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A

ntes que me hubiera apasionado por mujer alguna,


jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.
Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la con-
fidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes.
Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios
no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino
del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que
mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño
que la alimenta.
Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había
renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano
mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas
mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba
mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.
Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones,
esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó
casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fragua-
ron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura
y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los

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José Eustasio Rivera

planes arteros. «Yo moriré sola», decía: «mi desgracia se opone


a tu porvenir».
Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le
declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una
noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desam-
pararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».
¡Y huimos!

***

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente


al insomnio.
Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites,
veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos
daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito
flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado
de mi chinchorro, en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dor-
mía con agitada respiración.
Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiado-
ras: ¿qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta joven-
cita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus
ansias de triunfo, y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El
lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo
pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura
lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el
ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo,
¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste?
Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque
ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de

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La vorágine

tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de


la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.
En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi
energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino
que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco
empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayo-
res locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión…?
Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas.
El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de
que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez,
en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados
peligros. Pero Alicia me estorbaba como un grillete. ¡Si al menos
fuera más arriscada, menos bisoña, más ágil! La pobre salió de
Bogotá en circunstancias aflictivas; no sabía montar a caballo,
el rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos prefería
caminar a pie, yo debía imitarla pacientemente, cabestreando
las cabalgaduras.
Nunca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugi-
tivos, avanzábamos lentamente, incapaces de torcer la vía para
esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su
mayor parte, que se detenían a nuestro paso interrogándome
conmovidos: «Patrón, ¿por qué va llorando la niña?».
Era preciso pasar de noche por Cáqueza, en previsión de
que nos detuvieran las autoridades. Varias veces intenté rom-
per el alambre del telégrafo, enlazándolo con la soga de mi
caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que
alguien me capturara y, librándome de Alicia, me devolviera esa
libertad del espíritu que nunca se pierde en la reclusión. Por las
afueras del pueblo pasamos a prima noche, y desviando luego

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hacia la vega del río, entre cañaverales ruidosos que nuestros


jamelgos descogollaban al pasar, nos guarecimos en una enra-
mada donde funcionaba un trapiche. Desde lejos lo sentimos
gemir, y por el resplandor de la hornilla donde se cocía la miel
cruzaban intermitentes las sombras de los bueyes que movían
el mayal y del chicuelo que los aguijaba. Unas mujeres adere-
zaron la cena y le dieron a Alicia un cocimiento de yerbas para
calmarle la fiebre.
Allí permanecimos una semana.

***

El peón que envié a Bogotá a caza de noticias, me las trajo inquie-


tantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de
mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos
usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí
pidiéndole su intervención, tenía este remate: «¡Los prenderán!
No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un
hombre como tú busque el desierto?».
Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por
huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado
si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la
instó con zalemas a que le mostrara algunas de las monedas que
hacíamos, caso de que las fabricáramos, «en lo que no había
nada de malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente
día partimos antes del amanecer.
—¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma
cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor
regresar?

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La vorágine

—¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te


canso! ¿Para qué me trajiste? Porque la idea partió de ti. ¡Vete,
déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!
Y de nuevo se echó a llorar.
El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me
movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su
fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días
que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber,
de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en
secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete
por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuan-
tiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela
entusiástica. Entonces Alicia, buscando la liberación, se lanzó
a mis brazos.
Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo,
quería casarse con ella.
—¡Déjame! —repitió, arrojándose del caballo—. ¡De ti
no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un
alma caritativa! ¡Infame! Nada quiero de ti.
Yo que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo
replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente
mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano con-
vulsa arrancaba puñados de yerba…
—Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.
—¡Nunca!
Y volvió los ojos a otra parte.
Quejóse luego del descaro con que la engañaba:
—¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha
de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme

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que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es


ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás, y
contigo, ni al cielo!
Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía
qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole
sus celos con un abrazo de despedida. Si quería que la aban-
donara, ¿tenía yo la culpa?
Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación,
vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en
dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo.
El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo
en la mano.
—Caballero, permítame una palabra.
—¿Yo? —repuse con voz enérgica.
—Sí, sumercé —y terciándose la ruana me alargó un papel
enrollado—. Es que lo manda notificar mi padrino.
—¿Quién es su padrino?
—Mi padrino el alcalde.
—Esto no es para mí —dije, devolviendo el papel, sin
haberlo leído.
—¿No son, pues, susmercedes los que estuvieron en el
trapiche?
—Absolutamente. Voy de intendente a Villavicencio, y esta
señora es mi esposa.
Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.
—Yo creí —balbuceó— que eran susmercedes los acuña-
dores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón
al pueblo para que la autoridad los apañara, pero mi padrino
estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de

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La vorágine

El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de


arroz que ocupaban el ángulo de la sala.
Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo
y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.

***

—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del


mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.
Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:
—¿Ya quiere salir el sol?
—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando
a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—.
Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo
quedan llanos, llanos y llanos.
Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madru-
gada, un olor a pajonal fresco, a surco removido, a leños recién
cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los
moriches. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba
alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo
inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espí-
ritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la
vida y de la creación.
—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por
qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me
inspiraba.
—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para
gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el
suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente

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solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni


se les teme ni se les maldice.
Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete
como mi padre, y tan valeroso en los peligros.
—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso,
en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la
hoguera, sonreía confiada.
Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compa-
ñero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese
aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a
menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente,
convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y
de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio
y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva
de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde
nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los
encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y
de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos
al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados
unos meses.
Casualmente hallábase en Villavicencio de salida para Casa-
nare. Después de su ruina, viudo y pobre, le cogió apego a los
Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como
ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había
comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos
caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas
cargadas de baratijas.
—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya
libres de las pesquisas del general?

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—Sin duda alguna.


—¡Qué susto me dio ese canalla! —comentó Alicia—.
Piensen ustedes que yo temblaba como azogue. ¡Y aparecerse
a la medianoche! ¡Y decir que me conocía! Pero se llevó su me-
recido.
Don Rafo tributó a mi osadía un aplauso feliz; ¡era yo el
hombre para Casanare!
Mientras hablaba, iba desmaneando las bestias y ponién-
doles los cabezales. Ayudábale yo en la faena, y pronto estu-
vimos listos para seguir la marcha. Alicia, que nos alumbraba
con una linterna, suplicó que esperásemos la salida del sol.
—¿Conque el mentado Pipa es un zorro llanero? —pre-
gunté a don Rafo.
—El más astuto de los salteadores: varias veces prófugo, tras
curar sus fiebres en los presidios, vuelve con mayores arrestos
a ejercer la piratería. Ha sido capitán de indios salvajes, sabe
idiomas de varias tribus y es boga y vaquero.
—Y tan disimulado y tan hipócrita y tan servil —apun-
taba Alicia.
—Tuvieron ustedes la fortuna de que les robara una sola
bestia. Por aquí andará…
Alicia me miraba nerviosa, pero calmó sus preocupaciones
con las anécdotas de don Rafo.
Y la aurora surgió ante nosotros: sin que advirtiéramos
el momento preciso, empezó a flotar sobre los pajonales un
vapor sonrosado que ondulaba en la atmósfera como ligera
muselina. Las estrellas se adormecieron, y en la lontananza de
ópalo, al nivel de la tierra, apareció un celaje de incendio, una
pincelada violenta, un coágulo de rubí. Bajo la gloria del alba

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hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como


copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las
guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del
espacio, del estero y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que
era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en
el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer
destello solar y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula,
ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enro-
jeciéndose antes de ascender al azul.
Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta
plegaria:
—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!
Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos
en la inmensidad.

