delora arrancar hojas, tallos y flores de su colección para luego ponerlos en
una tabla de cortar y alinearlos con la daga. Justo antes de hacer el primer
corte, entornó los ojos y le ordenó:
—Date la vuelta.
Kiva se mostró reacia. No quería darle la espalda a alguien que sujetaba
un arma letal.
—¿Perdona?
—Date la vuelta —repitió Delora, haciendo un círculo con la hoja—. Es
una receta secreta.
—Pero… —Kiva apretó los dientes para reprimir la protesta al ver la
mirada inflexible en el rostro de la mujer.
—Si quieres mi ayuda, date la vuelta. O tendrás que apañártelas sola. —
Con ese ultimátum, Kiva se apartó de su abuela, llamándola de todo entre
dientes—. Soy vieja, pero no estoy sorda.
Sorprendentemente, lo dijo con humor.
Kiva prestó atención cuando empezaron los sonidos de cortes firmes. Se
acordaba de lo que su hermano había dicho sobre que Delora era apotecaria.
Deduzco que su forma de escupir sobre nuestros antepasados es usándola
para cortar hierbas.
Torell había tenido razón. En vez de usar un cuchillo estándar de la
cocina, Delora había elegido la hoja de Torell como su daga de apotecaria,
el arma que simbolizaba su reinado… el de los tres, como herederos suyos
que eran.
Kiva sacudió la cabeza, maravillada por la arrogancia de la mujer.
—Hecho —declaró Delora unos minutos más tarde, y Kiva se giró para
encontrar la tabla de cortar vacía y un pequeño frasco tapado junto a la
daga.
Delora lo agarró y lo hizo rodar entre sus dedos.
—Dijiste que querías que tu magia desapareciera. ¿Para siempre?
Mi magia es una parte de mí. Como un brazo o una pierna.
Las palabras de Jaren volvieron a su mente mientras consideraba la
pregunta de su abuela. Por sus circunstancias actuales su magia era más una
carga que una bendición. Sin embargo, la idea de no poder acceder nunca
más a ella la llenó de frío. Aunque la hubiera reprimido durante una década,
siempre había estado allí, lista para brotar con una orden suya. Si
desaparecía para siempre…
—No —respondió—. Solo quiero poder controlarla. Detener estos
estallidos mágicos. Solo necesito tiempo.
Cuando ya no tuviera que esconder su magia, podría hacer muchas cosas
buenas. Ayudaría a tantísima gente, seguiría los pasos de Torvin.
Delora no parecía complacida con esa respuesta, pero le entregó el frasco.
—Esto frenará tu magia, la hará dormirse. Tómate un trago ahora y luego
otro más cada mañana con el desayuno.
Kiva abrió el frasco y lo olfateó, reconociendo trazas de flor de tilí,
trigoplata, garrón y musgúlubre. También había visto tumumbre y
heracleum en el banco antes de que su abuela le hiciera darse la vuelta. Sin
embargo, no reveló su conocimiento rudimentario sobre pociones.
—Aquí no hay ni para tres días.
—Eso es porque no se trata de una solución permanente. Y, aunque lo
fuera, no tengo suficientes ingredientes a mano para preparar más.
Kiva la miró presa del pánico.
—¿Entonces cómo voy a…?
—Vuelve el martes e intentaré preparar más. Te durará hasta esa noche.
No pasará nada.
Kiva no estaba tan segura, sobre todo por lo que la aguardaba al volver a
palacio. A lo mejor no la dejaban salir de nuevo.
Aunque… siempre le quedaba la salida secreta del túnel, si no había otra
opción. Pero le costaría encontrar un caballo.
—No sé si podré —dijo—. Me resulta difícil…
—A mí me da igual tanto si vuelves como si no —constató Delora,
limpiando la daga con un trapo.
Como disponía de tres días para pensar en algo, Kiva lo apartó de su
mente y se llevó el frasco a los labios. Hizo una mueca por el sabor amargo.
Una sensación incómoda empezó a cosquillearle debajo de la piel en
cuestión de segundos, pero justo cuando se estaba preocupando
desapareció, reemplazada por una repentina frialdad que la hizo jadear en
voz alta. Antes de que pudiera acostumbrarse a la sensación, esta se
convirtió en un ardor tan intenso que casi gritó. Un segundo después, el
hielo le inundó de nuevo las venas y entonces…
Nada.
Absolutamente nada.
Kiva sentía el cambio, como si una parte de su ser hubiera desaparecido.
Le temblaba la mano cuando la extendió y llamó a su magia a la superficie,
aguardando a que aparecieran el cosquilleo y el resplandor dorado. Pero no
había nada que invocar.
Mi magia es una parte de mí. Como un brazo o una pierna.
Las palabras de Jaren se reprodujeron de nuevo en su mente, y Kiva se
dio cuenta de que tenía mucha razón. La sensación de que faltaba algo, de
que algo tan vital había desaparecido… Le dieron ganas de romper el frasco
de Delora contra el suelo.
Pero no lo hizo.
No era para siempre, se recordó, casi con desesperación. Lo aguantaría
por ahora, un pequeño sacrificio en aras de un objetivo mayor.
Respiró hondo mientras se adaptaba a la extraña sensación de vacío en su
interior y miró a su abuela.
—¿Esto es lo que tomas tú? —preguntó—. Para detener tu magia, quiero
decir.
—Te he dicho que no es una solución permanente. Tienes que aprender a
controlarla, no a reprimirla. Es la única forma de dominar los estallidos.
—¿Cómo lo hiciste tú?
—No lo hice.
Kiva aguardó a que Delora se explicara, pero no añadió nada más.
—Así que… ¿aún practicas? —preguntó. Recordaba lo que habían dicho
sus hermanos, que Tilda no había sufrido porque nunca había dejado de usar
su poder.
—No.
Kiva arrugó el ceño.
—Si no te tomas esto —señaló el frasco— y no usas tu magia, entonces
¿cómo evitas que…?
—Se acabó el interrogatorio. —Delora la interrumpió con tanta firmeza
que Kiva supo que no debía presionar. La anciana regresó cojeando al salón
para devolver la daga a su sitio y repitió—: Vuelve en tres días. —Al ver
que el miedo se instalaba en el semblante de la chica, suspiró y añadió—:
Pensaré en otras formas de ayudarte. Pero no te prometo nada.
Si Kiva no creyera que acabaría con un bastonazo en las costillas, habría
abrazado a la cascarrabias de su abuela.
—Gracias por todo —dijo en voz baja mientras se guardaba el frasco y
buscaba la capa de viaje. No le gustaba cómo la hacía sentir la poción, pero
no cabía duda de que sus niveles de ansiedad habían mejorado mucho.
Delora hizo un gesto con la mano.
—Venga, vete. Y mantén los ojos abiertos en el camino de vuelta.
Lo último que Kiva necesitaba era un recordatorio de que Don
Mordisquitos merodeaba por allí, así que asintió conforme y reprimió un
escalofrío. Con un adiós agradecido en voz baja, salió de la casa, con ganas
de alejarse del pantano.
En tres días tendría que volver.
Encontraría un modo.
Siempre lo hacía.
CAPÍTULO DIECINUEVE
L as nubes descargaron su lluvia una vez más cuando Kiva se hallaba a mitad
camino de Vallenia. Cuando atravesó los portones de palacio, estaba muy
empapada.
Con unas palmaditas cariñosas a su caballo manchado de barro, lo dejó en
manos de los caballerizos reales antes de subir chapoteando por el sendero oscuro
de gravilla hacia el palacio.
Sabía muy bien lo tarde que era y se preparó para lo que iba a ocurrir mientras
ascendía las escaleras y chorreaba agua por la moqueta roja. Estaba segura de que
encontraría a Caldon esperándola en la habitación, listo para liberar su furia.
Lo que no había previsto era que Jaren hubiera regresado a tiempo para
presenciarlo.
Kiva contuvo un gruñido cuando los ojos del príncipe se centraron en ella al
entrar. Su rostro permanecía inusualmente inexpresivo.
Caldon, sin embargo, la taladraba con una rabia desbocada. Tenía los brazos
cruzados, le ardían los ojos color cobalto.
Los dos príncipes estaban de pie, igual que Naari, que miró a Kiva con un ceño
fruncido de evidente decepción. Solo Mirryn se reclinaba en el sofá. Parecía
divertida.
Kiva no prestó atención a la princesa ni se preocupó por nadie más en ese
momento, porque sus ojos aterrizaron en la última persona de la sala. Tipp se
acurrucaba en el sillón donde había dejado a Caldon. Se rodeaba las rodillas con
los brazos, pálido, y miraba a todas partes menos a ella.
Alarmada por su postura, Kiva se apresuró a acudir a su lado y se agachó. La
ropa salpicó agua por doquier con el movimiento.
—¿Tipp?
Él no respondió, y su preocupación solo aumentó, hasta que al fin el muchacho
la miró, con labios temblorosos.
—Lo s-s-siento. Te m-marchaste durante tanto tiempo y t-todo el mundo estaba
preocupado. S-se lo he contado.
Kiva cerró los ojos con resignación. Todas las excusas que había pensado en el
trayecto de vuelta eran inútiles. Aun así, le acarició la mejilla con su mano fría.
—No pasa nada. No te culpo.
Se levantó para enfrentarse a los demás. Nadie habló, como si aguardaran a que
ella hiciera el primer movimiento. Pero cuando se quedó mirándolos, Caldon
estalló al fin y la apuntó con un dedo.
—¿Dónde demonios has estado?
—Yo…
—¡Te secuestraron hace apenas una semana! —la interrumpió a voz de grito—.
No debes irte por ahí sola y claramente no debes marcharte de la ciudad por
cualquier motivo, y menos para ver a tus hermanos, esos que han pasado de ti
durante una década. Dioses, Kiva. Pensé que eras más lista.
—Pero…
Él la cortó con otro gesto del dedo.
—Y bajo ninguna circunstancia debes drogarme, por todos los dioses. —
Gritando, concluyó—: ¿En qué demonios estabas pensando?
Kiva se rodeó el torso con los brazos, sin poder defenderse ante su (justificada)
rabia.
—Cal —dijo Jaren sin alzar la voz y bajando el dedo de su primo—. Déjala
hablar.
—Esto va a ser bueno —intervino Mirryn con alegría desde el sofá. Sostenía
una copa de vino en la mano.
Kiva no miró a la princesa. Su concentración se dividía entre Jaren y Caldon,
que vibraba de rabia. El otro permanecía extrañamente tranquilo.
Tragó saliva y se envolvió más con la capa.
—¿Qué os ha contado Tipp?
—No —espetó Caldon—. No vas a repetir lo que ya sabemos. Llevamos horas
preocupados. Estábamos a punto de llamar a los guardias para comenzar una
partida de búsqueda. Otra más. Así que empieza a hablar. Ahora mismo.
Jaren permaneció en silencio todo el rato, aún con el rostro alarmantemente
inexpresivo. Kiva podía manejar la rabia de Caldon. Pero ¿la distancia de Jaren?
Eso era demasiado.
—Lo siento —susurró para los dos—. No quería asustaros. Es que… —Reunió
todo lo que sentía y repitió la actuación que había hecho para Tipp antes—. Solo
quería ver a mi familia. Para saber si… si… —Se obligó a tragar saliva de forma
ostentosa y permitió que las lágrimas le inundasen los ojos—. Para saber si
querían mantener alguna relación conmigo. Después de Zalindov.
El enfado de Caldon no desapareció, pero los ojos de Jaren brillaron de
compasión y su semblante se derritió. Agarró la manta que Tipp había apartado y
dio un paso adelante para envolver a Kiva con ella. Solo entonces recordó lo
empapada que estaba.
—Has estado fuera mucho rato —dijo en voz baja.
—Acabé en medio de la tormenta —respondió Kiva. Una verdad a medias—.
Decidí que era mejor esperar. —Señaló la ropa empapada y ofreció una sonrisita
humilde—. No me di cuenta de que la lluvia no había terminado.
—La tormenta no ha llegado hasta bien entrada la tarde —señaló Caldon,
pasando por alto su intento de comentario frívolo—. Había tiempo de sobra para
volver.
—Teníamos que ponernos al día de los últimos diez años —mintió Kiva—. No
me di cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo.
—Aún no nos has dicho dónde has ido. Lo único que Tipp ha podido contarnos
es que era «fuera de la ciudad». No sabíamos dónde ir a buscarte.
—No os pedí que me buscarais —se le escapó antes de poder contenerse.
—¿Qué parte de todo esto no estás entendiendo? —gruñó Caldon, con ira
renovada—. Nos preocupamos por ti, Kiva. Si obviamos el hecho de que has
impedido de forma deliberada que te acompañase, algo que habría hecho sin
dudar, como bien sabes… Cuando no volviste, pensamos que te había pasado
algo. ¿Sabes lo que se siente cuando alguien que te importa desaparece o está en
peligro y no sabes cómo encontrarlo?
En esa ocasión, las lágrimas en los ojos de Kiva no eran falsas.
Caldon había perdido a sus dos padres en una tormenta. No había tenido forma
de encontrarlos o de saber si seguían vivos.
Existían demasiados paralelismos con lo que Kiva le había hecho pasar esa
tarde. Sin querer, lo había obligado a revivir los peores momentos de su vida.
—Lo siento —susurró de nuevo, y se le quebró la voz.
Su emoción no afectó a Caldon.
—Decir que lo sientes no cambia lo que has hecho. Ahora mismo no puedo ni
mirarte. —Fiel a su palabra, centró su mirada fiera en Jaren y ordenó—: Ven a
buscarme luego.
