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Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una

claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne


reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros
riesgos nocturnos. Arrodillado
ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con
su resuello.
Entretanto continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba
una sensación de infinito que
fluía de las constelaciones cercanas.
Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se
había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía
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La vorágine
iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo
el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque
cuando reflorecieran ya no habría quizás a quién ofrendarlas
o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron.
Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte, al par que me servía de remordimiento, era el
lenitivo de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla
en el
viento, sin saber a dónde y miedosa de la tierra que la esperaba.
Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez
triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables.
Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno. «Aunque no te ame como quieres»,
decía, «¿dejarás de ser para mí
el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a
la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo
podrás pagarme lo que me debes?
No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para
abandonarme después. Pero si esto
es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!».
—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?
—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El
amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu
corazón.
—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de
manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura,
cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de
sufrir y confiar?
—¿No hice por ti todos los sacrificios?
—Pero le temes a Casanare.
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José Eustasio Rivera
—Le temo por ti.
—¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!
Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos
al Jefe de la Gendarmería.
Era este un quídam semicano y rechoncho, vestido de caqui,
de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.
—Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó
su sable en el umbral.
—¡Oh, poeta! Esta chica es digna hermana de las nueve
musas. ¡No sea egoísta con los amigos!
Y me echó su tufo de anetol en la cara.
Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el
banco, resopló, asiéndola de las muñecas:
—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez
y Roca, el general Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía
sentarte en mis rodillas.
Y probó a sentarla de nuevo.
Alicia, inmutada, estalló:
—¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos.
—¿Qué quiere usted? —gruñí cerrando las puertas. Y lo
degradé con un salivazo.
—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de
quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y
en Casanare se le muere! Yo le
guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí!
¡Déjemela para mí!
Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al
hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza.
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La vorágine
El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de
arroz que ocupaban el ángulo de la sala.
Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo
y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.
***
—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del
mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.
Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:
—¿Ya quiere salir el sol?
—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando
a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—.
Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo
quedan llanos, llanos y llanos.
Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a pajonal
fresco, a surco removido, a leños recién
cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los
moriches. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba
alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo
inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la
pampa, ascendían agradecidos de la
vida y de la creación.
—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por
qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me
inspiraba.
—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para
gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el
suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente
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José Eustasio Rivera
solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni
se les teme ni se les maldice.
Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete
como mi padre, y tan valeroso en los peligros.
—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso,
en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la
hoguera, sonreía confiada.
Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna
campaña. Todavía conservaba ese
aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a
menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente,
convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y
de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio
y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva
de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde
nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los
encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y
de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos
al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados
unos meses.
Casualmente hallábase en Villavicencio de salida para Casanare. Después de su ruina,
viudo y pobre, le cogió apego a los
Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como
ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había
comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos
caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas
cargadas de baratijas.
—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya
libres de las pesquisas del general?
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La vorágine
—Sin duda alguna.
—¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—.
Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse
a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido.
Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz; ¡era yo el
hombre para Casanare!
Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo
en la faena, y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba
con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol.
—¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pregunté a don Rafo.
—El más astuto de los salteadores: varias veces prófugo, tras
curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos
a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe
idiomas de varias tribus y es boga y vaquero.
—Y tan disimulado y tan hipócrita y tan servil —apuntaba Alicia.
—Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola
bestia. Por aquí andará…
Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones
con las anécdotas de don Rafo.
Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos
el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un
vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera
muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de
ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una
pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba
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José Eustasio Rivera
hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como
copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las
guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del
espacio, del estero y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que
era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en
el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer
destello solar y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula,
ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender
al azul.
Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta
plegaria:
—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!
Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos
en la inmensidad.
***
Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al cansancio. Habíamos hecho
copiosas preguntas que don Rafo
atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que era
una mata, un caño, un zural y por fin Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero
hasta media docena y al ventearnos
enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.
—No gaste usted los tiros del revólver —ordenó don Rafo—.
Aunque vea los bichos cerca, están a más de quinientos metros.
Fenómenos de la región.
Dificultábase la charla porque don Rafo iba de puntero,
llevando de diestro una bestia, en pos de la cual trotaban las
otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como
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La vorágine
lámina de metal, y bajo el espejeo de la atmósfera, en el ámbito
desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte.
Por momentos se oía la vibración de la luz.
Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes
de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una
chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del
hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietábame el tinte de sus
arreboladas mejillas, miedoso de la congestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie
asoleada: ni
un árbol, ni una gruta, ni una palmera.
—¿Quieres descansar? —le proponía preocupado; y sonriendo me respondía:
—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero cúbrete el rostro,
que la resolana te tuesta!
Hacia la tarde, parecían surgir en el horizonte ciudades fantásticas. Las ponentinas matas
de monte provocaban el espejismo, perfilando en el cielo penachos de palmares, por sobre
cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón
evocaban manchas de tejados.
Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura,
empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.
—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No
llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentaremos el bastimento.
Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama,
cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban
balanceando la cola. Después de gran rodeo, y casi por opuesto
lado, penetramos en la espesura, costeando el tremedal, donde
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abrevábanse las caballerías que iba yo maneando en la sombra. Limpió don Rafo con el
machete las malezas cercanas a
un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde
llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos.
Puesto el chinchorro, lo cubrimos con el amplio mosquitero
para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos,
ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consoladora y nos devolvió la
tranquilidad.
Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mientras Alicia me ofrecía su ayuda.
—Esos oficios no te corresponden a ti.
—¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes
obedecer!
Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso
que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a
buscar agua, me rogó que no la dejara sola.
—Ven, si quieres —le dije—. Y siguió tras de nosotros por
una trocha enmalezada.
La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarascas. Por entre ellas nadaban
unas tortuguitas llamadas galápagos, asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí los
caimanejos
nombrados cachirres exhibían sobre la nata del pozo los ojos
sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con
picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban
bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella
las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido
como el grito de Alicia. Había emergido, bostezando para atraparme, una serpiente güío,
corpulenta como una viga, que a
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La vorágine
mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas.
Y regresamos con los calderos vacíos.
Presa del pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mosquitero. Tuvo vahídos, pero la
cerveza le aplacó las náuseas.
Con espanto no menor, comprendí lo que le pasaba, y, sin saber
cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras.
***
Al verla dormida, me aparté con don Rafael, y sentándonos
sobre una raíz del árbol, escuché sus consejos inolvidables:
No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que
estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles.
Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de
tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto.
Por lo demás, los hijos, legítimos o naturales, tenían igual
procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En
Casanare así acontecía.
Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante,
pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía
en aquel entonces llegó a superar a la esposa soñada, pues, juzgándose inferior, se
adornaba con la modestia y siempre se creyó
deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en
el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los pergaminos y de las mentiras
sociales, le inspiró el horror a las altas
familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio.
No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto,
pues sólo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era
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verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba
a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar
tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades.
Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque
así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la señalada por mi suerte? Y Alicia,
¿en qué desmerecía? ¿No era inteligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En
qué
código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que
los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor
que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser
como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas
doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo
consentimiento del público que me contagiaba su estulticia;
acaso por el lustre de la riqueza? Pero esta, que suele nacer
de fuentes oscuras, ¿no era también relativa? ¿No resultaban
misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera?
¿No llegaría yo a la dorada medianía, a ser relativamente rico?
En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinieran a buscarme con el incienso?
Usted sólo tiene un problema
sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero
para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por
añadidura.
Callado, escarmenaba mentalmente las razones que oía,
separando la verdad de la exageración.
—Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto,
pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora: están en mi
horizonte, pero están lejos. Respecto
de Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado vivo como si lo
estuviera, supliendo mi hidalguía lo
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La vorágine
que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que
mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio,
por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco.
«Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de
fingir, para que mi alma se sienta
menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi
inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida
y de rescatarme a la perversión; pero dondequiera que puse mi
esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y
repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer
todas las pasiones y sufro su hastío,
y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de
que estoy cercano a la redención.
La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten
los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas
han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi
ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas,
no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni
la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de
musgo, donde nunca falta una lágrima. ¡Hoy me ha visto usted
llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a
la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños
desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!».
Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que
Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí
en actitud de escuchar.
—¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó.
Fue preciso continuar la marcha hasta el morichal vecino,
según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en
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José Eustasio Rivera
extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontraban agua los animales y de
noche acudían las fieras. Salimos
de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar, y bajo
los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras
don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. La brisa del
anochecer refrescaba el desierto,
y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo
como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia,
que acercándose me preguntaba:
—¿Qué tienes? ¿Qué tienes?
Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vueltos hacia el lado de donde
venía, sin que acertáramos a descifrar el misterio; una palmera de macanilla, fina como un
pincel,
obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo.
***
Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La
laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines
enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desaforados, y nos dispersaron las
bestias. Frente al tranquero de la
entrada, donde se asoleaba un bayetón rojo, exclamó don Rafo,
empinándose en los estribos:
—¡Alabado sea Dios!
—… Y su madre santísima —respondió una voz de mujer.
—¿No hay quién venga a espantar estos perros?
—Ya va.
—¿La niña Griselda?
—En el caño.
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Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de
caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas
del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales,
de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de guadua que
protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores
un pavo real.
Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina,
enjugándose las manos con el ruedo de las enaguas.
—¡Chite, uise! —gritó tirando una cáscara a las gallinas
que escarbaban la era—. Prosigan, que la niña Griselda se ta
bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron!
Y volvió a sus quehaceres.
Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde
no había otro menaje que dos chinchorros, una barbacoa, dos
banquetas, tres baúles y una máquina Singer. Alicia, sofocada,
se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Griselda, descalza, con el chingue
al brazo, el peine en la crencha
y los jabones en una totuma.
—Perdone usted —le dijimos.
—Tienen a sus órdenes el rancho y la persona. ¡Ah!, ¿también vino don Rafael? ¿Qué hace
en la ramaa?
Y saliendo al patio, le decía familiarmente:
—Trascordao, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy entigrecía contra usté. No me salga
con esas, porque peleamos.
Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de
cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes
anchos y albísimos, mientras que con mano hacendosa exprimía los cabellos goteantes
sobre el corpiño desabrochado. Volviéndose a nosotros, interrogó:
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—¿Ya les trajeron café?
—Se pone usted en molestias…
—Tiana, Bastiana, ¿qué hubo?
Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, preguntábale si los diamantes de sus
zarcillos eran “legales” y si traía
otros para vender.
—Señora, si le gustan…
—Se los cambio por esa máquina.
—Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo.
—¡Naa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra.
Y con el acento cálido refirió que Barrera había venido a
llevar gente para las caucherías del Vichada.
—Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos
por día. Así se lo he dicho a Franco.
—¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo.
—Narciso Barrera, que ha treido mercancías y morrocotas pa da y convidá.
—¿Se creen ustedes de esa ficha?
—Cáyese, don Rafa. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le
ta ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este pejugal! ¡Quere ma a las vacas
que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos
militarmente.
Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió.
—Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance.
—Don Rafo, el que no arriesga no pasa el ma. Ora dígame
ustees si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao
a toos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío
que bregales el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos
de ganao. ¡Nadie quere hacer naa! ¡Y de noche tienen unos
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La vorágine
joropos…! Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí
a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se
jue. Mañana lo espero.
—¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la
da barata?
—Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus petaquitas. Ya todo el mundo ha
comprao. ¿A que no me trajo los
cuaernos de las moas cuando ma lo menesto? Tengo que yevá
ropa de primera.
—Por ahí le traigo uno.
—¡Dios se lo pague!
La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza
y brazos temblones, nos alargó sendos pocillos de café amargo
que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba
vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer
una miel oscura, que sacaba de un garrafón, para que endulzáramos la bebida.
—Muchas gracias, señora.
—¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de
don Rafo?
—Como si lo fuera.
—¿Y ustees también son tolimas?
—Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana.
—Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de cachaca.
¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté?
—No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve
tres años en el colegio asistiendo a la clase.
—¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso compré máquina. Y miren qué lujo
de telas las que tengo aquí. Me
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José Eustasio Rivera
las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también
le dio. ¿Ónde ta la tuya?
—Colgá en la percha. Ora la treigo.
Y salió.
La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofrecía ser
su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo
el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos.
—¡Esas son etaminas comunes!
—Puros cortes de sea, don Rafo. Barrera es rasgaísimo. Y
miren las vistas del fábrico en el Vichada, a onde quere yevarnos. Digan imparcialmente si
no son una preciosidá esos edificios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha
repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegaas en el baúl.
Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la orilla montuosa de un río, casas de
dos pisos, en cuyos barandales se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el
puertecito.
—Aquí viven ma de mil hombres y toos ganan una libra
diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonaas. ¡Supóngase
cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?…
Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que
otra oportunidá como esta no se presentará.
