Tú de Marte y yo de sábados
Tú de Marte y yo de sábados
Tú de Marte y yo de sábados
y
yo de sábados
Dona Ter
Tú de Marte y yo de sábados; Dona Ter.
© Registro de la propiedad intelectual de Galicia, nº: CGA-000188-2021
Diseño portada: Dona Ter
Imagen portada: Shutterstock
Corrección: Elisa Mayo
Edición: Noviembre 2021
Índice
Sinopsis
Prólogo
1 Resurgir
2 Marciana
3 Sesenta minutos
PISTA 1
I Entre las cuerdas (Lion)
II La misión
4 Cincuenta y cinco minutos
PISTA 2
III Su espíritu será mi guía
IV La primera vez
V La cabaña
VI Empezar de nuevo
VII ¿De qué quieres vengarte? (Lion)
5 Cincuenta minutos
PISTA 3
VIII Feng Shui a la inglesa
IX El plan
X Barcos
XI Doyle
XII El mejor sitio de la zona
XIII Ella (Lion)
6 Cuarenta y seis minutos
PISTA 4
XIV Palabra del viejoSam
XV Más que las arañas, menos que la pizza
XVI Feliz Navidad
XVII Algo dormido (Lion)
7 Cuarenta y tres minutos
PISTA 5
XVIII Daisy
XIX Contigo, solo Liam
XX Gritar en silencio (Liam)
8 Treinta y nueve minutos
PISTA 6
XXI Sitiados
XXII Ni se te ocurra
XXIII No quiero casarme contigo
XXIV Un desastre inolvidable
XV Sustituido por Frozen
XXVI Salta (Liam)
9 Treinta y dos minutos
PISTA 7
XXVII Al alba
XXVIII Candy
XXIX Viento divino
XXX Una pequeña victoria
XXXI Los besos se inventaron…
XXXII Tú de Marte y yo de sábados
XXXIII Canciones y amor
XXXIV Aquel mundo no es el mío
XXXV Ese rincón del que ya no hay vuelta atrás
XXXVI Hada de azúcar
XXXVII Algo estúpido como una cita
XXXVIII Como suenan los sentimientos
XXXIX Felicidad (Liam)
10 Veinte minutos
PISTA 8
XL El amor, una bestia con garras
XLI Traicionado (Liam)
XLII Distinta
XLIII Solo (Liam)
XLIV Estar enfadado es lo fácil
11 Siete minutos
PISTA 9
12 Fuera de tiempo
13 Bienvenido a casa
PISTA 10
Epílogo
Agradecimientos
Otros libros de la autora
Sinopsis
Julio 2018
Diciembre 2018
Subo las escaleras del centro comercial con la mirada bailando de aquí para
allá, como lo haría alguien de seguridad, vigilando cada rincón. No busco
nada en concreto, o puede que sí, una señal que me diga: «Anda, date la
vuelta, que aún estás a tiempo». Un mensaje que como la mona, por mucho
que cambie de vestido… Aquí, «la mona» es la misma que se lleva
repitiendo en mi mente desde hace días: es una locura. Sigo ignorándola
como he hecho mientras me vestía o esperando el bus que me ha traído
hasta aquí. Pero en lugar de encontrar mensajes de alarma, todo lo que me
rodea son señales, o eso quiero creer. La última ha sido que me cayera un
copo de nieve justo al bajar del bus y lo han seguido unos cuantos en el
corto trayecto que hay desde la parada hasta la entrada de Harrods.
Hay bullicio, pero en estas fechas de principios de diciembre, siempre lo
está. Suena un villancico, Baby, Please Come Home, de U2, pero me niego
a tomarlo como una señal. Ni a él ni a la letra —recuerdo cuando estuviste
aquí y toda la diversión que tuvimos el año pasado. Veo brillar las luces en
el árbol, deberías estar aquí, nena, por favor, ven a casa—. Se supone que
las señales son «marcas» que desentonan en el momento y en el tiempo,
pero a tres semanas de la Navidad, una canción no lo es. Como me suele
pasar cuando estoy nerviosa, se me escapa la risa. Esa floja, difuminada y
absurda, que no llega a ser sonrisa porque, aunque ya te importa poco lo
que opinan los demás, lo de reírte sola aún te da cierto reparo. Puedo contar
con los dedos de una mano las veces que he estado en este estado de
histeria.
A medida que voy ascendiendo por las escaleras mecánicas el ruido de
voces va aumentando, no me extraña que la mayoría sean femeninas.
Cuando llego a la última planta, me muerdo el carrillo, hay una cola
tremenda. Mis piernas se quedan clavadas, dudando por primera vez de
seguir con el plan, aunque no por mucho tiempo porque estoy
obstaculizando el paso y pronto empiezan los empujones. Me recuerda a
cuando fuimos a Disneyland para mi décimo cumpleaños, un «pardon»
educado, pero el empujón ya te lo he dado. Salgo del aturdimiento y sigo
adelante.
Voy en dirección contraria al resto, prefiero echar un vistazo antes. Soy
buena improvisando. Me gustan las hipótesis, trazar posibilidades… y en
esta he invertido gran parte de los últimos días. En total, ¿qué…?, ¿lo he
imaginado como unas mil veces? Y en cada una de ellas ha ocurrido algo
distinto. Así que me dejo llevar. Me entretengo con los escaparates aunque
mis ojos estén más pendientes de la cola que cada vez es más larga. Al
pasar por delante de la tienda de golosinas no dudo en entrar y comprarme
una bolsa más que generosa de M&M’s. «El chocolate contiene un
compuesto que libera las mismas endorfinas que el sexo, lo cual produce
placer en el cerebro. Es un buen sustituto…». Ay, los recuerdos… son como
esa niña petarda y sabionda que a la mínima levanta la mano y, sin permiso
de la profesora, habla para demostrar que es lista y que tiene buena
memoria. ¡Como si me permitiera olvidarlo! Pero algunos recuerdos son
como el chocolate y el sexo, también deben tener ese compuesto que libera
endorfinas y te hace sentir bien.
Llevo ya más de hora y media matando el tiempo. Aunque he
aprovechado para hacer algunas compras, como un puzle para Blue y unos
pendientes para mi madre, es justo cuando salgo de la joyería que lo veo.
¡Como para no hacerlo! Yo no soy mucho de números, pero el cartel debe
de medir como… yo que sé, mucho. La pancarta baja del techo y casi toca
el suelo. Estoy a una distancia justa para no tener que subir y bajar la
mirada, tengo el encuadre perfecto. No soy consciente de que me quedo de
nuevo encerada, como uno de esos personajes que ocupan el museo de cera
y que me dan tanta grima. Ni del tiempo que pasa, ni de que alguien se sitúa
a mi lado, solo me percato de su presencia cuando me habla. Estoy
sufriendo un clarísimo Síndrome de Stendhal[1].
—Espectacular, ¿verdad? —Asiento. Creo que, si intentara abrir la boca,
solo saldrían suspiros y prefiero no ponerme más en ridículo. Mi silencio le
da pie a seguir—. No puedo apartar los ojos de él, creo que realmente está
dormido. Parece relajado, feliz. Dudo que se pueda fingir esa carita.
¿Imaginas tener la oportunidad de poder fotografiarlo en un momento así?
El cartel es una foto en blanco y negro. En ella se lo ve a él, a la estrella
de rock, Lionheart, en primer plano, desnudo y en posición fetal. La postura
y el juego de luces y sombras hace que no se vea nada, pero todo se intuye.
Está sobre una alfombra y, detrás de él, hay una gran chimenea encendida.
En letras de un azul carbón: «Resurgir». En el inferior, hay una faja negra:
Tú de Marte y yo de sábados, nuevo disco de Lionheart.
A la venta el 7 de diciembre.
—¿Imaginarlo…? Como si hubiera sido yo —consigo balbucear cuando
yo también «resurjo» y vuelvo a la realidad.
—Seguro que fue una mujer. No me preguntes cómo, pero se nota. No
solo por ese aire de paz post-coito, hay algo más… Algo que solo podría ser
capaz de plasmar alguien con una sensibilidad especial. Me atrevería a decir
que hasta enamorada.
2 Marciana
Creo que todas vamos un poco aceleradas. Es curioso oír las conversaciones
de las demás mientras me entretengo leyendo lo que se comenta de él en las
redes. Lo han llevado todo en un secretismo total, ni ha habido single de
lanzamiento. Hasta hoy solo se conocía la carátula del álbum. Supongo que
han jugado la baza de crear la mayor expectación posible y, por lo que he
visto, y leo, lo han conseguido. Lionheart lleva todo el día de firmas y
mañana da un concierto de presentación en el famoso The Dublin Castle,
donde empezó su carrera. Solo está invitada la prensa y veinte personas que
han sido seleccionadas a través de sorteos que han hecho entre los
seguidores de sus redes y el club de fans. Sería increíble poder ir, pero ni lo
intenté. Me conformo con un disco firmado. Aunque prefiero no pensar en
cómo voy a conseguirlo. Cuando alzo la vista del móvil veo que en nada es
mi turno. Tengo a media docena de personas delante, de distintas edades,
sexo, y hasta gustos, pero supongo que la música es de esas cosas que une a
la gente sin distinciones de nada. Tengo calor, hace rato que me he quitado
la bufanda y la chaqueta. Para hacer más amena la espera, un par de
azafatos nos han regalado una botellita de agua, junto con unas banderitas
negras con su escudo y un panfleto; en una cara está la carátula del disco y
en la otra, la misma imagen del cartel con la gira de conciertos. Cuento más
de veinte y un calorcito de orgullo se me instala en el pecho.
Tres personas más y me tocará. Evito mirar hacia él, solo me he
permitido hacerlo dos veces y de refilón. El corazón me late veloz, la
vocecita de las narices sigue a su rollo como un chamán implorando a los
dioses y yo me abanico con el panfleto tan rápido que temo que en nada
emprenderé el vuelo.
Solo hay dos chicas delante de mí. Aprovecho que me hacen de escudo
para observar el procedimiento. Lionheart está sentado en un taburete alto,
frente a una mesa redonda. Detrás de él, vuelve a haber un enorme cartel, en
esta ocasión, con la portada del álbum. También es en blanco y negro, sale
él desnudo —o se intuye—, sentado en un sillón, con la cabeza gacha y
tocando la guitarra. En la esquina derecha, se ve la parte de una mesa donde
hay dos copas de vino, y solo los más perspicaces y curiosos se percatarán
del sujetador negro que hay sobre la alfombra, al fondo de la imagen.
Lionheart casi ni levanta la vista, pide el nombre, firma y entonces sí
alza la cabeza, sonríe y la persona de turno se pone a su lado para hacerse
una foto.
Miro por encima del hombro para ver si queda mucha gente detrás de
mí, calculo que una veintena. Supongo que llevan tanto rato que hablan
entre ellas, por un momento divago sobre la gente que ha hecho amistades
haciendo cola o las que se habrán enamorado.
—Señorita, es su turno —me dice un guardia de seguridad, sacándome
de mi ensimismamiento.
Me doy la vuelta y choco con la realidad. Por fin me decido. Ahora sí.
Por fin. «Vocecita, vámonos tú y yo a tomar un par de tequilas». Ahora sí
que estoy convencida de marcharme, ahora sí. Cuando ya es demasiado
tarde. Cuando ya no puedo hacerlo. Cuando una mirada de océano me
envuelve en la distancia, calentándome por dentro. El gesto de Lionheart es
de sorpresa, pero también hay algo en ese brillo cansado y es… jactancia.
Creo que sabía o, como mínimo, esperaba que viniera.
El guardia de seguridad me invita, con un carraspeo, a que avance. Debe
de estar hasta las narices de aguantar los grititos de las fans. Me acerco sin
vacilación.
—Marciana… —me llama en un susurro, estremeciéndome de pies a
cabeza.
—Quiero que me firmes el disco —pido y mi voz suena segura aunque
por dentro me esté derritiendo. Creí que nunca más volvería a escuchar ese
apelativo.
—¿No es suficiente con que te lo dedique? —Arquea las cejas y nuestras
miradas se quedan atrapadas, dejándonos suspendidos de ese hilo de
recuerdos—. Ven aquí, joder. —Rompe el momento, se pone en pie y tira de
mí.
«No me abraces. Nomeabraces —pido, más bien le grito, mentalmente
—, no me abraces…, no… dejes de hacerlo». Dios, es que no hay mejor
sensación en el mundo que la de desaparecer entre sus brazos. Cierro los
ojos y dejo que emerjan un millón de sensaciones olvidadas. Su actitud es
tan fuera de lo normal que el corrillo de voces empieza a ser remarcable,
pero lo ignoramos a conciencia. Hemos volado demasiado lejos como para
que nos afecte. Escondo la nariz en su cuello, es como destapar un frasco de
perfume después de mucho tiempo. Su olor me es familiar, me hace sentir a
salvo. Y perdida.
—¡Lo has conseguido!
—Se lo debo todo a mi musa.
—No sabes lo feliz que me hace.
—Me alegro tanto de verte. —Se aparta un poco, lo suficiente para
poder vernos. Había olvidado lo letal que puede ser en las distancias cortas
—. Mierda, te juro que, si ahora mismo estuviéramos solos, te besaba. —La
carcajada que suelto resuena contra su camisa, pero termino con un suspiro.
Al final, tener público sí nos afecta—. Tendrás que imaginarlo, que te cojo
la cara, que tiro del labio inferior, que te beso… —murmura contra mi pelo.
Lo imagino. Lo siento. La suavidad con la que rozan los míos, el calor
que desprenden, su sabor… el gemido que se le traba en la garganta y que
tan loca me pone… Ah, la fuerza de la imaginación que, a veces, es más
poderosa que un beso real.
—Puedo sentirlo —admito, quitándole el mute a mis pensamientos como
ha hecho él.
—Y yo.
El cuchicheo va en aumento, ha pasado de ser algo parecido al zumbido
de las abejas a estar al lado de un altavoz en uno de sus conciertos.
Haciendo uso de toda nuestra fuerza de voluntad, nos separamos del todo.
Se pasa la mano por el pelo, de reojo, echa un vistazo a la cola y después su
atención recae de nuevo en mí. Yo solo puedo fijarme en su boca y en esos
labios con los que llevo tiempo soñando. Día y noche. Queriendo y sin
querer.
—Eh… Mierda, no era así como lo había imaginado.
—¿Habías imaginado esto? —Asiente y se le escapa un conato de
sonrisa por la comisura de la boca.
—Tenía una frase para cuando volviera a verte. Estudiada, cómica sin
pasarse, hasta con un toque romántico. Pero, joder, ni me acuerdo…
—Una lástima. —Chasqueo la lengua, con los labios curvados en un
gesto coqueto.
He fantaseado con esta escena como un millar de veces pero, como suele
ocurrir, la vida siempre se las ingenia para dar con la opción más
inesperada.
—¿No vas a darme ninguna oportunidad?
—No sé si la mereces. ¿Qué harías con ella?
—Si estás aquí es porque quieres darla —contesta insolente, sin
responderme.
—No des nada por sentado. ¡Ni yo sé qué hago aquí! —Me encojo de
hombros.
—Supongo que lo que la nieve unió…
—Eso ha sonado demasiado pastelón, señor rey del rock.
Suelta una carcajada llamando más la atención. Cuando vemos el flash
de un par de móviles, se sienta de nuevo en el taburete. Qué cansinos, por
Dios, dos minutos de esa fama y ya tengo ganas de huir. Cada vez lo
entiendo más.
—Dime que puedes esperar a que termine con esto… Que podemos
festejarlo como merecemos.
—No sé si es buena idea —lo interrumpo. Las ganas de marcharme son
igual de fuertes que las de quedarme.
—Por favor… Dame cuarenta y dos minutos.
—¿Cuarenta y dos? —repito, arqueando una ceja.
—Vale, puede que necesite algunos más de introducción. ¿Me regalas
sesenta? —Su sonrisa es como la de mi hija Blue pidiéndome helado antes
de cenar.
¿A quién pretendo engañar? Si he esperado a ser de las últimas, era para
tener esta opción. Este es mi autorregalo de Navidad. Volver a verlo.
Perdonar y aceptar los recuerdos. Todo lo que ocurra de más lo aceptaré
como un plus por haberme atrevido.
—Una hora. Concedido.
—¿Una foto? —nos sugiere la fotógrafa, en una clara invitación a
terminar mi turno y dejar sitio al siguiente. Nos han contado que después
las subirán a la página web donde podrán descargarse de forma gratuita.
—Eh… —dudo—. Tú y yo no es que tengamos muy buena relación con
las fotos.
—Venga —me interrumpe Lionheart y se pone de nuevo en pie.
—Estabas mejor sentadito… —Pero mi voz muere al sentir cómo su
brazo me rodea la cintura. El pulgar, no sé si adrede, se cuela bajo el jersey
y me acaricia la piel. Quien dice acariciar dice abrasar.
Alzo la cabeza hacia él justo cuando oigo un par de clics. Su mirada me
eclipsa y los recuerdos que se agolpan en mi mente me dejan noqueada por
unos minutos en los que no soy del todo consciente de lo que ocurre a
continuación. Me acompaña hasta detrás del cartel, que da a una sala, y me
pide que tenga paciencia, que termina lo antes posible.
