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Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una
claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne
reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para conjurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con su resuello. Entretanto continuaba el silencio en las melancólicas soledades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que fluía de las constelaciones cercanas. Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía – 27 – La vorágine iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque cuando reflorecieran ya no habría quizás a quién ofrendarlas o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron. Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte, al par que me servía de remordimiento, era el lenitivo de mi congoja, la compañera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el viento, sin saber a dónde y miedosa de la tierra que la esperaba. Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables. Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno. «Aunque no te ame como quieres», decía, «¿dejarás de ser para mí el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempeñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo que me debes? No será enamorando a las campesinas de las posadas ni haciéndome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me conoces. ¡Tú responderás!». —¿Y sabes que soy ridículamente pobre? —Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu corazón. —¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura, cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de sufrir y confiar? —¿No hice por ti todos los sacrificios? —Pero le temes a Casanare. – 28 – José Eustasio Rivera —Le temo por ti. —¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos! Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavicencio la noche que esperábamos al Jefe de la Gendarmería. Era este un quídam semicano y rechoncho, vestido de caqui, de bigotes ariscos y aguardentosa catadura. —Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó su sable en el umbral. —¡Oh, poeta! Esta chica es digna hermana de las nueve musas. ¡No sea egoísta con los amigos! Y me echó su tufo de anetol en la cara. Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el banco, resopló, asiéndola de las muñecas: —¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez y Roca, el general Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía sentarte en mis rodillas. Y probó a sentarla de nuevo. Alicia, inmutada, estalló: —¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos. —¿Qué quiere usted? —gruñí cerrando las puertas. Y lo degradé con un salivazo. —Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, porque soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere! Yo le guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí! ¡Déjemela para mí! Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Alicia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabique, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza. – 29 – La vorágine El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de arroz que ocupaban el ángulo de la sala. Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo y yo huimos en busca de las llanuras intérminas. *** —Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare. Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio: —¿Ya quiere salir el sol? —Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—. Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo quedan llanos, llanos y llanos. Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madrugada, un olor a pajonal fresco, a surco removido, a leños recién cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los moriches. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espíritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la vida y de la creación. —Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me inspiraba. —Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente – 30 – José Eustasio Rivera solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni se les teme ni se les maldice. Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete como mi padre, y tan valeroso en los peligros. —Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso, en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la hoguera, sonreía confiada. Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compañero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente, convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados unos meses. Casualmente hallábase en Villavicencio de salida para Casanare. Después de su ruina, viudo y pobre, le cogió apego a los Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas cargadas de baratijas. —¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya libres de las pesquisas del general? – 31 – La vorágine —Sin duda alguna. —¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—. Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su merecido. Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz; ¡era yo el hombre para Casanare! Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y poniéndoles los cabezales. Ayudábale yo en la faena, y pronto estuvimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol. —¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pregunté a don Rafo. —El más astuto de los salteadores: varias veces prófugo, tras curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe idiomas de varias tribus y es boga y vaquero. —Y tan disimulado y tan hipócrita y tan servil —apuntaba Alicia. —Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola bestia. Por aquí andará… Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones con las anécdotas de don Rafo. Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba – 32 – José Eustasio Rivera hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del espacio, del estero y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer destello solar y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula, ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enrojeciéndose antes de ascender al azul. Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta plegaria: —¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol! Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos en la inmensidad. *** Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al cansancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que era una mata, un caño, un zural y por fin Alicia conoció los venados. Pastaban en un estero hasta media docena y al ventearnos enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas. —No gaste usted los tiros del revólver —ordenó don Rafo—. Aunque vea los bichos cerca, están a más de quinientos metros. Fenómenos de la región. Dificultábase la charla porque don Rafo iba de puntero, llevando de diestro una bestia, en pos de la cual trotaban las otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como – 33 – La vorágine lámina de metal, y bajo el espejeo de la atmósfera, en el ámbito desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte. Por momentos se oía la vibración de la luz. Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quitasol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extremos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietábame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la congestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni un árbol, ni una gruta, ni una palmera. —¿Quieres descansar? —le proponía preocupado; y sonriendo me respondía: —¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero cúbrete el rostro, que la resolana te tuesta! Hacia la tarde, parecían surgir en el horizonte ciudades fantásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espejismo, perfilando en el cielo penachos de palmares, por sobre cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón evocaban manchas de tejados. Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura, empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros. —Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentaremos el bastimento. Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama, cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban balanceando la cola. Después de gran rodeo, y casi por opuesto lado, penetramos en la espesura, costeando el tremedal, donde – 34 – José Eustasio Rivera abrevábanse las caballerías que iba yo maneando en la sombra. Limpió don Rafo con el machete las malezas cercanas a un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos. Puesto el chinchorro, lo cubrimos con el amplio mosquitero para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos, ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consoladora y nos devolvió la tranquilidad. Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mientras Alicia me ofrecía su ayuda. —Esos oficios no te corresponden a ti. —¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes obedecer! Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a buscar agua, me rogó que no la dejara sola. —Ven, si quieres —le dije—. Y siguió tras de nosotros por una trocha enmalezada. La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojarascas. Por entre ellas nadaban unas tortuguitas llamadas galápagos, asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí los caimanejos nombrados cachirres exhibían sobre la nata del pozo los ojos sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas evaporaciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mortuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido como el grito de Alicia. Había emergido, bostezando para atraparme, una serpiente güío, corpulenta como una viga, que a – 35 – La vorágine mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y rebasándolo en las orillas. Y regresamos con los calderos vacíos. Presa del pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mosquitero. Tuvo vahídos, pero la cerveza le aplacó las náuseas. Con espanto no menor, comprendí lo que le pasaba, y, sin saber cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras. *** Al verla dormida, me aparté con don Rafael, y sentándonos sobre una raíz del árbol, escuché sus consejos inolvidables: No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles. Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto. Por lo demás, los hijos, legítimos o naturales, tenían igual procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En Casanare así acontecía. Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante, pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía en aquel entonces llegó a superar a la esposa soñada, pues, juzgándose inferior, se adornaba con la modestia y siempre se creyó deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los pergaminos y de las mentiras sociales, le inspiró el horror a las altas familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio. No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto, pues sólo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era – 36 – José Eustasio Rivera verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades. Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la señalada por mi suerte? Y Alicia, ¿en qué desmerecía? ¿No era inteligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En qué código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo consentimiento del público que me contagiaba su estulticia; acaso por el lustre de la riqueza? Pero esta, que suele nacer de fuentes oscuras, ¿no era también relativa? ¿No resultaban misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera? ¿No llegaría yo a la dorada medianía, a ser relativamente rico? En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinieran a buscarme con el incienso? Usted sólo tiene un problema sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por añadidura. Callado, escarmenaba mentalmente las razones que oía, separando la verdad de la exageración. —Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto, pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preocupan ahora: están en mi horizonte, pero están lejos. Respecto de Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar enamorado vivo como si lo estuviera, supliendo mi hidalguía lo – 37 – La vorágine que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio, por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco. «Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas mujeres, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida y de rescatarme a la perversión; pero dondequiera que puse mi esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi propia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío, y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestionarme con el pensamiento de que estoy cercano a la redención. La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas, no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de musgo, donde nunca falta una lágrima. ¡Hoy me ha visto usted llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!». Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí en actitud de escuchar. —¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó. Fue preciso continuar la marcha hasta el morichal vecino, según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en – 38 – José Eustasio Rivera extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontraban agua los animales y de noche acudían las fieras. Salimos de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar, y bajo los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a amarrar los caballos. La brisa del anochecer refrescaba el desierto, y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia, que acercándose me preguntaba: —¿Qué tienes? ¿Qué tienes? Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vueltos hacia el lado de donde venía, sin que acertáramos a descifrar el misterio; una palmera de macanilla, fina como un pincel, obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo. *** Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desaforados, y nos dispersaron las bestias. Frente al tranquero de la entrada, donde se asoleaba un bayetón rojo, exclamó don Rafo, empinándose en los estribos: —¡Alabado sea Dios! —… Y su madre santísima —respondió una voz de mujer. —¿No hay quién venga a espantar estos perros? —Ya va. —¿La niña Griselda? —En el caño. – 39 – La vorágine Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales, de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de guadua que protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores un pavo real. Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina, enjugándose las manos con el ruedo de las enaguas. —¡Chite, uise! —gritó tirando una cáscara a las gallinas que escarbaban la era—. Prosigan, que la niña Griselda se ta bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron! Y volvió a sus quehaceres. Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde no había otro menaje que dos chinchorros, una barbacoa, dos banquetas, tres baúles y una máquina Singer. Alicia, sofocada, se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Griselda, descalza, con el chingue al brazo, el peine en la crencha y los jabones en una totuma. —Perdone usted —le dijimos. —Tienen a sus órdenes el rancho y la persona. ¡Ah!, ¿también vino don Rafael? ¿Qué hace en la ramaa? Y saliendo al patio, le decía familiarmente: —Trascordao, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy entigrecía contra usté. No me salga con esas, porque peleamos. Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes anchos y albísimos, mientras que con mano hacendosa exprimía los cabellos goteantes sobre el corpiño desabrochado. Volviéndose a nosotros, interrogó: – 40 – José Eustasio Rivera —¿Ya les trajeron café? —Se pone usted en molestias… —Tiana, Bastiana, ¿qué hubo? Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, preguntábale si los diamantes de sus zarcillos eran “legales” y si traía otros para vender. —Señora, si le gustan… —Se los cambio por esa máquina. —Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo. —¡Naa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra. Y con el acento cálido refirió que Barrera había venido a llevar gente para las caucherías del Vichada. —Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos por día. Así se lo he dicho a Franco. —¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo. —Narciso Barrera, que ha treido mercancías y morrocotas pa da y convidá. —¿Se creen ustedes de esa ficha? —Cáyese, don Rafa. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le ta ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este pejugal! ¡Quere ma a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cristianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente. Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió. —Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance. —Don Rafo, el que no arriesga no pasa el ma. Ora dígame ustees si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao a toos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío que bregales el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos de ganao. ¡Nadie quere hacer naa! ¡Y de noche tienen unos – 41 – La vorágine joropos…! Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se jue. Mañana lo espero. —¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la da barata? —Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus petaquitas. Ya todo el mundo ha comprao. ¿A que no me trajo los cuaernos de las moas cuando ma lo menesto? Tengo que yevá ropa de primera. —Por ahí le traigo uno. —¡Dios se lo pague! La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza y brazos temblones, nos alargó sendos pocillos de café amargo que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer una miel oscura, que sacaba de un garrafón, para que endulzáramos la bebida. —Muchas gracias, señora. —¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de don Rafo? —Como si lo fuera. —¿Y ustees también son tolimas? —Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana. —Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de cachaca. ¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté? —No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve tres años en el colegio asistiendo a la clase. —¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso compré máquina. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. Me – 42 – José Eustasio Rivera las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también le dio. ¿Ónde ta la tuya? —Colgá en la percha. Ora la treigo. Y salió. La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofrecía ser su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos. —¡Esas son etaminas comunes! —Puros cortes de sea, don Rafo. Barrera es rasgaísimo. Y miren las vistas del fábrico en el Vichada, a onde quere yevarnos. Digan imparcialmente si no son una preciosidá esos edificios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegaas en el baúl. Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la orilla montuosa de un río, casas de dos pisos, en cuyos barandales se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el puertecito. —Aquí viven ma de mil hombres y toos ganan una libra diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonaas. ¡Supóngase cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?… Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que otra oportunidá como esta no se presentará. —Lo que yo siento es tar tan cascaa; si no, me iba también tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el quicio—. Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja. —Con ese traje parecerás un tizón encendido. —Blanco —me replicó—: pior es no parecer naa. —Andá —ordenó la niña Griselda—, buscale a don Rafo unos topochos mauros pa los cabayos. Pero primero decile al – 43 – La vorágine Miguel que se deje de tar echao en el chinchorro, porque no se le quitan las fiebres: que le saque el agua a la curiara y le ponga cuidao al anzuelo, a ve si los caribes se tragaron ya la carnaa. Puee que haya afilao algún bagrecito. Y danos vos algo de comé, que estos blancos yegan de lejos. Venga pa acá, niña Alicia, y aflójese la ropa. En este cuarto nos quearemos las dos. Y parándose ante mí, agregó con picaresco descaro: —¡Me la yevo! ¿Ustees ya separaron cama? *** Verdadera lástima sentí por don Rafael ante el fracaso de su negocio. Tenía razón la niña Griselda: todos se habían provisto ya de mercancías. Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, vinieron del hato unos hombres enjutos y pálidos, cuyas monturas húmedas disimulaban su mal aspecto con el bayetón que los jinetes dejaban colgando sobre las rodillas. Del otro lado del monte pidieron a gritos la curiara, y, creyendo no ser oídos, hicieron disparos de wínchester. Vista la tardanza, sin desmontarse, lanzaron sus cabalgaduras al caño y lo cruzaron trayendo las ropas amarradas en la cabeza. Llegaron. Vestían calzones de lienzo, camisa suelta llamada lique y anchos sombreros de felpa castaña. Sus pies desnudos oprimían con el dedo gordo el aro de los estribos. —Buen día… —prorrumpieron con voz melancólica entre los ladridos de los perros. —Ojalá que nos hubieran matao, por ta de chistosos —exclamó la niña Griselda. – 44 – José Eustasio Rivera —Era pa la curiara… —¡Qué curiara! Este no es paso rial. —Venimos a ve la mercancía… —Sigan, pero dejen sus rangos afuera. Los hombres se apearon, y con los ronzales de cerda torcida que servían de rendaje, amarraron los trotones bajo el samán de la entrada y avanzaron con los bayetones al hombro. Alrededor del cuero en que don Rafo había extendido la chuchería se acuclillaron indolentes. —Miren los diagonales extras; aquí están unos cuchillos garantizados; fíjense en esta faja de cuero, con funda para el revólver, todo de primera clase. —¿Trajo quinina? —Muy buena, y píldoras para las calenturas. —¿A cómo el hilo? —Diez centavos madeja. —¿No la da en cinco? —Llévela en nueve. Todo lo fueron tocando, examinando, comparando, casi sin hablar. Para saber si una tela desteñía, se empapaban en saliva los dedos y la refregaban. Don Rafael con la vara de medir les señalaba todo, agotando los encomios para cada cosa. Nada les gustó. —¿Me deja en veinte riales esa navaja? —Llévela. —Le doy por los botones lo que le dije. —Tómelos. —Pero me encima la aguja pa prenderlos. —Cójala. – 45 – La vorágine Así compraron bagatelas por dos o tres pesos. El hombre de la carabina, desanudando la punta del pañuelo, alargó una morrocota: —Páguese de too, es de veinte dólares. Y la hizo retiñir contra el acero del arma. —¡A ve los trueques! —¿Por qué no compran el restico? —A esos precios no se alcanza ni con la carabina. Vaya usté al hato pa que vea cosas regalaas. —¡Adió, pue! Y montaron. —Hola, socio —voceó regresando el de peor estampa—, nos mandó Barrera a quitate la mercancía, y es mejó que te largués con eya. Quedás notificao: ¡lejos con eya! ¡Si no te la quitamos ahora, es por lo poquita y lo cara! —¿Y quitarla por qué? —indagó don Rafo. —¡Por la competencia! —¿Crees tú, infeliz, que este anciano está solo? —prorrumpí, empuñando un cuchillo, entre los aspavientos de las mujeres. —Mirá —repuso el hombre—, por sobre yo, mi sombrero. Por grande que sea la tierra, me quea bajo los pies. Con vos no me toy metiendo. Pero si querés, ¡pa vos también hay! Espoleando el potro, me tiró a la cara los objetos comprados y galopó con sus compañeros, a lo largo de la llanura. *** Esa noche, como a las diez, llegó Fidel Franco a la casa. Aunque la embarcación se deslizaba sin ruido sobre el agua profunda, los gozques la sintieron y al instante cundió la alarma. – 46 – José Eustasio Rivera —Es Fidel, es Fidel —decía la niña Griselda, tropezando en nuestros chinchorros. Y salió al patio en camisola, envuelta desde la cabeza en un pañolón oscuro, seguida de don Rafael. Alicia, asustada en las tinieblas, empezó a llamarme desde su cuarto: —Arturo, ¿sentiste? ¡Ha llegado gente! —¡Sí, no te afanes, no vengas! Es el dueño de casa. Cuando en franela y sin sombrero salí al aire libre, iba un grupo bajo los platanales llevando un hachón encendido. La cadena de la curiara sonó al atracar y desembarcaron dos hombres armados. —¿Qué ha pasado por aquí? —dijo uno, abrazando secamente a la niña Griselda. —¡Naa, naa! ¿Por qué te aparecés a semejante hora? —¿Qué huéspedes han llegado? —Don Rafael y dos compañeros, hombre y mujé. Franco y don Rafo, después de un apretón amistoso, regresaron con los del grupo hacia la cocina. —Me vine alarmadísimo porque esta noche al yegar al hato con la torada supe que Barrera había mandado una comisión. No querían prestarme cabayo, pero apenas comenzó la juerga, me traje la curiara de