—Lo que yo siento es tar tan cascaa; si no, me iba también
tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el
quicio—. Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja.
—Con ese traje parecerás un tizón encendido.
—Blanco —me replicó—: pior es no parecer naa.
—Andá —ordenó la niña Griselda—, buscale a don Rafo
unos topochos mauros pa los cabayos. Pero primero decile al
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La vorágine
Miguel que se deje de tar echao en el chinchorro, porque no se
le quitan las fiebres: que le saque el agua a la curiara y le ponga
cuidao al anzuelo, a ve si los caribes se tragaron ya la carnaa.
Puee que haya afilao algún bagrecito. Y danos vos algo de comé,
que estos blancos yegan de lejos. Venga pa acá, niña Alicia, y
aflójese la ropa. En este cuarto nos quearemos las dos.
Y parándose ante mí, agregó con picaresco descaro:
—¡Me la yevo! ¿Ustees ya separaron cama?
***
Verdadera lástima sentí por don Rafael ante el fracaso de su
negocio. Tenía razón la niña Griselda: todos se habían provisto
ya de mercancías.
Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, vinieron del hato unos hombres enjutos
y pálidos, cuyas monturas
húmedas disimulaban su mal aspecto con el bayetón que los
jinetes dejaban colgando sobre las rodillas. Del otro lado del
monte pidieron a gritos la curiara, y, creyendo no ser oídos,
hicieron disparos de wínchester. Vista la tardanza, sin desmontarse, lanzaron sus
cabalgaduras al caño y lo cruzaron trayendo
las ropas amarradas en la cabeza.
Llegaron. Vestían calzones de lienzo, camisa suelta llamada
lique y anchos sombreros de felpa castaña. Sus pies desnudos
oprimían con el dedo gordo el aro de los estribos.
—Buen día… —prorrumpieron con voz melancólica entre
los ladridos de los perros.
—Ojalá que nos hubieran matao, por ta de chistosos —exclamó la niña Griselda.
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—Era pa la curiara…
—¡Qué curiara! Este no es paso rial.
—Venimos a ve la mercancía…
—Sigan, pero dejen sus rangos afuera.
Los hombres se apearon, y con los ronzales de cerda torcida
que servían de rendaje, amarraron los trotones bajo el samán de
la entrada y avanzaron con los bayetones al hombro. Alrededor
del cuero en que don Rafo había extendido la chuchería se acuclillaron indolentes.
—Miren los diagonales extras; aquí están unos cuchillos
garantizados; fíjense en esta faja de cuero, con funda para el
revólver, todo de primera clase.
—¿Trajo quinina?
—Muy buena, y píldoras para las calenturas.
—¿A cómo el hilo?
—Diez centavos madeja.
—¿No la da en cinco?
—Llévela en nueve.
Todo lo fueron tocando, examinando, comparando, casi sin
hablar. Para saber si una tela desteñía, se empapaban en saliva
los dedos y la refregaban. Don Rafael con la vara de medir les
señalaba todo, agotando los encomios para cada cosa. Nada
les gustó.
—¿Me deja en veinte riales esa navaja?
—Llévela.
—Le doy por los botones lo que le dije.
—Tómelos.
—Pero me encima la aguja pa prenderlos.
—Cójala.
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La vorágine
Así compraron bagatelas por dos o tres pesos. El hombre de la
carabina, desanudando la punta del pañuelo, alargó una morrocota:
—Páguese de too, es de veinte dólares.
Y la hizo retiñir contra el acero del arma.
—¡A ve los trueques!
—¿Por qué no compran el restico?
—A esos precios no se alcanza ni con la carabina. Vaya
usté al hato pa que vea cosas regalaas.
—¡Adió, pue!
Y montaron.
—Hola, socio —voceó regresando el de peor estampa—,
nos mandó Barrera a quitate la mercancía, y es mejó que te
largués con eya. Quedás notificao: ¡lejos con eya! ¡Si no te la
quitamos ahora, es por lo poquita y lo cara!
—¿Y quitarla por qué? —indagó don Rafo.
—¡Por la competencia!
—¿Crees tú, infeliz, que este anciano está solo? —prorrumpí,
empuñando un cuchillo, entre los aspavientos de las mujeres.
—Mirá —repuso el hombre—, por sobre yo, mi sombrero.