No esperó a que su primo accediera y salió hecho una furia de la habitación.
Kiva se quedó mirando el vacío que había dejado, atónita.
—Ya recapacitará. Dale tiempo.
Kiva se giró despacio para encararse a Jaren de nuevo. El aliento la abandonó
cuando descubrió que su semblante ya no era cerrado, sino que reflejaba todo lo
que había sentido mientras ella estaba fuera. Miedo, temor, desesperación. Y
alivio… muchísimo alivio de que estuviera a salvo.
Le temblaron las rodillas al saber cuánto poder tenía sobre él.
… y al saber cuánto poder tenía Jaren sobre ella con tan solo una mirada.
Sin poder sostener sus ojos más, Kiva no se resistió (no quiso resistirse) cuando
él la envolvió en un abrazo.
—No te diré que no lo hagas de nuevo —le susurró—. No quiero que estés
atrapada aquí. Pero, por favor, significaría mucho para mí si le contaras a alguien
a dónde vas la próxima vez.
Kiva asintió contra su pecho, sin poder mentirle a la cara. Su generosa
comprensión envió un pinchazo de dolor por todo su cuerpo.
Porque ese era el Jaren que odiaba.
Porque ese era el Jaren que… que…
Kiva no terminó el pensamiento, negándose a admitir cuánto le importaba el
príncipe.
Y no solo Jaren. Si su entumecimiento persistente indicaba algo, Caldon
también se había abierto paso en su corazón, aunque de un modo más platónico.
Por mucho que lo intentase, no podía dejar de ver la mirada de despedida que le
había echado y su partida rápida y enfadada.
Con un carraspeo, Kiva se alejó de Jaren. Ansiaba escapar a su dormitorio y dar
el día por finalizado.
—¿Y ya está? —preguntó Mirryn con incredulidad desde el sofá—. ¿Nadie
siente curiosidad por saber qué tal fue la reunión?
—Mirry —dijo Jaren en voz baja y con firmeza—. Si Kiva no quiere
contárnoslo, no tiene por qué hacerlo.
—A mí me gustaría saberlo.
Las palabras procedían de Naari, que había guardado silencio hasta entonces.
Una mirada reveló que seguía enfadada, ya que le había dicho explícitamente que
fuera astuta, que no corriera peligro… y ella no había hecho nada de eso.
—¿K-Kiva? —vaciló Tipp—. ¿Nos lo cuentas, por favor? ¿Qué ha pasado con
tu f-familia?
La expresión honesta de Jaren le decía que debía decidirlo ella, pero después de
lo que les había hecho sufrir, Kiva se sintió obligada a responder.
—Ha ido… bien. Comí unos bollos y bebí té y hablamos durante horas.
Ahora estaba mezclando las dos historias. Si no iba con cuidado, descubrirían
alguna de sus mentiras enredadas.
—Con tu hermano y tu hermana, ¿verdad? —preguntó Jaren—. Eso es lo que
nos ha dicho Tipp.
—Sí. Zuleeka y Torell.
Kiva se sentía segura compartiendo sus nombres porque el consejo real no
había podido identificar a la Víbora y al Chacal, y Tor le había confirmado que
mantenían sus identidades en secreto para poder moverse con libertad por el
reino.
—Y, dinos, ¿dónde te has reunido con tus hermanos? —preguntó Mirryn,
mirando a Kiva por encima de su vino.
Como Torell y Zuleeka estaban bien escondidos en el bosque, ofreció otra
verdad a medias:
—En Oakhollow.
Naari soltó una exclamación de sorpresa.
—¿Has ido hasta Oakhollow tú sola? ¿Sabes cuánta gente se pierde en esos
bosques?
—No he entrado en el bosque —dijo Kiva, sin dejar de mentir.
Casi deseaba haber admitido desde el principio que había ido a ver a su abuela
en Blackwater Bog, pero entonces recordó que cuatro ancianas del pueblo
conocían su secreto. Si alguien iba al pantano a hacer preguntas… No, era más
seguro que siguiera hablando sobre sus hermanos, que resultaban más difíciles de
localizar.
O eso era lo que pensaba Kiva hasta que Mirryn habló.
—Creo que deberías invitarlos a comer. Mañana mismo.
Kiva abrió mucho los ojos sin querer.
—¿Perdona?
—Es lo justo. Tú has conocido a nuestra familia… Nosotros deberíamos
conocer a la tuya.
—Yo… eh… —Kiva intentó pensar en una excusa, pero tenía la mente en
blanco.
—Decidido —dijo Mirryn, levantándose con elegancia—. Envíales una carta.
Haré que el personal de cocinas prepare algo delicioso. Será todo un
acontecimiento.
—No, por favor, no…
Mirryn agitó la copa vacía.
—Es broma. Será algo informal. No hace falta que entres en pánico, Kiva. Será
divertido.
Divertido era la última palabra que Kiva habría pensado para describir aquello,
pero Mirryn salió por la puerta antes de que pudiera protestar.
—A lo mejor no pueden venir con tan poco preaviso —les dijo con debilidad a
Jaren y Naari. Tipp solo parecía emocionado por la idea de conocer a sus
hermanos. Había recuperado su vitalidad ahora que sabía que Kiva no estaba
metida en ningún problema grave.
—Tú pregunta —dijo Naari, señalando la mesita que había en un rincón de la
habitación—. Escribe la nota y haré que la mensajería real la envíe esta noche.
Presionada, Kiva se acercó a la mesa. Su mente le gritaba que era mala idea.
Pero, sin ningún motivo para objetar, se sentó a regañadientes y sacó un trozo
nuevo de pergamino. Fue consciente de un modo frustrante de que Naari se
acercaba cuando empezó a escribir.
Quedé atrapada en Bog. Dije a la familia real que estaba con vosotros.
Quieren conoceros. No vengáis.
Kiva casi subrayó las últimas dos palabras, pero temió que fuera demasiado.
—¿Qué dice? —preguntó Naari, mirando los garabatos con los ojos
entornados.
—Que tengo ganas de volver a verlos —mintió Kiva mientras doblaba la nota y
escribía Torell y Zuleeka Meridan en la parte delantera. Luego incluyó la
dirección: El Jabalí Bebedor, Oakhollow.
Naari se la quitó de las manos con cierto recelo en sus ojos ambarinos, pero
como esa era la expresión natural de la guardia, Kiva intentó no ponerse de los
nervios.
—Me m-muero por conocer a tu familia —dijo Tipp—. Mirry tiene r-r-razón…
¡Qué divertida será la c-comida!
Kiva esbozó una sonrisa forzada. Esperaba que no reflejara su malestar.
Seguro que Tor y Zuleeka eran lo bastante sensatos como para no venir.
Y aun así… mientras los demás salían de su salón, Kiva no pudo evitar temer
que solo la curiosidad pudiera atraer a sus hermanos al palacio. Notó el estómago
revuelto solo con pensar en lo que podría ocurrir al día siguiente.
CAPÍTULO VEINTE
E sa noche, cuando Kiva se acomodó en la cama, varias preocupaciones
peleaban por su atención. En especial, no podía sacarse de la cabeza el
semblante furioso de Caldon. Nunca lo había visto así de enojado, ni
siquiera cuando lo había apuñalado.
Se dio cuenta de que tenía que ir a verlo. Apartó las sábanas. Al menos
tenía que intentar mejorar las cosas entre los dos. Solo así podría calmar sus
nervios.
El problema era que Caldon no dormía en el palacio, sino en los
barracones.
Como no podía ponerse una bata y recorrer el pasillo hasta su dormitorio,
Kiva tuvo que buscar una capa seca y ponérsela sobre el pijama. Luego
metió los largos pantalones de seda por dentro de las botas. El pijama
oscuro apenas se distinguía debajo de la capa, pero tuvo cuidado de agarrar
bien la parte delantera al salir de su habitación y bajar al piso inferior para
salir a la noche.
Tras la tormenta, el aire era cortante y Kiva avanzó con rapidez por el
sendero hacia los bien iluminados barracones. Era tan tarde que Caldon
debería estar en algún lugar de los dormitorios; si no recordaba mal, estaban
situados entre el comedor y la enfermería privada.
Al llegar a la entrada, alcanzó la puerta justo cuando dos guardias salían,
un hombre y una mujer que lucían una armadura pulida y que se
encaminaban sin duda a su turno de noche. Los dos la miraron con
curiosidad, pero no la detuvieron cuando pasó a su lado. Por ese motivo se
giró para preguntarles:
—Perdonad, ¿podríais decirme dónde puedo encontrar a Cal… al príncipe
Caldon?
La mujer arqueó una ceja y Kiva maldijo para sus adentros al percatarse
de cómo su presencia allí (en plena noche) se podría interpretar. Tensó los
dedos alrededor de la capa y mantuvo la cabeza alta. Ojalá no se le
sonrojaran las mejillas.
El hombre (alguien a quien Kiva reconoció del campo de entrenamiento)
ni siquiera parpadeó. Ojalá impidiera que su compañera difundiera rumores
desagradables.
—El príncipe tiene una habitación privada —respondió el hombre y
procedió a darle unas rápidas indicaciones.
Kiva se lo agradeció y entró en el edificio. Aunque sentía curiosidad, no
se detuvo a examinar la enfermería ni a mirar las distintas puertas que dejó
atrás. Dedujo que muchas conducían a habitaciones privadas y salas de
reunión, y otras a dormitorios compartidos donde dormían los soldados de
menor rango.
Al acercarse a la habitación de Caldon, sintió los nervios revoloteando en
su estómago. Se detuvo delante de la puerta para observar la madera y
reunir valor antes de llamar con discreción. Cuando no hubo respuesta,
frunció el ceño y llamó otra vez con más fuerza.
Durante un vergonzoso segundo, Kiva se preguntó si Caldon tendría
compañía… el tipo de compañía que no querría molestar. Con una mueca,
empezó a retroceder, pero entonces la puerta se abrió para revelar al
príncipe en pantalones de pijama y una camisa arrugada sin abrochar. Tenía
el pelo alborotado y entornaba los ojos por la intensa luz del pasillo. Todo
indicaba que lo acababa de despertar de malos modos.
Kiva se mordió el labio, con miedo a que tuviera un motivo más para
enfadarse con ella, aunque no lo necesitase. De hecho, ya parecía estar
pensando en cerrarle la puerta en las narices.
—Por favor —dijo con voz ronca—. Quiero hablar, de verdad.
Caldon apretó los labios en una fina línea, pero se apartó a un lado para
permitirle entrar.
Kiva pasó a su lado y observó sus aposentos con un interés manifiesto.
Aparte de la cama, el escritorio, una estantería y el armario, la habitación
estaba vacía; el espacio era práctico y funcional. No había nada de arte en
las paredes ni desorden en el suelo. Todo estaba en su lugar… y carecía de
personalidad. La estancia era tan opuesta a todo lo que era Caldon que Kiva
sintió una punzada de alarma.
—¿Por qué no vives en palacio? —soltó, en vez de repetir su disculpa.
Caldon cerró la puerta y se apoyó en ella, cruzando los brazos sobre su
pecho semidesnudo.
—¿Por qué has venido, Kiva?
No había respondido a su pregunta. Peor: la había llamado por su nombre
real. Nada de cielito ni bombón. Odiaba ambos motes (o eso se decía) y,
aun así, habría dado lo que fuera por oírlos en ese momento.
—¿Puedo sentarme?
Kiva señaló la silla detrás del escritorio.
Caldon no se apartó de la puerta.
—No.
Kiva supo que la situación sería difícil, pero él ni siquiera intentaba
ponérselo más fácil.
—Sé que estás enfadado conmigo —dijo con tono tranquilizador—.
Tienes todo el derecho a estarlo.
—Qué generosa —replicó él con monotonía, sin alterar su expresión.
Con una mueca, Kiva se recordó el motivo de su enfado… y no solo
porque lo había drogado.
¿Sabes lo que se siente cuando alguien que te importa desaparece o está
en peligro y no sabes cómo encontrarlo?
Sin poder sostener su mirada furiosa, Kiva apartó la cara y sus ojos
aterrizaron en el escritorio. Captó algo que había pasado por alto en su
primer examen: una pizca de color en aquel espacio utilitario.
Era un pequeño retrato enmarcado: un chico y una chica, los dos
sonrientes y abrazándose. Detrás posaban un hombre y una mujer que los
miraban con adoración y una sonrisa.
El corazón de Kiva dio un vuelco doloroso cuando se acercó más; sus
dedos ansiaban agarrar el marco, pero se obligó a resistirse. Aun así, sabía
lo que estaba mirando: eran Caldon y su familia antes de que la tragedia los
destrozara.
—La he pifiado —susurró. Caldon se enderezó de la sorpresa—. Hoy la
he liado. Tendría que haberte dicho que quería pasar tiempo sola. Odio… —
Se le quebró la voz—. Odio haberte hecho pasar por esto. —Estiró la mano
hacia el retrato y acarició el borde con suavidad—. Sé lo que es que te
arrebaten a tu familia. Sentir ese vacío, ese dolor, y temer que nunca te vaya
a abandonar. —Caldon tragó saliva—. Sé lo que se siente cuando solo te
dejan con la oscuridad —prosiguió Kiva, antes de ofrecer una confesión
peligrosa en voz baja—. Sé lo que es convertirse en esa oscuridad, cuánto te
consume. Es más fácil esconderse en la noche que luchar por la luz. —
Dioses, bien que lo sabía ella—. También sé lo tentador que resulta no
sentir ninguna de esas cosas. Apartarse de todo el mundo para no tener que
vivir ese tipo de agonía otra vez. Lo sé, Cal. Lo sé. —El príncipe se
descruzó de brazos. Le brillaban los ojos por las lágrimas—. Hace diez años
me arrebataron a mi familia —continuó Kiva en un susurro—. Lo que he
hecho hoy ha estado mal, pero, dime: si te dieran la misma oportunidad, ¿no
harías lo mismo para reunirte con tus padres?