***

Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al can-


sancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo
atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que era
una mata, un caño, un zural y por fin Alicia conoció los vena-
dos. Pastaban en un estero hasta media docena y al ventearnos
enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.
—No gaste usted los tiros del revólver —ordenó don Rafo—.
Aunque vea los bichos cerca, están a más de quinientos metros.
Fenómenos de la región.
Dificultábase la charla porque don Rafo iba de puntero,
llevando de diestro una bestia, en pos de la cual trotaban las
otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como

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lámina de metal, y bajo el espejeo de la atmósfera, en el ámbito


desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte.
Por momentos se oía la vibración de la luz.
Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes
de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quita-
sol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extre-
mos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del
hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietá-
bame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la con-
gestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni
un árbol, ni una gruta, ni una palmera.
—¿Quieres descansar? —le proponía preocupado; y son-
riendo me respondía:
—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero cúbrete el rostro,
que la resolana te tuesta!
Hacia la tarde, parecían surgir en el horizonte ciudades fan-
tásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espe-
jismo, perfilando en el cielo penachos de palmares, por sobre
cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón
evocaban manchas de tejados.
Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura,
empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.
—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No
llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentare-
mos el bastimento.
Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama,
cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban
balanceando la cola. Después de gran rodeo, y casi por opuesto
lado, penetramos en la espesura, costeando el tremedal, donde

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abrevábanse las caballerías que iba yo maneando en la som-


bra. Limpió don Rafo con el machete las malezas cercanas a
un árbol enorme, agobiado por festones amarillentos, de donde
llovían, con espanto de Alicia, gusanos inofensivos y verdosos.
Puesto el chinchorro, lo cubrimos con el amplio mosquitero
para defenderla de las abejas que se le enredaban en los rizos,
ávidas de chuparle el sudor. Humeó luego la hoguera consola-
dora y nos devolvió la tranquilidad.
Metía yo al fuego la leña que me aventaba don Rafo, mien-
tras Alicia me ofrecía su ayuda.
—Esos oficios no te corresponden a ti.
—¡No me impacientes, ya ordené que descanses, y debes
obedecer!
Resentida por mi actitud, empezó a mecerse, al impulso
que su pie le imprimía al chinchorro. Mas cuando fuimos a
buscar agua, me rogó que no la dejara sola.
—Ven, si quieres —le dije—. Y siguió tras de nosotros por
una trocha enmalezada.
La laguneta de aguas amarillosas estaba cubierta de hojaras-
cas. Por entre ellas nadaban unas tortuguitas llamadas galápa-
gos, asomando la cabeza rojiza; y aquí y allí los caimanejos
nombrados cachirres exhibían sobre la nata del pozo los ojos
sin párpados. Garzas meditabundas, sostenidas en un pie, con
picotazo repentino arrugaban la charca tristísima, cuyas eva-
poraciones maléficas flotaban bajo los árboles como velo mor-
tuorio. Partiendo una rama, me incliné para barrer con ella
las vegetaciones acuátiles, pero don Rafo me detuvo, rápido
como el grito de Alicia. Había emergido, bostezando para atra-
parme, una serpiente güío, corpulenta como una viga, que a

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mis tiros de revólver se hundió removiendo el pantano y reba-


sándolo en las orillas.
Y regresamos con los calderos vacíos.
Presa del pánico, Alicia se reclinó temblorosa bajo el mos-
quitero. Tuvo vahídos, pero la cerveza le aplacó las náuseas.
Con espanto no menor, comprendí lo que le pasaba, y, sin saber
cómo, abrazando a la futura madre, lloré todas mis desventuras.

***

Al verla dormida, me aparté con don Rafael, y sentándonos


sobre una raíz del árbol, escuché sus consejos inolvidables:
No convenía, durante el viaje, advertirla del estado en que
estaba, pero debía rodearla de todos los cuidados posibles.
Haríamos jornadas cortas y regresaríamos a Bogotá antes de
tres meses. Allí las cosas cambiarían de aspecto.
Por lo demás, los hijos, legítimos o naturales, tenían igual
procedencia y se querían lo mismo. Cuestión del medio. En
Casanare así acontecía.
Él ambicionó en un tiempo hacer un matrimonio brillante,
pero el destino le marcó ruta imprevista: la joven con quien vivía
en aquel entonces llegó a superar a la esposa soñada, pues, juz-
gándose inferior, se adornaba con la modestia y siempre se creyó
deudora de un exceso de bien. De esta suerte, él fue más feliz en
el hogar que su hermano, cuya compañera, esclava de los per-
gaminos y de las mentiras sociales, le inspiró el horror a las altas
familias, hasta que regresó a la sencillez favorecido por el divorcio.
No había que retroceder en la vida ante ningún conflicto,
pues sólo afrontándolos de cerca se ve si tienen remedio. Era

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José Eustasio Rivera

verdad que preveía el escándalo de mis parientes si me echaba


a cuestas a Alicia o la conducía al altar. Mas no había que mirar
tan lejos, porque los temores van más allá de las posibilidades.
Nadie me aseguraba que había nacido para casado, y aunque
así fuera, ¿quién podría darme una esposa distinta de la seña-
lada por mi suerte? Y Alicia, ¿en qué desmerecía? ¿No era inte-
ligente, bien educada, sencilla y de origen honesto? ¿En qué
código, en qué escritura, en qué ciencia había aprendido yo que
los prejuicios priman sobre las realidades? ¿Por qué era mejor
que otros, sino por mis obras? El hombre de talento debe ser
como la muerte, que no reconoce categorías. ¿Por qué ciertas
doncellas me parecían más encumbradas? ¿Acaso por irreflexivo
consentimiento del público que me contagiaba su estulticia;
acaso por el lustre de la riqueza? Pero esta, que suele nacer
de fuentes oscuras, ¿no era también relativa? ¿No resultaban
misérrimos nuestros potentados en parangón con los de fuera?
¿No llegaría yo a la dorada medianía, a ser relativamente rico?
En este caso, ¿qué me importarían los demás, cuando vinie-
ran a buscarme con el incienso? Usted sólo tiene un problema
sumo, a cuyo lado huelgan todos los otros: adquirir dinero
para sustentar la modestia decorosamente. El resto viene por
añadidura.
Callado, escarmenaba mentalmente las razones que oía,
separando la verdad de la exageración.
—Don Rafo —le dije—, yo miro las cosas por otro aspecto,
pues las conclusiones de usted, aunque fundadas, no me preo-
cupan ahora: están en mi horizonte, pero están lejos. Respecto
de Alicia, el más grave problema lo llevo yo, que sin estar ena-
morado vivo como si lo estuviera, supliendo mi hidalguía lo

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La vorágine

que no puede dar mi ternura, con la convicción íntima de que


mi idiosincrasia caballeresca me empujará hasta el sacrificio,
por una dama que no es la mía, por un amor que no conozco.
«Fama de rendido galán gané en el ánimo de muchas muje-
res, gracias a la costumbre de fingir, para que mi alma se sienta
menos sola. Por todas partes fui buscando en qué distraer mi
inconformidad, e iba de buena fe, anheloso de renovar mi vida
y de rescatarme a la perversión; pero dondequiera que puse mi
esperanza hallé lamentable vacío, embellecido por la fantasía y
repudiado por el desencanto. Y así, engañándome con mi pro-
pia verdad, logré conocer todas las pasiones y sufro su hastío,
y prosigo desorientado, caricatureando el ideal para sugestio-
narme con el pensamiento de que estoy cercano a la redención.
La quimera que persigo es humana, y bien sé que de ella parten
los caminos para el triunfo, para el bienestar y para el amor. Mas
han pasado los días y se va marchitando mi juventud sin que mi
ilusión reconozca su derrotero; y viviendo entre mujeres sencillas,
no he encontrado la sencillez, ni entre las enamoradas el amor, ni
la fe entre las creyentes. Mi corazón es como una roca cubierta de
musgo, donde nunca falta una lágrima. ¡Hoy me ha visto usted
llorar, no por flaqueza de ánimo, que bastante rencor le tengo a
la vida; lloré por mis aspiraciones engañadas, por mis ensueños
desvanecidos, por lo que no fui, por lo que ya no seré jamás!».
Paulatinamente iba levantando la voz y comprendí que
Alicia estaba despierta. Me acerqué cauteloso y la sorprendí
en actitud de escuchar.
—¿Qué quieres? —le dije. Y su silencio me desconcertó.
Fue preciso continuar la marcha hasta el morichal vecino,
según decisión de don Rafo, porque la mata era peligrosa en

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José Eustasio Rivera

extremo: a muchas leguas en contorno, sólo en ella encontra-


ban agua los animales y de noche acudían las fieras. Salimos
de allí, paso a paso, cuando la tarde empezó a suspirar, y bajo
los últimos arreboles nos preparamos para la queda. Mientras
don Rafo encendía fuego, me retiré por los pajonales a ama-
rrar los caballos. La brisa del anochecer refrescaba el desierto,
y de repente, en intervalos desiguales, llegó a mis oídos algo
como un lamento de mujer. Instintivamente pensé en Alicia,
que acercándose me preguntaba:
—¿Qué tienes? ¿Qué tienes?
Reunidos después, sentíamos la sollozante quejumbre, vuel-
tos hacia el lado de donde venía, sin que acertáramos a desci-
frar el misterio; una palmera de macanilla, fina como un pincel,
obedeciendo a la brisa, hacía llorar sus flecos en el crepúsculo.

