Tú de Marte y yo de sábados

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Tú de Marte

y
yo de sábados
Dona Ter
Tú de Marte y yo de sábados; Dona Ter.
© Registro de la propiedad intelectual de Galicia, nº: CGA-000188-2021
Diseño portada: Dona Ter
Imagen portada: Shutterstock
Corrección: Elisa Mayo
Edición: Noviembre 2021

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la


autorización escrita y legal de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
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por email o préstamos públicos.
En Spotify encontrareis una lista de reproducción
(Tú de Marte y yo de sábados)
con las canciones que se citan en el libro.
A todos aquellos que el miedo
ha convertido en valientes.
La vida no es la que uno vivió,
sino la que recuerda
y cómo la recuerda para contarla.
Gabriel García Márquez

¿Y si, después de todo, resulta que las pistas eran el tesoro?


Guille Galván
Índice

Índice
Sinopsis
Prólogo
1 Resurgir
2 Marciana
3 Sesenta minutos
PISTA 1
I Entre las cuerdas (Lion)
II La misión
4 Cincuenta y cinco minutos
PISTA 2
III Su espíritu será mi guía
IV La primera vez
V La cabaña
VI Empezar de nuevo
VII ¿De qué quieres vengarte? (Lion)
5 Cincuenta minutos
PISTA 3
VIII Feng Shui a la inglesa
IX El plan
X Barcos
XI Doyle
XII El mejor sitio de la zona
XIII Ella (Lion)
6 Cuarenta y seis minutos
PISTA 4
XIV Palabra del viejoSam
XV Más que las arañas, menos que la pizza
XVI Feliz Navidad
XVII Algo dormido (Lion)
7 Cuarenta y tres minutos
PISTA 5
XVIII Daisy
XIX Contigo, solo Liam
XX Gritar en silencio (Liam)
8 Treinta y nueve minutos
PISTA 6
XXI Sitiados
XXII Ni se te ocurra
XXIII No quiero casarme contigo
XXIV Un desastre inolvidable
XV Sustituido por Frozen
XXVI Salta (Liam)
9 Treinta y dos minutos
PISTA 7
XXVII Al alba
XXVIII Candy
XXIX Viento divino
XXX Una pequeña victoria
XXXI Los besos se inventaron…
XXXII Tú de Marte y yo de sábados
XXXIII Canciones y amor
XXXIV Aquel mundo no es el mío
XXXV Ese rincón del que ya no hay vuelta atrás
XXXVI Hada de azúcar
XXXVII Algo estúpido como una cita
XXXVIII Como suenan los sentimientos
XXXIX Felicidad (Liam)
10 Veinte minutos
PISTA 8
XL El amor, una bestia con garras
XLI Traicionado (Liam)
XLII Distinta
XLIII Solo (Liam)
XLIV Estar enfadado es lo fácil
11 Siete minutos
PISTA 9
12 Fuera de tiempo
13 Bienvenido a casa
PISTA 10
Epílogo
Agradecimientos
Otros libros de la autora
Sinopsis

Lionheart, la estrella de rock, está en horas bajas.


Lionheart está entre las cuerdas, pero le han dado una solución a sus
problemas.
Candy tiene una misión: obligar a Lionheart a escribir un villancico para
la estrella del momento, Nala.
Cuatro notas y un estribillo pegadizo que haga que los de la discográfica
no lo denuncien. Si Lionheart no cumple con este ultimátum, será el fin de
su carrera y la de su representante (incluidos los trabajadores, entre ellos,
Candy). Por eso está dispuesta a todo.
Diecisiete días para escribir una canción.
Diecisiete días juntos.
Diecisiete días de Navidad en noviembre.
Para las amantes de las películas navideñas y de los músicos
atormentados.
Prólogo

Julio 2018

El aire huele a café.


De fondo hay una cacofonía de voces, la acompañan el pasar la página
del periódico del señor que está sentado a mi espalda y la cafetera que, a
estas horas de la tarde, resopla exhausta.
Alzo la mirada hacia él. Si no fuera porque me encuentro así desde que
nos hemos tropezado, diría que estoy incubando un virus. Calor, fatiga, me
cuesta respirar, tengo la cabeza espesa y el estómago como si estuviera
centrifugando un par de mantas. Y él… Dios, creo que nunca lo había visto
tan bien. Tan entero, brilla de una forma que soy incapaz de explicar. Ni de
asumir.
Vuelvo la vista hacia los papeles que esperan pacientes sobre la mesa de
esta cafetería. Dudo que fueran creadas para este tipo de situaciones. La
madera fue pulida y preparada para soportar el peso de tazas y platos, para
recibir salpicaduras de café, ser cielo para las constelaciones de migas de
scones o un lienzo para el polvo de azúcar. Para ser oyentes discretas de
palabras susurradas, testigos de ese primer contacto que nace en el dedo y
se siente en el estómago. Pero no para esto. No para unos papeles. Por más
que los miro, las palabras bailan entre ellas, se juntan, se mezclan, me
tienen confundida. No lo esperaba. De hecho, no esperaba verlo de nuevo.
Todo vuelve tan fresco como si estuviera allí mismo otra vez. La nieve.
Las risas, las pocas expectativas. La locura. La magia.
«No puedo».
Mi latido se asemeja al chirrido que hace la silla cuando me levanto de
golpe. «No puedo».
—Candy, por favor… —El sutil cambio en su tono de voz hace que me
estremezca—. Es una oportunidad para ti.
También acuden los malos recuerdos. El silencio. La decepción.
Y detrás de todo, apurado y con resuello, grita ese viejo sueño porque, si
algo tiene, es que no le importa ser el último, es de los que no abandona.
Me doy la vuelta, cojo el boli y estampo mi firma. Las oportunidades
esperan en cualquier esquina y parece que yo acabo de cruzarme con una.
—No te arrepentirás —murmura. No sé si es una promesa para él o para
mí.
Quiero contestar. Las palabras se forman en mi cabeza, solo tengo que
abrir y saldrán con el mismo aire… pero aprieto los labios con fuerza por
miedo a decir algo de lo que me arrepienta. Estoy confusa. Soy una bomba
que puede estallar en cualquier momento. No me gusta esa metáfora,
prefiero pensar que soy una oruga a punto de romper la crisálida y echar a
volar.
1 Resurgir

Diciembre 2018

Subo las escaleras del centro comercial con la mirada bailando de aquí para
allá, como lo haría alguien de seguridad, vigilando cada rincón. No busco
nada en concreto, o puede que sí, una señal que me diga: «Anda, date la
vuelta, que aún estás a tiempo». Un mensaje que como la mona, por mucho
que cambie de vestido… Aquí, «la mona» es la misma que se lleva
repitiendo en mi mente desde hace días: es una locura. Sigo ignorándola
como he hecho mientras me vestía o esperando el bus que me ha traído
hasta aquí. Pero en lugar de encontrar mensajes de alarma, todo lo que me
rodea son señales, o eso quiero creer. La última ha sido que me cayera un
copo de nieve justo al bajar del bus y lo han seguido unos cuantos en el
corto trayecto que hay desde la parada hasta la entrada de Harrods.
Hay bullicio, pero en estas fechas de principios de diciembre, siempre lo
está. Suena un villancico, Baby, Please Come Home, de U2, pero me niego
a tomarlo como una señal. Ni a él ni a la letra —recuerdo cuando estuviste
aquí y toda la diversión que tuvimos el año pasado. Veo brillar las luces en
el árbol, deberías estar aquí, nena, por favor, ven a casa—. Se supone que
las señales son «marcas» que desentonan en el momento y en el tiempo,
pero a tres semanas de la Navidad, una canción no lo es. Como me suele
pasar cuando estoy nerviosa, se me escapa la risa. Esa floja, difuminada y
absurda, que no llega a ser sonrisa porque, aunque ya te importa poco lo
que opinan los demás, lo de reírte sola aún te da cierto reparo. Puedo contar
con los dedos de una mano las veces que he estado en este estado de
histeria.
A medida que voy ascendiendo por las escaleras mecánicas el ruido de
voces va aumentando, no me extraña que la mayoría sean femeninas.
Cuando llego a la última planta, me muerdo el carrillo, hay una cola
tremenda. Mis piernas se quedan clavadas, dudando por primera vez de
seguir con el plan, aunque no por mucho tiempo porque estoy
obstaculizando el paso y pronto empiezan los empujones. Me recuerda a
cuando fuimos a Disneyland para mi décimo cumpleaños, un «pardon»
educado, pero el empujón ya te lo he dado. Salgo del aturdimiento y sigo
adelante.
Voy en dirección contraria al resto, prefiero echar un vistazo antes. Soy
buena improvisando. Me gustan las hipótesis, trazar posibilidades… y en
esta he invertido gran parte de los últimos días. En total, ¿qué…?, ¿lo he
imaginado como unas mil veces? Y en cada una de ellas ha ocurrido algo
distinto. Así que me dejo llevar. Me entretengo con los escaparates aunque
mis ojos estén más pendientes de la cola que cada vez es más larga. Al
pasar por delante de la tienda de golosinas no dudo en entrar y comprarme
una bolsa más que generosa de M&M’s. «El chocolate contiene un
compuesto que libera las mismas endorfinas que el sexo, lo cual produce
placer en el cerebro. Es un buen sustituto…». Ay, los recuerdos… son como
esa niña petarda y sabionda que a la mínima levanta la mano y, sin permiso
de la profesora, habla para demostrar que es lista y que tiene buena
memoria. ¡Como si me permitiera olvidarlo! Pero algunos recuerdos son
como el chocolate y el sexo, también deben tener ese compuesto que libera
endorfinas y te hace sentir bien.
Llevo ya más de hora y media matando el tiempo. Aunque he
aprovechado para hacer algunas compras, como un puzle para Blue y unos
pendientes para mi madre, es justo cuando salgo de la joyería que lo veo.
¡Como para no hacerlo! Yo no soy mucho de números, pero el cartel debe
de medir como… yo que sé, mucho. La pancarta baja del techo y casi toca
el suelo. Estoy a una distancia justa para no tener que subir y bajar la
mirada, tengo el encuadre perfecto. No soy consciente de que me quedo de
nuevo encerada, como uno de esos personajes que ocupan el museo de cera
y que me dan tanta grima. Ni del tiempo que pasa, ni de que alguien se sitúa
a mi lado, solo me percato de su presencia cuando me habla. Estoy
sufriendo un clarísimo Síndrome de Stendhal[1].
—Espectacular, ¿verdad? —Asiento. Creo que, si intentara abrir la boca,
solo saldrían suspiros y prefiero no ponerme más en ridículo. Mi silencio le
da pie a seguir—. No puedo apartar los ojos de él, creo que realmente está
dormido. Parece relajado, feliz. Dudo que se pueda fingir esa carita.
¿Imaginas tener la oportunidad de poder fotografiarlo en un momento así?
El cartel es una foto en blanco y negro. En ella se lo ve a él, a la estrella
de rock, Lionheart, en primer plano, desnudo y en posición fetal. La postura
y el juego de luces y sombras hace que no se vea nada, pero todo se intuye.
Está sobre una alfombra y, detrás de él, hay una gran chimenea encendida.
En letras de un azul carbón: «Resurgir». En el inferior, hay una faja negra:
Tú de Marte y yo de sábados, nuevo disco de Lionheart.
A la venta el 7 de diciembre.
—¿Imaginarlo…? Como si hubiera sido yo —consigo balbucear cuando
yo también «resurjo» y vuelvo a la realidad.
—Seguro que fue una mujer. No me preguntes cómo, pero se nota. No
solo por ese aire de paz post-coito, hay algo más… Algo que solo podría ser
capaz de plasmar alguien con una sensibilidad especial. Me atrevería a decir
que hasta enamorada.
2 Marciana

Esa vocecita de niña de El exorcista va gritando que huya, que estoy a


tiempo. Se repite más que… la única comparación que me sale es la de
aquella vez que mi madre, recién llegada de sus vacaciones en la isla de
Lewis, se le ocurrió prepararnos haggis, el típico plato escocés para cenar
—no creo que falte añadir más—. Pero mis pies siguen anclados.
Resistentes. Llevo más de tres horas aquí metida, dando vueltas. Después
de charlar un ratito más con Summer, la chica del cartel, ella se ha dirigido
a la cola y yo me he acercado a uno de los guardias de seguridad y le he
preguntado si el evento tenía hora de cierre, me ha sonreído y me ha dicho
que no me preocupara, que no se iría nadie sin su «disco firmado». Harta ya
de disimular y con dolor de pies, he decidido dejar de esconderme y asumir
a lo que he venido: a que el famoso Lionheart me firme su nuevo disco.

Creo que todas vamos un poco aceleradas. Es curioso oír las conversaciones
de las demás mientras me entretengo leyendo lo que se comenta de él en las
redes. Lo han llevado todo en un secretismo total, ni ha habido single de
lanzamiento. Hasta hoy solo se conocía la carátula del álbum. Supongo que
han jugado la baza de crear la mayor expectación posible y, por lo que he
visto, y leo, lo han conseguido. Lionheart lleva todo el día de firmas y
mañana da un concierto de presentación en el famoso The Dublin Castle,
donde empezó su carrera. Solo está invitada la prensa y veinte personas que
han sido seleccionadas a través de sorteos que han hecho entre los
seguidores de sus redes y el club de fans. Sería increíble poder ir, pero ni lo
intenté. Me conformo con un disco firmado. Aunque prefiero no pensar en
cómo voy a conseguirlo. Cuando alzo la vista del móvil veo que en nada es
mi turno. Tengo a media docena de personas delante, de distintas edades,
sexo, y hasta gustos, pero supongo que la música es de esas cosas que une a
la gente sin distinciones de nada. Tengo calor, hace rato que me he quitado
la bufanda y la chaqueta. Para hacer más amena la espera, un par de
azafatos nos han regalado una botellita de agua, junto con unas banderitas
negras con su escudo y un panfleto; en una cara está la carátula del disco y
en la otra, la misma imagen del cartel con la gira de conciertos. Cuento más
de veinte y un calorcito de orgullo se me instala en el pecho.
Tres personas más y me tocará. Evito mirar hacia él, solo me he
permitido hacerlo dos veces y de refilón. El corazón me late veloz, la
vocecita de las narices sigue a su rollo como un chamán implorando a los
dioses y yo me abanico con el panfleto tan rápido que temo que en nada
emprenderé el vuelo.
Solo hay dos chicas delante de mí. Aprovecho que me hacen de escudo
para observar el procedimiento. Lionheart está sentado en un taburete alto,
frente a una mesa redonda. Detrás de él, vuelve a haber un enorme cartel, en
esta ocasión, con la portada del álbum. También es en blanco y negro, sale
él desnudo —o se intuye—, sentado en un sillón, con la cabeza gacha y
tocando la guitarra. En la esquina derecha, se ve la parte de una mesa donde
hay dos copas de vino, y solo los más perspicaces y curiosos se percatarán
del sujetador negro que hay sobre la alfombra, al fondo de la imagen.
Lionheart casi ni levanta la vista, pide el nombre, firma y entonces sí
alza la cabeza, sonríe y la persona de turno se pone a su lado para hacerse
una foto.
Miro por encima del hombro para ver si queda mucha gente detrás de
mí, calculo que una veintena. Supongo que llevan tanto rato que hablan
entre ellas, por un momento divago sobre la gente que ha hecho amistades
haciendo cola o las que se habrán enamorado.
—Señorita, es su turno —me dice un guardia de seguridad, sacándome
de mi ensimismamiento.
Me doy la vuelta y choco con la realidad. Por fin me decido. Ahora sí.
Por fin. «Vocecita, vámonos tú y yo a tomar un par de tequilas». Ahora sí
que estoy convencida de marcharme, ahora sí. Cuando ya es demasiado
tarde. Cuando ya no puedo hacerlo. Cuando una mirada de océano me
envuelve en la distancia, calentándome por dentro. El gesto de Lionheart es
de sorpresa, pero también hay algo en ese brillo cansado y es… jactancia.
Creo que sabía o, como mínimo, esperaba que viniera.
El guardia de seguridad me invita, con un carraspeo, a que avance. Debe
de estar hasta las narices de aguantar los grititos de las fans. Me acerco sin
vacilación.
—Marciana… —me llama en un susurro, estremeciéndome de pies a
cabeza.
—Quiero que me firmes el disco —pido y mi voz suena segura aunque
por dentro me esté derritiendo. Creí que nunca más volvería a escuchar ese
apelativo.
—¿No es suficiente con que te lo dedique? —Arquea las cejas y nuestras
miradas se quedan atrapadas, dejándonos suspendidos de ese hilo de
recuerdos—. Ven aquí, joder. —Rompe el momento, se pone en pie y tira de
mí.
«No me abraces. Nomeabraces —pido, más bien le grito, mentalmente
—, no me abraces…, no… dejes de hacerlo». Dios, es que no hay mejor
sensación en el mundo que la de desaparecer entre sus brazos. Cierro los
ojos y dejo que emerjan un millón de sensaciones olvidadas. Su actitud es
tan fuera de lo normal que el corrillo de voces empieza a ser remarcable,
pero lo ignoramos a conciencia. Hemos volado demasiado lejos como para
que nos afecte. Escondo la nariz en su cuello, es como destapar un frasco de
perfume después de mucho tiempo. Su olor me es familiar, me hace sentir a
salvo. Y perdida.
—¡Lo has conseguido!
—Se lo debo todo a mi musa.
—No sabes lo feliz que me hace.
—Me alegro tanto de verte. —Se aparta un poco, lo suficiente para
poder vernos. Había olvidado lo letal que puede ser en las distancias cortas
—. Mierda, te juro que, si ahora mismo estuviéramos solos, te besaba. —La
carcajada que suelto resuena contra su camisa, pero termino con un suspiro.
Al final, tener público sí nos afecta—. Tendrás que imaginarlo, que te cojo
la cara, que tiro del labio inferior, que te beso… —murmura contra mi pelo.
Lo imagino. Lo siento. La suavidad con la que rozan los míos, el calor
que desprenden, su sabor… el gemido que se le traba en la garganta y que
tan loca me pone… Ah, la fuerza de la imaginación que, a veces, es más
poderosa que un beso real.
—Puedo sentirlo —admito, quitándole el mute a mis pensamientos como
ha hecho él.
—Y yo.
El cuchicheo va en aumento, ha pasado de ser algo parecido al zumbido
de las abejas a estar al lado de un altavoz en uno de sus conciertos.
Haciendo uso de toda nuestra fuerza de voluntad, nos separamos del todo.
Se pasa la mano por el pelo, de reojo, echa un vistazo a la cola y después su
atención recae de nuevo en mí. Yo solo puedo fijarme en su boca y en esos
labios con los que llevo tiempo soñando. Día y noche. Queriendo y sin
querer.
—Eh… Mierda, no era así como lo había imaginado.
—¿Habías imaginado esto? —Asiente y se le escapa un conato de
sonrisa por la comisura de la boca.
—Tenía una frase para cuando volviera a verte. Estudiada, cómica sin
pasarse, hasta con un toque romántico. Pero, joder, ni me acuerdo…
—Una lástima. —Chasqueo la lengua, con los labios curvados en un
gesto coqueto.
He fantaseado con esta escena como un millar de veces pero, como suele
ocurrir, la vida siempre se las ingenia para dar con la opción más
inesperada.
—¿No vas a darme ninguna oportunidad?
—No sé si la mereces. ¿Qué harías con ella?
—Si estás aquí es porque quieres darla —contesta insolente, sin
responderme.
—No des nada por sentado. ¡Ni yo sé qué hago aquí! —Me encojo de
hombros.
—Supongo que lo que la nieve unió…
—Eso ha sonado demasiado pastelón, señor rey del rock.
Suelta una carcajada llamando más la atención. Cuando vemos el flash
de un par de móviles, se sienta de nuevo en el taburete. Qué cansinos, por
Dios, dos minutos de esa fama y ya tengo ganas de huir. Cada vez lo
entiendo más.
—Dime que puedes esperar a que termine con esto… Que podemos
festejarlo como merecemos.
—No sé si es buena idea —lo interrumpo. Las ganas de marcharme son
igual de fuertes que las de quedarme.
—Por favor… Dame cuarenta y dos minutos.
—¿Cuarenta y dos? —repito, arqueando una ceja.
—Vale, puede que necesite algunos más de introducción. ¿Me regalas
sesenta? —Su sonrisa es como la de mi hija Blue pidiéndome helado antes
de cenar.
¿A quién pretendo engañar? Si he esperado a ser de las últimas, era para
tener esta opción. Este es mi autorregalo de Navidad. Volver a verlo.
Perdonar y aceptar los recuerdos. Todo lo que ocurra de más lo aceptaré
como un plus por haberme atrevido.
—Una hora. Concedido.
—¿Una foto? —nos sugiere la fotógrafa, en una clara invitación a
terminar mi turno y dejar sitio al siguiente. Nos han contado que después
las subirán a la página web donde podrán descargarse de forma gratuita.
—Eh… —dudo—. Tú y yo no es que tengamos muy buena relación con
las fotos.
—Venga —me interrumpe Lionheart y se pone de nuevo en pie.
—Estabas mejor sentadito… —Pero mi voz muere al sentir cómo su
brazo me rodea la cintura. El pulgar, no sé si adrede, se cuela bajo el jersey
y me acaricia la piel. Quien dice acariciar dice abrasar.
Alzo la cabeza hacia él justo cuando oigo un par de clics. Su mirada me
eclipsa y los recuerdos que se agolpan en mi mente me dejan noqueada por
unos minutos en los que no soy del todo consciente de lo que ocurre a
continuación. Me acompaña hasta detrás del cartel, que da a una sala, y me
pide que tenga paciencia, que termina lo antes posible.
—Pero ¿y mi disco? —digo cuando lo veo marcharse.
—Luego, ahora soy incapaz de escribir algo más que «con cariño,
Lion». —Me guiña un ojo antes de irse.
—Jones, qué sorpresa. —La voz de barítono me hace pegar un respingo
y salir de mi estado letárgico. Al darme la vuelta, me encuentro con
Stewart, su representante—. No esperaba verte aquí.
—Ya, ha sido una decisión de última hora —miento y, por cómo sonríe,
sé que no lo he engañado—. ¿Crees que tiene para mucho?
—Media hora… o menos. Solo le faltaba un aliciente más para tener
ganas de terminar cuanto antes.
—Eh… ¿lo siento? —murmuro. Con él nunca estoy segura, porque sus
frases siempre se pueden interpretar de varias formas.
—Supongo es un buen momento para darte las gracias, dudo que
estuviéramos aquí si no es por ti.
Sus palabras se me retuercen por dentro y, al contestar, saco a la mamá
osa que llevo dentro:
—Es él quien ha compuesto el disco, yo no he hecho nada.
3 Sesenta minutos

Diecisiete minutos, cronometrados. Llega a tardar un par más y me voy,


esperar junto a mi exjefe estaba acabando con mi paciencia. Al terminar, ni
se ha despedido de él. Lion me ha cogido de la mano para huir por una
puerta trasera hasta un montacargas y de ahí al parking, donde nos hemos
metido en un Range Rover con los cristales tintados. Me he sentido un poco
como en una peli de James Bond, huyendo del peligro. Y aquí estamos
ahora, en un bar que no sé muy bien dónde queda, pero que es tranquilo.
Aparte de nosotros, solo hay una mesa más ocupada.
—¿Una sidra? —pregunta mientras me quito la chaqueta—. Tienen
Whistable Bay.
—¿Te acuerdas de eso? —respondo algo desconcertada, no solo por sus
palabras, sino por la canción que se oye de fondo. Es Sunset Sons cantando
el estribillo de Remember. «Pasármelo bien contigo no era tan extraño, pero
nunca podremos ser más que una cicatriz abierta».
—No tienes ni idea de todo lo que dejaste allí —dice al tiempo que se da
la vuelta y va hacia la barra, por lo que, por un momento, dudo de si lo he
oído bien.
«¡Se acuerda!
»¿Y por qué no iba a hacerlo cuando yo también lo hago?».
—Te veo bien —murmuro cuando se sienta frente a mí y le doy un sorbo
a la sidra para disimular el repaso que le hago.
Se ha cortado el pelo, ya no lo lleva por los hombros, ahora es una
cascada escalada hasta las orejas y más cortito en la parte de atrás. Vaqueros
negros, a conjunto con una camiseta del mismo color y, encima, una camisa
vaquera… Todo marca su cuerpo evidenciando que sigue en forma. Está
imponente.
—Me siento bien.
Durante un par o tres de tragos hablamos de banalidades, rompiendo el
hielo a hachazos. Es tan natural estar juntos tomando algo sin importar el
tema, que el espacio que nos separa es estrecho, pero lo que ha ocurrido en
este último año lo ha hecho profundo como un abismo. Además sé que
ahora mismo necesita un tiempo para desprenderse del traje de estrella de
rock, recuerdo que me contó que las firmas lo agotaban y lo dejaban lelo.
Ahora es su turno de observarme. Siento su mirada recorrer mi pelo,
aunque esta mañana me peiné a conciencia y hasta me pasé las planchas
prefiero no pensar en su estado después de todo el día de nervios y del calor
que he pasado en Harrods. Sigue descendiendo hacia mis ojos, la nariz y se
detiene en mi boca lo que me parece una eternidad antes de continuar. Es
como si me besara en la distancia, puedo sentir el recorrido de fuego que
hace sobre mi piel. No me he arreglado mucho, pero eso no quiere decir que
no haya estudiado el conjunto buscando estar sexi. Llevo un jersey de
cuello de pico violeta, vaqueros ceñidos y botas hasta la rodilla.
Poco después, cuando su postura ya es más relajada, saca el disco del
bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué te parece, te gusta cómo ha quedado?
Levanta la caja del cedé que tiene en la mano para que la vea bien. Es
una edición de lujo; de cartón duro. Se la cojo y le doy un par de vueltas,
después saco el librito.
—Me encanta. Sabía que lo conseguirías. —Alzo mi vaso y brindamos.
—Ya, creo que eres la única. Pero no sé de qué me extraño, eres la que
cree al viejoSam y al pastor.
—¡Los dos tenían razón! —Ríe y me desconcierta la facilidad en la que
volvemos a ser—. Reconozco que cuando me enteré del título que le has
puesto me cabreé un poco —admito, pasando el pulgar sobre las letras de
Tú de Marte y yo de sábados, como si pudiera acariciar los recuerdos.
—¿Y eso? —Frunce el ceño, sorprendido.
—Porque sentí que me robabas algo mío, algo solo nuestro. Pero con el
paso de los días lo veo un gesto bonito. Aunque creo que os habéis pasado
con las fotos… Casi me da un infarto cuando he visto el cartel.
—Ya… —Ríe. Más que oírla, la siento en el pecho. Es un pequeño
temblor, como un trueno en la lejanía—. Había que volver a lo grande. Yo
pensaba que con hacer diez canciones sería suficiente, pero ya ves…
—La idea es buena. Y la imagen de resurgir, el fuego; tú, en posición
fetal… está muy bien encontrada. Felicita a Holly, es una muy buena
campaña de marketing.
—Todo el mérito es de la fotógrafa. —Brindamos de nuevo. Con la
punta de la lengua se lleva los restos de pinta que le han quedado en los
labios. Aparto la vista, afectada por los recuerdos.
—Mientras hacía la cola he estado mirando las redes, parece que está
gustando mucho.
—Estoy feliz con el resultado, he conseguido hacer el disco que llevaba
mucho tiempo deseando hacer. Stewart me ha ido informando, habla de
éxito. —Y tanto que lo es; hace un año, su carrera se consideraba acabada
hasta el punto de que la discográfica quería denunciarlo por incumplimiento
de contrato—. Yo prefiero tomarlo con calma. Ya he avisado de que todo
fluya más relajado. Haré pocos conciertos y en los sitios que han sido
míticos para mi carrera. Una forma de despedirme porque nada volverá a
ser como antes. Eso lo tengo claro, mis prioridades y necesidades han
cambiado.
—He visto que el último concierto es en el Music Hall Wilton. ¡Lo
conseguiste!
Es el recinto de conciertos más antiguo del mundo, data de 1743.
Primero fue una cervecería y, en 1800, se convirtió en una sala de música.
Hoy, es un edificio protegido donde se celebran conciertos y algunos
eventos.
—Sí, es el broche perfecto—. Hace un pausa y se remueve en la silla—.
Había fantaseado con la idea de que vinieras, pero, después de todo, dudaba
de tener tanta suerte.
Entre nosotros nunca, o casi nunca, ha habido filtros. Siempre hemos ido
de cara. Para lo bueno y para lo malo.
—Eres mi autorregalo de Navidad.
—¿El disco? —pregunta y una sonrisa lenta y traviesa se le pinta en la
cara, sabiendo que esa no es la respuesta correcta.
—Volver a verte.
Soy directa y no solo con él. Me gusta saber a qué me enfrento y eso
ocurre si vas con la verdad por delante. Si espero eso de los demás, es
normal que yo lo ofrezca; y sí, no siempre es buena idea, pero mejor un
bofetón a tiempo que más tarde, cuando las heridas ya son más profundas.
Que sea transparente no significa que sea ingenua.
Supongo que la respuesta lo satisface, y nos da una tregua. Vuelve a
meter la mano en el bolsillo y saca unos auriculares que enchufa a su
teléfono y me tiende uno de los pinganillos. Toquetea en la pantalla hasta
que veo la portada. Él tiene privilegios, el resto de mortales tendremos que
esperar a mañana por la noche a que esté disponible en las plataformas
digitales.
—¿Quieres escuchar el disco?, ¿aquí? —A ver, lo estoy deseando, pero
esperaba hacerlo esta noche tumbada en mi cama. Sola. No con él pendiente
de cada una de mis reacciones—. Ya hemos pasado por ello y no siempre ha
salido bien.
—Olvídate del pasado.
—Ni puedo. Ni quiero. —Sus labios dibujan una media luna, encantado
con mi respuesta.
—Tengo muchas cosas que decirte y parte de ellas están aquí dentro. ¿Te
apuntas? —Él es así. Siempre dándome la última palabra, la opción, aunque
los dos sepamos que ya está todo decidido.
Como respuesta aprieto el botón del play.
PISTA 1

Me mata tu silencio.
Me mata no sentirte
en la punta de los dedos.
Siempre conmigo,
día y noche.
Siempre conmigo,
nunca me sentí solo.
Perdona por no saber
quererte bien.

Vuelve, vuelve,
apodérate de mí,
hazme tu esclavo.
Vuelve, vuelve,
prometo quererte mejor.
I Entre las cuerdas
(Lion)

Octubre 2017

Quince años siendo el número 1 en las listas de los más vendidos de los
cinco continentes.
Conciertos por todo el mundo.
Entradas agotadas en apenas unas horas.
Yo, Lionheart, que hace más de dos años que no publico ningún álbum.
Seis meses desde que compuse una canción.
Ahora quieren que escriba un villancico para la petarda esa de Nala.
Yo… que odio la Navidad.
Yo… que la música me odia.
II La misión

Noviembre 2017

—Jones, a mi despacho. Ya.


«Hay lunes y luego está este».
Al levantarme empujé con demasiado brío la silla, que soltó un gruñido
lastimero. Es lo que pasa cuando eres la becaria —y el último fichaje— que
te toca la peor mesa —esa que la pantalla queda a la vista de todo el mundo
— y la peor silla —esa que como apoyes un poco la espalda puedes acabar
en el suelo—.
Me alisé el vestido en la zona de las caderas y me atrincheré detrás de un
conato de sonrisa, escondiendo tras ella los nervios.
«Nunca es bueno que el jefe te llame a su despacho».
«¡Candy, que no has hecho nada!», me repliqué, pero mi latido seguía a
su ritmo; uno que se asemejaba a esos que hacen las tribus antes de que el
anciano gurú anuncie un cataclismo.
Esa mañana, nada más pisar la oficina, ya se intuía que algo importante
iba a suceder. Estaba más reluciente que nunca y los encargados de la
limpieza seguían por ahí haciendo horas extras voluntarias buscando una
excusa que les permitiera verlo. Otra pista muy poco sutil era cómo se
habían presentado mis compañeros a trabajar, sobre todo ellas. Al verlas se
dudaba de que asistieran a la oficina en lugar de acudir a un concierto.
Tenían toda la pinta de groupies, con sus melenas sueltas, maquillaje
extremo, faldas de cuero y camisetas entalladas con el dragón, el símbolo
de Lionheart. La estrella de rock, cliente principal de la compañía, quien no
estaba en su mejor momento. Él era el culpable de que ese lunes fuera un
completo desastre. El ambiente, con el pasar de las horas, se había ido
espesando como la niebla que cubre demasiado a menudo la ciudad de
Londres, donde se encuentran las oficinas de Stewart Management.
Lionheart tenía que haberse presentado a las diez de la mañana. Todo
estaba listo, todos estábamos esperándolo.
Pero ni se presentó a las diez.
Ni a las once.
Ni tampoco a las doce.
Su ausencia no auguraba nada bueno. Ni para él, ni para la empresa y,
por ende, para sus trabajadores. La pésima situación de la «estrella de rock»
nos arrastraría a todos sin contemplación y parecía no importarle en
absoluto. Su desplante, sin una mínima llamada de cortesía para excusarse,
había provocado la ira de Stewart. A pesar de encontrase en su despacho,
blindado por paredes de cristal, sus gritos habían retumbado —como lo
harían si hubiera estallado una bomba en la segunda guerra mundial— en
toda la oficina haciendo que cada trabajador hundiera los hombros y se
escondiera en la silla. Que antes de comer apareciera Brown, la abogada,
tampoco presagiaba nada bueno.
En cuanto dieron las doce y media, los cinco trabajadores —tres chicas y
dos chicos— nos pusimos en pie, recogimos los abrigos y salimos del
edificio sin correr, pero apresurados. Ese ritmo que coges los viernes por la
tarde o el día antes de vacaciones, cuando no han tocado ni en punto y todos
ya hemos apagado los ordenadores y estamos esperando el ascensor.
Comimos juntos en un pub cercano. Normalmente, cada uno iba por su
lado, pero ese día todos teníamos la «necesidad» de comentar lo ocurrido y,
sobre todo, hacer hipótesis de qué pasaría a partir de entonces. Johnson, uno
de los comerciales, ya estaba buscando trabajo, creo recordar que dijo que
tenía una entrevista en un par de días. Aunque las risas no cesaron en
ningún momento, las miradas hablaban de otra cosa muy distinta; todos
éramos conscientes de la precaria situación en la que nos encontrábamos
porque, si algo tiene Stewart, es que es un jefe que cree que somos una
familia unida y habla sin pelos en la lengua. Así que todos sabíamos lo que
había en juego y que el único que podía salvarnos era la maldita estrella de
rock, Lionheart. El que pasaba olímpicamente de todo, como por ejemplo
de la reunión.
Hacía algo más de año y medio que había entrado como becaria,
supliendo una baja de maternidad y, después, las tareas de secretaría cuando
Peter se fugó con su novio. Hacer tareas administrativas y ser la chica de los
recados no era mi trabajo soñado, pero pagaba las facturas.
En cuanto volvimos a nuestros puestos, Brown, la abogada —que tenía un
aire a lo Margaret Thatcher con ese peinado que hacía imposible determinar
su edad—, salió del despacho con cara de circunstancia y tecleando algo en
su teléfono.
Justo después fue cuando Stewart había dicho las palabras: «Jones, a mi
despacho. Ya».
Anduve la media docena de pasos que nos separaban. Inspiré
profundamente y solté el aire con los labios ligeramente separados. No tenía
ni idea de por qué Stewart me había llamado, pero visto cómo iba el día no
presagiaba nada bueno. Normalmente, se acercaba a nuestra mesa para
charlar, pero que me citara era algo inédito. En el último momento mis
piernas vacilaron. Me eché un vistazo rápido, las botas negras hasta la
rodilla, medias oscuras, el vestido en tonos violeta y la chaqueta de lana. Yo
no me había arreglado para la visita, llevaba mi ropa de siempre. Es que ni
se me había pasado por la cabeza ponerme «más mona» o «más rockera»,
simplemente, porque él fuera a venir. Al contrario, había estado buscando
excusas para no ir a trabajar y así evitar cruzarme con él, pero al final me
había dicho que semejante espécimen no podía gobernar mi vida.
Al entrar, el intenso olor a tabaco casi me mareó y eso que la ventana
estaba abierta, a pesar de que fuera la temperatura rondaba los diez grados y
el día era el típico londinense, áspero y tristón.
Como cada vez que me pongo nerviosa, mi sarcasmo salió a la luz y
pensé que, si me echaba, no tendría que preocuparme por encontrar otro
trabajo, moriría antes de intoxicación o de frío.
—Pasa y cierra la puerta. Necesito que leas estos papeles y los firmes —
dijo sin mirarme.
Arrugué el ceño cuando vi que era un contrato de confidencialidad. Me
senté y, como lo primero que había pensado había sido que era el finiquito
—ya se sabe que suelen echar al último que ha llegado—, pasé las tres
páginas sin detenerme siquiera a leer. Lo hice en diagonal, tanto que cuando
estampé mi firma no sabía si acababa de entregar mi cuerpo a la ciencia o
un ascenso.
—Hecho, ¿puedes contarme qué ocurre?
Stewart, que hasta entonces había estado dándome la espalda mirando
por la ventana, se volvió y se sentó en su sillón de cuero rojo.
No quiero ser indiscreta, pero me sorprendió ver su aspecto. Él siempre
iba muy arreglado y con un estilo estudiado de empresario de la música.
Temí lo peor. Tenía las ojeras muy marcadas y de tanto tocarse el pelo era
una maraña algo grasienta. Los surcos de sudor que revelaban la camisa gris
me provocaron picor en la nariz.
—Tengo una misión para ti. Eres nuestra única salida. La salvación. —
Su voz de barítono remarcó la última palabra dándole un énfasis épico de
cura predicando. En mi cabeza, oí hasta un «Aleluyaaaa» cantado por el
coro de góspel de mi madre.
—Suena… complicado como mínimo. —«Y peligroso», terminé para
mí. Nunca me he sentido ni valiente ni heroína.
—Necesitamos que Lionheart haga el puto villancico. Es nuestra única
salida. La discográfica ha sido tajante, y casi debemos estar agradecidos de
que nos hayan dado una salida, visto el fracaso que fue el intento del último
disco. El villancico para Nala y todos contentos.
—Entiendo —asentí. Tampoco era una novedad, ese día lo esperábamos
era para oír lo que había compuesto.
—Eso espero, porque vas a ser tú quien se encargue de que Lionheart
cumpla con el contrato.
—¿Yo?
—Tú. —Dos letras tan simples; una en forma de mesa de una sola pata y
la otra, sin tejado… ¿Cómo iban esas dos letras a aguantar tanta
responsabilidad con esos hándicaps?
—No lo entiendo. —Sacudí la cabeza—. Te recuerdo que solo lo he
visto una vez, y no es que fuera muy… —me detuve un momento buscando
la palabra adecuada— cordial.
—Va, eso es agua pasada.
Ya sabía yo que tarde o temprano acabaría pagando las consecuencias.
No podía quedar inmune que la recién llegada soltara todo aquello, por muy
cierto que fuera, al cliente más importante.
—Tú eres la indicada. Además, los otros van de culo con los contratos
para estas fechas y puliendo el calendario del próximo año. Pero no habrá
próximo año si no es por el puto villancico.
—Entiendo la gravedad de la situación, pero no creo que yo…
—Date la vuelta. Mira tu mesa, ¿qué ves?
—Eh, no entiendo a qué te refieres.
—Wiki… —Había empezado a llamarme así, de Wikipedia con patas, al
darse cuenta de que sabía un montón de detalles y curiosidades sobre
música—. Andamos espesos hoy, ¿eh? Estamos a día seis de noviembre y
en tu mesa ya hay un arbolito con lucecitas. Has reemplazado la taza de
Halloween por una de Rudolph, y estoy seguro de que ya has empezado a
tararear algún villancico. Esta mañana has llegado con un táper lleno de
mince pie[2] y seguro que tu madre ya ha abierto una botella de Baileys.
«Culpable, señoría». Y el fin de semana había visto Love Actually, como
indicaba mi propia tradición para empezar el invierno. Dirty Dancing era la
escogida para inaugurar el verano. Casi estuve a punto de añadir que de
botella nada, que el culín que quedaba no llegaba ni para un bautizo. Odio
cuando la gente utiliza en tu contra información revelada en condiciones…
excepcionales como en una comida de empresa que se alarga hasta horas
intempestivas de la noche y termina en un karaoke.
Durante la mañana, mientras los otros cuchicheaban sobre nuestro
futuro, yo había aprovechado una de las pausas para «decorar» mi mesa.
Cada uno tenía sus cachivaches: Patrick era de cactus, tendría como una
docena que le hacían de fortaleza y así evitaba que Stewart se sentara en su
mesa cuando se pasaba a charlar; Holly era más de fotos de sus «hermanas
Brontë», sus gatas: Charlotte, Emily y Anne. Johnson la tenía casi vacía
porque era raro que pasara por allí. Y luego estaba Judy —desde ese día
apodada Babybel por presentarse con un conjunto de cuero rojo, top y falda
a juego, enseñando una parte de su abdomen plano y blanco—, que
últimamente siempre tenía un ramo de flores frescas que le entregaban una
vez a la semana. Y el motivo por el que la oficina olía mucho mejor.
—Yo… Me gustan estas fechas.
—Por esa razón eres la candidata perfecta. Tu espíritu navideño será la
musa que Lion necesita.
La idea se fue asentando en mi cabeza y empecé con el baile de
hipótesis.
—¿Y qué esperas que haga exactamente? ¿Que me presente en su puerta
con un coro y cantarle villancicos? ¿Que me vista de Mamá Noel sexi a lo
Mariah Carey y le cante el All I want for Christmas is you? Te recuerdo que
canto fatal y me faltan otros dos motivos de peso…
—¿Ves?, tienes ideas, eres perfecta. Pero yo estaba pensando en algo
más contundente. —Abrió el primer cajón y sacó unas llaves—. El contrato
de confidencialidad que has firmado especifica claramente que lo que te
voy a decir ahora queda bajo el máximo secreto. Estas son las llaves de la
cabaña que Lion tiene en Gales. Nadie conoce la ubicación y así debe
seguir. Vas a ir allí y no volverás hasta que lo hagas con una maqueta bajo
el brazo.
—¿Quieres que lo acose… en su cabaña?
—Quiero que seas su sombra, una puta mosca cojonera. —«Suena de
maravilla»—. Lo que quieras, pero necesitamos que escriba la maldita
canción o nos vamos a la ruina. Él y nosotros. Incluida tú. ¿Entiendes?
—Entiendo, pero…
—Ni peros ni dudas —me interrumpió, pocas veces lo había visto tan
alterado—. Aquí tienes las llaves de la cabaña, la dirección está en este
papel. En el contrato que acabas de firmar, y que empiezo a creer que ni has
leído, también especifica que vas a tener una bonificación. La mitad de ella
se te va a transferir en cuanto salgas de aquí. El resto cuando vuelvas.
—¿Vuelva…? ¿Quieres que me quede allí?
—Es una medida exagerada pero necesaria. ¿Eso supone un problema,
ya sabes, en casa?
—No…, no es eso. —Era incapaz de procesar la información—.
¿Cuánto tiempo tenemos, tengo?
—Podemos apurar hasta el viernes veinticuatro, grabamos el fin de
semana y el lunes veintisiete está sonando en todas las radios.
Hice un cálculo mental.
—Sin contar hoy, ¿diecisiete días?
«¿Cuánto se tarda en escribir una canción?».
—Exacto, diecisiete días para hacer tu magia. La cabaña está
completamente aislada. El pueblo más cercano está a una media hora.
Llévate entretenimiento. Hay una sola habitación, pero tiene el estudio bien
equipado y hay un sofá-cama allí. Que no te engañe el título de cabaña, está
en un entorno privilegiado y con todos los básicos.
—No lo veo. —Seguía sin asimilar aquel giro.
—No me importa. Lo veo yo, que soy el que pago. Tómalo como unas
vacaciones pagadas.
—Esto es una auténtica locura. —Miré por la ventana, al otro lado del
cristal corrían pequeños ríos de agua, lo que realmente apetecía era
acurrucarse en mi sillón con un chocolate caliente en las manos, no salir de
exploración ni aventura. Pero por alguna razón, la idea tenía algo que me
atraía—. ¿Cuándo salgo?
—¿Ahora mismo? Vete a casa y recoge tus cosas. —Él también ladeó la
cabeza hacia el ventanal—. Iba a decirte que cogieras el Mini de la
empresa, pero será mejor que te deje mi Jeep. El último tramo es un camino
que, con este tiempo, no estará en muy buen estado. En unas tres horas
estarás allí.
—¿El Jeep?
—Sabes conducir, ¿verdad?
—Eh, sí. Nunca uno tan grande, pero sí. —Recogí las llaves del coche y
salí sin entender muy bien cómo había llegado a eso.
—Espera, te acompaño hasta el coche y te explico un par de cosas.
Después de recoger mi bolso, bajamos al parking. En un cuarto de hora
ya sabía dónde estaba todo, como la rueda de recambio —merecía un
premio por creer que pudiera ser capaz de cambiarla si fuera el caso—. Era
automático. Mi teléfono era tan viejo que no pude conectarlo, pero no
importaba. El bicho tenía su propia línea telefónica por si ocurría algo y un
GPS con la dirección de la cabaña ya programada como «Llyn».
—Significa lago en galés —especificó, pero yo estaba más pendiente de
la información que me daba la pantalla.
—Stewart, me has dicho que en unas tres horas estaría allí y aquí me da
cinco. —Tenía que haberlo imaginado, era yo la que pagaba las multas
desde que Peter, su secretario, se había fugado a Las Vegas con su último
ligue—. Aún tengo que ir a casa, hacer la maleta… ¿Pasa algo si salgo
mañana a primera hora?
—No vendrá de una noche, ¿no?
Y se fue, dejándome sola y con sus últimas palabras rondándome,
porque Stewart era de los que soltaba una frase y siempre sonaba con doble
sentido. Como entonces que parecía que decía que no, pero había un deje de
«esperemos que no sea esta noche una decisiva y por tu culpa nos vayamos
todos a la cola del paro». Odiaba cuando hacía eso.
4 Cincuenta y cinco minutos

Diciembre 2018

—Te juro que me fui a casa sin saber muy bien qué había aceptado —
admito recordando aquel día.
—Aún no sé cómo se le ocurrió semejante idea. —Ríe mientras sacude
la cabeza de un lado a otro.
—Ni yo. Nunca le pregunté quién tuvo la «iluminación».
—Fue él solito. Creo que abusa del whisky.
—Yo creo que fue el perfume de la Babybel lo que le fundió el cerebro.
—Suelta una carcajada de esas que ponen a prueba la seguridad del escudo
con el que te proteges.
—No me acordaba que la llamas así.
—Ni la menciones —murmuro con los dientes apretados. Sus dedos se
crispan, está claro que ninguno de los dos ni ha olvidado ni ha perdonado
—. En la canción hablas de la música, ¿verdad?
—Sí.
Se refiere a ella como si fuera una amante a la que no ha sabido querer y
ahora que lo abandona la echa de menos y le pide que vuelva.
—¿Continuamos? —me pide algo nervioso.
—Por favor.
PISTA 2

Cuando un ángel se cuela en tu casa,


intentas cazarlo y pedir un deseo.
Cuando la luz se cuela en tu celda,
la invitas a café.
La invitas a que se quede.