Era un golpe bajo, estaba usando su propio corazón roto contra él, pero
nada de lo que había dicho era mentira… No en esa ocasión.
—Lo siento de verdad —concluyó—. Más de lo que te imaginas.
Caldon apretaba con fuerza la mandíbula, pero al mirar a Kiva y ver el
remordimiento auténtico en su rostro, la relajó y suspiró.
—Ven aquí —ordenó.
Kiva dudó, con miedo a que la echara de la habitación.
Pero entonces Caldon avanzó hacia ella, con pasos largos y rápidos, hasta
que de repente envolvió su cuerpo sobresaltado con sus brazos.
—Nunca vuelvas a darme un susto así, ¿me oyes? —le susurró al oído. La
apartó para mirarla a los ojos y, con más firmeza, añadió—: Y si me vuelves
a drogar otra vez, te encerraré en el calabozo durante una semana. O puede
que más. ¿Está claro? —Kiva asintió, sorprendida por su abrazo, por su
perdón—. Tienes razón… hoy la has pifiado. Pero también tienes razón en
que, si existe un motivo para actuar de un modo tan absurdo como tú, al
menos que sea por la familia. —Se apartó un paso para dejar espacio entre
los dos, pero sin alejarse demasiado—. Jaren vino antes y me ha contado
todo lo que me he perdido. Espero que tus hermanos vengan mañana,
aunque solo sea para ver si todo el alboroto de hoy ha valido la pena.
A Kiva se le encogieron las entrañas con tan solo recordarlo.
—¿Y bien?
Parpadeó al oír las dos palabras que había espetado Caldon.
—Y bien ¿qué?
—¿Valen la pena? —preguntó con gesto serio—. Has arriesgado muchas
cosas para reunirte con ellos. Pero, a pesar de todo, luego volviste con
nosotros. Te quedas aquí, no con ellos… Eso significa algo.
Como Zuleeka había dicho hacía una semana, Kiva no podía espiar a la
familia real desde el campamento rebelde. Y aun así… Meditó las palabras
de Caldon, preguntándose dónde elegiría vivir si pudiera decidir.
Supo la respuesta de inmediato y el pánico la golpeó con fuerza al
percatarse de lo cómoda que estaba en el palacio. Y no por los lujos, sino
por las personas con quienes lo compartía.
Por todo el mundoterno.
Como debía recuperar cierto control, Kiva se obligó a esbozar una sonrisa
irónica.
—¿Me estás echando? —preguntó.
Caldon puso los ojos en blanco.
—Cuidarte es un trabajo a tiempo completo, así que no. —Ladeó la
cabeza—. No a menos que me des un motivo.
—No causo tantos problemas —arguyó Kiva, aunque solo para evitar
admitir que había muchos motivos por los que debería mantenerla alejada
de su familia.
—No estoy de acuerdo. Secuestrada por rebeldes, atacada por
mirravenos, desaparecida en lugares desconocidos en un intento fallido de
visitar…
—Un momento —le cortó Kiva—. ¿A qué te refieres con lo de atacada
por mirravenos?
Caldon apoyó la cadera en el escritorio.
—Creo que tu secuestro fue algo más. Jaren, Naari, Veris… Ellos no
estaban allí. Pero cuando limpié el edificio de rebeldes y fui a buscarte, el
siguiente grupo que nos tendió una emboscada… Creo que no estaban
relacionados con el primero. Creo que querían otra cosa. Por eso me he
preocupado tanto por ti hoy… pensaba que los mirravenos te habían
capturado.
Kiva empalideció al recordar que Caldon ya había comunicado sus
sospechas después del incidente y nadie le había hecho caso. Pero si lo que
decía era cierto…
—¿Por qué iban a querer atraparme los mirravenos?
Caldon le dirigió una mirada aguda y preguntó a su vez:
—¿Por qué iban a querer atraparte los rebeldes? —Kiva no podía
contestar a aquello, ya que tampoco podía admitir que el secuestro había
sido falso—. Entenderás —prosiguió Caldon cuando ella no respondió—
por qué lo de vigilarte es más fácil cuando sé dónde estás. O, al menos,
dónde deberías estar. —Su mirada mordaz se clavó en la suya—. Hazañas
como la de hoy no ayudan.
Kiva bajó la mirada al suelo con culpabilidad. No sabía si se creía la
teoría de Caldon sobre Mirraven… Los rebeldes habían reclutado a gente
en el norte y Zuleeka podría haber dejado con facilidad más gente de la que
había insinuado. Eso era mucho más probable que el hecho de que Kiva
fuera el blanco de un segundo grupo desconocido de atacantes en una
misma noche. La coincidencia era demasiado grande. Sin embargo, decidió
sacárselo de la cabeza. Ya tenía suficiente de lo que preocuparse como para
añadir hipótesis a la lista.
Con un bostezo sonoro, Caldon se apartó del escritorio y se aproximó a la
puerta.
—Aunque he disfrutado mucho de nuestra charla nocturna, necesito mi
sueño reparador. Vamos a devolverte a la cama. Mañana tienes un gran día.
—Tranquilo, puedo volver sola —dijo Kiva. Con el recordatorio, las
mariposas emprendieron el vuelo otra vez en su estómago.
—Mueve el culo, cielito —ordenó Caldon, abriendo la puerta y señalando
el pasillo con el mentón. No pensaba aceptar un no como respuesta.
Kiva solo se sintió aliviada de que la llamase de nuevo cielito. Las
mariposas desaparecieron con la calidez del gesto.
Al pasar a su lado y salir a los pasillos dormidos de los barracones, no
pudo evitar volver a preguntar:
—¿Por qué no vives en el palacio?
Y en esa ocasión Caldon sí que respondió.
—Tengo aposentos allí. ¿Has visto mi armario? ¿Dónde crees que guardo
la mayor parte de mi ropa? —Alzó una ceja en un gesto cómico y Kiva
reprimió una sonrisa. Pero luego se puso seria cuando él siguió hablando—.
Prefiero estar aquí. Crecí entre barracones y me recuerda a eso. A una época
distinta, llena de cosas que… —Se le entrecortó la voz—. De cosas que no
quiero olvidar.
A Kiva se le tensó el pecho. Jaren se equivocaba al decir que Caldon
evitaba todo lo que recordase a sus padres. Era lo contrario: hacía todo lo
posible para recordarlos. Excepto, quizás, las cosas que dolían demasiado.
Como ver a su hermana. Y visitar los campamentos del ejército. Y aceptar
el liderazgo que le correspondía por nacimiento, por el que tanto había
trabajado y que tanto ansiaba.
No hacía falta ser un genio para discernir que Caldon se estaba
castigando. Que, tres años más tarde, el dolor de la pérdida seguía siendo
tan intenso que dictaminaba sus decisiones.
Kiva era quien más podía empatizar con él. También sabía que no quería
su compasión, así que esbozó una sonrisa irónica.
—Ya, puedo ver por qué te gusta estar aquí. Hay tanta privacidad. Y
tranquilidad. Y espacio. Es como si tuvieras tu propio remanso de soledad.
Había calculado el comentario para que coincidiera con su paso por una
puerta que daba a uno de los dormitorios más grandes de guardias, donde se
apelotonaban las literas y resonaban los ecos de los ronquidos y de otras
funciones corporales.
Los labios de Caldon temblaron.
—Si tanto te gusta, estoy seguro de que puedo encontrarte una habitación.
Kiva puso mala cara y el temblor de Caldon se convirtió en una sonrisa
completa.
—Hace frío fuera —dijo Kiva, sin morder el anzuelo… pero eso solo le
hizo más gracia—. Deberías abotonarte la camisa o te resfriarás.
Caldon se rio entre dientes pero no hizo amago de abrocharse nada.
—Abdominales como estos merecen ser vistos.
Kiva sacudió la cabeza sin poder reprimir un resoplido.
El ambiente ya se había aligerado entre ellos. Salieron de los barracones
por el sendero que conducía a palacio y, en la entrada principal, Kiva
insistió en que no necesitaba escolta hasta su dormitorio. Caldon le deseó
buenas noches en voz baja.
Justo cuando la chica se daba la vuelta, él la llamó.
—Has dicho que te conviertes en la oscuridad, que te consume —dijo con
ternura en sus ojos cobalto—, pero es mentira. Nunca he conocido a nadie
que brille tanto como tú.
Y con ese cumplido inesperado (y profundo), Caldon se alejó, dejándola
con lágrimas en los ojos y en un silencio atónito y sentido.
CAPÍTULO VEINTIUNO
K iva seguía conmocionada por las palabras de despedida de Caldon
mientras atravesaba el palacio hacia su dormitorio.
Todo lo que había ocurrido ese día empezaba a afectarle y se sentía lo
bastante cansada para dormir, pero sus planes de derrumbarse enseguida en
la cama desaparecieron cuando vio una silueta misteriosa vestida de negro
que avanzaba a toda prisa y doblaba una esquina.
Conocía esos hombros. Los habría reconocido en cualquier parte.
La silueta era Jaren. Pero… ¿por qué iba a hurtadillas en su propio
palacio?
¿De verdad creen que Eidran me habría dado ese dato, a sabiendas de lo
que haría con él?
Kiva soltó un gemido. Pues claro que Jaren elegiría esa noche entre todas
las demás para investigar el lugar de reunión secreto de los rebeldes… si era
eso lo que estaba haciendo. Fuera lo que fuera, Kiva sentía demasiada
curiosidad como para ignorarlo.
Ojalá se hubiera cambiado el pijama antes de visitar a Caldon. Se ciñó
más la capa y se apresuró a ir tras el príncipe, con cuidado de mantener una
distancia generosa entre ellos.
Descendieron y descendieron, una planta tras otra, hasta que llegaron a
nivel del suelo… y siguieron bajando.
Hacia los túneles.
Mientras lo seguía por debajo del río hacia el palacio occidental, Kiva se
percató de que Jaren no corría riesgos. Los dos se mantenían ocultos en las
sombras. Él no quería que nadie lo viera abandonar el palacio… porque se
dirigía hacia el pasaje secreto.
El pulso de Kiva se aceleró cuando el príncipe desapareció por la puerta
que se desviaba del túnel principal. No podía ir directamente tras él; si no le
daba ventaja para avanzar por el túnel, la descubriría.
Qué angustia. Se sentía expuesta, cambiaba el peso de un pie a otro sin
parar. Pero era de noche y la red subterránea estaba desierta. Nadie sabía
que estaba allí. Nadie sabía que Jaren estaba allí.
Naari lo mataría en cuanto se enterase.
Eso si se enteraba, se corrigió mentalmente Kiva.
Cuando consideró que había pasado tiempo suficiente, abrió la puerta
(con discreción) y entró. Bajó los múltiples escalones del pasaje poco
iluminado y solo se detuvo al alcanzar la bifurcación en el camino.
Prestando mucha atención, intentó determinar cómo de lejos había
llegado Jaren. Si había reducido el ritmo, podría chocarse con él en el
oscuro túnel, pero podría perderlo si había acelerado. Tenía que ver hacia
dónde se dirigía una vez atravesase la reja; si desaparecía en la ciudad,
nunca lo encontraría.
Kiva decidió no esperar demasiado y se encaminó por el túnel de la
derecha. La oscuridad le robó la visión. A lo lejos, oyó el revelador ruido de
metal moviéndose. El corazón le latió a mil por hora al saber que Jaren casi
había llegado a la superficie… y ella estaba demasiado lejos.
Lanzó por la borda toda precaución y echó a correr hacia delante hasta
que la alcanzó un rayito de luz de luna que coloreó el túnel de azul
medianoche. Kiva se detuvo de repente y procedió con más cuidado. La
escalera se hallaba a tan solo unos pasos por delante.
La subió todo lo rápido que se atrevió y llegó a la superficie para
encontrarse la reja de hierro de nuevo en su sitio. Empujó el metal hacia
arriba y lo apartó a un lado, con una mueca por el terrible ruido que hizo.
Pero no tenía que preocuparse por si Jaren (o cualquiera) lo oía, porque
cuando asomó la cabeza solo escuchó el chapoteo del río. La reja estaba
mucho más cerca de la orilla de lo que había pensado.
Echó otro vistazo a su alrededor, fijándose en los muros fortificados del
palacio detrás de ella y en el Serin a la derecha. Solo había una franja de
prado entre las calles más cercanas de la ciudad y Kiva. No había vallas
doradas, con lo que se hallaba en la parte trasera del palacio, pero a la
vuelta de la esquina de la puerta vigilada que Caldon y ella usaron la noche
de su secuestro. No había nadie a la vista, solo Jaren, que se mezclaba en las
sombras mientras atravesaba a toda prisa los árboles del prado.
Kiva salió del túnel y echó a correr tras él. Lo siguió en cuanto Jaren
aceleró por una calle que rozaba el río, pasando lujosos pisos que daban al
río y locales de gremios, cámaras de comercios y almacenes mercantiles.
Los edificios estaban bien iluminados desde el interior, pero el camino era
lo bastante oscuro para ocultarlos de posibles ojos curiosos.