***

Ocho días después divisamos la fundación de La Maporita. La


laguna próxima a los corrales se doraba al sol. Unos mastines
enormes vinieron a nuestro encuentro, con ladridos desafo-
rados, y nos dispersaron las bestias. Frente al tranquero de la
entrada, donde se asoleaba un bayetón rojo, exclamó don Rafo,
empinándose en los estribos:
—¡Alabado sea Dios!
—… Y su madre santísima —respondió una voz de mujer.
—¿No hay quién venga a espantar estos perros?
—Ya va.
—¿La niña Griselda?
—En el caño.

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La vorágine

Complacidos observábamos el aseo del patio, lleno de


caracuchos, siemprevivas, habanos, amapolas y otras plantas
del trópico. Alrededor de la huerta daban fresco los platanales,
de hojas susurrantes y rotas, dentro de la cerca de guadua que
protegía la vivienda, en cuyo caballete lucía sus resplandores
un pavo real.
Por fin, una mulata decrépita asomó a la puerta de la cocina,
enjugándose las manos con el ruedo de las enaguas.
—¡Chite, uise! —gritó tirando una cáscara a las gallinas
que escarbaban la era—. Prosigan, que la niña Griselda se ta
bañando. ¡Los perros no muerden, ya mordieron!
Y volvió a sus quehaceres.
Sin testigos, ocupamos el cuarto que servía de sala, en donde
no había otro menaje que dos chinchorros, una barbacoa, dos
banquetas, tres baúles y una máquina Singer. Alicia, sofocada,
se mecía ponderando el cansancio, cuando entró la niña Gri-
selda, descalza, con el chingue al brazo, el peine en la crencha
y los jabones en una totuma.
—Perdone usted —le dijimos.
—Tienen a sus órdenes el rancho y la persona. ¡Ah!, ¿tam-
bién vino don Rafael? ¿Qué hace en la ramaa?
Y saliendo al patio, le decía familiarmente:
—Trascordao, ¿se le volvió a olvidá el cuaerno? Estoy enti-
grecía contra usté. No me salga con esas, porque peleamos.
Era una hembra morena y fornida, ni alta ni pequeña, de
cara regordeta y ojos simpáticos. Se reía enseñando los dientes
anchos y albísimos, mientras que con mano hacendosa expri-
mía los cabellos goteantes sobre el corpiño desabrochado. Vol-
viéndose a nosotros, interrogó:

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—¿Ya les trajeron café?


—Se pone usted en molestias…
—Tiana, Bastiana, ¿qué hubo?
Y sentándose en el chinchorro al lado de Alicia, pregun-
tábale si los diamantes de sus zarcillos eran “legales” y si traía
otros para vender.
—Señora, si le gustan…
—Se los cambio por esa máquina.
—Siempre avispada para el negocio —galanteó don Rafo.
—¡Naa! Es que nos estamos recogiendo pa dejá la tierra.
Y con el acento cálido refirió que Barrera había venido a
llevar gente para las caucherías del Vichada.
—Es la ocasión de mejorá: dan alimentación y cinco pesos
por día. Así se lo he dicho a Franco.
—¿Y qué Barrera es el enganchador? —preguntó don Rafo.
—Narciso Barrera, que ha treido mercancías y morroco-
tas pa da y convidá.
—¿Se creen ustedes de esa ficha?
—Cáyese, don Rafa. ¡Cuidao con desanimá a Fidel! ¡Si le
ta ofreciendo plata anticipáa y no se resuelve a dejá este peju-
gal! ¡Quere ma a las vacas que a la mujé! Y eso que nos cris-
tianamos en Pore, porque sólo éramos casaos militarmente.
Alicia, mirándome de soslayo, se sonrió.
—Niña Griselda, ese viaje puede resultar un percance.
—Don Rafo, el que no arriesga no pasa el ma. Ora dígame
ustees si valdrá la pena un enganche que los ha entusiasmao
a toos. Porque ayí en el hato no va a queá gente. Ha tenío
que bregales el viejo pa que le ayuden a terminá los trabajos
de ganao. ¡Nadie quere hacer naa! ¡Y de noche tienen unos

– 40 –
La vorágine

joropos…! Pero supóngase: tando ahí la Clarita… Yo le prohibí


a Fidel que se quede ayá, y no me hace caso. Dende el lunes se
jue. Mañana lo espero.
—¿Dice usted que Barrera trajo mucha mercancía? ¿Y la
da barata?
—Sí, don Rafo. No vale la pena que usté abra sus peta-
quitas. Ya todo el mundo ha comprao. ¿A que no me trajo los
cuaernos de las moas cuando ma lo menesto? Tengo que yevá
ropa de primera.
—Por ahí le traigo uno.
—¡Dios se lo pague!
La vieja Sebastiana, arrugada como un higo seco, de cabeza
y brazos temblones, nos alargó sendos pocillos de café amargo
que ni Alicia ni yo podíamos tomar y que don Rafo saboreaba
vertiéndolo en el platillo. La niña Griselda se apresuró a traer
una miel oscura, que sacaba de un garrafón, para que endul-
záramos la bebida.
—Muchas gracias, señora.
—¿Y esta buena moza es su mujé? ¿Usté es el yerno de
don Rafo?
—Como si lo fuera.
—¿Y ustees también son tolimas?
—Yo soy de ese departamento; Alicia, bogotana.
—Parece que usté juera pa algún joropo, según ta de cachaca.
¡Qué bonito traje y qué buenos botines! ¿Ese vestío lo cortó usté?
—No, señora, pero entiendo algo de modistería. Estuve
tres años en el colegio asistiendo a la clase.
—¿Me enseña? ¿No es verdá que me enseña? Pa eso com-
pré máquina. Y miren qué lujo de telas las que tengo aquí. Me

– 41 –
José Eustasio Rivera

las regaló Barrera el día que vino a vernos. A Tiana también


le dio. ¿Ónde ta la tuya?
—Colgá en la percha. Ora la treigo.
Y salió.
La niña Griselda, entusiasmada porque Alicia le ofrecía ser
su maestra de corte, se zafó de la pretina las llaves y, abriendo
el baúl, nos enseñó unas telas de colores vivos.
—¡Esas son etaminas comunes!
—Puros cortes de sea, don Rafo. Barrera es rasgaísimo. Y
miren las vistas del fábrico en el Vichada, a onde quere yevar-
nos. Digan imparcialmente si no son una preciosidá esos edi-
ficios y si estas fotografías no son primorosas. Barrera las ha
repartío por toas partes. Miren cuántas tengo pegaas en el baúl.
Eran unas postales en colores. Se veían en ellas, a la ori-
lla montuosa de un río, casas de dos pisos, en cuyos baranda-
les se agrupaba la gente. Lanchas de vapor humeaban en el
puertecito.
—Aquí viven ma de mil hombres y toos ganan una libra
diaria. Ayá voy a poné asistencia pa las peonaas. ¡Supóngase
cuánta plata cogeré con el solo amasijo! ¿Y lo que gane Fidel?…
Miren, estos montes son los cauchales. Bien dice Barrera que
otra oportunidá como esta no se presentará.
—Lo que yo siento es tar tan cascaa; si no, me iba también
tras de mi zambo —dijo la vieja, acurrucándose de nuevo en el
quicio—. Aquí ta la tela —añadió, desdoblando una zaraza roja.
—Con ese traje parecerás un tizón encendido.
—Blanco —me replicó—: pior es no parecer naa.
—Andá —ordenó la niña Griselda—, buscale a don Rafo
unos topochos mauros pa los cabayos. Pero primero decile al

– 42 –
La vorágine

Miguel que se deje de tar echao en el chinchorro, porque no se


le quitan las fiebres: que le saque el agua a la curiara y le ponga
cuidao al anzuelo, a ve si los caribes se tragaron ya la carnaa.
Puee que haya afilao algún bagrecito. Y danos vos algo de comé,
que estos blancos yegan de lejos. Venga pa acá, niña Alicia, y
aflójese la ropa. En este cuarto nos quearemos las dos.
Y parándose ante mí, agregó con picaresco descaro:
—¡Me la yevo! ¿Ustees ya separaron cama?