Es un meteorito,
bendito caos.
Bendita luz.
Bendita magia.

En cuanto la ves, lo sabes.


En cuanto se acerca, lo sientes.
Sabes que no saldrás ileso de una mujer así.
Es demasiada mujer para un mierda como tú.
III Su espíritu será mi guía

Noviembre 2017

Mi madre es de esas personas que, si tiene insomnio, se levanta de la cama


y, para entretenerse, suele ponerse a cocinar. Tanto le da hervir unas simples
patatas que asar un pollo u hornear dos bandejas de galletas… La cuestión
es estar entretenida en los fogones. Por eso no me sorprendí al verla allí
cuando pasaban pocos minutos de las seis de la mañana. Bostecé un
«buenos días» mientras encendía la cafetera. No dije nada sobre encontrarla
despierta, sabía muy bien el motivo que le había robado el sueño.
Se llama Harriet y es la persona más imprevisible que conozco. Nunca
sé cómo va a reaccionar. Es una payasa; de pequeña nos hizo creer, a mi
hermana y a mí, que tenía los mismos poderes que Mary Poppins. Trabaja
de secretaria en una escuela y canta en un coro de góspel. De mi padre…
pasapalabra. A lo mejor, más adelante me animo a contaros qué tipo de
persona es.
—Te he preparado sopa, tu pan, unos bocadillos y un termo con té.
Recuerda mirar bien los ingredientes de todos los productos y…
Reí, soy celíaca. Los primeros años de mi vida fueron un constante de
dolores de barriga, diarreas, estreñimiento, vómitos… hasta que por fin me
detectaron la celiaquía. Cada excursión con la escuela, cada vez que me
invitaba una amiga a su casa era un recordatorio constante de esas mismas
palabras.
—Mamá, sé qué puedo comer y qué no, aunque gracias por preparar
todo esto.
La tarde de antes me había escapado un momento al supermercado para
comprar algunas cosas para llevarme. A mí lo de cocinar no es que me
«llene» como a ella, pero con mi enfermedad aprendes que, para ir seguro,
lo mejor es hacértelo tú.
—Perdona, es que sigo sin verlo claro —murmuró, sirviéndose una taza
de té.
—Lo sé —suspiré—. Desde ayer por la tarde lo has repetido una media
de dos veces por hora.
Y sí, yo tampoco lo tenía muy claro, ni sabía qué iba a hacer cuando
llegara, ni cómo iba a motivarlo, «¡no tengo ni idea de música ni de
componer canciones!», pero no me habían dado la opción de negarme. En
el fondo, ese dinero extra nos venía muy bien. Por fin podríamos comprar
una secadora nueva, odiaba tener la ropa puesta a secar tirada por cada
rincón de la casa.
—Ese hombre ha perdido del todo el norte.
—Esperemos que sea como lo de ir en bicicleta —repliqué, intentando
sacarle hierro al asunto.
—No me vengas con mandangas, estoy segura de que ni has dormido.
Tienes ojeras. No confías en esta misión.
—Tampoco tenemos otra opción.
—Pero él… y encima en una cabaña los dos solos. Menos mal que no
me hiciste caso con lo de esos cursos de defensa.
—¿Ves?, al final me acabas de dar la razón. —Reí al imaginarme cual
ninja haciendo una llave para tumbar a Lionheart.
—Lo sé, pero siempre serás mi pequeña.
Le di un beso y me fui al baño a darme una ducha rápida y a prepararme.

Veinte minutos más tarde, me acompañó hasta la calle y cargamos la maleta


y varias bolsas en el coche. No sabía muy bien qué iba a necesitar y había
optado por un poco de todo. Parecía que me iba al fin del mundo y puede
que lo fuera. Ropa, calzado, la tablet, la cámara y comida para abastecerme
durante todo un inverno.
—Avisé de que el jueves Blue volvería a natación. Si le duele otra vez el
oído, las gotas están en su mesita. He dejado el portátil para poder hacer
videoconferencias, espero que haya buena cobertura, y…
—Mamá, sé qué tengo que hacer, aunque gracias por recodármelo —me
imitó.
—Lo siento, estoy nerviosa. Aún no me he ido y ya la echo de menos.
No he querido despertarla tan pronto, le he dejado una nota y esta tarde os
llamaré.
—Es lo único bueno de este viaje, a las dos os va a ir bien estar un poco
separadas. —Sabía que tenía razón, pero no impedía que se me partiera el
corazón al pensar en estar días sin ver a mi hija.
Cerré el maletero y preparé el GPS con la dirección.
—Candy, no tienes por qué hacerlo. No lo hagas por el dinero, nos las
vamos apañando bien. Si no estás segura, quédate. No sabes nada de ese
hombre ni de dónde está la condenada cabaña y, si te pasara algo…
—Mamá —la interrumpí y por fin me atreví a decir lo que llevaba
callándome desde ayer—, se moriría de envidia. Debo hacerlo, aunque sea
por Daisy.
Y por muy descabellada que pareciera aquella misión, en lo primero que
pensé fue en mi hermana y en cómo habría saltado histérica frente a
semejante oportunidad.
—Se volvería loca. —Rio con tristeza y la imité—. Si no fuera tan
absurdo, diría que es idea suya.
Yo también había pensado que sería muy de ella. Daisy, mi hermana dos
años mayor y la fan número uno que Lionheart hubiera tenido. Todo lo que
sé de él, de la música, era gracias a ella. Daisy ya no estaba, pero sabía que
su espíritu sería mi guía.
IV La primera vez

Diecisiete días

Cuando en la radio anunciaron que eran las ocho de la mañana hacía ya un


rato que había dejado la ciudad atrás y estaba en la M40, dirección oeste.
No recordaba la última vez que había hecho un viaje sola en coche, así que
aproveché para buscar alguna emisora chula en lugar de ir escuchando
cuentos o canciones de Disney. Pillé a Smith & Tell y me uní a ellos
gritando y moviendo la cabeza a ritmo de Toast. Por la ventanilla desfilaban
campos fértiles y sinuosas colinas recortando con su silueta el horizonte.
Las millas se sucedían a la velocidad que iban mis pensamientos. Aún me
costaba creer que iba en dirección a una cabaña para acorralar a un músico
para que escribiera un villancico. A Lionheart, nada menos. Con quien,
como mi madre se había encargado de recordarme tan a menudo como
había podido en las últimas horas, mi primer encuentro con él no había sido
precisamente… cordial.

Había ocurrido el año anterior, en un cálido día de finales de agosto.


Estábamos todos los de la oficina en el despacho del jefe, atentos al sonido
que salía de un Bang Olufsen de última edición. Lionheart por fin había
mandado la maqueta de lo que sería su próximo disco, con medio año de
retraso. La primera canción fue como… lo único que se me ocurre es decir
que era como un puñado de ñus en pleno apareamiento. Stewart la pasó sin
dejar que acabara. La segunda tampoco fue mejor. Violines, un arpa,
pájaros… No era la primera vez que acompañaba sus canciones con una
orquesta, pero aquello no sonaba ni armonioso. No había nada de Lionheart
en esas canciones. Ni su típico riff con el tintineo de las cuerdas bailando
sobre el mástil… Nada. Era más un disco de esos típicos para relajarse, pero
que no funcionaba porque la tensión de los allí presentes iba en aumento.
No hay que ser un genio en el mundo de la música para saber que aquello
era un absoluto desastre.
—Pero… ¿esto qué coño es? —preguntó Stewart entre dientes, a nadie
en particular.
Todos estábamos con la cabeza gacha, escondiendo la expresión; como
en la escuela, que crees que, si no miras al profesor, no te preguntará. Así
pasó otra canción. Pero yo era la nueva y… nunca he sabido cerrar el pico.
Se me da de lujo ponerme en ridículo, sobre todo en los peores momentos,
es como si necesitara darle vidilla a mi vida.
—No sé, pero no es él —dije sin pensar. Soy de las de «actúo y luego
pienso».
—¿Y, entonces, quién es? —replicó una voz detrás de mí. Y la reconocí
de inmediato, puede que el asfixiante silencio que nos rodeaba de repente
ayudara a identificarlo.
Lionheart estaba en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y
vestido… de lino blanco. Tanto los pantalones, la camisa y hasta el foulard.
Nada de vaqueros y camiseta negra como siempre había sido su estilo. Tuve
que mirarlo dos veces para asegurarme de que era él. Había adelgazado
mucho, hasta el punto de parecer enfermo.
—Discúlpeme, no sabía que estaba aquí —intenté excusarme. Nadie
contaba con que se pasaría por la oficina.
—No, por favor, sigue —me invitó con un gesto petulante—. Adelante,
di lo que tengas que decir, estoy deseando oírlo.
Por el rabillo del ojo vi que Patrick negaba con la cabeza. Holly también
hizo el amago y movió los ojos, pero no me detuvieron.
—No digo que sea un mal disco —empecé cordial. Puede que no tenga
filtro, pero sé ser educada—. Solo que aquí no hay nada de Lionheart.
Deberías hacerte caso y abandonar si no tienes nada que decir.
—¿Perdona? —Apoyó las manos a ambos lados de la puerta, tirando el
cuerpo hacia delante, desafiándome. Me quedó claro que Lionheart no tenía
un buen día y no era una persona a quien le gustaran las críticas.
—Fueron tus palabras. En el especial Rolling del verano de 2010, te
hicieron una entrevista después del concierto final de gira en el Albert Hall
para celebrar los diez años de carrera, y dijiste que el día que no tuvieras
nada que decir, lo dejarías.
—Pero ¿quién coño eres tú? —No pronunció, sino que escupió cada
letra.
—Lionheart, te presento a Candance, nuestra becaria. Una Wikipedia
con patas, como acabas de ver.
Me miró fijamente lo que me pareció un siglo. No sabía si estaba
pensando en mil formas de matarme o en dicha entrevista y recordando su
época gloriosa. Al final solo suspiró, movió las aletas de la nariz y se ladeó
para hablar con Stewart.
—¿Podemos hablar a solas? —le preguntó, recalcando la última palabra.
—Claro. Chicos, volved a vuestros sitios.
Salimos todos con prisas, no fui capaz de volver a mirarlo, cuando pasé
por su lado, gruñó. El portazo que dio me sacudió la columna vertebral y
todos mis chacras.

Y ahora iba de camino a su casa, a ocuparla. Estaba segura de que no me


esperaba y lo más probable es que la intromisión no le gustara en absoluto.
Lo de «vivir en una cabaña apartada de todo y de todos» ya era una señal en
sí misma.
Además, tenía que conseguir que compusiera una canción para una
niñata de dieciocho años que se había hecho famosa en un programa
televisivo imitando a Celine Dion. Tiene voz, sí, y también demasiado ego.
Pero su capricho de que fuera él quien la escribiera le daba a Lionheart la
posibilidad de salvar su culo.
Llámame perspicaz, pero tenía la intuición de que pensar que iba a ser
«complicado» era quedarse muy corto.
V La cabaña

La niebla se había levantado; la lluvia de la noche colgaba de las hojas e


inundaba de charcos el último tramo haciendo que, en cada bache, mi vejiga
recordara el litro de té que me había ido tomando. Me fiaba de lo que me
decía Gepeto, nombre con el que bauticé al GPS. Si tenía que darme
órdenes, qué menos que tutearnos.
El paisaje era fascinante, carteles con rutas marcadas que llevaban a
cascadas, muros bajos de piedra cubiertos de musgo… Y en el último tramo
solo veía pinos y, entre sus ramas, el río a mano derecha. La pista cada vez
era más estrecha, lo de estar aislado se lo había tomado al pie de la letra. De
repente, el camino terminó en una pequeña explanada y ahí estaba ella. La
cabaña, sacada directamente de uno de los cuentos de hadas que tanto le
gustaban a mi hija.
No era lo que esperaba. A ver, es una estrella de rock y estamos en
Gales, esperaba algo más grande, sin llegar a un castillo, pero no una
construcción pequeña de piedra y madera, con aspecto abandonado. Tiene
la forma de triángulo, tan marcado que el tejado casi toca el suelo. Es de
pizarra y hay montoncitos de musgo sobre él. El porche, estrecho, estaba
lleno de hojas secas.
Llamé un par de veces, primero suave y luego con más brío, hasta
dolerme los nudillos. Al final utilicé la llave. Nada más abrir la puerta, di a
un pequeño recibidor donde había multitud de chaquetas colgadas, gorros,
sombreros, y botas bajo un banco de madera, que por su aspecto debía de
ser tan viejo como la casa.
Accedí a la vivienda a través de una pesada cortina, que supuse que
hacía de cortavientos. Me recibió la calidez de una chimenea encendida, su
luz era la única que rompía la penumbra de un día insípido de otoño. Olvida
la imagen de cabañita de cazador que por un momento has imaginado y que
yo misma me había hecho al verla por fuera. Las paredes son de piedra y la
opuesta a la entrada es toda una cristalera desde el techo al suelo. El paisaje
te deja sin aliento, se ve el lago y, al fondo, las montañas nevadas. Es
engañosamente más grande de lo que parece desde fuera. En el medio de la
estancia está la chimenea como foco y centro de todo. Frente a ella, un
sillón de cuero gastado, y el sofá pegado a la pared, rodeado de estanterías
llenas de libros y vinilos. A un lado queda la cocina y al otro, unas escaleras
de caracol que llevan a la parte alta, hacia una balconada donde imaginé
que estaba la habitación. Es maravillosa, el ambiente es rústico pero con un
toque elegante, se nota que fue remodelada con dinero y con gusto. Me
tranquilizó ver que no había ninguna cabeza de oso o alce decorando las
paredes. El baño queda al lado de la entrada, donde fui antes de que mi
vejiga explotara.

Al salir, estaba terminando de abrocharme el cinturón cuando la luz que


entraba por la ventana quedó eclipsada. Al alzar la vista me quedé sin
aliento. Mis manos quedaron suspendidas sin recordar qué estaban
haciendo.
—¿Quién eres tú y qué coño haces en mi casa?
Mi don para las situaciones ridículas seguía intacto. Si la primera vez
que nos vimos fue pésima, esa era… expuesta. La estrella de rock estaba
desnuda frente a mí. Su pelo mojado dejaba caer gotitas que resbalan por su
torso, se enredaban en el vello y seguían deslizándose desvergonzadas hacia
abajo.
—¿Eres sorda?
—Eh… Estás desnudo. —Sentí cómo me nacía un suspiro en el pecho,
pero no supo encontrar el camino de salida y me alegré. Ya era
suficientemente bochornoso sin añadir más.
—Bueno, como mínimo, no eres ni ciega ni muda. ¿Quién eres? —Se
cruzó de brazos.
—Creo que será mejor que te vistas. —Mis ojos hicieron un barrido
rápido buscando algo de ropa, pero no encontré nada.
Lo había visto en un sinfín de fotos, de videoclips, de entrevistas, la
habitación que compartía con mi hermana estaba llena de pósteres de él… y
lo había visto en la oficina… pero nunca, nada ni nadie me había afectado
de ese modo.
—¿No has visto a un hombre desnudo?
No hizo amago de taparse, por el contrario, se dio la vuelta para que lo
viera bien. No es que mi historial de hombres sea largo, pero tampoco era la
primera vez; aunque admito que jamás me había quedado embobada viendo
a uno. «Si por delante se asemeja a un Dios, por detrás parece el Hércules
de Baccio». (N. de la A: Si no sabes a qué escultura me refiero, búscala. Siempre es buen
momento para ver un buen culo arte).
¿Cómo es posible que en semejante situación fuera yo la incómoda, que
iba tapada hasta con cuello vuelto y él, que iba desnudo, me mirara
desafiante?
—Eh… No, digo sí. Digo que hace frío y cogerás una pulmonía. —No
sabía ni lo que decía. Había imaginado cómo sería mi llegada, pero en
ningún caso se me había pasado por la cabeza que me recibiera como su
madre lo trajo al mundo. Eso sería más del estilo de mi hermana cuando
soñaba con él y me despertaba sin importar la hora para contármelo.
—Gracias por tu interés. O me dices quién eres o llamo a la policía.
No sabría explicar la fuerza que emanaba de él en aquel momento. Era
imponente, allí plantado, con las piernas separadas y los brazos a los lados
con los puños cerrados… como si estuviera a punto de neutralizar a un
mamut con sus propias manos. Era como un Neanderthal salido
directamente de la Edad de Piedra. Desde ese día la prehistoria me resulta
mucho más atractiva. Os juro que no sabía si salir corriendo o tirarme a sus
brazos y derrotarlo a orgasmos.
—Visto el estado del camino van a tardar un buen rato, así que será
mejor que vaya preparando un té. —Fue lo primero que se me ocurrió, mi
madre es de las que cree que una taza de té es lo mejor para cualquier
situación. Me di la vuelta y fui hasta la cocina buscando otra cosa en la que
ocupar la mente. Y la mirada.
—¿Has visto mi tamaño, y el tuyo? —Me señaló—. Podría cogerte con
una sola mano, atarte a un árbol y dejar que las alimañas te coman.
«Y luego soy yo la fantasiosa…».
—He hecho dos cursos de defensa personal, fui la primera en los dos. Y
mira, visto lo mal que te va en la música, puedes probar a escribir un
thriller, puede que se te dé mejor.
«Mierda. Decirle que su carrera se va a pique puede que no sea una
buena forma de afrontar el problema».
Apoyó los brazos sobre la encimera de madera, que hace de divisor entre
la sala y la cocina; como mínimo, así quedaba algo «tapadito».
—Te doy tres segundos. —Su voz sonó fría y exasperante.
—Soy Candance y me manda Stewart.
Sacudió la cabeza y algunas gotas salieron disparadas. El movimiento
parecía el de un perro sacudiéndose el agua, pero mucho más sexi. Mucho
más.
—Tenía que haberlo imaginado.
Se dio la vuelta para coger la manta de cuadros del sofá y se la ató a la
cintura. Fue como ver a un puro highlander salido de una de esas novelas
románticas. Siempre he creído que la sensualidad está en imaginar… y esa
manta… Me entró un calor repentino. Me empezó a sobrar el jersey de
cuello alto, la camiseta… Mientras me imaginaba quitándome la ropa,
pensé que se conservaba muy bien para la edad que tenía. Era quince años
mayor que yo, en primavera había entrado en la cuarentena. Y otro dato que
no has pedido, pero que estoy dispuesta a compartir, venía de bañarse en el
lago. El coche marcaba que estábamos a seis grados, así que el agua debía
de estar helada, pero no parecía haberle afectado mínimamente en ninguna
parte de su cuerpo.
—Tengo las llaves, no es intromisión de una propiedad privada —dije,
volviendo a la realidad.
Me gusta la gente práctica; no había hervidor pero sí una cafetera. Una
que se asemejaba más a la sala de mandos de la Enterprise, aunque por
suerte era la misma que teníamos en la oficina y sabía cómo funcionaba.
Las tazas colgaban bajo la alacena de madera. Comprobé que había agua y
café en el recipiente, que aún olía como a recién molido. La encendí.
Siempre han dicho de él que una de sus bazas es la intensidad que pone
al cantar, pero en aquel momento esa fuerza se le escapaba por los ojos y
hablaban más de rabia que de otra cosa.
—Dame un minuto.
Asentí sin mirarlo, como si la cafetera requiriese mi atención. Oí sus
pasos subir los escalones y aproveché para salir al porche por donde él
había entrado. Es de madera y se integra completamente con el paisaje, uno
que te cautiva con su belleza. En el lado izquierdo, hay una estrecha
pasarela que baja hasta el agua. Parecía recién remodelada. Lo imaginé
caminando desnudo por ella, entonces me di cuenta de que, sin ser
consciente, había memorizado cada milímetro de su cuerpo.
«Bravo, Candy, has sido capaz de superar hasta el primer encontronazo».
VI Empezar de nuevo

Cuando bajó, yo ya tenía los cafés hechos. Tenía una taza entre las manos y
la suya la había dejado sobre la mesa que había pegada a la ventana. Se
había puesto un pantalón de chándal y una sudadera.
—¿Por qué me miras así? —Su pregunta me cogió desprevenida, pues
no fui consciente de que lo observaba.
—Tu ropa… me ha sorprendido —admití.
—Verme desnudo, no, pero ¿en chándal, sí? —Dicho así… Pero era la
verdad.
—Yo… no… Es una tontería, es por aquello de pensar que las estrellas
de rock siempre llevan pantalones de cuero y camisetas negras agujereadas.
—Entonces, las modelos de Victoria´s Secret… Interesante. —Se apoyó
con la cadera en la mesa.
—Interesante es ver por donde se ha ido tu mente. —Devolví la mirada
hacia la estantería y leí distraída los lomos, como si la conversación no
fuera de lo más rara.
—Llevo aquí más un año, solo. No la culpes, es normal que busque
cómo evadirse.
Cogió la taza y antes de darle un trago, la olió. Por un momento pensé
que lo hacía buscando el rastro de alguna droga, como si temiera ser
envenenarlo, pronto descubriría que era una costumbre de él, también lo
hacía con el vino. Después de darle un trago, asintió. Se me escapó una
media sonrisa de satisfacción. No tenía ni idea de cómo le gustaba, pero
desde que sabíamos que acudiría a la oficina, aunque al final no se
presentara, me informaron de que tomaba té Earl Grey. Le gusta fuerte, dos
sobres, sin leche y una cucharada de azúcar moreno. Así que pensé que el
café también lo tomaría solo. Y por lo que parecía había acertado.
—¿Se puede saber qué has hecho aquí arriba, comerte un oso? —
murmuré. Desapareció en un parpadeo, pero llegué a verle una sonrisa.
Estaba asombrada con su aspecto. La última vez que lo había visto debía
pesar como ¿veinte o treinta kilos menos?, entonces parecía casi enfermo,
pero ahora… todo lo contrario. Me pregunté qué se sentiría cuando alguien
de su tamaño te abrazaba. Llevaba una barba de días, no era ese cuidado
con aspecto descuidado, aquella era de puro pasotismo, igual que el pelo
que le llegaba por los hombros. Más tarde comprobaría que no había ni un
solo espejo en toda la casa.
Aunque no respondió, vi cómo apretaba la taza con más fuerza. No sé
qué le sorprendía más, si mi irrupción en su remanso de paz, que no me
comportara frente él como si fuera un Dios, como debía estar
acostumbrado, o que le hablara con esa confianza cuando no nos
conocíamos de nada.
Su silencio me estaba poniendo de los nervios. Como si la misión no
fuera suficiente, cada vez que lo veía pensaba en mi hermana y en todo lo
que este hombre significaba para ella, cómo se pasaba el día tarareando sus
canciones… Abracé un instante el recuerdo y lo dejé ir, no era el momento.
Llevaba ocho años practicando este escapismo de recuerdos. Dolía, pero
cada vez resultaba más manejable. Sabía que luego llegaría un momento en
que todo explotaría y me pasaría la noche llorando para, a la mañana
siguiente, continuar. La vida sigue sin esperar a nadie.
—Sal y volvamos a empezar —dijo y su voz me devolvió a la realidad.
Recogió mi bolso que había dejado sobre la mesa y me lo tendió.
—Ja —exclamé, sentándome en el sillón. «Dios, qué cómodo»—. Me
cerrarás la puerta y no podré volver a entrar.
Frunció el ceño, pero pillé el leve movimiento que hizo su labio para
impedir sonreír.
—¿Siempre eres tan paranoica? —gruñó entre dientes.
—Admite que se te ha pasado por la cabeza.
Se acercó hasta mí buscando que su presencia me incomodara. Y lo
consiguió, pero tenía una misión y no soy de las que abandona tan
fácilmente.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Candance.
—Muy bien, Candance, ¿qué quiere Stewart? —Se sentó en la mesa
baja, frente a mí, con las piernas separadas.
De cerca sus ojos centelleaban con una fuerza que nunca he visto en
nadie más. Los tenía del tono de un cielo sin nubes y eran inquietantemente
serenos. No había duda de que Lionheart era un hombre de esos que pueden
dar toda clase de problemas, por suerte, solo estaba mirando.
—La canción —respondí, reclinándome un poco hacia adelante como si
mi respuesta fuera un secreto.
Las aletas de la nariz se le movieron al expulsar con fuerza el suspiro.
Volví a mi posición inicial con la espalda apoyada.
—Ya le dije que no puedo. No me sale nada. ¡Y menos un puto
villancico! —Lo curioso es que no lo dijo cabreado, más bien, me dio la
sensación de que estaba frustrado.
—Por eso estoy aquí. Tenemos hasta el día 24.
—¿Tenemos? —repitió.
—Sí, voy a ayudarte.
—¿Compones? —Negué con los labios apretados—. ¿Letrista?
—Tampoco.
—¿Entonces?
«Eso digo yo».
—Solo me gusta la Navidad. Los demás están liados… y soy la becaria,
así que me ha tocado el honor de ser tu peor pesadilla. Sin canción irás a los
tribunales y la indemnización te dejará sin nada. A ti y a la empresa, porque
no resistirá. Por tu culpa seis familias se quedarán en la calle, sin trabajo.
Sin Navidad. Has tenido suerte y te han ofrecido una salida. Serías idiota de
no aprovecharla.
—¿Esa va a ser tu estrategia? —Se dio una palmada en el muslo—.
¿Hacerme sentir mal? Llegas tarde para eso.
—Venga, eres Lionheart, hubo un tiempo en el que eras como Dios.
—Tú lo has dicho, «era» —puntualizó.
—Pero donde hubo fuego quedan rescoldos. Los liberaremos. —Su cara
en aquel momento era indescriptible, más tarde sabría que solo estaba
buscando mil formas de echarme.
Ladeó la cabeza para mirar hacia la chimenea, se hizo el silencio
dejando todo el protagonismo al crepitar del fuego.
—Fue una lástima que ayer no aparecieras por la oficina —seguí
diciendo, buscando romper aquel ambiente tenso—. Te perdiste un buen
espectáculo. Todo estaba reluciente, hasta los de la limpieza hicieron horas
extras esperando verte. Todos los comerciales se vistieron pensando en tu
visita, pobre Babybel, seguro que se llevó una gran decepción. —Me callé
cuando vi que ni me escuchaba.
Por primera vez sentí pena por él, me removió algo dentro verlo allí
sentado, tan perdido. Tan solo. Tan incomprendido. Entonces, fui del todo
consciente de que estaba en su cabaña, había hecho café y estaba sentada en
su sofá hablándole o exigiéndole que escribiera una canción. Se me pasó
por la cabeza que aún estaba soñando, que era hasta una cámara oculta…
Cuando se giró y clavó sus ojos en mí, el aire se llenó de realidad. Hay
miradas que son imposibles de imaginar.
—Espera… joder, te conozco. —Hizo una pausa—. Eres latíaWikipedia.
La que me dijo todo aquello.
—La misma. —Sabía que llegaría el momento; aún había tardado más
de lo esperado—. Y debes aceptar que tenía razón. Has perdido tu toque,
pero estamos a tiempo de encontrarlo. Tenemos diecisiete días.
—Estoy seco. Se esfumó todo. —A pesar de ser un murmullo estaba
cargado de pesadez.
—Hay que buscar otro enfoque, eso es todo.
—¿Y cuál es el plan? —No sé cómo describir su mirada en aquel
momento, me recordó a los de un tigre que habíamos visto un par de
semanas antes en el zoo con Blue. Abatido.
—Stewart utilizó palabras como «ser tu sombra» o «una puta mosca
cojonera». Puedo añadir «tu peor pesadilla», tu…
—Vale, creo que pillo el concepto —me interrumpió—. ¿Y el plan es
quedarte aquí hasta entonces? ¿Vamos a vivir… eh… juntos… diecisiete
días?
—Es el tiempo máximo. Espero que tengas una iluminación y sería
genial que la escribieras en un par de días, pero prefiero ser realista.
—Si eres realista, sabrás que es una pésima idea y que volver es lo más
sensato.
—No puedo. Tengo una misión.
—¿Te acuestas con él, es eso? —preguntó, frunciendo el ceño.
Tardé unos segundos en reaccionar y saber que me hablaba de Stewart.
Mi jefe se había divorciado dos años atrás. Lo poco que sabía de su historia
era el típico corrillo de pasillo. Que la mujer era muy celosa y que, si
durante el matrimonio le fue fiel, desde que firmaron los papeles, se había
propuesto hacer todo de lo que le acusaron durante tanto tiempo.
—No.
—Pero lo deseas, ¿no? Por eso estás dispuesta a todo esto, para ganar un
par de galones.
—Tampoco. Solo hago mi trabajo.
—Repito, vete; si sales ahora, llegarás antes de que anochezca.
—Repito, no me voy sin la canción.
—¿Cómo pretendes conseguirlo?
—Soy buena improvisando… —Equivalía a un «no tengo ni puta idea»,
pero en elegante—. Dos cabezas piensan mejor que una.
—Así que me ha mandado a una canguro. Perfecto… ¿Sabes cocinar, al
menos?
—No voy a hacer de canguro, ni de poli malo y mucho menos ser tu
chacha. Solo quiero ayudar. Haré que vuelva tu inspiración como lo haría
una musa. Eso es. ¡Voy a ser tu musa navideña! —exclamé contenta con mi
idea.
—Una musa… ¿Vas a pasearte desnuda y cumplir todos mis deseos? —
Sabía cómo utilizar su cuerpo, el tono de voz adecuado o cómo penetrarte
con su mirada para embaucarte a su antojo.
—Sé sincero, ¿si te dijera que sí, serviría para hacer la canción?
—No sé si sacaré una canción, pero liberar tensiones nunca viene mal.
Entonces, ¿aceptas? —Detrás de aquella sonrisa sarcástica había un aire de
profundo hastío.
—Intentémoslo con la ropa puesta y ya iremos viendo sobre la marcha.
—Eso no es un no definitivo.
—Tampoco es un sí. ¿Eso quiere decir que aceptas que me quede?
—Eso quiere decir que hagas lo que quieras, que paso de seguir con esta
ridícula discusión. —Se puso en pie—. Estoy harto de decir que estoy seco
y que nadie me escuche.
—Lo enfocas mal, Lionheart —dije y yo también me levanté. Un tète a
tète separados solo por un palmo de distancia—. Esto no es una guerra,
estamos juntos en esto. Creo en ti, sé que puedes escribir el villancico.
—Ya… Serías más creíble si me lo dijeras sin reírte.
Había sido muy pequeñita e involuntaria, lo juro.
—Cierto. —Pero estaba nerviosa y no me podía contener. De alguna
forma tenía que liberar la tensión y el cansancio que acumulaba desde la
tarde anterior cuando Stewart me había llamado a su despacho y me había
lanzado la bomba—. Solo estamos intentando salvarte el culo.
—Puedes dormir en el sofá. ¿O prefieres compartir la cama? —Me lanzó
su mirada rey de masas, la misma con la que salía en un par de los pósteres
que tenía mi hermana. Y perdida en sus iris azul, pensé que no estaría mal
que también hicieran cursos de defensa para saber cómo salir ilesa de una
mirada de este tipo; eran un peligro.
—Stewart me contó que tienes una cama en el estudio.
—El estudio… ya… Es esa puerta. —Tragó saliva—. A menos que haya
un incendio, no me molestes para nada.
—Oye, lo de bañarse fuera… —dije cuando ya se había dado la vuelta
—, no será porque no hay agua caliente, ¿verdad?
—¿Serviría para que cambiaras de opinión?
—¿No? —contesté dudando.
—Hay un calentador, funciona a ratos, pero hay agua caliente. Lo de ahí
fuera es solo para congelar la mente.
Se fue al estudio, antes de abrir la puerta se paró, pensé que se giraría
para decirme algo, pero no. Al final la abrió y cerró de un portazo. Yo me
quedé unos instantes viendo cómo ardían los troncos mientras me terminaba
el café, que se había quedado templado.
«No ha ido tan mal. Ni bien.
»Solo pasotismo. Pero podía ser peor.
»En el fondo creo que él espera poder escribirla. Nadie quiere que su
carrera termine de esta forma».
VII ¿De qué quieres vengarte?
(Lion)

Intenté llamar a Stewart tres o cuatro veces en menos de una hora. Me


ignoró, como solía hacer yo con sus llamadas. Al final le dejé un mensaje
de voz:
—¿Tan mal te cae la pobre chica? ¿Qué parte de «estoy seco» no
entiendes?
Como respuesta, dos horas más tarde recibí un mensaje: «Lee el correo».
Me había reenviado el email de Brown, la abogada, con la indemnización
que pedía la discográfica… Ni vendiendo mi casa de Londres sería
suficiente. Hasta se me pasó por la cabeza mirar a qué precio se
comercializaban los órganos en el mercado negro.
Volví a intentarlo y esta vez descolgó en el segundo timbrazo.
—¿Cómo se te ocurre mandarla aquí? Parece una buena chica.
—¿La has dejado entrar?
—¿Te sorprende?
—La verdad es que esperaba que te deshicieras de ella en cuanto te
contara el plan. Hemos pasado la primera prueba, felicidades. Es nuestra
última oportunidad. No la cagues.
Me colgó sin esperar respuesta. Ni intenté volver a contactar, no serviría
de nada. Lo conozco desde que éramos críos. Para lo bueno y para lo malo.

Soy músico. ¿O lo era? ¿Es algo vitalicio aunque haga meses que no toco?
¿Que ya no siento las notas vibrar bajo la piel? Es como si de repente fuera
sordo. Todo es silencio.
Silencio. Conozco su relevancia en una melodía, son indispensables para
dar énfasis a las notas, sobre todo al final, para dejar que se posen antes de
morir… ¿Es eso lo que me ocurre? ¿Este silencio es el final de mi carrera?
Miré a mi alrededor, hacía meses que no entraba en el estudio. Antes era
mi sitio favorito y podía pasarme días sin salir… pero ahora llevaba tres
horas y sentía que me ahogaba. Solo oía el eco de viejas canciones…
Pasado, pasado, pasado.
Cuando llegué buscaba paz. Estaba agotado. De todo, hasta de la vida.
Llegó un punto en el que la situación se hizo insoportable, un punto límite
que te lleva a la revolución de conocerte realmente. Y después de un año
había descubierto que aburrirse está infravalorado. Si te aburres, piensas, y
si piensas, estás perdido. Pensar no es tan bueno como nos hacen creer,
porque cuando ya no quedan más mentiras, solo queda sitio para la verdad.
Una que suele apestar. Estamos tan habituados al ruido que nos rodea que ni
le prestamos atención hasta que todo cesa y solo quedas tú y solo oyes tus
pensamientos de una forma tan nítida que acojonan. Pavor porque son
vacíos. No hay nada. Y eso da más miedo porque, fuera, ese silencio es vida
si sabes escucharlo y tú has olvidado cómo hacerlo.
Tenía que salir del estudio. Necesitaba salir del bucle, o me arrastraría
con él. Cada uno tenemos nuestros propios demonios y nos enfrentamos o
nos escabullimos de él como podemos.
5 Cincuenta minutos

Diciembre 2018

El bar se ha ido llenando al paso que nuestros vasos se van vaciando.


—Hacía seis meses que no pisaba el estudio. Seis. Te juro que me
temblaba la mano cuando cogí el pomo.
Recuerdo ese momento. Quiero cogerlo de la mano. Darle un apretón.
Un abrazo. Un beso. Un «estoy aquí». Un… espacio.
«Quédate quieta».
—Por muy en contra que parecieras estar con la idea, me dio la
sensación… —Me quedo callada, sigo intentando controlar mi verborrea.
—Continúa, por favor.
—Que te alegrabas de que estuviera allí, que tenías esperanza.
—Y lo hice. —Asiente, peinándose el pelo con los dedos—. Verte tan
segura con «tu misión» me dio fuerza. Había alguien que aún confiaba en
mí. Pensé que si alguno de los dos lo creía posible, sería suficiente. No
perdía nada, es lo bueno cuando ya lo has perdido todo, que arriesgarse no
da miedo. Y sí, tienes razón, empezaba a estar harto de estar tan solo. Y de
repente irrumpes en mi casa, desafiándome, me resultaste un estímulo
interesante. A decir verdad, creo que supe desde el primer momento que
eras especial y no quise soltarte.
PISTA 3

Huracán a veces, siempre brisa.


A veces triste, al momento payasa.
La más loca y cuerda.
Tonta a propósito,
inteligente por instinto.
Mirada inocente y mente sucia.
Mujer y niña, solo muestra lo que quiere enseñar.

Pocas ojeras para tantos sueños.


Manos frías, corazón caliente.
Palabras blancas, siempre de cara.
Cree en el pastor, desafía al león
y envidia a Ness por su mansión.
Ve relojes en la nieve y diamantes en la lluvia.

Chica calidoscopio.
La puedes mirar de mil maneras
y descubrir algo nuevo cada vez.

Ella es la chica calidoscopio.


Ella es la única que ve belleza en las cosas rotas.
VIII Feng Shui a la inglesa

Diecisiete días

Después de que se encerrara en el estudio, fui a buscar mi equipaje al


coche. Dejé algunas bolsas en la encimera de la cocina y subí la maleta a la
habitación. La parte de arriba seguía la misma estética de la casa. Era
pequeña pero muy acogedora. La cama estaba pegada a la pared de la
chimenea, que en esta parte era de hierro, supongo que para aprovechar al
máximo el calor. La cama, de madera maciza, era ancha y alta, con la parte
inferior compuesta por cuatro cajones. Había un par de almohadones
grandes y el nórdico estaba doblado por la mitad, arreglado pero sin hacer.
La mesita del lado izquierdo estaba llena de libros a medias por lo que
revelaban sus marcápaginas, todos ellos apilados en una torre inestable y
alta que amenazaba con caerse. En la otra, una lámpara, una botella de agua
y unas gafas. A los pies de la cama, un arcón, una silla en una esquina, y
pegado a la pared del fondo, un armario de una hoja. Tenía la sensación de
que al subir los peldaños me había metido en la concha de un caracol,
adentrándome hasta su interior. Todo me parecía de lo más surrealista. Una
cosa era ver la sala o la cocina, la otra era hacerlo en su habitación y ver su
intimidad. Era Lion en estado puro. Pensé en qué encontraría alguien si
entrara en la mía y qué le contaría de mí, la respuesta fue nada. Es lo que
tiene compartir habitación con una niña de siete años. No había ventanas,
pero con la barandilla la luz provenía de los grandes ventanales. Desde la
cama solo se veía cielo y horizonte, como si el paisaje se metiera dentro de
la casa. Todo iba acorde, nada resaltaba. No sé muy bien a qué se refieren
los chinos con su Feng Shui ni qué criterios utilizan, pero lo entiendo como
que todo fluye cuando estás dentro, y aquí, en esta casita perdida en el
bosque al lado del lago, me sentí bien.
Después de ir a buscar las maletas, lo primero que hice fue cambiar las
sábanas. En el arcón, encontré un juego nórdico a cuadros, igual que el que
había puesto, pero en lugar de rojo era azul. Cuando lo cogí, sentí la calidez
de la tela de coralina, era como abrazar una nube en pleno verano. También
había un par de mantas dentro de unas bolsas de plástico. Reconozco que
me sorprendió para bien ver que era organizado. Después de diez minutos
peleándome con la funda conseguí meterlo dentro, por muchos trucos que
vea en YouTube y otras redes, hacerlo sola siempre me ha resultado tan
complicado como un cubo de Rubik.
Llamé a mi madre para decirle que ya había llegado, le conté la
«recepción» y que, a pesar de haber sido un gruñón, no había ido mal del
todo. Hablábamos mientras abría la maleta y sacaba un par de cosas, como
el neceser y los cargadores… Decidí no tocar mi ropa, ocupar hasta sus
cajones ya me parecía demasiado, era suficiente con robarle la cama.
También hablé con Stewart, que reconoció que le había sorprendido
gratamente que Lion no hubiera hecho todo lo posible por cerrarme las
puertas en los morros y echarme sin despeinarse. La verdad es que lo
intentó, pero había mantenido la defensa y ganado el asalto. Así que me
mandaba a una misión de la que el primero que dudaba de su éxito era él.
Eso explicaba mejor el anticipo, solo era un cebo para que no abandonara.
Me dijo que iba a llamar a la tienda del pueblo para avisar de mi visita y
que fuera allí si necesitaba cualquier cosa. Había una cuenta abierta y me
pedía que no dudara en pedir lo que fuera, que seguro de que Shelby estaría
encantada de ayudarme. De nuevo, para llegar solo tenía que seguir las
instrucciones que Gepeto me diera. Me pregunté si mi jefe resistiría tantos
días sin su coche, y si sabría llegar a los destinos sin que el GPS lo guiara.
A la hora de comer, siguiendo su deseo de que no lo molestara, me
calenté la sopa que había traído y un sándwich al tiempo que iba
escribiendo una lista para la compra. Mientras se calentaba había
descubierto por qué Lionheart me había preguntado si sabía cocinar. Si
tenía que guiarme por lo que había en los armarios de la cocina, ese hombre
se alimentaba fatal. Galletas saladas, chocolate como para abastecer un
colegio a la hora de la merienda, frutos secos en bolsas de cinco kg —en
este caso para abastecer a los chimpancés del zoo—, latas de trucha
ahumada y un par de paquetes de pasta. Además de un montón de botes de
cristal vacíos que no tenía ni idea de para qué los conservaba. La nevera,
aparte de la cerveza y queso, también hacía eco.
Decidí salir a dar un paseo, tomar un poco de aire mientras ideaba mi
plan. Cogí la cámara de fotos, la chaqueta más gorda que había traído y un
gorro de los que él tenía en la entrada y decidí seguir el camino por el que
había venido. Poco después vi un desvío que imaginé me llevaría hasta el
río. El día anterior, en cuanto Blue se durmió, había consultado un mapa
para saber exactamente a dónde me dirigía. La cabaña estaba en el último
meandro del río antes del Lago Wyrnmy, lo que le daba privacidad y la
apartaba de la zona más concurrida para la pesca. Era pequeño, nada que
ver con su vecino, el Tegid, rodeado de hoteles y campings que ofrecían
todo tipo de actividades acuáticas y hasta un campo de golf.
El paseo duró poco, la humedad hacía que el frío se metiera en los
huesos a pesar de llevar capas de ropa como para montar un mercadillo.
Volví dando saltitos y soplándome los dedos ateridos de frío. Además, soy
una chica de ciudad que, a pesar de gustarme el campo, nunca había vivido
antes en él. No sabía qué tipo de peligros me acechaban y dudaba que esas
llaves de defensa que había aprendido me sirvieran para enfrentarme a un
lobo, o cualquier bicho que viviera en aquel precioso paraje.
A la vuelta vi que mi «anfitrión» había añadido leña al fuego. Ni se me
había ocurrido. Me apunté esa tarea como máxima prioridad. Aquella
chimenea era el único sistema de calentamiento y, por eso, mi mejor amiga
durante mi estancia allí.
IX El plan

Dieciséis días

Un día de margen era todo lo que estaba dispuesta a darle. Habían pasado
más de veinticuatro horas de mi llegada y desde entonces no lo había visto.
Ni después del paseo ni a la hora de cenar. Me costó conciliar el sueño,
echaba de menos a Blue y di mil vueltas a cómo conseguir que compusiera;
pero después había dormido de maravilla, aquella cama era un cachito de
cielo en la Tierra. A medianoche oí pasos, abrirse cajones y el ruido de la
chimenea. Aunque me tentó apartar un poco la almohada y espiarlo, me
sentí mal solo con pensarlo, merecía tener su propia intimidad.
Después de una ducha rápida y de desayunar, me aventuré a salir e ir
hasta el pueblo a buscar provisiones. La tienda era la típica de pueblecito
donde podías encontrar todo lo que necesitaras. Aquel mostrador pintado en
azul cielo y las estanterías hablaban de todas las generaciones de la familia
que habían llevado el negocio. Shelby debía tener unos cincuenta años, y a
simple vista ya se veía que era una persona práctica. Llevaba el pelo largo,
rubio canoso y su tez mostraba los signos de la edad. Me recibió con una
sonrisa, me saludó por mi nombre y me contó que Stewart era su primo. Ya
tenía preparadas un par de cajas con las cosas que solía pedir Lion. Cuando
le enseñé mi lista para llevar a cabo mi plan de choque se echó a reír, pero
me dio algunas ideas. Era principios de noviembre y las cosas de Navidad
aún no habían llegado. Solo lo había hecho el catálogo. Me lo enseñó y
marqué en un papel todo lo que quería. Aprovechando que Halloween cada
vez era más extendido y había llegado hasta Gales, me llevé unas tiras de
luces que funcionaban con pilas y un montón de velas. No sé quién de las
dos estaba más sorprendida, si ella, al pedirle decoración navideña el ocho
de noviembre o yo, que después de pedirle dónde comprar el objeto por
excelencia, el abeto, me señaló fuera.
—¿Quieres que tale un árbol?
—Aquí hay muchos, es lo que se suele hacer.
—¡Yo no quiero acabar con el planeta! Prefiero uno de plástico.
—Como si los de plástico hicieran algún favor al medio ambiente… —
Me miró como si fuera un animal escapado del zoo y, en aquel momento, la
verdad es que me sentía fuera de mi hábitat—. Siempre puedes cortar solo
una rama. En Bala, a una horita al suroeste, hay un vivero donde los venden
con raíces para después replantarlo. Es un pueblo mucho más grande y
enfocado al turismo, puede que allí encuentres más cosas.
—Lo del vivero suena bien, ¿me das la dirección?
—Claro. —Se dio la vuelta y cogió un viejo listín telefónico. Me hizo
gracia ver uno de ellos, era algo que había perdido toda su utilidad—. El
resto te llegará el viernes por la tarde, pásate el sábado, ¿o prefieres que te
lo lleve?
—No, me pasaré a recogerlo. Gracias.
«Así tendré una excusa para escaparme un ratito».