—Pero ¿y mi disco? —digo cuando lo veo marcharse.
—Luego, ahora soy incapaz de escribir algo más que «con cariño,
Lion». —Me guiña un ojo antes de irse.
—Jones, qué sorpresa. —La voz de barítono me hace pegar un respingo
y salir de mi estado letárgico. Al darme la vuelta, me encuentro con
Stewart, su representante—. No esperaba verte aquí.
—Ya, ha sido una decisión de última hora —miento y, por cómo sonríe,
sé que no lo he engañado—. ¿Crees que tiene para mucho?
—Media hora… o menos. Solo le faltaba un aliciente más para tener
ganas de terminar cuanto antes.
—Eh… ¿lo siento? —murmuro. Con él nunca estoy segura, porque sus
frases siempre se pueden interpretar de varias formas.
—Supongo es un buen momento para darte las gracias, dudo que
estuviéramos aquí si no es por ti.
Sus palabras se me retuercen por dentro y, al contestar, saco a la mamá
osa que llevo dentro:
—Es él quien ha compuesto el disco, yo no he hecho nada.
3 Sesenta minutos
Me mata tu silencio.
Me mata no sentirte
en la punta de los dedos.
Siempre conmigo,
día y noche.
Siempre conmigo,
nunca me sentí solo.
Perdona por no saber
quererte bien.
Vuelve, vuelve,
apodérate de mí,
hazme tu esclavo.
Vuelve, vuelve,
prometo quererte mejor.
I Entre las cuerdas
(Lion)
Octubre 2017
Quince años siendo el número 1 en las listas de los más vendidos de los
cinco continentes.
Conciertos por todo el mundo.
Entradas agotadas en apenas unas horas.
Yo, Lionheart, que hace más de dos años que no publico ningún álbum.
Seis meses desde que compuse una canción.
Ahora quieren que escriba un villancico para la petarda esa de Nala.
Yo… que odio la Navidad.
Yo… que la música me odia.
II La misión
Noviembre 2017
Diciembre 2018
—Te juro que me fui a casa sin saber muy bien qué había aceptado —
admito recordando aquel día.
—Aún no sé cómo se le ocurrió semejante idea. —Ríe mientras sacude
la cabeza de un lado a otro.
—Ni yo. Nunca le pregunté quién tuvo la «iluminación».
—Fue él solito. Creo que abusa del whisky.
—Yo creo que fue el perfume de la Babybel lo que le fundió el cerebro.
—Suelta una carcajada de esas que ponen a prueba la seguridad del escudo
con el que te proteges.
—No me acordaba que la llamas así.
—Ni la menciones —murmuro con los dientes apretados. Sus dedos se
crispan, está claro que ninguno de los dos ni ha olvidado ni ha perdonado
—. En la canción hablas de la música, ¿verdad?
—Sí.
Se refiere a ella como si fuera una amante a la que no ha sabido querer y
ahora que lo abandona la echa de menos y le pide que vuelva.
—¿Continuamos? —me pide algo nervioso.
—Por favor.
PISTA 2
Es un meteorito,
bendito caos.
Bendita luz.
Bendita magia.
Noviembre 2017
Diecisiete días
Cuando bajó, yo ya tenía los cafés hechos. Tenía una taza entre las manos y
la suya la había dejado sobre la mesa que había pegada a la ventana. Se
había puesto un pantalón de chándal y una sudadera.
—¿Por qué me miras así? —Su pregunta me cogió desprevenida, pues
no fui consciente de que lo observaba.
—Tu ropa… me ha sorprendido —admití.
—Verme desnudo, no, pero ¿en chándal, sí? —Dicho así… Pero era la
verdad.
—Yo… no… Es una tontería, es por aquello de pensar que las estrellas
de rock siempre llevan pantalones de cuero y camisetas negras agujereadas.
—Entonces, las modelos de Victoria´s Secret… Interesante. —Se apoyó
con la cadera en la mesa.
—Interesante es ver por donde se ha ido tu mente. —Devolví la mirada
hacia la estantería y leí distraída los lomos, como si la conversación no
fuera de lo más rara.
—Llevo aquí más un año, solo. No la culpes, es normal que busque
cómo evadirse.
Cogió la taza y antes de darle un trago, la olió. Por un momento pensé
que lo hacía buscando el rastro de alguna droga, como si temiera ser
envenenarlo, pronto descubriría que era una costumbre de él, también lo
hacía con el vino. Después de darle un trago, asintió. Se me escapó una
media sonrisa de satisfacción. No tenía ni idea de cómo le gustaba, pero
desde que sabíamos que acudiría a la oficina, aunque al final no se
presentara, me informaron de que tomaba té Earl Grey. Le gusta fuerte, dos
sobres, sin leche y una cucharada de azúcar moreno. Así que pensé que el
café también lo tomaría solo. Y por lo que parecía había acertado.
—¿Se puede saber qué has hecho aquí arriba, comerte un oso? —
murmuré. Desapareció en un parpadeo, pero llegué a verle una sonrisa.
Estaba asombrada con su aspecto. La última vez que lo había visto debía
pesar como ¿veinte o treinta kilos menos?, entonces parecía casi enfermo,
pero ahora… todo lo contrario. Me pregunté qué se sentiría cuando alguien
de su tamaño te abrazaba. Llevaba una barba de días, no era ese cuidado
con aspecto descuidado, aquella era de puro pasotismo, igual que el pelo
que le llegaba por los hombros. Más tarde comprobaría que no había ni un
solo espejo en toda la casa.
Aunque no respondió, vi cómo apretaba la taza con más fuerza. No sé
qué le sorprendía más, si mi irrupción en su remanso de paz, que no me
comportara frente él como si fuera un Dios, como debía estar
acostumbrado, o que le hablara con esa confianza cuando no nos
conocíamos de nada.
Su silencio me estaba poniendo de los nervios. Como si la misión no
fuera suficiente, cada vez que lo veía pensaba en mi hermana y en todo lo
que este hombre significaba para ella, cómo se pasaba el día tarareando sus
canciones… Abracé un instante el recuerdo y lo dejé ir, no era el momento.
Llevaba ocho años practicando este escapismo de recuerdos. Dolía, pero
cada vez resultaba más manejable. Sabía que luego llegaría un momento en
que todo explotaría y me pasaría la noche llorando para, a la mañana
siguiente, continuar. La vida sigue sin esperar a nadie.
—Sal y volvamos a empezar —dijo y su voz me devolvió a la realidad.
Recogió mi bolso que había dejado sobre la mesa y me lo tendió.
—Ja —exclamé, sentándome en el sillón. «Dios, qué cómodo»—. Me
cerrarás la puerta y no podré volver a entrar.
Frunció el ceño, pero pillé el leve movimiento que hizo su labio para
impedir sonreír.
—¿Siempre eres tan paranoica? —gruñó entre dientes.
—Admite que se te ha pasado por la cabeza.
Se acercó hasta mí buscando que su presencia me incomodara. Y lo
consiguió, pero tenía una misión y no soy de las que abandona tan
fácilmente.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
—Candance.
—Muy bien, Candance, ¿qué quiere Stewart? —Se sentó en la mesa
baja, frente a mí, con las piernas separadas.
De cerca sus ojos centelleaban con una fuerza que nunca he visto en
nadie más. Los tenía del tono de un cielo sin nubes y eran inquietantemente
serenos. No había duda de que Lionheart era un hombre de esos que pueden
dar toda clase de problemas, por suerte, solo estaba mirando.
—La canción —respondí, reclinándome un poco hacia adelante como si
mi respuesta fuera un secreto.
Las aletas de la nariz se le movieron al expulsar con fuerza el suspiro.
Volví a mi posición inicial con la espalda apoyada.
—Ya le dije que no puedo. No me sale nada. ¡Y menos un puto
villancico! —Lo curioso es que no lo dijo cabreado, más bien, me dio la
sensación de que estaba frustrado.
—Por eso estoy aquí. Tenemos hasta el día 24.
—¿Tenemos? —repitió.
—Sí, voy a ayudarte.
—¿Compones? —Negué con los labios apretados—. ¿Letrista?
—Tampoco.
—¿Entonces?
«Eso digo yo».
—Solo me gusta la Navidad. Los demás están liados… y soy la becaria,
así que me ha tocado el honor de ser tu peor pesadilla. Sin canción irás a los
tribunales y la indemnización te dejará sin nada. A ti y a la empresa, porque
no resistirá. Por tu culpa seis familias se quedarán en la calle, sin trabajo.
Sin Navidad. Has tenido suerte y te han ofrecido una salida. Serías idiota de
no aprovecharla.
—¿Esa va a ser tu estrategia? —Se dio una palmada en el muslo—.
¿Hacerme sentir mal? Llegas tarde para eso.
—Venga, eres Lionheart, hubo un tiempo en el que eras como Dios.
—Tú lo has dicho, «era» —puntualizó.
—Pero donde hubo fuego quedan rescoldos. Los liberaremos. —Su cara
en aquel momento era indescriptible, más tarde sabría que solo estaba
buscando mil formas de echarme.
Ladeó la cabeza para mirar hacia la chimenea, se hizo el silencio
dejando todo el protagonismo al crepitar del fuego.
—Fue una lástima que ayer no aparecieras por la oficina —seguí
diciendo, buscando romper aquel ambiente tenso—. Te perdiste un buen
espectáculo. Todo estaba reluciente, hasta los de la limpieza hicieron horas
extras esperando verte. Todos los comerciales se vistieron pensando en tu
visita, pobre Babybel, seguro que se llevó una gran decepción. —Me callé
cuando vi que ni me escuchaba.
Por primera vez sentí pena por él, me removió algo dentro verlo allí
sentado, tan perdido. Tan solo. Tan incomprendido. Entonces, fui del todo
consciente de que estaba en su cabaña, había hecho café y estaba sentada en
su sofá hablándole o exigiéndole que escribiera una canción. Se me pasó
por la cabeza que aún estaba soñando, que era hasta una cámara oculta…
Cuando se giró y clavó sus ojos en mí, el aire se llenó de realidad. Hay
miradas que son imposibles de imaginar.
—Espera… joder, te conozco. —Hizo una pausa—. Eres latíaWikipedia.
La que me dijo todo aquello.
—La misma. —Sabía que llegaría el momento; aún había tardado más
de lo esperado—. Y debes aceptar que tenía razón. Has perdido tu toque,
pero estamos a tiempo de encontrarlo. Tenemos diecisiete días.
—Estoy seco. Se esfumó todo. —A pesar de ser un murmullo estaba
cargado de pesadez.
—Hay que buscar otro enfoque, eso es todo.
—¿Y cuál es el plan? —No sé cómo describir su mirada en aquel
momento, me recordó a los de un tigre que habíamos visto un par de
semanas antes en el zoo con Blue. Abatido.
—Stewart utilizó palabras como «ser tu sombra» o «una puta mosca
cojonera». Puedo añadir «tu peor pesadilla», tu…
—Vale, creo que pillo el concepto —me interrumpió—. ¿Y el plan es
quedarte aquí hasta entonces? ¿Vamos a vivir… eh… juntos… diecisiete
días?
—Es el tiempo máximo. Espero que tengas una iluminación y sería
genial que la escribieras en un par de días, pero prefiero ser realista.
—Si eres realista, sabrás que es una pésima idea y que volver es lo más
sensato.
—No puedo. Tengo una misión.
—¿Te acuestas con él, es eso? —preguntó, frunciendo el ceño.
Tardé unos segundos en reaccionar y saber que me hablaba de Stewart.
Mi jefe se había divorciado dos años atrás. Lo poco que sabía de su historia
era el típico corrillo de pasillo. Que la mujer era muy celosa y que, si
durante el matrimonio le fue fiel, desde que firmaron los papeles, se había
propuesto hacer todo de lo que le acusaron durante tanto tiempo.
—No.
—Pero lo deseas, ¿no? Por eso estás dispuesta a todo esto, para ganar un
par de galones.
—Tampoco. Solo hago mi trabajo.
—Repito, vete; si sales ahora, llegarás antes de que anochezca.
—Repito, no me voy sin la canción.
—¿Cómo pretendes conseguirlo?
—Soy buena improvisando… —Equivalía a un «no tengo ni puta idea»,
pero en elegante—. Dos cabezas piensan mejor que una.
—Así que me ha mandado a una canguro. Perfecto… ¿Sabes cocinar, al
menos?
—No voy a hacer de canguro, ni de poli malo y mucho menos ser tu
chacha. Solo quiero ayudar. Haré que vuelva tu inspiración como lo haría
una musa. Eso es. ¡Voy a ser tu musa navideña! —exclamé contenta con mi
idea.
—Una musa… ¿Vas a pasearte desnuda y cumplir todos mis deseos? —
Sabía cómo utilizar su cuerpo, el tono de voz adecuado o cómo penetrarte
con su mirada para embaucarte a su antojo.
—Sé sincero, ¿si te dijera que sí, serviría para hacer la canción?
—No sé si sacaré una canción, pero liberar tensiones nunca viene mal.
Entonces, ¿aceptas? —Detrás de aquella sonrisa sarcástica había un aire de
profundo hastío.
—Intentémoslo con la ropa puesta y ya iremos viendo sobre la marcha.
—Eso no es un no definitivo.
—Tampoco es un sí. ¿Eso quiere decir que aceptas que me quede?
—Eso quiere decir que hagas lo que quieras, que paso de seguir con esta
ridícula discusión. —Se puso en pie—. Estoy harto de decir que estoy seco
y que nadie me escuche.
—Lo enfocas mal, Lionheart —dije y yo también me levanté. Un tète a
tète separados solo por un palmo de distancia—. Esto no es una guerra,
estamos juntos en esto. Creo en ti, sé que puedes escribir el villancico.
—Ya… Serías más creíble si me lo dijeras sin reírte.
Había sido muy pequeñita e involuntaria, lo juro.
—Cierto. —Pero estaba nerviosa y no me podía contener. De alguna
forma tenía que liberar la tensión y el cansancio que acumulaba desde la
tarde anterior cuando Stewart me había llamado a su despacho y me había
lanzado la bomba—. Solo estamos intentando salvarte el culo.
—Puedes dormir en el sofá. ¿O prefieres compartir la cama? —Me lanzó
su mirada rey de masas, la misma con la que salía en un par de los pósteres
que tenía mi hermana. Y perdida en sus iris azul, pensé que no estaría mal
que también hicieran cursos de defensa para saber cómo salir ilesa de una
mirada de este tipo; eran un peligro.
—Stewart me contó que tienes una cama en el estudio.
—El estudio… ya… Es esa puerta. —Tragó saliva—. A menos que haya
un incendio, no me molestes para nada.
—Oye, lo de bañarse fuera… —dije cuando ya se había dado la vuelta
—, no será porque no hay agua caliente, ¿verdad?
—¿Serviría para que cambiaras de opinión?
—¿No? —contesté dudando.
—Hay un calentador, funciona a ratos, pero hay agua caliente. Lo de ahí
fuera es solo para congelar la mente.
Se fue al estudio, antes de abrir la puerta se paró, pensé que se giraría
para decirme algo, pero no. Al final la abrió y cerró de un portazo. Yo me
quedé unos instantes viendo cómo ardían los troncos mientras me terminaba
el café, que se había quedado templado.
«No ha ido tan mal. Ni bien.
»Solo pasotismo. Pero podía ser peor.
»En el fondo creo que él espera poder escribirla. Nadie quiere que su
carrera termine de esta forma».
VII ¿De qué quieres vengarte?
(Lion)
Soy músico. ¿O lo era? ¿Es algo vitalicio aunque haga meses que no toco?
¿Que ya no siento las notas vibrar bajo la piel? Es como si de repente fuera
sordo. Todo es silencio.
Silencio. Conozco su relevancia en una melodía, son indispensables para
dar énfasis a las notas, sobre todo al final, para dejar que se posen antes de
morir… ¿Es eso lo que me ocurre? ¿Este silencio es el final de mi carrera?
Miré a mi alrededor, hacía meses que no entraba en el estudio. Antes era
mi sitio favorito y podía pasarme días sin salir… pero ahora llevaba tres
horas y sentía que me ahogaba. Solo oía el eco de viejas canciones…
Pasado, pasado, pasado.
Cuando llegué buscaba paz. Estaba agotado. De todo, hasta de la vida.
Llegó un punto en el que la situación se hizo insoportable, un punto límite
que te lleva a la revolución de conocerte realmente. Y después de un año
había descubierto que aburrirse está infravalorado. Si te aburres, piensas, y
si piensas, estás perdido. Pensar no es tan bueno como nos hacen creer,
porque cuando ya no quedan más mentiras, solo queda sitio para la verdad.
Una que suele apestar. Estamos tan habituados al ruido que nos rodea que ni
le prestamos atención hasta que todo cesa y solo quedas tú y solo oyes tus
pensamientos de una forma tan nítida que acojonan. Pavor porque son
vacíos. No hay nada. Y eso da más miedo porque, fuera, ese silencio es vida
si sabes escucharlo y tú has olvidado cómo hacerlo.
Tenía que salir del estudio. Necesitaba salir del bucle, o me arrastraría
con él. Cada uno tenemos nuestros propios demonios y nos enfrentamos o
nos escabullimos de él como podemos.