Por grande que sea la tierra, me quea bajo los pies. Con vos no
me toy metiendo. Pero si querés, ¡pa vos también hay!
Espoleando el potro, me tiró a la cara los objetos comprados y galopó con sus compañeros,
a lo largo de la llanura.
***
Esa noche, como a las diez, llegó Fidel Franco a la casa. Aunque la embarcación se
deslizaba sin ruido sobre el agua profunda, los gozques la sintieron y al instante cundió la
alarma.
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José Eustasio Rivera
—Es Fidel, es Fidel —decía la niña Griselda, tropezando
en nuestros chinchorros. Y salió al patio en camisola, envuelta
desde la cabeza en un pañolón oscuro, seguida de don Rafael.
Alicia, asustada en las tinieblas, empezó a llamarme desde
su cuarto:
—Arturo, ¿sentiste? ¡Ha llegado gente!
—¡Sí, no te afanes, no vengas! Es el dueño de casa.
Cuando en franela y sin sombrero salí al aire libre, iba
un grupo bajo los platanales llevando un hachón encendido.
La cadena de la curiara sonó al atracar y desembarcaron dos
hombres armados.
—¿Qué ha pasado por aquí? —dijo uno, abrazando secamente a la niña Griselda.
—¡Naa, naa! ¿Por qué te aparecés a semejante hora?
—¿Qué huéspedes han llegado?
—Don Rafael y dos compañeros, hombre y mujé.
Franco y don Rafo, después de un apretón amistoso, regresaron con los del grupo hacia la
cocina.
—Me vine alarmadísimo porque esta noche al yegar al hato
con la torada supe que Barrera había mandado una comisión.
No querían prestarme cabayo, pero apenas comenzó la juerga,
me traje la curiara de ayá. ¿A qué vinieron esos forajidos?
—A quitarme el chucho —repuso humildemente don Rafo.
—¿Y qué pasó, Griselda?
—¡Naa! Si ma, hay camorra, porque el guatecito se les
encaró, cachiblanco en mano. ¡Un horror! ¡Nos hizo chiyá!
—Seguí pa dentro —agregó de repente la patrona, lívida,
trémula—, y mientras les dan el trago de café, guindá tu chinchorro en el correor, porque toy
en el cuarto con la doña.
– 47 –
La vorágine
—De ningún modo: Alicia y yo nos alojaremos en la enramada —dije avanzando hacia el
corrillo.
—Usté no manda aquí —replicó la niña Griselda, esforzándose por sonreír—. Venga,
conozca a este yanero, que es el mío.
—Servidor de usted —repuse devolviendo el abrazo.
—¡Cuente conmigo! Basta que usted sea compañero de
don Rafael.
—¡Y si vieras con qué trozo de mujé se ha enyugao! ¡Coloraíta que ni un merey! ¡Y las
manos que tiene pa cortá la sea,
y lo modosa pa enseñá!
—Pues manden a sus nuevos criados —repetía Franco.
Era cenceño y pálido, de mediana estatura, y acaso mayor
que yo. Cuadrábale el apellido al carácter, y su fisonomía y sus
palabras eran menos elocuentes que su corazón. Las facciones
proporcionadas, el acento y el modo de dar la mano advertían
que era hombre de buen origen, no salido de las pampas, sino
venido a ellas.
—¿Usted es oriundo de Antioquia?
—Sí, señor. Hice algunos estudios en Bogotá, ingresé luego
en el ejército, me destinaron a la guarnición de Arauca y de allí
deserté por un disgusto con mi capitán. Desde entonces vine
con Griselda a calentar este rancho, que no dejaré por nada
en la vida —y recalcó—: ¡por nada en la vida!
La niña Griselda, con mohín amargo, permanecía muda.
Como advirtió que estaba en traje de alcoba, se fue con pretexto de
vestirse, llevando dentro de la mano ahuecada la luz de una vela.
Y no volvió más.
Mientras tanto, la vieja Tiana hacía llamear el fogón de
tres piedras, sobre las cuales pendía un alambre para colgar el
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José Eustasio Rivera
caldero o la marma. Al tibio parpadear de la lumbre nos sentamos en círculo, sobre raíces
de guadua o sobre calaveras de
caimán, que servían de banquetas. El mocetón que llegó con
Franco me miraba con simpatía, sosteniendo entre las rodillas
desnudas una escopeta de dos cañones. Como sus ropas estaban húmedas,
desarremangóse los calzoncillos y los oreaba
sobre las pantorrillas de nudosos músculos. Llamábase Antonio Correa y era hijo de
Sebastiana, tan cuadrado de espaldas
y tan fornido de pecho, que parecía un ídolo indígena.