Hice el camino de vuelta ultimando los detalles de mi plan a ritmo de


Speeding cars, de Walking on cars. No sé si se debía a que estaba
completamente despistada o que ya no era sorpresa, pero el camino no me
pareció en tan mal estado y el recorrido se me pasó muy rápido. Descargué
las compras y empecé a organizar los armarios y la nevera. Me sorprendí
con la cantidad de frutas y verduras, carne y pescado que Lion había
pedido. A pesar de ser dos, me parecía que se estropearía antes de que
fuéramos capaces de comer todo aquello.
Estaba sopesando opciones sobre cómo conseguir que saliera del
estudio, puede que pensara muy fuerte, porque un par de minutos después
se abrió la puerta.
—¿Qué es todo esto, a qué huele?
Reí. Sobre la encimera de madera tenía botecitos, especias y un plato
con naranjas mientras, en el fuego, calentaba cera al baño maría.
—Es mi plan de choque. Estoy haciendo velas aromatizadas, huele a
Navidad.
Desde esa mañana que iba improvisando. No era la primera vez que
hacía esas manualidades. Blue es una niña que necesita estar ocupada y,
haciendo este tipo de velas, la hemos tenido entretenida fines de semana de
lluvia y frío. Eran caseras, nos divertimos haciéndolas y siempre serían más
asequibles que las que mi madre solía comprar en Harrods y que pagaba
una pequeña fortuna por ellas.
—Pues a mí me da hambre.
Se sentó en el único taburete que había frente a la encimera y cogió los
gajos de naranja que había apartado. Llevaba unos calcetines gordos con
rayas azules y verdes, pantalones marrones y un jersey negro.
—Hablando de comida… he recogido tu pedido en la tienda.
—Gracias. Conociendo a Stewart estoy seguro de que te avisó, pero no
tienes que pagar nada de todo esto. Tengo cuenta allí.
—Me lo dijo. ¿No es mucha comida?
—Odio ir de compras, por eso voy lo justo. Le pido todo esto y lo
cocino. A veces, me paso dos días aquí dentro haciendo conservas.
—De ahí los tarros de cristal.
—Exacto. Preparo verduras, carne… luego, lo envaso y me dura un
tiempo. Saco, caliento y listo. Lo acompaño con un poco de arroz o pasta…
—No se me había ocurrido.
—Es práctico. El abuelo James es lo que hacía.
—¿Por parte de padre o madre?
—¿Eh? —preguntó distraído con el movimiento que hacía yo mezclando
suavemente la cera de las velas con la piel de naranja y clavo para
emulsionarla.
—El abuelo.
—Por parte de Stewart. Era su abuelo… —Sus palabras quedaron
suspendidas al ver el par de botes que tenía junto a la cafetera.
Se levantó veloz y cogió uno. El plof al abrir la tapa de metal quedó
eclipsado por un «Mmm…». Cogió una cuchara y empezó a comérselo.
—Eh, ¡eso es mi relleno! —exclamé, intentando quitarle el bote de
mince pie. Tarea inútil que desestimé cuando alzó los brazos y vi que yo le
llegaba a la altura del pecho.
En esas condiciones, abandonar es una victoria.
—Está riquísimo —balbuceó con la boca llena.
—Lo sé. Es casero, lo prepara mi madre. ¿Qué es para ti la Navidad? —
pregunté, aprovechando que parecía relajado y distraído.
—El momento para hartarse de esta mierda.
—Lo digo en serio.
—Y yo —respondió como ofendido de que lo pusiera en duda—. A ver,
Wiki, ¿cómo la definirías tú?
—Es tiempo de reflexionar, para estar con los tuyos y demostrarles que
los quieres.
—¿Eso no debería ser todo el año?
—Claro, pero tampoco pasa nada por tener una fecha marcada para
recordarlo.
—Ese tipo de cosas son las que no deberían tener que recordarse. Ni
tampoco para hacer regalos. Si te quiero y veo algo que pienso que te
gustaría, lo compro y te lo regalo. Un «oye, lo vi y pensé en ti». Nada más.
¿Qué puede haber más bonito? No un «oye… aquí tienes otra bufanda,
como el año pasado y el otro, porque no me apetece romperme la cabeza
buscando qué podría gustarte».
Intenté no reírme, pero fue en vano, en el fondo tenía razón. Me gusta la
gente que me sorprende, que es capaz de dar en el clavo a una pregunta
hecha sin esperar mucho. Como parecía colaborador, volví a intentarlo.
—Venga, seguro que puedes decir algo bueno de ella.
—Es como un puto placebo. Solo esconde por unos días la realidad. Los
humanos necesitamos eso.
—¿El qué, exactamente?
—De tanto en tanto necesitamos creer que todo va bien. Como un
tiempo muerto que nos evade de la realidad. Para mí, estas fechas saca lo
que llevas dentro y no siempre es bueno. Vemos solo familia, regalos…
pero no cómo te quejas de lo caro que es todo solo porque hay gente que
siempre está dispuesta a aprovecharse. De las colas interminables por
conseguir ese producto que no te gusta pero «es la tradición». De la
«obligación» de llenar la mesa o bajo el árbol cuando tu economía te lo
impide. De comer junto a esa tía abuela que no soportas, aguantar niños
chillones con un colocón de azúcar, tu madre algo borracha cantando
villancicos cambiándoles la letra, tu padrino contando por milésima vez una
anécdota vieja. Del recibo de la tarjeta a final de mes… Como mínimo,
parece que lo de las postales navideñas ha dejado de ser una moda. Ahora
solo te acribillan el móvil con ellas.
—¿Qué recuerdas de tu infancia, de la Navidad? —pregunté, cambiando
de táctica.
—Mis padres me tuvieron muy mayores. Eran los conserjes de un
conservatorio. Eran los encargados de que todo estuviera perfecto para esos
hijos de papá. Vivíamos en la azotea, en un minúsculo piso bajo cubierta,
con los techos inclinados que, con lo alto que es mi padre, siempre iba
encorvado… Pero eso no viene a cuento. Crecí escuchando música a todas
horas. En estas fechas, a pesar de estar todas las ventanas cerradas, las
melodías subían por la escalera, por la enredadera de la fachada y se colaba
por las paredes… Mi madre decía que ni se enteraba, pero yo sí. Me
encantaba quedarme como una estatua, como si por moverme las notas que
flotaban a mi alrededor se detuvieran. Solía mantenerme alejado de los
estudiantes, ser como una sombra. Ni los profesores ni el director decían
nada al verme deambular por allí, todos me trataban con bastante cariño.
Recuerdo que una vez me senté al lado de la puerta, escuchando. Cuando
salió una de las profesoras y me vio, me cogió de la mano para entrar de
nuevo en el aula, me sentó a su lado en la banqueta y empezó a tocar. Me
volvió loco ver cómo volaban sus dedos sobre aquel mar negro y blanco.
Creo que fue la primera vez que me enamore de ella.
—¿De la profesora? —pregunté divertida. Sus palabras habían dibujado
tan bien su infancia que parecía un cuento; una nostalgia que dejaba ver en
algunas de sus composiciones.
—De la música.
—¿Cuántos años tenías?
—Creo que cuatro.
—¿Cómo sigue la historia? —pedí con un hilo de voz sin querer romper
esa atmósfera en la que nos habíamos visto envueltos.
—Sigue con un niño que es autodidacta. Que aprende solfeo escuchando
detrás de las puertas y prestando atención a escondidas. Que se enamora de
la música una vez y otra. Y continúa así hasta que… no la valora, la
traiciona, y ella lo abandona.
—No lo sabía.
—Es una parte que no quiero contar. Conocí a Stewart allí, sus padres
querían que fuera el siguiente Chopin, pero él odiaba esas clases hasta fingir
tener dolor de tripa solo para no ir. Al final, terminé tocando yo mientras él
leía cómics. —Dejó el bote vacío y la cuchara sobre el plato y se terminó la
naranja—. Voy a salir a correr.
—No hace mucho estaba lloviendo, no sé si ya ha parado —dije.
No hacía falta tener un máster en psicología para saber que sus ganas de
correr era porque yo había husmeado en sus problemas. Sin querer, había
levantado la manta y dejado ver más de lo que en un principio parecía.
—No me voy a derretir. —Rio, aunque no sonó real. Antes de llegar a
las escaleras ya se había quitado el jersey junto con la camiseta,
enseñándome de refilón su torso y la espalda.
«Tú puede que no… pero yo no lo tengo tan claro».
Para compensar el mal rato, pensé en prepararle algo de comer para
cuando volviera. Si era como yo, lo haría con hambre. El bucle: comes,
haces ejercicio para quemarlo; cuando terminas, tienes hambre y comes…
Y vuelta a empezar.
X Barcos

Quince días

Cuando bajé a la mañana siguiente, Lion estaba terminando de desayunar


sentado a la mesa, pegada a la ventana. Un lujo. El olor a café despertó mi
estómago, me sorprendió no haberme enterado ni del ruido de la cafetera.
Me había quedado dormida pensando en ese niño que aprendió todo de la
música a hurtadillas. Dormí a un nivel que ni recordaba haber hecho nunca.
No sé si era por la cama, la calma… El resultado es que era como una
marmota en plena hibernación. Me levantaba con energía y ganas de
comerme el mundo.
—Buenos días —dijo cuando oyó mis pasos.
—Tú cama es una maravilla.
—No me lo recuerdes… —Reí y él gruñó. Decidí no seguirle el juego.
La tarde anterior se la había pasado entera en la cocina. Al principio me
ofrecí para ayudarlo, pero pronto vi que estaba tan acostumbrado a hacerlo
solo que, más que colaborar, estorbaba. La cocina tampoco es que fuera tan
grande como para estar dos personas moviéndose por allí. En la chimenea
tenía dos cacerolas; una, con sopa y otra, con lentejas, mientras asaba
pimientos y patatas, y en el horno tenía la carne… Más de un restaurante
hubiera admirado su capacidad para llevar tantas comidas a la vez. Cuando
se lo dije, le sacó importancia, llevaba haciéndolo una vez al mes durante
casi un año. Le conté que era celíaca y que por eso había llevado conmigo
comida especial, que dejé en uno de los armarios. Repasé la compra que le
había llevado, separamos los productos y planificamos unos cuantos menús.
Sabiéndolo de antemano, podía evitar muchos disgustos.
Por la tarde salí a dar un paseo, hablé con Blue y mi madre y después me
senté en el sillón frente a la chimenea e hice una lista con las palabras que
más se repetían en los villancicos. Volver a casa, familia, amor, luces, nieve,
recuerdos, infancia… Estábamos conviviendo juntos, pero siempre a una
distancia prudencial. Éramos como dos gatos independientes que vivían en
la misma casa y que interactuaban lo mínimo.
Me preparé unas tostadas en la sartén y un café, le pregunté si le
apetecía otro, solo asintió.
—¿Navegas? —le pregunté al entregarle la taza. Me quedé a su lado, de
pie, con la vista perdida en el paisaje. La bruma matinal aún lo cubría todo
dándole un aire místico. Lo miré de reojo y vi que me observaba con el
ceño fruncido sin saber a qué me refería exactamente—. He soñado que
estábamos en el puerto mirando barcos… porque íbamos a comprar uno.
—Frena ahí. ¿En tu sueño estábamos los dos?, ¿tú y yo?
—Sí.
—En un puerto mirando barcos porque íbamos a comprar uno… ¿Tú
navegas?, porque yo no tengo ni idea.
—Tampoco. ¿Y qué? Es un sueño, en ellos puedo volar o hasta que Sam
Clafin aparezca en mi puerta declarándome su amor eterno y nos fuguemos
a vivir a las Bahamas… He tenido la suerte de tener los dos. En fin, lo que
te contaba, eran de vela, preciosos. Yo te señalaba uno y tú, otro; al final,
decías que no se puede comprar uno desde tierra, que lo mejor era que los
probáramos y nos subíamos al que teníamos delante. Era azul marino y la
madera brillaba… —no terminé la frase porque empezó a reírse tan fuerte
que hasta dejó la taza a su lado para no derramar el café.
Lo dejé a su aire y yo me limité a comerme mi tostada mientras, con la
vista, seguía el sinuoso vuelo de un pájaro.
—¿Sam Clafin? —Asentí sin vergüenza, sonriendo al recordar aquella
erótica fantasía—. ¿Sueles tener sueños así?
—¿Así… cómo?
—No sé, raros. Eh, que me halaga que sueñes conmigo y hasta que
pueda permitirme comprar un yate, teniendo en cuenta mi situación
económica actual.
—Son sueños, pueden ser todo lo estrafalarios y locos que quieran. Y sí,
no suelo acordarme de ellos, pero cuando lo hago es verdad que no suelen
tener mucho sentido.
—¿Y no has mirado qué significan?
—Ni loca, prefiero seguir viviendo en la ignorancia.
—Pensaba que una Wiki como tú era curiosa por naturaleza.
—Lo soy, pero también tengo mis límites. ¿Tú no sueñas cosas raras?
—No. —Pero la forma de decirlo dio a entender todo lo contrario.
—Ese «no» es un sí. Venga, cuéntamelo.
—No suelo acordarme, es verdad, pero hay uno que se repite y, cuando
pasa, me deja descolocado. Sueño que me abducen. —Hizo una pausa, no
sé si esperando mi reacción, yo solo quería que concretara más—. Estoy de
pie y una fuerza tira de mí hacia el techo y veo que el suelo cada vez está
más lejos…
—Calla —lo interrumpí—, me estás acojonando. Y si has buscado qué
significa, ni me lo cuentes.
—Ni se me había pasado por la cabeza averiguarlo.
No dijo nada más; se levantó, terminó su café y subió hacia la
habitación. Poco después volvía a bajar, se había cambiado de ropa, llevaba
unos vaqueros y se estaba abrochando una camisa de cuadros igual de
desgastada que los pantalones. Y sí, lo había visto desnudo, pero os juro
que verlo con la cabeza inclinada y con los mechones como cortina,
abrocharse los botones uno a uno, tapándome la vista de su pecho era de lo
más erótico que había visto en muchísimo tiempo. Y llámame rara, pero no
recordaba nada igual.
—Voy a salir, puede que tarde un poco, tengo que ir a buscar a Doyle.
—¿Doyle?
—Mi perro. Un terrier galés al que le encanta cazar roedores y me los
deja en la puerta como obsequio. El lunes tuve que llevarlo al veterinario de
urgencia. No sabemos qué comió, pero le han tenido que hacer un vaciado
de estómago.
—Oh, pobrecito. ¿Necesitas ayuda?, ¿quieres que te acompañe?
—Eh… no. —Parecía desconcertado con mi propuesta—. Está todo
controlado. Eh… esto… ¿hace falta algo, ya que voy a la civilización?
Solté una carcajada, hablaba como un ermitaño.
—Que yo sepa, nada.
Nos despedimos con un «hasta ahora» y un movimiento de cabeza.
XI Doyle

Tardó más de dos horas en volver. Las invertí en tomar una ducha, hacer la
cama, lavar los cacharros… El cielo seguía encapotado y no me apetecía
salir, así que además barrí, quité el polvo… También me dio tiempo de
repasar su biblioteca, no había duda de que le gustaba leer. Su gusto era de
lo más variopinto; desde poesía a los títulos más recientes de thriller y que
había visto anunciados en la librería, camino a la parada del bus. Pero la
gran mayoría era de un género que no conocía hasta ese momento: nature
writing. Una categoría en la que los autores viven en los bosques, en
cabañas como esta, y explican sus aventuras. Son amantes de la naturaleza
y suelen huir de todo lo que tenga que ver con la civilización. Me gusta leer,
pero con una niña pequeña durmiendo en la misma habitación, las horas que
tenía para dedicarle eran escasas. Me había acostumbrado a leer en digital
porque así no la molestaba mientras dormía. Pero, estando en una cabaña en
medio del bosque, me parecía una aberración sacar la tablet cuando podía
leer un clásico en papel sentada en un sillón frente a la chimenea. Sí, era tan
bucólico como parece. Cogí El arte del ingenio, de Oscar Wilde. Sonreí
cuando vi que Lion era de los que marcaba citas, lo hacía en lápiz. Y al
final de todo, en la página en blanco, un resumen de las frases que más le
habían llamado la atención. Entre ellas estaban: «Soy capaz de resistir a
cualquier cosa, excepto a la tentación» o «La vida es algo demasiado
importante como para hablar de ella con seriedad». Las demás hablaban del
amor. Como que «a las mujeres hay que amarlas, no comprenderlas». Y la
última, que hasta tenía rodeada con un círculo, «los hombres quieren ser el
primer amor de las mujeres y las mujeres buscan ser el último amor del
hombre». La leí un par de veces, me recordaba a algo pero no sabía qué,
hasta que me vino a la mente que la había utilizado para una canción.
Mujeres de Venus, del disco Ideal, del año 2009. Lo volví a dejar en su sitio,
eché un par de troncos y me tumbé en la alfombra frente a la chimenea. Allí
me encontró cuando llegó.
—¿Qué haces?
—No lo sé —admití, haciendo un barrido desde sus calcetines verdes
con raquetas de tenis, los vaqueros y fui ascendiendo por la camisa, su
cuello, la barba y me estampé contra su boca. Era tan guapo a ras de suelo
como a mi altura habitual.
—¿Cómo que no lo sabes? ¿Debo preocuparme?
—No lo sé.
—¿Es algún tipo de truco? Te aviso, no entiendo a las mujeres. Habla
claro, que ya viví con una y por poco no me vuelve loco.
Estuve a punto de decirle que su matrimonio sí le había pasado factura,
igual que el divorcio. El declive de la estrella Lionheart empezó por aquella
época. ¿Quién podía fiarse de alguien que se llamaba Vegas?
—¿Puedo preguntarte algo? —pedí, cambiando de tema; asintió y
continué—: ¿Qué haces para no aburrirte?
—¿Te aburres?
—No recuerdo la última vez que tuve tiempo para mí.
Suspiró y, cuando pensaba que me iba a dejar sola con mis neuras, se
tumbó a mi lado.
—Me pasó un poco igual. —Empezó a hablar sin mirarme, tenía la vista
fija en las vigas—. De repente, te encuentras con que tienes tiempo para
hacer lo que quieras, pero no sabes por dónde empezar. Ni cómo emplearlo
mejor. Es como si tuvieras la obligación de hacer algo trascendental,
emplearlo en algo que merezca la pena. Te diré lo que a mí me ha ayudado:
haz lo que sientas. ¿Que quieres pasarte la mañana tumbada en mi cama?
Hazlo. ¿Que te pasas el día leyendo? ¿Por qué debería ser un problema?
Ahí fuera la vida sigue y no espera a nadie. El cementerio está lleno de
gente que se creía irreemplazable. No te agobies, de verdad. Si un día me
apetece cortar leña, lo hago; que otro me lo paso tumbado en el sofá
meditando sobre la vida, pues también está bien, no pasa nada. Aquí arriba
todo es más sencillo de lo que nos han hecho creer. Salgo a correr, veo
pelis, leo, miro cómo avanza el día… Aburrirse no es malo, no hay que
estar haciendo algo interesante siempre.
—Olvidas lo de bañarte en el lago, ¿qué necesidad hay de congelarse?
—A veces me saturo y necesito desconectar. El frío me atonta el cerebro
y me activa de otra forma. Es… complicado. Lo que te he contado es la
teoría, ponerlo en práctica no es tan fácil. —Hizo una pausa—. Es como lo
de ponerse a dar hachazos teniendo el cobertizo lleno de leña. Es solo
agotar el cuerpo para caer rendido en la cama.
—A mí, con esa definición, solo se me ocurre el sexo.
—Te recuerdo que he estado solo aquí arriba.
—¿Eh? —Movió las cejas hacia arriba, tardé, pero al final lo entendí—.
Mierda, lo he dicho en voz alta —balbuceé, tapándome la cara con las
manos.
—Sí, eso o he desarrollado un don y ahora puedo leer las mentes ajenas.
—No querrías saber qué piensa la gente.
—Claro que sí —afirmó, rotundo, en medio de una sonrisa.
—Mentira. Estás acostumbrado a oír solo lo que quieres escuchar. Te
dije que tu disco era malo y te enfadaste.
—Ya, supongo que tienes razón. Gajes del oficio de los que intento
alejarme. Pero reconoce que no fuiste muy amable, y yo… digamos que no
estaba en mi mejor momento.
—En eso te doy la razón, parecías salido de un monasterio budista.
—Y así fue, llegado directamente de Vietnam del Sur. Si aquel día te
hubiera podido leer la mente, ¿qué más hubiera descubierto?
—Hubieras escuchado que no eres el rey Midas, que no es oro todo lo
que tocas… pero eso ya lo has descubierto tú solo.
—Y ahora te toca «vivirlo conmigo». Lo siento.
—¿Por?
—Porque tengas que sufrirlo. Y también te pido disculpas porque he
sido un grosero desde que llegaste, aunque en mi defensa diré que he sido
sincero en todo lo que he dicho.
—No tienes que disculparte, aparecí en tu casa y te has visto obligado a
convivir conmigo… como si tus problemas no fueran suficiente.
Echaba de menos a mi hija y me pasaba el día planeando cómo
conseguir que compusiera sin querer ver más allá de que, si no lo
conseguía, tendría que buscar un nuevo trabajo. Pero al ponerme en su piel,
pensé que tampoco debía ser nada fácil estar en su situación. Tu carrera se
va a pique, saber que vas a la ruina y, encima, una desconocida llega de la
nada y se instala en tu casa.
—Y me has robado la cama, no lo olvides. —Reímos, él lo hizo con la
cabeza ladeada, como si quisiera esconderme una parte de él—. ¿Sueles ser
así de comprensiva?
—Se llama empatía, y ya sé que no está de moda, pero me gusta ir a
contracorriente.
—Me estoy dando cuenta. —Me miró a los ojos y me sentí desnuda,
como si estuviera hurgando en mis palabras, buscando más. Más tarde
sabría que lo sorprendía, estaba acostumbrado a saber cómo reaccionaría la
gente en cada situación, él lo justificaría como «cosas de la fama»—.
También te pido disculpas porque debería haberte avisado de que aquí la
soledad y el silencio despiertan los demonios que llevamos dentro. Yo lo
escogí, pero tú te lo has encontrado de golpe y sin buscar. Entenderé que
quieras marcharte.
—No tengo ninguna intención de irme.
—Por cierto, bonita chaqueta. —Tiró de la manga de lana.
—Oh, espero que no te importe. He descubierto que mi ropa no es
suficiente para esta casa; la he visto en la silla de arriba y es tan calentita…
—Un ladrido nos hizo volver la cabeza.
—Ven aquí —le dijo al terrier que nos miraba desde la cocina—. Aún va
un poco adormilado, le han dado un sedante para que no le afectara el viaje
y los baches del camino.
Se levantó y fue a cogerlo. Yo me senté en posición de indio, al volver,
me copió, con él en el regazo mientras le hacía carantoñas; el perro se
dejaba hacer sin quitarme los ojos de encima.
—Hola, Doyle, soy Candy. —Era precioso, con el pelaje color café y
chocolate mezclado.
—Suele ser desconfiado con los desconocidos, dale tiempo.
Mientras acercaba mi mano para que la oliera y viera que era de
confianza, Lion me contó por qué le había puesto ese nombre.
—Lo fui a buscar a una perrera al mes de estar aquí. Necesitaba
compañía y poder hablar con alguien y que parezca que te escucha. Aquel
mismo día, mientras le buscaba el mejor sitio para colocar su cama canina,
que nunca ha utilizado, él aprovechó para zamparse a Sherlock, una edición
preciosa que pertenecía a mi padre. Como no tenía nombre aún, pensé que
le iba bien. Era poco más que un cachorro, Arthur lo hacía demasiado
aristócrata, lo de Conan me recordaba al bárbaro y le iba grande, así que se
quedó con Doyle.
—Le pega. —Es verdad, siempre he pensado que los nombres, tanto
para personas como para mascotas, tienen un significado y marcan un
camino. Claro que hay excepciones. Me volví a tumbar y dejé la mano
cerca del terrier para que se acercara cuando quisiera—. Tranquilo, colega,
no tenemos prisa.
Hablábamos en susurros a pesar de estar solos en la casa y en un radio
de kilómetros a la rotonda, creando, sin pretenderlo, una especie de
intimidad. Había especulado en cómo serían aquellos días: desde que nos
encerraríamos en el estudio a componer a lo loco, en que me ignoraría, y
hasta se me había pasado por la cabeza que me haría bromas macarras con
tal de que me marchara huyendo de su casa… pero no estaba ocurriendo
nada de aquello. Al contrario, estaba descubriendo a un Lion que nada tenía
que ver con la estrella de rock, con el músico del que tanto había leído.
—Por cierto, tengo buenas noticias. Mientras esperaba en la consulta del
veterinario he estado curioseando en la red; soñar con un barco y subirse a
él es un buen augurio. Significa que pronto se realizará un viaje y de un
cambio de posición favorable. Así que te doy las gracias por añadirme a él.
Me reí tan fuerte que Doyle se puso en alerta, irguiéndose de golpe. Lion
empezó a acariciarlo y a decirle que no pasaba nada y que tenía que
adaptarse porque ahora vivía una chica en casa. En aquel momento no le
dimos mayor importancia, pero ya habíamos zarpado en el que sería el viaje
de nuestras vidas.
—No te tenía por alguien supersticioso.
—Al punto en el que estoy me aferro a cualquier cosa, como por
ejemplo a que una desconocida se quede en mi casa. ¿Puedo preguntarte
algo? —repitió la frase que yo misma le había hecho unos minutos antes.
Sonrío y yo lo imité. Así de fácil. Así—. ¿Por qué aceptaste?
—Pensé que podía ser interesante —dije una de las tantas razones que
tenía y una de las que no me hacía hablar de según qué cosas—. Soy la
becaria, suelo ocuparme de lo más aburrido y esto suponía un cambio.
Su forma de observarme me dijo que sabía que aquella respuesta era
solo fachada, que había mucho más. Odio a la gente que tiene el don de
perforarte hasta el alma con la mirada. Y dan ganas de taparse para que no
entre nadie. Hay lugares a los que ni uno se atreve a sacar la cabeza. Recé
para que no insistiera. Pensé que, si lo hacía, haría cualquier cosa para
silenciarlo, hasta besarlo.
Solo ahora, recordándolo, me parece curioso que solo se me ocurriera
esa forma de acallarlo. No en huir, marcharme, taparle la boca con la mano
o darle una patada para noquearlo… No sé, mil cosas… Pero solo pensé en
besarlo.
XII El mejor sitio de la zona

Catorce días

—¿Te apetece que salgamos a tomar algo?


—Salir… ¿a un bar?
—Conozco el mejor sitio de la zona.
Era viernes, casi mediodía. La primera fase del plan de choque había
terminado. Había colocado velas por toda la casa y había hecho unos
centros de mesa con ramas y piñas. Las había recogido la tarde anterior
cuando salimos los tres a dar un paseo para que Doyle se espabilara un
poco. No es que fuéramos grandes amigos, pero ya no me huía. Hablo del
perro, no de la estrella de rock. Aunque ahora que lo pienso también definía
exactamente nuestra situación. Toda aquella decoración navideña no es que
entusiasmara mucho a Lion, ya había repetido un par de veces que ese olor
le daba hambre. También le había pillado diciéndole a Doyle que eso era lo
que pasaba cuando metías a una mujer en casa. En lugar de ofenderme, me
hizo gracia.
Durante el rato que duró la salida, Lion se divirtió haciéndome preguntas
sobre el sueño, parecía disfrutar con ello.
—Así que de vela y madera pintado en azul… Cuanto más lo pienso,
más me gusta tu sueño. ¿Y a dónde irías?
—¿Vas a seguir con el tema? Es solo un sueño. —Iba con la mirada fija
en donde ponía los pies. El suelo, a esas alturas del calendario, era una capa
de hojas secas y amarillentas.
—Los sueños también se tienen despierto —dijo, chocando su hombro
con el mío. De nuevo volví a sentir algo, algo que no sabía muy bien cómo
definir y que, por descontado, no debería estar—. Venga, me apetece
imaginar por un rato que no tengo problemas y que puedo permitirme ese
lujo.
—Ni idea, solo quiero ir a un sitio con mucho sol. Estoy harta del clima
inglés. Antes de ir, buscaría y descartaría cualquiera que tenga más de tres
formas de llamar a la lluvia.
La carcajada que soltó rebotó entre los pinos y las sombras que
anunciaban la cercanía del crepúsculo.
—¿De qué te ríes?
—Mi madre hizo un comentario parecido. Han terminado en Mauricio.
—¿Y cuál sería tu destino?
—No lo sé. La idea de recorrer el mundo es tentadora, pero solo con
pensar en ver mucha gente me agobia, así que supongo que buscaría algún
sitio remoto.

—¿Sueles venir a menudo? —seguí con la broma. Había tardado un poco


en saber que no hablaba de un bar, sino de salir al porche trasero.
El arisco sol de invierno en estas latitudes nos calentaba las mejillas y
florecían algunas nubes que cambiaban de forma sin pudor frente a nuestros
ojos. Llevaba tres días allí y seguía maravillándome con las vistas. Nada
ensuciaba ni interfería. Ni cables ni carreteras, nada en absoluto. El mismo
paisaje durante siglos. Era como viajar al pasado.
Nos habíamos sentado en el banco mirando hacia el horizonte, él con
cerveza, yo con una sidra Whistable Bay que me había traído de casa, un
cuenco con frutos secos y una tableta de chocolate.
—Siempre que puedo.
Nos miramos hasta que no pude aguantar la carcajada y él me siguió. La
suya sonó algo rasgada, como si hiciera mucho tiempo que no la sacaba y se
hubiera ido oxidando.
—He oído que hay música en directo.
—Ni se te ocurra ir por ahí.
—Solo digo que…
Tenía una misión y, de alguna forma, tenía que llevarla a cabo. Estar
tomando una sidra al sol o pasar la mañana leyendo era estupendo, pero no
creía que nos llevara a escribir un villancico.
—Para. No va a tocar nadie porque la musa murió; haz el favor de
respetar el duelo. —Me sorprendieron sus palabras.
—¿Es así como te sientes?
—A ver si me sé explicar… —Se dio la vuelta y me miró fijamente—.
Hacía seis meses que no entraba en el estudio. Cada vez que toco la guitarra
siento que no me quiere, que me huye, que le duele… Siento que… la violo.
—Joder. —No sabía qué decir, la comparación me había removido por
dentro—. A lo mejor… Hablas de ella como una mujer, o esa es la
sensación, así que puede que pedirle perdón sea un buen comienzo.
—¿Y le compro unas rosas también? —preguntó con sarcasmo después
de chasquear la lengua. No había duda de que el tema lo ponía de muy mal
humor.
—No es mala idea. Las flores son solo un gesto. Así que seguro que se
te ocurre algo.
—Todo lo bueno se acaba.
—Y lo malo también —dije antes de levantarme.
—¿Te largas? ¡Por fin has entendido que soy incapaz! —Me sorprendió
tanto que me di la vuelta con la boca abierta.
—Solo iba a buscar la cámara de fotos. Esta luz es maravillosa.
Me miró esperando que añadiera algo, pero solo pensé que lo mejor era
cambiar de tema. Más frustración no era la solución. Ya me había hecho a la
idea de que no sería algo de un par de días. Poco a poco.
—¿Te gusta la fotografía? —me preguntó cuando volví a sentarme y la
saqué de la funda.
—Me encanta —admití, escogiendo uno de los carretes de la bolsa.
Después ajusté la sensibilidad y comprobé la velocidad y el diafragma—.
Tía Marjorie, que en realidad no es familia, solo la mejor amiga de mi
madre, tenía una tienda de fotografía. A los trece ya me pasaba las mañanas
de los sábados allí, me encantaba ayudarla a revelar.
—¿Es de carrete?
—Sí, es una vieja Leica de los ochenta. Cada vez me cuesta más
encontrar sitios de revelado. Me encantaría tener un cuartito para poder
hacerlo en casa. Hasta hace poco acudía a tía Marjorie, pero al final vendió
la tienda y se fue a vivir con su nuevo novio a Cornualles.
—Yo sigo guardando la primera guitarra que me compré. Tenía catorce
años y ni recuerdo el tiempo que pasé ahorrando. Cuando reuní el
suficiente, cogí el metro hasta Seven Sisters. Me llevé una buena colleja
cuando volví, pero ni me importó, era el tío más feliz de Inglaterra.
—Te comprendo. Me pasó algo parecido. Esta, además, fue un regalo de
mi hermana.
—¿Por qué la fotografía, qué tiene de especial?
—Es plasmar la belleza de un instante. Me gusta utilizar carretes en
blanco y negro porque me recuerda que solo somos luces y sombras. Es una
imagen que cuenta. Algunas gritan llenas de color y contrastes; otras
susurran en blanco y negro... —Sonreí ladeando la cara hacia el horizonte
cuando me di cuenta de que estaba divagando—. Está hecha polvo, pero
sigue haciendo las mejores fotos. Tengo una réflex que me regaló mi madre
el año pasado, pero no acabo de acostumbrarme a lo digital.
—Con ese móvil tampoco me extraña.
—Es solo un cacharro para llamar. Tengo una hija de siete años, las
prioridades son otras.
—¿Tienes una hija?
—Blue. —Y antes de que hiciera la pregunta contesté por inercia—: Sí,
la tuve muy joven.
—Discúlpame, estoy tan acostumbrado a que me hagan entrevistas que
por una vez que puedo hacerlas yo me he dejado llevar.
—No pasa nada. Pregunta lo que quieras. Ya veré si te respondo. —Le
guiñé un ojo.
—Siempre había querido hacer esto —murmuró, cambiando de tema.
—¿El qué?
—Sentarme con una desconocida en un bar —dijo dibujando unas
comillas en el aire— y ponerme a charlar de todo y nada.
—Eres una estrella de rock, ¿qué te lo ha impedido?
—Exactamente eso, ser conocido. La gente se comporta distinto, quieren
aparentar. Unos te admiran y otros te envidian… otros creen que lo saben
todo de ti. No hay nada natural.
—Saben lo que tú quieres contarles. Por ejemplo, no sabía que no te
gusta el té.
—Soy británico, pero lo odio; guárdame el secreto. La culpa es de mi
madre, que tampoco lo puede ver. A ella le gusta el café igual de espeso que
el petróleo. Y lo digo sin una pizca de exageración.
—Te guardaré el secreto.
—Y tú, ¿sueles okupar casas ajenas con el propietario dentro?
—A grandes males, grandes soluciones. —Levanté mi botellín y lo
choqué con el suyo antes de darle un sorbo.
Cogió una onza de chocolate, era negro con caramelo y escamas de sal.
Cerró los ojos y lo degustó como si fuera una exquisitez. Cuando le
pregunté por aquel alijo que tenía en el armario su respuesta me arrancó una
nueva carcajada.
—El chocolate contiene un compuesto que libera las mismas endorfinas
que el sexo, lo cual produce placer en el cerebro. Es un buen sustituto… —
Al ver que casi nos habíamos acabado la bebida se levantó a por un par más
—. Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien —dijo cuando volvió a sentarse
y me tendió la mano—. Soy Liam.
—Candy. —Se la estreché. Fue la primera vez que nos tocamos, su piel
callosa me resultó cálida.
—Te pega más que Candance.
—¿Por qué?
Tardó un par de minutos en contestar, dudo de que buscara la respuesta,
por cómo me miraba ya la sabía, pero supongo que un músico lo es siempre
y solo quería mantener la intriga. Saben controlar las notas, pero también
los silencios. Lo hacía sin darse cuenta hasta al hablar. Se detenía como si
los catara, estiraba y acortaba para crear una atmósfera a su antojo.
—Me recuerdas a los Aero Mint.
—Puaj, los odio. Es como comer chocolate después de lavarte los
dientes.
—A mí me encantan.
—Yo prefiero los caramel egg.
—A todo el mundo le gustan esos dichosos huevos de pascua.
—Nunca me habían definido como un caramelo —balbuceé, apartando
la vista. La llevé hasta el espejo que hacía el agua, donde se reflejaban
algunas nubes.
—¿Qué añadirías tú? Defínete en tres palabras.
—Nunca he creído que se pueda encasillar a las personas. Creo que todo
depende del momento en el que se encuentran.
—Estoy de acuerdo, pero si tuvieras que definirte ahora… —insistió,
acercándose un poco. No sé si lo hacía adrede o ni se daba cuenta, pero
cada vez que se acercaba a mí me robaba un par de latidos.
—Ahora mismo podría decir que soy bocazas, idealista, leal, tímida…
Mi madre añadiría obstinada; mi hija, empalagosa… Ale, cuatro y dos de
propina.
—Tú no eres tímida.
—Lo soy. Contigo es una excepción. Puede que sea por lo que decías
antes de los fans, que tengo la sensación de que ya te conozco. Lo siento.
Puede que no lo parezca porque no suelo tener filtro y la lío más veces de
las que quiero recordar. Sería incapaz de subirme a un escenario y odio ser
el centro de atención.
—Los tímidos suelen tener muy desarrollada la capacidad de
observación, por eso comprenden mejor al ser humano. Sin ir más lejos, mi
padre. —De nuevo se detuvo, como si no quisiera seguir hablando de los
suyos—. A tu lista, yo añadiría que además eres optimista.
—Y eso lo sabes por…
—Porque, si no, no estarías aquí.
Doyle salió al porche y después de acercarse a él en busca de unos
mimos, vino hacia mí. Reí feliz porque fue la primera vez que se me acercó
por propia voluntad.
—Oye, ¿hoy no ha habido sueño? —Reí y negué con la cabeza—.
¿Puedo preguntar qué edad tienes?
—Veintiséis.
—Y Blue, ¿con quién la has dejado? ¿Marido, pareja…? —dijo
señalando mi mano izquierda, donde en el dedo anular llevaba tatuado un
pequeño corazón.
—Una forma muy sutil de preguntarme. No hay nadie. Vivo con mi
madre, ella se ocupa. O mejor dicho, se cuidan mutuamente; a veces, dudo
de quién es la adulta y quién la niña. Una noche salí para olvidar y me
emborraché, me lie con un desconocido y me quedé embarazada. Fin de la
historia.
—Siento que hay mucho más.
—Lo hay, pero solo me has invitado a una copa.
—Entonces, será mejor que te invite a comer.

Al entrar, cogió la olla que había al lado de la chimenea, que solía tener con
agua caliente, y la llevó a la cocina para cocer un poco de arroz.
—¿Puedo poner algo de música? —pregunté indecisa. Después de lo
que me había contado pensé que, a lo mejor, tampoco le apetecía escuchar
nada que le recordara que ya no la sentía. Lo vi dudar un segundo, pero
luego asintió.
—Claro. Escoge lo que te apetezca.
Lion era demasiado melómano para tener un sistema de audio moderno,
uno con un cable donde conectaras el teléfono. Él no, seguía con un
tocadiscos. Me hubiera podido pasar horas revisando sus cajas de vinilos; al
final, opté por el primero que me había llamado la atención: Sting y su
álbum If On a Winter's Night. En la portada se veía un hombre y un perro
paseando por un bosque nevado. Aproveché para poner la mesa.
—¿Cómo encontraste este sitio? —le pregunté cuando empezó a sonar la
segunda canción: Soul cake.
—Era de James, el abuelo de Stewart. Pasamos aquí muchos veranos,
dormíamos en sacos de dormir aquí abajo. Su hija decía que así le hacíamos
compañía, pero él contestaba en broma que, sobre todo, estorbábamos
porque la ciudad nos había vuelto débiles y que su misión era hacer de
nosotros «hombres de bien». Nos enseñó a pescar, a cortar leña, un año
arreglamos la pasarela… Para Stewart, aquellos meses era como estar en la
mili. Refunfuñaba siempre, pero en septiembre ya hacía planes para el
siguiente verano. Cuando James murió, él la heredó y su mujer se encargó
de la remodelación. Cuando empezaron a hablar de separarse, Stewart, por
miedo a que se la quitara, me la vendió. Monté el estudio… y aquí estoy.
—Tiene algo especial. Algo que te atrapa.
—Aquí siempre… —se detuvo un instante— me he encontrado.

La comida y el resto de la tarde la pasamos en una cómoda paz. Nos


sentíamos a gusto, hablamos de todo y nada. En el café le conté mi sueño de
ganarme la vida con mis fotos y de verlas algún día expuestas en una
galería y él me confesó que siempre había querido tocar en el Music Hall
Wilton, la sala de conciertos más antigua. No tocábamos ningún tema
complicado. Fue una conversación trivial y por eso sorprendía. Porque él
era Lionheart y yo, solo una becaria madre soltera.
Blue me llamó a la vuelta de la escuela y, al finalizar la videollamada,
lloré. La echaba de menos, nunca habíamos pasado más de dos días sin
vernos. De hecho, aparte de las noches que pasaba en casa de sus amigas,
no habíamos dormido separadas. Mi madre repetía que era bueno para las
dos, y estaba de acuerdo, pero sufría una grave crisis de hijitis.
Aquel día no cené; después de colgar, me fui a la cama y Lion respetó
mi espacio. Me despertó un sonido seco, miré la hora, eran las tres de la
mañana. Al incorporarme, vi a Lion echar unos troncos a la chimenea y
después tumbarse en el sofá, donde había una manta y una almohada.
Recordé que había dicho cómo odiaba estar en el estudio. Me quedé
dormida «rezándole» a mi hermana para que me ayudara a saber qué hacer
para que Lion hiciera las paces con la música.
XIII Ella (Lion)

Ella.
Siempre he creído que hay una belleza explosiva… pero también muy
efímera. Y hay otra, tan natural que pasa desapercibida a primeras, pero
luego eres incapaz de dejar de mirar.
Ella es de las segundas. Estoy acostumbrado a que las mujeres se vistan
para mí, pero ella no. No busca estar perfecta, ni sexi; se pasea en leggings
y sin peinar. Sin una gota de maquillaje.
Candance.
Con Stewart, somos como la noche y el día, a veces me pregunto cómo
nuestra amistad ha resistido todos estos años, pero supongo que la
diferencia es lo que la mantiene. Él fue el primero en ver que, si había
alguien capaz de sacarme de mi estado, sería ella. La única que se atrevió a
decirme a la cara que el disco Talara —lluvia en el alma— era una mierda.
Candy.
Tiene cara de elfo y unos ojazos verdes que me recuerdan a estas colinas
en verano. Me gusta cómo me mira porque siento que me ve a mí, no a la
estrella de rock. Su pelo rubio suele ser una maraña de ondas que me
recuerdan a un desierto y en el que solo puedo pensar en meter la mano y
comprobar si es tan suave como imagino. Maldita sea, su risa es el mejor
riff que he oído en mi vida. No hay forma de que deje de oírlo en mi cabeza.
Es una de esas personas que te ciegan con su luz. Tiene el don de
mostrarme lo que yo no soy capaz de ver. Una nueva realidad con más
tonos, más colores y una profundidad llena de matices. Nada me gusta más
que cuando observa algo y lo comparte conmigo, es como si viera a través
de su mirada. Es bajita, con un corazón grande y demasiadas ideas para una
cabeza tan pequeña. Ideas sobre todo. Sobre la vida. Sobre las cosas que
dan miedo porque abren puertas y ventanas y entra aire fresco en tus
rincones que huelen a rancio y encerrado.
Y tienes miedo que una vez abierta la ventana no sepas qué hacer con
tanto aire y tanta luz. Porque la sensación al estar con ella es que siempre
espera algo de ti, aunque solo sea una reacción.
6 Cuarenta y seis minutos

Diciembre 2018

—¿Es… una canción… sobre mí? —Aún sigo en shock. Nadie había hecho
nada semejante—. Yo… Esto…
No me gusta esta vulnerabilidad, no me gusta sentir que vuelve aquella
cálida sensación. No sé explicar cómo me siento, es como si… es como si
fuera Cenicienta y él… el hada que, con sus notas, me pone un vestido
brillante, zapatos de cristal y me peina. Es demasiado bonito para ser
verdad. Lionheart me ha compuesto una canción, pero el hechizo es fugaz
como una noche. Ya he pasado por ello, espero ser más valiente e
inteligente esta vez.
—Creo que no tienes ni idea de lo que hiciste, no solo aquellos días, sino
conmigo.
—No hice nada. Solo estuve pululando por tu casa, lo hiciste tú solo. Yo
no te obligué a nada. Las canciones salieron de lo que llevas dentro.
—Ya, pero cuando solo hay oscuridad no ves colores. Tú fuiste la luz.
Tenerte allí, tu forma de ver el mundo, tus historias… Me encantaba
despertar y que me contaras tu sueño. Ver el mundo a través de tus ojos fue
un regalo. Plantaste ideas sin ton ni son, crecieron libres y salvajes, sin guía
ni influencias, y este es el fruto.
Dudo por un momento en levantarme y marcharme a casa. Esto está
cogiendo un matiz que no esperaba.
—Pon la siguiente —le pido con un nudo en la garganta. La kamikaze
que llevo dentro ha cogido carrerilla y ha hablado primero.
PISTA 4

No seas uno más.


No te conformes con menos.
Somos inconformistas.

Rodéate de los que suman.


Borra a los que restan.
Somos inconformistas.

Solo estaremos cuatro días por aquí.


Colecciona momentos, no cosas.
Somos inconformistas.

Vive hoy como quieras


que sean tus recuerdos,
porque un día estos
serán los buenos viejos tiempos.
Somos inconformistas.