***

Verdadera lástima sentí por don Rafael ante el fracaso de su


negocio. Tenía razón la niña Griselda: todos se habían provisto
ya de mercancías.
Sin embargo, dos días después de nuestra llegada, vinie-
ron del hato unos hombres enjutos y pálidos, cuyas monturas
húmedas disimulaban su mal aspecto con el bayetón que los
jinetes dejaban colgando sobre las rodillas. Del otro lado del
monte pidieron a gritos la curiara, y, creyendo no ser oídos,
hicieron disparos de wínchester. Vista la tardanza, sin desmon-
tarse, lanzaron sus cabalgaduras al caño y lo cruzaron trayendo
las ropas amarradas en la cabeza.
Llegaron. Vestían calzones de lienzo, camisa suelta llamada
lique y anchos sombreros de felpa castaña. Sus pies desnudos
oprimían con el dedo gordo el aro de los estribos.
—Buen día… —prorrumpieron con voz melancólica entre
los ladridos de los perros.
—Ojalá que nos hubieran matao, por ta de chistosos —excla-
mó la niña Griselda.

– 43 –
José Eustasio Rivera

—Era pa la curiara…
—¡Qué curiara! Este no es paso rial.
—Venimos a ve la mercancía…
—Sigan, pero dejen sus rangos afuera.
Los hombres se apearon, y con los ronzales de cerda torcida
que servían de rendaje, amarraron los trotones bajo el samán de
la entrada y avanzaron con los bayetones al hombro. Alrededor
del cuero en que don Rafo había extendido la chuchería se acu-
clillaron indolentes.
—Miren los diagonales extras; aquí están unos cuchillos
garantizados; fíjense en esta faja de cuero, con funda para el
revólver, todo de primera clase.
—¿Trajo quinina?
—Muy buena, y píldoras para las calenturas.
—¿A cómo el hilo?
—Diez centavos madeja.
—¿No la da en cinco?
—Llévela en nueve.
Todo lo fueron tocando, examinando, comparando, casi sin
hablar. Para saber si una tela desteñía, se empapaban en saliva
los dedos y la refregaban. Don Rafael con la vara de medir les
señalaba todo, agotando los encomios para cada cosa. Nada
les gustó.
—¿Me deja en veinte riales esa navaja?
—Llévela.
—Le doy por los botones lo que le dije.
—Tómelos.
—Pero me encima la aguja pa prenderlos.
—Cójala.

– 44 –
La vorágine

Así compraron bagatelas por dos o tres pesos. El hombre de la


carabina, desanudando la punta del pañuelo, alargó una morrocota:
—Páguese de too, es de veinte dólares.
Y la hizo retiñir contra el acero del arma.
—¡A ve los trueques!
—¿Por qué no compran el restico?
—A esos precios no se alcanza ni con la carabina. Vaya
usté al hato pa que vea cosas regalaas.
—¡Adió, pue!
Y montaron.
—Hola, socio —voceó regresando el de peor estampa—,
nos mandó Barrera a quitate la mercancía, y es mejó que te
largués con eya. Quedás notificao: ¡lejos con eya! ¡Si no te la
quitamos ahora, es por lo poquita y lo cara!
—¿Y quitarla por qué? —indagó don Rafo.
—¡Por la competencia!
—¿Crees tú, infeliz, que este anciano está solo? —prorrumpí,
empuñando un cuchillo, entre los aspavientos de las mujeres.
—Mirá —repuso el hombre—, por sobre yo, mi sombrero.
Por grande que sea la tierra, me quea bajo los pies. Con vos no
me toy metiendo. Pero si querés, ¡pa vos también hay!
Espoleando el potro, me tiró a la cara los objetos compra-
dos y galopó con sus compañeros, a lo largo de la llanura.

***

Esa noche, como a las diez, llegó Fidel Franco a la casa. Aun-
que la embarcación se deslizaba sin ruido sobre el agua pro-
funda, los gozques la sintieron y al instante cundió la alarma.

– 45 –
José Eustasio Rivera

—Es Fidel, es Fidel —decía la niña Griselda, tropezando


en nuestros chinchorros. Y salió al patio en camisola, envuelta
desde la cabeza en un pañolón oscuro, seguida de don Rafael.
Alicia, asustada en las tinieblas, empezó a llamarme desde
su cuarto:
—Arturo, ¿sentiste? ¡Ha llegado gente!
—¡Sí, no te afanes, no vengas! Es el dueño de casa.
Cuando en franela y sin sombrero salí al aire libre, iba
un grupo bajo los platanales llevando un hachón encendido.
La cadena de la curiara sonó al atracar y desembarcaron dos
hombres armados.
—¿Qué ha pasado por aquí? —dijo uno, abrazando seca-
mente a la niña Griselda.
—¡Naa, naa! ¿Por qué te aparecés a semejante hora?
—¿Qué huéspedes han llegado?
—Don Rafael y dos compañeros, hombre y mujé.
Franco y don Rafo, después de un apretón amistoso, regre-
saron con los del grupo hacia la cocina.
—Me vine alarmadísimo porque esta noche al yegar al hato
con la torada supe que Barrera había mandado una comisión.
No querían prestarme cabayo, pero apenas comenzó la juerga,
me traje la curiara de ayá. ¿A qué vinieron esos forajidos?
—A quitarme el chucho —repuso humildemente don Rafo.
—¿Y qué pasó, Griselda?
—¡Naa! Si ma, hay camorra, porque el guatecito se les
encaró, cachiblanco en mano. ¡Un horror! ¡Nos hizo chiyá!
—Seguí pa dentro —agregó de repente la patrona, lívida,
trémula—, y mientras les dan el trago de café, guindá tu chin-
chorro en el correor, porque toy en el cuarto con la doña.

– 46 –
La vorágine

—De ningún modo: Alicia y yo nos alojaremos en la enra-


mada —dije avanzando hacia el corrillo.
—Usté no manda aquí —replicó la niña Griselda, esforzán-
dose por sonreír—. Venga, conozca a este yanero, que es el mío.
—Servidor de usted —repuse devolviendo el abrazo.
—¡Cuente conmigo! Basta que usted sea compañero de
don Rafael.
—¡Y si vieras con qué trozo de mujé se ha enyugao! ¡Colo-
raíta que ni un merey! ¡Y las manos que tiene pa cortá la sea,
y lo modosa pa enseñá!
—Pues manden a sus nuevos criados —repetía Franco.
Era cenceño y pálido, de mediana estatura, y acaso mayor
que yo. Cuadrábale el apellido al carácter, y su fisonomía y sus
palabras eran menos elocuentes que su corazón. Las facciones
proporcionadas, el acento y el modo de dar la mano advertían
que era hombre de buen origen, no salido de las pampas, sino
venido a ellas.
—¿Usted es oriundo de Antioquia?
—Sí, señor. Hice algunos estudios en Bogotá, ingresé luego
en el ejército, me destinaron a la guarnición de Arauca y de allí
deserté por un disgusto con mi capitán. Desde entonces vine
con Griselda a calentar este rancho, que no dejaré por nada
en la vida —y recalcó—: ¡por nada en la vida!
La niña Griselda, con mohín amargo, permanecía muda.
Como advirtió que estaba en traje de alcoba, se fue con pretexto de
vestirse, llevando dentro de la mano ahuecada la luz de una vela.
Y no volvió más.
Mientras tanto, la vieja Tiana hacía llamear el fogón de
tres piedras, sobre las cuales pendía un alambre para colgar el

– 47 –
José Eustasio Rivera

caldero o la marma. Al tibio parpadear de la lumbre nos sen-


tamos en círculo, sobre raíces de guadua o sobre calaveras de
caimán, que servían de banquetas. El mocetón que llegó con
Franco me miraba con simpatía, sosteniendo entre las rodillas
desnudas una escopeta de dos cañones. Como sus ropas esta-
ban húmedas, desarremangóse los calzoncillos y los oreaba
sobre las pantorrillas de nudosos músculos. Llamábase Anto-
nio Correa y era hijo de Sebastiana, tan cuadrado de espaldas
y tan fornido de pecho, que parecía un ídolo indígena.
—Mama —dijo rascándose la cabeza—: ¿cuál jue el entro-
metío que yevó al hato el chisme de la mercancía?
—Eso no tie naa de malo: avisando se vende.
—Sí, ¿pero qué jue a hacé ayá la tarde que yegaron estos
blancos?
—¡Yo qué sé! Lo mandaría la niña Griselda.
En esta vez fue Franco quien hizo el mohín. Después de
corto silencio, indagó:
—Mulata, ¿cuántas veces ha venido Barrera?
—Yo no he reparao. Yo vivo ocupaa aquí en mi cocina.
Saboreando el café y referido por don Rafo algún incidente
de nuestro viaje, repreguntó Franco, obedeciendo a su obsti-
nada preocupación:
—¿Y el Miguel y el Jesús qué han estado haciendo? ¿Bus-
caron los marranos en la sabana? ¿Compusieron el tranquero
de los corrales? ¿Cuántas vacas ordeñan?
—Sólo dos de ternero grande. Las otras las hizo soltá la
niña Griselda porque ya empieza a habé plaga y los zancúos
matan las crías.
—¿Y dónde están esos flojos?