Siguieron avanzando y pronto llegaron a uno de los barrios más
deteriorados que daba a los muelles, la zona más parecida a un barrio pobre
que existía en Vallenia. Sin embargo, se hallaban en el límite, aún cerca de
las calles interiores más ricas en las que Kiva no sentía que podrían
atracarla y darla por muerta.
Mientras iba tras Jaren, empezó a preguntarse si había cometido un error
en abandonar el palacio. Aunque él siguiera la pista de Eidran, Zuleeka
había prometido avisar a los rebeldes de la ciudad. Jaren no encontraría
nada (ni a nadie) que no debiera encontrar. Y por eso no tenía sentido
seguirlo.
Aun así, Kiva no pudo resistirse.
Sobre todo cuando lo vio entrar en un callejón y detenerse delante de un
edificio a oscuras, mirar rápidamente por encima del hombro y agacharse
para atravesar una puerta.
Las cejas de Kiva alcanzaron el nacimiento de su cabello cuando se
aproximó a la puerta escarlata, por donde emanaban los sonidos de música
fuerte y risas estridentes que resonaban en el tranquilo callejón. Pero
además de música y carcajadas, también percibió los sonidos bajos que solo
podrían proceder de una casa roja, uno de los famosos burdeles de Vallenia.
Se le encendieron las mejillas y se preguntó si se habría equivocado al
malinterpretar la intención de Jaren para salir de palacio. Pero… no. Caldon
a lo mejor sí que habría visitado una casa roja, pero Jaren no parecía el tipo
de persona que buscaba placer en desconocidos. Aquella sería la dirección
que le habría dado Eidran.
Preparada para lo que pudiera encontrarse, Kiva se alzó la capucha antes
de abrir la puerta y entrar. El fuerte aroma a incienso le quemó en la nariz
mientras sus ojos se adaptaban al interior de tonos carmesíes; las luces de
luminio estaban cubiertas con telas escarlata y proyectaban sombras rojas
sobre todas las superficies.
El salón estaba a rebosar de gente, algunos encapuchados y disfrazados,
otros en varios estados de desnudez. Había personas de pie, otras reclinadas
en muebles de color vino; algunas bailaban al son de la intensa música
sensual. Unas sábanas finas caían del techo para ofrecer cierta privacidad,
pero la tela era tan transparente que se veía el otro lado. Aquello parecía
sacado del sueño de un voyeur.
Kiva se adentró más en la sala, manteniendo el rostro oculto mientras
buscaba a Jaren. Había tantos clientes que le costó inspeccionar la multitud
dos veces antes de localizarlo. Estaba hablando con una mujer corpulenta
que señalaba hacia un rincón del salón carmesí. El príncipe agachó la
cabeza encapuchada a modo de agradecimiento y se marchó en esa
dirección.
Kiva intentó ver lo que había por allí, pero demasiados cuerpos se
retorcían por en medio y las sábanas ralas distorsionaban su visión. Se
acercó más, ignorando los brazos que intentaban tocarla, las invitaciones
entre susurros que ella declinaba en voz baja. Ojos vidriosos y sonrisas
demasiado relajadas aparecían allá donde mirase; pieles perladas de sudor a
pesar de la frialdad del ambiente, brillantes partículas doradas sobre labios,
narices, dedos.
Polvo de ángel.
Y otras drogas también, quizá hasta la casa roja tenía un cóctel disponible
para sus clientes.
Kiva sacudió la cabeza y vadeó la multitud. Al fin tuvo una panorámica
clara de Jaren acercándose a la esquina más alejada. Allí sentado había un
grupo reducido de gente. Nadie parecía interesado en lo que ocurría a su
alrededor.
No, pensó Kiva con un jadeo. Zuleeka tendría que haber dicho a los
rebeldes de la ciudad que encontrasen un nuevo lugar de reunión, que no se
juntaran, lo que fuera para evitar que los descubrieran.
Jaren no era tonto. Si se había infiltrado en Zalindov, seguro que podría
convencer a un pequeño grupo de rebeldes que era uno de ellos. Kiva tenía
que avisarles.
O quizás… avisarle a él.
Porque justo cuando otra pareja que bailaba se apartó de su camino y otra
sábana rala ondeó con el movimiento, Kiva vio algo que había pasado por
alto al principio: una persona llevaba una máscara plateada hecha de
serpientes enroscadas.
La Víbora estaba allí.
Zuleeka estaba allí.
Y, en menos de un segundo, se había puesto en pie y su espada rasgaba el
aire hacia el príncipe heredero de Evalon.
CAPÍTULO VEINTIDÓS
T odo el aire abandonó los pulmones de Kiva mientras veía cómo la hoja
caía hacia Jaren.
—¡NO! —gritó, pero solo la oyeron las personas de su proximidad; la
música era demasiado alta, la multitud demasiado densa. Estaba tan lejos
que no podía hacer nada, solo mirar horrorizada lo que estaba a punto de
ocurrir.
Zuleeka fue rápida, su espada fluyó por el aire.
Solo que Jaren fue más rápido.
Kiva ni siquiera lo vio sacar el arma, pero en vez de recibir una cuchillada
de Zuleeka que le rasgara el torso, se oyó un chasquido de metal cuando sus
hojas se encontraron. El sonido fue tan intenso que atrajo más atención que
el grito de Kiva.
La clientela de ojos confusos se giró para mirar mientras el resto de
rebeldes se ponía en pie de un salto. Todos desenvainaron espadas y
corrieron hacia Jaren.
Lo superaban en número…
Pero ya no.
Porque, de repente, Naari estaba allí. Cuando apareció de entre las
sombras, su capucha salió volando para revelar su semblante feroz y sus dos
espadas arrasando por el aire.
La Víbora (Zuleeka) centró enseguida su atención en Naari, como si el
Escudo Dorado supusiera una amenaza mayor. Las dos se rodearon con
violencia mientras Jaren peleaba contra los otros rebeldes; no solo se
defendía a él, sino también a los civiles más cercanos que habían empezado
a darse cuenta del peligro y se alejaban a trompicones. Kiva oyó gritos
mientras la clientela entraba en pánico y tropezaban unos con otros con las
prisas de salir y ponerse a salvo. Y esos gritos solo se intensificaron cuando
la puerta principal se abrió de golpe y un contingente de guardias reales con
armadura plateada irrumpió en la casa roja, encabezados por el capitán
Veris.
Hasta los clientes más drogados se espabilaron al ver el panorama. Los
que iban ligeros de ropa buscaron sus prendas y quienes iban disfrazados se
bajaron más la capucha, Kiva entre ellos.
Tenía que marcharse enseguida.
Sin embargo, antes de que pudiera mezclarse entre el flujo de cuerpos, vio
que su hermana se fijaba en los guardias que se acercaban hacia ella.
Zuleeka dio una señal rápida a alguien que no estaba a la vista y, en menos
de un segundo, todas las luces se apagaron.
Los gritos de la clientela se volvieron desgarradores, codos y hombros se
estamparon contra Kiva mientras la gente corría a ciegas hacia ella. Las
luces de luminio tardaron unos segundos en encenderse de nuevo, pero Kiva
ya sabía con qué se encontraría.
Zuleeka y los rebeldes habían desaparecido.
Kiva aprovechó el pandemonio dentro de la casa roja. Salió a toda prisa con
los clientes que se habían dejado llevar por el pánico y se disolvió en la
oscuridad del callejón antes de que alguien pudiera reconocerla. Se encogió
al pensar en cuántos problemas se habría metido Jaren. Naari estaría
furiosa.
Esa noche la cosa había estado cerca… demasiado cerca. Si Naari no
hubiera aparecido en el momento justo, Jaren se habría tenido que enfrentar
él solo a todo el grupo rebelde, incluida Zuleeka. Y si la Guardia Real no
hubiera irrumpido en el local, quizás los rebeldes no habrían huido. Alguien
podría haber acabado herido. O muerto.
Y habría sido culpa de Kiva… porque se la habían jugado.
Caminaba despacio por la orilla del río mientras reflexionaba sobre que
Zuleeka nunca había pretendido avisar a los rebeldes de que su lugar de
encuentro se había visto comprometido, sino que los usó para tender una
trampa.
Kiva tuvo que reconocer que era un movimiento astuto. Y de haber
funcionado…
No terminó ese pensamiento. No podía soportar las implicaciones.
Durante todo el trayecto de vuelta al palacio, Kiva no pudo discernir con
quién estaba más enfadada: con Zuleeka, Jaren o consigo misma. Zuleeka
se había arriesgado al ir esa noche a la ciudad, y más tras organizar un
ataque contra el príncipe heredero. Pero Jaren había caído justo en sus
manos al actuar de un modo impulsivo y seguir una pista peligrosa sin
ningún tipo de seguridad.
En cuanto a sí misma, Kiva estaba más frustrada que nunca por su
mentalidad doble. No sabía por quién había temido más durante la pelea: si
por Zuleeka o por Jaren. Si le hubieran hecho daño (o si hubieran atrapado)
a su hermana, entonces no sabría qué habría hecho. Pero lo mismo se
aplicaba a Jaren, que había corrido el mismo peligro o incluso más.
No podía seguir así, sintiéndose dividida. Resultaba agotador… y la
volvía loca.
Kiva se estaba masajeando las sienes cuando llegó a la reja de metal y se
introdujo en los túneles. Cansada y con frío, lo único que quería era volver a
su dormitorio y tirarse a la cama.
Pero cuando al fin entró en la habitación del palacio oriental, se dio
cuenta de que su noche aún no había terminado.
Porque Naari estaba sentada en su cama en la oscuridad. Pronunció cuatro
palabras con una voz grave y letal.
—¿Has disfrutado del paseo?
Jaren tenía razón sobre los rollitos de huevo y beicon. Tras un mordisco,
Kiva casi inhaló el resto, porque había comido muy poco la noche anterior.
El sabor también ayudó a limpiar la amargura de la poción de Delora, que
Kiva había tomado nada más regresar a su dormitorio. Solo le quedaba un
trago en el frasco y tendría que encontrar una forma de volver a ver a su
abuela al día siguiente, tal y como quedaron, pero decidió que podría
preocuparse por eso más tarde.
—Te lo dije —comentó Jaren mientras paseaban junto al río. Se había
fijado en lo rápido que se había terminado el rollito y fue muy amable de
darle lo que quedaba del suyo.
Kiva quiso protestar, pero no tuvo fuerza de voluntad… como le ocurría
con todo lo relacionado con Jaren. Solo se arrepintió de sus decisiones
vitales cuando terminó de comer, se chupó los dedos y los dos rollitos
llegaron a su estómago.
—Tienes pinta de estar un poco incómoda —dijo Jaren con un amago de
sonrisa mientras la veía agarrarse la barriga y gemir—. ¿Crees que puedes
subir la colina o tengo que llevarte?
Señaló un camino conocido, uno que Kiva había recorrido varias veces
desde su llegada a la ciudad.
—¿Me vas a llevar a Silverthorn? —preguntó, ladeando la cabeza
sorprendida. El amuleto se movió en su cuello, un recordatorio de que
descansaba bajo su suéter y la protegía de todo mal—. No estoy tan mal.
Solo he comido demasiado.
Jaren rio y la abrazó por la cintura para llevarla por la concurrida calle del
Río hasta un callejón lateral más tranquilo que también conducía a la
academia.
—No vamos allí por ti.
La alarma llenó a Kiva.
—¿Estás bien?
—Sí —se apresuró a responder él—. Tampoco vamos por mí. —Hizo una
pausa—. Bueno, en cierto sentido sí, pero no por nada que… —Se
interrumpió—. Da igual. Ya lo verás en cuanto lleguemos.
Llena de curiosidad, Kiva lo siguió por la colina. Esperaba que entraran
por la puerta principal, pero, antes de llegar al campus, Jaren la guio entre
dos edificios estrechos de viviendas y se adentró más en las sombras para
cerciorarse de que no los veía nadie.
—Esto no es raro para nada —constató Kiva mientras echaba un vistazo a
su alrededor.
—Si esto te parece malo, no aceptes nunca cualquier oferta de Caldon de
pasar la noche en la ciudad —replicó Jaren. Metió la mano en el bolsillo y
sacó dos pequeños objetos dorados—. Sobre todo si menciona algo sobre
perseguir los espíritus de nuestros antepasados o cazar los fantasmas de los
dioses.
Kiva parpadeó durante un largo minuto antes de decir:
—Hay tantas cosas ahí que no sé ni qué preguntar.
Jaren rio.
—Es una historia para la próxima noche en familia. —Le ofreció uno de
los dos objetos dorados—. Toma.
Kiva lo aceptó y le dio la vuelta. Una sensación incómoda se apoderó de
ella al ver la máscara sencilla pero elegante. No era de plata y no había
serpientes enroscadas, pero se tragó su inquietud.
—¿Para qué es esto?
Jaren se colocó la máscara en la cara.
—Para lo que vamos a hacer, tengo que ser el príncipe Deverick. —
Señaló sus rasgos ocultos por la máscara con una mirada cohibida. Luego
señaló la que sostenía Kiva—. Si no te importa, creo que tú también
deberías ponértela.
—Pero no soy de la realeza —dijo Kiva con el ceño fruncido—. A nadie
le importa quién sea yo.
El motivo de su inesperada mirada quedó claro cuando Jaren dijo:
—Sígueme la corriente. Estoy… estoy pensando en el futuro.
El aliento abandonó a Kiva por su insinuación. El retrato de familia de
Tipp le vino a la mente: la imagen de Jaren y ella agarrándose de la mano y
luciendo unas coronas era imposible de olvidar.