No dejes nada para mañana


salvo las ganas de repetir.
Somos inconformistas.
XIV Palabra del viejoSam

Trece días

Cuando me desperté, tuve que pensar en qué día estábamos, allí arriba el
tiempo había perdido su ritmo y aún me costaba un poco acostumbrarme.
Cuando bajé, Doyle me recibió saltando del sofá y viniendo hacia mí.
—Buenos días para ti también. —Me acompañó a la cocina y no dejó de
hacerme carantoñas con el morro en las piernas, esperando que le diera
algo. Se tuvo que contentar con un par de galletas caninas y no con unas
buenas tiras de beicon, pero aún le quedaban un par de días de dieta
controlada—. Lo siento, colega. Sé que es un asco estar a dieta.
Desde el embarazo había sido incapaz de quitarme aquellos diez kilos de
más. Siempre he sido más bien delgada, sobre todo hasta los siete años
cuando por fin me detectaron la celiaquía. Tampoco es que me obsesionara
mi peso, pero de tanto en tanto, algún lunes, empezaba con el chip de
cambiar de hábitos y hacer dieta y cuando llegaba el miércoles ya ni me
acordaba de por qué me molestaba aquel número en la balanza. Me sentía
fuerte, bien conmigo misma, hacía yoga cuando tenía tiempo y con una niña
tan activa tampoco es que mi vida fuera muy sedentaria.
Después de desayunar, me fui a la ducha. Cuando salí del baño me
encontré a Lion apoyado en la encimera, comiéndose lo que quedaba de los
huevos directamente de la sartén.
—¿Eso es vaho? —dijo, mirando detrás de mí.
—Arreglé el termo. Solo tenía la válvula sucia, por eso a veces no
arrancaba.
—¿La válvula sucia? Así que también entiendes de calentadores —dijo
con el tenedor a medio camino de la boca.
Dejé la toalla con la que me estaba secando el pelo sobre la encimera y
empecé a peinarme con los dedos.
—La última vez que vino el técnico a casa nos cobró ochenta libras la
hora. Después de eso aprendes lo que sea. YouTube y Google son mis
grandes aliados.
—Es bueno saberlo… —Cuando lo vi con la mirada perdida en el escote
que dejaba ver su albornoz me fui corriendo hacia las escaleras para
vestirme.
Nota: Lion es de los que roba albornoces en los hoteles.
Me vestí con leotardos y encima unos leggings térmicos, camisetas y un
jersey de él que me iba enorme, pero había descubierto que su ropa
abrigaba mucho más que la mía y aquello era una razón de peso para
husmear en sus cajones.
—Como en tu casa, ¿eh? Mi casa es tu casa, mi albornoz es tuyo, mi
ropa… —dijo ofendido, o fingiéndolo, porque su boca decía una cosa, pero
la forma de mirarme dejaba intuir lo contrario.
—Del albornoz mejor no digas nada, que he visto que los coleccionas de
hoteles, y tu ropa… No te importa, ¿verdad? Hace un frío de mil
demonios… Que, por cierto, no sé de dónde viene tal expresión, cuando en
el infierno se debe de estar la mar de calentito.
—Sin problemas —rio—, mejor la ropa porque al paso que consumimos
la leña no me va a llegar ni para fin de año; y eso que me pasé todo el
verano dando hachazos.
—De ahí tus brazos.
—Y de arreglar la pasarela —añadió, sacando bíceps—. He estado
ocupado.
—Menos en canciones…
—No son ni las diez de la mañana, dame una tregua. Sé que me voy a
arrepentir de preguntar, pero ¿qué planes tienes para hoy?
—Tengo que ir a la tienda de Shelby a por algunas cosas. —Me serví
otra taza de café, esta vez le añadí un poco de leche de avellanas y la
espolvoreé con chocolate, mientras lo preparaba le conté lo del abeto de
Navidad.
—No pienso talar un árbol —me interrumpió—. Y ya que estás,
prepárame uno de esos, que tiene buena pinta.
Le tendí la taza ya preparada, y como tenía por costumbre, antes de
llevársela a la boca, la olió. Repetí la operación.
—Estamos de acuerdo, por eso solo quiero unas ramas. Ahora que lo
pienso, ¿tienes un hacha?
—Tengo hacha y sierra mecánica, pero por muy buena que seas
arreglando termos, te acompañaré.
—Gracias, qué caballero.
—No me las des, sigo preguntándome por qué no te eché en cuanto
llegaste.
—Te voy a tratar tan bien que no vas a querer que me vaya.
—Pues eso sí sería un problema.
Entre bromas terminamos de desayunar, él aprovechó que había agua
caliente para ducharse y yo fui hasta el pueblo con Doyle de copiloto.

Entré en la tienda haciendo sonar la campanita. Tanto Shelby como la


pareja mayor que había me saludaron con un «buenos días» cantarín. Doyle
recibió otra galleta de parte de la dependienta. Empezaba a saber por qué
había querido acompañarme, era un glotón muy listo.
—Tengo todo lo que me pediste.
—Perfecto. Tengo un par de cosas más —le pasé lista.
—Dame cinco minutos.
—Tú eres nueva en la zona, ¿no? —me preguntó la mujer mayor con el
pelo recogido en un pañuelo floreado, que parecía tan viejo como para
haber conocido a Churchill, y botas de pescar hasta las rodillas.
—Sí, llegué hace unos días, soy de Londres.
—¿Sabes que se acerca una gran nevada? —añadió el señor. Llevaba un
gorro de lana negro, deshilachado por el lado derecho, pero lo que más
llamaba la atención eran sus cejas pobladas con pelos muy largos y de
diferentes tonalidades de ocres, como si fuera la cola de una ardilla—.
Deberías marcharte ahora, aún estás a tiempo. Esta vez seguro que hace
efecto lago.
—¿Efecto lago? —No sabía de qué me hablaba, pero parecía asustado y
me contagió.
—Tormentas de nieve cerca de un lago. Ocurre cuando una masa de aire
frío pasa por encima de las cálidas de un lago, levanta vapor y se crean
cristales de hielo que caen en forma de nieve. Vamos a quedar sepultados
por el hielo.
—Deja de asustarla, viejoSam —gritó Shelby. Lo dijo así, todo junto—.
He escuchado el tiempo en la BBC y no hablan de nieve y menos de ese
fenómeno tuyo.
Miré por la ventana de la tienda, entre carteles de venta de leña y una
oferta de comida para abejas, había la típica niebla de cada mañana, hacía
frío… pero ¿qué sabía yo del tiempo, más concretamente, en Gales y, para
más señas, en este trozo de tierra rodeado por tres lagos?
—Hazme caso y compra velas y sopa.
Los demás parecían ignorarlo, pero a mí me dejó mal cuerpo y compré
galletas, leche, sopa…. Shelby se rio mientras pasaba mis compras por el
código de barras, pero tanto me daba, prefería tener la casa llena de botes de
sopa, galletas de arroz y coleccionar tabletas de chocolate que morir de
inanición. Hasta cogí todo los Aero Mint que había en el mostrador por si
acaso.

Ya de vuelta en el Jeep, Stewart me llamó para que le informara de las


novedades. No sabía qué contarle porque tenía la impresión de que Lion
estaba completamente cerrado en banda; no es que no quisiera escribir el
maldito villancico es que estaba peleado con la música. No quería ni hablar
de ella. Evité dar ninguna respuesta pesimista, si eran amigos, mi jefe ya
debía saberlo, y a la mínima me salí por la tangente.
—Me contó lo de las clases de piano, de niño eras un pillo.
—¿Te lo contó? ¿Él? ¿Voluntariamente?
—Pues claro. ¿O crees que lo obligué torturándolo a base de beber té?
—¿También sabes lo del té?
—¿Que lo odia? Sí, tampoco es un secreto cuando vives con él. —Me
pasó algo curioso, sabía donde estaba y con quien, pero al decir en voz alta
que VIVÍA con Lionheart fue como recibir una bofetada de realidad. Solo
cuando sales de la burbuja eres consciente—. En esa casa solo hay café.
—Pero ¿qué hacéis ahí arriba, jugar a las confesiones?
—Solo charlamos.
—¡Como si hacéis ganchillo! Pero, por favor, no te enamores; es lo
último que necesitas. Él y tú.
—¡Nadie ha hablado de amor! —Me quedó claro que mi jefe era de esas
personas que no creían en la amistad entre hombres y mujeres.
—Mira, me da igual lo que hagáis, ya sois mayores. Que te escriba una
puta serenata si le apetece, pero que componga. Jones, no me defraudes.
Doyle ladró al oír el tono de voz que había empleado Stewart; por
suerte, colgó antes de que la bocazas que llevo dentro le dijera lo que
pensaba en ese momento.

Cuando llegué a la cabaña, Lion estaba allí, frente a mí, cortando leña. Yo
llevaba encima como unas siete u ocho prendas de abrigo y él estaba en
camiseta de manga corta y con unos vaqueros que le quedaban ceñidos en
los muslos y deshilachados, pero tenían toda la pinta de serlo por motivos
laborales, nada que ver con la moda. Me quedé admirando… lo bien que
graduaba su temperatura corporal. Admito que desde ese mismo instante
vivir en el campo se volvió muy atractivo. Demasiado. Y sexi. Demasiado.
Él terminó con el tronco y lo lanzó a una pila que tenía detrás.
—¿Qué te parecen? —preguntó cuando salí del Jeep y mantuve la puerta
abierta para que Doyle bajara. Me señalaba unas ramas de pino, con musgo
y todo.
—Preciosas, es exactamente lo que tenía en mente. ¿Puedo probar?
—¿Quieres cortar leña? —me preguntó, completamente sorprendido por
mi petición. Se secó la frente con el bajo de la camiseta, estuve a punto de
decirle que se la quitase del todo, tampoco hacía tanto frío. A mí
empezaban a sobrarme ya un par de capas.
—No pongas esa cara; las mujeres podemos hacer cualquier cosa y eso
parece fácil y liberador.
—¿Estás estresada? No te creo —ironizó y me tendió el hacha, la cogí
como quien está acostumbrado a hacerlo cada mañana.
—Estoy encerrada en una cabaña en medio del bosque con un tío que ha
perdido el norte, la musa y como no escriba un puto villancico nos vamos
todos a la ruina. —Levanté el hacha, ahí ya vi que no era tan fácil, pero
estaba acostumbrada a cargar con una niña que pesaba veinte kilos. La
agarré con fuerza, en lugar de ayudarme y darme algunos consejos se quedó
quieto, esperando el cataclismo. Recé y solté toda mi fuerza en un solo
golpe. Fue impecable.
—Nada mal. —Se rio—. ¿No sigues?
—No… mejor lo haces tú. —«Antes de que me deje la espalda en otro
intento de fanfarroneo delante de ti»—. Tengo que decorar la casa para
Navidad. Por cierto, he comprado sushi, ¡en Gales! ¿No te parece
fantástico? Además, Shelby ha llamado a no sé quién y en nada tenía en el
móvil la lista de productos para asegurarme de que no llevan gluten. Adoro
a esta gente.
—Ayari, es su marido. Lo prepara todos los sábados. El martes es día de
pizza y los domingos toca mexicano. Trabajó durante años en un restaurante
en Cardiff, le gusta cocinar y con el poco movimiento que hay por aquí... Si
quieres que te prepare algo, se lo encargas. Es feliz cocinando. Fue él quien
me enseñó a preparar comida para conservar.
—¿A qué hora quieres que comamos?
—¿Has comprado para dos?
—Pues claro. —Me parecía de lo más lógico cuando estaba viviendo
con él, y Shelby me había asegurado que le gustaba.
—¿Intentas comprarme con sushi?
—¿Sirve?
Lo vi abrir la boca, pero en el último momento hizo una mueca como si
se censurara.
—Estoy hambriento. —Fui a la parte trasera y empecé a descargar—.
¿Qué es todo esto?
—Decoración navideña y algunas compras.
—¿Tenemos invitados? —negué—. Creo que tenemos comida suficiente
para días, ¿o pretendes arruinar a Stewart?
—No, pero he conocido al viejoSam. Dice que va a nevar y que puede
ser muy peligroso. No recuerdo cómo lo ha llamado, algo de lago.
—El efecto lago. —Se carcajeó.
—¿Tú tampoco te lo crees? —Dejé la caja otra vez en su sitio y puse los
brazos en jarra.
—Por lo que sé habla de ello cada invierno.
—¿Y lo adivina?
—Puede que nieve —dijo, y los dos miramos hacia el cielo, parecía
desanimado con esos tonos gris plomizo, pero tampoco tenía pinta de
amenazador—, de eso a quedar sitiados bajo el hielo supongo que hay
margen.
—Todos se burlaban del pastor y, al final, cuando vino el lobo se comió
todas las ovejas. ¡Yo no quiero ser una oveja!
De nuevo me miró como si hablara en suajili, para después soltar una
carcajada que el eco se encargó de expandir a nuestro alrededor y perforó
todas las capas de ropa que llevaba.
—Tranquila, corderito, no dejaré que el lobo te coja. —Me pasó el brazo
por los hombros, apretándome hacia él. Fue solo un instante, pero la
sensación permaneció en mí durante horas.
XV Más que las arañas, menos que la pizza

Después de comer uno de los mejores sushi de mi vida, nos pusimos a


decorar al ritmo que marcaba Tracy Chapman con su disco Telling Stories.
Eran pasadas las tres de la tarde y la comida se había alargado más de lo
esperado. Pero el sushi nos invitó a abrir una botella de vino blanco y de ahí
acabamos en una inesperada y muy agradable charla sobre filosofía. Ese
hombre no dejaba de sorprenderme y empezaba a ver que eso era un grave
problema porque cuanto más descubría de él, más incrementaba mi
curiosidad.
Bueno, especifico, yo me puse a decorar y él se tiró en el sofá con una
copa de whisky y empezó a dar órdenes. «Está torcido», «quedaba mejor
antes», «ese reno tiene pinta de drogado», «la cara de ese elfo me recuerda
a mi profesor de Literatura y lo odiaba a muerte». Cuando le lancé el típico
gorro de Papá Noel con la borla de lucecitas esperaba que me lo tirara por la
cabeza o lo lanzara al fuego, pero, para mi sorpresa, se lo puso. Creo que lo
hacía adrede, lo de llevarme siempre la contraria, digo. Nunca respondía
como esperaba, no tenía duda de que disfrutaba con ello y le gustaba
descolocarme.
Pusimos una de las ramas sobre la repisa de la chimenea y otra, la más
grande, en el ventanal, colgando con alambre de una de las vigas. Las
decoré con bolas blancas y rojas de todos los tamaños. Dejé a Lion
colocando las cortinas de luces en una de las esquinas del ventanal,
vigilando que no impidiera ver las vistas y salí un momento a buscar unas
ramas. Se me había ocurrido aprovechar el alambre para hacer unas
estrellas grandes y decorarlas con un poco de pino, como una corona. Salí
por el porche y bajé por la pasarela. No me entretuve mucho, empezaban a
caer algunos copos de nieve, volví a mirar el cielo plomizo, recordando las
palabras del viejoSam. De momento no se equivocaba cuando dijo que
nevaría. Pensé en ese efecto, en tormentas de nieve, viento, en quedar
sitiados bajo el hielo. En el frío… y en cuánto tiempo tardaría en
descongelarse para volver a casa. Se me formó un nudo en la garganta y
corrí hacia la cabaña en busca del calor de la chimenea.
Oí su risa desde el porche, lo encontré sentado en el sofá hablando con
alguien, me descalcé y tardé un par de segundos en reaccionar al ver que era
mi tablet y la de la pantalla, mi hija.
—Tu madre acaba de llegar. —Su voz sonaba diferente a cualquiera que
le hubiera escuchado hasta el momento, era dulce con un toque aniñado y
divertido.
—¡¡Mamiii!! —Solté mi recolecta en la mesa y me senté a su lado.
Vi que no pensaba dejarme sola, tampoco me importó que se quedara.
Cada vez que veía a mi peque se me retorcía algo dentro, la echaba de
menos. Añoraba su voz cantarina, su risa, sus abrazos aplastadores, el olor a
fresa de su pelo y su respiración relajada como nana para dormir.
—¿Ha pasado algo? —pregunté, habíamos hablado esa misma mañana.
—La abuela me ha castigado y no puedo ir a dormir a casa de Liv —
lloriqueó indignada.
—¿Qué has hecho para que te castigara?
—Nada. Te lo juro —afirmó hasta juntando las manos como si rogara.
Estábamos tan cerca que sentí cómo el cuerpo de Lion se movía
conteniendo la risa. No me extrañaba, mi hija era la mejor comediante que
había visto jamás. Había salido a la abuela y a mi hermana, en eso se
parecían muchísimo.
—Es que no has hecho nada, ese es el problema. —Mi madre apareció
en la pantalla—. ¡Ni la cama te haces, jovencita!
—Blue…
—Es que te echo de menos —me interrumpió y su voz sonó a puchero.
Lion se echó a reír y yo también lo hubiera hecho, pero sabía cómo
mantener la compostura. Lo presenté oficialmente a mi madre, mientras él
le hablaba no recuerdo de qué, vi cómo ella se llevaba una mano a la cara y,
disimuladamente, se retiraba una lágrima. Estaba segura de que estaba
pensando en mi hermana Daisy.
—¿Prometes hacer tu cama y lo que la abuela te diga?
—Lo prometo.
Lion les contó que estábamos decorando la cabaña y hasta se levantó y
les hizo un tour. Verlo con el gorrito encendido hablando con mi hija fue un
shock de lo natural que me pareció. Volvimos a sentarnos en el sofá y así
evitar que yo lo siguiera como un canguro dando saltitos para poder ver la
pantalla.
—¿Puedo ir? Siempre dices que, de las tres, soy la que mejor decora el
abeto.
—Blue, ya lo hablamos, estoy trabajando.
—Yo de mayor quiero un trabajo como el tuyo. —Los tres nos reímos
con su ocurrencia.
—Serás lo que tú quieras, ya lo sabes.
—Mamiiii, ¿tienes un perrito?
«Ahora sí que la hemos liado», pensé. Llevaba más de un año
insistiendo en tener uno, pero yo me negaba. La casa era demasiado
pequeña y no me veía capaz de añadir otra carga más a mi día a día.
—Es Doyle, y no es mío.
Lion lo llamó y lo colocó entre los dos. Mi hija le gritaba que era
precioso y el chucho lamía la pantalla. Ahora, con el paso del tiempo, veo
claramente que lo de esos dos fue amor a primera vista. Lion le prometió
que cuando bajara a Londres lo llevaría e irían a pasear. Me imaginé la
escena y admito que me dio ternura.
—¿Ya has visto algún alce? —me preguntó poco después.
—No, aún no. —Reí—. Esto es muy aburrido.
—¿No te gusta mi cabaña? —me preguntó Lion entre dolido y burlón.
No lo esperaba, de golpe había pasado su brazo por detrás de mí y me
estaba haciendo cosquillas. Me removí inquieta para escapar de sus dedos…
y, para qué negarlo, por el calorcito rico que me recorrió desde la punta de
los pies hasta la nuca.
—Sí, sí que me encanta —chillé entre risas.
—¿Nivel? —preguntó mi hija, con quien compartía el mismo juego que
durante años tenía con mi hermana.
—Hmm… más que las arañas y menos que la pizza —contesté. El
gemido que hizo Lion a mi lado me obligó a mirarlo, le había gustado mi
respuesta. Y yo me di cuenta de que ese nivel no solo definía mi estancia en
la cabaña, sino lo que él despertaba en mí.
—Despídete de ellos y ve a hacer tu mochila —intervino mi madre, que
hasta entonces había estado callada, pero pendiente de todo. Porque dicen
de Dios… pero las sabelotodo son las madres, incluso de antemano. Cuando
no es ni un proyecto de idea, ellas ya lo saben.
—¿Me dejas ir? —preguntó mi hija, olvidándose ya de nosotros.
—Ya sabes las condiciones.
Nos mandó un beso antes de marcharse corriendo hacia nuestra
habitación.
—Siento que te llamara, ha sido en un descuido.
—Podéis llamar cuando queráis.
Lion le dio su teléfono para que lo apuntara por si ocurría cualquier
cosa. Con el mal tiempo, las líneas solían fallar; la única que aguantaba un
poco más era la que tenía él por satélite. Fuera, el viento atizaba los árboles
con la fuerza que Blue golpeaba la piñata de su cumpleaños y sus ramas
aullaban lastimeras.
—Seguid con lo vuestro, ya vamos hablamos —suspiró y bajó la guardia
—. Ha sido un placer conocerte. Mi mince pie es el mejor de Inglaterra, si
te apetece, ya sabes…
—Ya he probado el relleno y es delicioso. No me tiente, ya veo que no
me han mandado ni la mejor decoradora ni cocinera.
—Oye —le di un empujón con el hombro.
Nos despedimos y cuando colgué sentí un terrible vacío.
—Disculpa a mi madre, a veces, peca de protectora.
—¿Por? Estoy acostumbrado a crear esa resistencia a los padres, pero
me ha parecido encantadora.
Pensé que tenía razón, con él se había comportado de forma educada, era
yo que sabía lo que escondía.
—Ay, Blue, qué pilla. Con esa carita, ¿cómo puedes negarle nada?
—Ya… —reí melancólica—, lo sabe y me torea, pero hay que saber
cuándo ceder y cuándo no.
—Es estupenda. Cuando ha llamado y me ha visto… —A continuación
me relató la conversación que había tenido con mi hija. Puso hasta voces,
fue genial ver esa faceta de él.
—La abuela dice que eres una vieja estrella del rock. Supongo que
ahora eres una supernova.
—¿Una supernova?
—Sí, cuando una estrella muere pero su luz aún brilla de la explosión.
Puede durar años. Mamá me llevó al planetario y allí me lo contaron. Las
estrellas que vemos son de la época de los dinosaurios, también vimos
algunos, no de verdad, claro. ¡Eran enormes!
—¿Así que he explotado y muerto? ¿De dónde rayos sales? ¡Eres peor
que tu madre!
—Eso dice la abuela.
—Fuimos el mes pasado y lleva obsesionada con el tema desde
entonces, los cuentos se han vuelto monotemáticos. Ahora estamos con uno
que habla de las constelaciones. No lo había pensado, pero en parte tiene
razón. Una vieja estrella del rock que vive de sus años más gloriosos.
—¡Yo no quiero morir y mucho menos explotar!
Nos reímos como dos tontos.
—¿Fue duro? —Tardé un instante en saber que hablaba de Blue.
—Un hijo siempre lo es, todo se complica más cuando tú misma eres
una niña.
No quise seguir hablando. Hablar de Blue era hablar de Daisy, en unos
días habría sido su cumpleaños y eso siempre me dejaba más abatida. Lion
entendió que no quería continuar, se levantó y puso un vinilo de Mike Reid,
la introducción preciosa del piano de Always gonna be you empezó a sonar.
—¿Por dónde continuamos?
—Toca hacer estrellas con alambre; y por cierto, ¡el viejoSam tenía
razón! Ha empezado a nevar.
XVI Feliz Navidad

Doce días

El domingo me levanté pasadas las diez y media. Tuve que mirar la hora
dos veces. No recordaba la última vez que había dormido hasta tan tarde.
Me levanté de golpe y, mientras me vestía, me recriminé ponerme tantas
prisas cuando no había nada ni nadie que me esperara. Podía vaguear lo que
quisera.
Con un triángulo de tostada en la boca fui hasta las estanterías. ¿Cuánto
tiempo ha de pasar o cuántas veces tienes que hacer algo para que se vuelva
una rutina? Digamos que visto el tiempo que llevaba allí, podíamos hablar
ya de una rutina. La cuestión es que llevaba unos días que al levantarme me
acercaba a la estantería y cogía un libro al azar. Había muchos que me
apetecían y, a pesar de tener más tiempo para dedicarme a ello, era
imposible leerlos todos, por eso había tenido una idea. Cogía uno y lo abría,
a veces era por la mitad, otras por el final. Ese día seleccioné un
recopilatorio de poemas del irlandés Yeats y caí en la página de Ephemera.
Lo leí en voz alta:
«Tus ojos, que antes nunca se cansaban de los míos,
inclinan la vista bajo tus párpados caídos
porque nuestro amor se agota».
Lion, que apareció de la nada, se acercó a mí, me lo quitó de la mano y
recitó:

«Y ella responde:
Aunque nuestro amor se está agotando,
volvamos a la solitaria orilla del lago,
pasemos juntos en esta hora tranquila
en el que la pasión, pobre criatura cansada, yace dormida.
¡Qué lejanas parecen las estrellas,
y qué lejos queda nuestro primer beso,
ah, qué viejo parece mi corazón!
(…) «No te lamentes», dijo él,
estamos vacíos porque otros amores nos esperan,
odiemos y amemos a través del tiempo imperturbable,
ante nosotros descansa la eternidad,
nuestras almas son amor y una despedida continua».

Más que leer parecía que se lo sabía de memoria, no sé si fue eso lo que
me sorprendió o la candidez que tomó su voz al pronunciarlo, pero
consiguió que sintiera esa conexión con el lago, con un amor vencido, con
él… Se me quedó mirando y luego la bajó hasta mi boca; a nuestro
alrededor, acercándonos, el círculo de esas palabras que aún danzaban en el
aire. La atmósfera crepitaba en un juego seductor. Se acercó un poco más.
Me apoyé en la estantería, retrocediendo, pero él volvió a eliminar la
distancia que nos separaba y se inclinó. Se quedó allí, provocando, todo se
ralentizó menos mi corazón. Estaba segura de que iba a besarme, lo sentía
tan cerca… Pero en lugar de eso, bajó hasta mi mano, le dio un mordisco a
la tostada y se fue.
¿Había estado a punto de besarme?
Corrijo, ¿había estado a punto de desear que me besara?
Rectifico: ¡había deseado que lo hiciera!
Lo absurdo de la idea me hizo sonreír, pero no pude evitar preguntarme
cómo serían sus besos, porque hay veces que soñar un poco resulta
inevitable.
Besar y Lionheart en la misma frase, el sueño de cualquiera.
Lo curioso es que cuando pensaba en él había dejado de ver a la estrella,
solo veía a Liam, a ese niño que aprendió a escondidas todo lo que sabía de
música. Que odiaba el té y leía poesía. Y ese Liam tenía pinta de ser de los
que no se conformaban solo con un beso. No, no le entregabas tus labios o
tu boca, le ofrecías el poder de destrozarte.
Lo veía. Del beso pasaríamos a la cama y seguro que al sexo más
increíble de mi vida… pero ¿después? Debería ayudarlo a escribir una
canción no a entretenerlo con orgasmos.
«Candance, estás perdida».
Salió por el porche seguido de Doyle y yo me sacudí del momentazo y
las ganas como un perro. Me centré en mi plan para aquel domingo, nuestra
propia «Navidad» en doce de noviembre.

Bryan Adams cantaba desde los altavoces que había algo en la Navidad que
hacía que desearas que cada día lo fuera. El pollo se estaba asando,
acompañado de patatas y zanahorias. Había horneado otra tanda de mince
pie después de preparar un budín. Había decorado la mesa que podía
aparecer en cualquier revista de decoración. En el último cajón de la cocina
había encontrado un mantel blanco con tres servilletas a conjunto. Coloqué
los platos, hondo para la crema de boniato, llano, copas y vasos…. Dejé el
centro para el pollo y, alrededor, coloqué las velas adornadas con piñas. En
uno de los extremos, una bandeja de diferentes quesos, con fruta y frutos
secos, como era costumbre hacer en mi casa y de la que íbamos picoteando
todo el día. En una cazuela hervían las coles de Bruselas; estaba casi todo
listo, solo me faltaba terminar de rellenar los dátiles con almendras y
envolverlos con beicon.
—Siéntate, tenemos que hablar —dijo Lion, entrando en casa.
Salía y entraba a su antojo, nunca sabía dónde iba. A veces, eran cinco
minutos; otros, pasaba horas fuera. Como esa vez que no lo había visto
desde el momento poema-tostada.
—Si quieres volver a casa, ahora es el momento. Yo te llevaré si hace
falta.
Se refería a la nieve que, si bien la de ayer por la tarde había sido
anecdótico, ya llevaba un par de horas cayendo grandes copos y no tenía
pinta de parar pronto.
—¿Por qué iba a querer volver? —Ni se me había pasado por la cabeza.
—Porque desde ayer, que hablaste con ellas, estás más callada. Tienes
que cuidar de tu hija, no de mí.
Estuve a punto de responderle que, si estaba más apagada, no tenía nada
que ver con el día anterior, sino con el día siguiente.
—No te cuido, estamos trabajando. Y mi hija está en las mejores manos.
—Acabo de mirar en la web de meteorología y hablan de una alteración
meteorológica, no dicen nada del «efecto lago» del viejoSam, pero sí de dos
o tres días de nieve en abundancia. Seguramente se vaya la luz y haga frío.
Quería haber puesto cortinas para tapar el ventanal, pero me hicieron un
presupuesto desorbitado y lo dejé pasar.
—¿Tapar estas vistas? —lo interrumpí—. Eso sería un delito.
—Delito es poner más de diez metros cuadrados de cristal en una casa al
lado del lago, en estas latitudes. ¿Te suena lo de los castillos con ventanas
pequeñas y estrechas y alfombras en suelos y paredes? Cualquier cosa vale
para paliar las bajas temperaturas y la humedad.
No lo había pensado, la verdad. Y ahora entendía que todo el suelo,
menos en la cocina, estuviera cubierto por mullidas alfombras.
—Tenemos leña y comida, nos las apañaremos. Y si hace frío, pues nos
pondremos un par de capas más de ropa.
—¿De la mía? —sonó raro, entre gruñido y broma. Al mirarlo me dio la
sensación de que se alegraba de que prefiriera quedarme allí con él que
volver a casa.
—Tienes ropa muy calentita, ¿te molesta?
—La verdad es que no. Aunque te vaya enorme, estás bonita.
—¿Es un cumplido?
—A tu edad ya deberías distinguirlos —murmuró acercándose un pelín,
y el aire entre nosotros empezó a vibrar sutilmente, reaccionando con
nuestra cercanía.
—No he tenido tiempo de novios, ni de flirteos.
—¿Nunca has tenido novio?
—Una vez, aunque no estoy muy segura. Creo que duramos un día. La
verdad es que yo pensaba que me lo había pedido, no me dijo un «oye,
¿quieres ser mi chica?», pero yo creí entenderlo así. En fin, que cuando
llegué al día siguiente a clase y me acerqué a él, me llevé un chasco. Creo
que lo asusté y todo, porque se fue a quejar a la profesora de que lo
perseguía.
—Pero ¿qué edad tenías? —dijo entre carcajadas.
—Ocho… nueve. No lo recuerdo.
Tardó como un minuto en dejar de reír, mientras movía la cabeza de un
lado a otro, tronchándose de mi historia y, en el fondo, de mí.
—¿Estás segura de quedarte?
—Segurísima.
—Perfecto. Ahora, por favor, para la música, que como oiga otro puto
villancico más te juro que cago espumillón.
—Es Navidad —dije y luego canturreé al ritmo de Jingle bell rock que
sonaba en ese momento—. Empápate del espíritu.
—No creo que funcione, al contrario, me siento a cada minuto más
Scrooge. Pensándolo bien, a lo mejor soy yo el que escapo de aquí, ahora
que puedo.
—No lo harías, no me dejarías aquí sola.
—Me subestimas. No soy un caballero.
En ese momento sonó mi teléfono, era un mensaje de Stewart:

¿Cómo va?

Por intentarlo no quedaremos.

Le pasé algunas fotos de cómo había quedado la cabaña y un par de ellas


en las que salía Lion con el gorrito.

Integración máxima,
esperemos que sea suficiente.

Creo que va
a escribirla solo
para que me vaya
cuanto antes.

Me da igual si te odia
si con ello escribe
el maldito villancico.

¿ODIARME? ¿Del verbo odiar?


Me atraganté con mi propia saliva. Sentir odio es malo, sentir que te
odian los demás es peor, pero pensar en Liam odiándome… era lo último
que deseaba.

Fue una comida navideña a dos, pero no faltó nada en la mesa. Cumplimos
con todo, hasta lo de acabar reventados. Me dio las gracias por todo lo que
había organizado, no sabía si funcionaria, pero nadie se había tomado nunca
tantas molestias con él sin esperar nada a cambio. Sus palabras destilaban
rencor.
—Si lo consigo, será como un milagro navideño.
—Si hay una época para creer en ellos, es ahora. Que por nosotros no
quede. —Alcé la copa apurando lo que me quedaba de la segunda botella de
vino que habíamos abierto.
—Por nosotros —brindó—, que la Navidad saque la magia que llevamos
dentro.
—«Navidad es la magia que hay en ti». Es bonito. Mucho… y suena
muy a villancico. ¡Ya tienes por donde tirar!
Negó con la cabeza al tiempo que se reía y también se terminaba su
copa. Cuando la dejó sobre la mesa pronunció la misma frase que yo había
dicho, pero con musicalidad. Me puse en pie y aplaudí. ¡Era un inicio! Un
primer avance que no sabía si daría algo, pero era mucho más de lo que
habíamos avanzado hasta entonces. Fui a preparar café, al pasar por su lado,
puse mi mano sobre su hombro y se lo apreté, susurrándole al oído:
«Música es la magia que hay en ti». Ladeó la cabeza y clavó sus ojos en los
míos con una intensidad que nunca antes le había visto, me acojoné y me
escapé para refugiarme en la cocina.

Charlamos de nuestra infancia, de los regalos que recordábamos con más


cariño: él me habló de una armónica y yo, de un calidoscopio.
—Me encanta que puedas mirarlo de mil maneras y siempre serán
distintas. Fue la primera vez que entendí que todas las cosas bonitas están
un poco rotas —dije—. Desde entonces, no es que los coleccione pero
tengo unos cuantos.
También le conté que ese año estaba restaurando una casita de muñecas
que hizo mi madre de madera para nosotras y que sería uno de los regalos
para Blue. Me habló de algunas tradiciones como era acompañar a su madre
a ver El cascanueces, adora el ballet. También que llevaban diez años
jubilados, que era la mejor inversión que había hecho con el dinero ganado.
Habían pasado años viajando hasta que se habían instalado en la isla
Mauricio.
Después del café nos espachurramos en el sofá. Fuera, la nieve iba
cayendo sin descanso y el manto cada vez era más grueso. No recordaba la
última vez que había visto nevar de aquella manera y, por primera vez en
años, no la vi como un coñazo. No pensé ni en el frío ni en el hielo de las
aceras, solo en disfrutarla.
—Tu oportunidad para marcharte ya ha pasado.
—No es eso, la imagen me ha recordado al año pasado. —Reí,
arrastrando un poco de melancolía—. Blue es una niña que es feliz teniendo
los dedos pringados: sea de pintura, cera, barro, plastilina o harina. Un
domingo por la mañana nos propusimos hacer una casa de jengibre. Lo
había visto en una película y me pidió si podíamos hacer una. La casita se
parecía a esta, con un tejado muy pronunciado y el glaseado de encima nos
quedó muy líquido y se derramaba por todos lados. Al final tenía una pinta
similar a esto.
XVII Algo dormido (Lion)

Candance había irrumpido en mi vida como un meteorito, envuelta de luz y


de magia, pero también sembrando el caos a su paso.
Acababa de llegar, o esa es la sensación. Llevaba menos de una semana
aquí y ya parecía formar parte de este lugar. Es de ese tipo de personas que
son como los camaleones, se adaptan sin problemas al entorno; es
envidiable. Yo suelo sentirme siempre de postizo, hasta en la que suponía
que era mi casa y mi vida.
Los dos nos movíamos como una coreografía que más que estudiada,
salía innata. Eso era Candy, algo innato. Natural.
Encajaba demasiado bien en mi casa. En mi ropa. Conmigo.
Uno de los motivos por los que empecé a enfadarme con la música fue
porque tenía la sensación de que me había robado la vida. Llevaba años
deseando que alguien me «viera» a mí, no a Lionheart, la estrella de rock. Y
cuando llegaba, tenía miedo a que descubriera que por dentro no había nada
que mereciera la pena. Yo me había visto hacía más de un año y por eso
estaba en la cabaña, apartado de todo. Pero Candy no había huido, veía algo
y me preguntaba qué sería.
Ella despertaba algo que no recordaba haber sentido. Algo dormido o,
tal vez, que nunca había estado despierto. Hasta ahora.
7 Cuarenta y tres minutos

Diciembre 2018

Cojo el disco de nuevo, necesito algo a lo que agarrarme, mis dedos buscan
un ridículo sucedáneo cuando lo que realmente anhelan es agarrarse a él.
Volver a sentir su piel en la yema de los dedos y cómo de ahí explota ese
calor por cada célula de mi cuerpo.
Empiezo a entender por qué quería que lo escucháramos juntos. Ha
convertido aquellos días en canciones. Vuelvo a vivirlos al escuchar
aquellos recuerdos desde su perspectiva. Regreso a la cabaña. Regresar…
de donde tengo la sensación de no haberme ido. Y no sé si seré capaz algún
día. Hay lugares, hay personas que permanecen contigo y se integran en tu
ADN aunque nunca más vuelvas a verlos.
Empieza otra canción, esta vez con un solo de violín. Suena delicado,
pero el vibrato se te agarra al pecho. Al escuchar la primera estrofa se me
para el corazón.
PISTA 5

Turquesa, margaritas y jeans.


Tutús, boinas rojas y limón.
Rey de la selva, rey del rock,
siempre leones en tu corazón.

Seguiremos cantando recuerdos


para que nunca dejes de bailar.
Vuela, vuela alto,
Sirius te espera para un tango.
XVIII Daisy

Once días

La enésima vez que me desperté aquella noche, después de dar un par de


vueltas sin encontrar la postura, me levanté para ir al baño. Bajé haciendo el
menor ruido. Aproveché para poner un par de troncos más en la chimenea.
La tormenta había ido cogiendo fuerza con el paso del día, pero con la
llegada del alba parecía que iba menguando. Fuera, la capa de nieve lo
cubría todo. Fue inevitable mirar hacia el sofá donde Lion dormía
acurrucado. Le coloqué bien la manta que se había movido dejando los pies
al aire. La luz de las llamas se reflejaba en su rostro, estuve a punto de
apartarle el mechón de pelo que le tapaba una parte del ojo. Tenía la nariz
un poco torcida que le daba aire de malote y que, por extraño que parezca,
encajaba en su cara de niño. El conjunto resultaba muy atractivo. Volví a
subir antes de que se despertara. Al llegar a la cama tuve que colocar bien el
nórdico, señal de que me había peleado con él cuando no tenía la culpa de
nada. Estaba agitada, triste. Pensé en ojear algunos de los libros que Lion
tenía en la mesita, pero al darle al interruptor vi que se había ido la luz.
Entonces, sin sueño y sin nada con que distraerme, me dejé arrastrar. Era
inevitable y lo más estúpido era que lo sabía pero, aun así, me resistía.
—Daisy —murmuré sobre la almohada.

Oí que Lion se levantaba, hasta que no escuché la puerta principal abrirse


no hice lo mismo. Imaginé que estaría un rato fuera, ocupándose de quitar
nieve. No tenía hambre, en lugar de desayunar, encendí la cocina de leña y
saqué todos los ingredientes para hacer mi ritual de cada trece de
noviembre. Empecé a preparar la tarta de galletas, chocolate y crema que
tanto le gustaba a mi hermana.
Mientras esperaba a que la crema se enfriara un poco, llamé a mi madre;
tampoco era un buen día para ella. Era como si la herida se abriera y
supurara sin control. Habían pasado ocho años, pero su ausencia seguía
llenándolo todo. Le conté que estaba haciendo la tarta.
—Yo la hice esta noche, me levanté a las tres y media.
—Debería estar en casa, contigo. Debería…
Fue el único momento en que vacilé y me arrepentí de haber ido a la
cabaña.
—Deja de lamentarte —me interrumpió—, estás donde debes estar.
Además, estando con él es una forma de estar cerca de Daisy y de hacerla
feliz.
Lion entró en el momento que ponía la última capa de galletas, me
despedí de mi madre diciéndole que hablaríamos más tarde.
—¿Y esto, celebramos algo? Qué buena pinta —dijo metiendo el dedo
en la crema pastelera—. Estoy hambriento.
Dudé entre inventarme alguna excusa o decir la verdad, al final opté por
la segunda opción. Me conocía y sabía que durante el día estaría más
callada y taciturna que de costumbre.
—Hoy… Daisy, mi hermana, hubiera cumplido veintiocho años. —
Empecé a echar el chocolate por encima de las galletas, pero la mano me
temblaba tanto que me detuve antes de liarla.
—¿Hubiera? —Asentí sin mirarlo—. Joder… ¿Quieres que te deje sola?
Puedo ir al estudio o… —Lo pensé, pero estar sola era lo último que me
apetecía. Negué de forma casi imperceptible pero suficiente para él—. Eh,
mierda, no sé qué hacer… Mi madre te ofrecería un barril de café y algo
muy dulce. ¿Te apetece?
—Sí —respondí, casi inaudible.
—¿Quieres… hablarme de ella?
Por respuesta, me lavé las manos pringosas y empecé a contarle cosas de
Daisy.
—Estaba loca por ti, era tu mayor fan.
—Me hubiera gustado conocerla. —Se dirigió a la cafetera y la
encendió. Del armario sacó los Aero Mint, tabletas de chocolate y todas las
clases de galletas que teníamos.
—Y ella a ti. Estuvimos a punto de ir al concierto de 2008 en Wembley,
pero tuvo una recaída el día anterior.
—¿Cáncer? —preguntó en un murmuro.
—Leucemia. Se la diagnosticaron a los dieciséis. A pesar de llevarnos
dos años, éramos inseparables. Me habló de su primer beso, de las primeras
fiestas… Iba y volvía del colegio directa para estar juntas todo el tiempo
posible. Todo lo que sé de música lo aprendí con ella, pasamos horas
escuchando tus discos, leyendo todas las revistas del sector…
—Y ahora te toca cuidar de mí.
Vio que iba a decir algo y que me callé, pero su forma de mirarme me
dijo que me atreviera a contarle todo lo que me bullía.
—Sé que es una tontería, pero a veces pienso que si estoy aquí hoy,
contigo, es cosa de ella.
—¿En qué sentido? —preguntó, apoyándose en la encimera.
Me fijé en lo guapo que estaba aquella mañana, a pesar de ir
completamente despeinado con mechones que salían en todas direcciones.
Llevaba una camiseta básica blanca, camisa de cuadros abierta y encima
una chaqueta de lana gris; la que yo me había puesto hacía dos días.
—Estudié Publicidad y después de mandar un montón de currículos, en
el único que me llamaron fue para suplir una baja de maternidad en Stewart
Management. Y es tan sarcástico que tiene su toque. No pasa ni un solo día
en que no piense en ella, pero al estar contigo todo se intensifica. Oigo su
risa, pienso qué haría o qué diría si estuviera aquí.
—¿Y?
—¿Que qué haría? Seguro que antes de nada, abrazarte. Era la mejor
dando abrazos.
Se acercó y me envolvió con sus brazos. Desaparecí entre ellos,
sepultada contra su pecho. Fue como recibir algo que no sabía que me
faltaba. Resultó sorprendente e inesperado. Y también reconfortante, fue la
primera vez que sentí que podía perderme en un abrazo. Quise que no se
detuviera jamás.
—Parece alguien muy especial. —Una de sus manos estaba en mi
espalda, apretándome suavemente contra él, la otra la había escondido en
mi pelo, que acariciaba delicadamente.
Todo aquello provocó una fuga de emociones y rompí a llorar. Lion me
dio ese espacio acurrucada en el calor que desprendía su piel, a pesar de las
tantas capas de ropa, suyas y mías. El olor del jabón de pastilla, que cada
vez que me duchaba no podía dejar de oler, me arrulló cuando me puse de
puntillas y escondí la nariz en su cuello.
Cuando me calmé un poco, me acompañó hasta el sofá mientras él
preparaba los cafés. Seguí hablando de ella, como que el corazón que
llevaba en el anular fue un tatuaje que nos hicimos juntas. Que las
margaritas eran sus flores favoritas, que adoraba la ropa vaquera, fueran
pantalones, faldas o chaquetas, los sombreros, sobre todo una boina roja
que le había regalado unas Navidades.
—Adoraba bailar, iba a danza desde los tres años. Pasó por todas las
disciplinas y su sueño era ser coreógrafa. Hizo algunas con un par de
canciones tuyas, en casa debe de haber alguna cinta, porque mi madre es de
las que lo grababa todo. Yo soy muy patosa, pero me obligó a aprenderme
todo un baile para Brown eyed girl, a mi madre le chifla Van Morrison.
—Me encantaría ver esas cintas.
—No estoy tan loca como para eso.
Rio y consiguió que un conato de sonrisa arrastrara mis comisuras hacia
arriba.
—También tenía diabetes y recuerdo que siempre olía dulce.
—Debió de ser duro y tú solo eras una niña.
—Durante aquellos años ni me di cuenta, solo conocía aquello. Empecé
a hacer fotos para después enseñárselas con la intención de que no se
perdiera nada. Fue muy duro ver cómo se iba consumiendo. Para Daisy
todo era una despedida. Desde entonces odio la palabra «último». La
utilizaba a menudo: la última vez que leía ese libro, que probaba esa
comida, que oía el canto de un pájaro… Tenía la necesidad de despedirse de
cada cosa de este mundo.
—¿Hace mucho?
—Ocho años. Después de su muerte todo se volvió negro. Los meses
siguientes es un enorme agujero. No recuerdo ni ir a la escuela, solo tengo
presente a mi madre llorando a todas horas. ¿Te acuerdas de que me
contaste que tenías el sueño recurrente de que te abducían? El mío es que de
tanto llorar me quedo sin lágrimas. Y a veces esa es la sensación, y nada
hay más triste que una pena sin lágrimas. —Necesité parar para coger aire y
él esperó paciente a que me sintiera con fuerzas para continuar—. Como te
ocurre a ti con el estudio, yo odiaba las noches porque la casa solo tiene dos
habitaciones y la compartíamos. Estar allí dentro me ponía enferma hasta
que exploté y me desmadré. Tenía diecisiete años y la sensación de no haber
vivido nada. Solo había estado a su lado. Nada más. Empecé a salir, mi
madre tomaba somníferos y ni se enteraba. Una noche me llevé el coche,
me emborraché y me lie con un tío. Me estaba llevando a casa cuando
chocamos contra una parada de bus. Cuando llegó la policía y la
ambulancia, él había desaparecido y yo estaba inconsciente en el asiento del
copiloto. Ni me acordaba de su nombre. Semanas después supe que estaba
embarazada. Me costó creerlo, mi madre lo vio como una señal, algo de
esperanza a lo que agarrarse, volvíamos a ser tres… Si no hubiera sido por
ella, no sé cómo lo hubiera hecho. Tardé más tiempo, pero terminé la
carrera y para ganar algo de dinero hacía fotos por encargo, sobre todo de
celebraciones familiares o la típicas que se mandan ahora como
felicitaciones de Navidad. Han sido años duros, pero la llegada de Blue fue
como un rayo de luz. Mi hija es lo mejor que me ha pasado nunca.
—A veces, de los peores momentos nacen cosas buenas.
—Sí, aunque sigo compartiendo habitación —bromeé para aligerar la
tensión.
—Pues aprovecha estos días, aunque la privacidad en esta casa sea
escasa.
Me tapé la cara con las manos. Hablar de Daisy siempre me provocaba
una sacudida. Primero me llenaba al recordarla dándole vida con los
recuerdos para después sentirme vacía.
—Lo siento, hoy no soy muy buena compañía.
—Eh, somos humanos, no pasa nada.
—Jean Pierre dice que llorar es bueno. Que hay que quitarle el tabú a las
lágrimas.
—¿Jean Pierre?
—Mi terapeuta. Sus técnicas son algo extrañas pero efectivas. Es de los
que recomienda que llores, grites y te receta orgasmos antes que un
ansiolítico.
Bromeó sobre que debería pedirle hora. Le conté que ejercía en el
misma escuela donde mi madre trabajaba de secretaria y que llevábamos un
tiempo acudiendo a él.
—Me alegra no ser el único que arrastra mierda. No digo que tu
hermana es mierda, digo que… —Me giré hacia él y le tapé la boca con la
mano. Al sentir su aliento la aparté de golpe, aunque la sensación de
cercanía permaneció intacta.
—Sé qué quieres decir. Todos somos luces y sombras, te lo dije. —Me
acarició la mejilla con un dedo, fue como si escribiera algo en mi piel. Algo
a fuego que a la parte baja de mi vientre le encantó.
«¡Por Dios, Candy, él te está consolando y tú te has excitado!».
—Tengo que terminar la tarta, me queda la última cobertura de
chocolate y meterla en la nevera. —Me levanté, necesitaba alejarme.
—Candy —dijo, cogiéndome la mano y reteniéndome. Él también se
puso en pie—, siento que un día como hoy estés lejos de casa.
—No pasa nada, de verdad. Es solo melancolía —carraspeé e intenté
hacer una broma para aligerar el ambiente—. Además, estoy sitiada por la
nieve en una cabaña en medio del bosque, y contigo… sería el sueño de
cualquiera. De mi hermana seguro.
—¿Y el tuyo?
—La verdad es que estoy gratamente sorprendida con tu compañía. —
Sonreí y el simple gesto aumentó la presión en mi sien—. Siento que la
cabeza me va a estallar.
—¿Quieres un analgésico? —Me obligó a sentarme de nuevo.
—Te lo agradecería.
Volvió con un vaso de agua y un blíster.
—¿Puedo preguntarte algo? —susurró como si no estuviera muy seguro.
Alcé la vista hacia él y asentí. Encontraba curiosa y divertida esa frase que
ya empezaba a ser tan habitual—. ¿Es ella la verdadera razón por la que
cogiste el coche y te presentaste aquí?
—Ella fue en lo primero que pensé cuando Stewart me lo propuso. Tus
canciones estuvieron sonando de fondo durante años en nuestras charlas, en
las noches que no podía dormir. Quiero ayudarte, no sé cómo, pero de
alguna forma me gustaría devolverte todos los buenos momentos que me
diste con ella.
—Eh, no sé qué decir —admitió, sentándose a mi lado de nuevo—.
Llevaba tiempo sin acordarme de un solo motivo por el que la música
merecía la pena, gracias por recordármelo. Y, Candy, no sé qué va a salir de
esto, pero ten claro que jamás será tu culpa. Estás aquí, alejada de tu
familia. Mira a tu alrededor: has convertido la cueva de un ogro en un hogar
que huele demasiado bien. Has hecho que sea Navidad en noviembre, has
traído luz. Soy yo el que no sé cómo agradecerte tanto esfuerzo.
Me dejé caer hacia su lado y apoyé la cabeza en su hombro.
—Ya te lo dije, al final, no querrás que me vaya.
—Y yo te repito, pues eso sí sería un problema. Túmbate un rato y
descansa, aquí o arriba, donde te apetezca. Deja que yo termine la tarta.
Le di las gracias y opté por la cama. Cuando subí las escaleras vi que
empezaba a nevar de nuevo. A ese paso, tardarían meses en limpiar las
carreteras antes de poder marcharme, y solo con pensar en alejarme de allí y
de él, entendí que yo sería la primera en añorar todo aquello.