– 48 –
La vorágine

—Miguel con calentura. No se quié hacé el remedio: son cinco


hojitas de borraja, pero arrancás de pa arriba, porque de pa abajo,
proúcen vómito. Ahí le tengo el cocimiento, pero no lo traga. Y
eso que ta enviajao pa las caucherías. ¡Se la pasa jugando naipes
con el Jesús, y ese sí que ta perdío por irse!
—Pues que se larguen desde ahora, en la curiara del hato, y
no vuelvan más. No tolero en mi posada ni chismosos ni espías.
Mulata, asómate al caney y diles que desocupen: ¡que ni me
deben, ni les debo!
Cuando salió Sebastiana, preguntó don Rafael por la
situación del hato: «¿Era verdad que todo andaba manga por
hombro?».
—Ni sombra de lo que usted conoció. Barrera lo ha trastor-
nado todo. Ayá no se puede vivir. Mejor que le prendieran candela.
Luego refirió que los trabajos se habían suspendido porque
los vaqueros se emborrachaban y se dividían en grupos para
toparse en determinados sitios de la llanada, donde, a ocultas,
les vendían licor los áulicos de Barrera. Unas veces dejaban
matar los caballos, entregándolos estúpidamente a los toros;
otras, se dejaban coger de la soga, o al colear sufrían golpes
mortales; muchos se volvían a juerguear con Clarita; estos
derrengaban los rangos apostando carreras, y nadie corre-
gía el desorden ni normalizaba la situación, porque ante el
señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba
en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico. De esta
suerte, ya no quedaban caballos mansos sino potrones, ni
había vaqueros sino enfiestados; y el viejo Zubieta, el dueño
del hato, borracho y gotoso, ignorante de lo que pasaba, espa-
rrancábase en el chinchorro a dejar que Barrera le ganara

– 49 –
la vorágine

JOSÉ
EUSTASIO
RIVERA
la vorágine

José
Eustasio Rivera
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Rivera, José Eustasio, 1888-1928


La vorágine [recurso electrónico] / José Eustasio Rivera ; [presentación de
Antonio Caballero]. -- Bogotá : Ministerio de Cultura : Biblioteca Nacional de
Colombia, 2015.
1 recurso en línea : archivo PDF (350 páginas). – (Biblioteca básica de cultura
colombiana. Literatura / Biblioteca Nacional de Colombia)

Publicado originalmente: Bogotá : Editorial de Cromos, 1924.


ISBN 978-958-8827-54-4

1. Novela colombiana - Siglo XX I. Caballero, Antonio II. Título III. Serie

CDD: Co863.3 ed. 20 CO-BoBN– a974823


Mariana Garcés Córdoba
ministra de cultura

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viceministra de cultura

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apropiación patrimonial 978-958-8827-54-4
Bogotá D. C., diciembre de 2015

Primera edición: Editorial de Cromos, Bogotá, 1924.

Presentación: © Antonio Caballero

Licencia Creative Commons:


Atribución-NoComercial-Compartirigual,
2.5 Colombia. Se puede consultar en:
https://creativecommons.org/licenses/by-nc-
sa/2.5/co/
índice
Presentación7
§§
Prólogo13
§§

Primera parte17

Segunda parte131

Tercera parte233
Epílogo343
§§
Vocabulario345
§§

Primera edición de La vorágine.


Editorial de Cromos,
Bogotá, 1924
§§ Presentación

L
a gran novela de España es sin duda el Quijote: caben
en ella más cosas que en la propia España. Se discute
sobre si existe una «gran novela norteamericana», y si
es Moby Dick de Melville o Huckleberry Finn de Mark Twain, o
una que quiso escribir Norman Mailer y no pudo. Para Fran-
cia la duda está entre la interminable Comedia humana de Balzac
y la casi igual de larga En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.
En México, el escueto Pedro Páramo de Rulfo se lleva por delante
las docenas de novelas de Mariano Azuela o de Carlos Fuen-
tes. En Alemania…, etcétera.
La gran novela de Colombia es La vorágine, de José Eusta-
sio Rivera.
No es un capricho atribuirle nacionalidad a las novelas, ni
un mero juego de salón. Los países son su trasfondo necesario.
Los Karamazov es un libro inimaginable, inimaginado, por fuera
de Rusia. El Satiricón no existe sin la Roma de los Césares. El
hombre sin atributos necesita al imperio austro-húngaro. Para no
hacer exhaustiva la enumeración, vuelvo a La vorágine, que es,
ya digo, la gran novela de Colombia.

–7–
Presentación

Todo cabe en ella, empezando por varias novelas: la épica


romántica del aventurero Arturo Cova, y el folletín lacrimoso
del viejo cauchero Clemente Silva, con hija deshonrada,
mujer agonizante, hijo fugado, huesos tirados al río. Y caben
muchos tonos, muchos lenguajes: el de la denuncia periodís-
tica de los horrores del genocidio de los indios y la explota-
ción de los caucheros por la famosa Casa Arana, y al pasar
alguna página aparece en persona el legendario Julio César
Arana, desnudo, «pechudo como hembra». El lenguaje tran-
sido del poeta modernista que era Rivera: a ratos, la novela
parece escrita en verso. Y a ratos también alcanza cimas de
cursilería. Un ejemplo: «Aquellos celajes de oro y múrice con
que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en
tu dombo?» [El dombo verde de la selva]. La prosa de antro-
pólogo: al describir la preparación del cazabe por los indios
escribe Rivera: «Echan la mezcla acuosa en el sebucán, ancho
cilindro de hojas de palma retejidas cuyo extremo se retuerce
con un tremojo para exprimir el almidonoso jugo de la rallada».
Se alternan diálogos naturales, realistas, que corren como
agua, con otros impostados y teatrales: «Mi porte es la triste
máscara de mi espíritu, pero por mi pecho pasan todas las
sendas del amor».
«—¡Caballero, no me pellizque! ¡Está equivocado!
—¡Nunca se equivoca mi corazón!».
La trama de la historia avanza enrevesada y sinuosa, con
meandros de río amazónico, y hasta el autor se pierde y olvida
por dónde o para dónde va. Y de golpe, como en un raudal
inesperado, todo se resuelve en un estallido de violencia: «A tal
punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron».

–8–
Presentación

«… Jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la Violencia».


Con mayúscula. Con esa frase, que todo colombiano conoce
de memoria y que muchos suelen declamar cuando se embo-
rrachan, se abre la novela. Y esa Violencia con mayúscula la
impregna toda, como impregna toda la historia y la literatura
de Colombia: desde los Varones ilustres, la epopeya en verso de
Juan de Castellanos, hasta los sicarios de la mafia que hoy pue-
blan las telenovelas. La frivolidad de la violencia: «Yo ardía por
conocer detalles de esa crónica pavorosa», dice un personaje
hablando del infierno de las caucherías. La violencia, acom-
pañada siempre por «la dominante obsesión de la riqueza» a
cualquier precio: el robo, el asesinato, la esclavitud, el genoci-
dio, la traición. Violencia y riqueza, con la miseria y la sucie-
dad y la presencia abrumadora de la naturaleza —inmensidad
de los llanos, cerrazón claustrofóbica de la selva—, constituyen
el ámbito de la novela, en donde confluye toda Colombia. El
propio Arturo Cova, que quiere ser poeta y también, cuando
vuelva, Presidente de la República, presuntuoso, quejumbroso
y violento; su amante cachaca, la desvaída Alicia; un filipichín
bogotano refugiado en la selva de sus maromas financieras; lla-
neros domadores de caballos y coleadores de reses; caucheros
ricos; caucheros miserables; un juez corrupto: «Con la justi-
cia no nos metamos, porque nos coge sin plata». Un gober-
nador contrabandista; un coronel asesino; una turca lasciva
que invoca a Alá; colonos, cuatreros, ladrones, putas. Y, siem-
pre, la agobiadora naturaleza: «Las aguas corrían al revés y
bandadas de patos volteaban en las alturas». Y el ruido de las
palabras: artificiosamente poéticas, como albicante, que quiere
decir «notable por su blancura», o altamente especializadas,