Quizá sea mejor que compartas tus intenciones con nosotros.
Oyó de nuevo las palabras de la consejera Zerra y se sintió caer otra vez,
pero la sensación no fue del todo desagradable.
Jaren no parecía esperar respuesta y, tras aguardar a que ella accediera
con un gesto de la cabeza, le quitó la máscara de sus dedos insensibles y se
la colocó con suavidad en la cara.
—Te queda bien —murmuró, alisando los bordes.
A Kiva le costaba tragar aire, pero consiguió jadear:
—Em, gracias.
Jaren sonrió. Su máscara acababa en la punta de la nariz y le dejaba la
boca visible. Detrás de la filigrana dorada, sus ojos eran como charcos
gemelos de un océano iluminado por el sol, tan imposiblemente hermosos
que la distraían de un modo frustrante.
Kiva carraspeó y apartó la mirada. Tocó el frío metal de su cara.
—Vale, príncipe Deverick —dijo. Su nombre oficial sonaba extraño en su
lengua—. Creo que es hora de que me expliques por qué hemos venido a
Silverthorn.
Jaren no respondió, solo sonrió con más ganas y la condujo al campus.
Kiva intentó estar pendiente por si veía a Rhessinda mientras recorrían los
senderos de piedra, pero se distrajo cuando echaron a andar por una
bifurcación hacia la enfermería para los pacientes que necesitaban cuidados
y rehabilitación durante un largo periodo de tiempo.
En cuanto entraron en el enorme edificio, quedó claro que Jaren conocía
los pasillos asépticos. Los sanadores y residentes lo saludaron al pasar y
nadie se sorprendió de verlo. Sin embargo, sí que lanzaron miradas curiosas
hacia Kiva. Agradeció que la máscara la ocultara de sus ojos indiscretos.
—Ya casi estamos —anunció Jaren mientras ascendían por una amplia
rampa en espiral hacia los niveles superiores.
—Pero ¿dónde estamos?
Una vez más, él no respondió, pero se detuvo al alcanzar la parte superior
de la rampa.
—¿Te importa si te tomo prestado el amuleto? Tengo que llevarlo cuando
vengo aquí porque… Bueno, lo entenderás enseguida.
Kiva entornó los ojos, pero él solo aguardó paciente hasta que ella
suspiró, sacó el amuleto de debajo del suéter y se lo entregó. Él se lo puso
enseguida alrededor del cuello, asegurándose de que el emblema quedara
encima de la ropa para que todo el mundo lo viera. Solo entonces siguió
guiándola por un pasillo blanco hasta que alcanzaron una puerta cerrada al
final.
—Jaren… —dijo Kiva, frustrada ante la escasez de respuestas, pero justo
entonces abrió la puerta. Antes de que la chica pudiera terminar la frase,
múltiples gritos de «¡PRÍNCIPE DEVERICK!» le taladraron los oídos y se
tragó de repente su queja.
Kiva se quedó en la puerta, perpleja, mientras un sonriente Jaren entraba
en la sala y saludaba a todas las caras llenas de regocijo que lo rodeaban.
Niños, se corrigió mentalmente Kiva… Saludaba a todos los niños llenos
de regocijo que lo rodeaban.
Echó un vistazo hacia las camas pequeñas alineadas unas junto a otras, el
batiburrillo de dibujos pegados a las paredes y los coloridos juguetes por el
suelo. Eso le confirmó a Kiva que se hallaban en el pabellón infantil de la
enfermería para pacientes de larga estancia.
Y en el centro se situaba el príncipe heredero con los brazos estirados
mientras los niños se levantaban de sus camas, algunos más despacio que
otros, y corrían hacia él.
—Siempre se porta muy bien con ellos.
Kiva se giró para encontrarse a una sanadora de Silverthorn ataviada con
la túnica blanca. La mujer de mediana edad y piel oscura se había acercado
hasta situarse a su lado y observaba al príncipe con una adoración patente.
No por quién era, sino por lo que hacía. Porque mientras Kiva lo miraba,
Jaren alzó las manos… y los niños empezaron a volar.
Soltaron gritos de alegría mientras zumbaban por el pabellón. Jaren
parecía saber con quién debía ir con más cuidado y los trataba así. Padres y
visitantes observaban la escena y sonreían al príncipe con amor y aprecio,
como si lo hubieran visto antes. Varias veces.
Fue suficiente para que Kiva preguntara:
—¿Viene aquí a menudo?
—Cada semana —respondió la mujer. Por señas le indicó que entrara más
en la sala—. Bueno, al menos cuando está en la ciudad. Estuvo la mayor
parte del invierno fuera. Los niños se quedaron destrozados, pero vino nada
más regresar. Es muy generoso con su tiempo, sobre todo porque divide sus
horas por igual entre otros lugares.
Kiva observó mientras Jaren agitaba las manos y aparecían flores en la
sala, además de enredaderas en flor que subían por el techo y las paredes. El
pabellón cobró vida con una belleza natural. Y con él, Kiva entendió de
repente por qué necesitaba el amuleto.
Era una tapadera.
El público sabía que el príncipe Deverick controlaba la magia ígnea y
aérea, pero nada más. Si había estado aquí y había hecho aquello antes,
seguro que se le habría ocurrido una historia sobre el amuleto para que
creyeran que su familia le había imbuido poder con tal de que lo
manipulara… cuando, en realidad, no usaba el amuleto en absoluto.
Kiva notó un nudo en la garganta.
—¿Otros lugares? —carraspeó. La sanadora asintió.
—Ah, sí. Va por toda la ciudad, nuestro príncipe Deverick. Visita todos
los orfanatos, los asilos de ancianos y hasta ayuda a alimentar y vestir a los
indigentes cerca del puerto. Hace lo que puede para aliviar el sufrimiento de
los demás.
Con lágrimas en los ojos y la garganta cerrada, Kiva no pudo responder.
La sanadora se fijó en su reacción y se acercó más para decir:
—A la reina Ariana se la respeta bastante, pero ¿al príncipe Deverick? Es
el príncipe del pueblo. Es nuestro príncipe. Cuando herede el trono será el
mejor día en toda la historia de Evalon. —Su mirada se posó en Jaren, que
había devuelto a todos los niños al suelo y ahora hacía malabares con bolas
de fuego ante sus gritos y carcajadas—. Ese joven está destinado a la
grandeza. Será el mejor rey que hayamos tenido nunca. Estoy segura.
Kiva no pudo soportarlo más.
Jaren había invocado unas gotas de agua y las había hecho brillar como
perlas de luz, con lo que cautivó a los niños de nuevo. Kiva no podía apartar
la mirada de él. Sabía en lo más hondo de su ser que la sanadora tenía
razón. Sería un rey maravilloso… El mejor.
Y su familia planeaba arrebatarle aquello.
Ella lo estaba planeando.
—Cielos, sanadora Tura, ¿qué le has dicho a nuestra visitante? Parece a
punto de vomitar.
Kiva apartó los ojos de Jaren para ver entrar a la sanadora jefe en el
pabellón. Le quedó claro que la había reconocido a pesar de la máscara.
—Solo estábamos hablando de lo maravilloso que es el príncipe —dijo
Tura. Su mirada se tornó alerta al observar a los niños—. Si me disculpa,
parece que la joven Katra va a hacer alguna travesura.
Se dirigió con rapidez hacia una niña que se estaba atando una de las
enredaderas de Jaren en el pie. Claramente ansiaba que la alzara en el aire,
ahora que el príncipe había depositado a todos los niños voladores en el
suelo.
—Esperaba verte de nuevo otra vez, señorita Meridan —dijo la sanadora
Maddis en cuanto estuvieron a solas—. Cuando oí que el príncipe Deverick
había venido con una acompañante, decidí pasarme a ver si eras tú.
—Lo siento, sanadora jefe, pero si esto es por si voy a asistir…
Maddis agitó una mano.
—Dije que te tomaras tu tiempo para decidirlo y lo dije en serio. —Sacó
un bote de la túnica, con un ungüento pálido en su interior, y la sostuvo en
alto—. He venido a traerte esto.
Kiva abrió la tapa y captó unos aromas familiares, aunque no pudo
identificar todos los ingredientes.
—¿Qué es?
—Es para tu mano. —Kiva tardó un momento en procesar las palabras,
pero, cuando lo hizo, miró a Maddis a los ojos. Sin ser consciente de su
angustia, o quizá pasándola por alto, la sanadora añadió—: No borrará la
cicatriz por completo, pero fomentará la regeneración de las células y, con
el tiempo, la marca se notará menos. —Señaló con el mentón a Jaren—.
Nuestro príncipe también podría usarla.
Y con aquello reveló que podía percibir todo lo que se revolvía en el
interior de Kiva. Maddis le agarró con gentileza la mano izquierda y apartó
la manga para exponer la cicatriz en forma de zeta, la misma que Kiva creía
que la condenaría si la sanadora jefe se enteraba de su existencia.
—Nuestras cicatrices nos definen —dijo la mujer en voz baja mientras
acariciaba las tres líneas con la punta de un dedo—. Cuentan una historia de
valor y supervivencia. Dicen quiénes somos en lo más hondo, narran los
retos a los que nos hemos enfrentado y superado. —Le dio una palmadita en
la mano y susurró—: No todas las cicatrices son tan visibles como esta. Me
atrevería a decir que tienes más por dentro. Pero no te olvides de que cada
cicatriz es hermosa. Y nunca, nunca deberías avergonzarte de ellas.
Con una sonrisa amable, Maddis soltó a Kiva y se encaminó hacia la
puerta. Salió sin decir ni una palabra más.
Abrumada, Kiva se quedó allí plantada, respirando profundamente.
Maddis sabía que había estado en Zalindov.
Lo sabía y le daba igual.
No había retirado su ofrecimiento ni dicho que ya no podía ser alumna.
Tampoco había aplastado sus sueños.
No… Kiva era quien lo hacía. Kiva y su compromiso para con su familia,
su misión y todo lo que le impedía vivir la vida que quería, Silverthorn
incluido. Incluso ahora, después de la traición que había descubierto el día
anterior, después de no poder negar lo que sentía por Jaren… Incluso ahora
seguía fiel a sus hermanos y a sus planes de venganza.
Porque, después de diez años, no sabía cómo no serlo.
Aunque desease (y lo deseaba con toda su alma), no podía abandonar
todo aquello.
Con el corazón y la mente enfrentados, Kiva alzó los ojos y captó la
mirada feliz de Jaren. Al ver que estaba sola, extendió una mano para que se
acercara.
Y así, con el gesto tenso, guardó el tarro y se acercó a él con una sonrisa
genuina dirigida a los niños, que gritaron con una alegría renovada al ver
que tenían otra visitante con la que jugar.
—¿Te apetece divertirte un rato? —le preguntó Jaren.
Sin apartar la mirada de él, la sonrisa de Kiva aumentó a pesar de su
corazón roto.
—Venga.
—¡Kiva, despierta!
Una mano le daba golpecitos en la cara, y ella gruñó. Quería apartarla,
pero aún tenía los brazos atados a la espalda.
—Bien. Ahora abre los ojos.
Kiva se quejó otra vez; había reconocido la insistente voz de Rhessinda,
que la sacaba de su sueño poco natural. Una nueva oleada de mareo la dejó
peleando para resistirse a las ganas de vomitar.
Entre toses y arcadas, Kiva abrió los ojos para ver de nuevo el almacén,
pero el sol que se filtraba por las ventanas era mucho más débil que antes y
las sombras del suelo más alargadas, lo que indicaba que era por la tarde.
Eso, junto con el tiempo que había pasado en Silverthorn, significaba que
Kiva había estado fuera horas, pero con los planes para el baile en pleno
apogeo era muy posible que nadie supiera que había desaparecido. Que
Jaren no conociera su ausencia.
Miró a un lado y vio que Tipp seguía inconsciente, pero en una postura
distinta, como si se hubiera despertado y quedado dormido de nuevo. Al
otro lado, Rhessinda se arrodillaba a su lado. Las muñecas de la sanadora
estaban ensangrentadas tras haberse liberado de sus ataduras. Enseguida se
puso a quitar las de Kiva.
—¿Quién eres? —farfulló Kiva.
Le dolían los dedos adormecidos mientras Rhess tiraba de sus muñecas.
A pesar de que la habían dormido de nuevo, no había olvidado lo ocurrido
con los hombres corpulentos ni la reacción (o la ausencia de ella) de Rhess
al descubrir lo de su familia.
—Ya sabes quién soy. Rhessinda Lorin.
—No te he preguntado tu nombre. ¿Quién eres?
En esa ocasión, Rhess no esquivó la pregunta.
—Soy la mano derecha de Torell.
A Kiva se le quedó la mente en blanco.
—¿Que eres qué?
—Su mano derecha —repitió Rhess—. O sea, la segunda al mando. De
las fuerzas rebeldes.
—Sé lo que significa mano derecha —siseó Kiva. Le costaba procesar la
noticia—. Pero… pero ¡eres una sanadora! ¡Una sanadora en Silverthorn!
Rhess sacudió la cabeza.
—Esa solo era mi tapadera. Tor quería que tuvieras a alguien cerca por si
pasaba algo, y como sabíamos que la academia te tentaría, tenía sentido que
me enviara allí de incógnito. Mis padres eran sanadores, como te dije, y a
veces ayudo a los médicos rebeldes, así que pude mantener las apariencias.