—Mama —dijo rascándose la cabeza—: ¿cuál jue el entrometío que yevó al hato el chisme
de la mercancía?
—Eso no tie naa de malo: avisando se vende.
—Sí, ¿pero qué jue a hacé ayá la tarde que yegaron estos
blancos?
—¡Yo qué sé! Lo mandaría la niña Griselda.
En esta vez fue Franco quien hizo el mohín. Después de
corto silencio, indagó:
—Mulata, ¿cuántas veces ha venido Barrera?
—Yo no he reparao. Yo vivo ocupaa aquí en mi cocina.
Saboreando el café y referido por don Rafo algún incidente
de nuestro viaje, repreguntó Franco, obedeciendo a su obstinada preocupación:
—¿Y el Miguel y el Jesús qué han estado haciendo? ¿Buscaron los marranos en la
sabana? ¿Compusieron el tranquero
de los corrales? ¿Cuántas vacas ordeñan?
—Sólo dos de ternero grande. Las otras las hizo soltá la
niña Griselda porque ya empieza a habé plaga y los zancúos
matan las crías.
—¿Y dónde están esos flojos?
– 49 –
La vorágine
—Miguel con calentura. No se quié hacé el remedio: son cinco
hojitas de borraja, pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo,
proúcen vómito. Ahí le tengo el cocimiento, pero no lo traga. Y
eso que ta enviajao pa las caucherías. ¡Se la pasa jugando naipes
con el Jesús, y ese sí que ta perdío por irse!
—Pues que se larguen desde ahora, en la curiara del hato, y
no vuelvan más. No tolero en mi posada ni chismosos ni espías.
Mulata, asómate al caney y diles que desocupen: ¡que ni me
deben, ni les debo!
Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la
situación del hato: «¿Era verdad que todo andaba manga por
hombro?».
—Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha trastornado todo. Ayá no se puede vivir.
Mejor que le prendieran candela.
Luego refirió que los trabajos se habían suspendido porque
los vaqueros se emborrachaban y se dividían en grupos para
toparse en determinados sitios de la llanada, donde, a ocultas,
les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban
matar los caballos, entregándolos estúpidamente a los toros;
otras, se dejaban coger de la soga, o al colear sufrían golpes
mortales; muchos se volvían a juerguear con Clarita; estos
derrengaban los rangos apostando carreras, y nadie corregía el desorden ni normalizaba la
situación, porque ante el
señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba
en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta
suerte, ya no quedaban caballos mansos sino potrones, ni
había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño
del hato, borracho y gotoso, ignorante de lo que pasaba, esparrancábase en el chinchorro a
dejar que Barrera le ganara
– 50 –
José Eustasio Rivera
dinero a los dados, a que Clarita le diera aguardiente con
la boca, a que la peonada del enganchador sacrificara hasta
cinco reses por día, desechando, al desollarlas, las que no
parecieran gordas.
Y para colmo, los indios guahibos de las costas del Guanapalo, que flechaban reses por
centenares, asaltaron la fundación
del Hatico, llevándose a las mujeres y matando a los hombres.
Gracias a que el río detuvo el incendio, pero hasta no sé qué
noche, se veía el lejano resplandor de la candelada.
—¿Y qué piensa usted hacer con su fundación? —pregunté.
—¡Defenderla! Con diez jinetes de vergüenza, bien encarabinados, no dejaremos indio con
vida.
En ese instante volvió Sebastiana:
—Ya se jueron.
—Mama, cuidao se yevan mi tiple.
—Que si no manda razón alguna.
—Sí: al viejo Zubieta que no me espere. Que le sigo dirigiendo la vaquería cuando me dé
mejores yaneros.
En pos de la mulata salimos al patio. La noche estaba oscura
y comenzaba a lloviznar. Franco nos siguió a la sala y se tendió
en la barbacoa. Afuera los que se marchaban cantaron a dúo:
Corazón, no seás caballo:
aprendé a tener vergüenza;
al que te quiera, querelo,
y al que no, no le hagás fuerza.