ayá. ¿A qué vinieron esos forajidos? —A quitarme el chucho —repuso humildemente don Rafo. —¿Y qué pasó, Griselda? —¡Naa! Si ma, hay camorra, porque el guatecito se les encaró, cachiblanco en mano. ¡Un horror! ¡Nos hizo chiyá! —Seguí pa dentro —agregó de repente la patrona, lívida, trémula—, y mientras les dan el trago de café, guindá tu chinchorro en el correor, porque toy en el cuarto con la doña. – 47 – La vorágine —De ningún modo: Alicia y yo nos alojaremos en la enramada —dije avanzando hacia el corrillo. —Usté no manda aquí —replicó la niña Griselda, esforzándose por sonreír—. Venga, conozca a este yanero, que es el mío. —Servidor de usted —repuse devolviendo el abrazo. —¡Cuente conmigo! Basta que usted sea compañero de don Rafael. —¡Y si vieras con qué trozo de mujé se ha enyugao! ¡Coloraíta que ni un merey! ¡Y las manos que tiene pa cortá la sea, y lo modosa pa enseñá! —Pues manden a sus nuevos criados —repetía Franco. Era cenceño y pálido, de mediana estatura, y acaso mayor que yo. Cuadrábale el apellido al carácter, y su fisonomía y sus palabras eran menos elocuentes que su corazón. Las facciones proporcionadas, el acento y el modo de dar la mano advertían que era hombre de buen origen, no salido de las pampas, sino venido a ellas. —¿Usted es oriundo de Antioquia? —Sí, señor. Hice algunos estudios en Bogotá, ingresé luego en el ejército, me destinaron a la guarnición de Arauca y de allí deserté por un disgusto con mi capitán. Desde entonces vine con Griselda a calentar este rancho, que no dejaré por nada en la vida —y recalcó—: ¡por nada en la vida! La niña Griselda, con mohín amargo, permanecía muda. Como advirtió que estaba en traje de alcoba, se fue con pretexto de vestirse, llevando dentro de la mano ahuecada la luz de una vela. Y no volvió más. Mientras tanto, la vieja Tiana hacía llamear el fogón de tres piedras, sobre las cuales pendía un alambre para colgar el – 48 – José Eustasio Rivera caldero o la marma. Al tibio parpadear de la lumbre nos sentamos en círculo, sobre raíces de guadua o sobre calaveras de caimán, que servían de banquetas. El mocetón que llegó con Franco me miraba con simpatía, sosteniendo entre las rodillas desnudas una escopeta de dos cañones. Como sus ropas estaban húmedas, desarremangóse los calzoncillos y los oreaba sobre las pantorrillas de nudosos músculos. Llamábase Antonio Correa y era hijo de Sebastiana, tan cuadrado de espaldas y tan fornido de pecho, que parecía un ídolo indígena. —Mama —dijo rascándose la cabeza—: ¿cuál jue el entrometío que yevó al hato el chisme de la mercancía? —Eso no tie naa de malo: avisando se vende. —Sí, ¿pero qué jue a hacé ayá la tarde que yegaron estos blancos? —¡Yo qué sé! Lo mandaría la niña Griselda. En esta vez fue Franco quien hizo el mohín. Después de corto silencio, indagó: —Mulata, ¿cuántas veces ha venido Barrera? —Yo no he reparao. Yo vivo ocupaa aquí en mi cocina. Saboreando el café y referido por don Rafo algún incidente de nuestro viaje, repreguntó Franco, obedeciendo a su obstinada preocupación: —¿Y el Miguel y el Jesús qué han estado haciendo? ¿Buscaron los marranos en la sabana? ¿Compusieron el tranquero de los corrales? ¿Cuántas vacas ordeñan? —Sólo dos de ternero grande. Las otras las hizo soltá la niña Griselda porque ya empieza a habé plaga y los zancúos matan las crías. —¿Y dónde están esos flojos? – 49 – La vorágine —Miguel con calentura. No se quié hacé el remedio: son cinco hojitas de borraja, pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo, proúcen vómito. Ahí le tengo el cocimiento, pero no lo traga. Y eso que ta enviajao pa las caucherías. ¡Se la pasa jugando naipes con el Jesús, y ese sí que ta perdío por irse! —Pues que se larguen desde ahora, en la curiara del hato, y no vuelvan más. No tolero en mi posada ni chismosos ni espías. Mulata, asómate al caney y diles que desocupen: ¡que ni me deben, ni les debo! Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la situación del hato: «¿Era verdad que todo andaba manga por hombro?». —Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha trastornado todo. Ayá no se puede vivir. Mejor que le prendieran candela. Luego refirió que los trabajos se habían suspendido porque los vaqueros se emborrachaban y se dividían en grupos para toparse en determinados sitios de la llanada, donde, a ocultas, les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban matar los caballos, entregándolos estúpidamente a los toros; otras, se dejaban coger de la soga, o al colear sufrían golpes mortales; muchos se volvían a juerguear con Clarita; estos derrengaban los rangos apostando carreras, y nadie corregía el desorden ni normalizaba la situación, porque ante el señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta suerte, ya no quedaban caballos mansos sino potrones, ni había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño del hato, borracho y gotoso, ignorante de lo que pasaba, esparrancábase en el chinchorro a dejar que Barrera le ganara – 