–9–
Presentación

como belduque, que es un cuchillo pequeño, o fotuto que es una


corneta rústica. A veces, por el puro placer del ruido, suelta el
autor retahílas de nombres de caños y de ríos que ningún lector
recordará, pues nunca se repiten: el Vaupés y el río Negro sí;
pero, ¿el caño Yurubaxí, el correntón de Yavaraté, el río Purús,
el Yaguanarí, el Guaracú, el Isana y el Kerarí, el Cababurí, el
Maturacá? ¿El Curicuriarí?
Y pasan cosas y cosas en desorden, como en la vida: es
una novela realista. Pasan las hormigas tambochas, «un tem-
blor continuo que agitaba el suelo». Matan a alguien de una
cuchillada, y un perro se lo lleva arrastrándolo por una tripa.
A alguien se lo comen las pirañas «entre un temblor de aletas
y centelleos». Se roban a dos mujeres. Cae un súbito nublado
sobre el llano, doblando hasta el suelo las palmeras. Alguien se
vuelve loco por el embrujo misterioso de la selva.
El final se precipita: se nota que también el autor quiere
salir de ese embrujo. No aparecen las mujeres robadas, se olvida
el caucho, unos personajes se van por un río, otros por otro, se
pierden; y la novela se acaba, sin desenlace que respete las nor-
mas académicas. «¡Los devoró la selva!», es la frase con que se
cierra el breve epílogo a los papeles dejados por Arturo Cova
escrito por el cónsul en Manaos. También es frase sabida de
memoria por todos los colombianos.
La vorágine es una novela de 1924. Noventa años después, la
Colombia que pinta sigue siendo igual. Sólo ha cambiado la selva
devoradora, que hoy es urbana porque hemos talado la otra.
Ya entonces un cauchero decía: «Es el hombre civilizado el
paladín de la destrucción. […] Y sus huellas son semejantes
a los aludes. Los caucheros que hay en Colombia destruyen

– 10 –
Presentación

anualmente millones de árboles. En los territorios de Venezuela


el balatá [caucho negro] desapareció. De esta suerte ejercen el
fraude contra las generaciones del porvenir». Casi ninguno de
los animales que Rivera nombra en su novela existe ya, salvo las
vacas, que han acabado con la selva. Las bonanzas se han ido:
se fue la asesina bonanza del caucho como antes las destructivas
bonanzas de la quina o de las plumas de garza, y como después
se fue la de la marimba, dejando al país en brazos de la de la
coca, que lo desangra. Porque lo que sigue intacto, como en
los tiempos de La vorágine o en los más viejos de la Conquista,
es la pasión de la violencia.

Antonio Caballero

– 11 –
§§ Prólogo

Señor Ministro:

De acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la


publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese
Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos.
En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones
del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincia-
lismos de más carácter.
Creo, salvo mejor opinión de S. S., que este libro no se debe
publicar antes de tener más noticias de los caucheros colom-
bianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo con-
trario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los
datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo.
Soy de S. S. muy atento servidor,

José Eustasio Rivera

– 13 –
… Los que un tiempo creyeron que mi inteligencia irradiaría extraordinariamente, cual una
aureola de mi juventud; los que se olvidaron de mí apenas mi planta descendió al infortunio; los
que al recordarme alguna vez piensen en mi fracaso y se pregunten por qué no fui lo que pude
haber sido, sepan que el destino implacable me desarraigó de la prosperidad incipiente y me lanzó
a las pampas, para que ambulara vagabundo, como los vientos, y me extinguiera como ellos sin
dejar más que ruido y desolación.

(Fragmento de la carta de Arturo Cova).


Primera parte
A
ntes que me hubiera apasionado por mujer alguna,
jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia.
Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la con-
fidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes.
Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios
no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino
del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que
mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño
que la alimenta.
Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había
renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano
mis brazos —tediosos de libertad— se tendieron ante muchas
mujeres implorando para ellos una cadena. Nadie adivinaba
mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.
Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones,
esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó
casarse conmigo en aquellos días en que sus parientes fragua-
ron la conspiración de su matrimonio, patrocinados por el cura
y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me denunció los

– 19 –
José Eustasio Rivera

planes arteros. «Yo moriré sola», decía: «mi desgracia se opone


a tu porvenir».
Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le
declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una
noche, en su escondite, resueltamente: «¿Cómo podría desam-
pararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte, pero dame el amor».
¡Y huimos!

***

Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por confidente


al insomnio.
Al través de la gasa del mosquitero, en los cielos ilímites,
veía parpadear las estrellas. Los follajes de las palmeras que nos
daban abrigo enmudecían sobre nosotros. Un silencio infinito
flotaba en el ámbito, azulando la transparencia del aire. Al lado
de mi chinchorro, en su angosto catrecillo de viaje, Alicia dor-
mía con agitada respiración.
Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiado-
ras: ¿qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta joven-
cita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus
ansias de triunfo, y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El
lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo
pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura
lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el
ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo,
¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste?
Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque
ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca de

– 20 –
La vorágine

tu hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de


la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.
En aquel momento me sentí pusilánime. No era que mi
energía desmayara ante la responsabilidad de mis actos, sino
que empezaba a invadirme el fastidio de la manceba. Poco
empeño hubiera sido el poseerla, aun a trueque de las mayo-
res locuras; pero ¿después de las locuras y de la posesión…?
Casanare no me aterraba con sus espeluznantes leyendas.
El instinto de la aventura me impelía a desafiarlas, seguro de
que saldría ileso de las pampas libérrimas y de que alguna vez,
en desconocidas ciudades, sentiría la nostalgia de los pasados
peligros. Pero Alicia me estorbaba como un grillete. ¡Si al menos
fuera más arriscada, menos bisoña, más ágil! La pobre salió de
Bogotá en circunstancias aflictivas; no sabía montar a caballo,
el rayo del sol la congestionaba, y cuando a trechos prefería
caminar a pie, yo debía imitarla pacientemente, cabestreando
las cabalgaduras.
Nunca di pruebas de mansedumbre semejante. Yendo fugi-
tivos, avanzábamos lentamente, incapaces de torcer la vía para
esquivar el encuentro con los transeúntes, campesinos en su
mayor parte, que se detenían a nuestro paso interrogándome
conmovidos: «Patrón, ¿por qué va llorando la niña?».
Era preciso pasar de noche por Cáqueza, en previsión de
que nos detuvieran las autoridades. Varias veces intenté rom-
per el alambre del telégrafo, enlazándolo con la soga de mi
caballo; pero desistí de tal empresa por el deseo íntimo de que
alguien me capturara y, librándome de Alicia, me devolviera esa
libertad del espíritu que nunca se pierde en la reclusión. Por las
afueras del pueblo pasamos a prima noche, y desviando luego

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José Eustasio Rivera

hacia la vega del río, entre cañaverales ruidosos que nuestros


jamelgos descogollaban al pasar, nos guarecimos en una enra-
mada donde funcionaba un trapiche. Desde lejos lo sentimos
gemir, y por el resplandor de la hornilla donde se cocía la miel
cruzaban intermitentes las sombras de los bueyes que movían
el mayal y del chicuelo que los aguijaba. Unas mujeres adere-
zaron la cena y le dieron a Alicia un cocimiento de yerbas para
calmarle la fiebre.
Allí permanecimos una semana.

***

El peón que envié a Bogotá a caza de noticias, me las trajo inquie-


tantes. El escándalo ardía, avivado por las murmuraciones de
mis malquerientes; comentábase nuestra fuga y los periódicos
usufructuaban el enredo. La carta del amigo a quien me dirigí
pidiéndole su intervención, tenía este remate: «¡Los prenderán!
No te queda más refugio que Casanare. ¿Quién podría imaginar que un
hombre como tú busque el desierto?».
Esa misma tarde me advirtió Alicia que pasábamos por
huéspedes sospechosos. La dueña de casa le había preguntado
si éramos hermanos, esposos legítimos o meros amigos, y la
instó con zalemas a que le mostrara algunas de las monedas que
hacíamos, caso de que las fabricáramos, «en lo que no había
nada de malo, dada la tirantez de la situación». Al siguiente
día partimos antes del amanecer.
—¿No crees, Alicia, que vamos huyendo de un fantasma
cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos? ¿No sería mejor
regresar?