5 Cincuenta minutos
Diciembre 2018
Chica calidoscopio.
La puedes mirar de mil maneras
y descubrir algo nuevo cada vez.
Diecisiete días
Dieciséis días
Un día de margen era todo lo que estaba dispuesta a darle. Habían pasado
más de veinticuatro horas de mi llegada y desde entonces no lo había visto.
Ni después del paseo ni a la hora de cenar. Me costó conciliar el sueño,
echaba de menos a Blue y di mil vueltas a cómo conseguir que compusiera;
pero después había dormido de maravilla, aquella cama era un cachito de
cielo en la Tierra. A medianoche oí pasos, abrirse cajones y el ruido de la
chimenea. Aunque me tentó apartar un poco la almohada y espiarlo, me
sentí mal solo con pensarlo, merecía tener su propia intimidad.
Después de una ducha rápida y de desayunar, me aventuré a salir e ir
hasta el pueblo a buscar provisiones. La tienda era la típica de pueblecito
donde podías encontrar todo lo que necesitaras. Aquel mostrador pintado en
azul cielo y las estanterías hablaban de todas las generaciones de la familia
que habían llevado el negocio. Shelby debía tener unos cincuenta años, y a
simple vista ya se veía que era una persona práctica. Llevaba el pelo largo,
rubio canoso y su tez mostraba los signos de la edad. Me recibió con una
sonrisa, me saludó por mi nombre y me contó que Stewart era su primo. Ya
tenía preparadas un par de cajas con las cosas que solía pedir Lion. Cuando
le enseñé mi lista para llevar a cabo mi plan de choque se echó a reír, pero
me dio algunas ideas. Era principios de noviembre y las cosas de Navidad
aún no habían llegado. Solo lo había hecho el catálogo. Me lo enseñó y
marqué en un papel todo lo que quería. Aprovechando que Halloween cada
vez era más extendido y había llegado hasta Gales, me llevé unas tiras de
luces que funcionaban con pilas y un montón de velas. No sé quién de las
dos estaba más sorprendida, si ella, al pedirle decoración navideña el ocho
de noviembre o yo, que después de pedirle dónde comprar el objeto por
excelencia, el abeto, me señaló fuera.
—¿Quieres que tale un árbol?
—Aquí hay muchos, es lo que se suele hacer.
—¡Yo no quiero acabar con el planeta! Prefiero uno de plástico.
—Como si los de plástico hicieran algún favor al medio ambiente… —
Me miró como si fuera un animal escapado del zoo y, en aquel momento, la
verdad es que me sentía fuera de mi hábitat—. Siempre puedes cortar solo
una rama. En Bala, a una horita al suroeste, hay un vivero donde los venden
con raíces para después replantarlo. Es un pueblo mucho más grande y
enfocado al turismo, puede que allí encuentres más cosas.
—Lo del vivero suena bien, ¿me das la dirección?
—Claro. —Se dio la vuelta y cogió un viejo listín telefónico. Me hizo
gracia ver uno de ellos, era algo que había perdido toda su utilidad—. El
resto te llegará el viernes por la tarde, pásate el sábado, ¿o prefieres que te
lo lleve?
—No, me pasaré a recogerlo. Gracias.
«Así tendré una excusa para escaparme un ratito».
Quince días
Tardó más de dos horas en volver. Las invertí en tomar una ducha, hacer la
cama, lavar los cacharros… El cielo seguía encapotado y no me apetecía
salir, así que además barrí, quité el polvo… También me dio tiempo de
repasar su biblioteca, no había duda de que le gustaba leer. Su gusto era de
lo más variopinto; desde poesía a los títulos más recientes de thriller y que
había visto anunciados en la librería, camino a la parada del bus. Pero la
gran mayoría era de un género que no conocía hasta ese momento: nature
writing. Una categoría en la que los autores viven en los bosques, en
cabañas como esta, y explican sus aventuras. Son amantes de la naturaleza
y suelen huir de todo lo que tenga que ver con la civilización. Me gusta leer,
pero con una niña pequeña durmiendo en la misma habitación, las horas que
tenía para dedicarle eran escasas. Me había acostumbrado a leer en digital
porque así no la molestaba mientras dormía. Pero, estando en una cabaña en
medio del bosque, me parecía una aberración sacar la tablet cuando podía
leer un clásico en papel sentada en un sillón frente a la chimenea. Sí, era tan
bucólico como parece. Cogí El arte del ingenio, de Oscar Wilde. Sonreí
cuando vi que Lion era de los que marcaba citas, lo hacía en lápiz. Y al
final de todo, en la página en blanco, un resumen de las frases que más le
habían llamado la atención. Entre ellas estaban: «Soy capaz de resistir a
cualquier cosa, excepto a la tentación» o «La vida es algo demasiado
importante como para hablar de ella con seriedad». Las demás hablaban del
amor. Como que «a las mujeres hay que amarlas, no comprenderlas». Y la
última, que hasta tenía rodeada con un círculo, «los hombres quieren ser el
primer amor de las mujeres y las mujeres buscan ser el último amor del
hombre». La leí un par de veces, me recordaba a algo pero no sabía qué,
hasta que me vino a la mente que la había utilizado para una canción.
Mujeres de Venus, del disco Ideal, del año 2009. Lo volví a dejar en su sitio,
eché un par de troncos y me tumbé en la alfombra frente a la chimenea. Allí
me encontró cuando llegó.
—¿Qué haces?
—No lo sé —admití, haciendo un barrido desde sus calcetines verdes
con raquetas de tenis, los vaqueros y fui ascendiendo por la camisa, su
cuello, la barba y me estampé contra su boca. Era tan guapo a ras de suelo
como a mi altura habitual.
—¿Cómo que no lo sabes? ¿Debo preocuparme?
—No lo sé.
—¿Es algún tipo de truco? Te aviso, no entiendo a las mujeres. Habla
claro, que ya viví con una y por poco no me vuelve loco.
Estuve a punto de decirle que su matrimonio sí le había pasado factura,
igual que el divorcio. El declive de la estrella Lionheart empezó por aquella
época. ¿Quién podía fiarse de alguien que se llamaba Vegas?
—¿Puedo preguntarte algo? —pedí, cambiando de tema; asintió y
continué—: ¿Qué haces para no aburrirte?
—¿Te aburres?
—No recuerdo la última vez que tuve tiempo para mí.
Suspiró y, cuando pensaba que me iba a dejar sola con mis neuras, se
tumbó a mi lado.
—Me pasó un poco igual. —Empezó a hablar sin mirarme, tenía la vista
fija en las vigas—. De repente, te encuentras con que tienes tiempo para
hacer lo que quieras, pero no sabes por dónde empezar. Ni cómo emplearlo
mejor. Es como si tuvieras la obligación de hacer algo trascendental,
emplearlo en algo que merezca la pena. Te diré lo que a mí me ha ayudado:
haz lo que sientas. ¿Que quieres pasarte la mañana tumbada en mi cama?
Hazlo. ¿Que te pasas el día leyendo? ¿Por qué debería ser un problema?
Ahí fuera la vida sigue y no espera a nadie. El cementerio está lleno de
gente que se creía irreemplazable. No te agobies, de verdad. Si un día me
apetece cortar leña, lo hago; que otro me lo paso tumbado en el sofá
meditando sobre la vida, pues también está bien, no pasa nada. Aquí arriba
todo es más sencillo de lo que nos han hecho creer. Salgo a correr, veo
pelis, leo, miro cómo avanza el día… Aburrirse no es malo, no hay que
estar haciendo algo interesante siempre.
—Olvidas lo de bañarte en el lago, ¿qué necesidad hay de congelarse?
—A veces me saturo y necesito desconectar. El frío me atonta el cerebro
y me activa de otra forma. Es… complicado. Lo que te he contado es la
teoría, ponerlo en práctica no es tan fácil. —Hizo una pausa—. Es como lo
de ponerse a dar hachazos teniendo el cobertizo lleno de leña. Es solo
agotar el cuerpo para caer rendido en la cama.
—A mí, con esa definición, solo se me ocurre el sexo.
—Te recuerdo que he estado solo aquí arriba.
—¿Eh? —Movió las cejas hacia arriba, tardé, pero al final lo entendí—.
Mierda, lo he dicho en voz alta —balbuceé, tapándome la cara con las
manos.
—Sí, eso o he desarrollado un don y ahora puedo leer las mentes ajenas.
—No querrías saber qué piensa la gente.
—Claro que sí —afirmó, rotundo, en medio de una sonrisa.
—Mentira. Estás acostumbrado a oír solo lo que quieres escuchar. Te
dije que tu disco era malo y te enfadaste.
—Ya, supongo que tienes razón. Gajes del oficio de los que intento
alejarme. Pero reconoce que no fuiste muy amable, y yo… digamos que no
estaba en mi mejor momento.
—En eso te doy la razón, parecías salido de un monasterio budista.
—Y así fue, llegado directamente de Vietnam del Sur. Si aquel día te
hubiera podido leer la mente, ¿qué más hubiera descubierto?
—Hubieras escuchado que no eres el rey Midas, que no es oro todo lo
que tocas… pero eso ya lo has descubierto tú solo.
—Y ahora te toca «vivirlo conmigo». Lo siento.
—¿Por?
—Porque tengas que sufrirlo. Y también te pido disculpas porque he
sido un grosero desde que llegaste, aunque en mi defensa diré que he sido
sincero en todo lo que he dicho.
—No tienes que disculparte, aparecí en tu casa y te has visto obligado a
convivir conmigo… como si tus problemas no fueran suficiente.
Echaba de menos a mi hija y me pasaba el día planeando cómo
conseguir que compusiera sin querer ver más allá de que, si no lo
conseguía, tendría que buscar un nuevo trabajo. Pero al ponerme en su piel,
pensé que tampoco debía ser nada fácil estar en su situación. Tu carrera se
va a pique, saber que vas a la ruina y, encima, una desconocida llega de la
nada y se instala en tu casa.
—Y me has robado la cama, no lo olvides. —Reímos, él lo hizo con la
cabeza ladeada, como si quisiera esconderme una parte de él—. ¿Sueles ser
así de comprensiva?
—Se llama empatía, y ya sé que no está de moda, pero me gusta ir a
contracorriente.
—Me estoy dando cuenta. —Me miró a los ojos y me sentí desnuda,
como si estuviera hurgando en mis palabras, buscando más. Más tarde
sabría que lo sorprendía, estaba acostumbrado a saber cómo reaccionaría la
gente en cada situación, él lo justificaría como «cosas de la fama»—.
También te pido disculpas porque debería haberte avisado de que aquí la
soledad y el silencio despiertan los demonios que llevamos dentro. Yo lo
escogí, pero tú te lo has encontrado de golpe y sin buscar. Entenderé que
quieras marcharte.
—No tengo ninguna intención de irme.
—Por cierto, bonita chaqueta. —Tiró de la manga de lana.
—Oh, espero que no te importe. He descubierto que mi ropa no es
suficiente para esta casa; la he visto en la silla de arriba y es tan calentita…
—Un ladrido nos hizo volver la cabeza.
—Ven aquí —le dijo al terrier que nos miraba desde la cocina—. Aún va
un poco adormilado, le han dado un sedante para que no le afectara el viaje
y los baches del camino.
Se levantó y fue a cogerlo. Yo me senté en posición de indio, al volver,
me copió, con él en el regazo mientras le hacía carantoñas; el perro se
dejaba hacer sin quitarme los ojos de encima.
—Hola, Doyle, soy Candy. —Era precioso, con el pelaje color café y
chocolate mezclado.
—Suele ser desconfiado con los desconocidos, dale tiempo.
Mientras acercaba mi mano para que la oliera y viera que era de
confianza, Lion me contó por qué le había puesto ese nombre.
—Lo fui a buscar a una perrera al mes de estar aquí. Necesitaba
compañía y poder hablar con alguien y que parezca que te escucha. Aquel
mismo día, mientras le buscaba el mejor sitio para colocar su cama canina,
que nunca ha utilizado, él aprovechó para zamparse a Sherlock, una edición
preciosa que pertenecía a mi padre. Como no tenía nombre aún, pensé que
le iba bien. Era poco más que un cachorro, Arthur lo hacía demasiado
aristócrata, lo de Conan me recordaba al bárbaro y le iba grande, así que se
quedó con Doyle.
—Le pega. —Es verdad, siempre he pensado que los nombres, tanto
para personas como para mascotas, tienen un significado y marcan un
camino. Claro que hay excepciones. Me volví a tumbar y dejé la mano
cerca del terrier para que se acercara cuando quisiera—. Tranquilo, colega,
no tenemos prisa.
Hablábamos en susurros a pesar de estar solos en la casa y en un radio
de kilómetros a la rotonda, creando, sin pretenderlo, una especie de
intimidad. Había especulado en cómo serían aquellos días: desde que nos
encerraríamos en el estudio a componer a lo loco, en que me ignoraría, y
hasta se me había pasado por la cabeza que me haría bromas macarras con
tal de que me marchara huyendo de su casa… pero no estaba ocurriendo
nada de aquello. Al contrario, estaba descubriendo a un Lion que nada tenía
que ver con la estrella de rock, con el músico del que tanto había leído.
—Por cierto, tengo buenas noticias. Mientras esperaba en la consulta del
veterinario he estado curioseando en la red; soñar con un barco y subirse a
él es un buen augurio. Significa que pronto se realizará un viaje y de un
cambio de posición favorable. Así que te doy las gracias por añadirme a él.
Me reí tan fuerte que Doyle se puso en alerta, irguiéndose de golpe. Lion
empezó a acariciarlo y a decirle que no pasaba nada y que tenía que
adaptarse porque ahora vivía una chica en casa. En aquel momento no le
dimos mayor importancia, pero ya habíamos zarpado en el que sería el viaje
de nuestras vidas.
—No te tenía por alguien supersticioso.
—Al punto en el que estoy me aferro a cualquier cosa, como por
ejemplo a que una desconocida se quede en mi casa. ¿Puedo preguntarte
algo? —repitió la frase que yo misma le había hecho unos minutos antes.
Sonrío y yo lo imité. Así de fácil. Así—. ¿Por qué aceptaste?
—Pensé que podía ser interesante —dije una de las tantas razones que
tenía y una de las que no me hacía hablar de según qué cosas—. Soy la
becaria, suelo ocuparme de lo más aburrido y esto suponía un cambio.
Su forma de observarme me dijo que sabía que aquella respuesta era
solo fachada, que había mucho más. Odio a la gente que tiene el don de
perforarte hasta el alma con la mirada. Y dan ganas de taparse para que no
entre nadie. Hay lugares a los que ni uno se atreve a sacar la cabeza. Recé
para que no insistiera. Pensé que, si lo hacía, haría cualquier cosa para
silenciarlo, hasta besarlo.
Solo ahora, recordándolo, me parece curioso que solo se me ocurriera
esa forma de acallarlo. No en huir, marcharme, taparle la boca con la mano
o darle una patada para noquearlo… No sé, mil cosas… Pero solo pensé en
besarlo.
XII El mejor sitio de la zona
Catorce días
Al entrar, cogió la olla que había al lado de la chimenea, que solía tener con
agua caliente, y la llevó a la cocina para cocer un poco de arroz.
—¿Puedo poner algo de música? —pregunté indecisa. Después de lo
que me había contado pensé que, a lo mejor, tampoco le apetecía escuchar
nada que le recordara que ya no la sentía. Lo vi dudar un segundo, pero
luego asintió.
—Claro. Escoge lo que te apetezca.
Lion era demasiado melómano para tener un sistema de audio moderno,
uno con un cable donde conectaras el teléfono. Él no, seguía con un
tocadiscos. Me hubiera podido pasar horas revisando sus cajas de vinilos; al
final, opté por el primero que me había llamado la atención: Sting y su
álbum If On a Winter's Night. En la portada se veía un hombre y un perro
paseando por un bosque nevado. Aproveché para poner la mesa.
—¿Cómo encontraste este sitio? —le pregunté cuando empezó a sonar la
segunda canción: Soul cake.
—Era de James, el abuelo de Stewart. Pasamos aquí muchos veranos,
dormíamos en sacos de dormir aquí abajo. Su hija decía que así le hacíamos
compañía, pero él contestaba en broma que, sobre todo, estorbábamos
porque la ciudad nos había vuelto débiles y que su misión era hacer de
nosotros «hombres de bien». Nos enseñó a pescar, a cortar leña, un año
arreglamos la pasarela… Para Stewart, aquellos meses era como estar en la
mili. Refunfuñaba siempre, pero en septiembre ya hacía planes para el
siguiente verano. Cuando James murió, él la heredó y su mujer se encargó
de la remodelación. Cuando empezaron a hablar de separarse, Stewart, por
miedo a que se la quitara, me la vendió. Monté el estudio… y aquí estoy.
—Tiene algo especial. Algo que te atrapa.
—Aquí siempre… —se detuvo un instante— me he encontrado.
Ella.
Siempre he creído que hay una belleza explosiva… pero también muy
efímera. Y hay otra, tan natural que pasa desapercibida a primeras, pero
luego eres incapaz de dejar de mirar.