—Hizo una pausa—. Después del secuestro de Zuleeka, fue fácil robar una
túnica e interceptar el mensaje de palacio. Vestida de esa forma, solo tuve
que enseñar el mandato real a los guardias y me dejaron pasar por la puerta.
Fue demasiado fácil llegar hasta ti y consolidar un lugar en tu vida en
cuanto descubrimos que habías llegado a la ciudad.
Kiva pensó en todas las interacciones que había tenido con Rhessinda y
se preguntó por qué nunca había sospechado nada. Incluso ayer, cuando
nadie en Silverthorn había oído hablar de ella. Demonios, la semana pasada
la matrona jefe tampoco había reconocido su nombre. Y…
Estoy todos los días aquí para el turno de la mañana.
Cada vez que Kiva había encontrado a Rhess, ella la había estado
esperando. Sentada en el mismo banco del santuario, una coincidencia que
Kiva nunca se había parado a considerar. Igual que nunca se había parado a
considerar por qué no estaba trabajando, y todo porque siempre se sentía
muy feliz de encontrar a su amiga. Daba igual que se hubiera ofrecido muy
convenientemente para guiarla hasta Oakhollow y, dioses, hasta había visto
la magia brotar de Kiva y no había dicho nada.
Porque ya lo sabía.
—¿Algo de esto ha sido real? —preguntó con aspereza.
La sanadora (no, una sanadora no, se recordó Kiva) dejó de tirar y miró a
Kiva a los ojos.
—Todo lo que ha habido entre nosotras ha sido real —dijo con
solemnidad—. No dudes de eso, por favor.
—Me has mentido sobre tu identidad desde el primer día —replicó Kiva,
cada vez más enfadada.
La mirada que le dirigió Rhess lo decía todo.
—Mira quién fue a hablar.
La rabia de Kiva disminuyó, pero se aferró a ella todo lo que pudo.
—Eso es diferente. Tú conocías mi identidad desde el principio.
—Pero me mentiste todo el tiempo —arguyó Rhess, concentrada de
nuevo en las cuerdas de Kiva—. Así que, ¿por qué no dejamos el tema en
paz y, en vez de pelearnos, nos centramos en salir de aquí?
El resto de la rabia abandonó a Kiva. Rhess tenía razón: se habían
mentido y estaban metidas en ese lío juntas. Podrían resolver sus diferencias
más tarde, en cuanto estuvieran a salvo.
—Esos eran los hombres del rey Navok, ¿verdad? —preguntó, aunque ya
sabía la respuesta. Así le demostraba a Rhess que estaba dispuesta a dejar
pasar todo lo demás por ahora—. ¿Van a por Jaren?
—Eso parece. Dijeron unas cuantas cosas más después de dormirte de
nuevo. Hablaron en mirraveno, como si pensaran que no los fuera a
entender, pero crecí en un pueblo tan cercano a la frontera que soy bilingüe.
Allí conocí a tu hermano, por cierto. Me salvó de esos mercenarios que
atacaron mi pueblo hace cinco años. Es mi mejor amigo desde entonces.
Kiva recordaba lo que Rhess le había contado sobre su trágico pasado y
cómo la había adoptado una nueva familia.
Hablaba de los rebeldes.
Frustrada por no haber captado todas las señales, Kiva se obligó a ceñirse
al tema.
—¿Qué dijeron?
—Quieren hacer un intercambio. El príncipe Deverick, Jaren, por
nosotras. Creen que él aceptará, sobre todo por ti.
—Tenemos que escapar antes de que haga una estupidez —dijo Kiva,
remarcando la obviedad.
—Estoy en ello —replicó Rhess mientras seguía tirando de las cuerdas.
—¿Sabes de qué trato estaban hablando? —preguntó al recordar todo lo
que habían dicho los hombres—. ¿Esa deuda que han tardado en pagar?
—Eso me ha preocupado bastante, lo admito. No tengo ni idea de a qué
se referían, pero no me da buena espina.
—¿Estás segura de que no sabes nada? —la presionó Kiva. Movió las
manos. Las ataduras se estaban aflojando, pero aún no estaba libre—. Eres
una rebelde. Y la segunda al mando de Tor o su mejor amiga o… lo que sea.
—Él me lo cuenta todo —dijo Rhess. Dio un tirón a las cuerdas y Kiva
hizo una mueca—. Si él supiera algo sobre el trato que hizo tu madre, yo lo
sabría.
—Estoy bastante segura de que Zuleeka lo sabe —comentó Kiva al
recordar las palabras veladas de su hermana y en cómo los hombres de
Mirraven habían dicho su nombre con tanta audacia.
—Qué sorpresa —dijo Rhessinda con un tono desagradable.
—¿Mi hermana y tú…?
—Soy leal a Tor —declaró Rhess con firmeza—. La causa rebelde me
importa una mierda, pero daría mi vida por él. Le debo mucho después de
todo lo que ha hecho por mí. Así que a donde va él, voy yo. Y si eso
significa aguantar a la insidiosa serpiente de su hermana, pues la aguanto.
—Tiró de nuevo de las cuerdas y añadió a toda prisa—: Pero no le
menciones esa última parte a Zuleeka.
Kiva disimuló una sonrisa.
—Mi hermana y yo no es que nos llevemos muy bien. —Pensó en lo que
Delora había dicho, en cómo Zuleeka había ocultado la verdad sobre la
magia oscura de su madre y la corrupta historia familiar. Pero entonces
recordó que su hermana se había disculpado por su comportamiento, que
intentaba arreglar su relación, tal como le había prometido. En voz baja,
añadió—: Pero estamos trabajando en ello.
—Suerte con eso. No olvides que las víboras tienen colmillos.
—Te cae fatal, ¿verdad?
Rhess suspiró y dio un tirón bastante fuerte a las cuerdas. Acto seguido
oyó que algo se rompía. Aun así, Kiva no era libre todavía.
—Lo siento. Sé que es tu hermana. Tor y yo hicimos un pacto hace
tiempo de no hablar sobre ella. Está muy comprometido con su familia, por
muy malas decisiones que tomen.
«Tomen», en plural.
—Si llevas con ellos cinco años, ¿eso significa que conociste a mi madre?
Rhess no dijo nada, pero carraspeó y al final declaró:
—Sí. —Esa palabra estaba cargada de sentimiento, y no precisamente
bueno—. No la conocí muy bien. Tilda estaba muy… obsesionada. Con sus
objetivos. Cuando me uní a los rebeldes, no aparecía mucho por allí, se
marchaba a menudo del campamento con Zuleeka. Tor estaba triste. Sentía
que había perdido a su hermana y a su madre, pero canalizó todo eso en
entrenar y se fue volviendo más fuerte y hábil. En el proceso, los rebeldes
se enamoraron de él. Creo que, si él no fuera el general, se habrían
desmoronado bajo el liderazgo de Zuleeka. Ella es el ingenio, y Tor el
corazón. —Otro crujido de cuerdas y Kiva pudo mover más las manos—.
Ya casi está.
Kiva decidió dejar los pensamientos sobre su problemática familia para
más tarde.
—En cuanto me liberes, tendremos que darnos prisa. —Miró a Tipp—.
¿Ha recuperado la consciencia?
—Solo durante unos minutos. Sabía su nombre, recordaba lo que había
pasado, preguntó por ti. Pero luego se quedó inconsciente de nuevo.
El alivio recorrió a Kiva entera al saber que había estado tan lúcido como
para hablar.
—Tenemos que sacarlo de aquí para que lo examinen bien. ¿Alguna idea
sobre cómo sortear a los secuestradores?
—Tendremos que improvisar. Tor sabrá que algo va mal, así que nos
estará buscando. Habíamos quedado para después de comer y ya han pasado
horas.
—¿Tor está en la ciudad?
—Zuleeka y él, sí. Para la fiesta.
Por culpa de todo lo que había pasado, Kiva había olvidado la invitación
de Mirryn. Maldijo para sus adentros porque aquel día infernal no
terminaba nunca.
—Si salimos de aquí, puedo buscarlo y…
Rhess se interrumpió con un sonido triunfal y, un segundo después, la
cuerda que le rodeaba las manos a Kiva había desaparecido.
—Gracias —dijo con una mueca mientras se masajeaba los dedos.
—Tú carga con Tipp —ordenó Rhess—. Yo necesito las manos libres por
si hay que luchar…
Se detuvo de sopetón al oír que se acercaban unos pasos pesados. Con la
mirada le indicó a Kiva que pusiera las manos detrás de la espalda y actuase
como si siguiera atada.
—Ah, mira, la novia se ha despertado —dijo el hombre tatuado, que
apareció desde detrás del mismo montón de cajas. Iba acompañado del
pálido—. Aún no sabemos nada de tu príncipe. Con tanta gente en palacio,
nos cuesta entregar los mensajes. Será mejor que te pongas cómoda, niña,
porque…
Lo que fuera a decir a continuación quedó interrumpido cuando Rhess se
abalanzó a por él y lanzó todo el peso de su cuerpo directamente a su
barriga. El hombre se dobló e intentó agarrarla, pero Rhess se apartó
enseguida. Le había robado la espada y la deslizaba por el aire.
Rhessinda era rápida, pero el hombre pálido interceptó la espada con su
arma y golpeó de tal forma que estuvo a punto de rasgarle el cuello a la
mujer.
A pesar de no tener prácticamente entrenamiento, Kiva no podía permitir
que Rhess peleara sola con dos hombres enormes, así que se puso en pie a
duras penas. No había dado ni tres pasos cuando Torell llegó volando desde
detrás de las cajas, con la máscara de Chacal puesta y una espada en cada
mano.
—¡Quédate ahí! —le gritó a Kiva mientras se metía de lleno en el
combate.
El choque de metal resonó en los oídos de Kiva mientras Rhess y Tor
peleaban contra los mirravenos. El sonido atrajo a más hombres y mujeres,
todos ataviados con el mismo cuero gris que sus secuestradores.
Kiva fue a por Tipp y lo arrastró todo lo lejos que pudo. Se detuvo cuando
alcanzaron un montón de barriles de madera en una esquina del almacén,
donde se colocó frente a él para protegerlo mientras observaba el combate.
Los secuestradores superaban a Tor y Rhess en número… Eran
demasiados.
Y, aun así, los dos mantenían su posición. Luchaban espalda contra
espalda, sus armas eran borrones en el aire y a su paso dejaban cuerpos
caídos.
Ya habían hecho eso antes.
Era evidente por el poder sincronizado de sus ataques, por cómo cubrían
los puntos vulnerables del otro y se gritaban instrucciones: «¡Agáchate!»,
«¡A la izquierda!», «¡A tu derecha!», «¡Salta!».
Kiva observó maravillada mientras los enemigos seguían cayendo. Su
confianza aumentó con cada cuerpo derrotado, pero aún seguía nerviosa.
Temía que los dos rebeldes, por muy buenos que fueran, no pudieran
mantener su defensa contra una fuerza tan implacable.
Pero entonces los mirravenos empezaron a menguar en número. Había
más en el suelo que de pie. Muchos gruñían, muchos más permanecían
inmóviles. Rhess y Tor se movían más despacio, cubiertos de cortes y tajos,
pero siguieron peleando.
Hasta que, de repente, ya no había nadie con quien pelear.
Tor y Rhess respiraban con fuerza y se quedaron quietos durante un largo
minuto, contemplando el desastre a su alrededor. Rhess se recuperó la
primera y se acercó hacia la esquina donde estaban Kiva y Tipp. La chica
pensó que había oído un quejido quedo procedente del muchacho, como si
se estuviera despertando, pero cuando se giró hacia él otra cosa captó su
atención.
El hombre tatuado había fingido su muerte.
Se alzó en silencio detrás de Tor, sin que su hermano ni Rhess se dieran
cuenta. Los dos estaban mirando hacia Kiva.
—¡TOR! —gritó—. ¡DETRÁS DE TI!
Tor se giró demasiado tarde para defenderse. Ya tenía al mirraveno
encima.
Pero entonces apareció Zuleeka con su máscara de Víbora. Salió por
detrás de un montón de cajas y se estampó contra el corpulento hombre
justo cuando él lanzaba su arma hacia Torell. Los tres se enzarzaron en una
refriega, sus cuerpos tan juntos que parecían estar abrazándose. Se oyó un
grito de dolor y el hombre tatuado cayó de rodillas antes de desplomarse en
el suelo. Tor y Zuleeka se levantaron.
Durante un instante, nadie se movió.
Y luego Tor se derrumbó.
—¡Torell! —gritó Rhess. Lo alcanzó justo a tiempo para evitar que se
estampara contra el duro suelo.
Zuleeka miraba a su hermano llena de espanto.
Igual que Kiva.
Porque la espada del mirraveno estaba encajada en el pecho de Tor.
Durante un terrible segundo, Kiva no pudo moverse, ni siquiera pensar,
pero entonces Rhess la miró y gritó:
—¡AYÚDALO!
Y entonces Kiva se acordó.
Podía ayudarlo… podía curarlo.
Igual que había curado a Tipp.
Fue corriendo hacia ellos, sin prestar atención a la oleada de miedo, y se
obligó a permanecer tranquila.
—K-Kiva —dijo Tor. Bajo la máscara, tenía los ojos color esmeralda
velados de dolor.
—Todo irá bien —lo tranquilizó ella con su voz de sanadora—. Pero
esto… —Buscó temblorosa la empuñadura de la espada—. Esto va a doler
un poco. Solo un pinchacito.
Y, sin previo aviso, arrancó la espada de su pecho.
El cuerpo de Tor se encorvó y él abrió la boca en un grito silencioso de
agonía. Luego su mirada se quedó en blanco.