– 22 –
La vorágine

—¡Tanto me hablas de eso, que estoy convencida de que te


canso! ¿Para qué me trajiste? Porque la idea partió de ti. ¡Vete,
déjame! ¡Ni tú ni Casanare merecen la pena!
Y de nuevo se echó a llorar.
El pensamiento de que la infeliz se creyera desamparada me
movió a tristeza, porque ya me había revelado el origen de su
fracaso. Querían casarla con un viejo terrateniente en los días
que me conoció. Ella se había enamorado, cuando impúber,
de un primo suyo, paliducho y enclenque, con quien estaba en
secreto comprometida; luego aparecí yo, y alarmado el vejete
por el riesgo de que le birlara la prenda, multiplicó las cuan-
tiosas dádivas y estrechó el asedio, ayudado por la parentela
entusiástica. Entonces Alicia, buscando la liberación, se lanzó
a mis brazos.
Mas no había pasado el peligro: el viejo, a pesar de todo,
quería casarse con ella.
—¡Déjame! —repitió, arrojándose del caballo—. ¡De ti
no quiero nada! ¡Me voy a pie, a buscar por estos caminos un
alma caritativa! ¡Infame! Nada quiero de ti.
Yo que he vivido lo suficiente para saber que no es cuerdo
replicarle a una mujer airada, permanecí mudo, agresivamente
mudo, en tanto que ella, sentada en el césped, con mano con-
vulsa arrancaba puñados de yerba…
—Alicia, esto me prueba que no me has querido nunca.
—¡Nunca!
Y volvió los ojos a otra parte.
Quejóse luego del descaro con que la engañaba:
—¿Crees que no advertí tus persecuciones a la muchacha
de allá abajo? ¡Y tanto disimulo para seducirla! Y alegarme

– 23 –
José Eustasio Rivera

que la demora obedecía a quebrantos de mi salud. Si esto es


ahora, ¿qué no será después? ¡Déjame! ¡A Casanare, jamás, y
contigo, ni al cielo!
Este reproche contra mi infidelidad me ruborizó. No sabía
qué decir. Hubiera deseado abrazar a Alicia, agradeciéndole
sus celos con un abrazo de despedida. Si quería que la aban-
donara, ¿tenía yo la culpa?
Y cuando me desmontaba a improvisar una explicación,
vimos descender por la pendiente un hombre que galopaba en
dirección a nosotros. Alicia, conturbada, se agarró de mi brazo.
El sujeto, apeándose a corta distancia, avanzó con el hongo
en la mano.
—Caballero, permítame una palabra.
—¿Yo? —repuse con voz enérgica.
—Sí, sumercé —y terciándose la ruana me alargó un papel
enrollado—. Es que lo manda notificar mi padrino.
—¿Quién es su padrino?
—Mi padrino el alcalde.
—Esto no es para mí —dije, devolviendo el papel, sin
haberlo leído.
—¿No son, pues, susmercedes los que estuvieron en el
trapiche?
—Absolutamente. Voy de intendente a Villavicencio, y esta
señora es mi esposa.
Al escuchar tales afirmaciones, permaneció indeciso.
—Yo creí —balbuceó— que eran susmercedes los acuña-
dores de monedas. De la ramada estuvieron mandando razón
al pueblo para que la autoridad los apañara, pero mi padrino
estaba en su hacienda, pues sólo abre la Alcaldía los días de

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La vorágine

mercado. Recibió también varios telegramas, y como ahora


soy comisario único…
Sin dar tiempo a más aclaraciones, le ordené que acercara
el caballo de la señora. Alicia, para ocultar la palidez, velóse el
rostro con la gasa del sombrero. El importuno nos veía partir
sin pronunciar palabra. Mas, de repente, montó en su yegua,
y acomodándose en la enjalma que le servía de montura, nos
flanqueó sonriendo.
—Sumercé, firme la notificación para que mi padrino vea
que cumplí. Firme como intendente.
—¿Tiene usted una pluma?
—No, pero adelante la conseguimos. Es que, de lo contra-
rio, el alcalde me archiva.
—¿Cómo así? —respondíle sin detenerme.
—Ojalá sumercé me ayude, si es cierto que va de empleado.
Tengo el inconveniente de que me achacan el robo de una
novilla y me trajeron preso, pero mi padrino me dio el pueblo
por cárcel; y luego, a falta de comisario, me hizo el honor a
mí. Yo me llamo Pepe Morillo Nieto, y por mal nombre me
dicen Pipa.
El cuatrero, locuaz, caminaba a mi diestra relatando sus
padecimientos. Pidióme la maleta de la ropa y la atravesó en
la enjalma, sobre sus muslos, cuidando de que no se cayera.
—No tengo —dijo— con qué comprar una ruana decente,
y la situación me ha reducido a vivir descalzo. Aquí donde sus-
mercedes me ven, este sombrero tiene más de dos años, y lo
saqué de Casanare.
Alicia, al oír esto, volvió hacia el hombre los ojos asustadizos.
—¿Ha vivido usted en Casanare? —le preguntó.

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José Eustasio Rivera

—Sí, sumercé, y conozco el Llano y las caucherías del


Amazonas. Mucho tigre y mucha culebra he matado con la
ayuda de Dios.
A la sazón encontrábamos arrieros que conducían sus
recuas. El Pipa les suplicaba:
—Háganme el bien y me prestan un lápiz para una firmita.
—No “cargamos” eso.
—Cuidado con hablarme de Casanare en presencia de
la señora —le dije en voz baja—. Siga usted conmigo, y en la
primera oportunidad me da a solas los informes que puedan
ser útiles al intendente.
El dichoso Pepe habló cuanto pudo, derrochando hipér-
boles. Pernoctó con nosotros en las cercanías de Villavicencio,
convertido en paje de Alicia, a quien distraía con su verba. Y
esa noche se picureó, robándose mi caballo ensillado.

***

Mientras mi memoria se empañaba con estos recuerdos, una


claridad rojiza se encendió de súbito. Era la fogata de insomne
reflejo, colocada a pocos metros de los chinchorros para con-
jurar el acecho del tigre y otros riesgos nocturnos. Arrodillado
ante ella como ante una divinidad, don Rafo la soplaba con
su resuello.
Entretanto continuaba el silencio en las melancólicas sole-
dades, y en mi espíritu penetraba una sensación de infinito que
fluía de las constelaciones cercanas.
Y otra vez volví a recordar. Con la hora desvanecida se
había hundido irremediablemente la mitad de mi ser, y ya debía

– 26 –
La vorágine

iniciar una nueva vida, distinta de la anterior, comprometiendo


el resto de mi juventud y hasta la razón de mis ilusiones, porque
cuando reflorecieran ya no habría quizás a quién ofrendarlas
o dioses desconocidos ocuparían el altar a que se destinaron.
Alicia pensaría lo mismo, y de esta suerte, al par que me ser-
vía de remordimiento, era el lenitivo de mi congoja, la compa-
ñera de mi pesar, porque ella iba también, como la semilla en el
viento, sin saber a dónde y miedosa de la tierra que la esperaba.
Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez
triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables.
Dolíase otras veces de no haberse tomado un veneno. «Aun-
que no te ame como quieres», decía, «¿dejarás de ser para mí
el hombre que me sacó de la inexperiencia para entregarme a
la desgracia? ¿Cómo podré olvidar el papel que has desempe-
ñado en mi vida? ¿Cómo podrás pagarme lo que me debes?
No será enamorando a las campesinas de las posadas ni hacién-
dome ansiar tu apoyo para abandonarme después. Pero si esto
es lo que piensas, no te alejes de Bogotá, porque ya me cono-
ces. ¡Tú responderás!».
—¿Y sabes que soy ridículamente pobre?
—Demasiado me lo repitieron cuando me visitabas. El
amparo que ahora te pido no es el de tu dinero, sino el de tu
corazón.
—¿Por qué me imploras lo que me apresuré a ofrecerte de
manera espontánea? Por ti dejé todo, y me lancé a la aventura,
cualesquiera que fuesen los resultados. ¿Pero tendrás valor de
sufrir y confiar?
—¿No hice por ti todos los sacrificios?
—Pero le temes a Casanare.