Ella es de las segundas. Estoy acostumbrado a que las mujeres se vistan
para mí, pero ella no. No busca estar perfecta, ni sexi; se pasea en leggings
y sin peinar. Sin una gota de maquillaje.
Candance.
Con Stewart, somos como la noche y el día, a veces me pregunto cómo
nuestra amistad ha resistido todos estos años, pero supongo que la
diferencia es lo que la mantiene. Él fue el primero en ver que, si había
alguien capaz de sacarme de mi estado, sería ella. La única que se atrevió a
decirme a la cara que el disco Talara —lluvia en el alma— era una mierda.
Candy.
Tiene cara de elfo y unos ojazos verdes que me recuerdan a estas colinas
en verano. Me gusta cómo me mira porque siento que me ve a mí, no a la
estrella de rock. Su pelo rubio suele ser una maraña de ondas que me
recuerdan a un desierto y en el que solo puedo pensar en meter la mano y
comprobar si es tan suave como imagino. Maldita sea, su risa es el mejor
riff que he oído en mi vida. No hay forma de que deje de oírlo en mi cabeza.
Es una de esas personas que te ciegan con su luz. Tiene el don de
mostrarme lo que yo no soy capaz de ver. Una nueva realidad con más
tonos, más colores y una profundidad llena de matices. Nada me gusta más
que cuando observa algo y lo comparte conmigo, es como si viera a través
de su mirada. Es bajita, con un corazón grande y demasiadas ideas para una
cabeza tan pequeña. Ideas sobre todo. Sobre la vida. Sobre las cosas que
dan miedo porque abren puertas y ventanas y entra aire fresco en tus
rincones que huelen a rancio y encerrado.
Y tienes miedo que una vez abierta la ventana no sepas qué hacer con
tanto aire y tanta luz. Porque la sensación al estar con ella es que siempre
espera algo de ti, aunque solo sea una reacción.
6 Cuarenta y seis minutos
Diciembre 2018
—¿Es… una canción… sobre mí? —Aún sigo en shock. Nadie había hecho
nada semejante—. Yo… Esto…
No me gusta esta vulnerabilidad, no me gusta sentir que vuelve aquella
cálida sensación. No sé explicar cómo me siento, es como si… es como si
fuera Cenicienta y él… el hada que, con sus notas, me pone un vestido
brillante, zapatos de cristal y me peina. Es demasiado bonito para ser
verdad. Lionheart me ha compuesto una canción, pero el hechizo es fugaz
como una noche. Ya he pasado por ello, espero ser más valiente e
inteligente esta vez.
—Creo que no tienes ni idea de lo que hiciste, no solo aquellos días, sino
conmigo.
—No hice nada. Solo estuve pululando por tu casa, lo hiciste tú solo. Yo
no te obligué a nada. Las canciones salieron de lo que llevas dentro.
—Ya, pero cuando solo hay oscuridad no ves colores. Tú fuiste la luz.
Tenerte allí, tu forma de ver el mundo, tus historias… Me encantaba
despertar y que me contaras tu sueño. Ver el mundo a través de tus ojos fue
un regalo. Plantaste ideas sin ton ni son, crecieron libres y salvajes, sin guía
ni influencias, y este es el fruto.
Dudo por un momento en levantarme y marcharme a casa. Esto está
cogiendo un matiz que no esperaba.
—Pon la siguiente —le pido con un nudo en la garganta. La kamikaze
que llevo dentro ha cogido carrerilla y ha hablado primero.
PISTA 4
Trece días
Cuando me desperté, tuve que pensar en qué día estábamos, allí arriba el
tiempo había perdido su ritmo y aún me costaba un poco acostumbrarme.
Cuando bajé, Doyle me recibió saltando del sofá y viniendo hacia mí.
—Buenos días para ti también. —Me acompañó a la cocina y no dejó de
hacerme carantoñas con el morro en las piernas, esperando que le diera
algo. Se tuvo que contentar con un par de galletas caninas y no con unas
buenas tiras de beicon, pero aún le quedaban un par de días de dieta
controlada—. Lo siento, colega. Sé que es un asco estar a dieta.
Desde el embarazo había sido incapaz de quitarme aquellos diez kilos de
más. Siempre he sido más bien delgada, sobre todo hasta los siete años
cuando por fin me detectaron la celiaquía. Tampoco es que me obsesionara
mi peso, pero de tanto en tanto, algún lunes, empezaba con el chip de
cambiar de hábitos y hacer dieta y cuando llegaba el miércoles ya ni me
acordaba de por qué me molestaba aquel número en la balanza. Me sentía
fuerte, bien conmigo misma, hacía yoga cuando tenía tiempo y con una niña
tan activa tampoco es que mi vida fuera muy sedentaria.
Después de desayunar, me fui a la ducha. Cuando salí del baño me
encontré a Lion apoyado en la encimera, comiéndose lo que quedaba de los
huevos directamente de la sartén.
—¿Eso es vaho? —dijo, mirando detrás de mí.
—Arreglé el termo. Solo tenía la válvula sucia, por eso a veces no
arrancaba.
—¿La válvula sucia? Así que también entiendes de calentadores —dijo
con el tenedor a medio camino de la boca.
Dejé la toalla con la que me estaba secando el pelo sobre la encimera y
empecé a peinarme con los dedos.
—La última vez que vino el técnico a casa nos cobró ochenta libras la
hora. Después de eso aprendes lo que sea. YouTube y Google son mis
grandes aliados.
—Es bueno saberlo… —Cuando lo vi con la mirada perdida en el escote
que dejaba ver su albornoz me fui corriendo hacia las escaleras para
vestirme.
Nota: Lion es de los que roba albornoces en los hoteles.
Me vestí con leotardos y encima unos leggings térmicos, camisetas y un
jersey de él que me iba enorme, pero había descubierto que su ropa
abrigaba mucho más que la mía y aquello era una razón de peso para
husmear en sus cajones.
—Como en tu casa, ¿eh? Mi casa es tu casa, mi albornoz es tuyo, mi
ropa… —dijo ofendido, o fingiéndolo, porque su boca decía una cosa, pero
la forma de mirarme dejaba intuir lo contrario.
—Del albornoz mejor no digas nada, que he visto que los coleccionas de
hoteles, y tu ropa… No te importa, ¿verdad? Hace un frío de mil
demonios… Que, por cierto, no sé de dónde viene tal expresión, cuando en
el infierno se debe de estar la mar de calentito.
—Sin problemas —rio—, mejor la ropa porque al paso que consumimos
la leña no me va a llegar ni para fin de año; y eso que me pasé todo el
verano dando hachazos.
—De ahí tus brazos.
—Y de arreglar la pasarela —añadió, sacando bíceps—. He estado
ocupado.
—Menos en canciones…
—No son ni las diez de la mañana, dame una tregua. Sé que me voy a
arrepentir de preguntar, pero ¿qué planes tienes para hoy?
—Tengo que ir a la tienda de Shelby a por algunas cosas. —Me serví
otra taza de café, esta vez le añadí un poco de leche de avellanas y la
espolvoreé con chocolate, mientras lo preparaba le conté lo del abeto de
Navidad.
—No pienso talar un árbol —me interrumpió—. Y ya que estás,
prepárame uno de esos, que tiene buena pinta.
Le tendí la taza ya preparada, y como tenía por costumbre, antes de
llevársela a la boca, la olió. Repetí la operación.
—Estamos de acuerdo, por eso solo quiero unas ramas. Ahora que lo
pienso, ¿tienes un hacha?
—Tengo hacha y sierra mecánica, pero por muy buena que seas
arreglando termos, te acompañaré.
—Gracias, qué caballero.
—No me las des, sigo preguntándome por qué no te eché en cuanto
llegaste.
—Te voy a tratar tan bien que no vas a querer que me vaya.
—Pues eso sí sería un problema.
Entre bromas terminamos de desayunar, él aprovechó que había agua
caliente para ducharse y yo fui hasta el pueblo con Doyle de copiloto.
Cuando llegué a la cabaña, Lion estaba allí, frente a mí, cortando leña. Yo
llevaba encima como unas siete u ocho prendas de abrigo y él estaba en
camiseta de manga corta y con unos vaqueros que le quedaban ceñidos en
los muslos y deshilachados, pero tenían toda la pinta de serlo por motivos
laborales, nada que ver con la moda. Me quedé admirando… lo bien que
graduaba su temperatura corporal. Admito que desde ese mismo instante
vivir en el campo se volvió muy atractivo. Demasiado. Y sexi. Demasiado.
Él terminó con el tronco y lo lanzó a una pila que tenía detrás.
—¿Qué te parecen? —preguntó cuando salí del Jeep y mantuve la puerta
abierta para que Doyle bajara. Me señalaba unas ramas de pino, con musgo
y todo.
—Preciosas, es exactamente lo que tenía en mente. ¿Puedo probar?
—¿Quieres cortar leña? —me preguntó, completamente sorprendido por
mi petición. Se secó la frente con el bajo de la camiseta, estuve a punto de
decirle que se la quitase del todo, tampoco hacía tanto frío. A mí
empezaban a sobrarme ya un par de capas.
—No pongas esa cara; las mujeres podemos hacer cualquier cosa y eso
parece fácil y liberador.
—¿Estás estresada? No te creo —ironizó y me tendió el hacha, la cogí
como quien está acostumbrado a hacerlo cada mañana.
—Estoy encerrada en una cabaña en medio del bosque con un tío que ha
perdido el norte, la musa y como no escriba un puto villancico nos vamos
todos a la ruina. —Levanté el hacha, ahí ya vi que no era tan fácil, pero
estaba acostumbrada a cargar con una niña que pesaba veinte kilos. La
agarré con fuerza, en lugar de ayudarme y darme algunos consejos se quedó
quieto, esperando el cataclismo. Recé y solté toda mi fuerza en un solo
golpe. Fue impecable.
—Nada mal. —Se rio—. ¿No sigues?
—No… mejor lo haces tú. —«Antes de que me deje la espalda en otro
intento de fanfarroneo delante de ti»—. Tengo que decorar la casa para
Navidad. Por cierto, he comprado sushi, ¡en Gales! ¿No te parece
fantástico? Además, Shelby ha llamado a no sé quién y en nada tenía en el
móvil la lista de productos para asegurarme de que no llevan gluten. Adoro
a esta gente.
—Ayari, es su marido. Lo prepara todos los sábados. El martes es día de
pizza y los domingos toca mexicano. Trabajó durante años en un restaurante
en Cardiff, le gusta cocinar y con el poco movimiento que hay por aquí... Si
quieres que te prepare algo, se lo encargas. Es feliz cocinando. Fue él quien
me enseñó a preparar comida para conservar.
—¿A qué hora quieres que comamos?
—¿Has comprado para dos?
—Pues claro. —Me parecía de lo más lógico cuando estaba viviendo
con él, y Shelby me había asegurado que le gustaba.
—¿Intentas comprarme con sushi?
—¿Sirve?
Lo vi abrir la boca, pero en el último momento hizo una mueca como si
se censurara.
—Estoy hambriento. —Fui a la parte trasera y empecé a descargar—.
¿Qué es todo esto?
—Decoración navideña y algunas compras.
—¿Tenemos invitados? —negué—. Creo que tenemos comida suficiente
para días, ¿o pretendes arruinar a Stewart?
—No, pero he conocido al viejoSam. Dice que va a nevar y que puede
ser muy peligroso. No recuerdo cómo lo ha llamado, algo de lago.
—El efecto lago. —Se carcajeó.
—¿Tú tampoco te lo crees? —Dejé la caja otra vez en su sitio y puse los
brazos en jarra.
—Por lo que sé habla de ello cada invierno.
—¿Y lo adivina?
—Puede que nieve —dijo, y los dos miramos hacia el cielo, parecía
desanimado con esos tonos gris plomizo, pero tampoco tenía pinta de
amenazador—, de eso a quedar sitiados bajo el hielo supongo que hay
margen.
—Todos se burlaban del pastor y, al final, cuando vino el lobo se comió
todas las ovejas. ¡Yo no quiero ser una oveja!
De nuevo me miró como si hablara en suajili, para después soltar una
carcajada que el eco se encargó de expandir a nuestro alrededor y perforó
todas las capas de ropa que llevaba.
—Tranquila, corderito, no dejaré que el lobo te coja. —Me pasó el brazo
por los hombros, apretándome hacia él. Fue solo un instante, pero la
sensación permaneció en mí durante horas.
XV Más que las arañas, menos que la pizza
Doce días
El domingo me levanté pasadas las diez y media. Tuve que mirar la hora
dos veces. No recordaba la última vez que había dormido hasta tan tarde.
Me levanté de golpe y, mientras me vestía, me recriminé ponerme tantas
prisas cuando no había nada ni nadie que me esperara. Podía vaguear lo que
quisera.
Con un triángulo de tostada en la boca fui hasta las estanterías. ¿Cuánto
tiempo ha de pasar o cuántas veces tienes que hacer algo para que se vuelva
una rutina? Digamos que visto el tiempo que llevaba allí, podíamos hablar
ya de una rutina. La cuestión es que llevaba unos días que al levantarme me
acercaba a la estantería y cogía un libro al azar. Había muchos que me
apetecían y, a pesar de tener más tiempo para dedicarme a ello, era
imposible leerlos todos, por eso había tenido una idea. Cogía uno y lo abría,
a veces era por la mitad, otras por el final. Ese día seleccioné un
recopilatorio de poemas del irlandés Yeats y caí en la página de Ephemera.
Lo leí en voz alta:
«Tus ojos, que antes nunca se cansaban de los míos,
inclinan la vista bajo tus párpados caídos
porque nuestro amor se agota».
Lion, que apareció de la nada, se acercó a mí, me lo quitó de la mano y
recitó:
«Y ella responde:
Aunque nuestro amor se está agotando,
volvamos a la solitaria orilla del lago,
pasemos juntos en esta hora tranquila
en el que la pasión, pobre criatura cansada, yace dormida.
¡Qué lejanas parecen las estrellas,
y qué lejos queda nuestro primer beso,
ah, qué viejo parece mi corazón!
(…) «No te lamentes», dijo él,
estamos vacíos porque otros amores nos esperan,
odiemos y amemos a través del tiempo imperturbable,
ante nosotros descansa la eternidad,
nuestras almas son amor y una despedida continua».
Más que leer parecía que se lo sabía de memoria, no sé si fue eso lo que
me sorprendió o la candidez que tomó su voz al pronunciarlo, pero
consiguió que sintiera esa conexión con el lago, con un amor vencido, con
él… Se me quedó mirando y luego la bajó hasta mi boca; a nuestro
alrededor, acercándonos, el círculo de esas palabras que aún danzaban en el
aire. La atmósfera crepitaba en un juego seductor. Se acercó un poco más.
Me apoyé en la estantería, retrocediendo, pero él volvió a eliminar la
distancia que nos separaba y se inclinó. Se quedó allí, provocando, todo se
ralentizó menos mi corazón. Estaba segura de que iba a besarme, lo sentía
tan cerca… Pero en lugar de eso, bajó hasta mi mano, le dio un mordisco a
la tostada y se fue.
¿Había estado a punto de besarme?
Corrijo, ¿había estado a punto de desear que me besara?
Rectifico: ¡había deseado que lo hiciera!
Lo absurdo de la idea me hizo sonreír, pero no pude evitar preguntarme
cómo serían sus besos, porque hay veces que soñar un poco resulta
inevitable.
Besar y Lionheart en la misma frase, el sueño de cualquiera.
Lo curioso es que cuando pensaba en él había dejado de ver a la estrella,
solo veía a Liam, a ese niño que aprendió a escondidas todo lo que sabía de
música. Que odiaba el té y leía poesía. Y ese Liam tenía pinta de ser de los
que no se conformaban solo con un beso. No, no le entregabas tus labios o
tu boca, le ofrecías el poder de destrozarte.
Lo veía. Del beso pasaríamos a la cama y seguro que al sexo más
increíble de mi vida… pero ¿después? Debería ayudarlo a escribir una
canción no a entretenerlo con orgasmos.
«Candance, estás perdida».
Salió por el porche seguido de Doyle y yo me sacudí del momentazo y
las ganas como un perro. Me centré en mi plan para aquel domingo, nuestra
propia «Navidad» en doce de noviembre.
Bryan Adams cantaba desde los altavoces que había algo en la Navidad que
hacía que desearas que cada día lo fuera. El pollo se estaba asando,
acompañado de patatas y zanahorias. Había horneado otra tanda de mince
pie después de preparar un budín. Había decorado la mesa que podía
aparecer en cualquier revista de decoración. En el último cajón de la cocina
había encontrado un mantel blanco con tres servilletas a conjunto. Coloqué
los platos, hondo para la crema de boniato, llano, copas y vasos…. Dejé el
centro para el pollo y, alrededor, coloqué las velas adornadas con piñas. En
uno de los extremos, una bandeja de diferentes quesos, con fruta y frutos
secos, como era costumbre hacer en mi casa y de la que íbamos picoteando
todo el día. En una cazuela hervían las coles de Bruselas; estaba casi todo
listo, solo me faltaba terminar de rellenar los dátiles con almendras y
envolverlos con beicon.
—Siéntate, tenemos que hablar —dijo Lion, entrando en casa.