—¿Tor? ¡Tor! —chilló Rhess—. ¡Despierta! ¡Kiva, despiértalo!
—Está mejor inconsciente —dijo Kiva. Tapó con las manos la sangre que
le brotaba de la herida—. Joder, creo que la espada ha cortado una arteria.
—Tienes que ayudarlo —suplicó Rhess con un hilo de voz—. Kiva… por
favor.
En el fondo de su mente, Kiva se maravilló ante la idea de que la otra
chica había matado a mucha gente, estaba cubierta por trocitos de cadáveres
y, aun así, se había derrumbado al ver la sangre de Torell. Había dicho que
era su mejor amigo. Kiva no pudo evitar preguntarse si quizá era algo más
que eso.
—Aguanta, Rhess —dijo en voz baja—. Y dame espacio.
Durante todo ese rato, Zuleeka no había dejado de mirarlas con un terror
mudo, pero Kiva no tenía tiempo de consolar a su hermana. Cerró los ojos y
buscó su magia. Su abuela tenía razón: debería haber pasado tiempo
aprendiendo a usarla en vez de ahogarla y confiar en ella solo en momentos
de desesperación. Pero esos pensamientos no la ayudarían en ese instante,
no cuando la sangre de su hermano fluía entre sus dedos.
—Por favor —susurró, sin saber qué estaba haciendo, pero apremió a su
magia para que saliera a la superficie—. Por favor.
Y entonces lo sintió. El cosquilleo en los dedos, el ardor en las manos, la
ráfaga de poder que la abandonó cuando un instinto enterrado salió a la luz
y dirigió la magia para curar la herida fatal. Abrió los ojos para ver la
familiar luz dorada inundar a Torell. La sangre fluía cada vez con más
lentitud hasta que se detuvo por completo y la piel se cerró. El rostro de su
hermano estaba pálido, los labios casi azules. La cantidad de sangre que
había perdido era preocupante, pero no catastrófica. Se recuperaría, supo
Kiva. Su magia empezó a retirarse, la luz dorada desapareció. Viviría.
Se le escapó un sollozo y no solo ella sintió alivio. Rhess se aferraba con
fuerza a Torell.
—¿Está…?
—Se pondrá bien —dijo Kiva, débil. Se llevó una mano a la cabeza,
mareada de repente—. Solo necesita dormir.
Kiva igual. Se sentía igual de exhausta que cuando había curado a Tipp,
pero por aquel entonces se hallaba en medio de un motín y no disfrutó del
lujo de una siesta.
Por desgracia, en ese momento tampoco podía echarse una, así que
intentó olvidar el mareo y alzó la cabeza hacia su hermana para asegurarle
que Tor se pondría bien.
Pero Zuleeka no la miraba a ella. Sus ojos estaban fijos en una esquina
del almacén.
Con un mal presentimiento, Kiva se giró despacio para seguir la mirada
de su hermana. Ya sabía lo que se iba a encontrar.
Tipp estaba despierto.
Y, a juzgar por la cara que ponía, lo había presenciado todo.
CAPÍTULO TREINTA Y DOS
K iva dejó al inconsciente Torell en manos de Rhess y se acercó a Tipp.
Tuvo cuidado de moverse despacio.
—Acabas d-de… acabas de curarlo —jadeó el muchacho con los ojos
azules abiertos de par en par. Tenía el rostro pálido y la sangre que fluía de
su sien resaltaba con intensidad—. E-Estabas brillando. T-Tienes magia.
—No cualquier tipo de magia —dijo Zuleeka. Había seguido a Kiva y,
tras quitarse la máscara de Víbora, declaró—: Magia Corentine. —Kiva
miró espantada a su hermana—. Lo iba a deducir él solo.
Con las manos atadas detrás de la espalda, Tipp se levantó con piernas
inestables y labios temblorosos. Se estaba dando cuenta de la traición de su
amiga.
—Tipp —susurró Kiva.
—¿Eres Corentine? ¿Como T-Torvin Corentine? ¿Y… y T-Tilda
Corentine?
—Tilda era mi madre —dijo Kiva, sin dejar de susurrar.
Tipp se quedó boquiabierto.
—¿La reina rebelde e-era tu madre? Pero… ¿qué s-significa e-eso?
—Significa que todo el tiempo que ha pasado adulando a tus amigos de
palacio en realidad estaba planeando su ruina.
—Zuleeka —espetó Kiva—. ¡Cállate! —Y para Tipp dijo a toda prisa—:
No es eso. Esa no es toda la historia.
Pero el daño estaba hecho. No podía retirar lo que Tipp había visto, lo que
Zuleeka había dicho, y Kiva no tenía ni idea de cómo demostrar que ella no
era la villana.
Porque así la estaba mirando Tipp con los ojos llenos de lágrimas.
—Puedo explicarlo —dijo Kiva. Su voz, y su corazón, se rompieron al
ver la cara que ponía el muchacho.
—Por desgracia, ahora no tenemos tiempo para eso —intervino su
hermana. Y, con un movimiento rápido, se abalanzó hacia el chico y le
estampó la empuñadura de la espada en la nuca.
Kiva lo agarró antes de que se derrumbara en el suelo y le lanzó una
mirada furiosa a su hermana.
—¿Qué has hecho?
—Es un lastre —dijo Zuleeka sin remordimiento.
—¡Es un niño de once años!
—Exacto. Hasta que averigüemos qué hacer con él, se quedará con
nosotros. Con los rebeldes. No podemos permitir que les cuente a tus
amigos de la realeza quién eres, ¿verdad?
Kiva estaba tan enfadada que no pudo decir nada. Buscó de nuevo su
magia para curar la contusión de Tipp (la segunda), pero Zuleeka le tocó el
brazo e interrumpió su concentración.
—No lo hagas. Será más fácil moverlo así.
—No se va a ir contigo.
—Piensa, Kiva —dijo Zuleeka, perdiendo la paciencia—. Si regresa a
palacio, ¿de verdad crees que mantendrá el pico cerrado? ¿Confías tanto en
él?
—Sí —respondió Kiva sin dudar.
Pero entonces recordó cómo la había mirado y las dudas empezaron a
asaltarla.
Caldon había descubierto su identidad antes de conocerla, con lo que
nunca se había sentido traicionado, ya que lo supo desde el principio. Tipp,
sin embargo… Kiva se lo había ocultado durante tres años. Y, lo que era
peor, sabía que había estado planeando hacer daño a la familia Vallentis, la
gente a la que quería tanto como para pintarlos en un retrato familiar. Si lo
obligaba a elegir, Kiva no sabía qué haría Tipp, no cuando estaba así de
enfadado.
—Veo que te estás enterando, hermana —añadió Zuleeka con más
amabilidad—. No te preocupes, estará bien. Y mañana se lo puedes explicar
todo y ver a quién es leal.
—¿Mañana?
—El baile empieza en menos de una hora. Hemos interceptado los
mensajes de los mirravenos, así que nadie en palacio sabe lo que ha pasado
hoy, pero si no quieres que tu príncipe empiece a preguntarse dónde estás,
tienes que regresar.
—No voy a ir a una estúpida fiesta mientras Tipp…
—Te sugeriría que no le contases nada de esto a Jaren —dijo Zuleeka por
encima de su protesta—. Me imagino que te costará explicarle cómo
escapaste. Y es mejor que no sepa que nuestros amigos del norte están en la
ciudad. Que nosotros estamos en la ciudad —se corrigió, mirando los
cuerpos esparcidos a su alrededor—. Nos hemos encargado de ellos, así que
ya no existe una amenaza inmediata para él.
Sus palabras llamaron la atención de Kiva y decidió dejar pasar la
discusión.
—¿Qué le prometió madre al rey Navok? Los hombres que nos han
secuestrado han dicho que debías pagar la deuda… Que se acabó el plazo.
Zuleeka miró hacia donde Rhess se agachaba sobre Torell, que aún
llevaba la máscara, sin prestar atención a la carnicería sangrienta que los
rodeaba.
—No es asunto tuyo.
—Pues sí que lo es —espetó Kiva.
Zuleeka se giró para encararse a ella y, al ver lo enfadada que estaba,
cedió.
—Te lo diré, pero aquí no. La próxima vez que estemos en un lugar
seguro… y a solas.
Kiva quería presionarla para recibir una respuesta, pero su hermana
estaba decidida, así que asintió con rigidez para indicar su conformidad. A
pesar de haber claudicado, no pensaba permitir que Zuleeka se escaquease
tan rápido. Necesitaba más respuestas.
—¿Has robado el Libro de la Ley? —preguntó, señalando con la cabeza a
Tipp.
Si Zuleeka se sorprendió por el cambio de tema, no lo demostró.
—Yo misma, no.
—Zul…
—Puede que tuviera algo que ver —admitió su hermana.
Kiva lo entendió de pronto.
—Perita Brown era una rebelde. Era tu espía en palacio.
—Una de ellas.
—¿Y la mataste?
Su rostro dejó entrever cierta dulzura cuando respondió.
—No quería que este —señaló a Tipp— se metiera en problemas. La
chica planeaba confesar. Hice lo que debía hacer.
Kiva retrocedió espantada.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué robaste el libro?
Zuleeka se limpió las manos ensangrentadas en los pantalones.
—Por fines educativos. —Al percibir cómo la miraba Kiva, su hermana
resopló y explicó—: La otra noche mencionaste una cláusula escondida, la
del Ternario Real. —A Kiva le dio un vuelco el corazón—. Y eso me hizo
pensar: ¿qué más hay en ese libro? ¿Y si existe otra pista secreta que nos
pueda ayudar? —Zuleeka se encogió de hombros—. Pensé que no estaría de
más echar un vistazo. —Le dirigió una mirada tímida—. Lo devolveré en
cuanto acabe con él. Lo juro.
A Kiva le horrorizaba hasta qué punto había llegado su hermana para
conseguir el libro, pero soltó un suspiro de alivio al oír su respuesta.
Antes de poder formular más preguntas, Zuleeka se colocó la máscara y
se llevó un dedo a los labios para silbar con fuerza. Unos segundos más
tarde, los rebeldes entraron en el almacén. Muchos estaban manchados de
sangre, lo que indicaba que se habían producido más peleas detrás de las
cajas amontonadas. ¿Cuántos mirravenos había enviado Navok? Kiva se
estremeció al darse cuenta de las ganas que tenía el rey norteño de hacer
daño a Jaren, y también a Evalon.
Otro silbido y los rebeldes empezaron a arrastrar cuerpos para llevárselos
y limpiar el desastre. Unos cuantos se acercaron a Rhess y a Tor. Prestaron
atención a la joven, que les dio instrucciones. Luego desaparecieron de
nuevo detrás de las cajas.
—¿Y madre? —preguntó Kiva, girándose hacia Zuleeka.
—Ya te he dicho que te contaré más tarde lo del trato con…
—No, ¿qué pasaba con su magia?
Zuleeka se quedó de piedra.
—¿A qué te refieres?
Kiva acomodó el peso de Tipp en sus brazos, pero no tenía sentido seguir
sujetándolo y lo bajó con cuidado hasta el suelo. Luego miró a su hermana a
los ojos.
—Delora me contó lo que hizo madre… Cómo usó su magia para hacer
daño a la gente. Igual que Torvin Corentine. Eso fue lo que la mató, no una
enfermedad que la pudría por dentro.
—Madre se sacrificó tanto por nuestra familia que no te lo puedes ni
imaginar —dijo Zuleeka. Sus ojos de un dorado miel se oscurecieron—. No
pienses ni por un momento que puedes juzgarla.
—¿La estás defendiendo? Mató a gente.
—Mira a tu alrededor —ordenó Zuleeka. Con un gesto, abarcó todo el
espacio ensangrentado—. Esta gente ha muerto hoy por ti. ¿Por qué eso es
diferente?
—Es completamente distinto —farfulló Kiva—. Querían hacernos daño.
Por lo que sé, madre atacó a personas inocentes. Mataba con un
movimiento de la mano.
—Madura, Kiva —espetó Zuleeka—. No hay nadie inocente. No en este
mundo.
Kiva se encogió al percibir su ira repentina.
Su hermana se dio cuenta de que había perdido el control de su
temperamento. Suspiró y se llevó una mano a la frente, por encima de la
máscara.
—Lo siento. Es que… no me gusta ver a Tor así. Nunca lo he visto así. Si
no hubieras estado aquí… —Miró a Kiva a los ojos con una expresión
atormentada—. Gracias, Kiva. No sé qué sería de mí si lo perdiera.
Kiva soltó un largo suspiro. Comprendía el terror de su hermana, aunque
no su forma de reaccionar.
—Solo quiero que dejes de ocultarme tantas cosas.
—¿Acaso me puedes culpar? —replicó Zuleeka, un tanto cansada—.
Dime la verdad: ¿en serio estás dispuesta a darle la espalda a la familia
Vallentis? Vi lo mucho que se preocupan por ti y puedes negarlo todo lo que
quieras, pero también sé que a ti te importan. Sobre todo Jaren. ¿De verdad
quieres arrebatárselo todo? ¿A él?
El pulso de Kiva se aceleró de nuevo. Podía mentir, seguramente debería
mentir, pero no quería. No a su hermana ni a sí misma.
Ya no.
—Antes sí —susurró—. Cuando salí de Zalindov, estaba preparada para
destruirlos.
—¿Y ahora? —preguntó Zuleeka con una expresión abierta bajo la
máscara.