Y la pala del remo en la onda y el repentino rebotar de la
lluvia apagaron el eco de la tonada.
– 51 –
La vorágine
***
Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos
conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una
sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un
hombre, que podía ser Barrera. Agazapado en los pajonales
iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas
cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una
serpiente helada y rígida. Desde
la cerca de los corrales, don Rafo agitaba el sombrero exclamando: «¡Véngase! ¡Eso ya no
tiene remedio!».
Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país
extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo
blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces.
Franco, erguido sobre un promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este
estribillo:
«¡Infelices, detrás de estas selvas está el más allá!». Y al pie de
cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para
exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro.
Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo
de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, iluminado por luciérnagas colosales.
Llevaba yo en la mano una
hachuela corta, y, colgado al cinto, un recipiente de metal.
Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida
al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza para que
escurriera la goma. «¿Por qué me desangras?», suspiró una voz
falleciente. «Yo soy tu Alicia y me he convertido en una
parásita».
– 52 –
José Eustasio Rivera
Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana.
El cielo, después de la lluvia anterior, resplandecía lavado y azul.
Una brisa discreta suavizaba los grandes calores.
—Blanco, aquí ta el desayuno —murmuró la mulata—.
Don Rafo y los hombres montaron y las mujeres tan bañándose.
Mientras que yo desayunaba, sentóse en el suelo y comenzó
a ajustar con los dientes la cadenita de una medalla que llevaba
al cuello. «Resolví ponerme esta prenda, porque ta bendita y
es milagrosa. A ve si el Antonio se anima a yevarme. Por si me
dejare desamparaa, le di en el café el corazón de un pajarito
llamao piapoco. Puee irse muy lejos y corré tierras; pero onde
oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que
volverse, porque la guiña ta en que viene la pesaúmbre a poné
de presente la patria y el rancho y el queré olvidao, y tras de los
suspiros tiee que encaminarse el suspiraor o se muere de pena.
La medaya también ayúa si se le cuelga al que se va».
—¿Y Antonio pretende ir al Vichada?
—Quén sabe. Franco no quere desarraigarse, pero la mujé
ta enviajaa. Antonio hace lo que diga el hombre.
—¿Y anoche, por qué se fueron los muchachos?
—El hombre no los aguantó ma. Ta malicioso. El Jesús jue
al hato la tardecita que yegaron ustees, no a yamá al Barrera
sino a decile que no arrimara porque no se podía. Eso jue too.
Pero el hombre es avispao y los despachó.
—¿Barrera viene frecuentemente?
—Yo no sé. Si acaso habla con la Griselda es en el caño, porque eya, en achaque del
anzuelito, anda remolona con la curiara.
Barrera es mejó que el hombre; Barrera es una oportunidá.
– 53 –
La vorágine
Pero el hombre es atravesao y la mujé le tiee mieo dende lo
acontecío en Arauca. Le soplaron que el capitán andaba tras
de eya y le madrugó: ¡con dos puñaladas tuvo!
En ese momento, interrumpiéndonos el palique, avanzaban en animado trío Alicia, la niña
Griselda y un hombre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris.
—Ahí ta don Barrera. ¿No lo quería conocé?
***
—Caballero —exclamó inclinándose—: doble fortuna es
la mía que, impensadamente, me pone a los pies de un marido
tan digno de su linda esposa.
Y sin esperar otra razón, besó en mi presencia la mano de
Alicia. Estrechando luego la mía, añadió zalamero:
—Alabada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron
en el Brasil, y me producían
suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los
hijos dispersos y crearle súbditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero
nunca
aspiré al honor de declararle a usted, personalmente, mi admiración sincera.
Aunque estaba prevenido contra ese hombre, confieso que
fui sensible a la adulación, y que sus palabras templaron el disgusto que me produjo su
cortesanía con mi garbosa daifa.
Pidiónos perdón por entrar en la sala con botas de campo; y
después de averiguar por la salud del dueño de casa, me suplicó
que le aceptara una copa de whisky. Ya había advertido yo que
la niña Griselda traía la botella en la mano.
– 54 –
José Eustasio Rivera
Cuando Sebastiana colocó sobre la barbacoa los pocillos
y el hombre se inclinó a colmarlos, observé que este llevaba al
cinto niquelado revólver y que la botella no estaba llena.
Alicia, mirándome, se resistía a tomar.