Salía y entraba a su antojo, nunca sabía dónde iba. A veces, eran cinco
minutos; otros, pasaba horas fuera. Como esa vez que no lo había visto
desde el momento poema-tostada.
—Si quieres volver a casa, ahora es el momento. Yo te llevaré si hace
falta.
Se refería a la nieve que, si bien la de ayer por la tarde había sido
anecdótico, ya llevaba un par de horas cayendo grandes copos y no tenía
pinta de parar pronto.
—¿Por qué iba a querer volver? —Ni se me había pasado por la cabeza.
—Porque desde ayer, que hablaste con ellas, estás más callada. Tienes
que cuidar de tu hija, no de mí.
Estuve a punto de responderle que, si estaba más apagada, no tenía nada
que ver con el día anterior, sino con el día siguiente.
—No te cuido, estamos trabajando. Y mi hija está en las mejores manos.
—Acabo de mirar en la web de meteorología y hablan de una alteración
meteorológica, no dicen nada del «efecto lago» del viejoSam, pero sí de dos
o tres días de nieve en abundancia. Seguramente se vaya la luz y haga frío.
Quería haber puesto cortinas para tapar el ventanal, pero me hicieron un
presupuesto desorbitado y lo dejé pasar.
—¿Tapar estas vistas? —lo interrumpí—. Eso sería un delito.
—Delito es poner más de diez metros cuadrados de cristal en una casa al
lado del lago, en estas latitudes. ¿Te suena lo de los castillos con ventanas
pequeñas y estrechas y alfombras en suelos y paredes? Cualquier cosa vale
para paliar las bajas temperaturas y la humedad.
No lo había pensado, la verdad. Y ahora entendía que todo el suelo,
menos en la cocina, estuviera cubierto por mullidas alfombras.
—Tenemos leña y comida, nos las apañaremos. Y si hace frío, pues nos
pondremos un par de capas más de ropa.
—¿De la mía? —sonó raro, entre gruñido y broma. Al mirarlo me dio la
sensación de que se alegraba de que prefiriera quedarme allí con él que
volver a casa.
—Tienes ropa muy calentita, ¿te molesta?
—La verdad es que no. Aunque te vaya enorme, estás bonita.
—¿Es un cumplido?
—A tu edad ya deberías distinguirlos —murmuró acercándose un pelín,
y el aire entre nosotros empezó a vibrar sutilmente, reaccionando con
nuestra cercanía.
—No he tenido tiempo de novios, ni de flirteos.
—¿Nunca has tenido novio?
—Una vez, aunque no estoy muy segura. Creo que duramos un día. La
verdad es que yo pensaba que me lo había pedido, no me dijo un «oye,
¿quieres ser mi chica?», pero yo creí entenderlo así. En fin, que cuando
llegué al día siguiente a clase y me acerqué a él, me llevé un chasco. Creo
que lo asusté y todo, porque se fue a quejar a la profesora de que lo
perseguía.
—Pero ¿qué edad tenías? —dijo entre carcajadas.
—Ocho… nueve. No lo recuerdo.
Tardó como un minuto en dejar de reír, mientras movía la cabeza de un
lado a otro, tronchándose de mi historia y, en el fondo, de mí.
—¿Estás segura de quedarte?
—Segurísima.
—Perfecto. Ahora, por favor, para la música, que como oiga otro puto
villancico más te juro que cago espumillón.
—Es Navidad —dije y luego canturreé al ritmo de Jingle bell rock que
sonaba en ese momento—. Empápate del espíritu.
—No creo que funcione, al contrario, me siento a cada minuto más
Scrooge. Pensándolo bien, a lo mejor soy yo el que escapo de aquí, ahora
que puedo.
—No lo harías, no me dejarías aquí sola.
—Me subestimas. No soy un caballero.
En ese momento sonó mi teléfono, era un mensaje de Stewart:
¿Cómo va?
Integración máxima,
esperemos que sea suficiente.
Creo que va
a escribirla solo
para que me vaya
cuanto antes.
Me da igual si te odia
si con ello escribe
el maldito villancico.
Fue una comida navideña a dos, pero no faltó nada en la mesa. Cumplimos
con todo, hasta lo de acabar reventados. Me dio las gracias por todo lo que
había organizado, no sabía si funcionaria, pero nadie se había tomado nunca
tantas molestias con él sin esperar nada a cambio. Sus palabras destilaban
rencor.
—Si lo consigo, será como un milagro navideño.
—Si hay una época para creer en ellos, es ahora. Que por nosotros no
quede. —Alcé la copa apurando lo que me quedaba de la segunda botella de
vino que habíamos abierto.
—Por nosotros —brindó—, que la Navidad saque la magia que llevamos
dentro.
—«Navidad es la magia que hay en ti». Es bonito. Mucho… y suena
muy a villancico. ¡Ya tienes por donde tirar!
Negó con la cabeza al tiempo que se reía y también se terminaba su
copa. Cuando la dejó sobre la mesa pronunció la misma frase que yo había
dicho, pero con musicalidad. Me puse en pie y aplaudí. ¡Era un inicio! Un
primer avance que no sabía si daría algo, pero era mucho más de lo que
habíamos avanzado hasta entonces. Fui a preparar café, al pasar por su lado,
puse mi mano sobre su hombro y se lo apreté, susurrándole al oído:
«Música es la magia que hay en ti». Ladeó la cabeza y clavó sus ojos en los
míos con una intensidad que nunca antes le había visto, me acojoné y me
escapé para refugiarme en la cocina.
Diciembre 2018
Cojo el disco de nuevo, necesito algo a lo que agarrarme, mis dedos buscan
un ridículo sucedáneo cuando lo que realmente anhelan es agarrarse a él.
Volver a sentir su piel en la yema de los dedos y cómo de ahí explota ese
calor por cada célula de mi cuerpo.
Empiezo a entender por qué quería que lo escucháramos juntos. Ha
convertido aquellos días en canciones. Vuelvo a vivirlos al escuchar
aquellos recuerdos desde su perspectiva. Regreso a la cabaña. Regresar…
de donde tengo la sensación de no haberme ido. Y no sé si seré capaz algún
día. Hay lugares, hay personas que permanecen contigo y se integran en tu
ADN aunque nunca más vuelvas a verlos.
Empieza otra canción, esta vez con un solo de violín. Suena delicado,
pero el vibrato se te agarra al pecho. Al escuchar la primera estrofa se me
para el corazón.
PISTA 5
Once días
Tumbado a su lado, en aquella penumbra, con sus dedos rodeando los míos,
tuve la certeza de que solo ella oía mi silencio. Y entonces lo sentí. Era una
opresión en el pecho; primero me asusté, pensando que fuera un ataque al
corazón, luego me di cuenta de que no era eso. No era malo. Al contrario.
Era algo bueno, pero que hacía tanto tiempo que no sentía aquella sensación
que la había olvidado.
Mi deseo, Candy, es que encuentres a alguien que ame tus sombras
porque tu luz hace que quererte sea demasiado fácil.
8 Treinta y nueve minutos
Diciembre 2018
La canción termina con un rasgueo de guitarra, muy típico de él. Noto las
mejillas mojadas, estaba tan concentrada escuchándola que ni me había
dado cuenta de que estoy llorando. Noto un nudo en el pecho, cierro los
ojos y veo a mi hermana delante de mí, bailando y riendo como pocas veces
la vi hacer.
«—¡LIONEHART me ha escrito una canción! —grita Daisy, feliz. Su
voz suena tan real en mi cabeza que me estremezco—. ¡¡A mí!!».
—¿Estás bien?
—Eh… sí… Es que no me lo esperaba.
—Solo quería homenajearla. No llores, por favor. —Alarga la mano y
me seca las mejillas. Nuestras miradas se encuentran y algo despierta, un
sentimiento que llevaba mucho tiempo enterrado.
—No es por pena —murmuro, aclarándome la voz—, es que no me lo
esperaba. Que le hayas escrito una canción y que hayas sido tú es…
perfecto. Vuelve a ponerla, por favor.
PISTA 6
Diez días
Durante casi dos horas sacamos al niño que llevamos dentro y jugamos con
la nieve. Me harté de hacer fotos, a él, al paisaje y a nuestra obra de «arte».
No solo hicimos un muñeco, sino que acabaron siendo tres, de diferentes
tamaños. Resultaron algo locos, como estábamos nosotros en aquel
momento. Me gustó ver esa faceta de él, puede que solo lo hiciera para
ocuparse y no tener que pensar en esa espada de Damocles que tenía
colgando sobre su cabeza, pero estaba participativo y lleno de ideas. Era
capaz de sorprenderme, y cada nuevo Liam que conocía, más me atraía.
Pensé que era como pasearse por las plantas de Liberty y quedarte mirando
todos aquellos artículos de lujo que no están a tu alcance. Mirar es gratis,
igual que soñar.
No quiso poner piñas ni zanahorias como nariz. Saqueamos el cobertizo
con cualquier cosa que pudiera servirnos. Al más grande, le encasquetamos
un sombrero mexicano y una mandolina con un agujero en la parte trasera
que la hacía inservible como instrumento, pero que Liam aún conservaba.
Al mediano, que nos había quedado rechoncho como Obélix, le pusimos
una enorme llave inglesa y unas gafas de buceador. Y al último, le
colocamos una bota de pescar —la otra no la encontramos—, así que
improvisamos una pata de ramas de pino. Resultaban una mala versión
alienígena de los Trotamúsicos. Eran feísimos, pero era incapaz de recordar
la última vez que había pasado tanto frío, ni que me había reído tanto ni tan
fuerte. Y, joder, qué bien sentaba.
No tengo ni idea de zoología. Sé que cada raza tiene sus propias técnicas
de apareamiento y me pregunté si aquello que estábamos haciendo no sería
nuestro propio ritual. No me pasó desapercibida ninguna de sus miradas,
simplemente por el hecho de que era incapaz de apartar mis ojos de él.
Buscaba su acercamiento como él lo hacía con mi cuerpo. A pesar de la
infinidad de capas que llevábamos encima, notaba que me quemaba con
cada roce.
En cuanto había pronunciado la palabra «insinuar» era como si me
hubiera quitado una venda y ahora me parecía del todo claro y descarado.
Me sentía confusa, como si acabara de despertar de esas siestas que se
suponen que solo iban a ser cinco minutos y acabas durmiendo toda la
tarde.
Estaba perdida en mis pensamientos mientras le colgaba al cuello de
nuestro Obélix un par de llantas a modo de platillos —porque al pobre lo
habíamos hecho sin brazos—, cuando Liam me agarró de la cintura; estaba
tan despistada que reaccioné haciéndole una llave y lo tumbé en el suelo.
—Joder con la ninja —bramó, después de limpiarse la boca de nieve.
Me entró la risa, es lo que pasa cuando llevas rato riéndote, que luego te
quedas flojas y explotas por nada.
—Lo siento, ¿te he echo daño? —Me agaché, acto que aprovechó para
tirar de la bufanda, y a mí con ella, cogiéndome desprevenida. Forcejeamos
y rodamos sobre la nieve, pero ¿quién lo notaba cuando habíamos
empezado a arder?
Terminé sobre él, con nuestras manos cogidas a la altura de su cabeza.
Su mirada cristalina como un cielo de verano eclipsó la mía. Menos mi
pulso, todo se ralentizó.
—Cuidado con lo que deseas porque, si sigues, me encontrarás. —Esas
palabras se asemejaron demasiado a una promesa.
«Ni se te ocurra tocarme… y si lo haces, ni se te ocurra parar».
—No sabes lo que deseo.
—Lo sé y, si sigues, sabes dónde va a terminar, ¿verdad?
—¿Terminar o empezar? —insistí.
—¿De verdad quieres empezar este juego?
«Ni se te ocurra besarme… y si lo haces, ni se te ocurra parar».
—Tengo la sensación de que ya llevamos días con él. Como si todo esto
solo fueran unos largos preliminares.
Lion despertaba cosas que no había sentido nunca. El poder de la
atracción sexual, la sensación permanente de tener un nudo en el bajo
vientre. O, como en aquel momento, que el deseo estaba evolucionando en
desesperación.
—Hablar de agua al sediento es de ser muy cabrón. Pero creo que eres tú
la que desea algo que aún no ha aceptado.
Desde la cabaña nos llegó el timbre de su teléfono satélite,
interrumpiéndonos.
—Tengo que cogerlo, debe de ser la ronda.
—Claro. —Me dejé caer hacia un lado para que se levantara.
No lo seguí, esperé un par de minutos a que mi respiración se
normalizara. Desde el domingo, que había empezado la tormenta, los
vecinos se llamaban cada día para saber si todo estaba bien y si alguno
necesitaba algo. Nunca se me había ocurrido, pero pensé que entre
comunidades tan pequeñas cuidarse los unos de los otros era lo habitual.
XXIII No quiero casarme contigo
No recuerdo quién se lanzó al otro antes, ¿qué más da? Solo sé que todo se
precipitó cuando barrí con la lengua sus últimas palabras. Lo besé y me
entregué al beso como pocas veces en mi vida. Dejé de pensar en
posibilidades, qué hacía o qué no. En el momento en que sentí el roce de
sus labios me di cuenta de que aquello no tenía nada de sencillo. No había
nada sencillo con Liam. Nada de sencillo en la química que nos envolvía ni
en lo que me hacía sentir. Liam sabía a peligro. Ese que, cuando eres peque,
tu madre te lo recuerda sin cesar; pero que, cuanto más mayor te haces, más
interés te despierta. Llámame idiota, pero ni una sola vez, por mínimo que
fuera, se me había pasado por la cabeza que cabía la posibilidad de que al ir
a la cabaña terminaríamos liados. La que siempre había estado pillada por
Lionheart era mi hermana. No es que no me pareciera guapo, es que nunca
me había llegado. O sí lo sé, era por Daisy. Ya compartíamos habitación,
madre, secretos… no hacía falta compartir también un amor platónico.
Liam me besó. Liam me bebió. Liam me respiró mientras yo me
deshacía entre sus brazos. Fue un beso duro, dominante, que se agenció de
mi boca, mis pensamientos y puso de rodillas mi fuerza de voluntad. Me
entregué a él por completo. Me agarré de su camiseta y tiré de ella con
hambre de piel. Se rio de mis ansias, pero poco me importó. A cambio de su
burla, recibió un pellizco en el pecho, lejos de quejarse, el sonido que salió
de su garganta hizo estragos en mi estómago. O puede que fuera más abajo;
la verdad es que siempre me he orientado fatal. O puede que fuera porque
era capaz de notar su beso hasta en la punta de los dedos de los pies.
Deslizó su boca por mi piel, se detuvo en el cuello, justo bajo la oreja y fue
descendiendo con lentitud, una que bailaba entre la tortura y el éxtasis.
Mis dedos volaron desde su nuca y bajaron por su espalda, dejando mi
huella por el camino hasta llegar a los pantalones. Lo acorralé y los
desabroché. Cuando metí la mano bajo la tela, su boca se ciñó con deliciosa
presión sobre mi pezón. Jadeé. Le pedí más. Grité su nombre.
Me alzó para que le rodeara la cintura con las piernas y, con los
pantalones a media pierna, caímos, literalmente, sobre la alfombra. Doyle
se apartó y, ladrando, se fue hacia las escaleras. Supongo que no quería
vernos. Reímos, volvimos a besarnos con desesperación. Empezó a dar
patadas para liberarse de ellos, al final tuvo que ponerse en pie para poder
quitárselos.
—Deja que te vea —pedí, incorporándome y apoyándome sobre los
codos.
—Ya me has visto desnudo… —Sonrió en una mueca traviesa.
—Pero esta vez puedo hacerlo sin censurarme.
—No me dio la sensación de que te prohibieras mirarme.
—Tampoco parecía molestarte. Si hasta te diste la vuelta para que no me
perdiera ese pedazo culo.
—Hablando de culos, gírate, quiero ver el tuyo.
Hice lo que me pedía, me levanté y, dándome la vuelta lentamente, me
quité las braguitas y poco después le siguió el sujetador. Yo nunca había
sido de preliminares, de jugar con la provocación y llevar las ganas al
límite. Siempre había sido de polvos rápidos buscando ese placer efímero.
No sabía muy bien qué hacer, pero supongo que es algo instintivo. Le lancé
las braguitas y lo miré por encima del hombro al mismo tiempo que sentí su
dedo recorrerme la espina dorsal. Despacio, desde la nuca hasta las nalgas.
Me erguí, arqueé la espalda, la mezcla de deseo y cosquillas me hizo jadear.
Me cogió del pelo para que ladeara la cabeza ofreciéndole mi boca.
Sentir su cuerpo pegado al mío, sus ganas humedecieron aún más las mías.
Caímos de rodillas, iba a apartar los pantalones para poder tumbarme
cuando me los quitó y buscó algo en el bolsillo trasero. Sacó un
preservativo antes de lanzarlos lejos.
—¿Desde cuándo llevas eso ahí?
—Desde esta mañana, la culpa ha sido verte con la guitarra y a estas dos
—dijo besando mis pechos.
—¿Sabías que pasaría esto?
—Tanto como tú. No quería hacerme ilusiones, pero tampoco quería que
me pillara desprevenido.
Liam me tocaba de una forma que conseguía notarlo por todas partes.