50 – José Eustasio Rivera dinero a los dados, a que Clarita le diera aguardiente con la boca, a que la peonada del enganchador sacrificara hasta cinco reses por día, desechando, al desollarlas, las que no parecieran gordas. Y para colmo, los indios guahibos de las costas del Guanapalo, que flechaban reses por centenares, asaltaron la fundación del Hatico, llevándose a las mujeres y matando a los hombres. Gracias a que el río detuvo el incendio, pero hasta no sé qué noche, se veía el lejano resplandor de la candelada. —¿Y qué piensa usted hacer con su fundación? —pregunté. —¡Defenderla! Con diez jinetes de vergüenza, bien encarabinados, no dejaremos indio con vida. En ese instante volvió Sebastiana: —Ya se jueron. —Mama, cuidao se yevan mi tiple. —Que si no manda razón alguna. —Sí: al viejo Zubieta que no me espere. Que le sigo dirigiendo la vaquería cuando me dé mejores yaneros. En pos de la mulata salimos al patio. La noche estaba oscura y comenzaba a lloviznar. Franco nos siguió a la sala y se tendió en la barbacoa. Afuera los que se marchaban cantaron a dúo: Corazón, no seás caballo: aprendé a tener vergüenza; al que te quiera, querelo, y al que no, no le hagás fuerza. Y la pala del remo en la onda y el repentino rebotar de la lluvia apagaron el eco de la tonada. – 51 – La vorágine *** Pasé mala noche. Cuando menudeaba el canto de los gallos conseguí quedarme dormido. Soñé que Alicia iba sola, por una sabana lúgubre, hacia un lugar siniestro donde la esperaba un hombre, que podía ser Barrera. Agazapado en los pajonales iba espiándola yo, con la escopeta del mulato en balanza; mas cada vez que intentaba tenderla contra el seductor, se convertía entre mis manos en una serpiente helada y rígida. Desde la cerca de los corrales, don Rafo agitaba el sombrero exclamando: «¡Véngase! ¡Eso ya no tiene remedio!». Veía luego a la niña Griselda, vestida de oro, en un país extraño, encaramada en una peña de cuya base fluía un hilo blancuzco de caucho. A lo largo de él lo bebían gentes innumerables echadas de bruces. Franco, erguido sobre un promontorio de carabinas, amonestaba a los sedientos con este estribillo: «¡Infelices, detrás de estas selvas está el más allá!». Y al pie de cada árbol se iba muriendo un hombre, en tanto que yo recogía sus calaveras para exportarlas en lanchones por un río silencioso y oscuro. Volvía a ver a Alicia, desgreñada y desnuda, huyendo de mí por entre las malezas de un bosque nocturno, iluminado por luciérnagas colosales. Llevaba yo en la mano una hachuela corta, y, colgado al cinto, un recipiente de metal. Me detuve ante una araucaria de morados corimbos, parecida al árbol del caucho, y empecé a picarle la corteza para que escurriera la goma. «¿Por qué me desangras?», suspiró una voz falleciente. «Yo soy tu Alicia y me he convertido en una parásita». – 52 – José Eustasio Rivera Agitado y sudoroso desperté como a las nueve de la mañana. El cielo, después de la lluvia anterior, resplandecía lavado y azul. Una brisa discreta suavizaba los grandes calores. —Blanco, aquí ta el desayuno —murmuró la mulata—. Don Rafo y los hombres montaron y las mujeres tan bañándose. Mientras que yo desayunaba, sentóse en el suelo y comenzó a ajustar con los dientes la cadenita de una medalla que llevaba al cuello. «Resolví ponerme esta prenda, porque ta bendita y es milagrosa. A ve si el Antonio se anima a yevarme. Por si me dejare desamparaa, le di en el café el corazón de un pajarito llamao piapoco. Puee irse muy lejos y corré tierras; pero onde oiga cantá otro pájaro semejante, se pondrá triste y tendrá que volverse, porque la guiña ta en que viene la pesaúmbre a poné de presente la patria y el rancho y el queré olvidao, y tras de los suspiros tiee que encaminarse el suspiraor o se muere de pena. La medaya también ayúa si se le cuelga al que se va». —¿Y Antonio pretende ir al Vichada? —Quén sabe. Franco no quere desarraigarse, pero la mujé ta enviajaa. Antonio hace lo que diga el hombre. —¿Y anoche, por qué se fueron los muchachos? —El hombre no los aguantó ma. Ta malicioso. El Jesús jue al hato la tardecita que yegaron ustees, no a yamá al Barrera sino a decile que no arrimara porque no se podía. Eso jue too. Pero el hombre es avispao y los despachó. —¿Barrera viene frecuentemente? —Yo no sé. Si acaso habla con la Griselda es en el caño, porque eya, en achaque del anzuelito, anda remolona con la curiara. Barrera es mejó que el hombre; Barrera es una oportunidá. – 53 – La vorágine Pero el hombre es atravesao y la mujé le tiee mieo dende lo acontecío en Arauca. Le soplaron que el capitán andaba tras de eya y le madrugó: ¡con dos puñaladas tuvo! En ese momento, interrumpiéndonos el palique, avanzaban en animado trío Alicia, la niña Griselda y un hombre elegante, de botas altas, vestido blanco y fieltro gris. —Ahí ta don Barrera. ¿No lo quería conocé? *** —Caballero —exclamó inclinándose—: doble fortuna es la mía que, impensadamente, me pone a los pies de un marido tan digno de su linda