No me dormí, pero conseguí quedarme en ese estado de duermevela. Algo


llamó mi atención, una vibración sutil. Me froté los ojos y volví a oírlo, lo
reconocí de inmediato: era el rasgueo de una guitarra, muy suave, pero que
el silencio se había encargado de traer hasta mí. Aparté la almohada, no
sabía si bajar o quedarme observándolo en silencio. Era la primera vez
desde que había llegado que lo veía con un instrumento.
Liam estaba sentado en el sillón frente la chimenea, prodigaba una
incuestionable fuerza magnética. Me levanté para coger la cámara y
supongo que el sonido de mis pisadas me delató.
—Lo siento, no quería despertarte.
—No lo has hecho —dije, sacando la cabeza por la barandilla—. No
quería distraerte.
—No lo has hecho. ¿Mejor? —Asentí—. ¿Bajas? —interpreté un deje de
suplica en su voz.
—Claro.
Me senté frente a él, abrazándome las rodillas, y lo miré; su aura
brillaba.
—¿Cuál era su canción favorita? De las mías —especificó. Carraspeé y
volví a llorar cuando comprendí que hablaba de Daisy.
—Hijos del atardecer.
Cogió la guitarra para ponérsela en el regazo, como si fuera una barrera
tras la que esconderse. La mano le temblaba cuando la puso sobre las
cuerdas, tensas igual que él. Era acústica, con la caja negra, la roseta era
una media luna con la representación de cómo se ve la Tierra desde la Luna,
y el mástil estaba decorado con un sol naciente que ascendía por el
diapasón. En la cabeza leí la marca Takamine. Más tarde sabría que era una
edición limitada de 2008.
Apretaba la mandíbula con fuerza y sus hombros subían y bajaban en
cada bocanada, como si su cuerpo se esforzara para respirar. Lo que quería
hacer era un gesto muy bonito, pero vi que estaba pasando un mal rato y era
lo último que quería. A veces hay que escuchar lo que la gente no dice.
—Lion, no es necesario. No pasa nada.
Me miró y no sé qué vio, pero sus dedos se movieron con rapidez y
sutilidad. Cuando empezó a cantar su voz sonó débil.
«Si maduras mucho, te pudres.
Mantén siempre la cabeza en las nubes.
Si vas a perseguir algo, que sean tus sueños.
Somos hijos del atardecer».
La recordé cantando a grito pelao desde la ducha aquella misma letra.
Recordé. Seguí llorando. Recordé. Reí.
Cuando acabó, la dejó apoyada en el pie que había al lado del sillón. La
soltó en un gesto brusco, como si le quemara en los dedos.
—Acabo de darme cuenta de que muchas de tus canciones tienen el
mismo trasfondo: el de buscar siempre más, superarse, no rendirse. Mi hija
te comparó con una supernova, yo ahora mismo lo haría con la luna. Puede
que todos seamos un poco como ella. Tenemos fases en las que brillamos
más, en momentos ascendemos y en otros menguamos, algunas veces hasta
ni se nos ve. Pero nada de eso importa, la gente la adora igual. Con esto
quiero decir que no puedes perder la esperanza, es solo un ciclo más.
Tardó lo que me pareció una eternidad en contestar algo. Solo me miraba
y no sé si estaba perdido en sus pensamientos, si estaba dando vueltas a lo
que le había dicho o se estaba planteando llamar a urgencias para que
alguien se llevara a esta chalada que se había colado en su casa.
—Así que he pasado de ser una estrella muerta a ser la Luna… —
murmuró sin despegar sus ojos azules de los míos.
—Es solo una metáfora. Qué eres y quién eres, en realidad, solo lo sabes
tú.
—Llevo más de un año intentando averiguarlo.
XIX Contigo, solo Liam

—Ahora… No mires, cierra los ojos.


Aunque no tenía mucha hambre calentamos lo que quedaba de las sobras
de la comilona navideña. Después nos zampamos la tarta. Fuera, la nieve
seguía cayendo sin fuerza, pero tampoco sin pausa. ¿Qué tendrá ver los
copos caer que resulta tan hipnótico? Nos habíamos acomodado en el sofá y
decidido ver una película. Sugerí una de miedo, no es mi género favorito,
pero pensé que sería lo mejor para dejar de pensar en Daisy. Lo último que
me apetecía era una comedia y reír; y mucho menos una romántica con
música insinuante y con gente dándose besitos mientras tenía a Lion
sentado a solo un par de palmos en el mismo sofá y tapados con la misma
manta. Aún tenía secuelas de lo agradable que había sido su abrazo.
Puede que sea un buen músico, aunque estuviera pasando una mala
racha, pero lo que me quedó claro aquella tarde de lunes fue que es un
pésimo compañero de cine. A ver, que en el fondo sé que lo hacía con
buena intención y su gesto era adorable, pero aún no sé cómo sobreviví.
Como yo de ese género entendía muy poco, a decir verdad nada, le dejé
toda la responsabilidad a él. Abrió un cajón que había bajo el sofá. Me
contó que era la colección de su padre y que no había querido llevársela con
la mudanza. Se decantó por un clásico como El exorcista.
Era bonito que quisiera protegerme. Su buena intención se basaba en
avisarme cada vez que llegaba una secuencia chunga, entonces yo cogía el
cojín y lo apretaba contra mí como escudo. Como en ese momento que
esperaba la peor escena de todas, ya tenía los nudillos blancos y empezaba a
notar la tensión en la nuca. La música me estaba dando hasta dolor de tripa.
—Ah, no, espera, que no era en este momento.
Dejé de estrujar el cojín y fue, justo entonces, cuando la niña empezó a
bajar las escaleras de espaldas como un cangrejo.
—Ah… —gritamos, asustando a Doyle, que escapó escaleras arriba.
—¡Sí que era esta escena! —dijo poco después, partiéndose de risa.
—Cabrón, un poco más y me da un infarto.
Cogí el cojín para darle, pero me vio las intenciones y fue más rápido
que yo. Me lo arrebató y se lo puso bajo el brazo. Pensé en subirme a su
regazo y luchar para recuperarlo, pero la maldita película me había dejado
sin fuerzas para nada. En lugar de empezar una guerra, me acurruqué un
poco más y apoyé la cabeza en el reposabrazos.
Después de eso, el ambiente se relajó, decidimos poner otra con la
condición de que no diría ni una palabra. Lo cumplió y yo me relajé porque
en lugar de mirar hacia la televisión me dediqué a observarlo a él, sus
expresiones… a memorizar su perfil hasta que me quedé dormida.
Solo reaccioné cuando me soltó sobre la cama. Al abrir los ojos, vi que
estaba en la habitación. No recordé cómo había llegado allí, hasta que lo vi
allí de pie, frente a mí.
—Te has quedado dormida mirando una peli de terror, ¡no me lo puedo
creer! —se burló.
—Eres la peor compañía de cine que he conocido nunca. ¿Qué hora es?
—Doyle seguía tumbado a los pies de la cama, pasando olímpicamente de
nosotros.
—Pasadas las once. Llevas horas dormida, no sabía si hacía bien en
moverte y traerte aquí. ¿Tienes hambre, te subo algo?
Bostecé, estaba agotada. Después de una noche sin dormir y de un día
cargado de emociones había caído rendida.
—Solo queda una cosa por hacer —dije, incorporándome para sentarme
—, ¿puedes ir a buscar la tarta que queda?, es el momento de soplar la vela.
—Claro.
Cuando volvió con el plato y el encendedor, le conté que era la
costumbre en casa. No era hasta la hora de dormir que se soplaba y se pedía
el deseo. Uno en el que habíamos estado pensando todo el día.
—Cierra los ojos y piensa el tuyo —murmuré.
—¿Yo también pido uno? —preguntó sorprendido.
—Sí.
—Vale, ya lo tengo.
Contó y, al llegar a tres, cerramos los ojos. Pedí que, fuera lo que fuera
aquello, que mereciera la pena y que él encontrara lo que buscaba.
—Buenas noches, Candy. —Se levantó al tiempo que se inclinaba para
dejarme un inofensivo beso en la frente, pero lo cogí de la mano,
deteniéndolo.
—No me dejes sola.
—¿Estás segura?
—Te recuerdo que hice dos cursos de defensa personal.
—Ronco mucho, o eso dicen —ironizó, sin soltarme la mano.
—Yo de ti lo haría antes de que cambie de opinión. El sofá tampoco es
tan incómodo.
Rio y dio la vuelta para tumbarse a mi lado. Su olor viajó hasta mí,
haciéndome cosquillas en la punta de la nariz. Como en una coreografía, los
tres nos movimos buscando nuestro lugar.
—Y he aquí la demostración de que es mentira que, en la cama, tres son
multitud. —Reí contra la almohada.
—Siempre hay una excepción, en cualquier otro caso es… —No sé
cómo terminó la frase porque se tapó la boca con el antebrazo.
Después de eso, no sumimos en el silencio y la oscuridad. Su respiración
se acopló a la mía. Me recriminé por bocazas, no quería estar sola, pero
cuando se lo pedí no pensé en lo que supondría tenerlo tan cerca.
—Candy… —Su voz sonaba suave en la oscuridad.
—¿Mhm? —pregunté en un suspiro, me encantaba el tono melodioso
con el que pronunciaba mi nombre.
—¿Podrías llamarme Liam a partir de ahora? No quiero ser Lion, no
aquí, no contigo.
—Claro. Buenas noches, Liam.
Di un par de vueltas sin acabar de encontrar el sitio cuando volvió a
llenar la oscuridad con mi nombre.
—¿Sí?
—No sé si puedo.
Él estaba panza arriba. Busqué su mano a tientas y, cuando la encontré,
entrelacé los dedos.
—Puedes. Solo tienes que perdonarte. Encontrar el equilibro.
Y de una tontería, como cambiar el nombre a alguien, se creó una
especie de nueva intimidad que me produjo un escalofrío. Hacía años que el
trece de noviembre era uno de los peores días del año, pero en su compañía
había resultado ser bastante pasable. Hablarle de ella, escucharlo tocar su
canción favorita fue el mejor homenaje que podía ofrecer a mi hermana. Y
Lion Liam, en lugar de huir se había quedado, sorprendiéndome. Me
ofreció lo que ninguna amiga, ningún conocido había hecho. Hasta
entonces, aquella pena la llevábamos solas mi madre y yo. Creo que nunca
sabrá lo que significó para mí el apoyo que aquel día me brindó.
XX Gritar en silencio (Liam)

Dice que le gusta la fotografía porque le recuerda que somos luces y


sombras. Aquel día descubrí la oscuridad que la atañe. Me habló de su
hermana con tanta nitidez que podía ver cada uno de esos recuerdos.
Después de más de quince años de carrera hay cosas a las que aún no me
he acostumbrado y es todo el peso que la gente vuelca en una de tus
canciones. Que cuatro notas y un estribillo que escribiste en el coche, un día
de caravana, para alguien como Daisy, supusiera algo así como un himno.
Todo lo importante en mi vida, bueno o malo, me ha servido de
inspiración. Mis canciones son un repaso de mi vida. De mi forma de
pensar, cómo he crecido y madurado. Hubo un tiempo en que las ideas, las
melodías, rondaban siempre a mi alrededor. No tenía que hacer nada más
que recogerlas. Ahora, por mucho que quiera cazar, no hay nada. Solo
vacío.

Tumbado a su lado, en aquella penumbra, con sus dedos rodeando los míos,
tuve la certeza de que solo ella oía mi silencio. Y entonces lo sentí. Era una
opresión en el pecho; primero me asusté, pensando que fuera un ataque al
corazón, luego me di cuenta de que no era eso. No era malo. Al contrario.
Era algo bueno, pero que hacía tanto tiempo que no sentía aquella sensación
que la había olvidado.
Mi deseo, Candy, es que encuentres a alguien que ame tus sombras
porque tu luz hace que quererte sea demasiado fácil.
8 Treinta y nueve minutos

Diciembre 2018

La canción termina con un rasgueo de guitarra, muy típico de él. Noto las
mejillas mojadas, estaba tan concentrada escuchándola que ni me había
dado cuenta de que estoy llorando. Noto un nudo en el pecho, cierro los
ojos y veo a mi hermana delante de mí, bailando y riendo como pocas veces
la vi hacer.
«—¡LIONEHART me ha escrito una canción! —grita Daisy, feliz. Su
voz suena tan real en mi cabeza que me estremezco—. ¡¡A mí!!».
—¿Estás bien?
—Eh… sí… Es que no me lo esperaba.
—Solo quería homenajearla. No llores, por favor. —Alarga la mano y
me seca las mejillas. Nuestras miradas se encuentran y algo despierta, un
sentimiento que llevaba mucho tiempo enterrado.
—No es por pena —murmuro, aclarándome la voz—, es que no me lo
esperaba. Que le hayas escrito una canción y que hayas sido tú es…
perfecto. Vuelve a ponerla, por favor.
PISTA 6

Sueño de nieve que pienso disfrutar.


Un manto blanco donde pintar
lo que nunca me permití soñar.
Eres eso que no quiero que empiece.
Y si empieza, que no termine.

Llegas a casa y ves a tus dos chicas juntas.


Y tocas a una pensando en la otra.
Acaricias curvas y nacen notas.

Una jaula de nieve donde me vuelvo animal.


Baila tu ritual y vuélveme inmortal.
Desde que estás,
qué paraíso es este infierno.
XXI Sitiados

Diez días

No sé qué fue antes, si despertarme y oler o lo que me hizo despertar fue el


olor. Solo sé que aquel martes lo primero que hice fue llenarme los
pulmones con su fragancia que descansaba en armonía en la almohada. Me
incorporé de golpe en la cama y lo busqué con los ojos aún medio pegados
por las legañas. Estaba sola en la habitación y por el silencio que reinaba
también en la cabaña.
No soy capaz de recordar si habíamos dormido juntos o en cuanto me
dormí se fue de nuevo al sofá. Como solía pasarme, tenía la cabeza
demasiado embotada después de un día de melancolía extrema, por eso me
prohibí pensar en el rato que estuvo tumbado a mi lado para dejar su huella
en la tela.
Encima del pijama me puse su chaqueta gris, la que me había apropiado
en los últimos días. Me recogí el pelo en un moño de esos que no sabes si
cuando lo deshagas serás capaz de volver a peinarte o necesitarás raparte la
cabeza. Hice una nueva cafetera y me preparé una tortilla y unas tostadas
con aguacate, estaba famélica. No sabía el rato que Liam llevaba despierto,
pero al mirar por el ventanal vi que la nieve había dado una tregua y el
porche y la pasarela habían sido limpiados para impedir que cedieran con el
peso.
Me senté en la alfombra delante del fuego y me tomé el café perdida en
mis pensamientos. Me gustaba la paz que reinaba en la cabaña. Ya hacía
una semana que estaba allí y no había rastro de villancico ni canción.
Tampoco sabía si lo que estaba haciendo o dejando de hacer servía de algo.
No se me ocurría nada más… ¿Cómo hacer que volviera a sentirse bien con
la música? El día de antes, cuando había tocado la canción para Daisy, vi
cómo le costaba, pero también fui testigo de cuando la música lo atrapó y se
olvidó de todo. La guitarra aún descansaba en el pie, al lado del sillón, la
cogí y volví a sentarme. Un cabo de las cuerdas se me enganchó en el
calcetín… Estaba claro que yo era la antiartista de la familia. Como si
supiera lo que hacía, puse mi mano izquierda en el mástil y el pulgar de la
otra lo pasé por encima de las cuerdas. Primero una por una, luego un
barrido rápido. Estaba tan distraída que no me di cuenta de que ya no estaba
sola en la sala y de que Liam se había acercado hasta que lo noté ponerse de
cuclillas detrás de mí, traía impregnado el olor a nieve y bosque.
—El primer acorde, el de Do. —Puso sus manos sobre las mías,
guiándome.
La primera vez sonó escalofriante y chirriante, me dio la risa. A la
segunda, ya fue mejor. Resultaba tan sensual… Mis dedos eran como un
colibrí suspendido sobre hilos de electricidad. Hablando de electricidad…
la que sentía detrás.
—Debes tocarla con firmeza, pero al mismo tiempo con la delicadeza
que tocarías a una mujer… —murmuró pegado a mi oreja.
Nunca había tocado una guitarra y a una mujer, aparte de mí, tampoco.
Pero aquello estaba resultando de lo más erótico. Mientras él iba
nombrando acordes: el de Fa, el de Sol… pensé en cómo se moverían esos
mismos dedos por mi piel y qué sentiría con sus caricias. Sonó bonito, o a
mí me lo pareció; no niego que mi criterio se viera perjudicado dada la
situación. Doce notas, solo doce notas con las que Liam era capaz de contar
la vida. Cuando lo piensas bien no deja de ser algo mágico. La mayoría solo
escuchamos, él es de los afortunados que «hablan» ese idioma.
Silenció las cuerdas poniendo nuestras manos sobre ellas.
—Buenos días, Liam —dije, ladeando la cabeza para poder mirarlo.
—Buenos días, Candy. —Rio contra mi pelo. Volví a sentir aquella
reacción en cadena: una palabra suya, una mirada que conectaba con algo
en mi interior, produciendo una cálida descarga.
—¿Cuál fue la primera canción que aprendiste?
—Fue Love me do, de los Beatles. La había tocado con una guitarra en el
conservatorio. Ya te conté que fui hasta Seven Sisters a comprar una de
segunda mano, o quinta, a saber… En cuanto llegué a casa me puse a tocar.
Estaba desafinada y tenía una cuerda floja. ¡Estaba tan feliz que ni siquiera
me había dado cuenta! Joder, fue malo como el primer polvo.
—Yo no recuerdo mi primera vez.
—¡Borraaaachaaaa! —se burló y la sonrisa que se le pintó lo hizo
todavía más atractivo.
—¿Y el tuyo? —Yo seguía mirándolo por encima del hombro. Era
incómodo, pero tampoco se me ocurrió decirle que se apartara. Seguíamos
en la misma postura, con las manos sobre las cuerdas.
—Un caos. No quería parecer un imbécil, ni un sabelotodo, pero
tampoco perdido… Recuerdo que pensé que era igual que una tirita, cuando
antes ocurriera, antes me lo quitaría de encima.
—Suena… estresante.
—Lo fue, pero tanto la guitarra como con el sexo todo mejora con la
práctica. —Rio, lo sentí tan cerca que revotó en mi estómago y se acurrucó
para hacerme cosquillas un poco más abajo.
—¿Salimos a hacer un muñeco de nieve y se lo mandamos a Blue? —
dije, intentando escapar de aquella tensión tan palpable. Y de paso ignorar
aquel hormigueo.
—Sería una pena.
—¿Pena? —repetí, arrugando el ceño.
—Tendrás que abrigarte y esas vistas me estaban alegrando el día.
—¿Qué vistas? —Estaba tan concentrada en las reacciones de mi cuerpo
que no sabía de qué me hablaba. Miré hacia el ventanal y luego de nuevo a
él. Como respuesta solo bajó la vista hacia mi pecho y entonces me di
cuenta de que un pijama de pingüinos podía resultar igual de sexi que un
camisón de satén. Era de estilo camisa y los primeros botones estaban
desabrochados, iba sin sujetador y con el roce de la guitarra, que me llegaba
justo a la altura, mis pezones estaban erguidos. Si yo veía el valle y los dos
montes a los laterales… él desde atrás y con un poco más de altura…
—¡Mierda! —exclamé, encogiéndome para taparme, pero eso solo hizo
que la tela quedara aún más floja y mostrara todo lo que quería esconder.
«Chicas, él es Lion. Es de los de mira, pero no se toca».
—Yo utilizaría otra expresión mucho más… apetecible. Exquisita…
Había olvidado lo sensual que puede resultar una tía y una guitarra.
—Liam, ¿te estás insinuando?
—Ni se me había pasado por la cabeza, no eres mi tipo.
—Ya, tú tampoco el mío.
—Serías más creíble si no tuvieras ahora mismo la vista fija en mis
labios, deseando que te bese, y tus pezones pidiendo mi lengua, mis
dedos…
—Se te da bien lo de soñar despierto —conseguí decir con la boca hecha
agua—. ¿Así que no te estabas insinuando?
—Descaradamente —admitió, mordiéndose el labio inferior. Solo fue un
parpadeo, pero hizo estragos en mi pulso. Después se puso en pie—. ¿Y tú,
Candy?
¿Lo estaba haciendo?
¿Me estaba insinuando sin ser consciente?
¿Podría hacer yo eso?
¿Sabía acaso cómo hacerlo?
No había tenido juventud, cuando mis amigas empezaron a salir, yo me
quedaba en casa con Daisy. Al final se cansaron de que nunca fuera con
ellas y nos alejamos. Después de su muerte, solía ir tan borracha que no
recuerdo nada. Y después de nacer Blue… Me había acostado con otros
hombres; solía utilizar una app o me acercaba a aquella discoteca que todo
el mundo sabe que allí dentro no vas ni a beber ni a bailar, sino en busca de
algo muy concreto. Ibas, mirabas, escogías, te acercabas, una charla
iniciática mientras tomabas una copa antes de terminar en el baño, en el
coche o en el callejón. Rápido, sin nada que pudiera interferir.
XXII Ni se te ocurra

Durante casi dos horas sacamos al niño que llevamos dentro y jugamos con
la nieve. Me harté de hacer fotos, a él, al paisaje y a nuestra obra de «arte».
No solo hicimos un muñeco, sino que acabaron siendo tres, de diferentes
tamaños. Resultaron algo locos, como estábamos nosotros en aquel
momento. Me gustó ver esa faceta de él, puede que solo lo hiciera para
ocuparse y no tener que pensar en esa espada de Damocles que tenía
colgando sobre su cabeza, pero estaba participativo y lleno de ideas. Era
capaz de sorprenderme, y cada nuevo Liam que conocía, más me atraía.
Pensé que era como pasearse por las plantas de Liberty y quedarte mirando
todos aquellos artículos de lujo que no están a tu alcance. Mirar es gratis,
igual que soñar.
No quiso poner piñas ni zanahorias como nariz. Saqueamos el cobertizo
con cualquier cosa que pudiera servirnos. Al más grande, le encasquetamos
un sombrero mexicano y una mandolina con un agujero en la parte trasera
que la hacía inservible como instrumento, pero que Liam aún conservaba.
Al mediano, que nos había quedado rechoncho como Obélix, le pusimos
una enorme llave inglesa y unas gafas de buceador. Y al último, le
colocamos una bota de pescar —la otra no la encontramos—, así que
improvisamos una pata de ramas de pino. Resultaban una mala versión
alienígena de los Trotamúsicos. Eran feísimos, pero era incapaz de recordar
la última vez que había pasado tanto frío, ni que me había reído tanto ni tan
fuerte. Y, joder, qué bien sentaba.
No tengo ni idea de zoología. Sé que cada raza tiene sus propias técnicas
de apareamiento y me pregunté si aquello que estábamos haciendo no sería
nuestro propio ritual. No me pasó desapercibida ninguna de sus miradas,
simplemente por el hecho de que era incapaz de apartar mis ojos de él.
Buscaba su acercamiento como él lo hacía con mi cuerpo. A pesar de la
infinidad de capas que llevábamos encima, notaba que me quemaba con
cada roce.
En cuanto había pronunciado la palabra «insinuar» era como si me
hubiera quitado una venda y ahora me parecía del todo claro y descarado.
Me sentía confusa, como si acabara de despertar de esas siestas que se
suponen que solo iban a ser cinco minutos y acabas durmiendo toda la
tarde.
Estaba perdida en mis pensamientos mientras le colgaba al cuello de
nuestro Obélix un par de llantas a modo de platillos —porque al pobre lo
habíamos hecho sin brazos—, cuando Liam me agarró de la cintura; estaba
tan despistada que reaccioné haciéndole una llave y lo tumbé en el suelo.
—Joder con la ninja —bramó, después de limpiarse la boca de nieve.
Me entró la risa, es lo que pasa cuando llevas rato riéndote, que luego te
quedas flojas y explotas por nada.
—Lo siento, ¿te he echo daño? —Me agaché, acto que aprovechó para
tirar de la bufanda, y a mí con ella, cogiéndome desprevenida. Forcejeamos
y rodamos sobre la nieve, pero ¿quién lo notaba cuando habíamos
empezado a arder?
Terminé sobre él, con nuestras manos cogidas a la altura de su cabeza.
Su mirada cristalina como un cielo de verano eclipsó la mía. Menos mi
pulso, todo se ralentizó.
—Cuidado con lo que deseas porque, si sigues, me encontrarás. —Esas
palabras se asemejaron demasiado a una promesa.
«Ni se te ocurra tocarme… y si lo haces, ni se te ocurra parar».
—No sabes lo que deseo.
—Lo sé y, si sigues, sabes dónde va a terminar, ¿verdad?
—¿Terminar o empezar? —insistí.
—¿De verdad quieres empezar este juego?
«Ni se te ocurra besarme… y si lo haces, ni se te ocurra parar».
—Tengo la sensación de que ya llevamos días con él. Como si todo esto
solo fueran unos largos preliminares.
Lion despertaba cosas que no había sentido nunca. El poder de la
atracción sexual, la sensación permanente de tener un nudo en el bajo
vientre. O, como en aquel momento, que el deseo estaba evolucionando en
desesperación.
—Hablar de agua al sediento es de ser muy cabrón. Pero creo que eres tú
la que desea algo que aún no ha aceptado.
Desde la cabaña nos llegó el timbre de su teléfono satélite,
interrumpiéndonos.
—Tengo que cogerlo, debe de ser la ronda.
—Claro. —Me dejé caer hacia un lado para que se levantara.
No lo seguí, esperé un par de minutos a que mi respiración se
normalizara. Desde el domingo, que había empezado la tormenta, los
vecinos se llamaban cada día para saber si todo estaba bien y si alguno
necesitaba algo. Nunca se me había ocurrido, pero pensé que entre
comunidades tan pequeñas cuidarse los unos de los otros era lo habitual.
XXIII No quiero casarme contigo

Doyle salió en mi busca, como si estuviera preocupado cuando no me vio


entrar con su dueño. Me puse en pie y volví a la cabaña. Siempre me he
movido por impulsos, esos calambres que te nacen de dentro, y esa vez no
fue distinto. Cuando llegué tuve la sensación de estar frente a un sueño que
te da la bienvenida.
—Ronda completada, y todo correcto. Era Shelby, te manda recuerdos.
Asentí y empecé a quitarme la ropa empapada. La fui dejando sobre las
sillas para que se fuera secando. Los guantes, las botas, el gorro, la bufanda,
el anorak, la chaqueta… Cuanta más ropa me quitaba más calor sentía.
Todas llevamos dentro de nosotras a mujeres desconocidas, la mayoría
de las cuales nunca se despertarán. Yo tenía la oportunidad de dejar libre a
una y no pensaba retenerla.
«Vuela, pequeña. Ya nos preocuparemos de la caída cuando toque».
—Creo que tienes razón, pero te equivocas en una cosa —dije, dejando
hablar a la mujer que había despertado.
Liam también se había ido quitando prendas: iba descalzo, solo llevaba
los pantalones y una camiseta térmica negra que se le pegaba al pecho.
Sentí cómo el corazón se desbordaba y tomaba el control de mi cuerpo.
—¿En qué tengo razón y en qué me equivoco?
Caminé hacia él. Solo dos pasos. Nunca había estado tan segura de lo
que quería e iba a ir a por ello sin dudar. Supongo que la vergüenza y el
sentido común me los olvidé en Londres, bajo la cama. O en algún
momento se me cayeron al fuego cuando eché uno de los troncos. No me
daría cuenta hasta mucho más tarde, cuando ya no había forma de
retroceder, ni de recuperarlos.
—Tienes razón en que te deseo… —Empecé a quitarme la chaqueta.
Debajo llevaba un jersey fino de cuello vuelto—. Pero te equivocas cuando
dices que aún no lo he aceptado. Creo que deberíamos acostarnos.
—¿Crees?
—Lo creo. Lo deseo —especifiqué, y me quité los calcetines. Las
palabras quedaron suspendidas entre nosotros.
—Lo deseas.
—¿Tú no? —El jersey cayó al suelo.
—¿Acostarme contigo? Admito que lo he pensado un par de veces… o
de docenas. Y en las últimas horas es casi un vicio enfermizo. —Sonrió de
forma lenta y tremendamente sexi—. Me pregunto cómo será besarte,
lamerte; si serás de las que gritan o de las que se funden en silencio…. Te
imagino dulce con un toque picante y me vuelvo loco.
Los leggings fueron lo siguiente. Estaba delante de Liam con leotardos y
una camiseta ceñida de manga larga. Antes de hablar, me la quité.
—Creo que me hago una idea… —jadeé, recreándome en cada una de
sus preguntas. El aire a nuestro alrededor empezó a condensarse a medida
que nuestros pensamientos imaginaban todo lo que vendría a continuación.
—Si voy —dijo señalando el poco espacio que nos separaba—, no habrá
marcha atrás.
—Lo sé. No quiero casarme contigo, solo quiero un orgasmo.
—¿Solo uno? Vale que soy más viejo que tú, pero creo que puedes
aspirar a más.
—Suena bien. —Cogí el bajo de la camiseta de tirantes y, acompañado
de un bamboleo de caderas, me la quité y se la lancé.
—¿Se puede saber cómo es posible llevar tantas capas de ropa encima?
—Soy friolera.
—Te prometo que voy a mantener la casa caliente, a veinticinco grados
por ejemplo, pero júrame que no volverás a vestirte.
—¿Quieres que me pasee desnuda por tu casa? Eso no estaba en el
contrato.
—Dudo que en el contrato se hablara de tener sexo.
—Negociemos, ¿solo con un jersey tuyo?
—Eso sería una tortura. Me encanta verte con mi ropa e imaginar las
curvas que esconde.
—Me gusta la idea de torturarte. —Los leotardos formaron una bola que
cayó junto a la chaqueta y quedé en ropa interior—. Solo quiero ayudarte.
Dijiste que la inspiración acude de los sitios inesperados y, por lo que has
dicho, has estado solo… A lo mejor un orgasmo es la solución.
—He estado solo, pero de orgasmos voy bien servido.
—No es lo mismo. Masturbarse es el gesto más egoísta del mundo.
Deberías saber que compartir hace que todo tome otro nivel.
—Sigo pensando que es mala idea —murmuró, mordiéndose el labio
con la vista fija en mi boca.
—Y yo que la mala idea es pensar.
«Es momento de todo, menos de darle al coco».
»¿Y si cree que solo quiero acostarme con él por eso de ser una estrella
de rock?
»¿Y si lo que realmente ocurre es… que soy yo?».
—Dime la verdad, ¿es porque no te gusto?
—¿Cómo diablos crees eso? —respondió, dando un paso hacia mí.
—He visto a tu ex… Es de esas que hace que te plantees si de verdad
somos de la misma especie.
Bajé la cabeza, ahora era cuando llegaba el «no eres tú, soy yo…». Me
acunó la cara con sus manos y me pidió que lo mirara, como si fuera una
obligación y no mi último pasatiempo favorito. Tardé unos instantes
mientras veía marcharse, abochornados y excitados, todos aquellos sueños
húmedos que acababan de ser rechazados. Después de decirles adiós, lo
afronté.
—Eres preciosa, sexi, divertida. Me encanta que me hables de tus sueños
raros. La fuerza con la que lo afrontas todo, cómo ves el mundo, con
cámara o sin ella… ¿sigo? —Adelantó las caderas, pegándolas a las mías
para dejar hablar a su cuerpo que rebelaba su duro deseo.
—Nunca está de más que te regalen los oídos, pero, entonces, ¿por qué
piensas que es mala idea?
—Candy, mereces más de lo que te puedo ofrecer. —Nos buscamos un
poco más, nuestros labios se acariciaron en un roce casi imperceptible y
tortuoso con el que pretendía tentarme. También en el que me ofrecía el
mando de la situación. Pasaría algo solo si yo estaba segura.
—Soy una mujer que merece que la exciten, la deseen y la colmen de
placer. Sé lo que es y lo que va a durar —dije, asumiendo toda la
responsabilidad—. Y nada me apetece más. Aquí, ahora, contigo, solo
quiero ser Candy. Ni hija, ni hermana, ni madre. Solo quiero pensar… en
ti… sobre mí.
Habló, dijo algo; quizá, «esto es un error»; quizá, «no te voy a dar un
orgasmo, te voy a dar cien»; quizá, «eres la mujer de mi vida», no lo sé. Si
yo le gustaba y él me gustaba a mí, era ridículo seguir hablando con todo lo
que tenía ganas de hacerle.
XXIV Un desastre inolvidable

No recuerdo quién se lanzó al otro antes, ¿qué más da? Solo sé que todo se
precipitó cuando barrí con la lengua sus últimas palabras. Lo besé y me
entregué al beso como pocas veces en mi vida. Dejé de pensar en
posibilidades, qué hacía o qué no. En el momento en que sentí el roce de
sus labios me di cuenta de que aquello no tenía nada de sencillo. No había
nada sencillo con Liam. Nada de sencillo en la química que nos envolvía ni
en lo que me hacía sentir. Liam sabía a peligro. Ese que, cuando eres peque,
tu madre te lo recuerda sin cesar; pero que, cuanto más mayor te haces, más
interés te despierta. Llámame idiota, pero ni una sola vez, por mínimo que
fuera, se me había pasado por la cabeza que cabía la posibilidad de que al ir
a la cabaña terminaríamos liados. La que siempre había estado pillada por
Lionheart era mi hermana. No es que no me pareciera guapo, es que nunca
me había llegado. O sí lo sé, era por Daisy. Ya compartíamos habitación,
madre, secretos… no hacía falta compartir también un amor platónico.
Liam me besó. Liam me bebió. Liam me respiró mientras yo me
deshacía entre sus brazos. Fue un beso duro, dominante, que se agenció de
mi boca, mis pensamientos y puso de rodillas mi fuerza de voluntad. Me
entregué a él por completo. Me agarré de su camiseta y tiré de ella con
hambre de piel. Se rio de mis ansias, pero poco me importó. A cambio de su
burla, recibió un pellizco en el pecho, lejos de quejarse, el sonido que salió
de su garganta hizo estragos en mi estómago. O puede que fuera más abajo;
la verdad es que siempre me he orientado fatal. O puede que fuera porque
era capaz de notar su beso hasta en la punta de los dedos de los pies.
Deslizó su boca por mi piel, se detuvo en el cuello, justo bajo la oreja y fue
descendiendo con lentitud, una que bailaba entre la tortura y el éxtasis.
Mis dedos volaron desde su nuca y bajaron por su espalda, dejando mi
huella por el camino hasta llegar a los pantalones. Lo acorralé y los
desabroché. Cuando metí la mano bajo la tela, su boca se ciñó con deliciosa
presión sobre mi pezón. Jadeé. Le pedí más. Grité su nombre.
Me alzó para que le rodeara la cintura con las piernas y, con los
pantalones a media pierna, caímos, literalmente, sobre la alfombra. Doyle
se apartó y, ladrando, se fue hacia las escaleras. Supongo que no quería
vernos. Reímos, volvimos a besarnos con desesperación. Empezó a dar
patadas para liberarse de ellos, al final tuvo que ponerse en pie para poder
quitárselos.
—Deja que te vea —pedí, incorporándome y apoyándome sobre los
codos.
—Ya me has visto desnudo… —Sonrió en una mueca traviesa.
—Pero esta vez puedo hacerlo sin censurarme.
—No me dio la sensación de que te prohibieras mirarme.
—Tampoco parecía molestarte. Si hasta te diste la vuelta para que no me
perdiera ese pedazo culo.
—Hablando de culos, gírate, quiero ver el tuyo.
Hice lo que me pedía, me levanté y, dándome la vuelta lentamente, me
quité las braguitas y poco después le siguió el sujetador. Yo nunca había
sido de preliminares, de jugar con la provocación y llevar las ganas al
límite. Siempre había sido de polvos rápidos buscando ese placer efímero.
No sabía muy bien qué hacer, pero supongo que es algo instintivo. Le lancé
las braguitas y lo miré por encima del hombro al mismo tiempo que sentí su
dedo recorrerme la espina dorsal. Despacio, desde la nuca hasta las nalgas.
Me erguí, arqueé la espalda, la mezcla de deseo y cosquillas me hizo jadear.
Me cogió del pelo para que ladeara la cabeza ofreciéndole mi boca.
Sentir su cuerpo pegado al mío, sus ganas humedecieron aún más las mías.
Caímos de rodillas, iba a apartar los pantalones para poder tumbarme
cuando me los quitó y buscó algo en el bolsillo trasero. Sacó un
preservativo antes de lanzarlos lejos.
—¿Desde cuándo llevas eso ahí?
—Desde esta mañana, la culpa ha sido verte con la guitarra y a estas dos
—dijo besando mis pechos.
—¿Sabías que pasaría esto?
—Tanto como tú. No quería hacerme ilusiones, pero tampoco quería que
me pillara desprevenido.
Liam me tocaba de una forma que conseguía notarlo por todas partes.
Por dentro y por fuera. Hizo el amor a mi piel con suavidad, desde los
pechos hasta el ombligo. De los pies a los muslos, transformando en
gelatina cada uno de los músculos por donde pasaba. Abrí las piernas en
una invitación que no rechazó.
Liam era músico, lo era aunque estuviera en una mala racha. Lo era al
hablar, llevando la batuta de los tempos y lo era también en el sexo. Sabía
cómo mantener la tensión, cuándo era necesario una introducción lenta,
cuándo subir el ritmo y mantenerlo hasta llegar al estribillo pegadizo. Uno
que te pasarías la vida tarareando sin cesar.
—Me muero —jadeé, y sonó a ruego. Alcé las caderas y dibujé una
suerte de parábola buscando aquella calma que me negaba.
Rio con jactancia, le mordí el labio y tiré de él. Salió y entonces sí
sollocé. Me cansé y saqué a la fiera que llevo dentro, le hice una llave y lo
tumbé sentándome a horcajadas. Le agarré las manos y, a partir de entonces,
fui yo la que marcó el tempo. Placer. Placer. Placer.
—Si esto es morir, quiero morirme un par o tres de veces cada día.
Y todo se precipitó, era incapaz de seguir con aquella tensión. Nunca me
había sentido tan sobrepasada, estaba saturada de necesidad. Liam me
acompañó poco después con la boca pegada a la mía, murmurando mi
nombre que se fundía en su lengua.
Y no sé si se paró el mundo, si explotó y nació otra galaxia o si
experimenté una petite morte… No lo sé porque era incapaz de retener nada
en mi cerebro. Deseé vivir para siempre en aquel instante, sentir el cuerpo
liviano, como si me hubiera derretido y pasado de un estado sólido a ser
aire. Esa brisa que danzaba con las colinas, se peinaba con los pinos y se
divertía con el agua del lago.