Por dentro y por fuera. Hizo el amor a mi piel con suavidad, desde los
pechos hasta el ombligo. De los pies a los muslos, transformando en
gelatina cada uno de los músculos por donde pasaba. Abrí las piernas en
una invitación que no rechazó.
Liam era músico, lo era aunque estuviera en una mala racha. Lo era al
hablar, llevando la batuta de los tempos y lo era también en el sexo. Sabía
cómo mantener la tensión, cuándo era necesario una introducción lenta,
cuándo subir el ritmo y mantenerlo hasta llegar al estribillo pegadizo. Uno
que te pasarías la vida tarareando sin cesar.
—Me muero —jadeé, y sonó a ruego. Alcé las caderas y dibujé una
suerte de parábola buscando aquella calma que me negaba.
Rio con jactancia, le mordí el labio y tiré de él. Salió y entonces sí
sollocé. Me cansé y saqué a la fiera que llevo dentro, le hice una llave y lo
tumbé sentándome a horcajadas. Le agarré las manos y, a partir de entonces,
fui yo la que marcó el tempo. Placer. Placer. Placer.
—Si esto es morir, quiero morirme un par o tres de veces cada día.
Y todo se precipitó, era incapaz de seguir con aquella tensión. Nunca me
había sentido tan sobrepasada, estaba saturada de necesidad. Liam me
acompañó poco después con la boca pegada a la mía, murmurando mi
nombre que se fundía en su lengua.
Y no sé si se paró el mundo, si explotó y nació otra galaxia o si
experimenté una petite morte… No lo sé porque era incapaz de retener nada
en mi cerebro. Deseé vivir para siempre en aquel instante, sentir el cuerpo
liviano, como si me hubiera derretido y pasado de un estado sólido a ser
aire. Esa brisa que danzaba con las colinas, se peinaba con los pinos y se
divertía con el agua del lago.
Liam se había quedado dormido, me levanté sin hacer ruido y me tapé con
una de las mantas que había siempre sobre el sofá. Era la primera vez que,
después de hacerlo, no necesitaba marcharme, lo único que quería era
volver a empezar. Fuera, la tormenta volvía a coger fuerza y había
empezado a nevar de nuevo. Me había acostado con Liam y, lejos de
arrepentirme, me estaba preguntando cómo era posible que hubiéramos
aguantado una semana de convivencia sin prestar atención a esa tensión que
ahora me parecía tan evidente. Cuando vi la ropa por el suelo, sentí que
había cruzado una barrera y que, al irme, dejaría un chachito de mí que
siempre añoraría. Allí, solos, alejados de todo. Un mundo sin tiempo, ni
pasado ni futuro. Solo presente. Solo nosotros. Solo posibilidades. Una
semana para vivir un sueño. Cuando supe que me había quedado
embarazada, me juré que nunca más perdería el control. Estábamos
tomando doble precaución, pero temía que, esa vez, lo que perdería sería la
cabeza.
La nieve representa algo que no me gusta nada, el frío; pero admito que
es bonita. Su belleza reside en su fugacidad. Bajo aquel manto blanco,
nosotros escribimos una historia que con el paso de los días se iría
fundiendo y formaría parte del paisaje, del lago y de las flores. «Y quizá,
quién sabe, algún día Liam escriba una canción que hable de aquellos días
que pasó encerrado en una cabaña, con una chica de pelo rubio y ojos
verdes».
Liam se despertó y percibí ese cosquilleo en la nuca de cuando alguien
te observa. Poco después se levantó, pasó junto a mí y abrió el ventanal.
Una brisa fría y llena de nieve entró sin ser invitada.
—Sea lo que sea lo que piensas, déjalo ir y cierra después —murmuró
con un deje de pesar—. Es demasiado tarde para echarse atrás.
—Te equivocas, Liam. No me arrepiento de nada. —Una sonrisa de
satisfacción se pintó en su cara—. Solo estaba pensando en disfrutarlo.
No quería arrepentimientos, pero tampoco remordimientos. ¿No son
acaso añorar lo que pudiste tener? ¿Añorar algo que no ha ocurrido? Dejé
caer la manta y su mirada me cubrió con un velo que casi podía palpar.
—Finjamos que el mundo no existe. Solo esto, solo nosotros. Hasta que
te vayas. Hasta que termine.
Me eché a sus brazos y me acorraló contra el frío cristal, haciendo que
me estremeciera con el contraste. Solo había empezado, pero no hace falta
que algo termine para saber que va a ser un desastre inolvidable.
—No puedo hacer como si no existiera porque ahí fuera está mi hija,
pero me entrego a ti sin reservas; sean cinco minutos o cinco días.
Capturó mi labio inferior entre sus dientes, tiré de su pelo para que se
abriera a mí, sedienta de sus besos. Justo después, el mundo desapareció
tras la nieve.
XV Sustituido por Frozen
Del infierno solo se escapa pecando. Debería saberlo ya. La muy loca llegó
a dudar de que no me gustase, que por eso la rechazaba. Estaba tan lejos de
la verdad que daba hasta vergüenza. Claro que la deseaba, pero no quería
complicar más las cosas. Y el sexo sin compromiso es complicado cuando
hay nexos que nos unen y más viviendo en la misma casa.
«Estoy jodido. En la cama, la mesa, el sofá, el sillón y la alfombra.
Jodido. ¡Y qué bien sienta!».
Candy… Me equivoqué del todo cuando la comparé con los Aero Mint,
es más que eso. Más que dulzura con un toque de frescura. Al conocerla
bien había descubierto que, si por fuera era chocolate, que comerías a
manos llenas, por dentro era puro fuego. Era un bombón relleno de licor.
Candy… Su voz dulce y sensual deja en ridículo a las operadoras de las
líneas eróticas.
Candy… Su boca es la entrada al paraíso.
Candy… Sus curvas son un laberinto donde quiero perderme, y
encontrarme.
Candy… Su espalda es un campo al anochecer donde tumbarse y contar
pecas.
Candy… Sus pechos son como fresas con nata. Es como sumergirse en
el verano.
Candy… es el puto verano.
Candy… es AIRE.
Un soplo de aire fresco que se llevaba el moho consiguiendo que por fin
respirase. Se me metió en los pulmones y de algún modo sabía que también
se había incrustado en el corazón, de donde no se irá jamás.
Y me acojonaba.
Y mientras tú miras hacia el precipicio que tienes a los pies, ella llega
corriendo, gritando que la sigas mientras se lanza hacia el vacío
enseñándote que se puede volar.
¿Qué haces en ese caso?
Saltar detrás de ella intentando alcanzarla.
9 Treinta y dos minutos
Diciembre 2018
Cuando aprieta el botón de «pausa» siento que el corazón late tan fuerte que
me va a salir del pecho. El movimiento de mis hombros habla del esfuerzo
que están haciendo mis pulmones para coger aire y expulsarlo. Quiero irme.
No sé qué estoy haciendo aquí. No tiene sentido. Me he pasado un año
esquivando recuerdos y ahora…
Quiero quedarme y saber qué quiere conseguir con todo esto.
Liam está pendiente de cada reacción y veo cómo su semblante se
oscurece cuando me ve retirar la silla.
—Voy a por otra ronda —digo al ponerme en pie, dejándome llevar otra
vez.
Cuando pienso en lo nuestro, fuera lo que fuera, a veces tengo la
sensación de que es como un libro que leí hace mucho. Pero ya sabemos
que hay historias que, aun sabiendo el final, podíramos releerlas una y otra
vez.
En ese momento me suena el teléfono y lo busco en el bolso, es mi
madre.
—¿Dónde estás?
No sabe que he venido a Harrods. Esta mañana mientras desayunábamos
le he dicho que al salir del trabajo me pasaría por el centro a por unas
compras.
—Me lie —me excuso.
Me lie. Me enamoré. Me rompí. Y aquí vuelvo otra vez.
—Tengo que ir con el coro. —La voz de mi madre me vuelve a la
realidad.
—Mierda, lo olvidé. En media hora estoy ahí. —Cuelgo antes de que
tenga tiempo de añadir nada más y me pongo en pie para ponerme la
chaqueta.
Liam, viendo mis intenciones, también se levanta:
—Me quedan… —dice mirando la hora— veintiocho minutos.
—Lo siento, de verdad, pero tengo que ir a casa.
—Deja que Joe te lleve. Está esperando aquí al lado.
Hace un momento me planteaba la posibilidad de marcharme. Ahora
tengo la oportunidad perfecta, solo tengo que despedirme y ya está. Soy
adulta, se supone que aprendo de los errores. Ya sé qué pasa después de las
ilusiones, ha pasado un año y sigo soñando con aquellos días que vivimos
en la cabaña. No tengo por qué volver a pasar por todo aquello. Estoy a
tiempo de evitar otra catástrofe, evitarme el dolor. No me hace falta seguir
escuchando el disco. Por mucho que no quiera, sé que en los próximos
meses lo oiré cada dos por tres. La gente escuchará y memorizará letras que
hablan de nosotros. Sin quererlo, serán cómplices de aquellos días. Aún no
tengo claro qué siento al respeto.
Sé que es mala idea, pero miro a Liam y recuerdo. Su olor. Sus besos. El
tono sensual que toma su voz al hablar en susurros. El eco de su risa en mi
pecho. Recuerdo. Los viejos sentimientos emprenden el vuelo y revolotean
a nuestro alrededor.
—Vente, acompáñame a casa.
No creo que mi decisión te sorprenda, al fin y al cabo, cada una tenemos
nuestra debilidad y él es la mía.
PISTA 7
Nueve días
¿Cómo va?
Por la tarde, mientras Liam salió a dar un paseo con Doyle, yo preferí
quedarme porque estaba agotada, aproveché para llamar a casa. Primero
hablé un buen rato con Blue y después fue mi madre la que se puso al
teléfono. Que las madres tenemos un sexto sentido lo sabemos todos. Que
cuando lo tienes tú lo das tan por sentado que ni te das cuenta, pero de tanto
en tanto olvidas que la tuya también lo tiene. Si sumamos su don con mi
falta de filtro… el caos está servido. Empezamos a hablar de la tormenta y
terminé contándole de más.
—¿Ya no es un gruñón? —me preguntó y, aunque no la veía, sabía que
tenía la boca torcida y en forma de piñón.
—Sí, no… Es inteligente y… tiene capas.
Unos días atrás Liam era solo Lionheart. Alguien inaccesible. Un simple
músico que, en sus últimos años, me había decepcionado. Su decadencia
había ocurrido después de la muerte de Daisy, y muchas veces había
pensado que menos mal que ya no estaba para verlo. Era un iceberg que se
ocultaba y solo dejaba ver una milésima parte, la conocida. La estrella.
Cuando lo mejor y lo más grande estaba bajo la superficie.
—Pues claro que las tiene, como todos. Si es capaz de escribir esas
letras, es que tiene fondo… y ahí se ha tirado mi niña, sin hacer caso del
aviso de quedarse en la orilla.
—¿Me estás diciendo que sabías que pasaría?
—¿Que pasaría qué? Porque no me lo has contado, pero puedo
imaginarlo. ¿Que te enamorarías? No pensé que fueras tan tonta, lo único
que sabía es que no ibas a volver entera del viaje.
—Nadie ha dicho que me haya enamorado. Además, eres mi madre,
¿por qué no me detuviste?
—¿Crees que se puede detener? ¿Es que la vida no te ha enseñado nada?
Siempre has sido una kamikaze, no sé por qué te ofendes.
Me ofendí porque tenía razón y dársela siempre me tocaba el ego. Pensé
que aquel sentimiento era similar a cuando vas borracho, para los demás es
muy obvio, pero no es tanto para uno mismo al estar bajo sus efectos.
Éramos un amor de verano, con fecha de caducidad. Éramos ese sueño que,
a veces, nos pasa cuando leemos un libro de romántica y deseamos vivir
algo semejante.
Ocho días
El pan se quemó y para comer nos zampamos las galletas acompañadas con
sidra. El menú pondría los pelos de punta a cualquier nutricionista, pero nos
supo mejor que si hubiéramos comido en casa del famoso chef Alain
Ducasse. El día dejó paso a la tarde y esta se transformó en crepúsculo.
Nosotros no nos movimos de la alfombra. Las fotos que al final han
acabado siendo la portada del álbum y de la promoción del disco son de
aquel día. Liam dormido en posición fetal sobre la alfombra, después de un
apoteósico orgasmo, de los que parecen que no van a terminar nunca y que
estoy segura de que nos había robado un par de años. Liam, desnudo,
sentado en el sillón, tocando Europa, de Santana, porque le dije que me
encantaba esa canción. Liam cantando para él, con la cabeza gacha y los
mechones como cortina. Liam jugando con Doyle. Liam mirándome como
Da Vinci contemplaría a la Mona Lisa. Liam bajo mi cuerpo, riéndose, a
pesar de que era a mí a quien hacía cosquillas, pero soy inmune a ellas
gracias a los años de práctica, primero con mi hermana y luego con Blue.
Pretendía que la foto saliera movida, pero no lo consiguió. Soy buena y él
es fotogénico. Si aquello no era felicidad completa se le acercaba
muchísimo.
En un momento dado, se puso el jersey que llevaba yo puesto, se sentó
en el sillón y cogió la guitarra.
—Hazme un par de fotos y se las mandas a Stewart antes de que se le
termine la paciencia y decida subir él mismo hasta aquí.
Lo hice, también añadí que se pasaba el día tarareando y que decía que
volvía a sentirla. Que lo veía mejor. Mi jefe me contestó que eso era una
gran noticia, me daba las gracias y me decía que siguiera haciendo lo que
fuera que hacía. «Será un placer».
Me levanté a por una botella de vino. Con qué naturalidad exhibíamos
nuestros cuerpos, con qué necesidad buscábamos el contacto de la piel del
otro. No sé si se debía al saber que había una fecha de caducidad y de
querer agarrar cada segundo. Dicen que el invierno es época de recogida.
De introspección. De almacenar. Yo quería almacenar recuerdos, besos,
abrazos y a él. Hacerlo en frascos monodosis para que nunca perdiera su
esencia.
Al volver me encontré con que tenía su mirada fija en mí, pero perdida
en lo que estuviera pensando.
—¿Por qué me miras así?
—Porque cuanto más te conozco, más tengo la sensación de que tú eres
de Marte… y yo de sábados.
Riendo por semejante ocurrencia serví dos copas, dejé la botella sobre la
mesa y me senté en su regazo.
—Explícate.
—Te siento tan marciana, tan diferente a todos los que conozco, al
mundo que me rodea, que a tu lado me siento un anodino sábado.
—¡Eso no tiene ningún sentido! No eres anodino. Y para que lo sepas,
los sábados molan un montón. Te levantas sin prisas, con la expectativa de
tener todo el fin de semana por delante. El placer de desayunar con tiempo.
El sábado es un buen día para crear recuerdos.
—Siempre tienes una respuesta a todo —murmuró, dejando un beso
justo debajo del lóbulo de la oreja—. Siempre consigues darle la vuelta para
que todo tenga sentido. Me vas a volver loco… si no lo has conseguido ya.
—Además, si hay aquí un marciano, ese eres tú, estrella de rock. Tu
vida, o la que ha sido hasta hace poco, no tiene nada de terrenal y normal.
Tú eres el de Marte, con tus conciertos y tus legiones de fans, tu ático en…
¿dónde vives?
—En Seven Dials, y es una casa.
—Joder, adoro esa parte del norte de Camden. ¿Ves?, eres un
privilegiado por vivir en uno de los barrios más chulos de Londres. Yo soy
un banal sábado. Una chica normal que, en 2011, mientras tú cantabas en
los Grammy, después de ganar cinco estatuillas y ponerte a ocho como, por
ejemplo, U2, yo te estaba viendo por la televisión mientras daba el pecho a
una niña de nueve meses.
Pasó sus brazos por mi espalda para cogerme de los hombros y
tumbarme un poco hacia atrás, como si buscara un mejor enfoque.
—¿En serio vamos a discutir quién de los dos es más marciano? —Me
dio un beso y mis labios se quedaron reclamando más, pero él tenía otras
intenciones; como si saltara de casilla en casilla, fue dejando besos
húmedos por la barbilla, el cuello… Al llegar al esternón ya me tenía
apresando el pelo de la alfombra entre los dedos de los pies.
—No discutimos, estamos barajando diferentes opciones —jadeé sin
saber cómo era capaz de pensar o hablar cuando su ataque me estaba
licuando por dentro—. Sí, somos distintos, pero ni tú eres alguien normal de
cuarenta años ni mi vida se asemeja a los de mi edad. ¿Y qué importa? La
palabra es equilibrio. Todos llevamos un E.T. dentro.
—No digas eso por ahí o acojonarás a más de uno.
Creo que añadió algo de demostrar que los dos éramos de la misma
especie, pero reconozco que ya era incapaz de retener nada, estaba
completamente entregada a las sensaciones. De lo único que me acuerdo era
del burbujeo que notaba en el estómago y que me cosquilleaba en el pecho.