esposa. Y sin esperar otra razón, besó en mi presencia la mano de Alicia. Estrechando luego la mía, añadió zalamero: —Alabada sea la diestra que ha esculpido tan bellas estrofas. Regalo de mi espíritu fueron en el Brasil, y me producían suspirante nostalgia, porque es privilegio de los poetas encadenar al corazón de la patria los hijos dispersos y crearle súbditos en tierras extrañas. Fui exigente con la fortuna, pero nunca aspiré al honor de declararle a usted, personalmente, mi admiración sincera. Aunque estaba prevenido contra ese hombre, confieso que fui sensible a la adulación, y que sus palabras templaron el disgusto que me produjo su cortesanía con mi garbosa daifa. Pidiónos perdón por entrar en la sala con botas de campo; y después de averiguar por la salud del dueño de casa, me suplicó que le aceptara una copa de whisky. Ya había advertido yo que la niña Griselda traía la botella en la mano. – 54 – José Eustasio Rivera Cuando Sebastiana colocó sobre la barbacoa los pocillos y el hombre se inclinó a colmarlos, observé que este llevaba al cinto niquelado revólver y que la botella no estaba llena. Alicia, mirándome, se resistía a tomar. —Otra copita, señora. Ya se convenció usted de que es licor suave. —¡Cómo! —dije ceñudo—. ¿Tú también has bebido? —Insistió tanto el señor Barrera… Y me ha regalado este frasco de perfume —musitó, sacándolo del cestillo donde lo tenía oculto. —Un obsequio insignificante. Perdone usted, lo traía especialmente… —Pero no para mi mujer. ¡Quizá para la niña Griselda! ¿Acaso ya los tres se conocían? —Absolutamente, señor Cova: la dicha me había sido adversa. Alicia y la niña Griselda enrojecieron. —Supe —aclaró el hombre— que ustedes estaban aquí, por noticias de unos mozuelos que anoche llegaron al hato. Inmenso pesar me causó la nueva de que seis jinetes, ladrones sin duda, habían pretendido expropiar en mi nombre una mercancía; y tan pronto como amaneció, me encaminé a presentar mis respetuosas protestas contra el atentado incalificable. Y ese whisky y ese perfume, ofrendas humildes de quien no tiene, fuera de su corazón, más que ofrecer, estaban destinados a corroborar la ferviente adhesión que les profeso a los dueños de casa. —¿Oyes, Alicia? Dale ese frasco a la niña Griselda. —¿Y luego no son también ustees dueños de este rancho? —apuntó la patrona, con voz resentida. – 55 – La vorágine —Como tales los considero yo, porque dondequiera que lleguen, son, por derecho de simpatía, amos de cuanto los rodea. A pesar de mi semblante agresivo, el hombre no se desconcertó; mas diole al discurso giro diverso: sucedían tantas cosas en Casanare, que daba grima pensar en lo que llegaría a convertirse esa privilegiada tierra, fuerte cuna de la hospitalidad, la honradez y el trabajo. Pero con los asilados de Venezuela, que la infestaban como dañina langosta, no se podía vivir. ¡Cuánto había sufrido él con los voluntarios que le pedían enganche! ¡Tantos se le presentaban explotando la condición de los desterrados políticos, y eran vulgares delincuentes, prófugos de penitenciarías! Mas era peligroso rechazarlos de plano, en previsión de algún desmán. Indudablemente, a esta clase pertenecían los que pretendieron desvalijar a don Rafael. ¡Jamás podría indemnizarlo la empresa del Vichada de tantos disgustos! Era verdad, y sería ingratitud no reconocerlo y proclamarlo, que le había hecho distinciones honrosas. Primero lo envió al Brasil, residencia de los principales accionistas, con un gran cargamento de caucho, y ellos le rogaron que aceptara la gerencia de la explotación; mas la rehusó por carecer de aptitudes. ¡Ah! ¡Si entonces hubiera adivinado que yo quería habitar el desierto! Si yo pudiese indicarle un candidato, con cuánto orgullo propondría su nombre; y si ese candidato quisiera irse con él, en la seguridad de que sería nombrado… —Señor Barrera —interrumpí—: jamás tuve noticia de que en el Vichada hubiera empresas de la magnitud de la suya. —¡Mía, no; mía, no! Soy un modesto empleado a quien sólo le pagan dos mil libras anuales, fuera de gastos. Audazmente fijó en mí los ojos sobornadores, pasóse por el rostro un pañuelo de seda, acarició el nudo de la corbata y – 56 – José Eustasio Rivera se despidió, encareciéndonos una y otra vez que saludáramos a los caballeros ausentes y les transmitiéramos su protesta contra el abuso de los salteadores. Sin embargo, él pensaba volver otro día a presentarla personalmente. La niña Griselda lo acompañó hasta el caño, y allí se detuvo más tiempo del que requiere una despedida. —¿De dónde salió este sujeto? —dije en tono brusco, encarándome con Alicia, apenas quedamos solos. —Llegó a caballo por aquella costa, y la niña Griselda lo pasó en la curiara. —¿Tú lo conocías? —No. —¿Te parece interesante? —No. —¿Resuelves aceptar el perfume? —No. —¡Muy bien! ¡Muy bien! Y rapándole el frasco del bolsillo del delantal, lo estrellé con furia en el patio, casi a los pies de la niña Griselda que regresaba. —¡Cristiano, usté ta loco, usté ta loco!