– 27 –
José Eustasio Rivera

—Le temo por ti.


—¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!
Tal fue el diálogo que sostuvimos en la casucha de Villavi-
cencio la noche que esperábamos al Jefe de la Gendarmería.
Era este un quídam semicano y rechoncho, vestido de caqui,
de bigotes ariscos y aguardentosa catadura.
—Salud, señor —le dije en tono despectivo cuando apoyó
su sable en el umbral.
—¡Oh, poeta! Esta chica es digna hermana de las nueve
musas. ¡No sea egoísta con los amigos!
Y me echó su tufo de anetol en la cara.
Frotándose contra el cuerpo de Alicia al acomodarse en el
banco, resopló, asiéndola de las muñecas:
—¡Qué pimpollo! ¿Ya no te acuerdas de mí? ¡Soy Gámez
y Roca, el general Gámez y Roca! Cuando eras pequeña solía
sentarte en mis rodillas.
Y probó a sentarla de nuevo.
Alicia, inmutada, estalló:
—¡Atrevido, atrevido! —y lo empujó lejos.
—¿Qué quiere usted? —gruñí cerrando las puertas. Y lo
degradé con un salivazo.
—Poeta, ¿qué es esto? ¿Corresponde así a la hidalguía de
quien no quiere echarlo a prisión? ¡Déjeme la muchacha, por-
que soy amigo de sus papás y en Casanare se le muere! Yo le
guardaré la reserva. ¡El cuerpo del delito para mí, para mí!
¡Déjemela para mí!
Antes que terminara, con esguince colérico le zafé a Ali-
cia uno de sus zapatos y lanzando al hombre contra el tabi-
que, lo acometí a golpes de tacón en el rostro y en la cabeza.

– 28 –
La vorágine

El borracho, tartamudeante, se desplomó sobre los sacos de


arroz que ocupaban el ángulo de la sala.
Allí roncaba media hora después, cuando Alicia, don Rafo
y yo huimos en busca de las llanuras intérminas.

***

—Aquí está el café —dijo don Rafo, parándose delante del


mosquitero—. Despabílense, niños, que estamos en Casanare.
Alicia nos saludó con tono cordial y ánimo limpio:
—¿Ya quiere salir el sol?
—Tarda todavía: el carrito de estrellas apenas va llegando
a la loma —y nos señaló don Rafo la cordillera diciendo—.
Despidámonos de ella, porque no la volveremos a ver. Sólo
quedan llanos, llanos y llanos.
Mientras apurábamos el café, nos llegaba el vaho de la madru-
gada, un olor a pajonal fresco, a surco removido, a leños recién
cortados, y se insinuaban leves susurros en los abanicos de los
moriches. A veces, bajo la transparencia estelar, cabeceaba
alguna palmera humillándose hacia el oriente. Un regocijo
inesperado nos henchía las venas, a tiempo que nuestros espí-
ritus, dilatados como la pampa, ascendían agradecidos de la
vida y de la creación.
—Es encantador Casanare —repetía Alicia—. No sé por
qué milagro, al pisar la llanura, aminoró la zozobra que me
inspiraba.
—Es que —dijo don Rafo— esta tierra lo alienta a uno para
gozarla y para sufrirla. Aquí hasta el moribundo ansía besar el
suelo en que va a podrirse. Es el desierto, pero nadie se siente

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José Eustasio Rivera

solo: son nuestros hermanos el sol, el viento y la tempestad. Ni


se les teme ni se les maldice.
Al decir esto, me preguntó don Rafo si era tan buen jinete
como mi padre, y tan valeroso en los peligros.
—Lo que se hereda no se hurta —respondí jactancioso,
en tanto que Alicia, con el rostro iluminado por el fulgor de la
hoguera, sonreía confiada.
Don Rafo era mayor de sesenta años y había sido compa-
ñero de mi padre en alguna campaña. Todavía conservaba ese
aspecto de dignidad que denuncia a ciertas personas venidas a
menos. La barba canosa, los ojos tranquilos, la calva luciente,
convenían a su estatura mediana, contagiosa de simpatía y
de benevolencia. Cuando oyó mi nombre en Villavicencio
y supo que sería detenido, fue a buscarme con la buena nueva
de que Gámez y Roca le había jurado interesarse por mí. Desde
nuestra llegada hizo compras para nosotros, atendiendo los
encargos de Alicia. Ofreciónos ser nuestro baquiano de ida y
de regreso, y que a su vuelta de Arauca llegaría a buscarnos
al hato de un cliente suyo, donde permaneceríamos alojados
unos meses.
Casualmente hallábase en Villavicencio de salida para Casa-
nare. Después de su ruina, viudo y pobre, le cogió apego a los
Llanos, y con dinero de su yerno los recorría anualmente, como
ganadero y mercader ambulante al por menor. Nunca había
comprado más de cincuenta reses, y entonces arreaba unos
caballejos hacia las fundaciones del bajo Meta y dos mulas
cargadas de baratijas.
—¿Se reafirma usted en la confianza de que estamos ya
libres de las pesquisas del general?

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José Eustasio Rivera

hendieron el aire los patos chillones, las garzas morosas como


copos flotantes, los loros esmeraldinos de tembloroso vuelo, las
guacamayas multicolores. Y de todas partes, del pajonal y del
espacio, del estero y de la palmera, nacía un hálito jubiloso que
era vida, era acento, claridad y palpitación. Mientras tanto, en
el arrebol que abría su palio inconmensurable, dardeó el primer
destello solar y, lentamente, el astro, inmenso como una cúpula,
ante el asombro del toro y la fiera, rodó por las llanuras, enro-
jeciéndose antes de ascender al azul.
Alicia, abrazándome llorosa y enloquecida, repetía esta
plegaria:
—¡Dios mío, Dios mío! ¡El sol, el sol!
Luego, nosotros, prosiguiendo la marcha, nos hundimos
en la inmensidad.

***

Poco a poco el regocijo de nuestras lenguas fue cediendo al can-


sancio. Habíamos hecho copiosas preguntas que don Rafo
atendía con autoridad de conocedor. Ya sabíamos lo que era
una mata, un caño, un zural y por fin Alicia conoció los vena-
dos. Pastaban en un estero hasta media docena y al ventearnos
enderezaron hacia nosotros las orejas esquivas.
—No gaste usted los tiros del revólver —ordenó don Rafo—.
Aunque vea los bichos cerca, están a más de quinientos metros.
Fenómenos de la región.
Dificultábase la charla porque don Rafo iba de puntero,
llevando de diestro una bestia, en pos de la cual trotaban las
otras en los pajonales retostados. El aire caliente fulgía como

– 32 –
La vorágine

lámina de metal, y bajo el espejeo de la atmósfera, en el ámbito


desolado, insinuábase a lo lejos la masa negruzca de un monte.
Por momentos se oía la vibración de la luz.
Con frecuencia me desmontaba para refrescar las sienes
de Alicia, frotándolas con un limón verde. A guisa de quita-
sol llevaba sobre el sombrero una chalina blanca, cuyos extre-
mos empapaba en llanto cada vez que la afligía el recuerdo del
hogar. Aunque yo fingía no reparar en sus lágrimas, inquietá-
bame el tinte de sus arreboladas mejillas, miedoso de la con-
gestión. Mas imposible sestear bajo la intemperie asoleada: ni
un árbol, ni una gruta, ni una palmera.
—¿Quieres descansar? —le proponía preocupado; y son-
riendo me respondía:
—¡Cuando lleguemos a la sombra! ¡Pero cúbrete el rostro,
que la resolana te tuesta!
Hacia la tarde, parecían surgir en el horizonte ciudades fan-
tásticas. Las ponentinas matas de monte provocaban el espe-
jismo, perfilando en el cielo penachos de palmares, por sobre
cúpulas de ceibas y copeyes, cuyas floraciones de bermellón
evocaban manchas de tejados.
Los caballos que iban sueltos, orientándose en la llanura,
empezaron a galopar a considerable distancia de nosotros.
—Ya ventearon el bebedero —observó don Rafo—. No
llegaremos a la mata antes de media hora; pero allí calentare-
mos el bastimento.
Rodeaban el monte pantanos inmundos, de flotante lama,
cuya superficie recorrían avecillas acuáticas que chillaban
balanceando la cola. Después de gran rodeo, y casi por opuesto
lado, penetramos en la espesura, costeando el tremedal, donde

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