Liam se había quedado dormido, me levanté sin hacer ruido y me tapé con
una de las mantas que había siempre sobre el sofá. Era la primera vez que,
después de hacerlo, no necesitaba marcharme, lo único que quería era
volver a empezar. Fuera, la tormenta volvía a coger fuerza y había
empezado a nevar de nuevo. Me había acostado con Liam y, lejos de
arrepentirme, me estaba preguntando cómo era posible que hubiéramos
aguantado una semana de convivencia sin prestar atención a esa tensión que
ahora me parecía tan evidente. Cuando vi la ropa por el suelo, sentí que
había cruzado una barrera y que, al irme, dejaría un chachito de mí que
siempre añoraría. Allí, solos, alejados de todo. Un mundo sin tiempo, ni
pasado ni futuro. Solo presente. Solo nosotros. Solo posibilidades. Una
semana para vivir un sueño. Cuando supe que me había quedado
embarazada, me juré que nunca más perdería el control. Estábamos
tomando doble precaución, pero temía que, esa vez, lo que perdería sería la
cabeza.
La nieve representa algo que no me gusta nada, el frío; pero admito que
es bonita. Su belleza reside en su fugacidad. Bajo aquel manto blanco,
nosotros escribimos una historia que con el paso de los días se iría
fundiendo y formaría parte del paisaje, del lago y de las flores. «Y quizá,
quién sabe, algún día Liam escriba una canción que hable de aquellos días
que pasó encerrado en una cabaña, con una chica de pelo rubio y ojos
verdes».
Liam se despertó y percibí ese cosquilleo en la nuca de cuando alguien
te observa. Poco después se levantó, pasó junto a mí y abrió el ventanal.
Una brisa fría y llena de nieve entró sin ser invitada.
—Sea lo que sea lo que piensas, déjalo ir y cierra después —murmuró
con un deje de pesar—. Es demasiado tarde para echarse atrás.
—Te equivocas, Liam. No me arrepiento de nada. —Una sonrisa de
satisfacción se pintó en su cara—. Solo estaba pensando en disfrutarlo.
No quería arrepentimientos, pero tampoco remordimientos. ¿No son
acaso añorar lo que pudiste tener? ¿Añorar algo que no ha ocurrido? Dejé
caer la manta y su mirada me cubrió con un velo que casi podía palpar.
—Finjamos que el mundo no existe. Solo esto, solo nosotros. Hasta que
te vayas. Hasta que termine.
Me eché a sus brazos y me acorraló contra el frío cristal, haciendo que
me estremeciera con el contraste. Solo había empezado, pero no hace falta
que algo termine para saber que va a ser un desastre inolvidable.
—No puedo hacer como si no existiera porque ahí fuera está mi hija,
pero me entrego a ti sin reservas; sean cinco minutos o cinco días.
Capturó mi labio inferior entre sus dientes, tiré de su pelo para que se
abriera a mí, sedienta de sus besos. Justo después, el mundo desapareció
tras la nieve.
XV Sustituido por Frozen

Pasamos el resto del día allí mismo, en la alfombra. Besándonos,


explorando y conquistando el cuerpo del otro. Me quedé dormida,
satisfecha y feliz, sobre su pecho, con él aún dentro de mí. Al día siguiente
me dolería cada músculo, pero no tenía intención de hacer nada salvo seguir
en la cama descubriendo qué le gustaba y cómo llevarlo hasta el delirio de
placer. Había decidido que esa sería mi nueva misión. ¿Cómo diablos había
llegado a cambiar tanto mi cometido? El amor. Es tan irracional que
responde a cualquier pregunta sin respuesta.
La nieve seguía cayendo como si se hubiera olvidado de parar y lo hacía
acompañada de la voz de Ella Fitzgerald. Liam se levantó a por algo de
comer, volvió con una botella de vino, fruta, galletas y chocolate que
comimos tumbados. Fue un día perfecto.
No recuerdo cuándo decidimos ir a la cama, solo sé que a los copos no
les daba miedo la oscuridad y siguieron a su ritmo. Liam estiró el brazo y
yo acepté su invitación, me acurruqué con la cabeza sobre su pecho. La
noche estaba sumida en el silencio y solo oía el latido de su corazón.
—Hacía muchísimo tiempo que no dormía con nadie —murmuró contra
mi pelo. Su mano se paseaba por mi espalda, me parecía el mismo
movimiento con el que rasgaba las guitarras. Como me dijo, suave pero con
firmeza.
—Yo ya estoy acostumbrada a dormir contigo. —Reí, escondiendo la
cara en su cuello, justo donde residía su olor. Froté la mejilla contra su
barba, me encantaba aquel suave cosquilleo.
—Explícate —me pidió, agarrándome fuerte de una nalga. Me erguí,
apoyándome en un codo. Sus ojos brillaban divertidos, le aparté el pelo de
la cara y continué con una caricia en la mejilla hasta el mentón, donde dejé
un beso antes de responderle. Fue un beso vacío de deseo pero vibrante aún
de pasión.
Seamos sinceras, los besos de sexo son de todo menos bonitos. Son
hambre y rudeza. Son mordiscos, lenguas, un baile descoordinado pero que
cumplen con su fin, el de liberar el anhelo. Yo de esos sabía bastante. No
tanto, por no decir nada, de aquel tipo de beso. Del lento, del que no sabes
si es uno muy largo o son muchos pequeñitos. Del que las bocas van
acompasadas, los labios se veneran entre ellos y las lenguas hablan su
propio lenguaje en braille. Y los primeros son incendiarios y excitantes, y
uno bien dado puede llevarte fácilmente al delirio, pero joder con los
segundos… Esos sí son peligrosos, porque no quieres que terminen. Porque
te pierdes en ellos, son un truco de magia que hace que todo desaparezca.
—Crecí en un habitación decorada con pósteres tuyos. Solías ser lo
último que veía antes de cerrar la luz.
Soltó una carcajada algo socarrona; al fin y al cabo, era una maldita
estrella de rock. No solo las enamoraba con sus canciones sino que, encima,
tenía una mirada azul magnética y era guapo a un nivel de esos de perder
fácilmente la cabeza y las bragas… ¡Que me lo digan a mí!
Se dio la vuelta y acabó sobre mí, mis piernas cedieron dejándole todo el
espacio que necesitara para acomodarse. El deseo volvió a quemarme la
piel y en su retina vi que a él le había ocurrido lo mismo. Alcé la cabeza
buscando su boca, pero me ignoró y prefirió centrarse en mi clavícula para
seguir ascendiendo, utilizando los labios, la lengua y hasta los dientes.
—Solías… ¿eso significa que ya no decoro las paredes?
—No, Lionheart, has sido reemplazado por Frozen.
—¿He sido sustituido por la reina de las nieves? —bramó ofendido, y
entonces fui yo la que rompí en una carcajada que hizo vibrar mi cuerpo y
ser más consciente del de él.
Sexo y risas, ¿puede haber algo mejor?
—Y por pingüinos, mi hija los adora.
—Lo que habrán visto mis ojos de papel…
—Demasiadas cosas. Buenas y malas.
—Lo siento —murmuró y me abrazó fuerte.
—No, perdóname tú. Estoy sensible y estar cerca de ti me hace
recordarla más. —Suspiré—. Haz que olvide.
—Eso se me da muy bien —dijo antes de asaltarme con un beso que
deseé no terminara nunca. Ni el beso. Ni la noche.
Y tanto que lo hizo. Y tanto que se le daba bien. Creo recordar que me lo
demostró un par de veces más, antes no caímos exhaustos. El silencio nos
rodeaba, solo se oía el crepitar del fuego. Liam se había quedado dormido y
yo seguía con la piel enardecida y el cuerpo oscilando después del último
orgasmo.
Deseaba verlo a la precaria luz que llegaba de las llamas de la chimenea,
sentir el calor de su cuerpo a mi lado… ¿Para que iba a dormir si estaba
viviendo un sueño? Pero no lo era, era real.
«Estoy aquí. Liam está aquí. Estamos. Somos este revuelto de brazos y
sábanas. Somos el vaho en la ventana y este murmuro de respiraciones
pesadas y soñolientas. Somos. ¿Qué importa mañana?».
XXVI Salta (Liam)

Del infierno solo se escapa pecando. Debería saberlo ya. La muy loca llegó
a dudar de que no me gustase, que por eso la rechazaba. Estaba tan lejos de
la verdad que daba hasta vergüenza. Claro que la deseaba, pero no quería
complicar más las cosas. Y el sexo sin compromiso es complicado cuando
hay nexos que nos unen y más viviendo en la misma casa.
«Estoy jodido. En la cama, la mesa, el sofá, el sillón y la alfombra.
Jodido. ¡Y qué bien sienta!».
Candy… Me equivoqué del todo cuando la comparé con los Aero Mint,
es más que eso. Más que dulzura con un toque de frescura. Al conocerla
bien había descubierto que, si por fuera era chocolate, que comerías a
manos llenas, por dentro era puro fuego. Era un bombón relleno de licor.
Candy… Su voz dulce y sensual deja en ridículo a las operadoras de las
líneas eróticas.
Candy… Su boca es la entrada al paraíso.
Candy… Sus curvas son un laberinto donde quiero perderme, y
encontrarme.
Candy… Su espalda es un campo al anochecer donde tumbarse y contar
pecas.
Candy… Sus pechos son como fresas con nata. Es como sumergirse en
el verano.
Candy… es el puto verano.
Candy… es AIRE.
Un soplo de aire fresco que se llevaba el moho consiguiendo que por fin
respirase. Se me metió en los pulmones y de algún modo sabía que también
se había incrustado en el corazón, de donde no se irá jamás.
Y me acojonaba.
Y mientras tú miras hacia el precipicio que tienes a los pies, ella llega
corriendo, gritando que la sigas mientras se lanza hacia el vacío
enseñándote que se puede volar.
¿Qué haces en ese caso?
Saltar detrás de ella intentando alcanzarla.
9 Treinta y dos minutos

Diciembre 2018

Cuando aprieta el botón de «pausa» siento que el corazón late tan fuerte que
me va a salir del pecho. El movimiento de mis hombros habla del esfuerzo
que están haciendo mis pulmones para coger aire y expulsarlo. Quiero irme.
No sé qué estoy haciendo aquí. No tiene sentido. Me he pasado un año
esquivando recuerdos y ahora…
Quiero quedarme y saber qué quiere conseguir con todo esto.
Liam está pendiente de cada reacción y veo cómo su semblante se
oscurece cuando me ve retirar la silla.
—Voy a por otra ronda —digo al ponerme en pie, dejándome llevar otra
vez.
Cuando pienso en lo nuestro, fuera lo que fuera, a veces tengo la
sensación de que es como un libro que leí hace mucho. Pero ya sabemos
que hay historias que, aun sabiendo el final, podíramos releerlas una y otra
vez.
En ese momento me suena el teléfono y lo busco en el bolso, es mi
madre.
—¿Dónde estás?
No sabe que he venido a Harrods. Esta mañana mientras desayunábamos
le he dicho que al salir del trabajo me pasaría por el centro a por unas
compras.
—Me lie —me excuso.
Me lie. Me enamoré. Me rompí. Y aquí vuelvo otra vez.
—Tengo que ir con el coro. —La voz de mi madre me vuelve a la
realidad.
—Mierda, lo olvidé. En media hora estoy ahí. —Cuelgo antes de que
tenga tiempo de añadir nada más y me pongo en pie para ponerme la
chaqueta.
Liam, viendo mis intenciones, también se levanta:
—Me quedan… —dice mirando la hora— veintiocho minutos.
—Lo siento, de verdad, pero tengo que ir a casa.
—Deja que Joe te lleve. Está esperando aquí al lado.
Hace un momento me planteaba la posibilidad de marcharme. Ahora
tengo la oportunidad perfecta, solo tengo que despedirme y ya está. Soy
adulta, se supone que aprendo de los errores. Ya sé qué pasa después de las
ilusiones, ha pasado un año y sigo soñando con aquellos días que vivimos
en la cabaña. No tengo por qué volver a pasar por todo aquello. Estoy a
tiempo de evitar otra catástrofe, evitarme el dolor. No me hace falta seguir
escuchando el disco. Por mucho que no quiera, sé que en los próximos
meses lo oiré cada dos por tres. La gente escuchará y memorizará letras que
hablan de nosotros. Sin quererlo, serán cómplices de aquellos días. Aún no
tengo claro qué siento al respeto.
Sé que es mala idea, pero miro a Liam y recuerdo. Su olor. Sus besos. El
tono sensual que toma su voz al hablar en susurros. El eco de su risa en mi
pecho. Recuerdo. Los viejos sentimientos emprenden el vuelo y revolotean
a nuestro alrededor.
—Vente, acompáñame a casa.
No creo que mi decisión te sorprenda, al fin y al cabo, cada una tenemos
nuestra debilidad y él es la mía.
PISTA 7

Las sombras solo se ven con luz.


Ella es la tormenta que trae tu calma.
Tú tan gris, ella tan arcoíris.

Te memorizo para que pueda recordarte.


Cuando me pierda solo tengo que recordar
el mapa de pecas de tu espalda.
Mi pasatiempo favorito es imaginar dibujándote,
mi lengua, el pincel y tu piel como papel.

Tu boca es mi helado favorito.


Tus besos son el whisky de medianoche.
Tu risa es el mejor riff.
Tus gritos, mi éxtasis.
Tú de Marte y yo de sábados.

Dos locos solo pueden acabar haciendo una gran locura.


Quédate con quien se enamore de tus demonios.
Quédate con quien haga bonita tu vida y tus sombras.
Tú de Marte y yo de sábados.
XXVII Al alba

Nueve días

—Candy… despierta. —Su voz caló en la neblina del sueño.


—Tengo hambre, tengo sueño —gruñí, tapándome la cabeza con la
almohada.
—Vale, tengo café y un plan que te va a encantar, pero tienes que salir
de la cama. —La aparté un poco para poder mirarlo.
—No se me ocurre ningún buen plan que no se pueda hacer en la cama.
¿Se puede saber qué haces vestido?
—Quiero regalarte algo —murmuró con la ilusión tirando de las
vocales.
—¿Y no me lo puedes dar dentro de unas horitas?, ¿o dármelo aquí?
—No. Quiero regalarte el amanecer más bonito que has visto en tu vida.
—Sus palabras cayeron sobre mí como un chocolate caliente una tarde de
lluvia.
Volví a despegar los párpados, y aquella sonrisa… Hoy puedo decir que
ver salir el sol fue como rozar el paraíso, pero su sonrisa es algo con lo que
aún sueño a veces. Me dio un beso y, cuando estaba en lo mejor, tiró del
nórdico hacia abajo y el frío me erizó la piel.
—Vístete ya o te juro que te ato a una viga y no te dejaré marchar nunca.
Su advertencia me pareció una promesa imposible de resistir. Stewart
había hablado de vacaciones y por fin tenía esa sensación. Blue y mi madre
estaban bien, cuidándose una a la otra. Era mi momento.
—¿Qué pasa, Liam, ya no te apetece ver salir el sol? —pregunté,
arqueando la espalda en una sinuosa elipse y las piernas rozándose entre
ellas en algo que quería parecer sensual y, que por su reacción, consiguieron
su propósito.
Me miró como todas soñamos que lo hagan alguna vez, como si
fuéramos diosas. Como si no hubiera nada más en la Tierra. Deseé despertar
cada mañana con alguien a mi lado que me mirara como él lo hacía
entonces.
—Me apetece tanto como verte desnuda revolcándote en mi cama.
Gruñó y se marchó; a mí me dio la risa, pero me levanté de un salto y
empecé a vestirme. Fui poniéndome capas, todas me parecían insuficientes.

Al bajar, me esperaba con un café, y en el porche de la entrada, unas


raquetas de nieve.
—Cuando ayer te conté que me hacía gracia probar… no esperaba
hacerlo en mitad de la noche. —Había sido mientras hacíamos los muñecos
de nieve y las vi colgadas en el garaje.
—Te prometo que es fácil, son solo diez minutos.
—He parido —exclamé, apretando los dientes—, sé lo eternos y
dolorosos que pueden ser seiscientos segundos.
—Te prometo que merece la pena el esfuerzo. No te arrepentirás —
respondió con paciencia, pero sin dejar de sonreír.
—Creo que es el momento de confesarte que soy una negada para los
deportes…
—No es deporte —me interrumpió—, solo es caminar. Ellas evitan que
te hundas.
—¿Y no podemos ir con la moto de nieve? —La había visto en el
cobertizo. Me contó que la había intercambiado el año pasado con Ayari por
un jacuzzi que Stewart había instalado en el porche y que Liam nunca
utilizaba. Él era el raro que prefería el agua helada del lago.
—No quiero despertar al bosque. —Su frase me dejó sin saber qué decir
y me sacó la lengua, satisfecho con mi reacción.
Me ató las raquetas, me dio la mano y empezamos a caminar. Él parecía
un puto esquimal, como si lo hubiera hecho toda la vida, y yo, un pingüino
que se había pasado con el vodka.
Gruñí, refunfuñé… Liam se descojonaba sin cortarse ni un pelo, y eso
me enfureció más. Me dieron ganas de borrarle aquella sonrisa comiéndole
la boca. De hecho, lo hice.
—No vas a conseguir distraerme —dijo separándose.
—Es muy difícil.
—No lo es. No fuerces, es solo caminar, nada más. Escucha el silencio
del bosque… —Su voz viajó con la brisa y se me arremolinó en el pecho.
Empezaba a clarear, la noche ardía en el horizonte y me sobrecogió el
silencio. Había dejado de nevar y las nubes se escabullían dando todo el
protagonismo a las estrellas; ya solo por ver aquel cielo merecía la pena
levantarse. Respiré hondo y me concentré. El día anterior ya lo había
intuido, me dolía todo el cuerpo como hacía muchísimo tiempo que no
sentía. Para ser sincera, nunca me había sentido así. Oír su respiración a mi
lado me tranquilizó. Estudié cómo se movía e intenté imitarlo. Fuimos
sobre el camino que conducía a la cabaña, en la segunda curva cogimos un
desvío hacia el este. Cuando estaba a punto de preguntar si quedaba mucho,
llegamos a nuestro destino. El río nos quedaba a los pies, y en línea recta
hasta el horizonte, rodeado de sinuosas montañas colmadas de nieve. El
contraste de semioscuridad, el manto blanco y el río… me maravilló. De la
mochila sacó un plástico que colocó sobre la nieve, un par sacos de dormir
y un termo. Me senté y él lo hizo detrás de mí. La luz del amanecer iba
ganando terreno, veteando el cielo añil con colores fuego. El sol salió en el
horizonte, como Poseidón emergiendo del agua. Dicen que hay magia sin
truco y la naturaleza lo es.
Me tendió la cámara, sorprendiéndome de nuevo. Había pensado en
todo, pero no la quise. Aquello era solo para nosotros, no quería
concentrarme ni pensar en seleccionar el tipo de película ni calcular focales.
—Solo el alba, tú y yo. Gracias, Liam. —Me gustó el sabor que dejaron
esas palabras en mi boca y en un beso lo compartí con él.
Me recosté en su pecho y me abrazó con fuerza. Su calor me reconfortó
y entristeció como lo hacen las cosas que no quieres que terminen pero
sabes que lo harán.
—Un placer. —Detecté un peculiar temblor en su susurro—. Te voy a
tratar tan bien que no querrás marcharte nunca.
—Misión cumplida.
XXVIII Candy

Al volver a la cabaña nos desnudamos con impaciencia y volvimos a la


cama para amarnos con una necesidad vital de sentir al otro de una forma
más etérea del cuerpo y del horizonte de la piel. Más tarde, cuando
flotábamos de nuevo hacia el sueño, me levanté a preparar el desayuno.
Tenía un hambre atroz y mi estómago rugía pidiendo que le hiciera caso
antes de caer en brazos de Morfeo.
Lavé un poco de fruta mientras tostaba el pan. Abrí la nevera para sacar
la mermelada de albaricoque, la favorita de Liam, cuando Doyle se me echó
a las piernas. No solo era un arrumaco de buenos días, el tío sabía
perfectamente que allí guardábamos el beicon y lo único que pretendía era
que le diera una loncha.
Liam se levantó poco después, vestido solo con los calzoncillos y una
camiseta de manga corta, añadió un par de troncos a la chimenea para
mantener la temperatura alta como me había prometido.
—Tu perro me adora. —Contento con su premio, se tumbó en medio de
la cocina, obligándome a hacer eslalon para ir de un lado al otro.
—Es un tipo listo. —Me rodeó por la cintura, yo solo vestía una de sus
chaquetas y unos calcetines gruesos. Un segundo después tenía su boca en
el cuello, besando, lamiendo, mordisqueándome—. Hueles como el
amanecer.
Cuando había decidido que lo de alimentarse está sobrevalorado, el
timbre de mi móvil, informando de un nuevo mensaje, rompió el momento.
Liam me soltó sin decir nada, sabía que estaba pendiente de él por si
llamaban de casa. Pero no eran ellas, era mi jefe.

¿Cómo va?

—Es Stewart, pregunta cómo vamos.


—Ignóralo.
Reticente, lo hice. La verdad es que tampoco sabía qué contestarle. Dejé
el teléfono de nuevo en una de las estanterías. Lo ignoramos, o fingimos,
porque el ambiente de repente se enfrío como si el temporal hubiera
azotado también el interior de la cabaña. Liam, en silencio, sirvió el
desayuno en la mesa. Era como comer en medio del bosque, pero arropados
tras el cristal. Para romper aquella atmósfera asfixiante me preguntó por la
celiaquía y le conté cómo había cambiado la alimentación de toda la familia
a causa de eso. No era una queja, nos habíamos ido adaptando a los
cambios y ya llevaba tantos años que ni me molestaba. De pequeña sí había
sido algo más complicado con eso de no poder comer todas esas gominolas
y bollería que llevaban mis compañeros de escuela. De ahí pasamos a las
comidas de nuestra infancia. Me habló del asado de cordero de los
domingos acompañado de Yorkshire pudding; a mí me costó un poco más
decidirme por una en concreto, cuando cerré los ojos vi a mis padres, mi
hermana y yo, sentados a la mesa del comedor, riendo y saboreando unas
jacket potatoes.
—Nunca hablas de tu padre.
—Porque casi no tengo relación con él. Siempre ha sido un hombre
reservado, todo lo contrario que mi madre. Cuando le dieron el diagnóstico
a Daisy, se cerró completamente, hasta el punto de irse a vivir con mi
abuela y dejarnos solas. Mi hermana se sintió culpable, y por mucho que le
decíamos que no era por ella, sino que era él quien nos había abandonado,
sé que se fue con esa espina clavada. Nos visitaba de tanto en tanto, pero a
mí me decepcionó tanto que me alejé. Fue muy duro para todos. Yo solo era
una niña de catorce años a quien aquello le vino demasiado grande, pero
nunca, jamás, tuve la necesidad de huir. —No sé si lo que alertó a Doyle fue
mi tono de voz, pero estaba tumbado al lado de la chimenea y, de repente,
se levantó para venir hacia mí, me lamió la mejilla y apoyó la cabeza en mi
regazo. Sonreí por su gesto y le acaricié el lomo—. ¿Qué había allí? —
pregunté, señalando con la cabeza al otro extremo de la pared. Había una
extensa alfombra y la sensación de que faltaba algo.
—¿Cómo sabes que había algo? —respondió, cogiendo un arándano. Me
encogí de hombros, no tenía ni idea—. Tenía un piano de cola.
—¿Tenías…?
—Una noche, hace meses, tuvimos una gran pelea. Digamos que
descargué mi frustración con él. A hachazos. —Sus palabras cargadas de
vergüenza me dolieron hasta a mí. Me levanté y tiré de él para volver a la
cama. Iba a encargarme de dejar su mente en blanco.

En el segundo peldaño, me cogió de las piernas para llevarme en volandas


el resto del camino. Su cuello a mi altura. Su olor despertando cada una de
mis hormonas. Aproveché para darme un festín y provocarlo como sabía
que le gustaba. Al llegar a la habitación ya tenía mi recompensa: sus dedos
se clavaban en mi piel, apretándome más a él. El aire se llenó de deseos por
cumplir cuando de su garganta liberó un melifluo gruñido.
Se sentó en la cama y yo aproveché para pasar las piernas a cada lado de
su cintura. Tiré de su camiseta y se la quité. Habíamos saciado las prisas,
por lo que las caricias se tornaron sosegadas y delicadas. Sumisos a la
curiosidad del otro. Liam me desabrochó su chaqueta, la bajó un poco de
los hombros sin llegar a quitármela. Con cada beso sentía que plantaba una
semilla que poco a poco iba arraigando en mi interior, creciendo
gradualmente con simetría al deseo.
—¿Qué ocurre, por qué me miras así? —pregunté cuando se separó,
dejándome abrazada solo por el aire.
—Me pregunto quién eres realmente. Ayer dijiste algo que me da
vueltas… que querías ser solo Candy, ni hija ni hermana ni madre. Sé que a
Daisy le gustaban las margaritas, sé cuál es su canción favorita, que le
gustaba bailar… Que a tu hija le gusta Frozen y los pingüinos, y que a tu
madre es fan de Van Morrison, pero no sé nada de ti.
—No es verdad que no sepas nada de mí.
—Tienes razón. Sé que te apasiona la fotografía. Que no te gustan las
comidas frías, bueno, el frío en general. Que prefieres tumbarte en la
alfombra antes que sentarte en el sillón. Que te gusta leer y los animales.
Que eres curiosa, generosa, divertida y optimista.
—Me gustan las glicinias, su fragancia me recuerda a cuando íbamos a
ver a mis abuelos a Surrey. De tus canciones, mi favorita es la que escribiste
para tu padre. ¿Qué más quieres saber?
—¿Todo?
—Nos quedan nueve días, aún tienes tiempo de ir averiguándolo. —Hice
el amago de acercarme de nuevo, pero me retuvo, deteniéndome. Nunca me
ha gustado ser el centro de atención y menos aún hablar de mí.
—¿De verdad sientes que nunca has sido tú?
—Algo así. Es complicado de explicar. —No fue suficiente para
disuadirlo, sus manos dejaron de agarrarse a mis caderas y se desplazaron
hacia arriba, en unas suaves caricias que me calmaban y me instaban a
seguir. Inspiré hondo y empecé a hablar sin filtro—. Soy hija, madre,
compañera y fui hermana. Tengo cicatrices que hablan de que fui débil,
pero que me hicieron fuerte. Que soy mujer. Que traje vida. Hablan del
dolor más profundo y de la vida. A veces salgo de casa sin peinar. Soy
impulsiva, soñadora, rio o lloro sin causa. Desde que ocurrió lo de Daisy
siento que no encajo en ningún lado. No tuve adolescencia y cuando podía
estaba demasiado triste. Después fui madre. Era demasiado «adulta» para la
gente de mi edad y demasiado «niña» para las otras madres. A veces, tengo
la sensación de que no me priorizo, no me malentiendas, adoro a mi familia
y nunca me he arrepentido de Blue, pero es como si primero fue toda la
atención para Daisy, luego para cuidar de mi madre, después nació mi
niña… Y no cambiara mi vida, pero también siento que, a veces, me olvido
de que soy una mujer con necesidades.
—No creas. Si vine aquí, fue porque sentía que Lionheart no me
representaba. Que había dejado que el personaje de músico se adueñara
tanto de mi vida que me preguntaba si realmente ese era yo o había alguien
más.
—Hay algo más que también me gusta.
—¿El qué?
—Sé que te queda camino, que aún te quedan batallas por librar, pero el
hombre que tengo delante me gusta y nada tiene que ver con el chico de los
pósteres. Me gustas, Liam.
—¿Nivel? —bromeó, se inclinó deslizando sus labios por mi piel.
Arqueé la espalda en un gesto estudiado, lo justo para obtener de él las
caricias que anhelaba. El deseo creció de forma gradual hasta que fue
imposible ignorarlo.
—Más que tomar una sidra en el porche y menos que el amanecer de
hoy.
—No puedo competir con el sol.
—Si alguien puede, ese eres tú.
Dicen que el saber no ocupa lugar. Qué gran mentira. Cuando la
curiosidad surge por querer conocer a alguien y saberlo todo de él, desde lo
más simple hasta sus mayores miedos, ese saber sí ocupa lugar. Tenía la
sensación de que Liam, poco a poco, iba desbrozando espacios hasta ahora
vírgenes, y cuanto más ocupaba, más crecía mi curiosidad.
XXIX Viento divino

Por la tarde, mientras Liam salió a dar un paseo con Doyle, yo preferí
quedarme porque estaba agotada, aproveché para llamar a casa. Primero
hablé un buen rato con Blue y después fue mi madre la que se puso al
teléfono. Que las madres tenemos un sexto sentido lo sabemos todos. Que
cuando lo tienes tú lo das tan por sentado que ni te das cuenta, pero de tanto
en tanto olvidas que la tuya también lo tiene. Si sumamos su don con mi
falta de filtro… el caos está servido. Empezamos a hablar de la tormenta y
terminé contándole de más.
—¿Ya no es un gruñón? —me preguntó y, aunque no la veía, sabía que
tenía la boca torcida y en forma de piñón.
—Sí, no… Es inteligente y… tiene capas.
Unos días atrás Liam era solo Lionheart. Alguien inaccesible. Un simple
músico que, en sus últimos años, me había decepcionado. Su decadencia
había ocurrido después de la muerte de Daisy, y muchas veces había
pensado que menos mal que ya no estaba para verlo. Era un iceberg que se
ocultaba y solo dejaba ver una milésima parte, la conocida. La estrella.
Cuando lo mejor y lo más grande estaba bajo la superficie.
—Pues claro que las tiene, como todos. Si es capaz de escribir esas
letras, es que tiene fondo… y ahí se ha tirado mi niña, sin hacer caso del
aviso de quedarse en la orilla.
—¿Me estás diciendo que sabías que pasaría?
—¿Que pasaría qué? Porque no me lo has contado, pero puedo
imaginarlo. ¿Que te enamorarías? No pensé que fueras tan tonta, lo único
que sabía es que no ibas a volver entera del viaje.
—Nadie ha dicho que me haya enamorado. Además, eres mi madre,
¿por qué no me detuviste?
—¿Crees que se puede detener? ¿Es que la vida no te ha enseñado nada?
Siempre has sido una kamikaze, no sé por qué te ofendes.
Me ofendí porque tenía razón y dársela siempre me tocaba el ego. Pensé
que aquel sentimiento era similar a cuando vas borracho, para los demás es
muy obvio, pero no es tanto para uno mismo al estar bajo sus efectos.
Éramos un amor de verano, con fecha de caducidad. Éramos ese sueño que,
a veces, nos pasa cuando leemos un libro de romántica y deseamos vivir
algo semejante.

Cuando Liam llegó, me encontró tirada de nuevo en la alfombra, con la


vista perdida en las vigas. Se tumbó sobre mí, besándome con sabor a Aero
Mint.
—Al final vas a conseguir que me gusten. —Besé la carcajada que soltó.
Mis manos se escondieron en su pelo, me encantaba aquel manojo de
mechones suaves. Supongo que se habían divertido porque lo llevaba lleno
de nieve.
—¿Todo bien? —preguntó en un murmullo.
—Mi madre me ha llamado kamikaze.
—¿Se lo has contado? —Se apartó como si quemara y se acomodó de
lado, apoyándose en un brazo. Con la otra mano desabrochó algunos
botones de su chaqueta para poder dibujar arabescos en mi ombligo.
—No ha hecho falta, dice que era evidente en cuanto decidí venir. —Me
incorporé, abrazándome las rodillas. Me sentía vulnerable—. ¿De verdad
soy tan inocente? Nada ha salido como planteaba. Vale que vine sin un plan,
pero ¡ni una vez se me pasó por la cabeza que nos liaríamos! ¿Tú lo
pensaste, por eso me dejaste quedar? —pregunté con la mirada perdida
hacia el ventanal, buscando las respuestas en el bosque.
—Eh, mírame. Por favor —insistió, suspiré y le hice caso—. No.
Cuando llegaste solo quería que te fueras y, después, si acepté, fue por
Stewart, ha hecho mucho por mí. Pero te he ido conociendo y has
despertado una parte que estaba completamente dormida. Adoro verte
pasear por mi casa con mi ropa y jugar con Doyle. Me gusta tu curiosidad,
ver cómo lo observas todo. Me vuelve loco tu risa, me conmueve tu
sensibilidad y corazón. Haces bonita mi vida; hasta mis sombras. —Sus
palabras me dispararon los latidos. Sus ojos tenían un maravilloso tono azul
acuoso, como si la nieve también hubiera empezado a derretirse en su
interior—. Cuando estuve de retiro en Vietnam, aprendí el significado de
muchas palabras. Kamikaze es de origen japonés. Se empezó a usar a
finales de la segunda guerra mundial para nominar a los pilotos suicidas que
atacaban a las embarcaciones de la flota de los Aliados. Pero, realmente,
significa viento divino. Así que, sin que marque precedente, estoy de
acuerdo con tu madre, eres viento divino.
XXX Una pequeña victoria

Me desperté a medianoche porque oí una suave melodía. Estaba sola en la


cama y su lado estaba frío. Aparté un poco la almohada y entonces lo vi.
Liam estaba sentado en el sillón tocando la guitarra, con Doyle tumbado a
sus pies. De la chimenea salían luciérnagas de fuego que morían en
contacto con el aire. Estaba tocando para él. Por nada, ni para nadie. No me
sonaba la canción, pero al escucharla pensé que alguien capaz de tocar
aquello no podía estar peleado con su don. Y lo sentí como una pequeña
victoria. No para mí, ni por el villancico ni por Stewart, solo por él. Merecía
hacer las paces con la música; merecía volver a vibrar con ella como hacía
en ese mismo instante porque Liam brillaba.
XXXI Los besos se inventaron…

Ocho días

Aquella mañana, aprovechando que había salido el sol, nos tomamos un


café y salimos a dar un paseo de nuevo con las raquetas. Fuimos hasta el
lago, con Doyle corriendo delante de nosotros y espantando a cualquier
animalucho que buscara comida. A la vuelta preparamos un sustancioso
desayuno para compensar el inmenso gasto de calorías que estábamos
haciendo. Me hizo gracia que Liam se levantara a medio comer y se fuera a
la estantería para leer la frase del día.
—«Estoy seguro de que conocería los pedos de Nora en cualquier parte.
Estoy seguro de que podría reconocer los de ella en un cuarto lleno de
mujeres flatulentas. Es un ruido mucho más juvenil…».
—Pero ¿qué es eso?
Me levanté, aún con un triángulo de tostada en la boca, y fui hasta él. Al
llegar, me lo arrebató de un mordisco.
—He deseado hacer esto desde hace días —admitió y yo me relamí al
ver su cara de satisfacción—. Eso es Joyce. De las cartas que escribió a
Nora Barnacle. Te lo recomiendo.
—¿Para leer sobre pedos? No, gracias.
—¡Es Joyce, puede hablar de coprofilia y sonar sensual! Son algo muy
personal y a medida que vas leyendo despierta tu lado más voyeur. No deja
de ser curioso.
—Lo curioso es que hayas escogido esa frase precisamente. Espera, ¡no
te ha salido de chiripa, has ido directamente a ella!
—Yo no haría tal cosa. —Rio, dándome la razón.
—Sí lo harías. —Me giré hacia la librería, Liam era de los que
ordenaban los libros por autor. Escogí Finnegans Wake. Recordaba haber
leído algún artículo diciendo que era una novela incomprensible hasta para
el mismo James. Lo abrí por el final, yo también sabía hacer trampas. No
me equivoqué, detrás tenía escritas en lápiz algunas de las que más le
habían gustado. Hice un barrido y escogí la segunda—: «Ellos vivieron y
rieron y amaron y se fueron».

Después del «recital de poesía», Liam aprovechó la buena mañana para


echar más sal y limpiar el acceso a la cabaña. Yo entré leña y después pasé
un rato leyendo por encima algunas de las cartas que había escrito Joyce a
su mujer y otro rato más para escoger un disco, al final me decanté por uno
solo por la portada. Era de Stevie McCrorie y se titulaba Big World. El
primer rasgueo de guitarra de My heart never lies llenó la cabaña. Me fui a
la cocina y encendí el horno. Me había quedado sin pan y además quería
hornear unas cookies de plátano, aprovechando que los que teníamos en el
frutero se habían quedado pochos. Saqué la harina de trigo sarraceno, las
pipas, el psylum, la levadura, y para las galletas empecé a hervir la quinoa
mientras sacaba el resto de ingredientes. Al ritmo de «cuando estoy contigo
mi corazón nunca miente» fui mezclando ingredientes.
Liam llegó dos horas más tarde, tarareando. Yo había terminado de
meter el pan en el horno y estaba lavando todos los cacharros que había
utilizado. Me dio un beso fugaz mientras me decía que iba a ducharse. La
situación me resultó tan entrañable y familiar que me sacudió por dentro.
En ese momento ya era consciente de que me había metido en un problema
muy grande.
Cinco minutos después se sentó en el taburete frente a mí y sus ojos
centellearon cuando vio las dos bandejas de galletas enfriándose. Se inclinó
cuan largo era para coger una. La olió y cerró los ojos antes de darle
mordisco. Aún estaban calientes porque el chocolate le pringó los labios y
me entraron ganas de morder… y no a las galletas precisamente.
—Anoche te oí, era bonito —dije para cambiar de pensamiento, sin estar
muy segura de que quisiera hablar de ello.
Encendí la cafetera. Levantó la vista de la galleta, sorprendido. Sacudió
la cabeza e hizo un gesto con la mano.
—No era nada.
—Llevas todo el día tarareando.
Nunca podría ganarme la vida con mi oído, pero estaba segura de que
era la misma melodía de la noche anterior.
—No es… —empezó a decir, le mantuve la mirada hasta que se me
escapó la risa—. Ni me había dado cuenta.
—¿Tocarías algo para mí? —le pedí y le entregué una taza y otra galleta.
—Te tocaría a ti.
—Llevas dos días haciéndolo. Me haría feliz.
Del tocadiscos empezó la siguiente canción, Take our time.
—¿No te hace feliz que te toque? —Gruñí de exasperación y di un sorbo
a mi café. La idea era ignorarlo, por suerte, la paciencia no es su fuerte—.
No es nada. Al menos, aún no.
—Me alegro de que vuelvas a sentirla.
—Es algo esquiva e indescifrable… pero vuelve a hablarme.
—Sé que puedes conseguirlo. —Me acerqué a él por detrás y rodeé su
cuello con los brazos justo en el momento en que Stevie hablaba de que no
sería fácil, que era un camino difícil.
—¿Hablas del puto villancico? —Se apartó molesto. Empezaba a
conocerlo y sabía que, realmente, no estaba enfadado conmigo, sino con él
y esa parte con la que llevaba tanto tiempo en guerra.
—Hablo de conseguir hacer las paces y la paz interior.
Volvió sobre sus pasos y abrió los brazos murmurando un «perdóname».
Lo abracé y me puse de puntillas para darle un beso apaciguador.
—Paz interior… Eso sé cómo conseguirlo. —Me acunó con ambas
manos y atrapó mi labio inferior entre los dientes—. Los besos se
inventaron para devorar tu boca y no parecer un animal.
XXXII Tú de Marte y yo de sábados

Un Liam seguro de sí mismo tiró de mí, cogiéndome de la mano, y me llevó


hasta la chimenea. Me senté en la alfombra mientras él levantaba la aguja
del disco y el silencio se hizo el dueño. Él lo hizo en el sillón y después
cogió la guitarra. Ya no le temblaba la mano, al contrario, mostraba una
seguridad y confianza digna de una estrella de rock. Cantó la canción de la
cabina de teléfono, «si fuera tú última llamada, ¿a quién la harías y qué
dirías?». A pesar de mi pésimo don para el cante, lo acompañé con los
coros; estoy segura de que se reía tan fuerte solo para no oírme. Continuó
con la que había escrito a su padre. Hablaba de un hombre bueno y
divertido y fan del show QI, de la BBC. Con bigote, amante de la música
clásica y la poesía. Que siempre llevaba una gorra como la de Sherlock y un
reloj de bolsillo. De las tardes de cricket.
Vi el momento exacto en que la melodía lo arrastró con él y echó a volar.
Podría haberme quedado allí contemplándolo, embobada, durante horas.
Días. Semanas. Toda mi vida. Mi hermana había dicho alguna vez que su
voz tenía el don para meterse bajo las bragas y que las hormonas le hicieran
los coros. Siguió con Sultans of Swing, me confesó que es una de esas
canciones que le hubiera gustado haber compuesto. Me contó que Knopfler
utilizaba los dedos en lugar de una púa y que su característica más relevante
es que no tocaba una sola cuerda sino varias a la vez. Me encantaba que
compartiera su pasión aunque la mitad de las veces no entendiera de qué
narices me hablaba. Terminó y yo seguía embelesada, puede que
demasiado.
—¿Qué piensas?
—Nada.
—Joder, puede que los pedos de Jim no te parezcan eróticos, pero te juro
que a mí tu nada me ha sonado muy, pero que muy, guarro.
Ganas. Las podíamos maquillar y encubrir como quisiéramos. Hablar de
«nada», de voz… pero, en el fondo, los dos nos movíamos insaciables
dominados por un deseo animal e irracional. Tan loco como el que sentía
Joyce por Nora. Ese anhelo que te vuelve un ser ilógico, desesperado, que
hace que hasta un pedo de la persona amada sea no solo único, sino bonito.
Y Joyce podía ser vulgar en sus precisas descripciones, pero lo envolvía
todo con tanta ternura, derrochaba tanto amor, que al final es lo único que
resta.

El pan se quemó y para comer nos zampamos las galletas acompañadas con
sidra. El menú pondría los pelos de punta a cualquier nutricionista, pero nos
supo mejor que si hubiéramos comido en casa del famoso chef Alain
Ducasse. El día dejó paso a la tarde y esta se transformó en crepúsculo.
Nosotros no nos movimos de la alfombra. Las fotos que al final han
acabado siendo la portada del álbum y de la promoción del disco son de
aquel día. Liam dormido en posición fetal sobre la alfombra, después de un
apoteósico orgasmo, de los que parecen que no van a terminar nunca y que
estoy segura de que nos había robado un par de años. Liam, desnudo,
sentado en el sillón, tocando Europa, de Santana, porque le dije que me
encantaba esa canción. Liam cantando para él, con la cabeza gacha y los
mechones como cortina. Liam jugando con Doyle. Liam mirándome como
Da Vinci contemplaría a la Mona Lisa. Liam bajo mi cuerpo, riéndose, a
pesar de que era a mí a quien hacía cosquillas, pero soy inmune a ellas
gracias a los años de práctica, primero con mi hermana y luego con Blue.
Pretendía que la foto saliera movida, pero no lo consiguió. Soy buena y él
es fotogénico. Si aquello no era felicidad completa se le acercaba
muchísimo.
En un momento dado, se puso el jersey que llevaba yo puesto, se sentó
en el sillón y cogió la guitarra.
—Hazme un par de fotos y se las mandas a Stewart antes de que se le
termine la paciencia y decida subir él mismo hasta aquí.
Lo hice, también añadí que se pasaba el día tarareando y que decía que
volvía a sentirla. Que lo veía mejor. Mi jefe me contestó que eso era una
gran noticia, me daba las gracias y me decía que siguiera haciendo lo que
fuera que hacía. «Será un placer».
Me levanté a por una botella de vino. Con qué naturalidad exhibíamos
nuestros cuerpos, con qué necesidad buscábamos el contacto de la piel del
otro. No sé si se debía al saber que había una fecha de caducidad y de
querer agarrar cada segundo. Dicen que el invierno es época de recogida.
De introspección. De almacenar. Yo quería almacenar recuerdos, besos,
abrazos y a él. Hacerlo en frascos monodosis para que nunca perdiera su
esencia.
Al volver me encontré con que tenía su mirada fija en mí, pero perdida
en lo que estuviera pensando.
—¿Por qué me miras así?
—Porque cuanto más te conozco, más tengo la sensación de que tú eres
de Marte… y yo de sábados.
Riendo por semejante ocurrencia serví dos copas, dejé la botella sobre la
mesa y me senté en su regazo.
—Explícate.
—Te siento tan marciana, tan diferente a todos los que conozco, al
mundo que me rodea, que a tu lado me siento un anodino sábado.
—¡Eso no tiene ningún sentido! No eres anodino. Y para que lo sepas,
los sábados molan un montón. Te levantas sin prisas, con la expectativa de
tener todo el fin de semana por delante. El placer de desayunar con tiempo.
El sábado es un buen día para crear recuerdos.
—Siempre tienes una respuesta a todo —murmuró, dejando un beso
justo debajo del lóbulo de la oreja—. Siempre consigues darle la vuelta para
que todo tenga sentido. Me vas a volver loco… si no lo has conseguido ya.
—Además, si hay aquí un marciano, ese eres tú, estrella de rock. Tu
vida, o la que ha sido hasta hace poco, no tiene nada de terrenal y normal.
Tú eres el de Marte, con tus conciertos y tus legiones de fans, tu ático en…
¿dónde vives?
—En Seven Dials, y es una casa.
—Joder, adoro esa parte del norte de Camden. ¿Ves?, eres un
privilegiado por vivir en uno de los barrios más chulos de Londres. Yo soy
un banal sábado. Una chica normal que, en 2011, mientras tú cantabas en
los Grammy, después de ganar cinco estatuillas y ponerte a ocho como, por
ejemplo, U2, yo te estaba viendo por la televisión mientras daba el pecho a
una niña de nueve meses.
Pasó sus brazos por mi espalda para cogerme de los hombros y
tumbarme un poco hacia atrás, como si buscara un mejor enfoque.
—¿En serio vamos a discutir quién de los dos es más marciano? —Me
dio un beso y mis labios se quedaron reclamando más, pero él tenía otras
intenciones; como si saltara de casilla en casilla, fue dejando besos
húmedos por la barbilla, el cuello… Al llegar al esternón ya me tenía
apresando el pelo de la alfombra entre los dedos de los pies.
—No discutimos, estamos barajando diferentes opciones —jadeé sin
saber cómo era capaz de pensar o hablar cuando su ataque me estaba
licuando por dentro—. Sí, somos distintos, pero ni tú eres alguien normal de
cuarenta años ni mi vida se asemeja a los de mi edad. ¿Y qué importa? La
palabra es equilibrio. Todos llevamos un E.T. dentro.
—No digas eso por ahí o acojonarás a más de uno.
Creo que añadió algo de demostrar que los dos éramos de la misma
especie, pero reconozco que ya era incapaz de retener nada, estaba
completamente entregada a las sensaciones. De lo único que me acuerdo era
del burbujeo que notaba en el estómago y que me cosquilleaba en el pecho.
Yo no estaba acostumbrada a nada de aquello. Practicaba sexo con
desconocidos de los que muchas veces no me interesaba ni su nombre y que
después del orgasmo ya me estaba vistiendo —las veces que llegaba a
quitarme la ropa— con ganas de irme lo antes posible. Pero con Liam
jugaba en otra liga que no tenía ni idea de cuáles eran las reglas porque
había sexo, sí, mucho y el mejor de mi vida, pero también éramos dos
personas capaces de pasarse horas debatiendo sobre cualquier cosa. Y eso,
gente, sí que es algo raro de encontrar.
XXXIII Canciones y amor

Siete días

Se nos daba de lujo estar juntos, pero también sabíamos darnos ese tiempo a
solas para que cada uno hiciera lo que más le apeteciera. Aquella mañana
de viernes me desperté temprano para ir al baño, al bajar las escaleras me
sobrecogió la panorámica. Desde el ventanal me llegaba la bruma y el inicio
de un amanecer. Me vestí deprisa, y lo desperté por si le apetecía
acompañarme. Me dijo que no, que estaba cansado. No me sorprendió
porque un par de veces que me había despertado, estaba sola en la cama.
—No te alejes —murmuró soñoliento cuando ya me encontraba en el
primer escalón. Me reí, eso mismo solía decirle yo a Blue cuando íbamos a
jugar al parque.
Bajé por la pasarela acompañada de Doyle y llegué al rio. Volví a pensar
que vivir en un sitio así era un lujo. Uno no válido para todo el mundo.
Hacía frío, la humedad se calaba en los huesos y con cada respiración era
como si pudieras saborear el paisaje. Perdí la noción del tiempo y gasté un
par de carretes. Carámbanos y gotas como espejos donde se refleja un rayo
de luz, el río bajando entre puentes de hielo, la hierba congelada, huellas de
pisadas de animales, el bosque entre la bruma…
Cuando volví, vi que Liam ya se había levantado. Me di una ducha y
preparé unos huevos. El libro que abrí aquel día era de Raymond Carver, De
qué hablamos cuando hablamos de amor. Caí en el cuento Beldevere, lo leí
entero y me quedé con una frase: «Teníamos esa extraña sensación de que,
ahora que nos dábamos cuenta de que ya había sucedido todo, podía
suceder cualquier cosa». Aquellas palabras se quedaron en mi cabeza
durante el resto del día dando sentido a lo que se estaba germinando dentro.