Yo no estaba acostumbrada a nada de aquello. Practicaba sexo con
desconocidos de los que muchas veces no me interesaba ni su nombre y que
después del orgasmo ya me estaba vistiendo —las veces que llegaba a
quitarme la ropa— con ganas de irme lo antes posible. Pero con Liam
jugaba en otra liga que no tenía ni idea de cuáles eran las reglas porque
había sexo, sí, mucho y el mejor de mi vida, pero también éramos dos
personas capaces de pasarse horas debatiendo sobre cualquier cosa. Y eso,
gente, sí que es algo raro de encontrar.
XXXIII Canciones y amor
Siete días
Se nos daba de lujo estar juntos, pero también sabíamos darnos ese tiempo a
solas para que cada uno hiciera lo que más le apeteciera. Aquella mañana
de viernes me desperté temprano para ir al baño, al bajar las escaleras me
sobrecogió la panorámica. Desde el ventanal me llegaba la bruma y el inicio
de un amanecer. Me vestí deprisa, y lo desperté por si le apetecía
acompañarme. Me dijo que no, que estaba cansado. No me sorprendió
porque un par de veces que me había despertado, estaba sola en la cama.
—No te alejes —murmuró soñoliento cuando ya me encontraba en el
primer escalón. Me reí, eso mismo solía decirle yo a Blue cuando íbamos a
jugar al parque.
Bajé por la pasarela acompañada de Doyle y llegué al rio. Volví a pensar
que vivir en un sitio así era un lujo. Uno no válido para todo el mundo.
Hacía frío, la humedad se calaba en los huesos y con cada respiración era
como si pudieras saborear el paisaje. Perdí la noción del tiempo y gasté un
par de carretes. Carámbanos y gotas como espejos donde se refleja un rayo
de luz, el río bajando entre puentes de hielo, la hierba congelada, huellas de
pisadas de animales, el bosque entre la bruma…
Cuando volví, vi que Liam ya se había levantado. Me di una ducha y
preparé unos huevos. El libro que abrí aquel día era de Raymond Carver, De
qué hablamos cuando hablamos de amor. Caí en el cuento Beldevere, lo leí
entero y me quedé con una frase: «Teníamos esa extraña sensación de que,
ahora que nos dábamos cuenta de que ya había sucedido todo, podía
suceder cualquier cosa». Aquellas palabras se quedaron en mi cabeza
durante el resto del día dando sentido a lo que se estaba germinando dentro.
Seis días
Aquellos días viví muchas primeras veces; entre otras, cómo perder la
mañana en una resaca. Dormitar, girarme, gemir por el dolor de cabeza.
Despertar con la luz traicionera. Un beso soñoliento. Acurrucarse de nuevo
junto a su cuerpo. El olor de su pelo. Su abrazo inconsciente apretándome a
él. Un instante de pura eternidad.
La noche anterior se nos fue de las manos. Al sentarnos a cenar, vi que
Liam no tenía ganas de seguir con la conversación y no insistí. Tampoco
había nada más que añadir, era algo que solo lo incumbía a él. Podía darle
mi opinión y apoyarlo, pero nada más. Volvimos al tema de las canciones, y
los discos se sucedieron al ritmo que el queso se fundía en nuestra boca y la
botella se vaciaba.
Mientras nos tomábamos un café y Henrik Freischlader cantaba su
mítico The memory of our love. Liam recordó que el viejoSam le había dado
una botella de un licor de hierbas que él mismo preparaba. Se la había
ofrecido el verano pasado cuando, con Ayari, fue a su casa y le repararon el
tejado. Aquel brebaje estaba hecho siguiendo una receta familiar que, según
el mismo Sam, tenía más de cien años. No sé cuántos chupitos pudimos
beber, a partir de aquel momento solo tengo retazos del resto de la noche.
Sé que salimos a dar un corto paseo, hacía un frío insoportable,
aprovechando que la noche estaba tan despejada que era imposible
distinguir las constelaciones de tantas estrellas que se veían. Sobre nuestras
cabezas, y como un reflejo del río en el cielo, la vía láctea. Fue increíble.
Nos recuerdo desnudos, saciados, con Liam debajo de mí diciendo que
le despertaba cosas.
—Acabamos de hacerlo. —Reí, mordiéndole justo en la carótida.
—No hablo de sexo, hablo de posibilidades. —Mi corazón se fundió y
emprendió el vuelo convertido en miles de pequeñas mariposas azules y
violetas que escaparon por mi piel. No exagero, cuando se lo conté, se
carcajeó confesando que el licor llevaba mandrágora.
El resto de la noche fue mágica. Y no sé si atribuirle el mérito a esa
planta tan apreciada por los celtas y a su efecto alucinógeno y afrodisíaco o,
simplemente, fue tan especial porque éramos nosotros en estado puro, sin
filtro ni tabús.
Recuerdo otro instante, Liam versionando la canción She burns, de Foy
Vance.
Ella quema
como papel empapado de gasolina y fuegos artificiales.
Y yo me quemo,
me quemo desde tan profundo que me duele respirar.
Me derrito, cariño, y no puedo dejarte ir.
Liam hacía que cantar fuera algo semejante al acto sexual. Era como si
te hiciera el amor a distancia, dejando que su voz te desnudara lentamente y
las notas te acariciaran más allá del tacto. Me quedé mirándolo, ni sé el
tiempo, algo eterno y fugaz, donde soñé despierta en lo bonito que podría
llegar a ser estar juntos.
—¿Estás soñando? —preguntó cuando terminó de cantar.
—Puede.
—¿En nosotros? —adivinó. Mis palabras fueron enigmáticas, pero
supongo que mi rostro no lo engañó.
Llevábamos días hablando de todo, pero no de lo que pasaría el día que
me marchara. ¿Qué seríamos a partir de entonces? ¿Amigos? ¿Solo un
puñado de recuerdos? ¿Sería posible volver a nuestra vida como si nada?
No dejo de pensar que si sacamos el tema justo en aquel momento no fue
casualidad. De alguna forma nos escudamos en el licor para, al día
siguiente, fingir que no lo recordábamos o que, sencillamente, quien había
hablado era el alcohol y no nosotros.
—Esto mismo ya es un sueño —confesé sin filtro—. A veces no es
pensar solo en lo que deseamos, sino visualizar otras posibilidades. Como
has dicho tú.
Tengo un lapsus ahí en medio, soy incapaz de rellenarlo, solo sé lo que
vino después:
—Déjame soñarte un rato más antes de que me obligues a olvidarte. —
Se puso en pie y me tendió la mano para que me levantara e ir a la cama.
—No quiero que me olvides —confesé, saltando a su cuello y él me
cogió al vuelo.
—Has llegado a ese rincón del que ya no hay vuelta atrás.
El paseo nos había abierto el apetito, como era mediodía optamos por hacer
un brunch. Liam se ofreció a preparar una tortilla de patatas. La había
aprendido a hacer en una gira que lo había llevado hasta Vigo donde habían
tocado en el Parque de Castrelos. Lo recordaba como uno de los mejores
conciertos de su vida, donde el público se había volcado para hacerlo
inolvidable. Comimos sentados en el sofá mientras veíamos una reposición
de El cascanueces que había hecho la English National Ballet en el London
Coliseum. Hacía unos días que le había confesado que la única versión que
había visto era la de Disney. Cuando fue el momento estelar del Hada de
azúcar, Liam se levantó para coger su tablet y llamar a su madre. Sabía que
adoraba el ballet y que para ellos ir a verla era una tradición navideña, pero
reconozco que me sorprendió que la llamara para contarle que la estábamos
mirando. Primero hablaron del tiempo, preguntó si ya había pasado la
tormenta, y después le contó que su padre no estaba en casa porque había
salido a navegar.
—¿Papá, o sea, tu marido? ¿En un barco, en el mar?
—Ese mismo, y sí, dónde va a ser si no, ¿en un charco? Dice que aquí
no se marea, que debe de ser por eso de estar en el hemisferio sur y que el
agua gira al revés.
Se me escapó una carcajada, y yo, que me había escondido en la otra
punta del sofá, tuve que moverme porque Liam me pidió que me acercara,
quería presentarnos. Ahí me llevé otra sorpresa porque su madre sabía muy
bien quién era y el motivo por el que estaba allí. Era graciosa y charlatana,
tenía ese encanto de señora refinada, a pesar de tener más de setenta años,
su belleza perduraba. Me preguntó por mi familia, qué tal se portaba su
hijo… Cuando este le contó que el motivo por el que la llamaba era porque
estábamos viendo El cascanueces, lo riñó.
—Es buena idea, pero te hemos enseñado a ser un hombre. Así que
espero que solo sea una toma de contacto, esta preciosa hada de azúcar
merece una noche de ensueño con cena y ballet.
Después de eso, colgó, alegando que la obra debía disfrutarse sin
distracciones.
XXXVII Algo estúpido como una cita
Cinco días
Un rato más tarde, soy incapaz de saber si pasaron diez minutos o dos
horas, recogimos todo y nos volvimos a subir a la moto. Seguimos una
carretera que discurría paralela el lago y fuimos pasando nuevos carteles.
«St. George Cathedral», «Memorial M. Faraday» y «Peckham», este último
me dio una idea de a dónde nos dirigíamos. Poco después, llegamos a un
aparcamiento donde un cartel señalaba la ruta hacia una cascada. Debajo de
él, una hoja clavada a la madera con un clavo: «Frank’s Café». Lo conocía,
para mí es uno de los bares con las mejores vistas de toda la ciudad. En mi
mente se dibujó claramente el skyline, con la City de fondo, el London Eye
y el Big Ben…
—Me encanta este sitio —dije al bajarme.
Liam cogió la mochila que había atado detrás y me dio la mano para que
lo siguiera. Visitamos la cascada, aunque la zona estaba helada y
resbaladiza por lo que retrocedimos enseguida. Volvimos y bajamos al lago
que resplandecía bajo el sol de mediodía. Lo hicimos justo donde había una
pequeña playa rocosa y el agua dibujaba pequeñas olas llevadas por la brisa.
Era como estar dentro de una postal. Todo junto formaba una mezcla de arte
y paisaje divino.
Liam había preparado un picnic: sándwiches, fruta, chocolate, hasta una
botella de vino. Comimos hablando de sitios que nos gustaban de la ciudad,
esa vez me tocó a mí hacer una lista. Le hablé del Spitalfields Market, cerca
de la City, donde los jueves había un mercado de antigüedades que me
encantaba, o de los helados del Chin Chin Labs. De tanto en tanto, desde el
interior del bosque, nos llegaba algún ruido para recordarnos que no
estábamos solos.
Me tumbé con la cabeza sobre el regazo de Liam, con la vista fija en el
movimiento de las olas. Mientras las nubes avanzaban, mi cabeza se
dispersó.
—En los monstruos del lago —le respondí cuando me preguntó qué
estaba pensando.
—¿Tienes miedo de que salga un bicho y nos coma? —Rio, tocándome
la punta de la nariz.
—No, más bien, en que todas las leyendas tienen una base real y que si
yo fuera un monstruo y pudiera escoger un sitio para vivir, sería uno
parecido a este.
La carcajada que soltó resonó entre las colinas al tiempo que las nubes
cegaban el sol.
—Vale, tampoco hace falta que te burles de mí. Era solo una tontería.
—Me rio porque adoro tu locura y admiro tu forma de ver el mundo.
Creo que eres la primera persona en el mundo que, al hablarle de Ness, en
lugar de sentir miedo, lo envidia por su guarida.
XXXVIII Como suenan los sentimientos
La temperatura bajó rápido cuando el sol quedó camuflado por nubes que
amenazaban con tormenta, obligándonos a recoger los bártulos y volver a la
moto. Pero el día no había terminado, como tampoco la cita que había
planeado Liam. Bordeamos el lago por el otro extremo y cruzamos el
«Tower Bridge», «La City», «Temple» hasta «Covent Garden». Estaba
deseando llegar a la cabaña, desnudarlo lentamente, besar cada peca,
morderle en esos lugares que había descubierto para hacerlo gemir.
Descender, arrodillarme y torturarlo hasta que pidiera clemencia. Pero al
mismo tiempo quería que condujera despacio, disfrutar del paisaje abrazada
a él y con la cabeza apoyada en su espalda. Quería experimentar la
sensación de día eterno.
Al llegar, en la puerta nos encontramos una bolsa de cartón.
—Última parada, «Hotel Chocolat», para mí, los mejores bombones de
la ciudad. —Me tendió la bolsa y vi que dentro había una bandeja y una
botella de champán.
—Déjame adivinar, ¿el duende es Ayari?
—Exacto, lo llamé y le pedí que me los preparara. Se ha asegurado de
que todos los ingredientes no llevaran nada de gluten.
Nos descalzamos en la entrada y nos quitamos los anoraks mientras
Doyle nos ladraba, encantado de vernos de nuevo. Después de todo el día
fuera y sin nadie que alimentara la chimenea, la cabaña estaba fría, Liam se
apresuró a encender un fuego y yo no pude resistirme a probar uno de los
bombones.
—Están deliciosos.
—Déjame alguno. —Rio sin apartar los ojos de su tarea.
Cogí otro, lo dejé en la punta de mi boca y se lo ofrecí en un beso.
Cuando fue a cogerme de la cintura, me escapé. Yo también sabía
provocarlo.
Fui hasta el tocadiscos, escogí a Annie Lennox; poco después,
empezaron a sonar las primeras notas del piano de Why.
Sin la luz de las llamas ni del sol, la estancia estaba sumida en la
penumbra y, lejos de parecer gélida, sugería que estaba dormida. Ella puede
que sí; yo, en cambio, me sentía despierta, viva. Con ganas de todo, hasta
de lo que unos días atrás me había parecido la mayor estupidez. Pero si
había llegado a ese punto, al que él llamó «de no retorno», todo valía y de
lo último que tenía ganas era de irme a casa con algo pendiente. Con Liam
concentrado en el fuego y dándome la espalda, me fui desnudando. En ese
momento sentí que liberaba a otra de las mujeres que llevaba dentro.
Cuando terminé, caminé descalza hacia la puerta del ventanal y la abrí.
—Hay algo que me gustaría hacer.
—¿El qué? —Cuando se giró, limpiándose las manos en los vaqueros,
soltó una carcajada, adivinando mis intenciones—. ¡No me lo puedo creer!
—¿Me acompañas? —Su mirada cayó sobre mi cuerpo como un velo de
terciopelo.
—Marciana, no me lo perdería por nada del mundo. —Se quitó el jersey,
arrastrando con él la camiseta que llevaba debajo, justo cuando se estaba
desabrochando los pantalones, yo corrí hacia la pasarela—. ¡Espérame!
Me atrapó justo al final y, sin pensarlo ni retrasarlo, nos lanzó al agua.
Tenía razón, congelaba cualquier idea, impidiendo así darse cuenta de lo
fría que estaba, pero también había algo adictivo en ello, una suerte de baño
iniciático que te conectaba no solo con la naturaleza, sino con tu yo más
primitivo. Al sacar la cabeza del agua, grité tan fuerte que creo que me
oyeron hasta en el pueblo. Liam, sin dejar de sonreír, me dio un beso
frenético y después tiró de mí para sacarme de allí.
Caímos en el sofá, con la piel fría por fuera y hecha brasas por dentro.
Tanto que perdimos el control, todo eran manos, besos, lengua, mordiscos,
jadeos impacientes. Su boca haciendo el amor a mis pechos, su pelo entre
mis dedos y mi espalda arqueándose para guiarlo. Fuera, aún no se había
desatado la tormenta, pero dentro sí. Una lluvia de besos, un huracán de
caricias que hacía estragos por donde pasaba, provocando relámpagos en
cuevas justo antes de ser habitadas. Gritaba pidiéndole que terminara con
aquella tortura y me dejara volar. Jadeaba suplicando que aquello no
terminara jamás.
Y el anochecer nos encontró amándonos con una intensidad desbocada,
pero también con un nivel de intimidad que nunca antes habíamos
experimentado. Y es curioso que cuanto más vinculado a una persona te
encuentras sea cuando más libre te sientes.
Estaba acurrucada con la cabeza sobre el pecho de Liam, oyendo bajo
mi oído su latido mientras él jugueteaba con mi pelo. Me estaba quedando
dormida cuando empezó a tararear en un murmullo. Aquel día comprendí
que cada instante que vivimos tiene su propia melodía; y que a veces es
imposible definir un sentimiento con veintisiete letras, pero la música es
capaz de hacerlo solo con doce notas.
XXXIX Felicidad (Liam)
Candy, mi marciana…
Sentía que no me faltaba nada. Sentía una clase de felicidad desconocida
hasta entonces porque era desnuda, sin artificios, regalos o lujos. Era tan
transparente que me hacía sentir… vivo.
¿Puede ser tan básico?
¿Puede que la respuesta que llevaba tanto tiempo buscando fuera tan
sencilla?
¡No es cómo, es con quién!
Y por fin comprendí por qué hay tantas canciones que hablan de amor,
pero tan pocas te acaban sacudiendo.
10 Veinte minutos
Diciembre 2018
—¡Has escrito una canción porno! —murmuro para que Joe no nos oiga.
Vamos de camino a casa y las luces de la ciudad se reflejan en el Támesis,
donde brillan distorsionadas, embelleciendo la postal.
—¡No lo es!
—Claro que sí. Hablas del sabor de mi boca, de recorrer mi cuerpo…
—Joder —me interrumpe—, siempre has disfrutado provocándome. —
Sus ojos, centrados en la curva de mis labios, adoptan un tono más oscuro.