Un poco perdida y, al mismo tiempo, segura de su decisión, Kiva dijo:
—Tienes razón… Sí que me preocupo por ellos. Pero también por
vosotros. Tor y tú… os quiero. Pero… —Respiró hondo y se obligó a
admitir—: No quiero ser una rebelde. —A toda prisa, añadió—: No quiero
luchar contra vosotros, pero no… no quiero ayudaros. Ya no.
El cansancio que Kiva había sentido después de curar a Torell la recorrió
de nuevo, junto con una gran dosis de miedo. Sin embargo, el gesto de
Zuleeka no varió. No había ni rastro de la rabia que Kiva había esperado, ni
tampoco de la indignación. De hecho, parecía… no complacida, pero sí
feliz de que la verdad saliera a la luz al fin.
—Ya me lo imaginaba —dijo su hermana en voz baja—. No se te da nada
bien ocultar lo que piensas. Ni siquiera cuando eras niña.
Kiva bajó la mirada al suelo.
—Lo siento.
—No puedes evitarlo —respondió Zuleeka antes de abrir los brazos y
atraer a Kiva en un abrazo—. Ya pensaremos en algo. Lo prometo.
Kiva casi lloró mientras Zuleeka la rodeaba con un brazo por la cintura y
con otro por el cuello, estrechándola bien cerca mientras repetía su promesa
de que todo saldría bien. Que no la culpaba, que lo entendía.
Se quedaron así un rato largo, como si compensaran los últimos diez años
de abrazos perdidos. Solo se separaron cuando oyeron un silbido en la
habitación. Kiva se limpió los ojos húmedos y se fijó, con cierta sorpresa,
en que los cuerpos habían desaparecido y los hombres a los que Rhess había
dado instrucciones habían regresado con una camilla para Torell.
Con cuidado, lo subieron a ella y desaparecieron con él a cuestas por
detrás de las cajas. Solo quedó Rhessinda, que se acercó a donde estaban
Zuleeka, Kiva y Tipp.
—Kodan acaba de informarme de que pronto habrá un cambio de turno
—dijo. Su voz aún sonaba preocupada—. Van a reabastecer este almacén,
así que en unos minutos se llenará de estibadores.
Zuleeka asintió.
—Tenemos que irnos. —Miró a Kiva—. Y tú tienes que regresar a
palacio.
—Pero Tipp…
—Yo cuidaré de él —le aseguró Rhessinda—. Lo siento, Kiva, pero he
oído lo que Zuleeka te ha dicho y coincido con ella. Si Jaren se entera de lo
que ha pasado hoy, querrá saber cómo escapasteis… y quién os ayudó. Aún
tenemos que descubrir qué ha pasado aquí.
Dirigió una mirada cargada de significado hacia Zuleeka. Saltaba a la
vista que pretendía interrogarla sobre el trato de Tilda con Mirraven lo antes
posible.
—Eso significa que debes ir al baile de la princesa y actuar con
normalidad —añadió Rhess, girándose hacia Kiva—. Y también que Tipp
debe quedarse con nosotros, al menos hasta que puedas hablar con él.
Tienes que pensar una excusa para cubrir su ausencia, pero solo para esta
noche. Y luego, en cuanto puedas escaquearte de nuevo, se lo explicarás
todo. —Bajó la voz para terminar—. Te juro que no me apartaré de su lado.
Estará a salvo conmigo.
Kiva odiaba esa situación. Pero su lógica coincidía con Zuleeka y Rhess:
tenían que vigilar a Tipp. Aún no entendía por qué Jaren no podía enterarse
del secuestro de los mirravenos, pero sí que sabía que, si descubría que
Kiva había estado en peligro, se echaría la culpa. Y ella no quería que
cargase con ese peso.
—Vale —cedió a regañadientes—. Pero quiero verlo mañana a primera
hora.
Rhessinda tomó a Tipp en sus brazos, gruñendo un poco por su peso.
—Tenemos una casa segura en la ciudad. Hasta que Tor esté… —Tragó
saliva—. Hasta que Tor despierte, no quiero moverlo de vuelta a
Oakhollow, así que pasaremos la noche en Vallenia. Uno de nosotros se
reunirá contigo en palacio por la mañana y te llevará con Tipp. ¿Te parece
bien?
Kiva asintió. Se contuvo para no agarrar al muchacho y no soltarlo jamás.
—Cuida de él, por favor.
—Tienes mi palabra. Por él y por tu hermano.
Kiva le ofreció una pequeña sonrisa de agradecimiento, pues fue lo único
que pudo expresar, y luego vio cómo la joven se alejaba con Tipp en brazos.
—Se recuperará —dijo Zuleeka—. Está claro que ese muchacho te
quiere.
A Kiva le costó responder por culpa del nudo en su garganta.
—Espero que eso baste.
Su hermana apoyó una mano reconfortante sobre su hombro.
—Me siento fatal por preguntarte esto… —dijo al cabo de un rato—. Sé
que no es el mejor momento y las dos tenemos que irnos, pero debo saberlo.
—¿El qué?
Zuleeka parecía afligida, pero al fin dijo:
—Has dicho que hablaste con Delora… ¿Supongo que fuiste a verla
según lo planeado?
—No me ayudó. —Kiva miró el suelo ensangrentado donde había estado
Torell. La frialdad la inundó cuando se dio cuenta de una cosa—. Pero Tor
habría muerto si ella me hubiera dado más poción, así que fue lo mejor. —
Se estremeció y concluyó—: Tendré que aprender a controlar mi magia sin
su ayuda.
Y lo haría. Kiva estaba decidida a aprender cada faceta de su poder
curativo para ser todo lo opuesto a su madre. Ayudaría a la gente y no haría
daño a nadie.
—Esperaba que fuera más generosa contigo —dijo Zuleeka.
—Ya, bueno, no le caemos demasiado bien. —Con una mirada cargada de
significado, añadió—: Sobre todo tú.
Zuleeka arrastró un poco los pies.
—Puede que la visitase más veces de lo que di a entender.
—No quiso darme la daga —dijo Kiva. Supuso que eso era lo que
Zuleeka quería saber—. Lo intenté, pero fue inflexible.
Su hermana hundió los hombros.
—Sabía que había pocas posibilidades. Pero esperaba… —Sacudió la
cabeza—. Da igual. Ahora ya no importa. —Señaló la salida con el mentón
—. Tenemos que irnos, en serio.
Empezó a guiarla por el almacén alrededor de más cajas y barriles de los
que Kiva pudo contar. El edificio era mucho más grande de lo que se había
imaginado, hasta que al fin salieron al exterior. El sol se ponía a lo lejos.
—Tengo que ir a buscar una cosa antes de la fiesta, pero te veré en el
palacio —dijo Zuleeka.
—No hace falta que vengas, de verdad —respondió Kiva con la
esperanza de que su hermana se mantuviera bien lejos.
—Tor ya no va a ir. Parecería raro… hasta maleducado si los dos
ignorásemos la invitación de la princesa.
Aunque le resultara frustrante, Zuleeka no se equivocaba.
—Nos vemos luego, pues —dijo Kiva con un suspiro.
CAPÍTULO TREINTA Y TRES
C uando Kiva llegó por fin al palacio, notaba los pies de plomo, le
martilleaba la cabeza y necesitaba con urgencia una siesta. Pero con
el reloj contando los minutos hasta el baile, se obligó a lavarse a toda prisa,
a quitarse la sangre de Torell (le extrañaba que nadie se hubiera fijado en
ella por el camino) y a ponerse el vestido.
Mirryn le había enviado la máscara, tal y como prometió, y aunque la
delicada pieza brillante era preciosa, no se podía comparar con la obra de
arte que era el vestido de Kiva.
Hecho por completo de seda de un oro pálido, el corpiño lucía un escote
bajo y se le ceñía bien a la cintura para luego expandirse como líquido hasta
el suelo. El efecto resultaba espectacular gracias al luminio trenzado, que
brillaba como pequeñas motas de luz. El vestido (y Kiva) eran más que
radiantes.
Ataviada con la intrincada máscara y las zapatillas relucientes, cuando
Kiva se miró en el espejo antes de salir del dormitorio no se pudo creer lo
que veía: apenas se reconocía.
«¿Qué estoy haciendo?», susurró, completamente paralizada. Pero
entonces sonó un golpe en la puerta y se sobresaltó. Atravesó corriendo la
habitación para responder.
Al otro lado estaba Jaren, vestido de un negro formal de la cabeza a los
pies, con espirales y remolinos de oro bordado por el collar de la camisa y
las costuras de la chaqueta. Kiva ansiaba acariciar el bordado con los dedos.
Ansiaba acariciarlo a él.
Desde las botas negras hasta la máscara negra y dorada, Jaren estaba
magnífico y, por mucho que lo intentase, Kiva no pudo apartar los ojos del
príncipe.
Aunque tampoco lo intentó demasiado, sobre todo al ver cómo el propio
Jaren la miraba a ella con el mismo descaro.
El calor se acumuló en su estómago al captar el deseo en su rostro, el
ansia pura que solo se intensificó cuando la miró despacio, como una
caricia suavísima y dulce. Kiva notaba que se le derretía la piel de los
huesos, que cada parte de su ser palpitaba de repente con deseo, con
necesidad…
Y entonces Naari entró en la habitación.
Kiva retrocedió de un salto, como si la hubieran descubierto haciendo
algo malo. Jadeaba un poco, se sentía como si acabara de echar una carrera
por el patio de entrenamiento. Estaba avergonzada por su reacción, pero
también experimentaba una atracción magnética hacia el príncipe.
—¿Lista para la fiesta? —preguntó Naari sin captar la tensión en el
dormitorio—. ¿Dónde está Tipp?
Kiva se quitó de encima todo el estupor que pudo.
—Está… eh…
Buscó una respuesta. En el camino de vuelta había estado tan preocupada
por regresar al palacio que no se había planteado qué excusa podría ofrecer.
Tenía en la punta de la lengua decir que había enfermado, pero Naari y
Jaren querrían ver cómo estaba. También sabían que Kiva no se apartaría de
su lado si ese fuera el caso.
—Ha ido contigo a Silverthorn, ¿no? —la presionó Naari, lo que le
recordó que había guardias vigilando la calle del Río. Pero, al parecer, sus
ojos habían estado distraídos ese día, ya que se habían perdido el secuestro
en el camino de la academia—. ¿Habéis regresado juntos?
Naari tardaría dos segundos en descubrir si Kiva mentía, ya que mucha
gente, incluidos los guardias de la puerta, la habían visto volver sola. Se
humedeció los labios antes de responder.
—Fue su primera vez allí y quería quedarse un rato más. Rhessinda, mi
amiga la sanadora, se ofreció a enseñarle el lugar por completo mientras yo
regresaba a vestirme.
Naari frunció el ceño hacia la puerta abierta del dormitorio de Tipp, pero
se encogió de hombros.
—Estaré pendiente y te avisaré en cuanto vuelva.
Kiva notó el estómago revuelto, pero le dio las gracias. Solo tenía que dar
excusas hasta la mañana. Luego podría hablar con Tipp y, con suerte, lo
convencería para que le guardara el secreto.
—Estás guapa, por cierto —le dijo Naari.
Jaren soltó un sonido estrangulado, el primero que había proferido desde
su llegada, pero Kiva no apartó la mirada de Naari.
—Tú también.
La guardia lucía su negro habitual, pero había cambiado la armadura de
cuero por un traje pantalón con los puños y el cuello bordados con un hilo
fino de oro, como si hubiera pensado en el último momento en seguir el
color propuesto por Mirryn. Para rematar su conjunto, Naari llevaba una
máscara sencilla pero delicada; las motas doradas resaltaban en un contraste
claro con su piel oscura.
—No me gusta este tipo de eventos —declaró mientras se pasaba las
manos por los costados—. Solo puedo esconder un número limitado de
armas en este modelito.
Kiva abrió mucho los ojos, ya que no veía ninguna arma en Naari y tenía
miedo de preguntar dónde las había conseguido esconder exactamente.
Sabía que Jaren llevaba una daga en la cintura; había entrevisto el brillo del
acero bajo la chaqueta cuando abrió la puerta. Aparte de eso, también
parecía ir desarmado.
—Pero como cada guardia real debe patrullar esta noche —prosiguió
Naari— y Mirryn me ha ordenado que me tome la noche libre, supongo que
tendré que aguantarme. —Puso cara de descontento—. Da igual. ¿Nos
vamos?
No esperó a que respondieran antes de salir por la puerta. Kiva hizo
amago de seguirla, pero Jaren la agarró por el antebrazo para detenerla.
—Naari se equivoca —dijo con voz ronca. Sus ojos azules y dorados
abrían un sendero de llamas allá donde tocaban la piel de Kiva—. No estás
guapa. —Se inclinó y Kiva contuvo la respiración cuando Jaren plantó los
labios justo debajo de su oreja para susurrar—: Estás exquisita. Eres
exquisita.
—Es por el vestido —respondió Kiva, temblorosa.
Jaren se rio. Su aliento sobre la piel le puso la piel de gallina.
—Confía en mí, no es el vestido.
—¿Venís o qué? —llamó Naari desde el pasillo.
Jaren se apartó con una maldición entre dientes.
—¿Crees que a alguien le importaría si mato a mi Escudo Dorado?
Kiva contuvo una sonrisa.
—¿Hipotéticamente hablando?
—Claro. Digamos que sí.
—¡Puedo oíros! —exclamó la interpelada.
Jaren suspiró y posó una mano en la espalda de Kiva para guiarla hasta la
puerta.
—A lo mejor no es tan hipotético —dijo por lo bajo.