Un par de horas después, Liam me encontró tumbada en la alfombra,


rodeada de discos. Pensé que el melómano que llevaba dentro se pondría
como un miura al verlos, pero no, lo único que hizo fue tumbarse a mi lado
y darme un beso. Había oído hablar de ellos, de los besos de doble carga.
Una primera que explota en la boca, y una segunda que lo hace un poco
más tarde y más adentro, entre el pecho y el alma.
—Buenos días, marciana.
—¿En serio vas a llamarme así?
—No sabes cómo te pega. Veo que cumples tu promesa de torturarme
vistiendo solo mi ropa.
—Equilibrio, querido Liam. Equilibrio. Recibes lo que das. Tú cumples
manteniendo la casa caliente y yo hago mi parte.
—¿Qué haces?
—Darme un atracón de tu música.
Salía del estudio. Él no comentó nada y yo no quise insistir. Era un tema
peliagudo. Parecía relajado y me bastó. La curiosidad por saber cómo era
aquella habitación me podía cada día más, pero por alguna razón, él no se
había ofrecido a enseñármela. Era como si prefiriera no mezclar y yo
respetaba su decisión.
—¿Qué época, a nivel musical, te hubiera gustado vivir? —pregunté.
—Hmmm… En el clasicismo.
—¿En serio? Habría dicho algo más… reciente.
—Me crie rodeado de música clásica a todas horas. ¡Me encantaría
conocer a Mozart, era un genio! Además, tiene el aliciente de que las
mujeres mostraban sus encantos con aquellos corsés… Siempre me han
parecido muy sexis.
—Me falta el aire solo de pensar en llevar uno.
—¿Y tú?
—Llevo un rato dándole vueltas y creo que me quedo con el Motown y
los años sesenta. El soul y R&B me dan buenas vibraciones.
Como en aquel momento que sonaba Ain't no mountain high enough, de
Marvin Gaye.
—Es un tipo de música con la que te creces.
—Exacto.
—¿Sabías que Mozart tenía una hermana mayor y que era tan buena
como él?
—No. Cuéntamelo.
—Ja, te he pillado, Wiki. Pues resulta que María Anna, conocida como
Nannerl, era una excelente pianista, pero tuvo la mala suerte de nacer en un
siglo donde el único objetivo de la mujer era casarse, no ser un prodigio. Se
guardan algunas de las cartas que cruzaron los dos hermanos y se interpreta
que ella también componía. Tuvo que conformarse con ser profesora de
piano; se quedó ciega, pero siguió con su trabajo hasta que murió.
—A lo mejor compuso alguna de las partituras más famosas de Mozart y
nunca lo sabremos. La historia está llena de ejemplos.
Marvin estaba terminando la canción repitiendo el conocido estribillo:
«No hay montaña lo suficientemente alta, ni valle lo suficientemente bajo,
ni río lo suficientemente ancho para evitar que te alcance», mientras Liam
elogiaba los vinilos diciendo que era el sonido genuino y que ya no se hacía
música como esa.
—¿Por qué la mayoría de las canciones hablan del amor?
—Porque es el mayor misterio de la humanidad —respondió,
poniéndose en pie para cambiar de disco. Cuando los primeros acordes
sonaron se me escapó la risa.
—¿Crees, de verdad, que follaron mientras la cantaban? —Gainsbourg y
Brigitte Bardot cantaban Je t’aime moi non plus.
—Otra pregunta que se ha hecho toda la humanidad en algún momento
de su vida. No lo sé, pero la incógnita es su mejor baza.
Sabía que aquellos dos habían tenido un affaire. El marido de ella,
cuando supo de la canción, hizo todo lo posible para que no se hiciera
pública. Al final ganó, y el cantante tuvo que grabarla con otra mujer. Sigo
sin entender la lista de amantes que tuvo ese señor, porque, seamos sinceras,
por guapo no se las llevaba a la cama. En esa lista estaban nombres tan
conocidos como Jane Birkin, con quien terminó grabando la famosa
canción, o Vanessa Paradis.
—No hay idioma más sensual que el francés —admití, pensando que yo
era de las de gemir monosílabos, nada con mucho sentido.
Seguimos hablando de canciones, de amor. Cuando le volvió a tocar él
escoger, seleccionó Something, de los Beatles.
—Esa me la sé. Conozco el triángulo amoroso entre Clapton y George
Harrison.
Harrison estaba casado con la modelo y fotógrafa Pattie Boyd. Ellos dos
eran amigos, los tres pasaron mucho tiempo juntos, y Eric se enamoró de la
mujer de su amigo. La pareja se divorciaría en 1974, cuando ella supo que
el componente del grupo de Liverpool se había liado con la mujer de Ringo.
Cinco años después, Eric y Pattie se casaban. Todo muy «juntos y
revueltos».
—Lo imaginaba, pero ¿sabías que Clapton escribió Layla pensando en
Pattie? En ella habla de un hombre que se enamora de una mujer que
también lo quiere, pero que no está disponible.
—No. Deberían darle un premio a esa mujer. Algo así como a la «mejor
musa», las dos canciones son preciosas.
—Si tengo la ocasión de volver a hablar con los de los Grammy les haré
llegar tu petición.
—A veces olvido que eres una estrella de rock.
—Es el mejor cumplido que me han hecho nunca.
—Hablo en serio.
—Y yo.
—Me exasperas.
—Te gusta. —Sonrió ufano, apartando un poco la chaqueta para dejar un
beso en el hombro.
—Eso también lo sabía —admití, jugueteando con un mechón de su
pelo.
Después volvió a levantarse para escoger While My Guitar Gently
Weeps, también de los Beatles.
—Y para terminar con este trío, algo que muy poca gente sabe. Esta
canción también la escribió Harrison y pidió a su colega Eric que la grabara
con ellos. Clapton es quien toca ese solo donde, realmente, parece que la
guitarra llora.
—¿Cómo nace una canción?
—No hay una fórmula; son como las personas, cada una es distinta. Tú
ves la vida en luces y sombras, yo antes la veía compuesta de música. Todo
era una melodía. Y déjame que te confiese algo… Muchas de las canciones
de amor son solo cuatro estrofas y un estribillo que un pringado ha escrito
para seducir a alguien. Lo mejor de ellas es que cada uno la interpreta a su
modo, normalmente, influenciado por cómo se siente en aquel momento, y
seguramente no tenga nada que ver con la idea del compositor. Cuando
escribes una canción nunca se te pasa por la cabeza los recuerdos que la
gente anclará con ella. Son como cápsulas del tiempo. Es abrumador, la
verdad.
Haciendo un repaso rápido por mis recuerdos me di cuenta de que tenía
razón, muchos de ellos iban vinculados a una canción. Por ejemplo, después
de la muerte de Daisy tardé mucho tiempo en volver a poner un disco de
Lionheart porque me resultaba doloroso. Me pasé meses escuchando mi
grupo favorito por aquel entonces, los Wallflowers. Cada vez que oigo One
headlight me veo en la habitación tumbada en su cama achuchando a su
osito favorito.
Cuando volvió lo hizo tumbándose sobre mí, encajó como un perfecto
engranaje hecho de él y yo que ya teníamos dominado. Me entraron las
ganas, pero de esa sacudida que te da en el pecho, ese calor reconfortante al
sentir su peso sobre mí y su olor envolviéndome como un manto cálido.
Entonces entendí que el amor es lo que todos buscamos en esta vida —
querer y ser querido— y que siempre esperamos que llegue esa persona que
dé sentido a todas las canciones de amor.
XXXIV Aquel mundo no es el mío

Y sí, nos deseábamos con un hambre salvaje e insaciable, pero también


había ganas de abrazos, de mimos. De estar juntos compartiendo anécdotas,
tumbados en la alfombra, escuchando música y, de fondo, los melifluos
ronquidos de Doyle. Compañía. Y estaba acojonada de lo bien que me
sentía. No había tenido pareja, nunca había pasado tantas horas con un
hombre. Ni había dormido antes con ninguno. No me había ido aún y ya
sabía que echaría de menos aquellos momentos. El sexo podía ser
fácilmente sustituible, no hablo de calidad sino de conseguir destensar el
cuerpo con un orgasmo, pero ¿con qué llenas el vacío al lado del sofá?
Las horas pasaron y la noche nos encontró en el mismo sitio. Los discos
desfilaban de mano en mano, salían de sus estuches, bailaban con la aguja y
volvían a ser guardados.
Me habló de los veranos que pasaron en la cabaña, haciendo compañía
al abuelo James. Me contó que fue él quien los enseñó a hacer un disco de
vinilo, una tarde de tormenta. Cogieron unas velas y las pusieron a derretir
en una sartén. Después hicieron un cono de papel y clavaron la aguja en el
inferior. Al hablar, gritar o cantar a través del cono, la aguja transmitía esa
vibración sobre la cera, donde la dibujaba. Cuando volvían a pasar la aguja
por encima podían escuchar lo que había grabado. Mientras me lo relataba,
sus ojos brillaron con añoranza. Hasta su cara se transformó y me fue muy
fácil imaginar a Liam de niño. También de las acampadas al aire libre, y que
fue allí donde se emborracharon por primera vez y fumaron su primer
cigarrillo.
Liam estaba tumbado con la cabeza sobre mi estómago y yo me divertía
enredando mechones de su pelo entre mis dedos. Y de repente me vino a la
mente cuántas personas habrían imaginado compartir aunque fuera un
instante así con Lionheart y cuántas habrían tenido la suerte de hacerlo
realidad. Por qué pensé en aquello en un momento tan bonito sigue siendo
un misterio.
—¿Hasta qué punto eres estrella de rock?
—¿A qué te refieres? —preguntó ladeando la cabeza hacia mí.
—Me refiero al «drogas, sexo y rock & roll».
—Ah… Pues siento decirte que las drogas me acojonan tanto que nunca
me he atrevido con ellas. Y lo de las orgías, después de los conciertos,
como que tampoco. Suelo acabar tan exhausto que nada está para fiestas.
Tampoco digo que haya sido un santo.
Y mientras me contaba que a él le iba más el sexo antes de salir al
escenario, decía que le llenaba de energía, a mí un puñado de celos me
estaba acelerando el pulso. «Por bocazas. Por curiosa». Una parte de mí fue
capaz de superarlos y admitir que para compensarlo lo habían convertido en
un amante magnífico. Después, siguiendo con las incoherencias del cerebro,
pasamos a hablar de Vegas, su exmujer. No soy capaz de recordar cómo
surgió el tema.
—Con el tiempo he entendido que el problema es que Vegas encaja en
ese mundo de «drogas, sexo y rock & roll» y yo no. Casi no tengo
recuerdos de lo que se podría llamar nuestra época feliz, siempre nos
estábamos peleando y la única forma que sabíamos para solucionarlo era
acostándonos, retrasando la verdad.
Su divorcio había sido muy comentado por la prensa, se decía que el
motivo principal era que él le había puesto los cuernos.
—¿La querías?
—En aquella época creía que sí, ahora creo que solo era adicto a ella.
Como te he dicho, encajaba en aquel mundo, y durante un tiempo hizo que
fuera llevadero y fácil.

Al caer la noche, decidimos levantarnos y preparar algo más consistente


para cenar. Me ofrecí a preparar una pizza con harina de garbanzos, que era
muy sencilla y rápida de hacer. Doscientos gramos de harina, doscientos
mililitros de agua, un poco de sal, remover y listo. La esparces sobre la
bandeja, horneas cinco minutos, sacas y le echas por encima lo que te
apetezca y vuelves a hornear unos diez minutos más. Así de fácil. Liam
abrió otra botella de vino mientras Charlie Cunningham cantaba su tema
Minimum. Siempre he pensado que los dos tienen una forma muy similar de
tocar.
—¿Puedo confesarte una cosa? —dijo en un murmullo, como si hubiera
hecho caso a lo que decía la letra: «Vamos, quítate la carga. Deja que tus
alas se desplieguen y mantén todo reducido al mínimo».
—Te escucho.
Después de remover la copa y olerlo le dio un gran trago. Cuando
empezó a hablar, su voz temblaba como lo hacía la de Blue al hablarme de
sus pesadillas.
—Adoro la música, de verdad. Es lo único que he hecho en mi vida y al
que le he dedicado todas las horas. Y sí, siento que me ha robado muchas
cosas, pero también que ha merecido la pena. Es verdad que ahora me es
huidiza, que por mucho que la busque ya no la oigo en mi interior, pero no
es solo eso. Creo que yo también me aparto de ella. —Cuanto más
confesaba, más rápido hablaba; como si quisiera sacar todo lo que le
carcomía por dentro lo antes posible—. Ya no sé qué me da más miedo, si
no volver a componer nunca más o si hacerlo implica volver a aquella vida.
Porque me he dado cuenta de que la música me hace feliz, pero no la vida
de artista. Quiero esta paz, esta tranquilidad. No quiero aquel círculo
vicioso de escribe, graba, promociona, conciertos y vuelta a empezar. Ni
salir de un restaurante por la puerta de atrás para evitar un grupo de fans o
un paparazzi. No sé si me he explicado, ni si tiene sentido lo que acabo de
vomitar.
—Claro que lo tiene —rodeé la encimera y lo abracé por la cintura—,
supongo que cada uno tiene que encontrar su equilibrio. Estoy segura de
que hallarás la fórmula.
—Se me ha ocurrido dejar los escenarios y escribir para otros, cualquier
cosa que pueda hacer desde aquí.
Me separé y lo cogí de las manos.
—Si tus canciones tienen algo diferente, son tus arreglos; supongo que
crecer rodeado de los clásicos te ha marcado. —Sus composiciones solían
estar acompañadas por diferentes instrumentos; para mí, su mejor disco es
el que sacó en 2010, un recopilatorio de sus canciones más conocidas
arregladas para orquesta y que grabó junto a la Sinfónica de Londres—. Sé
productor, aprovecha que ya tienes un estudio y ofrécelo a los músicos.
Antes, para grabar, se iba a un estudio concreto para dar al disco una
sonoridad única. Haz tu sello y busca a esos nostálgicos. Ser músico no es
solo subir a los escenarios, Liam. Que no te importe lo que opinen de ti.
Cambia de rumbo las veces que haga falta. Busca lo que realmente te hace
feliz, esa es tu meta y la de cualquiera. Y si decides dejar la música y solo
tocar para ti, pues estupendo. Ten una granja de alpacas o dedícate a la
enseñanza como la hermana de Mozart. Lo que sea, pero que te llene, la
vida es demasiado corta para malgastarla.
—¿Una granja de alpacas?
—Siempre me han parecido unos animales graciosos. —Fui hasta el
horno y miré cómo estaba nuestra cena—. La pizza ya está.
XXXV Ese rincón del que ya no hay vuelta
atrás

Seis días

Aquellos días viví muchas primeras veces; entre otras, cómo perder la
mañana en una resaca. Dormitar, girarme, gemir por el dolor de cabeza.
Despertar con la luz traicionera. Un beso soñoliento. Acurrucarse de nuevo
junto a su cuerpo. El olor de su pelo. Su abrazo inconsciente apretándome a
él. Un instante de pura eternidad.
La noche anterior se nos fue de las manos. Al sentarnos a cenar, vi que
Liam no tenía ganas de seguir con la conversación y no insistí. Tampoco
había nada más que añadir, era algo que solo lo incumbía a él. Podía darle
mi opinión y apoyarlo, pero nada más. Volvimos al tema de las canciones, y
los discos se sucedieron al ritmo que el queso se fundía en nuestra boca y la
botella se vaciaba.
Mientras nos tomábamos un café y Henrik Freischlader cantaba su
mítico The memory of our love. Liam recordó que el viejoSam le había dado
una botella de un licor de hierbas que él mismo preparaba. Se la había
ofrecido el verano pasado cuando, con Ayari, fue a su casa y le repararon el
tejado. Aquel brebaje estaba hecho siguiendo una receta familiar que, según
el mismo Sam, tenía más de cien años. No sé cuántos chupitos pudimos
beber, a partir de aquel momento solo tengo retazos del resto de la noche.
Sé que salimos a dar un corto paseo, hacía un frío insoportable,
aprovechando que la noche estaba tan despejada que era imposible
distinguir las constelaciones de tantas estrellas que se veían. Sobre nuestras
cabezas, y como un reflejo del río en el cielo, la vía láctea. Fue increíble.
Nos recuerdo desnudos, saciados, con Liam debajo de mí diciendo que
le despertaba cosas.
—Acabamos de hacerlo. —Reí, mordiéndole justo en la carótida.
—No hablo de sexo, hablo de posibilidades. —Mi corazón se fundió y
emprendió el vuelo convertido en miles de pequeñas mariposas azules y
violetas que escaparon por mi piel. No exagero, cuando se lo conté, se
carcajeó confesando que el licor llevaba mandrágora.
El resto de la noche fue mágica. Y no sé si atribuirle el mérito a esa
planta tan apreciada por los celtas y a su efecto alucinógeno y afrodisíaco o,
simplemente, fue tan especial porque éramos nosotros en estado puro, sin
filtro ni tabús.
Recuerdo otro instante, Liam versionando la canción She burns, de Foy
Vance.
Ella quema
como papel empapado de gasolina y fuegos artificiales.
Y yo me quemo,
me quemo desde tan profundo que me duele respirar.
Me derrito, cariño, y no puedo dejarte ir.
Liam hacía que cantar fuera algo semejante al acto sexual. Era como si
te hiciera el amor a distancia, dejando que su voz te desnudara lentamente y
las notas te acariciaran más allá del tacto. Me quedé mirándolo, ni sé el
tiempo, algo eterno y fugaz, donde soñé despierta en lo bonito que podría
llegar a ser estar juntos.
—¿Estás soñando? —preguntó cuando terminó de cantar.
—Puede.
—¿En nosotros? —adivinó. Mis palabras fueron enigmáticas, pero
supongo que mi rostro no lo engañó.
Llevábamos días hablando de todo, pero no de lo que pasaría el día que
me marchara. ¿Qué seríamos a partir de entonces? ¿Amigos? ¿Solo un
puñado de recuerdos? ¿Sería posible volver a nuestra vida como si nada?
No dejo de pensar que si sacamos el tema justo en aquel momento no fue
casualidad. De alguna forma nos escudamos en el licor para, al día
siguiente, fingir que no lo recordábamos o que, sencillamente, quien había
hablado era el alcohol y no nosotros.
—Esto mismo ya es un sueño —confesé sin filtro—. A veces no es
pensar solo en lo que deseamos, sino visualizar otras posibilidades. Como
has dicho tú.
Tengo un lapsus ahí en medio, soy incapaz de rellenarlo, solo sé lo que
vino después:
—Déjame soñarte un rato más antes de que me obligues a olvidarte. —
Se puso en pie y me tendió la mano para que me levantara e ir a la cama.
—No quiero que me olvides —confesé, saltando a su cuello y él me
cogió al vuelo.
—Has llegado a ese rincón del que ya no hay vuelta atrás.

Me desperté de nuevo por unos golpecitos intermitentes en mi cadera.


Estaba acurrucada de lado, con el brazo de Liam como almohada y él detrás
de mí, haciendo la cucharita. Los golpecitos eran sus dedos tocando un
piano ficticio sobre mi piel. Fue una de esas veces en las que si me
preguntara qué superpoder querría tener, hubiera respondido leer las mentes
ajenas. Saber cómo sonaban esas notas en su cabeza, cómo las veía y si las
acompañaba con alguna imagen especial. Los días avanzaban en un suspiro,
era sábado y quedaban solo seis días para el plazo de entrega. No quería
pensar en marcharme, pero cada vez estaba más presente.
La niebla que, seguramente, cubriría el lago había llegado hasta mi
cerebro, estaba muy espesa, pero poco a poco algo fue emergiendo hacia la
superficie. No fue hasta que Liam dejó de «tocar» que me giré hacia él.
Aquella mañana, sus ojos eran del mismo color que una playa de aguas
cristalinas. Igual que en esa isla paradisíaca en la que te ves tomando una
piña colada cuando el estrés llega a ese punto en el que solo piensas en huir.
Después de llamarme marciana, me dio un beso de buenos días, de esos que
al principio es solo un roce, pero que pronto se vuelve más feroz y es
cafeína pura despertando cada fracción de tu cuerpo. Le conté que había
tenido otro sueño raro.
—Después de todo lo que bebimos, no me extraña, lo que me sorprende
es que te acuerdes.
—He soñado con abejas, estaban a nuestro alrededor volando como lo
harían unas mariposas. Era como si conviviéramos con ellas, sin miedo.
—Esta vez no pienso buscar su significado. Tu idea de las alpacas no es
que me haga mucha gracia, pero ser apicultor mucho menos.
Nos dio la risa y Doyle se bajó de la cama, dejándonos solos. Es el
chucho más inteligente y discreto que he conocido en mi vida. Me subí
encima de él y sus manos volaron hacia mis nalgas, presionando para
declarar sus intenciones, y mis caderas dibujaron círculos, aceptándolas.
Dormir y despertar haciendo el amor. Nada terrenal se asemeja a esa
sensación.
XXXVI Hada de azúcar

—En casa me educaron a hacer la cama cada día—dijo mientras nos


vestíamos. Él, con un pantalón de chándal y una sudadera, y yo opté por
unos leggings térmicos y uno de sus jerséis de cuello vuelto—. No solo a
estirar las sábanas, sino que me tenía que asegurar de que no quedara ni una
sola arruga. Con los años les he dado la razón en muchas cosas, pero lo
siento, en esto no. Me encanta ver mi cama deshecha, con las sábanas
arrugadas aún con la marca de nuestros cuerpos.
Después de un café bien cargado y un par de analgésicos cada uno,
salimos a dar una vuelta a ver si el aire puro y gélido nos ayudaba con la
resaca. La nieve poco a poco se iba derritiendo, como un reloj de arena
marcando nuestra propia cuenta atrás. Ya no hacían falta las raquetas para
andar y nos entretuvimos buscando huellas de animalillos. Caminábamos
cogidos de la mano, hacía frío, pero no quise coger guantes y perderme
aquella cálida sensación. Liam me preguntó qué haría un sábado como
aquel si estuviera en casa.
—Vivimos en Londres, ¡siempre hay alguna actividad que hacer! —Le
hablé de nuestras últimas semanas donde habíamos ido a ver la casa que se
derrite, el museo de juguetes de Pollock o la tienda de magia de
Davenports. También habíamos callejeado por el Soho en busca de las siete
narices y en Covent Garden hallamos las dos orejas. En verano nos gustaba
ir con la bici hasta Camley Street y luego tomar un picnic allí mismo. Era
uno de mis rincones favoritos—. Hoy han quedado con tía Marjorie.
Comerán en el Rainforest, un restaurante ambientado en la selva tropical, y
a las dos y media se acercarán hasta el parque de Saint James para ver cómo
dan de comer a los pelícanos. Blue no sabe nada, así que estoy deseando
hablar con ella más tarde para que me lo cuente todo.
—Debes de echarla mucho de menos.
—Sí, claro.
—No lo dices muy convencida. —Llevaba allí diez días, conviviendo las
veinticuatro horas del día, era normal que ya supiéramos descifrar tonos de
voz, miradas o gestos.
—Estoy deseando volver a casa y estar con ella, pero sé que… añoraré
esto.
—Aquí también te vamos a echar mucho de menos —admitió, alzando
nuestras manos y dejando un beso en la punta de mis dedos.
Confesar sin miedo, decir tanto en tan poco. No querer insistir por temor
a enturbiar con el humo de la partida. Y, como muchas veces, la verdad está
escondida en lo que no se dice.
De vuelta a la cabaña me preguntó el motivo de su nombre.
—Llegamos al hospital con la idea de llamarla Faith. Gran parte de la
dilatación la hice bien, sin apenas quejarme de dolor. A las enfermeras les
sorprendía que no pidiera la epidural, pero de pequeña había pasado tanto
dolor con los retortijones que me provocaba la celiaquía que lo soportaba
bien. Hasta que llegó un momento en que me bloqueé. Ahora sé que no era
por dolor, ni cansancio, solo es que estaba muerta de miedo. De repente, fui
consciente de que estaba a punto de traer a una niña al mundo cuando yo
apenas había cumplido los dieciocho. Me cerré, no estaba preparada. No
tenía ni idea de criar y menos de ser madre. El parto se detuvo, la matrona
vino y empezó a hablarme, o me relajaba o tendrían que hacer una cesárea,
el bebé no podía esperar mucho más. Me hizo cerrar los ojos y que
imaginara cosas que me aportaran paz. Visualicé el mar, las olas lamiendo
mis pies, vi un cielo sin nubes, el anillo de topacio azul que me había
regalado Daisy y que siempre creí que me traía suerte... Sirvió. Mi cabeza
dejó de mandar sobre mi cuerpo y él hizo su trabajo. Cuando me la pusieron
sobre el pecho supe que su nombre no podía ser otro que Blue.
Ni me había dado cuenta de que nos habíamos detenido, ni tampoco que
una lágrima se me había escapado hasta que Liam la secó con el pulgar. Sus
ojos me observaban con ternura, unos ojos azules que podía añadir a la lista
de cosas que me aportaban paz. Revivir aquel día siempre me emociona, no
puedo remediarlo. Me puse de puntillas, le di un beso y continuamos el
camino. Aproveché para contarle una anécdota que siempre hacía gracia.
—Cuando Blue tenía unos dos meses, mi madre me mandó a comprar
con el único fin de que saliera de casa y me diera un poco el aire. Estaba tan
cansada que iba por automatismos. Mientras esperaba mi turno en la caja,
movía el carro hacia delante y atrás, no fue hasta que vi la cara de la
dependienta que me di cuenta de que lo estaba meciendo. Le solté un: «es
para que las naranjas no se pongan a llorar».

El paseo nos había abierto el apetito, como era mediodía optamos por hacer
un brunch. Liam se ofreció a preparar una tortilla de patatas. La había
aprendido a hacer en una gira que lo había llevado hasta Vigo donde habían
tocado en el Parque de Castrelos. Lo recordaba como uno de los mejores
conciertos de su vida, donde el público se había volcado para hacerlo
inolvidable. Comimos sentados en el sofá mientras veíamos una reposición
de El cascanueces que había hecho la English National Ballet en el London
Coliseum. Hacía unos días que le había confesado que la única versión que
había visto era la de Disney. Cuando fue el momento estelar del Hada de
azúcar, Liam se levantó para coger su tablet y llamar a su madre. Sabía que
adoraba el ballet y que para ellos ir a verla era una tradición navideña, pero
reconozco que me sorprendió que la llamara para contarle que la estábamos
mirando. Primero hablaron del tiempo, preguntó si ya había pasado la
tormenta, y después le contó que su padre no estaba en casa porque había
salido a navegar.
—¿Papá, o sea, tu marido? ¿En un barco, en el mar?
—Ese mismo, y sí, dónde va a ser si no, ¿en un charco? Dice que aquí
no se marea, que debe de ser por eso de estar en el hemisferio sur y que el
agua gira al revés.
Se me escapó una carcajada, y yo, que me había escondido en la otra
punta del sofá, tuve que moverme porque Liam me pidió que me acercara,
quería presentarnos. Ahí me llevé otra sorpresa porque su madre sabía muy
bien quién era y el motivo por el que estaba allí. Era graciosa y charlatana,
tenía ese encanto de señora refinada, a pesar de tener más de setenta años,
su belleza perduraba. Me preguntó por mi familia, qué tal se portaba su
hijo… Cuando este le contó que el motivo por el que la llamaba era porque
estábamos viendo El cascanueces, lo riñó.
—Es buena idea, pero te hemos enseñado a ser un hombre. Así que
espero que solo sea una toma de contacto, esta preciosa hada de azúcar
merece una noche de ensueño con cena y ballet.
Después de eso, colgó, alegando que la obra debía disfrutarse sin
distracciones.
XXXVII Algo estúpido como una cita

Cinco días

—Mierda, ya estás despierta.


—Buenos días para ti también. ¿Vienes de ver a tu querida? ¿Es por ella
por quien escapas cada noche?
Aquel domingo lo que me arrancó de los brazos de Morfeo fue un beso,
y no de Liam precisamente, fue Doyle, y realmente fue un lametazo. Lo
había reñido cada vez que lo hacía, pero seguía sin hacerme caso. En los
últimos días nos habíamos vuelto inseparables. Me seguía donde fuera y, en
la cama, se acurrucaba a mis pies; algunas veces, hasta se hacía un hueco
entre los dos con su cabeza apoyada en mi tripa. Recién me había duchado,
solo llevaba uno de sus albornoces, y me estaba preparando un café cuando
Liam había entrado por la puerta.
—¿Lo sabes? —preguntó alarmado.
—¿Que no duermes conmigo? Sí.
Se acercó a mí y me dio un beso juguetón, su mano tanteó la abertura de
la tela y rozó mi pecho con los nudillos. Mi piel respondió a su deseo,
despertó y se puso alerta a la espera de más. Le encantaba provocarme,
plantar la semilla y dejar que las ganas fueran creciendo con el paso de las
horas hasta hacerse insoportable.
—Solo he estado… en el estudio.
—¡Suena bien! —Aplaudí.
—Aún no lo has escuchado —refunfuñó, pero algo no me cuadraba. No
sabría decir si fue el tono, pero algo hizo que lo mirara detenidamente.
Parecía nervioso, y tenía ojeras, aunque no era eso. Era su mirada, brillaba
de forma especial y sus labios no podían ocultar ese paréntesis de felicidad.
Liam estaba contento.
—¿Eso quiere decir que hay algo para escuchar?
—No me despistes. Yo, eh… He pensado… algo estúpido, pero… —Se
me escapó una carcajada al verlo tartamudear. Para acallarme, me besó y
barrió mi risa con su lengua—. Algo estúpido como una cita.
—¿Por qué sería estúpido una cita? Me gusta como suena. ¿Qué has
pensado?
—Es una sorpresa. Solo te pido que me dejes hacer algo por ti. —
Cuando me vio coger las puntas del cinturón, me detuvo, fue su turno de
carcajearse de mí—. No hablo de sexo. Quiero compensarte por todo lo que
has hecho por mí, como renunciar a estar con tu hija para cuidar de mí.
—Liam —empecé a decir, pero me silenció poniendo el índice sobre mis
labios y negando con la cabeza.
—Ahora sube a cambiarte mientras yo termino un par de cosas. No
escatimes en las capas, abrígate bien.
Y sí, estaba deseando descubrir qué tenía planeado, pero sentí un
aguijonazo clavándose en mi interior; aquello sonaba demasiado a
despedida y aún no me había hecho a la idea.

Media hora más tarde, cerraba la puerta de la cabaña y Liam me esperaba


en la explanada delantera, atando una mochila en la moto de nieve.
—¿Es peligroso? —le pregunté mientras nos abrochábamos los anoraks.
—No, ¿por qué lo dices?
—Pareces muy nervioso.
—No es nada de eso, solo quiero que salga bien.
Antes de ponerme el casco le di un beso:
—Somos tú y yo, claro que va a salir bien. —No sé si mis palabras lo
tranquilizaron o le provocaron ese cosquilleo similar al que yo noté en las
entrañas.
Nos subimos a la moto y arrancó. En la primera curva, en el lado
izquierdo, vi un cartel. Era de cartón y escrito a mano, se leía: «Mercer
Street. La casa de la puerta azul». Lo vi justo antes de que Liam lo señalara
con la mano, aunque le pregunté qué significaba, o no me oyó o no quiso
responderme. Un poco más adelante encontramos otro, «Trafalgar Square»,
seguido de «Big Ben», «Westminster Bridge», «Waterloo»; en mi cabeza,
fui dibujando esos puntos en un mapa. Justo después de este último, Liam
detuvo la moto. Se bajó, con una mano se quitó el casco y la otra me la
ofreció para ayudarme.
—Para que esto tenga algo de sentido, y no parezca un loco, necesito
que le eches imaginación, mucha. Mi idea es pasar el día en Londres y
enseñarte estos parajes al mismo tiempo. Hemos salido de mi casa, en
Mercer Street, lo carteles son una guía para que te vayas situando
«virtualmente». Todo ello dándole un aire a lo Vacaciones en Roma, por lo
de ir en moto… —Se me escapó la risa y soltó un suspiro interpretando mal
mi reacción.
—Liam, es… Me parece la estúpida idea más bonita del mundo.
—¿En serio? —Asentí y lo abracé por la cintura, abrumada por lo que
había organizado. Noté cómo, a pesar de las capas que llevábamos encima,
su cuerpo se relajaba.
Me estampó un beso en la coronilla y se apartó, cogiéndome de la mano.
Después de andar un par de minutos llegamos a unas rocas, tardé un poco
en darme cuenta de que era el mismo sitio donde habíamos ido a ver salir el
sol. Allí había otro cartel «Scootercaffe».
—Primera parada, uno de mis sitios favoritos. ¿Lo conoces? —Negué
con la cabeza, seguía alucinando y las palabras se negaban a salir—. Su
café es de los mejores de la ciudad y, para cuando me apetece algo dulce, su
chocolate espolvoreado con nuez moscada es una apuesta segura.
De una bolsa que había justo al lado de las rocas, sacó una esterilla, un
saco de dormir, un termo y un par de tazas de acero inoxidable.
Cuando me sirvió el chocolate, que olía increíblemente bien, solté un
suspiro. Apoyé la frente en su hombro y, por fin, me salieron las palabras:
—Liam, esto es… Nadie había hecho nada semejante por mí. Gracias.
—A ti. No sabes cómo, ni cuánto. —Me pellizcó la barbilla suavemente
con el índice y el corazón y le ofrecí mi boca como pedía. El beso con sabor
a chocolate y especias fue uno de los más tiernos que nos dimos.
Me habló del local, como que había sido un antiguo taller de scooters.
Habían conservado ese ambiente, y el resultado era tranquilo y acogedor.
En el sótano organizaban eventos como proyecciones de películas y algún
que otro concierto. Solía ir allí y después se acercaba hasta la estación de
Waterloo donde le gustaba mezclarse con los viajeros y observarlos. Podía
pasarse horas. Me confesó que le era una fuente de inspiración.
Por mi parte, le conté algo que nadie más sabía, tenía la costumbre de
sonreír a la gente desconocida por la calle, me encantaba ver sus reacciones.
Poco a poco los dos nos fuimos relajando, él porque su idea me había
fascinado y yo asumiendo que aquello se nos había ido completamente de
las manos. Dejé fluir, sin pensar. Igual de alegre y cantarín como se oía
bajar al río, a pesar de los obstáculos que la naturaleza le había puesto a su
paso.
—Déjame que sea yo quien te regale la frase de hoy: «Era inverno,
llegaste y fue verano», de Antonio Gala.

Un rato más tarde, soy incapaz de saber si pasaron diez minutos o dos
horas, recogimos todo y nos volvimos a subir a la moto. Seguimos una
carretera que discurría paralela el lago y fuimos pasando nuevos carteles.
«St. George Cathedral», «Memorial M. Faraday» y «Peckham», este último
me dio una idea de a dónde nos dirigíamos. Poco después, llegamos a un
aparcamiento donde un cartel señalaba la ruta hacia una cascada. Debajo de
él, una hoja clavada a la madera con un clavo: «Frank’s Café». Lo conocía,
para mí es uno de los bares con las mejores vistas de toda la ciudad. En mi
mente se dibujó claramente el skyline, con la City de fondo, el London Eye
y el Big Ben…
—Me encanta este sitio —dije al bajarme.
Liam cogió la mochila que había atado detrás y me dio la mano para que
lo siguiera. Visitamos la cascada, aunque la zona estaba helada y
resbaladiza por lo que retrocedimos enseguida. Volvimos y bajamos al lago
que resplandecía bajo el sol de mediodía. Lo hicimos justo donde había una
pequeña playa rocosa y el agua dibujaba pequeñas olas llevadas por la brisa.
Era como estar dentro de una postal. Todo junto formaba una mezcla de arte
y paisaje divino.
Liam había preparado un picnic: sándwiches, fruta, chocolate, hasta una
botella de vino. Comimos hablando de sitios que nos gustaban de la ciudad,
esa vez me tocó a mí hacer una lista. Le hablé del Spitalfields Market, cerca
de la City, donde los jueves había un mercado de antigüedades que me
encantaba, o de los helados del Chin Chin Labs. De tanto en tanto, desde el
interior del bosque, nos llegaba algún ruido para recordarnos que no
estábamos solos.
Me tumbé con la cabeza sobre el regazo de Liam, con la vista fija en el
movimiento de las olas. Mientras las nubes avanzaban, mi cabeza se
dispersó.
—En los monstruos del lago —le respondí cuando me preguntó qué
estaba pensando.
—¿Tienes miedo de que salga un bicho y nos coma? —Rio, tocándome
la punta de la nariz.
—No, más bien, en que todas las leyendas tienen una base real y que si
yo fuera un monstruo y pudiera escoger un sitio para vivir, sería uno
parecido a este.
La carcajada que soltó resonó entre las colinas al tiempo que las nubes
cegaban el sol.
—Vale, tampoco hace falta que te burles de mí. Era solo una tontería.
—Me rio porque adoro tu locura y admiro tu forma de ver el mundo.
Creo que eres la primera persona en el mundo que, al hablarle de Ness, en
lugar de sentir miedo, lo envidia por su guarida.
XXXVIII Como suenan los sentimientos

La temperatura bajó rápido cuando el sol quedó camuflado por nubes que
amenazaban con tormenta, obligándonos a recoger los bártulos y volver a la
moto. Pero el día no había terminado, como tampoco la cita que había
planeado Liam. Bordeamos el lago por el otro extremo y cruzamos el
«Tower Bridge», «La City», «Temple» hasta «Covent Garden». Estaba
deseando llegar a la cabaña, desnudarlo lentamente, besar cada peca,
morderle en esos lugares que había descubierto para hacerlo gemir.
Descender, arrodillarme y torturarlo hasta que pidiera clemencia. Pero al
mismo tiempo quería que condujera despacio, disfrutar del paisaje abrazada
a él y con la cabeza apoyada en su espalda. Quería experimentar la
sensación de día eterno.
Al llegar, en la puerta nos encontramos una bolsa de cartón.
—Última parada, «Hotel Chocolat», para mí, los mejores bombones de
la ciudad. —Me tendió la bolsa y vi que dentro había una bandeja y una
botella de champán.
—Déjame adivinar, ¿el duende es Ayari?
—Exacto, lo llamé y le pedí que me los preparara. Se ha asegurado de
que todos los ingredientes no llevaran nada de gluten.
Nos descalzamos en la entrada y nos quitamos los anoraks mientras
Doyle nos ladraba, encantado de vernos de nuevo. Después de todo el día
fuera y sin nadie que alimentara la chimenea, la cabaña estaba fría, Liam se
apresuró a encender un fuego y yo no pude resistirme a probar uno de los
bombones.
—Están deliciosos.
—Déjame alguno. —Rio sin apartar los ojos de su tarea.
Cogí otro, lo dejé en la punta de mi boca y se lo ofrecí en un beso.
Cuando fue a cogerme de la cintura, me escapé. Yo también sabía
provocarlo.
Fui hasta el tocadiscos, escogí a Annie Lennox; poco después,
empezaron a sonar las primeras notas del piano de Why.
Sin la luz de las llamas ni del sol, la estancia estaba sumida en la
penumbra y, lejos de parecer gélida, sugería que estaba dormida. Ella puede
que sí; yo, en cambio, me sentía despierta, viva. Con ganas de todo, hasta
de lo que unos días atrás me había parecido la mayor estupidez. Pero si
había llegado a ese punto, al que él llamó «de no retorno», todo valía y de
lo último que tenía ganas era de irme a casa con algo pendiente. Con Liam
concentrado en el fuego y dándome la espalda, me fui desnudando. En ese
momento sentí que liberaba a otra de las mujeres que llevaba dentro.
Cuando terminé, caminé descalza hacia la puerta del ventanal y la abrí.
—Hay algo que me gustaría hacer.
—¿El qué? —Cuando se giró, limpiándose las manos en los vaqueros,
soltó una carcajada, adivinando mis intenciones—. ¡No me lo puedo creer!
—¿Me acompañas? —Su mirada cayó sobre mi cuerpo como un velo de
terciopelo.
—Marciana, no me lo perdería por nada del mundo. —Se quitó el jersey,
arrastrando con él la camiseta que llevaba debajo, justo cuando se estaba
desabrochando los pantalones, yo corrí hacia la pasarela—. ¡Espérame!
Me atrapó justo al final y, sin pensarlo ni retrasarlo, nos lanzó al agua.
Tenía razón, congelaba cualquier idea, impidiendo así darse cuenta de lo
fría que estaba, pero también había algo adictivo en ello, una suerte de baño
iniciático que te conectaba no solo con la naturaleza, sino con tu yo más
primitivo. Al sacar la cabeza del agua, grité tan fuerte que creo que me
oyeron hasta en el pueblo. Liam, sin dejar de sonreír, me dio un beso
frenético y después tiró de mí para sacarme de allí.
Caímos en el sofá, con la piel fría por fuera y hecha brasas por dentro.
Tanto que perdimos el control, todo eran manos, besos, lengua, mordiscos,
jadeos impacientes. Su boca haciendo el amor a mis pechos, su pelo entre
mis dedos y mi espalda arqueándose para guiarlo. Fuera, aún no se había
desatado la tormenta, pero dentro sí. Una lluvia de besos, un huracán de
caricias que hacía estragos por donde pasaba, provocando relámpagos en
cuevas justo antes de ser habitadas. Gritaba pidiéndole que terminara con
aquella tortura y me dejara volar. Jadeaba suplicando que aquello no
terminara jamás.
Y el anochecer nos encontró amándonos con una intensidad desbocada,
pero también con un nivel de intimidad que nunca antes habíamos
experimentado. Y es curioso que cuanto más vinculado a una persona te
encuentras sea cuando más libre te sientes.
Estaba acurrucada con la cabeza sobre el pecho de Liam, oyendo bajo
mi oído su latido mientras él jugueteaba con mi pelo. Me estaba quedando
dormida cuando empezó a tararear en un murmullo. Aquel día comprendí
que cada instante que vivimos tiene su propia melodía; y que a veces es
imposible definir un sentimiento con veintisiete letras, pero la música es
capaz de hacerlo solo con doce notas.
XXXIX Felicidad (Liam)

Candy, mi marciana…
Sentía que no me faltaba nada. Sentía una clase de felicidad desconocida
hasta entonces porque era desnuda, sin artificios, regalos o lujos. Era tan
transparente que me hacía sentir… vivo.
¿Puede ser tan básico?
¿Puede que la respuesta que llevaba tanto tiempo buscando fuera tan
sencilla?
¡No es cómo, es con quién!
Y por fin comprendí por qué hay tantas canciones que hablan de amor,
pero tan pocas te acaban sacudiendo.
10 Veinte minutos

Diciembre 2018

—¡Has escrito una canción porno! —murmuro para que Joe no nos oiga.
Vamos de camino a casa y las luces de la ciudad se reflejan en el Támesis,
donde brillan distorsionadas, embelleciendo la postal.
—¡No lo es!
—Claro que sí. Hablas del sabor de mi boca, de recorrer mi cuerpo…
—Joder —me interrumpe—, siempre has disfrutado provocándome. —
Sus ojos, centrados en la curva de mis labios, adoptan un tono más oscuro.
Y me echaría a reír si no fuera porque, si las canciones hablan de todo lo
que pasó aquellos días, sé lo que viene ahora. Aunque perdoné, la herida
sigue abierta.
Me entra un escalofrío y me recoloco la bufanda, aunque el frío que
ahora siento nada lo puede mitigar. O sí. Liam demostrando que está
pendiente de cada una de mis reacciones, me coge la mano. Intento retirarla,
es un sí pero no. Un reflejo de lo que somos nosotros, un puñado de ganas y
una aguja demasiado afilada que nos detiene. No la retiro del todo, quedo
atada por la punta de los dedos. Es superior a mí.
PISTA 8

Las cosas rotas siempre acaban


cortando aunque sea sin querer.
Siempre quedan aristas y precipicios.
La noche es oscura aunque sea de día.

Debí alejarte cuando aún estabas a tiempo,


pero eres mi debilidad y fortaleza.
Pierdes hasta cuando ganas.

Asumo que el futuro se


pinta con los colores de ayer.
Has dejado un cachito de ti
que ocupa todo el espacio.
Estás sin estar.
No hablas, pero te oigo.
XL El amor, una bestia con garras

Cinco días

Me levanté para ir a buscar los bombones y el champán cuando oímos unos


golpes en la puerta. Miré a Liam y se encogió de hombros, él tampoco sabía
quién podía ser a esas horas.
—Voy —gritó mientras se ponía en pie y buscaba los vaqueros y el
jersey. Yo también recogí mi ropa y subí las escaleras para vestirme—. Pero
¿qué haces tú aquí?
—No me coges el teléfono. —Me petrifiqué cuando oí la voz de mi jefe.
Desde siempre se ha dicho que las prisas nunca son buenas, en ese
momento lo volví a demostrar, cuanto más rápido quería ir más complicado
me lo ponían las prendas. Una pata de los leggings se enroscó y no había
forma de ponerla correcta y me puse el jersey del revés. Aproveché que
bajaba las escaleras para recogerme el pelo en una cola. No había tiempo
para nada más.
—No les ha gustado —dijo Liam, abatido cuando llegué a la sala—. Se
puede mejorar, hay algo en el puente que no acaba de convencerme… Aún
tenemos unos días. Me pondré ahora mismo y…
—La canción es fantástica —lo interrumpió.
—Entonces, ¿a qué viene ese tono?, ¿pretendes que me dé un infarto?
—¿Has escrito el villancico? —grité eufórica cuando reaccioné. Caminé
hacia él y lo abracé. Por eso parecía tan feliz aquella mañana; estaba
deseando oírla, aunque eso significara el final de aquel viaje. Me embargó
el orgullo al saber que lo había conseguido, a pesar de habernos distraído en
exceso.
—Sí —dijo, dándome un beso en la mejilla—. Es donde me escapaba
cada noche. Lo siento, quería contártelo, pero también quería aprovechar al
máximo nuestro tiempo.
Mi jefe carraspeó fuerte, rompiendo el momento, y me separé. No
entendía a qué venía esa cara, si el villancico había gustado, ¿qué ocurría
entonces para aparecer por aquí?
—Ha llegado un aviso.
—¿Del juzgado? Joder, ¿ya han puesto la demanda? Me dieron hasta el
veinticuatro.
—No, es la prensa. No va a gustarte. No solo son fotos, hay unas
declaraciones…
—¿De qué hablas?
Stewart sacó la tablet y se la pasó.
«Tenemos grandes noticias para los fans de Lionheart: Parece
que nuestro músico favorito está más en forma que nunca. Solo
hay que ver lo bien que le ha sentado este retiro. ¡Y, además, ha
vuelto a componer!
Son muchas las voces que afirmaban que la carrera de la
mítica estrella del rock se había acabado. Dos años de silencio
es mucho tiempo, por eso nos alegra saber que la sequía ha
llegado a su fin y que muy pronto podremos volver a disfrutar
con su música.
Recordemos que Lionheart se separó en 2015 de la modelo
neozelandesa, Vegas Harris. Durante los tres años que duró el
matrimonio son muchos los titulares que protagonizaron esta
idílica pareja. Desde una pedida de mano de película en medio
de un concierto a viajes de ensueño, pero también de peleas en
restaurantes y fotos comprometedoras formando tríos. Mucho se
ha hablado del motivo del divorcio, y aunque en su momento se
hablaron de discrepancias y de infidelidad por parte del artista,
ahora se ha sabido que el motivo principal fue la relación que
ELLA mantenía con la bajista Willow Baker. ¡Siempre se ha
dicho que en la cama tres son multitud!
Querido, Lionheart, si lees esto, que sepas que hay muchas
mujeres que estaríamos encantadas de animarte. Sin ir más lejos,
¡yo misma!».
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—¡Esas son mis fotos!