—Otra copita, señora. Ya se convenció usted de que es
licor suave.
—¡Cómo! —dije ceñudo—. ¿Tú también has bebido?
—Insistió tanto el señor Barrera… Y me ha regalado este
frasco de perfume —musitó, sacándolo del cestillo donde lo
tenía oculto.
—Un obsequio insignificante. Perdone usted, lo traía
especialmente…
—Pero no para mi mujer. ¡Quizá para la niña Griselda!
¿Acaso ya los tres se conocían?
—Absolutamente, señor Cova: la dicha me había sido
adversa.
Alicia y la niña Griselda enrojecieron.
—Supe —aclaró el hombre— que ustedes estaban aquí, por
noticias de unos mozuelos que anoche llegaron al hato. Inmenso
pesar me causó la nueva de que seis jinetes, ladrones sin duda,
habían pretendido expropiar en mi nombre una mercancía; y
tan pronto como amaneció, me encaminé a presentar mis respetuosas protestas contra el
atentado incalificable. Y ese whisky
y ese perfume, ofrendas humildes de quien no tiene, fuera de su
corazón, más que ofrecer, estaban destinados a corroborar la
ferviente adhesión que les profeso a los dueños de casa.
—¿Oyes, Alicia? Dale ese frasco a la niña Griselda.
—¿Y luego no son también ustees dueños de este rancho?
—apuntó la patrona, con voz resentida.
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La vorágine
—Como tales los considero yo, porque dondequiera que lleguen, son, por derecho de
simpatía, amos de cuanto los rodea.
A pesar de mi semblante agresivo, el hombre no se desconcertó; mas diole al discurso giro
diverso: sucedían tantas cosas en
Casanare, que daba grima pensar en lo que llegaría a convertirse
esa privilegiada tierra, fuerte cuna de la hospitalidad, la honradez
y el trabajo. Pero con los asilados de Venezuela, que la infestaban
como dañina langosta, no se podía vivir. ¡Cuánto había sufrido
él con los voluntarios que le pedían enganche! ¡Tantos se le presentaban explotando la
condición de los desterrados políticos, y
eran vulgares delincuentes, prófugos de penitenciarías! Mas era
peligroso rechazarlos de plano, en previsión de algún desmán.
Indudablemente, a esta clase pertenecían los que pretendieron
desvalijar a don Rafael. ¡Jamás podría indemnizarlo la empresa
del Vichada de tantos disgustos! Era verdad, y sería ingratitud
no reconocerlo y proclamarlo, que le había hecho distinciones
honrosas. Primero lo envió al Brasil, residencia de los principales
accionistas, con un gran cargamento de caucho, y ellos le rogaron que aceptara la gerencia
de la explotación; mas la rehusó por
carecer de aptitudes. ¡Ah! ¡Si entonces hubiera adivinado que yo
quería habitar el desierto! Si yo pudiese indicarle un candidato,
con cuánto orgullo propondría su nombre; y si ese candidato
quisiera irse con él, en la seguridad de que sería nombrado…
—Señor Barrera —interrumpí—: jamás tuve noticia de
que en el Vichada hubiera empresas de la magnitud de la suya.
—¡Mía, no; mía, no! Soy un modesto empleado a quien
sólo le pagan dos mil libras anuales, fuera de gastos.
Audazmente fijó en mí los ojos sobornadores, pasóse por
el rostro un pañuelo de seda, acarició el nudo de la corbata y
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José Eustasio Rivera
se despidió, encareciéndonos una y otra vez que saludáramos
a los caballeros ausentes y les transmitiéramos su protesta contra el abuso de los
salteadores. Sin embargo, él pensaba volver
otro día a presentarla personalmente.
La niña Griselda lo acompañó hasta el caño, y allí se detuvo
más tiempo del que requiere una despedida.
—¿De dónde salió este sujeto? —dije en tono brusco, encarándome con Alicia, apenas
quedamos solos.
—Llegó a caballo por aquella costa, y la niña Griselda lo
pasó en la curiara.
—¿Tú lo conocías?
—No.
—¿Te parece interesante?
—No.
—¿Resuelves aceptar el perfume?
—No.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!
Y rapándole el frasco del bolsillo del delantal, lo estrellé con
furia en el patio, casi a los pies de la niña Griselda que regresaba.
—¡Cristiano, usté ta loco, usté ta loco!

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