Y me echaría a reír si no fuera porque, si las canciones hablan de todo lo
que pasó aquellos días, sé lo que viene ahora. Aunque perdoné, la herida
sigue abierta.
Me entra un escalofrío y me recoloco la bufanda, aunque el frío que
ahora siento nada lo puede mitigar. O sí. Liam demostrando que está
pendiente de cada una de mis reacciones, me coge la mano. Intento retirarla,
es un sí pero no. Un reflejo de lo que somos nosotros, un puñado de ganas y
una aguja demasiado afilada que nos detiene. No la retiro del todo, quedo
atada por la punta de los dedos. Es superior a mí.
PISTA 8
Cinco días
Diciembre 2017
Febrero 2018
Julio 2018
Hacía tan solo una semana que había vuelto de vacaciones y ya estaba
deseando coger unos días. Odiaba mi trabajo, estaba consiguiendo que
aborreciera mi mayor pasión, que era la fotografía. Pasarme ocho horas
haciendo fotos a artículos para utilizarlos en el catálogo y en la web de
Selfridges no era lo que yo había imaginado cuando firmé.
Aquella tarde salí de la oficina con prisas, tenía un par de recados que
hacer y le había prometido a Blue que la llevaría al cine al aire libre que
hacían en Wembley Park. Había invitado a su amiga Liv y luego las dos
dormirían en casa, lo que significaba que yo compartiría cama con mi
madre y sus patadas a medianoche. Las ganas de buscar un nuevo
apartamento para que cada una tuviera su propia habitación crecían cada
día, pero era inviable a nivel económico.
Nada más salir, un chucho se me acercó y casi me tumbó al suelo. Me
apoyé con la espalda en la pared mientras buscaba al propietario. Creo que
fue a la vez, reconocí el ladrido y lo vi. Si no me había caído con la
estampida de Doyle, estuve casi a punto de hacerlo cuando vi a Liam a tan
solo unos metros de mí.
—Hola, bonito, ¿te acuerdas de mí? —dije agachándome y dándome
tiempo para asumir lo que iba a pasar. El corazón se me subió a la garganta
impidiéndome respirar.
—No eres una mujer de las que se olvidan.
—No, soy de las que no merece la pena babear por ellas —repetí las
mismas palabras que me había dicho en la cabaña antes de verlo marchar.
—No era así como lo había planeado. —Sacudió la cabeza y carraspeó
—. Disculpa, ¿podemos volver a empezar?
Nuestras primeras veces siempre eran horribles. Es como si hiciéramos
un concurso. Negué con la cabeza y ataqué:
—¿Qué quieres?
Me puse en pie. No tenía que esconderme, yo no había hecho nada malo,
si alguien tenía que arrepentirse de su comportamiento era él. Me
envalentoné y lo miré. Craso error. Llevaba unas zapatillas Morrison azul
noche con un estampado en tonos fuego, bermudas verde militar y una
camiseta negra que, junto a su piel morena, resaltaba sus ojos. Presentarse
con esas pintas era jugar con ventaja… Yo llevaba un vestido corto amarillo
con un estampado de pequeñas gaviotas y no recordaba si me había peinado
esa mañana.
—Pedirte disculpas.
—Ya lo hiciste. No de cara, pero en fin, algo es algo.
—¿Les gustó el ballet? —murmuró, sabiendo utilizar todas sus armas.
No podía actuar como si nada. No me salía. Necesitaba marcharme y
recuperar el control.
—De verdad que no es buen momento, tengo prisa. —Doyle no dejaba
de buscar mi mano para que lo acariciase y se subía a mis piernas buscando
mi atención—. ¿Puedes pedirle que pare?
Cogió a Doyle del collar y le pidió que se sentara.
—Pensé que te alegrarías de verlo.
—Lo has traído a modo de distracción —dije y la sonrisa que se escapó
de sus labios lo confirmó—. Para que relajara el ambiente.
—Pues no parece que haya funcionado.
—Lion, de verdad, no tengo tiempo. Ya está. Sabes que no fui yo. El
resto ya no importa.
—Sí importa, he vuelto a ser Lion.
—Tú me echaste. Me dolió que me creyeras capaz de algo así, sobre
todo después de lo que habíamos compartido.
—Lo siento, estoy demasiado acostumbrado a que la gente me
decepcione. Estar enfadado es lo fácil, lo complicado es perdonar y pedir
perdón.
Lo entendía y le daba la razón. Con el tiempo había entendido que era
más fácil así. Que estar enfadado ayudaba a mitigar la añoranza porque
invertías el dolor en echar las culpas.
—Por cierto, ¿cómo me has encontrado?
—Tengo mi fuente. Por favor, déjame que te invite a un café, tengo que
hablarte de una cosa.
—De verdad que voy justa de tiempo, Blue ha quedado con una amiga
y…
—Seré breve —me interrumpió. Hasta ese momento no me fijé en que
llevaba una carpeta en la mano, de ella sacó un sobre tamaño folio que me
tendió—. Las revelé.
No fue necesario que añadiera más. Sabía a qué se refería. Las fotos. Los
carretes que llené estando allí y que guardaba en una caja en la nevera para
mantener la temperatura. La caja que me olvidé cuando me fui y que había
echado en falta durante tantos meses.
Acepté ir a tomar un café rápido. Escogimos una cafetería cercana a la
parada del bus y en la que no pusieron problema para que Doyle entrara.
Hasta le sirvieron un cuenco con agua y unas galletas caninas.
Nos sentamos en una de las mesa del fondo. Cuando abrí el sobre me
temblaba la mano. Sabía qué iba a encontrarme en ellas, y las ganas y el
miedo pugnaban por la victoria. Deseaba verlas, pero no quería revivir
aquellos días, y menos con él delante. Pero ganaron las ganas, como
siempre. Fotos en blanco y negro del paisaje, de la nieve, de Doyle, de los
muñecos de nieve, de la cabaña vestida con las sombras del crepúsculo.
Nuestra Navidad. Y Liam. Tumbado, después de hacer el amor; tocando la
guitarra. Mis manos en su pelo, sus dedos en mis caderas, la constelación de
pecas de su cuello, un primer plano de sus ojos, cuando sonreía inclinando
ligeramente la cabeza… Nuestros pies frente a la chimenea, un corazón de
vaho en el cristal…
—Son muy buenas. —Dio un trago a su café sin apartar la vista de mí—.
Tienes una forma de ver el mundo que me fascina.
Había pedido un té helado, pero ni lo probé. Tenía el estómago tan
contraído que era solo una pequeñita bola que rebotaba igual que aquella
pelota loca que tenía de pequeña de colores fluorescentes. Había deseado
que apareciera con un «perdón», hasta soñé un par de noches que venía a mi
casa, muy a lo Pretty Woman, con limusina, ópera y una rosa entre los
dientes. Pero entre los dos ya habíamos cubierto el cupo de fantasía.
Necesitaba algo más y él había dejado claro que no podía ofrecérmelo.
—Gracias por dármelas. —Hice el amago de irme, pero me cogió de la
mano y sentí aquella corriente de la que hablan en tantos libros. Y no sé a
qué se debe, o sí, son las ganas convertidas en energía. Las suyas y las mías,
que durante meses habíamos acumulado y que descargamos en un solo roce.
—Sé que llego muy tarde, y que no me vas a perdonar fácilmente, pero
en mi defensa diré que he estado ocupado. Quería decirte en persona que he
terminado el nuevo disco.
Aquello me detuvo, me volví a sentar y sonreí. Puede que la tensión de
mis labios no lo mostrara con demasía, pero aquella noticia me hizo feliz.
—Me alegro por ti, de verdad. Sabía que podías. No pude decírtelo, pero
el villancico me encantó.
Nala había triunfado aquellas navidades con ella. Se hizo viral muy
rápido y la oías en cada esquina. Blue se pasó las fiestas tarareándola sin
saber que cada vez que lo hacía yo sentía que algo dentro de mí se rompía
en mil pedazos.
—Gracias. Tuve una buena musa.
—No sigas por ahí —lo interrumpí—. De verdad, se me echa el tiempo
encima, ¿era el nuevo disco lo que querías decirme?
—Sí, pero hay algo más. Me gustaría utilizar estas fotos para la
promoción y la portada.
—¿Mis fotos? —Alcé tanto la voz que llamé la atención del resto de
clientes.
—Sí. Se te pagaría por ello y saldrías en los créditos. —Sacó unos
papeles de la carpeta—. Este es el contrato.
—No creo que…
—Por favor, no digas que no —me interrumpió—. Piénsatelo, como
mínimo.
El aire olía a café y de fondo se oía una cacofonía de sonidos. Alcé la
vista hacia él. Si no fuera porque me encontraba así desde que lo había
visto, hubiera dicho que estaba incubando un virus. Calor, fatiga, me
costaba respirar, tenía la cabeza espesa… y él… Dios, creo que nunca lo
había visto tan bien. Tan entero. Brillaba de una forma que soy incapaz de
explicar.
Volví la vista hacia los papeles que esperaban pacientes. Por más que los
miraba, las palabras bailaban entre ellas, se juntaban, se mezclaban…
Estaba confundida. No solo era volver a verlo, y todas las emociones que
eso acarreaba, sino que además me ofrecía trabajo. Mis fotos, esas que
solamente hacía para mí, ahora las quería utilizar para el nuevo disco.
Como diría mi querido Hugh Grant, era surrealista pero bonito.
Todo volvió tan fresco como si estuviera de nuevo en la cabaña. La
nieve. Las risas, los besos y la sensación cuando mi cuerpo se rendía a sus
caricias. La locura. La magia.
«No puedo».
Mi latido chirrió igual que hizo la silla al levantarme de golpe.
«No puedo».
Estaba aprendiendo a vivir con aquellos recuerdos, empezaba a
dominarlos y que solo acudieran cuando yo los invocaba. Firmar aquel
contrato era volver a tener contacto con él, tender un hilo del que tirar…
«No puedo».
—Candy, por favor… Es una oportunidad para ti.
También acudieron los malos recuerdos. El silencio. La decepción. Y
detrás de todo, apurado y con resuello, gritó aquel viejo sueño, porque, si
algo tiene, es que no le importa ser el último, es de los que no abandona.
Mis fotos como medio de vivir. Mis fotos como mi trabajo. Un
reconocimiento, una lanzadera.
Me di la vuelta, cogí el bolígrafo y estampé mi firma.
—No te arrepentirás —murmuró, dedicándome una de aquellas sonrisas
que reservaba para ocasiones especiales, como cuando me dijo que había
terminado el villancico, pero no me lo había contado para tener más tiempo.
—Adiós.
—Antes de que te vayas, solo… quiero que sepas que tenías razón
cuando dijiste que no querría que te fueras. Te echo de menos cada día.
«Mantente en la orilla. No te adentres», la voz de mi madre resonó tan
fuerte que fue imposible no hacerle caso.
—No seas egoísta —le reproché con un nudo en la garganta—. No me
hagas esto. Ahora no. Me dolió que no confiaras en mí. Sabía que aquello
no era real, solo eran unos días; pero siempre pensé que merecíamos una
despedida. Y ya la tengo. Ahora ya puedo pasar página.
—Marciana, yo solo…
—Lo siento, Liam —lo interrumpí—, pero no puedo asumir lo que tú
quieras, sea lo que sea. El disco, las fotos, es el mejor cierre. Así es
perfecto. No lo estropeemos más. Aquellos días, quitando el final, fueron
maravillosos; un placebo como el que comparaste la Navidad. Unos días
fuera de la realidad. Terminaron y ahora toca seguir cada uno por su
camino.
De pequeños nos enseñaron a hacer las paces con un beso o con un
abrazo. De mayores, con un apretón de manos o con un buen polvazo de
reconciliación, pero en aquel perdón no había nada de eso. Había solo una
despedida.
Me fui, necesitaba alejarme. Me sentía demasiado débil delante de él,
vulnerable y frágil. Acababa de descubrir que aún me gustaba demasiado
como para que su presencia no me afectara. No hizo amago de seguirme,
allí estaba la despedida que quería. Ahora solo me faltaba ser capaz de
pensar en ello sin que me doliera. Volví a mirar las fotos de camino a casa.
Y por un rato volví a la cabaña. A sus brazos y dejé que los recuerdos me
besaran.
11 Siete minutos
Diciembre 2018
—Recuerdo que antes de hacerte las fotos pensé en si estaba bien querer
congelar aquel instante cuando un copo de nieve no puede inmortalizarse.
Pero necesitaba hacerlo, no me servía solo memorizarte. Quería algo a lo
que agarrarme cuando dudara de que solo había sido un sueño.
—¿Nunca creíste que pudiera haber un mañana?
—Entre creer y desear hay un mundo. Tú lo dijiste, tú de Marte y yo de
sábados.
Estamos llegando a casa, los semáforos en rojo nos dan algo más de
tiempo, miro el reloj, mi madre llegará justa pero no se retrasará. Es el
primer año que es la directora del festival navideño de la escuela y está
emocionada y estresada a partes iguales. Con el dinero de las fotos
decidimos mudarnos para tener cada una su habitación, pero la verdad es
que ninguna nos convencía. A todas les encontrábamos pegas… al final
habíamos acordado darnos un tiempo. Tanto mi madre como yo sabíamos
que el problema no estaba en aquellas viviendas sino que el vínculo que nos
unía a nuestra casa y a Daisy no se podía meter en una caja de mudanza.
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué? —respondo con una bola de emociones en la garganta.
Mis ojos se fijan en el cristal de la luna delantera, allí donde se estampan
los primeros copos de nieve, ha empezado a nevar de nuevo.
¿Puedo tomarlos como una señal?
¿Puedo tomarlo como un nuevo comienzo?
—Si ahora, después de un año, sigues pensando que no hay posibilidad
para nosotros.
—Liam… —Yo solo he ido al centro comercial a por un disco y a verlo.
Pero esto es otra cosa, otra para la que no estoy preparada, hace meses que
la desterré para siempre.
—Antes de que digas más, quiero que escuches la siguiente canción.
PISTA 9
Seamos.
Nosotros.
Seamos el premio.
Seamos la vida.
Nosotros.
12 Fuera de tiempo
Fin
PISTA 10
Miro a mi alrededor sin creer que esté ocurriendo de verdad. Mi marido está
hablando con Jean Pierre, desde que se conocieron han hecho buenas migas
y suelen salir a correr juntos. Winter está con Summer, la chica que conocí
el día de la firma del disco y que, al ver la exposición, se había animado a
venir. Cuando la he reconocido, hemos bromeado sobre aquel día y cómo
me callé que las fotos eran mías. Hemos quedado un día de estos para tomar
un café. Mi madre está riéndose con un señor con bigote, no lo conozco,
pero no hay duda de que entre ellos dos hay algo, salta a la vista. Mi hija
está con su amiga Liv, en la zona donde hay el piscolabis. Las dos tienen los
mofletes hinchados, se están dando el atracón del siglo y yo tengo tanta
hambre que me uniría a ellas, pero me están haciendo una entrevista.
—¿Por qué Calidoscopio? —me pregunta la periodista. Es joven y se ha
pasado más rato mirando a Liam que a las fotografías, pero ya estoy
acostumbrada a convivir con el efecto que causa mi marido. Me preocuparé
el día que vea que él muestra un mínimo de interés. A veces hasta me dan
pena, le digo que es un borde y que debería ser más amable.
—Me gusta la belleza de las cosas rotas —respondo, pensando en la
canción que Liam escribió para mí y que me sirvió de inspiración.
La primera vez solo ves un edificio en ruinas, cuando lo miras en detalle
ves cómo la maleza ha ido ganando espacio y ha hecho paredes de hiedras
decoradas con flores silvestres. Los rayos de sol estallando sobre un espejo
roto en mil pedazos distribuyendo la luz en todas direcciones. Unas gafas de
sol sin cristal que permiten ver el mar reflejado en unos ojos. Un vestido de
novia deshecho en la parte inferior, pero su cara de felicidad lo eclipsa todo.
Una máquina de escribir antigua donde solo quedan en pie tres letras: FLY.
Una barriga floja, con una cesárea donde aún hay puntos y un bebé rosadito
durmiendo sobre ella. Hay alguna fotografía más de cicatrices, siempre me
han parecido bonitas por feas que sean. Son como constelaciones que
hablan de nuestro camino recorrido.
Las preguntas se siguen y yo lanzo las respuestas que llevo días
ensayando.
Poco después, Liam viene a buscarme.
—Blue se va a dormir con tu madre. Despídete de todos. Tenemos la
casa para nosotros solos.
—No puedo irme aún, hay mucha gente.
—Te equivocas, un buen artista es quien llega el último y se va el
primero.
Me rodea la cintura y yo me dejo abrazar. No le cuesta mucho
convencerme, me promete un masaje de pies y un chocolate caliente. Y
tiene razón cuando dice que la felicidad está en los detalles pequeños.
Agradecimientos
[2]
N.de la A: El mince pie es una tartaleta o pastelito relleno (manzana, fruta seca, ralladura de limón y naranja, mantequilla,
almendra, azúcar y licor). Es un dulce típico británico que se consume en la época navideña.