—Como mínimo, lo reconoces. Joder, Jones, ¿ha sido por dinero?
Sacudí la cabeza, no podía ser que creyeran lo que estaban pensando.
Miré a Liam, que seguía con la vista fija en la tablet, sin moverse, pero la
fuerza con la que apretaba la mandíbula y los nudillos blancos
exteriorizaban la ira que llevaba dentro.
—Espera, ¡no podéis creer que he sido yo!
—¿Y quién ha sido, entonces? —exclamó Stewart.
—No lo sé.
—Tú misma has dicho que son tus fotos.
—Y lo son, pero solo te las he mandado a ti. Liam, tú me crees,
¿verdad? Yo nunca te haría algo así. ¿Liam?
Dicen que las miradas matan y, en aquel momento, hubiera preferido que
me gritara a que sus ojos me observaran con aquel vacío. No había ira,
había decepción. Y todas esas capas que nos habíamos quitado entre
confesiones, risas y besos volvieron a cubrirlo, sepultando a Liam y
dejándome frente a Lionheart.
—Necesito salir. Cuando vuelva no quiero verte aquí. —Lanzó la tablet
al sofá y llamó a Doyle, que seguía pegado a mis piernas—. Vamos, chico,
no babees por mujeres así, no merece la pena.
Gruñí mientras mi cabeza iba a mil, estaba decepcionada y dolida
porque me creyera capaz de algo así.
—Tiene que haber una explicación. Joder, llamad a la revista y que os
digan quién lo mandó.
—Ya lo he hecho, es anónimo. Quien sea —siseó con desprecio— se ha
llevado un buen pellizco.
—Liam, maldita sea, ¡espera! ¡Ni siquiera sabía que era lesbiana hasta
ahora!
Pero solo recibí un portazo como respuesta. Me había hablado de ella y
de su matrimonio muy por encima. En ese momento también recordé que la
primera vez que dormimos juntos, e hice la broma de ser tres en la cama,
dijo algo que no entendí.
—Jones, recoge tus cosas. Date prisa, fuera hay un coche que te llevará a
casa.
—Stewart, te prometo que no tengo nada que ver con esto. Busca la
fuente, te lo pido por favor.
—Hasta nuevo aviso, no hace falta que vuelvas a la oficina.
En los últimos días había pensado en cómo sería la despedida. Aunque
nunca se me pasó por la cabeza que fuese así. Vivía en mi mundo de
fantasía y esa no era opción. La crueldad de la vida nunca se contempla
cuando imaginas, porque en ella mandan los sueños. Que para eso son.
Solo necesité cinco minutos para borrar mi paso por la cabaña. Recogí la
ropa, el neceser y las cuatro tonterías que tenía por allí hasta no dejar rastro.
Con qué facilidad alguien desaparece de nuestras vidas. Un día están, otro
ya no. Es irónico porque, al fin y al cabo, lo hacen con la misma facilidad
con la que aparecen. Siempre esa coherencia absurda. Como el amor y el
dolor, que siguen las mismas reglas.
No podía dejar de pensar en quién había sido. ¿Quién ganaba sacando
esa noticia? ¿Buscaban solo dinero? ¿Perjudicarle a él? ¿O era a mí? Si
hubiera sido yo, hubiera sido algo más sutil, no con unas fotos que
claramente me culpaban. Era hasta insultante creer que la fuente era yo.
Con cada pregunta nacía una nueva incógnita.
Había sido una estúpida al darle cuerda al corazón. ¿Cómo frenas a un
corazón que ha aprendido a andar solo? No puedes, ese es el mayor
problema. Que se lanza y se estampa sin que puedas detenerlo. Y allí dejé el
mío, colgando de la pared como un trofeo. Igual de macabro que si fuera la
cabeza de un ciervo. Igual de sangriento y demoledor.
Cuando volví a bajar, mi jefe estaba en el lumbral del ventanal que daba
al porche.
—Solo una cosa… —murmuré, pero fue suficiente para que se diera la
vuelta—. ¿De verdad ha escrito el villancico?
Cuando lo vi asentir con una suerte de sonrisa en los labios, rompí a
llorar, explotando y dejando salir lo que llevaba dentro. Iba a decirle cómo
me alegraba por Lionheart. Lo orgullosa que estaba. Lo contenta que me
hacía saber que no lo iban a demandar y que la empresa estuviera a salvo.
Pero no pude.
—Averiguaré lo que ha pasado —lo dijo como una amenaza, pero yo lo
cogí como una promesa.
—Hazlo, por favor —le pedí antes de darme la vuelta y marcharme.
Fuera, me esperaba un Range Rover con los cristales tintados; lo
reconocí, solíamos alquilarlo para los conciertos. El chofer, que se presentó
como Robson, me cogió las maletas y las guardó.
Cuando arrancó, miré hacia atrás por la luna trasera. Allí, apartado del
mundo, nació un microorganismo. Uno que cuidamos sin darnos cuenta de
lo que estábamos haciendo. Dimos de comer a la bestia sin pensar que,
cuando creciera, nos comería porque esa es su razón de ser. Nunca
desestimes las garras del amor ni bajes la guardia porque siempre está al
acecho.
XLI Traicionado (Liam)

¿Cómo se puede confiar tan ciegamente en alguien?


¡Si solo se hubiera colado en casa!, pero había sido un completo imbécil
y me había abierto el pecho en canal. Tanto le dio si eran puertas o
ventanas, joder, había derrumbado todas las paredes y cimientos, se filtró
hasta en los túneles más estrechos, oscuros y lejanos.
Me escapaba todas las noches al estudio a componer. Costó, estaba
oxidado y con el peor de los males: dudaba de mi capacidad. Pero cada vez
oía la melodía más fuerte y clara hasta que fue imposible seguir
ignorándola. Por fin volví a sentirme bien tocando, dejando salir aquellas
notas a borbotones. La terminé aquella misma noche e inmediatamente se la
mandé a Stewart. Después apagué el teléfono, no quería que me llamara y
saber qué le parecía. Aún no. Fue entonces cuando se me ocurrió la estúpida
cita. Lo organicé todo con la ilusión de un niño. Durante todo el día estuve
a punto de decírselo, compartir la noticia con ella, pero me resistí. Sabía
que eso significaba el final y quería tener algo más de tiempo, agotar el que
nos habían concedido.
Traicionado por la marciana.
Estaba demasiado acostumbrado al gusto de la decepción que ya había
dejado de parecerme agrio. Había perdido la cuenta de la gente que solo se
había acercado por interés.
Stewart me encontró sentado al final de la pasarela.
—Ya se ha ido. He quitado toda la mierda navideña, ya no queda ni
rastro de ella. —El silencio tomó por unos instantes su relevo—. A pesar de
todo, podemos sacar algo bueno y es que aún pagan un pastizal por ti.
Sigues siendo carne de noticia.
Tengo la manía de analizar todo. Sobre todo a mí. Analicé los días que
pasamos juntos. Volví a revivir cada charla, cada momento compartido.
Examinando uno por uno, buscando por qué no me había dado cuenta antes
de cómo era Candance en realidad. Había confiado en ella, le había contado
detalles íntimos que nunca había compartido antes con nadie. Fui
deshilachando los recuerdos hasta terminar con un manojo de cabos sueltos
en la mano. Una chica, canciones, besos, días sin fin y noches eternas…
—No me lo creo, joder, no puedo creer que haya sido ella.
—Es solo una niña, ha visto la oportunidad de hacerse con unas miles de
libras, nada más.
—Es que por más que le doy vueltas, no lo entiendo. Sí, le hablé de
Vegas y es verdad que una noche bebimos mucho, pero juraría que no le
conté lo de Vegas y Willow.
Recordaba que le había hablado de mi matrimonio, de que Vegas
encajaba mejor en ese mundo que yo. Siempre estaba dispuesta para una
fiesta, sin importar el día, ni dónde, ni con quién. Le gustaba el sexo, la
volvía loca hacerlo en lugares donde nos podían pillar, pero lo que más le
gustaba eran los tríos. Probamos con chicas y con chicos. Con Willow, que
en aquel momento era la bajista que me acompañaba en la gira, fue con la
que más repetimos. Para mí era solo sexo, divertirnos un rato para luego
volver a casa y estar los dos solos. Pero pronto me cansé. Se cabreó,
discutimos por ello demasiadas veces, el pacto es que siempre lo haríamos
juntos, si uno se cansaba se terminaba el juego. Y cuando el sexo dejó de
unirnos quedó claro que nada lo hacía. Hasta que las pillé en nuestra cama y
mi mujer solo me dijo «únete». Me di cuenta de que ni me molestaba ni
dolía. Era otra cosa más que tenía, pero que no me importaba perder. Y fui
dejando todo atrás con la única idea de descubrir quién era realmente.
XLII Distinta

Diciembre 2017

Los días de llorera, de hartarme de helado y chocolate, lo omito. Ya se


entiende que estaba hecha una mierda, con el corazón roto y todo lo demás.
Tardaron quince días en averiguar lo que había ocurrido. Fue Judy. Estaba
liada con Stewart, era él quien le mandaba aquellos ramos de flores tan
ostentosos. Resulta que a mi exjefe, cuando se pasa con el whisky malo, le
da por hacer confesiones. La maldita Babybel tenía un amigo en la revista y
con el dinero que sacó se puso dos tallas más de sujetador. ¡Todo por un par
de tetas!
En cuanto se supo la verdad, Stewart, avergonzado, me pidió disculpas y
me ofreció un nuevo puesto, pero lo rechacé. No era capaz de volver a
aquella oficina ni tener nada que ver con Lionheart. Lo entendió y movió
algunos hilos, una semana después hacía una entrevista para la sección de
marketing de Selfridges.
De Liam solo obtuve un sobre certificado que llegó poco antes de
Navidad con un «perdóname por desconfiar de ti» y tres entradas para ir al
ballet a ver El cascanueces. Era un bonito detalle, pero insuficiente. No
esperaba que se presentara en casa con un ramo de flores y me implorara
volver, pero una llamada para hablar de lo sucedido era lo mínimo. Él no
llamó y yo tampoco, aunque estuve tentada… no lo hice. Lo nuestro había
terminado. A mi madre y a Blue les encantó el espectáculo, yo me pasé
todo el rato con el estómago encogido sin dejar de rememorar lo sucedido.
Cuando pensaba en aquellos días tenía la sensación de que revivía un
sueño. ¿De verdad había estado en la cabaña? ¿De verdad había compartido
su espacio? ¿De verdad le había confesado mis secretos? ¿De verdad le
había entregado mi corazón?
Siempre creí que nos faltó algo porque no nos despedimos. No hubo un
adiós al que aferrarse. Quedó suspendido en el aire. Y los momentos, una
vez perdidos, ya no se pueden recuperar. Simplemente, desaparecen. Y si
algún día vuelven, ya nada será igual.
Nos ahorramos los días de despedida, el dejar ir despacio, poco a poco,
asimilando el desenlace. Pero no, cortamos de raíz. Tan súbito y
desagradable como cuando suena el despertador en mitad del mejor sueño.
La alarma sonó devolviéndonos a la realidad. Recuerdo que en los días
siguientes solía mirarme al espejo porque tenía la sensación de no ser la
misma. Seguía teniendo el pelo rubio y los ojos verdes, mi piel, mis
pecas… todo era igual. Entonces, ¿cómo podía sentirme tan distinta?
XLIII Solo (Liam)

Febrero 2018

Adaptarme de nuevo a la soledad fue jodidamente complicado. Había


pasado más de un año viviendo solo en la cabaña, pero su visita había
arrasado con todo. El silencio volvía a agobiarme. Me apenaba ver a Doyle
en la puerta esperando algo que no iba a suceder. Cuando Stewart volvió de
«visita» me temí lo peor. Nunca habría imaginado que fuera él quien se
fuera de la lengua solo porque las mamadas que le hacía la maldita Babybel
le absorbía hasta la cordura. Lo perdoné, todos tenemos un momento de
enajenación mental. En el fondo me alegraba que se supiera la verdad.
Nunca estuve de acuerdo en asumir que fui el infiel porque hacia fuera
quedaba mejor que hubiera sido yo el cabrón. Vegas, encantada con la idea,
renunció a todos nuestros bienes en común, entre ellos el ático del Soho que
vendí rápidamente, no quería volver allí.
Perdoné a Stewart, pero no a mí. La había vuelto a fastidiar. Había
dudado de Candy cuando era la única persona que nunca había querido
nada de mí. No de Lion, ella solo quería a Liam.
Le mandé las entradas y una disculpa. Merecía más, pero no estaba en
condiciones de ofrecérselo. La echaba de menos a todas horas. Odiaba
ponerme mi ropa y acordarme de ella vistiéndola. La oía aunque no
estuviera. Su voz, su risa. La jodida pesadilla de despertar en mitad de la
noche y no encontrarla enroscada a mi lado.
Solo sabía una forma de calmar aquella necesidad y era hacerla música.
Darle una melodía, contar los besos con versos y las caricias en notas.
XLIV Estar enfadado es lo fácil

Julio 2018

Hacía tan solo una semana que había vuelto de vacaciones y ya estaba
deseando coger unos días. Odiaba mi trabajo, estaba consiguiendo que
aborreciera mi mayor pasión, que era la fotografía. Pasarme ocho horas
haciendo fotos a artículos para utilizarlos en el catálogo y en la web de
Selfridges no era lo que yo había imaginado cuando firmé.
Aquella tarde salí de la oficina con prisas, tenía un par de recados que
hacer y le había prometido a Blue que la llevaría al cine al aire libre que
hacían en Wembley Park. Había invitado a su amiga Liv y luego las dos
dormirían en casa, lo que significaba que yo compartiría cama con mi
madre y sus patadas a medianoche. Las ganas de buscar un nuevo
apartamento para que cada una tuviera su propia habitación crecían cada
día, pero era inviable a nivel económico.
Nada más salir, un chucho se me acercó y casi me tumbó al suelo. Me
apoyé con la espalda en la pared mientras buscaba al propietario. Creo que
fue a la vez, reconocí el ladrido y lo vi. Si no me había caído con la
estampida de Doyle, estuve casi a punto de hacerlo cuando vi a Liam a tan
solo unos metros de mí.
—Hola, bonito, ¿te acuerdas de mí? —dije agachándome y dándome
tiempo para asumir lo que iba a pasar. El corazón se me subió a la garganta
impidiéndome respirar.
—No eres una mujer de las que se olvidan.
—No, soy de las que no merece la pena babear por ellas —repetí las
mismas palabras que me había dicho en la cabaña antes de verlo marchar.
—No era así como lo había planeado. —Sacudió la cabeza y carraspeó
—. Disculpa, ¿podemos volver a empezar?
Nuestras primeras veces siempre eran horribles. Es como si hiciéramos
un concurso. Negué con la cabeza y ataqué:
—¿Qué quieres?
Me puse en pie. No tenía que esconderme, yo no había hecho nada malo,
si alguien tenía que arrepentirse de su comportamiento era él. Me
envalentoné y lo miré. Craso error. Llevaba unas zapatillas Morrison azul
noche con un estampado en tonos fuego, bermudas verde militar y una
camiseta negra que, junto a su piel morena, resaltaba sus ojos. Presentarse
con esas pintas era jugar con ventaja… Yo llevaba un vestido corto amarillo
con un estampado de pequeñas gaviotas y no recordaba si me había peinado
esa mañana.
—Pedirte disculpas.
—Ya lo hiciste. No de cara, pero en fin, algo es algo.
—¿Les gustó el ballet? —murmuró, sabiendo utilizar todas sus armas.
No podía actuar como si nada. No me salía. Necesitaba marcharme y
recuperar el control.
—De verdad que no es buen momento, tengo prisa. —Doyle no dejaba
de buscar mi mano para que lo acariciase y se subía a mis piernas buscando
mi atención—. ¿Puedes pedirle que pare?
Cogió a Doyle del collar y le pidió que se sentara.
—Pensé que te alegrarías de verlo.
—Lo has traído a modo de distracción —dije y la sonrisa que se escapó
de sus labios lo confirmó—. Para que relajara el ambiente.
—Pues no parece que haya funcionado.
—Lion, de verdad, no tengo tiempo. Ya está. Sabes que no fui yo. El
resto ya no importa.
—Sí importa, he vuelto a ser Lion.
—Tú me echaste. Me dolió que me creyeras capaz de algo así, sobre
todo después de lo que habíamos compartido.
—Lo siento, estoy demasiado acostumbrado a que la gente me
decepcione. Estar enfadado es lo fácil, lo complicado es perdonar y pedir
perdón.
Lo entendía y le daba la razón. Con el tiempo había entendido que era
más fácil así. Que estar enfadado ayudaba a mitigar la añoranza porque
invertías el dolor en echar las culpas.
—Por cierto, ¿cómo me has encontrado?
—Tengo mi fuente. Por favor, déjame que te invite a un café, tengo que
hablarte de una cosa.
—De verdad que voy justa de tiempo, Blue ha quedado con una amiga
y…
—Seré breve —me interrumpió. Hasta ese momento no me fijé en que
llevaba una carpeta en la mano, de ella sacó un sobre tamaño folio que me
tendió—. Las revelé.
No fue necesario que añadiera más. Sabía a qué se refería. Las fotos. Los
carretes que llené estando allí y que guardaba en una caja en la nevera para
mantener la temperatura. La caja que me olvidé cuando me fui y que había
echado en falta durante tantos meses.
Acepté ir a tomar un café rápido. Escogimos una cafetería cercana a la
parada del bus y en la que no pusieron problema para que Doyle entrara.
Hasta le sirvieron un cuenco con agua y unas galletas caninas.
Nos sentamos en una de las mesa del fondo. Cuando abrí el sobre me
temblaba la mano. Sabía qué iba a encontrarme en ellas, y las ganas y el
miedo pugnaban por la victoria. Deseaba verlas, pero no quería revivir
aquellos días, y menos con él delante. Pero ganaron las ganas, como
siempre. Fotos en blanco y negro del paisaje, de la nieve, de Doyle, de los
muñecos de nieve, de la cabaña vestida con las sombras del crepúsculo.
Nuestra Navidad. Y Liam. Tumbado, después de hacer el amor; tocando la
guitarra. Mis manos en su pelo, sus dedos en mis caderas, la constelación de
pecas de su cuello, un primer plano de sus ojos, cuando sonreía inclinando
ligeramente la cabeza… Nuestros pies frente a la chimenea, un corazón de
vaho en el cristal…
—Son muy buenas. —Dio un trago a su café sin apartar la vista de mí—.
Tienes una forma de ver el mundo que me fascina.
Había pedido un té helado, pero ni lo probé. Tenía el estómago tan
contraído que era solo una pequeñita bola que rebotaba igual que aquella
pelota loca que tenía de pequeña de colores fluorescentes. Había deseado
que apareciera con un «perdón», hasta soñé un par de noches que venía a mi
casa, muy a lo Pretty Woman, con limusina, ópera y una rosa entre los
dientes. Pero entre los dos ya habíamos cubierto el cupo de fantasía.
Necesitaba algo más y él había dejado claro que no podía ofrecérmelo.
—Gracias por dármelas. —Hice el amago de irme, pero me cogió de la
mano y sentí aquella corriente de la que hablan en tantos libros. Y no sé a
qué se debe, o sí, son las ganas convertidas en energía. Las suyas y las mías,
que durante meses habíamos acumulado y que descargamos en un solo roce.
—Sé que llego muy tarde, y que no me vas a perdonar fácilmente, pero
en mi defensa diré que he estado ocupado. Quería decirte en persona que he
terminado el nuevo disco.
Aquello me detuvo, me volví a sentar y sonreí. Puede que la tensión de
mis labios no lo mostrara con demasía, pero aquella noticia me hizo feliz.
—Me alegro por ti, de verdad. Sabía que podías. No pude decírtelo, pero
el villancico me encantó.
Nala había triunfado aquellas navidades con ella. Se hizo viral muy
rápido y la oías en cada esquina. Blue se pasó las fiestas tarareándola sin
saber que cada vez que lo hacía yo sentía que algo dentro de mí se rompía
en mil pedazos.
—Gracias. Tuve una buena musa.
—No sigas por ahí —lo interrumpí—. De verdad, se me echa el tiempo
encima, ¿era el nuevo disco lo que querías decirme?
—Sí, pero hay algo más. Me gustaría utilizar estas fotos para la
promoción y la portada.
—¿Mis fotos? —Alcé tanto la voz que llamé la atención del resto de
clientes.
—Sí. Se te pagaría por ello y saldrías en los créditos. —Sacó unos
papeles de la carpeta—. Este es el contrato.
—No creo que…
—Por favor, no digas que no —me interrumpió—. Piénsatelo, como
mínimo.
El aire olía a café y de fondo se oía una cacofonía de sonidos. Alcé la
vista hacia él. Si no fuera porque me encontraba así desde que lo había
visto, hubiera dicho que estaba incubando un virus. Calor, fatiga, me
costaba respirar, tenía la cabeza espesa… y él… Dios, creo que nunca lo
había visto tan bien. Tan entero. Brillaba de una forma que soy incapaz de
explicar.
Volví la vista hacia los papeles que esperaban pacientes. Por más que los
miraba, las palabras bailaban entre ellas, se juntaban, se mezclaban…
Estaba confundida. No solo era volver a verlo, y todas las emociones que
eso acarreaba, sino que además me ofrecía trabajo. Mis fotos, esas que
solamente hacía para mí, ahora las quería utilizar para el nuevo disco.
Como diría mi querido Hugh Grant, era surrealista pero bonito.
Todo volvió tan fresco como si estuviera de nuevo en la cabaña. La
nieve. Las risas, los besos y la sensación cuando mi cuerpo se rendía a sus
caricias. La locura. La magia.
«No puedo».
Mi latido chirrió igual que hizo la silla al levantarme de golpe.
«No puedo».
Estaba aprendiendo a vivir con aquellos recuerdos, empezaba a
dominarlos y que solo acudieran cuando yo los invocaba. Firmar aquel
contrato era volver a tener contacto con él, tender un hilo del que tirar…
«No puedo».
—Candy, por favor… Es una oportunidad para ti.
También acudieron los malos recuerdos. El silencio. La decepción. Y
detrás de todo, apurado y con resuello, gritó aquel viejo sueño, porque, si
algo tiene, es que no le importa ser el último, es de los que no abandona.
Mis fotos como medio de vivir. Mis fotos como mi trabajo. Un
reconocimiento, una lanzadera.
Me di la vuelta, cogí el bolígrafo y estampé mi firma.
—No te arrepentirás —murmuró, dedicándome una de aquellas sonrisas
que reservaba para ocasiones especiales, como cuando me dijo que había
terminado el villancico, pero no me lo había contado para tener más tiempo.
—Adiós.
—Antes de que te vayas, solo… quiero que sepas que tenías razón
cuando dijiste que no querría que te fueras. Te echo de menos cada día.
«Mantente en la orilla. No te adentres», la voz de mi madre resonó tan
fuerte que fue imposible no hacerle caso.
—No seas egoísta —le reproché con un nudo en la garganta—. No me
hagas esto. Ahora no. Me dolió que no confiaras en mí. Sabía que aquello
no era real, solo eran unos días; pero siempre pensé que merecíamos una
despedida. Y ya la tengo. Ahora ya puedo pasar página.
—Marciana, yo solo…
—Lo siento, Liam —lo interrumpí—, pero no puedo asumir lo que tú
quieras, sea lo que sea. El disco, las fotos, es el mejor cierre. Así es
perfecto. No lo estropeemos más. Aquellos días, quitando el final, fueron
maravillosos; un placebo como el que comparaste la Navidad. Unos días
fuera de la realidad. Terminaron y ahora toca seguir cada uno por su
camino.
De pequeños nos enseñaron a hacer las paces con un beso o con un
abrazo. De mayores, con un apretón de manos o con un buen polvazo de
reconciliación, pero en aquel perdón no había nada de eso. Había solo una
despedida.
Me fui, necesitaba alejarme. Me sentía demasiado débil delante de él,
vulnerable y frágil. Acababa de descubrir que aún me gustaba demasiado
como para que su presencia no me afectara. No hizo amago de seguirme,
allí estaba la despedida que quería. Ahora solo me faltaba ser capaz de
pensar en ello sin que me doliera. Volví a mirar las fotos de camino a casa.
Y por un rato volví a la cabaña. A sus brazos y dejé que los recuerdos me
besaran.
11 Siete minutos

Diciembre 2018

—Recuerdo que antes de hacerte las fotos pensé en si estaba bien querer
congelar aquel instante cuando un copo de nieve no puede inmortalizarse.
Pero necesitaba hacerlo, no me servía solo memorizarte. Quería algo a lo
que agarrarme cuando dudara de que solo había sido un sueño.
—¿Nunca creíste que pudiera haber un mañana?
—Entre creer y desear hay un mundo. Tú lo dijiste, tú de Marte y yo de
sábados.
Estamos llegando a casa, los semáforos en rojo nos dan algo más de
tiempo, miro el reloj, mi madre llegará justa pero no se retrasará. Es el
primer año que es la directora del festival navideño de la escuela y está
emocionada y estresada a partes iguales. Con el dinero de las fotos
decidimos mudarnos para tener cada una su habitación, pero la verdad es
que ninguna nos convencía. A todas les encontrábamos pegas… al final
habíamos acordado darnos un tiempo. Tanto mi madre como yo sabíamos
que el problema no estaba en aquellas viviendas sino que el vínculo que nos
unía a nuestra casa y a Daisy no se podía meter en una caja de mudanza.
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué? —respondo con una bola de emociones en la garganta.
Mis ojos se fijan en el cristal de la luna delantera, allí donde se estampan
los primeros copos de nieve, ha empezado a nevar de nuevo.
¿Puedo tomarlos como una señal?
¿Puedo tomarlo como un nuevo comienzo?
—Si ahora, después de un año, sigues pensando que no hay posibilidad
para nosotros.
—Liam… —Yo solo he ido al centro comercial a por un disco y a verlo.
Pero esto es otra cosa, otra para la que no estoy preparada, hace meses que
la desterré para siempre.
—Antes de que digas más, quiero que escuches la siguiente canción.
PISTA 9

Soy un hombre nuevo.


Alguien mejor que estoy deseando presentarte.
¿Por qué quedarnos solo en un par de semanas?
Dejemos la suerte a los principiantes,
la vida es el premio para los que arriesgan.
Me haces creer en sueños que
ni ellos mismos se atreven a soñar.

No te conviertas solo en un recuerdo.


En un ojalá. En un fue.
Sé Ella.
Sé el suspiro.
La risa que se escapa.
La aguja de mi brújula.

Seamos.
Nosotros.
Seamos el premio.
Seamos la vida.
Nosotros.
12 Fuera de tiempo

El coche se ha detenido delante de casa. Quiero abrir la puerta y que entre


aire, algo que me sacuda y me diga que lo que estoy imaginando no es un
sueño ni estoy delirando, que es la verdad.
—Candy —murmura, cogiéndome la cara para que lo mire—, lo que he
intentado decirte con estas canciones es que no he dejado de pensar en ti ni
un solo día. Que la cabaña ya no ha vuelto a ser lo mismo desde que te
fuiste. Que me haces ser mejor y quiero ser lo que mereces. Quiero que me
des una oportunidad.
—Liam, yo… —Apoyo la cabeza contra su sien y lanzo un suspiro—.
Es que no puedes aparecer al cabo de un año, con un disco y…
—¿Has conocido a alguien? —pregunta, apartándose.
¿Cómo se le ocurre semejante estupidez, es que no ha entendido nada?
—No. —Sacudo la cabeza—. Hablo de que ha pasado mucho tiempo.
—Y lo que siento por ti no ha desaparecido. ¿Por qué viniste hoy?
—Ya te lo dije, eres mi autorregalo. —Me desafía con la mirada, hay
más y lo sabe, «suéltalo» me grita—. Porque quería verte de nuevo,
felicitarte por el disco. Los amigos se apoyan en los grandes momentos.
—Amigos, ¿eso es lo que quieres?, ¿sería suficiente para ti?
—No sé si puedo anhelar más. Hoy fui a verte porque he asumido que
no puedo olvidarte, ni quiero hacerlo. Esa es la verdad.
—¿Aquellos días no merecen una continuación?
—Una continuación… ¿Cómo? Vives en una cabaña alejada de todo,
pero yo no puedo aislarme, tengo una hija. Ahora es cuando realmente se ve
que somos de mundos distintos.
—No. No lo es, porque he entendido que aislarse no es la solución. No
tengo muy claro qué voy a hacer con mi futuro, pero no es ni la estrella de
rock ni el ermitaño. Quiero encontrar el equilibrio. Y me gustaría hacerlo
contigo. Con vosotras.
—No sabes de lo que hablas.
—No, pero como cualquier padre primerizo. Blue llegó a tu vida sin
esperarla, ni estar preparada. Yo te digo que estoy listo para vosotras.
Es una estocada a traición, pero tengo que admitir que certera.
—Me parece una locura.
—¿Una locura como coger el coche y plantarte en medio del bosque
para vivir con un completo desconocido?
—Fue una medida drástica, pero te recuerdo que, al final, escribiste el
maldito villancico.
—Si salió bien la primera vez, imagina todo lo que podemos hacer con
una segunda.
—Liam, lo que vivimos fue precioso, pero…
—No —me interrumpe, silenciándome con un dedo; no retira del todo la
mano, la deja en mi mejilla—. Ni se te ocurra decir que aquello no fue real.
Sí, fue en una situación excepcional, pero lo que sentimos, cómo nos
abrimos y conectamos no se inventa. Ni se imagina. Sé qué implica
quererte. No solo es a ti, está Blue, está tu madre. Sé el vínculo fuerte que
os une y no pretendo romperlo, solo quiero ser otro miembro más.
Mi teléfono vuelve a sonar, hablando del rey de Roma…
—Mamá —digo al descolgar—, estoy en la puerta, ahora subo.
Miro a Liam, las luces de la calle se reflejan en su rostro, sus labios
dibujan una media luna de sonrisa.
—Entiendo que es mucho de golpe y que necesitas tiempo. —Del
bolsillo de la chaqueta saca tres entradas para el concierto que dará mañana
en el The Dublin Castle—. Me gustaría que vinierais.
Le doy las gracias, confesándole que tengo muchas ganas de ir.
Estar juntos hace que vuelva a sentirme tan etérea y heroica como lo
hacía en la cabaña. Dicen que el amor te da alas y que deforma la realidad,
pero visto el mundo en el que vivimos tampoco lo veo como algo negativo.
Necesitamos una dosis de magia que la endulce. Un aliciente que nos haga
sentir valientes. Recuerdo que, después de acostarnos por primera vez,
pensé que los remordimientos solo eran añorar lo que pudimos tener. No
quiero arrepentirme de no haberlo intentado. Lo que vivimos merece una
segunda oportunidad.
Cuando abro la puerta, he tomado una decisión. Siempre me he guiado
por mi instinto y no me ha ido tan mal. Le tiendo la mano.
—Ven a casa.
Estamos fuera de tiempo, pero tengo la opción de darle cuerda otra vez.
De poner el contador a cero y hacer que vuelva a contar. A contar el tiempo.
A contar un nuevo episodio de nuestra historia.
13 Bienvenido a casa

—Estoy nervioso. No me he preparado para esto —murmura, subiendo las


escaleras.
—¿Te estás empezando a arrepentir? —Me entra la risa al verlo de
repente tan nervioso.
Me acorrala contra la pared, cogiéndome de la cintura y, por inercia, mis
piernas lo rodean. Me agarro a su cuello y mis dedos se esconden entre su
sedoso pelo. Desde la casa de mi vecina Roxy, nos llega distorsionada una
canción; la conozco, es Love was my alibi.
—¿Qué tipo de reconciliación es esta? ¿Ni un mísero beso?
—Esto es lo que hay, querido Liam. La vida es una entrometida y mi
familia aún más. Ve acostumbrándote.
Ahora el sol brilla en mi corazón, canta el artista sueco Bonn.
—Pues será mejor que empiece a aprovechar el momento y no esperar a
que sea el óptimo.
—En eso estamos de acuerdo. —Me lanzo a su boca, sabiendo que me
cogerá, y sus labios me reciben hambrientos. Llevo tantos meses soñando
que nos besamos, que ahora, cuando ocurre de verdad, es como si el año de
ausencia no hubiera pasado. Su sabor me es familiar, la forma que tiene de
presionarlos contra los míos, el movimiento de su lengua… Hay cosas para
las que no existe ni el tiempo ni el olvido.
—Tus besos, ¿cómo he podido soportar todos estos meses sin ellos? —
murmura, apenas separándose unos milímetros.
No sé si tiene sentido, pero siento la misma emoción que la primera vez.
Allí de pie, frente a él, tan segura de mí, de mis anhelos, de que Liam
merece que me tire de cabeza a este mar y dejar que la corriente me lleve
donde quiera mientras seamos. Nosotros. Deseo que ojalá todo sea tan fácil,
que sea tan natural como cuando estamos juntos y nuestros cuerpos hablan.
Dicen que no siempre es bueno escuchar al corazón, pero no puede ser un
error cuando todo son certezas. La certeza de que es amor, de que es Liam.
Perdidos en el otro, no nos damos cuenta ni de que luz se apaga ni de
que se vuelve a encender. Solo reaccionamos con el carraspeo de mi madre,
que nos está mirando desde el descansillo. Liam, al verla, se aparta hasta
dar con la espalda en el pasamanos.
—No sé si quiero saber lo qué está pasando —dice con los brazos en
jarras.
—He ido al centro y… —«he vuelto con un novio».
Me mira recelosa y la conversación transcurre telepáticamente:
«—En serio, ¿has perdido la cabeza?
—En serio y no la he perdido, la he recuperado. Queremos intentarlo».
Al final sus labios dibujan una sonrisa, dando su aprobación. Aunque
sabe que no le hubiera hecho caso si se hubiera opuesto.
—Parece que este año tu regalo se ha adelantado. —Liam, al oírla,
suelta un suspiro, como si hubiera estado reteniendo el aire.
—Hola, señora Jones. Por fin nos conocemos en persona.
—Por favor, llámame Harriet; bienvenido, Liam, espero que no tenga
que arrepentirme de abrirte las puertas de mi casa.
—Mamá…
—¡¡Mami!! —Mi hija viene corriendo y se para al lado de la abuela
cuando ve que no estoy sola.
—Hola, peque, ¿te acuerdas de él? —digo subiendo los escalones,
seguida por Liam. Asiente con la cabeza, algo vergonzosa.
—Hola, Blue. —Se agacha y le tiende la mano, pero ella se tira a su
cuello.
Ahora soy yo a la que le falta el aire cuando los veo abrazarse.
—Eres más guapo en persona.
—Lo de esta familia con este hombre no es ni medio normal. Siento
perderme la entrada triunfal, pero de verdad que llego tarde.
Se despide mandando un beso al aire y sacudiendo la mano como si
fuera la mismísima Marilyn.
—¿Dónde está Doyle? —le pide Blue, cogiéndolo de la mano para
entrar.
—Está en casa, he estado trabajando y no podía venir conmigo.
—¿Lo has dejado en la cabaña? —le pregunto, quitándome el abrigo y la
bufanda.
—No, lo traje conmigo, está en Seven. —Él también se quita la chaqueta
y se la cojo para colgarla sobre la mía—. Puedo llamar a Joe para que vaya
a buscarlo, si te parece bien, claro.
Mi hija reacciona repitiendo como un loro: «Por favor, di que sí».
Asiento y ella grita feliz. Diría que ha vuelto a engañar a mi madre y se ha
comido más de una galleta para merendar. Sale corriendo hacia su
habitación hablando de no sé qué peluches y Liam manda un mensaje.
—Bienvenido a casa.
Lo cojo de la mano y lo llevo hasta el salón. Es pequeño, con los
muebles algo anticuados, y con el jaleo típico de una casa con niños, hay
cuentos sobre el sofá, peluches y juguetes en cada rincón, pero yo veo mi
hogar. Al lado de la ventana, está el abeto con las luces encendidas que
decoramos el fin de semana pasado, porque Blue no aguantaba más.
Mi hija viene corriendo, diciendo que se le había olvidado algo. Va a la
cocina y vuelve con una invitación.
—¡Winter se casa!
—¿Winter? —pregunta Liam.
—Mi profesora del año pasado. Es amiga de mamá y ahora se va a casar
con el francés.
—Te hablé de él, es mi psicólogo. ¡Tengo que llamarla! Por cierto,
Liam, ¿qué haces el 21 de diciembre?
—Acompañarte a una boda. —Me gusta que no haya tenido que
pensarlo.
Blue acapara toda su atención. Le enseña la casa, el árbol…, y él,
recordando que le dijo que ella era la mejor decoradora, halaga su trabajo.
Mi hija es de esas personas que cuando se ponen nerviosas hablan rápido
como una metralleta; Liam, lejos de agobiarse, le sigue el juego sin
dificultades. Lo veo trastear en el móvil, como si mandara un mensaje. Un
rato más tarde, Joe trae a Doyle, y a partir de ese momento, mi niña se
olvida de nosotros y se centra solo en el perro.
Cuando nos quedamos solos, le rodeo la cintura con los brazos, me
pongo de puntillas y le doy un beso. Ahora mismo lo cogería de la mano
para irnos lejos, para estar solos y recuperar el tiempo perdido, los
orgasmos y besos que hemos almacenado durante meses.
—Siento todo esto.
—Eh, no pasa dada. Tenemos tiempo.
—Cuando llegue mi madre, ¿qué te parece si salimos a cenar para
celebrar el éxito del disco y lo locos que estamos?
—Había quedado con Stewart, pero se me ha adelantado y ya lo ha
anulado él. Lo ha hecho en cuanto nos hemos ido. Estoy libre para ti.
—Me encanta como suena eso.
—¿Nivel? —bromea, frotando su nariz con la mía.
—Del nivel que James quiere a Nora. Aunque no me entusiasma la idea
de saber reconocer tus pedos.
Suelta una carcajada de esas que me sacuden por dentro. El beso es
pequeño comparado con la ganas, sabe a promesa. Es como el vino, un
primer sorbo que calma la sed, pero que deja matices que van volviendo
poco a poco, alargando el sorbo hasta mucho después.
—Te quiero —murmura sobre mis labios, que tiemblan con la vibración
—. Dios, qué ganas tenía de decírtelo, lleva horas quemándome en la punta
de la lengua.
Los pasos de Blue en el pasillo hace que nos separemos justo antes de
que entre cargada con una manta y una pila de juguetes para Doyle.
—¿Un vino? —digo, entre risas, de camino a la cocina.
—¿Eso significa «yo también»?
Asiento y le digo que sí. Que significa que yo también lo quiero. Que
estoy enamorada de él. Al hablar de actos de fe, solemos pensar en Dios,
aunque realmente es creer en algo superior. Algo que escapa a tu
entendimiento, pero en lo que confías ciegamente. Sé que para muchos esto
es una locura, pero ¿qué sería de la vida sin esos actos de fe donde pierdes
la cordura? Tengo fe en nosotros. Sé que podemos ser algo más que un
puñado de canciones llenas de recuerdos.

Fin
PISTA 10

El cielo debe oler así:


a nieve, naranja y clavo.
El cielo debe ser así:
Luces, abetos y mince pie,
villancicos, clásicos y tutús.

Saca al niño que llevas dentro


y vuélvete a ilusionar.
La Navidad es la magia
que hay en ti.
Es momento para desear,
y para perdonar.
Es el momento de finales
que hablan solo de principios.
Epílogo

Dos años más tarde

—Vamos a llegar tarde —murmuro contra mi voluntad. No quiero salir de


casa, estoy demasiado a gusto tumbada en la cama.
—Los artistas siempre se hacen esperar.
—Aún no sé cómo me he dejado convencer —gruño con la vista fija en
el cuadro que hay frente a nosotros.
—No hables, si no, no puedo escucharlo. Necesito relajarme.
—¿Tú necesitas relajarte? —Me rio y su cabeza rebota con el
movimiento de mi barriga.
—Claro. Sé cómo reaccionar cuando yo soy la estrella, pero hoy solo
soy el marido de la artista y eso es mucha responsabilidad.
—Eres un comediante, venga, levanta, tengo que ir al baño antes de
irnos —digo, jugueteando con su pelo, pero sin la intención de apartarme.
Ahora lo lleva cortito de los laterales y la parte superior sigue
manteniéndolo largo, tanto como para que le caiga sobre los ojos. Las las
patillas empiezan a estar pobladas de canas que le sientan muy bien.
La puerta, que está entornada, se abre y aparece Blue.
—Abuela, me debes cincuenta libras —grita hacia la escalera.
—¿De qué iba la apuesta? —pregunta Liam.
—Estaba segura de que te pillaría escuchando a mi hermano. —Mi hija
se tumba al otro lado de la cama y le pide los auriculares.
—Tramposa, era una apuesta fácil. —Y si antes no quería irme, ahora
menos, que estoy rodeada de mis personas favoritas.
Vuelvo la vista al cuadro, es una foto de mi espalda y el inicio de las
nalgas. Mi piel está llena de líneas, de notas… Las escribió Liam la misma
noche que supo que estaba embarazada. Es una canción de cuna. Me
pareció tan bonito que le pedí que lo inmortalizara.
Estoy de cinco meses y hace un par que Liam compró un aparato que
permite escuchar los latidos del feto. Desde entonces me pide cada dos por
tres que me tumbe para que pueda escucharlo. Dice que le relaja escuchar a
su hijo.
—A la vuelta os dejo continuar —digo, empujándolos para que me dejen
salir.
Una vez en pie, me recoloco el vestido y paso un momento por el baño.
El vestido tiene el cuello en uve, manga francesa, largo hasta los pies con
mucho vuelo. La parte superior es de un azul noche que va degradándose
hasta el blanco. Es perfecto, y lo mejor de todo es que me queda bien a
pesar de mi barrigota, y no parezco un saco de patatas con un lazo. Me lo
regaló Liam y en cuanto lo vi me enamoré de él. Del vestido y de mi marido
de nuevo. Sigue teniendo el don de sorprenderme.
—Estás preciosa. ¿Lista? —me pregunta Liam cuando salgo, me coge de
la mano para que dé una vuelta y termina con un beso en la clavícula.
—¿Qué pasa si digo que no? —Apoyo la cabeza en su hombro y su
fragancia me rodea, consiguiendo que me sienta segura y en paz.
—Que no te creería. Eres mi valiente marciana. Has soñado con este
momento toda tu vida. Es hora de que lo disfrutes.
Hoy inauguro mi primera exposición de fotografías. Lo haré en una
galería, muy cerca de casa, en la misma calle donde vivimos, en Mercer
Street. Entre el álbum y la promoción, mis fotos dieron la vuelta al mundo y
Liam movió algunos hilos para que llegaran a las personas interesadas. Al
final, no todo es calidad, hay que tener la oportunidad de ser visible y el
resto llegará solo.
—¿Y qué pasa si no les gusta?
—Es arte y ya te digo que no todas las críticas serán buenas. Y menos
mal. Desconfía de algo que a todo el mundo le parece bueno. Lo único que
debe importarte es cómo te sientes tú, has hecho una colección preciosa de
la que sentirte orgullosa. Ahora vayamos a disfrutarlo.
—Gracias —susurro en un beso.
—Luego me recompensas. —Se ríe, tirando de mí para marcharnos.
Soy la última en salir. Antes de apagar la luz me hijo en el cuadro que
hay justo sobre el interruptor. Es el barco que alquilamos para nuestra luna
de miel. Me gusta observarlo cada vez que entro o salgo de casa porque me
acuerdo de aquel sueño premonitorio. Cuando cierro la puerta azul me
tiemblan hasta las pestañas. Cuando me doy la vuelta, los tres me esperan
ansiosos. Queda tan cerca que vamos a pie, la noche es hibernal, pero
aprecio el aire fresco.
Hace poco más de un año que nos mudamos a su casa de Seven Dials.
Al principio dudé de dejar sola a mi madre, pero ella me prometió que
estaría bien. Que teníamos que aceptar los cambios. Liam y Blue se
entienden mejor de lo que había imaginado, entre ellos han creado un
vínculo fuerte y especial que hace que cada vez que los veo juntos algo
cálido me recorre el cuerpo. A veces me sorprendo pensando en lo feliz que
soy, en la suerte que tengo.
Liam sigue unido a la música, pero nada que ver con el ritmo de antes.
Ahora está preparando otro disco que saldrá para el año que viene y prevé
hacer solo una docena de conciertos, todos en acústico y en salas pequeñas.
Colabora con otros músicos escribiendo canciones o haciendo de productor
y, desde que empezó el curso, es profesor en el conservatorio donde se crio.
Ha encontrado el equilibrio entre música y vida que tanto anhelaba. Nos
escapamos a la cabaña, como mínimo, una vez al mes para pasar el fin de
semana y todas las vacaciones. Hemos hecho obras para añadir una
habitación más para Blue, si fuera por ella se quedaría a vivir allí.

Miro a mi alrededor sin creer que esté ocurriendo de verdad. Mi marido está
hablando con Jean Pierre, desde que se conocieron han hecho buenas migas
y suelen salir a correr juntos. Winter está con Summer, la chica que conocí
el día de la firma del disco y que, al ver la exposición, se había animado a
venir. Cuando la he reconocido, hemos bromeado sobre aquel día y cómo
me callé que las fotos eran mías. Hemos quedado un día de estos para tomar
un café. Mi madre está riéndose con un señor con bigote, no lo conozco,
pero no hay duda de que entre ellos dos hay algo, salta a la vista. Mi hija
está con su amiga Liv, en la zona donde hay el piscolabis. Las dos tienen los
mofletes hinchados, se están dando el atracón del siglo y yo tengo tanta
hambre que me uniría a ellas, pero me están haciendo una entrevista.
—¿Por qué Calidoscopio? —me pregunta la periodista. Es joven y se ha
pasado más rato mirando a Liam que a las fotografías, pero ya estoy
acostumbrada a convivir con el efecto que causa mi marido. Me preocuparé
el día que vea que él muestra un mínimo de interés. A veces hasta me dan
pena, le digo que es un borde y que debería ser más amable.
—Me gusta la belleza de las cosas rotas —respondo, pensando en la
canción que Liam escribió para mí y que me sirvió de inspiración.
La primera vez solo ves un edificio en ruinas, cuando lo miras en detalle
ves cómo la maleza ha ido ganando espacio y ha hecho paredes de hiedras
decoradas con flores silvestres. Los rayos de sol estallando sobre un espejo
roto en mil pedazos distribuyendo la luz en todas direcciones. Unas gafas de
sol sin cristal que permiten ver el mar reflejado en unos ojos. Un vestido de
novia deshecho en la parte inferior, pero su cara de felicidad lo eclipsa todo.
Una máquina de escribir antigua donde solo quedan en pie tres letras: FLY.
Una barriga floja, con una cesárea donde aún hay puntos y un bebé rosadito
durmiendo sobre ella. Hay alguna fotografía más de cicatrices, siempre me
han parecido bonitas por feas que sean. Son como constelaciones que
hablan de nuestro camino recorrido.
Las preguntas se siguen y yo lanzo las respuestas que llevo días
ensayando.
Poco después, Liam viene a buscarme.
—Blue se va a dormir con tu madre. Despídete de todos. Tenemos la
casa para nosotros solos.
—No puedo irme aún, hay mucha gente.
—Te equivocas, un buen artista es quien llega el último y se va el
primero.
Me rodea la cintura y yo me dejo abrazar. No le cuesta mucho
convencerme, me promete un masaje de pies y un chocolate caliente. Y
tiene razón cuando dice que la felicidad está en los detalles pequeños.
Agradecimientos

Poner la palabra «fin» a una historia es siempre un momento agridulce.


Estás contenta por haber terminado, pero una parte de ti ya se está
empezando a despedir de los personajes que te han acompañado durante
meses.
No me veis, pero estoy sonriendo y llorando al mismo tiempo. Los
escritores solemos ser así de bipolares. Vivimos siempre con un pie en el
suelo y el otro en una realidad paralela que durante un tiempo es solo
nuestra. Pasamos muchas horas apartados del mundo, encerrados en nuestra
mente, ideando, escuchando voces… Por eso esta parte del libro es tan
importante, porque a veces no es fácil ser nuestra pareja, familia o amigos.
Gracias a todos los que hacéis bonito mi día.
Y a ti, porque sin ti esto solo serían palabras. Feliz Navidad.
Un abrazo fuerte, Dona.
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[1]
N. de la A: El síndrome de Stendhal causa un elevado ritmo cardíaco, temblor, palpitaciones cuando el individuo es
expuesto a obras de arte, especialmente cuando estas son consideradas extremadamente bellas. Wikipedia.

[2]
N.de la A: El mince pie es una tartaleta o pastelito relleno (manzana, fruta seca, ralladura de limón y naranja, mantequilla,
almendra, azúcar y licor). Es un dulce típico británico que se consume en la época navideña.

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